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FAGAS DE HISTORIA Juan Luis Cebrián, La isla del viento, Alguara, Madrid, 1990. E sta segunda novela de J. L. Cebrián, aparte de otras consideraciones que veremos, resulta repre- sentativa en la situación actual de la novela española. Pare- ce como si, en estos momentos, predominaran en nuestra narrativa dos tipos de relato: el histórico, por un lado, y, por otro, la novela cons- truida sobre un enigma, un miste- rio (eventualmente, un crimen). A esta segunda clase pertenece La is- la del viento, obra en la que si se plantea una conspiración política, se describen unas determinadas condiciones sociales, el centro de la trama es un crimen -un enig- ma- presentado, en cierto modo, como un hecho aislado, único, ex- tremo y, en definitiva, marginal; Y, por ello, más sorprendente y absur- do. De este modo, el homicida y el encargado, o encargados, de resol- verlo son seres solitarios; como, al fin, lo es el lector de libros. Son so- ledades que confluyen de manera gaz en un encuentro que se sabe casual y emero. La realidad es que, ya desde el principio, el crimen aparece como un motivo para desarrollar otros asuntos, especialmente la relación personal, amorosa entre una joven periodista y un inglés bien entrado en años. Esto permite el análisis de unas personalidades y unos com- portamientos complejos y densos en los que contrasta la lucidez de- sencantada de uno con la ilusión y la indirencia cruel de la juventud de la otra. Los personajes que aparecen en La isla son conscientes de la sole- dad en la que viven, como también son conscientes de que los intentos por romper su aislamiento, están destinados al acaso, aunque no al drama ni a la tragedia. Lo mismo sucede a la hora de enlazar con la realidad: narrador y persones pa- recen debatirse entre las nieblas de la incomprensión, en medio de la casualidad y del azar, entre un di- so temor y la impotencia. No son individuos pasivos, sin embargo, contempladores intelectuales, sino hombres de acción decididos a en- Los Cuadernos de la Actualidad entarse con los otros, con lo otro, a actuar y tomar la iniciativa. Da lo mismo. Parece como si lo que esta obra quisiera mostrar era la inca- pacidad de la razón para dar cuenta de los hechos; de los hechos y de los sentimientos; para establecer relaciones prondas entre los indi- viduos. Porque la novela de Ce- brián no es sólo, ni ndamental- mente, una obra policíaca, sino una historia sentimental. De este modo, el planteamiento del caso es, al mismo tiempo, el de un crimen y el de un encuentro amoroso: la posibilidad de resolver uno supone resolver el otro: Com- prender los hechos objetivos, exte- riores, implica conocer el problema personal, suetivo, esto es, la posi- ción del individuo en un mundo que no controla, gobernado por erzas ciegas que chocan y se en- trecruzan. Los persones (y el na- rrador) acaban comprendiendo ese mundo o, mejor, acaban aceptán- dolo, asumiendo su desorden e in- constancia. Por ello, la lta de sen- tido que se da en los ámbitos y de- sarrollos amplios parece que se compensa (u obliga a valorar) con la vivencia de cada uno de los ele- mentos dispersos y momentáneos que la vida va oeciendo. Es también la oscuridad en que se mueven los seres de El invieo en Lisboa o Beltenebros, de El de- sorden de tu nombre o La soledad era esto, La isla inaudita o El día intermitente, etc. En todas estas obras, la anécdota, la digresión, la narración independiente, más o menos conectada con el relato, co- bra una importancia ndamental. En La isla del viento, se dan to- dos los elementos; ahora bien, el misterio, la oscuridad acta tanto a la realidad social como a la perso- nal, se instala en una especie de _ ca- pa subyacente que recorre y sirve 102 de ndo a toda la narración, como un tono bajo y continuo sobre el que se desarrollan las situaciones concretas. Quizá sea esto (o el con- traste entre el claro y racional mundo antiguo, representado por el inspector inglés, y la evanescen- cia del presente) lo que tiñe a toda la novela de una melancolía deso- ladora. Melancolía que, paradójica- mente, no acta sólo al pasado, si- no que se extiende al presente y al turo, sobre todo al turo, como perspectiva vacía, despada de va- lores y contenidos. Probablemente es la entidad de los personajes lo que produce este ecto: los jóve- nes porque viven el momento y ni siquiera se plantean la posibilidad de ser dueños de su propia historia; los viejos, porque a las ustracio- nes pasadas añaden el acaso del presente, y la lta de esperanzas. Que ésta, como otras obras, sean uto de autores jóvenes da qué pensar. Como lo da el hecho de que para expresar determinadas viv;ncias, para comunicarlas, hayan acudido, no a la crónica, ni al ensayo, sino a la novela, a la lite- ratura. Cierto que el estilo hereda la claridad ncional de la prosa periodística, el ritmo de la crónica pero ese estilo está al servicio de otros fines, lo que no hace sino marcar el contraste entre lo uno y lo otro. En una palabra, lo que Cebrián hace aquí es plantear la relación entre el individuo y la historia, la historia social y la suya, personal y suetiva; da cuenta del sentimien- to que tal tipo de relación produce puesto que la comprensión racio- nal y totalizadora (la del realismo social, en suma) resulta inoperante en un mundo que se ha vuelto opa- co, en una época en que el viento de la historia se ha convertido en rágas arremolinadas y enloquece- doras.

