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alessandro pronzato orar ¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué? ediciones sigúeme

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alessandro pronzato

orar ¿dónde? ¿cómo?

¿cuándo? ¿por qué?

ediciones sigúeme

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NUEVA ALIANZA 132

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Obras de A. Pronzato publicadas p r Ediciones Sigúeme:

—¡•El evangeib en casa, ciclos A, B, C (NA 124-126) —El i Padrenuestro, oración de los hijos (P 225) —Evangelios molestos (P 34) —Fuerza para gritar (P 61) —La provocación de Dios (NA 68) —Orar, ¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿porqué? (NA 132) —Palabra di Dios, ciclos A, B, C (NA 118-120) —Y ¿cómo io habéis conseguido? (RS 16)

alessandro pronzato

orar ¿dónde? ¿cómo?

¿cuándo? ¿por qué?

ediciones sigúeme • salamanca 1995

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Tradujo Germán González Domingo sobre el original italiano Pregare dove come guando perché

(g) Alessandro Pronzato, 1992

(g) Ediciones Sigúeme, S.A., 1995 Apartado 332 - E-37080 Salamanca/España

ISBN: 84-301-1268-5 Depósito legal: S. 830-1995 Prirted in Spain Imprime: Gráficas Varona, S.A. Polígono El Montalvo - Salamanca 1995

A mis «feligreses» del asilo de Santa María

—Hermanitas, hermanos y hermanas... mayores— con la alegría de alabar juntos

al Dios que fortalece las rodillas vacilantes

y que en cualquier edad hace florecer el canto

en nuestra boca

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JUSTIFICACIÓN

Dejarse guiar por la propia sed hacia la fuente

¿Otro libro sobre la oración? Ya hay bastantes en circulación y hasta demasiados. Algunos excelentes —y no necesariamente los más modernos—, otros así, así. Yo mismo he escrito más de media docena, que pertenecen naturalmente a la segunda categoría.

Entonces ¿por qué añadir otro volumen a ese montón enorme y hasta desalentador?

El hecho es que —como ha explicado ítalo Calvino— se escribe para aprender. Y yo todavía no he aprendido a rezar. Descubro siem­pre algo nuevo, sorprendente, en el territorio inmenso —y todavía por explorar— de la oración. Y no resisto a la tentación de dar cuenta go­zosamente, si bien con modestia, de mis descubrimientos provisiona­les.

Estaría loco si me las diese de maestro. Hay un único Maestro, in­sustituible, celoso de su título (Mt 23, 10), quien, entre otras cosas, aun teniendo una gran familiaridad con la oración, y orando de una manera tan fascinante que suscitaba «ganas de rezar» en quien lo ob­servaba atónito (Le 11, 1), no ha escrito ningún libro sobre el tema.

Hoy no pocos cristianos sienten la exigencia de la oración. Este mundo nuestro —árido, superficial, trastornado, ruidoso, banal— la provoca de una manera aguda, casi prepotente.

Pero no siempre saben «cómo» satisfacerla. Les parece que ciertas formas del pasado —recibidas a través de una educación de corto al­cance— ya no se acomodan al crecimiento en la fe y a las nuevas si­tuaciones existenciales. Las consideran como jaulas que impiden los movimientos espontáneos, o incluso como escayola insoportable para sus pensamientos y sentimientos más genuinos.

Como si esto no bastara, las condiciones mismas de la vida de hoy —ruido, agitación, prisa, dispersión, mentalidad utilitarista, compro­misos de todo género— además de reducir y casi anular los espacios de la oración, la hacen problemática, por no decir imposible.

Por eso me he propuesto desarrollar mi reflexión en torno a tres puntos fundamentales.

Me he preocupado, primeramente, de establecer las condiciones esenciales, que hacen posible, que favorecen y alimentan la oración.

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10 Justificación

Con la conciencia clara de que la oración no se improvisa, ni sale so­la, como movida por la inercia. Es necesario denunciar el peligro re­presentado tanto por la costumbre como por la facilonería. No es po­sible entrar en el mundo de la oración con los estorbos y los excesos de los más rancios devocionalismos, o de ciertas mentalidades domi­nantes en la sociedad de hoy.

Después, he querido indicar, con simplicidad y claridad, las for­mas clásicas de la oración (alabanza, adoración, acción de gracias, súplica, arrepentimiento, bendición, oración personal y comunitaria, contemplación), con el fin de recuperar la riqueza y la extraordinaria variedad que existe en el interior de la Iglesia a este respecto, y disi­par así el equívoco de muchos «recitadores» que únicamente tienen familiaridad con la oración orientada a «pedir gracias», o a cumplir un pesado deber religioso.

Finalmente, en la tercera parte, intento demostrar cómo las formas clásicas de oración, lejos de obligar a recorridos sabidos, pueden de­sembocar en un sorprendente abanico de experiencias. Y esto depen­diendo de los lugares, de las situaciones concretas, de los estados de ánimo, de las necesidades contingentes, de las numerosas provocacio­nes de la vida de cada día, y hasta de los medios de transporte...

En una palabra, existen infinitas ocasiones, que se traducen en di­ferentes y estimulantes experiencias de oración.

Se trata, sustancialmente, de responder a las preguntas de siempre: dónde, cómo, cuándo y por qué.

Sobre todo la tercera parte resulta necesariamente muy incompleta. Introductoria más que conclusiva. Me he limitado a descubrir algunos rastros, a dejar entrever posibilidades. Cada uno puede y debe intentar por su cuenta, inventar, descubrir, experimentar, adaptar.

Sobre todo lo que me parece significativo es advertir cómo se pue­den evitar tanto los escollos del formalismo, como los opuestos de la espontaneidad desgarbada, tanto las fórmulas prefabricadas como el vacío complacido («hacer el vacío» constituye un eslogan del que se ha abusado mucho hoy: en una perspectiva cristiana, se hace el vacío para que no quede el vacío).

Es posible «explorar» nuevas tierras, pero sin perder el contacto con el terreno sólido y familiar de una experiencia consolidada a tra­vés de los siglos.

Las «formas» de ninguna manera deben sofocar la fantasía. Y la fantasía, a su vez, no debe repudiar a priori ciertas formas que siem­pre están al servicio de la vida, y que dan solidez frente a bandazos e infortunios desastrosos.

El corazón no es necesariamente enemigo de la mente. Ciertas for­mas exasperadas de irracionalismo, desplegado por algunas experien­cias exóticas y salvajes de nuestro tiempo, constituyen una ofensa al buen gusto y a la dignidad misma de la persona.

Justificación 11

La oración, si no quiere condenarse a la aridez, no puede prescin­dir del sentimiento. Pero el sentimentalismo empalagoso y desbordan­te, que puede advertirse en determinadas prácticas devocionales y ex­periencias de grupo, representa la degeneración y, me atrevería a de­cir, la descomposición de la oración.

Sobre todo: descubrir lo «nuevo» no significa necesariamente repu­diar en bloque lo «viejo» o, mejor, lo «antiguo».

Y permítaseme terminar aquí con una referencia personal. Mi «parroquia» es... adelantada en años. Anteriormente me había acostumbrado a rezar con los jóvenes. Ahora rezo, en la Casa Santa María con personas cuya edad está

comprendida entre los setenta y ocho y los ciento un años. Pero nunca me he preguntado si el rezo actual es un rezo viejo,

anticuado. Descubro simplemente que —aun con el acompañamiento musical

de golpes de tos salidos de las cavernas, respiraciones roncas, suspi­ros, lamentos, invocaciones fuera de programa, comentarios extempo­ráneos, posturas fijadas no por el ritual sino por la artrosis y por los achaques— nuestra oración es verdadera, seria y alegre a la vez, y hasta hermosa.

No, no tiene la presunción de ser «nueva», ni tampoco «joven». Mucho más: es una oración respetable, que tiene el coraje de la

edad, que lleva consigo con honor la carga de los años. Mis viejecitas y mis viejecitos demuestran que es exacto lo que dijo A. Maillot: «Pa­ra ser hijo de su tiempo hay que saber llevar la edad que se tiene».

La frescura, en efecto, puede ser antigua. Y la novedad puede venir de lejos, puede haber nacido hace mu­

chos años. Mis «parroquianos» me hacen comprender que haber perdido los

dientes no significa necesariamente haber perdido el gusto del pan. Ellos siguen masticando tranquilamente. No fórmulas, como senten­cia tontamente algún enteradillo. Mastican el aire indispensable para su vida, para su fe, para su esperanza.

Y nunca me han preguntado «por qué». Si me arriesgara a explicárselo, seguro que se dormirían. Les inte­

resa orar, no preguntarse sobre la oración. Y cuando estoy a la cabecera de alguien que está a punto de pasar

el último umbral, aunque esté ausente, aunque no responda, aunque el médico me diga que no entiende, me doy cuenta que mi oración es solamente un «acompañamiento» de una reflexión que, en su corazón, no se interrumpe ni siquiera en ese momento. Y cuando entorna los ojos advierto en ellos un guiño de entendimiento: así está bien.

Amigos lectores, prescindiendo de la palabrería, la oración es un discurso, una palabra que no debe interrumpirse jamás.

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12 Justificación

En el fondo, este libro pretende ofrecer un hilo. Lo que cuenta es que cada uno agarre el propio hilo, encienda el contacto, atice la co­municación. Después podrá libremente olvidarse de los hilos que le he puesto entre las manos.

Lo importante es desenterrar un deseo, descubrir la fuente. Después, cada uno obedecerá únicamente a su sed.

1 Las condiciones de la oración

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¿Aprender una oración o aprender a orar?

Se parte de un hecho

«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos...» (Le 11, 1).

En el relato de Lucas la petición de los discípulos brota de un he­cho concreto que enciende en ellos una exigencia totalmente «nueva».

El hecho está ante sus ojos: su Maestro que reza. «...Un día esta­ba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo...».

Los que le siguen, tienen pues la experiencia de un Jesús que ora. Y caen en la cuenta de que su oración anterior se revela inadecuada *f para contener y expresar la situación nueva en que se encuentran.

Se sienten distantes, como extraños a la oración del Maestro. Jesús oraba a solas (Le 9, 18), se retiraba a lugares solitarios (Le

4, 42; 5, 16). Y los discípulos ya no soportan esa inaccesibilidad. Sin violar su soledad, sin forzar su retiro, desean «entrar» en la

oración de Cristo, comprender su estilo, captar sus contenidos, hacer de ella el punto de referencia para su nuevo modo de orar.

De todas maneras es difícil establecer con exactitud el significado de la expresión: «Enséñanos a orar».

¿Reclamaban, simplemente, «enséñanos una oración», ya que, se­gún parece, también los discípulos de Juan tenían su forma de oración característica?

¿O más bien exigían una iniciación a una manera distinta de orar, teniendo en cuenta su situación y la realidad del Reino en el que se veían implicados?

O sea, ¿la experiencia desconcertante de la oración de Jesús ponía en crisis simplemente sus formas tradicionales de oración, o más bien sometía a discusión radicalmente el sentido, la actitud de fondo, los presupuestos mismos de su oración?

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16 Las condiciones de la oración

¿Aprender o descubrir la oración?

Puede resultar relativamente fácil enseñar oraciones. Y, de hecho, gran parte de la educación religiosa no ha sido más que un aprendiza­je de fórmulas, de modos, de reglas.

Es mucho más arduo «crear» la oración, descubrirla, inventarla, avivar su dinamismo profundo, descubrir la fuente.

Puede ser sencillo programar la oración, reglamentarla. Y más comprometido «sembrar» la oración, sacar de ella el movi­

miento esencial e imprevisible. Puede ser cómodo insistir en el «deber» y quizás recurrir al chan­

taje y al miedo («quien ora se salva, quien no ora se condena», como tronaban mis maestros en un pasado que no está tan lejos).

Es más difícil hacer brotar desde dentro la exigencia de la oración, comunicar su atractivo, su nostalgia, su gusto, su belleza.

Una catequesis auténticamente cristiana no puede limitarse a la «moral», sino que debe avanzar hasta una «poética» de la oración.

El terreno propio de la oración es el terreno fecundo de la vida, no el árido de la ejercitación religiosa, de la práctica devota, de la contribución religiosa, del cumplimiento obligatorio, de la observancia legal, de la ejecución exacta.

Ningún contenedor para la oración

Cuando uno aprende la oración, no ha aprendido todavía a orar. Es más, alguno defiende, paradójicamente, que un niño tiene el

peligro de olvidarse de rezar en el momento mismo en que aprende las oraciones.

Exageraciones aparte, es cierto que las oraciones están contenidas en una forma, en un libro. Y el «contenedor corre el riesgo de sofo­car la vida.

La oración, por el contrario, no se puede «contener» en ningún módulo rigurosamente prefabricado.

La oración enseñada por Jesús es una oración que hace saltar to­dos los «modos», derriba todos los esquemas. Y la única manera de «contenerla» es dejarse llevar por su flujo imparable.

La pedagogía de Jesús sobre la oración es la más exigente. Preci­samente porque no se conforma con palabras, con fórmulas, sino que exige la vida, pretende implicar a la persona.

No enseña una «oración». Sólo tenemos derecho a molestarlo si queremos aprender a orar,

a arrebatar su secreto. Si aceptamos el riesgo de nacer «hombres de oración».

¿Aprender una oración o aprender a orar? 17

No tenemos gran necesidad de oraciones «nuevas» (que luego se hacen viejas rápidamente). Sino de ser «nuevos» en la oración. Nue­vos en el modo de interpretar el sentido de la oración en nuestra aven­tura de cristianos.

Hay mucha gente dispuesta a ofrecernos oraciones «nuevas». Solamente Uno nos enseña a no fabricar oraciones, sino a descu­

brir la oración, a crearla. Solamente él nos invita a superar esa distancia, para entrar en el

espacio de «su» soledad, y así sentirnos un poco menos extraños...

«Tú, en cambio...»

Jesús, sin duda, enseña una oración «distinta». En la página de Mateo, que se introduce en el contexto de las ins­

trucciones acerca del nuevo modo de vivir la religión, o sea, la rela­ción con Dios (Mt 6, 1-18), la catequesis sobre la oración se coloca en oposición neta tanto respecto a la ostentación de los profesionales de la religión, llamados «hipócritas», como respecto al vaniloquio, a la perversión mágica, a la deformación palabrera de los «paganos».

Me impresiona siempre ese «tú, en cambio...» (Mt 6, 6). La oración del cristiano, pues, se caracteriza por la obediencia a

ese inquietante «en cambio». Ni como los hipócritas, ni como los masticadores de fórmulas. La oración verdadera, auténtica, se construye sobre el «en cam­

bio». O sea, sobre la contraposición al formalismo y al vacío rimbom­

bante, al exhibicionismo irrelevante (a los ojos del Padre) y a la canti­dad ruidosa, ineficaz.

Una oración basada en el «en cambio» evita tanto el espectáculo «edificante» y pesado, como la repetición mecánica que, en vez de crear acogida, provoca el aburrimiento.

Intentemos medirnos al compás de algunos aspectos de ese incó­modo «tú, en cambio...».

Recitantes y orantes

Hay quien recita las oraciones. Y hay quien reza. Estas dos categorías de personas están separadas por un abismo. Una está afincada en la vertiente, áspera y sombría, del deber. La otra sobre la ladera vertiginosa y embriagadora del amor. Existen los recitadores.

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18 Las condiciones de la oración

Y existen, por suerte, los orantes. Los primeros se sienten satisfechos cuando han mascullado con los

labios toda una serie prescrita de fórmulas. Los otros advierten la exigencia de establecer el contacto del cora­

zón. Para unos la oración... son las oraciones, las devociones, las prác­

ticas. Para los otros, la oración es un diálogo con un tú. El recitador se preocupa del número, de la cantidad, de la exacti­

tud. Al orante le interesa la intensidad de la comunión, la cualidad de

la relación. Por un lado está la obsesión de no omitir nada, ni siquiera una

coma. Por el otro, el compromiso de no dejar fuera... a la persona, al co­

razón. El recitador se agarra a las palabras, no puede por menos. El orante tiene mucha familiaridad también con el silencio. Para el primero la pregunta fundamental es: «¿Qué debo decir?». El otro considera la oración como posibilidad inaudita de un «cara

a cara», esperado y deseado. Y, por consiguiente, sorpresa, novedad, alegría, apertura.

En la vertiente de las oraciones domina el aburrimiento, la mono­tonía, el «quehacer» de los labios.

En la de la oración se impone la vida, la espontaneidad, la frescu­ra (que no significa facilidad, y tampoco ausencia de esfuerzo).

Cuando se recita, la oración se caracteriza por la velocidad. Oyen­do a los componentes de ciertas asambleas que «dicen las oraciones», da la impresión de oír piedras que se precipitan ruidosamente, con movimiento acelerado, cuesta abajo por la pendiente de una montaña. Voces que se persiguen afanosamente, se atropellan, se adelantan, has­ta la zambullida final y suspirada del «amén».

Sin embargo el orante no está enfermo de prisa. Sube lentamente, con calma, a paso ligero, hacia arriba por el sendero de la contempla­ción serena. Sería absurdo correr. Respira profundamente. Se para a observar el panorama circundante, familiar y sorprendente. Lo descu­bre cada vez, lo inventa, como si fuese la primera vez. Y es capaz de sorpresa, de fascinantes descubrimientos. Cuando los otros llegan al fondo, él tiende a alcanzar el principio.

El recitador recorre la oración como una autopista, donde todo está previsto, reglamentado, señalizado. Lo importante es llegar. Ha pagado el peaje.

El orante explora el bosque inmenso de la oración. Lo esencial es descubrir una presencia. Tiene la impresión de recibir la oración como un don.

¿Aprender una oración o aprender a orar? 19

Uno «sabe» las oraciones. El otro no sabe adonde lleva la oración. Cuando se recitan, las oraciones son «sonido». La oración auténtica es «luz». El recitador, cuando ha terminado la dosis prescrita de oraciones,

parece decir: deber cumplido. El orante experimenta un sentido indecible de paz. El primero ha puesto en orden las cuentas. El segundo se ha enriquecido. La línea de separación es precisamente aquel indestructible «en

cambio»...

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El examen más difícil

Admitido que pueda existir una «escuela» de oración, creo que la prueba más comprometida consiste en demostrar que el alumno ha aprendido una actitud fundamental: la de la espera.

Quien no sabe esperar se manifiesta no idóneo para la oración. Ne­gado para la oración.

Es la postura más difícil. Las otras posturas tradicionales —de pie, de rodillas, postrados en tierra, sentados, los brazos levantados en alto, las manos juntas...— o las sugeridas por las «escuelas de oriente», se encuentran con mucha facilidad, o con un esfuerzo relativo.

La postura de espera, por el contrario, requiere una aplicación ca­paz de desanimar a los facilones, a los improvisadores, a los veleido­sos, a los neuróticos coleccionistas de emociones.

El hombre de una sola cosa

Esperar (atender) significa, literalmente, «tender hacia...». En esta tensión hacia algo, hacia un acontecimiento, hacia alguien,

se movilizan todos los sentidos, todas las facultades del hombre. La espera es una postura que coge, que ocupa a la persona en su

totalidad: los pensamientos convergen hacia ahí, los ojos —incluso cerrados— escrutan un punto indefinible y, sin embargo, bien preciso, el oído está sintonizado con la longitud de la onda de ciertos pasos imperceptibles y de una voz envuelta de silencio. Y el corazón mide los ritmos del deseo más intenso.

La espera realiza una curiosa armonía y unidad de la persona. En la oración interpretada como espera, la criatura «se hace» uni­

taria, no dispersa, no múltiple, no fragmentaria. Tendente hacia lo úni­co, aferrada a lo esencial.

En la espera cada individuo se hace monje, o sea «uno», o sea «hombre de una sola cosa».

Oro, luego estoy a la espera 21

Aparentemente, una persona que espera da la impresión de perder el tiempo, de no tener nada que hacer. Cuando nos vemos obligados a esperar, en el anden de una estación, o en la sala de espera de un médico, o apelotonados en una cola interminable ante una ventanilla, no podemos por menos de gruñir, nos mostramos impacientes, no de­jamos de atormentar al reloj con una mirada hosca, hojeamos nervio­samente una revista. Es un tiempo vacío, un tiempo del que nos senti­mos defraudados, un tiempo robado a tantas cosas que quisiéramos hacer. Es una pausa, un paréntesis que carece de interés: sólo cuenta lo que venía antes y lo que «llegará» después.

Y siempre hay espabilados que inventan todos los recursos y las prepotencias para evitar ese tiempo inútil.

La espera de la oración, sin embargo, es positiva. Es plenitud. Ac­tividad. Encuentro anticipado. Soldadura, en el instante —que puede durar infinitamente—, del antes y del después.

Una persona que espera no tiene tiempo para otra cosa, ni para otros. Está total y exclusivamente ocupada en la espera.

El reloj inútil

Se trata de una actitud en contraste con la mentalidad corriente y con los comportamientos más difundidos en la sociedad actual.

No se soportan las esperas. Normalmente —a no ser que ande de por medio la burocracia— se eliminan. Estamos condenados a consu­mir, lo más velozmente posible, los acontecimientos que se suceden, se amontonan, empujan, implacables, sin solución de continuidad.

Ya no hay preparación, y mucho menos posibilidad de asimilación. Los hechos están ahí ya, listos para el uso, te caen encima, te pillan de improviso, y tú has de ir tras ellos, porque se van. Y todavía no te has familiarizado con uno, y ya debes entendértelas con el siguien­te. El telecomando, que nos ofrece la posibilidad de ver una docena de acontecimientos a la vez, representa una imagen inquietante a este respecto.

Se niega el tiempo de la espera, y también el tiempo para pensar en aquello de lo que somos espectadores. Consumidores rápidos, más que protagonistas, más que sujetos conscientes. El comer de prisa no afecta exclusivamente a la comida, sino a muchos aspectos de la vida.

El cerebro y el corazón se convierten en un almacén caótico, y dejan de ser el laboratorio de la experiencia única, apasionante.

Yo sugeriría un ejercicio simplicísimo para recuperar el sentido y el valor de la espera, indispensable para la oración, y que incluso es ya elemento constitutivo de la oración misma.

Es necesario desentendernos del reloj.

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22 Las condiciones de la oración

Reloj como símbolo de la prisa, de la agitación, de la impaciencia, del nerviosismo, de la inquietud, de la tiranía de los vencimientos, de la obsesión de llegar a todo, del frenesí eficientista.

Se corrigen nuestros calendarios. La oración, además de hacernos frecuentar «otro mundo», nos proyecta hacia «otro tiempo». Así pues, el reloj no sirve, porque no está ajustado a este tiempo «distinto».

El tiempo de Dios, y su ritmo, no son los nuestros. «Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna» (Sal 90, 4). Y Pedro subrayará el mismo «desajuste»: «Un día es para el Señor

como mil años, y mil años como un día» (2 Pe 3, 8).

Los retrasos de Dios

Nuestras impaciencias, los negocios que llamamos urgentes, los programas que declaramos intocables, parecen ridículos si se les com­para a lo importante.

El ansia de llegar debe sustituirse por la capacidad de esperar. Hay que dejar de consultar nerviosamente el reloj, para que se pue­

da caer en la cuenta de algo, de alguien. La espera está hecha de calma, paz, sosiego, paciencia, libertad,

tiempos largos, capacidad de resistir al desaliento, a la desilusión. Hay que caer en la cuenta de que en la oración no se concede na­

da a la velocidad, al frenesí, a la prisa. Nada llega en el tiempo que establecemos nosotros.

Dios se hace esperar. Dios con frecuencia anda tarde (al menos según nuestros calenda­

rios). Dios anda tarde. Pero sólo en relación a nuestra prisa, no en rela­

ción a su promesa. Entre nosotros y él se abre una distancia infinita. No podemos cubrirla nosotros. Solamente él puede anularla. Dios es quien se hace cercano. Ningún paso, dado por nosotros,

nos puede llevar a alcanzarlo. De nuestra parte, la única posibilidad que tenemos es la espera. Solamente la espera reduce, en cierto sentido, esa distancia abis­

mal. Esperar significa que no nos resignamos, que no soportamos la

lejanía. Dios se mueve hacia nosotros en la oración. Esperar significa sospechar que Dios se ha puesto en camino. Que

busca criaturas de deseo.

Oro, luego estoy a la espera 23

Esperar quiere decir, paradójicamente, ser conscientes de que... so­mos esperados.

Precisamente así: yo soy quien espero y, al mismo tiempo, soy esperado.

En la espera, renunciamos a disponer del tiempo. Es el tiempo quien dispone de nosotros. Lo único que tenemos a nuestra disposición, es la posibilidad de

esperar.

Aguardar es igual a esperar

El tiempo de la espera es el tiempo de la esperanza. En castellano no existe más que una fórmula verbal para indicar

espera y esperanza. Se espera porque hay esperanza. La espera mide la amplitud de nuestra esperanza. Se espera porque hay esperanza. Se espera algo. Se espera a al­

guien. En la espera se va más allá de lo que tenemos, de lo que somos.

Se va más allá de la realidad tal como es. Se va más allá de la ausen­cia.

La espera es un puente tendido hacia lo que todavía no es, pero de lo que tenemos una necesidad angustiosa, hacia una presencia posi­ble, de la que no podemos prescindir.

«Mi alma espera al Señor más que el centinela la aurora» (Sal 130, 6).

Dios no me «contenta». Me asombra

Algunas observaciones para terminar.

1. La espera, en la oración, asume contornos bien definidos. Se «tiende hacia» alguien. «Me dice el corazón: 'busca su rostro'; Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco» (Sal 27, 8). Por su parte Dios da al creyente la posibilidad de «contemplar con

alegría su rostro» (Job 33, 26). Solamente la espera en la oración no desilusiona cuando, en vez

de esperar las cosas que Dios nos da (o que nosotros creemos que de­be ofrecernos), le esperamos a él.

El don fundamental es la presencia, la cercanía. No una lista de cosas que esperamos, sino un encuentro.

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24 Las condiciones de la oración

No una serie de gracias sino la «gracia», o sea, la experiencia de ser amados.

A Dios no se le busca por «algo». Sino por sí mismo. Muchas personas rezan porque tienen necesidad de muchas cosas. El orante tiene necesidad de él, no puede prescindir de él en la

propia vida.

2. La espera no se organiza según nuestros esquemas, nuestros ce­remoniales, nuestras perspectivas.

Se espera a un Dios «sorprendente». Sorprendente en cuanto al tiempo y en cuanto al modo de su mani­

festación. Nos abandonamos a la espera, en una postura dinámicamente pasi­

va de acogida, fe y amor, renunciando a obligar, a aprisionar, a se­cuestrar a Dios en nuestras previsiones.

Dios no se ajusta jamás a nuestros cálculos, no se aviene a nues­tros programas, no sigue nuestras huellas, no soporta nuestras planifi­caciones religiosas.

Solamente el asombro se revela respetuoso del Dios sorprendente, siempre nuevo, jamás repetitivo, gratuito, no «proveedor» obligado de nuestras contribuciones que nosotros tenemos la pretensión de im­ponerle.

El hombre de oración renuncia a controlar. Prefiere sorprenderse. Como la espera no queda restringida a nuestros cálculos, sino que

debe abrirse a lo imprevisto, también la alabanza, la acción de gracias no parte del inventario mezquino para verificar si el don de Dios co­rresponde a nuestros deseos, a nuestras demandas (o a lo mejor hasta a nuestras «órdenes»), sino que brota de la experiencia de un Dios que interviene, se hace presente, actúa «a su manera».

«Vuestros caminos no son mis caminos...» (Is 55, 8). El Dios «sorprendente» es lo opuesto a un Dios rehén de nuestros

planes. La oración no nos entrega a un Dios a nuestro alcance, ampliamen­

te previsible, sino que nos permite abrir un ventanuco hacia la infinita libertad de su amor.

Personalmente prefiero un Dios que me sorprende a un Dios que me «contenta».

Me fío más de sus «respuestas» que de mis «preguntas», de su don que de mis peticiones.

Me fío más de sus «maravillas» que de mis petulantes «notas de gastos».

Una paradoja más: la oración me hace esperar... lo inesperado.

3. La oración, el encuentro, el diálogo, no anulan la espera. Porque la espera no es, simplemente, una fase preparatoria.

Oro, luego estoy a la espera 2.5

Incluso cuando Dios me alcanza, no ceso de esperarlo, de desearlo. El encuentro no acaba con la espera, sino que la prolonga. En efecto, Dios sacia mi hambre, y la fomenta al mismo tiempo. Apaga mi sed, y la provoca, la hace todavía más ardiente. Colma mi espera, y la solicita, la hace cada vez más intensa. La llegada no cierra la espera. Además porque no hay ninguna lle­

gada en la oración. Ni nosotros somos unos «llegados», ni Dios «lle­ga». Dios «viene» (que es muy distinto), está. Y cuando está presente, y me encuentra, inmediatamente se hace buscar aún.

No es la posesión, sino la cita. No la conquista, sino el atractivo, la fascinación, el tender-hacia. Más que el rostro, la huella. No el ser llegados, sino el ser llamados.

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La oración del pobre

«Estoy desahogando mi corazón ante el Señor»

Es difícil olvidar la imagen de Ana en oración (1 Sam 1, 9s). Al principio, bañada en lágrimas, logra decir algunas palabras tar­

tamudeando, con las que invita al Señor a «mirar la aflicción de su sierva» y a «acordarse» de ella.

Pero según se «prolongaba» la oración, las palabras se apagaban. El sacerdote que la observaba, no podía menos de sorprenderse

ante aquel espectáculo un poco extraño y lo atribuyó a los efectos del vino: «Ana hablaba para sí; sus labios se movían, pero no se oía su voz. Entonces Eli pensó que estaba borracha».

La mujer reaccionó con firmeza y dignidad: «No, señor mío, es que soy una mujer desgraciada. No he bebido vino ni licor; estoy des­ahogando mi corazón ante el Señor».

La oración del pobre no tiene necesidad de palabras. La persona misma se transforma en imploración. La misma pobreza se hace súpli­ca. «Estoy desahogando mi corazón ante el Señor...».

El pobre deja hablar a las propias miserias, a los propios harapos, a las heridas, a la manos vacías, a los labios que se mueven aunque las palabras se hayan secado.

El verdadero pobre es el que carece de todo. Incluso de las pala­bras para «decir» su pobreza (desconfío siempre de ciertos pobres, con tanto voto, que celebran continuamente su pobreza y la programan).

Ana «se desahoga» ante Dios en el sentido que está ante él en la humillación de su ser mujer «ofendida», con su seno estéril. Sabe que las palabras, en el caso en que encontrase todavía alguna, dirían me­nos que su condición miserable, que su pena secreta.

Pobreza, expresión de fe

El pobre deja «desahogan), en la oración, no la descripción de sus penas, sino su pobreza.

La oración del pobre 27

Desahogo, explosión silenciosa, efusión incontenible y, sin embar­go, contenida.

La pobreza representa otra postura fundamental en la oración. Pobreza como manifestación de la propia nada y exploración, ani­

mosa y discreta, del todo de Dios. Si la espera es expresión de la esperanza, la pobreza es expresión

de fe. En la oración es pobre quien se reconoce dependiente de Otro. Re­

nuncia a fundamentar la vida sobre sí mismo, sobre sus proyectos, sobre sus recursos, sobre sus seguridades, para engancharla en Dios.

El verdadero pobre es «receptor», día a día, de Dios. No saca del capital privado —ni siquiera del espiritual— que ha

acumulado, las reservas, sino que se abre con confianza al don, no de­bido, no dado por supuesto, y sin embargo más seguro que cualquier posesión.

El pobre renuncia a hacer cuentas. Prefiere «contar» con Alguien. Con la fe no suscribe una especie de seguro que lo garantice contra

cualquier riesgo. Establece, por el contrario una ligazón que le permi­te afrontar, sin inquietud, peligros, incertidumbres y descorazonamien­tos.

Sí, la fe no «libera» de las dificultades, sino que «liga» a una pre­sencia que no deja de existir ni siquiera cuando se advierte como au­sencia.

Sí, el pobre se fía del Dios que interviene, pero también del Dios que no se siente. Del Dios que se manifiesta, y del Dios que no da señal alguna...

Pobreza significa no acomodarse. Dejarse continuamente desinsta­lar por Dios que establece con precisión las posiciones que debes aban­donar («...sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu pa­dre...»), pero no te da información alguna concreta acerca de la direc­ción que debes tomar («...a la tierra que yo te indicaré», Gen 12, 1).

Se trata de rendirse a un Dios que te dice cuándo es hora de partir (inmediatamente), pero no te dice cuándo llegarás.

La única constante es la provisionalidad. El único consuelo la precariedad. El único punto de apoyo la inseguridad. La única riqueza una promesa. El único hecho una palabra.

El hambre del pobre

El contemplativo no es un observador encantado, sino «B explora­dor apasionado.

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28 Las condiciones de la oración

El orante no es un acomodado del espíritu, sino un pordiosero in­curable, que mendiga fragmentos, chispas de luz.

El no quiere el pan. Se sacia con las migajas (Me 8, 28). Se siente satisfecho más allá de toda esperanza con las «sobras»

del milagro (Jn 6, 13). Su sed le hace desconfiar de las cisternas, y lo empuja a buscar

incesantemente el manantial. La oración no es de los «llegados», sino de los peregrinos, cuya

alforja agujereada no contiene una cantidad que aumente, sino lo ne­cesario que se acaba aquella misma tarde.

El tiempo del pobre

La pobreza en la oración también se refiere al tiempo. En dos sentidos. Ante todo porque sólo quien es pobre de tiempo

llega a regalar tiempo a Dios. Difícilmente quien posee tiempo en abundancia (y lo malgasta ale­

gremente), encuentra tiempo para rezar. Como mucho se limita a dar las sobras.

El pobre realiza el milagro de dar a Dios, en la oración, el tiempo que no tiene. El tiempo necesario, no el superfluo. Y lo da con gene­rosidad, sin medir.

Y además, a través de la oración, el pobre se fía de la intervención de Dios «en el instante».

«Si os llevan a las sinagogas, ante los magistrados y autoridades, no os preocupéis del modo de defenderos, ni de lo que vais a decir; el Espíritu santo os enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir» (Le 12, 11).

El pobre no pretende saber todo de antemano, tener las respuestas prefabricadas para cada problema, las soluciones «listas» para cual­quier dificultad.

No afronta el camino porque ya se haya aclarado respecto a cual­quier duda.

Prefiere recibir la luz, descubrir la palabra eficaz, inventar la deci­sión oportuna, hacer la elección justa en el instante.

No parte equipado de un saber que utilizará oportunamente. Se fía del Espíritu que «enseña» en aquel momento. Hasta ese momento el orante se encuentra alegremente «desprovisto», despojado.

En lugar de la suposición, de la presunción, la humildad de quien está disponible para improvisar en aquel momento.

La oración del pobre 29

El milagro de las manos vacías

Hagamos una alusión ahora a algunas consecuencias prácticas.

1. La pobreza —además de ser una condición esencial de la ora­ción— representa su estilo necesario.

La oración pobre es la oración sobria, discreta, humilde. Será oportuno recordar que la obra clásica de la espiritualidad

oriental, o sea, la colección de los textos fundamentales hecha por Nicodemo Aguiorita, se titula precisamente Filocalia de los padres nipticos (= sobrios).

La oración de Ana no está bajo el signo de la embriaguez, sino de una apesadumbrada calma.

Algunas oraciones vocales, ruidosas y tediosas, ampulosas y retó­ricas, implacables y obstinadas, son lo opuesto a la simplicidad evan­gélica.

Muchas cosas, dichas con muchas palabras. Un amontonamiento, en vez de una locución sencilla. Una obtusa regularidad, en vez de la frescura y la espontaneidad. Insistencia no significa petulancia. El atrevimiento no excluye la modestia. Un confiado abandono implica el sentido de la medida más que

el acoso torrencial de las peticiones.

2. El pobre que reza no tiene miedo a la debilidad cuando se tra­ta de apostolado o de misión. Por eso no apuesta por las obras gran­diosas, por las empresas espectaculares. No se preocupa del número, de la cantidad, del éxito, de la publicidad.

Aunque se sirve de medios humanos, no los absolutiza Sabe distinguir entre eficacia evangélica y eficientismo de tipo ad­

ministrativo. Se preocupa de los contenidos, de la sustancia, más que de la orga­

nización y de la funcionalidad. Sabe que los medios más seguros son... los fines. El pobre que reza descubre la fuerza de la debilidad. «Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor

112, 10).

3. Pobreza en la oración significa saber rezar incluso en la aridez, en el vacío, en la desolación, en la oscuridad más espesa, en el hielo paralizante.

También cuando no se prueba nada, no se siente nada, pero se está aferrado al sentido de lo inútil.

Rezar asimismo cuando la oración parece imposible. Incluso cuan­do experimentamos la ausencia.

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30 Las condiciones de la oración

El pobre no busca gratificaciones emotivas en la oración. Ni men­diga fáciles consolaciones.

Sabe que la esencia de la oración no consiste en la alegría sensible. Me atrevería a decir que el pobre busca a Dios incluso cuando

Dios lo desilusiona, se esconde, desaparece en la noche. El está allí, sin desistir, sin ceder al cansancio, agarrado más a la

voluntad que al sentimiento, en la fidelidad de un amor dispuesto a aceptar cualquier prueba.

Sabe que el encuentro, a veces, se realiza en la fiesta. Pero, con más frecuencia, se consuma en la vigilia interminable.

La «noche oscura», el frío, la angustia, la no-respuesta, la lejanía, el abandono, el no entender nada, el disgusto, son el «sí» más costo­so que el pobre es llamado a dar en la oración.

Ni el rostro, ni la intimidad. Dios se ha ocultado llevándose la ale­gría sensible y el consuelo. Han desaparecido incluso las huellas. Y, a pesar de ello, el pobre se obstina en tener abierta la puerta a este Dios que se niega.

La lámpara encendida no tiene como fin calentar, sino señalar una fidelidad sufrida.

4. El símbolo de la pobreza en la oración son las manos vacías. Normalmente se dice: manos libres y, por consiguiente, aptas para

recibir, capaces de acoger el don. Y se piensa, con razón, en el pobre «colmado de bienes» (Le 1,

53). Sin embargo cree que las manos vacías son también la consecuen­

cia de la oración. San Jerónimo advierte: «Nudos amat eremus». Al desierto le agra­

dan hombres desnudos, gente despojada. Si no aceptas que la oración te despoje de las apariencias, te libere

de los estorbos, te quite todas las cosas inútiles, te arranque las másca­ras, jamás experimentarás lo que es la oración.

La oración es una operación de pérdida. No se reza porque se quiere tener. Sino porque se acepta perder. En la oración Dios te hace descubrir, ante todo, aquello de lo que

no tienes necesidad, de lo que debes prescindir. Hay un «demasiado» que ha de dejar el puesto a lo esencial. Hay un «de más» que ha de dejar sitio a lo único necesario. Orar no significa acumular, sino despojarse, dejar, para reencontrar

la desnudez y la verdad del propio ser. La oración es un largo y paciente trabajo de simplificación de la

propia vida. Es posible vivir en plenitud sólo gracias a lo que se deja.

La oración del pobre 31

La libertad se «da» no a quien toma el camino de la ganancia, si­no a quien emprende un éxodo de purificación.

Orar, voz del verbo sustraer. Hasta obtener el milagro de la nada que roza el Infinito.

El «todo» de Dios se coloca únicamente en esa «nada» que es el espacio abierto por las manos vacías y por un corazón puro.

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Pecado es no desear otra cosa...

La oración de los no resignados

Espera (esperanza), pobreza (fe). Añadamos ahora una tercera dis­posición para la oración: la insatisfacción (deseo).

La oración va destinada, prometida a los que no se resignan a que las cosas deban quedar como están. Dentro y fuera.

La oración provoca el síndrome benéfico del «es necesario hacer las cosas que parece que no se pueden hacer».

La oración es la que nos hace sensibles al reclamo de lo que está más allá de lo posible.

La oración permite que nuestra minúscula isla de satisfacción que­de anegada y se sumerja en el océano de Dios, de su ternura, de los proyectos locos de su amor. Que los mezquinos y tímidos sueños de los hijos sean engullidos por las olas del sueño de un Padre que quiere hacernos frecuentar los horizontes de su Reino. Que nuestras misera­bles empalizadas sean abatidas para dejar sitio a la mesa inmensa pre­parada por Dios para el banquete.

La oración (aparte las circunstancias dramáticas de la vida) no es­tá vinculada al llanto, al lamento, a los suspiros, a la confesión de im­potencia, al refunfuño estéril, a la añoranza nostálgica.

Para orar es necesario secarse las lágrimas y dejarse de compresas consoladoras sobre las magulladuras.

La oración es para quien no se rinde. Para quien no acepta lo in­evitable. Para quien advierte, no la lánguida nostalgia de un pasado sepultado bajo los escombros, sino la nostalgia robusta de un hoy y de un futuro que hay que construir. Para quien rechaza las sentencias inapelables de una realidad engañosa, y se entrega a la utopía.

«No debes sufrir»

Por otra parte, la oración ha nacido como principio de no-resigna­ción.

Pecado es no desear otra cosa... 33

El hombre se reconoce criatura débil, frágil, cuya existencia está amenazada por todas partes, a merced de fuerzas oscuras y terrorífi­cas. Las calamidades naturales, las desgracias, las catástrofes impre­vistas, las enfermedades inevitables se revelan más fuertes que él, por lo que parece que su condición es la de quien reconoce que es peque­ño, impotente, y consiguientemente, obligado a sufrir.

«La oración nació el día en que el hombre decidió no querer sufrir más» (A. Maillot).

Por tanto, la oración brota como elemento de progreso. El equívoco se verifica cuando el hombre se convence de que basta

orar, o sea, endosar a Dios todas las obligaciones y... quedarse espe­rando.

La oración jamás puede significar irresponsabilidad, delegación en Dios de las obligaciones que son nuestras.

No se puede uno contentar con decir: «A peste, fame et bello, libe-ranos Domine», con rezar por la lluvia y las buenas cosechas.

La oración, cuando se traduce en pasividad, irresponsabilidad, ya no es oración.

No está permitido «pedir» al cielo y dispensarse de la acción. Principio de indignación, de no-resignación, significa que en la

oración decimos a Dios que no aceptamos la realidad tal cual es y tampoco aceptamos estar sin hacer nada...

El plato lleno provoca el hambre de otra cosa

Hoy existen otros peligros que nos amenazan, además de la peste, la sequía y los caprichos terroríficos de la naturaleza.

La insatisfacción, la no-resignación hay que trasladarlas también a otro plano.

Pues bien, cuando un hombre, frente al plato bien lleno, a la caja fuerte que desborda, al placer al alcance de la mano, al saber celosa­mente custodiado en sus ordenadas casillas mentales, a las garantías para un futuro sin riesgos, se confiesa insatisfecho, entonces es apto para la oración.

Cuando uno está dispuesto a perder todo para intentar la aventura, a desembarazarse de lo que tiene para explorar lo que puede ser, a de­jar atrás lo viejo para arriesgar lo nuevo, a abandonar las costumbres para frecuentar la maravilla, entonces la oración está de su parte.

Si rasgas la libreta donde registras puntillosamente lo que te ha sucedido, si tiras el registro de las cuentas en donde anotas diligente­mente las cifras siempre en quiebra (especialmente en la palabra actu vo) de tu contabilidad tranquilizadora («Ahora ya tienes bienes alma­cenados para muchos años...», Le 12, 19) y te pones a pintar, como

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34 Las condiciones de la oración

un niño, un trozo de cielo azul (que es el color precisamente del cielo, pero también el color de la tierra cuando se convierte en el lugar de la fraternidad, de la amistad, de la reconciliación, del compartir), en­tonces la oración es la actividad «justa».

Si no te contentas con una rígida matemática, con una mentalidad eficientista, con una lógica utilitarista, con una interpretación de la vida en clave de bienestar privado, si dejas de preguntar «¿para qué sirve?», «¿qué ventaja puedo sacar de esto?», y caes en la cuenta de la necesidad de la poesía, y experimentas la fascinación de la belleza, de la gratuidad, del don, de la locura evangélica, de la inutilidad, la oración es para ti.

La oración es la actividad a la medida de quien se siente oprimi­do por las medidas de siempre.

Si el mundo te viene estrecho, si tú mismo te sientes aprisionado en tu vida mediocre, en tus gestos repetidos, en tus ritos fatuos, si la saciedad te socava dentro un hambre distinto, la oración te da espacio, te permite moverte con la libertad de los hijos de Dios.

Cómo encontrarse mal en la propia piel

Pienso en el título de un libro que contiene recetas para cocinar la propia vida de una manera agradable: «Cómo encontrarse bien en la propia piel».

Nada de todo esto en la oración. Al contrario, en la oración se experimenta el estar mal, atrozmente

i#mal, en la propia piel. La oración me enseña, precisamente, a estar mal. Es más, tengo

la impresión de que me obliga a estar mal. Y no solamente en la piel. Me encuentro también terriblemente a disgusto en el corazón, los

ojos, la cabeza, las piernas, las manos. No logro ya soportarme como soy. Todo, en mí mismo, me fastidia.

Me hacen daño los pensamientos, los sentimientos, las ideas, los proyectos, los intereses que frecuento habitualmente.

Me siento estrecho dentro de mí, hasta sofocarme. Miedo a que, si continúo rezando, termine por explotar el rígido

envoltorio que me aplasta. Sí, la oración como droga. ¿Quién ha inventado estas patrañas? Precisamente cuando comienzas a rezar es cuando cesa el efecto

narcótico de una vida disipada, al margen del plan original, y adviertes todas las punzadas, todos los dolores de una situación insostenible.

Mientras no reces, cualquiera puede hundir la uñas dentro de ti y arrancarte los valores más preciosos. Es más, hasta te encontrarás bien. En tu piel vaciada de contenido.

Pecado es no desear otra cosa... 35

Intenta ponerte delante de él. Sentirás que desgarra. Cada movi­miento te extraerá gritos lacerantes y lágrimas.

Te verás obligado a gritar: «¡Dios mío, qué daño me haces!». Métetelo bien en la cabeza. No se puede gozar al mismo tiempo

de Dios y de sí mismo (o sea, encontrarme bien en la piel propia). Dios, antes incluso de «hacerte salir» —como le sucedió a Ábra-

hán— de tu tierra, te desinstala de tu piel, te hace insoportable el en­voltorio, la caricatura en que te has colocado.

Solamente «entrando» en Dios es como el hombre puede sentirse totalmente a sus anchas.

Dios es la única medida digna del hombre. Ahora entiendo a san Pablo: «Despojaos del hombre viejo y de sus

acciones, y revestios del hombre nuevo que, en busca de un conoci­miento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su crea­dor» (Col 3, 9-10).

El hombre viejo es el que te viene estrecho, el que te ahoga. El hombre nuevo no es el ancho. Es, simplemente, la imagen ori­

ginaria reencontrada. Si Dios no hace que estés mal en tu piel, duda de que lo hayas en­

contrado durante la oración. En la oración el hombre no encuentra el espejo para mirarse (admi­

rarse o detestarse, dos posturas igualmente estériles). Encuentra el ico­no, o sea, «la imagen, la semejanza» primitivas.

Plenitud y tormento

Alguien ha definido al cristiano como «un contento insatisfecho». Sí, contento porque hay un Padre que no lo pierde de vista, se ocu­

pa de él, y ha resucitado a su Hijo. Insatisfecho porque la realidad no corresponde a las esperas de este

Padre. La oración es, al mismo tiempo, causa de alegría y principio de

inquietud. Consolación y remordimiento. Plenitud y tormento. Estupor y no-satisfacción. Tensión entre el «ya» y el «todavía no». Seguridad y búsqueda. Paz y... brusco reclamo hacia lo que queda por hacer. Sueño y despertar. En la oración confieso que estoy contento de lo que el Padre es

para mí, y descontento de mi manera de ser hijo, hermano, ciudadano del Reino.

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36 Las condiciones de la oración

Caigo en la cuenta de la desproporción entre ofrecimiento y res­puesta.

Quedo aturdido frente a la grandiosidad ilimitada de la invitación. Y mortificado por lo insuficiente de la aceptación.

Vivir de hambre

Se toma el camino de la oración solamente después de haber culti­vados gérmenes de inquietud.

Alguno de nosotros se siente satisfecho cuando «ha rezado sus ora­ciones».

Sin embargo, debemos descubrir que la insatisfacción constituye la condición de la oración.

No «estoy satisfecho porque he rezado», sino «he rezado porque estoy insatisfecho».

Debemos convencernos de que «desear otra cosa» no es pecado. Es más, representa un nuevo mandamiento.

No queremos desear ni las cosas de los demás, ni cualquier cosa. Insistimos en la oración porque nos obstinamos en desear algo dis­

tinto. En el «Magníficat» la Virgen ha cantado a un Dios que despidió

sin nada a los ricos (Le 1, 53). Y el mismo evangelio de Lucas contiene una terrible sentencia de

Jesús: «¡Ay de los que ahora estáis satisfechos!» (6, 25). La saciedad es vacío. El deseo es presagio de plenitud. Existe, desgraciadamente, quien muere de hambre. Sin embargo ninguno de nosotros quiere morir por no tener ham­

bre. Queremos vivir de hambre, de sed, de deseo. Únicamente Dios puede bastar a los que no se contentan.

La gratuidad, o sea, producir lo inútil

Los ladrillos del faraón contra la fiesta de Dios

«Por eso, los egipcios los sometieron a una dura esclavitud y les hicieron la vida imposible, obligándolos a realizar trabajos extenuan­tes, tales como la fabricación de mortero y de ladrillos, y toda clase de faenas agrícolas» (Ex 1, 13-14).

Moisés se desembarazó del faraón con esta petición precisa: «Así dice el Señor, Dios de Israel: Deja marchar a mi pueblo para que cele­bre en el desierto una fiesta en mi honor» (Ex 5, 1).

La réplica del faraón es perentoria: «Vosotros, Moisés y Aarón, estáis apartando al pueblo de sus trabajos. Id a vuestras obligaciones» (Ex 5, 4).

Como no fue suficiente, impartió órdenes precisas a los encargados del pueblo y a sus escribas: «No volváis a darles paja para fabricar los ladrillos, como hasta ahora; que vayan ellos mismos a buscarla. Y exigidles la misma cantidad de ladrillos que antes, sin perdonarles ni uno, porque son unos holgazanes; por eso andan gritando: 'Vamos a ofrecer sacrificios a nuestro Dios'. Aumentadles la tarea para que estén ocupados y no den oídos a embustes» (Ex 5, 7-9).

Restallan como trallazos algunas palabras de orden: «No se disminuirá el cupo asignado». «Id, pero a trabajar. No se os dará paja, pero tenéis que hacer la

misma cantidad de ladrillos» (Ex 5, 17). El proyecto de liberación de Yahvé choca con una lógica utilitaris­

ta. La «fiesta del desierto» va a topar contra la exigencia de suminis­trar «la cantidad diaria de ladrillos».

¡Ay! si la «línea» sufre interrupciones. La búsqueda de la materia prima, la paja, no debe disminuir el ritmo de la producción. El número de las «piezas» establecido es sagrado, se convierte en absoluto. El hombre que no obedece a la ley obtusa de la «cadena» es marcado como «holgazán».

Reclutamiento de los holgazanes

El Dios del éxodo quiere ser el Dios de un pueblo de «holgaza­nes».

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38 Las condiciones de la oración

«Entonces conoceréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, el que os libró de la opresión egipcia» (Ex 6, 7).

Yahvé es el anti-faraón. A la lógica rigurosa de la ganancia opone la locura de la «gratui-

dad». A la tiranía de la «cantidad diaria de ladrillos», sustituye la liber­

tad de la fiesta, del canto, de la alabanza. Yahvé quiere ser el Dios de hombres libres, rescatados del condi­

cionamiento implacable de una ocupación ingrata y pesada, y restitui­dos a su vocación originaria de «señores».

En lugar del número de ladrillos, la creatividad. En vez de la con­tabilidad, la fantasía. En lugar de la contribución gravosa, el amor.

Yahvé elige gente que sea capaz de usar las manos «de manera distinta» a lo que impone el faraón y su interés inmediato.

Dios no sabe qué hacer con los «productores». Prefiere «adorado­res».

La gloria de Dios no se asegura gracias a los «forzados» del traba­jo, sino gracias a los «holgazanes» dispuestos a alabar y bendecir:

«Como incienso derramad buen olor, floreced como lirio, difundid fragancia, entonad un canto, y por todas sus obras bendecid al Señor...» (Eclo 39, 14). Yahvé no dice «id a trabajar», sino «salid a celebrar». El Dios del Éxodo arranca al hombre de la condición servil para

invitarlo a la fiesta, a la espontaneidad, al juego.

Un éxodo llamado oración

La oración se coloca en una perspectiva de éxodo. Se trata, también para nosotros, de adquirir una mentalidad de

hombres «liberados» de la obsesión del rendimiento, de la producción, del frenesí eficientista.

Es necesario «salir» de una perspectiva utilitarista para entrar en una dimensión de gratuidad.

Paso del afán del «hacer», a la alegría del «ser». De la preocupación de la cantidad, a la novedad del vivir. De la programación obligada, a la invención de sí mismo. De la contribución impuesta desde fuera, al ofrecimiento que nace

de dentro. De los intereses a los valores. De la manipulación a la imprevisibilidad. Del orden prefijado al descubrimiento de la armonía. De la repetitividad a lo insólito.

La gratuidad, o sea, producir lo inútil 39

De la fotocopia a la vocación personal. De la palabra de orden a la voz que llama por el nombre. Es un éxodo difícil. Exige coraje, gusto por el riesgo, rechazo de

todos los condicionamientos, capacidad de rehusar las sugestiones de las cómodas seguridades.

«Bienaventurados los inútiles...»

Se manifiesta capaz de orar sólo quien logra romper el cerco de la necesidad, para entrar en el espacio de la libertad. Quien se sustrae a la esclavitud de lo urgente para entrar en la esfera de lo importante. Quien da la espalda a los ídolos, a la multiplicidad, para elegir «la mejor parte», para consagrarse a lo «único necesario» (Le 10, 42).

Hay que convencerse de que «en la vida lo inútil es la cosa más importante» (L. Alonso Schokel).

Si no adquieres el sentido de lo inútil, resulta imposible orar. Si no tienes el coraje de «perder tiempo», no ganarás la oración. Si no logras pararte, no llegarás nunca a la verdad de la oración. Si te muestras incapaz de decir «no» a la dictadura de los plazos,

de los compromisos, de las muchas cosas que hay que hacer, no po­drás gustar el «sí» de Dios.

El faraón, a veces, está fuera de ti. Con mucha más frecuencia es­tá dentro. La mayor parte de las veces eres tú el faraón de ti mismo, pues te condenas a producir un número determinado de ladrillos.

Es verdad, la oración es una ocupación improductiva. La oración te empobrece desde el punto de vista de la eficiencia, te limita en el plano de la actividad, disminuye tu rendimiento, hace saltar por los aires la contabilidad de siempre.

La oración «no vale para nada», si te colocas en la perspectiva del faraón. Te cataloga como «holgazán» en sus ficheros.

Para «salir» de los registros puntillosos del faraón, y entrar en la tierra prometida de la gratuidad divina, el único pasaporte útil es el «sentido de lo inútil».

«Bienaventurados los inútiles, porque solamente ellos saben lo que es indispensable al hombre».

Elogio de los seres «superfluos»

Felizmente, en este mundo, existen también los seres «superfluos». Uno de los elogios más significativos de estos individuos inútiles

lo ha hecho Rene Habachi, responsable de la división Filosofía de la Unesco, en un discurso a los superiores monásticos de Francia. Vale la pena recordarlo:

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40 Las condiciones de la oración

«Es necesario que haya seres gratuitos que se quemen por nada, que ardan por la belleza del mundo, por la mirada de Dios. Deben existir reservas de silencio, de ayuda mutua desinteresada, de libera­ción total, de solidaridad en el sufrimiento y de cantos de acción de gracias.

Hoy, la necesidad más urgente es la gratuidad. Será más eficaz que los compromisos políticos, que las previsiones económicas, y que las revoluciones estructurales.

La gratuidad facilitará a los hombres el único espejo en qué po­drán reconocerse y, a través de él, descifrar la trascendencia que po­dría iluminar su rostro.

No es ya cuestión de nombrar a Dios. Hay que vivirlo». En un mundo dominado por la cantidad, por la producción, por el

rendimiento, ellos han elegido la gratuidad, y nos provocan a hacer lo mismo.

Todos se preguntan: «¿Para qué sirve?», «¿qué rendimiento tie­ne?», «¿cuánto cuesta?».

