Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza...

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PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931). LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS DE APARENTE BONANZA POLÍTICA JOSÉ FERMÍN GARRALDA ARIZCUN Doctor en Historia Col.: Nueva Bermeja nº 14 PAMPLONA Diciembre, 2013

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Este libro de historia pretende acercarse al pensamiento, sentimientos y fidelidades de los carlistas del primer siglo de Carlismo en España, el único movimiento político de Europa que hoy goza de la antigüedad de 180 años. Este acercamiento se realiza desde los testimonios que han dejado sus protagonistas.

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PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931).

LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS DE APARENTE BONANZA POLÍTICA

JOSÉ FERMÍN GARRALDA ARIZCUN

Doctor en Historia

Col.: Nueva Bermeja nº 14

PAMPLONA

Diciembre, 2013

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José Fermín Garralda Arizcun Doctor en Historia “Primer siglo de Carlismo en España (1833-1931). Luchas y esperanza en épocas de aparente bonanza política” Diciembre de 2013 C/ Arrieta nº 2 31002 Pamplona – Navarra - España [email protected] historiadenavarraacuba.blogspot..com Colección: Nueva Bermeja nº 14 * Queda prohibida la reproducción total o parcial de este trabajo y de sus imágenes sin permiso del autor. Hay derecho de autor.

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PRIMER SIGLO DE CARLISMO EN ESPAÑA (1833-1931). LUCHAS Y ESPERANZA EN ÉPOCAS DE APARENTE BONANZA POLÍTICA

A la Excma. Sra. Doña María Cuervo-Arango Cienfuegos-Jovellanos,

muy distinguida dama del Principado de Asturias, en señal de aprecio y admiración

por su fidelidad a la Causa que representa.

por José Fermín Garralda Arizcun Doctor en Historia

Morella (Castellón), 13-IX-2013 Pamplona, enero 2014

ÍNDICE: 1. Introducción 2. Tema general, ámbito y fuentes 3. Los temas

específicos 4. Nuestro planteamiento 5. La síntesis que permite la gran abundancia de datos 6. Tentaciones cíclicas que no hacen claudicar 5. Primera etapa (1814-1833): el pueblo realista y las buenas palabras de los que gobiernan 6. Segunda etapa (1840-1868). Retos durante la época isabelina: demostrar la validez de los principios de la tradición, desvelar los errores de la práctica liberal, y mantener no obstante las armas en alto. 6.1. Retos de etapa 6.2. Don Vicente Pou, debelador del llamado justo medio 6.3. Don Pedro de la Hoz 6.4. Los partidos medios se van 7. Tercera etapa (1876-1909). “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”; “mucha propaganda y modernizarse” (1890-1899): 7.1. La situación; 7. 2. Retos a superar y objetivos; 7.3. La respuesta de los carlistas; 7.4. Aportaciones políticas de don Carlos VII; 7.5. El testimonio de un ex carlista: Juan Cancio Mena. 8. Cuarta etapa. La tradición española durante el destierro de Jaime III (1909-1931): con actualización y perseverancia -y aún sin advertirlo- los carlistas se preparaban para salvar a España de la debacle. 9. Conclusiones

1. INTRODUCCIÓN

LA FIEL, FUERTE Y PRUDENTE Ciudad de Morella, plaza fuerte de la

hermosísima región del Maestrazgo, se muestra en su belleza, como otros núcleos urbanos de antaño, como un regalo de Dios. Entró en la leyenda con el Tigre del Maestrazgo, al que sobrevivió con creces al tiempo y la memoria, porque Morella representa, como muchas otras ciudades de ayer y de hoy, a un pueblo carlista o tradicional de acrisolada fidelidad.

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Para quien estudie el Carlismo en el Reino de Navarra, ésta pequeña ciudad de Morella –como otras que ayer fueron importantes pero que hoy por los diferentes avatares han perdido significación urbana- tiene unas resonancias muy especiales. El Reino de Valencia puede ser un alter ego de Navarra, y Morella un alter ego de la Corte de Estella aunque en aquella nunca residiese el rey Carlos VII. Hay diferencias notables entre ambos casos, pero también semejanzas que cualquier lector atento advertirá.

* * *

Sin embargo, en estas páginas no hablaremos de un frío y lejano ayer, ni caeremos en el reduccionismo de identificar el Carlismo con el ámbito bélico, y menos acusándole al menos indirectamente de tres o cuatro guerras. Este libro quiere ser de Historia de las ideas, de los bienes vividos y de la esperanza que los carlistas, por ser católicos y españoles, han manifestado tener frente a los daños traídos por la Revolución que actualmente –afirman- parece llegar a sus últimas consecuencias.

Es decir, no trataremos sólo del mundo rural y las pequeñas ciudades porque también hubo tradicionalistas en las ciudades medias o grandes, en las universidades, la prensa y las instituciones políticas. Hablamos de los hombres de cualquier lugar, sexo y condición.

Formalmente superamos la frialdad y lejanía expositiva, porque de lo contrario, ¿qué eco expresará el conocimiento, convencimiento y amor que rezuman los testimonios escritos que han quedado del pasado? ¿Cómo mostrar la reflexión desde dentro de lo que se reflexiona –en lo posible y sin perder la objetividad-, y cómo revivir con una pedagógica inmersión, las esperanzas del pueblo políticamente fiel a don Carlos y a quienes con otros nombres le sucedieron, durante todo un largo y conflictivo siglo, concretamente desde 1833 hasta 1931? Si ponemos fin en dicha fecha es porque elegimos como ámbito temporal la respuesta de los carlistas en tiempos de la monarquía constitucional de ayer.

Dedicar este trabajo a la Excma. Sra. María Cuervo-Arango es de justicia y un placer, porque su personalidad, elevación de miras, dedicación y entrega desinteresada a una Causa, es de admirar desde la memoria de sus mayores, la realidad de las cosas, un espíritu cristiano enraizado, y por comparación a lo que hoy estilan no pocos políticos profesionales.

* * *

El presente libro no pretende una historicista y nostálgica rememoración del pasado, ni tiene inclinaciones “románticas” –que hoy serían ideológicas- absolutizando el ayer, congelándolo en el presente y cayendo en el presentismo. Se trata de qué pensaban y esperaban otros, esos carlistas que ya en algunas publicaciones recientes han mostrado, a través de las fuentes recogidas por puntillosos historiadores, el compromiso de sus vidas. Nada de esto sería propio de un libro de historia, en el que pretendemos comprender a sus protagonistas desde dentro y desde sus manifestaciones. ¿El por qué? Por mera profesión, por amor a un tema tan original en toda la Europa occidental e importante en España, por ser el 180 aniversario del Carlismo, y para aclarar no pocas tergiversaciones académicas que se dicen –con sutileza y aparato científico- desde un presente condicionado por la crítica racionalista y la generalización y anclaje, como si de un estadio superior de civilización se tratara, en unos valores y formas de vida muy diferentes al de los carlistas. Ambas cosas impedirían sin duda comprender de veras el Carlismo y a los carlistas.

El “romanticismo” no refleja a los carlistas aunque parte de ellos viviesen, como todos los españoles, en una época de cultura romántica. Un historiador como Caspistegui habló en su día de “Carlistas. Un romanticismo perdurable” (Rev. Nuestro tiempo, nº 665, nov.- dic. 2010), aunque sin fundar su afirmación. La diferencia entre el barroco, muy propio de españoles, y el

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romanticismo, es del todo evidente. Más bien el Carlismo sería un clasicismo; y el liberalismo de la soberanía nacional, del pueblo como fundamento del poder político, de las libertades absolutas, del individualismo, naturalismo y el laicismo, así como el socialismo y el nacionalismo, serían ayer unos idealismos y romanticismos, prolongados en un existencialismo relativista hoy, época de encontronazos y desorientación, aunque este asunto deberá tratarse por extenso en otra ocasión.

La historia fue y se desarrolla en el tiempo. Es preciso entender a los hombres desde ellos mismos, o desde sus recuerdos y manifestaciones, sin prejuzgar, y sin enjuiciar desde el presente que el pasado debía terminar por el hecho de no existir, mediante transformación, hoy. Afirmar esto pudiera ser fruto de mentalidades influidas por un determinismo progresista, contrario como tal a la libertad del hombre y las sociedades. En realidad, se trata de comprender los desarrollos del actuar del hombre en la historia hasta apreciar sus conexiones con el presente, sin ejercer una crítica racionalista y evolucionista que distorsiona la realidad y que suele tener pretensiones omniscientes, y por ello hasta prejuicios y juicios de valor presentados entre líneas de una forma más o menos opaca. Se trata en estas páginas –repetimos- de desvelar el pensamiento, bienes concebidos y vividos, y esperanzas de los carlistas y, junto a ello, ejercer una crítica documental e histórica.

* * * El Carlismo –llámese en cada caso como sea- es el movimiento político

más antiguo de Europa, que ha alcanzado hoy una antigüedad de 180 años. Lógicamente no es igual su presencia mayoritaria en la España de 1833 que su presencia reducida a faro iluminador que es como quiere presentarse hoy día. Por lo que se ve, sus luces se mantienen a pesar de todas las persecuciones y vacíos realizados por el conservadurismo, las tergiversaciones interesadas, y de ser tratado como una realidad residual por no pocos conservadores de lo existente que aprovechan al máximo lo que cada momento les ofrece. De por sí, dicha antigüedad no es un hándicap para la transmisión del Carlismo en el presente. Todo lo contrario, porque el Carlismo se consideró siempre íntimamente unido a lo que ha sido y es España, o las Españas.

Además, y como juicio comparativo, fácilmente se recuerda que los prohombres socialistas del presente hacen alarde de sus fundadores como Pablo Iglesias: hubo un slogan electoral en 1985 que alardeaba de los “Cien años de honradez” del socialismo. Los nacionalistas secesionistas se muestran orgullosos de los suyos que datan a finales del siglo XIX. Los republicanos renuevan la memoria del primer republicanismo, aunque se consume en el rotundo fracaso de la Iª República. Los liberales conservadores airean a destacadas figuras como Cánovas del Castillo, entre otros, coetáneo de algunas de las grandes figuras de la tradición española o tradicionalismo. Espero que los puristas, conservadores y alérgicos a todo “-ismo” entiendan la realidad de la “tradición” como los tradicionales querían que se entendiese, y que no les atribuyan lo que aquellos no decían, pues de hacerlo sería una crítica impropia de un historiador pero, sobre todo, una distorsión. Por su parte –continuamos- el liberalismo más radical ensalza y se hace continuador de la Institución Libre de Enseñanza. Si todos ellos se muestran como alternativas en el presente, ¿por qué no los carlistas, cuando expresan las mejores tradiciones y hasta el alma de los españoles, y siempre supieron que el monarca es para el pueblo y no al revés? Según ellos, más que alternativas, serían el primer receptáculo que indicaba una solución general a los problemas de España y los españoles. Negar –no desde la ciencia Histórica que no puede hacerse- la posibilidad de su alternativa, desvela los falsos complejos habituales en el español desorientado, y, lo que es peor, el haber admitido el juego dialéctico de una etapa histórica dominada por ciertas ideologías.

Ayer se llamó Carlismo, otras veces Jaimismo, en otras ocasiones Comunión, pero siempre dijeron mostrarse plenamente identificados con España,

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con los españoles que mantienen los valores de la España de siempre, y con sus propias raíces en cuanto transmisión actualizadora. Según los carlistas, el Carlismo nunca fue una ideología, siendo evidente –advertimos- que tener un pensamiento articulado no es sinónimo de ideología. El nombre “Carlismo” podría parecer a algunos “antiguo” y desfasado para ser utilizado hoy día. Sea lo que fuere, -¿no son “antiguos” los nombres de liberalismo, ser de Derechas, el socialismo, ser de Izquierdas, el nacionalismo –en España sobre todo disgregador-, el fascismo, el supuesto pensamiento libre, el republicanismo y tantos otros… que además ya han mostrado sus desastrosos frutos? Quizás estas consideraciones sólo sirvan con intención curativa a quienes han caído en la actual dialéctica de la modernidad, dialéctica que no busca la verdad sino vencer utilizando y manipulando la palabra y creando imágenes –muchas veces falsas- como arma arrojadiza. Hoy se trata de vencer pero no de convencer, pues la política partitocrática y la sociedad de consumo con anuncios y luces de neón, lo han inundado todo en aras del poder político y la competitividad y rentabilidad económica.

En todo este panorama, el término “Carlismo” no estaría hoy desfasado, precisamente porque expresa la tradición española, y, además, libera a los suyos de las mil trampas sutiles que ofrece la torrentera revolucionaria de mil matices y penumbras, especialmente en los tiempos de aparente bonanza y cuando la sociedad sufre en sus carnes las nefastas consecuencias de lo “moderno”, progresista –la punta de lanza que rasga y el asta que sostiene y conserva- y, en suma, la revolución racionalista que, en su exceso, se convierte en existencialista y siempre es secularizadora.

Quien considere que la antigüedad del Carlismo es un hándicap para su posterior evolución, puesta al día o “vender etiqueta”, los carlistas le responderán que tal comentarista desconoce la realidad de las cosas, que se desentiende de conocer la evolución de la estrategia política del liberalismo moderado o conservador, y también que desconoce la ideología de sus opositores y hasta la psicología de los españoles. El Carlismo ha sido frecuentemente respetado por sus enemigos más radicales, así como por las masas neutras; quienes menos le respetaron en la historia fueron los conservadores –no hablo de la altura de miras de un Cánovas del Castillo-, quizás por su mala conciencia, para llevarse tras sí a la masa neutra mintiendo sobre sus rivales políticos, y por partidismo. El Carlismo ha sido respetado por su integridad y firmeza, por no ceder para ganar cotas de poder pero a costa de contaminarse, por su generosidad y salir del pueblo.

* * * Los escritores liberales tildaron sistemáticamente al Carlismo de

absolutista, ignorando que nada más absoluto que una mayoría parlamentaria liberal o la voluntad que dice representar, así como de enemigo del progreso, ignorando a los industriales y hombres de ciencia carlistas, y a las personas de muy buena posición social que también lo eran. Por su parte, los escritores marxistas han menospreciado –es su método dialéctico y propagandístico- al pueblo campesino y mundo rural carlista, han despoblado caprichosamente de carlistas las ciudades, y han omitido la gran inquietud social del carlismo y que los Sindicatos Libres de Barcelona fueron fundados por destacados jaimistas.

De su vasto acervo cultural, no será difícil a los carlistas salir al paso con razones, con gracia y simpatía, ante quienes, reaccionando contra los desoladores efectos del árbol liberal, quieren ofrecer “otra cosa” a los españoles pero fuera de la tradición española. Ayer fue la reacción autoritaria de Primo de Rivera –de familia anticarlista- la que ofreció por necesidad “otra cosa” pero sin llegar a la causa u origen de los males; luego fue la reacción falangista –cuyo fortalecimiento del Estado, el nacionalismo, y algunos gestos, imitaban al fascismo de moda-, que persiguió a los carlistas hasta que ellos mismos se vieron arrinconados por el Régimen de partido único que creían sostener.

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En la cultura política carlista siempre se previno hacia las falsas restauraciones, más perjudiciales en cuanto más se necesita –siempre según ellos- una verdadera restauración. Para los carlistas, no había mayor peligro para la restauración de los valores tradicionales –saludables porque verdaderos, consolidados y sustrato de la vida-, que las falsas restauraciones de 1874, 1939, y 1976. No referimos a una tradición que no es precisamente la considerada por sus enemigos –que denostan con un total atrevimiento como fosilizada, irracional y enemiga de la ciencia y el progreso-, sino que tienen la característica de conservar renovando y de renovar conservando. Es chocante, pero muchos de los términos descalificadores hacia los carlistas, utilizados incluso por profesores universitarios, reproducen la palabrería de los liberales de antaño.

Pues bien, en 2014, ¿quienes tienen la oportunidad de ofrecer “otra cosa” diferente a lo actual para salir de la crisis? Citemos a algunos sectores sociales incluidos “a posteriori” en un franquismo sociológico, resistentes a la deriva antisocial posterior a 1976, y que pervivieron con posterioridad hasta hoy. Citemos a tantísimos españoles que son sin enlazar con pasados concretos. Citemos a los carlistas que compartirían no pocos bienes relativos a la vida, la persona, la familia y la educación con todos los anteriores –y otros como la bandera de España y el espíritu monárquico-, aunque fuesen mal vistos y aún perseguidos por el franquismo político. Mencionemos a los demócrata-cristianos que tardíamente han advertido el secuestro del cristianismo por una democracia –que aceptaron- descristianizadora que culmina -lógicamente- en la deshumanización más brutal. Mencionemos a los católicos que jugaron ingenuamente al “malminorismo” convirtiéndose no obstante en liberales –hicieron tesis “circunstancial” de la hipótesis siempre supuesta-, y que pueden sentirse tentados por la ley del cansancio, movidos a su vez por los deseos de S.S. Benedicto XVI y Francisco I de que los católicos no dejen la política. Citemos, al fin, a bien los liberales que se resisten a tragar las últimas consecuencias del camino emprendido por sus predecesores.

Ante el espectro que contemplamos, los carlistas o tradicionalistas afirman tener muchos argumentos –no juzgamos aquí su validez- para mostrarse como los de ayer, los de hoy y mañana. Sus propias filas podrían engrosarse a medida que pase el tiempo, aunque los tradicionalistas siempre sufran los prejuicios de quienes, por no dar el paso a conectar con la mejor tradición española, desaprovechan la ocasión que se presenta, como es el caso de la presente crisis global. No será ésta la primera vez que algunos muestren cierta obstinación para abandonar el liberalismo, los mismos que criticarían a los carlistas para tener así una buena imagen ante la actual galería “modernista” –sobre todo si proceden de movimientos eclesiales-, los celos y los prejuicios.

* * *

Con independencia del juicio que merezcan las anteriores afirmaciones, sirvan éstas como motivación para mostrar la actualidad del trabajo que ofrecemos al público. Si la finalidad principal del historiador es mostrar la realidad del pasado lo más fielmente posible, sabemos no obstante que la ciencia histórica tiene diversas finalidades secundarias, por ejemplo, presentar materiales al hombre de hoy para situarse adecuadamente en su mundo. Ahora bien, acercarse al pasado para satisfacer estas finalidades no corresponde al historiador sino al lector. Como afirmaba el profesor Suárez Verdeguer, el historiador debe acercarse al pasado con la mayor objetividad posible, sin apriorismos, a través de las fuentes históricas, y para demostrar lo que estas permiten demostrar.

Omitiremos en este trabajo las épocas floridas del Carlismo o de máxima expansión y esfuerzo (1833-1840, 1869-1872, 1931-1939), para centrarnos en aquellas otras épocas más silenciosas, lejos del estruendo de la acción y los

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cañones, en las que los carlistas se pudieron considerar social y políticamente desplazados por los hombres de aquel régimen político que había triunfado en los campos de batalla. Díganselo, por ejemplo, a los desterrados, a los exiliados como Ramón Argonz entre miles, y a los perseguidos, a Vicente Pou y Pedro de la Hoz que vivieron el gran ensayo isabelino –a la postre fallido-, a los carlistas posteriores a 1876, y a los que vivieron la victoria militar y derrota política de 1939 –así se lo dijeron- hasta hoy.

Ahora bien, lo que para nosotros, desde la perspectiva del año 2013, fueron épocas floridas, para los carlistas contemporáneos que vivieron los hechos sin duda fueron épocas duras, sufriendo los engaños, la opresión en los ámbitos del poder político, diplomático y militar del Estado liberal, así como la desaprensión del poder material y social de ciertos sectores minoritarios, como se anunciaba en la revolución de 1854. Hablen de esta dureza, por ejemplo, Aparisi y Guijarro como insigne luchador que vivió el hundimiento del ensayo isabelino en 1868 y que presentó al Carlismo –y a don Carlos VII- ante los españoles como la esperanza política. Navarro Villoslada presentó a don Carlos como el hombre que se necesita, y Manterola manifestó la alternativa “O don Carlos o el petróleo”.

En las épocas de catacumbas sociales, la mayoría carlista se reconcentró en sí misma y, aunque hiciesen propaganda, parecía que nada o poco adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente su momento de ejercitar la virtud de la esperanza.

El tema propuesto en este trabajo tiene una gran amplitud y densidad. Por eso tendremos en cuenta estas dos máximas: quien desea decir mucho no dice nada, y quien desea demostrar demasiado igualmente nada demuestra. Pedimos al lector que tenga un poquito de paciencia y comprensión.

Es un hecho psicológico que, ante las dificultades, el hombre suele creer que su situación es la única, la definitiva. Relativizar esto es –entre otras- una de las funciones secundarias de la ciencia histórica. Por eso, y para situar debidamente los hechos, quien se acerca a ellos debe descentrarse de su propia época, modas e intereses que le influyen, debe leer despacio los testimonios de los hombres y mujeres del pasado, así como ver sus obras, con el objeto de comprender su momento vital. Quizás ello no sea muy difícil, porque es mucho lo que los hombres del pasado decimonónico manifestaron en su propaganda de hojas volanderas y prensa, en sus discursos parlamentarios, conferencias en salones, y publicaciones, en sus memorias y cartas privadas…

El tema que nos ocupa, además de una profundización doctrinal, recoge numerosos testimonios personales expresados con un estilo muy propio de la época y una concreta finalidad. Los textos que recogeremos en estas páginas son incisivos, en ellos abundan las palabras connotativas y denotativas, los registros lingüísticos son tanto formales como informales según el destinatario, y su lenguaje tiene una función comunicativa referencial o representativa, pero también conativa y hasta expresiva. En estos textos la función estética del lenguaje es manifiesta. A pesar de las formas, los contenidos muestran que el Carlismo es un clasicismo y no un romanticismo.

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Vista general de la ciudad de Morella, donde se celebró el “Foro Alfonso Carlos I” en 2013. Imagen de la web

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2. TEMA GENERAL, ÁMBITO Y FUENTES.

El tema: “El Carlismo en el siglo XIX: Lucha y esperanza”, es muy ambicioso y extenso, aunque coherente con los “180 años de Carlismo” que se ha conmemorado este año. Más allá de las evidencias que encierra, no es un tema fácil.

El siglo XIX fue la eclosión de una España arraigada en sus principios y vivencias seculares, frente a la imposición de un liberalismo en gran medida foráneo. Se trata de la España que aceptaba a don Carlos V, Carlos VI, Juan III y Carlos VII, sucediéndoles en el siglo XX Jaime III, Alfonso Carlos I, y tras 1936 las Regencias…. Para sus leales, esta rama de la Casa de Borbón, esta dinastía legítima fue un ejemplo histórico, gracias a que existía un pueblo fiel y esperanzado digno de tales reyes, y unos reyes dignos de tal pueblo. Así lo decían y vivían todos ellos, aunque lógicamente –no podía ser de otra manera- todo ello era puesto en la picota por sus contrarios políticos, fuesen historiadores –no siempre respetuosos y empíricos como debían-, publicistas, periodistas y políticos, e incluso por algunos clérigos.

En el siglo XIX tuvo lugar algo muy serio: la sustitución o cambiazo, mediante ruptura realizada con no pocas complicidades y “dando gato por liebre”, de toda una civilización cristiana e hispánica por una cultura racionalista, deísta y sin patria. Mantenida la ruptura en el siglo XX y con tendencia al alza en expansión e intensidad, el gran esfuerzo bélico de 1939 se malogró por los errores que la Comunión Tradicionalista, en la persona de Manuel Fal Conde, apuntó ante Franco.

Sobre esta sustitución, ¿qué se dijo de la restauración liberal-moderada y alfonsina de 1874?:

“Desde que el hecho pretoriano de Sagunto cambió de faz la

marcha de los sucesos de nuestra patria, todo aquel sinnúmero de felicidades y dichas que al decir de cierta gente habían de venirnos con la restauración, convirtiendo á España en la más envidiada Jauja, no han resultado más que tal cúmulo de desgracias y miserias, que no parece sino que Pandora ha abierto su terrible caja en dirección á este infortunado país para levantar contra él las más horrendas tempestades; ó mejor: que la Justicia divina, justamente indignada contra su Nación predilecta, que tanto ha prevaricado, quiere hacernos apurar hasta las heces el amargo cáliz de sus severos castigos” (1). Hagamos una prueba. Sustituyamos al general Arsenio Martínez Campos

del pronunciamiento militar de Sagunto en 1874 por los generales Miguel Primo de Rivera en 1923 y Francisco Franco en 1937 y 1968; sustituya Vd. la restauración de Alfonso XII por la permanencia de Alfonso XIII y la instauración –realizada por Franco que no democrática- de Juan Carlos I… ¿No se puede encontrar en estas situaciones un gran paralelismo? Ahora bien, se debe reconocer que, no obstante, los males y las circunstancias de cada época no fueron del todo comparables, pues hoy asistimos a la terrible decadencia de la que

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fue la Europa cristiana, derribo espiritual y humano que en España se ha provocado desde arriba, hasta arrasar todo lo existente más que en cualquier otra nación –en sentido amplio- de la vieja Cristiandad. Esta situación se ha realizado en un largo proceso, iniciado con la creación artificial y caprichosa de un complejo de inferioridad manifiesto en los comienzos de la década de los sesenta, que el temperamento orgulloso del hispano iba pronto a admitir y desarrollar.

Dos detalles aparentemente insignificantes. De su preadolescencia, quien esto escribe recuerda cómo en el colegio de los PP. Jesuitas se proyectó la película “Cromwell” de Richard Harris, en la que se ejecutaba al monarca absolutista inglés Carlos I, víctima de la revolución parlamentaria de los puritanos, y en la que el actor principal hacer alardes –ajenos sin duda a la historia- de demócrata y amigo de la representación popular. Algo más tarde, un tal “Felipito tacatún” popularizará en TV1 la expresión: “… y yo sigo”. En ambos casos el espectador podía aplicar el mensaje al jefe de Estado el general Franco.

La pregunta que los carlistas se plantearon en muchas ocasiones también se la hizo el barón de Albi en 1897, en plena guerra de Cuba:

“¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después

de las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su largo período de lucha?” (2). Nuestra investigación se centra en los períodos de entre-guerras, porque

la aparente tranquilidad liberal incitaba a sus oponentes a la claudicación, y los avances de la Revolución liberal parecían dar al traste los principios de la tradición española.

Estos períodos de aparente tranquilidad fueron momentos duros para los carlistas. No obstante, para la vida ordinaria de muchas poblaciones era irrelevante saber quien ocupaba el Gobierno de Madrid, porque –se decía- “aquí todos somos carlistas”. De todas maneras, dichos períodos, a pesar de sus tonos grises, se convirtieron después en años neurálgicos, por lo que a posteriori se advierte el esplendor y frutos de la virtud de la esperanza.

Nos preguntaremos en cuál era el fundamento de la esperanza en Pedro de la Hoz después de la primera guerra, vendida y perdida. Más tarde, una vez que don Carlos VII pronunció su “¡Volveré!” en Valcarlos en 1876, ¿se mantuvo la virtud de la esperanza a pesar de las enormes dificultades? La paciente y madura labor de Carlos VII tras 1876, ¿se prolongó en los también complicados tiempos del rey Jaime III? ¿Acabaron con los carlistas la escisión integrista en tiempos de Carlos VII y las escisiones minimista y mellista con Jaime III? Ya sabe el lector que los integristas y mellistas escindidos se volvieron a reunir todos con don Alfonso Carlos I, rey reconocido por todos los tradicionalistas antiliberales.

No prolongaremos estos interrogantes con ocasión del decreto de Unificación dictado por el general Franco ya en plena guerra, ni plantearemos la reacción de quienes ganaron la guerra y perdieron la paz. Cada vez son mejor conocidos los significativos esfuerzos anticarlistas del general Franco –al que por otra parte nadie puede negarle otros aciertos-, o bien el informe que varios jefes del Servicio de Inteligencia presentaron a Carrero Blanco aconsejándole el apoyo a los carlistas de Vascongadas si quería frenar el futuro auge del nacionalismo secesionista vasco. En “El Pensamiento Navarro” del 1980 se informa. Cae fuera de nuestro límite cronológico, aunque es adecuado citar el hecho como prolongación de los cien años primeros de Carlismo, la calculada trampa de Montejurra de 1976, ni del olvido persecución posterior a todo lo que fuesen valores de la tradición española y no aceptase la Constitución agnóstica de 1978.