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RAFAGAS DE

HISTORIA

Juan Luis Cebrián, La isla del viento,

Alfaguara, Madrid, 1990.

E sta segunda novela de J. L. Cebrián, aparte deotras consideraciones que veremos, resulta repre­sentativa en la situación

actual de la novela española. Pare­ce como si, en estos momentos, predominaran en nuestra narrativa dos tipos de relato: el histórico, por un lado, y, por otro, la novela cons­truida sobre un enigma, un miste­rio (eventualmente, un crimen). A esta segunda clase pertenece La is­la del viento, obra en la que si se plantea una conspiración política, se describen unas determinadas condiciones sociales, el centro de la trama es un crimen -un enig­ma- presentado, en cierto modo, como un hecho aislado, único, ex­tremo y, en definitiva, marginal; Y, por ello, más sorprendente y absur­do. De este modo, el homicida y el encargado, o encargados, de resol­verlo son seres solitarios; como, al fin, lo es el lector de libros. Son so­ledades que confluyen de manera fugaz en un encuentro que se sabe casual y efímero.

La realidad es que, ya desde el principio, el crimen aparece como un motivo para desarrollar otros asuntos, especialmente la relación personal, amorosa entre una joven periodista y un inglés bien entrado en años. Esto permite el análisis de unas personalidades y unos com­portamientos complejos y densos en los que contrasta la lucidez de­sencantada de uno con la ilusión y la indiferencia cruel de la juventud de la otra.

Los personajes que aparecen en La isla son conscientes de la sole­dad en la que viven, como también son conscientes de que los intentos por romper su aislamiento, están destinados al fracaso, aunque no al drama ni a la tragedia. Lo mismo sucede a la hora de enlazar con la realidad: narrador y personajes pa­recen debatirse entre las nieblas de la incomprensión, en medio de la casualidad y del azar, entre un di­fuso temor y la impotencia. No son individuos pasivos, sin embargo, contempladores intelectuales, sino hombres de acción decididos a en-

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frentarse con los otros, con lo otro, a actuar y tomar la iniciativa. Da lo mismo. Parece como si lo que esta obra quisiera mostrar fuera la inca­pacidad de la razón para dar cuenta de los hechos; de los hechos y de los sentimientos; para establecer relaciones profundas entre los indi­viduos. Porque la novela de Ce­brián no es sólo, ni fundamental­mente, una obra policíaca, sino una historia sentimental.

De este modo, el planteamiento del caso es, al mismo tiempo, el de un crimen y el de un encuentro amoroso: la posibilidad de resolver uno supone resolver el otro: Com­prender los hechos objetivos, exte­riores, implica conocer el problema personal, subjetivo, esto es, la posi­ción del individuo en un mundo que no controla, gobernado por fuerzas ciegas que chocan y se en­trecruzan. Los personajes (y el na­rrador) acaban comprendiendo ese mundo o, mejor, acaban aceptán­dolo, asumiendo su desorden e in­constancia. Por ello, la falta de sen­tido que se da en los ámbitos y de­sarrollos amplios parece que se compensa (u obliga a valorar) con la vivencia de cada uno de los ele­mentos dispersos y momentáneos que la vida va ofreciendo.