Ellos han preferido una actividad improductiva. Su existencia está colocada en pura pérdida. Todos quieren hacer, ser útiles. Alguno incluso se cree indispensa­

ble. Ellos han aceptado la inutilidad. Todos hablan de obras, de realizaciones. Ellos no tienen otra cosa

que ofrecer al mundo más que su presencia. Todos tiran para adelante. Ellos se echan a un lado. ¡Ay! si en el mundo llegaran a faltar estos seres «inútiles», que

aceptan perder su vida, que son incapaces de cálculos juiciosos, y no administran prudentemente su don.

¡Ay! si en el mundo llegaran a faltar estos individuos superfluos, que no rinden, no producen, no consumen.

Si se apagase su llama inútil, caería la oscuridad sobre la tierra, y todos casteñetearíamos por el hielo.

Si muriese el canto y se oyese únicamente el frufrú de la calcula­dora, sería en verdad el fin del mundo.

(Y mi vida misma está asegurada solamente si los valores gratuitos prevalecen sobre los contables).

Estoy contento de que tú existas

Algunas observaciones conclusivas.

1. Atención para no transferir al campo de la oración el imperati­vo de la «cantidad».

Un Dios que reclame, de una manera fiscal, «la cantidad diaria de los ladrillos» (aunque sean ladrillos especiales: devociones, prácticas,

La gratuidad, o sea, producir lo inútil 41

ejercicios), no es el Dios del Éxodo, el Dios liberador, sino el enésimo disfraz del faraón, que así se instala también en territorio religioso, y tiene la pretensión de regular la fiesta como el trabajo.

2. Y atención también al equívoco de «comprar» con la oración los dones de Dios.

Dios no es un comerciante. Y la oración no puede enmascarar un intento engañoso de trueque:

«Yo te doy esto, y tú, en cambio, me debes conceder esa gracia con­creta». Cualquier gracia, precisamente porque es gracia, no es debida. Sino que pertenece al campo del amor, del don gratuito, no de la deu­da.

Dios es un espléndido, un pródigo dador, no un recaudador veja­torio.

Y yo le rezo no porque o cuando tengo necesidad de algo, sino únicamente porque... necesito rezar. O sea, necesito amar y sentirme amado.

3. La gratuidad de las relaciones con Dios, se debe expresar tam­bién en las relaciones con el prójimo.

Debemos realizar una comunión con los otros no mediatizada por la posesión, por el tener, por el poder, por el placer.

No podemos discriminar a nuestros semejantes en base a valoracio­nes de rendimiento, interés, goce, utilidad práctica, ganancia.

Esa persona me sirve para conseguir un determinado objetivo, por eso intento estrechar una relación con ella.

A esa otra no la necesito y, por tanto, la rechazo o la muestro in­diferencia.

Es más: ese individuo me ha hecho algún favor. Conseguido el fin deseado, puedo prescindir de él. Ya no me interesa. En una palabra, una especie de sacrilego «usar y tirar».

La explotación de las personas con fines egoístas es un fenómeno de una amplitud mucho mayor que la prostitución, tal como la enten­demos comúnmente y que nos produce escalofríos. Diría, es más, que la prostitución no es otra cosa que el signo escandaloso de ese colosal «comercio» de las personas que se practica desenvueltamente en todos los ambientes.

La persona es pesada, medida, cosificada, forzada a entrar en nues­tros cálculos oportunistas.

Su ser es prostituido, violentado, en relación a nuestra cartera, a nuestra carrera, a nuestra vanidad, a nuestro placer.

La comunión con una persona es posible solamente si reconozco su valor sagrado, independientemente de la ventaja inmediata que me puede procurar.

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42 Las condiciones de la oración

La comunión con los propios semejantes excluye la instrumentali-zación, que viola la dignidad y la unicidad de la persona, plegándola a nuestros fines egoístas.

Estar en comunión con una persona significa reconocer: estoy con­tento de que seas lo que eres. Ño me importa lo que me puedas dar, no me interesan los privilegios, los beneficios, los favores que puedo obtener gracias a tu amistad.

Tengo necesidad de ti, de tu ser, de los valores que expresas, no de tu dinero, de tu influencia, de tu posición social, de tus conoci­mientos.

No me sirven tus haberes, el puesto que ocupas. Quiero enriquecerme exclusivamente de lo que eres. Permíteme, simplemente, admirarme, estar contento de tu existen­

cia.

2 Las formas «clásicas»

de la oración

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ORACIÓN DE ALABANZA

La maravilla, o sea, saber ver

Respuesta

Es oportuno disipar también este equívoco, bastante frecuente. Lo primero: la oración no es una conquista del hombre. Es don. La oración no nace cuando «quiero» rezar, sino cuando me es «da­

do» orar. El Espíritu es quien nos da y hace posible la oración (Rom 8, 26; 1 Cor 12, 3).

Y también: la oración no es iniciativa humana. Puede ser solamen­te respuesta. Dios siempre me precede. Con sus palabras. Con sus ac­ciones.

Sin las «empresas» de Dios, sus prodigios, sus gestas, no nacería la oración. Tanto el culto como la oración personal solamente son po­sibles porque Dios «ha hecho maravillas», ha intervenido en la historia de su pueblo y en las vicisitudes de una criatura suya.

María de Nazaret tiene la posibilidad de cantar, de «proclamar al Señor», únicamente porque Dios ha hecho «cosas grandes» (Le 1, 49).

El material para la oración es facilitado por el Destinatario. Si no existiese su palabra dirigida al hombre, su misericordia, la iniciativa de su amor, la belleza del universo salido de sus manos, la criatura quedaría muda.

El diálogo de la oración se abre cuando Dios interpela al hombre con «hechos» que pone ante sus ojos.

Reconocimiento en el estupor

Toda obra de arte tiene necesidad de ser apreciada. En la obra de la creación, el mismo artífice divino es quien se

complace en su obra: «...Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno» (Gen 1, 31).

Dios se goza en cuanto ha hecho, porque se trata de una cosa «muy buena», «muy bella». Se siente satisfecho, me atrevería a decir «sorprendido». La obra ha resultado perfecta. Y Dios se deja escapar un ¡oh! de admiración.

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46 Las formas «clásicas» de la oración

En el relato de la creación, la acción divina se expresa con tres verbos característicos: «Dijo», «hizo», «vio».

El «Deus faber» (que crea mediante la palabra) al final se vuelve «contemplador» de su obra terminada.

Pero Dios espera que el «reconocimiento», en el asombro y en la gratitud, se dé también por parte del hombre.

La alabanza no es otra cosa que el aprecio de la criatura por lo que ha hecho el Creador.

Si, con el trabajo, el hombre {homo faber) prolonga la acción crea­dora de Dios, con la alabanza repite el gesto del Dios «contemplador».

No es suficiente usar las manos. Es necesario celebrar. Dice C. Westermann: «Para el antiguo testamento ser criatura y

alabar a Dios van a la par, precisamente como dice el rey enfermo Ezequías, después de que se curó de su enfermedad: 'Sólo los vivos te alaban, como yo ahora' (Is 38, 19)».

El mismo autor añade: «Existe una relación entre la alabanza a Dios en el antiguo testamento y la fe en el nuevo. En el nuevo testa­mento la respuesta del pueblo a la acción de Dios en Cristo es la fe; en el antiguo sólo se habla de fe en pocos contextos, pero se habla continuamente de alabanza. Bajo muchos aspectos ésta tiene la misma función que la fe en el nuevo testamento. Ambas intentan expresar a Dios un 'sí' que es —también por parte de las dos— el reconocimien­to de que él es salvador y al mismo tiempo creador, y quien tiene en sus manos el pasado, el presente y el futuro».

La alabanza, ley fundamental del creyente

Por tanto, la primera ley del creyente es la alabanza. «¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios, qué agradable y merecida su alabanza!» (Sal 147, 1). En el salmo 148 la alabanza se convierte en un imperativo univer­

sal. Se llama a toda la creación para que se reúna a celebrar a Dios: «¡Alabad al Señor desde los cielos!» (v. 1), «¡Alabad al Señor desde la tierra!» (v. 7).

Después que les echaron del jardín del Edén, en cuanto Eva dio a luz a Caín, expresó su admiración: «¡He tenido un hombre gracias al Señor!» (Gen 4, 1).

Eva «reconoce» que Dios está asociado a ese acto específicamente humano como es la procreación.

La exclamación de la mujer expresa precisamente el asombro por este milagro.

Así, el primer nacimiento humano se pone bajo el signo de la ala­banza de Dios.

La maravilla, o sea, saber ver 47

La mujer dice, comenta. Así pues, después de la expulsión, del castigo, descubre una «co­

munidad de acción» con Dios, cae en la cuenta de que hay una pre­sencia divina incluso en la lejanía...

Eva rechaza ver en el nacimiento de un hijo un fenómeno pura­mente biológico. Está convencida de que la venida al mundo de un niño exige la «complicidad» de Dios.

Y su exclamación expresa una experiencia fundamental: el niño, aunque llega a través de una vía normal, natural, es un «milagro».

Y, desde el momento que lo «ha tenido gracias al Señor», no pue­de establecer con el hijo una simple relación de posesión, ejercitar sobre él un poder total. Debe asumir una postura de sorpresa y, sobre todo, de respeto del misterio contenido en ese hecho natural.

Dejarse «sorprender» por Dios

La alabanza solamente es posible cuando uno se deja «sorprender» por Dios.

Más que de observar un fenómeno, explicarlo, catalogarlo, contro­larlo científicamente, se trata de «maravillarse».

La maravilla solamente es posible si se ve, si se cae en la cuenta, si se descubre la acción de alguien en eso que está ante nuestros ojos.

La maravilla implica la necesidad de pararse, admirar, descubrir el signo del amor, la impronta de la ternura, la cifra secreta de la be­lleza escondida bajo la superficie de las cosas.

«Te doy gracias porque eres sublime, tus obras son prodigiosas» (Sal 139, 14). E implica, sobre todo, el sentido de la gratuidad (esa gratuidad

que, como hemos visto en el capítulo anterior, representa una condi­ción fundamental de la oración).

El instinto del hombre sería alargar las manos, apropiarse egoísta-mente de una cosa, valorar todo en términos de ventaja individual, dis­poner arbitrariamente del don.

Por el contrario la alabanza consigue que el hombre haga prevale­cer el gozo sobre el provecho, que aprecie la belleza antes de dejar­se dominar por la codicia, se asombre en vez de dar todo por descon­tado, respete en vez de profanar (y se puede profanar tanto destruyen­do violentamente —Caín continúa contaminando la tierra con sangre homicida y haciéndola infecunda— como no cayendo en la cuenta de la belleza), admire en vez de aprovecharse.

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48 Las formas «clásicas» de la oración

Ese que no tiene nada que llevar

En los nacimientos de tradición provenzal, hay un personaje típi­co: el «Ravi», o sea, el extasiado, el embelesado, el encantado. El que no tiene nada que llevar, pero que acarrea lo más importante: el asom­bro. Y su boca, sus manos, expresan precisamente ese sentido de ma­ravilla ingenua frente al evento más extraordinario.

Es un pobre hombre, simplón, continuamente distraído, porque en todas partes encuentra motivo para distraerse, para admirar, para exta­siarse incluso frente a las realidades más insignificantes. Logra ver el lado bueno de cada cosa, de cada persona. Y salpica su propio iti­nerario con una serie increíble de «¡oh!».

Cuando llega, un poco cansado, a visitar al niño apenas nacido, con las manos vacías, tiene que aguantar los reproches de todos. Su presencia molesta.

Pero es preferible oír la narración popular: «Y el Encantado alzaba los brazos hacia lo alto diciendo: —Dios mío, qué hermoso es ver que un hombre que era desgracia­

do se vuelve feliz. Dios mío, qué hermoso es ver a un hombre que era holgazán y a quien le han entrado ganas de trabajar...

—Tú, Ravi, empiezas a fastidiarme, refunfuña alguno. —Si te molesto, te pido perdón. —Precisamente, tú que hablas de trabajo, no has hecho nunca nada

en'la vida. —:He mirado a los demás y les he animado. Les he dicho que eran

hermosos y que hacían cosas muy bellas. —No te has cansado mucho... ¡Y ni siquiera has traído un regalo! Pero la Virgen María le dijo: —No hagas caso, 'Encantado. Tú has sido puesto en la tierra pa­

ra maravillarte. Has cumplido tu misión, Embelesado, y tendrás una recompensa. El mundo será maravilloso mientras existan personas co­mo'tú, capaces de maravillarse...».

La alabanza fuera del templo

Como de costumbre, señalemos algunas conclusiones:

1. La alabanza se arranca del marco solemne del templo, y es lle­vada también al ámbito modesto de la cotidianidad doméstica, allí donde el corazón hace la experiencia de la intervención y de la pre­sencia de Dios en las humildes vicisitudes de la existencia.

Así la alabanza se convierte en una especie de fiesta de los días ¡feriales, canto que redime la monotonía, sorpresa que anula la repetiti-vitiaii, ,poesía que derrota la banalidad.

La maravilla, o sea, saber ver 49

Es necesario que el «hacer» desemboque en el «ver», la carrera se interrumpa para dejar sitio a la contemplación, la prisa deje el sitio a la parada estática.

Alabar significa celebrar a Dios en la liturgia de los gestos ordina­rios. Felicitarse con él que continúa haciendo «algo bueno y bello» en esa creación sorprendente e inédita que es nuestra vida de cada día y nos asocia a su acción y a su mirada maravillada.

2. Es hermoso alabar a Dios sin preocuparse de establecer punti­llosamente los motivos. La alabanza es un hecho de intuición y de es­pontaneidad, que precede a cualquier razonamiento.

La alabanza nace de un impulso interior y obedece a un dinamismo de gratuidad que excluye todo cálculo, toda consideración utilitarista.

No puedo menos de gozar por lo que Dios es en sí mismo, por su gloria, por su amor, independientemente del inventario mezquino de las «gracias» que me concede.

3. La alabanza representa una forma particular de anuncio misio­nero. Más que explicar a Dios, más que presentarlo como objeto de mis pensamientos y razonamientos, manifiesto, cuento mi experiencia de su acción.

En la alabanza no hablo de un Dios que me convence, sino de un Dios que me sorprende.

Con la oración de alabanza no de-muestro que Dios está al final de un razonamiento, sino que se concede a una mirada capaz de asom­bro.

4. No se trata de maravillarse por acontecimientos excepcionales, sino de saber captar lo extraordinario en las realidades más ordinarias.

El israelita, en la oración, repite tres veces al día: «Te damos gra­cias, Señor, por tus milagros que cada día están con nosotros».

Milagro no es el melocotonero que florece en pleno invierno, bajo la nieve, sino la planta que se carga regularmente de flores en prima­vera.

Las cosas más difíciles de ver son precisamente las que tenemos siempre al alcance de los ojos.

El contemplativo es capaz de maravillarse no por lo excepcional, sino por el prodigio de lo que le es familiar.

El contemplativo ve lo insólito en lo habitual, el acontecimiento sensacional en lo normal.

El contemplativo, incluso a los noventa años, considera una jorna­da como si fuese «el primer día».

El gusto por lo extraordinario crea costumbre, desencanto. La capa­cidad de captar lo que es normal (sin darlo por descontado, algo que camina por su cuenta) provoca fascinación.

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50 Las formas «clásicas» de la oración

En el fondo, maravillarse significa inventar las cosas que existen, descubrir lo que conocemos, desear lo que tenemos.

Decía P. P. Pasolini: «Veo las cosas como milagrosas». Sin esta mirada, uno no es poeta. Y tampoco hombre de oración.

5. Chesterton advertía: «Ciertamente el mundo no perecerá por falta de maravillas; más bien por falta de maravillarse».

Le hace eco el judío A. J. Heschel: «La humanidad no perecerá por falta de información, sino por falta de aprecio».

Así pues, mientras en el mundo exista una criatura capaz de mara­villarse, y consiguientemente de expresar en la oración de alabanza su aprecio, el destino de la tierra no estará en manos de los mercade­res de muerte.

Más poderosa que cualquier fuerza de destrucción, más irresistible que la vocación al suicidio colectivo, será siempre «el deseo de ala­bar».

Solamente si se apaga el canto, si la mirada se vuelve opaca y de­sencantada, el universo volverá a entregarse al caos.

Dios, por decirlo de alguna manera, se ve obligado a retirarse cuan­do ya nadie cae en la cuenta de que su obra es «una cosa hermosa».

El hombre se vuelve mudo en la oración cuando ya no logra «ven>. Entonces el «hacer» sólo puede conducir a la destrucción. Se puede temer la mano de Caín cuando su ojo está cegado. No, no es verdad que para dar en el blanco sea necesario mirar

bien. Para matar, exterminar, destruir, necesariamente se deben cerrar los ojos.

La mano empuña un arma cuando en la mirada se ha apagado el asombro.

ORACIÓN DE BENDICIÓN

Celebrar la vida

Más que un deseo

La oración resulta imposible si no se tiene el sentido de la alaban­za, que implica la capacidad de sorprenderse.

Pero la oración sigue otra trayectoria paralela: la bendición, que comporta el gusto de la vida.

Para muchos la idea de bendición va asociada a algo mágico, con ribetes utilitaristas.

Y, sin embargo, la bendición (berakah) tiene un puesto de relieve en el antiguo testamento. Se concibe —según subraya J. L. McKen-zie— como «una comunicación de vida por parte de Yahvé. Con la vida viene el vigor, la fuerza y el éxito, que traen la paz de la mente y la paz con el mundo».

Todo el relato de la creación está salpicado de bendiciones del Creador.

La creación es contemplada como una grandiosa «obra de vida». Algo bueno y bello al mismo tiempo.

Donde hay vida, está el Creador actuando. Por lo que la bendición no es un acto esporádico, sino una acción incesante de Dios. Es, por decirlo de alguna manera, el signo del favor de Dios impreso en la creación.

Además de ser una acción que fluye de una manera continua, im­parable, la bendición es eficaz. No representa un vago deseo. Produce lo que expresa. Por eso la bendición (como su opuesto la maldición) siempre se considera en la Biblia irreversible: no se puede ni retractar ni anular. Alcanza infaliblemente su finalidad.

Cuando también el hombre bendice

La bendición es principalmente «descendente». Solamente Dios tiene el poder de bendecir. Porque él es la fuente

de la vida.

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52 Las formas «clásicas» de la oración

El hombre, cuando bendice, lo hace en nombre de Dios, como su representante.

Es típica, a este respecto, la estupenda bendición contenida en el libro de los Números (6, 22-27): «...El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz».

Pero existe también una bendición ascendente. Así, el hombre puede bendecir a Dios en la oración. Este es otro

aspecto interesante. Es significativa la bendición de la mesa. El israelita no bendice el

pan, el vino, los frutos (éstos, por el hecho de existir, ya han sido «bendecidos» por Dios). No tendría sentido bendecirlos. Al contrario, bendice, o sea, alaba a Dios por los dones que están sobre la mesa.

Con la fórmula ritual, reconoce que él no es amo de lo que está sobre la mesa. Sino que lo recibe de Dios, dador supremo. Y se com­promete a utilizarlo en el sentido manifestado por el Creador.

No puede hacer con el pan lo que quiera. De hecho, mientras pro­nuncia la bendición sobre el pan (motsi), lo parte y lo reparte entre los comensales.

La lección es muy significativa: el hombre tiene derecho a utilizar los bienes de la creación participándolos, compartiéndolos con los de­más.

La bendición, en concreto, quiere decir esto: todo viene de Dios y todo debe volver a él en la acción de gracias, en la alabanza; pero, sobre todo, cada cosa ha de usarse según el plan de Dios, que es un proyecto de salvación y de fraternidad.

Acción de gracias

En esta perspectiva, la bendición coincide con la «acción de gra­cias».

Fijémonos, a este respecto, en la postura de Jesús en el episodio de la multiplicación de los panes: «...Tomó los panes, y después de haber dado gracias a Dios, los distribuyó entre todos» (Jn 6, 11).

Dar gracias significa admitir que lo que se posee es don y se re­conoce como tal.

Pero no basta. Hay que reconocer también que el don no nos perte­nece en exclusiva, sino que hay que compartirlo.

He ahí, pues, el dinamismo de la acción de gracias: hacer remon­tar, a través del canal de la oración, el don que se tiene en las manos hasta la fuente, o sea hasta Dios, y hacerlo descender —con la praxis del compartir— como elemento, me atrevería decir sacramento, de fraternidad, amistad, comunión, justicia.

Celebrar la vida 53

En el fondo la bendición, como la acción de gracias, comporta una doble restitución: a Dios (reconocido como dador) y a los hermanos (reconocidos como destinatarios, partícipes, junto con nosotros, del don).

El hombre nuevo, liberado de la idolatría de la posesión

Con la bendición y la acción de gracias nace el hombre nuevo, li­berado de la idolatría de la posesión, del tormento de acumular, de la obsesión del producir-consumir (los altares sobre los que la civiliza­ción del bienestar celebra sus ritos triunfales), y capaz de relaciones «distintas», nuevas, con Dios, con las cosas y con los otros.

Creo que es importante subrayar sobre todo la relación nueva esta­blecida por la criatura de bendición con las cosas.

La riqueza es «falsificación», porque falsea las relaciones con los bienes de la tierra.

El rico se engaña creyendo que su certificado de posesión lo liga íntimamente, seguramente, a los bienes. Pero se trata de una total mis­tificación.

Las cosas, como las personas, tienen un «límite de inviolabilidad», un «umbral infranqueable» que no puede ser forzado por un derecho derivado simplemente del dinero.

Una cosa no se deja «violar» por la cartera. Por eso, aunque me pertenezca, aunque sea «mía», permanece «in­

tacta» en su esencia más verdadera, y me dejará siempre insatisfecho. La cosa siempre será para mí obstinadamente «extraña», se me esca­pará de las manos aunque la retenga, es más, precisamente porque pre­tendo agarrarla, tenerla, me sonreirá burlona, intacta, intocable.

Para entrar en comunión íntima con un bien creado, la propiedad vinculada a los dineros, al derecho, puede constituir un obstáculo.

La facultad de poseer de verdad se coloca en el nivel más profun­do de nosotros mismos, allí donde un objeto extemo puede tener acce­so únicamente interiorizándose.

Para conquistar de verdad una cosa, hay que establecer con ella no una relación dominante de posesión, de agresividad, sino de partici­pación, de maravilla, de contemplación.

El hombre de bendición, no el amo, es el que está en armonía con todo lo creado. La tierra pertenece a los «mansos», o sea, a aquellos que no reivindican nada.

Solamente quien ora, teniendo las manos vacías, libres, puede orar en las cosas y con las cosas.

Dice con agudeza Arturo Paoli: «En la edad media se celebraban las bodas entre Francisco y hermana pobreza, se intentaba visibilizar

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54 Las formas «clásicas» de la oración

lo invisible, esto es, el secreto que se había hecho en él poesía y feli­cidad, contemplación y seguridad... La historia todavía no ha olvidado a este hombre martirizado en el cuerpo que redescubrió las estrellas, las flores, el agua, el fuego, el sol, los pájaros, toda la creación, final­mente liberada de la angustia y hecha verdad y poesía».

Hombre económico y hombre litúrgico

La bendición, pues, representa una línea de límite que divide al hombre económico del hombre litúrgico.

La bendición subraya la diferencia que pasa entre quien pone el corazón en las cosas (o deja que las cosas, siguiendo un recorrido na­tural, pasen de las manos al corazón, y aquí ocupen todos los centros de mando) y quien, por el contrario, fuerza a las cosas para que se hagan cómplices, partícipes, expresión del propio corazón.

Podemos aún decir que la distinción está entre el capitalista y el liturgo.

Entre el usurpador, el conquistador, y el hermano. Entre el hombre económico y el de la amistad y del encuentro. Entre el profanador y el contemplativo. Entre quien exige a los bienes seguridad y quien les pide «comu­

nicación», motivo de canto. El primero, a través de las cosas, se detiene y se aisla. Hace las

cuentas con una postura de avidez y de preocupación obsesiva. El otro camina y se abre. Libera el canto «despreocupadamente». El primero tiene y rechaza. El otro da y se dilata. Uno se apropia de algo y queda en la superficie de todo. El segundo descubre la verdad profunda de las cosas. El «amo» dispone de las riquezas. El liturgo, el hombre eucarístico, es dueño de sí mismo. El primero es un excomulgado, esto es, un separado. El otro comulga con todo y con todos. Por eso, la única manera para no pararse frente a las cosas, consis­

te en llevarlas adelante con nosotros, en arrastrarlas en nuestra aven­tura. Y esto gracias sobre todo a la oración de bendición, que permi­te superar la tentación de quedarse en las realidades terrestres e idola­trarlas, para considerarlas como «signo» y «don».

Una palabra balbuciente, y sin embargo...

La bendición de Dios se expresa con una palabra poderosa, eficaz, creadora.

Celebrar la vida 55

Nuestra palabra de bendición, sin embargo, se presenta frágil, hu­milde, incierta, casi balbuciente.

Pero cuando un hombre bendice a Dios, jamás está solo. El cosmos entero se une a su minúscula palabra de bendición (cf. el cántico de Dan 3, 51ss; Sal 148).

Entonces la voz modesta, por decirlo de alguna manera, se poten­cia con un coro poderoso y universal.

Es importante que suene una pequeña nota, para que exista el can­to, la sinfonía.

Cuestión de manos y de lengua

La bendición es, esencialmente, cuestión de manos. Ante todo manos abiertas, que se levantan hacia lo alto. Después, manos abiertas que, en vez de cerrarse sobre el objeto

recibido, para sacar de él todo el disfrute posible, para explotarlo de una manera egoísta y obtusa, o para defenderlo encarnizadamente con­tra eventuales pretendientes, ofrecen el don a todos los que «tienen derecho», no con una contabilidad mezquina, sino a través de una ló­gica de generosidad «loca» y de comunión.

Pero la bendición es también cuestión de boca, de lengua. Y este hecho también pone una precisa responsabilidad frente al

prójimo. La palabra de bendición nos compromete a usar la lengua en una

única dirección. El apóstol Santiago, con frases candentes, denuncia un abuso des­

graciadamente muy frecuente: «Con la lengua bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De la misma boca salen bendición y maldición. No debería ser así, hermanos míos. ¿Acaso en la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga? ¿puede la higuera, hermanos míos, dar aceitu­nas, o higos la vid? Tampoco un manantial salado puede dar agua dul­ce» (Sant 3, 9-12).

La lengua, pues, es «consagrada» a través y en vista exclusivamen­te de la bendición. Y nosotros, por desgracia, nos permitimos profa­narla con la maledicencia, el chisme, la mentira, las murmuraciones.

Usamos la boca para dos operaciones de signo opuesto y pensamos que todo está en orden.

No caemos en la cuenta de que las dos cosas se excluyen mutua­mente. Que no se puede, al mismo tiempo, «hablar bien» de Dios y «hablar mal» del prójimo.

La lengua no puede expresar bendición, que es vida, y a la vez echar veneno, que amenace e incluso apague la vida.

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56 Las formas «clásicas» de la oración

El rito y la vida

Como se ve, tanto las manos como la palabra, cuando se usan en la oración, se traducen necesariamente en posturas concretas, en una precisa responsabilidad —el compartir, la justicia, la fraternidad, el respeto— frente al prójimo.

Las manos y la boca sólo se usan de una manera «justa» ante Dios cuando se manifiestan en gestos «correctos» frente a los otros.

El rito, mejor que por el maestro de ceremonias, es aprobado por la vida.

Puedo decir que he orado «bien», que he bendecido a Dios de una manera debida y grata, solamente si no equivoco las «ceremonias» cuando voy por la calle.

Desde esta óptica, las discusiones acerca del verticalismo y hori-zontalismo no tienen sentido.

El Dios que encuentro cuando «subo» hasta él en la oración, es el Dios que me obliga a «bajar de nuevo», a buscar al prójimo, a trasmi­tir un mensaje de bendición, o sea, de vida.

ORACIÓN DE ACCIÓN DE GRACIAS

La cuenta debe permanecer abierta

La gracia produce la gratitud

Volvamos al tema de la oración como «acción de gracias», al que ya hemos aludido brevemente, en el capítulo anterior, en relación a la bendición.

«La verdadera gracia produce la gratitud; la verdadera gracia nos pone, no sólo en estado de gracia, sino en acción de gracias» (L. Eve-iy).

Cristiano no es el que pide gracias, o recibe gracias. Es el que da gracias. Por eso la eucaristía, que representa el acto más sublime del culto cristiano, significa, literalmente, «acción de gracias».

Partamos de una constatación. Si hacemos un inventario, aunque sea sumario, de los contenidos de nuestra oración, caemos en la cuen­ta de que la petición ocupa un puesto preponderante respecto a la ac­ción de gracias.

No me refiero solamente al hecho de que con mucha frecuencia nos olvidamos de dar gracias a Dios después de haber obtenido cuanto hemos pedido.

No, el olvido es más radical. Quiero decir que somos puntillosos, hasta pedantes, cuando se trata

de constatar lo que nos falta, para alargar la lista de las apremiantes peticiones. Pero nos manifestamos más bien descuidados cuando debe­ríamos caer en la cuenta de lo que recibimos a diario.

Advertimos la falta. Y no sabemos levantar acta del don, especial­mente del que nos viene dado silenciosamente, con regularidad coti­diana.

Entonces la distracción se convierte en el gran pecado. También aquí, hay que precisar. No son tanto las «distracciones

en la oración». Sino la distracción que precede a la oración. La dis­tracción que no nos lleva a la oración, no hace nacer en nosotros la exigencia de la oración para «decir gracias».

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58 Las formas «clásicas» de la oración

Decir gracias por amor

San Pablo, en la Carta a los colosenses, después de haber esbozado un programa de vida comunitaria muy simple, pero extremadamente comprometido, en el que han de encontrar lugar la compasión, la bon­dad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, el aguante, el perdón, el amor, termina con una invitación perentoria: «Y sed agradecidos» (3, 15).

E inmediatamente después añade: «Cantad a Dios con un corazón agradecido salmos, himnos y cánticos inspirados» (v. 16).

Y termina: «Y todo cuanto hagáis y digáis, hacedlo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (v. 17).

Así pues, el punto de partida es la experiencia del amor gratuito de Dios («elegidos... y objeto de su amor», v. 12), que confiere a la oración una tonalidad de exultante gratitud.

El pueblo de Dios que ha experimentado la gracia (en griego cha-ris, o sea, el amor salvífico de Dios, su benevolencia, su misericordia) se capacita para la gratitud.

Y este reconocimiento penetra no sólo en la oración, sino en la vida entera del cristiano y en todas sus manifestaciones.

Me parece que las mismas virtudes de que el apóstol habla ante­riormente y que deben caracterizar las relaciones comunitarias (bon­dad, mansedumbre, humildad, paciencia, aguante, amor fraterno) cons­tituyen otras tantas maneras de «dar gracias» a Dios por el amor que nos manifiesta.

Quisiera también subrayar la última expresión: se trata de dar gra­cias al Padre por medio del Hijo (v. 17).

Cristo, en esta perspectiva, no es sólo el que nos trae los dones del Padre, sino que él mismo es el don; y es también quien lleva a Dios nuestro gracias.

Mediador de la gracia (de parte del Padre). Y mediador de la gra­titud (de parte de las criaturas).

La memoria del corazón

Se ha definido la gratitud como «la memoria del corazón». Pero no se trata sólo de recordar. Hay que caer en la cuenta, ad­

vertir una realidad presente. Reconocimiento se deriva de «conocer». Pero aquí no es cuestión,

simplemente, de «captar con el entendimiento», sino de poner en ac­ción el corazón. Que una cierta realidad sea vista, acogida, interpre­tada, captada (o sea, literalmente «recibida») por el corazón.

Ciertamente la gran enemiga de la gratitud es la costumbre (con las variantes de distracción, descuido, desencanto, hábito).

La cuenta debe permanecer abierta 59

Cuando todo se da por descontado, o incluso debido, se hace uno incapaz de decir gracias.

Cuando todo se considera normal, derecho adquirido, resulta impo­sible la gratitud.

Si, por el contrario, reconozco que «todo es gracia», entonces todo es ocasión para «dar gracias».

Es fácil caer en la cuenta de lo excepcional. Pero el reconocimiento no se limita a lo extraordinario. Hay que «reconocer» el don, la gracia, la expresión del amor fiel

de Dios, en las realidades ordinarias, aparentemente banales, esas que consideramos «naturales».

Chesterton decía que una vez al año agradecemos a los reyes ma­gos los regalos que dejaron en los zapatos. Y somos tan descuidados que no sentimos la necesidad de agradecer a Alguien ese don de dar­nos cada día dos pies para calzar esos zapatos.

Dios me hace señas a través de lo cotidiano. Y yo tengo que descubrir las huellas de su paso por la vida en las

cosas familiares (la hierba, una flor, el pan, el agua, el sol...). Tengo que aprender a ver las cosas ordinarias. Sí, precisamente esas que, por el hecho de tenerlas siempre al alcance de los ojos, corren peligro de pasar desapercibidas.

El hombre de oración no tiene necesidad de milagros para dar gra­cias. Las «cosas de cada día» (o sea, el milagro de la fidelidad de Dios y de su presencia en lo cotidiano) le prestan material más que suficiente.

Las «cosas de cada día», desde esta perspectiva, se hacen mensaje de lo inesperado. Por eso no puedo estar distraído frente al milagro de la vida.

No puedo descuidarme frente a las sorpresas de los acontecimien­tos ordinarios.

Tengo que descifrar los signos de la presencia de Dios en la trama de los hechos más comunes.

He de descubrir las «improvisaciones de Dios» también en sus do­nes más habituales.

Y mantenerme siempre en postura de gratitud. Entonces mi vida será un grandioso «memorial» de las obras del

Señor.

Cultivar el sentido de la deuda

El hombre de la gratitud es lo opuesto al individuo que reivindica, pretende, reclama, conquista.

La gratitud nace del «sentido de la deuda», o sea, de la toma de conciencia, no de «lo que se me debe», sino de «lo que yo debo».

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60 Las formas «clásicas» de la oración

Abraham Joshua Heschel decía que tener el sentido de deuda sig­nifica «experimentar la vida como un recibir, y no sólo como un to­mar». Por lo que «el hombre no puede considerarse humano sin ser consciente de su deuda».

La toma de conciencia de la deuda impone al hombre trascender su propio interés, sus reivindicaciones, para llegar al sentido del deber, de la conciencia, de la obligación, del sacrificio, de la fidelidad.

«El alma siente que es deudora, y cada maravilla, temor y miedo no hacen más que revelar esta sensación. La maravilla es ese ser soli­citados por algo.

Por eso es necesario renegar del orgullo, arrinconar la actitud de recibir sin que nos roce la sospecha de que algo se nos pide, de que se nos exige maravillarnos, adorar, responder.

En una palabra, debe nacer la conciencia de una deuda existencial. Lo que tenemos, lo que somos, lo debemos.

El sentido de deuda es innato en la conciencia del hombre, la cer­teza de deber gratitud, de sentirse requeridos en ciertos momentos a intercambiar, a responder, a vivir de una manera que sea compatible con la grandeza y el misterio del vivir» (A. J. Heschel).

«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 116 12).

He ahí la raíz última del deber. Debo algo a Alguien. Debo algo a todos. Si uno no se siente deudor, en la vida alegará siempre derechos,

pretensiones, jamás será amigo del deber. No sentirá el deber de co­rresponder.

El deber es la otra cara de la gratitud. Quien no ama el deber, no tiene el sentido de la grandeza y de la

preciosidad de la vida. Solamente el aprecio lleva a la gratitud y, por consiguiente, al de­

ber. No es un deber sombrío, tétrico, opresor. Sino un deber alegre, que

se expresa en el canto, y también en el trabajo. «Dormía y soñaba que la vida es alegría. Me desperté y caí en la cuenta de que es deber. Puse manos a la obra y advertí que el deber es alegría» (R. Tago-

re).

Cantar la vida y vivir el canto

Otro aspecto de la gratitud es la alegría de vivir. Dios no espera de nosotros gratitudes a la manera paternalista de

los llamados bienhechores. La gratitud que él espera es nuestro apre-

La cuenta debe permanecer abierta 61

ció, nuestro abrirnos a la sorpresa, a la alegría, a la alabanza, a la ce­lebración de sus prodigios.

Ciertas personas «pías» perennemente enfadadas, enyesadas en la seriedad, con un porte lúgubre, incapaces de un saludo no formal o de una sonrisa espontánea, dan la impresión de que están participando en los funerales de los dones de Dios.

Sin embargo la mejor manera de «decir gracias» al Señor es cele­brar la vida. Alguien ha dicho: cantar la vida y vivir el canto.

A Dios le agradan las personas que «hacen funcionar» sus dones. Que no dejan que se cubran con el polvo de la costumbre y del abu­rrimiento.

Cada uno de nosotros tiene un quehacer «eucarístico». O sea, te­nemos que hacer memoria de sus maravillas. Y celebrarlas con el can­to, con la alegría, con la fiesta.

Y esta tarea, como ya hemos dicho, no se agota en el ámbito de la oración litúrgica, sino que se extiende a la totalidad de la existen­cia.

Cada acción nuestra tiene que celebrar los beneficios de Dios. También una sonrisa, un movimiento de sorpresa, un «oh» de estu­

por puede convertirse en un gesto litúrgico. La alegría debe ser la manifestación de nuestro aprecio por algo

maravilloso. Una cita más de A. J. Heschel: «El hombre religioso considera la

tristeza una depreciación arrogante y presuntuosa de las realidades subyacentes. La tristeza se deriva de que el hombre cree tener derecho a un mundo mejor, más agradable. La tristeza es un rechazo, no una oferta; un reproche, no una estima; una fuga, no un seguimiento.

La melancolía hunde las raíces en la pretensión, en la insaciabili-dad, en el desprecio del bien. Viviendo en un estado de irritación y de continuo litigio con el destino, el hombre triste siente hostilidad por todas partes, y parece que no cae en la cuenta de la ilegitimidad de sus lamentos. Posee una aguda sensibilidad por las incongruencias de la vida, pero rechaza obstinadamente reconocer la gracia delicada de la existencia».

El dinero no salda la deuda

Y terminemos con algunas aplicaciones a nivel existencial. Porque la oración, no nos cansaremos nunca de afirmarlo, es una

postura global. Una cierta posición ante Dios en la oración comporta necesariamente una cierta posición en la vida.

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62 Las formas «clásicas» de la oración

1. ¿Te acuerdas de decir gracias a Dios por el don «cotidiano» de la fe? Un conocido biblista me confiaba:

—Desde hace un tiempo he tomado la costumbre de recitar, al em­pezar el día, una oración insólita. Apenas abro los ojos, me sorprendo exclamando: «¡Qué hermoso! He conservado la fe. Gracias, Señor, porque me concedes comenzar otra jornada como creyente».

Sí, porque la fe no es como el vestido que dejas sobre la silla an­tes de acostarte y lo vuelves a encontrar sin falta por la mañana.

Creer es don inmerecido, sorpresa inaudita, evento extraordinario. Y Dios, que te concede creer, espera esa restitución particular de

su don que es el «gracias». 2. Hemos dicho anteriormente cómo, para cultivar la gratitud, es

necesario «caer en la cuenta». Añadiría: caer en la cuenta, sobre todo, de lo que no se ve, pero que está presente en el mundo.

Quiero decir la bondad escondida, la generosidad, la fidelidad, la entrega de tantas personas que no permiten que hablen de ellas, no ocupan ni siquiera un rinconcito de la pantalla televisiva, no intrigan a los periodistas siempre a la caza de noticias sensacionales.

También el bien escondido exige ser reconocido y referido al ori­gen, o sea, a Dios, en la oración de acción de gracias.

Aunque no los vea, debo decir: «Gracias, Señor, porque ellos exis­ten, los que oscuramente trabajan hasta cansarse por el bien de los demás. Gracias, porque, en este globo de trapos colorados y ruidosos, donde abundan los personajes inútiles, no dejas que nos falte lo nece­sario, o sea, las personas que hacen pequeñas-grandes cosas para be­neficio de todos».

3. Pitigrilli, con una pizca de sarcasmo, decía: «La gratitud es el sentimiento de quien todavía tiene algo que pedir».

Pienso, por el contrario, que la gratitud es el sentimiento de quien reconoce que es deudor y pretende serlo siempre.

No tiene la pretensión de liquidar la deuda con un cheque o con la propina.

El dinero, muchas veces, quiere decir: «Ya no te debo nada». El «gracias», en cambio (más allá obviamente de los deberes im­

puestos por la justicia), no cierra las cuentas, sino que mantiene abier­to el tema de la deuda.

Decir gracias a uno no significa liquidar un asunto («no esperes ya nada de mí», o también «no quiero tener nada que ver contigo»), sino reconocer que dependo de alguien y que la relación de dependen­cia no se interrumpe jamás.

La gratitud, entonces, es una restitución que continúa. Es un inter­cambiar sin pretender llegar a igualarse. Es aceptar, alegremente, que mi vida está ligada a Otro, y a tantos otros.

La cuenta debe permanecer abierta 63

La restitución siempre parece pequeña, desproporcionada al don recibido.

Siento alegría diciendo gracias porque pretendo leer las cosas bajo el signo del don, en yez de colocarlas en la categoría de lo adquirido, a través del descubrimiento del valor y no del precio.

Del tendero exijo que al pie de factura me ponga el sello de «sal­dado», «pagado».

Pero a Dios le pido la garantía de que «la cuenta quede abierta». En efecto hay algo peor que no tener nada que pedir. Y es no te­

ner nada por lo que «dar gracias».

4. Un último aspecto de la gratitud es el respeto. El hombre dice gracias cuando evita violentar la naturaleza, sa­

quearla ávidamente, turbar su equilibrio descaradamente. Una forma particular de gratitud por el grandioso ramo de flores

(prados, selvas, cielo, esto es, lo creado con toda su magnificencia) que Dios —como dice un poeta— entrega a cada niño que nace, es la de no estropear ese don irrepetible.

Abstenerse de romper inútilmente una rama, de arrancar una flor de su ambiente natural, de aplastar sin necesidad a un animalito, de saquear el musgo de un bosque (a lo mejor para preparar el belén...), de pisar el césped, significa consentir que esos «vivientes» digan gra­cias a Dios allí donde están, por el hecho mismo de existir en su be­lleza intacta.

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ORACIÓN DE ADORACIÓN

Cuando la pequenez roza el infinito

Frente al misterio de Dios

Otra postura típica de la oración es la adoración. Que significa reconocimiento de la grandeza de Dios y de la pequenez de la criatura. Sentido de la trascendencia divina y de la precariedad del hombre. Descubrimiento de la gloria de Dios y de la propia nada.

En la adoración el hombre, criatura débil, limitada, roza el misterio de Dios.

La nada entra en contacto con el Todo. La adoración proclama, silenciosamente, el absoluto de Dios. Esto es posible únicamente desde una postura profunda, auténtica,

consciente, de humildad.

De puntillas en el territorio sagrado

El dinamismo característico de la adoración se expresa en el salmo llamado «Invitatorio» (Sal 95).

En él se advierte el paso de un tono de alegría contagiosa, acompa­ñada incluso por aplausos, por aclamaciones ruidosas de júbilo, a una dimensión de interioridad.

La alabanza y la acción de gracias de la primera parte se colocan en un marco exterior de fiesta comunitaria, bajo el signo de la alegría y el canto.

Pero, al llegar a un punto, las voces se apagan, disminuyen las pa­labras, se atenúan las luces. Se entra de puntillas en un espacio sagra­do, en el territorio del misterio.

«Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro...» (v. 6). La alabanza, la bendición, la acción de gracias, en cierto sentido

sacan al hombre «fuera de sí», en un espacio inmenso donde resuena su palabra incontenible de júbilo por la grandeza de Dios y la genero­sidad de sus dones.

Cuando la pequenez roza el infinito 65

La adoración hace que el hombre recorra un camino inverso: lo hace entrar en la profundidad de su ser, le tapa la boca otorgándole exclusivamente una palabra interior.

La luz exterior deja el puesto a una luz que traspasa al hombre desde dentro. Y descubro mi vida como atravesada por un rayo de la luz de Dios, de su gracia, de su amor.

Cómo

Frente a la majestad, al señorío de Dios, a su misterio, a su tras­cendencia, el silencio resulta más expresivo que cualquier palabra. La alegría se convierte en una realidad que se posesiona de toda la perso­na, la trasfigura. Ya no hay necesidad de proclamarla, de explicarla. Basta reflejarla, irradiarla.

Pero si la adoración es esencialmente un hecho interior, se mani­fiesta también en una postura externa.

La adoración (en griego proskynesis) se expresa con algunos gestos peculiares: postración, inclinación de la cabeza o de los hombros, de rodillas, manos levantadas...

Pero por encima de cualquier postura todo el cuerpo, en la adora­ción, se hace oración. Y «dice» reverencia, respeto, temblor, depen­dencia, deseo de dejarse envolver por el misterio, disponibilidad para dejarse incendiar por el fuego que quema pero no consume (Ex 3, 2).

Y así la oscuridad, el silencio, la soledad constituyen los signos de una experiencia irrepetible que se desarrolla en la zona más secreta del ser, allí donde se queda uno cegado por una luz, se descubre una presencia, y se capta una voz que viene de «otra parte».

Por qué

El mismo salmo 95 indica los motivos principales en los que se funda la adoración:

—Dios creador —Dios que establece una alianza con su pueblo —Dios como providencia. En cuanto cristianos podemos añadir: Dios que manifiesta su gloria

a través de Cristo, palabra última y definitiva de salvación para los hombres.

Pero no creo que sea importante especificar los motivos de la ado­ración.

Con este tipo de oración asumimos la única posición «correcta» frente al misterio de Dios. Aceptamos su «incomprensibilidad» (e «in­efabilidad»), su ser «totalmente Otro» respecto a nuestros horizontes,

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66 Las formas «clásicas» de la oración

nuestros proyectos, nuestros gustos, nuestras representaciones de la divinidad.

Con la adoración, en el fondo, reconocemos a Dios el... derecho a ser Dios. Más allá de nuestros pensamientos, de nuestras imágenes, de nuestras demostraciones, de nuestras perspectivas siempre reducti-vas (y tanto más reductivas cuanto más arropadas con elucubraciones doctas).

Cuando adoramos a Dios le decimos: «Estoy contento de que seas lo que eres, y no lo que yo pretendería que fueses, ni tampoco como eres descrito en las páginas de los libros».

En la adoración descubrimos a un Dios cercano, pero no a nuestro alcance.

No la explicación sino el abandono

La adoración se convierte así en la oración más apta cuando nos encontramos en contacto con el problema del mal, con el escándalo de dolor inocente, con el inquietante silencio de Dios ante los sufri­mientos más atroces de los hombres.

No la explicación, sino el abandono. La adoración, más que el razonamiento, representa la clave exacta

para descifrar el paso de Dios en medio de las contradicciones, de los absurdos, de las líneas locas de la historia del mundo y de nuestras vicisitudes personales.

Con la adoración, renunciamos a la pretensión de obligar a Dios a justificarse cuando sus comportamientos no coinciden con nuestros planes y con nuestros esquemas, y nos asomamos reverentes, descal­zos (Ex 3, 5), al umbral del misterio, en la espera de que se filtre un hilo de luz.

En vez de ceder a la impaciencia de saber, nos disponemos a dejar­nos llevar a lo largo de itinerarios imprevisibles.

Dios no se deja capturar. Sino que se convierte, para nosotros, en el eterno descubrimiento (Teilhard de Chardin).

Un peso... liberador

Hemos dicho: el reconocimiento de nuestra pequenez, la humildad, representan las condiciones necesarias para adorar.

Pero en la adoración no nos encontramos con un Dios que nos aplasta bajo el peso de su grandeza.

Gloria indica el esplendor de la presencia divina, que en cierto sentido se ha hecho visible. Es el impacto en el hombre de una Reali-

Cuando la pequenez roza el infinito 67

dad que intentamos expresar en términos de belleza, grandeza, lumino­sidad, riqueza.

Y ahora tenemos que en hebreo la palabra kabod (que nosotros tra­ducimos por «gloria») remite a la idea de peso.

Pero no es un peso que nos oprime, que nos anonada. Se trata más bien de colocar en nuestra balanza la única realidad

definitiva, que tiene peso, vale, cuenta, dura, y rechazar lo que es lige­ro, inconsistente, vacío, evanescente.

Los ídolos, frente a Dios, se consideran en la Biblia como un «so­plo».

Por tanto, la adoración libra al hombre de todas las esclavitudes, lo inmuniza contra la sugestión de los ídolos del mundo (poder, dine­ro, sexo), purifica su corazón de los ocupantes abusivos, haciéndolo totalmente disponible al único Señor.

El corazón del hombre —como decía Bonhoeffer— ha sido consa­grado para una única devoción total.

La plenitud excluye tanto el vacío como el estorbo. Así pues, la adoración constituye un elemento de liberación. Con­

fiere al hombre un título de nobleza, grandeza, dignidad. El hombre capaz de doblegarse ante Dios es uno que camina con

la cabeza alta. En la adoración, en efecto, descubro a un Dios que «mantiene alta

mi cabeza» (Sal 3, 3).

Los secretos revelados a los sencillos

...Y tampoco me asusta la pequenez. Es más, me colma de alegría. «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escon­

dido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido mejor» (Mt 11, 25-26).

Dios desvela sus secretos, no a las personas importantes, sino a los pequeños, a la gente que no cuenta.

Y la oración de adoración se convierte en el momento privilegiado de estas confidencias divinas.

La humildad es el único recipiente capaz de acoger el infinito.

La adoración, memoria del mandamiento fundamental

Fijemos algunas conclusiones, a nivel práctico. —Ante todo, tengamos presente la advertencia de A. von Speyr:

«La adoración es estar atrapados por la totalidad de Dios. La adora­ción junta, une, es lo contrario de ese disolverse en aspectos particu­lares como exigen el examen de conciencia y la confesión.

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68 Las formas «clásicas» de la oración

En la adoración cada parte retorna inmediatamente a la totalidad. Lo que está en primer plano y domina todo es la plenitud de Dios, la divinidad de Dios. Desde cualquier punto, el que adora es llevado de nuevo hacia el centro».

—Decimos también: la adoración me desconcentra del «yo» y me obliga a dirigir la mirada únicamente hacia el «tú» de Dios.

No se trata de confrontar mi miseria con la grandeza infinita de Dios, mis defectos con sus perfecciones.

En la adoración soy arrancado literalmente de mí mismo y condu­cido directamente ante el Otro.

Lo que cuenta, lo que merece atención, lo que me absorbe total­mente, es el tú de Dios.

Y yo no quiero otra cosa que el tú. —Finalmente, la adoración me recuerda el mandamiento funda­

mental: «Yo soy el Señor tu Dios... No tendrás otros dioses fuera de mí» (Dt 5, 6-7).

«Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Ama­rás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con to­das tus fuerzas» (Dt 6, 4-5).

Una criatura que adora al único Señor, es capaz de rechazar y de poner en su lugar sin piedad todas las falsas grandezas. Rechaza la vanidad, lo efímero, la apariencia, la espectacularidad. Se hace im­permeable a la publicidad, a la propaganda. No se deja sugestionar ni manipular por persuasores ocultos o clamorosos. No corre tras el char­latán de turno, no se deja arrastrar por la fascinación de la última mo­da, o de la última ideología. No asume posturas serviles ante ningún poderoso de la tierra.

La adoración del único Señor excluye la adoración (y la adulación) de los señores abusivos.

No hay fuerza alguna capaz ni de doblegar ni de romper a un hom­bre que ha aprendido a inclinarse, en la oración adorante, ante Dios.

El hombre de la adoración no está disponible para ningún rito del teatro mundano. Y ningún tirano —violento o persuasivo— puede ha­cerse la ilusión de «disponer» de él.

Cuando uno ha aprendido a «decir», con toda la persona, «tú solo eres Dios», las voces de los pomposos fantoches de la plaza, de los ídolos con su última máscara, de los fanáticos que aplauden, se apa­gan en su oído, sin llegar al corazón.

Uno que proclama de verdad «tú solo eres Dios» quita espacio a los bufones que juegan desmañadamente a imitar a Dios o que inclu­so pretenden sustituirlo.

A diferencia de los antepasados de los que se mofa el salmo 115, los ídolos de hoy tienen boca y hablan (y demasiado).

Felizmente los que adoran «tienen orejas y no oyen» (v. 6).

ORACIÓN DE PETICIÓN

Pedir más allá de nuestros deseos

Contestada nuestra especialización

Para muchos cristianos es la única forma de oración conocida. Orar, según una cierta mentalidad, quiere decir simplemente pedir. En este sector específico, todos se tienen por expertos. Y ¡ay! de

quien se atreva a contestar esta especialización. Es una especie de oración «instintiva». Que no siempre se com­

prende en su verdadera naturaleza y en sus implicaciones. Por eso se dan numerosos equívocos que terminan por falsear la

relación con Dios y una correcta interpretación de la oración. La falsificación más evidente, y hasta irritante para quien conserve

un mínimo de sensibilidad religiosa, es la del utilitarismo vergonzoso y, por tanto, de la instrumentalización casi mágica de la religión, que lleva a considerar a Dios a mi servicio, a mi disposición. Un Dios a quien hasta se le imparten órdenes.

Otra distorsión, muy frecuente, es la que coloca la oración de peti­ción en los momentos de emergencia de la vida, en los casos dramáti­cos, en las situaciones trágicas, sin salida.

En una palabra, algo así como una señal de alarma a la que se aga­rra uno desesperadamente cuando suena la hora del peligro.

Se olvida que la ligazón con Dios se inserta en la cotidianidad, en la normalidad de la existencia, en los días radiantes como en los días grises, cuando amanece sereno y cuando en nuestro horizonte se agol­pa la tempestad. Mucha gente, por el contrario, se acuerda de él sólo en las circunstancias extremas.

Pero el desfase más típico se refiere al cumplimiento de lo pedido. Por lo que ciertos individuos, después de haber constatado que sus peticiones no fueron satisfechas según sus gustos, en los tiempos y en los modos deseados (o impuestos), terminan por abandonar la prác­tica de la oración.

Intentemos, también para disipar estos y otros equívocos, dar un poco de claridad.

La oración de petición ha de tener tres características esenciales:

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70 Las formas «clásicas» de la oración

—es una oración confiada —es una oración «inspirada» —es una oración ciertamente escuchada.

Oración confiada

La fe, que está en la base de cualquier experiencia de oración, asu­me aquí la dimensión peculiar de la confianza.

Confianza que está fundada en un Padre que ama a sus criaturas, se manifiesta sensible a sus necesidades, se preocupa por su bien y por su alegría, no se muestra ajeno a ninguno de sus problemas, com­parte sus dificultades.

«Pues yo os digo: Pedid y recibiréis; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán» (Le 11, 9).

En el evangelio, Jesús invita a pedir, y a pedir con insistencia, casi con furor, sin desanimarse.

«Para mostrarles la necesidad de orar siempre sin desanimarse, les contó esta parábola...» (Le 18, 1).

No podemos dudar de «importunar» a Dios con nuestras peticiones (Le 11, 5-8; Mt 15, 21-28; Me 8, 24-30).

Pero Jesús dice también: «Ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se

lo pidáis» (Mt 6, 8). Un códice antiguo (D) tiene esta variante: «...An­tes incluso de que abráis la boca».

«Antes de que me llamen, yo les responderé; antes que terminen de hablar, yo les habré escuchado» (Is 65, 24). Estando así las cosas, ¿la oración de petición es superflua? No, la oración sigue siendo necesaria. Lo que aparece inútil es la

presentación de una lista interminable y minuciosa de nuestras necesi­dades.

El Padre sabe de antemano... Dios no tiene necesidad de ser informado detalladamente sobre lo

que te pasa. Lo que sí agradece es estar informado de tu fe-confianza. Tener

noticias de tu amor. Más que ponerle al corriente de todas tus peripe­cias más pequeñas e informarle sobre todos tus deseos, debes manifes­tarle, en la oración, tu confianza filial, tu sereno abandono. Debes co­municarle tu exigencia más profunda: que él se muestre Padre.

Tener fe, hay que repetirlo una vez más, significa estar seguros de que él «sabe»...

Pedir más allá de nuestros deseos 71

Lo opuesto a la confianza: el ansia

Prácticamente: —No exagerar con el número de peticiones. —Actuar de tal manera que las súplicas no constituyan una dele­

gación a Dios de nuestras responsabilidades precisas y, por tanto, no transformar la oración en una coartada para nuestra pereza.

Sin duda existen situaciones límite, en las que experimentamos nuestra impotencia radical, caemos en la cuenta de que no podemos hacer absolutamente nada. Y entonces es más que legítimo que nos­otros, sus colaboradores, pidamos a Dios compartir nuestras angustias y nuestros miedos.