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Representación de las tropas carlistas y txapelgorris en Miranda de Ebro

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3. LOS TEMAS ESPECÍFICOS

Las fuentes. Al margen del ámbito subjetivo que todo historiador debe y puede superar, están los hechos, los textos, lo que los carlistas hicieron, dijeron de sí mismos y transmitieron. A ello me remitiré para ilustrar cuál era la fuerza de los principios religiosos, sociales y políticos en los carlistas, y su esperanza y actuaciones en momentos durísimos.

Las fuentes utilizadas en este trabajo son los testimonios escritos de los carlistas decimonónicos en la prensa, en folletos y libros, interesando mucho al historiador el contexto de dicha producción documental. Como los testimonios son abundantísimos, elegimos algunos de los más significativos por la pieza documental a la que pertenecen, por el autor y la época. En el caso de los liberales moderados y radicales, y en las minorías que surgen durante la restauración alfonsina de 1874 (demócratas, republicanos, socialistas y nacionalistas), no hay algo igual a la producción documental tradicionalista o carlista.

Las perspectivas o los temas específicos para abordar son múltiples. El aspecto militar es muy noble y heroico, es de naturaleza extrema, y mantiene lógicamente las fidelidades, los principios y la esperanza. Las guerras carlistas son lo más conocido del Carlismo por su dramatismo. Sin embargo, centrarse sólo en la lucha militar distorsiona absolutamente una realidad en cuanto que es popular, y se mantuvo en gran parte de España y durante casi dos siglos. En general, los contrarios al Carlismo suelen hablar sólo de las guerras, triunfando el calificativo de “carlistas”, y nadie se opondrá a este tema porque fue verdad. Sin embargo, una gran parte de los 180 años de historia del Carlismo ha sido de paz (para San Agustín la paz debería ser la tranquilidad en el orden), o más propiamente, de aparente tranquilidad en el desorden liberal, anuncio a su vez de nuevos y graves conflictos.

Por eso, además del género militar hay otros temas. En los conflictos bélicos confluyen el por qué de carácter teológico e incluso eclesiástico, el Derecho y la política, los aspectos sociológicos –como psicología social, la familia, las mentalidades y costumbres-, las elecciones -a Cortes, provinciales y municipales-, el mundo laboral, el ámbito asociativo y sindical, el desarrollo del periodismo, la cultura, el arte y un largo etc..

Se trata de una vida y afirmación, lucha y esperanza que abarca todos los aspectos de la vida ordinaria, que fue intensa y prolongada, que incluyó tiempos de conflicto armado y de una prolongada y aparente paz. Una lucha así sólo se mantiene y desarrolla desde la sencilla vivencia y la afirmación vital de los principios, lejos de un supuesto romanticismo e iluminismos ideológicos de unas minorías, y lejos también de las supuestas necesidades económicas de las mayorías. Una lucha así sólo se mantiene y desarrolla desde la esperanza.

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Monasterio de Poblet (Principado de Cataluña)

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4. NUESTRO PLANTEAMIENTO

Reflexionemos sobre dos cuestiones para comprender

debidamente a los agentes de la historia que relatamos. La fe religiosa –es decir, virtud sobrenatural- de los españoles de

antaño era el sostén de una vida profundamente religiosa y moral, y su vivencia en los ámbitos divino y humano se convertía en el humus de la acción.

Vivían su fe divina y humana, sus principios y sus costumbres con naturalidad –sinceridad, facilidad, consciencia y memoria- y un gran arraigo familiar y social, con la firmeza de una realidad indiscutible, seguramente que muchas veces con mérito, y confiando en los demás conciudadanos, así como en las autoridades familiares, religiosas y civiles que les rodeaban. Las vivían con una menor o mayor profundidad pues de todo hay en la viña del Señor, iluminando los ámbitos religioso, familiar y social, tranzando sobre ello las propias virtudes, creatividad, y capacidad organizativa, y expresando las propias fidelidades.

La fe y los verdaderos principios indicaban el para qué, y hacían posible el desarrollo de los medios que permitían la supervivencia, así como la capacidad de sumergirse y de emerger como el Guadiana, con la que algún autor ha caracterizado a España

La experiencia de lo real exigía una continuidad y tenía una gran importancia. Se le sumaba la concepción del Derecho tan arraigada en España en fechas como 1808, 1833 etc., paralelo al no ceder sin razón suficiente. Este no ceder ya de por sí se convertía en un triunfo… y era un rasgo psicológico que, sin expresar la virtud de la esperanza, sin embargo la facilitaba.

Con el liberalismo, todo, hasta la religión, la patria, las instituciones seculares y la monarquía, se transformó en materia inmediata y discutible, variable y mudable a voluntad, y todo se problematizó continua y radicalmente, de modo que el conflicto permanente estaba preparado. Eran los frutos de la supuesta soberanía individual y política.

Quizás el hombre de perfil conservador y aparentemente neutro, que en realidad va más allá de la ciencia histórica aunque al transmitirla pretenda ocultar sus preferencias, señalará lo anterior como si fuese un romanticismo, sin saber que el iluminismo, el idealismo liberal y socialista, el nacionalismo, y la democracia cristiana de los intelectuales, son ideologías románticas por excelencia. La Tradición sería más un realismo de lo que se vive, unido al por qué se vive

¿Cuál es el mencionado perfil conservador que tiende a tergiversar la explicación de las sociedades tradicionales que no comprende? Sin duda, la reacción conservadora confunde la libertad con el libre albedrío, busca la libertad o igualdad con un carácter absoluto, tiende al individualismo, carece como su época de ideales temporales –salvo el enriqueceos y dominar el mundo- y es pragmático a toda costa. Más recientemente cree que ha llegado la definitiva madurez del hombre, convirtiéndolo en individuo para afirmarlo frente al totalitarismo marxista: la persona para Dios y el individuo para el Estado. Esta madurez será paralela a la madurez de las sociedades que conforma, mientras

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afirma como Maritain (siglo XX) el mito de una nueva cristiandad, y cree en el progresismo como mitificación del deseo de mejora. Ignora que el Carlismo no se definía como un partido político, ni como una prolongación civil de una organización eclesiástica, ni utilizó la realidad como instrumento, sino que se presentó como una Comunión de hombres libres, entendiendo cuál es la verdadera libertad.

Para la lucha era necesario el convencimiento, esto es, la fe religiosa y los principios divinos y humanos, es decir, lo que las cosas son.

Este convencimiento iba unido a la esperanza. Sólo así se podía vivir con lealtad y desarrollar un quehacer colectivo. Sólo así podía confiarse en el futuro, y fortalecerse con los bienes parciales poseídos y otros aún por poseer. Sólo así el hombre podía actuar con fidelidad y hasta viveza, y tener una vida de sacrificio -esto es, con sus luchas-, lo que predispone al sacrificio de toda una vida. Por eso los comodones, tantas veces denunciados como conservadores cuando desaparecía el peligro de la revolución fiera, se convirtieron en los ojalateros del Carlismo en tiempos de peligro.

Lucha y esperanza tenían una estrechísima relación, pues quien luchaba, esperaba. Inversamente, quien no luchaba de hecho tampoco esperaba. Los problemas de esperanza eran problemas de falta de lucha, es decir, de falta de fe.

Por todo ello, el pueblo tradicionalista no cayó en las falsas apariencias, en las dudas de los principios y el afán de experimentación, en la imitación hacia lo foráneo, en las trampas –o problemas- surgidas ya en las postguerras ya cada vez que reaparecían los cálculos humanos y el provecho inmediato. Estas trampas o problemas surgieron poco a poco en el horizonte vital de los carlistas, con más fuerza a medida que la postguerra era más prolongada. Nos referimos a las trampas tendidas por sus contrarios isabelinos y alfonsinos, y cualquier tipo de hombres del Régimen establecido. Tendidas también por el dinamismo y lógica de las cosas, o bien por la psicología social de los pueblos.

Ante los hechos que estudia, un historiador no sabe qué admirar más: si la entrega de la vida y hacienda de toda una comunidad, o bien su sencilla perseverancia superando con naturalidad las trampas formuladas, inconsciente o conscientemente, por los que consideraban sus enemigos.

El pueblo español era mayoritariamente carlista en 1833, y se mostraba ajeno a la concepción de partido político, por lo que los carlistas no se consideraron ni una fracción ni una facción política. Mucho tardó el Carlismo en ir reduciendo su presencia en la sociedad. El pueblo tradicional y consciente de sí mismo quedó especialmente vulnerado tras 1939. Según ellos, en esa fecha se ganó la guerra y se perdió la paz. Así, lo que pudo ser la ocasión de una sana restauración tras 1939 se malogró en el régimen posterior y en la consiguiente democracia liberal –es habitual extrañarse que se le considere su heredera-, quedando los tradicionalistas muy heridos hacia 1976. Incluso se quiso tallar con el Montejurra-76 la lápida de la tumba del Carlismo; otra cosa es que se lograse. A la expresión del ministro franquista Alfonso Osorio de “el Carlismo huele a sangre y telarañas”, pronunciada en TV en esa ocasión, le responderá la unión de los carlistas en el Congreso de El Escorial de 1986, y las sucesivas campañas electorales.

Lo que parece claro es que los tiempos del régimen liberal-socialista no son los mismos que los tiempos de los tradicionalistas, ajenos a las pequeñas luchas y plazos, y a las zancadillas políticas del régimen que denuncian como perjudicial para la sociedad española. En 1986 fue la unión. Luego la recomposición. Mientras ellos crecían, los antiguos huguistas perdían a su presidente de partido y languidecían, a pesar de los apoyos recibidos por la prensa del sistema, y de haberse llevado los locales de los círculos –que valían un dinero- y haber arrebatado en Sangüesa parte del museo de recuerdos históricos

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custodiado por la familia Baleztena. En 2008 los carlistas tradicionales se presentaron a las elecciones al Senado de España con el eslogan “Despierta la tradición. Hay otra España. Vota CTC”, que es cuando cosechó 45.000 votos, algo insólito de pensar tras 1976.

Bellísima imagen de la abadía de Montserrat, alma del Principado de Cataluña, donde se asienta el trono de la “moreneta”, la Virgen querida de

los catalanes y el resto de los buenos españoles. Lejos del revuelo de la gran ciudad de Barcelona,

la peñas y riscos calcáreos nos hacen mirar inmediatamente al cielo. Imagen de la web.

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5. LA SÍNTESIS QUE PERMITE LA GRAN ABUNDANCIA DE DATOS.

Mucho se ha escrito mucho en las últimas décadas, sobre el Carlismo. Se le ha señalado como movimiento original y originario, arraigado, perseverante contra viento y marea durante 180 años, entregado en cuerpo y alma, y de naturaleza popular, interclasista y de masas.

El Carlismo era la comunión carlista, identificada con la España tradicional, la de siempre, la que más perduró al socaire de todas las adversidades. Por eso, más que de los carlistas, inicialmente hablaremos del pueblo español, y después de pueblo español consciente, máxime cuando el Carlismo declarado irá perdiendo importancia numérica –que no significación- por el ahondamiento de la crisis de la llamada modernidad.

Sabemos que el Carlismo no dependía de un hombre concreto; no fue un rey concreto, ni una dinastía, sino que era la España tradicional o de siempre con su dinastía legítima. La tradición española fue el estado propio de la sociedad española, hasta el punto que lo no recogido en él, carecía de arraigo, y a veces era un simulacro que duraba un tiempo como las modas.

Debido a la abundancia de datos, tomaremos algunos ejemplos y perfiles significativos. Así, más que una demostración exhaustiva de ciencia histórica, ofreceremos una exposición histórica con algún elemento de ensayo.

El llamado Manifiesto de los Persas, 1814

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6. TENTACIONES CÍCLICAS QUE NO HACEN CLAUDICAR

¿Cuáles fueron y cuándo aparecieron las dificultades aparentemente

insalvables en el horizonte vital de los carlistas, esto es, los problemas y trampas que pudieron tener y que les incitaban a claudicar en tiempos de aparente tranquilidad en el desorden liberal?

El origen de las trampas que sufrieron los carlistas es diverso: Unas las tendieron directamente las falsas promesas de los absolutistas

fernandinos (1814, 1823 y 1833) y los liberales moderados (1840, 1876…). Otras fueron propias de las postguerras: la persecución, el menosprecio,

la falta de agradecimiento, la necesidad de sobrevivir y acomodarse en el nuevo régimen, o el silencio.

Unas terceras surgieron del dinamismo y lógica de los hechos en los ámbitos civil (el miedo ante la revolución anarquista tras los atentados contra Cánovas, Canalejas, Dato, el arzobispo de Zaragoza, don Alfonso…) y el ámbito eclesial (el Concordato de 1851, la Unión Católica en 1881, el conato de ralliement de León XIII en España, de menor aplicación y menos expreso que en Francia).

Otras se debían a la necesidad de encontrar grandes personalidades, y al hecho de que algunas eminencias tradicionalistas, como Vázquez de Mella, se tomaron demasiado en serio, o mejor dicho, con nerviosismo e insana ansiedad, la vía parlamentaria, tendiendo a realizar finalmente pactos con los conservadores, indebidos para sus correligionarios y el mismo don Jaime III (1909-1931).

Por último, otras trampas se derivaron de la psicología social e idiosincrasia de los diferentes pueblos hispánicos.

Todo indica que en la comunidad carlista existen a modo de ciclos, que no son mecánicos o biológicos, sino de naturaleza psicológica y moral.

Me explico. A la prolongada posesión de un bien católico y de civilización, tras la revolución francesa, le ha sucedido siempre una intensificación revolucionaria. Esta intensificación supuesto una agudización destructiva en las leyes y la sociedad, lo que en cada caso provocó una saludable reacción –saludable como la reacción del cuerp0o a la enfermedad según explicaba el canónigo Vicente Manterola-, que en España culminó en guerras que a todos disgustaban. El desenlace final de estas guerras podía ser doble.

En un caso, la Tradición española fue vendida en Vergara en el año 1839, o vencida en 1840, en 1848 y 1876. En estas ocasiones, los vencedores establecerán una aparente paz, sostenida bajo el sable de los generales liberales moderados de Isabel II (Narváez, O’Donnell) y más tarde los políticos de Alfonso XII (1874-1885). Ello será el germen de nuevos males como el desdibujamiento y paulatina destrucción de la civilización cristiana y genuinamente española.

En otro caso, la Tradición española puede ser la vencedora. Venció a las huestes de Napoleón en 1814, victoria sucedida de la falsa restauración de Fernando VII. Venció a las huestes marxistas y nacional-separatistas en 1939, con la falsa restauración del general Franco. Ni Fernando VII hizo caso al manifestó de los Persas de 1814, ni dicho general hizo caso –ya hemos dicho- a las representaciones de la Comunión Tradicionalista a través de Manuel Fal Conde.

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Es decir; a la falsa restauración absolutista de Fernando VII le sucedió la monarquía parlamentaria de su hija Isabel, imposible como monarquía. A los liberales moderados de Isabel II les sucedieron tres veces los radicales que, al final, expulsaron a la “reina de los tristes destinos”. Así apareció la monarquía parlamentaria de Amadeo de Saboya, más liberal (democrática por el sufragio universal) que la anterior, seguida inmediatamente de la Iª República, muy democrática de nombre pero casi sin demócratas ni republicanos. Seguimos: a la falsa restauración alfonsina de 1874, efectuada como monarquía liberal parlamentaria, de nuevo le sucederá -a pesar del freno temporal de Primo de Rivera- la IIª República. Por último, a la guerra o Cruzada de 1936 le sucederá la falsa restauración de la España tradicional en clave franquista o con cierto estilo parecido al de Fernando VII, y a ésta tras 1975 la monarquía liberal-socialista parlamentaria.

Con la victoria en las manos, a la España tradicional –digamos que la de siempre-, le resultaron dramáticas la falsas restauraciones de 1814 y 1823 con Fernando VII, y de 1939 con el general Franco, que impuso como heredero a título de rey a don Juan Carlos en 1968. En este último caso, pocos fueron –una docena- los procuradores que votaron en contra de lo propuesto por el gobierno del general Franco en las Cortes, entre ellos los procuradores navarros José Ángel Zubiaur y Auxilio Goñi según el mandato imperativo. Si esto fue con la victoria, con la derrota, existió una la falsa restauración del orden por los moderados de Narváez en 1844, de la titularidad de Alfonso XII en 1874, y –tras la sangre en Montejurra- la de don Juan Carlos ese mismo años de 1976.

Esta es la larga y complicada carrera de la España oficial o del poder triunfador, con un mayor o menor germen de revolución en su seno, germen a desarrollar con una gran rapidez. Por su parte, los carlistas creerán que España no se ha ensayado a sí misma. Todos los intentos, muchas veces heroicos, de la España popular liderada por los monarcas sucesores de don Carlos V en 1833, de alguna manera fracasaron. La pregunta de ensayo es si los carlistas desaparecerán antes del terminar el proceso revolucionario iniciado en el s. XIX e incluso antes, o bien ganarán terreno apoyados por una sociedad harta de los actuales extremos revolucionarios, o quizás quienes levanten España desde su total postración lo harán básicamente como lo harían los carlistas. A nada de esto pueden dar respuesta los historiadores, pero la dejamos abierta en el juicio del lector.

Con el correr de los ciclos la revolución avanza, a pesar de sus aparentes retrocesos, representados por el tirón o brida que, lo que queda de civilización, pone al desbocado hipogrifo violento de nuestro Calderón del inicio de La vida es sueño. Los ciclos se suceden porque –así lo muestran los hechos- siempre queda un bien católico y de civilización que derribar, aunque con el paso de los ciclos estos bienes sean al menos aparentemente cada vez menores. ¿Llegará la hora de la gran tentación de dar por muerta a España y los españoles?

Dichos ciclos o períodos, que cada vez son algo más largos y profundos a medida que avanza el mal –por algo no son ciclos mecánicos-, son patentes y expresan sus fechas culmen en los siguientes acontecimientos.

Se trata de los sucesos bélicos de 1808-1814 frente a Napoleón, en la guerra de 1821-1823 provocada por el gobierno liberal y la reacción de los realistas, en la primera guerra carlista (o liberal) de 1833-1840, en la segunda de 1846-49 (sobre todo en Cataluña), en el intento montemolinista de 1860, en la sucesión de años que abarca la revolución de 1868 y la tercera guerra carlista 1872-1876, en la expectación de una reactivación carlista durante la segunda guerra de Cuba de 1895 a 1898, y, al fin, durante el paroxismo de la IIª República iniciado en 1931 que provocó la guerra civil o Cruzada en 1936-1939. De todos estos conflictos, los más agudos fueron la primera guerra carlista y la guerra de 1936, configuradas como conflictos totales y con unas pérdidas de vidas de alrededor del 1% de la población en ambos casos.

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Es un pueblo de alpargata, unido a no pocos de sus líderes naturales, el que se sublevó en 1821 contra la Constitución de 1812,

impuesta de nuevo mediante un pronunciamiento militar en 1820. Col. particular. Foto: JFG2005

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Tabla 1

6a ños

6 6 6 7 6 3 20 8 20 30 8

1808 1814 1821-1823

1827

1833

C

1840

D

1846-1849C D

R/1865

1868

C

1872-1876

D D/1888

R/1889

1898

D/1919

1931

C

1936 -1939

D

R/1986

1808 20 1833 30 1868 1874 55 19311939

Etapas de máxima tensión: conflictos bélicos. Etapas de peligro para perseverar.

C- Crecimiento

D –Decrecimiento

R - Recomposición

Tabla 2

1808-14 1821-23/1827 1833-40 1846 1868/1872-76 1898 1931/1936-39

. 20 años . . 30 años . 55 años . .75 *Fernando VII (1808-1833) * Isabel II (1833-1868) *Amadeo I(1869-71) * Alf. XII(1874-85) * Alf XIII (1885-1930) * Iª Rep. (1872) * IIª Rep. Carlos V Carlos VI Juan III Carlos VII Jaime III Alf-CI

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Sobre los crecimientos del Carlismo (1833, 1846, 1868 y 1931), desintegraciones (1840, 1849, 1876, 1888, 1919 o 1939) y sus recomposicio0nes (1865, 1889, 1986), se ha hecho eco Jordi Canal (3). Este autor cree que su causa de estos crecimientos es que, a veces y por temor, al Carlismo se le sumaron otros contrarrevolucionarios debido a la flexibilidad que admitía en sus filas. Esto es comprensible porque –añadimos- el Carlismo no fue una ideología. El temor a la revolución ayudaba a hinchar las velas del Carlismo, mientras que los períodos de calma contribuirían a desinflarlas lentamente. En esta explicación, que tiene parte de verdad, tengo algunos reparos porque no coincide con las circunstancias de cada período y hay otros elementos que no se debieran olvidar.

Demos algunas razones. En primer lugar, el Carlismo no se “inflaba” ni prosperó por un mero

miedo psicológico que como tal paraliza y que, desde luego, no puede ser confundido con el llamado santo temor a hacer mal o no hacer el bien. Tampoco prosperó por el instinto de supervivencia social y el ejemplo de otros países.

Es comprensible que en los períodos de radicalismo revolucionario exista temor psicológico y moral, pero también existe un temor moral en tiempos de aparente calma social, aunque los males sufridos sean menos sensibles. Lógicamente esta última situación exige un espíritu más sensible e inclinado hacia el bien y la verdad, es resumen, menos vulgar o apegado a lo mundano.

No siempre que pudo existir “miedo” psicológico aumentaron las filas y fuerza del Carlismo, pues los carlistas se debilitaron a pesar de las Revoluciones radicales de 1848 en Europa y los consiguientes conatos revolucionarios sofocados por la dureza del liberal moderado Ramón Narváez (¿es que los temerosos se echaron a sus brazos?). También se debilitaron en 1917, con la Revolución bolchevique y los conatos revolucionarios en España, sin que hubiese un general en el que las clases medias o pueblo llano pudiera confiar. Advirtamos que dos años después, en 1919, será el cisma de Mella.

¿Miedo psicológico en 1833? La guerra de 1833 no fue una reacción de temor frente a la revolución europea de 1830, cuyos influjos fueron detenidos en Navarra según la documentación del Archivo General de Navarra, sino que procedía de la cada vez más necesaria defensa del Derecho dinástico y del mantenimiento in extremis de unos principios religiosos, morales y socio-políticos. Otro caso. Con la crisis del sistema isabelino en 1865 y la irrupción de la IIª República en 1931, se mostraba la saludable ocasión del hundimiento del sistema liberal; no hubo miedo en las masas sino inseguridad o, mejor dicho, orfandad, de modo que el Carlismo empezó a florecer por dar respuesta a los grandes interrogantes que abrían sus puertas y por la necesidad de oponer una solución castiza y global al empuje de una concepción general de la política y sociedad. Por último, otro momento de reactivación del Carlismo fue cuando en 1888 tuvo lugar la división de los tradicionalistas con la ruptura integrista. Todo indicaba que los carlistas iban a desaparecer, pero no fue así, sino que accionaron para reverdecer.

¿Qué “desinflaba” a los carlistas? No es sólo la calma social, ni el retroceso ocurre siempre que ésta aparece. Al revés de lo que supone Canal, el Carlismo se revitalizó en momentos de calma como en 1844 –la revolución europea fue en 1848- con la aparición -contra todo pronóstico- del diario “La Esperanza”, los escritos de Pedro de la Hoz, y la difusión de los escritos de Balmes y Donoso Cortés. Se revitalizó desde la calma de 1887 (ley de asociaciones que favoreció a carlistas, republicanos, socialistas y nacionalistas) y 1890 (ante la crisis integrista con el revulsivo de fidelidad al rey pero también ante la aparición del sufragio universal), debido a la reorganización acometida por el marqués de Cerralbo (189o-1899) y a la actividad de Luis M. de Llauder en Cataluña. Fuera del marco cronológico de este trabajo, se revitalizó tras 1957 con el auge de las romerías de Montejurra debido al cambio de orientación de los organizadores, por el que lo religioso pasaba a segundo plano de la romería, sustituido por lo político. Se revitalizó en 1986 con la unión de los carlistas en el Congreso de El

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Escorial. Todo esto indica que existen más factores en juego que el temor y la calma social. Por lo que a nuestros días respecta, de seguir la dialéctica del temor como reactivación del Carlismo, últimamente éste debería de haberse reactivado, y sólo lo ha hecho por singular esfuerzo de los que siempre fueron carlistas y no por sucesivas incorporaciones de masas. Seguramente, los conservadores y el poder absorbente de lo existente no lo han hecho posible.

No sólo el temor “infla” a los carlistas, ni estos se inflan siempre que hay temor; pues bien, tampoco es sólo la calma lo que les desinfla. Ahí está la muy humana ley del cansancio; el sufrir en las propias carnes que, contra todo pronóstico, no se ha podido vencer una y otra vez a la Revolución con las Armas; las defecciones y acomodamientos al sistema de unos u otros significativos carlistas, en principio inexplicables; las actitudes del gobierno universal de la Iglesia en sus relaciones con los Estados constituidos como fue el acomodamiento a estos por parte de la diplomacia de León XIII; y modernamente las interesadas interpretaciones liberales del Concilio Vaticano II realizadas por los conservadores sociales e ideológicos por muy auténticos o tradicionales sean en materia estrictamente religiosa.

Según lo ya dicho, existen factores decisivos como la responsabilidad, la categoría y trabajo personales, y diferentes circunstancias en el ámbito social, político y eclesial. A veces surgen personalidades que hacen un gran bien y otras que perjudican a la Causa, con independencia de las circunstancias de amenaza o tranquilidad, aunque la buena intención siempre permita recomposiciones posteriores. En momentos de temor –y no solo de calma- pueden existir desvíos y traiciones y, en momentos de calma social, pueden surgir grandes personalidades. La variedad de estas últimas es evidente, pues –pongamos un ejemplo- si unos se inclinaron hacia la solución militar en 1872, otros tuvieron una actitud antibelicista, como Cándido Nocedal, Antonio Aparisi y Guijarro, Luis de Llauder y quizás ese personaje de segundo orden pero interesante en Navarra, llamado Juan Cancio Mena.

Además de las precisiones anteriores, resulta necesario distinguir la situación tras una guerra perdida o bien tras una guerra ganada seguida de una falsa restauración.

En primer lugar, una guerra perdida puede conllevar el desánimo, la desorganización, las persecuciones, los insultos y menosprecios, el ser expulsado de la ciudad cuando se recibe el sambenito de principal y único responsable de la guerra, y con ello adviene el avance de la Revolución. Así, entre unas y otras guerras carlistas, se originaron dos etapas de relativa paz durante el siglo XIX, en las que se pudo dar al traste con el Carlismo. Fueron unas etapas dificilísimas. La primera fue tras la traición de Vergara en 1839 y la derrota de 1840; la segunda tras la restauración alfonsina de 1874 y la derrota de 1876. Alfonso XII fue llamado “el Pacificador”. En estos casos, el que pierde la guerra, paga, y paga fuerte, con la vida y el destierro, la hacienda y el honor. El que pierde la guerra es acusado de conspirar contra la paz. Y eso es muy feo. A modo de ejemplo, y como proyección de dos derrotas militares, Navarra perdió su categoría de Reino y gran parte de sus Fueros en la Ley Paccionada de 1841 y las Vascongadas sus Fueros en 1876, aunque algunos digan que no fue como castigo, y que incluso se trató de mantener y actualizar los Fueros. El liberalismo era centralista, pero buscó la ocasión para enmascarar su decisión centralizadora y uniformista, como Felipe V en su decreto de pérdida Foral de Aragón y Valencia, acusando a ambos Reinos de rebeldes y basándose en el derecho de conquista, dado en El Buen Retiro de Madrid en 1710.

La pregunta es, ¿cómo reaccionó el pueblo carlista en estos momentos de una gran prueba? ¿Le dominó la desesperanza?

En segundo lugar, en varias ocasiones se evidenciaron los problemas surgidos tras una guerra ganada y seguida de una falsa restauración. Así fue tras la victoria sobre Napoleón en el Tratado de Valençay de 1814, tras la guerra realista de 1823 al reinstaurarse el despotismo ilustrado de Fernando VII,

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y tras la Cruzada de 1936 que culminó con el fallecimiento del general Franco en 1975.

