Quijote a Cuatro Manos (Definitivo)

2
Silencio. Lo que más le llamó la atención fue el silencio. Unos segundos de tiroteo caótico, desordenado, mortal. Y después el silencio. Desde la oficina del sheriff, donde Sam yacía seminconsciente, todo parecía irreal. Se incorporó y caminó hacia la puerta. No había podido detenerlo, disuadirle de enfrentarse a ellos él solo, convencerlo de que era un suicidio. Ni siquiera había funcionado el cebo de una Helen en peligro en el poblado cercano o las monsergas del predicador sobre cielo e infierno. Incluso había fingido un ataque de locura en el que los Casacas Rojas redivivos estaban a punto de tomar la estación. Allí estaba Will, una figura larga y extraña como una sombra puesta en pie, como una proyección del hombre que había sido. Enfrente, los Harrison. Una idea en su cabeza. Matar a Will. Will duda durante unos segundos, se acuerda de las palabras de Sam en la oficina del sheriff y duda de los Harrison, de si son los Harrison, de si realmente han venido a quitarle de en medio y hacerse así con el control del pueblo. No es momento para dudar. Es el momento de desenfundar. Y desenfunda. El arma bien podría ser una piedra, la siente sólida y pesada en su mano. Frente a él, en los límites del pueblo, el grupo de forajidos espera, bien podrían ser espantapájaros, los intuye falsos y ligeros. Camina hacia el grupo, de una forma deliberada, lenta, como si poner un pie tras otro fuera una rara maravilla. Con cada paso hacia delante, la certeza retrocede y casi olvida qué le ha llevado a ese lugar. Observa su sombra, la sombra de la mano, la sombra de la pistola en su mano y siente un vahído. Las piernas le tiemblan, se arrodilla y vomita. Un vómito oscuro, negro, preñado de recuerdos, de anhelos, de deseos casi olvidados, un vómito que en contacto con el aire fresco se transforma en odio a sí mismo, en desprecio, en reflejo de su propio subconsciente recluido por la maldita realidad, por la mente lógica y ordenada que no deja cabo sin atar ni deseo cumplido. Sólo espera que nadie se dé cuenta, que nadie sepa que es cuerda su locura, meditada y precisa. Que era, es, necesaria para que la tierra siga girando y los demás tengan una razón de existir. Desea que nadie llegue a saber nunca el esfuerzo que le supone mantener su actitud, lo duro que es vivir en el lado afilado de

description

Microrrelato

Transcript of Quijote a Cuatro Manos (Definitivo)

Page 1: Quijote a Cuatro Manos (Definitivo)

Silencio. Lo que más le llamó la atención fue el silencio. Unos segundos de tiroteo caótico, desordenado, mortal. Y después el silencio. Desde la oficina del sheriff, donde Sam yacía seminconsciente, todo parecía irreal. Se incorporó y caminó hacia la puerta. No había podido detenerlo, disuadirle de enfrentarse a ellos él solo, convencerlo de que era un suicidio.

Ni siquiera había funcionado el cebo de una Helen en peligro en el poblado cercano o las monsergas del predicador sobre cielo e infierno. Incluso había fingido un ataque de locura en el que los Casacas Rojas redivivos estaban a punto de tomar la estación. Allí estaba Will, una figura larga y extraña como una sombra puesta en pie, como una proyección del hombre que había sido.

Enfrente, los Harrison. Una idea en su cabeza. Matar a Will. Will duda durante unos segundos, se acuerda de las palabras de Sam en la oficina del sheriff y duda de los Harrison, de si son los Harrison, de si realmente han venido a quitarle de en medio y hacerse así con el control del pueblo. No es momento para dudar. Es el momento de desenfundar. Y desenfunda.

El arma bien podría ser una piedra, la siente sólida y pesada en su mano. Frente a él, en los límites del pueblo, el grupo de forajidos espera, bien podrían ser espantapájaros, los intuye falsos y ligeros. Camina hacia el grupo, de una forma deliberada, lenta, como si poner un pie tras otro fuera una rara maravilla. Con cada paso hacia delante, la certeza retrocede y casi olvida qué le ha llevado a ese lugar. Observa su sombra, la sombra de la mano, la sombra de la pistola en su mano y siente un vahído. Las piernas le tiemblan, se arrodilla y vomita.

Un vómito oscuro, negro, preñado de recuerdos, de anhelos, de deseos casi olvidados, un vómito que en contacto con el aire fresco se transforma en odio a sí mismo, en desprecio, en reflejo de su propio subconsciente recluido por la maldita realidad, por la mente lógica y ordenada que no deja cabo sin atar ni deseo cumplido.

Sólo espera que nadie se dé cuenta, que nadie sepa que es cuerda su locura, meditada y precisa. Que era, es, necesaria para que la tierra siga girando y los demás tengan una razón de existir. Desea que nadie llegue a saber nunca el esfuerzo que le supone mantener su actitud, lo duro que es vivir en el lado afilado de la navaja, provocar risa, miedo o llanto. Es hora de alejarse una vez más, de buscar otro lugar donde la locura sea una virtud.