San Pablo da este consejo: ¿Tenéis pesos insoportables, que os an­gustian? Pues bien, compartidlos con Dios, dadle parte en ellos (Flp 4,6).

Pero no debemos acudir al Padre solamente en los casos de emer­gencia, cuando no podemos arreglárnoslas solos. Es necesario recono­cerse dependientes de él aun cuando logremos desenredarnos sin inter­venciones milagrosas de lo alto. En efecto, también en estos casos, «dependemos» de sus dones, de las capacidades con que nos ha equi­pado.

El hijo que tiene fe siempre depende del Padre, incluso cuando sa­le del apuro sin necesidad de tirar de la señal de alarma, y en los ca­sos en los que consigue hacer los deberes solo.

Y el Padre interviene también cuando nos da ánimo y voluntad para que encontremos la solución del problema.

Tener confianza no significa dar órdenes a Dios

Así pues, el Padre no necesita ser informado, porque «sabe de an­temano...».

Y mucho menos recibe nuestras órdenes. La gran tentación del hombre es siempre la de trastocar los pape­

les, usurpar el puesto de Dio. Escuchando el contenido y el tono de ciertas oraciones, da la im­

presión de que el recitante se cree que domina y domestica a Dios, que lo tiene, secuestrado, en sus dependencias.

Cuando el hombre tiene la pretensión de hipotecar a Dios, de con­fiscarlo, de «tenerlo», su mano no alcanza a Dios sino a un ídolo. El pecado del paganismo con frecuencia está revestido de religiosidad. Por eso lo primeros cristianos eran acusados de no ser «religiosos».

Dios es cercano. Dios es alguien con el que se puede contar. Pero no está a nuestra disposición. No está a nuestro alcance.

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72 Las formas «clásicas» de la oración

Hemos de evitar invertir los papeles. Nosotros somos los que, en la oración, nos ponemos a disposición de Dios.

Cuando rezamos, nos abrimos, nos hacemos disponibles a su ac­ción.

El estilo de ciertas oraciones revela desgraciadamente la preten­sión de asignar a Dios determinadas «tareas», fijando incluso modos y tiempos, imponiendo plazos.

Lo opuesto a la confianza no es sólo la ansiedad, el afán, sino tam­bién la pretendosidad. O, si se quiere, la petulancia.

El tono y el contenido de algunas oraciones —incluso de esas lla­madas «espontaneas», «libres», que se escuchan a veces en las asam­bleas litúrgicas— revelan la pretensión de «instruir» a Dios, explicarle al detalle qué y cómo debe hacer, sugerirle la solución tanto de los problemas personales como de los que se refieren a la Iglesia o al mundo entero.

Algunas «invocaciones» parecen más bien «órdenes de servicio», cuando no se asemejan a una «nota de compras».

Oración «inspirada»

«...El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que inter­cede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que exa­mina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad» (Rom 8, 26-27).

Aquí se mueven precisas acusaciones en el campo de la oración. Y precisamente en ese sector específico que es la oración de petición, en el que todos nos consideramos un poco especialistas.

Pero ¿qué viene a decirnos Pablo? Cuando oramos, lo hacemos casi siempre porque tenemos peticio­

nes concretas que someter a la atención del Señor. La oración de súplica, en nuestro panorama religioso, degraciada-

mente, quita espacio a otros tipos de oración, que también deberían practicarse: alabanza, bendición, acción de gracias, adoración, ofreci­miento, contemplación.

El hecho es que tenemos muchas, demasiadas cosas que pedir. Las necesidades son innumerables. Además de las ordinarias, están los im­previstos, los incidentes desagradables que previamente no se pueden tener en cuenta, las desgracias, las emergencias. De la salud a la es­cuela, pasando por los problemas económicos y familiares, la lista de las «gracias» por las que llamar a la puerta del Señor aumenta cada día más.

Pedir más allá de nuestros deseos 73

Y él no siempre (al menos así lo pensamos nosotros... en voz ba­ja) está dispuesto a oír como sería deseable, por lo que siempre que­dan estancadas muchas cosas pendientes atrasadas que nos obligan, muy a pesar nuestro, a urgir.

Y Pablo nos echa en cara que «no sabemos orar como es debido». Probablemente, cuando escribía a los cristianos de Roma, no se

practicaban aún ciertas formas devocionales, y los creyentes aún no habían descubierto los lugares aptos, las modalidades idóneas y los ministerios competentes para presentar las peticiones.

Basta oír hoy algunas «oraciones comunes». Completas, martillean­tes, definitivas, provistas de minuciosa documentación, hasta un poco presuntuosas, no rara vez indiscretas, excesivas en cuanto al tono, me atrevería a decir que hasta descaradas. Todo se especifica de una ma­nera pormenorizada. Puesto que las cosas están así y así, desde el mo­mento en que... y porque la única solución es ésa de... entonces Dios está obligado a escucharme ateniéndose escrupulosamente a nuestras informaciones e instrucciones.

En el fondo, le facilitamos la tarea. La fórmula ya la hemos cum­plimentado nosotros, en cada parte, sin olvidar nada. A él sólo le que­da ponernos la firma y el sello: «se proceda al cobro».

Lo malo es que «nosotros no sabemos orar como es debido». Sin el Espíritu, que ora dentro de nosotros «con gemidos inefa­

bles», nuestras súplicas no llegarían jamás al Padre. Es más, y dicho más radicalmente, la oración sería imposible.

Conoce nuestras necesidades, pero con frecuencia no las «reconoce»

Tres observaciones. Ante todo, no es que el Espíritu tenga función de «tasador», que

desarrolle una acción de filtro o de racionamiento, porque nosotros exageremos, pretendamos demasiado, abusemos de la generosidad del Señor.

Puede ser precisamente al contrario. Nuestra oración con mucha frecuencia hace cálculos excesivamente mezquinos. Está proporcionada a nuestras posibilidades, más que a las posibilidades de Dios, «señor de lo imposible».

Sobre todo: nuestra oración no siempre consigue dar cuenta de nuestras verdaderas necesidades. No caemos en la cuenta de las cosas esenciales que nos faltan.

Por eso, el Espíritu más que «moderador», es «instigador». Nos incita, nos anima a exagerar, a pedir siempre más. Y como nosotros nos mostramos excesivamente tímidos y prudentes, provee él a reivin­dicar lo que nos corresponde como a hijos.

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74 Las formas «clásicas» de la oración

Segundo. Frente a un obstáculo, una dificultad, un tropiezo cual­quiera, habitualmente exigimos que Dios provea, allanando el terreno, quitando de en medio aquellas realidades desagradables.

Sin embargo, no caemos en la cuenta de que «es conveniente pe­dir» que el Señor nos dé el coraje, la inteligencia, la fantasía para afrontar esa situación. Nos haga entender que la solución depende de nosotros.

Finalmente. La tarea del Espíritu no es «apoyar» nuestras peticio­nes, asegurarnos un éxito favorable, en breve tiempo, de nuestra ora­ción. No, el Espíritu debe «inspirar» nuestra oración, nuestras peticio­nes, no simplemente hacerlas propias, recomendarlas autorizadamente.

Nosotros somos quienes tenemos que entrar en la perspectiva del Espíritu, y no viceversa.

Creo que el equívoco de muchas implicaciones del Espíritu, inclu­so en ocasiones solemnes, es precisamente éste: se querría que el Es­píritu nos contentase, que obedeciese a nuestras sugerencias, que se casase con nuestras perspectivas, en vez de fiarnos, de abandonarnos totalmente a sus «gemidos inefables» y al juego imprevisible.

Invocamos al Espíritu para que nos lleve allí donde hemos estable­cido que tenemos que ir, para que se manifieste libremente... según las elecciones que ya hemos hecho y por las que hemos bregado deno­dadamente con todos los medios (incluso con esos menos limpios...).

Al menos tendríamos que sospechar que si Dios nos escuchase según nuestros gustos y no según los deseos del Espíritu, según nues­tros proyectos y no según sus designios, tendríamos más las de perder que las de ganar.

En una palabra, cuando se trata de oración, es necesario echarse a un lado, y dar la palabra al Espíritu, resistiendo a la tentación de anularla o corregirla con nuestras peticiones petulantes.

La única manera para no estar insatisfechos por la escucha de las oraciones, es actuar de manera que nuestras peticiones —gracias a las sugerencias del Espíritu— no sean insatisfactorias.

Las oraciones «inconvenientes» son las que están muy por debajo de la esperas de Dios... Son esas en las que el Padre no «reconoce» las necesidades de los hijos.

Sí, el Padre conoce nuestras necesidades. Desgraciadamente no las «reconoce» cuando las expresamos en la oración.

Una oración seguramente escuchada...

Cristo nos ha facilitado garantías precisas acerca de la escucha de nuestras oraciones. Nos ha asegurado que todo lo que pidamos en su nombre, el Padre nos lo concederá:

Pedir más allá de nuestros deseos 75

«Os aseguro que el Padre os concederá todo lo que pidáis en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa» (Jn 16, 23-24; cf. también Jn 14, 13-14; 15, 16).

Entonces ¿cómo es que muchas peticiones nuestras no son atendi­das?

Con frecuencia muchos de nosotros refunfuñamos porque Dios no nos escucha, no presta atención a nuestras súplicas, ni siquiera a las presentadas con carácter de urgencia o con válidos documentos de apoyo, defrauda nuestra esperanza, nos somete a interminables antesa­las y después nos despide con las manos vacías...

¿Cómo conciliar la seguridad de la escucha, certificada por las pa­labras mismas de Jesús, con la experiencia negativa que hemos acu­mulado al respecto?

...Pero no siempre como queremos nosotros

Un texto de la Carta a los hebreos puede ayudar a desenredarse de este embrollo y a entender algo. Es una frase que parece contradic­toria:

«El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó ora­ciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía sal­varlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque era hijo aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer...» (5, 7-8).

Jesús no ha podido evitar la pasión y la muerte, realidades que lo preocupaban profundamente. Y, sin embargo, se afirma que fue escu­chado.

Por una parte se defiende que Dios se pliega a la voluntad del Hijo (por su actitud reverente), porque escucha su oración angustiada.

Por otra se declara, al contrario, que Cristo se sometió «dolorosa-mente» a la voluntad del Padre.

¿Cómo compaginar estas dos afirmaciones? A. Vanhoye —uno de los más acreditados intérpretes de este tex­

to— dice que leyéndolo bien, ha habido una transformación de la pe­tición en el curso de la oración. Así es como se manifiesta su dina­mismo, lleno de vida.

Jesús, asaltado por la angustia de la muerte que le acecha, siente el deseo instintivo de escapar de ella. Y presenta, desahoga ante Dios este impulso en una oración dramática, en una súplica intensa.

Sin embargo, esta oración, empapada por un sentido de gran «pie­dad» y, por consiguiente, de respeto profundo ante Dios, no tiene pre­tensión alguna de imponer una solución ya fijada de antemano.

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76 Las formas «clásicas» de la oración

«El que ora se prohibe a sí mismo decidir por sí solo y liberarse a sí mismo. Se abre a la acción de Dios y consiente en la relación interpersonal. Se somete por ello a una fuerza de atracción que, no sin una lucha dolorosa, realiza en él una transformación. El objeto de la oración resulta entonces secundario. Lo que importa ante todo es la relación con Dios»'.

Jesús implora la liberación, precisando sin embargo: «...Pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39).

Lo que inicialmente parecía una simple cláusula adicional, una concesión extrema respecto a la petición de fondo («pase de mí esta copa de amargura»), se convierte en la petición principal: «Hágase tu voluntad» (Mt 26, 42).

Así es como la oración transforma el deseo, que se va modelando sobre la voluntad de Padre, sea cual sea. En efecto, quien ora aspira, ante todo, a la unión de las dos voluntades en el amor. Se comprende entonces por qué el autor de la 'carta' llama a la oración una ofrenda.

El mismo comentarista termina: «No por ello, sin embargo, se re­chaza la aspiración inicial, sino que más bien se mantiene en su sen­tido más profundo. Jesús no renuncia a pedir la victoria sobre la muerte, sino que se pone por completo en las manos de Dios para que sea él quien escoja el camino a seguir»2.

La oración de Cristo fue escuchada con la victoria sobre la muer­te, que se ha logrado pasando a través de la muerte, no esquivándola.

Por eso es absurdo impartir disposiciones a Dios en la oración. Dios nos oye ciertamente. Pero «a su manera». O sea, según su ge­

nerosidad infinita de Padre, no «a nuestra manera», que siempre es reductiva respecto a los proyectos divinos.

Es ventajoso para nosotros que Dios no nos tome literalmente la palabra.

La oración escuchada es la oración que transforma, que nos hace entrar en el proyecto de Dios, nos inserta en su acción.

Personalmente prefiero un Dios que me sorprende, a un Dios que me «contenta».

Aceptar que la petición sea traducida

«Cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Os concederé todo lo que pi­dáis en mi nombre» (Jn 14, 13-14).

Adrianne von Speyr tiene una página bellísima como comentario a este texto3. Me permito citarla libremente.

1. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, Salamanca 21992, 141. 2. Ibid. 3. A. von Speyr, lean, le discours d'adieu, París 1982, 142-143.

Pedir más allá de nuestros deseos 77

La expresión «en mi nombre» puede tener distintos matices. Aquí se podría verter, en cuanto al significado, por «en unión conmigo», «unidos a mí», «en comunión conmigo». La referencia puede ser tam­bién —como en Jn 1, 51— a la escala de Jacob. El cielo permanece­rá abierto, y ya no se interrumpirá la comunicación entre Dios y los hombres, y el «lugar» de esta comunicación es Jesús.

Hay que advertir que todos los verbos están en plural, por lo que se trata de la oración de la comunidad. Y, se podría añadir: también las exigencias de un individuo particular, que toda la comunidad hace suyas.

Pero pedir «en su nombre» significa también «en su espíritu». Se trata de permitir que él preste su espíritu a nuestras peticiones, las tra­duzca según sus intenciones. Entonces la petición la realiza él.

Hay que desaparecer, remitirse a él, dejar que él entienda e inter­prete nuestras peticiones mejor de lo que podemos comprender noso­tros.

En ese caso, el cumplimiento casi nunca será el que nosotros he­mos establecido, pretendido y esperado.

El cumplimiento, a veces, corresponderá a nuestras intenciones, pero con frecuencia será «totalmente distinto», irreconocible respec­to a nuestras esperas.

¡Por eso, pedir en el nombre del Hijo significa ser escuchados en su nombre, y a su manera!

La respuesta de Dios es cierta, infalible. Y es más grande de lo que hemos pedido, aunque aparentemente no hayamos obtenido lo que hemos pedido.

Los deseos malos, son los deseos pequeños

Amigo lector, si me lo permites, como conclusión de estas consi­deraciones sobre la oración de petición, quisiera decirte algo en tono fraterno —espero que no te suene a «paternalista» —que resuma un poco lo que he intentado explicar en las páginas anteriores.

No te fíes de tus impaciencias. Y tampoco de tus deseos. Dios no anhela otra cosa que escucharte en la oración. Pero no quiere oír tus deseos minúsculos, insuficientes, limitados

mezquinos, torcidos. Dios desea escucharte. Pero no puede desear siempre lo que tú de­

seas. Y he ahí entonces que te regala el Espíritu, no sólo para poner

remedio a la extrema debilidad de tu oración, sino para salir al en­cuentro de la debilidad, de la fragilidad, de la inconsistencia de tus deseos.

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78 Las formas «clásicas» de la oración

Hemos de admitir: «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaque­za». Y no lo hace suavemente, sino «con gemidos inefables».

Dios no puede resistir, ser indiferente frente a esta súplica intensa y hasta dramática.

El «examina los corazones». Y con mucha frecuencia se encuentra con una realidad frustrante, con aspiraciones raquíticas, con proyectos ridículos.

Sin embargo, en lo profundo de nuestros corazones, está el Espíri­tu. Y entonces Dios «conoce el sentir de ese Espíritu». Y también no­sotros hemos de saber que ciertamente es lo más ventajoso para noso­tros.

No es que Dios no se fíe de nosotros, que no nos dé su confianza. No se fía de nuestra falta de confianza. No se nos envía el Espíritu como «moderador», tasador, reductor

prudente de las peticiones. Sino como intérprete esforzado de las exi­gencias y de los sueños más audaces y hasta imposibles.

Nosotros, en efecto, pedimos demasiado poco y mal. Dios sueña «cosas grandes», «cosas estupendas», y hasta «cosas

imposibles» para sus hijos. Dios está desilusionado no sólo de lo que hacemos por él, sino

también de lo que no le permitimos hacer por nosotros.

ORACIÓN DE INTERCESIÓN

El coraje de ponerse en medio

Terminología

La palabra intercesión tiene su historia, que nos ayuda a compren­der el significado de este tipo particular de oración.

El verbo latino intercederé significa, al pie de la letra, cederé (an­dar, pasar) e inter (a través). O sea: interponerse, mediar, ponerse en medio, intervenir a favor de alguien, incluso a veces oponiéndose a otro.

En griego tenemos entunjanein, usado por Pablo para indicar la intervención actual de Cristo y del Espíritu en favor nuestro (Rom 8, 34; 8, 27; cf. también Heb 7, 24-25). El verbo, en esta lengua, signifi­ca encontrarse con alguno, obtener una audiencia, un coloquio, y des­pués solicitar una intervención de gracia, hablar en favor de alguien, defendiendo su causa.

La Vulgata lo traduce por interpellare, que no significa, como hoy se entiende, plantear una pregunta para aclarar un punto, o también obligar a alguno a justificarse, sino que quiere decir literalmente «in­terrumpir bruscamente un discurso», impedir el desarrollo de un dise­ño, objetar, estorbar. Pero también: dirigirse insistentemente a alguien con preguntas, oraciones, súplicas. O incluso: importunar, asediar.

Hay que tener presente que, en el imperio romano, un alto funcio­nario tenía derecho a oponerse a una medida adoptada unilateralmente por un colega suyo o por cierta asamblea. Un cónsul, por ejemplo, podía ejercitar una especie de derecho de veto contra otro cónsul a él asociado.

El vocablo, sucesivamente, vino a significar, genéricamente, la oración por los otros.

Posiciones

Refiriéndonos, en particular, a algunas páginas del antiguo testa­mento, podemos obtener algunas imágenes de la oración de interce­sión:

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80 Las formas «clásicas» de la oración

—En pie, con los brazos levantados, con las palmas vueltas hacia lo alto. Súplica y, al mismo tiempo, decisión extrema de asumir el castigo.

—Postrados en tierra. Sentido de humildad, pero también —como en la postura precedente— determinación a ponerse en medio para detener el castigo. Un ejemplo actual lo facilitan ciertas formas de protesta como esa en que grupos de personas se echan sobre los railes del tren.

Tomemos dos escenas particulares. En Núm 16, con ocasión de la rebelión de Coré, Datan y Abirán, que desencadena el castigo indis­criminado de Dios contra todo el pueblo, Moisés y Aarón se postran rostro a tierra, invocan al Señor con un gran sentido de humildad, pe­ro al mismo tiempo forman como una barrera protectora.

La otra escena a que podemos referirnos está descrita en Núm 20. El pueblo protesta por la falta de agua, desencadenando la cólera del Señor.

Moisés y Aarón se apartan de la comunidad y se dirigen a la puer­ta de la tienda del encuentro, cayendo después rostro a tierra.

Detalle significativo: los intercesores se apartan de la comunidad. Pero este alejamiento no indica separación, sino que representa un modo aún más útil de estar cercanos al pueblo.

Cuando se realiza la intimidad con Dios, se está cercano a todos. A veces es necesario —como dice L. Alonso Schókel— saber tomar distancias para estar cercanos espiritualmente y actuar de una manera eficaz.

Figuras de intercesores

Hojeando las páginas del antiguo testamento, podemos recortar dis­tintas figuras de intercesores.

Joel (2, 17) presenta la intercesión como una típica función sacer­dotal. Los sacerdotes son ungidos, consagrados por Dios y encargados de representar al pueblo, de orar por él. Su tarea no es acusar, sino «hablar en su defensa». Satanás es quien, frente al trono de Dios, de­sempeña la función de acusador público... (cf. Ap 12, 10).

Por tanto, podemos decir que todos los miembros del pueblo de Dios, mediante la oración de intercesión, desempeñan un oficio sacer­dotal.

Es sugestiva la postura de Samuel (1 Sam 7, 5-12; 12, 23). Ya ha dimitido. Hay en él una amargura evidente. Pero no se retira lleno de resentimiento. Al contrario, se compromete solemnemente a rogar en favor de su pueblo. ¡De esa gente que no ha seguido sus consejos! Son estupendas sus palabras en esta circunstancia: «Por mi parte, no

El coraje de ponerse en medio 81

pienso pecar contra el Señor dejando de rogar por vosotros y de ense­ñaros el camino recto y bueno».

En los profetas la intercesión aparece ligada estrechamente a su misión y, paradójicamente, al fracaso de su misión. El pueblo no ha tomado en serio sus palabras, atrayéndose el castigo de Dios. Pero precisamente el profeta, lejos de dar pábulo a su indignación resentida, se opone al castigo a través de una apremiante oración de intercesión.

Jeremías se revela también en esta postura en toda su trágica gran­deza. Dios llega incluso a ordenarle que no interceda más por el pue­blo (7, 16; 11, 14; 14, 11; 37, 3; 42, 2-4). Como si le impusiese: ¡quí­tate de en medio! Mientras estás tú ahí, no puedo golpear...

Jeremías conserva celosamente este recuerdo de su oración: «Re­cuerda cómo estuve ante ti, intercediendo en su favor, para alejar de ellos tu ira» (18, 20).

2 Mac presenta a Jeremías que, incluso después de su muerte, no abandona su papel de intercesor: «Este es el amigo de sus herma­nos...».

Moisés

Dos ejemplos clásicos de oración de intercesión tienen como prota­gonistas a Abrahán y a Moisés.

Hay que releer y saborear el texto de Ex 32, dividido en dos par­tes: 1-14 y 30-35.

El contexto es el del pecado de idolatría cometido por el pueblo con la adoración del becerro de oro.

Un salmo nos ofrece un comentario muy conciso: «Dios pensaba ya en aniquilarlos, pero Moisés, su elegido, se mantuvo ante él, para apartar su furia destructora» (106, 23).

En aquella circunstancia, él diálogo cerrado entre Moisés y Yahvé constituye uno de los momentos más elevados de la oración de todo el antiguo testamento.

Dios dice: «Déjame; voy a desahogar mi furor contra ellos...». Comenta con mucha agudeza L. Alonso Schókel: Dios dice «déja­

me...». Pero, por lo bajo, parece instar: «No me dejes... Espero que no me dejes... Dejo en tus manos la decisión».

Algo así como lo que sucede en ciertas peleas: «Deja que lo ma­te...». Y, muchas veces, hay que interpretarlo: «Sujétame».

Yahvé, entre otras cosas, pretende quitar de en medio a Moisés. Pero él no acepta separar su suerte de la del pueblo, y así ata las ma­nos a Dios, tomando sobre sí el riesgo máximo:

«Te ruego que perdones su pecado; si no lo haces bórrame del libro donde tienes inscritos a los tuyos».

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82 Las formas «clásicas» de la oración

Es una especie de chantaje, en el que Moisés incluso se juega su vida...

Moisés no acepta una salvación individual. Pretende compartir la suerte de su gente. Rechaza ser un privilegiado, presentándose como «corresponsable».

Es también significativa la postura, que encontramos en el capítulo 34, en donde se presenta una oración que puede considerarse como una variante de la anterior:

«Inmediatamente, Moisés cayó rostro a tierra y le dijo: ...Aunque éste sea un pueblo obcecado, perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos como heredad tuya» (34, 8-9).

Hay que notar la brusca desviación gramatical. No dice: «Es un pueblo obcecado, pero tú perdona su culpa y su pecado». Sino: «Es un pueblo obcecado, pero perdona nuestra iniquidad...».

Moisés se pone en medio, se hace incluso solidario con el pecado del pueblo (ese pecado que él, personalmente, no ha cometido). Se hace pecador con los pecadores. No recita la parte del justo, del bue­no, del inocente, que ruega por los delitos de los demás, como sucede en ciertas oraciones llamadas abusivamente «de intercesión».

Abrahán

La escena descrita en el capítulo 18 del Génesis es una de esas que permanece clavada en la memoria.

Se trata de un estupendo «regateo» entre Abrahán y Dios. El trato se desarrolla entre el cielo y la tierra. Por parte de Abra­

hán es una verdadera «lucha», llevada con insistencia, coraje, confian­za.

El patriarca, después de una extenuante discusión durante la cual, progresivamente, y haciendo un inventario más realista de la «mercan­cía» a disposición, se ve obligado a reducir sensiblemente su oferta, y no acaba echando en el platillo de la balanza ni siquiera los (hipoté­ticos) «diez justos», a cambio de la salvación de Sodoma y Gomorra.

Dios se deja convencer y acepta esa cifra un poco ajustada. El pre­cio que el hombre puede pagar siempre es infinitamente desproporcio­nado por defecto... Pero la cobertura se asegura, además de por la generosidad de Dios, por la fe no por el mérito.

Fijemos algunos elementos peculiares de esta estupenda oración de intercesión:

a) Abrahán no se dirige a Dios de igual a igual. No tiene ni razo­nes ni derechos que alegar. No pretende razonar o discutir con su Señor. Se reconoce «polvo y ceniza».

El coraje de ponerse en medio 83

Su lenguaje se caracteriza por la modestia, por la emoción, hasta por la angustia. Tiene «el corazón agitado», como dice Lutero.

Sin embargo —lo subraya Gerhard von Rad—, según se desarrolla el diálogo y según Dios reduce cada vez más sus exigencias, y Abra­hán descubre que se encuentra frente a una «justicia» dispuesta a con­ceder espacio al perdón, el hombre se va haciendo más atrevido, por lo que se decide a insistir más.

Su esperanza y su audacia crecen cuanto más se encuentra con la gracia benévola de Yahvé, y cuanto más descubre que en Dios «la voluntad de salvar prevalece sobre la de castigar».

b) En el preciso y dramático diálogo-debate, no resulta que Abra­hán se coloque entre los diez «justos».

Es verdad que él es un forastero. Pero no se engaña creyendo que su inocencia puede socorrer a las ciudades «enemigas», amenazadas por la tremenda cólera divina.

En la negociación con Yahvé hace valer el peso, no de sus virtu­des, sino de su ser «polvo y ceniza». En una perspectiva cristiana, nosotros podemos añadir el peso, determinante, del ser hijos. Hijos no necesariamente mejores que los demás hermanos.

Es la fe, no la inocencia, la que da a Abrahán el valor para hablar con su Señor.

Está permitido orar por los otros, interceder por los pecadores, só­lo si, rechazando una postura de superioridad, uno se solidariza con ellos.

Observaciones finales

Para terminar, intentemos fijar algunos puntos clave. Necesaria­mente debemos contentarnos con indicios apenas esbozados, que exi­gen un desarrollo ulterior por parte de quien lee e intenta también profundizar.

1. Posturas de fondo: Para que la oración de intercesión sea au­téntica, es necesario que el orante adopte y exprese posturas de fon­do esenciales:

—Conciencia de una función «sacerdotal» de mediación. —Sentido de solidaridad con alguien. Es importante decir, con

convicción: nosotros, pecadores. —Coraje y humildad, al mismo tiempo. Es necesario estar equipa­

dos de una humildad audaz y de una audacia humilde.

2. Importancia del «¿quién sabe?», o sea, las «extravagancias» de Dios: Ante todo aconsejo leer algunos textos, en los que aparecen dos expresiones características: «¿quién sabe?» y «tal vez...». Son

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84 Las formas «clásicas» de la oración

estos: Jon 1, 6; 3, 9; Jl 2, 14; Am 5, 15; Tob 13, 8; Jer 21, 2; 51, 8; 26, 3; 36, 3-7.

El «quién sabe» es más seguro, me atrevería a decir infalible, que todas nuestras razonables y fundadas previsiones, nuestros esquemas, nuestras fórmulas teológicas.

La regla de Dios es la excepción. Con el «tal vez», «puede ser», «¿quién sabe?», el futuro queda

abierto a la gracia y a las sorpresas inauditas del amor de Dios «rico en misericordia».

Otra historia, imposible, se hace posible gracias al «tal vez». La oración de intercesión nace solamente si uno está dotado de

la fantasía del amor. Sí, porque hace falta un poco de fantasía y de imaginación para introducir el «¿quién sabe?» en la irrevocabilidad de las sentencias y de las condenas. Jonás, por ejemplo, no tuvo esta fantasía (ni deseaba tenerla), los ninivitas sí.

Se trata de una especie de desafío que roza la temeridad. Se trata también de alimentar una sospecha: que no todo se haya

dicho en el oráculo, que no todo esté fijado «por los astros». Contra los automatismos inexorables de las certezas, es necesario

introducir el granito de arena de la duda, que hace chirriar los meca­nismos bien untados y funcionando perfectamente según una lógica rigurosa, y tanto más rigurosa cuanto más fundada está en argumentos religiosos «indiscutibles».

Y después, siguiendo aún con el caso clamoroso del que fue prota­gonista Jonás, el «tal vez» de los ninivitas corresponde al deseo secre­to de Dios. Siempre está sobrentendido de parte de Dios un «al menos que...».

El «tal vez» nos introduce en la imprevisibilidad divina. Se podría hablar incluso de extravagancia de Dios1. Abriendo el diccionario, encontramos: «extravagante», o sea, «lo

que se hace o dice fuera del orden o común modo de obrar», «raro, extraño, desacostumbrado...», de «extra vagare...».

Y entonces hay que fijar una anotación fundamental: al determinis-mo de los astros, la Biblia no opone un determinismo profetice El hombre, como dice L. Alonso Schokel, no es un cliché, sino un «ge­rundio», o sea, un ser en devenir, una posibilidad.

3. Servicio de la esperanza: La oración de intercesión es vista como el paso abierto por la esperanza, a través de los agujeros de la cruz de Cristo...

1. Extravagante es una palabra sacada del lenguaje jurídico. En la edición de 1500 del Corpus Iuris Canonici de los libreros parisinos U. Gering y B. Rembolt, el jurista J. Chappuis añadió a las tres colecciones oficiales otras dos. Una de ellas llevaba el título de Extravagantes loannis XII.

El coraje de ponerse en medio 85

La oración de intercesión asegura el servicio de la esperanza, y se opone a todas las visiones apocalípticas y catastrofistas que domi­nan también alguna espiritualidad (sería mejor decir devocionalismo) de nuestro tiempo, y que se presentan con un ensañamiento y una no disimulada complacencia, que por lo menos las hacen sospechosas.

4. Servicio de la caridad: La oración de intercesión se convierte en la forma más eficaz del servicio de la caridad.

Con más precisión, asume la dimensión de un amor universal, que puede alcanzar a cualquiera. Con las obras de caridad yo no logro al­canzar a todos los desdichados, los pobres, los enfermos, los abando­nados... Sin embargo, con la oración de intercesión mi amor se dilata a la medida del mundo.

5. Servicio de la memoria: Aclaremos el asunto: con la oración de intercesión, nosotros no refrescamos la memoria de Dios, ni llama­mos su atención sobre alguna necesidad concreta. En todo caso es él quien nos recuerda nuestras responsabilidades frente a la humanidad entera, y nos solicita para que intervengamos con mayor puntualidad y coraje en la misma dirección hacia la que se inclina irresistiblemen­te su corazón.

En cierto sentido, Dios nos da poder sobre el mundo. No para do­minarlo, o «aterrorizarlo», sino para «salvarlo» de la catástrofe.

Ser responsables del mundo, significa asumir el compromiso con un amor más fuerte que todas las infamias, y recibir de Dios esta capacidad.

6. Cómplices de la misericordia de Dios: A través de la oración de intercesión, el Señor nos asocia no sólo a su poder, sino sobre to­do a su misericordia. Nos da la posibilidad de ser generosos, magnáni­mos como él.

7. Protagonistas de la historia: Gracias a la oración de intercesión nosotros, junto a Dios, que sigue siendo el protagonista único, cons­truimos, rehacemos y escribimos otra historia. Aunque sea de una manera escondida, invisible, «subterránea».

8. Salvados los dos (y más...): La oración de intercesión no está sólo en función de la salvación ajena, sino también de la del mismo orante. Son (al menos) dos los salvados.

Yo incluso aventuraría la sospecha de que la oración de intercesión no es tanto un favor que nosotros hacemos a los otros, sino un don sumo que Dios nos ofrece para salvarnos, para hacernos un poco más buenos, para dilatar nuestro corazón a la medida de su amor.

9. Y, después, todo queda por hacer: Naturalmente, hemos de con­vencernos de que, después de haber rogado por los demás, no hemos agotado nuestro deber. Queda mucho por hacer: una visita, una carta, una llamada telefónica, una flor, un regalo, un poco de atención...

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86 Las formas «clásicas» de la oración

La oración lo puede todo, pero no es todo. La misma oración de intercesión no es «conclusiva», sino «intro­

ductiva». Nos introduce, nos empuja hacia otras intervenciones, esta vez desde abajo... a abajo.

10. Intercesión de Cristo: Numerosos textos del nuevo testamen­to nos presentan a Cristo que, sentado a la derecha del Padre, desem­peña el papel de gran intercesor en favor nuestro. Estos son los prin­cipales: Jn 17, 20; Le 22, 32; Le 23, 34; Rom 8, 34; 1 Jn 2, 1; Heb 7, 24-25; 9, 24. En estos dos últimos textos, el papel de intercesor de Cristo está de tal manera ligado al sacrificio de la cruz, que coincide con su presencia junto al Padre y el ofrecimiento eterno que ha hecho de su sangre.

11. Intercesión del Espíritu: Nos lo recuerda san Pablo: «El Espíri­tu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad» (Rom 8, 26-27).

12. Intercesión de la Virgen: La Lumen gentium (cap. VII, n. 62), después de haber afirmado el papel «único» e insustituible de Cristo como mediador, subraya la función salvífica subordinada de María. Se recuerdan los títulos con los que se la invoca: Abogada, Auxilia­dora, Socorro, Mediadora.

Ella ha estado unida a Cristo más que nadie. Pero su cercanía no está sólo en relación al Hijo, sino a los hijos...

13. Intercesión de los santos: Es la más poderosa y eficaz, a causa de la cualidad y fuerza de su fe y de la intensidad de su amor.

La intercesión de los santos se desarrolla también después de la muerte.

Han alcanzado la patria. Pero no llegan a separarse de la tierra. Es típica, a este respecto, la postura de Teresa de Lisieux: «Si mis deseos son escuchados, transcurriré mi cielo sobre la tierra

hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Esto no es

imposible; en efecto, incluso en el seno de la visión beatífica, los án­geles velan sobre nosotros. No, no podré tomarme descanso alguno hasta el fin del mundo y mientras existan almas que salvar.

Solamente cuando el ángel diga: 'El tiempo ha llegado a su fin' (Ap 10, 6), entonces descansaré, podré gozar, porque el número de los elegidos estará completo y todos habrán entrado en la gloria del reposo.

Mi corazón se estremece con este pensamiento» (Novissima verba, Lisieux 1926, 81-82).

El coraje de ponerse en medio 87

14. La intercesión de la Iglesia: Recordamos el fundamento teoló­gico: la comunión de los santos, el cuerpo místico de Cristo.

Sobre todo en la liturgia la Iglesia ejercita esta función de interce­sión.

15. Atentos a no «rezar contra»: Una observación última de carác­ter práctico.

Es oportuno recordar siempre que la intercesión es un «rezar por». Pero sucede a veces que el momento de la oración de intercesión

se transforma, por parte de alguno, en ocasión para decir o dejar en­tender algo que no se tiene el coraje de manifestar directamente a la persona o a las personas interesadas.

Así ciertas fórmulas se convierten en predicaciones o en reprimen­das bien dirigidas, o expresan revanchas o incluso venganzas incons­cientes.

No, la oración de intercesión no puede reducirse a «desahogo» de lo que uno tiene dentro contra alguien, a instrumento para hacer enten­der determinadas cosas «a quien nosotros sabemos», a pretexto para impartir lecciones a quien se presente.

La oración de intercesión es verdadera sólo si manifiesta la grande­za de nuestro corazón, no la mezquindad.

Para este capítulo me he inspirado en algunas páginas y citas correspondientes del volumen de Luis Alonso Schokel y Guillermo Gutiérrez, La misión de Moisés. Medita­ciones Bíblicas, Santander 1989, 81-116.

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ORACIÓN DE ARREPENTIMIENTO

La importancia de salvar el corazón

Bienaventurados los que saben que son pecadores

Y existe la oración penitencial. Más concretamente: la oración de quien sabe que es pecador. Es­

to es, del hombre —individuo o colectividad— que se presenta ante Dios reconociendo sus culpas, miserias, faltas. Y todo esto, no en re­lación a un código legal, sino al código —mucho más exigente— del amor.

Si la oración es un diálogo de amor, la oración penitencial es de quien se acusa del pecado por excelencia: el no amor. De quien admi­te que ha traicionado al amor, que ha faltado a un «pacto recíproco».

La oración penitencial —y los salmos nos ofrecen ejemplos ilumi­nadores en este sentido— no desgrana una serie de faltas, de infrac­ciones a las normas de un reglamento, de un texto jurídico, sino que reconoce una falta de fondo. Admite que ha faltado al compromiso de amar.

La oración penitencial no se refiere a las relaciones entre un sub­dito y un soberano, sino a una alianza, o sea, a una relación de amis­tad, a un lazo de amor.

Hoy, desde distintos ambientes, se levantan lamentaciones por el hecho de que se ha perdido el sentido del pecado. Un diagnóstico pre­cipitado. Como es precipitado poner en relación el sentido del peca­do con el sentido de Dios.

Pero el verdadero problema es: ¿qué Dios? ¿El Dios «legislador, o el Dios que ha escrito su ley en el corazón

del hombre (Jer 31, 22), y que espera del hombre una respuesta a su «amor loco», no en el terreno, árido, de la observancia de un código, sino en ese otro, fértil, del amor?

Perder el sentido del amor significa perder también el sentido del pecado.

Y recuperar el sentido del pecado equivale a recuperar la imagen de un Dios que es amor (y recuperar, por consiguiente, la seriedad del amor).

La importancia de salvar el corazón 89

En una palabra, solamente si has comprendido el amor y sus exi­gencias, puedes descubrir tu pecado.

Para descubrir el propio pecado

Dice, con mucha profundidad, A. von Speyr: «Solamente en la infinitud del amor el hombre experimenta de verdad el bien y sólo por eso experimenta también qué es de verdad el mal, qué es de ver­dad el pecado.

Quien conoce el amor sabe también que, confesándose únicamente sobre la base de la ley, no puede hablar de su pecado real. La ley no puede registrar ni expresar su pecado.

Incluso si un hombre verdaderamente ha cometido las varias trans­gresiones que confiesa, la suma de tales transgresiones formuladas jamás se identifica con su pecado ante Dios. La acusación formulada según la ley es una acusación simbólica...».

En referencia a una ley, la oración penitencial me coloca como transgresor ante un Juez que tiene derecho a castigarme.

En referencia al amor, la oración de arrepentimiento me hace to­mar conciencia de que soy un pecador amado por Dios. Y de que es­toy arrepentido en la medida en que estoy dispuesto a amar («¿me amas?», Jn 21, 16).

Dios no está muy interesado por las tonterías —de distintas dimen­siones— que puedo haber cometido. Lo que le interesa es comprobar si soy consciente de la seriedad del amor.

Por eso la oración penitencial implica una confesión triple: —confieso que soy pecador —confieso que Dios me ama y me perdona —confieso que soy «llamado» a amar, que mi vocación es el amor.

Cuando se ha perdido todo, pero queda el corazón...

Un ejemplo estupendo de oración de arrepentimiento «colectivo» es la de Azarías «en medio del fuego» (Dan 3, 26-45).

Quisiera invitar a meditarla y a actualizarla. Por mi parte, me limito a subrayar algunas expresiones: «Nos hemos quedado sin palabras...». Se puede y se debe «gritar» nuestro pecado sin muchas palabras.

Sobre todo evitando «palabras» para denunciar los pecados ajenos. «Por tu nombre te lo pedimos: no nos abandones para siempre,

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90 Las formas «clásicas» de la oración

no rompas tu alianza, no nos retires tu amor». Se invita a Dios a tomar en consideración, para regalarnos el per­

dón, para que «no nos abandone para siempre», no nuestros méritos anteriores, sino únicamente las riquezas insondables de su misericor­dia: «por tu nombre...».

No tengas miramientos de «nuestro» nombre, de «nuestros» títu­los, del puesto que ocupamos. Ten en cuenta, oh Dios, «tu» nombre que es amor.

«No tenemos príncipes, ni jefes, ni profetas; estamos sin holocaustos, sin sacrificios, sin poder hacer ofrendas ni quemar incienso en tu honor...». Hemos perdido todo. Se han derrumbado, una a una, nuestras se­

guridades. Hemos dilapidado todo, derrochado tus dones. Pero nos ha quedado una cosa preciosa: «Tenemos un corazón contrito y humillado; acéptalo como si fuera...». Por suerte hemos salvado el corazón. Y desde ahí todo puede empezar de nuevo. Nos habíamos hecho la ilusión, como el hijo pródigo, de llenarlo

de las algarrobas que comían los cerdos (Le 15, 16). Finalmente he­mos caído en la cuenta de que sólo podemos llenarlo de ti.

Hemos perseguido espejismos. Ahora, después de haber tragado repetidas desilusiones, queremos emprender el camino justo para no morir de sed:

«Ahora queremos seguirte con todo el corazón... y buscar tu rostro». Conversión significa paso de los fantasmas, de la máscara al rostro.

«Dios mío, te doy gracias porque soy como los demás hombres: pecadores...»

Pero un ejemplo simplicísimo de oración penitencial es la ofrecida por el publicano (Le 18, 9-14).

El gesto simplicísimo de golpearse el pecho (cosa no siempre fá­cil, cuando el blanco es «nuestro» pecho y no el de los otros).

Y palabras descarnadas: «Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador».

El fariseo ha llevado ante Dios la lista de sus méritos, de sus pres­taciones virtuosas (¡y costosas!), y hace un discurso solemne (una so­lemnidad que, como sucede con frecuencia, termina en ridículo).

La importancia de salvar el corazón 91

El publicano ni siquiera tiene necesidad de presentar la lista de sus pecados. Se limita a reconocerse pecador.

Ño se atreve a «levantar los ojos al cielo», sino que invita a Dios a que se incline hacia él («ten compasión de mí» se puede traducir por «inclínate hacia mí...»).

La oración del fariseo contiene una expresión increíble: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres...».

El, el fariseo, nunca será capaz de una oración penitencial (como mucho, en la oración confiesa las culpas de los otros, objeto de su desprecio: «...ladrones, injustos, adúlteros»).

La oración de arrepentimiento es posible cuando uno (individuo o colectividad) admite humildemente —¡pero sin morirse de vergüen­za!— que es como los demás, o sea, pecador necesitado de perdón y dispuesto a perdonar (sí, perdonar a quien es pecador como tú, y a lo mejor un poco menos...).

No se llega a descubrir la belleza de la «comunión de los santos» si no se pasa a través de la «comunión de los pecadores».

El fariseo lleva sus méritos «exclusivos» ante Dios. El publicano presenta los pecados «comunes» (los suyos pero tam­

bién los del fariseo, naturalmente sin tener necesidad de acusarlo). «Mi» pecado es el pecado de todos (o que hiere a todos). El pecado de los otros me demanda a nivel de corresponsabílidad. Cuando digo: «Dios mío, ten compasión de mí, que soy un peca­

dor», entiendo implícitamente: «Perdona nuestros pecados».

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ORACIÓN PERSONAL

Cuestión de «secreto»

Una puerta cerrada por el «en cambio»

En el evangelio, la oración personal se coloca en un lugar preciso: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve en lo secreto...» (Mt 6, 6).

El en cambio subraya una postura opuesta a la de los «hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas» (v. 5).

Jesús, en el sermón de la montaña, afirma la validez de algunas expresiones típicas de la religiosidad tradicional (limosna —u «obras buenas» en general—, oración, ayuno), pero reprueba inexorablemen­te cierto modo de practicarlas: exterior, formal, exhibicionista, propa­gandístico. Y les confiere, como elemento de novedad, una dimensión de interioridad, profundidad, autenticidad. Su expresión es: «en lo se­creto».

A propósito de la oración existe la contraposición marcada entre «plaza» y «habitación». O sea, entre ostentación y secreto. Exhibicio­nismo y pudor. Ruido y silencio. Espectáculo y vida. Publicidad y verdad.

La palabra-clave, naturalmente, es la que indica el destinatario de la oración: «tu Padre...».

La oración cristiana está basada en la experiencia-revelación de la paternidad divina y de nuestra filiación.

La relación que hay que establecer, por tanto, es la que existe entre Padre e hijo. O sea, algo familiar, íntimo, simple, espontáneo.

Los «profesionales de la religión», contra los que polemiza Jesús llamándolos «hipócritas», en la oración buscan la admiración de la gente. La práctica religiosa se convierte en un soporte para la ambi­ción, en un pretexto para recabar honores y popularidad (la sociedad de aquel tiempo estaba muy lejos de ser secularizada, y para hacer carrera un título decisivo era el de la práctica religiosa).

Pero si, en la oración, pretendes las miradas de los demás, no pue­des pretender al mismo tiempo llamar la atención de Dios hacia ti. El Padre, «que está en lo secreto», no tiene nada que hacer con una

Cuestión de «secreto» 93

oración destinada al público, ofrecida en espectáculo devoto, edifi­cante.

Lo que cuenta es la relación con el Padre, el contacto que se esta­blece con él.

La oración es «verdadera» solamente si logra «cerrar la puerta», o sea, dejar fuera cualquier otra preocupación que no sea la de encon­trar a Dios.

El amor —y la oración o es un diálogo de amor o no es nada— tiene que ser rescatado de la superficialidad, custodiado en «lo secre­to», sustraído a las miradas indiscretas, protegido de la curiosidad.

...Y alguien inventó la celda

Jesús sugiere retirarse a la «habitación» (tameion), como lugar se­guro para la oración personal de los «hijos».

El tameion era el local de la casa inaccesible a los extraños, cuarto trastero subterráneo, refugio, cuchitril donde se guarda el tesoro, o simplemente bodega.

Es oportuno recordar cómo los monjes antiguos tomaron al pie de la letra esta recomendación del Maestro. E inventaron la celda, insti­tución puramente monástica, que antes de ser lugar en donde se traba­jaba y se dormía, era esencialmente oratorio, o sea, lugar de la ora­ción individual.

Se dan dos etimologías igualmente significativas del vocablo crea­do por el monaquismo.

Algunos hacen derivar celda de coelum. O sea, el ambiente donde uno ora es una especie de cielo traído aquí abajo, un anticipo y un aprendizaje de la felicidad eterna.

Nosotros, no sólo estamos destinados al cielo, sino que no pode­mos vivir sin cielo. La tierra se hace habitable para el hombre sola­mente cuando recorta y acoge al menos un trozo de cielo. El gris oscuro de nuestra existencia de aquí abajo puede rescatarse por regula­res «trasfusiones» de azul. La oración, precisamente.

Otros afirman: celda está en relación con el verbo celare (escon­der), o sea, es el lugar de la oración escondida, que no busca la exhi­bición pública, sino únicamente la atención del Padre.

Las realidades más preciosas maduran y se conservan en un espa­cio oscuro, vigilado, no profanado por la luz de la exterioridad.

Entendámonos, Jesús, cuando habla del tameion, no propone una oración bajo el signo del intimismo, de un individualismo complacido y exasperado. «Tu Padre» es «tuyo» solamente si es de todos, si se hace Padre «nuestro».

No hay que confundir la soledad con el aislamiento.

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94 Las formas «clásicas» de la oración

La soledad resulta, necesariamente, comunional. Quien se refugia en el tameion, encuentra al Padre, pero también

a los hermanos. El tameion te protege del público, no del prójimo. Te defiende de la admiración, no de la solidaridad. El tameion te saca de la plaza, pero te pone en el centro del mun­

do.

Quitarse la máscara

Una observación de fondo. Para nosotros el peligro no es tanto, como para los hipócritas, ata­

cados por Jesús, el de una oración ostentosa en la plaza (es raro, des­graciadamente, ver a un cristiano en un restaurante bendiciendo la me­sa...).

Nuestro riesgo es más bien el de una vida convertida en espectá­culo. Recitamos una parte. Interpretamos un papel asignado y «vigi­lado» por los otros, y grato al público. Nos entregamos a los ritos de la apariencia, de la futilidad.

Es difícil seguir siendo nosotros mismos, ser verdaderos, en la «plaza».

En la plaza nos convertimos en «todos». En las relaciones con los otros la comunicación, con mucha fre­

cuencia, se hace mediante la máscara, no a través de nuestro auténti­co rostro, con la palabrería más que con la palabra.

Las convenciones, las etiquetas, los varios condicionamientos, los objetivos que intentamos perseguir, nos hacen, si no precisamente «hipócritas», ciertamente no auténticos. Distintos respecto a la imagen original. Rehenes de los juicios ajenos.

En vez de la vida, el funcionamiento, la recitación. He ahí entonces que la celda nos salva de la deformación inevita­

ble que padecemos en la plaza. El comprometido «cara a cara» con Dios, en la oración personal,

nos obliga a quitarnos la máscara, a despojarnos de las apariencias, a limpiarnos de los barnices e incrustaciones, a reencontrar la desnu­dez y la verdad de nuestro ser.

«...El sabía muy bien lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25). Se pue­de traducir: «...lo que el hombre lleva dentro».

En la plaza, en la sinagoga, puedes llevar la máscara de las pala­bras vacías.

Pero para orar debes caer en la cuenta de que él ve lo que llevas «dentro».

Cuestión de «secreto» 95

Por tanto ha llegado el momento de cerrar con cuidado la puerta y aceptar esa mirada en profundidad, ese diálogo esencial, que te re­vela a ti mismo.

Un joven monje se dirigió a un «anciano» porque estaba afligido por un problema angustioso. Y oyó que le decía:

—Vuelve a tu celda y ahí encontrarás lo que buscas fuera. ¿Cuándo nos convenceremos de que nuestro verdadero rostro lo

perdemos «fuera», en la plaza, en el teatro, pero tenemos la posibili­dad de reencontrarlo, frente al del Padre, únicamente en el secreto de la celda?

Pero atentos para cerrar la puerta. Para que no haya lugar a que se introduzca a hurtadillas el rostro postizo, prestado, para uso públi­co. Para que las palabras no vengan a molestar a la Palabra...

Orar, voz del verbo «apartarse». Y necesidad de «encontrar», no dejando entrar...

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ORACIÓN COMUNITARIA

Hay necesidad de «acuerdo»

¿Los otros no tienen nada que ver?

No es raro encontrar cristianos que dicen: «No siento en absoluto necesidad de ir a la iglesia para rezar. Además ¿para qué? Prefiero arreglármelas solo, tú a tú con Dios. Los demás no tienen nada que ver...».

Y, sin embargo, por suerte, tienen que ver. El creyente vive necesariamente su experiencia de fe en un tejido

comunitario. Ser cristiano significa formar parte de un pueblo, pertenecer a una

familia. Con el bautismo soy insertado en la Iglesia que es, precisamente,

una «comunidad orante». Todavía no he dado nada, no he hecho nada. Y, sin embargo, recibo inmediatamente. Antes aún de que llegue a ser consciente, vivo, participo de la ora­

ción de los otros. Me alimento, crezco, me desarrollo, gracias a la ora­ción de la comunidad.

Soy, ante todo, don, fruto de la oración ajena. Como afirma con razón A. von Speyr, el bautizado «es un produc­

to de la oración, hasta el momento en que él pueda participar en su producción».

O sea, llega el momento en que también yo tengo que dar, aportar a esta riqueza de familia.

Hacerse adulto significa llevar la propia contribución para que to­dos puedan vivir, tengan de qué vivir.

Orar, en esta perspectiva, quiere decir participar. En sentido activo y pasivo. Dar y recibir. Todo depende de Dios. Y todo depende también de todos.

Hay necesidad de «acuerdo» 97

Mis gustos no cuentan

Y además no es cuestión de gustos. Se trata, más bien, de saber qué es lo que piensa el Interesado. Entonces, precisamente Mateo, que presenta la exigencia proclama­

da por Cristo de orar «en lo secreto» (6, 6), recoge también otra indi­cación del Maestro, que no podemos dejar de lado desenvueltamente, y que viene inserta significativamente en el «discurso comunitario»:

«También os aseguro, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celes­tial. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (18, 19-20).

Así pues, la comunidad, reunida en el nombre de Jesús, realiza su presencia «sobre la tierra», se convierte en templo vivo, «lugar» de su morada («allí estoy yo en medio de ellos»).

Esta oración común es «irresistible», tiene la certeza de ser escu­chada.

Se diría que el espectáculo ofrecido por algunas personas que, de­jando de lado sus divergencias, o incluso sus conflictos, «se ponen de acuerdo» para pedir juntos la misma cosa, es tan estupendo, que el Padre no puede decir no a esas peticiones expresadas comunitaria­mente, con la complicidad de unos para con los otros.

Es una especie de «golpe de mano» que da acceso a un tesoro inagotable. Pero la cifra secreta que abre la puerta de la riqueza y de la ternura paterna es el estar juntos de los hijos en la oración.

La mano vacía vale para agarrar la del otro

Por las necesidades de la vida cotidiana, vamos al supermercado. Cada uno elige los productos que necesita, los amontona en su cesta, y luego va a la caja.

Hay una fila. Pero cada uno tira de su carrito. Cada uno echa ma­no a su cartera.

Aquí, por el contrario, se produce una experiencia totalmente dis­tinta.

Se reúnen, se ponen de acuerdo, piden unidos, y reciben a la vez. Las manos no sirven para sacar la cartera. Las manos deben estar

vacías. Y apretar las de los otros. No se paga nada. Todo se concede bajo el signo de la más absoluta gratuidad: El único precio que se pide es el del corazón, «templado» al ritmo

del otro.

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98 Las formas «clásicas» de la oración

Sólo falta advertir que el estar juntos no tiene exclusivamente una función utilitarista («para pedir cualquier cosa...»).

No, el estar juntos en la oración, más allá de lo que se pueda ob­tener, quiere expresar una realidad aún más importante: desde el mo­mento que pretendemos estar unidos al Padre, quedamos unidos entre nosotros.

Una ruptura, una grieta en sentido horizontal crea también una fisura en sentido vertical.

La comunicación interrumpida entre los hijos, corta la comunica­ción con el Padre.

Por consiguiente la oración común manifiesta la voluntad de ase­gurar los lazos, de permanecer en comunión.

Atención a las notas falsas

Es verdad que resulta fundamental esta indicación: «se ponen de acuerdo».

Antes de la ejecución de una pieza musical, «se ponen acordes» los instrumentos.

En la oración —que debería ser la sinfonía más prodigiosa— no se puede uno limitar a sintonizar las voces, a producir las mismas pa­labras, a realizar los mismos gestos, a tomar las mismas posturas ex­teriores.

El corazón es el que debe sintonizarse. Se debe realizar, precisamente, el acuerdo, que es cuestión de co­

razón, no de boca. Las ideas, las mentalidades, los puntos de vista pueden ser «des­

concertados», disonantes, respecto a los del «compañero de oración». Estas disonancias a nivel de cabeza no impiden la sinfonía. Lo esencial, en la oración, es el acuerdo, o sea, poner el corazón

en armonía con el del otro. La oración desentonada, no verdadera y que, por consiguiente, no

alcanza al Padre, aunque la ejecución resulte perfecta desde un punto de vista formal, estético, es aquella en la que algún corazón late con un ritmo egoísta, rechazando al otro, condenándolo, manteniendo las distancias, conservando resentimientos o amargura.

Las notas estridentes, más peligrosas, no son esas que se perciben desde fuera, sino las que se producen dentro, en profundidad. Y apa­gan la oración. Es más, impiden que nazca.

Las notas falsas, habitualmente imperceptibles, no son otra cosa que el no-amor.

La nota precisa no es un hecho estético. Es cuestión de fraternidad.

Hay necesidad de «acuerdo» 99

¿Oración personal u oración comunitaria?

No se trata de elegir entre oración «en lo secreto» y oración co­mún.

La experiencia cristiana nunca es «o... o», sino «y... y». El título de este apartado es uno de tantos dilemas falsos, de tan­

tos problemas artificiales que afligen nuestra vida. Yo no puedo prescindir de ninguno de estos dos tipos de oración. Porque soy individuo, con un rostro «único», un nombre «único»,

y que debe establecer una relación de amor «única» con Dios. Pero soy también un ser «comunional» (ningún hombre es una

isla), inserto en un tejido comunitario, solidario con los otros, corres-ponsable.