Por estar siempre en la oposición –al parecer a pocos hombres les place-, y por la unión en tiempos críticos de unos afines que en momentos de aparente tranquilidad se separan, el Carlismo sufrió divisiones internas, la labor de zapa de los elementos conservadores (también divididos, por ejemplo de 1844 a 1854, en puritanos, polacos, reaccionarios y neocatólicos), y la posición antipolítica de los liberales que manipulan sutilmente la religión mientras proclaman que son los únicos respetuosos con ella.

De todos son conocidas las diferencias mantenidas en la Corte de Carlos V durante la primera guerra –ahí está el análisis de cierto documento liberal (4)-, la defección de los convenidos en Vergara en 1839, la claudicación de no pocos neocatólicos tras 1876, las escisiones integrista y mellista de algunas clases altas, y el posibilismo a comienzos del siglo XX de intelectuales como Salvador Minguijón, Severino Aznar e Inocencio Jiménez que se polarizaron en el catolicismo social y en la creación del Partido Social Popular creado junto a los propagandistas en 1922. De todos es conocida la huida a casa tras la última Cruzada finalizada en 1939, y la vuelta a la vida privada o familiar en la actualidad ya en el régimen franquista, con la excepción de algunas elecciones municipales (como en Navarra, estudiadas por Aurora Villanueva), las romerías de Montejurra y de los aplech de Montserrat. Desde luego, en estos casos cada persona es responsable de sí misma. Problemas de divisiones y personalismos no pueden extrañar cuando siempre se está en la oposición, máxime cuando está probado que los liberales tienen mil problemas cuando mandan y ocupan el poder político.

Estas etapas de entreguerras suponen períodos sucesivos de 20, 30, 55 y 75 años de relativa paz, con males cada vez mayores, y una Revolución liberal-socialista cada vez más consolidada y expansiva.

Al comienzo del larguísimo proceso, las costumbres expresaban unos principios bien asimilados, nunca cuestionados y quizás no del todo analizados por quienes los vivían. Ni era necesario. Será después cuando el énfasis se ponga en la buena asimilación de los principios, y la coherencia con ellos del modo de vivir, generando así buenas costumbres.

Nos referimos al período de casi 20 años entre 1814 (tras expulsión de Napoleón) y 1833, algo más de 3o entre 1840 y 1872, de 55 años entre 1876 (tras la tercera) a 1931 (instauración de la IIª República), y de 75 años entre 1939 (tras la guerra o Cruzada) hasta hoy. En este último período largo se quiso eliminar definitivamente al Carlismo, ya por la dictadura –nada tradicional- del general Franco, ya por el huguismo y el montaje sufrido en Montejurra en el año 1976. Todas estas situaciones supusieron una nueva forma de lucha: la distribución de panfletos, prensa, actividad en el parlamento, asociaciones, sindicatos, cultura, estímulo de la ciencia…, y hoy en la red e internet.

Pues bien, sin los principios religiosos y políticos, sin la esperanza fruto de tales principios, sin el acertado análisis de la realidad, sin una comunidad como suma de familias, sin una dinastía leal…, nada hubiera sido posible. Pero esta es la vida que recibieron, y la vida que desarrollaron y transmitieron.

Aunque estas etapas fueron muy difíciles para los carlistas, estos las superaron milagrosa y creemos que satisfactoriamente. Así, si la tentación de la desesperanza podía ser cada vez mayor, ello se podía compensar con un convencimiento y fe cada vez mayor en los principios, mayor todavía que en las costumbres vividas. De ahí la intensificación religiosa entre los carlistas en la actualidad, que no es fruto de integrismos como dicen los secularizadores, sino de la necesidad de una nueva evangelización a la que ellos –y es muy comprensible- se adelantaron.

De cada etapa señalaremos los problemas específicos y algunas de las formas de vida hechas trabajo, entusiasmo y originalidad.

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En resumen, el Carlismo tuvo su mayor presencia e importancia entre 1833 y 1876. A partir de 1876, ocupará una posición secundaria aunque sociológicamente era mucho más fuerte de lo que le correspondía según los escaños obtenidos en el Parlamento. Lo motivos eran diferentes. Enumeremos algunos sin ánimo de cansar al lector: el voto individualista en vez de orgánico por instituciones, que el primer sufragio fue censitario hasta 1890, el voto femenino fue imposible hasta avanzada la IIª República, el eclecticismo de los liberales conservadores que ampliaban el espectro del voto antes de las elecciones para convertirlo después en un cheque en blanco, el posibilismo –a veces excesivo cuando toca terrenos temporales- de la jerarquía católica cuya misión principal es la evangelización, y, sin duda, las trampas electorales del caciquismo, el encasillado y el pucherazo. La España oficial y liberal marcará el ritmo de la política pero no el de la sociedad. Tras 1939 hasta la actualidad, el Carlismo “ha vivido un proceso de marginalización, oscilante en más de un momento, que, de todas formas, no ha desembocado en una desaparición cien veces anunciada” (Jordi Canal, pág. 9-10) (5).

A continuación caracterizaremos las cuatro etapas de entreguerras entre 1814 y 1931, aunque sabemos que del Carlismo se debe hablar desde 1833.

Texto de la famosa Constitución de las Cortes de Cádiz de 1812,

que pretendió fundar España. Este texto quiso ignorar y abolió de un plumazo las leyes Fundamentales de la Monarquía española, la

Novísima Recopilación y las posteriores leyes de Cortes del reino de Navarra, así como las ordenanzas del Señorío de Vizcaya. Si España

ya estaba constituida, el romanticismo liberal inició su utópico camino de partir de cero, por mucho que los liberales como Martínez Marina pretendiesen conectar con la corriente salmantina sobre el

origen o transmisión del poder político.

Los 69 diputados llamados “Persas” dejaron claro que España ya estaba constituida en sus usos, costumbres, libertades y Fueros, así como en sus

Leyes Fundamentales. Por su parte, los países Forales tenían el Fuero como propia Constitución. Por ejemplo, el

Reino de Navarra fue una isla en medio de la Europa absolutista, para recelo de los propios liberales de Cádiz, que tras enaltecer a Navarra le despojaron de sus

Fueros milenarios.

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5. PRIMERA ETAPA (1814-1833): EL PUEBLO REALISTA Y LAS BUENAS PALABRAS DE LOS QUE GOBIERNAN

Aunque el Carlismo se manifestó masivamente en 1833, es desde 1814 –y antes- cuando tiene lugar el encontronazo entre los españoles de tendencia política renovadora, conservadora e innovadora (Suárez, Comellas etc.).

Esta es la etapa del bien poseído en la sociedad. En esta etapa no existían carlistas de este nombre –el nombre carlinos se fue utilizando a finales de la década de los veinte-, pero sí en espíritu, llamándose por entonces realistas, aunque entre ellos hubiese una diversidad como el barón de Eroles (fuerista), el marqués de Mataflorida (manifiesto de los Persas, algo menos pendiente de los Fueros), el absolutista Calomarde (fernandino y al final carlista). En esta etapa los realistas no se dejaron engañar por las buenas e interesadas palabras de los que mandaban, cuando el absolutismo se consolidaba en España y representaba una falsa restauración antiliberal, que indirectamente originó el liberalismo.

El reto de esta etapa fue retomar la tradición española, quebrada por la moda europea del absolutismo y el despotismo ilustrado, así como por los liberales de Cádiz que mencionaron la tradición española para así despistar y colocar mejor su producto innovador y rupturista.

La ocasión de una restauración tradicional se desaprovechó con el Manifiesto de los Persas en 1814 y 1823.

Tras 1814, Fernando VII gobernó en contra de lo que le pidieron los 69 diputados tradicionales o renovadores que firmaron el conocido manifiesto de los Persas de carácter realista-renovador en 1814. Don Fernando les dijo que sí, pero en la práctica fue que no.

En ese tiempo, el peligro era no distinguir el absolutismo de Fernando VII –el monarca “Deseado”- respecto a la tradición española castiza a retomar una vez quebrada por las modas francesas y europeizantes. Aunque al absolutismo y al constitucionalismo liberal respondían las Leyes fundamentales tradicionales, Fernando VII no hizo caso a los autores del Manifiesto que eran de la tendencia política realista renovadora.

Lo mismo ocurrió en 1823, cuando las tropas realistas, con ayuda francesa del duque de Angulema con los llamados “Cien Mil Hijos de San Luis”, echaron por tierra el ensayo constitucional gaditano instaurado tras el pronunciamiento militar de Riego en Cádiz y luego Quiroga en Galicia. Pensaron que tras 1823 Don Fernando iban a decir de nuevo que sí a la renovación política, pero en realidad de nuevo fue que no, como en 1814.

Aunque, en 1823, Fernando VII rehabilite a los llamados “Persas”, que habían sido castigados por los liberales del Trienio Constitucional, sin embargo hará caso omiso de la tradición española, y practicará con éxito el despotismo ilustrado en materias administrativas de provecho general. Es desasosiego y nerviosismo político de los realistas tradicionales estallará en 1827, con la sublevación de los agraviados en Cataluña, singular movimiento estudiado por Federico Suárez. En 1829 Navarra verá peligrar gravemente sus Fueros como con Godoy en 1796.

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Biblioteca General de Navarra

Archivo General de Navarra,

Sección Guerra

De esto no sólo se hacen eco los historiadores, sino que el conde de Doña-

Marina (6) ya escribía:

“Y vueltos al estado de cosas de la última legitimidad reinante, ¿podemos contentarnos con esto los verdaderos católicos, los entusiastas fueristas españoles?

No: que ya en tiempo de Fernando VII la libertad de la iglesia y la de los pueblos españoles, Dios y la Patria foral, habían sufrido rudos ataques”. A todo ello, en marzo de 1830 se sumará el asunto de la Pragmática

Sanción del 29-III-1830. Se ha escrito ríos de tinta sobre ella. Desde luego, los liberales tenían mucho que perder de gobernar don Carlos, mientras que los realistas sólo tenían que temer que la futura regente María Cristina y la princesa Isabel fuesen utilizadas por los liberales, como así fue. No en vano, el primer manifiesto de la regente no contrariaba el absolutismo, sino que se comprometía a mantener el Gobierno de Fernando VII. Pues bien, de nuevo don Fernando dirá “no” a las leyes españolas al cambiar como lo hizo –olvidando la legislación- la ley de sucesión.

No analizaremos la legalidad o no de la decisión de Fernando VII; como historiador creo que hay muchos más argumentos a favor de la legitimidad de don Carlos que de doña Isabel. Bullón de Mendoza los sintetizó en su recopilación de textos sobre las guerras carlistas (Barcelona, Ariel, 1998).

Aunque todos sabemos que para 1833 las posiciones políticas ya estaban marcadas y tomadas, a favor de don Carlos o de doña Isabel según el caso, la oferta de la Regente Mª Cristina en su manifiesto de Madrid, fechado el 4-X-1833, pudo paralizar a no pocas clases ilustradas.

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Carlos Mª Isidro, futuro Carlos V. Los libros de texto escolares y los

historiadores de tendencia oficialista y subordinados a lo existente, ignoran que don Carlos fue proclamado rey por sus Ejércitos y aceptado como tal en las

Regiones y Zonas que gobernaba. Así, en la literatura generada le sustraen contra todo rigor histórico, del numeral V de

España. Creemos como historiador que es mejor utilizar el lenguaje de su época, y llamarle Carlos V de Castilla y VIII en Navarra. Lógicamente, con el mismo criterio, se mencionará a Isabel II, lo que deja

patente el encontronazo de la época entre los que seguían al monarca que se

afirmaba legítimo o a la reina por gracia de la Constitución, es decir, de una

soberanía nacional, según Pedro de la Hoz secuestrada por los partidos y

gobiernos en el poder.

Sin duda, dicho Manifiesto fue la astuta o inteligente respuesta del

Gobierno al Manifiesto de Abrantes, publicado por don Carlos el 1-X-1833, en el que reclamaba el respeto a sus derechos a la corona:

“No ambicioso el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos;

pero la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de sucesión, y la singular obligación de defender los derechos imprescriptibles de mis hijos y todos mis amados sanguíneos, me esfuerzan a sostener y defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que legítimamente y sin alteración debe ser perpetua”. Dicho Manifiesto de la Reina Gobernadora se mostraba continuista

respecto al gobierno de Fernando VII, y señalaba la religión y al rey sobre cualquier otro poder.

Ello paralizó al alto clero y algunos sectores acomodados. Supuso una diferencia muy notable respecto a la resistencia del alto clero a la Constitución de 1869, originada por la pérdida de la Unidad Católica, y al resto de legislación anticristiana. En 1833 la regente doña María Cristina dijo que sí, y luego hizo lo contrario. Dirá que no quería hacer, pero lo hizo.

Este importante manifiesto político de 1833 dice así:

“La Religión y la Monarquía, primeros elementos de vida para la España, serán respetadas, protegidas, mantenidas por Mí en todo su vigor y pureza. El pueblo español tiene en su innato celo por la fé y el culto de sus padres la más completa seguridad de que nadie osará mandarle sin respetar los objetos sacrosantos de su creencia y adoración: mi corazón se complace en cooperar, en presidir á este celo de una nación eminentemente católica; en asegurarla de que la Religión inmaculada que profesamos, su doctrina, sus templos y sus ministros serán el primero y más grato cuidado de mi gobierno.

Tengo la más íntima satisfacción de que sea un deber para Mí, conservar intacto el depósito de la autoridad Real que se me ha confiado. Yo mantendré religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la Monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en

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su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia. La mejor forma de gobierno para un país es aquella á que está acostumbrado. Un poder estable y compacto, fundado en las leyes antiguas, respetado por la costumbre, consagrado por los siglos, es el instrumento más poderoso para obrar el bien de los pueblos, que no se consigue debilitando su autoridad, combatiendo las ideas, las habitudes y las instituciones establecidas, contrariando los intereses y las esperanzas actuales para crear nuevas ambiciones y exigencias, concitando las pasiones del pueblo, poniendo en lucha ó en sobresalto á los individuos, y á la sociedad entera en convulsión. Yo trasladaré el cetro de las Españas á manos de la REINA, á quien le ha dado la ley íntegro, sin menoscabo ni detrimento, como la ley misma se la ha dado” (7).

María Cristina, última esposa de Fernando VII, por Madrazo

En este Manifiesto del 4-X-1833, Mª Cristina ofrecía realizar reformas

administrativas, “únicas que producen inmediatamente las prosperidad y la dicha”, rebajar impuestos y mejorar la rapidez en la justicia, así como garantizar la seguridad de las personas y la propiedad, y fomentar la riqueza. En él se oponía a efectuar reformas políticas, desairando así a los liberales de Cádiz, que realizarán su propia revolución dentro del período de Regencias.

Insistamos que este Manifiesto pudo engañar y paralizar a no pocos, aunque no tenían muchos motivos para engañarse debido a las anteriores medidas de la regente. Estas consistieron en el indulto general y la amnistía a los liberales, la desarticulación de las fuerzas partidarias de don Carlos María Isidro (Voluntarios Realistas, Capitanes Generales y Ayuntamientos) y la elección de unas “Cortes” restringidas para jurar a su pequeña hija doña Isabel. Buena parte de estas medidas se tomaron antes de que el rey falleciese en septiembre de 1833. Pero si el citado Manifiesto pudo paralizar a no pocos vecinos de las ciudades, donde estaba la guarnición y el control gubernamental era más fuerte, el engaño fue breve, pues la situación de la España gobernada desde Madrid estallará en un sentido totalmente opuesto a lo prometido en el texto de la regente. En efecto, la política anticlerical de los sucesivos gobiernos argumentó a una porción de aquella opinión pública que quedaba por decidirse a favor de don Carlos V; por esto y porque quizás ya fuese algo tarde, puede pensase que el Carlismo perdió la ocasión de un arranque decisivo.

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Don Carlos María Isidro. Carlos V

Don Tomás de

Zumalacárregui e Imaz, general en jefe del Ejército Real del Norte.

Detalle del cuadro de Gustavo Maeztu

expuesto en el antiguo seminario

de San Juan, propiedad del

Ayuntamiento de Pamplona destinada

a oficinas.

Por el número de los carlistas y por la suerte de las Armas en la primera guerra, don Carlos estuvo a punto de ganar el conflicto, a pesar del apoyo internacional –diplomacia, fondos financieros y tropas- que recibió doña Isabel por parte de Francia, Portugal y Gran Bretaña. Ya se ha dicho que la estrategia moderada y continuista de Mª Cristina fracasó parcialmente, lo mismo que los intentos de Muñagorri y Avinareta a favor del Gobierno. Todo ello agrava la infidelidad o traición de Rafael Maroto hacia don Carlos, máxime cuando las tropas carlistas que recibió a su mando mantenían su vigor.

El improvisado Estatuto Real de Martínez de la Rosa redactado y aprobado en 1834, inició los cambios políticos y las innovaciones. En él se negarán las Leyes Fundamentales de la monarquía. Llegó la persecución religiosa, la matanza de frailes en 1836 descrita por Menéndez y Pelayo, el insigne latrocinio de la desamortización de los bienes de la Iglesia, y se inició la configuración del Estado liberal con una nueva clase adicta a las nuevas instituciones. Esto último era lo que sobe todo pretendía Álvarez Mendizábal, que vino a España desde Londres. El golpe de Estado de los sargentos en La Granja impuso la Constitución de 1837, que será más radical que la de 1812. Espartero expulsó a la regente Mª Cristina en 1840, y luego, tras el bombardeo de Barcelona en 1842, él fue expulsado de la Regencia. El cetro cayó por los suelos, llegó la inestabilidad y el oportunismo político, estallaron más si cabe las pasiones, y se impuso un débil, caótico y nada representativo parlamentarismo…

Aunque los carlistas del Norte habían superado los mencionados enredos de Avinareta y Muñagorri que proponían “Paz y Fueros” antes de la traición de Vergara (otro engañabobos fue un tal Escoda de la tercera guerra), y aunque se resistió a las halagüeñas palabras de “Paz y unión” (“Boletín de Aragón, Valencia y Murcia”, Morella, 16-XI- 1939, nº 84, pág. 3) digamos que, ante ésta situación, ante la pérdida de una larga guerra (provocada por la traición de Vergara), ante el reconocimiento internacional del Gobierno liberal de Madrid, con el rey legítimo en el destierro, ante los 26.423 carlistas emigrados o refugiados en Francia para el 1-X-1840 (8) y ante el fracaso de la política matrimonial de Balmes y el marqués de Viluma de unir la rama isabelina y la carlista… tras 1840 todo era contrario a lo que representaban los carlistas.

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Dicho de otra manera: tras la primera guerra carlista (1833-1840), cuya importancia fue similar a la última guerra de 1936, y desde el cálculo positivista y oportunista de los políticos, todo conducía a la desaparición del Carlismo y los carlistas.

La prensa carlista de la primera guerra incidió mucho en los principios y no sólo en los derechos dinásticos y legales de don Carlos. Eran sobre todo estos principios los que explicaban una nueva y larga guerra a pesar del cansancio provocado por los conflictos bélicos mantenidos contra la Convención francesa, por la Independencia, la guerra realista y el levantamiento de los agraviados.

Me refiero a la prensa como “El Restaurador catalán”, “El joven observador. Periódico realista del Principado de Cataluña”, y el “Boletín de Aragón, Valencia y Murcia”. La cuestión de principios era importantísima. Cuando Maroto traicionó a su Rey y a todo el Ejército del Norte, el Ejército de Aragón, Valencia y Murcia en Morella, reafirmó los poderes del Rey Carlos, el tipo de gobierno monárquico, subrayó las consecuencias anárquicas del liberalismo así como la inviabilidad de éste por sostenerse sobre principios erróneos. No se trató sólo de un heroísmo numantino, sino en un heroísmo fundado en la realidad y ser de las cosas y, por ello, ejemplo del porvenir. El periódico impreso por la Real Junta de Gobierno en Morella decía en 1939:

“Si señores liberales; ¡VIVA EL REY! ya no oiréis otra voz entre nosotros; porque los Realistas queremos un Rey que no solo reine, sino gobierne y que mande, y que se haga obedecer; ¡VIVA EL REY! porque queremos un poder natural, sólido, independiente, completo, que todo eso quiere decir nuestro viva, y dista inmensamente de arbitrario y tiránico (…). Todos los Realistas tenemos la misma idea de nuestro gobierno, á lo menos todos lo nombramos del mismo modo; pero tratándose de liberales, parece mucho más difícil la cuestión. Creo poder afirmar sin riesgo de equivocación, que casi todos los liberales aborrecen la monarquía, desprecian la aristocracia, y temen la democracia (…)

(Tras mostrar lo ininteligible del gobierno representativo por impreciso y vinculado además al motín, y tras hablar de la ambigüedad de los que prefieren eso que llaman gobierno mixto o atemperado, continúa el redactor):

“(…) todos los gobiernos se atemperan, con las leyes escritas del país, con las antiguas costumbres, con la natural repugnancia de los súbditos á obedecer, y con otras circunstancias que en todas las naciones se encuentran aunque de diversos modos (…)

Desengañémonos, el sistema liberal no puede existir porque se funda sobre principios equivocados, o absolutamente falsos y como no puede existir, no se puede nombrar (…) nuestro plan es muy sencillo, nuestros medios muy justos: véase aquí en tres palabras: ¡Viva la Religión! ¡Viva la Patria! ¡Viva el Rey! y si no lo habéis en enojo SS. liberales, viva el héroe de Morella, cuyo valiente brazo nos prepara la posesión de tan caros objetos” (9).

Similar a esta cita podríamos mencionar otros artículos de dichos periódicos, conservados en la Biblioteca Menéndez y Pelayo en Santander capital, que sin duda el polígrafo utilizó para sus investigaciones.

Stanley G. Payne (1995) indicará –por ejemplo- que, tras la primera guerra, los carlistas consiguieron dos cosas. Primera, que el liberalismo fuese empujado hacia la moderación, de modo que, entre 1844 y 1868, los liberales moderados predominaron sobre los radicales. En segundo lugar, se conservaron algunos de los principales aspectos de las instituciones forales de Vascongadas y

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el pactismo (Ley Paccionada) con el viejo Reino de Navarra, situación ésta que resultaba ser una excepción en medio del fuerte centralismo del Estado liberal.

Ciertamente, y desde una perspectiva negativa, puede parecer que el Carlismo influyó en los gobiernos liberales obligándoles a ser más cautos en su política. Sin embargo, que los moderados ocupasen el poder durante más años que los llamados progresistas adormeció en el liberalismo a la masa neutra o bien con intereses materiales y sociales. Lo mismo puede señalarse de la Ley Paccionada en Navarra de 1841, pues al conservar indudablemente el carácter pactado entre Navarra y el Estado (aunque no estuviese especificado en el llamado el pacto-Ley dicho carácter paccionado) (10), dio origen a un contradictorio fuerismo navarro de carácter liberal. ¿Podía Navarra, como parte y siendo parte de la soberanía nacional del pueblo español, pactar con la soberanía nacional de toda la Nación? Esta contradicción no ha sido resuelta por juristas como Jaime Ignacio del Burgo (11).

Placa colocada por los carlistas en un lugar céntrico de

Talavera de la Reina (Toledo) en el año 2008.

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6. SEGUNDA ETAPA (1840-1868). RETOS DURANTE LA ÉPOCA ISABELINA: DEMOSTRAR LA VALIDEZ DE LOS

PRINCIPIOS DE LA TRADICIÓN, DESVELAR LOS ERRORES DE LA PRÁCTICA LIBERAL, Y MANTENER NO OBSTANTE

LAS ARMAS EN ALTO. En esta etapa los carlistas debían demostrar la verdad de los principios

tradicionales, lo que hicieron desvelando lo perjudicial del primer gran ensayo liberal. En este período quedó claro y manifiesto –siempre para los carlistas- que la verdad política estaba en el tradicionalismo y no en el liberalismo

Tras el Convenio de Vergara muchos miles se marcharon a Francia, y los menos se adaptaron a las nuevas instituciones –sobre todo en el Ejército-, sirviéndolas y sirviéndose de ellas.

6.1. RETOS DE ETAPA Esta etapa coincide con el destierro de Carlos V, Carlos VI y Juan III. Sus retos se resumen en siete puntos. 1º Afirmar la verdad de los principios políticos y jurídicos y su

oportunidad para España. Esto exigía reafirmar el verdadero rostro del Carlismo, con el objeto de

evitar el olvido y la deformación de la España tradicional, frente a los errores doctrinales y las tergiversaciones interesadas propuestas por los liberales.

El Carlismo –decían los carlistas-, que fundamentaba la esperanza de una política sólida y definida, contrastaba ante el vacío político, las teorías vagas, y la falta de principios fijos de los liberales. También contrastaba con la contradicción del doctrinarismo político de los liberales conservadores o bien radicales, según el cual los liberales que debían gobernar iban a ser los más capaces e inteligentes (el primer Donoso Cortés) o bien los mejores y más voluntariosos (Pacheco).

2º Desvelar los engaños que sostenían el sistema político liberal. De ésta manera, los carlistas no se permitieron que el ensayo parlamentario se confundiese con la verdadera representación nacional, ni el liberalismo con la verdadera libertad, ni la política de los listillos y habilidosos con la verdadera política, ni se permitió confundir la tradición española con la práctica absolutista y aún despótica de gobierno del rey.

Ejemplo de esto último es el libro de Antonio Taboada de Moreto, titulado El fruto del despotismo… y publicado en 1834, que traslada a los gobierno liberales el absolutismo y despotismo con el que estos desprestigiaban a los carlistas. Taboada habla de las leyes y fueros, costumbres y privilegios como garantía de las libertades, así como de las leyes fundamentales de la monarquía:

“La libertad de los Españoles es muy antigua, y el despotismo, con

el que se les oprime, muy moderno (…). El nuevo despotismo llamado

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centralización, introducido con la dominación Cristina por los mismos autores de la constitución gaditana, ha cambiado todas las instituciones protectoras de nuestra libertad; y a pesar de sus fementidas protestas, sin respetar fueros, costumbres ni privilegios ha destruido el respetable patrimonio de nuestros abuelos. La mayor arbitrariedad, la destrucción de las leyes fundamentales, de que más adelante hablaré, el terror, el asesinato, la desmoralización, y la más dura esclavitud han sido los funestos resultados de tan criminal innovación. Por consiguiente, de la violación de las leyes fundamentales nace ese moderno despotismo” (12). 3º Surgieron pensadores tradicionales de gran talla. Además de Jaime

Balmes y Donoso Cortés –una vez realizada su conocida conversión- (13), entre los carlistas figuran Vicente Pou (1842), Magín Ferrer y Pedro de la Hoz (1844).

4º No se cayó en la tentación del conservadurismo y del llamado justo medio. Don Vicente Pou desveló la trampa de aquella práctica que, queriendo frenar el liberalismo, sólo lograba que la Revolución avanzase, segura, aunque a trompicones.

Es paradójico que los carlistas se tuviesen que sacudir el sambenito de absolutistas, que de la Hoz admitía propedéuticamente pero reconduciéndolo al sentido de “rey absuelto”, cuando la sociedad y el mismo Parlamento liberal experimentaban continuamente el absolutismo de la soberanía nacional o, mejor del Gobierno de cualquier espadón como Narváez, Espartero, y después O’Donnell etc.

Si en algunos textos de fuera del Reino Navarra , el Señorío de Vizcaya y las Provincias forales, aparece el término “absoluto”, con él se busca poner a salvo los poderes del rey frente a la soberanía nacional defendida por los liberales. En el ejercicio de sus atribuciones propias, establecidas por la ley fundamental (muchísimo más limitadas que las de la soberanía nacional), el rey sólo tendría que dar cuentas ante Dios, es decir, no podía ser juzgado ni limitado por institución humana. Este sentido le da el mercedario Magín Ferrer y Pons cuando escribe Las leyes fundamentales de la Monarquía española (Barcelona, 1843) (14).

5º Se mantuvo el derecho dinástico de don Carlos, aunque se aceptó el planteamiento del matrimonio de doña Isabel con el hijo de Carlos V. Esta fidelidad al Derecho impedía que la masa carlista se incorporase al ala derecha del partido conservador de Narváez.