Es también la oscuridad en que se mueven los seres de El inviernoen Lisboa o Beltenebros, de El de­sorden de tu nombre o La soledadera esto, La isla inaudita o El díaintermitente, etc. En todas estas obras, la anécdota, la digresión, la narración independiente, más o menos conectada con el relato, co­bra una importancia fundamental.

En La isla del viento, se dan to­dos los elementos; ahora bien, el misterio, la oscuridad afecta tanto a la realidad social como a la perso­nal, se instala en una especie de_ ca­pa subyacente que recorre y sirve

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de fondo a toda la narración, como un tono bajo y continuo sobre el que se desarrollan las situaciones concretas. Quizá sea esto (o el con­traste entre el claro y racional mundo antiguo, representado por el inspector inglés, y la evanescen­cia del presente) lo que tiñe a toda la novela de una melancolía deso­ladora. Melancolía que, paradójica­mente, no afecta sólo al pasado, si­no que se extiende al presente y al futuro, sobre todo al futuro, como perspectiva vacía, despojada de va­lores y contenidos. Probablemente es la entidad de los personajes lo que produce este efecto: los jóve­nes porque viven el momento y ni siquiera se plantean la posibilidad de ser dueños de su propia historia; los viejos, porque a las frustracio­nes pasadas añaden el fracaso del presente, y la falta de esperanzas.

Que ésta, como otras obras, sean fruto de autores jóvenes da qué pensar. Como lo da el hecho de que para expresar determinadas viv;ncias, para comunicarlas, hayan acudido, no a la crónica, ni al ensayo, sino a la novela, a la lite­ratura. Cierto que el estilo hereda la claridad funcional de la prosa periodística, el ritmo de la crónica pero ese estilo está al servicio de otros fines, lo que no hace sino marcar el contraste entre lo uno y lo otro.

En una palabra, lo que Cebrián hace aquí es plantear la relación entre el individuo y la historia, la historia social y la suya, personal y subjetiva; da cuenta del sentimien­to que tal tipo de relación produce puesto que la comprensión racio­nal y totalizadora (la del realismo social, en suma) resulta inoperante en un mundo que se ha vuelto opa­co, en una época en que el viento de la historia se ha convertido en ráfagas arremolinadas y enloquece­doras.

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El hecho de que el autor, al final de la obra, de manera voluntarista, haga que se conozca el conjunto de los hechos y que todo se sepa (aun­que no se explique) provoca dos efectos. Uno, señalar la ruptura, la inutilidad del sistema tradicional para entender el mundo: la clari­dad del pensamiento clásico ha de­saparecido, la lógica sólo ilumina aspectos parciales e inconexos de la realidad. El otro efecto es mani­festar que, a pesar de todo, el au­tor, el narrador, y algunos persona­jes, aspiran a tal comprensión, par­ticipan de los viejos ideales en de­suso y no renuncian al optimismo, dentro de la melancolía y la nostal­gia. Es una puerta al optimismo.

Y hay que ser optimistas; del pe­simismo, se encarga la realidad.

Domingo Ynduráin

CARA Y CRUZ

DE LOS

ESPEJOS

Marqués de Tamarón, Trampantojos. Mondadori, Madrid, 1990.

Trampantojos» es el tercer libro publicado por el Marqués de Tamarón; le preceden «Pólvora con aguardiente» (1983) y «El

gumgay nacional» (1988). El pri­mero y el tercero de los libros son de relatos ( entre los dos suman tre­ce narraciones, un prólogo, dos epílogos y un post-scriptum; mien­tras que el intermedio es una refle­xión acerca de los desatinos lin­güísticos con los que se encuentra amenazado este desdichado país: es decir, se trata de una obra que a partir de la consideración del len­guaje hace crítica política y de cos­tumbres; obra moral y severa, a pe­sar de su tono irónico y, en ocasio­nes, desenfadado.