Soy hijo, pero también hermano. Por consiguiente las dos formas de oración expresan precisamente

esta doble dimensión (originalidad y participación). Oración personal y oración comunitaria, lejos de estar en oposi­

ción, resultan complementarias. Es más, la una tiene necesidad de la otra, refuerza a la otra.

Cuanto más vivo hasta el fondo las exigencias de la oración co­mún, tanto más descubro la exigencia de la relación personal, «irrepe­tible», con Dios.

Y si comprendo de verdad las exigencias de la oración común, es­ta me hace caer en la cuenta, con prepotencia, de la necesidad de la oración de tú a tú con el Padre (que, en todo caso, es «nuestro»).

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Para orar juntos, hace falta «reconocerse»

Compartir las cargas

Pablo exhorta a que «os ayudéis mutuamente a llevar las cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2).

Sostengo que este intercambio, este compartir las cargas, se realiza sobre todo en la oración común.

No todos sentimos de la misma manera. No todos nos encontramos en las mismas condiciones. No todos estamos en la misma longitud de onda.

Conviven quien es fuerte y quien se encuentra machacado. Quien es fervoroso y quien es árido. Uno camina con viento favorable, otro sufre el «mal de carretera». Algunos viven en la alegría y otros están atenazados por la angustia. Uno está sereno y el vecino atormentado. El empuje de unos se acompaña con la flaqueza de los otros.

Y bien, todo se pone en común. La fuerza sostiene la debilidad (y las debilidades, unidas, se convierten en fuerza). La riqueza suple a la pobreza (o, mejor, todo se hace pobreza común).

No cuenta el estado de ánimo de uno solo. No tiene importancia que uno marque el paso, o arrastre los pies,

o se encuentre con el corazón vacío. La oración recompone los fragmentos varios, distintos entre sí, y

los levanta hacia Dios formando un conjunto unitario. Y todos partici­pan de ese todo, independientemente de la aportación, muchas veces insuficiente, que uno ha ofrecido en aquella circunstancia particular.

A la vez siguiente, naturalmente, las partes se pueden invertir. El peso de la oración común, y su autenticidad, no vienen dados

por la suma y por la consistencia de cada contribución, sino por la voluntad de compartir, de participar, de contar con los otros, y permi­tir a los otros que cuenten con nuestras espaldas...

!La oración común tiene necesidad no sólo de lo que tengo, sino también de lo que no tengo.

Recuerdo la escena que me ha tocado ver en una casa para mucha­chos con graves deficiencias. Los que estaban en sillas de ruedas eran

Para orar juntos, hace falta «reconocerse» 101

empujados por otros que, para sostenerse en pie, necesitaban apoyarse en la silla de ruedas de quien no podía caminar.

Puede ser la imagen de la oración. Cada uno tiene necesidad de sostenerse y de ser llevado por la debilidad de otros.

Y la posibilidad de caminar se asegura, más que por la fuerza, por la complementariedad de las deficiencias, por la complicidad de las «insuficiencias».

El equilibrio se garantiza no por la perfección de unos pocos, sino por el estar todos faltos de algo...

Para aceptar al otro

El orar juntos implica aceptar al otro. Y si existe algún impedimento, hay que removerlo. Si hay algún

muro de separación, es necesario derribarlo. Si se extiende alguna sombra, hay que disiparla.

«Y cuando oréis, perdonad si tenéis algo contra alguien...» (Me 11, 25).

La oración comunitaria se hace posible si pasa a través de la re­conciliación, de la paz.

Los incidentes inevitables, los conflictos, los contrastes... laceran con frecuencia el delicado tejido de nuestras relaciones con el próji­mo. Siempre hay que rehacer la unidad, después de las fisuras o las grietas. Pero, la recomposición en la unidad no es un hecho emotivo, sentimental, o simplemente formal, de fachada. Implica sobre todo la capacidad de perdonar y de pedir perdón.

El amén de la sonrisa

Por otra parte, la aceptación del otro, del prójimo (o sea, del veci­no de oración), debe expresarse con algún signo exterior, aunque sea minúsculo.

Desgraciadamente la disposición de los bancos, en la mayor parte de nuestras iglesias, hace muy difícil la posibilidad de cruzar nuestra mirada con la del otro, de encontrar su rostro.

¡Con demasiada frecuencia me encuentro frente a la espalda del hermano, viendo su nuca o el perfil de su nariz, más que frente a su rostro!

Hay que remediarlo, al menos con algún gesto de «aprecio», dis­creto, silencioso.

Una religiosa muy «pía» se gloriaba ante mí, un día, porque cuan­do salía de la capilla después de las prácticas de piedad comunes, ni

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102 Las formas «clásicas» de la oración

siquiera había caído en la cuenta de quién había sido su compañera de banco, absorta como estaba en la oración.

No logro de ninguna manera apreciar este tipo de recogimiento. Admiro más a la buena señora que, cuando me pongo de rodillas

en su banco, mueve la bolsa de la compra y me dedica una sonrisa. Hay necesidad de algún signo de acogida recíproca. Es necesario

caer en la cuenta de los otros. Además de decir «sí» a Dios, debemos decirlo también al vecino. El amén de la fe debe traducirse también en el amén de la frater­

nidad. No puedo creer, en la oración común, que estoy atento a Dios, sino

estoy atento a quien está a mi lado codo con codo. Para encontrar, hay que encontrarse. Para llegar, hay que unirse.

Alegría de orar «con» la gente

Sin duda resulta más fácil orar por la gente que orar con la gente. Conozco personas muy «religiosas» que se comprometen a orar

regularmente por los últimos, los excluidos, los «pobres pecadores», pero que mantienen las distancias. Prefieren apartarse en cenáculos protegidos y bien diferenciados, en cuchitriles elegidos, en capullos tranquilizadores.

Sin embargo, yo prefiero rezar con la gente. Sí, con la gente co­mún.

Me gusta rezar con «cualquiera». Me place unirme con los desconocidos (y es hermoso «reconocer­

se» en el partir el mismo pan de la oración; cf. Le 24, 31). Más que refugiarme en el grupito exclusivo, elijo mezclarme con

«todos». Tengo la sensación de que mi identidad de orante, lejos de perder­

se, se refuerza cuando me confundo con los «distintos». Para descubrir la belleza de la oración común, es necesario unirse

a la gente común. Eliminar melindres, repudiar elitismos, renegar de gustos excesivamente sofisticados, abandonar las exquisiteces espiri­tuales, y emprender el camino ordinario de la simplicidad.

Se habla de pobres. ¿Pero por qué no hablamos —con ellos— la lengua de los pobres en la oración? Entiendo por pobres también los que no poseen nuestra cultura, no están a nuestro nivel espiritual, no tienen nuestra sensibilidad religiosa, no están «comprometidos» como lo estamos (o decimos que lo estamos) nosotros, tienen dificultad para gorjear nuestros eslóganes.

Sí, hemos de aprender a rezar con la gente.

Para orar juntos, hace falta «reconocerse» 103

Hay que dejar de reunirse para rezar exclusivamente con los «nues­tros».

Sospechar que, para hacerse aceptar por Dios, hay que pedir a quien no es de los «nuestros», que nos acepte entre «ellos».

Lo que se opone al espíritu de la oración comunitaria no es sola­mente el individualismo, sino también el particularismo, el sectarismo, o sea, el individualismo de grupo.

Esto puede ser un «privado» comunitario aún más peligroso que el otro.

Nunca he disfrutado tanto de la belleza de la oración común como en África, cuando algunos hermanos ligeramente más bronceados que yo me dejaban sitio, con una sonrisa de dientes blanquísimos, en su banco crujiente. No conocía ni una palabra del kiswahili. Pero tenía la impresión de que entendía todo.

La verdadera lengua «sagrada» de la oración común es la lengua de la gente común.

Ciertas reuniones «para iniciar» en la oración, me dan la impre­sión, a veces, de gabinetes muy exclusivos, en donde todos los invita­dos han sido rigurosamente seleccionados y filtrados.

Pero con Dios no se hace gabinete. Con Dios se llega más seguramente «ensardinados» en un banco

cualquiera, un poco desvencijado, donde siempre se deja sitio, con una sonrisa, a uno cualquiera llegado de cualquier lugar.

No basta con cantar «viva la gente». Es indispensable vivir y rezar con la gente (vivir con ellos, para

rezar con ellos). La plegaria de los «nuestros» no es la que llega más fácilmente

al Padre. Es la oración de los «suyos». Las voces resultarán un poco menos compuestas, calibradas, y

hasta quizás desentonadas. En compensación, tendrán la ventaja de la variedad y un timbre

inconfundible de genuinidad. Al Padre le agrada que le recen los hijos que se «ponen» de acuer­

do, no que «se encuentran» de acuerdo. El es Padre de todos. Sí, de todos «distintos».

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ORACIÓN DE CONTEMPLACIÓN

Más allá de las apariencias

En el horizonte despuntan los espejismos

Quisiera, lo primero, narrar una experiencia mía del desierto. En Túnez, un día me aventuré, escoltado por un guía árabe —es

obligatorio—, a penetrar en el llamado desierto de la sal. Una exten­sión sin fin, plana, alucinante, que te da escalofríos. Algo así como un espejo inmenso, de color indefinido, algo así como una tonalidad entre el blanquecino y el gris.

Tus pasos, por aquella superficie, no dejan huellas. La orientación resulta casi imposible. Es facilísimo perderse, no encontrar el camino de regreso. De hecho, no hay carretera.

El único punto de referencia seguro es el acompañante. No queda otra solución que abandonarse en él completamente.

En un momento dado pude divisar los espejismos. Había una ciu­dad con rascacielos. Vi el mar. Descubrí a poca distancia una selva (y era casi irresistible el instinto de lanzarme hacia ella, para reposar en aquella sombra que invitaba a huir de los implacables rayos del sol).

La clave para descubrir el truco

Los espejismos no son pura imaginación. Yo hasta los fotografié y estoy dispuesto a exhibir la documentación correspondiente. Desde un punto de vista científico, el hecho se explica como un fenómeno de refracción de la luz. El sol que cae perpendicularmente sobre aquel espejo encendido, provoca efectos ópticos singulares, por lo que un granito de arena, una gota de rocío, un arbusto seco, refractado varias veces, se convierte en una construcción que asume las formas de casa, agua, bosque verdeante...

Varios excursionistas temerarios han perdido la vida persiguiendo espejismos que creían tener al alcance de la mano. Lo que les parecía ser la salvación, la seguridad, se convertía en una trampa cruel.

Más allá de las apariencias 105

Pedí a mi guía que me explicara cómo saber si se trata de un espe­jismo o no.

En principio esquivó la pregunta, mostrándose decidido a guardar celosamente el secreto. Pero, por aquellas tierras, un par de dólares ondeados bajo la nariz tienen el poder milagroso de hacer hablar a los mudos.

Entonces, el acompañante me hizo poner en diversas posturas: de pie, sentado, acostado sobre un lado, subido al techo del Land-Rover. Seguía viendo, nítidamente, los espejismos.

Pero cuando me puse boca abajo sobre la tierra, literalmente pega­do al suelo, mirando en aquella dirección, noté que los espejismos se habían disuelto como por encanto: la ciudad, el mar, la selva habían desaparecido.

Encontrar la postura justa

Es cuestión de adoptar las postura precisa. Puede ser una estupenda metáfora de la oración. Postrados en tierra, en adoración, fijando la mirada en el único Ne­

cesario, desaparecen las realidades ilusorias, pierde consistencia lo efímero, se desmoronan miserablemente los ídolos «monumentales» más vocingleros, adquieren su auténtica dimensión las grandezas fal­sas, aparecen en su inconsistencia los sucedáneos más miserables que la propaganda hace que brillen ante tus ojos haciéndolos pasar como valores insustituibles para una existencia feliz.

Mucha gente emplea la vida en perseguir espejismos, agota capita­les de tiempo y de energías para conquistar tesoros imaginarios, para alcanzar objetivos seductores.

Y cuando, después de esfuerzos infinitos y de haber pagado un precio desproporcionado, empobreciendo la conciencia y el ser, tiene en las manos esas cosas tan deseadas, se da cuenta de que su sed sigue siendo la misma, es más, ha aumentado. Y sofoca la quemante desilusión lanzándose a ciegas a la persecución de otro espejismo.

La adoración impide a la mirada dejarse atraer de relampagueos ambiguos, de productos fulgurantes de colores exhibidos en el merca­do, porque focaliza la mirada en el Absoluto y, por consiguiente, en los valores que no traicionan y sobre los que se puede construir la existencia.

Por eso, la oración como servicio indispensable de la luz, como proveedora del sentido de la orientación.

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106 Las formas «clásicas» de la oración

Penetrar bajo la costra

La reflexión sobre la adoración, en esta perspectiva, abre necesa­riamente la de la contemplación, a la que está ligada estrechamente.

En las páginas siguientes precisaremos qué es la contemplación cristiana. Definiremos su ámbito, los contenidos, las modalidades, lo específico de ella.

Ahora nos limitamos a decir que contemplar significa «ver más allá de las apariencias», penetrar bajo la costra, descubrir la realidad más profunda de las cosas y de los acontecimientos.

El contemplativo es alguien que no se contenta con explorar la su­perficie de lo visible. No se resigna al hecho de que la realidad es lo que es.

Intuye, sospecha que lo real, tal como aparece, esconde otra reali­dad misteriosa, que es la más verdadera, la más auténtica.

Y, colocándose a la luz de Dios, se obstina en «leer» de manera distinta las cosas, los acontecimientos, los hombres.

Los ojos del buho

Por tanto, la contemplación es esencialmente un asunto de mirada. Una mirada que se hace penetrante por la fe y por el amor.

Por algo los monjes antiguos tenían una predilección especial por los buhos y las lechuzas.

En estas aves, que crean en nosotros un sentido de repugnancia, y cuyo grito nocturno nos hiere la columna con escalofríos no precisa­mente placenteros, los contemplativos descubren el símbolo de su vi­da.

Sobre todo por los ojos, enormes, capaces de perforar el muro de la noche.

Esos animales no se limitan a tener ojos grandes. Parece que son todo ojos y nada más que ojos.

El buho llega a ver con una luz cien veces inferior a la que necesi­ta el hombre.

«Venga... ¿no veis, oh sabios, no veis, oh cuerdos de ojos legaño­sos, hombres y mujeres de ojillos estrechos y entornados, que Dios ha hecho los ojos de los buhos y de las lechuzas tan enormes para que fuesen ojos que vean en la noche, cuando las cosas son lo que son y nada más? Para escrutar las tinieblas hace falta tener unos ojos desmesurados, los ojos del mismo Dios. Entonces la noche se hace luz...».

Así pasa a los contemplativos: «Miradlos: se obstinan en explorar la noche con sus ojos redondos, la noche de las cosas, la noche de

Más allá de las apariencias 107

Dios, la nube del Incognoscible que se les ofrece para ser finalmente conocido. Están ahí como centinelas en espera, pacientemente instala­dos en sus frágiles pies, hasta que se levante el otro Sol. Solamente ellos pueden arrancarnos de los terrores de nuestra mala noche, que nos empeñamos en llamar día y que la hacemos aún más oscura con nuestro neón y otras luces falsas...» (L. A. Lassus).

Nuestros ojos, atraídos por las cosas inmediatas, llamativas, brillan­tes, que se imponen violentamente a nuestra atención, se cierran poco a poco, se reducen a las dimensiones de los objetos miserables que tenemos a un palmo de distancia.

Los ojos de los solitarios, como los de los buhos, desafían la no­che; pretenden mirar a través de la noche; quieren captar las realida­des envueltas en el misterio, las cosas que no se imponen.

Por eso se agrandan, hasta hacerse inmensos, capaces de aferrar la belleza, la verdad más allá de la espesura de la cosas.

Cuando ores, no tengas miedo a dejarte abrir los ojos por Dios, a hacerte todo ojos.

Así, la noche, aunque sea oscura, puede convertirse en tu fuente de iluminación.

Un conocimiento distinto

Precisemos dos cosas. Primero, la contemplación constituye sin duda una forma privile­

giada de conocimiento. Pero no se trata de un conocimiento de tipo intelectual. El contemplativo ve mejor, ve de otra manera, no a través de ra­

zonamientos, sino mediante un conocimiento intuitivo hecho posible por la familiaridad con Dios, por la fe y por el amor, y mediante un corazón puro, incendiado por la luz que viene de lo alto, habitado por la Palabra.

Más que conocer, el contemplativo sabe «reconocer», empujando su mirada más allá del velo opaco de la apariencia, de la banalidad, de lo ordinario, de lo obvio.

Es típica, a propósito de esto, la postura de Juan en la escena final en el lago: «...El discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro: '¡Es el Señor!'» (Jn 21, 7).

Juan, como auténtico contemplativo, como enamorado, descubre la identidad de aquel personaje extraño que había asegurado la pesca milagrosa. Advierte una presencia, logra dar un rostro, un nombre a quien, para sus compañeros (y para Pedro) era un desconocido, uno de tantos.

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708 Las formas «clásicas» de la oración

La certeza no le viene al contemplativo por deducciones lógicas, sino a través de una inconfundible resonancia interior, de una compli­cidad secreta.

El contemplativo llega al centro del mundo y de las cosas, no gra­cias a carreras agotadoras u ojeando ávidamente las páginas de un texto, sino gracias a la mirada.

Capta los secretos a través del prisma de luz de Dios. Allí donde todos entreven líneas partidas, discordantes, enmaraña­

das, él llega a conectar, a concertar todo hasta obtener un diseño unitario y coherente.

Más que a las voces exteriores, el contemplativo llega a dar des­ahogo al «grito de luz» que le explota dentro.

El contemplativo, como Juan, más que devanarse los sesos y ela­borar argumentos abstrusos, dirige los latidos de su corazón en direc­ción a una Persona.

Lee, escucha con los ojos. Y ve bien con el corazón.

De lo invisible a lo visible

Segunda precisión. El contemplativo, a través de la familiaridad con la «luz inaccesi­

ble» (1 Tim 6, 16), consigue la capacidad de ver, de «acceder» a la luz.

Pero no se trata sólo de penetrar en la zona de lo sobrenatural. Me parece que en la oración contemplativa se realiza esta parado­

ja: permaneciendo en el mundo invisible, el ojo se hace idóneo para aclararse en el mundo visible.

Permaneciendo largo tiempo en el mundo de la trascendencia, el contemplativo «declara hábil», por decirlo de alguna manera, su pro­pia vista, para que logre afrontar el territorio de la precariedad.

Tenemos que admitir que las cosas más difíciles de ver son las que tenemos delante de los ojos, las que nos tocan, las que nos gol­pean.

El solitario se adiestra a «soportar» la luz divina, no sólo como anticipo y profecía de la eternidad, sino como descubrimiento de las realidades presentes.

Se ha dicho, y con razón, que «se hace difícil ver a la gente, estan­do en medio de la gente».

El solitario huye de la multitud no porque no quiera verla, sino para verla mejor.

El contemplativo desea ver solamente a Dios, nada más fuera de Dios, porque quiere estar en disposición de ver al hermano, de enfocar su rostro.

Más allá de las apariencias 109

El místico no duda en arriesgar los ojos en dirección de la «luz inaccesible», para estar dispuesto a dejárselos quemar ante la realidad más incómoda de esta tierra.

El místico no es un remilgado, un esteta de la belleza celeste. Es, ciertamente, una enamorado de la belleza, pero que pretende abrir los ojos ante todo lo que de repugnante, inaceptable, deforme, injusto, desagradable, presenta la vida sobre este «mundillo de harapos y peca­dos».

Si uno se retira a orar para no ver ya a nadie, para no tropezarse con las personas insoportables de siempre, con los mismos problemas desagradables, con las cosas banales de cada día, corre el riesgo de convertirse en un ciego, en un no-vidente.

Si uno se retira es para ver más, para ver mejor. Sobre todo para posar los ojos sobre las cosas y las personas a quienes preferiríamos no ver, sobre las situaciones que no quisiéramos afrontar, sobre las cuestiones de las que quisiéramos evadirnos, sobre las citas que esta­ríamos tentados a eludir.

El contemplativo se ha dado cuenta de que, para «ver» al herma­no que... ve, que le pasa al lado, a lo mejor que le pisa o le empuja en el autobús, debe, antes, buscar al Dios invisible.

No sube gradualmente de las realidades sensibles a las celestes. Realiza, precisamente, el itinerario inverso. De lo invisible a lo visi­ble. De Dios al hermano.

Para alcanzar al prójimo, sube a Dios. Desde allí está seguro de que llega al hermano. Y si no consigue llegar, es porque no se ha acercado suficientemente a Dios.

Se entretiene en el otro mundo todo el tiempo necesario para des­cubrir este mundo.

Insiste en querer ver el rostro de Dios hasta que no ha recibido la revelación del rostro del hombre.

Y si el Señor nos concede alcanzar la cima de la transfiguración, sabe que esa gracia se le concede para volver a bajar sin demoras a la llanura en donde a alguien se le está desfigurando.

Me fío de la vista del hombre de oración. No me arriesgo a moles­tarlo si se entretiene a contemplar al Único. Sé que, cuando me pasa al lado, absorto, me ve.

Más bien temo al hombre atareado, omnipresente. A ese que me da un golpe en la espalda, que me observa incluso en los detalles de la vestimenta, que me dice que tengo muy buen aspecto, a quien no se le escapa nada mío. Ese, estoy seguro, no me ve.

Dan ganas de echarle en cara: —¿Cómo logras verme si no cierras los ojos? ¿cómo te las arreglas

para no perderme de vista si no te ausentas nunca? ¿cómo es posible que yo te interese, si Dios no te absorbe totalmente?

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Para resplandecer, la oración contemplativa tiene que estar «lustrosa»

Quisiera detenerme a hablar de la oración contemplativa, limpián­dola de todas las resonancias platónicas (y los dualismos consiguien­tes), de los equívocos del intimismo, de las hipotecas de una espiri­tualidad evasiva y dulzona, de las complacencias de un esteticismo gastado, de las fáciles gratificaciones emotivas.

Más que desarrollar un discurso completo y coherente, deseo sub­rayar algunos puntos que ayuden a comprender el significado, el ámbi­to y las consecuencias de este tipo de oración.

1. Contemplar se deriva de templum, templo. Antiguamente desig­naba un lugar abierto, desde el que la vista podía extenderse, y que el augur circunscribía con su varita como campo de las propias obser­vaciones (especialmente en relación al vuelo de los pájaros).

En la perspectiva bíblica, sin embargo, el templo es el lugar en donde habita el Señor.

Pero el contemplativo desmesuradamente ensancha el área del tem­plo. Porque descubre y ve que Dios está en acción, secretamente, en el mundo, en los aconteceres de la historia, en el corazón del hombre.

El templo es el mundo, lugar de la «manifestación escondida» del Señor.

Por eso el contemplativo encuentra el templo en el mundo, o sea, el lugar de su experiencia de Dios. Sus ojos, penetrantes gracias a la Luz, captan en el mundo la epifanía secreta de Dios.

A Dios no lo alcanzamos con los itinerarios complicados de la mente. El nos alcanza con la revelación. Y la contemplación constitu­ye el instrumento privilegiado para esto.

2. Hablamos de oración contemplativa, no en sentido genérico, sino en una perspectiva específicamente cristiana. Sin negar la validez de otras formas de contemplación (filosóficas, religiosas), la contem­plación cristiana se refiere explícitamente a Jesucristo (a su revelación y a su ejemplo).

Podemos indicar algunas características peculiares: a) No es una experiencia que satisfaga el sentimiento, que garanti­

ce la quietud, o que asegure simplemente un gozo estético.

Para resplandecer, la oración contemplativa tiene que estar «lustrosa» 111

La contemplación cristiana introduce un elemento de inquietud y de constatación, de cambio radical en las elecciones y en las orienta­ciones de la propia vida. Determina la muerte del hombre viejo (idóla­tra, egoísta, que gira alrededor de sí mismo, satisfecho de sí) y el na­cimiento del hombre nuevo, abierto a Dios y al prójimo, decidido a vivir según el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas.

b) La contemplación cristiana es histórica, no atemporal, abstrac­ta, desencarnada. Se injerta en la vida, en la acción, en la ambigüedad y en las contradicciones de la historia y de las vicisitudes cotidianas.

c) Tiene dos «lugares» privilegiados: —Jesús «contemplado» en la oración —Jesús «encontrado» en el prójimo, especialmente en el pobre. d) Es inseparable de la fe y de la escucha de la palabra de Dios. 3. Se pueden dar varias definiciones de la oración contemplativa.

Bastará abrir cualquier «Diccionario de espiritualidad» para encontrar definiciones satisfactorias y hasta complicadas.

Esta me parece una de las más simples: conocer, gustar, sentir la verdad de Dios, la verdad del hombre y la verdad del mundo. Y no como conquista especulativa, sino a través del itinerario descendente del don.

4. X. Pikaza dice que la oración contemplativa se caracteriza por estos objetivos:

—mira para admirar (o sea, dejarse sorprender por el misterio); —mira para ser (o sea, realizarse como criatura humana según el

proyecto de Dios); —mira para dejarse transportar interiormente por lo que da pleni­

tud y fundamento a la vida del hombre: el amor, la belleza, el miste­rio.

El hombre de Dios así es el vidente. O sea, lo opuesto al curioso, que se pierde entre las cosas. Y también lo opuesto al dominador, que pretende explotar las cosas y, por consiguiente, las ve exclusivamente desde el punto de vista utilitarista.

5. La contemplación no es un lujo espiritual, un misticismo nega­do a las posibilidades de la gente común. Es, por el contrario, «la única manera de vivir en la verdad» (D. Aleixandre).

Lo contrario de la contemplación no es la acción (y tampoco el activismo), sino el engaño, el deslumbramiento, la falsedad.

He ahí por qué hay que referirse a los milagros del evangelio (es­pecialmente de Juan) que se refieren a la restitución de la vista a los ciegos.

El cristiano que recupera la vista logra captar en el universo signi­ficados nuevos, descifrar mensajes secretos.

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112 Las formas «clásicas» de la oración

6. La oración contemplativa no representa una forma de evasión, un refugio, un parque espiritual protegido, una isla inaccesible, que defiende contra las agresiones de la dura realidad.

No es una droga que facilita un «viaje» por un mundo artificial. Al contrario, más que paseos por un mundo irreal, es la posibili­

dad de ver este mundo a la luz de Dios y, por consiguiente, de afron­tar su fuerte impacto, las ambigüedades, la incomodidad, las contra­dicciones, sin asumir su peso o los condicionamientos, sin dejarse des­lumhrar por realidades ilusorias o manipular por el tirano de turno, sin dejarse capturar por lo efímero, sino llevando dentro una fuerza de transformación según el designo de Dios.

Contemplar no significa pasar de largo, esquivar citas incómodas con los compromisos terrestres. Sino trans-pasar, esto es, pasar a tra­vés, o pasar dentro. O sea, la contemplación no es algo inerte.

Contemplar no se reduce a quietud, serenidad, silencio, retiro, au­sencia, impasibilidad. La contemplación es una experiencia de la vida entendida en sentido global.

El contemplativo quiere captar las «llamadas de lo concreto». Y responder a ellas.

Lejos de ser alienación, paseo distensivo en el territorio de la uto­pía, trae a la tierra, en el trozo de tierra donde se apoyan tus pies y donde abordamos a los otros, la utopía de lo posible.

7. Más que cascara, guarida, la oración contemplativa es una ope­ración milagrosa de ensanchamiento de espacios.

Te hace salir de la prisión, del cuchitril sofocante en el que te has atrincherado con tus miedos, para arrastrarte hacia los espacios abier­tos, al aire libre, abofeteado por el viento, y el sol sobre la cabeza, y en los oídos una voz (¿o una música?) que viene de lejos.

.8. Es necesario también tener presentes las condiciones para entrar en la oración contemplativa. Que no se puede improvisar. Que rechaza a los facilones y veleidosos. Que hay que preparar.

Los autores clásicos y modernos de la espiritualidad están bastante de acuerdo en indicar algunas, fundamentales:

—purificación del corazón —soledad —silencio —humildad —abandono. 9. Ateniéndonos a la gran mística española del siglo XVI, el pro­

ceso contemplativo se desarrolla y se expresa a través de: —la fe (ver a Dios en las tinieblas) —la esperanza (descubrir el vacío de las «ofertas» del mundo) —la caridad (superar los apetitos terrenos).

Contemplación, palabra del verbo sospechar

10. La oración contemplativa representa un desafío contra la opa­cidad de lo real. Porque permite superar el espeso diafragma que im­pide llegar al corazón de la realidad, explorar su profundidad, alcan­zar la esencia.

Todo se conjura para hacerte divagar en la superficie, para conten­tarte con lo aparente, lo que se toca, lo que está al alcance de la ma­no, lo que te ilustran los otros.

Todo se te ofrece a través del escaparate. Exposición fascinante y al mismo tiempo pantalla infranqueable.

El contemplativo «entra dentro» a través de un camino secreto. Se adentra en lo interno. Excava cubiles subterráneos.

11. Contemplar, palabra del verbo sospechar. Sospechar que lo más está escondido. Que lo mejor no es lo que aparece en la superficie. Que el misterio es la verdad de las cosas. Y si no llegas a rozar el misterio, no percibes la realidad. Sospechar que el gris del acontecer diario está empapado de la luz

pascual, si se le traspasa la costra.

12. El verdadero realista es el contemplativo. Porque logra ver la realidad no con las lentes deformantes, reductoras, de lo inevitable (que comporta posturas renunciatarias, de resignación), sino a través de la luz de la espera de otra cosa (que determina un compromiso concreto para encaminar las cosas hacia su verdadera meta).

El contemplativo capta el latido secreto del mundo. El realista ve las cosas como están. El contemplativo las ve como están «llamadas» a ser. Allí donde el realista entrevé y describe solamente objetos, el con­

templativo capta signos.

13. También hay contraposición entre el contemplativo y el hom­bre de la razón.

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114 Las formas «clásicas» de la oración

El contemplativo no está armado con una coraza de certezas y con­vicciones. Es, por el contrario, una persona vulnerable, herida conti­nuamente por la luz, y que lleva en su cuerpo las cicatrices de la luz.

El contemplativo no elabora teorías, no produce razonamientos. Maneja la luz.

El contemplativo no sabe qué hacer con las convicciones. El quiere captar secretos. No tiene prisa por llegar a conclusiones. Prefiere, día a día, abrir

de par en par la mirada a la luz. No se preocupa de argumentar, aclarar, demostrar. Prefiere «que­

mar». No se siente llamado a defender la verdad, sino a irradiarla. El intelectual tiene la pretensión de entregarte la verdad empaque­

tada rigurosamente en un libro o desplegada en un razonamiento. El contemplativo «sabe» que la verdad ha dejado huellas... digitales

luminosas en su rostro. La verdad hace un todo con su persona. El intelectual exige que te rindas ante sus doctas demostraciones. El contemplativo busca tu complicidad con la luz. Uno pone delante de ti un dedo pretencioso y hasta amenazador. El otro se pone el dedo delante de la boca y te invita a hacer lo

mismo. Hay que callar, para escuchar con los ojos. El primero está preocupado y hasta enojado porque no entiendes. El otro se lamenta consigo mismo porque no es suficientemente

transparente. El doctor quiere meterte la verdad —justa, precisa, definida, dosi­

ficada— en el cerebro. El contemplativo se limita a dirigir los latidos de tu corazón en

dirección de una Persona. Uno se siente guardián de la verdad. El otro, un espía que señala la presencia de la verdad más allá de

todos los confines. El intelectual defiende los derechos de la verdad. El contemplativo proclama el deber de «enamorarse». Uno está obsesionado por las tinieblas. El otro fascinado por el camino de la luz. De la contemplación no se sale «adoctrinados», sino contagiados

para siempre por la luz. ...Y se reconoce que solamente el silencio logra dar desahogo al

«grito de luz» que te explota dentro.

14. La contemplación no sólo nos impide fabricarnos una imagen distorsionada de Dios, del mundo, sino que evita que construyamos una imagen falsa de nosotros mismos. Nos defiende de las manipula-

Contemplación, palabra del verbo sospechar 115

ciones de los poderes dominantes, de las sugestiones de los pseudo-valores, de los reclamos de ideales falaces.

La oración contemplativa, además de hacerte sensible a la luz de Dios, te hace sordo a las charlatanerías de los mercaderes, de los per­suasores más o menos ocultos, de la propaganda más vocinglera.

15. «La belleza del desierto está en que en alguna parte se escon­de un pozo» (Saint-Exupéry).

La oración contemplativa te hace atravesar el desierto con el deseo de descubrir el pozo destinado a tu sed.

Te hace explorar un campo, «sospechando» el tesoro que está sepultado en algún rincón.

Te hace entrar en un mercado saturado de bagatelas, dispuesto pa­ra identificar la perla de inestimable valor.

Te hace caminar a lo largo de una carretera polvorienta cualquiera dejándote alcanzar, cuando llega la desilusión y el cansancio, cuando se alargan la sombras inquietantes de la noche, por un caminante cual­quiera que te caldea el corazón con sus palabras «insólitas», y que se deja reconocer en el gesto de partir el pan.

Te permite perforar la cortina de niebla que te pondría en peligro de perder la dirección del camino, para dejar filtrar un rayo de luz.

16. Un modelo de oración contemplativa es sin duda el de María en el Magníficat (tengamos presente que Jesús ha vivido durante trein­ta años, en Nazaret, junto a una mujer contemplativa).

Aquella a quien «todas las generaciones llamarán bienaventurada» (Le 1, 48) ha descubierto, «sospechado», en la opacidad de una histo­ria dominada por los ricos, por los poderosos, por los sabios arrogan­tes, la presencia de un germen de novedad, próximo a explotar, y que determinaría un vuelco radical de las situaciones existentes.

17. El verbo «sospechar», peculiar de la contemplación, se aplica —en su significado positivo— también en relación al prójimo.

Hay que aprender a «sospechar» en sentido luminoso. Sospechar que un individuo, bajo la costra de los defectos, guarda

una zona intacta, que solamente se abre a una mirada «distinta». Sospechar lo mejor que hay en cada hombre. Sospechar lo verdadero, lo hermoso, lo bueno, lo limpio que está

escondido, a lo mejor bajo montones de escombro o bajo una espesa capa de barro.

Sospechar una espera, un tormento secreto, una herida no del to­do cicatrizada, una pobreza que implora, una insatisfacción, una «ne­cesidad de otra cosa», incluso en los individuos más descaradamente «satisfechos».

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116 Las formas «clásicas» de la oración

El contemplativo no se limita a explorar el territorio del espíritu. Se atreve también, con discreción y respeto «sagrado», a entrar en el misterio del hombre.

Sospecha, en el «embrollo» del corazón humano, la existencia de un hilo sutil que viene de lejos y puede llevar lejos si él sabe agarrar­lo delicadamente con sus manos de luz.

18. La oración contemplativa lleva a la persona a desmantelar sus defensas.

El contemplativo, además de conjugar el verbo «sospechar», conju­ga el verbo «arriesgar».

En efecto arriesga lo imprevisible, camina con los pies descalzos, sin bastón ni alforja.

Rechaza las protecciones del tener, del saber, del poder. Rehusa los favores (no siempre desinteresados) de la gente que cuenta.

En una sociedad que tiende a narcotizar el instinto de lo infinito, que cerca con la trampa de lo inmediato y de lo funcional, que inten­ta aprisionarte con todo lo que está «al alcance de las manos», el con­templativo se hace peregrino de lo Absoluto.

Apuesta sobre lo invisible, arriesga la exploración de lo que está «al otro lado», cultiva la nostalgia (¿o la memoria?) del futuro, se aventura hacia lo inaccesible.

Y, al mismo tiempo, no duda en alargar la mano al otro, con el riesgo de perder la propia seguridad.

Contemplar para unir

19. La contemplación asegura la unitariedad de la existencia cris­tiana, contra todos los dualismos, las disociaciones abusivas (amor de Dios y amor del prójimo, huida del mundo y solidaridad, oración y lucha de liberación, encarnación en la realidades terrenas y afirma­ción del Absoluto, espíritu y materia...).

Existe una evidente complementariedad entre contemplación y compromiso temporal.

La oración contemplativa da un sentido, una orientación a la ac­ción. La sepulta en el surco de la voluntad de Dios. Y la encarnación, el comprometerse en la historia con las miserias y las luchas de los hombres, abre nuevos horizontes a la contemplación.

En el camino de la contemplación llega más lejos no quien se aisla, sino quien vive la vida de todos.

20. La humanización del hombre y del mundo, la misión de la Iglesia y su servicio no pueden sino partir de la contemplación y pasar a través de la contemplación.

De la oración contemplativa brota la actividad apostólica, misione­ra, del creyente, del testigo.

Yo —lo confieso— tengo un miedo incurable frente a una activi­dad cristiana que no nazca de la contemplación. Si el creyente no ha alcanzado por la asiduidad contemplativa la revelación, el sentido de las cosas, la experiencia de Dios y de los hombres, no entrará jamás en lo vivo del mundo, no entenderá nada de la historia, no captará los problemas de los hombres, faltará clamorosamente su propia posi­ción, y su activismo aparecerá deletéreo, y ciertamente no en función del Reino.

No se llega al centro del mundo con carreras jadeantes, sino con la mirada.

No se descubre el secreto de la tierra rebuscando con las manos, sino confiándose a la luz de los ojos «milagrados».

No se trata de hacer, y ni siquiera de hacer más, ni de añadir una obra a tantas otras.

Es importante, por el contrario, «contemplar», o sea, unificar, co­nexionar, concertar todas las cosas en razón de su significado origi-

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118 Las formas «clásicas» de la oración

nal y terminal. Y esto únicamente se puede realizar a través del pris­ma de la luz de Dios.

21. La contemplación nace del amor, es experiencia de amor y de­semboca necesariamente en el amor. Si en la oración contemplativa un cristiano no descubre el amor, significa que, en vez de alcanzar a Dios, ha «contemplado» una caricatura de Dios, un ídolo, o a lo mejor su propia imagen.

La contemplación no es un enroscarse sobre sí mismo, sino comu­nión. Habiendo descubierto la fuente común, el contemplativo entra en comunión con los otros seres y con el universo entero.

22. Contemplar quiere decir «estar» inmersos en la luz, y también ver, escuchar, tocar (1 Jn 1, 1), hacer silencio, dialogar.

La contemplación es cuestión de totalidad. Contemplo con todo mi ser, con todas mis facultades, con todas mis fuerzas.

Complejidad, pero que desemboca en la simplicidad.

23. La contemplación es pasividad y actividad al mismo tiempo. Es recibir, gozar, extasiarse; y, al mismo tiempo, actuar, crear.

Es necesario recuperar el sentido auténtico de la figura del poeta, muy cercana a la del contemplativo.

Poesía se deriva de un verbo griego que significa, precisamente, hacer, crear. Por lo que, ateniéndonos a la etimología del término, el primer artículo del credo sonaría así: «Creo en Dios... poeta del cielo y de la tierra».

Hay que subrayar también esta observación de L. Alonso Schokel: «El niño es un contemplador inocente. El poeta es un contemplador comunicativo».

24. Una imagen de la contemplación cristiana puede ofrecerla la particular experiencia de Yahvé que los israelitas tuvieron, en el fati­goso camino a través del desierto, gracias a la «nube» que los acom­pañaba.

«Durante el tiempo que duró su caminar, los israelitas se ponían en marcha cuando la nube se levantaba de la morada... Porque la nube del Señor se posaba de día sobre la morada, y de noche brillaba como fuego a la vista de todo Israel, durante todas las etapas de su camino» (Ex 40, 36-38).

Presencia velada. La nube manifestaba la gloria y, al mismo tiem­po, la escondía.

La contemplación no es una luz «clamorosa», sino resplandor im­perceptible, llamada susurrada, voz silenciosa.

Dios entra en su transcendencia (es más, jamás ha salido), pero dejando en la creación algunas huellas, que constituyen para el creyen­te un reclamo quedo pero irresistible.

Contemplar para unir 119

Permanece la imagen de un camino vigilado por una presencia, discreta y necesaria.

No es el «Dios te ve» (en sentido de advertencia severa y hasta de amenaza) de nuestra infancia y adolescencia. Sino el Dios que te acompaña.

25. Y es también la imagen de la zarza ardiendo (Ex 3, 2-3). Comenta Y. Raguin: «Dios se deja entrever y a veces tocar, pero

sigue siendo el incognoscible, el inasible. El alma sabe que Dios está presente. No puede dudarlo. Pero, si intenta acercarse para verlo más de cerca, para tocarlo, palparlo... no tiene ante sí más que una zarza de espino que le hiere... Misterio de estos objetos familiares que sir­ven de símbolos a la revelación de Dios... En el desierto, la zarza es­taba ardiendo, pero no se consumía. La llama estaba más en el alma de Moisés que en la zarza.

Dios no es la presencia percibida, ni tampoco la llama ardiente... porque nada puede expresarlo perfectamente. No es nunca lo que veo, lo que toco... y, sin embargo, en lo que veo, lo veo, en lo que toco, lo toco».

Dios está siempre más allá de lo que manifiesta de sí mismo. 26. A Dios, con frecuencia, le gusta esconderse. La oración permite contemplarlo tanto en la luz, como, con más

frecuencia, en las tinieblas. Los místicos hablan, precisamente, de la noche del espíritu. Nuestro camino es interceptado por un muro impenetrable. Ningún

paso, ni siquiera una rendija. Ha desaparecido cualquier rastro de la vereda.

Sigue diciendo Y. Raguin: «La noche a veces es tan densa, el desierto tan vacío, que el alma

desespera de poder reencontrar la alegría de la presencia divina. Pero que no se inquiete. Dios volverá... No tendrá que volver, porque ya está aquí. Precisamente porque está presente, el alma se encuentra en la noche, en pleno desierto. Esta noche y este desierto son como el negativo de Dios.

Por tanto el desierto y la noche no son simplemente pruebas que hay que superar, sino modos de conocimiento divino... Son el descu­brimiento de lo incognoscible, en un tipo nuevo de conocimiento.

Si el alma no puede ver nada es porque camina por un mundo al que sus ojos no están acostumbrados; si se encuentra tan sola, es por­que la presencia divina es una cosa muy distinta de la presencia hu­mana. Dios es tan diferente...

En la ausencia de Dios, el alma se acerca a él; lo descubre en la noche... Que no se desaliente. Dios le es tan cercano que, si se mos­trase, quedaría estupefacta al verlo tan íntimamente cerca...».

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120 Las formas «clásicas» de la oración

Sí, con frecuencia se habla de contemplación en términos de mon­taña, de cumbre.

Pero la contemplación te coloca frecuentemente también en el bor­de, sutil, inquietante, de un abismo insondable que se ha excavado dentro de ti.

Estará bien no olvidar que la contemplación cristiana se realiza en la fe. No es la visión directa, «cara a cara».

Nuestros ojos no pueden aguantar la luz cegadora del sol. Paradójicamente tenemos que cerrar los ojos para soportar el sol. A través de la oscuridad es como «entrevemos» la luz.

27. Finalmente, la contemplación permite establecer una relación distinta con el tiempo.

Ya no es la duración lo que cuenta, sino la intensidad. El tiempo ordinario (el que tantas veces dejamos «pasar», que per­

demos, o incluso «matamos») se hace decisivo. El tiempo es sustraído a la eficacia inmediata para recuperar el significado.

La oración, conformada con el ritmo de Dios, nos proyecta hacia un tiempo «distinto», que es también el tiempo de lo imprevisto, de lo no programable, de la sorpresa, de lo irrepetible, del acercarse de sus pasos.

La oración contemplativa, inserta en el hoy, nos hace guardar el pasado y vigilar el futuro.

Precisamente en el tiempo presente nosotros ya divisamos el futu­ro.

El tiempo de la oración contemplativa es al que ofrecemos las cosas más queridas para no permitir que sean saqueadas por el «tiem­po que pasa».

Quién es el contemplativo

Me he detenido hablando de la contemplación, porque creo que esta es una dimensión esencial de la oración. Y, aunque la gente co­mún la considera fuera de su alcance —reservando de buen grado su especialización a algunos individuos privilegiados, que habitan en su mayoría en la quietud de los claustros—, pienso que debe entrar a formar parte de la experiencia ordinaria.

Ahora quisiera trazar los rasgos del contemplativo. Obviamente no tengo la pretensión de esbozar un retrato completo y definitivo. Me limito a poner de relieve algunas de sus características fundamen­tales1.

El contemplativo tiene la mirada incendiada por la luz

Estamos frente al modelo más convincente de la conversión de la mirada, que determina el paso de las lentes del miope a los ojos de fuego.

Colocándose en el prisma de luz de Dios, el contemplativo obtiene como don una mirada «distinta», para las cosas, para las personas, para los aconteceres de la historia y para los hechos de la humilde crónica cotidiana.

Una mirada penetrante, sin ser indagadora. Segura, pero carente de dureza. Dulce, desarmada, pero no ingenua. Desilusionada sin dejar de ser inocente.

Una mirada inteligente, es decir, capaz de explorar las profundida­des, sin distraerse en la superficie. Si es verdad que cada uno tiene la inteligencia que se merece su corazón, la del contemplativo es la inteligencia de un corazón abrasado por la «pasión de lo invisible».

La mirada apagada, opaca, fría, distante (como los ojos de un pez cocido) de ciertos intelectuales aplomados, es precisamente lo opues­to a la mirada transparente, viva, comunicativa, del hombre de la con­templación, no detentador de un «saber» sino capaz de «ver».

1. Me he inspirado para alguno de los trazos característicos del contemplativo en el volumen de Dom Miquel, Etre moine, París 1982, 30ss.

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122 Las formas «clásicas» de la oración

El contemplativo tiene capacidad de síntesis

El ve mejor porque consigue «tomar distancia» de la realidad, co­locarse en la perspectiva justa.

La mirada a la que nos referimos es una mirada de conjunto, glo­bal, que permite observar las cosas en sus verdaderas proporciones.

No es que deje de lado lo fragmentario, la saltadura. Pero logra insertarlo en un cuadro más amplio, en un diseño unitario. En una pa­labra: la parte no le esconde el todo.

Consecuencias prácticas: no dramatiza un incidente, una dificultad, una incomprensión, un rechazo. Logra interpretar incluso las realida­des menos agradables, los imprevistos, los tragos amargos, en un con­texto de gracia.

Y en el campo espiritual: un fracaso, un obstáculo imprevisto, una tentación fastidiosa, no lo sepultan en el desánimo. Considera estas derrotas pasajeras (y las consiguientes magulladuras) como simples incidentes de ruta. Y está siempre dispuesto a emprender de nuevo el camino, a comenzar otra vez, no condicionado en absoluto por las experiencias negativas.

El contemplativo es magnánimo

Capaz de ver lejos. Nada intolerante, fanático, agresivo, unilateral, amargo. Sin prejuicios. Abierto a la novedad, venga de donde venga.

Respeta vocaciones, itinerarios, posturas, los puntos de vista dis­tintos, y no tiene la pretensión de imponer su experiencia como abso­luta.

No se deja atrapar por disputas mezquinas, competiciones tontas, polémicas vanas.

Se mantiene al margen de las refriegas en donde, a lo mejor bajo la bandera de la verdad, chocan personalismos, vanidades, arrivismos.

Siempre dispuesto al perdón, a la comprensión, al olvido de las ofensas.

Sensible y atento a las cosas pequeñas, pero no «pequeño», mez­quino, pedante, quisquilloso.

Capaz de captar lo esencial, no se para en lo que es inconsisten­te, fútil, marginal.

Enganchado en Dios con una fe-confianza inquebrantable, aparece soberanamente, «escandalosamente» libre.

Quién es el contemplativo 123

El contemplativo es indulgente

Podemos decir: alienta con parsimonia, goza de una respiración lenta y profunda. Decidido, tiene bien presente la meta y los objeti­vos, pero no tiene prisa, no se deja dominar por la impaciencia, tie­ne a raya la inquietud.

Sabe esperar, prefiere los tiempos largos, convencido de que toda maduración verdadera es siempre bastante lenta y nunca se deja con­dicionar por los plazos establecidos por nuestros arrebatos, conscien­te de que no se puede llegar al final del camino saltándose las etapas intermedias.

Por eso soporta serenamente los contrastes, las oposiciones, y hasta las persecuciones.

Está seguro de que Dios, también cuando calla, tiene siempre la última palabra. Por eso vive en paz, incluso cuando arrecia la tempes­tad.

El contemplativo es silencioso

Las palabras no son las que revelan al hombre de la contempla­ción.

Quien ha encontrado a Dios, normalmente ya no encuentra las palabras. Como mucho, cuanto más se acerca a la Luz, aprende a balbucear.

Al contemplativo se le conoce, no por los discursos, sino por la calma, por el sosiego, por la paz, por la mansedumbre, por el silencio luminoso que emanan de su persona.

El mensaje del contemplativo te alcanza no ciertamente a través de la boca y los oídos.

El lleva en el rostro los estigmas de la luz. Gracias al contacto con él te reencuentras enriquecido, iluminado

por dentro, pacificado, seguramente no por lo que te ha dicho, sino por algo que te ha alcanzado, «tocado», me atrevería a decir que te ha «agraciado», pasando a través del lenguaje misterioso del ser.

El contemplativo es humano

La luz de Dios no transfigura sólo en sentido espiritual, también en sentido humano.

Una experiencia de lo divino que no haga más humanos es por lo menos dudosa.

La humanidad representa una de las señales más creíbles de la ver­dadera contemplación.

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124 Las formas «clásicas» de la oración

Así el contemplativo no se presenta como un ser evanescente, dis­traído, distante, duro, insociable, intratable, áspero.

Al contrario, se revela sensible, delicado, atento a las necesidades del prójimo, capaz de compartir las miserias y las debilidades ajenas.

No se avergüenza de tener un corazón. No repudia los sentimien­tos. Manifiesta ternura. Es espontáneo, cordial, sincero. Sus posturas están bajo el signo de la naturalidad.

Le gusta la soledad, pero es también el hombre del encuentro, de la amistad, de la convivialidad.

Goza con las cosas pequeñas, y participa cordialmente en las ale­grías de los demás.

No se anda por las nubes. Sabe moverse entre el fango, el polvo, el asfalto de nuestras carreteras, sin miedo a mancharse los pies, sin remilgos frente a las realidades banales y las obligaciones cotidianas.

En el fondo, el contemplativo, a través de su extraordinaria huma­nidad, te hace «sospechar» la presencia de Dios en medio de nosotros.

El contemplativo tiene sentido del humor

O sea, posee el sentido de la relatividad, del límite, de todo lo que no es Dios.

En efecto, contempla al rey de los cielos que «se sonríe» (Sal 2, 4), como divertido por el alboroto, por el tumulto de los pueblos, de los «titanismos enanos» de los que pretenden sustraerse a su señorío.

La mirada del contemplativo, en esta perspectiva, es por tanto una mirada de indulgencia, de ternura, de benevolencia (lo opuesto a la mirada «enojada») hacia todo y hacia cada persona.

El contemplativo es ligero, porque no se siente aplastado por el peso del propio «yo», de las preocupaciones de sí mismo, del éxito, de la vanidad, de la carrera.

El contemplativo no se toma en serio. Sabe reírse de sí mismo. Sabe sonreírse también de los castillos de arena desmoronados, de sus sueños y proyectos rotos, de los «vuelos» interrumpidos por los vuel­cos de la vida.

El contemplativo experimenta que la gracia llena de alegría al que la acoge sin reservas.

Se adapta a las circunstancias con elasticidad. Para él la fidelidad a los acontecimientos, el dejarse poner en dis­

cusión por las circunstancias de la vida, se convierte en una forma de sumisión a la voluntad de Dios.

El contemplativo se construye una hornacina en el corazón, donde caben los otros y él mismo, tirando abajo andamios postizos y obsta-culizadores, para cultivar, en el terreno de la humildad, la flor preciosa de la sonrisa.

3 Las ocasiones de la oración

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DONDE

Orar en avión: pasar por encima

Para algunos subir a un avión significa descargar en la oración —una oración alarmada— ese miedo que no querría confesar ni a sí mismo, pero que es palpable.

Entonces se mascullan afanosamente jaculatorias, se acude a los santos de urgencias, se hace al mismo tiempo un precipitado acto de contrición por todas las culpas reales o eventuales.

Pero un viaje en avión puede ser también la ocasión para una ora­ción-meditación de tipo sapiencial. A lo mejor a través de un coloquio calmoso, sosegado, con el Señor.

Intentemos esbozar unas líneas a este respecto.

El despegue

En la oración, ante todo, es cuestión de coraje, de libertad. No hay salida sin separación. Separación hasta violenta, brutal.

Ninguna duda. Hay que separarse de algo y de alguien, tomar decididamente las

distancias, romper con las cosas de siempre. Embarcarse significa precisamente dejar atrás un cierto mundo,

aunque sea tranquilizador, y dirigirse sin lamentaciones en otra direc­ción.

En la pista los motores funcionan al máximo de su potencia. A través de la velocidad —alrededor de trescientos kilómetros por ho­ra— se tiene la impresión de ser estirados por un vigoroso elástico y, casi sin darte cuenta, el avión despega de la tierra.

Para ponerse a orar, no puede uno contentarse con arrastrar los pies en una repetición mecánica, con dejarse llevar de la costumbre. Hace falta un esfuerzo decidido, intenso. Solamente así la oración despega, alcanza altura.

Empiezas de verdad a rezar cuando caes en la cuenta de que te falta la tierra bajo los pies, cuando te apoyas en lo alto.

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128 Las ocasiones de la oración

¿Cuál es la perspectiva exacta?

Según va elevándose el avión, llego a divisar, allá abajo, sabanas de terreno cuadriculadas por el trazado de las carreteras, casas en mi­niatura, rascacielos con medidas de enano, bosques que se reducen a grandes matorrales, autos que parecen de juguete, nos que se ven como un hilo de baba.

¿Cuál es, Señor, la exacta perspectiva de las cosas? Con mucha frecuencia, estando pegado a lo terreno, pierdo el sen­

tido de las proporciones. Agiganto dificultades minúsculas, la piedre-cita de una incomprensión me parece un peñasco, me dejo impresio­nar por obstáculos pequeños, no logro ver más allá del horizonte in­mediato, considero grandes ciertas realidades que son insignificantes, y descuido otras que deberían tener relevancia en mi vida.

Tengo que caer en la cuenta, Señor, que para ver bien debo elevar­me. Solamente despegándome del suelo logro tener esa mirada que abraza el conjunto, sin perder de vista los detalles y, sobre todo, que me permite valorar personas, cosas, acontecimientos según una escala de grandeza real.

Estando abajo, pegado a la tierra, las cosas cercanas, inminentes y prepotentes limitan el campo visual, que queda capturado por reali­dades tan efímeras como pretenciosas, aprisionado en espacios peque­ños. No logro ver lejos, profundo. La perspectiva se presenta falsea­da, los valores distorsionados.

Debo alejarme, ganar altura, apuntar en dirección del infinito, y después mirar hacia abajo, para recuperar una visión correcta, y librar­me de la angustia de ciertas valoraciones erradas por exceso o por defecto, tomar las medidas exactas, y quizás replantear radicalmente mi punto de vista.

Desde allá arriba cae uno en la cuenta de que la perspectiva justa está únicamente en la pequenez.

Colgados de un hilo

En la pantalla luminosa que tengo delante aparece la cota alcanza­da: 11.280 metros de altura.

Si lo pienso, se apodera de mí un sentido de vértigo, y hasta me agarra una ligera angustia. Angustia que me deja sin respiración du­rante unos interminables instantes cuando un bache parece que va a hacer precipitar al DC 10.

Señor, solamente en esta situación me doy cuenta de que me en­cuentro suspendido en el vacío y que debajo de mí se abre un preci­picio profundo de doce kilómetros.

Orar en avión: pasar por encima 129

Solamente en estas circunstancias caigo en la cuenta de que mi vida está suspendida de un hilo sutilísimo, y bastaría una nonada para romperlo.

Por lo demás, camino tranquilo, seguro. La vida de cada día me parece algo que se me debe, un derecho adquirido, un hecho dado por supuesto.

No me doy cuenta de que también cuando estoy con los pies sóli­damente apoyados en tierra, en realidad mi existencia está suspendi­da de un hilo finísimo, cuya existencia se pierde en el infinito.

Padre, hazme consciente de que tu mano agarra una punta del hilo. Dame el convencimiento de que mi vivir es «milagroso», que ca­

da instante es un don, cada paso un prodigio, cada mañana un acto creador tuyo.

Debo convencerme de que vivo porque una gracia acompaña cada respiración mía.