6º Los carlistas se reorganizaron. 7º Se mantuvo la práctica de la conspiración. El pueblo llano conspiró lo

mismo que las élites liberales y militares conspiraban en los salones de la Corte. Todo lector recordará que los problemas de España después de 1839

fueron los pronunciamientos militares, y la amenaza de revoluciones hasta el punto que, los seis años de la Unión Liberal de 1856 a 1862, supusieron un bálsamo de tranquilidad ciudadana. Ciertamente, los que hicieron pronunciamientos y revoluciones hasta 1868, no debieron extrañarse de la continua agitación carlista, pues los carlistas respondían con la misma moneda que unos y otros revolucionarios practicaban constantemente; los conservadores lo hacían en un sentido más legalista y los progresistas auto-justificándose en la soberanía nacional sin que nadie les pidiese cuentas. Lo cierto es que la causa de estos pronunciamientos y revoluciones no fueron los carlistas, sino la división entre las familias liberales –moderada o progresista- que se sentían seguras del poder.

Las abundantes partidas del carlismo militar formadas en 1841-44, la guerra de los matiners o madrugadores de 1846-49, los conatos de 1854-55, el intento de San Carlos de la Rápita en 1860, y los conatos de 1867-68, manifestaban la importancia del Carlismo sociológico aunque no tuviesen una importancia determinante de cara al futuro del Carlismo.

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Hervás y Panduro, uno de los primeros

y más destacados escritores tradicionalistas.

Juan Donoso Cortés,

marqués de Valdegamas (1809-1853), Obras completas, Madrid, BAC, 1970, 2

vols.

6.2. DON VICENTE POU, DEBELADOR DEL LLAMADO

JUSTO MEDIO. Don Vicente Pou mostró que, en tiempos de crisis post-bélica para los

carlistas después de perder la primera guerra, y por el exilio de la familia real y de miles de sus fieles -26.423 registrados en Francia hemos dicho-, el Carlismo mostró una gran fuerza de pensamiento, creó prensa, y aportó certeros juicios así como adaptaciones circunstanciales a lo que la época exigía.

El pensamiento de Pou y también el de la Hoz tienen mucho en común, aunque éste último sea más periodístico y político que el primero.

Vicente Pou denunció la antigua escuela del llamado justo medio. La acusó de estar vacía de principios, de seguir un pragmatismo total, su ansia de poder y enriquecimiento, y su gusto por ceder y por congraciarse con la revolución radical.

Vicente Pou tenía esperanza (15). Exigía los principios tradicionales por ser necesarios al bien común, esperaba que los españoles se desengañasen de las falacias y del oportunismo del partido conservador, y, en consecuencia, confiaba en una acción reivindicativa. Ésta se consideraba posible en cuanto necesaria y aprovechando el desengaño que iba a llegar a muchos españoles.

Gracias a esta denuncia, el pueblo carlista pudo confiar en sus dirigentes, y en que los esfuerzos bélicos de las familias españolas, su política o su acción, no iban a caer en saco roto.

La escuela del justo medio siempre se planteó recoger y acoger –aprovecharse diríamos- a aquellos españoles que habían rechazado con heroísmo los excesos de una Revolución radical que ellos –los moderados- habían alimentado. Así, los moderados pondrían (pág. 37 del libro citado) tronos a las premisas y cadalsos a las consecuencias, según formulará más tarde Vázquez de Mella. El proceso era sencillo. Primero alimentaban la revolución violenta. Luego, el pueblo sano se oponía a la revolución radical que, siguiendo la lógica de las cosas, a continuación se desencadenaba. Tercero, los moderados apoyaban a las

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dos partes en lid y traicionaban a los carlistas, poniéndose en medio de ambos, y prometiendo la paz, la moderación y -en realidad- el mantenimiento de la revolución liberal. Por último, los moderados se aprovechaban directamente de la reacción valiente y heroica del pueblo español, que no podría vencer con las armas a un Estado liberal cada vez más configurado, presentándose –primero Narváez y décadas después Cánovas- como única alternativa para la paz y la concordia.

Para Pou, los moderados eran unos ingenuos o engreídos que se consideraban con capacidad y maña para detener la revolución ante el abismo al que ellos mismos la empujaban (pág. 60), mientras que –para agravar las cosas-, y una vez en el poder, admitían falazmente parte de las conquistas de los radicales por prudencia y justo medio.

Cuando vieron “que las teorías que ellos mismos habían

proclamado volvían contra su cabeza, trataron seriamente de hacer un retroceso en la misma carrera revolucionaria; y como si fueran dueños de la naturaleza de las cosas se lisonjearon de poder impedir las consecuencias del principio una vez puesto, y de hacer marchar la revolución naturalmente furiosa y violenta con paso lento y regulado hasta el término que ellos querían señalarle (…).

Así es que luego de haberse entronizado vuelven a sus antiguas maneras y artificios para dirigir a su gusto y provecho la revolución, y hacerla parar en el umbral de sus puertas (…)” (p. 37-38). Los moderados y los radicales eran simplemente una rama del mismo

tronco liberal. En ello incidieron los carlistas tras 1840 y después en 1876. Decía Pou:

No en vano “Los nombres de moderados y exaltados eran sólo matices distintos que lejos de perjudicar a la unidad, más bien parecían servir al desarrollo y actividad vital del cuerpo que constituían” (pág. 58).

Consecuencia de ello, Pou tomará una decisión política:

“los Españoles castizos jamás se aliarán por una comunión de esfuerzos y de sacrificios con un partido del cual discordan en principios y afecciones, y al que justamente miran como el origen y causa de los males que está sufriendo la Patria” (pág. 92).

Estar a buenas con todos, adormecer a los buenos que pudieran cambiar

el sistema, y utilizarles a su favor, era dar dos pasos adelante y uno atrás para así ganar siempre los moderados, y ocultar su liberalismo ante el pueblo español:

“¡Rara habilidad la de estos hombres! Empeñados ciegamente en

unir el bien con el mal, la verdad con el error, la libertad sin freno con el orden legal, logran por fruto de sus ímprobas tareas el no satisfacer a nadie con tan irregular conducta, que ni es bastante libre para halagar a los impíos e inmorales, ni presenta la bondad necesaria para que el hombre de bien la aprecie: por manera que es imposible cimentar tan monstruoso sistema en un pueblo cualquiera, que no esté de antemano preparado con los estragos de la revolución, y con un cierto género de corrupción sistemática, que adormeciendo a los ciudadanos en el goce de algunos desahogos, con perjuicio de la Religión y de la moral, de cuyo poder los emancipa, y borrando de sus corazones todo sentimiento de dignidad y hasta los recuerdos de su antigua gloria y bienandanza, los reduzca a un estado de mecanismo impasible, contenidos en la sociedad por una política de sórdidos intereses, y neciamente contentos entre

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trabas inmorales y enormes cargas con el pan y los juegos del circo, como en el tiempo el Pueblo romano.

Situación muy funesta para un pueblo que, entre halagüeñas perspectivas y fementidos encantos de prosperidad y de paz camina embriagado hacia el abismo de su ruina. Con peligro de no levantarse jamás. (…)Yo sé muy bien que hay cristino-liberales a quienes lisonjea todavía la esperanza de lograr tan abominable objeto, y que la España después de haber corrido todas las fases de la revolución, en cuya carrera ellos la han metido, volverá a caer en sus manos, retrocediendo fatigada de tanto desorden al justo medio, sin pensar ya más en sus antiguas convicciones: bajo cuyo concepto algunos de ellos se complacen ahora mismo con el destrozo, la desmoralización y los horrores que envuelven aquella infeliz Nación, como medios necesarios de antemano procurados para llegar al fin que apetecen, aunque sea con algún peligro de sus personas en el choque violento de los partidos.

Ellos han dicho mil veces, que la generación nacida y educada en medio del torbellino revolucionario les pertenece, y que con la generación que declina ya hacia el sepulcro quedarán sepultadas las costumbres rancias y añejas ideas que impedían el suceso de ensayos. Pero estos hombres evidentemente se engañan midiendo el carácter español por el suyo propio, y por el de una porción de jóvenes infatuados por la novedad, a quienes únicamente tienen a la vista” (p. 62-63). “(…) porque el verdadero pueblo español, que en último resultado decide en las grandes crisis, no es el que vocea en las plazas y teatros, o se reúne en los salones y tertulias patrióticas de algunas ciudades populosas, sino el que atento a sus deberes se halla diseminado en toda la superficie de la Península (…)”(p. 65). Como los defensores del plan del justo medio habían pensado y

calculado su proyecto con todo detalle, Pou concluía que, en breve, el Gobierno del pueblo iba a estar dirigido por unas u otras élites desde las ocultas trastiendas de la política:

“(…) está fuera de toda duda, que había un plan de justo medio,

trazado por los caudillos de la secta moderada que juzgaban conveniente retrogradar algunos pasos“ (p. 71). (…) los Españoles castizos jamás se aliarán por una comunión de esfuerzos y de sacrificios con un partido del cual discordan en principios y afecciones, y al que justamente miran como el origen y causa de los males que está sufriendo su Patria” (p. 92). “(…) siendo de todo esto el último resultado que el Rey ni hace las leyes, ni gobierna, ni ordena, ni ejecuta; sino que en su lugar lo hacen las Cortes y los ministros, o más bien un poder oculto de club, que se sobrepone a los demás poderes conocidos, haciéndose por medio de la intriga o la fuerza una mayoría de votos que soberanamente decide de todo” (p. 128). Según Pou, lo más corrosivo para la sociedad eran las falsas

restauraciones y que la revolución se detuviese a mitad de su camino. En ambos casos se engañaba una vez más al pueblo. En efecto, los males se iban a hacer cada vez mayores, en consonancia con el hecho de que los moderados tan sólo buscaban afianzar en la sociedad aquellos principios liberales que el pueblo antes rechazaba.

“Una revolución dura y adelantará siempre en su carrera de

trastornos y ruinas, mientras se mantengan en pie sus principios. Solamente hace un alto y parece mudar de carácter cuando abrasada la sociedad, y reducidos a pavesas sus firmes apoyos con todo cuando se

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oponía directamente a la acción devastadora, ésta empieza a ser más lenta (…) Mas entretanto los principios revolucionarios paralizados en sus efectos materiales convierten con más vigor su acción a las ideas y a las costumbres de la multitud cebada ya con el ejemplo y la fortuna de los primeros campeones; minan los falsos diques opuestos al genio devastador, y (…) preparan nuevas reacciones y nuevas escenas de horror y de sangre” (p. 296). Como los demás carlistas, Pou defendía las leyes antiguas de España, las

costumbres, los Fueros y derechos particulares de la provincias (p. 138-155, 191). La Restauración ansiada debía estar bien hecha, y no como se realizó en tiempos del rey Fernando VII –al que se refiere claramente-, desde luego sin dejar “en pie algunos vicios que bastaran para corromperla” (p. 202). Tampoco podía caerse en la tentación de transigir en los principios para reconquistar el Trono, pues,

“No son pues los odios y mezquinos intereses, ni el rencoroso y

exclusivo espíritu de partido, los que marcan su línea política, sino el amor a los principios e intereses morales de la sociedad, la prescripción de muchos siglos, y el espíritu de nacionalidad y de sincera unión entre los hijos de una misma Patria” (p. 200-1). Hoy diríamos: el bien común. 6.3. DON PEDRO DE LA HOZ Este autor se caracterizó por desvelar los errores prácticos del Gobierno

liberal para, desde ahí, convencer a todos sobre la necesidad de los principios tradicionales. De esta manera siguió el argumento ad hominem.

6.3.1. El publicista. Pedro de la Hoz y de la Torre nació en 1800 y

fallecía en 1865. Su primer biógrafo fue Carulla (16). Tras sus escarceos liberales de primera juventud, hacia 1822 comenzó a cambiar de rumbo hacia el legitimismo. De dichos escarceos deja constancia en su folleto de 1855, al decir: (…) todas estas (nota: los alborotos públicos) son cosas con que si pudimos vivir alegres en una edad de irreflexión y de ardor juvenil, no acertamos ya á encontrar reposo ni contento” (pág. 101).

Su labor sólo será periodística. No escribió ningún libro pero sí dos

folletos reeditados conjuntamente en 1855 (17). Fue director y el alma del diario La Esperanza, fundado en 1844, al comenzar el dominio liberal moderado de Narváez, y desaparecido en 1874. Así pues, este diario sobrevivió al Régimen isabelino al que combatía. De 1865 a 1874, el director de La Esperanza será su

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hijo Vicente de la Hoz. Sobre este periódico existe una reciente y extensa investigación de Esperanza Carpizo (18).

Así como leer los escritos de Pou es una maravilla, también los de De la Hoz son un libro de cabecera, más ligero, práctico y desenvuelto si cabe que el anterior.

Sin dejar de ser carlista, La Esperanza dirigida por de la Hoz será prudente al denunciar la ilegitimidad de origen de doña Isabel, y en 1868 ésta prensa –no así los que antes fueron isabelinos, malos pagadores- tratará a la “reina de los tristes destinos” con hidalga caballerosidad. En sus páginas se denunciaba más al sistema liberal escondido tras el trono de doña Isabel que a ésta misma. Desde luego, en 1868 lo cortés no quitaba lo valiente. Según testimonio directo de Pedro de la Hoz:

“Y después de fundada LA ESPERANZA, ¡con qué odio se la ha

mirado! ¡Con qué artificios y sofismas se quiso ahogar su voz! ¡Con qué amenazas, con qué persecuciones se la ha intentado destruir! Basta decir que si ha sobrevivido al mando de los moderados, lo debe, no á la tolerancia ni al desengaño de estos, sino á su propia cautela, al constante cuidado que ha puesto en no salirse ni un ápice del círculo de la ley vigente” (refiriéndose desde 1855, pág. 99).

Folleto con tres preciosos escritos de

don Pedro de la Hoz

Don Pedro de la Hoz, director de “La

Esperanza”

El título del periódico es emblemático de las necesidades de toda una época: La Esperanza. ¿Cuál era el fundamento de esta esperanza? Esperanza ésta de los carlistas de ayer, fundada en la verdad teológica a enseñar; esperanza en Dios; esperanza en la verdad política para España y los españoles; esperanza por el acercamiento político a la realidad de la vida y por juzgar lo cotidiano a la luz de los rectos principios; esperanza por no ceder, por vivir el sacrificio personal como virtud, por los trabajos aparentemente menudos y desapercibidos, por el cumplimiento del propio deber dejando a Dios el crecimiento y los frutos.

Un rival de La Esperanza será, avanzado el tiempo, la prensa neocatólica, que sabemos restó suscriptores al diario carlista. Los neocatólicos querían volver al sistema anterior al liberalismo pero, a diferencia y en contra de

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los carlistas, admitían a Isabel II. Nos referimos a diarios como La Regeneración (1855) y El Pensamiento español (1860).

El crítico hacia Nocedal y los carlistas, José Bruch y Ventós, señalaba en 1910 sobre el nacimiento del partido “neo católico”:

“Al hacer el Ministerio Narváez, pasó Nocedal a formar parte de un

partido o corriente ultra-conservadora, que se formó en sentido opuesto á la corriente revolucionaria, y que los liberales llamaron partido neo-católico para distinguirlo del carlista. En este partido figuraron políticos como Bravo Murillo, González Brabo, Severo Catalina, etc., y escritores como Gabino Tejado, Navarro Villoslada, etc., los cuales más tarde en el época revolucionaria, se pasaron casi todos al partido de D. Carlos, el cual se vió de esta suerte robustecido con lo más florido que contaba la monarquía de Isabel II” (19).

Ejemplar de “La Esperanza”, editado en Madrid, modelo de periodismo en su época.

Más allá de su labor periodística, se puede identificar el pensamiento de Pedro de la Hoz, que formula en las difíciles circunstancias de esta etapa de aparente tranquilidad. Este pensamiento coadyuvará a la organización carlista de esta época.

¿Qué planteamientos eran los “fuertes” en ese momento y que de la Hoz se encargó de refutar? ¿Qué análisis y conclusiones políticas demostraban una vez más a muchos que los carlistas tenían razón? Y si tenían razones manifiestas, había esperanza.

Las tesis que de la Hoz denunció como erróneas en 1844 fueron la doctrina de las mayorías parlamentarias y la doctrina de la discusión pública.

Ahora bien, de la Hoz reconocía que no todo era cuestión de ideas, sino que como siempre había problemas de otro tipo menos elevado. Más que las doctrinas desveladas en su trabajo, el problema era la obstinación y terquedad, concretamente del moderado Martínez de la Rosa (o. cit. p. 7, 18, 28). Esto será importante e indica que, según de la Hoz, no pocas veces la palabra escrita o hablada no da fruto ante los contrarios, y que ni la evidencia de los males conlleva la corrección de la ruta de quienes los provocan directamente o en nombre de otros.

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Quizás el historiador haya comprobado esto muchas veces al estudiar el pasado. Como el periodista al contemplar el presente. Así, de la Hoz dice:

“entonces nos persuadimos á que, por mucho que repita sus

lecciones la experiencia, no logrará desengañar á ese partido de que V. es habitual órgano, y que tantos elementos de poder encierra en su seno: entonces, lo decimos de todo corazón, entonces nos afligimos y desalentamos al ver que no hay remedio cercano para los males que están aniquilando á nuestra patria” (p. 7-8). De ésta manera, para de la Hoz el problema no era sólo racional, frío, de

principios, sino que abarcaba a todo el hombre, incluida la emotividad y pasiones, las costumbres, los vicios o virtudes. Iba más allá del miedo y de las consecuencias algo mecánicas propias de las épocas de aparente tranquilidad social.

6.3.2. Las excusas de Martínez de la Rosa. En primer lugar, ¿qué razones o inconvenientes alegaba Martínez de la

Rosa para no reconocer el gran error de las doctrinas de las mayorías parlamentarias y de la discusión pública de todo?

Francisco Martínez de la Rosa, literato y

político liberal conservador. El Liberalismo, que era una ideología, fue

romántico, mientras que el Carlismo, a pesar de sus tintes románticos por vivir en una Época de convulsiones, revoluciones y

reacciones, fue sobre todo la realidad que se vivía y un clasicismo. Los carlistas sí podían formalmente expresarse como su tiempo o época, aunque sus contenidos sobrepasaban, lógicamente, las épocas por identificarse con

España.

El escrito de Pedro de la Hoz dirigido a

Martínez de la Rosa, se plantea desde una gran altura de miras y con un estilo refinado

propio de su destinatario.

Las razones o sinrazones de Martínez de la Rosa eran meras evasivas sin fundamento, que de la Hoz refutó con argumentos a posteriori. Dichas sinrazones, desmentidas sin gran dificultad, eran las siguientes.

Según Martínez de la Rosa, el desastre de la política española se debía a:

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1º Las imperfecciones y defectos accidentales o secundarios tanto de la ley positiva civil como de la política realizada y del momento.

2º Los liberales radicales, amigos de sobrepasar todo límite. 3º La malevolencia de la Corte de doña Mª Cristina y doña Isabel. 4º El carácter irregular y pasional de los españoles. Esta sinrazón se

advertía con facilidad, pues bastaba comprobar que la misma ruina se había provocado en otros países donde se aplicaba el experimento liberal, tales como Brasil, Grecia, Portugal, Nápoles y Piamonte, Bélgica, Estados alemanes, Francia…

5º Las maquinaciones de las sociedades secretas y el oro extranjero. Sin negarlas, para de la Hoz estas maquinaciones nacían del régimen constitucional y tenían lugar en la monarquía parlamentaria mucho más que en la no parlamentaria.

6º Los propios vicios de quienes se metían a trabajar en la política española del momento. Para de la Hoz, un buen político debía saber esto y tenerlo muy en cuenta. ¿Cómo un ministro podía olvidar que no gobernaba “un coro de ángeles”, y cómo podía sorprenderse “porque se encontró con carne y huesos humanos”? De la Hoz consideraba que toda persona tenía su lugar propio en la comunidad, así como su propio papel, función o rol –diríamos hoy-, debiendo adjudicarse éste adecuadamente por quien tiene el cuidado superior de la comunidad, si se quería evitar el desbordamiento de todos los vicios e imperfecciones de los hombres. Lo peor siempre era que las personas ocupasen fácilmente puestos inadecuados para ellos, y cita el caso de algunos liberales progresistas a quienes sin gran dificultad les encuentra un lugar adecuado en la estructura del Gobierno, desde luego fuera de la loca carrera de sus ambiciones por todos sufridas. Él no excluía a nadie con sus propios defectos, sino que colocaba a todos en su sitio:

“¡Pobres personas! No dejarán de tener graves imperfecciones;

pero así y todo habrían hecho muy buen papel y buenos servicios bajo un gobierno que las hubiera mantenido en su respectiva esfera, y regulado el paso de su carrera pública. Espartero en tal caso habría sido á su tiempo un excelente general de operaciones: Olózaga y Cortina dos buenos fiscales de tribunales superiores ó supremos: Linage un buen inspector de carabineros: San Miguel un capacísimo ministro de la Guerra, ó cuanto se hubiera querido: Mendizábal un gran recaudador de rentas: Cardero buen coronel de su regimiento; y hasta el sargento García habría podido ser un fiel alabardero. La desgracia de todos ellos, la desventura nuestra consistió en que entraran á vivir bajo una ley política que, abriendo á su ambición impaciente la ancha y corta vía de la revolución, les hiciera abandonar el estrecho y largo camino del merecimiento” (p. 17-18).

Sobre la perversión de las personas, de la Hoz añadía que un sistema no

podía ser bueno si provocaba tanto desgaste y preocupaciones a los gobernantes:

“Los moderados, los progresistas mismos, que generalmente no se diferencian de los moderados sino por las opuestas relaciones de los respectivos intereses personales, todos, cuando se desahogan en el seno de la amistad familiar, no pueden menos de reconocer lo grave de los sinsabores y tormentos que sus teorías políticas les han causado, y lo efímero de las ventajas y placeres que en cambio les han traído” (p. 29). Esta era la situación. 7º Por último, según Martínez de la Rosa, el gobierno era imposible

debido a la amenaza de la oposición armada de los realistas, aunque con ello

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ignoraba que los carlistas habían sido entregados en Vergara en 1839, vencidos en 1840, y que todavía no habían surgido las partidas de 1846-1848 que, desde luego, no podrán compararse con la primera guerra.

De la Hoz vió claro lo siguiente:

“Obsérvese si no lo que ha pasado desde que se terminó esta lucha, y dígase si las divisiones del bando liberal habían sido antes más profundas, ni más generales y violentas que entonces” (p. 11). Todas las divisiones entre los liberales que alborotaban la política–añadirá- se debían “al ariete revolucionario de la tribuna y de la imprenta libre, una vez puesto en movimiento” (p. 11).

“La prueba clara de que la guerra carlista, lejos de fomentar, ha templado la discordia intestina del partido liberal, se encuentra en la frecuencia con que los jefes parlamentarios han acudido, para calmarla, al mísero cuando odioso arbitrio de presentar á los patriotas divididos la imagen del carlismo pues en acecho para devorarlos en su división. Inundada está la España de proclamas dadas durante la guerra, y que atestiguan este hecho. Van Halen, enfrente de Barcelona, en noviembre de 1842, decía á los sublevados para que le abrieran las puertas de la plaza, que los carlistas se alzaban en la montaña; Olózaga, ganoso, como ministro, de mayoría parlamentaria, hablaba, sin que viniera al caso, de maquinaciones carlistas; y ahora mismo es muy raro que se pase día sin que El Heraldo ó algún otro periódico ponga al final de sus exhortaciones, para conseguir la unión de los liberales, alguna noticiota relativa á intrigas en Bourges” (p. 11-12).

Don Pedro de la Hoz, autor de escritos periodísticos

Escrito de Pedro de la Hoz: “Sobre la

preponderancia de las mayorías parlamentarias”

Para de la Hoz todas estas sinrazones eran meras disculpas. Su

refutación probaba que el mal político en España no era accidental sino que residía en el mismo sistema político liberal. Sin embargo y a pesar de ello, Martínez de la Rosa insistía en su posición: “proclama(ba) todavía sustancialmente el mismo sistema, y le proclama(ba) con igual certidumbre que

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antes”. ¿Por qué? El motivo pasaba a la esfera del pensamiento y las emociones. Así, pecaba de terquedad, fruto del liberalismo político que producía una ceguera propia de quien no quiere ver…

“necesario es dolerse de que aun los hombres que mas descuellan

por su instrucción y talento se hallen expuestos á incurrir en la terquedad, como pueden estarlo los más indoctos y los más limitados” (p. 19). Esta terquedad era evidente cuando el autor constataba que Martínez de

la Rosa no era un hombre mediocre, ni ambicioso, ni se había enriquecido en sus cargos, ni era uno de esos hombres celosos de la confianza de los reyes porque precisamente ya había gozado de ella, ni era temeroso, ni se acomplejaba ante la nobleza de sangre. Encumbrar estas cualidades era una manera de insistir en la terquedad del por otra parte brillante escritor:

“Pero V., Sr. Martínez de la Rosa; V., hombre desinteresado; usted,

tantas veces consejero áulico; V., dotado juntamente de condición sana y de valor cívico; V., persona bien educada, bien recibida, festejada muchos años há en las opulentas estancias de la grandeza de España, ¿por qué no ha de abrazar francamente la verdad que se presenta á V. en cada paso de su carrera política? No hay ya motivo racional que justifique tan porfiada repugnancia” (p. 22). Los hechos eran manifiestos. ¿Qué ocurriría en la política española de no

existir un rey que voluntaria e institucionalmente se mantenía al margen de las pasiones políticas mientras todo se sometía a discusión?:

“Abierta a todos la discusión, y desmantelado el trono, la plaza de

vuestro poder se halla sin muros exteriores y sin ciudadela. Estrechad cuanto se os antoje las infinitas entradas que ofrece la deleznable barrera de la Constitución; poned una emboscada con título de ley orgánica tras de cada artículo constitucional; desarmad milicias (nota: progresistas), reformad ayuntamientos y diputaciones, castigad listas electorales, incensad con nuevos reverentes ceremoniales el indefenso trono; instituid cuerpos prebostales, predicad, declamad, quejaos, tocad a rebato, amenazad con el rigor, aplicadle con la inflexibilidad que piden muchos de los vuestros, haced que corra la sangre a torrentes, manteneos firmas aunque sea preciso desnaturalizar el régimen constitucional, aunque haya que convertirle en martirio de cuantos creen en él, de vuestra patria, de vosotros mismos… Nada habréis adelantado. Los asediadores estarán, a pesar vuestro, a vuestra vista en libre comunicación con el pueblo que mandáis; podrán corromper (nota: a) los vuestros, podrán concitarlos de consuno contra vosotros aprovechándose de sus pasiones y de vuestros errores y desgracias; y el día que menos penséis (…) el que entre vuestros capitanes os parezca el más leal y más obligado, os sorprenderá con su ingratitud ó su perfidia (…)” (o. cit. pág. 95). 6.3.3. Los errores del parlamentarismo dominante en la

época. Pedro de la Hoz expuso tres argumentos a priori que demostraban la

falacia del régimen “monárquico-parlamentario”, que lo hacía perjudicial para cualquier sociedad, así como sus desastrosos resultados (p. 28).

No en vano, Donoso Cortés escribió: “El principio electivo es cosa de suyo tan corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como

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modernas, en que ha prevalecido, han muerto gangrenadas”. La realidad le dió la razón. Bajo pretexto del principio electivo (en España muchas veces engañoso y tramposo) arrumbó los principios de la religión, el matrimonio, la familia, la educación, los cuerpos sociales, el orden, la propiedad común y el trabajo.

Los tres argumentos eran los siguientes: 1º) Los Gobierno europeos decían imitar la moda del parlamentarismo

inglés, pero, en realidad, no estaban en condiciones de lograrlo por desconocer totalmente sus exigencias.