«Trampantojos» reúne cuatro cuentos de regular extensión: «Gesta Dei per francos», «Urraca», «El Brulote» y «El valle secreto», el segundo de los cuales ya fue pu­blicado en «Los Cuadernos del Norte»; los demás, hasta donde se

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me alcanza, son inéditos. Y el pró­logo puede considerarse también como un cuento o algo semejante, ya que la carta y los personajes a los que alude (salvo Henri Beyle, naturalmente), son imaginarios; y no se alarme el lector si piensa que le desvelo un secreto, ya que el propio Tamarón lo revela en el epílogo. De la única de las indica­ciones que debe fiarse el lector es que «trampantojo» significa «ilu­sión, trampa, enredo o artificio con que se engaña a uno haciéndole ver lo que no es». Estamos, pues, ante un juego de espejos, que con­firma la mención a Stendhal (el cual es famoso, entre otras muchas razones, porque repitió que la no­vela es un espejo que se coloca al borde de un camino, frase original de Saint-Real); y de espejos peli­grosos, porque unas veces distor­sionan y otras, y esto es lo peor, presentan a los personajes como son (así, en «El valle secreto»).

Los cuatro cuentos son dispares; mas cuanto mayor es la disparidad en apariencia, mayor es la íntima relación entre ellos. Yo creo que conviene considerar a «Urraca» un poco aparte; o, relacionarla, en cualquier caso, con el prólogo. Pues en el prólogo tenemos a los imaginarios Pablo Lobo de Lama­drid, canónigo, y a su hermano Mi­guel, poeta romántico, «liberal de mil conjuras, mujeriego y culto»; y en «Urraca», a don Jacinto Rebo­llo, latinista y «personaje importan­te de la generación del noventa y ocho». Este cuento, que relata una anécdota muy divertida, es el de menor densidad del cuarteto; los demás son complejos y están reco­rridos por un soplo romántico, unas veces corriente de aire, otras veces viento. «El brulote», que em­pezaba con un simple airecillo ter­mina con un viento majestuoso, mientras que «El valle secreto» empieza con viento y termina en un simple constipado de la prota­gonista; pues, como señala Tama­rón, «el primero conduce a la feli­cidad y a la muerte, y el segundo a la desdicha y a la vida». Finalmen­te, «Gesta Dei per francos» es un vendaval: un vendaval fantasmagó­rico que crea figuras que se agigan­tan a la luz de las hogueras. Pues esta historia, entre futurista y ale­górica, a mí me recuerda la exalta­ción melancólica de «Voces de ges­ta», de Ramón del Valle lnclán.

En su arranque, «El brulote» y «El valle secreto» parecen seme-

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jantes; pero inesperadamente uno se da cuenta de que el primero per­tenece a una estirpe de «Gesta Dei per francos», y, el segundo, a la de «Urraca»: sólo que en este caso no se trata de la broma póstuma de un latinista, sino de una ilusión perdi­da; su argumento podría sintetizar­se con dos títulos barojianos: los amores tardíos son tragedias gro­tescas. En cambio, el protagonista de «El brulote» acaba pareciéndose a los de «La explosión y el gemi­do», cuento de Tamarón incluido en «Pólvora con aguardiente» (que, no sé si como pista irónica, va pre­cedido de unos versos de T. S. Eliot, lo mismo que «El brulote»). Y para apurar las coincidencias o juego de espejos de este cuarteto de férrea y sabia estructura interna, los referidos versos que preceden a «El brulote» pertenecen a «Little Gidding», que, según confiesa Ta­marón, «era el único de los 'Cuatro Cuartetos' que yo no había leído de joven».

José Ignacio Gracia Noriega

UNA

ANTOLOGIA

María Elvira Muñiz, Cuentos litera­rios de autores asturianos. Fundación Dolores Medio, Gijón, 1990.

La profesora María Elvira Muñiz, autora de «Feijoo y Asturias» (1963), «his­toria de la literatura astu­riana en castellano»

(1978), y, más recientemente, de «Escritores en Gijón» (1989), acaba

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de publicar una antología de narra­dores asturianos que es, si mal no cuento, la tercera que se hace en lo que va de siglo (hubo otro intento por parte de José Ignacio Gracia Noriega y Vida Peña que quedó en agua de borrajas y terminó como el rosario de la aurora: es decir, perdi­da en los cajones de algún departa­mento de la Universidad de Ovie­do). De las publicadas, la de Cons­tantino Suárez, «Españolito», que lleva por título «Cuentistas asturia­nos», es de 1930, y merecería algu­na atención y recuerdo, si se tiene en cuenta que este año de 1990 se cumple el centenario del nacimien­to de su autor. Las otras dos son posteriores a la guerra civil: la de José María Martínez Cachero, que lleva por título «Antología de na­rradores asturianos», publicada en dos volúmenes en 1982; y ésta de María Elvira Muñiz, que es el obje­to de este artículo.