Y entonces, no el miedo, sino el estupor. Sí, maravillarse porque ese hilo invisible «sujeta» más que todos los cinturones de seguridad.

Con la oración bajo el signo de la gratitud, puedo todavía subir, de «gracias» en «gracias», a lo largo de ese hilo, y reencontrarme custodiado por tu mano, oh Señor.

Hazme descubrir la belleza, a través de la oración de acción de gracias, de... precipitarme hacia la altura.

Sobrevolar

Tres o cuatro fuertes sacudidas siembran una discreta aprensión entre los pasajeros, que se preguntan con la mirada inquieta: «¿Qué pasa?».

Simplemente, que hemos entrado en medio de una tormenta. Co­rrientes furiosas envisten al avión comprometiendo su estabilidad. Nu­barrones negros lo asedian por todas partes.

Pero el piloto ya ha adoptado las medidas oportunas. Todavía hay que alcanzar una cota más alta y salir en la altura del peligroso cerco de los nubarrones. Una decidida remontada, y el morro del aparato apunta hacia arriba, lacerando una espesa capa de niebla.

Poco después viene un ajuste tranquilizador. Navegamos en un mar azul bajo un sol cegador. La masa de nubes gris está allá abajo, y pa­rece una blanda colcha.

Así debería ocurrir siempre en mi vida, oh Señor. Tu presencia no la garantiza contra la agresión de los temporales y huracanes de todo tipo. Y yo no puedo resistir por mucho tiempo en medio de cier­tas turbulencias, traqueteado por ráfagas rabiosas.

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130 Las ocasiones de la oración

Debo recobrar las fuerzas y abrirme una salida hacia lo alto. Anti­guamente los maestros de espíritu recomendaban, precisamente, «so­breponerse».

Se trata de superar los sucesos adversos, de sobrevolar las con­trariedades, de pasar por encima de las ofensas, de no estar al nivel de las murmuraciones malignas, de no dejarse pillar en la mezquindad ajena. En una palabra: de ponerse por encima.

Recuérdame el gran secreto, Señor: no quedarme en medio, con peligro de dejarme derribar, sino apuntar hacia más arriba.

Es inútil gemir si me siento sacudido con violencia. Quiere decir que la línea de ruta es muy baja. El sereno, la paz están más arriba.

Las tempestades se superan dejándolas abajo. Señor, hazme entender que encuentro la serenidad pasando sobre... Siempre hay algo o alguien que pretende bajarme a su nivel. Dame el coraje de reaccionar contra esta fuerza de atracción hacia

abajo, agarrándome a ti que puedes hacerme emerger de nuevo, tran­quilizado, más allá de la masa de nubes espesa.

Hielo y fuego

Esta vez el cuadro luminoso comunica la temperatura exterior: 64 grados bajo cero. Siento que por la columna me corre un escalofrío helado mientras pretendo imaginar el frío a través del que se desliza nuestra navegación.

Con frecuencia, Señor, me gusta representarme la vida espiritual como un estar al calorcito, bien protegido, junto a ti.

Se me hace difícil admitir que los grandes místicos, los amigos más cercanos a ti, han sabido soportar el frío, la aridez, la noche.

Debo convencerme de que orar no significa necesariamente adver­tir el calor de tu presencia, la suavidad de tu intimidad.

A cierta altura, hace un frío terrible. Para alcanzar las cimas, hay que saber afrontar temperaturas extre­

mas. Señor, hazme comprender que debo poseer, dentro, calor suficien­

te para resistir el sentido del vacío, del hielo, de la muerte, que con frecuencia acompaña tu búsqueda.

Tengo la sospecha, Señor, de que tu luz es con mucha frecuencia tenebrosa y tu fuego congelador.

De todos modos, Señor, creo haber entendido que orar no significa solamente exhalar suspiros tibios.

Puedo y debo orar también... tiritando.

Orar en avión: pasar por encima 131

Llevar consigo el peso

No se comunica el peso que transporta el avión. De todas formas deben ser varias toneladas de equipaje, sin contar el carburante.

La posibilidad del vuelo se asegura por una bien calculada distri­bución de la carga. Solamente así el avión puede estabilizarse en la postura óptima y deslizarse dando una sorprendente sensación de ligereza. Potencia e ingravidez al mismo tiempo.

Así también en la oración, Señor. No puedo hacerme la ilusión de dejar en tierra el equipaje (recuerdo el pequeño drama que me tocó vivir aquella vez que, desembarcando en un aeropuerto egipcio, se me informó de que mi maleta no había volado conmigo...).

Debo alzarme hasta ti llevando «dentro», en la oración, el peso de mi vida y de mi jornada: personas, cosas, problemas, dificultades, preocupaciones, proyectos, amarguras, asuntos varios...

Pero debe ser una carga bien repartida, equilibrada. La armonía se alcanza sabiendo dosificar, con la oración, la carga

de trabajo. Para que la oración no sea evasión hacia lo alto, debo enganchar

en ella la carga de mi vida cotidiana, «darle peso» con el fardo de mis ocupaciones de cada día.

Paradójicamente, debo despegarme de la tierra sin perder contacto con ella. Adquirir ligereza levantando peso. Alzarme hacia ti no sólo desde las bajezas, sino con las bajezas.

La ligereza, la ingravidez en la oración no significa ausencia de peso, sino armonía de pesos.

Se trata de armonizar el esfuerzo con la distensión, el trabajo con la fiesta, el cuerpo con el espíritu, la responsabilidad con el abando­no, las urgencias con la pérdida de tiempo, el pensamiento puesto en ti con el pensamiento puesto en los otros, la contemplación con la concreción, las alturas místicas con los necesarios abajamientos a las necesidades del prójimo, el reloj con lo eterno, el hambre de los otros con la sed de ti.

Es necesario que me convenza de que debo encontrar la línea de vuelo, en la oración, embarcando en ella todo el equipaje de mi expe­riencia cotidiana. Y también algún «paquete» imprevisible, que se me entrega en el último momento.

La carga si va distribuida del modo y en el lugar debido, no sólo no abaja el tono de la oración, sino que le da impulso, vigor, penetra­ción.

Me atrevo incluso a pensar que la «carga» constituye una especie de fuerza propulsiva de mi oración.

Estoy seguro, Señor, de que tú no toleras los estorbos. En compen­sación, agradeces mis pesos. Y gracias a ellos me levanto y me uno a ti.

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132 Las ocasiones de la oración

En la vida espiritual se corre el riesgo de caer, y de dar volteretas peligrosas además de ridiculas, precisamente por falta de peso...

Orar con

En el avión aprendo a rezar «con». Rezo «con» mi pesadez, el cansancio, la debilidad, los miedos. Rezo «con» los pesos que llevo conmigo, es más, «dentro» de mí. Pero sobre todo rezo «con» los otros, y no sólo «por» los otros. Mi salvación está estrechamente unida a la salvación de mis com­

pañeros de viaje. Nadie debe resultarme extraño, ni siquiera ese que se encierra en sí mismo, se envuelve en su sueño, se abstrae con la lectura del periódico, se concentra en su copa de coñac.

Rezo «con» los ausentes. Rezo «con» los de abajo (doce mil metros) y «con» los de arriba

(y aquí los metros no cuentan). Rezo «con» los que siguen otras rutas. Mi oración sólo te alcanza cuando se entrecruza «con» la oración

de todos. También cuando rezo solo, mi oración no es solitaria, aislada, sino

que se injerta en una red, en una ramificación infinita. Mi línea «directa» contigo pasa a través de una comunión, una

densa serie de interferencias. Señor, tú me abres la puerta y me acoges sólo si estoy «con». Padre, tú me reconoces como hijo, solamente si en mi rostro están

los rasgos del hermano.

'Instrumentos a bordo: motores y alas

Pedí a la azafata poder echar una mirada rápida en la cabina de pilotaje. Quedé asombrado ante la complejidad del «cuadro de man­dos». Nunca me hubiera imaginado encontrarme frente a todos aque­llos artefactos sofisticadísimos, frente a aquella infinidad de indicado­res luminosos.

Todo concurre para determinar la «línea de vuelo», para asegurar el normal desarrollo de la navegación aérea.

Así también en la oración. Hay que poner en marcha los motores (fe y amor). Pero es necesario también tener presentes los instrumen­tos de a bordo. Los motores solos no bastan. Es necesario establecer la dirección, evitar los obstáculos, superar las dificultades, escuchar las comunicaciones de tierra, tener a la vista la señal de alarma. To­do debe estar en su sitio.

Para que «funcione» la oración, debe «funcionar» la vida.

Orar en avión: pasar por encima 133

La unión contigo se activa cuando es eficiente la unión con lo de abajo. Para que la oración llegue a destino, es necesario que no falte nada, no falte nadie.

En el fondo, orar es un modo de vigilar, de mantener la cota, de respetar la ruta exacta.

Y después se necesitan, sobre todo, las alas. Señor, he de convencerme de que no hay vida de oración sin equi­

librio humano. Que el sentido común es necesario sobre todo para quien pretende levantarse de la tierra.

También para soportar el choque de la locura evangélica, es nece­sario tener bien extendidas las alas que garantizan estabilidad e impi­den... tropezar con las nubes.

Aterrizaje suave

La oración, para que sea auténtica, tiene que chocar con la realidad concreta, áspera, con frecuencia desagradable.

Si el despegue ha sido violento (hace falta fuerza para arrancarse de las costumbres, de los compromisos y condicionamientos varios), el aterrizaje tiene que ser forzosamente suave, para no destrozar todo, para no provocar desastres.

No se baja en picado. Al despegar, para alcanzar altura, se necesitaba toda la potencia

posible. Pero cuando se trata de bajar, de reencontrar la tierra, de reducir la distancia de los otros —y la oración no puede hacer otra cosa más que enseñarme a anular las distancias— hace falta disminuir progresivamente potencia y velocidad, bajar lentamente, rozar, casi acariciar la tierra.

La persona que ora no choca contra los otros. Los encuentra en la dulzura y en la delicadeza.

La verdadera experiencia de oración, como la experiencia de Dios, debe hacerme no sólo más espiritual, sino más humano, atento, sensi­ble. La densidad humana, no lo que se esfuma, es el certificado de garantía de la oración. La ternura, no la tosquedad, es su autentifica-ción.

Señor, haz que los demás caigan en la cuenta de que te he encon­trado, y que me garanticen la validez de este encuentro, a través de signos de humanidad que traigo a la tierra.

Señor, haz que, después de toda experiencia de oración, reencuen­tre a los demás en la dulzura.

Haz que, después de haberme embriagado en la soledad de las al­turas, encuentre el coraje de abajarme con delicadeza, atento para no destruir, no chocar, no herir.

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Orar en el tren: pasar a través de

El sentido de la precariedad

Sí, la oración también se puede hacer en el tren. Como antídoto contra el aburrimiento y la irritación de las largas esperas.

Algunos matan el tiempo entreteniéndose en palabrerías insulsas. Tú estableces la conversación con un interlocutor invisible. Te aconsejo que no pierdas de vista la ventanilla que encuadra

paisajes en movimiento, siempre mudables y fugaces. Cuadros que se suceden rapidísimamente.

Puede ser la imagen de tu vida: «pasar a través de». Admirar, ma­ravillarse, gozar, observar, a lo mejor llevarse algo, pero sin ser atra­pado, bloqueado por nada. Cultivar el sentido de la provisionalidad, del límite, de la caducidad.

Descubrir la inutilidad de acumular, de poseer. Alegrías y renun­cias. Participación y extrañeza al mismo tiempo. No sustraerse y con­servarse libre. Hacerse útil y no ser utilizable. No rechazar y mante­nerse alejado. Participar y despedirse. Comprometerse y tomar distan­cias.

Hace falta más coraje para perder que para conquistar. Habla con el Señor, déjate instruir por él acerca de esta lección

fundamental de la precariedad. Implorarle simplemente: Concédeme, Dios mío, la capacidad de

no ser detenido por nada y de no retener nada. Dame el sentido de lo eterno, para que sea fiel al instante que pasa. ínstame a recordar el fin, sin falsos miedos, para que no quede aprisionado por lo efíme­ro. Haz que no pierda de vista el fin, para que no corra en el vacío.

Ayúdame a mirar en dirección de lo que está delante, más que a añorar lo que dejo a mis espaldas.

Sobre todo, Señor, te pido que no te veas obligado a arrancarme con fuerza, a desalojarme recurriendo al apremio. Que pueda, aquel día, encontrarme en movimiento hacia ti, libre, ligero, después de haber desocupado anticipadamente, al menos con el corazón, el aloja­miento provisional, e interesándome únicamente por la morada a la que me has acompañado a lo largo de un viaje ya no fugaz.

Orar en el tren: pasar a través de 135

Señor, quiero evitar que sean los otros quienes hagan el inventa­rio, después de mi última partida. Dame coraje para que sea yo, día a día, quien realice los desprendimientos necesarios, las purificaciones y renuncias inevitables, para quedarme con lo esencial que es pobreza y riqueza al mismo tiempo, plenitud en el vacío.

Señor, haz que sobre todo en la oración encuentre una mirada que me permita ver desde el punto de vista del absoluto, captar lo que es definitivo, que no me deje deslumhrar por lo que es vano.

...Pero líbrame de la ilusión. Amén.

El cántico nuevo, o sea, oración de lo insólito en las cosas sólitas

Una nueva mirada atenta a través de la ventanilla. Especialmente si realizas ese viaje con frecuencia, en plazos regulares.

Observa atentamente el paisaje ya tan conocido. Intenta captar de­talles curiosos, aspectos inéditos. Enfoca cambios imperceptibles. Fo­tografía con la mirada las cosas de siempre, pero en las distintas con­diciones de luz, según puntos de vista distintos. Descubre un fondo nunca vista. Métete en una escena que has creado sobre la marcha. Inventa un diálogo entre dos personas que entrevés allá abajo, a dis­tancia. Imagina una situación imprevisible.

Adopta la postura de la sorpresa, no de lo resabido. Y después ora así: «Señor, mi vida discurre a lo largo de los raíles de la regularidad,

esmaltada por los ritmos de la repetitividad. Todo previsto, programado, ya experimentado, en el panorama

chato de las 'cosas de siempre', punteado por la presencia gris de las 'personas de siempre', vivido en medio de la comparecencia, puntual, inexorable, de las 'preocupaciones de siempre'.

A veces tengo la impresión de una vida prefabricada, construida desde fuera.

Antes de empezar, sé lo que me espera, y cómo terminará, Una especie de representación, repetida un número imposible de

veces, según un guión fijo, inmutable. Un canto monótomo, siempre igual, según la misma partitura y

con el mismo tedioso estribillo. Y, sin embargo, tú no puedes ser el Dios del aburrimiento. Cada

don tuyo es nuevo. Cada jornada es invención, no repetición. Cada cita contigo es sorprendente, no programable.

Señor, quiero realizar junto contigo algo nuevo en el contexto ha­bitual. Crear en la repetitividad. Producir lo insólito en el cuadro de las 'cosas sólitas'. Fabricar un modelo especial en la cadena de mon­taje. Esparcirme como criatura libre en la prisión de las 'ocupaciones

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136 Las ocasiones de la oración

de siempre'. Poner fantasía en el oficio. Inventar lo que conozco de memoria. Dejarme sorprender por los vencimientos fijos. Maravillarme frente al no milagro. Jugar en la regularidad. Ser imprevisible en la fidelidad.

Señor, haz que los otros me encuentren siempre disponible, pun­tual... 'en otra parte'. Que puedan siempre contar conmigo 'de otra manera'. Que cada vez me reconozcan distinto, 'irreconocible'.

Señor, manda tu Espíritu a mi existencia ordinaria, para que me sugiera el gesto nunca visto, la palabra inaudita, aun con el respeto escrupuloso de lo que a mí toca. Para que me haga capaz de obtener algo absolutamente original fuera del molde de las ocupaciones ordi­narias y con los materiales habituales. Para que me empuje a inven­tar en la repetitividad. Para que me dé ánimos y pueda abrir un cami­no nuevo siguiendo los raíles de siempre.

Señor, contigo quiero componer cada día, obedeciendo a la misma partitura y utilizando las mismas notas, un cántico nuevo, que rescate de la monotonía el viaje interminable».

Orar en el coche: pasar al lado

Puede ser una oración muy libre. Personalmente, rezo preferentemente el rosario, abandonándome

a una recitación tranquila, con prolongadas paradas meditativas, equi­vocándome a posta en el número de avemarias.

O también me sirvo de algunas jaculatorias, inventando a lo mejor alguna en el momento, según las circunstancias, los imprevistos, los atascos, los panoramas que logro entrever sin distraerme mucho, las personas con quienes me cruzo.

También la «oración del corazón», con la invocación repetida del nombre de Jesús, es muy apta para un viaje en coche.

Muchas veces me sorprendo masticando («rumiando») el versículo de un salmo. Diez. Cien veces.

Para mí la oración en el coche ha de tener dos notas esenciales: —la lentitud —la simpatía.

Lentitud

Para muchos el coche sugiere la idea, más aún el frenesí, de la velocidad.

Sin embargo, es preferible, cuando estás al volante, al menos en lo que respecta a la oración, descubrir la lentitud. Sí, disponer del tiempo, reducir la velocidad para tener más tiempo a disposición.

La semilla de la oración se deposita en mí sólo después que he sido capaz de excavar surcos profundos, conquistando el terreno trozo a trozo, sin prisa.

Existe una fuerza de lo que es lento, obstinado, constante, calmoso, firme.

En la oración pueden resultar peligrosas las llamaradas de entusias­mo, las efervescencias emotivas, los fuegos artificiales de las exalta­ciones pasajeras, los arrebatos del sentimentalismo.

Más que la fulguración, hace falta la llama robusta, alimentada continuamente.

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138 Las ocasiones de la oración

Los africanos usan un término característico del lenguaje swahili: polepole. Que significa despacio, quedamente, con calma, sin excita­ción, pacientemente.

Para llegar a la oración, hay que moverse «polepole». Evitando tanto la excitación como la inercia, las cesiones como las violencias, las fáciles embriagueces pero también los desánimos, el frenesí y la indiferencia, tanto las ilusiones como los desencantos.

Sin sobresaltos (cuando el coche camina a saltos quiere decir que hay una avería, o que el conductor es un principiante poco hábil, peli­groso para él y para los demás), pero decididamente, con constancia; tercamente pero también dulcemente.

Hay que estar decididos a llegar a toda costa, y también a saber esperar pacientemente. A veces la espera relajada, acompañada de calma interior, es el medio más seguro para llegar a destino.

«Polepole». Se llega lejos y en profundidad. Uno se da prisa len­tamente.

Aprende, pues, a orar «polepole», y estarás seguro de no quedarte plantado en mitad de la carretera.

Simpatía

Sí, también existe una «oración de simpatía» que puede nacer en el coche, fatigosamente, con esfuerzo.

Para esto hace falta que broten pensamientos gentiles, juicios bené­volos en relación al prójimo.

«Pensar bien» y «hablar bien» de los otros en la oración. Hacerse defensor, no acusador. Justificar, compadecer, atribuir buenas intenciones a todos. Sobre todo, en vez de obstaculizar, dejar paso, renunciando a la

agresividad, a la rivalidad, a las envidias. La única competición permitida es la de la estima, el único adelan­

tamiento que se hace a gusto es el de la generosidad. Favorecer, echarse a un lado, si llega el caso, para dejar más es­

pacio. Evitar las contiendas —también las mentales— por cuestiones ton­

tas. No dejarse enredar en discusiones fútiles. En una palabra, rezar «pasando al lado». O sea, rozarse, sin hacer­

se abolladuras. Acercarse con discreción. Cruzarse sin toparse. Cono­cerse a través de la simpatía.

Orar «pasando al lado»: ni intrusión, ni lejanía. La armonía se obtiene no con violencias, y mucho menos con pre­

potencias, sino únicamente con la fuerza de la debilidad.

Orar en el metro: pasar dentro

Lo que más me impresiona cuando viajo en metro es la ausencia de la gente.

Sí, la gente está ausente sobre todo en las horas punta, cuando hay mucha gente, no hay sitio, te quitan la respiración, y alguno tiene que conquistar un puesto a empujones.

La gente está ausente en el sentido de que resulta extraña, indife­rente, ensimismada.

Cada uno va preocupado por llegar en el menor tiempo posible, borrando la presencia del prójimo, o aceptándola como estorbo, obstá­culo.

El otro es eliminado, ignorado, incluso si te pisa o te empuja. Todos se mueven juntos, transportados juntos, todos se descolocan

a la vez pegados unos a otros, arrimados, como sardinas en lata, o incluso compenetrados y, sin embargo, cada uno se aisla, levanta muros de separación, me atrevería a decir que construye su celda en aquella enorme prisión viajera.

Y cae uno en la cuenta de que las verdaderas distancias son las que uno excava dentro.

En el metro, con el aliento del prójimo al cuello y su olor no siem­pre agradable encima, logra uno distanciarse del prójimo a años luz.

La oración, entonces, se hace experiencia de comunión, prueba decisiva de cercanía.

La oración en el metro es necesaria para ti y se hace útil para los demás.

No es verdad que la línea recta se la más corta. El camino más breve es el que «entra dentro».

A través de los huecos invisibles creados en las profundidades, tú puedes participar en los problemas de quien está a tu lado y al mismo tiempo lejanísimo, compartir su pena secreta, cargar con algu­na de sus dificultades, echarte encima una parte de su peso.

A través de la oración, tienes la posibilidad de quitar una arruga de aquella frente, de disolver un coágulo de tristeza o de desespera­ción en algún corazón, dulcificar al menos un poco los rasgos de

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140 Las ocasiones de la oración

aquella cara desagradable, hasta hostil, desclavar aquel rostro impe­netrable, dar una pincelada de inteligencia y simpatía a aquel otro.

Sí, gracias a la oración, te está permitido entrar, de puntillas, clan­destina pero respetuosamente, en el mundo del otro, y llevarle al me­nos una sonrisa del corazón, regalarle un poco de dulzura, declararle en silencio toda tu comprensión.

Construye tú también tu celda. Pero preocúpate de que sea una celda «comunicante».

Orar en la autopista: dejar pasar

A veces, en la autopista, levanto el pie del acelerador, y me salgo en un área de descanso.

Ninguna avería, ningún aviso de sueño. Sólo las ganas de parar, y pronunciar a media voz alguna palabra que contraste con el zumbi­do de los motores.

Abro el libro de los salmos. «Oh Dios, tú mereces ser alabado...» (Sal 65, 2). También en la

autopista. «Todos los días te bendeciré alabaré tu nombre sin cesar» (Sal 145, 2). También en medio de

gente iracunda. «El Señor es bondadoso con todos, a todas sus obras alcanza su ternura» (Sal 145, 9). También a esos rostros duros, tensos, que pasan junto a mí como

flechas. No oro sólo en nombre de todas las criaturas. El hombre que alaba «reza con». Es un acto de imperio, de poder.

Convoca, en un punto, el punto de su oración, a los seres más lejanos, consigue mover «montes y colinas» (no tengo una fe capaz de mover montañas, pero siempre tengo a disposición la alabanza que puede obtener ese resultado), árboles, fieras, reptiles.

La criatura de la alabanza fuerza a la obediencia. Obliga incluso a los reyes, a los grandes de la tierra, a los gobernantes, a los pode­rosos, a reconocer que solamente el Señor es «grande y digno de ala­banza».

En la autopista, con la partitura de los salmos apoyada en el volan­te, realizo el juego prohibido del director de orquesta que nunca seré. Es como si tuviese en la mano la batuta sutil. Y doy la señal de empe­zar. Primero hacia lo alto:

«Alabad al Señor desde los cielos...» (Sal 148, 1). Hago guiños al sol y a la luna. Y después obligo a intervenir al mar, al fuego, al viento, al rocío,

a la nieve, a la escarcha, a los pájaros, a «los viejos junto con los ni­ños...».

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142 Las ocasiones de la oración

El concierto depende de mí. Decido por los solos y por los coros estruendosos. Tengo la posibilidad de hacer participar con un gesto a quien quiero. Todos los instrumentos están a mi disposición.

Nadie puede tanto como el hombre de oración. Nada ni nadie resiste a la criatura de alabanza. La acción de gracias convoca a todas las criaturas y las lleva a la

fuente. Parado en un lugar cualquiera y ruidoso de la autopista, tengo la

posibilidad de dirigir el tráfico del universo en dirección al... punto ele partida.

«Grandes son las obras del Señor...» es el equivalente de la expre­sión: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1, 12). Pero esta vez el hom­bre es quien manifiesta aprecio y hace cumplidos al Autor.

A dos pasos, la carrera continúa desenfrenada. Lo entiendo. Hay que ganarse la vida. Y yo me empeño en repetir:

«Abres tu mano y sacias de favores a todo viviente» (Sal 145, 16). Todos con el aire de decir: «Si yo no estuviera...». Y me divierto corrigiendo: «El da alimento a todos los vivientes» (Sal 136, 25). Solamente desde una ventanilla abierta en el carril de la autopista,

se puede lanzar el desafío: «No se fija en el brío del caballo, ni se complace en los músculos del hombre...» (Sal 147, 10).

Siempre espero que un día alguien se me acerque: —¿Necesita que le eche una mano? —No, necesitaría su voz. Y pasarle el libro, donde está escrito: «Es hermoso cantar a nuestro Dios...». Y marchar invocando: «Indícame el camino a seguir» (Sal 143, 8). Y tener la impresión, aunque tenga que entrar en dirección obliga­

toria, de recorrer una carretera distinta. Es más, de andar a contra mano. La única dirección justa para el cristiano.

La oración, entre ricino y baobab

Muchos jóvenes (y no solamente jóvenes por la edad), hoy, han descubierto la oración.

Una oración liberada de las costras devocionales y restituida a la frescura y a la espontaneidad, también al riesgo, del diálogo con Dios.

Una oración en que las palabras ya no prevalecen sobre todo, sino que se las hace callar por espacios cada vez más largos concedidos al silencio.

Una oración en estrecha unión con la palabra de Dios: escuchada, leída, meditada, contemplada y, por eso, rezada. Por esta razón las gloriosas «prácticas de piedad» han dejado el sitio al libro por exce­lencia.

Sin embargo —uno de los frutos más decisivos madurados por el concilio y por el posconcilio—, no está libre de algunas ambigüeda­des y hasta de peligros.

Todo esto lo veo sintetizado por la experiencia final de Jonás, el profeta especialista en fugas.

Se imponen dos imágenes de desconcertante actualidad: la «cabana de ramaje» y la «planta de ricino» (4, 5-6).

Hoy, muchos cristianos se han convencido de que la oración sola­mente es posible «saliendo de la ciudad», precisamente lo que hizo Jonás asqueado de tantas cosas desagradables, sobre las que acababa de arrojar un abanico de palabras expeditivas de condena.

Los cabanas, en varias versiones, se han multiplicado a un ritmo impresionante, en estos últimos tiempos. Yo mismo me he refugiado, durante algunos años, en una de ellas, muy amplia y agradable (pero en vez de ricino había pinos, abetos y alerces).

Allí se espera a esos que, cada día más numerosos, «escapan» de la ciudad.

Pero en honor a la verdad también existe algún profeta que, aban­donando «la cabana de ramaje», baja con frecuencia y con gusto a la ciudad a hablar de su... soledad, de su silencio, de su rechazo del mercado ruidoso, de su paz.

Difícilmente este «invitado» se detiene para pasar la noche en la ciudad. Demasiado ruido, excesivo aire contaminado, mucha gente extraña que te obstaculiza el camino y te quita espacio.

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144 Las ocasiones de la oración

No se puede orar, en la ciudad. Y tampoco descansar. Para estos la salvación consistiría en multiplicar esas cabanas y

dedicarse a un cultivo intensivo de plantas de ricino. Sí, hay también quienes sólo logran orar a la sombra familiar del

ricino. «El Señor hizo que creciera una planta de ricino por encima de

la cabeza de Jonás para darle sombra y librarlo de su enojo. Y en efecto, el ricino llenó de alegría a Jonás» (4, 6).

El ricino como símbolo de piedad confortable, de rechazo de las realidades más incómodas, del individualismo más refinado (compren­dido, naturalmente, el individualismo... comunitario que hoy arrecia), de la vocación de ser unos «separados».

Orar a la sombra del ricino significa orar por los otros, pero sin encontrar nunca el coraje y la humildad de bajar del monte privado para rezar con los otros.

El mal de que adolecen estos devotos retoños de Jonás es el mal de los otros, la extrañeza, el privilegio, la alergia a lo distinto.

Su mal sin duda es el mal de cabeza, difícilmente el mal de cora­zón.

Preocupados, e incluso angustiados por todo lo que sucede en la «gran ciudad», de la que ellos han tomado distancias con desdén.

Indignados por los errores, las desviaciones, la pérdida de valores, la búsqueda del placer y el bienestar (ellos se contentan con un poco de poder, para convertir mejor, ¡se entiende!), las desobediencias aje­nas, el rechazo de las normas morales.

Desde la sombra de su refinada planta de ricino lanzan acusacio­nes, descalificaciones, invectivas, excomuniones, previsiones catastró­ficas, contra «más de ciento veinte mil personas» que no son como ellos.

Su tranquilizadora planta de ricino se transforma en una ventani­lla autorizada, desde la que se expiden «certificados de cristianismo» y, con más frecuencia, se retira a los transgresores el carnet de cris­tiano.

La planta de ricino se convierte así en la medida, en la balanza para verificar la ortodoxia, pesar la fidelidad y el amor a la Iglesia.

Los frutos de la oración madurada a la sombra de la planta de ri­cino son: la presunción, el menosprecio fácil, las condenas implaca­bles, la seguridad arrogante, la destrucción del adversario, la incapa­cidad de ver (ceguera satisfecha), más allá de la «conducta malvada», los gérmenes secretos de lo verdadero, hermoso y bueno que también actúan en el subsuelo de Nínive y que llevarán, no a la destrucción sino a experimentar cómo se «convierte» el Señor de la amenaza al perdón.

La oración, entre ricino y baobab 145

Es imposible, a la sombra del ricino, mientras se acaricia con can­tinelas espirituales el propio dolor de cabeza, aceptar la imagen, y los consiguientes comportamientos, de un «Dios clemente, compasivo, paciente y misericordioso...» (4, 2), que se preocupa, no de asegurar un espacio protegido a su profeta enojado, sino de inventar un plan de salvación para «más de ciento veinte mil personas» y «una gran cantidad de animales».

En África terminé por no poder soportar el raquítico ricino con su sombra exigua.

Sin embargo he aceptado el inmenso baobad, a cuya sombra fresca se acuclillan en círculo todos los habitantes de la aldea, para hablar, contar, mirarse a los ojos (bajo el baobad no se habla el lenguaje com­placido, la jerga especializada característica de los clientes del ricino, sino la lengua de la aldea, de uso común, hecha para entenderse, no para distinguirse).

Y he aceptado también el gran mango, que ofrece los mismos frutos gustosísimos a quien se agache para cogerlos de la tierra.

El ricino, o sea, la terrible enfermedad del fariseísmo. El baobad, o sea, la ley de la solidaridad. Quien se para, individual o colectivamente, a la sombra del ricino,

no se cura de su mal, sino que lo prolonga, lo dilata. Porque esa plan­ta, más que medicinal, es productora de veneno.

Quien es asiduo al árbol de mango termina por aprender que los frutos más gustosos son los que se ofrecen, a todos, por ese Dios que se deja conmover por el ayuno de los habitantes de Nínive más que por los lloriqueos de su profeta. Frutos que solamente se pueden co­mer estando «juntos».

Está bien, además es necesario, que alguno viva apartado bajo su «cabana de ramaje». Pero este, cuando baje a la ciudad, o también cuando alguien lo alcance en la colina solitaria, ha de sentir el deber de enseñar a todos a construir una «cabana de ramaje» en medio de los condominios, en los barrios llenos de gente. Es inútil magnificar el milagro del «desierto que florece» para quienes nunca lograrán al­canzar el desierto, porque están aprisionados en la ciudad por el pro­blema del pan. Es necesario, más bien, ayudar a descubrir la posibili­dad de hacer florecer el asfalto. Crear la sospecha de que también en las aceras puede brotar una fuente...

En cuanto al ricino, luego, hay una sola receta para curar el dolor de cabeza: suplantarlo por el dolor de corazón.

Hombre de oración, has de convencerte de que nadie se beneficia de tu dolor de cabeza al reparo de la planta de ricino.

Sin embargo, muchos ganarán todo si permites al sol más implaca­ble caer sobre tu árida cabeza (4, 8), si sales a la intemperie, con tu

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146 Las ocasiones de la oración

incurable pasión por los otros, en el vasto campo donde actúa la mi­sericordia de Dios.

En el fondo, el error de Jonás fue el de pronunciar aquella estu­penda oración dirigida a Dios en la «cabana de ramaje».

Aquellas palabras iban destinadas a los hombres que se movían allá abajo en Nínive, e iban dirigidas a ellos insistentemente: «...Dios clemente, compasivo, paciente y misericordioso...».

Palabras que hacen secar la planta de ricino y te llevan de nuevo a la «gran ciudad», donde se juega la salvación de todos, comprendi­da la del pequeño, testarudo profeta que se había hecho la ilusión de «ponerse a salvo» en su refugio especial.

Orar a la sombra del ricino significa colocarse en una especie de ridículo punto de observación desde el que se cree que va a asistir a la catástrofe inminente.

Orar «a la intemperie» quiere decir aceptar no verse libres de la amenazadora misericordia del Señor...

Rezar con los árboles

Más que a mi casa, quiero al nogal que se levanta imponente fren­te a ella.

Si desapareciese esa gran planta, probablemente no seguiría vivien­do en esa casa.

Por la mañana, cuando aún es de noche, me pongo a trabajar con la mesa arrimada a la ventana que encuadra al nogal. Me gusta ver la primera luz que juega con sus ramas, el sol que se abre paso entre las hojas, escuchar los pájaros que hilvanan sus conciertos.

El primer año el nogal me regaló una cantidad desproporcionada de frutos. De esa abundancia participaron también los vecinos.

El año siguiente parece que se había arrepentido de tanta prodiga­lidad. Por más que miraba con atención, no descubría ni una nuez.

Limpiaba escrupulosamente la hierba nacida a su sombra, quitan­do la colcha de hojas. Nada. Ni la más minúscula, rugosa nuez. La planta, evidentemente, se había tomado un año sabático. Decorativa y basta.

Jugaba con las auroras y los atardeceres; cada vez ofrecía una hos­pitalidad más amplia a pájaros, jilgueros, petirrojos, verderones, mir­los; se divertía peligrosamente con el viento, perdiendo alguna rama. Pero parecía que se había olvidado de que era un nogal, obligado a producir nueces.

Siempre que miraba al árbol, me sentía obligado a comentar: —Por qué será que este año ni siquiera una nuez... Un día, mientras hacía que un amigo admirase la planta (una espe­

cie de rito obligado antes de entrar en casa), dije con mal disimulado disgusto:

—Hermoso, ¿verdad? Pero este año no se ha dignado ofrecer ni una nuez...

No había terminado de pronunciar la última palabra, cuando recibí un golpe en plena frente de un proyectil con mira infalible. No se trataba de una piedra, ni de un pájaro inaprensivo. Era una nuez. La única. Caída precisamente en aquel momento para desmentirme.

Recogí el proyectil y después, cuando el amigo marchó, me senté a los pies del árbol.

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148 Las ocasiones de la oración

Y me puse a rezar, acariciando la nuez que tenía en la mano: «Señor, gracias por la lección un poco ruda que me has dado hoy

a través de mi nogal. También en este año de aridez —determinado quién sabe por qué

causas— ha cumplido con su deber. Todo lo que podía. Una nuez encogida. Cansada, escasa, pero regular, exacta (hasta demasiado...).

Señor, así querría que fuese siempre mi vida. No todas las estacio­nes son favorables. Haz que incluso en las jornadas menos felices lo­gre, aunque sea con un esfuerzo enorme, producir al menos un fruto modesto de bien. Pobre hasta donde se quiera, pero al fin siempre un fruto.

No debo alegar la coartada de las circunstancias adversas (hielo, viento contrario, clima duro en torno a mí) para evitar el compromi­so de hacer algo bueno.

Si no logro hacer todo, sí debo conseguir juntar un fragmento. Si no tengo fuerza y coraje suficientes para abrir de par en par la

puerta, es necesario que tenga abierto por lo menos un ventanuco. A costa de machucarme los dedos.

Señor, convénceme de que, para ti, una cosecha suficiente, en cier­tas circunstancias difíciles, puede ser incluso una sola nuez.

Otra cosa, Señor, mi nogal sabe dos maneras de entregar sus fru­tos: dejarlos caer a tierra, o también someterse al vareo. Y aunque prefiera el primer sistema, no se libra de las sacudidas de los largos varales.

Así debe ser también respecto a mi caridad. Es verdad que es mucho más fácil conceder. Y, sin embargo, muchas veces, también hay que 'dejarse coger',

hacerse disponible a la sacudida despiadada. En la cruz, tú estabas expuesto a los golpes. Y tenías las manos

clavadas. Todos se aprovecharon de esta circunstancia. Y tú te has 'entregado' sin oponer resistencia.

Las manos clavadas son lo opuesto a las manos cerradas. Repre­sentan el máximo de la generosidad.

Solamente quisiera pedirte que, en el caso no ciertamente infre­cuente de una caridad costosa, no 'hiera' en la cabeza al prójimo con mi única nuez.

Quisiera saber ofrecer siempre mi pobre fruto con delicadeza, respeto. Si es necesario, rompiendo con mis manos desnudas la casca­ra dura».

Orar bajo un castaño deshojado por un rayo

Si quieres saber dónde está Cademario, en una día limpio, has de fijarte en un árbol, allá arriba en la cima. Tiene decenas de brazos esqueléticos para indicar que el pueblo es precisamente aquel. Incon­fundibles, tanto el árbol como el pueblo.

Mucha gente, una vez que ha subido allá arriba, va a buscar el ár­bol, que ya se ha convertido en elemento inmutable del paisaje. Des­de aquel punto se ofrece —a quien es capaz de maravillarse— uno de los panoramas más completos del Ticino.

Pero pocos se interesan por las peripecias de aquel castaño altísi­mo, promovido a símbolo característico de Cademario.

Está asomado sobre un gran valle tomado por la infilación de las corrientes. Cuando se desata una tormenta en aquel lugar, rayos y truenos se desencadenan en un aquelarre infernal. El árbol, en su lar­ga existencia, ha bailado ya decenas y decenas de veces al son de esa zarabanda pavorosa.

Parece que los rayos se han pasado la voz y le tienen enfilado: se ensañan con ganas en él. Cada vez nos guarda algo. Las quemaduras son evidentes. Como también las ramas tronchadas.

El árbol, ya experto, no se aventura ni siquiera a recubrir de ver­de sus ramas. Las tiene perennemente secas. Parece vestir únicamen­te el vestido de invierno, que para un árbol consiste en estar comple­tamente desnudo.

Solamente abajo, a distancia prudencial de la cima, crece una ex­traña cabellera formada por muchas ramitas, que tiene toda la aparien­cia de una segunda planta desarrollada en el tronco, aparentemente muerto, de la planta principal.

El musgo y yedra envuelven el tronco deteniéndose a tres metros del suelo. Más arriba no se arriesgan, temen evidentemente las quema­duras.

Así el castaño parece un árbol al revés, con las raíces en lo alto, enmarañadas en el cielo.

Esta planta tiene un no sé qué de dramático y patético al mismo tiempo. Símbolo de derrota y resistencia a la vez.

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¡50 Las ocasiones de la oración

Golpeada, pero no humillada. Despojada, violentada, conservando al mismo tiempo intacta su dignidad. A pesar de los quebrantos y de las acometidas continuas, se obstina en tener la cabeza alta.

No se rinde y monta constantemente, como un centinela un poco desplumado, sus interminables turnos de guardia sobre el borde peli­groso del gran valle.

Ha padecido numerosos ultrajes y, sin embargo, no desiste. Es más, su presencia representa una especie de desafío.

Gloriosa en sus infinitas mutilaciones. No está en condiciones de ofrecer sombra —en cuanto a los fru­

tos, ha dejado de producirlos después del susto provocado por el pri­mer rayo— sino solamente un preciso punto de referencia.

Su vida está completamente cerrada hacia dentro. Veo ese árbol, que está precisamente debajo de mi casa, seco, sin

hojas, con las ramas desnudas lanzadas hacia el cielo, las puntas cla­vadas en el azul (o en el gris), como un árbol que reza. Su oración es una oración que aparentemente no lo es. Así como esa es una plan­ta que posee solamente el esqueleto de la planta.

La misma corteza se presenta horrendamente destrozada, con bre­chas de dos palmos de profundidad. En muchas partes, la corteza ha sido arrancada a grandes jirones. Más que un árbol desnudo, es un árbol desollado. Sin ni siquiera el revestimiento de la piel.

Personalmente, por la tarde, cuando los turistas ya se han marcha­do, me acurruco debajo de él, y me pongo a «rezar junto con él», silenciosamente.

El expolio representa una condición esencial para la oración. No hay oración sin una descarnada pobreza. Algunas personas hacen como que rezan, porque tienen la preten­

sión de presentarse ante Dios, de exhibirse frente a él, revestidos y adornados —como el fariseo— de sus virtudes, seguridades, superiori­dad respecto a los otros, joyas espirituales, collares de buenas obras, uniformes y eslóganes expuestos a la atención. Se parecen a los árbo­les de navidad, sobrecargados de todo bien de Dios, pero donde Dios no encuentra sitio.

Tienen las manos abiertas, para ofrecer o recibir dones, pero ¡ay! si se encontrasen como mi árbol, con las puntas de los dedos chamus­cadas.

Quieren la luz, una luz confortable, no la cegadora del rayo, que reduce a cenizas perifollos y oropeles.

Tienen miedo de la desnudez de «mi» árbol, del expolio lacerante del pecador convencido.

Pero bienaventurado quien usa las manos para arrancarse de enci­ma cintas y flecos, estorbos y adornos. O, mejor, quien se expone sin

Orar bajo un castaño deshojado por un rayo 151

defensas, con los brazos levantados, hacia el cielo oscuro donde se persiguen los rayos.

Tengo que convencerme de que no hay experiencia de Dios sin disponibilidad para ser investido y sacudido por el huracán, para resis­tir en equilibrio sobre el borde del abismo.

Dios te da la vida, después de haberte dejado desfallecido. Sus caricias te arañan la piel. Sus ternuras te dejan chamuscado todo el cuerpo. Después de una canción suya de amor, puedes descubrirte desga­

rrado. Desolado en la consolación. Su abrazo te tritura los huesos. «El torrente de sus delicias» te seca. Su voz, habitualmente, es la del silencio. Pero alguna vez es tam­

bién la del trueno. Sus gracias te caen encima como una granizada devastadora. La dulzura de Dios es muy áspera. Su paz hirviente de turbulencias. Su intimidad se desarrolla en terrenos áridos, en pedregales deso­

lados. Dios te da seguridad haciéndote sentir todos los terrores. La imagen de la oración como «refugio» es parcial. La mayor par­

te de las veces la oración «te expone», indefenso, ante la tempestad. Te da solidez desarraigándote. Orar, en efecto, es tener las raíces

plantadas en lo alto, precisamente como el castaño de Cademario. La oración «construye» al hombre desde dentro, a través de una

sucesión inexorable de sacudidas, desalientos y ruinas. La ternura del hombre de oración rezuma de su corteza ruda y

martirizada. El hombre de oración no es una criatura ordenada, compuesta, de

bien, blanda, muelle, relimpio como Dios manda, mesurado en sus gestos. Lleva encima un algo de exacerbado (es la desmesura de Dios), de selvático. Te da la impresión de una armonía conseguida a través de un crescendo de disonancias. Algo de intacto conservado a través de infinitas laceraciones,

No te deja vivir a su sombra, primero porque no tiene sombra que ofrecer, ni resguardo, ni protección. Si no permaneces clavado en la zona prudente de tu mediocridad, él te empuja hacia el abismo.

«Mi» árbol desnudo, en el fondo, es un árbol milagrado, después de haber sido fulminado.

Me hace entender que la oración no es la estación de los frutos, y tampoco de las hojas o de las flores.

Es un invierno interminable, que hiela sin piedad cualquier preten­sión nuestra, pero guarda, en alguna zona secreta, el calor de la espe­ranza.

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La oración del abedul

Quien no se ha parado a contemplar los juegos de luz que hace el sol en un bosque de abedules, hacia el atardecer, no sabe lo que significa «orar en la belleza». Y tampoco cómo puede despuntar un deseo irresistible de «dar las gracias». Viene a la mente la expresión salida de la boca del protagonista de la película «Bailando con lobos». Encantado ante un escenario natural que quita el hipo, sólo logra bal­bucear:

—Sea Dios lo que sea, hoy siento la necesidad de decirle gracias... Pero hay un aspecto particular que pretendo subrayar a propósito

de los abedules. El tronco está revestido de una película sutilísima, delicada, casi

transparente en su irisación gris-perla. Cuando lo acaricias, percibes una agradable sensación de suavidad, que dura en ti largo tiempo. Y, cuando retiras la mano, te das cuenta de que se te ha quedado pegado algo así como una capa de polvo suave.

Pero una observación atenta te lleva a descubrir que, bajo aquella película delicada, los abedules —especialmente los más viejos— tie­nen una corteza tosca, y además más áspera y torturada que la de los otros árboles.

A veces se dice para justificar a ciertos individuos «espirituales» de posturas antipáticas, ariscas:

—Sabes... tiene una corteza un poco dura. Pero, en el fondo fondo, es muy bueno. Haz por comprender...

Yo, sin embargo, quisiera rezar para que el Señor me hiciese bue­no, delicado, fino, también por fuera, como al abedul.

A los demás no les sirve que yo sea bueno «en el fondo fondo». Tienen derecho a recibir una sensación de ternura, cordialidad, genti­leza también por el contacto exterior, sin necesidad de tener que ima­ginarla «en el fondo fondo».

Al hablar de Francisco de Asís, la Leyenda perusina pone el si­guiente título: «De la austeridad del santo consigo mismo y de la dis­creta dulzura hacia los demás».

Pero parece que algunos han logrado volver las cosas del revés...

La oración de abedul 153

Sí, Señor, quisiera poseer, como el abedul, el coraje de construirme una corteza dura, capaz de soportar contrariedades, dificultades y gol­pes. Una corteza que implica un severo control de mí mismo.

Tengo que aprender a ser «intratable» conmigo mismo, exigente, y hasta intransigente, sin concesiones a mi debilidad.

Pero todo esto, Señor, quisiera que estuviese «revestido» de ama­bilidad, dulzura, afabilidad, paciencia, sensibilidad, tolerancia, delica­deza, humanidad, misericordia, comprensión (Col 3, 12; Gal 5, 22).

Haz, Señor, que nadie, en contacto conmigo, saque la sensación desagradable de una caridad erizada, huraña, hiriente, arisca.

Que nadie se vea obligado a hacer el esfuerzo de creerme bueno «en el fondo fondo».

Y, si no hay más remedio que alguien imagine lo que soy «en el fondo fondo», que sospeche solamente ese poco de disciplina interior, esfuerzo, rigor, trabajo incesante sobre mí mismo, que está bajo el revestimiento «acariciador» del abedul.

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Orar a Dios en el templo del dolor

Una página de las más intensas de Peter Lippert. «Me fastidia la vida que tú pretendes de mí, pero me estremezco

más aún ante el apagarse de esta vida, ante tu severa mensajera, la muerte, ante lo desconocido a que ésta me conduce.

Tú conoces el misterio, pero para mí es tiniebla horrenda. Tú no has pronunciado aún una palabra clara, clarificadora y comprensible acerca de la oscura noche de la muerte. Has hablado de ella, pero de manera que nos hemos quedado en nuestra ignorancia.

Debo confesártelo: tengo tanta ansia y tanto miedo de estar junto a ti. Mientras aún te siento lejos, a veces me roza la duda y, sin em­bargo, sé con implacable certeza que estaré cerca de ti, y tiemblo ya ahora pensando en aquel momento en que toda duda se convertirá en certeza meridiana. ¿Cómo será esa luz despiadada?

He ahí, ante ti, mi corazón desbordante. Todo se mezcla y se con­funde: alegría y dolor, gratitud e ira, ternura y amargura, la caridad del 'tú' y la obstinación del 'yo'.

Entreveo en mí imágenes sombrías, semejantes a espectros noctur­nos, que cuanto más se acercan a mí más grandes se hacen, como gi­gantes monstruosos. Cada aliento que me roza se transforma en pode­rosa tormenta y todo lo demás se queda pequeño. Consolaciones, ale­grías y luz se retiran lejos, a los márgenes de la tempestad. Y cuan­do después yo me muevo hacia esas pequeñas cosas, éstas se agigan­tan en tiniebla imprevista y me embisten como nueva tormenta. Mi vida está llena de estos espantosos gigantes que avanzan hacia mí en filas compactas. De lejos parecen pequeños, pero acercándose se agi­gantan en su monstruosa grandeza.

No logro decirte exactamente cuáles son mis sensaciones, no pue­do expresarlas, son tan caóticas, densas e inanes... La opresión me sofoca y crece, colmando todo de una horrible nausea. Entonces mi deseo se dirige a esa nada a la que tengo tanto miedo. Pero eso no se me concede. Te llevo este corazón mío hinchado y vacío, mientras las cosas indecibles, indescriptibles e infinitas que contiene levantan a ti su lamento.

Orar a Dios en el templo del dolor 755

Sí, quiero lamentarme y gemir ante ti. No creas que he venido a hablarte tranquilamente. No, no, llamo a tu puerta con el puño cerra­do y mi grito subirá hasta ti, tan indómito y salvaje, que tendrás que escucharlo.

Mis manos se agarran a ti y piden ayuda... ...Voy a ti sin pudor; como un mendigo que a lo largo de las ca­

rreteras del mundo ha perdido todo el decoro. No me avergüenzo an­te ti, me pongo de rodillas y te presiono, te acoso y no cedo.

Date prisa, Señor, date prisa a ayudarme. Así soy yo, así eres tú, que me obligas a rechazar todo pudor ver­

gonzoso y a arrancar de mi mentira los últimos miserables velos. Tú eres verdad y posees mi verdad aquí abajo, porque verdad se reúne a verdad. No puedes rechazar al nombre que no siente vergüenza, porque él viene a ti en su realidad. No puedes revestir al desnudo. Pero tú pliegas como paño de púrpura mi dolor dilatado y convulsivo y lo pones sobre tu corazón, como si fuese un regalo mío, dulce re­cuerdo de mi afecto. Tú le das sentido y lo conservas junto a ti, por­que yo lo he llevado a ti.

Toma entonces este corazón mío hinchado y vacío. Con mis ma­nos temblorosas lo pongo en las tuyas. Que se cumpla en él tu volun­tad. No quiero hablar más de esto, ya no quiero presentar reserva al­guna. Ya no quiero observar más tus manos y lo que hacen, y lo que dejan de hacer.

Cierro los ojos, para no ver lo que tú harás. Tengo confianza en ti: te he consagrado la solitaria y oscura capilla de mi vida. Te he hecho Dios en el templo de mi dolor. Te he hecho confidente de mi intimidad más secreta, testigo de mi unión, compañero de mi soledad.

Oh silencioso guardián de mis tesoros, extranjero que he introduci­do como huésped bajo mi tienda, sin ni siquiera saber que eras tú, is­la a la que llegué sin saber dónde estaba.

No permitas que sea arrastrado por el torbellino del miedo. Tú eres la tierra firme en los confines de mis rechazos, eres el puente tendido por encima de mis simas, el lugar secreto donde reencontraré mi todo: todo lo que ya no poseo y todo lo que aún perderé. No sé dónde está, pero sé que existe en un punto del infinito y allí estoy presente con todas las cosas que amo, con mi eternidad y con todas las horas san­tas y suaves que se me han concedido...

...No me he replegado sobre ti como en un refugio evasivo, sino para que, mientras me desviaba, habiendo perdido el camino, descu­briese que tú eres la vía...

...Cuando la nave de mi desesperación atracó en tus riberas, enton­ces conocí tu sólida firmeza, o playa, más allá de las tempestades del mar.

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156 Las ocasiones de la oración

¡En mi vacío sentí con qué satisfacción tú me sabes calmar, oh fuente de todo ser! Mientras me sentía desfallecer, experimenté cuan poderoso eres, oh mano que todo lo sostiene. Mientras mis esperanzas caían, comprendí que tú llenas el futuro, que el futuro ya está presen­te en ti, que tú estás presente en todas las cosas que vendrán. Presen­te también en la nada, si es que la nada tuviera que sobrevenir. Tú, camino de todo camino, guía de toda peregrinación, portador de todo lo que debe venir. Tú que estás más allá de todo lo que nos trascien­de.

Sí, yo he alcanzado los cimientos del universo, el fondo de sus simas. Debería caer, precipitarme sin ayuda, sin parada, con una verti­ginosa velocidad que me cortara la respiración; y cayendo medir los infinitos rellanos del mundo, hasta los últimos cimientos, donde estos se apoyan en ti.

Tú eres el camino que no se puede recorrer tranquilamente espe­culando y experimentando, altura que no se puede medir trabajando, construyendo y acumulando nuestras fatigas una sobre otra.

Sólo cuando, agarrado por el torbellino del dolor, me precipité en la oscuridad sin fin, llegué a ti. En mi caída he atravesado el mundo, lo he atravesado llegando hasta ti.

Cuando mi corazón se rompió bajo el ímpetu del dolor, te llevé los fragmentos de la copa de alabastro. Supe entonces que siempre te había llevado en mí. El dolor más agudo me viene del amor que tú me habías dado y en el abismo extremo de mi dolor llegué hasta ti»1.

1. P. Uppert, Giobbe parla con Dio, Roma 1945, 157-160.

Orar en el desierto

Cuando oigas hablar del desierto, por favor, no vayas a buscarlo en el mapa.

No sueñes un desierto inalcanzable. No imagines un desierto imposible. No, no existe el desierto como lugar protegido, no molestado, pa­

ra el encuentro con Dios. Existe una voluntad de desierto, un empeño tenaz de soledad, una

obstinación de espera, una capacidad de soportar todos los retrasos, una búsqueda apasionada de interioridad, una sed de autenticidad.

El espacio para la creación del desierto hay que sacarlo allí donde te encuentres, donde trabajas, vives, amas, sufres. Con esos horarios, esos compromisos, esas responsabilidades.

Tienes que arrancar el espacio al bullicio, a las distracciones, a las cosas urgentes, a las incitaciones de la plaza.

No se te ofrece el desierto como una estera o como una alfombra para la oración. Tienes que conseguirlo tú, tomártelo siempre.

Cada instante puede contener la gracia del desierto. Pero, por tu parte, es necesario que te rebeles contra la esclavitud del reloj, te alejes del mercado, te niegues a la superficialidad, bajes del escenario, no te entregues a las charlatanerías, tengas miedo al vacío.

En un autobús lleno de gente, haciendo cola en el peaje de la auto­pista o ante la ventanilla de una oficina pública, en el andén del me­tro, en el caos del tráfico callejero, o también en casa cuando el tele­visor del vecino no te deja en paz y sobre tu cabeza se desencadena la barahúnda de los niños de los inefables señores del quinto piso, o cuando en la calle enloquece el ruido de las motos trepidantes, y cuan­do en el descansillo de la escalera dos deportistas discuten animada­mente, y el teléfono suena una vez más para anunciar a ese despistado que se equivocó de número... Pues, bien estáte atento: esas y no otras son las condiciones reales para tu desierto.

No te escapes. No te enfades. No lo dejes para mañana. Ponte de rodillas. Sumérgete en esa soledad molestada. Deja que tu silencio se vea fastidiado por aquel bullicio.

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158 Las ocasiones de la oración

El desierto comienza cuando, permaneciendo en tu puesto, decides estar en otra parte.

Tu desierto tienes que hacerlo, rehacerlo cada día. Un desierto donde el silencio no está ya listo, a disposición. Sino

donde antes es necesario apagar los ruidos, frenar la carrera afanosa, arrancarse del engranaje.

Todo lo que se sustrae a la disipación, a la vanidad, a la esclavitud del hacer, al ruido, a la feria, a la idolatría, y se consagra al único Se­ñor, es el verdadero desierto.

Cuando una persona establece una línea de resistencia a la futili­dad, a la contaminación de la estupidez, a los venenos del compro­miso y de la abdicación, a los ritos de las apariencias, a los chanta­jes de las conveniencias, se convierte en hombre del desierto.

Aquí, donde has aprendido finalmente a pararte, Dios viene a bus­carte.