Acotemos este argumento. En primer lugar de la Hoz destacaba las diferencias esenciales que existían entre éste y los gobiernos constitucionales modernos (capítulo I, pág. 31-36). ¿Por qué?:

porque el Estado inglés buscaba equilibrar los “continuos

temporales del gobierno representativo” estableciendo otros centros de gravedad en la aristocracia, los privilegios del nacimiento, la propiedad acumulada, y la Iglesia, lo que no ocurría en el continente. De todas maneras, todo anunciaba que el equilibrio inglés se iba a romper, a degenerar, e incluso a perecer “en este siglo” (p. 34). En segundo lugar, de la Hoz se refería a la constitución natural e

histórica de España. Así, en todo su intento de trasplantar a España el modelo o constitución inglesa, los políticos

“tropezarán con innumerables dificultades para establecerla, y

después de establecida verán que ni fructifica como en Inglaterra, ni es posible sostenerla sin atormentar al Estado y ocasionar su ruina” (p. 35). Como España tenía su modelo propio, no debía imitar otros estilos, otras

ideas y gobiernos foráneos. 2º) Convertir todo en política era un gran error, como también afirmar

que la opinión pública podía y debía discutir todo y además continuamente (o. cit. capítulo II, p. 37-56):

“No ha bastado á los autores de este régimen, ni haber repartido

entre diversas asambleas la soberana autoridad del Estado, ni dar á estos cuerpos un excesivo número de miembros, ni enseñar como dogma político que la pugna intestina y la exterior son condiciones de la vida normal de tales juntas” (p. 37), sino que han querido que el pueblo escuche las discusiones parlamentarias, tome parte en la división y en ellas, y opine en la prensa. No obstante, y para clarificar el pasado, el historiador podrá señalar

algunas diferencias entre la situación de Pedro de la Hoz y la presente de 2013. (Con este excursus de actualidad sólo pretendemos motivar al lector y mostrarle la actualidad de las crítica de Pedro de la Hoz). La primera: si en el s. XIX se exigía discutir en el Parlamento, hoy día sólo se exige pulsar un botón siguiendo criterios de obediencia, de partido. Es más –segundo-, si “se quiere que la muchedumbre, que sabe, que oye, que ve estas escenas, no se acalore también, y no se enfurezca y se desmande” (p. 39), hoy la muchedumbre ha quedado abotargada por la autocomplacencia, la diversión y los problemas, está masificada y es fácilmente dirigida, quedando como resultado la resignación y el pasotismo. En tercer lugar, en el siglo XIX el diputado representaba a la nación, y sin embargo hoy día se vota al partido y no a la persona mediante listas cerradas, se vota sin mandato imperativo y juicio de residencia, proponiéndose lógicamente los partidos impedir a toda costa el llamado “transfuguismo” de los diputados y senadores.

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3º) La teoría de la mayoría parlamentaria perjudicaba radicalmente a la

monarquía así como a las libertades de la sociedad. Por dos motivos este último punto podía tener más calado que los anteriores para el hombre de hoy.

En primer lugar, dicha teoría era contraria a la monarquía. Desarrollemos esto.

Para de la Hoz no hay oposición entre el absolutismo y la Constitución entendida en sentido laxo, sino entre la monarquía y el parlamentarismo. Siempre existía un poder en absoluto (absuelto) en el gobierno de los pueblos (p. 59), y o bien está en la Parlamento o bien en el monarca. Si está en el Parlamento, éste era un absoluto frente al monarca, mientras que la mayoría del propio Parlamento era otro absoluto frente al resto de diputados del Parlamento.

“Seamos francos: la autoridad de los reyes constitucionales no es

más que una quimera, una decepción, una burla; así como los gobiernos monárquico-parlamentarios no son más que una invención transitoria, adoptada sin duda para facilitar á las naciones su paso desde la monarquía verdadera á la república” (p. 74). El sistema liberal de mayorías parlamentarias en el gobierno que

llamaban monárquico-parlamentario, tenía sus claras contradicciones. En base a estas, la república coronada (término que de la Hoz no menciona) originaba, según de la Hoz, la peor ficción de Estado.

Si para poder hablar de gobierno monárquico-parlamentario, el Parlamento, con un poder absoluto, tenía que demostrar que el rey tenía algunas facultades, hoy, en las calendas de 2013, tiene que demostrar que no absorbe al poder judicial cuando el titular del poder ejecutivo se confunde con el titular del poder legislativo.

Sobre el gran peligro de las ficciones que ocultaban los errores del parlamentarismo (tan distinto al presidencialismo norteamericano o francés), decía de la Hoz:

“Ahora bien: ¿han podido los hombres inventar un régimen

político más perturbador, más infecundo y ruinoso? Se nos figura que no. Aunque no tuviera más defecto que el de dar á cada uno de los poderes que constituye tan falsa idea de sus facultades, sería ya eterno manantial de públicas desgracias; porque, tengámoslo bien presente, el peor de todos los gobiernos es aquel cuyo nombre y formas exteriores están en oposición con su verdadera é íntima naturaleza. Si las fuerzas están realmente acumuladas en las manos de uno, y se dice que están repartidas con igualdad entre las de dos; si se finge que hay un trono, y el trono no existe en realidad; si al supuesto rey se le dan específicamente facultades que implícita y necesariamente están comprendidas en las genéricas dadas al Parlamento, claro es que habrá creado un motivo de perpetuo litigio entre los altos poderes políticos, un motivo de eternas y sangrientas querellas en el Estado. Puestas en lucha la ficción y la realidad, ni lo ficticio dejará nunca de serlo, ni lo real dejará tampoco de encontrar estorbos en lo ficticio (…)” (o. cit., pág. 75-76) (el subrayado es nuestro).

En segundo lugar, la teoría de la mayoría parlamentaria resultaba ser

un mal esencial contrario a las libertades de la sociedad. ¿Por qué? Porque –en síntesis enunciativa- la mayoría parlamentaria suponía una contradicción, los vicios y mal ejemplo de los políticos repercutían y se trasladaban directamente a la sociedad, el poder de cada diputado y de las mayorías era excesivo respecto a la sociedad, aparecían nuevas oligarquías, encarecía el costo de un sistema que se

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convertía en carísimo para el país, y provocaba la inestabilidad e ineficacia en los Gobiernos de turno. Quizás el hombre de hoy entienda todo esto fácilmente.

Desarrollemos los puntos enunciados. El sistema suponía –según de la Hoz- una odiosa contradicción, porque exigía la aceptación o tolerancia sistemática y obligada –no tolerancia ocasional- de una ley injusta -v. gr. la persecución contra los obispos-, causante de unos graves males que debían de ser simultáneamente combatidos por la prensa moderada:

“Consoláos, le diréis vosotros al comprenderlo; nosotros tenemos

periódicos que condenan tales abusos, que los anatemizan, excitando contra ellos con vehemente celo la pública execración”. Y ¿qué? Esto para el afligido querrá decir que habrá constantemente quien le hiera, y quien después de herido le vende las heridas, pero que nunca estará sin dolores, y que al cabo sucumbirá á tanto daño (…) Mal haya una y mil veces, diremos siempre nosotros á los redactores de esos buenos periódicos; mal haya una y mil veces el sistema que os obliga á ocuparos en defender lo que no debía ser combatido. Causa un mal que vosotros no podéis remediar sino muy incompletamente (…) “ (pág. 103-104). Vivir con frecuencia unas elecciones generaba –según de la Hoz- unos

vicios convertidos en inherentes. Por ejemplo cuando el candidato se dedicaba a “fingir sentimientos políticos de que se carece, prometer lo que no se piensa cumplir, es lo menos que entonces se ve” (p. 78). Así mismo, cuando el gobernante transmitía con rapidez a la sociedad sus corrupciones personales, generando en ella la inmoralidad y una profunda indiferencia hacia sus deberes morales

“Póngase al pueblo más virtuoso en la necesidad de hacer cada año

una elección de diputados; y en habiendo pasado tres ó cuatro lustros, será sin duda el que más en olvido tenga los deberes morales del hombre, ó, por lo menos, el que con más indiferencia podrá ver que sean violados” (p. 78). Estos y otros males se debían al excesivo poder que poseía cada

diputado así como las mayorías parlamentarias:

“Y ¿a qué atribuir este acaloramiento y desenfreno de las pasiones? Al excesivo poder de las mayorías parlamentarias. Elegir bajo el imperio de estas un diputado, es en cierto modo nombrar rey ó más bien ministro constitucional para el distrito” (pág. 79). El poder de cada diputado y partido originaba unas oligarquías y

caciquismos nunca vistos en cada distrito:

“Quítese al Parlamento la omnímoda autoridad que tiene para derribar ministerios, y los diputados perderán la mayor parte de su influencia sobe los ministros: que pierdan los diputados esta influencia, y las elecciones dejarán de ser tan eficaz incentivo de intereses personales, y tan segura y fecunda causa de escándalos y de pública depravación” (pág. 80). El sistema del parlamentarismo y las mayorías parlamentarias era el

sistema más caro de todos, porque creaba una complicada máquina, una enorme burocracia, el sistema de enchufismo y clientelismo, y la utilización del interés público en beneficio del interés privado (pág. 80-92).

En tercer lugar, la doctrina de las mayorías originaba una gran inestabilidad de gobierno (p 82 ss.).

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Podían citarse otros males como el que, día a día, se dificultaba la labor ministerial hasta convertirla en algo ineficaz a pesar de concentrar mucho poder en pocas manos, poder éste fruto de la soberanía nacional. La oposición se transformaba en una oposición sistemática y sin pretender el bien común, pues su único objetivo debía de ser la lucha por alcanzar el poder. El Ministerio podía estar tentado a comprar voluntades con el objeto de mantener el gobierno. Incluso podía realizar concesiones gratuitas a la oposición con el objeto de conseguir su apoyo puntual, desde luego al margen de la voluntad de los votantes. Por otra parte, la centralización del país correspondiente a la concentración de todo el poder de la soberanía nacional, ahogaba la vida social, las instituciones sociales y las libertades de todos.

La reina constitucional Isabel II, luciendo un bello traje de gala. Fue llamada por Aparisi y

Guijarro, que de isabelino pasó al

Carlismo basándose también en

consideraciones jurídicas, “la reina de los tristes destinos”.

El sistema tenía vicios incorregibles, y, según de la Hoz, se había convertido en una oligarquía y dictadura encubiertas. Por evidente, recoge el testimonio del liberal Ríos Rosas fechado el 30-III-1855, que dice así:

“Sí, señores; es preciso empezar por el principio; es preciso decirlo

todo; es preciso decir al país lo que no se le ha dicho en veinte años; es preciso decir que hace veinte años que el partido liberal manda en España y ejerce en la nación una dictadura; que nosotros (los moderados) y vosotros (los progresistas) mandando en el país, hemos sido una perpetua dictadura; es preciso decirle que la libertad no la ha tenido, ni la tiene, ni la tendrá hasta que se hallen los partidos en condiciones diferentes; es preciso decirle que todo lo que se diga fuera de este terreno, de este punto de vista, es MENTIRA, es IMPOSTURA, es DECEPCIÓN” (o. cit., pág. 88).

Con todo esto, por muchos motivos el carlista carecía de razones para

flaquear en la esperanza y permitir el enfriamiento de su espíritu. Tampoco –decía de la Hoz- podía apoyar política y ocasionalmente a los moderados, pues

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estos respondían siempre con el desdén e incluso la traición a su aliado ocasional. Aquel carlista que confiase en los moderados, aún ocasionalmente, caería sin duda –así dice- en la mayor pasividad y en una invencible inercia:

“Cuando pidiendo el eficaz auxilio de los monárquicos que han

pasado por carlistas, los encontráis generalmente pasivos o inertes, debéis considerar que tienen ya superabundantes motivos para estar escarmentados. Ha sido muy común en vosotros, cuando han venido a socorreros, ó abandonarlos en medio del combate, ú olvidarlos y aún oprimirlos de acuerdo con el común enemigo después de la victoria. Poderosos auxiliares vuestros fueron en muchas partes para el alzamiento de julio; y sobre haberlos repelida á palos y sablazos de las urnas electorales en las cuatro ó cinco provincias en que se imaginaron ser libres para elegir diputados monárquicos, no hubo después en vuestro Congreso una voz siquiera que se levantase contra esas reiteradas actas de proscripción (…)” (pág. 97). De la Hoz mantiene tajante su respuesta cuando advierte que, en la

práctica, los liberales moderados demostraban que, una vez en el poder político, empeoraban siempre una situación de por sí grave, lo hacían libremente, y sólo actuaban por cálculo político bajo el pretexto de evitar la irritación de los más radicales.

Con todo lo indicado se puede observar que la lectura de la Hoz resulta muy didáctica. Quizás los hombres del año 2013 entiendan bien a de la Hoz y puedan comparar –como mero ejercicio de humanidad- la situación actual con la de 1844;

“No prosigáis: no ha habido tirano que, para disculpar su crueldad,

no haya tomado por pretexto la política; y si lo decís porque carecéis de fuerza para reprimir los desmanes de la gente vengativa ó ignorante de vuestro bando (nota: lo mismo se dirá si por ello se pierden votos), preparaos á responder al nuevo cargo que se os puede hacer porque os empeñáis en conservar una autoridad que es impotente para practicar el bien, que es en vuestras manos un instrumento roto” (pág. 98-99).

Así pues, lo que para de la Hoz tenían que debían plantearse seriamente

los moderados y quienes les apoyaban, era abandonar de una vez el liberalismo, y hacerse verdaderos católicos, españoles y monárquicos:

“No os canséis en balde. Si para reprimir las revoluciones

necesitáis haceros verdaderamente monárquicos, para que el clero os ayude á prevenirlas haciendo amable vuestra autoridad y fácil la general obediencia, necesitáis obrar como sinceros católicos. No tratéis la religión como arma política, y ella os servirá como creencia; juntad vuestra bandera con la de la España católica, y os sentiréis con una fuerza muy distinta de la que tenéis como gobierno: apoyaos en las antiguas tradiciones, y no dependeréis de repentinos movimientos de cuarteles; sed españoles de veras, y no os dominarán los extranjeros.

¿Teméis que España se pare en la carrera de la civilización y de las mejoras materiales? Pensad todo lo contrario. El catolicismo se presta á todo lo que es bueno, y en Europa ningún Estado puede ya pararse más que el que se revuelve, el que se desprende por el desorden del cuerpo general, que va volando. ¿Teméis el abuso del poder real? Tampoco puede haberle en el día. Mirad á la Europa: todos los reyes de ella están hechos padres de los pueblos, y el que más se ha explicado contra el espíritu revolucionario, tiene la gloria de que en su populosa corte no se

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haya ejecutado en el espacio de veinte años una sola sentencia de muerte.

Que no os embriaguen las actuales apariencias de seguridad (…) El mal ha venido indudablemente del ejercicio de vuestro sistema político: el remedio se debe á la suspensión de él, decretada con tanto acierto como arrojo por el gobierno. ¿Por qué después de estas premisas habéis de concluir gritando: viva nuestro sistema? Y ¿por qué siguiendo y aún exagerando nuestras reglas en el modo de reprimir las revoluciones, no las habéis también de seguir en cuanto al modo de prevenirlas? Reparad que esto sería imitarnos en lo que tenemos de severos, y condenarnos en lo que tenemos de previsores y de humanos” (pág. 106-107). De la Hoz asistió al cumplimiento de una esperanza junto con los

tradicionalistas o carlistas calificados de buena ley. Por su parte, quienes confiaban en el sistema que él denunció, vieron sus ánimos por el suelo cuando doña Isabel fue expulsada de España por los propios liberales. Piense el lector quiénes eran, en esos momentos críticos, los españoles que ofrecieron una mejor alternativa.

Sinteticemos la situación de los carlistas en la década de los sesenta. En el Manifiesto de Maguncia del 16-III-1860, justo antes de la conspiración de San Carlos de la Rápita, don Carlos VI rechazaba decir que intentaba “reinar como Monarca absoluto” o bien que quisiera un gobierno teocrático, ya que ello se oponía a la “legítima representación”, a los Fueros y a las libertades de la sociedad, a la descentralización administrativa más completa; manifestaba su preocupación por la religión, la política, la hacienda, la instrucción pública y ofrecía todo un programa de gobierno. También subrayaba los continuos “actos de dictadura de estos gobiernos llamados liberales”. Y terminaba diciendo: “A nadie considero como enemigo mío, a nadie rechazo, a todos llamo y todos los españoles, honrados y de buena fe, caben bajo la bandera de vuestro rey legítimo”.

Tras el fracaso de la intentona de Carlos VI en San Carlos de la Rápita en abril de 1860 y de su forzada abdicación –luego rectificada según Derecho-, su hermano don Juan (futuro Juan III) reclamaba sus derechos y declaraba la “libertad omnímoda” de todo ciudadano y los principios del liberalismo, en su carta del 16-VI-1860, así como en sus manifiesto del 4-VII y 20-IX-1860. Según Román Oyarzun, el diario carlista “La Esperanza” “le declaró loco y le trató despiadadamente”, según Jordi Canal le calificó de bobo, y Del Burgo Torres recoge el texto de “La Esperanza” en su obra sobre Carlos VII y su tiempo, que ante el manifiesto del 20-IX-1869 dice:

“Insistimos en que, lo que conviene a D. Juan de Borbón, como a

todos los Príncipes que tomen su rumbo, es ir a una casa de locos; si la hubiere para bobos, aún mejor” Al poco tiempo, el 13-I-1861, fallecía don Carlos VI. Su muerte repentina

fue acompañada a los quince días del fallecimiento de su esposa María Carolina y su hermano Fernando, a causa de una enfermedad contagiosa. Una vez realizados los funerales de Carlos VI, el 16 de febrero su mencionado hermano don Juan declaró sus derechos al trono de España, y afirmó ser rey mientras –¡oh desventurados legitimistas¡- aceptaba el régimen político del liberalismo al proclamar la soberanía nacional, destruyendo así la unidad católica y la monarquía misma junto a la legitimidad.

¿Cómo en estas circunstancias se podía defender al Carlismo y hacerle un sitio en la España oficial del momento? La táctica de José Indalecio Caso. A raíz del fracaso de San Carlos de la Rápita, no pocos daban al partido carlista por perdido. Es la opinión intencionada de José Indalecio Caso, ex fiscal de Imprenta y redactor que fue de nada menos que el diario carlista “La Esperanza”,

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en su aparente confusión y contradicciones cubiertas de una calculada retórica, manifestadas en su libro El trono y los carlistas (Madrid, Imp. de Luis Palacios, 1860, 47 pp.). En su introducción, el autor esculpe como punto de partida las siguientes palabras:

“Aquí se refieren los últimos momentos de un partido nacional, y

se discurre acerca de sus postrimerías” (p. 3). Y dirá más adelante: “Se supone que el partido carlista sucumbió abatido por el último descalabro. La verdad es que á tan rudo sacudimiento no dió señal de vida: estaba acabando, y no se tuvo consideracion para dejarle siquiera morir en paz (…) Por esto, es verdad, el partido carlista ha muerto. No falta quien se aproxima á su lecho, y aunque temeroso de oírle respirar, le ultraja cobardemente. Más de un bravo publicista le señala como la víctima de su genio y de su pluma. ¡Qué ilusiones! ¡Qué necio, envalentonarse con las hazañas del tiempo! El partido carlista ha muerto; pero ha muerto… naturalmente. Hay quien presume, sin embargo, que muerto este partido, falta solo dar tierra á su cadáver. Quimeras del estilo figurado. El partido carlista ha muerto, y pudiera ser que algun dia encontráramos su cadáver batiéndose con el mayor arrojo detrás de un barricada” (p. 30-31) (errores ortográficos de la edición). Hemos dicho que en este libro Indalecio Caso quiere reivindicar el

Carlismo y sus doctrinas y hacerle un hueco salvador en la situación política del momento, identificando como un gran error la intentona de San Carlos de la Rápita y las declaraciones liberales de don Juan. Aunque el autor se presenta alejado del Carlismo, es la manera de realizar un escrito reivindicativo, pues además de los contenidos que aparecen en el libro, el autor se suma al plural que identifica a los carlistas

Indalecio Caso habla de una gran multitud indómita y dispersa de carlistas, con sus mismas creencias de siempre, con honor y conciencia, y que no sabe a dónde ir. Considera seguro que sus miembros no dejarían de ser españoles para hacerse juanistas una que don Juan había manifestado su liberalismo. Sin pretender –dice- hacer despertar al Carlismo (p. 35), señala la existencia de una gran crisis de la España del momento. Unido a ello, al final del escrito advierte que su estilo llevará a algunos a pensar que “hay en el presente folleto una intención oculta á modo de sierpe mensajera de malas tentaciones” (p. 45). Como revulsivo a la muerte del Carlismo, indica que con el Carlismo muerto hay un peligro menos, pero con sus multitudes dispersas, infortunadas, ofendidas y dolidas por la deshonra con la que se le mancha… existe un peligro más.

¿Cómo evitar las malas consecuencias de este peligro? Para Caso, las multitudes del partido debían preocuparse por los males de España, no ver con indiferencia indiferente los males de su Patria, ni vivir como paria en ella. El autor confía en dichas multitudes, en su catolicismo y carácter monárquico, mientras denuncia la injusticia de muchas críticas al Carlismo y los males del momento:

“Entre tanto… ¿habremos de seguir como extranjeros en nuestra

patria, fuera de la ley y del derecho sancionado por la Corona, indiferentes á todo conflicto, desdeñados por el poder, aborrecidos por una juventud que no tiene motivo para resignarse á tanta mengua, y siendo como el árbol caído de todas las situaciones? (p, 43).

Es paradójica pero ilustrativa de la unión del Carlismo con España, su

aseveración final:

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“si ya no hay carlistas, son innumerables los españoles que, aparte la cuestión dinástica, profesan en toda su integridad la doctrina fundamental del carlismo” (p. 33). Es más, y doblando la esperanza que para los carlistas significaba la

afirmación anterior, Caso añade: “Tal vez ocurran muy pronto estrañas novedades que para muchos no tendrán nada de nuevo ni de estraño” (sic., p. 33). Finaliza así:

“No, el partido monárquico no tiene errores que abjurar, ni existe

motivo alguno para que deponga ni reforme sus primitivas creencias. Si alguno presume ver en este trabajo un programa de prevaricación, se engaña grandemente; aquí se censura la corruptela y se enaltece solo este programa:

Cumplan todos con su deber; pero con todo su deber. Si después de los ejemplos aducidos, aun se preguntare qué deber

es ese, cada monárquico le lleva grabado en su conciencia: ó si alguno quedare poco satisfecho, ya se le dará cumplidas esplicaciones” (sic., p. 46). La estrategia argumentativa de Caso parece la siguiente: el partido

carlista ha muerto, y el error de San Carlos de la Rápita fue la puntilla. Sin embargo se mantienen sus grandes masas fieles con las ideas de siempre, sin que sea justo que los publicistas anticarlistas hagan astillas del árbol caído. Es más, muchos españoles piensan como ellos en los temas base de Catolicismo, España y Monarquía, mientras es del todo necesario que las masas carlistas ingresen en la política

Esta era la forma que un agudo publicista tenía de reivindicar a los carlistas –y al Carlismo, se diga o no- en 1860. En 1868 será más fácil. No obstante, en 1870, José Benítez Caballero –director de La Fidelidad- se sentirá obligado a reivindicar de nuevo a “la gran colectividad monárquico-legitimista” en su opúsculo Escoda y los carlistas (Madrid, 1870, 32 pp.)

Pero volvamos a 1861. En ese mismo año, en sus cartas del 15-IX y 30-X-1861, la princesa de Beira –la portuguesa María Teresa de Braganza y Borbón, viuda de don Carlos V- solicitó a don Juan que se retractase de sus errores liberales o bien que abdicase en su hijo el futuro Carlos VII. Apoyaron a la princesa el obispo de la Seo de Urgel -don José Caixal Estradé- así como Pedro de la Hoz, director del diario La Esperanza.

El 8-I-1863 don Juan III reconocía por escrito a su prima doña Isabel. Al no lograr su objetivo, la princesa de Beira escribió su famosa Carta a

los Españoles (Viena, 25-IX-1864), ayudada decisivamente por Pedro de la Hoz y Caixal Estradé, que fue maravillosamente acogida por el pueblo carlista, y que abrió en don Carlos grandes vías de esperanza. El largo período de dificultades y decadencia de los carlistas entre 1840 y 1868 iba a llegar a su fin. La Carta da respuesta cumplida a tres preguntas básicas: “1ª ¿Quién es vuestro Rey? 2ª ¿Qué pienso yo del liberalismo moderno en España? 3ª ¿Cuál será nuestra divisa para el futuro?” Según Gabriel Alférez, el tradicionalismo español ya era un sistema político, es decir, podía explicar con la ciencia política la interrelación de todos sus elementos y no sólo desde principios externos a él.

Román Oyarzun, en su obra clásica sobre el Carlismo, destaca con briosos trazos el triste estado del Carlismo, y dice:

“Nadie podía vislumbrar ni la posibilidad siquiera de un

resurgimiento del carlismo como el que advino del 1868 al 1872. Fue necesario el derrumbamiento del trono bamboleante de Isabel

II, sostenido por espadas y espadones y derribado también por ellos en la batalla de Alcolea; fue necesario el triunfo de la revolución septembrina,

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con Serrano, Prim y Topete, para que al verse España sin monarquía y con la religión amenazada, se fijaran los ojos de todos los antirrevolucionarios en el primogénito de Don Juan, en el gallardo y apuesto Don Carlos, que más tarde adoptó el título de Carlos VII” (20). ¿Qué ocurría en los gobiernos en crisis de la época isabelina? En 1867

fallecía el general Leopoldo O’Donnell y al año siguiente el general Ramón Narváez. De toda una época sólo quedaba en pie Espartero. Estos tres generales habían sido presidentes del Consejo de Ministros y, en cualquier caso, directores incuestionables del Gobierno y la España oficial. Los sables del liberalismo dirigían la política. Su fallecimiento mostraba cómo fácil y melancólicamente transcurría el tiempo, sucediendo los hijos a los padres. Asomaba el alborear de nuevas etapas, quedando las anteriores en el recuerdo para los liberales, y en la fidelidad y la experiencia política para los carlistas.

Tras la catástrofe de la revolución de 1868 –que luego volveremos a mencionar-, que llevó al traste a la monarquía de Isabel II, de nuevo será la hora del Carlismo, fruto de su resistencia más o menos silenciosa durante décadas.

En estas circunstancias, el 3-X-1868 don Juan de Borbón y de Braganza (Juan III, el que será después “el viejo Rey” según los voluntarios carlistas) renunciaba sus derechos dinásticos en su hijo mayor, don Carlos, lo que éste comunicará a los soberanos de Europa en su carta firmada en París el 22-X-1868. Don Carlos iba dando rápidos pasos para la restauración, siendo una pieza de gran valor político el anuncio al pueblo español de su programa de gobierno. Así lo hizo en la llamada Carta abierta a su hermano Alfonso, emitida en París el 30-VI-1869. En ella afirma: “Decir que aspiro a ser Rey de España y no de un partido es casi una vulgaridad; porque ¿qué hombre digno de ser Rey se contenta con serlo de un partido?”, mientras realiza una política de atracción sin relegar ninguno de sus principios. En esta Carta existen diferentes juicios expuestos por Pedro de la Hoz en los trabajos explicados en crítica a los políticos de partido, la partitocracia, el engaño del sistema liberal y falsamente representativo. También manifiesta que la España tradicional necesitaba reformas, pero no los trastornos y destrucción promovida por el liberalismo:

“La España antigua necesitaba de grandes reformas; en la España

moderna ha habido grandes trastornos. Mucho se ha destruido, poco se ha reformado. Murieron antiguas instituciones, algunas de las cuales no pueden renacer; hace intentado crear otras nuevas, que ayer vivieron a la luz y se están muriendo ya. Con haberse hecho tanto, está por hacerse casi todo. Hay que acometer una obra inmensa de reconstrucción social y política, levantando en este país desolado, sobre bases cuya bondad acreditan los siglos, un edificio grandioso en que puedan tener cabida todos los intereses legítimos y todas las opiniones regionales”.

Don Carlos finaliza su Carta de manera muy diferente al Manifiesto de

Sandhurst de don Alfonso XII, fechado un lustro después en 1874, cuando proclama: “Ni dejaré de ser… como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre del siglo, verdaderamente liberal”. Lógicamente, don Alfonso se refería a su persona mientras ocupaba el empleo de rey –separar ambos ámbitos, el privado y el público, era propio de los liberales-, como escribe a su madre el 16-XII-1864. Por su parte, cinco años antes –esto es, en 1869-, don Carlos VII finalizaba la mencionada Carta extendiendo, en su antepenúltimo párrafo, su punto de vista de gobernante a toda la nación española, mientras recogía lo mejor de su pasado y aquello que de verdad configuraba España, y decía ser hombre de su momento sin desentenderse del porvenir:

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“Pensando y sintiendo así, querido Alfonso, soy fiel a las buenas tradiciones de la antigua y gloriosa Monarquía española, y creo a la vez ser hombre del tiempo presente que no desatiende el porvenir”.