Las tres antologías (o, por mejor decir, los tres antólogos), siguen criterios distintos en la selección de autores: «Españolito» incluye en la suya a autores vivos y muer­tos; Martínez Cachero, tan sólo a muertos; María Elvira Muñiz, ex­clusivamente a vivos. Los tomos de Martínez Cachero abarcan de 1824 a 1877 el primero, y de 1878 a 1932 el segundo. La antología de María Elvira Muñiz comprende el perío­do 1945-1990: es decir, continúa sobre poco más o menos a partir del momento en que abandonó Martínez Cachero la suya, separa­das ambas, no obstante, por la pro­funda y lúgubre zanja de la guerra civil. De los autores incluidos en la antología de María Elvira Muñiz, tan sólo uno, Juan Antonio Cabe-

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zas, publicó en fechas anteriores a 1936.

Son, por lo tanto, jóvenes los au­tores antologizados por María Elvi­ra Muñiz, ya que todos nacieron dentro de este siglo: el mayor, Juan Antonio Cabezas, es de 1900. Y aunque los más jóvenes sobrepasan con bastante los cuarenta años, con la excepción de los dos «benjami­nes», Blanca Alvarez y Francisco G. Orejas (ambos de 1957), puededecirse que el núcleo de la antolo­gía está compuesto por autores dela misma generación ( entre loscuarenta y pico y los cincuenta ypico o sesenta años). Entre los másveteranos figuran, además de JuanAntonio Cabezas, Dolores Medio yAntonio García Miñor.

De la lectura de esta antología pueden sacarse algunas conclusio­nes generales provechosas para de­finir, si no a partir de ella, sí, al me­nos, tomándola como punto de re­ferencia, a la literatura asturiana de este siglo, en lo que a la narrativa se refiere. En primer lugar, los cuentos reunidos revelan, casi en su conjunto, muy escasa atención hacia novedades narrativas que pu­diéramos denominar más o menos «vanguardistas». O sea, que la mayor parte de estos cuentos no se preguntan por sí mismos o por el lenguaje, o se pierden en cualquier otra artificiosidad, sino que se limi­tan a referir historias, a poner en pie personajes, lo que, después de los excesos de los años sesenta, es de agradecer. Lo más próximo al experimentalismo puede ser «Ho­menaje a Buñuel», de Julián Ayes­ta, tan distinto de «Helena o el mar

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del verano» que incluso llega a pa­recer obra de Paco Ignacio Taibo (autor, por cierto, ausente de esta antología). Los autores asturianos verdaderamente experimentalistas, como Mariano Antolín o José Ma­nuel Alvarez Flórez, a pesar de su gran valía literaria, no han sido to­mados en consideración por la an­tóloga, seguramente porque pre­tendía ofrecer otra faceta, la más frecuente, de la actual literatura as­turiana.

Otra característica que salta a la vista es el poco apego que los auto­res actuales muestran hacia el loca­lismo en relación con los autores que figuran en la antología de Martínez Cachero. Buena parte de los cuentos son cosmopolitas, por así decirlo (obras de Julia !barra, Aurora de Albornoz, José Antonio Mases, Osear Muñiz, Víctor Alperi, José Ignacio Gracia Noriega, Gon­zalo Suárez, Juan José Plans, etc.). Otros son de ámbito urbano más o menos indeterminado, de ciudades estilizadas (José Avello Flórez, Francisco G. Orejas, etc.). Sara Suárez Salís cuenta su cuento con ironía y Manolo Pilares un relato evangélico como si fuera una leyenda dispuesta para ser ilumina­da por un paciente monje medie­val. Dolores Medio y Eduardo Alonso salen al campo; mas al campo va este último en busca de las raíces míticas, y recuerda, de pronto, que leyó una novela de Giorgio Bassani. La mayoría de los personajes son de clase media, lo mismo que sus autores.