Dios visita «lugares de interioridad». Para él no hay diferencia en­tre choza y rascacielos, entre arena y cemento, entre montaña y asfal­to. El sabe que es posible construir una celda también en la pequenez de un apartamento cualquiera, en una casona cualquiera, igual a milla­res.

El tiene necesidad de individuos que sustituyan la prisa por la vi­gilancia. La ansiedad por la esperanza. La impaciencia por la espera. El rostro, por las máscaras...

Orar en familia, ¿por qué no?

No entiendo por qué, cuando uno «descubre la oración», normal­mente se va a rezar a un eremitorio, con el grupo, en la parroquia, en un cenáculo «exclusivo», y no comparte su descubrimiento con los de casa.

No entiendo por qué, cuando hay algún peligro a la vista, se man­da a uno que encienda una vela en la iglesia, que encargue una misa, que dé una limosna en el asilo, que lo encomiende a la oración de las monjas, y no se nos ocurre que protegernos en familia.

No entiendo por qué, cuando se crean dificultades en las relacio­nes, no se nos ocurre ni por asomo ponernos a rezar juntos.

No entiendo por qué, cuando se habla de «lugares de oración», no se presenta la duda de que uno de los más antiguos lugares de oración y siempre nuevos, es más el primero, pueda ser el doméstico.

No entiendo por qué uno se lamenta de que la familia está en crisis, y ninguno de los interesados piensa que, si se pusiesen a orar juntos, la familia, ciertamente, todavía estaría en crisis, pero un poco menos.

No entiendo por qué se desencadenan conflictos entre los miem­bros de la familia por el uso de un canal televisivo en vez de otro, según los intereses de cada uno, y no surge la idea de que, al menos para la oración, podrían ponerse de acuerdo y dedicarla un cuarto de hora a televisor apagado para todos. Y sería un hermosísimo progra­ma.

No entiendo por qué se continúan defendiendo «nuevas formas de oración» y no se elige a la familia como laboratorio privilegiado para los experimentos.

No entiendo por qué se pone como ejemplo a una familia que ora unida, como si fuese una excepción, y no se cae en la cuenta de que la excepción, la anormalidad debería ser una familia en la que esté ausente la oración.

No entiendo por qué a veces te encuentras con amigos que te di­cen: «Voy con retraso... Me esperan en casa para la cena». Y jamás me he encontrado con alguien que me anunciase: «Tengo prisa. Per­dóname... Pero quiero estar en casa para la hora de la oración».

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160 Las ocasiones de la oración

No entiendo por qué se estipulan contratos de seguros para cual­quier tipo de accidentes que pueden ocurrir en la casa. Y nadie se pre­ocupe de «sentirse seguro» estableciendo un contrato «colectivo» con lo alto.

No entiendo por qué, cuando se alude a la oración en familia, se hace referencia siempre a un pasado muy lejano, inalcanzable, al que, como mucho, se llega con la memoria nostálgica y lastimera («her­mosos tiempos, aquéllos...»), y nadie se decide, de una vez, a comen­zar de nuevo a rezar en familia («hermosos tiempos, éstos...»).

No entiendo por qué tengo que escribir este capítulo dedicado a la «oración en familia», como si pudiese existir una familia —que al menos intente ser cristiana— sin oración en común.

COMO

La oración de Qohélet

«Vanidad de vanidades, dice Qohélet, vanidad de vanidades; todo es vanidad» (Ecl 1, 2).

Parece la sirena de alarma que rompe el aire matutino perfumado de primavera y anuncia el fin inminente del mundo, acompañándose con el característico olor de la chamusquina.

Y, de repente, tienes la impresión de que el sólido pavimento en el que apoyas los pies se está hundiendo.

Conocí una descendiente de Qohélet. Se hizo monja. Y, fiel a las viejas tradiciones de familia, sustituyó las palabras de su antepasado gruñón por un simple gesto: abría la palma de la mano derecha y so­plaba sobre ella, como barriendo un invisible montoncito de polvo.

Frente a discusiones acaloradas, pesares obsesivos, noticias refe­rentes a personajes del día que desencadenaban los comentarios más opuestos, ella, sor Concetta, no gastaba ni una palabra. Se limitaba a levantar la palma de la mano abierta a la altura de la boca y sopla­ba sobre ella. Y no muy fuerte. Un simple soplo. En el fondo se tra­taba de un polvillo ligerísimo, impalpable, y no era el caso de gastar mucho aire para barrerlo. Un débil soplo podía bastar.

Lo de sor Concetta era una aspiradora al revés. En el sentido de que no recogía el polvillo, sino que lo dispersaba, lo volatizaba, reve­laba su inconsistencia. La «nada» no se recoge, no se acumula ávida­mente —parecía decir con aquel gesto profético—: se abandona, se disuelve. Aunque alguien pudiera definir a Qohélet como hipocondría­co, pesimista incurable, triste complacido o hasta nihilista, sor Con­cetta —lo garantizo— amaba la vida, no rechazaba la cruz pero tam­poco la fiesta, y tenía una fe de madera bastante dura. Por otra parte, repetía en el momento preciso aquel gesto característico, no con aire lúgubre, sino con una sonrisa que desarmaba.

Tengo la impresión de que muchos orantes han pasado por encima, abusivamente, la etapa de Qohélet: «Todo es vanidad». Con el.riesgo de llevar encima junto con la oración el peso de la vanidad:

Estoy convencido de que, para llegar al absoluto, al todo de Dios, hay que pasar antes por la experiencia, la «sabiduría de la nada».

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162 Las ocasiones de la oración

No es posible encontrar a Dios en la oración si uno lleva junto a sí el estorbo de la vanidad (¡el peso de la nada!), si la mirada no está liberada de las ilusiones, de los deslumbramientos, de los espejismos. Si uno no está desembarazado de las falsas seguridades, de las inape­lables certezas... crujientes, y tanto más chirriantes cuanto más se las quiera hacer pasar como solidísimas, indiscutibles.

No se trata de descalificar, o demonizar, o despreciar. Sino de rela-tivizar, poner en su sitio, desmitificar, criticar todo lo que pretende ponerse como absoluto, definitivo.

Hay que repetir incesantemente, en la oración, la letanía de Qohé-let. Para impedir que, junto al «todo» de Dios que es roca, cohabite el «todo» que es vanidad, soplo, inconsistencia, cenagal, arenas move­dizas.

Lo opuesto de la fe no es el ateísmo, sino la idolatría. Y los ído­los más peligrosos son quizás los que adoptan un disfraz religioso.

Hay que guardarse también de las «ilusiones espirituales», de los atajos de facilidad, de las fórmulas brillantes, de las «recetas» que pre­tenden suministrar el alimento espiritual preconfeccionado, predigeri-do, dispensando de la fatiga de la búsqueda personal, de la paciencia de los tiempos largos, de las maduraciones lentas.

Qohélet, o su nieta monja, nos pueden echar una mano para adver­tir la inconsistencia de lo que se presenta, también en el campo reli­gioso, con el tono de la perentoriedad, del arrojo, de la vanidad, de la presunción, de la petulancia, de la fuerza vencedora.

En Marrakech vi la famosa Jemaa-el-Fnaa, que significa, literal­mente, «plaza de la nada», un nombre que parece contrastar con aquel lugar repleto hasta lo inverosímil de cosas y personas las más dispara­tadas: desde especias que emanan perfumes apestosos hasta encantado­res de serpientes.

Sí, esa es la «plaza de la nada» precisamente porque allí se en­cuentra de todo.

El creyente atraca en la sabiduría y, por consiguiente, también en la oración, en la medida en que atraviesa la plaza de la nada.

La oración es una acción liberadora. La oración es una obra purificadora. Y la señal más evidente de esto nos lo puede facilitar el gesto de

la nieta de Qohélet. Un gesto que será útil repetir, antes o después de la oración. Para significar que pretendemos tener las manos cuida­dosamente purificadas.

La oración de Job

Job no rezó en su celda. Ha salido y se ha puesto en el muladar. En la mano no tenía la guitarra, sino un cascote con el que se arras­caba las llagas. Ese y no otro era su acompañamiento musical.

Ha trabado una disputa temeraria con Dios. «...Pero yo quiero hablar al Poderoso, frente a Dios quiero defenderme... Tomo mi carne entre mis dientes, pongo mi alma entre mis manos. El me puede matar: no tengo otra esperanza que defender mi conducta ante su faz» (13, 3.14-15). Recientemente, uno de los comentarios más apasionados del libro

de Job ha salido de la pluma de un poeta, David Maria Turoldo1. Que explica así sus «razones en favor de Job». «¿El porqué del libro de Job? ¿el porqué de este libro viejo de

milenios sobre el que se ha escrito tanto, al que todavía la humanidad reflexiva vuelve de cuando en cuando como hacia una fuente de lágri­mas, como si acabara de brotar de la roca de nuestro también viejo corazón, que quisiera hacerse insensible y duro y, sin embargo, jamás termina de llorar?

Así precisamente. Esa es la razón que me ha empujado a los bra­zos de este hombre ya sin carne, esqueléticos, que marcan en el vacío de la noche la danza de su violenta y total desesperación. Porque Job, antes de decir con la palabra, habla con su silencio, con su rostro ya no humano, con sus huesos roídos por la lepra, con sus ojos brillantes por la fiebre que intentan traspasar el tiempo y el misterio compacto de la existencia...

...Job es el dolor viviente dentro de la divina revelación; mi deses­peración dentro de la piedad, mi pena de existir, clama desconsolada­mente al Ser del que no puedo liberarme ni siquiera dándome la muer­te; para él mis gemidos se hacen oración, en él mi soledad reencuentra una amistad y mi noche la promesa de la luz que no puede faltar...

...Este es mi hombre, mi único amigo; mi compañía y mi esperan­za».

1. D. M. Turoldo, Da una casa di fango, Brescia 1951.

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164 Las ocasiones de la oración

Turoldo, en quien había penetrado dentro, en la carne y en la san­gre, este hombre capaz de «maldecir adorando», comenta así el mo­mento de la oración «escandalosa» de Job, cuando «Job abrió la boca y maldijo el día de su nacimiento»:

«Ni siquiera es una boca; es un desgarrón, una quebrada viva; y su palabra ni siquiera es palabra, es un rugido. Esta ya no es voz de hombre. ¿Qué se puede decir de este canto? ¿es en verdad maldición o pesar? ¿odio o amor? ¿no es quizá la exaltación junto a la negación radical y absoluta? Quien sufre quiere decir que ama. Quien llora es porque deplora. Y así quien maldice lo hace porque, al menos un día, ha bendecido.

Si además este canto está divinamente inspirado, aunque en pala­bras sea el más blasfemo que jamás se haya compuesto, de él tiene que emerger una verdad. ¿Cuál? Posiblemente que cree más en la vi­da el que más la sufre, el que más siente haberla pagado cara...».

A la distancia de cuarenta años después de ese comentario, D. M. Turoldo ha sido llamado a ponerse totalmente en ese personaje trágico, es más, a identificarse totalmente con Job.

Primero, recalcaba sobre todo la imagen del rey cantor de quien llevaba con orgullo el nombre. Y podíamos imaginarlo en la soledad de su celda monástica, con la cítara en la mano, de la que sacaba notas dulcísimas y dolientes, ásperas y angustiosas, armonías que parecían caricias y disonancias que se hacían notar como arañazos dolientes sobre la piel y mucho más adentro.

Después, el «dragón aposentado en el centro del vientre». También su cuerpo se ha convertido en «un desgarrón, una quebrada viva» de la que sale el rugido del dolor, imprecación y adoración al mismo tiempo, lamento insoportable y alabanza inextinguible.

También él se ha transformado en «fuente de lágrimas» que eructa borbotones tempestuosos de esperanza.

Ha realizado un salto pavoroso. De la celda ha sido lanzado al montón de inmundicia de su amigo Job:

«Job en el basurero y Cristo sobre la cruz»: los símbolos de la eterna humillación, según J. L. Borges.

Y aquí ha sucedido algo prodigioso. Del basurero-humillación el padre David ha hecho brotar, como de su fuente secreta, inaudito, el canto.

Dirá: «La vida que me has devuelto ahora te la entrego en el canto». Se trata de cantar a la vida roída pedazo a pedazo por el cáncer. Desde allá arriba, en medio de las cenizas y de los desechos, Tu­

roldo continúa sacando de la cítara, que se había llevado consigo resueltamente como un niño su juego inseparable, acordes dulcísimos

la oración de Job 165

y estridentes, notas desgarradoras y delicadas, rugidos y susurros, gritos y silencios inquietantes.

De su pavorosa quebrada de dolor ha sacado imprecación y adora­ción, interrogantes que retumban como truenos, y rayos imprevistos de esperanza.

Desde la oscuridad de las noches insomnes ha sacado una invoca­ción violenta a la aurora, el deseo irreductible de un nuevo día.

Y solamente así se ha ganado de verdad el derecho de hablar: «Job, el primero, ha roto el silencio; solamente quien sufre tiene

derecho a plantear a toda la humanidad y al mismo Dios terribles pre­guntas. Primero a la humanidad y después a Dios, el deber de la res­puesta».

Pero volvamos al Job de la Biblia. Que termina su lastimera ora­ción con esta expresión:

«No diré una palabra más» (40, 4). No fue Dios quien le tapó la boca. Dios, cuando estamos en el

dolor, nunca nos pone la mano en la boca. Acepta que soltemos, ante él, nuestro grito, es más, nuestro rugido de dolor.

Después, a lo mejor, logramos adorar en silencio el misterio que nos supera.

Job, quizás, no dijo una palabra más porque entrevio en la lejanía, desde el punto estratégico de su montón de inmundicia, una cruz que resaltaba sobre una colina pelada.

Ahora Job ya puede callar. Porque alguien, sobre aquella colina árida, volverá a tomar su grito.

Un grito que abre un desgarrón en el cielo oscuro y provoca una herida de luz.

La pascua será la respuesta a la oración de Job.

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La oración de Moisés: la paciencia de las manos

«...Los amalecitas vinieron a atacar a los israelitas en Refidín. Moisés dijo a Josué: 'Elige hombres y sal a luchar contra los ama­

lecitas. Yo estaré mañana en lo alto de la colina con el cayado de Dios en la mano'. Josué hizo lo que había ordenado Moisés, y salió a luchar contra los amalecitas. Moisés, Aarón y Jur subieron a lo alto de la colina.

Cuando Moisés tenía las manos levantadas prevalecía Israel, y cuando las bajaba prevalecía Amalee.

Como se le cansaban las manos a Moisés, tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó y Aarón y Jur le sostenían las ma­nos, uno a cada lado.

De este modo las manos de Moisés se sostuvieron en alto hasta la puesta del sol» (Ex 17, 8-12).

El problema del padrino

El problema más agobiante, hoy, es el de encontrar un padrino. Cualquier iniciativa, manifestación, empresa, en cualquier campo,

comprendido el religioso, para tener éxito, parece que necesitan un padrino.

Moisés mismo, teniendo que afrontar, en una batalla crucial, a los enemigos «históricos» de Israel, los amalecitas, se preocupa también del problema del padrino, y lo resuelve de una manera más bien insó­lita (al menos según las costumbres de nuestro tiempo).

Cuestión de manos. Manos rigurosamente vacías. Manos levantadas hacia lo alto. Manos en oración. El pone las manos, Moisés en persona. El, el jefe, es quien soporta todo el peso de la batalla. Y, cuando sus manos se cansan, recluta otras manos, no para com­

batir, sino para apuntalar al orante y que pueda así aguantar hasta la puesta del sol.

La oración de Moisés: la paciencia de las manos 167

«...Tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó y Aa­rón y Jur le sostenían las manos».

El resultado está asegurado gracias a la implicación de Dios, no por las posibilidades humanas.

Se entiende que la causa tiene que afectarle. Dios no puede ser la cobertura abusiva de objetivos que le son ajenos.

La liberación es asunto de Dios. Todo lo que esclaviza al hombre, le oprime, lo infantiliza, sofoca su conciencia, atenta contra su digni­dad, no puede pretender obtener el aval de Dios.

Dios se compromete solamente cuando está comprometido el bien del hombre, la transparencia de la empresa, la cualidad evangélica de la obra.

Perspectivas triunfalistas, éxitos mundanos, ostentación de fuerza, proyectos ambiciosos, desafíos de poder, choque de intereses, determi­nan la ausencia de Dios, aunque se pronuncie su nombre a voz en gri­to, y alguien pretenda monopolizarlo y utilizarlo para ventaja de su partido.

En una palabra, cuestión de limpieza de manos, limpieza de las intenciones, claridad de los objetivos, motivación de fe de las opcio­nes.

Algunos, hoy, no andan con muchos remilgos cuando se trata de padrino. Se sobrevuela por encima de los principios, y no se hace ca­so del certificado no siempre inmaculado del protector de turno.

Dios, por el contrario, siempre es riguroso. Respecto a los fines y a los medios.

Moisés en oración, o sea, la importancia de las manos desnudas.

Hasta el atardecer

El episodio referido en el Éxodo necesita algunas correcciones. Hoy el escenario puede y debe ser distinto. Las batallas ya no son contra alguien. Sino a favor del hombre.

Por la justicia. Por la conciencia. Por una vida que sea humana. Y no existe una rigurosa distinción de tareas: de un lado los que

oran, del otro los que luchan. La oración no puede ser huida de las propias responsabilidades

concretas, refugio en lo espiritual para evitar el duro choque con una realidad incómoda.

No se levantan las manos hacia lo alto por miedo a «ensuciarlas» con el contacto de las tareas más desagradables.

No se levantan las manos hacia el cielo porque la tierra nos dé asco, sino porque estamos decididos a cambiar el mundo.

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168 Las ocasiones de la oración

Quien ora, no puede ser un resignado, uno que legitima con sus ausencias o su neutralidad, o con el cómodo «escabullirse», el estado de cosas existentes, haciéndose, por consiguiente, cómplice de todo esto.

Se ora para comprometerse. Para alcanzar el coraje necesario para transformar el orden (o el desorden) existente. No es lícito descargar sobre Dios nuestros incumplimientos frente a la historia.

Se está presente ante Dios para no estar ausentes de los compromi­sos concretos.

No está en un lado el contemplativo, y en otro el combatiente. El orante y el... trabajador normalmente son la misma persona. Las manos han de estar levantadas no en señal de rendición, sino

como capacidad de resistencia incluso en los campos más ingratos. Se trata de asumir una postura orante y militante a la vez. O sea,

orar luchando. O trabajar orando. Rezo para no ceder al cansancio. Para obstinarme en la espera. Y,

por tanto, para continuar trabajando. Tengo que resistir hasta la puesta del sol. Infinitas veces los carros de combate de la realidad más brutal se

empeñarán en pasar por mis sueños para chafarlos. Pero, antes de la puesta del sol (o sea, dentro de diez, de cincuenta

años...), sobre ese terreno devastado despuntará finalmente una flor. Y entonces los carros de combate se oxidarán. Y los misiles ya

no rasgarán el cielo azul. También cuando haya agotado todas las demás paciencias, me que­

dará para siempre la paciencia de la oración. El secreto del cambio está escondido en la paciencia interminable. Sí, yo rezo para cultivar los sueños más locos. Resisto en la oración para continuar creyendo en lo imposible.

Orar con la cabeza

«...El discípulo que estaba recostado sobre el pecho de Jesús...» (Jn 13, 25).

Es Juan, el «discípulo a quien Jesús tanto quería», quien nos ilus­tra, con su gesto, este tipo particularísimo de oración.

Se trata de un «uso diverso» de la cabeza. O sea, la cabeza no em­pleada para razonar, para devanar pensamientos, elaborar ideas, formu­lar juicios. No, la cabeza recostada sobre el pecho de Jesús. En un gesto de confianza extrema. Para captar, al ritmo de los latidos de su corazón, mensajes secretos. Lo máximo de la intimidad. Misterio de ternura.

La oración no es otra cosa que esto: alejarse de sí y perderse to­talmente en el Señor. Hacerse pequeños, para llegar más fácilmente a él. Olvidarse de sí mismo, para encontrarse en él. Abandonar los gestos formales, para reencontrar la espontaneidad del amor.

No se trata ni de intimismo, ni de sentimentalismo. El, adoptando una definición de von Balthasar, es «el corazón del

mundo». Que lleva y soporta un cúmulo espantoso de sufrimiento, de soledad, de miseria.

Ahí convergen, se precipitan, con el ímpetu de una cascada, los dramas, las desesperaciones, los gritos silenciosos, de todas las criatu­ras.

Ahí se estrellan, con una tremenda fuerza de choque, las traiciones, las torturas, las injusticias, las humillaciones, los abandonos.

Ese cuerpo registra los golpes, las heridas secretas, los dolores más atroces, el desgarro de la humanidad entera.

Ahí nada ni nadie es olvidado. El corazón de Cristo siente y padece lo que pasa a todos los hom­

bres. Por eso Juan, que apoya la cabeza en el pecho del amigo, goza

sin duda de un momento de dulzura inefable. Pero al mismo tiempo se siente fulgurado por una sacudida de alta tensión. Es el dolor —hu­mano e inhumano— de todos los seres, de todos los tiempos, tal como lo siente el amor más grande —humano y divino—, un corazón infini­tamente vulnerable.

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170 Las ocasiones de la oración

El dolor «extremo» que hace contacto con el amor «extremo». Juan, además de comunicar a Jesús su amor y el de toda la Igle­

sia, recibe también la señal —una especie de electrochoque— de un amor que registra, con una sensibilidad exasperada, y comparte, en una participación total, una carga desproporcionada.

El discípulo amado de Jesús, aun levantando aparentemente la cabeza, en cierto sentido ya no logrará nunca separarla. Aquella sacu­dida tremenda lo tendrá clavado para siempre. Será una especie de marca de fuego. Y arderá siempre. En efecto, desde aquel momento comienza también la pasión del discípulo, que no se acabará nunca.

Así también sucederá con tu oración. Si te atreves a realizar ese gesto de ternura, conocerás, al mismo

tiempo, la intimidad y el drama del amor. Ante ese contacto —necesario y peligroso— saltará el cerco de

tu religiosidad privada, de tu piedad confortable. Caerás en la cuenta de que tu corazón se dilatará de una manera

impensable. Porque deberá albergar todo lo que ocupa el corazón de Cristo.

Nada ni nadie te será extraño. Tendrás que captar mensajes, vibraciones, llamadas, con una inten­

sidad que te parecerá insostenible. La espina de aquel contacto —dulcísimo y dolorosísimo— se plan­

tará en tu carne viva, y resultará inextirpable. Te encontrarás en comunicación con todo y con todos. De modo particular, te verás obligado a amar de una manera que

te asustará. Entenderás finalmente qué significa amar «como él». Descubrirás cuánta razón tenía el escritor Ajmatov cuando dijo:

«Es mejor que no se enamore jamás quien está predispuesto a amar de verdad».

Culpa —o mérito— de un uso distinto de la cabeza.

Orar con la cabeza boca abajo

Es una postura difícil, posible sólo para quien ha conseguido una cierta familiaridad con las prácticas del yoga.

Pero siempre existe para todos la posibilidad de imaginar cómo ponerse con la cabeza boca abajo para rezar.

Hubo alguien crucificado en esa posición. Nosotros deberíamos, al menos alguna vez, adoptarla —mental­

mente— en la oración. Orar con la cabeza boca abajo significa ver el mundo desbarajusta­

do, las posturas invertidas, las grandezas anuladas, la escala de valo­res totalmente volcada.

Orar con la cabeza boca abajo significa ver el revés de las cosas, que resulta ser el derecho. Olvidar la gravedad.

Un mundo al revés: he ahí la perspectiva exacta en que me coloca la oración.

Orar con la cabeza boca abajo equivale a vaciarse para llenarse de Dios, volver del revés los bolsillos para librarse de pesos y adqui­rir ligereza, descubrir que es un «impulso hacia abajo» hacia los ci­mientos de cualquier construcción espiritual que quiera ser de verdad sólida.

En esa posición caes en la cuenta de que es ridículo «subirse a la parra», o «escalar posiciones». Que el abajamiento de la humildad es la única manera de no perder los contactos con el mundo real.

Con los pies por el aire tienes la impresión de caminar por el cie­lo. Pero no es una forma de evasión. En efecto, el enganche con la tierra está asegurado por la cabeza plantada en el suelo.

Parece que antes, en los conventos, como prueba decisiva de la obediencia, mandaban a los novicios plantar berzas con las raíces hacia arriba. Quizás hubiera sido más útil que les hubiesen convencido de la necesidad de hincar la cabeza en la tierra.

Orando con la cabeza boca abajo caes en la cuenta de que tu vida está sólidamente apoyada en los alto. La fe, en el fondo, no es otra cosa que esta extraordinaria experiencia.

Sé que alguno sentenciará gravemente: —Pero esto es un juego...

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172 Las ocasiones de la oración

¿Y qué? El juego puede ser un medio terapéutico bastante eficaz para hacerse un poco serios (o, si se prefiere, un ejercicio útil para no tomarse demasiado en serio).

Si pruebas a rezar con la cabeza hacia abajo, con la complicidad de Dios que «pone del revés» las perspectivas de este mundo (Le 1, 52), descubres que ciertas cátedras apenas se apoyan sobre montonci-tos de polvo y papelote, que ciertos tronos se tambalean penosamente (a pesar de los dorados), que bajo ciertos monumentos roen los rato­nes, que ciertos personajes solemnes meten de hurtadillas ladrillos de­bajo los pies para aumentar su estatura y aparecer menos «hombreci­llos», que bajo ciertos vestidos vistosos hay un vacío tan escuálido, que cierta gloria llamativa está hecha de trapos de colores.

Y no te queda sino exclamar: —¡Dios mío, qué bien se ve «al revés» y qué acertadamente!

La oración de los ojos

«Todos esperan, puestos los ojos en ti...» (Sal 145, 15) «A ti levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo. Como están los ojos de los siervos pendientes de las manos de sus señores, como están los ojos de la esclava, pendientes de las manos de su señora, así están nuestros ojos pendientes del Señor, nuestro Dios, hasta que se apiade de nosotros» (Sal 123, 1-2).

Es importante, en la oración, no cerrar los ojos. Las palmas de las manos deben estar abiertas para recibir los dones divinos. Pero tam­bién los ojos deben estar abiertos de par en par hacia el cielo, para indicar claramente «de dónde» uno se espera algo.

Hay que evitar absolutamente cerrarse en el propio mundo interior, y abrirse a un universo que nos supera.

La doble imagen —masculina y femenina— del salmo 123 no de­be incomodarnos, y menos aún irritar nuestra sensibilidad. Las rela­ciones entre siervo y señor, entre esclava y señora, no son «serviles» como lo entendemos ahora. La postura descrita manifiesta dependen­cia, pero excluye el miedo. Significa adhesión más que distancia. Se adivina incluso una vibración afectiva, una atmósfera confidencial.

Queda la ligazón significativa entre ojos y manos. Los ojos expresan necesidad, dependencia, confianza. La mano indica poder y bondad juntos. Queda esbozada una teología de la oración como espera. Una es­

pera humilde, amorosa, vigilante, perseverante. Hay que subrayar el «hasta que...». Indica una espera que no se deja desanimar por los retrasos, por

las no-respuestas. Un espera de tiempos largos, de amplio respiro, sostenida por una

paciencia interminable. No hay que desistir. La espera dura «hasta que...». La oración dura «hasta que...».

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174 Las ocasiones de la oración

Se trata, sin duda, de una oración muda, de una oración de la mi­rada.

Una mirada que sabe ser más insistente que las palabras, sin ser descarada. Audaz y no pretenciosa. Firme, pero no petulante. Fija, ina­movible, irreductible, pero no insolente.

Una mirada que no se deja distraer (se espera todo y solo de Dios), no se despega, no se cansa, no se rinde.

Una oración muda. Y, sin embargo, la mirada silenciosa, a veces, resulta más poderosa y penetrante que el grito.

El abandono, o sea, la oración del rostro

«...Mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí!» (Sal 131, 2). Creo que es la oración más difícil. Porque implica una postura de

fe radical, de confianza absoluta. Pocos llegan ahí de verdad. Siempre hay algo en nosotros que tiende a endurecerse, grumos

de resistencia, músculos que no se relajan, ansiedades irrenunciables, un ventanuco por el que nos asomamos para escrutar, preocupados, el horizonte lejano.

Todavía no hemos aprendido a aflojar las tensiones. Por otra par­te, cierta espiritualidad nos ha enseñado la tensión, olvidándose de proponer la dis-tensión. Ha predicado el esfuerzo, dejando de lado el abandono. Ha inculcado que hay tomar a Dios en serio, olvidándose de advertir que no tenemos que tomarnos tan en serio a nosotros mis­mos.

Si no se adquiere ligereza, si no se quita peso al personaje, es im­posible abandonarse.

Preferimos replegamos sobre nosotros mismos, acartonamos, endu­recemos, más que relajarnos y abrirnos. Nos aferramos demasiado a nuestras complicaciones, a nuestras astutas precauciones, y desconfia­mos de la simplicidad. Comprometidísimos en vigilar y vigilamos, no somos capaces de pasar por alto.

No es fácil renunciar a hacer cuentas, a formular previsiones. No es sencillo desembarazarse del miedo, liquidar la ansiedad,

liberarse de los pensamientos angustiosos. Quisiéramos estar seguros, no perder el control de la situación. Tirarnos, quizás. Pero con el paracaídas ya abierto, y con algún

agarradero aquí o allá para frenar todavía más la caída y, naturalmen­te, la red debajo, y la póliza sanitaria para posibles desgracias.

Quisiéramos adentramos en el túnel oscuro, pero después de haber localizado con cuidado las salidas de emergencia.

Dormimos tranquilos, sin luz, pero con la mano en el interruptor eléctrico y el timbre por si acaso.

...Y, sin embargo, tenemos que probar.

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176 Las ocasiones de la oración

Charles de Foucauld tiene una oración que nos introduce en el corazón de esta experiencia de abandono:

«Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo. Lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque tú eres mi Padre».

También Teresa de Lisieux puede ayudarnos a descubrir este secre­to.

Además, el salmo 131 nos presenta una imagen precisa de abando­no: «...Como niño destetado en el regazo de su madre».

Hay que subrayar: un niño destetado. No el que aún mama. Hace falta estar destetados de los intelectualismos, de las modas,

de los devocionalismos confortables, de los sentimentalismos. Destetados de los guías espirituales de tipo paternalista o materna-

lista, de ciertas educaciones «protectoras», de los maestros insustitui­bles, de los consejeros de intervención rápida, de los libros que facili­tan recetas para todas las situaciones, de los textos que ofrecen res­puestas para cada problema.

Destetados de las fórmulas complacientes, de las costumbres. Destetados de las ilusiones, de las apariencias, de las idolatrías. Destetados de sucedáneos, de las comidas sofisticadas, de los ali­

mentos equívocos que pretenden sustituir el pan, de los digestónicos socorridos.

La paradoja está precisamente en ese participio «destetado». La infancia espiritual representa el máximo de la madurez, el signo deci­sivo de la libertad interior alcanzada.

Pero hemos de encontrar esa postura difícil: «en el regazo de su madre».

El abandono, o sea, la oración del rostro 177

La oración de abandono está fundada en la experiencia de un Dios que es padre y madre al mismo tiempo.

Tú alcanzas el abandono cuando tienes muchas preocupaciones, sin estar preocupado.

Cuando estás desencantado, sin perder por eso la esperanza. Cuando consigues «dejar» el peso en aquellas rodillas. Cuando calmes los pesares, encuentres la respiración serena, recu­

peres la tranquilidad incluso cuando ruja la tempestad. Para orar en el abandono, tienes que permitir que el Padre borre

tus arrugas, desclave tus labios al menos en un esbozo de sonrisa. La oración de abandono no se hace necesariamente con los ojos

cerrados. Tienes ante ti un rostro. Y debes contentarte con fijarte en aquel

rostro. Resistiendo a la tentación de mirar de soslayo hacia otra parte, de echar una mirada hacia el camino oscuro, de asegurar adonde vas.

La oración de abandono excluye el recurso a cualquier tipo de ho­róscopo. Tu «señal» es la del rostro.

No tienes necesidad de consultar las previsiones meteorológicas. Haga el tiempo que haga, caminas —o te dejas llevar— a la luz de un rostro.

Cuando tienes delante ese rostro, ya no tienes necesidad de saber lo que te espera al doblar la esquina.

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Orar en silencio

Quizás no caemos en la cuenta de que Dios ha creado el silencio. Que el silencio es lo «bueno» (Gen 1, 12), en lo que el artista divi­

no se complace (¡le salió bien!). Que el silencio es aquella «obra buena» que él tanto agradece,

como el perfume de aquella mujer (Me 14, 6). Que el silencio «resuena» en el universo. Hay pocos convencidos de que el silencio puede ser la lengua más

apta para la oración. Hay quien ha aprendido a rezar con las palabras, sólo con las pala­

bras. Pero no consigue rezar con el silencio. «...Tiempo para callar, tiempo para hablar», dice Qohélet (3, 7).

Sin embargo, hay quienes, condicionados por la formación recibida, no logran adivinar el tiempo para callar en la oración —y no sólo en la oración—.

Sin embargo T. Merton sostiene que «el silencio constituye la vida de oración».

Y Saint-Exupéry asegura: «La oración es un ejercicio de silencio». San Juan de la Cruz, por su parte, ha acuñado una fórmula inolvi­

dable: «...Y callando para que hable Dios». Por otra parte, los Padres latinos habían dicho, con la misma con­

cisión: «Verbo crescente, verba deficiunt». O sea, según la Palabra va posesionándose de tu ser, las palabras disminuyen. Podríamos pa­rafrasear así: la oración «crece» dentro de ti de una manera inversa­mente proporcional a las palabras. O, si se prefiere, el progreso en la oración es paralelo al progreso en el silencio.

El agua que cae en jarro vacío hace mucho ruido. Pero cuando el nivel del agua aumenta, el ruido se atenúa cada vez más, hasta desapa­recer del todo cuando el vaso está lleno.

Sin embargo, para muchos el silencio en la oración resulta embara­zoso, casi inconveniente. No se sienten a sus anchas en el silencio.

Confían todo a las palabras. Y no caen en la cuenta de que única­mente el silencio expresa el todo (para decir la nada hacen falta tantas palabras...).

El silencio es plenitud.

Orar en silencio 179

Estar en silencio, en la oración, equivale a estar a la escucha. Pre­cisamente como los árboles que, en el bosque, captan mensajes secre­tos traídos por el viento.

El silencio es la lengua del misterio. «Cuando el amante habla a la amada, la amada presta más atención al silencio que a la palabra: 'calla', parece susurrar, 'calla para que pueda oírte'» (Max Picard).

El silencio es el sistema adoptado por Dios para llamar a la puerta. Y el silencio es tu manera de abrirle.

El Señor deja que los libros digan, que los individuos hablen en su nombre. Pero él está, detrás de las páginas y de las palabras, en silencio. Espera a que éstos terminen, para que tú caigas en la cuenta de su silencio y entiendas, a través del silencio, lo esencial que hay que entender. Ese es su modo más convincente de explicarse.

Si las palabras de Dios no resuenan como silencio, ni siquiera son palabras de Dios.

Dios calla frente a tus preguntas, no interviene en los «coloquios» que tanto te gustan, no dice nada ni siquiera de las tonterías que ha­ces.

Parece como si Dios no tuviera nada que decir, como si no quisie­ra saber nada.

En realidad, él te habla callando, y te escucha sin oírte. Por algo los verdaderos hombres de Dios son solitarios y callados.

Quien se acerca a él, se aleja necesariamente de las charlatanerías y del ruido. Y quien lo encuentra, normalmente no da ya con las pala­bras. Hacer silencio, en ciertos casos, no quiere decir simplemente suspender el hablar, sino desaprender a hablar.

Y hasta es significativo el hecho (aunque a mucha gente le parez­ca «sospechoso» e inaceptable) de que nuestros muertos, los que se han reunido con él, no hacen llegar aquí abajo su voz. A pesar de que muchos predicadores áulicos, en los funerales, aseguren solemnemen­te: «defunctus adhuc loquitur», la afirmación es dudosa. Es verdad que el difunto aún habla. Pero habla «desde aquí abajo», no «desde allá arriba».

La cercanía de Dios enmudece. La luz es explosión de silencio. Ora, pues en el silencio. Ora con el silencio. Ora el silencio. «Silentium pulcherrima caerimonia», decían los antiguos. El silen­

cio representa el rito más hermoso, la liturgia más grandiosa. ...Y si no tienes más remedio que hablar, acepta que tus palabras

se hundan en la profundidad del silencio de Dios.

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Oración y sobriedad

Hay un plus, algo de excesivo en ciertas oraciones que se escuchan por ahí.

La belleza no se ve comprometida tanto por la pobreza y la simpli­cidad, cuanto por la redundancia, por la exageración.

La obra fundamental del oriente cristiano se titula, significativa­mente, Filocalia de los Padres népticos. Népticos significa, literalmen­te, «sobrios», vigilantes.

Por tanto, la sobriedad debe ser una característica irrenunciable de la oración.

Sobriedad como expresión de amor a lo bello. Sobriedad como esencialidad, rigor, sentido de la medida, discre­

ción. Además de constituir un atentado a la armonía, algunos modos de

orar traicionan una total falta de confianza. Ciertas insistencias, repeti­ciones exasperadas, precisiones pedantes, por lo menos son sospecho­sas a este respecto. Aflora como el miedo de que Dios no ha enten­dido bien, o no está excesivamente convencido, o que tiene necesidad de sugerencias más particularizadas.

No hay que confundir familiaridad con intromisión. Espontaneidad con petulancia. Audacia con presunción.

María de Nazaret, en Cana, nos ha prestado un ejemplo de oración valiente y discreta al mismo tiempo. Dirigiéndose al Hijo, ha insinua­do, no ha impuesto. Ha sugerido delicadamente, no ha pretendido. Ha hecho entrever un deseo, no ha dictado una solución. Ha aludido a una necesidad, sin preocuparse de facilitar cifras o datos precisos relativos a la situación.

Algunas veces, por el contrario, se oyen oraciones que se definen como «libres», pero que simplemente son «desenfrenadas», intempe­rantes, desquiciadas —y tanto más desquiciadas cuanto concebidas como un pequeño deber perfecto— por una banalidad mortificante. Ciertamente ese no es el lenguaje del amor y de la confianza.

Hay un orar prolijo, tedioso, desbordante, que termina por hacer­se fastidioso (ante todo para quien desearía participar en él y se des­anima precisamente debido a esa «desmesura»).

Oración y sobriedad 181

Y luego siempre hay alguno que, con el pretexto de «decir todo», termina por «decir demasiado», y corre así el peligro de «no decir na­da».

En la tradición hebrea respecto de la Biblia hay una célebre sen­tencia rabínica conocida también como ley de los espacios blancos. Dice así: «Todo está escrito en los espacios blancos que median en­tre una palabra y otra: lo demás no cuenta».

Esta observación se aplica al libro, pero también a la oración. Lo más, lo mejor se dice —o, más bien, no se dice— en los intervalos, posiblemente larguísimos, que median entre una palabra y otra.

En el diálogo de amor hay siempre un no-decible que puede asig­narse exclusivamente a una comunicación más profunda y fiable que la de las palabras. Y no digamos nada de las charlatanerías.

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¿Rezar más o rezar mejor?

Un equívoco siempre difícil de corregir es el de la cantidad. En muchas pedagogías sobre la oración aún domina la preocupa­

ción casi obsesiva del número, de la dosis, de los tiempos. Es natural entonces que muchas personas «religiosas» realicen el

torpe intento de hacer inclinar la balanza de su parte, añadiendo prác­ticas, devociones, ejercicios piadosos.

Dios no es un contable. «El sabía muy bien lo que hay en el hombre...» (Jn 2, 25). O,

según otra traducción: «...lo que el hombre lleva dentro». Dios solamente logra ver lo que el hombre «lleva dentro» cuando

reza. Una mística de hoy sor María Giuseppina de Jesús Crucificado,

carmelita descalza napolitana, decía: «En la oración dad el corazón a Dios, mejor que tantas palabras».

Se puede y se debe rezar más, sin por eso multiplicar las oracio­nes.

En nuestra vida, el vacío de oración no se colma con la cantidad, sino con la autenticidad y la intensidad de la comunión.

La plenitud viene dada por la armonía, por la medida, por la sim­plicidad, por el respeto de las proporciones, no por el amontonamien­to, por la mezcla confusa.

Una oración «desnuda» llega más seguramente a Dios que un... almacén.

Rezo más cuando aprendo a rezar mejor. He de crecer en la oración, más que aumentar el número de ora­

ciones. Amar no significa amontonar la mayor cantidad de cosas, sino

estar ante el Otro en la verdad y transparencia del propio ser.

Orar como un perro abandonado

También un viaje se te puede atragantar, como ocurre con una comida «estropeada» por un incidente desagradable.

A mí me pasa cuando me persigue un perro. Me refiero a un pe­rro de esos abandonados en la carretera, lejos de casa, «descargados» con una artimaña miserable por amos egoístas y crueles.

Corre tras de ti, confiado, centenares de metros. Tú, de vez en cuando miras de soslayo a través del espejo retrovisor, con la ilusión de que haya desistido de la loca persecución.

Sin embargo continúa galopando, siempre con esa esperanza cada vez más melancólica de que tú caigas en la cuenta, y así pueda ocu­par un lugar en tu vida, lo acojas, le permitas convertirse en 'tu' pe­rro.

Entonces, cuando ya no aguantas más aquel espectáculo (es sor­prendente cómo te cansas más tú de verlo que él de correr), pisas fuerte el acelerador y escapas a una velocidad imposible para el po­bre animal que, tragada la última desilusión, se ha apartado a un lado e inmediatamente ha echado a correr detrás del coche siguiente.

Esa escena se hace particularmente penosa de noche, o bajo la llu­via.

Son los perros a la búsqueda de un amo. Perros cuya fidelidad ha sido pisoteada, la amistad ofendida, la generosidad escarnecida, por un capricho, por exigencias de comodidad, o por fastidio.

Perros engañados de la manera más vergonzosa, con un truco in­fame. Y que, sin embargo, no pueden por menos de ofrecer a otro amo su entrega.

Empeñados en intentar de nuevo la experiencia, a pesar de la hu­millación anterior.

O, a lo mejor, creen que ha habido una equivocación, y que ellos han sido los culpables por descuido o por negligencia. Y querrían re­mediarlo.

Quien sabe si al caer la tarde, extenuado al borde de un precipicio, el perro engañado de aquella manera odiosa, concluirá:

—Ya nadie me quiere... Nadie sabe qué hacer conmigo... Señor, yo me asemejo a uno de esos perros que me causan tanta

tristeza.

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184 Las ocasiones de la oración

Tú solo logras llevar la cuenta exacta de todas las puertas a que he llamado, sin sospechar que aquella, poco después, sería también la melancólica puerta de salida.

Tú solo sabes las numerosas carreteras recorridas, con fatiga y lo­camente, con la certeza inquebrantable, cada vez, de haber encontrado «mi» camino.

Tú solo sabes el número de personas a las que me he «entregado» ingenuamente, sin reservas, y que me han liquidado de una manera más rápida aún y más silenciosa que la empleada con esos perros descargados de los coches en medio de una carretera lejana: han des­aparecido de mi horizonte sin decir nada, se han librado de mí sin ninguna explicación. Me han «usado y tirado».

Caigo en la cuenta, Señor, de que mi fidelidad es la cosa más irri­tante e insoportable para ciertos individuos.

En un mundo de picaros, la sinceridad, la falta de cálculo, la con­fianza, se miran con sospecha. ¡Hay quien teme ser engañado precisa­mente por la falta de engaño!

Por eso llega el momento en el que yo también me echo, desalen­tado, dolido, desencantado, en los márgenes del último camino.

Es el momento en que abro finalmente los ojos y descubro que eres tú el «culpable».

Tú me has dejado vagar, disperso, a lo largo de itinerarios imposi­bles. Has permitido que mis insistentes y patéticos seguimientos me llevasen a gustar solamente polvo y humo, a recibir salpicaduras de barro de desechos, para que cayese en la cuenta de que tú eres quien me busca desde hace mucho tiempo.

Tú eres quien tienes necesidad de mi amistad. Tú eres quien todavía sabe qué hacer conmigo, con mi ingenuidad,

con mis enredos, con mis torpezas, con mis incapacidades, y hasta con mis errores.

Tú eres el único que tomas en serio mi fidelidad. Tú eres el único que asumes mis iniciativas de amor. Tú eres el único que te fías de mi ingenuidad. Señor, cuando el último coche perseguido, con la lengua fuera, se

haya alejado rápidamente para que no le fastidie, y me encuentre con la lengua colgando y sin respiración, caeré en la cuenta de que se me persigue de cerca. Descubriré la orma de unos pasos más ostinados aún que los míos.

No, no es el enésimo coche que se dispone a tomar distancias. Y tampoco otro perro, desafortunado y despreciado como yo. Eres tú, que tomando aliento, me confías, satisfecho:

—Pero, cuánto esfuerzo para alcanzarte. ¿Qué has hecho para huir tan lejos?

La oración de la zorra

Ahora es una presencia fija en el camino de mis regresos noctur­nos. Es sólo cuestión de horarios: media noche y alrededores.

También el puesto es fijo. Cuando llego a cuarenta metros de la curva, antes de la última rampa que lleva al pueblo, inspecciono con la mirada aquel punto preciso, a la izquierda: los faros del coche en­focan indefectiblemente una gran cola en movimiento lento.

La zorra me deja acercar hasta una distancia de seguridad, echa una mirada rápida hacia el intruso —tengo la sospecha de que me reconoce— y después se interna, furtiva, hacia abajo por un paso sólo transitable para ella, desapareciendo de la vista.

Dentro de pocos minutos estaré en casa con la jornada terminada. La zorra la está empezando.

Mientras recorro hacia arriba los últimos kilómetros de subida, me acompaña la imagen ya familiar de «mi» zorra noctámbula, y me vie­ne como algo instintivo reflexionar que la oración debería ser algo parecido: un salir fuera de la madriguera.

Si es difícil «entrar» en la oración, resulta todavía más difícil «salir de ella» de una manera acertada. Para esto también se necesita una gracia particular.

La salida debería ser casi obligada, como el abrupto sendero de la zorra. Se trata de «salir hacia», o «salir al encuentro».

La oración no puede reducirse a un «permanecer junto» al Señor («¡qué bien estamos aquí!», Me 9, 5). Hace falta ponerse en movi­miento, bajar a la llanura.

La oración no es solamente cenáculo, madriguera confortable, re­fugio. A medianoche y alrededores (que pueden ser las primeras ho­ras de la mañana), hay que afrontar las responsabilidades, los com­promisos, las citas menos agradables, los imprevistos que constituyen la regla.

La zorra «sale» para saquear. Motivos de sobrevivencia. Tú, por el contrario, «sales» en la noche de tantas existencias pa­

ra llevar al menos una ráfaga de aquella luz, un poco de aquel calor que has recibido al contacto con Dios que es amor (1 Jn 4, 8).

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186 Las ocasiones de la oración

El hombre de oración es «imposible de hallar» («tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta...», Mt 6, 6) y «disponible», apartado y partícipe, intratable y convivial al mismo tiempo.

Une, en su persona, el misterio y la familiaridad, el coloquio con Dios y la capacidad de dialogar con todos, el apartarse y el estar pre­sente.

Si fuese sólo imposible de hallar, inaccesible, intratable, seria un egoísta.

Si fuese sólo disponible, resultaría escasamente interesante, y hasta desilusionador.

Paradójicamente diría que sólo se puede contar con quien tiene el coraje de ausentarse.

Pero diré también que al hombre de Dios se le reconoce por su ser para los demás.

Quien ora, en cierto sentido, «se niega». Pero para estar dispuesto a «entregarse».

Falta decir que la verificación más puntual de la oración es la con­creción, el sentido práctico, la capacidad de aclararse a lo largo de los senderos enmarañados de la vida, de orientarse en la noche.

La prueba más convincente de que se ha alcanzado la intimidad divina es la ternura hacia las criaturas.

La mística se autentifica por el servicio prestado al prójimo. La bandera que testifica la conquista de altas cimas es la toalla

usada para el lavatorio de los pies (Jn 13, 4). No decir tontamente: «¡Qué bien estoy aquí!». Sino: «Quédate conmigo, Señor, mientras bajo a la llanura». Hay muchos caminos para llegar a orar. Pero, después, cuando has descubierto de verdad la oración, caes

en la cuenta de que solamente existe un camino para «retornar». Es el que te lleva a olvidarte de ti mismo, para caer en la cuenta de los otros.

Dormitar durante la oración no es el peligro más grave. Lo peor es cuando la oración no te despierta. Siempre espero a alguien que venga a confesarse de esto: «me he

distraído después de las oraciones...».

La oración del topo

Una larga pero necesaria premisa. Tengo un asunto personal con los topos. Les he declarado una gue­

rra sin cuartel, que ya dura años. Hasta ahora, he de reconocerlo, sólo he conseguido derrotas.

Pero no desisto. Se me ha metido en la cabeza que tengo que ser más obstinado que ellos. Así nuestra competición de paciencia se ha hecho extenuante.

Si alguien quiere descubrir qué es la paciencia y quiere ejercitarse en ella, que me lo diga y le alisto en la batalla contra los topos.

La rabia que te da cuando, en el prado cuidadosamente llano, des­punta de improviso un horrendo montoncito de tierra suelta... El gato pasa horas y horas montando guardia junto a aquel cúmulo abusivo. Pero el topo llega a advertir hasta la vibraciones de los bigotes del felino. Y no sale a la superficie.

Yo, lo más, llego a ver tierra que se mueve... hacia arriba, que se levanta cautamente. Parece que el topo va a asomarse de un momen­to a otro. Pero hasta ahora sólo he visto en reproducciones fotográfi­cas esa cabecita de ojos pequeños ocultos completamente bajo el pe­laje.

Todos los expertos en materia de topos me aconsejan armas «infa­libles» para desembarazarme de los enemigos que invaden, sucesiva­mente, mi territorio.

He descartado absolutamente los «cepos». Aunque tengo un asun­to personal con los topos, no tengo coraje para montar esas trampas crueles.

Alguno me ha sugerido recurrir a los posos del café. Dicen que emana de ellos un olor irritante para esas bestezuelas. Descubiertos los agujeros comunicantes de las galenas (ya he conseguido una envi­diable especialización; mi dedo va a tiro seguro), los he rellenado de las sobras del café recogidos en todos los bares de la zona.

Muy pronto tuve la impresión —y no sólo la impresión— de que los topos habían «crecido» y se habían «multiplicado». Deben ser go­losísimos de los residuos del café en polvo. Parece como si cogieran unas borracheras colosales. Y esperaran con ansia mis provisiones.

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188 Las ocasiones de la oración

Si apoyo el oído en la tierra, me parece captar algo parecido a los cantos de una taberna.

Alguno, más al día, me ha propuesto unas pastillas. Un portento de la química —también en el precio— medicinal para el intestino de los topos, donde se producirían —lo aseguran los datos de las últimas investigaciones— ulceraciones mortales.

He notado que, después de esa medicación, los montoncitos de tierra suelta aumentaban en número y, sobre todo, en dimensiones. Evidentemente esas pastillas engordan notablemente a mis adversa­rios, multiplican sus fuerzas, aumentan de una manera desproporcio­nada su ya considerable capacidad reproductiva y laboradora. Un de­talle significativo: he tenido que llevar al gato al veterinario, que ha diagnosticado que se trata de enfermedades gástricas, no bien precisa­das (precisé yo...).

Otros me han animado a liberarme de escrúpulos «humanitarios» residuales y a adoptar métodos más expeditos. Hay a la venta petar­dos fumógenos, muy silenciosos, pero con efectos mortíferos. Sólo que son bastante más caros que las pastillas intestinales mortíferas. De todos modos, ya me he resignado a aumentar progresivamente las asignaciones para los gastos bélicos.

Una cosa muy simple. Basta encontrar dos agujeros cercanos. En­cender la pequeña mecha unida a la minúscula bomba, meter rápida­mente el mecanismo en la cavidad y después cubrirlo con cuidado con tierra. Las pequeñas bombas exhalan un hedor insoportable, un humo venenosísimo, que ningún pulmón puede resistir.

Lo malo es que los pulmones de los topos deben estar fabricados con un tejido especial, refractario al olor más pestífero.

He recibido señales inequívocas según las cuales para el olfato de mis enemigos ese olor fatal a azufre es más agradable que el perfume del incienso.

Después de esta enésima desilusión, un verdadero golpe de suerte. Descubrí en un mercado especializado un aparato que emana infraso­nidos. No me atrevo a revelar el precio (secreto militar). Basta pro­veerlo de cuatro gruesas pilas y clavarlo con una pica de acero en el terreno infectado por esas hordas barbáricas.

Los topos, cuyo oído finísimo no resiste esas vibraciones asesinas que se propaga en las profundidades, huyen por lo menos a dos kiló­metros de distancia (tal es el radio de acción de ese artilugio fatal).

Coloqué el artefacto al caer la noche. Por la mañana me apresuré para constatar la liberación segura. El montón sobre el que había instalado el aparato de los infrasoni­

dos había desaparecido. En compensación, alrededor, había una doce­na, pero en una simpática colocación... como anfiteatro. Evidentemen-

La oración del topo 189

te los topos habían corrido a disfrutar de una concierto de música que, para ellos, debería ser el máximo del disfrute.

...Pero aún no me rendí. Entre tanto, tengo que reconocerlo, aprendí la lección del topo.

Y creo que es útilísima para la oración. El topo te permite entender la importancia de habitar en un mun­

do secreto, subterráneo, cerrado a las miradas indiscretas y a los con­troles externos.

Demasiada gente se contenta con quedarse en la superficie. Capaz solamente de vivir «fuera».

Incluso la oración, para alguno, es experiencia epidérmica, exhibi­ción exterior, relampagueo de formas, charloteo devoto.

Sin embargo, una vida interior se caracteriza por el gusto de la hondura, de las horadaciones profundas. Hay que abrir, tenazmente, una red de galerías subterráneas comunicantes, atravesar zonas oscu­ras, afrontar espesores de silencio, habitar escondrijos inaccesibles, explorar zonas insospechadas.

Gusto por «mirar dentro». Capacidad de soportar los tiempos largos. Asiduos ejercicios de paciencia. Sorpresa de captar mensajes secretos, de alcanzar informaciones

reservadas. Pero hay que resistir a la tentación de salir de nuevo a la superfi­

cie para dejarse admirar, para contar proezas, hablar del propio silen­cio, ilustrar en la platea la propia soledad.

El topo usa todas las argucias para no ser visto. Demasiados indi­viduos —sin excluir a ciertos especialistas en fugas—, por el contra­rio, sienten un impulso irresistible de dejarse ver, de señalar su clan­destinidad, a hacer caer en la cuenta de su fuga (sí, van al encuentro de los otros para anunciar que están huyendo...).

El hombre de oración, como el topo, resulta inasible, no localiza-ble y, por supuesto, no capturable. No se deja seducir por las frivoli­dades, atraer por la exterioridad, halagar por lo efímero, cautivar por la propaganda.

Recuerdo un itinerario casi «exclusivo» que se me ofreció en los subterráneos de Ñapóles. Una experiencia fascinante, allá abajo por las galerías estrechísimas excavadas en tierra caliza.

Bajando a una cierta profundidad —el guía me dijo que precisa­mente en aquel pozo se alcanzaba «el silencio absoluto»—. Ni siquie­ra una brizna sonora, una milésima de decibelio llegaba del mundo exterior. Sin embargo, a pocos centenares de metros de altura, preci­samente sobre nuestra cabeza, se levantaba uno de los barrios más poblados y, naturalmente, ruidosos de la ciudad.

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190 Las ocasiones de la oración

Mira cómo el topo, en el laberinto de sus recorridos invisibles, te lleva hacia donde no te puede llegar voz alguna de la plaza, del cir­co, o del mercado. Ninguna oferta, ninguna lisonja del mundo logra encontrarte.

El hombre de oración, como el topo, se asegura numerosos cami­nos de huida. Lanza señales para hacer perder los rastros.

Está, ciertamente, pero en otro lugar. Todos tienen necesidad de materiales para fabricar. El topo cons­

truye su habitáculo tirando el material. Aquel montoncito de tierra movida está ahí para indicar, casi irónicamente, que no tiene necesi­dad de eso, es más que eso le impide respirar. Puedes quedarte con ello, si quieres. El se contenta con el vacío. Se mueve a sus anchas en las profundidades, donde existen espacios libres (mejor, escombra­dos). No tiene miedo a la oscuridad. Comunica en la soledad.

El gato, con su astucia, puede montar una guardia inexorable. No cae en la cuenta de que él es el prisionero, el rehén.