Tras 1868, la propaganda de los tradicionalistas en periódicos, revistas, y

folletos fue intensísima. Entre los folletos se encuentras escritos profundos y sistemáticos sobre los temas relativos a la Unidad Católica y la tolerancia de cultos, la protección en vez del librecambio económico, los derechos de Don Carlos… hasta folletos desenvueltos y no poco divertidos en variedad de tonos, como el de un Sacristán Neófito, “¿Qué quieren los carlistas?” (Alcoy, 1870, 34 pp.). También es sintomático el trabajo de Julio Nombela, con el seudónimo de Vizconde de la Esperanza, titulado La bandera carlista en 1871.

José Caixal Estradé, obispo de Seo de Urgel (Lérida), senador del Reino en 1871 con

Amadeo de Saboya, y vicario castrense de los Ejércitos de Carlos VII

La princesa de Beira, segunda esposa de don Carlos V, primer monarca de la llamada dinastía carlista.

6.4. LOS PARTIDOS MEDIOS SE VAN Las previsiones de Pedro de la Hoz las vio cumplirse plenamente Vicente

de la Hoz, su hijo y también director como él de “La Esperanza”. Lo mismo diremos del ilustre valenciano “neocatólico” Antonio Aparisi y Guijarro, defensor de la verdadera libertad, de las libertades reales, y del regionalismo, que avisó con creces sobre el despotismo que se avecinaba.

Lo mismo había anunciado el liberal Alexis Tocqueville en su libro sobre la democracia en América con unos juicios por otra parte de plena actualidad en España. También será agudo en esto de diagnosticar y prevenir Benito Pérez Galdós, en “La fe nacional y otros escritos sobre España” publicado casi medio siglo después, en 1912. Todo se había avisado, y los hechos demostraban el acierto de tales avisos.

Aparisi y Guijarro mostró la nulidad de los partidos medios o conservadores para detener la Revolución y para ir –como se debía- a la raíz de los males. Se empleó a fondo para mostrar que la virtud de la esperanza daba

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razón cumplida en el Carlismo. Y lo hizo con una exquisita y hasta lírica vehemencia.

El abogado, político y escritor Antonio Aparisi y Guijarro

Así, tras 1868 afirmaba algo que se repetirá varias veces en la historia de

España:

“Los partidos medios se van, oídlo otra vez: todo esto se va. El sucesor de esto que se va, oídlo otra vez, es la revolución. Si la revolución nos coge de sorpresa se desplomará el edificio social con inmenso escándalo y ruina; si no nos coge de sorpresa, en ese caso habrá guerra civil que terminará probablemente con una intervención extranjera. ¡Miseria, humillación, tinieblas, sangre”.

“Más yo no veo en su muerte la de algunos hombres políticos: veo la del partido moderado, la del partido conservador, más o menos liberal; en una palabra, la muerte de los partidos medios”

“(…) después de la gran confusión, ¿quién pondrá orden en España? Después de la gran desolación, ¿quién reunirá en España todos sus elementos conservadores y le dará gobierno estable y ansiada paz y libertad verdadera?” ¿Serán –añadiré- Martínez Campos, Primo de Rivera o el general

Franco, amigos de las falsas –para sus coetáneos carlistas- restauraciones del orden de 1874, 1923 y 1939 respectivamente? Tras las dos últimas –aunque desigualmente en cada caso- se perdió la ocasión de ver fructificar la semilla de los sufrimientos anteriores, se dejó pasar un gran momento histórico, y, además, se creó u originó una nueva situación mucho peor que la anterior. Insisto, que esto es lo que apreciaban los carlistas de cada momento.

Y continuaba Aparisi y Guijarro:

“A la postre debe triunfar el partido carlista, y no sólo porque es el más numeroso, el más sano, el más entero, el de más fe, sino porque tiene, como ahora se dice, una solución, cuando los demás partidos no

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tienen ninguna; por eso debe triunfar, porque es el único que puede salvar” Leído esto a posteriori, es muy posible –añadiré- que el tempo y ritmo

de Dios no sea el mismo que los tiempos y ritmos de los hombres, aunque estos últimos deban hacer todo lo que está de su parte, viviendo cada cual lo feliz que pueda ser en esta tierra cumpliendo con su deber y en sus circunstancias concretas. Esto también se aplica a los carlistas, pues ¿no dijeron siempre que ellos defendían sobre todo la causa de Dios en la política?

Aparisi y Guijarro, escribió un folleto titulado El Rey de España, del que, según Peña e Ibáñez, se repartieron cincuenta mil ejemplares en un mes. Para él Don Carlos, llegado al trono, podía salvar a España si quería, mientras que su primo Don Alfonso no podía salvarla aunque quisiera. Ello era así por dos razones, “1º Porque Don Carlos representa un principio que une y Don Alfonso un principio que disuelve. 2º Porque Don Carlos tiene pueblo y Don Alfonso no lo tiene”. Por eso, observamos que la agonía de España se prolongará hasta 1923, desaprovechando entonces Primo de Rivera la ocasión para resolver los problemas.

Así, apoyándose en Balmes y Donoso Cortés, Aparisi y Guijarro recordará la enorme importancia de los verdaderos principios como base de la esperanza. El Carlismo significaba los buenos principios y la constitución interna del pueblo español. Es más, aquí, en España, no fue el pueblo quien había hecho la Revolución, sino que la Revolución fue la que manipuló y quiso transformar al pueblo, siendo los verdaderos revolucionarios una minoría:

pero tenían “las armas y los caudales y los caminos de hierro y los

telégrafos y merced al parlamentarismo que dividió al pueblo míseramente en partidos, está además disponiendo de fuerzas que en verdad no son suyas. ¡Esto es lo más doloroso!

(…) El gran trabajo, la empresa nobilísima del partido carlista consiste en quitar a la revolución las fuerzas que no son suyas, reuniendo a todos los españoles católicos en un solo campo” (El subrayado es nuestro).

Pues bien, esto era toda una verdadera estrategia política (21). También

decía Balmes que el pueblo español era monárquico y que la Revolución se escondía y enmascaraba detrás del trono.

Ya antes, en 1862, el publicista y novelista Francisco Navarro Villoslada pudo escribir su brioso y convincente artículo titulado: “El hombre que se necesita”. Lo hizo en el diario “El Pensamiento Español”. Ese era don Carlos VII. Pues bien, decía el autor de la villa navarra de Viana:

“Suspirábamos todos (decía) por un hombre que sea para toda la

nación, y no para uno ni dos ó tres partidos; un hombre que mande con justicia, que gobierne con la moral del Evangelio, que administre con el orden y economía de un buen padre de familia”. Sobre Don Carlos, en lo que éste significaba, como la esperanza de los

españoles también escribieron durante esos años Manterola, Gabino Tejado, Vildósola, y otros autores.

Retomemos la situación de España tras la Revolución “Gloriosa” o “Septembrina” –según los afectos y contrarios- de 1868, tras la que el Carlismo se presentaba como la única y gran esperanza. Los carlistas, en palabras de Aparisi y Guijarro, eran la gran esperanza de España, sabiendo lógicamente que la España de 1871 no era la de 1808. El Carlismo no era una ideología sino que decía supeditarse a la realidad de las cosas, que no a sus apariencias según las modas, la voluntad, las malas decisiones o la frivolidad del momento. En 1871 los males

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eran tan graves que el ambiente liberal en algunos había matado la fe, y en otros la había resfriado, aunque el liberalismo guardaba otro gran mal en su seno como era la disolución desde la alta política al hombre concreto.

Para Aparisi y Guijarro (22), los tres grandes auxiliares del Carlismo eran: 1º) la vanidad de los liberales; 2º) las rudas enseñanzas y grandes vergüenzas de la revolución y los revolucionarios; y 3º) el fantasma aterrador que de vez en cuando se alzaba en Europa anunciando el gran castigo de Dios sobre los pueblos que apostatan. Su concepción teológica era evidente. De los tres puntos, son las vergüenzas de la revolución las que llamarán fuertemente la atención, y cada vez más a medida que pase el tiempo. Los tres enemigos del Carlismo, según el valenciano, eran estos: 1º) los recuerdos de la guerra civil –“gloriosísima, pero sangrienta”-; 2º) los intereses particulares de ciertas clases o grupos sociales; y 3º) la asombrosa ignorancia y anhelos que explotan los enemigos del Carlismo. Quizás hoy, en 2013, la ignorancia sea el enemigo número uno en la sociedad.

Por eso, en su día, Aparisi y Guijarro dirá que la manera de comunicar algo al pueblo llano para que entienda, debe ser de tal manera que ya desde su comienzo exclame con naturalidad: “pues eso, eso es lo que queremos nosotros”. Para lograrlo, siempre era necesario: “Luz y siempre luz”.

Tras 1868, la esperanza de los carlistas primero se concretó en el éxito de la propaganda y de las elecciones parlamentarias lideradas por Cándido Nocedal. No obstante, poco después, debido a las trampas electorales y al engaño del sistema político del momento, los carlistas consideraron que no había otro remedio que el recurso a las Armas: la tercera guerra de 1872 a 1876, se hizo in extremis, confiando en la propia fuerza y -quizás sobre todo- en el momento propicio y la debilidad del liberalismo en el poder.

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El 18-IV-1870 tenía lugar la magna asamblea de Vevey (Suiza) presidida por don Carlos. En ella estuvo presente la flor y nata del los carlistas. En ella

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Cabrera fue apartado. El 4-XI-1871 y desde Ginebra, don Carlos felicitaba a Nocedal por su labor parlamentaria. Según don Carlos, actuar en el Parlamento o Congreso de los Diputados era la primera labor de todas, aunque destacaba la enorme lentitud de sus resultados electorales así como el derecho a la defensa armada, así mismo con el objeto de abreviar los grandes males que la nefasta política y la laudable vía política de Cándido Nocedal podía a provocar a la patria España y los españoles. Ambas labores –la política con su propaganda y sus candidaturas a las Cortes por un lado y la militar por otro- eran consideradas complementarias y cada una de ellas tenía su momento adecuado.

Don Carlos se expresaba de la manera siguiente:

“En tu último discurso has planteado la cuestión en sus verdaderos términos. No hay más remedio que escoger: ó los principios católico-monárquicos que sólo yo represento, únicos que pueden salvar á España y al mundo del total cataclismo que amenaza, ó el socialismo y las llamas, no bien apagadas, que hace poco ponían espanto, y aún han de surgir pavorosas, si Dios no lo remedia, en la Babilonia moderna.

Tienes razón: mis principios, antes ó después, han de triunfar si no es que ha sonado ya la última hora del mundo. Tienes razón: es evidente que á mí me convendría triunfar, después del completo castigo: sobre las ruinas, sobre las lágrimas, sobre los remordimientos que abrirían los ojos á los ciegos y sacudirían el frío egoísmo de los apáticos, mi empresa, aunque menos salvadora, sería más fácil y justiciera.

Pero mi España querida es antes que yo; yo no quiero un Trono asentado sobre el cadáver de mi patria: por librarla de tanta desolación y tan espantosos horrores, le ofrecí desde niño el sacrificio de mi vida: hoy que los instantes son supremos, yo le daré, si es preciso, mi sangre toda, la sangre de mi mujer, la sangre de mis hijos.

¡Quiera Dios premiar nuestros esfuerzos coronando nuestra victoria!

Para conseguirla, levantada tengo la Bandera nacional. No hay español honrado que no quepa bajo su sombra. Yo los llamo y los espero sin excepción, y sé que vendrán. Unidos y llenos de esperanza, cumplamos nuestro deber de combatir sin tregua ni descanso al enemigo común en todos los terrenos, por todos los medios lícitos. Cada uno tiene su día: hoy es el vuestro, mañana será el de los otros; pero todos conspiran al mismo fin, y no sólo no se rechazan, sino que se prestan, y se prestarán, esfuerzo y energía.

Tú y tus compañeros del Senado y del Congreso sois hoy la representación de mi España; y ese hidalgo pueblo sabe cumplir siempre su deber, como yo sé cumplir el mío” (23).

La corona constitucional en pública subasta por los

generales y varios enanos como aspirantes.

Grabado de la época. Imagen de la web.

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En estas difíciles y dramáticas circunstancias de preguerra, tuvo lugar la escisión cabrerista. Sobre ella han escrito Emilio Arjona (1875), Luis Fidanza (1872), Caso, Román Oyarzun (1961) y últimamente Javier Urcelay Alonso (2006) en su biografía sobre el “Tigre del Maestrazgo”. Los carlistas siguieron a don Carlos VII -no al desertor Cabrera a pesar de sus buenos servicios a la causa y a su fama- con una plena fidelidad e intacta la esperanza. Según el general Manuel Marconell de Gasque, Cabrera fue utilizado por los liberales radicales de la septembrina así como por los liberales del hipócrita moderantismo, que se habían propuesto sembrar la discordia y desunión en el seno de un Carlismo que ampliaba horizontes de influencia y poder. Marconell de Gasque parafraseó a La Esperanza cuando decía:

“El rey es el único, el indispensable. Mientras haya Dios, mientras

haya patria, mientras haya rey, los carlistas tienen una bandera común. Cabrera ha sido nuestro ídolo; lo hemos puesto al frente de nuestro partido: ha abandonado nuestra Causa; lo demos por seguir á Don Carlos.

Del Rey abajo, ninguno” (24) Según los carlistas, en 1872 la guerra se había hecho desgraciadamente

inevitable debido a las trampas electorales. Así advino la tercera guerra, que omitiremos por ser tratada por muchos autores. Sólo indicar que, en general, los neocatólicos pasados al Carlismo (Nocedal, Aparisi Guijarro etc.) querían los métodos propagandísticos y electorales, y los carlistas de siempre entendieron que era llegado el momento de derribar el resquebrajado y tramposo edificio liberal.

En el momento neurálgico de la guerra, una vez que Amadeo de Saboya abandonó el trono liberal en 1873 y la República fue un fiasco (1873-1874), tuvo lugar el triunfo del pronunciamiento liberal-moderado o conservador de Martínez Campos, realizado en Sagunto el año 1874. Se restauró la línea sucesoria de Isabel II y el liberalismo conservador, que impidió el triunfo del Carlismo. Así, la guerra finalizó en 1876. En esas circunstancias, ¿podría el Carlismo seguir en pie y siendo una opción con fuerza en el seno de la sociedad española?

Última página del libro de Emilio Arjona, en el que

refuta las pretensiones de

Ramón Cabrera -ya liberal- y donde defiende los derechos, Principios y oportunidad política de don Carlos VII. (Librería

Anticuaria Iratxe, Pamplona)

Sello de correo postal de don Carlos VII

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7. TERCERA ETAPA (1876-1909). “EL CARLISMO NO ES UN TEMOR, SINO UNA ESPERANZA”; “MUCHA PROPAGANDA

Y MODERNIZARSE” (1890-1899). 7.1. LA SITUACIÓN ¿Qué fue la Restauración liberal-moderada de don Alfonso de Borbón,

que presumió de católico como sus mayores y liberal como su siglo? Un agudo periodista de nuestro tiempo como López Sanz (25) afirmó que:

“(…) la Restauración (…) fue esencialmente anticarlista, que odió y

persiguió al Carlismo y a los carlistas, trabajó para que dejaran de serlo, por medio del halago, del ofrecimiento, de la corrupción, y si alguno flaqueó y desertó sólo entonces le pareció admirable. Es decir, cuando incurrió en la deslealtad, cuando dejó de ser lo que era, al abandonar las ideas con las que había sido digno y consecuente, hasta que cambió de chaqueta”. Finalizada la primera guerra en 1840 y la tercera en 1876, se presentó la

misma tentación. Tras el famoso “¡Volveré!” de don Carlos VII en Valcarlos el 28-II- 1876, el Carlismo pudiera haber languidecido y muerto, como tras 1840. Como entonces, hubo un grupo de carlistas que se amoldaron a las nuevas circunstancias y aceptaron cargos públicos, civiles y militares, aunque hubo miles de emigrados y el pueblo en general permaneció fiel a la Dinastía y a sus principios. Los carlistas, fracasados en tres guerras, sobrevivieron a 1840 y 1876 por identificarse con la España de siempre o tradicional. Esta es una identificación que hoy día puede extrañar a algún historiador, más por su persona que por la ciencia que cultiva –así ocurre a algunos conservadores que se presentan muy empíricos y eruditos-, pero no podemos extrapolar las sensaciones actuales al pasado: por entonces y salvo excepciones, el Carlismo se identificaba con la catolicidad en la vida pública y política y con la tradición española. Así fue entendido –salvo excepciones- hasta 1940, por lo que los dirigentes del Estado en tiempos del general Franco tuvieron una enorme responsabilidad histórica al identificar la catolicidad en la vida política y la España de siempre con un régimen que –siempre según los carlistas- suponía una falsa restauración social y política.

Hecha esta digresión, digamos que tras 1840 y 1876 el Carlismo no murió ni languideció, sino que se reactivó, sin duda por enarbolar la bandera en la que millones de personas que sentían vivir con rectitud y con gozo, la bandera que según ellos les ayudó a vivir bien y a salvar su alma para la eternidad, porque detrás de toda gran cuestión política se encierra –como señalaba Donoso Cortés- una cuestión religiosa.

El lema de esta etapa fue: “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”. Por tener principios y guardar la esperanza, el Carlismo fue capaz de: 1º) Desvelar el engaño que suponía su inclusión táctica en el sistema

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canovista, engaño espontáneo en los “seguidistas” y calculado en los “listillos”. 2º) Hizo fracasar el intento de dicha inclusión, presentada mediante sutilezas y recurriendo a clericalismos de práctica política: por ejemplo, la llamada Unión Católica que tendía a ser un partido político dirigido por los obispos en vez de por los súbditos del rey, el ralliement de León XIII, la confusa unión de los católicos (¿con los liberales moderados? ¿con el partido conservador que tenía a los moderados en su seno y dirección?), el mal menor (malminorismo), un falso planteamiento sobre la gracia divina (los oportunistas que se proponen a toda costa salvar sus instituciones) y el intento final del cardenal Cascajares.

En esta difícil situación, todos los datos indican que los carlistas mostraron una elevada perspicacia, inteligencia e integridad política, una santa libertad cristiana que nada tenía que ver con los conservadores –incluido Pidal- que parecían utilizar a la Iglesia para sus fines políticos, y una santa intransigencia de quien sabe que la Causa es la de Dios y no la del cálculo de las instituciones temporales por clericales que sean.

Todo eran sutilezas. Claudicar en la práctica al omitir parte del Programa como la cuestión dinástica o la exigencia de la unidad católica, podía llevar fácilmente al autoengaño en los principios, toda vez que no era la hora de la hipótesis, por otra parte se había dado todo en una cruenta guerra que traicionar podía llevar a la desaparición política, y el liberalismo dogmático estaba en su pleno auge. Del primer pidalismo al liberalismo católico había un pequeño paso, que de efectuarlo suponía el hundimiento en bloque de toda una heroica y magnífica resistencia del catolicismo al liberalismo presentada siempre con ánimo de perpetuarse.

Como historiador creo que, por estas razones, Don Carlos y Cándido Nocedal hicieron bien en seguir su estrategia de no participación parlamentaria entre 1876 y 1890. La repercusión de lo que se podía hacer en cada una de estas fechas no era la misma. Lo que podía ser necesario en 1890, esto es, la participación electoral, podía ser un desastre político en 1876, fecha en la que de participar en política el conservadurismo liberal podía arrebatar las honradas masas mencionadas por el conservador Alejandro Pidal, marqués de Pidal. Los conservadores eran absolutamente pragmáticos, ocupaban el poder, sabían cómo moverse en el ámbito parlamentario, y tenían una larga trayectoria como parte de las instituciones vigentes. Un “sí” a Pidal e incluso a la Unión Católica, podía significar el fin del carlismo y los carlistas.

Así pues, en 1876 los carlistas no se insertaron en el sistema canovista ni siquiera a modo de procedimiento como les pedía el teórico intelectualizado y pre-mellista Juan Cancio Mena (Pamplona), que citaremos. Sin embargo, tras 1890, pasado el tiempo e impuesto el sufragio individualista universal masculino, nada les impidió mantener su presencia parlamentaria y desde ahí criticar duramente a todas las instituciones liberales.

Por entonces, el Carlismo perdió la simpatía de buena parte de la jerarquía eclesiástica, que era de tendencia alfonsina. Ello se pudo deber a que la primera misión de los obispos era pastorear a los católicos, a que el gobierno moderado mantuvo sus apariencias católicas –hipócritas para los carlistas e integristas-, sobre todo al derecho de presentación de obispos, y a los comienzos de ralliement de León XIII. Para frenar las inclinaciones del clero de su diócesis y para superar la tradicional forma de resistencia hispana (coherente y activa) el cardenal Sancha dio unos consejos al clero de Toledo, cuyo Artículo 13 fue refutado por José Roca y Ponsa, entre otros publicistas.

Si el lema de esta época fue: “El Carlismo no es un temor, sino una esperanza”, es que no podía ser de otra manera, ni en los principios ni en la política del momento. El lema no era nuevo, porque ya lo mencionó Aparisi Guijarro en 1871.

Era preciso: “Acometer una cruzada pacífica, rectificando errores,

desvaneciendo preocupaciones, ganando ánimos, haciendo en una

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palabra, las conquista moral de una gran parte de la sociedad española, cegada o extraviada, lo cual no impedía que se organizara en tanto y estuviera en pie, esperando el día inevitable y fatal de la gran confusión y del duelo, en el que presentándose grande y generoso, había de aparecer a los ojos de España y del mundo, no como promovedor de guerra civil, sino como salvador de una sociedad moribunda” (26). A parte de la verdad de los principios y de ser estos los que España

necesitaba, Don Carlos representaba el Derecho, en vez de la fuerza, la cuquería o cálculo político y la trampa. El marqués de Cerralbo, elegido jefe delegado de don Carlos de 1890 a 1899, promoverá: “mucha propaganda y modernizarse”. Cerralbo cosechará buenos éxitos, aunque en 1899 –tras la pérdida definitiva del Imperio español- los diputados carlistas cayesen a 2, seguramente porque casi todos en la comunión-partido conspiraban.

7. 2. RETOS A SUPERAR Y OBJETIVOS. Tras 1876 fue la época de las claudicaciones de no pocos neocatólicos y

gentes acomodadas que habían confiado en el Carlismo para frenar y vencer la revolución violenta. Esta posición se ha repetido varias veces en la historia, como si los carlistas no fuesen capaces de construir. En realidad, el Carlismo no admitió a los llamados transaccionistas, según dirá un escrito de una autoridad eclesial que velaba su nombre.

En efecto, según dicha autoridad eclesial que velaba su nombre, entre los enemigos que hacían una cruda oposición al Carlismo durante la restauración liberal-alfonsina, estaban quienes sólo querían defender los intereses temporales en vez de ser también una “agrupación católica y amante del Clero y de las cosas sagradas”, estaban los compradores de bienes de la Iglesia, los liberales de herencia familiar, los amigos de la política maquiavélica de la razón de Estado, quienes seguían sus limitaciones y vicios, pero también otros dos grupos acomodaticios, que son los siguientes:

“(…) los partidarios de las transacciones y del sistema

acomodaticio de ir tirando y de ir viviendo y haciendo equilibrios entre el campo de la revolución y el de Cristo, adoptando medios prudentes para no disgustar ni á Dios ni al diablo, para no granjearse las enemistades de los buenos ni de los malos, para esperar de Dios que los salve y del diablo que no los atormente, y así no darse frío ni calor por nada, viviendo al día, reconociendo en todo alguna ventaja, aprovechándolo todo en bien de su causa. Tales vividores son los más temibles; de ellos han nacido siempre los traidores á la buena Causa, pues con el manto de la más refinada hipocresía se han engatuzado en las filas de los leales, y con capa ó so color de consultas, canjes ó parlamentos han sembrado la desconfianza y la discordia, sorprendiendo con rematada astucia la buena fe de los hombres de bien y de poco mundo (…).

Hay otros que son hostiles á la causa a tres veces santa por idiosincrasia ó modo particular de ser; por ejemplo, los que quieren ser número uno en todas partes, ó sea jefes de agrupación política, los que parodiando el dicho de César dicen; ó César, ó nada. Menos de sí mismos, engreídos cada día más, enamorados perdidamente de su propia ciencia, se resisten a recibir órdenes de nadie. Tales hombres no vendrán á ser carlistas jamás, porque el Rey ha de ser después de Dios y su Iglesia, después de la Patria, el primero, y ellos no han de conformarse en ocupar ni siquiera el número dos (…)” (27).

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A pesar de los transaccionistas de buena posición social, otros de su

misma posición y el pueblo en general permanecieron fieles. Es conocido el intento de Cánovas de fichar al gran orador Vázquez de Mella para el partido conservador en 1895, ofreciéndole un ministerio como años atrás lo hizo al mestizo o liberal-católico marqués de Pidal. El asturiano, a diferencia del alfonsino Pidal, lo rechazó.

Tampoco pudo Cánovas llevarse al navarro Juan Cancio Mena al que halagó, aunque éste hubiese dejado el Carlismo en 1878 con una planteamiento diríamos que pre-mellista, similar al de Vázquez de Mella en 1919. Al menos Mena tuvo la valía de decir a Cánovas que no perjudicase al Carlismo en Navarra y que no instaurase en esta provincia foral el partido conservador.

Frente a los transaccionistas, tras la derrota de 1876 don Carlos mantendrá su mismo punto de vista de 1871. Lo hizo en carta a la Junta central católica-monárquica y a otras del Reino en la persona del marqués de Villadarias, escrita desde Francia (La Tour el 8-VI-1879). El mensaje era: adelante sin claudicar en principio alguno; reafirmación de sus derechos fundados en los principios; no reconocer errores inexistentes entre los carlistas donde sólo había acrisolada virtud; reconciliación, política de atracción, y unión de todos los españoles; y exponer los principios con las formas apropiadas para captar voluntades.

Todo ello, más la lucha electoral, la parcial renuncia a la vía armada y la renovación de algunos aspectos del ideario, se concretó, casi veinte años después, en el Acta de Loredán de 1897.

En cualquiera de unas y otras circunstancias, los principios españoles darían unidad a todos, frente al principio revolucionario, en realidad extranjero, que sólo podía crear división.

Así, en 1879 y desde La Tour, don Carlos escribe:

“Los que seguís (…) esa bandera, sois más que un partido; sois un pueblo, sois el pueblo español. Yo saludo á ese pueblo, siempre generoso y magnánimo, así en la próspera como en la adversa fortuna.

Cierto que no todos los españoles están con nosotros; pero son españoles al fin, y espero en Dios que vendrán. Vendrán según vayan comprendiendo la bondad de nuestras doctrinas, la verdad de nuestros propósitos y el corazón de quien nació con derecho á ser Rey, pero que jamás ha visto en ese derecho sino la santa obligación de vivir ó de morir por el bien de España.

Un principio extraño á nuestra tierra dividió y enemistó á los hijos de la misma madre, y á esta la ha ensangrentado, empobrecido y arrastrado hasta el extremo que todos conocemos y lloramos.

Un principio español puede unir á los discordes, reconciliar á los contrarios y hacer brotar de entre ruinas una España nueva, tan grande como la antigua en sus tiempos felices.

Yo soy el representante de ese principio, yo soy el amigo de esa unión (…) (y recoge de nuevo su programa)” (28).

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Uno de los folletos anticarlistas escritos por clérigos durante la restauración alfonsina (1886)

Este folleto era sobre todo anti-integrista, enemigo de “ciertos

radicalismos utópicos y antipolíticos de los que más blasonaban de católicos y adictos a la Iglesia” (p. 138) (1910).

Ídem., autor amigo de los dúctil y

oportunista y de “conocer lo que hay en el mundo de posible, de relativo y circunstancial y lo que está sobre el querer y poder del hombre” (p. 140)

Esta reafirmación de los propios derechos dinásticos la realizará de

nuevo don Carlos desde Lucerna el 20-V-1886, con ocasión de la pretendida –según él- proclamación como rey de España del hijo de su primo, esto es, el hijo de don Alfonso (XII).