No deja de ser estimulante que en Asturias exista una literatura de clase media, de autores que abor­dan la narración para contar histo­rias, de las que están ausentes Pi­nón y la vaquina «roxa», el «comu­ñeru», y, por descontado, esa len­gua medio sánscrita que anuncian por la televisión. Con respecto a la antología de Martínez Cachero, la de María Elvira Muñiz nos de­muestra que se ha superado el ru­ralismo localista. Aunque sólo fue­ra por esto, «Cuentos literarios de autores asturianos» sería una obra importante.

Eduardo Noriega

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DULCE

OBJETO DE

AMOR

Raúl Guerra Garrido, Dulce objeto de amor. Colección Rectángulo. Monda­dori. Madrid, 1990.

H e tenido la misma sensa­ción al acabar este libro que la que tuve, ya hace algunos años, al ver la· película «El último tango

en París», de Bertolucci, la de en­contrarme ante una fuerte carga de profundidad poética, poética de lo brutal, que me hablaba de Eros co­D?-º nadie, que me narraba impre­s10nante y magistralmente la con­dición humana, de forma tan direc­ta, que el impacto, me ha hecho es­tremecer. Porque narrar mundos reales o ficticios, es tarea común a toda novela, pero sólo algunas de ellas lo�ran conmovernos, y nos acampanan, permaneciendo en nuestro recuerdo como grabadas a fuego, esta es una de ellas.

También su lectura me ha hecho recordar al lobo estepario de Her­man Hess: «Erase una vez un indi­viduo de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en dos pies llevaba vestidos y era un hombre' pero en el fondo era, en verdad u� lobo estepario. '

Los dos protagonistas de «Dulce objeto de amor» son Félix y Bere­nice, Félix es el lobo estepario.

«Dulce objeto de amor» es un apasionado viaje a través del deseo entre un hombre y una mujer. Eros desde la vida en Berenice, Eros desde Tanatos en Félix. También es otras cosas, pero sobre todo una espléndida exposición del Arte de la seducción y sus reglas. También es una cacería a muerte.

Todos aquellos que escribimos sabemos de la extrema dificultad que supone tocar literariamente el tema erótico, sin resbalar hacia te­rritorios_ improcedentes, que poco o nada tienen que ver con la estéti­ca. Pero Raúl logra en este «Dulceobjeto de amor», comunicarnos lapasión desasosegada del deseo ysu cálido ritual de devaneos ;u­mergirnos con maestría en el ritmosensual, y la cadencia voluptuosade un arco tensado, que arde increscendo en su relato. A través dellenguaje sutil y sugerente del cuer-

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po deseado, que incendia y enerva los sentidos, con un dulce reclamo incandescente.

Las pautas del juego vienen esta­blecidas d� antemano, por el caza­dor. Beremce, la presa no hace si­no ir cayendo irremisiblemente en un estudiado cerco de consecutivas trampas. El deseo que se enciende Y crece en Berenice por Félix es desbordado y lúdico, curioso y en­tregado, se desparrama por sus pensamientos como exuberante sa­via, iluminando el aire.

«Tocar cualquier cosa sigue siendo la mejor manera de estar se­guro de su existencia, a ti también te gusta el roce, la caricia, tocar es comprender y comunicarse» (dice Berenice).

El deseo de Félix por Berenice es mó�bido, basado en la posesió� exclusiva y total, en la despersoni­ficación del objeto deseado, en la deshumanización en la relación hasta sus límites más extremos. N � hay lugar para dos en el placer del cazador. El tálamo es túmulo don­de al amor lo matan.

«{!n objeto no existe, hasta que algmen no lo destruye» había di­cho Félix.

Raúl ha desencadenado una tra­ma que atrapa la atención desde la primera página hasta la última los ojos del lector corren por su 'len­guaje sensorial y escueto, como si se tratara de una novela negra, cuyo desenlace se anhela conocer.

En un «Dulce objeto de amor» se ven reflejados, en la simboliza­ción realizada por el escritor, algu­nos de los fantasmas de esta socie­dad desmemoriada y decadente que nos ha tocado vivir.

Julia Otxoa

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