Oración del topo. O sea, la vida interior es una vida muy interior. Cabanas, grutas, celdas de monjes, pequeño aposento de una vi­

vienda cualquiera en el caos de la metrópoli. Toda la compleja geo­grafía de otro mundo. Para indicar que «dentro», «debajo», «lejos», «quién sabe dónde», hay una dimensión, una posibilidad de vivir que espera ser descubierta.

Orar con las lágrimas

Es una oración silenciosa. Las lágrimas interrumpen tanto el flujo de las palabras como el

de los pensamientos, y hasta el de las protestas, de los lamentos. Cuando no logras detener las lágrimas, encuentras infaliblemente

a alguno que te dice, sorprendido, y casi ofendido: —¿Qué haces?... ¿te echas a llorar? Como si el llanto fuera algo que desdice, signo de debilidad, es­

pecialmente para un adulto, un espectáculo inconveniente, fastidioso. Dios no te dice eso. Te deja llorar. Toma en serio tus lágrimas.

Es más, las conserva, una a una, celosamente. Lo asegura un salmo: «Recoge mis lágrimas en tu odre» (56, 9). Ni una siquiera se pierde. Ni una se olvida. Es tu tesoro más pre­

cioso. Y está en buenas manos. Seguramente que lo volverás a encon­trar.

No debe avergonzarte llorar tus pecados. Había antes una oración precisamente «para alcanzar el don de lágrimas».

Las lágrimas denuncian que estás sinceramente disgustado, no por haber transgredido una ley, sino por haber traicionado al amor, por haber desilusionado a quien esperaba otra cosa de ti.

El llanto, expresión de arrepentimiento, vale para lavarte los ojos, para purificar la mirada. Después, verás con más claridad el camino que tienes que recorrer. Identificarás con mayor atención los peligros que has de evitar.

Y desahoga también, en la oración de las lágrimas, la amargura y el disgusto por la injuria recibida, por la ofensa gratuita, por el golpe que no te esperabas. También aquí, después de la tormenta, salpicada de truenos intermitentes, el Señor te restituirá la visión de un cielo limpio, azul, aclarado por su sonrisa. «Estáte tranquilo. Te entiendo. ¿No te basta?».

Las lágrimas, finalmente, frente a la experiencia de dolor por la pérdida de una persona querida e insustituible en la vida, con ocasión de una desgracia que te deja aturdido, son una imploración silencio­sa, pero más fuerte que un grito. Confesión de la propia fragilidad, vulnerabilidad extrema, extravío, necesidad de consuelo.

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192 Las ocasiones de la oración

«Dichosos los que ahora lloráis...» (Le 6, 21). Con las lágrimas no pretendes explicaciones de Dios. Le dices sim­

plemente que aceptas entenderlo «después» (Jn 13, 7). Le confiesas que te fías.

Las lágrimas, aquí, no sirven para ver claro, sino para aclarar la garganta de la que deberá salir también el canto. Un canto quizás trágico, compuesto de notas desgarradas, en una tonalidad bronca, pero que quiere alcanzar el cielo que, a veces, no está en lo alto, sino «en lo profundo» de tu angustia.

Orar como una piedra

Encuentro fácilmente aquella piedra enorme, casi a ojos cerrados. No está en un punto panorámico. Nadie logra explicar por qué ha

ido a parar precisamente allí, o quién la ha puesto, y qué pinta allí. Ni siquiera ella lo sabe. Se contenta con mantenerse ahí.

Voy a encontrarla alguna vez. Normalmente en los malos momen­tos. Me echo encima, aunque en aquella posición no se ve casi nada. Por otra parte yo tampoco tengo ganas de ver nada.

Al principio, parece que la piedra tiene algo que decir. Tengo la impresión de que me acusa, aunque cortésmente:

—Yo estoy siempre. Tú, por el contrario, siempre estás en otra parte.

Después de esto, terminado el capítulo de los reproches, me hace entender, con suma delicadeza —nada ni nadie logra ser más delica­do que un peñasco—, algo a propósito de la oración.

Te sientes frío, árido, desidioso. No tienes nada que decir. Un gran vacío dentro. La voluntad maniatada, la boca pastosa de

disgusto, los sentimientos congelados, los ideales deshechos. Ni siquiera tienes ganas de protestar: te parece inútil. No sabrías ni siquiera qué pedir al Señor: no vale la pena. Sí, tienes que aprender a rezar como una piedra. Mejor aún, come

un peñasco. Limitarte a estar ahí. Tal como eres, con tu vacío, la náusea, el

abatimiento, el hielo, el entorpecimiento general, la desgana de rezar, el aturdimiento.

Sí, cuando no logras rezar, debes orar manteniendo la postura conservando el puesto.

Estar allí a la espera. Media hora, una hora. Aunque no saques nada en limpio. En la ausencia total de palabras, pensamientos, emo ciones, inspiraciones, respuestas (ni siquiera ha habido preguntas), explicaciones.

Puede ser que un rayo de sol, caliente algún punto secreto, disuel va algún coágulo dentro de ti. O también que pocas gotas de lluvii

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194 Las ocasiones de la oración

laven el lodo pegajoso de la pereza coagulada sobre tu piel. O que una ráfaga de viento barra el polvo de la melancolía.

Quién sabe si, permaneciendo allí, inmóvil, con tu pesadez, no se desbloqueará finalmente algún mecanismo interior, no saltará un re­sorte de alguna parte.

Pero puede que no pase nada. Orar como una piedra no quiere decir sentir algo. Orar como una piedra significa simplemente mantener la postura,

no abandonar el puesto «inútil», estar allí sin motivo aparente. El Señor, en ciertos momentos que tú sabes —y que él sabe mejor

que tú— se contenta con ver que estás allí, inerte, a pesar de todo. Es importante, al menos alguna vez, no estar en otra parte.

Orar, con la sonrisa, las frivolidades del periódico

La oración del periódico, puede ser también la oración de la son­risa, es más de la risa.

Pongamos un ejemplo. Selecciona una noticia frivola, una crónica mundana, el informe de una distribución de premios, la foto de un personaje famoso, el título disparado sobre el divo de turno, una fra­se de la entrevista hecha al hombre político poderoso, la declaración solemne del indefectible especialista en todo, la enésima, sabidísima, toma de postura, naturalmente «contra corriente», del profeta de mo­da. A placer.

Luego intenta imaginar el rostro de Dios. No temas que sea una fantasía sacrilega la que te lo hace representar mientras explota en una risotada tan fuerte como para rasgar los cielos y abatir miles de monumentos postizos, debilitar crestas altaneras, desmenuzar monta­ñas de entarimados grandiosos.

Sí, el Señor ríe. No toma en serio la seriedad de las personas que son demasiado

serias. No da importancia a las personas que se consideran importantes. No sabe qué hacer con los individuos que se consideran indispen­

sables y se las dan de «dioses». Se muestra «infinitamente» divertido por los aplausos forzados,

por las inclinaciones graves, por las poses solemnes, por la pensati-vidad severa, por las posturas graves, por ciertos rostros orgullosos, por las dentaduras postizas, por las cátedras ambulantes y declaran­tes, por el humo del incienso distribuido a golpes dobles de turíbulo y respirado con voluptuosidad devota.

También tú, en la oración, tienes que aprender a reír. Ríete de tanta presunción, de la vanidad descarada, de los ritos de

lo efímero, de los arrivismos desenfrenados, del carrerismo vegonzo-so, del servilismo más abyecto, de las adulaciones, de los alardes, del consenso organizado, de los juegos de poder desvergonzados.

Ríete de quien se cree alguien, de quien «se ha hecho solo» (¿es posible que ni siquiera haya tenido una madre que lo ha fabricado?),

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196 Las ocasiones de la oración

del «profeta» aclamado, del intelectual que pronostica continuamente, del moralista sombrío, sentencioso y gruñón, del demonólogo que se desgañifa y parece que el poseso sea él, del hombre de Dios que se junta y coquetea con los personajes del espectáculo mundano.

Ríete del contestarlo duro, inflexible, que tira piedras contra todo y contra todos sin piedad, pero no tolera que su imagen «monumen­tal» y siempre brillante sea rozada o empañada por el más minúsculo granillo de una palabra de crítica.

Ríete del fustigador inexorable de la avidez ajena, pero que no se manifiesta en absoluto insensible a la fascinación indiscreta de unos billetes.

Ríete de quien escribe artículos continuamente sobre la necesidad de una vuelta a la pobreza por parte de la Iglesia, y comercia sin escrúpulos con su firma.

Ríete de quien se cree el centro del universo. Ríete del figurón convencido de que el mundo se pararía si no

fuera por sus palabras amonestadoras, por sus sugerencias, por sus intervenciones decisivas.

Ríete del papagallo henchido y que se quedó con el pico abierto desde los tiempos de la penúltima revolución palabrera.

Una fuerte, convencida risotada, resulta indispensable para la salud del cuerpo (algún estudioso defiende que es un arma eficaz incluso contra el colesterol), y representa un elemento insustituible para la armonía del espíritu.

Ríete, pues, orando las páginas fatuas del periódico. A lo mejor no te baja el colesterol. Pero seguramente descenderá el nivel de tus melancolías y rabietas por las estupideces de las que eres espectador.

No puede haber equilibrio en la persona sin capacidad de reír o al menos de sonreír.

La risotada siempre es liberadora, clarificadora. Es un acto de despojo obligatorio frente a quien se viste con hábi­

tos ridículos para enmascarar su vacío... La risotada arranca barbas falsas (barbas que simulan sabiduría),

elimina con un soplo los polvos multicolores pegados a rostros páli­dos, hace saltar, haciéndoles voltear alegremente en el cielo de Dios, sombreros postizos de todas las formas y dimensiones, poniendo sin piedad al desnudo pobres cráneos de pobres hombres.

La risotada, en!la oración, es una forma de higiene, de limpieza radical. Elimina incrustaciones indebidas, barre todo lo que impide wjer claro.

Reír, en la oración, significa poner en ssu sitio las falsas grandezas, mofarse de la perversidad del poder, del saber y del tener que preten­den pretensiones de absoluto, descubrir el engaño de la inconsciencia

Orar, con la sonrisa, las frivolidades del periódico 197

que se enmascara de seriedad, tomar a broma la gloria construida sobre la nada.

El demonio intenta imponer sus ídolos, contrapuestos al único Se­ñor, con la seriedad.

Y tiene miedo de la risa. Sabe que una risotada revela el truco, y posee una fuerza capaz

de desplazar los monumentos abusivos más sólidos. El demonio teme cuando una persona reza riéndose de las fanto-

chadas del periódico. Es consciente de que esa oración pone en contacto directo con el

Dios que ríe. Intuye que esa particular forma de oración revela la inconsistencia

de ciertas construcciones... de papel. Uno que, en la oración, aprende a reír, es educado en la libertad,

en el discernimiento, en poner en orden la escala de valores. Si, a través de la oración, logras reír, denuncias claramente que

estás abriendo espacio, en tu vida, al único Señor y a su palabra que no pasa.

Estoy convencido de que el desierto de los monjes antiguos estaba habitado por el silencio, roto solamente por ruidosas «risotadas interio­res». Aunque entonces no circulaban periódicos. En compensación los padres del desierto poseían antenas todavía más fiables que nues­tros modernos medios de información para conocer las noticias del mundo.

Defiendo que el Dios del Éxodo ha comenzado a liberar a su pue­blo riéndose del faraón (y, quizás, Moisés ha sido enviado por Dios precisamente para reírse de él en su cara).

Aquella divina, destructora risotada, debió asustar al faraón más que todas las plagas juntas.

Pienso incluso que Herodes, cuando se le refirió algo alarmante a propósito del Niño, lo imaginó con una extraña, desarmante sonrisa encendida en su rostro inocente. Por eso se ha preocupado y ha temido que su trono se derrumbase.

Y tú tienes a disposición además el periódico para neutralizar a los tiranos de toda especie, para derribar del trono a los arrogantes amos del vapor, para quitar grandeza a quien pretende estorbar la vis­ta del cielo.

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La oración como relato confidencial

«Señor, tengo algo que contarte. Pero es un secreto entre tú y yo». La oración «confidencial» puede empezar más o menos así. Y des­

pués desarrollarse bajo forma de relato. Llano, simple, espontáneo, en una tonalidad humilde, sin reticencias, y también sin amplificacio­nes.

Se trata de referir un episodio en el que has sido protagonista es­condido; una acción sin realce exterior en la que has invertido un dis­creto capital de sacrificio, olvido de ti, generosidad, aguante; un ges­to magnánimo, desinteresado, que ha escapado a la atención general.

Nadie ha caído en la cuenta de nada, nadie ha expresado el más mínimo aprecio, nadie ha tomado nota, no digo para redactar una cró­nica destinada al periódico, pero ni siquiera para decir gracias.

Y entonces te abres a él, no para lamentarte, sino para ofrecerle un don «intacto», exclusivo, sustraído a la curiosidad ajena.

Algo que es suyo, y solamente suyo, incluso aunque haya sido pa­ra ventaja del prójimo.

Algo negado al público y a tu orgullo. Ninguna gratificación, salvo esa de haber realizado «una obra bue­

na» (Me 14, 6) para el que amas. Lo equivalente al perfume costosí­simo, raro, que la mujer ha «despilfarrado» para Jesús, rompiendo in­cluso el vaso, fabricado con material precioso.

Esta vez el valor de la acción depende del precio que has pagado en términos de «secreto», no reconocimiento, negligencia.

Convéncete de que es muy importante este tipo de oración «confi­dencial» en nuestra sociedad bajo el signo del aparecer, de la propa­ganda ruidosa, de la exhibición, de la vanidad. Desgraciadamente, ni siquiera los hombres de Iglesia se muestran inmunes a una cierta incontinencia televisiva, a la avidez de presencialismo, a la hinchazón publicitaria de cada iniciativa suya aunque modesta y de cada docu­mento suyo aunque sea banal.

¿Quién se conforma aún con tocar la orla de su manto (Me 5, 27)? Cada uno pretende que la gente sea informada (¡a lo mejor incluso del amor que siente por la vida escondida!), que abra de par en par

La oración como relato confidencial 199

la boca, que desencaje los ojos. Cada uno, a pesar de las profesiones de humildad, exige que arrecien los aplausos desde la platea.

Todo ha de convertirse en noticia. E, incluso antes de hacer algo, se preocupa uno de «anunciarlo». No importa el producto. Hay que preparar un grandioso escaparate. Sin embargo el amor necesita sobre todo humildad, pudor. El amor

ya no es amor sin un contexto de secreto, sin la dimensión de reserva. Reencuentra, pues, en la oración la alegría de la ocultación, de la

oscuridad, de lo no llamativo. Dirígete al Señor porque quieres que esa cosa, tan bella y buena,

es más, precisamente porque es estupenda, «no se sepa», quede como un asunto íntimo, un secreto custodiado celosamente.

«Señor, ¿acaso el evangelio es la 'buena noticia' precisamente en la medida en que no es noticia?

Sea como sea, Dios mío, dame la gracia de comprender que me hago útil sobre todo por la capacidad de desaparecer. Ilumino de ver­dad cuando logro esconderme. Hago algo importante especialmente no dándome importancia alguna. Realizo algo serio no tomándome absolutamente en serio.

Hazme consciente de que tú te das cuenta de mí esencialmente cuando no pretendo hacerme notar, cuando paso inadvertido, cuando se ignoran mis acciones, cuando me dedico a algo poco brillante.

Señor, en este tiempo en que la meta máxima de ciertos individuos es ser «muy conocidos», hazme gustar la alegría secreta de hacer des­aparecer las pisadas de mis cansados itinerarios apostólicos, de borrar esmeradamente las huellas digitales de mis pocas obras buenas.

Hazme sospechar que las noticias que cuentan de verdad, para ti y para el equilibrio del mundo, son las que 'no se saben'.

Señor, ¿'la visibilidad' de que tanto se habla no consiste acaso en intentar desaparecer?».

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«Tengo ganas de regañar con Dios»

Puede existir el riesgo de una oración descarada, petulante, arro­gante, insolente, osada.

Pero, desde el lado opuesto, existe también el peligro de una ora­ción excesivamente tímida, cauta, circunspecta, enteca, reticente, di­plomática, cortés.

No siempre tenemos coraje para expresar a Dios nuestros senti­mientos más... turbulentos. Generalmente nos ponemos el disfraz del estado de ánimo que quisiéramos tener. Entonces la oración se hace esencialmente falsa.

Tenemos miedo de decir al Señor —o consideramos que es incon­veniente— todo lo que pensamos, todo lo que nos atormenta, todo lo que nos intranquiliza, todo eso con lo que en absoluto estamos de acuerdo con él.

Pretendemos rezar «en la paz». Y no queremos levantar acta del hecho de que, antes, hay que atravesar la tempestad.

Se llega a la docilidad, a la obediencia, después de haber sido tentados por la rebelión.

Las relaciones con Dios son serenas, pacíficas, solamente después de haber sido «borrascosas».

Toda la Biblia propone con insistencia el tema de la contienda del hombre con Dios.

El antiguo testamento nos presenta un «campeón de la fe», Abra-hán, que se dirige a Dios con una oración que roza la temeridad.

La misma oración de Moisés, a veces, asume las características de un desafío. Moisés, en ciertas circunstancias, no duda en protestar con vehemencia ante Dios. Su oración, entonces, demuestra una fami­liaridad que nos deja desconcertados.

Abiertamente echa en cara a Dios haberle confiado una tarea su­perior a sus fuerzas, haberle puesto sobre los hombros un peso aplas­tante, no haber tenido en cuenta sus limitaciones.

Sobre todo Moisés dice al Señor sin medias tintas que no puede soportar al pueblo que le ha sido confiado. Ya no quiere saber nada de esos individuos imposibles.

«Tengo ganas de regañar con Dios» 201

Estalla: No he sido yo quien ha concebido a esta gente caprichosa, y no veo por qué debo continuar haciéndoles de niñera (Núm 11, 10-15).

La Biblia pone en el catálogo de las virtudes la parresía (de pan, todo, y rhesis, discurso, que se deriva a su vez de erein, decir), que significa precisamente libertad, coraje para decir todo.

Ante Dios —y esto no debería pasar solamente ante él-— el cre­yente puede hablar abiertamente, con franqueza.

Una relación vital y profunda con Dios, bajo el signo del amor y de la libertad, comporta, también en el momento de la oración, un «hablar sincero», aunque con respeto y modestia.

El lamento, en la oración, no expresa angustia, sino confianza. Así como la lucha y la protesta no denuncian voluntad de ruptura, sino salvaguarda de una ligazón que no se rompe a pesar de todo.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?...». Aquí incluso tenemos un acento de reproche. Pero hay que subrayar la paradoja: Dios sigue siendo «mío», aun­

que me haya abandonado. También un Dios lejano, impasible, que no responde, no se con­

mueve, que me deja solo en aquella situación imposible, sigue siendo «mío».

Dios se ha escapado, se ha ido, se ha alejado. Pero siempre queda en mi mano —mejor, en mi garganta— ese «mío».

He «perdido» a Dios, pero me agarro desesperadamente a ese po­sesivo «mío».

«A pesar de mi lamento, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche y no me haces caso» (Sal 22, 3). Literalmente habría que traducir: no «mi lamento», sino «mi rugi­

do». Alguien, a veces, viene a confesarse: —Sabe, algunas veces me dan tentaciones de lamentarme con

Dios... Y siempre respondo: —Por favor, caiga en esa tentación. Mejor lamentarse que fingir resignación. Mejor desfogarse, que almacenar dentro venenos que entoxican

todo el organismo, y acumular amargura «indigerible». La tonalidad del lamento —con puntas dramáticas— está presente

en muchos salmos. Saltan dos preguntas angustiosas, y hasta escandalosas para algu­

nos: —¿Por qué? (No entiendo, me parece absurdo, no encuentro senti­

do a todo esto...).

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202 Las ocasiones de la oración

—¿Hasta cuándo? (Ya basta... no puedo más... es demasiado...). Los salmos, precisamente porque son expresión de una fe robusta,

no dudan en usar estos acentos que aparentemente rompen las reglas de la «buena educación» en las relaciones con Dios.

A veces es suficiente rozar con delicadeza la orla del manto (Me 5, 27).

Pero no estaría de más, en algunas ocasiones, dar un fuerte tirón. Respetuosamente, y hasta «asustados y temblorosos», pero decididos.

Sin dudarlo, en algunas circunstancias, abordar al Señor y propo­nerle:

—Estoy a punto de estallar... ¡Reñimos un poco! Uno decía: «Tengo problemas más bien serios con Dios...». No hay por qué sorprenderse. Encontrarse en desacuerdo, tener

dificultades en las relaciones con él, es perfectamente normal. La oración sirve precisamente para afrontar también las cuestiones

más inquietantes. Parafraseando a Neher, se puede afirmar que hombre de oración

—y de fe y de esperanza— es «aquel que ha pretendido obstinada­mente resistir a Dios y que ha conocido la plenitud a través de la de­rrota que ha debido padecer».

A veces solamente «oponiéndose» —durante mucho tiempo y en-carnecidamente— logra uno caer —finalmente y felizmente rendido— en los brazos de Dios.

Rezar al Padre

«Cuando oréis, decid: Padre...» (Le 11, 2). Jesús nos invita a usar exclusivamente este nombre en la oración:

Padre. Es más: Abba, papá. Cuando uno, bajo el impulso irresistible del Espíritu, pronuncia

este nombre (Rom 8, 14-15), ha dicho lo que tenía que decir. «Padre» encierra todo lo que podemos expresar en la oración. Y

contiene incluso «lo inexpresable». Sigamos, pues, repitiendo, como en una letanía incesante: «Papá...

papá». No es necesario añadir más. A través de esta invocación insistente del nombre del Padre, re­

compondremos los rasgos del verdadero rostro de Dios, borrando las imágenes falsas que nos habíamos fabricado o que se nos habían im­puesto.

Sentiremos crecer en nosotros la confianza. Advertiremos, en torno a nosotros, la presencia comprometida de

un número incalculable de hermanos. Sobre todo, quedaremos atrapados por el estupor de ser «hijos».

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Rezar a la Madre

Cuando oréis, decid también: «Madre...». En el cuarto evangelio, Mana de Nazaret parece haber perdido su

nombre. En efecto, siempre se le da el título de «madre». La «oración del nombre» de María sólo puede ser ésta: «Mamá...

mamá...». Ni siquiera aquí existen límites. La letanía, siempre igual, puede

prolongarse indefinidamente. Pero llega ciertamente el momento en que, después de la última

invocación «mamá», oímos la respuesta tan esperada y, sin embargo, sorprendente:

—¡Jesús! La Madre reconoce siempre la voz del hijo... Y además ella está habituada a responder así.

La oración como juego

Quién sabe por qué la oración se presenta y se interpreta habitual-mente como deber. Con frecuencia sombrío, triste, pesado. O si no como algo terriblemente serio.

Algunos, es verdad —imitando la espiritualidad del oriente cristia­no—, llegan a orar «en la belleza», a descubrir que la oración, ade­más de ser una cosa buena, es una cosa bella. Pero no tienen el cora­je de seguir hacia adelante y descubrir que la oración ofrece la sor­prendente posibilidad de jugar con;Dios.

Se habla de «espíritu de infancia». Nos declaramos convencidos de que hay que hacerse «como niños», según la advertencia del evan­gelio (Me 10, 15; Le 18, 17). Y, sin embargo, en este territorio de la infancia el juego resulta totalmente ausente. Todos niños arrugados, envejecidos precozmente: cumplidos, serios, ensimismados, rígidos en poses severas, tiesos en una compostura que se asemeja a la de las momias.

Son pocos los que saben jugar con Dios. Porque no son capaces de olvidarse de sí mismos. Porque no están «sueltos», elásticos, ni en el cuerpo, ni en el espí­

ritu. Y sus gestos, sus palabras, en la oración, se asemejan a mecanis­mos que entran en función, más que expresar la naturaleza de los movimientos de un ser viviente.

Porque han aprendido la ley de la gravedad, pero no el secreto de la ligereza.

Porque estén anopados con las vestimentas obstaculizadoras de su personaje, cargados y entorpecidos por su papel.

Porque no saben ser espontáneos. Porque aún no han descubierto la simplicidad. Porque hablan continuamente de gratuidad, pero no osan vivir la

gratuidad y, pon consiguiente, no consiguen rezar «por nada». Porque, sobre todo, ni siquiera llegan a sospechar que Dios desea

jugar, que invita a jugar. Que, para celebrar una fiesta con él, es nece­sario aprender a,jugar.

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206 Las ocasiones de la oración

Al respecto, se lee una narración más bien singular en la Vida de la beata Umiliana de' Cerchi —una mística florentina (1219-1246)—-escrita por fray Vito de Cortona1.

«...Paciente por esta grave enfermedad y por el dolor en el costa­do, yacía en la cama sin poderse levantar.

Nunca solía quedarse en la cama si podía hacer otra cosa: tan so­lícita y atenta estaba a su salvación.

Mientras estaba acostada, dentro de su celda cerrada (en efecto siempre cerraba la puerta de la celda por dentro, para que nadie pudie­se interrumpir sus continuas oraciones), he ahí que un niño de cuatro años o menos, de rostro bellísimo, armonioso, gracioso, de aspecto dulcísimo: jugaba con primor precisamente en su celda, delante de ella.

Cuando lo vio, sintió una gran alegría creyendo que era de verdad un mensajero del sumo rey. Y, dirigiéndole la palabra, le dijo:

—¡Oh amor dulcísimo, oh queridísimo niño! ¿No sabes hacer otra cosa que jugar?

Y el niño, con su mirada serena, le respondió: —¿Qué otra cosa queréis que haga? Y la beata Umiliata dijo humildemente: —Quiero que me digas algo hermoso de Dios. Y el niño dijo: —¿Crees que está bien y que es justo que uno hable de sí mis­

mo?». Considero oportuno sospechar que la oración, al menos alguna vez,

debería vernos comprometidos a jugar con Dios. Con la máxima serie­dad posible.

1. G. Pozzi-C. Leonardi (eds.), Scrittrici mistiche italiane, Genova 1988.

Orar desde las bajezas

«Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo'.

Por su parte, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: 'Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador'. Os digo que éste bajó a su casa reconciliado con Dios, y el otro no. Por­que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será exalta­do» (Le 18, 10-14).

Basta un detalle...

Quizás no tenemos por qué pensar en la penumbra discreta de un templo desierto.

Probablemente estos dos personajes estaban mezclados con la gente, y obligados a estar juntos codo con codo.

Jesús es quien les aisla, los confronta, los asume como elementos representativos de dos posturas religiosas contrapuestas, irreconcilia­bles.

En el fondo, una operación de simplificación realizada en el mo­mento de la oración.

Normalmente la vida constituye la verificación más exacta de la autenticidad de la oración.

Aquí, sin embargo, es el modo de orar lo que se convierte en indi­cador de la personalidad.

Nada hay que decir sobre la figura del fariseo. Una imagen de observancia fiel (más allá de las obligaciones fija­

das por la ley), de compromiso religioso, de extremo rigor. Y, sin embargo, en aquel personaje modelo hay algo que no con­

vence, una nota desafinada, una baba, que compromete todo, un engra­naje que chirría.

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208 Las ocasiones de la oración

Cada cosa en su sitio, un tipo irreprensible, irreprochable y, sin embargo, se advierte un crujido.

A veces basta un detalle para comprometer el conjunto. Una pe­queña grieta para denunciar la inconsistencia de una construcción imponente y... amenazadora.

A veces la admiración hacia una persona de rasgos perfectos se traduce en incomodidad y hasta en repugnancia cuando advertimos que le huele mal el aliento.

Sí, el fariseo tiene un aliento que huele ¡mal. Caemos en la cuenta en cuanto abre la boca para orar. Su acción de gracias se estropea por su postura de superioridad y de desprecio frente a los otros («Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano...»).

Y hasta de sus virtudes emana un hedor insoportable porque se exhiben como títulos de mérito, casi como reivindicaciones frente a Dios, y acompañadas por un acto de acusación frente a los demás.

Una pequeña seta venenosa consigue envenenar el plato entero. En ciertos personajes religiosos, llamados «ejemplares», hay de

todo y hasta algo más. Y, sin.embargo, basta un pequeño gesto, el tono de la voz, la manera de sonreír, una mirada, un rictus de la boca, una palabra, para revelar que el planteamiento de la existencia está completamente equivocado, que aquel testimonio es poco creíble, que la verdad proclamada no tiene nada que ver con el mensaje de Cristo.

Sí, hay virtudes que, en vez de emanar perfume, exhalan un olor inficionado.

El fariseo —que no es un producto exclusivo del judaismo— se traiciona por el mal olor de su aliento, signo de una mala digestión de la religión.

El se vanagloria de ser familiar de ¡Dios. Pero Dios guarda con él las distancias. Es más, lo rechaza. Tampoco Dios puede soportar aquel aliento, las virtudes que hue­

len mal por engreimiento, autocomplacencia, jactancia, ostentación, desprecio de los otros.

Ciertamente al publicano no se le presenta como modelo de vida. No es que se prefiera su conducta a los servicios virtuosos del fa­

riseo. Se trata de un individuo cuya ética en &l> ejercicio de su oficio de

recaudador de tributos es más bien discutible. Ciertamente no aparece como un campeón de honestidad.

El contraste con el fariseo se juega en un detalle no fácil de pre­cisar, pero que increíblemente hace inclinar la confrontación a su fa­vor, a pesar de la miseria que lleva encima y que no hace nada por esconderla.

Orar desde las bajezas 209

Ese detalle es el que descalifica al fariseo y hace trizas su monu­mento.

Y un detalle es también el que salva al publicano. Quizás las po­cas palabras entrecortadas («Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador»). Un gesto simplicísimo («se golpeaba el pecho...»). O la mirada («no se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo...»). O, quizás, las tres cosas a la vez.

Sea como sea, en una construcción que está lejos de ser perfecta, se abre un hendedura, poco más de una fisura, hacia la salvación («...bajó a su casa reconciliado»).

Aparentemente, sólo unos detalles. Pero que resultan decisivos. Un detalle insignificante denuncia que el personaje construido por

el fariseo es falso, artificial. Un detalle irrelevante deja intuir que el publicano, aun con todo

el peso de sus pecados, está en el camino de la verdad. En una palabra, es suficiente un detalle para indicar si uno es «ver­

dadero» ante Dios.

Adquirir ligereza

«La oración del humilde atraviesa las nubes...» (Eclo 35, 17). Llega muy arriba, porque parte de las bajezas. La equivocación del fariseo está precisamente en la ilusión de

llegar seguramente a Dios colocándose sobre las alturas de sus méri­tos, partiendo... de la altanería. Reza empinándose sobre tacones altos.

El humilde, no encontrando nada bueno en sí mismo, renuncia contar consigo mismo, y se siente totalmente dependiente de Dios, dirige todo hacia él.

El soberbio resulta pesado por su mismo personaje virtuoso. Por eso no logra levantarse y su oración no adquiere ligereza. Incluso cuando reza, el fariseo se habla a sí mismo, se mira a sí

mismo. Su oración es una recitación, una representación, más que una verdadera relación con Dios.

No tiene necesidad de Dios. Parece, casi al contrario, que Dios tenga necesidad de él.

Se admira, se exhibe. También cuando está de pie, parece que está de rodillas en adoración de sí mismo. Parece decir:

—Por suerte que estoy yo... Humildad y pobreza constituyen dos componentes esenciales de

la oración. Pero, naturalmente, no se improvisan al entrar en la iglesia. Representan dos posturas de fondo de toda la existencia. Y la pobreza no es sólo cuestión de dinero.

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210 Las ocasiones de la oración

El fariseo probablemente no pertenece a la clase social de los ricos. Y, sin embargo, se pone delante de Dios con la mentalidad y la seguridad del rico.

El publicano ciertamente no pertenece a la categoría de los pobres. Y, sin embargo, en su oración, tiene un corazón de pobre.

Si cuentas con tus fuerzas, si buscas puntales tranquilizadores, si mendigas apoyos humanos, el Señor no se siente en absoluto interesa­do por tu causa.

Si te subes a lo alto, si te pones en evidencia, él no logra verte. Si te consideras mejor que los demás, si les juzgas sin piedad, si

los condenas, él se pone de parte de los otros. Si presumes de protecciones diversas, no encontrarás ciertamente

el favor de Dios. El concede audiencia, en la oración, únicamente a quien está aban­

donado, no «recomendado» (el fariseo se recomienda a sí mismo...), no tiene la pretensión de hacerse notar.

Quizás ahí está el secreto de la oración del publicano. Ha sabido presentarse indefenso, insignificante ante Dios.

CUANDO

El tiempo que tiene tiempo

Aprovecha las primerísimas horas de la mañana para rezar. Son las horas que «salen», por decirlo de alguna manera, de la di­

mensión del tiempo, y te hacen rozar la eternidad. Sin prisas, con tranquilidad, no molestado por los ruidos, abandó­

nate a la meditación, a la alabanza, a la contemplación. Después, ya no será así. Después, vendrán las preocupaciones, las agresiones de los venci­

mientos, el ritmo loco de los compromisos, la petulancia del teléfono, el ruido del tráfico...

Después, te verás atrapado por un engranaje sin piedad. Después es difícil encontrar un rincón, aunque sea reducido, en

la esfera del reloj, en el que colocar la oración. Encontrar la calma, después, será un milagro. El tiempo de la jornada es un tiempo sin tiempos. Sin embargo, por la mañana es cuando encuentras un tiempo que

tiene tiempo. Por eso no dudes arrancar al sueño grandes tiras de sueño. La oración tiene necesidad de distenderse, libremente, sin ansieda­

des, en la amplia pradera, a lo mejor aún fajada de oscuridad. No sofocar siempre la oración en espacios restringidos. Ponía en espacios amplios. También tú respirarás mejor.

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Programar la jornada con el Dios «improvisador»

Oración de la mañana quiere decir programación de la jornada con Dios.

Dar gracias por el don de esta día, absolutamente nuevo, inédito, nunca visto, poniéndose a disposición.

Pero hay que entenderse acerca del sentido de esta programación. Dios no te pone ante los ojos una agenda de trabajos donde todo

está previsto, especificado, establecido en los detalles. El te presenta un folio para la firma. Pero ese folio está en blan­

co. La escritura de Dios resulta invisible. Lo importante es que sea bien legible tu firma. En ese folio blan­

co Dios escribirá —o ya ha escrito— todo lo que le agradará. Ya no tendrá necesidad de interpelarte por los contenidos. Ya te ha interpe­lado, de antemano, para la firma de adhesión, que es lo máximo de la confianza.

Con el sí de la mañana aceptas lo imprevisto, estás de acuerdo con lo que no conoces, concedes libertad de acción al Dios sorprendente, te declaras disponible para seguir las trayectorias impensadas e impen­sables del Espíritu.

Casualidad de encuentros, tropiezos, exigencias fastidiosas, contras­tes injustificados, retrasos, contratiempos, elementos de molestia, des­cubrimientos inimaginables: todo formará parte de una trama cuyos hilos no están ciertamente en tus manos. Pero seguramente será una buena jomada, será un hermosísimo diseño, aunque tú tengas la impre­sión de perseguir líneas «locas».

Dios te elige para jugar con él, hoy. Pero sin decirte en qué juego vas a participar, ni con qué reglas. De todos modos, su juego, el que sea, es siempre más serio que todas las «cosas serias» a las que nos­otros nos dedicamos.

Ten en cuenta que él se fía de tu sí. Pero tú has de fiarte de este Dios «fuera de programa». Así pues, ¿estás dispuesto a esperar a un Dios «inesperado»? ¿Prefieres permanecer plantado en el terreno sólido de tus cálcu­

los prudentes, de tus previsiones razonables, o decides finalmente de­jarte llevar por el «fuera programa» de Dios?

Dios sueña contigo por la mañana

El está a la espera de que te despiertes, le expongas tus proyectos para la jornada, le desgranes las tramas de tus sueños.

Ante Dios, los sueños no se hacen de noche, sino por la mañana. Hay que demostrarle que se ha conservado intacta la capacidad

de soñar cosas grandes. Que la noche no nos ha malversado la memo­ria del futuro, no nos ha saqueado los ahorros de esperanza, los deseos más audaces del corazón, las aspiraciones más locas, las ingenuidades más... concretas.

Le has de decir que aún no te has resignado, no has renunciado a ser hombre, que aún tienes ganas de hacerte cristiano, que estás dis­puesto a intentar.

Por la mañana Dios formula los propósitos contigo. Algo distinto, más, mejor que ayer.

Por la mañana pon en programa, con él, la producción de cosas hermosas, buenas, verdaderas; la batalla decisiva contra ese defecto; el esfuerzo por aceptar a una persona imposible; el compromiso para efectuar aquel corte que continúas rechazando; la decisión de respetar una cita incómoda, de dedicarte a aquel asunto no demasiado agrada­ble, de no liberarte de aquella responsabilidad precisa.

Por la mañana estás limpio, disponible, abierto. Eres un terreno acogedor, en el que Dios puede echar las semillas de un mundo nuevo.

Dios, por la mañana, tiene necesidad de ti. Para hacer florecer el desierto. Para cultivar propósitos de paz, justicia, ternura, fidelidad, amistad, sinceridad.

Dios, por la mañana, sueña contigo. Contigo quiere reescribir la historia del mundo, rehacer tu historia

personal. Por la mañana Dios vuelve «al principio», al momento de la crea­

ción. Te pone al corriente de su proyecto inaudito, de su intención de

realizar «cosas nunca vistas». Y tú dices sí. Le haces saber que estás de acuerdo con el jardín

fabuloso de los orígenes.

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214 Las ocasiones de la oración

Por la mañana caes en la cuenta de que los propósitos ya los ha hecho él. Y que tus propósitos no deben estar excesivamente retrasa­dos respecto a los suyos y que, de todos modos, deben dejarse dilatar a la medida de los propósitos divinos.

Por la mañana Dios está impaciente por comenzar. Y tú, en la oración, le consientes dar principio a la obra. Por la mañana Dios trabaja de fantasía contigo.

...Y llega la tarde. Sientes el frío encima, porque te encuentras desnudo. Has dejado

marchitar las flores. Has perdido la memoria de los propósitos formu­lados por la mañana. Te has perdido. No te encuentras.

—¿Dónde estás? (Gen 2, 9). Y, sin embargo, no te escondes. Te presentas en la expoliación de

tu nuevo fracaso, con la humillación de las promesas no mantenidas, con la desolación de los compromisos desatendidos, en la pobreza más total.

Has dejado morir los sueños, envejecer el mundo. Ahora todo te parece inútil, imposible, ciertas metas no al alcance

de tu mano. La oración de la tarde no tiene como fin hacer levantar acta de

tu enésimo fracaso. El examen de conciencia no debe servir para culpabilizarte, para

llenarte de angustia y de disgusto. Es inútil atormentarse. Las cuentas, aunque sean negativas, es más,

precisamente porque lo son, ya pensó él en anularlas con una decidi­da... señal de la cruz.

Una caricia, aunque sea un poco ruda, resulta más eficaz que un índice amenazador.

El ya ha pasado página, antes incluso de que tú hayas terminado de desgranar la letanía de tus miserias.

El amor es impaciente. Impaciente por comenzar de nuevo. Dios sabe que aún hace falta otro día. A él no le interesa la confesión de tu no-resultado. Le urge saber

si «logras» recomenzar desde el principio. A él le viene bien incluso que tengas las manos vacías. Las manos gratas a Dios no son tanto las que tienen frutos que

ofrecer, sino las dispuestas a acoger semillas. Dios desea buenas noches no al héroe, sino al derrotado, a quien

se encuentra magullado, a quien tiene la conciencia de haber urdido aún embrollos.

Dios te espera al despertar, mañana por la mañana. Para entregar­te, en una postura de confianza intacta, sus propósitos. Para rehacer lo «nuevo». Para decirte que aún quiere soñar contigo.

Dios sueña contigo por la mañana 215

Y tú duermes en paz, por la noche, satisfecho, no porque has «aca­bado», sino porque aún no has terminado de comenzar.

El sí de mañana, incluso si vienen después de miles de síes que no han sostenido el espacio de una jornada, es la palabra más nueva que Dios pueda oírte.

Dios está impaciente por oír tu sí de mañana. El, para crear, tiene aún necesidad de otro día. La oración de la mañana es la oración de la memoria. No memoria de lo que ha pasado ayer. Memoria de lo que todavía no existe.

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A Dios no le bastan cinco minutos

Esta tarde contemplo estático, entre el follaje de las ramas desnu­das de mi gran nogal, un cielo incendiado por los colores de la puesta del sol. Un espectáculo que me deja sin respiración.

Qué grande has sido, Señor, pintando esta maravilla. Pero has em­pleado en ello millones de años. No te ha salido así inmediatamente. Quién sabe cuántos retoques has tenido que dar.

Si después miro las montañas, no puedo sino pensar que Dios las ha trabajado asiduamente con el cincel y el puntero, para corregir una línea, cortar una arista, y aún no ha terminado.

Me -he quedado con la boca abierta cuando ante mis ojos se ha abierto de par en par el escenario de las dunas rosadas del Sahara, en el gran Erg occidental. He admirado esas formas elegantísimas, las líneas originales, las figuras geométricas perfectas, la sinuosidad que evoca a la de la serpiente. Pero no he podido menos de pensar que, para obtener aquella arena finísima, casi impalpable, muy move­diza, el Artífice divino se ha servido de dos aliados: el viento y el tiempo. Y la obra de demolición, ruptura, trituración, afinamiento, dura desde decenas y decenas de milenios. Y el Artista, por la noche, siempre insatisfecho, se pone a deshacer y a rehacer.

Observo la rosa delicadísima que alguien ha dejado en medio del caos de mi mesa de trabajo. E imagino que, la primera vez, él no debió quedar demasiado contento de su resultado. Pero no la perdió de vista. Nunca ha dejado de perfeccionarla durante algunos... siglos, hasta el esplendor de hoy.

Dios trabaja a largo plazo. Sus obras de arte se logran después de una paciencia infinita.

...Yo, hoy, le he concedido apenas cinco minutos de oración. Pretendo que él me transforme, me «haga» o me «rehaga» deprisa. Y, sin embargo, hace falta que me convenza de que Dios, conmi­

go, debe realizar distintas intentonas para sacar algo apreciable. Dios, para «salir airoso» conmigo, necesita mucho tiempo. Caigo en la cuenta de que los cinco minutos estirados que le ofre­

cí hoy, más que un ponerme a disposición, han sido la enésima inten­tona de huirle.

Rezar en la noche

«...De noche me levanto a darte gracias por tus justos mandamien­tos» (Sal 119, 62).

La noche está hecha para descansar. Por la noche, normalmente, uno duerme. Y está bien. Tiene que ser así. Hay que deponer irritacio­nes y preocupaciones, cansancio y ansias. Hay que poner nuestra con­fianza en el Señor y abandonarse tranquilamente al sueño, para no amanecer tensos, nerviosos, intratables.

El sueño puede ser signo de armonía, equilibrio, buena salud tanto física como espiritual.

Y, sin embargo, hay gente que, en el corazón de la noche, se le­vanta para alabar a Dios.

También ésta es una experiencia de libertad. El esfuerzo y los sacrificios que exige esta oración «nocturna» son

espléndidamente pagados con la alegría profunda que se deriva de ello.

En la noche se vive el tiempo, el mundo, de una manera distinta: menos activa, más receptiva. Más recogida, en una perspectiva más amplia.

El padre Ernesto Balducci, refiriéndose a su infancia, recordaba: «La habitación en que dormía de pequeño tenía una ventana que

daba a un despeñadero (la casa todavía está allí, encaramada en las murallas medievales) y más allá se levantaba una corta cornisa de colinas.

A los lados del despeñadero, la larga silueta de un antiguo conven­to de clarisas. De noche, varias veces, la campana llamaba a las mon­jas a dar los buenos días al esposo.

De vez en cuando, se me ocurría bajar de la cama, al toque de la campana, para observar en la oscuridad cómo se encendían una des­pués de otra las minúsculas ventanas de las celdas y cómo después se apagaban.

Ahora me explico la fascinación de aquel espectáculo nocturno, del que gozaba solo, casi furtivamente. Era como si me asomase a la otra vertiente de la vida, donde el tiempo tiene ritmos distintos al nuestro, porque es un tiempo inútil, es el tiempo del Ser, el tiempo

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218 Las ocasiones de la oración

que gira sobre sí mismo, con el paso de danza, y no se preocupa del nuestro, que es el tiempo del existir.

Podría decir que yo no me he movido nunca de aquella ventana»'. Pero la noche no es sólo esa que Dios —según Péguy— llama «mi

hija de los ojos negros», la única capaz de «dormir al hombre, este pozo de inquietud», y de «acunarlo entre los brazos de mi providen­cia».

La noche también es el símbolo de los extravíos, de las infamias, de la ausencia, de la traición, del mal.

«Era de noche» cuando Judas dejó el cenáculo (Jn 13, 30). Es, pues, justo, que el orante, que ha encontrado a Dios, haga par­

tícipe a la noche de su alabanza y acción de gracias, ya que durante la noche tantos individuos se alejan de Dios y él mismo, seguramen­te, alguna vez habrá perdido a ese Dios.

Es todo el ser, es todo lo creado lo que, también en su dimensión nocturna, vuelve a Dios.

...Y es hermoso pensar que alguien, durante la noche, se obstina en encender un fuego.

1. E. Balducci, ¡l cercio si chiude, Genova 1986, 153-154.

Orar en el cansancio

Me gusta rezar ante ciertas capillitas abandonadas en los cruces de las carreteras o, mejor, sembradas a lo largo de los senderos de montaña.

Una reja herrumbrosa o un cristal que se ha vuelto opaco por las incrustaciones. Un ramo de flores artificiales y llenas de polvo ahoga­do en un bote de lata. Dos velas perfectamente combadas.

Al fondo, la imagen de algún santo improbable, con ojos pasma­dos, o de una Virgen descolorida.

Aquí el arte no ha estado ni de paso. Y, sin embargo, estos nichos conservan un atractivo secreto, llevan la impronta de una cierta belle­za, aunque no es la belleza apreciada por los estetas.

Estos son los lugares consagrados por el cansancio, por la fatiga y por la pena del vivir de cada día, por una fidelidad tenaz, por una paciencia más fuerte que todas las contrariedades, por una fe simple.

Los frescos rudimentarios parecen tener los colores del sudor, la tonalidad de la dura existencia cotidiana, todos los matices de la resig­nación.

Todavía hoy, a lo largo de ciertos caminos de herradura, se puede ver a una mujer que llega tambaleándose bajo el peso de un cuévano desproporcionado. Deja la carga, se endereza lentamente, da un suspi­ro prolongado, se santigua, lanza una mirada discreta, como de enten­dimiento secreto y respetuoso al mismo tiempo, hacia la imagen fami­liar, después se sienta durante unos minutos en el escalón más bajo farfullando algo entre dientes y continúa secándose el sudor del ros­tro enrojecido con un pico del delantal negro.

Al terminar, después de esa parada benéfica, se pasa las correas del cuévano por la espalda y se aleja, inclinada, con pasos cansados.

Me parece que es la imagen exacta de una «oración del cansan­cio». Cuando el peso te aplasta, tienes la impresión de que se te plie­gan las rodillas y te falla el corazón, no logras ya ver claro el camino; pues bien ese es el momento de una oración interpretada como parada necesaria.

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220 Las ocasiones de la oración

Deja la carga a los pies del Señor. Siéntate. Respira profundamen­te. O suspira, si prefieres. Lanza una ojeada en cierta dirección.

Bastan unos pocos instantes. Cuando te ves de nuevo de pie, la cesta continúa estando allí, no

te hagas ilusiones, ni siquiera una pajita ha desaparecido, y aún «te queda un camino muy largo» (1 Re 19, 7).

No se ha realizado el milagro descrito por el salmo: «Aparté sus hombros de la carga, y sus manos se libraron de la espuerta» (Sal 81, 7). Esa carga es precisamente la tuya. Nadie puede llevarla por ti. La oración no es una cura milagrosa que libere del cansancio. Pe­

ro te permite caminar a pesar del cansancio. Te permite entornar los ojos sin perder de vista el camino. Y hasta adormecerte estando des­pierto.

La oración como parada no es el fin del camino. Es, más bien, la reanudación del camino.

La oración en el cansancio es la oración de la fidelidad más sufri­da.

Es la oración del heroísmo más difícil, porque no tiene nada de heroico.

Es la oración de quien quiere respetar todos los compromisos, a cualquier precio; no pretende sustraerse de ninguna responsabilidad, aunque sea muy costosa; no quiere esquivar ningún deber, aunque sea desagradable.

Cuando ya no puedes más, te paras a rezar para hacer entender al Señor que, después, reemprenderás el camino.

Dile simplemente así: «Señor, pasaba por aquí...». Y hasta pregúntale: «¿Acaso existe también la oración de las es­

paldas magulladas?... ¿No lo fue quizás la tuya, a lo largo de aquella vía dolorosa?

Orar al Dios ausente

«Ponte ante la presencia de Dios», recomendaban los textos clási­cos sobre la oración.

Pero alguna vez es necesario tener el coraje de «ponerse ante la ausencia de Dios».

Dan ganas de lamentarse con él como el Job de Peter Lippert: «...Empujas ininterrumpidamente a tus criaturas ante ti, pero tú no vie­nes».

Dios fija la cita. Y después no se deja encontrar. Tienes la sensación que pueda llegar de un momento a otro. Pero

lo que llega no es él. Con frecuencia su luz es una luz apagada. Una cercanía lejana.

Una presencia ausente. Tú, aun cuando te empuje cada día hacia adelante, no llegas nun­

ca a ese fin en donde él está apostado. Quisieras aferrar todo. Y logras a duras penas abrazar un minús­

culo fragmento, que a su vez se descompone en partículas infinitas. En ciertos momentos tienes la impresión de que entre tú y él exis­

te solamente un velo sutilísimo. Y, cuando intentas rasgarlo, caes en la cuenta de que se ha levantado en medio un muro de notable espe­sor, contra el que vas a dar con la cabeza.

Intuyes que debe existir un punto de contacto. Pero, aunque em­plees todas las facultades —corazón, mente, alma, cuerpo— este punto no lo adivinas.

Devanas una serie interminable de pensamientos. Y adviertes que son pobres pensamientos de hombre, que no te permiten desenredarte del misterio. Quedas pillado en aquella tela de araña, sin que Dios se deje pillar. El siempre logra escapar.

Sigues una pista. Pero, poco después, descubres que aquella hue­lla que te parecía inconfundible se pierde en la proximidad del océa­no o queda borrada por la arena en la extensión alucinante del desier­to.

Te parece que haría falta alcanzar aquella estrella. Pero caes en la cuenta de que la escalera de que dispones es ridicula. Y en cada

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222 has ocasiones de la oración

peldaño en que apoyas el pie vacilante se rompe. Y si, por un absur­do, tú conquistases aquella estrella, él entre tanto habría encontrado refugio a una distancia aún más remota.

Siempre, sin embargo, existiría el amor. «Pero también el amor más profundo que se nos concede, no es más que un escuálido cuartu­cho, sucio y vacío, donde no logramos encontrarte» (P. Lippert).

Tienes la impresión de que él te llama por el nombre. Y tú persi­gues aquel eco lejano. Pero tu grito de respuesta —¡Abba, Padre!— se pierde entre las gargantas de las simas que te devuelven un silencio helador.

Multiplicas el fervor, también porque te encuentras en la necesidad más desesperada. Y te sientes envuelto solamente por la soledad.

Alargas la mano. Y agarras la nada. Vas tras él lleno de confianza. Y él, que también te ha hecho un

gesto, se aleja, implacable. Y cuanto más te afanas por correr, más aumenta la distancia.

Parece, finalmente, que él viene a tu encuentro. Pero, en el mo­mento decisivo, siempre hay algo o alguien que hace de barrera.

La oración, en estos casos, se parece a la pesadilla que vives en algunos sueños. Te encuentres al borde de un abismo, tendido e impo­sibilitado para agarrar la cuerda que está allí a pocos centímetros, y estás siempre a punto de caer... (si al menos cayese...). Incapaz de sacar la voz que te está explotando dentro.

Los grandes místicos han sabido pararse largo tiempo en el territo­rio de la lejanía, de la frialdad, del silencio de Dios.

Muchos santos han experimentado a un Dios que «se negaba». Resígnate, pues, a rezar al ausente. Dios te alcanza abandonándote.

Rezar en la enfermedad

Dentro del sanatorio san Pío X de Milán, el padre Constantino Ruggeri ha creado uno de los más sugestivos «lugares de oración» que conozco.

Un ambiente de rara armonía, con una gran vidriera que permite filtrar una luz discreta: casi diría la luz de la profundidad. Una exten­sión azul rota solamente por una herida de rojo.

Todo concurre para crear una atmósfera apta para el recogimiento, para la meditación.

Allí se advierte, de verdad, «la respiración del infinito». Así el enfermo se siente ayudado en esa operación fundamental

que consiste —como dice David M. Turoldo— en tomar «la medida exacta ante las cosas».

A la entrada hay un cuadro alegre, espléndido, obra de la artista Elena Mazzari. Representa a la Virgen con el niño en los brazos. No es la Dolorosa, como podría esperarse. Es la Virgen de la sonrisa, de la esperanza, de la salud.

Al entrar, no puedes por menos de captar ese mensaje luminoso, que permite «fortalecer los corazones» (Sant 5, 8).

Para esa imagen extraordinaria he compuesto una pequeña oración, que dice así:

María, es hermoso rezar ante esta imagen tuya. Sobre tu rostro joven nace una luz que es como una delicada sonrisa sobre nuestros sufrimientos, una dulce caricia sobre nuestras heridas secretas, un signo serenante de presencia en el vacío de nuestra soledad. ¡Señora de la salud, cúranos! Llévanos en brazos como haces ahí con tu hijo (todos, en el dolor y en la enfermedad

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224 Las ocasiones de la oración

nos hacemos niños...). Transforma nuestros sufrimientos en un momento de conversión y de crecimiento espiritual. Haz que nuestras lágrimas sean atravesadas por la espada de luz de la esperanza. Amén.

Orar en el dolor

Ves el dolor a tu alrededor. Es como una nube oscura, un paño negro que envuelve el mundo entero y hace gritar por el miedo y el espanto.

Te sientes herido por el dolor absurdo de los inocentes, los más indefensos.

Tienes presente también los infinitos sufrimientos causados por los hombres a sus semejantes. El hombre cada vez se ha especializa­do más en infligir tormentos, ha afínado progresivamente su técnica para someter a torturas horribles a otras criaturas. Parece como si el hombre hubiera descubierto el fuego para tener la posibilidad de te­ner un infierno propio. La historia del mundo se presenta como un océano infinito de dolor, una orgía de sufrimientos. Incluso alguno ha llegado a pensar que es propio de la «naturaleza humana» ser «in­humana»...

Y existe el dolor dentro de ti, que te aplasta, que te hiere, que te hace gritar. Un sufrimiento, a veces, atroz, tan inhumano, que ni si­quiera encuentras las palabras para expresarlo.

Tienes la impresión de que en tu cuerpo han despuntado sentidos, órganos de percepción nuevos, predispuestos solamente para hacerte respirar el miedo, puntos de una sensibilidad exasperada, creados a posta para provocarte las punzadas más agudas.

Frente a esta experiencia trágica del dolor —tuyo y de los demás— la oración no sirve ni para atenuarlo (al contrario, cuanto más ames, tanto más sufrirás), ni tampoco para explicarlo.

Te permite entender, simplemente, que debes inclinarte a recoger los granitos de sufrimiento tirados en todas las direcciones, y sembrar­los en el terreno del amor. Quizás, mañana, uno de esos granitos se abrirá...

El sufrimiento es inútil, infructuoso, imposible, absurdo, si no es­tá atravesado por el amor.

Y después, en tu oración, colócate delante de una imagen de Cris­to que llora.

El caminaba sobre las aguas. Pero jamás ha caminado, ligero, sobre el océano de las lágrimas de Ui&,hombres. Se ha sumergido,.se

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226 Las ocasiones de la oración

sumerge continuamente contigo. No se queda flotando, imperturbable. El peso de tu angustia le hace hundirse hasta tocar, contigo, el fondo más profundo.

Sobre todo, no te fíes de las palabras de quien te dice, «descarada­mente», que el dolor es el paraíso, el lugar de las delicias donde Dios introduce a sus predilectos.

Todo lo contrario: el dolor es el lugar «extraño», donde Dios, sa­lido de su paraíso, se queda preocupado para estar contigo.

El huerto de los olivos está en el polo opuesto respecto al jardín del Edén. Allí Dios adquiere una nueva ciudadanía, que es la de la tierra de tu exilio, de tus errores, de tus extravíos, de tu repugnancia invencible, de tu peso insoportable.