Los años pasarán y la esperanza de don Carlos VII seguirá viva. Lo muestra en carta al general Cevallos desde Loredán, a 11-V-1890, donde entre otras cosas señala:

“(…) No hemos perdido el tiempo; lo hemos aprovechado, aún no

sea más que por el tesón con que se ha mantenido la Bandera; y si el año 68 éramos una esperanza, más lo somos aún en el año 90.

Esperanza política y esperanza social, pues el privilegio de la verdad, que nosotros defendemos, consiste en dar solución a todas las cuestiones. Sólo los principios tradicionales pueden resolver el conflicto social, como sólo ellos pueden hallar salida para el conflicto político.

Tan grande como honrosa es mi responsabilidad al representarlos, y teniendo conciencia de ella casi me espantaría á no contar con el concurso de todos vosotros. Más que nunca es hoy necesaria la unión en nuestras filas, y más que nunca indispensable el respeto al principio de autoridad, que es la clave de todos los problemas insolubles para la revolución (…)” (29). El artículo titulado “El hombre que se necesita” de Navarro Villoslada

será recordado a fines de siglo por el valenciano Manuel Polo y Peyrolón y otros publicistas (30).

La pregunta de si se podía esperar en el Carlismo cuando tanto tenía en su contra, se la hizo el barón de Albi en los momentos críticos y finales de la guerra de Cuba, cuando muchos carlistas conspiraban. Era el año 1897:

“¿Puede el carlismo triunfar? ¿Es posible nuestro triunfo después

de las contrariedades y desengaños que ha tenido la causa carlista en su largo período de lucha?” (31).

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El barón de Albi respondía que sí, fundado en lo siguiente. A diferencia

de los partidos políticos, el Carlismo tenía unos principios fijos é inmutables, relativos a la religión, el regionalismo, y la descentralización. Era el único partido o Comunión católico-práctico, y rechazaba ser católico á la moda y encender una vela a Dios y dos al diablo. Súmese a ello que –además- palpitaban en él las grandes hazañas de los mayores. Pero, sobre todo el Carlismo se centraba especialmente en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia en su totalidad, por lo que tenía una especial protección de Dios,

“por más que Dios en sus altos designios tolere que durante una

época aparezcan triunfantes los otros; pues es bien sabido que en muchas ocasiones permite Dios que el demonio ande suelto por el mundo, sin duda para hacer purgar á las naciones los pecados que han cometido.

Y aquí viene la misión providencial del carlismo, que es la de favorecer y facilitar en nuestra patria el triunfo completo y definitivo de los derechos de Dios, el primero de sus objetivos, el más sagrado de su lema, el más ferviente de sus anhelos” Esta protección divina podía hacer sonreír a quienes mantenían una

posición semi-pelagiana de la gracia divina, una secularización total de las instituciones humanas, y una reducción de la presencia de Dios a la intimidad de la conciencia. Lo cierto es que los carlistas habían sido los únicos que habían defendido políticamente a la Iglesia durante el sexenio revolucionario, y tampoco estaban dispuestos a que un reconocido masón como Miguel Morayta escandalizase con sus herejías los castos oídos del ministro de Fomento Pidal y Mon en la apertura académica del curso 1884-1885, lo que originó la pastoral crítica del obispo de Ávila del 27-X-1884, del gobernador eclesiástico de Toledo (8-XI-1884), de Casañas, Lagüera etc.. Según Roca y Ponsa, este mismo ministro conservador:

“repartió á los estudiantes de la Universidad un discurso impío del

masón Moraita. Ciertamente no lo habría hecho nunca como particular. Lo hizo por

cuenta del partido conservador, y á este partido hay que cargarlo” (32). Para carlistas e integristas los católico-liberales eran responsables de la

extensión de la masonería, de las sectas protestantes, las malas lecturas, los excesos de la libertad de prensa.

Hasta aquí los retos. 7.3. LA RESPUESTA DE LOS CARLISTAS 1. La propaganda sirvió para limpiar la falsa imagen política

que los liberales pusieron interesadamente al Carlismo. Los carlistas respondieron a la nueva situación intensificando la

propaganda, para demostrar que el verdadero rostro del Carlismo era muy diferente del retrato hecho por sus enemigos. Sin duda, fue la respuesta a algunos libros de historia que algunos liberales escribieron sobre la tercera guerra con una clara intención de propaganda anticarlista.

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Era necesario guardar la propia imagen, e incluso de recuperar la imagen perdida por la propaganda liberal, máxime si se tenía en cuenta la nueva política de atracción a todos los españoles de bien.

Sirva como ejemplo el que Polo y Peyrolón afirmase que el liberalismo era el absolutista, pues “á nombre de la libertad se permiten todo género de tiranías y desafueros”, mientras que

“los verdaderos liberales somos nosotros, sólo que ya hasta le

hemos cogido asco á palabra tan hermosa, porque los carlistas somos amigos y partidarios como nadie de la verdadera libertad, de la libertad para lo bueno, para lo provechoso, para lo conveniente, y hasta para lo arbitrario, con tal de que sea justo y honesto” (33). Para este político carlista, los tradicionalistas defendían la verdadera

cultura y civilización, y no eran retrógados, ni oscurantistas, ni enemigos de las luces. Eran católicos que daban todo a Dios, y que daban al César lo que era suyo, y no sacristanes como los católico-liberales ni hijos díscolos de la Iglesia. Eran amigos de la verdadera representación social y no del llamado parlamentarismo, en cuyo seno los políticos con buena intención desmerecían y hasta se corrompían políticamente. Eran amigos de la descentralización administrativa, de los fueros y franquicias para las regiones históricas. Eran defensores de la autonomía municipal, provincial y regional, y querían que el rey fuese jefe del Ejército.

Los carlistas explicaron qué era el Carlismo, sin resignarse a que los adversarios difundiesen una falsa imagen de ellos. Don Carlos VII escribirá con ocasión de la fundación de “El Correo Español”:

“Quiero también que tu periódico demuestre que no somos, como

nuestros adversarios tienen interés en pintarnos, enemigos de toda cultura científica, literaria y artística, ni refractarios á todo progreso cristiano. Ardientemente deseamos todos los verdaderos, y para probarlo con hechos, El Correo Español defenderá, no sólo los intereses nacionales de España, sino los de cada una de las clases de la sociedad, lo mismo del sacerdote que vigoriza las almas, que del labriego que fecunda los campos; lo mismo del soldado que con su sangre abrillanta las glorias de la patria, que del pensador ó del artista que las avalora con su ingenio” (34). La propaganda de la Biblioteca Popular Carlista de la última década de

siglo, destacaba lo mucho que el buen pueblo había esperado de las promesas de los liberales, lo mucho que a cambio el liberalismo había destruido, y las grandes desilusiones que dicho pueblo había sufrido durante sesenta años de liberalismo. Por eso, la reconstrucción no era fácil, aunque siempre fuese posible en cuanto que era necesaria y todavía existentes en la sociedad por sus muchos resortes. Era necesario exponer, demostrar, y convencer a la sociedad de lo que deseaban los carlistas, de sus verdaderas aspiraciones, y de qué era el Carlismo o tradición de España donde cualquier aspiración noble tenía plena cabida con independencia de su origen. También se denunciaba al partido moderado, que cuanto recibía los votos para echar a los dilapidadores del patrimonio nacional, se olvidaba del pueblo que le había votado y caía en los mismos vicios que antes criticaba. Roca y Ponsa será un buen expositor de todo ello sus opúsculos, artículos y libros. Ante la utilización de la sociedad por los partidos del sistema:

“Es necesario demostrar la bondad de nuestras doctrinas, la

honradez de nuestras miras y la virtud de nuestros sacrificios, ante el pueblo, ante ese pobre pueblo que ora y trabaja, ante ese pueblo desengañlad0 de las falsas promesas de nuestros gobernantes en la

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oposición, que se convierten en tristes desilusiones al alcanzar ellos las olímpicas alturas del poder ambicionado para saciar apetitos impuros, para lograr deseos monstruosos, para realizar políticas productivas, y para convertir en odios fundados las esperanzas concebidas por ese pueblo infeliz y cándido que fía en halagos de aquellos que tarde ó temprano han de hacer de sus espaldas escabel para subir á las poltronas de los Pilatos, desde donde, lavándose las manos, han de pronunciar la sentencia contra el justo” (35). 2. La propaganda sirvió para la reafirmación carlista, para

evitar el retraimiento social de los carlistas, y para abrirse a la sociedad.

Por ejemplo, la propaganda carlista exhibió qué títulos del Reino y personalidades eran carlistas, quizás con el propósito de evitar acomplejamientos ante la nueva burguesía urbana, próspera y quizás algo pedante de la primera revolución industrial, parte de la cual tendía a despreciar a los carlistas como hombres de campo, alpargata e ignorantes.

Se demostró que entre los carlistas existían personas de todas las clases o ocupaciones sociales, desde aquellas que tenían un gran prestigio profesional o social hasta personas sencillas ya de ámbitos rurales o bien urbanos. No en vano se conservan muchos retratos de personalidades carlistas recogidos en la Biblioteca Popular Carlista, el Vademecum del jaimista, el Almanaque de la Biblioteca Tradicionalista y el Almanaque jaimista, la prensa (diarios y semanarios), folletos de propaganda, álbumes (1935 con prólogo de Juan María Roma), homenajes (1908), y libros como los de Isidoro Magués (1837), los diputados de 1869 (1869), el Vizconde de la Esperanza (1871), Fco. Hernando (1877), Fco. de Paula Oller, Antonio Brea, o Reynaldo Brea (barón de Artagan) etc.

3. La propaganda sirvió para tener presente a los héroes de

guerra, exaltar a los que dieron su vida por la Causa, afirmar la propia historia, y nunca negar la posibilidad última del recurso armado. Era necesario ser justos con los mártires y sus familias. No en vano, era conocido el dicho de Tertuliano de que la sangre de los mártires era semilla de los nuevos cristianos. Este dicho se aplicaba a los parientes de los carlistas fallecidos en combate, y a otros que en 1936 sin ser carlistas se sumaron a los Tercios de la Comunión Tradicionalista. Lógicamente, los conservadores y puristas de la religión consideraban un despropósito plantear semejante similitud.

De ésta manera, los carlistas recordaron y exhibieron en su propaganda a los militares que habían tomado parte en la última guerra. Lo hicieron como deber de justicia. Lo hicieron como reafirmación propia, pues no hay cosa peor, más fácil y peligrosa tras un conflicto armado, que la dispersión y desbandada de los soldados. También lo hicieron como forma de oponerse al retraimiento social y político, evitar subordinarse al Régimen liberal triunfante, abrir la posibilidad de una participación parlamentaria, y evitar los innecesarios y falsos perdones ante el vencedor. Recordemos, por ejemplo, que entre los políticos carlistas habrá antiguos militares como el general navarro Cesáreo Sanz y Escartín, entre otros.

Fruto de la incapacidad material y de la consiguiente impopularidad, se renunció sólo parcialmente a la actividad armada. Lógicamente, esto sólo podía realizarse mientras se exhibían retratos de brillantes jefes militares de la última guerra, y se hizo coincidiendo con la guerra de Cuba.

En esta época, no prosperaron los intentos de una entrevista de don Carlos con el general Weyler una vez que éste fue cesado del mando en Cuba durante la última guerra, como tampoco la inclinación de no pocos carlistas a que don Carlos aprovechase militarmente este momento de debilidad de la Regencia de Mª Cristina. Puede considerarse un gran acierto la inhibición militar de don Carlos en ese momento, que algunos criticaron, pues un acto de fuerza en esas

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circunstancias no iba a ser comprendido por muchos españoles, que denunciarían cómo los carlistas se aprovechaban de la debilidad de España para hacer triunfar su parcialidad. Algunos como el catalán de Lérida, Roger de Lluria, se separaron del Carlismo por no entender dicha inhibición, que en última instancia correspondía al rey valorar y juzgar. En realidad y visto a posteriori, un fracaso del uso positivo de la fuerza en ese momento hundiría todo lo que los carlistas habían ganado tras 1876.

No pocos voluntarios escribieron sus memorias de guerra o bien recopilaron

sus cartas escritas durante el conflicto. He aquí las recopiladas por el barón de

Montevilla en 1931 Foto:JFG2000

Estampa muy conocida de

Don Carlos de Borbón Austria-Este

4. La propaganda sirvió para que, sin negar el pasado guerrero, sobre todo y tras 1890, prevaleciese la línea política, parlamentaria, laboral y social, aunque en 1897 muchos carlistas conspirasen.

De esta manera, la propaganda carlista también exhibió a los diputados y senadores tradicionalistas. Lo hizo para no quedar al margen de la política y evitar que la comunión carlista quedase desvertebrada en la vida cotidiana y ante un futuro que se reemprendía.

Esta será la etapa de la relativamente exitosa presentación a las elecciones a Cortes tras la instauración del sufragio universal en 1890, y será la etapa de la mayoría carlista de muchos ayuntamientos –incluidos por ejemplo de ciudades como Pamplona-. García-Sanz, que inicialmente perteneció a la escuela economicista, y algunos otros autores, han desarrollado este tema con un método histórico positivista donde a veces el exceso de datos dificultan las debidas conclusiones, método que los historiadores de tendencia conservadora omiten.

Presentarse a elecciones tras 1890 no era algo nuevo, pues los carlistas ya concurrieron a las Cortes de 1869-1872 con los siguientes resultados según Vicente Garmendia:

1869, varios diputados 1870, 23 diputados,

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1871, 57 diputados y 26 senadores 1872, 30 diputados

Pues bien, tras 1890 alcanzarán muchos menos diputados, al parecer porque no existía la amenaza de una Revolución radical como ocurrió en 1868. La Restauración alfonsina supuso un aparente oasis de paz política, donde el liberalismo avanzó inexorablemente a remo de sus propios impulsos y, sobre todo, del engaño electoral del sistema bipartidista de la Restauración conservadora. Esta reducción de diputados también se pudo deber al crecimiento urbano (muchos carlistas vivían en el mundo agrario) y, sobre todo, a las sistemáticas trampas electorales del sistema. Ya hemos dicho que esto último es importantísimo. A pesar de ello, en Navarra los carlistas estuvieron muy presentes como diputados a Cortes y senadores, en las diputaciones forales, y en los ayuntamientos incluido en el Pamplona, convirtiéndose ésta en la etapa dorada de la presencia del Carlismo en las instituciones políticas. Ello no significa que no hubiese trampas electorales desde el Ministerio, lógicamente nunca a favor de los carlistas. Por ejemplo, llama la atención que los del “puñadico” -que así se llamaba a aquellos liberales que no hacían gala de conservadores y se reunían en torno al diario “El Liberal” de Pamplona-, tuviesen algún resultado electoral.

Algunos resultados de los carlistas a las Cortes en toda España fueron los siguientes:

1891, 5 diputados 1893, 7 diputados 1896, 10 diputados y 4 senadores 1898, 6 y 2 respectivamente 1899, 2 diputados, quizás porque la mayoría del partido estaba conspirando.

En relación con la prensa, y tras la escisión integrista, quedaron 24

periódicos carlistas, en 1892 disminuyeron a 20, pero en 1896 ascendieron a un total de 33 periódicos carlistas, entre diarios, semanarios y revistas, un tercio de los cuales estaban en Cataluña. El Principado, Madrid y Valencia serán los principales centros editores (Jordi Canal, 2006, p. 101, 128).

Efectivamente, los carlistas se esmeraron en la edición de prensa y publicaciones. La lista era larga, para llegar a 21 diarios y semanarios en 1908. Es la siguiente (36):

El Correo Español. Diario Tradicionalista (Madrid), 1888 El correo Catalán (Barcelona) El Correo de Guipúzcoa. Órgano vascongado del Tradicionalismo. Diario

de la mañana (San Sebastián) El Pensamiento Navarro. Diario Carlista (Pamplona) El Correo de Zamora. Diario Tradicionalista (Zamora) Las Libertades. Diario Católico Tradicionalista (Oviedo) Ausetania (Vich) El Combate. Semanario Tradicionalista (Jaén) La Verdad. Semanario Tradicionalista (Granada) El Norte. Semanario Católico-Tradicionalista (Vitoria) El Porvenir. Periódico carlista (Toledo) La Bandera Regional. Setmanari Tradicionalista (Barcelona) El Tesón aragonés. Semanario Católico Tradicionalista (Zaragoza) La Defensa. Semanario Tradicionalista (Mondoñedo)

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Tradición Vasca. Semanario Tradicionalista (Bilbao) La Reconquista. Semanario Tradicionalista (Tarragona) Ressó de L’avior. Setmanari Tradicionalista (Mataró) El Castell Bergada. Setmanarí Tradicionalista (Berga) L’Amich del Poble. Portaveu de la “Juventut Carlista” (Manresa) Regeneración. Semanario Tradicionalista (Alicante) El Guerrillero. Semanario Tradicionalista (Valencia) El Tradicionalista. Periódico Católico-Monárquico (Gerona)

Doña Margarita de Parma, el “Ángel de la caridad”

Don Carlos de Borbón, Carlos VII,

el Rey-caballero

Esta lista no es tan extensa como la de 1868 (22 títulos), 1869 (45), 1870 (54), 1871 (18), 1872 (13), 1873 (16), 1874 (8), 1875 (4) y 1876 (1) que recoge Vicente Garmendia. Sin embargo, habrá que analizar la confección de cada diario o semanario, su tirada y radio de acción, para valorar la importancia de cada uno de ellos. Seguramente, tras 1876 existieron cabeceras periodísticas más importantes que tras 1868.

Nada más en Barcelona se editaba “La Hormiga de Oro” que era la revista fundada por Llauder en 1884; la librería de esta denominación se fundó en 1885, y su imprenta en 1887. También había dos editoriales en Barcelona como Biblioteca Tradicionalista y La Biblioteca Regional.

5. Política de atracción. Esta se desarrolló especialmente en 1890 con

el marqués de Cerralbo. La propaganda carlista demostró que todo lo bueno que unos y otros católicos y españoles veían en los programas políticos que no eran propiamente católicos y españoles, era contradictorio a dichos programas, impropio de dichos partidos, y propio del Carlismo. En este sentido, la política de atracción fue fundamental.

6. Política de organización. El Carlismo superó su comprensible

crisis inmediata a 1876. Le favoreció la ley de asociaciones de 1887 y el sufragio universal de 1890, como también favoreció a republicanos, socialistas y nacionalistas.

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La modernización y la organización carlista, iniciada por el marqués de Cerralbo en 1890, era perfecta en 1900, que fue su momento álgido. Era una organización temible y admirable según el diario posibilista El Globo, y según el representante del Vaticano en España, Aristide Rinaldini (Jordi Canal, 2006, p. 98).

Así, el Carlismo de 1890 a 1900 se esforzó por consolidar espacios propios o sociedades legitimistas, y de 1900 a 1910 “se lanzó también, en la medida de sus posibilidades, a la conquista del espacio público” (Canal, 2006, pág. 36). Para 1900, ante la inhibición de don Carlos en preparativos militares con ocasión de la guerra de Cuba y Filipinas, se había cerrado el ciclo insurreccional.

En 1896 había 2.462 juntas, sobre todo en Cataluña, País Valenciano, País Vasco, Navarra, Madrid y Aragón (Jordi Canal, 2006, p. 101, 126).

La evolución del Carlismo en la España mediterránea fue diferente a la del País Vasco y Navarra. En aquella el integrismo cuajó mucho menos, se desarrolló con eficacia la iniciativa de los círculos, y hubo importantes dirigentes como Roger de Llúria, el barón de Albi, Polo y Peyrolón y Catalayud (Jordi Canal, 2006, p. 103).

El círculo, después de la familia, fue una realidad social básica en el desarrollo carlista, y tenía funciones políticas, educativas, formativas, asistenciales, de piedad y lugares de sociabilidad (cohesión y esparcimiento).

7. Se mantuvo la estrategia política, aunque sin permitir que

su mala práctica atentase a los principios. La práctica política que atentaba a los principios fue la del catolicismo liberal, desenmascarado por el “neocatólico” y después carlista Gabino Tejado en su libro titulado El catolicismo liberal de 1875.

8. Se mantuvo la propia organización política esencial, esto

es, dando al César lo que es del César. Expliquemos brevemente esta importante cuestión. Un nuevo problema tras 1876 fue la posibilidad de sumarse a la Unión Católica, organizada en buena parte por el alfonsino Alejandro Pidal y Mon -marqués de Pidal-. Constituida en 1881, obtuvo la adhesión de muchos obispos. No en vano sus bases constitutivas las dio el cardenal Moreno arzobispo de Toledo, de acuerdo con la junta directiva de la misma compuesta por dicho cardenal y siete laicos de prestigio social, el 29-I-1881. Su Base 3ª indicaba su naturaleza clerical al decir: “queda sometida á la suprema dirección é inspección de los señores Obispos, quienes serán además por sí, ó por medio de sus delegados, los Presidentes natos de las asociaciones que se formen en sus respectivas diócesis”.

Según algunos autores, la Unión Católica estaba en la frontera entre conservadores y carlistas. Si atendemos a sus nueve bases, las actividades de la asociación eran religiosas, benéficas y culturales. En ellas no se habla de acción política, y se entiende que la Sección de Propaganda estaba sólo al servicio de sus anteriores actividades. Si en otro lugar aparece la acción política indica que se actuaba con trampa y, si es así, seguramente por orden de Cánovas del Castillo, pues algo simétrico se quiso hacer e hizo con los republicanos.

Realicemos una digresión interpretativa. Cánovas pretendió que todos los españoles sin excepción estuviesen dentro de un sistema de paz y concordia, regulado por dos partidos políticos liberales fuertes (el conservador y el fusionista), que a su vez estarían contenidos por sus extremos (ex carlistas y ex republicanos respectivamente) con el objeto de evitar que ambos partidos fuertes se diluyesen en uno, disolución que es lo que ocurrió en la política y, en consecuencia, en España. Este sueño no sólo fue de Cánovas, sino del liberalismo durante la época isabelina, que resultó imposible como también resultó imposible la buena lid política entre los conservadores de Cánovas y los fusionistas de Sagasta. Esta imposibilidad práctica originó la crisis del sistema de la

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restauración alfonsina y, a la postre, la Revolución “roja” o la Dictadura primorriverista para, tras la brutal reacción republicana de izquierdas, acabar en una guerra cruenta en 1936.

En realidad, en 1876 la situación era delicadísima. Apuntemos varios motivos. El primero, es que tan sólo habían transcurrido cinco años desde el final la guerra. El bagaje histórico de los conservadores era posibilista hasta el extremo; su espíritu acomodaticio, algo perezoso y que confía todo en los políticos, se había metido y paralizado todas las asociaciones, y ahora –la Constitución de 1876- había entregado la Unidad Católica. El tercer lugar, los miembros de la Junta superior o rectora eran laicos de elevada posición social y nada neutros políticamente, teniendo en ella una excesiva significación la presencia del muy conocido liberal-conservador Alejandro Pidal y Mon. Por otra parte, los obispos debían saber que si era su misión gobernar la Unión Católica, no estaban llamados a gobernar otros asuntos temporales como el político y electoral. Si tales obispos habían reconocido a don Alfonso XII fue por convencimiento o bien porque, por el hecho de no meterse en asuntos temporales, reconocían a quien ocupaba el palacio de Oriente con aquiescencia de muchos y las instituciones públicas.

Sigamos explicando la situación. Si los católicos se polarizaban en las actividades de la Unión Católica –en este campo había un enorme trabajo-, ¿se conformarían con ello –es decir, la “no política”- para luchar por la Unidad Católica perdida en la Constitución y por una política no liberal? ¿Era la Unión Católica suficiente para luchar contra el liberalismo? Los carlistas afiliados a esta nueva organización que deseaba trabajar en el ámbito eclesial y social, ¿se desvincularían del Carlismo político y por ello de toda política? Un carlista que, aún manteniendo en principio sus fidelidades y rebajase –y sobre todo si se desvinculase- la lucha política al polarizarse en los campos religioso, asistencial y social, poco tardaría en aceptar de hecho y luego de derecho las nuevas instituciones liberal-moderadas y a don Alfonso XII. Máxime cuando eran los prelados los directores de la asociación.

¿Serviría la Unión Católica para ofrecer a los carlistas derrotados, y a los tradicionalistas que se sumaron al Carlismo por la persecución religiosa durante el sexenio revolucionario, un nuevo ámbito restaurador de la Iglesia y la sociedad, alejándolos en consecuencia de la política práctica y de la Dinastía que afirmaba ser la legítima? Dicha Unión Católica, ¿no suponía que podían acceder a ella los que simultáneamente participaban de la política liberal-conservadora? Ciertamente, la Base 8ª decía: “Si algún asociado sostuviese doctrinas ó ejecutara actos públicos que contraríen la doctrina ó los fines de la Asociación, á juicio de los Prelados u Juntas directivas, dejará de pertenecer a la Unión Católica”. Tal como había sido la política liberal-conservadora, esta Base podía excluir -según los antiliberales- a no pocos liberales conservadores; de lo contrario, los prelados estarían aceptando positivamente el liberalismo práctico. ¿Iba a ser todo esto posible? Si en vez de Unión Católica se indicase Acción Católica como “brazo laical” de la Iglesia, y sus directivos no fuesen significados conservadores y flojos en el combate al liberalismo, quizás hubiese sido otra la suerte de la asociación.

Los carlistas en general –fueron pocos los que la aceptaron- rechazaron incorporarse a dicha Unión Católica, porque ello suponía convivir abiertamente en muchos aspectos con los liberal-moderados en temas no políticos. ¿Luchar contra el liberalismo e incredulidad en todos los ámbitos de la vida menos en la política? ¿Contradecirse y ser en política liberal conservador o radical? Además, los carlistas defendían que la unión debía de ser global incluida la unión política, lógicamente ésta bajo la jurisdicción propia del gobernante cristiano, concretamente don Carlos VII, que no podía ser interferida por la jerarquía eclesiástica. Por último, consideraban que esta asociación escondía una finalidad política que perjudicaba al Carlismo. Fueron muy pocos los carlistas que se vincularon a la Unión Católica, y además fueron desautorizados por Nocedal, representante de Don Carlos en España.

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Así pues, la Unión Católica recibió críticas de los tradicionalistas –que no de los conservadores-, no por sus Secciones o trabajos en los ámbitos de obras religiosas, de caridad y mejora social, de educación y enseñanza, literatura y ciencias, arte cristiano, propaganda y relaciones con obras y círculos católicos de España y el extranjero, sino por temer que fuese una plataforma para diluir o perjudicar el antiliberalismo, para entrar o que animase a entrar finalmente en el ámbito social político, concretamente al margen de la sociedad política organizada en torno al rey Carlos VII.

En realidad, y a pesar de las citadas Bases del cardenal Moreno, Martí Gilabert afirma que:

“El fin de la Unión Católica era reunir a cuantos quisieran defender

la influencia social y política bajo la dirección de los obispos, sin perjuicio de continuar cada uno perteneciendo al partido en que estuviese militando. Este planteamiento fue duramente combatido por Ramón Nocedal, que consideraba negativa toda colaboración con un gobierno liberal, cuyos principios doctrinales habían sido condenados por Pío IX en el Syllabus” (37). Adelantamos que el mencionado planteamiento socio-político de la

Unión Católica, manteniéndose cada uno en su partido, lo lanzó al público carlista el que había sido carlista desde 1868 de la mano de Julio Nombela: Juan Cancio Mena. Lo hizo en su argumentado pero verboso folleto publicado en Pamplona en 1877, nada más terminar la guerra. Los carlistas como el periódico “La Fe” y luego el diario “El Tradicionalista” de Pamplona, criticaron al folleto y a su autor.