No, no alimentes tu oración con las explicaciones devotas de los que pretenden aclarar todo, demostrar cómo es bueno que las cosas... vayan tan mal. No te rindas ante esas explicaciones falsas. No te fíes de esos que se hacen defensores de oficio de Dios, siempre dispues­tos a justificarle en la piel de los otros.

Más bien, en el colmo de un sufrimiento que te hace enloquecer, ora simplemente así:

—Señor, no te entiendo... Es mejor rendirse —sin condiciones— a un Dios incomprensible,

imposible, intratable, que pretender pactar con un Dios «tranquiliza­dor», evidente, pero que no es así...

Dios es comprensible exclusivamente en su incomprensibilidad. Te eleva hasta él derribándote. Te abre los ojos cegándote. Su causa es insostenible. Jesús, en la cruz, no nos ha dado una lección clarificadora, no nos

ha facilitado la explicación decisiva del dolor. Más bien nos ha dejado su lacerante «¿por qué?». Sí, en el dolor, reza también para entender. Entender que no en­

tiendes a Dios, es indefendible, no justificable. En el último día él enjugará las lágrimas de nuestros ojos (Ap 21,

4). Pero es improbable que lo haga con folios de las explicaciones, con las páginas de las demostraciones «lógicas» de ciertos tratados sobre el dolor.

Ni siquiera entonces se darán explicaciones (al menos en el sentido que nosotros pretendemos).

Será un gesto de ternura infinita. Su única justificación. Sí, verdaderamente eres un Dios incomprensible. Y cuando me hago ilusiones de entenderte, tú eres otro.

Orar en la alegría

En los momentos tristes, mucha gente encuentra el camino de la oración casi instintivamente.

Se dan cuenta de que es difícil encontrar —incluso entre los más cercanos— personas dispuestas a com-partir, en el sentido pleno de la palabra. Entonces se desahogan en la oración con el Dios consola­dor.

Y, sin embargo, ni siquiera les roza la sospecha de que la alegría es «insoportable». Insoportable, cierto, para aguantarla solos. Pero resulta también arduo, y prácticamente imposible, encontrar individuos —también en las cercanías más inmediatas— capaces de soportarla, entenderla (en el sentido latino de capere, acogerla, hacerse recipiente) y compartirla plenamente.

Entonces es necesario desfogar la alegría en la oración. Sólo así la gustarás totalmente, intensamente, descubriendo final­

mente a uno que no se echará atrás, que estará disponible, sin reser­vas.

Dios no es sospechoso en relación a tu alegría. Así como tampoco es celoso de tus éxitos.

Al contrario, se apropia de una y de los otros, sin quitarte nada, es más añadiendo algo de sobreabundante.

Así pues, no te quedes con el sufrimiento. Pero tampoco con la alegría. Tu alegría, compartida con él, se multiplica infinitamente. Te la hará gustar en detalles, reveses, dimensiones que tú jamás

lograrías descubrir solo. Ofrécele, pues, tu alegría para que puedas gozarla más plenamen­

te y con mayor profundidad y duración. Hazle partícipe de tus momentos hermosos, para que no se desva­

nezcan demasiado rápidamente, sino que queden tocados por un pre­sagio de eternidad.

No le hagas el agravio de creer que sólo viene de él el dolor, mien­tras la alegría, aquí abajo, a duras penas estaría permitida, tolerada por él. ¡Es todo lo contrario!

No te contentes con danzar, como David, en su presencia.

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228 Las ocasiones de la oración

Baila con él. Invítale a bailar contigo la alegría de vivir, la nieve que se está

posando en los tejados, la maravilla de una flor que ha despuntado esta mañana en tu prado, los primeros botones verdes aparecidos en el gran nogal, la sonrisa del niño, la sorpresa de haber reencontrado a un amigo, el descubrimiento de un libro, la absolución recibida, el perdón dado, la carta que finalmente llegó, el calor que te ha trans­mitido aquel apretón de manos, la luz imprevista de aquel rostro que ha aclarado tu jornada, el gracias sincero que has percibido de parte de quien, por suerte, no pensó en cerrar la cuenta echando mano a la cartera.

Corre delante del Señor, y grítale: «¡Hágase tu voluntad! Porque me doy cuenta de que tú quieres la alegría. Sí, la alegría es tu voluntad. Y tu voluntad debe ser mi alegría. Señor, festejemos juntos tu voluntad...».

Orar al salir de casa

Dirígete también al ángel custodio. Pero no le reces sólo para que te preserve de los peligros, para que

te señale las trampas diseminadas en tu camino, para que te consiga evitar las infinitas insidias del mal.

Rézale para que te ayude a afrontar los riesgos de los choques. Que te libre de los prejuicios, de las sospechas injustificadas, de la desconfianza, de las obstrucciones que te impiden estar disponible para las sorpresas.

Rézale para que te haga disponible a aprender de cualquiera, pre­parado para recibir hasta de ése de quien piensas que eres tú quien tienes que darle.

Rézale para abundar en atención, para ser grande en capacidad de escucha.

Reza para que la mano del ángel de la guarda te pare cuando, fas­tidiado, querrías escabullirte, pasar de largo.

Rézale para tener la generosidad más difícil: la confianza. Rézale para lograr sospechar que puedes descubrir algo hermoso,

bueno, verdadero allá donde no te esperarías nada. Reza para dejarte sorprender por lo imprevisible. Para caer en la cuenta de que, con cualquiera que te encuentres,

también el pobre que te alarga la mano o el viejecito que te cuenta sus recuerdos que has oído quién sabe cuántas veces, puede ser «en­viado» por Dios, con su mensaje para entregártelo hoy, con algo para que entiendas en este momento concreto.

Sí, el ángel de la guardia sale contigo. Pero quisiera advertirte que existen también «peligros» que no hay que evitar, encuentros aparente­mente desagradables o inútiles de los que no hay que evadirse, ocasio­nes que no hay que perder (sobre todo porque solamente después se revelan favorables...), trampas en las que hay que dejarse pillar, y que se manifiestan providenciales solamente después de que has caído en ellas.

Se te ha confiado el ángel de la guarda «por la piedad celeste» no sólo para tenerte abierta sobre la cabeza la sombrilla de protección, sino también para pedirte que camines con cabeza descubierta, para

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230 Las ocasiones de la oración

afrontar los riesgos, para capturar un rayo de sol «imposible» en un día de lluvia, para recoger una canica colorada en un charco de agua cenagosa.

Ángel de Dios, hazme intuir que en mi camino no existen sólo des­gracias al acecho. Además las que parecen desgracias pueden ser posi­bilidades de salvación. Ciertos incidentes son, en realidad, peligros librados (el peligro de la costumbre, por ejemplo; el peligro del exce­so de seguridad). Ciertos retrasos pueden ser la única manera para no faltar a las citas decisivas.

El sacerdote y el levita, a lo largo del camino infame de Jericó, han realizado un viaje óptimo, y también desastroso: sin obstáculos, sin paradas que habrían estropeado su programa. Pero han tenido la gran desgracia de llegar a casa (o al templo) puntuales.

Pablo de Tarso, sin embargo, aquel día, en el camino de Damasco, se ha encontrado con un feliz incidente de viaje, del que ha extraído consecuencias para toda la vida.

Ángel de Dios, que eres mi custodio, no me pierdas de vista sobre todo cuando no estoy en peligro.

Haz que, alguna vez, me decida a cerrar los ojos para ir a arrojar­me a los brazos de alguien que está apostado detrás de una esquina —¡o de un escondite!— cualquiera.

Ángel de Dios, que eres mi guardián, me atrevería a pedirte, al salir de casa, que me garantices, al menos alguna vez, un viaje «inse­guro».

Rezar antes del estudio

Me han enseñado a rezar antes de ponerme a estudiar. Había una invocación expresa al Espíritu santo, que recité, casi por fuerza de la inercia, con mucha frecuencia distraído, miles de veces. Después, no sé por qué, la he dejado.

Ahora siento la necesidad de recuperarla. Encuentro que es impor­tante enganchar el estudio, o también sólo la lectura seria, al Espíritu de la verdad, que acompaña mi esfuerzo y mi búsqueda con los dones del entendimiento, de la ciencia y sobre todo de la sabiduría.

Debes orar, principalmente, para conseguir la humildad que, cuan­do falta, tanto el saber cuanto la ignorancia degeneran en complacen­cia autosuficiente, vanidad, satisfacción, sentido de superioridad, arro­gancia, y una serie interminable de otros subproductos del orgullo.

Debes orar para que el estudio te haga reconocer tu ignorancia. Conciencia de tu ignorancia abismal «antes», pero sobre todo «des­pués». En efecto, no basta considerarse ignorantes «antes». El estudio debe conducirte a admitir tu ignorancia «después» que has aprendido algo.

Reza para que la búsqueda apasionada te lleve a encontrar, a des­cubrir. Pero no como meta de llegada, sino como punto de partida para una búsqueda ulterior.

El estudio, sostenido por la oración, te impide convertirte en un individuo «satisfecho», seguro de sí. Te hace, por el contrario, inquie­to, saludablemente visitado por las dudas, incapaz de dar respuestas definitivas. Dispuesto, además, a poner continuamente en discusión tu persona y tu saber, a confrontarte, en una postura de modestia y pobreza, con las ideas ajenas.

Reza para que el minúsculo bagaje de ciencia que almacenas no sea simplemente información, erudición, especialización, sino que se transforme en sabiduría.

Reza para que el estudio no te haga árido, distante, frío, seco y polvoriento como ciertos libros de las antiguas bibliotecas.

Reza también para que tu cantidad de conocimientos no esté en­vuelta por esa pátina de moho medicinal que es el aburrimiento, sino

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232 Las ocasiones de la oración

que sea siempre algo vivo, nuevo, interesante, fresco, original, apasio­nante.

Reza para tener la alegría de comunicar a los otros tus pequeños, provisionales descubrimientos. Para encender en alguien, con tu tem­blorosa cerilla, el deseo de la verdad.

Reza para hacer bajar la mente al corazón. Reza sobre todo para hacerte capaz de traducir siempre la ciencia

en amor, el saber en servicio, las conquistas intelectuales en capaci­dad para comprender al prójimo, la información en comprensión pro­funda. El estudio no debe convertirte en un privilegiado, sino en un responsable, una criatura consciente del preciso deber de dar, de po­nerse a disposición.

Santo Tomás de Aquino, después de haber rozado, en un momento particular de gracia, la luz de Dios, y quedar quemado por ella, juzga­ba su obra monumental como paja y hubiera deseado quemarla, hasta este punto advirtió la desproporción.

Provee también tú a echar la paja de tu saber en el fuego ardiente del Espíritu. Descubrirás entonces, y solamente entonces, que la llami-ta que habrás encendido, después de haberte acercado «con temor y temblor» a la hoguera, no sólo proyectará un poco de luz sobre tu camino y sobre el de algún otro, sino que tendrá el poder de calentar.

Cuando la amistad es traicionada

Cada uno de nosotros puede contar bastantes anillas saltadas en la cadena de las amistades.

Los motivos resultan con frecuencia incomprensibles. Pero hay uno que te entristece de una manera particular cuando lo descubres: la envidia.

Caes así en la cuenta de que el amigo está presente, partícipe, capaz de animar, si te encuentras en dificultad, o eres visitado por el sufrimiento, o de una u otra manera eres víctima de un incidente cual­quiera a lo largo del camino de la vida.

Y después descubres, con un sentido de sorpresa que se convierte en humillación, que el mismo amigo te ha abandonado cuando se trataba de compartir una alegría, un éxito.

Se ha marchado ofendido, porque le has hecho el feo de salir airo­so en lo que quizás él no ha sido capaz.

Hay quien está dispuesto a compartir la desgracia, pero no logra perdonarte la suerte, sufre terriblemente si los otros hablan bien de ti, si has conseguido un buen resultado, pagado a lo mejor a precio de grandes sacrificios.

Dispuesto a compartir el sufrimiento, no la felicidad. No se llega a saber qué siente él cuando tú estás mal. Pero estás

seguro de que él está mal cuando tú tienes algún motivo para alegrar­te.

Caes en la cuenta, así, una vez más, de que la verdadera prueba de la amistad no está en el compartir el dolor, sino en la capacidad de gozar juntos.

En este contexto de amargura, de aturdimiento, de dolorosa sorpre­sa, nace la oración de la amistad.

Entendámonos. No simplemente la oración que, después de la ené­sima punzante desilusión, refuerza la ligazón con el único Amigo que no traiciona, no defrauda, no desaparece en el momento de la cruz ni en el de la alegría, no es envidioso de tus capacidades (los talen­tos que te han dado son tuyos, y él exige solamente que los aprove­ches debidamente), se complace cuando sales airoso de una empresa, y no quiere que te desanimes cuando algo no ha ido bien.

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234 Las ocasiones de la oración

No, la oración a que me refiero es esa que te anima a continuar creyendo en la amistad precisamente cuando todo te llevaría a descon­fiar, a terminar «con preocupación», con pesimismo: «No se puede confiar en nadie» (Sal 116, 11).

Ruega para que el Señor te conceda creer en la amistad sobre todo cuando este valor resulta oscurecido por un comportamiento incorrec­to, por una postura mezquina o incluso infame, de quien te debía todo.

Reza para ser más amigo cuando el otro lo es cada vez menos. Pa­ra ser magnánimo cuando adviertes en su cara las salpicaduras del desprecio y el mal aliento de la envidia.

Reza para tener fuerza y poder reparar, a lo mejor hiriéndote en las manos, la anilla rota.

Reza para tener el coraje de no decir nunca: «Tenía un amigo», o: «Ese antes era un amigo, ahora lo he perdido por el camino». En el límite susurra: «Es un amigo momentáneamente ausente».

Reza para ser capaz de comenzar de nuevo. Reza para que el corazón no se endurezca o se entumezca en re­

criminaciones varias. La oración te hace entender que, después de una experiencia dolo-

rosa, es necesario reencontrar la espontaneidad, la confianza, la fres­cura y la ingenuidad de los inicios.

Reza, pues, para no ceder a la resignación. Para no declarar cerra­do un capítulo doloroso.

Reza para estar dispuesto a sustituir, en tu corazón, al amigo per­dido.

Quiero decir: sustituirlo con el mismo amigo.

POR QUE

Cuando las manos sirven para no hacer

«Entonces Jesús, sabiendo que el Padre le había dado todo en sus manos...» (Jn 13, 3).

Instintivamente las manos se asocian al hacer. «Hacer»: todos nosotros tenemos la máxima familiaridad con este

verbo. Conjugarlo es un poco nuestra especialización. Muchos, inclu­so, no saben hacer otra cosa que... hacer.

Las manos pues se nos habrían dado precisamente para hacer. No se nos pasa por la cabeza la sospecha de que podemos usar

las manos «de otra manera». Por tanto debemos convencernos de que las manos no sirven sólo

para hacer. Sino también, paradójicamente, para «no hacer». «Sabiendo que el Padre le había dado todo en sus manos...». ¿Acaso la oración no es el momento en que experimentamos la

conciencia de que las manos se nos han dado no sólo para hacer, sino también para interrumpir el hacer e introducirnos en otro dinamismo de acción?

Sí, también el Padre ha puesto todo en nuestras manos. Hay un poder de la oración del que no siempre somos conscientes. Hay un servicio de la oración que está a la par al menos de cual­

quiera otra forma de servicio. Servicio prestado también al prójimo, al mismo tiempo que a nosotros.

La manos usadas en la oración aparentemente son inútiles, impro­ductivas.Y, sin embargo, son las manos que crean una humanidad nueva, que construyen la paz, que hacen historia, que transforman la realidad, que aseguran el equilibrio del mundo. O, si queremos, más prosaicamente: mantienen en pie la chabola.

No terminaríamos nunca de admirarnos de las posibilidades infini­tas concedidas a las manos juntas —o abiertas— en el gesto de la oración.

En una palabra, se trata de demostrar que las manos sabemos em­plearlas para hacer, pero también para no hacer. Que, en ciertos casos, se convierte en el hacer más indispensable.

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El rosario, oración de los «resistentes»

Antes se hacía el mes de mayo. Quizás aún se hace. Al menos lo espero, aunque no pretendo que

sea como el de antes. De todos modos recuerdo, con un poco de nostalgia, los meses de

mayo de mi infancia. En casa se anticipaba un poco la hora de la cena. Mi madre no

recogía la mesa, metía prisa a papá, había que «ir al rosario». Entonces el pueblo estaba como defendido en lo alto, protegido

por el castillo provisto de torre y por la majestuosa parroquia barro­ca. Después, poco a poco, las casas se fueron deslizando hacia abajo. En el polo extremo había una graciosa iglesia dedicada a la Virgen, rodeada de campos. Allá abajo, «en la Virgencita», se fijaba la cita para el mes de mayo.

Nosotros los niños nos multiplicábamos en medio de los prados y perseguíamos las luciérnagas a lo largo de las zanjas.

El párroco, con roquete y estola, salía a recuperarnos anunciando: —Rápidos, se canta la Salve Regina. Nosotros, sin embargo, sabíamos que aún no habían terminado el

tercer misterio. Pero estábamos igualmente satisfechos de que se nos hubiera descontado la mitad del rosario.

Colocado en el minúsculo presbiterio, yo no quitaba los ojos de los bancos de la izquierda, en donde destacaban algunas figuras que me eran familiares. Estaba la Tina del estanco, la María del horno, la lavandera Antonieta, la Pinota, la Esterina salchichera, mi vieja maestra... Todas desgranaban devotamente su gran rosario. A veces se oía el tintinear del rosario contra el banco.

Hoy pienso en aquellas mujeres. Todas tenían sobre sus hombros una historia de esfuerzos enormes, de vicisitudes dolorosas, de sacri­ficios inenarrables, una dedicación pagada a precio de oro, una fideli­dad que superaba todos los golpes sufridos.

El pueblo, pocos años más tarde, se convertiría en un lugar estraté­gico para los partisanos, y las colinas de los alrededores estarían con­troladas por los hombres de la Resistencia. Pero yo sostengo que aquellas mujeres eran «resistentes» desde siempre.

El rosario, oración de los «resistentes» 237

Y no puedo menos de unir su conmovedor «uniforme» con el rezo del rosario.

El rosario representaba su sacramento suplementario. Sacramento que explicaba su increíble, capacidad de resistir, de no doblegarse, de no desistir, de hacer frente a los duros compromisos de la vida, de pasar por medio de las tempestades más agitadas.

Su fe y la ruda estofa humana estaban cosidas y mantenidas jun­tas por aquel hilo robusto, ligeramente engrosado por decenas de mir les de avemarias.

Recitaban, regularmente, también los misterios gozosos y gloriosos. Pero algunas de ellas, en la vida cotidiana, continuaban desgranando, concediéndose sólo un suspiro —su única forma de protesta— una serie interminable de misterios dolorosos. Parecía que el Señor inven­taba continuamente algún misterio nuevo, a propósito para ellas.

Mi madre, en la iglesia, siempre tenía la cabeza baja. Y yo —refi­riéndome a ciertos cuentos que me desgranaba por la noche— tenía la impresión de que no lograba abandonar la postura incómoda de cuando espigaba y se veía obligada todo el día a tener la espalda doblada, con la frente sudorosa.

El rosario de mi madre merecería una historia aparte. Jamás se ha roto el hilo. Y hay que decir que no tenía las manos delicadas (si exis­tiesen instrumentos apropiados, se reconocerían en la piel, en algunos puntos precisos de mi cuerpo, las inequívocas huellas digitales mater­nas...).

Cuando vino conmigo a una audiencia del Pablo VI, el papa le regaló un rosario precioso.

Lo enseñaba, orgullosa, a las amigas. Pero nunca lo usó. Demasia­do delicado, tenía miedo de romperlo. Se fiaba únicamente del suyo, sólido, a prueba de golpes,.con las cuentas oscuras ligeramente des­gastadas y ya tirando a grises.

En el ataúd le metí aquel rosario. Era aún el mismo que le veía en la mano, cuando era niño, en elmes de mayo.

Ya sacerdote, siempre que volvía a casa, no dudaba en preguntar­me adonde llegaba en el rezo del breviario. Después venía a buscar los pantalones cuando ya me había acostado. Quería plancharlos a to­da costa. Era su; manera discreta de averiguar si tenía el rosario en el bolsillo. Si no^lo hubiese encontrado, me temo que sobre mi piel de «ungido del Señor» se habrían añadido otras huellas suplementa­rias...

Me ocurría también con frecuencia —especialmente en los últimos tiempos— que llegaba a casa en el corazón de la noche, borracho de autopista, de cansancio y de sueño, después de un viaje dramático motivado por la niebla más impenetrable.

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238 Las ocasiones de la oración

Apenas pasado el umbral, se apagaba la luz de su habitación. Y me parecía oír el roce característico de su gran rosario al dejarlo so­bre la mesilla.

Podía domirse, finalmente, con un suspiro de alivio. También esta vez todo había ido bien. No me había perdido de vista en la oscuridad de la noche y en la

niebla, es más me había pilotado, con aquel radar doméstico, rozado quién sabe cuántas veces con los dedos huesudos temblorosos.

Radar. O quizás freno. Sí, porque tengo la impresión —hoy más que entonces— que mi madre usaba el rosario también como freno. Y tiraría con toda la fuerza de su oración para mantenerme en el ca­rril.

Ella era consciente de ser más fuerte —a pesar de mis estudios, los libros leídos y escritos, las peregrinaciones por el mundo— porque tenía en la mano el rosario y lo sabía usar como se debe.

Podría incluso estar en África. Ella alargaba el hilo y metía algún millar de cuentas negras —un poco descoloridas, tirando a grises— suplementarias.

Yo tenía papel timbrado. Ella las avemarias. No había proporción. Tengo que decirlo, en la balanza aquel montón de cuentas tenía más peso que las toneladas de papel manchado de tinta.

Tengo motivo para pensar que en el cielo mi madre ha logrado recuperar el viejo, inseparable rosario con el hilo que nunca se rom­pió. Se lo habrán concedido como premio y... como instrumento de trabajo.

En efecto, a veces, cuando tiendo a escabullirme, me parece sen­tir una fuerte sacudida...

Y me sorprendo imaginando qué largo debe ser el hilo de aquel freno providencial.

Sonriendo, murmuro: «Ni siquiera allá arriba le han convencido para que adopte respecto a mí maneras delicadas».

...Por suerte. De todos modos, esto no puede ser simplemente un Amarcord. En los últimos tiempos no han faltado ataques conducidos por

algunos sabihondos engreídos contra la práctica del rosario definida como «superada», «anacrónica», «deseducadora para una correcta pe­dagogía de la oración», «incompatible con la sensibilidad moderna», «de una repetitividad mortificante», «de una monotonía intolerable», y a ver quién da más.

El rosario befado y difamado, o mirado con sospecha o también con condescendencia. Casi una práctica rutinaria.

Personalmente, nunca me he dejado impresionar por estos campeo­nes de una fe «a prueba de laboratorio teológico».

El rosario, oración de los «resistentes» 239

Oyéndolos, reflexionaba siempre que hacía falta algo distinto pa­ra desbaratar al intrépido pelotón de mujeres alistadas en «formación de resistencia» junto a mi madre.

El viejo rosario «se sostiene» muy bien. Ha resistido a los golpes más violentos que han caído sobre aquellas existencias. Y ciertamente no serán unas formulillas brillantes pronunciadas con las narices arru­gadas las que rompan ese hilo sutilísimo, más fuerte que una maroma.

También nuestra vida de fe «se sostiene» gracias a ese rosario. Pasando las cuentas, tenemos la posibilidad de encontrar un senti­

do a nuestra existencia, engancharla al misterio, explorar nuevos terri­torios, o por lo menos distintos de los pisados por la mayor parte de nuestros «desemejantes», sentirnos «vigilados» por una presencia ma­terna, metidos en vereda por aquel freno invisible (se trata de un freno que nos mantiene libres y nos impide caer en las innumerables escla­vitudes de la sociedad de hoy).

El rosario puede hacer de nosotros unos resistentes. Resistentes a las modas, a la barbarie progresiva, a la estupidez, a la bellaquería, a la propaganda, a la superficialidad.

Dejemos que alguno ría o sonría. Parece que la vida continúa siendo una cosa seria. ...Hace un tiempo se celebraba el mes de mayo. Quizás también hoy. En efecto, no debería ser difícil reclutar personas firmemente dis­

puestas a «resistir».

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Orar para obtener la gracia de olvidar

Ora para recordar. Para refrescar la memoria de lo que Dios ha hecho por ti. Para no olvidar las compromisos más incómodos, las citas menos agradables, las exigencias de una fidelidad costosa.

Reza para recordar que algún «olvidado» a lo mejor desearía un poco de atención. Que alguna tarea poco agradable está a la espera.

Pero reza también para olvidar. Ciertamente es necesario cultivar la memoria. Pero también culti­

var el olvido. Reza, pues, para olvidar la ofensa, el agravio, la frase que te ha

herido, el descuido que te ha hetího sufrir. Reza sobre todo para limpiar la memoria. Con frecuencia la mente

está excesivamente llena, hospeda demasiados estorbos, se ve obliga­da a soportar muchos pesos.

Hace falta vaciarla, liberarla, volver a darle capacidad de acoger lo nuevo que no encuentra sitio en aquel almacén excesivamente ates­tado.

El exceso de saber puede provocar, en el cerebro, un bloqueo se­mejante al causado en el estómago por un exceso de comida. Se de­termina una oclusión que impide dejar lugar a la revelación, al hoy tde la palabra de Dios.

«Lo que escuchaste, ya lo ves. ¿No lo vas a anunciar? Y ahora te revelo cosas nuevas, secretos que tu no conoces. Son cosas de hoy, no de ayer, hasta ahora no las escuchaste. Así no podrás decir: 'Ya me las sé'» (Is 48, 6-7). La oración sirve para restituir espacio a la mente. La oración te hace descubrir la necesidad de un «olvido creador».

Orar para dejarse agarrar

Orar significa recibir. Orar quiere decir también ofrecer. Pero orar implica sobre todo —y es lo más difícil— disponibilidad

para dejarse coger. En el ofrecimiento, aunque sea costoso, hay una alegría, una evi­

dente satisfacción. En el fondo, eres tú quien decides, controlas, esta­bleces la medida.

Pero en este caso la situación se te va de la mano. Padeces una expoliación incontrolable.

Al final, ni siquiera logras hacer el inventario de lo que te ha si­do quitado.

Tenías un cierto fervor. Se ha disipado, poco a poco, dejando en su lugar un hielo paralizante.

Te colocabas frente a una imagen ya familiar de Dios. Desapareci­da. Dios se ha hecho irreconocible. Dios es otro.

Poseías un discreto bagaje de ideas, pensamientos, razonamientos, verdades, respuestas para determinados problemas. Y descubres que, según progresas en la oración, alguien te ha saqueado aquel bagaje, literalmente te ha atracado. El, que es la verdad, ha tomado tu mi­núsculo fragmento de verdad.

Te complacías, como el fariseo de la parábola, de tus contribucio­nes virtuosas, de tu fidelidad, de tus obras buenas. Te ves ahora más pecador que el publicano, las virtudes se han marchitado, la riqueza espiritual ha desaparecido, sustiuida por un cúmulo de miseria.

Controlabas tu vida gracias a la luz recibida. Por lo que te desen­volvías con bastante soltura en las distintas situaciones. Emitías jui­cios, dabas consejos, sugerías remedios para los males de la Iglesia y de la sociedad, facilitabas recetas infalibles. Y ahora se ha produci­do una oscuridad total. Como si alguien hubiera saboteado las líneas eléctricas, hubiera hecho saltar el interruptor. Tanteas en la oscuridad.

Habías logrado establecer la postura, fijar las etapas de tu progre­so espiritual. Y después que has rezado ya no sabes dónde te encuen­tras. Es más, tienes la impresión de que has sido devuelto al punto

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242 Las ocasiones de la oración

de partida. Te ronda la sospecha de que Dios te ha rechazado, echado para atrás.

Puntos seguros de referencia, programas definidos o esbozados, principios sólidos, modelos creíbles, maestros indiscutidos, libros en los que te orientabas fácilmente, certezas, experiencias consolidadas... Se te ha arrebatado todo. Y te «despiertas» extraño en una región des­conocida, perdido en un desierto espantoso, abanadonado en un terre­no inestable, en una panorama borrascoso, y bajo los pies un pavimen­to movedizo.

Lejos de adornos, confort, filigranas. Sólo ves en torno a ti y den­tro de ti desolación y ruinas.

La oración es un salir al descubierto, un exponerse al atraco, un dejarse saquear.

Dios se aprovecha de esto. La oración, con frecuencia, más que «hacer el lleno» es «hacer el vacío».

A través de la oración eres «desposeído», expropiado, echado de casa.

La oración te hace perder las costumbres más tenaces y conforta­bles.

Después de la oración ya no encuentras nada. Ya no te encuentras. Sí, es la ilusión de los que afrontan la aventura arriesgada de la

oración para buscar a Dios y buscarse a sí mismos. Si te adentras hasta el fondo, encuentras a un Dios 'irreconocible',

y te encuentras miserable, insoportable, despreciable, digno de desa­parecer inmediatamente.

Es fácil presentarse en la oración con las manos vacías. Lo más difícil es salir de ella con las manos vacías, aceptar perder todo.

...Tú eres un Dios rapaz. Tengo la sospecha de que no te contentas con quitarme la intimi­

dad, el gusto, sino que incluso me quitas la oración. A veces tengo la impresión de que el no dejarme nada sea tu modo

habitual de darme todo. ¿Dónde han ido a parar mis puntos y aparte? ¿y los puntos de ad­

miración? Hurtados, y sustituidos con inquientantes puntos interroga­tivos.

¿Y las palabras, las fórmulas con las que tenía la máxima familia­ridad? Disueltas, huidas por un silencio amenazador.

Ya no existen mis prácticas confortables, los recuerdos irrenuncia-bles. Se han apagado, una a una, las velitas de mis devociones, se han descolorido las imagencitas que tanto me inspiraban.

Todo borrado en mis libretas. Las cuentas anuladas. Solamente queda la conciencia de que aún debo rezar mucho. Por­

que aún me quedan muchas cosas que perder.

Orar «para no ser comprendido»

Quién sabe cuántas veces he terminado, desconsolado: —¡Ay de mí! Nadie me entiende... En esas circunstancias dan ganas, si uno tiene la gracia de la ora­

ción, de recurrir al Señor para resarcirse de tantas incomprensiones: —Por suerte, tú al menos me entiendes... Pero será buena cosa no estar excesivamente seguro de esto. En efecto, puede suceder que un buen día el Señor diga: —Tampoco yo llego a entenderte. Es la oración del «brusco despertar». Después de esto, ya no perderé tiempo en lloriquear, en acunarme

en victimismos confortables, en justificar mis comportamientos y mis «buenas intenciones».

Más bien me preocuparé de ser distinto. En efecto, no se trata de descubrir el modo de explicarme mejor.

Es, más bien, cuestión de reencontrarme. Señor, tengo necesidad de tener el coraje grande de orar precisa­

mente «para no ser comprendido». Ni siquiera por ti. Sobre todo por ti.

Quién sabe si, no sintiéndome comprendido ni por ti ni por el mundo entero, no me decidiré a reconocerme culpable de «no seme­janza» con la imagen original.

No sé los otros. Pero tú me comprendes muy bien cuando me echas en cara que no logras entenderme.

Comprendes —y cómo desearías que lo entendiera— que ese no soy yo.

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Orar para tener una cara y una voz luminosas

«Moisés no sabía, al bajar del monte, que la piel de su rostro irra­diaba luminosidad por haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29).

El hombre tiene necesidad de pan para vivir. Pero tiene también necesidad de luz para vivir. Cuando uno ya no

ve la luz, es señal de que está muerto. Hay que tener presente que el rostro de Moisés se hizo luminoso

después de haber escuchado el nombre de Dios: «El Señor, el Señor: un Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel» (Ex 34, 6).

La ternura de Dios ha sido estampada en el rostro de Moisés, que se convierte así en sacramento de la misericordia del Señor.

El pueblo puede «leer» aquel rostro desbordante de luz y aprender a un Dios que es amor y perdón.

Los signos que acredican nuestro contacto con Dios en la oración son, por decirlo de alguna manera, los estigmas de humanidad que deberíamos llevar impresos en nuestra persona.

Una verdadera experiencia de Dios no sólo puede hacernos más espirituales, sino más humanos.

Así pues, el rostro de Moisés se volvió esplendoroso. No se trata, evidentemente, de una luminosidad propia, que tiene en sí mismo la fuente. Es una luz refleja. El contacto con Dios es el que ha incendia­do y continúa incendiando al orante.

Es significativo el detalle de la «piel que irradiaba...». No se trata de un fenómeno superficial. La piel es lo que hay de más profundo en la persona (lo afirman los expertos en la materia). Y nunca apare­ce esto tan verdadero como aquí...

«Moisés se hace portador de una mediación esplendorosa del Dios luminoso» (L. Alonso Schókel).

El pueblo temió acercarse a él con un temor reverencial, tanto que dudaron acercarse.

Moisés habla como un ser «radiante». Mientras la gente lo escu­cha, contempla la luz, el esplendor o, al menos, un reflejo de la luz de Dios.

Orar para tener una cara y una voz luminosas 245

«Moisés tiene una voz luminosa» (L. Alonso Schókel). Esplendor y comunicación oral, luminosidad del rostro y anuncio

de la boca, aquí, están íntimamente unidos. Moisés lleva, juntas, la palabra y la luz de Dios. La luz que emana del rostro del Moisés se convierte, para los

israelitas, en argumento decisivo que demuestra cómo la palabra vie­ne de lo alto. Algunos, que pretenden que se les escuche, van a una escuela de dicción, se preocupan de un a correcta emisión de su voz, desean tener un lenguaje fluido.

Moisés no era un hombre de palabra fácil, es más tartamudeaba (Ex 4, 10).

Remedió este inconveniente sometiéndose a la irradiación de la luz divina. La luz ha cubierto —me atrevería a decir, paradógicamen-te, «oscurecido»— su defecto.

No consta que Moisés tuviera una lengua expedita. En compensa­ción, su palabra se ofrecía en un envoltorio de luz.

El fenómeno, obviamente, no debería interesar sólo a los predica­dores del evangelio.

Cada uno de nosotros, a través de la oración, debería recuperar una cara y una voz luminosas.

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Orar para tener la voluntad de la fuerza de voluntad

La vida de mi amigo Luis ha dado un vuelco pavoroso. Después de aquella trágica cabriola, se ha encontrado con la columna vertebral rota, pero con la fuerza de voluntad intacta. Y la ha empleado toda, quizás reforzándola, cuando era necesario —y eso ocurría muchas ve­ces...— con dosis cada vez más grandes, para desmentir las previso-nes pesimistas, pero más que razonables, de los médicos superespe-cializados en casos como el suyo.

Ahora es un «hombre en pie» a pesar de todo, a pesar del carro de ruedas y de las muletas, a pesar de que las piernas no lo sostienen.

Un milagro para dejar boquiabiertos a los que se acercan a él por primera vez.

Le he preguntado: —¿Y cuando falta la fuerza de voluntad? Me ha respondido con una sonrisa calmosa sobre su barba negrísi­

ma: —También yo, qué crees, a veces me encuentro con la fuerza de

voluntad debilitada, insuficiente para salir airoso de ciertas situacio­nes...

—¿Y entonces? Entonces es necesario conquistar la volmtad de tener fuerza de vo­

luntad. O, si prefieres, hay que tener la fuerza de voluntad de la fuer­za de voluntad. Y te aseguro que no es un juego de palabras.

Creo que así se abre una perspectiva nueva para la oración. Cuando te encuentres débil, desganado, indolente, inerte, y tengas

la impresión de que te falta la necesaria fuerza de voluntad, debes re­zar al Señor para reencontrar la voluntad... de la fuerza de voluntad.

Cuando decae la esperanza, urge recuperar al menos la esperanza de esperar.

Cuando te falta la fe, debes creer que puedes creer. Si no tienes fuerza, debes recuperar la fuerza suficiente para tener

fuerza. Luis ha descubierto este secreto. Aunque no diga dónde. Pero se

puede intuir.

Oración para superar un trago amargo

Para mí, el trago más amargo es el de la incomprensión. Hablo de la incomprensión por parte de la persona a quien querrías demos­trar amor y que interpreta tus gestos y tus palabras en sentido total­mente opuesto.

La sinceridad se considera crueldad. Una pequeña censura, hecha con la máxima delicadeza, se recibe

como ofensa imperdonable. Te permites una observación en clave ligeramente irónica —una

ironía que para mí representa la sonrisa, una caricia del amor— y la persona, acostumbrada evidentemente a respirar sólo incienso en fuer­tes dosis, se lo toma a mal.

Si después considero que los así llamados amigos, «tan comprensi­vos», se abandonan a las más descaradas formas de adulación, pero luego, cuando se sienten seguros, critican sin piedad al pobre ignoran­te, mientras a ti te consideran adversario, una persona insensible, entonces el peso de la incomprensión, endurecido por el clima de hipocresía, que envuelve todo, se hace para mí insoportable.

La humillación más grande: caer en la cuenta de que has hecho sufrir a una persona a la que, por ninguna razón del mundo, habrías querido ocasionar dolor y, sobre todo, verla sufrir por lo que, según tus intenciones, debería haberle testimoniado tu amistad.

Y así ves a un individuo que se declara traicionado cuando tú pre­tendías demostrarle fidelidad.

Considera un escarnio esa ironía bonachona que para ti no es sino una forma de pudor, o sea, su revestimiento bajo el signo de la sonri­sa (y el amor nunca va separado del pudor).

Te acusa de escasa docilidad porque no pretendes dar brillo a su monumento.

Este tipo de incomprensión lo sientes como una piedra en el estó­mago. Y entonces ese amasijo, ese bloque calcáreo debe disolverse, diluirse en eficaces e insistentes soluciones a base de oración.

Y así la oración se convierte en un lento, fatigoso, pero inexora­ble trabajo de corrosión y maceración de aquel material indigesto que se ha solidificado dentro.

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248 Las ocasiones de la oración

Se trata de agredir, de triturar, de ablandar la piedra. Impedir que el sentido de incomprensión se convierta en amargura

enojada, en cerrazón egoísta, exasperación, victimismo, pesares gruño­nes.

La oración puede transformar la dura realidad de la incomprensión en la prueba más difícil del amor: continuar ofreciendo en secreto, sin evocaciones de lo pasado, sin reivindicar nada.

Ya resulta difícil dar sin buscar gratitud. Y todavía es más arduo alimentar el amor con el sustento indiges­

to de la incomprensión. La oración puede alcanzar este milagro. La oración te ofrece la posibilidad prodigiosa de transformar los

materiales de desecho en calor, en energía. Jesús, esta vez, te hace entender que está disponible para cambiar

las piedras en pan. Pero todo sucede dentro.

Si rezas te conviertes en un teólogo

La espiritualidad del oriente cristiano siempre lo ha sabido: «Teó­logo es el que reza». Quien reza es teólogo. Y quien no reza no es teólogo, aunque tenga un doctorado como aval. Ese documento es un papel de estraza, carente de valor.

La criatura de oración entiende más, entiende mejor, entiende más profundamente que aquel que se contenta con ser un hombre de estu­dio.

Quien se limita a poner en acción los mecanismos de la mente, permanecerá inevitablemnte en la superficie de las «cosas de Dios», no dará un solo paso en el territorio inmenso del misterio.

La oración te hace crecer en el amor. Y el amor te hace crecer en la comprensión.

Debes orar para poder abrirte a la revelación. Y para que caigas en la cuenta de que, según aumenta la luz de la revelación, aumenta también la oscuridad luminosa del misterio.

Orar se convierte en una condición indispensable para «quitarse las sandalias» (Ex 3, 5) de la presunción, de la soberbia, de lo resabi­do, de la seguridad engreída, y acercarse a la llama que quema sin consumirse, con respeto sagrado, con un asombro embelesado, en la consciencia gozosa de la propia miseria.

En la oración te preguntas, entonces, si es más importante adquirir un saber o perderlo. Juan de la Cruz exclamaba: «Yo ya no sé lo que sé».

Nosotros, por el contrario, nos hacemos la ilusión de capturar los rayos del sol en las telas de araña de nuestros razonamientos sutiles, en las redes deshechas de nuestros silogismos perfectos, de retener el agua que corre en nuestras cestas sin fondo, de aprisionar la Verdad en las casillas angostas de nuestro archivo mental.

La oración te obliga a renegar de la presunción, obstáculo funda­mental para el conocimiento de Dios. Te invita a cerrar los ojos para caer ciegamente en la profundidad del misterio. Y después a lo mejor resurgir, aturdido, sin palabras, o con algún balbuceo confuso, pero llevando gotas luminosas en la piel del rostro.

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250 Las ocasiones de la oración

Adrianne von Speyr ha escrito una página de una agudeza extraor­dinaria1 sobre el tipo particular de «sab¿D> que nace de la oración. Me permito resumirla libremente.

Saber quiere decir ser tocados por la verdad. Pero «tocados» no sólo de una manera que permita razonar e interpretar según nuestra mente pequeña, sino con la disposición para aceptar así como pretende el Señor, de una manera tan amplia que nosotros ni siquiera alcanza­mos a imaginar.

Se trata de «dejarse llevar» por un significado del que de momento solamente captamos una pequeña parte, un minúsculo fragmento.

«Saben> significa dar razón a Dios, fiarse de él, de su incomprensi­bilidad. Pero no sólo con nuestra inteligencia: con el corazón, con todo nuestro ser, con un deseo total e inflamado de Dios.

No es cuestión de comprender la verdad, sino de penetrar íntima­mente en la verdad. Más que razonar es necesario echarse en los bra­zos de Alguien.

«Señor, un gran escritor, hoy naturalmente olvidado, Peter Lippert, te confesó una vez: 'Tenemos pensamientos que te piensan, palabras que te nombran, pero no te tenemos a ti'.

Señor, haz que no me contente con saber, con acumular ideas, hilvanar razonamientos sobre ti, exponer definiciones, respuestas, argumentaciones doctas, demostraciones brillantes.

Sé muy bien que nunca lograré poseerte, mucho menos a través de los libros que leo y sobre los que me quemo los ojos. Pero siempre tengo la posibilidad inaudita de dejarme poseer por ti.

Haz, Señor, que a través del estudio serio amasado en la oración más intensa, quien se acerque a mí pueda caer en la cuenta no de que he conquistado un saber, sino de que he sido conquistado por ti».

1. Jean, le discours d'adieu I, París 1982, 48.

Oración de quien no se conforma

Hay quien se empeña en recitar la parte de protagonista a toda costa. Yo me contento con ser, detrás de los bastidores del teatro mun­dano, «siervo inútil» (y no utilizable para operaciones que nada tengan que ver con tu causa, Señor).

Hay quien no puede ser sino personaje. Yo me contento con ser persona.

Hay quien se afana por conquistar un puesto. Yo me contento con ocupar el penúltimo puesto (el último es demasiado visible).

Hay quien ambiciona ser famoso. Yo me contento con saber que tú no me pierdes de vista en mi pequenez.

Hay quien está preocupado por la propia imagen. Yo estoy atento a esa que me devuelve el espejo de la conciencia.

Y luego están esos que se empeñan en ser «alguien». A mí ya me cuesta mucho ser lo que soy.

Hay quien no quiere absolutamente perder el rostro. A mí me basta no perder tu mirada.

Hay quien pretende llamar la atención. Yo me contento con no estorbar.

Hay quien agradece los aplausos. Yo me conformo con provocar una ligera vibración en algún corazón.

Hay quien se afana por hacerse un nombre. Yo soy feliz cuando tu me llamas por mi nombre.

Hay quien ansia ser recordado. Yo me contento con no marginar a ninguno de tantos «olvidados».

Hay quien se hace la ilusión de que deja una señal. Yo me preocu­po de dejar un poco de limpieza después de mi paso.

Hay quien hace de todo por aparecer. Yo me contento con «ser» y con «estar» desapareciendo.

Hay quien quiere hacer hablar de sí. Yo me contento con que me hagas entender, silenciosamente, que tú me acoges, a pesar de todo.

Il.iy quien exige que se le tome en serio. Yo me contentaría, evi­tando asumir poses ridiculas, con que fuese tomado enserio tu mensa­je.

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252 Las ocasiones de la oración

Hay quien se cree indispensable. Yo estoy satisfecho cuando ase­guro mi turno.

Hay quien está obsesionado por llegar. Yo me contentaría con en­tender cuál es el momento justo para partir.

Hay quien daría que sé yo qué por ver su nombre escrito en el periódico. A mí me basta que mi nombre esté escrito, en una grafía legible para ti, «en los cielos».

Hay quien ambiciona añadir a su nombre una larga lista de títulos. Yo me contento con el nombre de hombre. Y, si de verdad es necesa­rio acompañarlo con un adjetivo, me pondría contento si dijese: pobre hombre.

Conténtame tú, Señor.

La oración de quien es pecador

Todos hacemos tonterías. Pero la tontería más colosal que podemos cometer es la de abandonar la oración después de una experiencia de pecado. Y eso a lo mejor por un mal entendido sentido de indignidad.

La tentación más peligrosa actuada por el demonio no es la que lleva a pecar. Satanás celebra su verdadera victoria cuando, después de una culpa, logra insinuarnos en el ánimo la sospecha de que, dada la situación en que nos hemos precipitado, ya todo es inútil, no vale la pena rezar. Las comunicaciones se interrumpen. El diálogo se hace imposible.

En una palabra, la tentación más engañosa consiste en hacer creer que la oración es cosa de los buenos, los santos, no de los pecadores.

Mételo bien en la cabeza: la oración no sirve sólo para festejar los triunfos, o para asegurarse éxitos. Es indispensable orar también cuan­do has encajado una derrota.

Precisamente cuando te encuentres débil, desanimado, hundido en la miseria, debes orar.

Cuando te encuentres «impresentable», debes tener el coraje de presentarte ante Dios.

El hijo pródigo se presentó ante el padre «desaseado», con sus ha­rapos, no después de haberse hecho un traje decente. «El mejor vesti­do» (Le 15, 22) se lo ofrecería, más tarde, el padre.

Si caes en la cuenta de que no logras librarte de una falta, por eso no debes «librarte» de la oración.

Si experimentas la incapacidad de corregirte de una defecto, no quiere decir que debas renunciar a rezar.

Te haces la ilusión de que conoces tu pecado y su gravedad. Pero conoces de verdad el pecado en su monstruosidad sólo si lo sometes a la luz de Dios, en la oración.

Alguno confiesa: «No me animo a rezar, porque soy muy peca­dor».

Pero yo te digo: Debes rezar porque todavía no eres bastante peca­dor. Tu imagen de pecador es muy incierta, pálida, poco convencida. Reza más y verás que esa imagen se hará espantosamente nítida. In­siste en rezar hasta que tu ser pecador aparezca al mismo tiempo cía-

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254 Las ocasiones de la oración

ro e insoportable. Entonces caerás como un fruto maduro en las ma­nos de la misericordia de Dios.

Hay un rezar «desde lo más profundo» (Sal 130), desde el abismo de la propia miseria, desde la poza de la propia abyección, desde el cenagal de las propias contradicciones, que con frecuencia es más ver­dadero que rezar «en las altas cimas» (que más bien son presuntas).

Paradógicamente, cuanto más te has alejado de Dios, más cercano es él. Y sólo espera que tu le lances tu grito. El grito, en este caso, no sirve para anular la distancia, sino para descubrir la cercanía, para advertir una presencia, la posibilidad, es más, la certeza del perdón.

Reza como un pecador. Te sentirás aún más pecador. Y a lo mejor encaminado por la vía de serlo un poco menos...

Orar por qué

Encuentro, de vez en cuando, a alguien que me pregunta: —¿Por qué orar? Yo, aunque he escrito una media docena de libros sobre la oración,

no estoy seguro de que sepa rezar. Es más, escribo precisamente por­que aún debo aprender a rezar.

De todos modos, confieso que no estoy preparado para responder a esa pregunta. E incluso dudo de que haya respuesta.

Jesús recomienda: «Cuando oréis, decid...» (Le 11, 2). O también: «Tú, en cambio, cuando ores...» (Mt 6, 6). Pero no da razones. Pare­ce que para él la oración es un hecho dado por supuesto, una función fisiológica como la respiración, una expresión esencial de la fe, una exigencia fundamental de quien ama.

En los evangelios y en los escritos del nuevo testamento se dice «cómo», pero no «por qué».

Por otra parte, qué podrías responder a quien te preguntase: —¿Por qué amas? Un enamorado nunca se plantearía esa peregunta. Y, si alguien le

preguntase eso, no sabría qué responder, e incluso se vería imposibili­tado para «justificar» su amor.

¿«Por qué» dos personas que se quieren deben encontrarse, hablar, estar juntas, cruzar las miradas, escucharse? No son preguntas difíci­les. Peor, son preguntas inútiles.

Un poeta es incapaz de explicar su poesía. En todo caso sólo él la sabe leer de verdad, aunque tenga una voz desagradable. Hacen los comentarios quienes no tienen el don de la poesía: ¡es su venganza!

Cuando uno pretende motivaciones para amar, quiere decir que tiene miedo a amar.

O entras en la lógica del amor, en la perspectiva de la vida, y en­tonces las razones son inútiles. O estás en los márgenes, y entonces incluso las motivaciones más puntillosas no satisfacen.

Quien no reza considera superflua la oración. Quien reza considera superfluas las razones del orar. Si uno, antes de lanzarse a la aventura de la oración, pretende acla­

rar todas las dudas, resolver todas las cuestiones, examinar y allanar

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256 Las ocasiones de la oración

de antemano todas las dificultades, afrontar teóricamente todos los problemas, estar equipado con las fórmulas justas adaptadas a todos los usos, tener garantías de las ventajas y resultados, no partirá nunca.

A lo mejor pasa toda la vida leyendo libros sobre la oración. Lle­gará incluso a hablar a otros de la oración, pero resultará sustancial-mente extraño a ese mundo.

La oración es un experimento para provecho propio. Se trata de decidirse, dar un paso, insistir, probar, intentar, volver

a intentar, buscar. Reza y verás. Reza y entenderás. Mejor: entenderás que en absoluto se necesita

entender. Reza más y crecerá en ti la necesidad de la oración. En este cam­

po, cuanto más comas, más aumenta el hambre. Esfuérzate, cuando no tengas ganas, cuando te sientas «desmotiva­

do», y no podrás hacer otra cosa sino orar. Vence la repugnancia, es más, reza en la repugnancia, y serás atra­

pado por la fascinación de la oración. Enamórate y dirás: «¡Qué estupendo!». Afronta la oración cuando es difícil, cuando te parece inútil, cuan­

do no tienes motivo para rezar, cuando te veas incapaz. «Después» caerás en la cuenta de que era necesario, que valía la pena.

Las razones para partir se te suministrarán «después» de haber partido.

El «resultado» (o el intento, que a veces vale más que el éxito) es la única explicación convincente.

Ponte a cantar. «Después», descubrirás que hacía falta cantar. El capítulo del «por qué» hay que colocarlo, no al principio, sino

al fin del libro de la oración (quiero decir el libro vivido). Entonces podrás saltarlo tranquilamente.

El amén de la oración

El amén no es sólo la conclusión, sino la esencia misma de la ora­ción.

En el fondo, rezar significa decir amén. Amén porque quiero dejarme amar por Dios. Amén a su voluntad. Amén tanto a su silencio como a su palabra. Amén a la cercanía y a la lejanía. Amén a la luz y a la noche. Amén a la salud y a la enfermedad. Amén a la vida que me da. Y a la vida que me quita. Amén quiere decir:« Tú debes ser ese que eres y no ese que yo

quiero». Pero también: «Quiero ser lo que tú quieres, hacer lo que deseas,

amar a todos aquellos que tú amas». Amén a los compromisos de esta jornada. Amén a las personas que encuentro. Amén al descanso y también al teléfono que me lo interrumpe. Amén a la invitación inesperada y al rechazo inexplicable. Amén al perdón. Amén es la verdadera oración del corazón. Digo amén también cuando los pensamientos se han enredado en

el cerebro, cuando tengo las ideas confusas, la mente está en la oscu­ridad, no veo ya el camino, todo está privado de sentido.

Amén al individuo que me desilusiona, al maestro que equivoca clamorosamente la lección que cuenta, a la Iglesia que no corresponde a mis sueños, al predicador que me hiela, al confesor que me mortifi­ca, al hombre de Dios que tiene miedo a ser hombre.

Amén a la envidia, a la mezquindad, a las pequeñas picardías, a las miserables astucias, a las incomprensiones de que soy objeto.

Amén a la alegría y al sacrificio. Amén a la renuncia y al goce. ¡Amén! ¡amén! Así sea... Y, después de haber pronunciado miles y miles de amén, llegará

el momento de decir el último amén, el más costoso.

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258 Las ocasiones de la oración

Quizás ya no consiga hablar más, no logre ni siquiera mover los labios.

Entonces, no pudiendo ya repetir el último amén, el amén decisi­vo, lo callaré.

Y tú, que no me lo has arrancado a la tuerza de la boca, sino que lo has callado conmigo, te preocuparás de hacerlo resonar para la eter­nidad.

ÍNDICE GENERAL

Justificación 9

I LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN

¿Aprender una oración o aprender a orar? 15 Oro, luego estoy a la espera 20 La oración del pobre 26 Pecado es no desear otra cosa 32 La gratuidad, o sea, producir lo inútil 37

II LAS FORMAS «CLASICAS» DE LA ORACIÓN

Oración de alabanza La maravilla, o sea, saber ver 45

Oración de bendición Celebrar la vida 51

Oración de acción de gracias La cuenta debe permanecer abierta 57

Oración de adoración Cuando la pequenez roza el infinito 54

Oración de petición Pedir más allá de nuestros deseos 59

Oración de intercesión El coraje de ponerse en medio 79

Oración de arrepentimiento La importancia de salvar el corazón gg

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260 Índice general

Oración personal Cuestión de «secreto» 92

Oración comunitaria Hay necesidad de «acuerdo» 96 Para orar juntos hace falta «reconocerse» 100

Oración de contemplación Más allá de las apariencias 104 Para resplandecer, la oración contemplativa tiene que estar

«lustrosa» 110 Contemplación, palabra del verbo sospechar 113 Contemplar para unir 117 Quién es el contemplativo 121

III LAS OCASIONES DE LA ORACIÓN

Dónde Orar en avión: pasar por encima 127 Orar en el tren: pasar a través de 134 Orar en el coche: pasar al lado 137 Orar en el metro: pasar por dentro 139 Orar en la autopista: dejar pasar 141 La oración, entre ricino y baobab 143 Rezar con los árboles 146 Orar bajo un castaño deshojado por un rayo 149 La oración del abedul 152 Orar a Dios en el templo del dolor 154 Orar en el desierto 157 Orar en familia, ¿por qué no? 159

Cómo La oración de Qohélet 161 La oración de Job 163 La oración de Moisés: la paciencia de las manos 166 Orar con la cabeza 169 Orar con la cabeza boca abajo 171 La oración de los ojos 173 El abandono, o sea, la oración del rostro 175 Orar en silencio 178 Oración y sobriedad 180 ¿Rezar más o rezar mejor? 182 Orar como un perro abandonado 183 La oración de la zorra 185

índice general 2rt/

La oración del topo 187 Orar con las lágrimas 191 Orar como una piedra 193 Orar, con la sonrisa, las frivolidades del periódico 195 La oración como relato confidencial 198 «Tengo ganas de regañar con Dios» 200 Rezar al Padre 203 Rezar a la Madre 204 La oración como juego 205 Orar desde las bajezas 207

Cuándo El tiempo que tiene tiempo 211 Programar la jornada con el Dios «improvisador» 212 Dios sueña contigo por la mañana 213 A Dios no le bastan cinco minutos 216 Rezar en la noche 217 Orar en el cansancio 219 Orar al Dios ausente 221 Rezar en la enfermedad 223 Orar en el dolor 225 Orar en la alegría 227 Orar al salir de casa 229 Rezar antes del estudio 231 Cuando la amistad es traicionada 233

Por qué Cuando la manos sirven para no hacer 235 El rosario, la oración de los «resistentes» 236 Orar para tener la gracia de olvidar 240 Orar para dejarse agarrar 241 Orar «para no ser comprendido» 243 Orar para tener una cara y una voz luminosas 244 Orar para tener la voluntad de la fuerza de voluntad 246 Oración para superar un trago amargo 247 Si rezas te conviertes en un teólogo 249 Oración de quien no se conforma 251 La oración de quien es pecador 253 Orar por qué 255 El amén de la oración 257