La asociación Unión Católica fracasó por sí misma más que por no ser aceptada por los carlistas, porque si los liberales-conservadores y los católicos que estaban en otros partidos del sistema político eran muchos, de querer la hubieran sacado adelante. ¿Es que eran menos de los previstos a pesar del triunfo de Martínez-Campos en 1874 y el éxito del final de la guerra en 1876? La asociación podía criticar y poner en entredicho a aquellos tradicionalistas -o no tradicionalistas- que no se sumaban a ella e incluso la criticaban, pero ninguno de ellos podía impedir sus trabajos. Ello pudiera inclinar al lector a pensar que lo que realmente deseaban quienes idearon la Unión Católica era paralizar al Carlismo como núcleo y vertebración política, más que dar una salida de acción religiosa, social y cultural –libre por supuesto- a los que habían luchado y optado por el Carlismo antes de ser vencido en 1876. Más le valía a la nueva asociación tener algo o, de ser muchos los católicos que aceptaban las nuevas instituciones, tener mucho, a no tener nada, que es lo que ocurrió cuando la Unión Católica se fue al traste.

Sabemos que para una gran parte de los carlistas, la asociación era peligrosa e impolítica y se inhibieron de ella. La prensa carlista la criticó. Luego se vio –así lo señala José Andrés-Gallego- que no andaban descaminados. La asociación tenía su propia organización y prensa, y hasta iba a tener sus políticos.

Por parte de Pidal, fue una operación infructuosa para arrebatar las masas honradas al Carlismo. En efecto, según algunos historiadores (José Andrés-Gallego etc.), las intenciones de Pidal no eran puramente religiosas sino que escondían un intento político personal de tendencia política alfonsina. Así, tras la tercera guerra y con la restauración moderada alfonsina, iba a surgir la trampa del pidalismo. Otro autor como el ya mencionado Martín Gilabert, afirma que “el plan de Pidal era iniciar un movimiento acorde con la política que venía desarrollando el Centro Católico Alemán y con el ralliement que León XIII aconsejara a los católicos franceses”. Es más, señala que fue Alejandro Pidal quien constituyó la Unión Católica, “en la frontera de conservadores y carlistas”. Si esto era así, más razón para los carlistas.

Decía don Cándido Nocedal el 23-VII-1881:

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“Yo en las cosas políticas no tengo que dar gusto ni al Obispo, ni al

Deán, individuos ambos de la UNION CATÓLICA, sino al Rey, cuyas órdenes en este punto son terminantes… S.M. no quiere que ni directa ni indirectamente contribuyamos á la elección de UNIONISTAS, aunque los protejan Obispos ni Deanes. En lo religioso estoy sometido á ellos; en lo político á S.M. exclusivamente, y no consentiré que impunemente sea desobedecido” (38). Ahora bien, para los carlistas el clero no debía inhibirse absolutamente

de la política, sino que debía propugnar una política católica, y hablar de política cuando ésta ignoraba a Dios en vez de acatarle, y cuando aquella me metía en terreno religioso (39). Sin embargo, esto no era suficiente para los laicos, porque los derechos de don Carlos no podían ser omitidos en la política práctica.

En la práctica, los carlistas tenían las de perder ante el episcopado, porque a pesar de que el Gobierno conservador actuaba en contra de los intereses de la Iglesia, “casi siempre el Episcopado español es gubernamental, aunque no quiera (…) (hay obispos) que ni saben ser políticos, ni quieren serlo”, engañados o paralizados por un Estado que se decía confesionalmente católico. Para los carlistas, la práctica se encargaba de aguar y contradecir lo escrito en los textos legales, por lo mismo que el liberal radical y masón conde de Romanones dirá algo así como: “haga Vd. las leyes y déjeme a mí hacer los reglamentos”.

Fracasada la Unión Católica (40), un sector de ésta se integró en el partido conservador, participando en su gobierno en 1884. Surgieron los reconocementeros de la situación de hecho de Alfonso XII, los posibilistas, el mal menor (malminorismo), los mestizos, la hipótesis ante el artículo 11 de la Constitución moderada que introducía de alguna manera la tolerancia de cultos externos acatólicos.

En 1889, un año después de fundarse el integrismo, el filósofo Juan Manuel Ortí y Lara, que abandonó el Carlismo parar apoyar a Ramón Nocedal, escribió un riguroso y profundo libro titulado Cartas de un “filósofo integrista” al director de la Unión Católica, desvelando los errores de los principios católico-liberales aplicados al liberalismo-conservador y de las tácticas de Pidal. El libro de Ortí y Lara es para intelectuales, definitivo en su género, y recapitula muchas cosas que se habían dicho sobre el mal menor, el bien posible, la tesis e hipótesis, los hechos indestructibles etc. Este libro será prolongado por otros autores como Roca y Ponsa, Corbató etc. a fines del s. XIX y comienzos del XX.

Llama la atención que aquellos historiadores que tratan sobre estas cuestiones, omitan el esfuerzo argumentativo de los contrarios a los liberales conservadores, quienes sólo triunfan por los hechos en vez de con argumentos, es decir, por ocupar el poder aunque sea mediante pronunciamientos militares.

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Libro de carácter histórico escrito por el Conde de Rodezno, que a

pesar de ser elegido por el electorado carlista, sin embargo no vivió el Carlismo con la misma

convicción que su padre.

No hay nada como consultar las fuentes para apreciar el significado de la realidad en el pasado. Foto:JFG2013

Ante la Unión Católica, y además de la crítica anterior, el Carlismo

respondió mostrando las diferencias entre el Zentrum alemán y el posible Centro católico en España. Polo y Peyrolón (41) señala siete diferencias, que son las siguientes:

Manuel Polo y Peyrolón.

Jefe Regional de Valencia y Senador del Reino. Profesor, escritor

y periodista.

“(…) en Alemania hay diez y siete millones de católicos que

lucharon contra 25 millones de protestantes y sectarios de todo pelaje, y aquí en España oficialmente todos somos católicos.

Esto que á primera vista parece una ventaja grande, y en absoluto y legalmente hablando lo es sin duda cuando de la defensa de los intereses religiosos en su lucha inevitable con el liberalismo se trata, es, por el contrario, un inconveniente gravísimo. Casi siempre el Episcopado español es gubernamental, aunque no quiera, porque oficialmente el gobierno español es católico; y á la inversa, el Episcopado alemán, aunque dinástico, es antigubernamental casi siempre, por encontrarse enfrente de un gobierno oficialmente protestante. De donde resulta que el clero alemán ha sido y puede continuar siendo el alma del Centro

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católico, y la fundación de un Centro católico español no podría contar nunca con el apoyo incondicional y electorero del Episcopado y del clero, que ni saben ser políticos, ni quieren serlo”

Es más:

“El fracaso de las reglas políticas dictadas por el Congreso católico de Zaragoza para la unión de los católicos ha sido completo, y no todo por culpa de las ovejas, sino también porque imponían á los Pastores el papel de caciques políticos. El que esto escribe consultó con su Prelado si se presentarían á solicitar su bendición los candidatos carlistas para concejales, y con gran sentido práctico, pero olvidándose por completo de las famosas reglas, contestó el Prelado: “Dígales usted que no vengan, porque detrás vendrán los conservadores, luego los fusionistas, y, por último, los republicanos, y habría que bendecirles á todos como católicos”. En cambio, en Alemania (…)” .

Cardenal Pedro Inguanzo y Rivero, primado de la sede de Toledo

Foto:JFG2013

Cardenal Monescillo y Viso, primado de la sede de Toledo. Foto: JFG2013

Cardenal Sancha y Hervás, primado de la sede de Toledo y, a diferencia de los dos anteriores, alejado y aún contrario a la

causa tradicionalista o carlista.

9. Tras 1876, y no por herencia directa de la Unión Católica

sino más con los consejos de León XIII en la encíclica Cum multa, fue la época en la que de nuevo se buscó la unión de los católicos, aunque también es en ella cuando los católicos que no eran liberal-

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conservadores y sí antiliberales observaron que se planteó bajo unas bases impolíticas, equívocas y poco militantes.

La escisión integrista perjudicó la unión de los católicos, aunque tras ella, y en aras de dicha unión, a veces carlistas e integristas iban juntos en las elecciones. No obstante, los integristas podían decir y decían que ellos favorecían la unión de los católicos porque precisamente no tenían rey reconocido, absteniéndose de definirse al respecto por un candidato concreto ya que rechazaban a los dos existentes.

El mayor problema estuvo en las masas alfonsinas no liberales que se habían hecho un hueco en el amplio y ecléctico paraguas del partido liberal conservador. Su política acomodaticia renunciando per accidens y en la práctica a la tesis católica y aceptando la hipótesis en una España de gran mayoría católica, les invalidaba para la unión de los católicos en política. Según los antiliberales, la culpa sería de todo aquel que, desde el presupuesto que fuese, apoyase de alguna manera –como un bien o como mal menor- la política liberal; de perseverar los de la tesis católica y de convertir a los otros, al final triunfaría aquella. La influencia del Centro católico alemán o del ralliement francés pudieron hacer creer a los católicos que en España se debía ingresar en los partidos del sistema.

En realidad –los hechos a veces desvelan lo oculto- muchos que defendían la unión de los católicos, pretendían que los carlistas dejasen de ser lo que eran políticamente, para dar vida a las instituciones del sistema y para que se mantuviese el régimen alfonsino en lo que tenía de dinástico y católico-liberal. Ahora bien, esto era utilizar la religión con fines políticos, y desde luego nunca lo propusieron a los cristinos, isabelinos, ni alfonsinos. Si los liberales nunca aceptaron el hecho consumado cuando no gobernaban ellos, ¿por qué iban a aceptarlo los católicos cuando gobernaban los liberales? Seguramente, por estas y otras razones, además de por la fuerza del Carlismo, León XIII no planteó un ralliement como en Francia de una manera frontal sino con gestos y consejos a título individual, como dijo Pidal le dió a él.

Manuel Polo y Peyrolón así como el P. Corbató, aclararon con fundamento a

los carlistas que nada de lo que dijo e hizo León XIII, les exigía dejar de ser carlistas, y que podían y aún debían en conciencia mantenerse como tales.

Félix Sardá y Salvany escribió este libro (1884) que levantó la polémica entre los liberal-conservadores, recibiendo el apoyo de Roma en el transcurso de

ésta. Fue un libro de cabecera durante generaciones. La “Revista Popular” de Barcelona, dirigida por el autor del libro Sardá y Salvany, publicó en sus

páginas –en tres partes- un larguísimo artículo de 27 páginas procedente de “La Civiltá cattolica” de los

PP. Jesuitas RP, Tomo 32, nº 889-890 ss. (8, 16-VI-y 7-VII-1887)

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Esta no es la época de la división de los carlistas. En efecto, si los tradicionalistas se dividieron en 1888 (integrismo) y 1919 (mellismo), hay que observar que también se dividieron los liberales moderados en canovistas, mauristas, silvelistas, polaviejistas, regeneracionistas, los republicanos en posibilistas o no posibilistas, los anarquistas en CNT y FAI, también los nacionalistas periféricos etc… Así, los momentos de desunión en las filas tradicionalistas fueron comunes a los que sufrieron otros sectores políticos, aunque con la atenuante de que sobre todo afectaron a sus minorías dirigentes y en un grado mucho menor, si se tiene en cuenta que el Carlismo habían perdido tres guerras, que siempre estuvo en la oposición, y que concretamente ésta era una difícil oposición al sistema liberal.

10. Problema integrista. A los pequeños cismas o separaciones

realizadas por los escasos cabreristas, y luego los pocos que siguieron a Pidal (pidalismo), en 1888 tuvo lugar la importante escisión integrista, liderada por Ramón Nocedal y el diario “El Tradicionalista” de Pamplona, quienes –a nuestra consideración- no supieron dar al César lo que es propio del César.

Folleto anónimo (Madrid, Imp. de Fortanet, 1885) que reflejaba las discusiones entre los carlistas, llamados aquí integristas -aún sin haber estallado la escisión de Nocedal-, y los católicos oportunistas, identificados con “la especie que podríamos titular pidalina, (que) se ha coaligado con la gran familia liberal, ó católico-liberal, que

comprende á todos los partidarios del alfonsismo, que no han renegado de la fe, ó que no profesan el escepticismo religioso” (pág. 18).

Este folleto pretende retratar y comparar ambas tendencias sin optar por ninguna, escudado en la dificultad de tomar partido de una manera sólida y ecuánime debido a que la política del momento resultaba compleja y

embrollada. Quizás ignorando lo que realmente es la concreción y decisión política, así como la gracia de estado del gobernante legítimo, termina diciendo que se aprende más de los grandes teólogos y canonistas que de

Aristóteles y Maquiavelo Si destacamos la imagen es porque su autor no se inclina por ninguno de los dos contendientes. Foto:JFG2013

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Interesa destacar que el libro El liberalismo es pecado. Cuestiones

candentes, no marca la separación política de los que se llamarán integristas respecto el Carlismo, ya que aquel se publicó en 1884, la polémica que suscitó fue anterior a 1888, y la aprobación de la Sagrada Congregación del Índice fue del 10-I-1887.

Siguieron a Nocedal veinticuatro periódicos, y el cisma se extendió especialmente en los territorios de país Vasco-navarro (sobre todo Guipúzcoa) y algunas zonas de Castilla. Para los carlistas, los integristas se olvidaban lo que de mudable tienen ciertas leyes humanas. Personas de enorme valía como Ortí y Lara, el director de “El Tradicionalista” Fco. Mª de la Rivas y otros, se pasaron del Carlismo al integrismo, aunque al final de su periplo personal llegaron a reconocer a don Alfonso imbuidos de un mesticismo reconocementero que antes habían repugnado. El integrismo entró en declive como opción política en 1893, con la fuga de Ortí y Lara, Ancillona, Gil Delgado, Rivas, Campión, y hasta Sardá y Salvany. No traeremos aquí los diferentes motivos en cada caso. Fue Arturo Campión –quizás porque siempre había sido anticarlista- el que se revolvió contra su anterior amigo Ramón Nocedal. Ahora bien, no cabe duda que el integrismo tenía y perseveraron en su seno personas de una gran valía intelectual y talla humana como Juan de Olazábal y Ramery, ambos de Guipúzcoa, y tantos otros en toda la geografía de España.

Ramón Nocedal y Romea (seud. Sansón Carrasco),

autor de La cuestión del día. El mal menor, artículos de sus

Obras completas (1909)

Juan Manuel Ortí y Lara, autor de Cartas de un ‘Filósofo integrista’ al director de la Unión Católica (1889)

Félix Sardá y Salvany, pbro., autor de El liberalismo es

pecado (1884)

11. Fue la época de los conatos reconocementeros

(reconocimiento al poder constituido de hecho, concretamente el don Alfonso de Borbón según los carlistas), fruto de un incipiente ralliement de León XIII. Decimos incipiente porque si bien es cierto que León XIII realizó un acercamiento de la Iglesia a los poderes constituidos, su proyecto para España no llegó a los límites aplicados en Francia de exigir el reconocimiento de la III República, política ésta que según autores se demostró un desastre en el país galo. En España, el cardenal Sancha de Toledo pretendió desvincular a los sacerdotes de su diócesis respecto a Don Carlos para aproximarlos así y de alguna manera a los poderes constituidos de hecho.

La fidelidad a una dinastía como la carlista, la lealtad a los mayores, el olfato político del pueblo tradicionalista, y la experiencia política, originaron un

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posicionamiento político de no reconocimiento a los poderes constituidos, único en Europa, desde luego no entendido por la Santa Sede aunque en algo respetado.

Los carlistas debieron resituar debidamente los gestos de León XIII de acercamiento a la España oficial, para que no se les minase el legítimo terreno político. Aparentemente parecía que los defensores de la Iglesia frente al liberalismo moderado, salían perjudicados por la actitud de León XIII de acercamiento a los Gobiernos constituidos. La legitimidad extrínseca de las instituciones políticas de hecho era un invento de los posibilistas, repetido por unos y otros como Juan Cancio Mena, que contradecía al concepto y realidad de legitimidad política. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, ahí estaba la ímproba labor publicista en este sentido de P. José Domingo Corbató (42) y del canónigo José Roca y Ponsa, demostrando que los carlistas no debían temer la política o diplomacia vaticana, pues ésta tenía su propio ámbito, aunque algunos gestos de León XIII no les gustasen lo más mínimo. En este punto, los carlistas sí vivieron la legítima autonomía de las cosas temporales respecto de la Iglesia, lo que no hicieron los alfonsinos más conservadores, que involucraron a ésta en sus posicionamientos. Por su parte, el laico Polo y Peyrolón llegó a preguntar –según testimonio propio- a ciertos obispos si ante los gestos de León XIII podía seguir siendo carlista, y la respuesta fue absolutamente afirmativa.

Sin duda, los carlistas salieron airosos de esta prueba. Otra cuestión es que los gestos de la política vaticana no tuviesen por qué ser los mejores para sus hijos, que estaban dispuestos al heroísmo en la vida ordinaria e incluso –llegado el caso- a la legítima defensa armada; quizás la política vaticana tuviese un “vuelo bajo” mientras que el vuelo necesario era –así se vió con el tiempo aunque esto es un juicio de valor- un vuelo más alto.

Pudo ser desorientadora y hasta pésima la postura de un clericalismo insano que confundía los gestos políticos y diplomáticos de la Santa Sede con lo que los católicos españoles debían hacer como tales en la alta política. Esto sobre todo lo sufrieron quienes, huyendo de la política para buscar bases más anchas, se refugiaban en las asociaciones de piedad y culturales, con peligro de convertir a éstas en un elemento indirectamente político.

Tras 1876 las instituciones políticas eran oficialmente católicas, aunque la política de los Gobiernos se alejaba –y a veces mucho- de esta declaración, lo que indica que para los liberales aquella era inoperante y tramposa, con el objeto de no romper con el pueblo español. La pregunta es si las instituciones españolas eran propiamente católicas con un art. 11 de la Constitución que declaraba la tolerancia parcial a los cultos no católicos, y con aquellas libertades de perdición que toleraban más de lo debido y –además- otorgaban derechos civiles a la difusión pública del mal moral y la herejía. Sin duda, y para el sentir de la Iglesia, no eran debidamente católicas, pues, a diferencia de lo que señala cierto autor, los obispos mantuvieron en el tiempo su rechazo a dicho artículo 11; otra cosa es que repitiesen este rechazo todos los días. Por otra parte, los liberales no sólo eran responsables de lo ya señalado, sino que elevaban su práctica liberal al ámbito de los principios para, al final y con el paso del tiempo, incluir los principios liberales en la legislación.

El Carlismo respondió a tales sutilezas mostrando negativamente el error de la obediencia sin limitación a los poderes constituidos de hecho, y mostrando positivamente su obediencia al rey don Carlos VII, que mantenía la reclamación de sus derechos y de los principios católicos y tradicionales de España aplicados a la política.

Mucho debió de agradecer la España tradicional a los esfuerzos y fidelidad de esta Rama dinástica de la Casa de Borbón, que había dado todo de sí, y que temporal y aparentemente había fracasado en sus grandes intentos. Quizás y en el peor de los casos, esta entrega generosa le permitía ceder al fin sus derechos con una humana honorabilidad. Sin embargo, ni esta Dinastía cedió sus derechos, ni fracasó en el intento más importante de todos, como era aglutinar sin fisuras y por ello con proyección de futuro, al pueblo que no admitía la

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Revolución y además le hacía frente. De ahí los frutos, esto es, los voluntarios carlistas de 1936, aunque tras la Victoria militar fuesen traicionados por significativos compañeros de trinchera y -sobre todo- por quienes se enroscaban en la retaguardia. El reciente libro de Requetés de Pablo Larraz y Víctor Sierra lo muestra bien claro.

Don Manuel Senante, director de “El Siglo Futuro” y diputado a Cortes por

Azpeitia

Cardenal Sancha, con quien entró en debate el magistral de Sevilla. Publicó una Carta al clero de Toledo cuyo Art. XII le

empujaba a desvincularse del Carlismo. Si el Carlismo creció tras 1868 por la política antirreligiosa del sexenio revolucionario, ahora ciertos hombres de Iglesia, que se consideraban reconciliados con la Restauración alfonsina y la Constitución de 1876, se empeñaron en advertir al clero y los

fieles que los temores habían pasado. La historia, que muestra con los hechos, y los buenos observadores que trabajan con la

memoria y las frías aplicaciones, hablan sobre quien tuvo razón. Quizás el cardenal tenía que haber dejado libre a su clero,

absteniéndose de orientarlo en materias temporales, para que juzgase por sí y sin adelantarle lo que su propia persona no podía controlar. El Estado liberal como agente de polémica mantenía

las espadas en alto. ¿Por qué amoldarse a los deseos de los políticos ajenos a buena parte de los españoles? ¿Por qué intervenir en el orden temporal que no era su ámbito?

José Roca y Ponsa, canónigo magistral de Sevilla, hombre afable, autor de

numerosos opúsculos sobre el liberalismo conservador y el llamado “mal menor”,

distanciándose totalmente de la política de la restauración alfonsina

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12. El “malminorismo” Esta práctica política fue insistente para apoyar al partido conservador

frente al liberalismo radical, ignorando así que ambos partidos eran liberales, y que el partido conservador hacía el juego al segundo. Esta práctica fue desvelada por muchos publicistas, entre los que destaca José Roca y Ponsa que escribía como el Magistral de Sevilla (43).

Nocedal y Romea

El mal menor (Madrid, 1909), 343 pp.

Juan Manuel Ortí y Lara

Cartas de un “Filósofo integrista”… (Madrid, 1889) 302 pp.

José Roca y Ponsa

¿Cuál es el mal mayor y cuál el mal menor?(Bilbao, 1912) 325 pp.

José Roca y Ponsa

¿Se puede en conciencia, pertenecer al partido liberal-conservador? (Bilbao,

1912) 62 pp.

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Documentos episcopales sobre el liberalismo, con prólogo de Juan Manuel Ortí y Lara, 1886, 77 + XX

pp.

Análisis del Congreso católico de Burgos por Roca y Ponsa, 1899,

205 pp.

Análisis de las Normas de pío X a los integristas por Roca y Ponsa,

1910, 77 pp.

13. Mantener los principios. Los carlistas se propusieron mantener los principios como expresión y

formulación de la realidad en vez basarse en la voluntad y el subjetivismo individuales. La realidad interna y externa a la persona por una parte y la tradición española por otra, constituían recíprocamente la configuración de España en el tiempo. Ello permitió a los carlistas, vivir y trabajar con el alivio y la fortaleza que se encuentra en la virtud de la esperanza. Trabajaron con tesón y sin prisas ni nerviosismos. Quienes cayeron en el nerviosismo de un triunfo inmediato, corrieron el peligro de pasarse a otros sectores políticos, ya conservadores (los “neocatólicos”, “primorriveristas”, “cedistas”…) o nacionalistas moderados. De alguna manera los carlistas aplicaban el aforismo bien entendido de que el justo vive de la Fe. Pues bien: ¿cuáles eran dichos principios? Intentaremos identificarlos con una sucinta explicación.

Benigno Bolaños Sanz

Benigno Bolaños Sanz (“Eneas”), director de “El Correo Español”

(Madrid). Su pluma fue incomparable para desvelar los ardides del

malminorismo conservador. + 13-VII-1909

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13.1. Unidad Católica. No era lo mismo la Unidad Católica que la Unión Católica organizada por los obispos en 1881. El Carlismo mostró la necesidad de la Unidad Católica vulnerada en el art. 11 de la Constitución de 1876, y de recuperarla una vez perdida, lo que no hizo el marqués de Pidal que lideraba la Unión Católica.

Este artículo constitucional fue condenado por Pío IX y todo el Episcopado español en bloque. Afirmaban que España estaba en tesis católica y a ella debían amoldarse las instituciones y la legalidad vigente, y no la sociedad y las leyes, es decir –y en aquel caso-, a los intereses y luchas entre partidos políticos.

La diferencia entre tesis e hipótesis era verdadera en el orden especulativo, pero no podía significar que España estuviese en hipótesis.

“Cierto que se distinguen y se diferencian todas esas cosas (lo

fundamental y lo accidental, el fondo y la forma, los principios y la conducta); cierto que lo abstracto no es lo mismo que lo concreto y lo ideal que lo real ó posible, pero no es menos cierto que hay que andar con mucho pulso en estas distinciones y diferencias, pues suele suceder á las veces que nos adelantamos demasiado y en lugar de distinguir separamos. De la separación marchamos fácilmente á la oposición y á la teoría absurda, mil veces condenada y condenable, de la tesis católica y de la hipótesis heterodoxa.

¿Quién duda que no son lo mismo la tesis que la hipótesis? ¿Quién no conoce la profunda sabiduría de esta distinción, de que sacó consecuencias maravillosas el celo apostólico y la prudencia suma de san Francisco de Sales, como lo prueba Mons. Segur? Y, sin embargo, ¡qué de males no ha producido y está produciendo la separación entre ambas cosas!

La tesis es el sí, la afirmación, la vida: la hipótesis es el nó, la negación, la muerte. Por la tesis nos reconocemos hijos de Dios Nuestro Señor y herederos de su gloria, conquistadores del cielo: por la hipótesis confesamos nuestra impotencia, nuestra pequeñez, nuestra nada. Oponer ambas cosas ó preferir la hipótesis á la tesis es renegar de nuestro altísimo origen y renunciar á nuestro supremo fin; es ir tras lo mudable del tiempo, abandonando lo permanente de la eternidad.

No: jamás. Los carlistas, que somos ante todo y sobre todo católicos, que no reconocemos derecho ni legitimidad alguna fuera del Catolicismo, que buscamos primeramente el reino de Dios y su justicia, no podemos dejar nunca la bandera de nuestros padres, que representa la tesis, para seguir un pendón más ó menos orleanista, es decir, más posibilista, más oportunista, que nos llame en nombre de la hipótesis.

Peligroso es cuanto en este sentido se intente, y peligrosa, por tanto, la manía que ya va generalizándose entre nosotros de acomodarnos á este lenguaje moderno y liberalesco, y llevar á materias en que debe resplandecer la unidad, el virus destructor del separatismo.

Un español, y por ende buen católico, no ha usado nunca de esos distingos. Jamás ha preguntado si una cosa era posible: se ha convencido de que era justa, de que debía hacerla, y la ha llevado á cabo” (44). 13.2. La verdadera libertad y los derechos de los españoles es

incompatible con la tolerancia religiosa en el ámbito público, aplicada a las religiones que no sean la católica.

Este punto desarrolla el anterior, y posee tanta importancia como el tema de la Unión Católica ya explicado. Como los liberales-fusionistas o radicales y los liberales-conservadores no admitían este principio defendido tanto por la Iglesia como por el sentido común o criterio generalizado de los hombres de

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entonces –dicho sea en un sentido no historicista-, los tradicionales deducían que los liberales no podían ser buenos católicos ni amantes de la sociedad cristiana, máxime cuando por otra parte la fe católica estaba tan unida a España como Patria.

Carlistas, integristas e independientes decían que un católico no podía “sostener, aprobar y consolidar el artículo 11 de la vigente Constitución”, rechazado por Pío IX y el episcopado español. Es más:

“De la tolerancia privada de ideas heterodoxas se ha venido á parar

á la escandalosa legalización del mal en sus múltiples organismos, tales como las logias masónicas, clubs librepensadores, capillas protestantes, escuelas laicas, centros espiritistas, y á las mismas barbas del actual gobierno la organización impía de esa ‘Liga para descatolizar á España’“. Así como hemos analizado la Unión Católica, analicemos ahora la

génesis del Art. 11 de la Constitución liberal-moderada de 1876 y las reacciones a favor de la Unidad Católica que conllevó la negación parcial de ésta por aquella.

A pesar de la terminante protesta del papa y el Episcopado español, el Gobierno no se detuvo y la mayoría de las Cortes votaba a favor del Art. 11. El Gobierno sí podía hacer otra cosa, máxime cuando fue un pronunciamiento militar el que había colocado a Alfonso XII y a Cánovas en el poder. Desde luego, el gobierno tenía prestigio porque podía alardear y alardeaba de su éxito de haber puesto fin a las guerras cantonal y carlista. Quedaba la guerra de Cuba, pendiente hasta 1878-1879, que se solucionó en la paz de Zanjón de 1878.

Martí Gilabert (45) afirma que, una vez aprobado el Art. 11 aún en contra de las exigencias expresas del Papa, así como después de aprobar la Constitución que lo recogía, el Gobierno intentó convencer al Papa de que la tolerancia del Art. 11 no era mala y que –además- era lo único posible. En esta ocasión, ante la intransigencia de los políticos liberal-conservadores, la Santa Sede quiso por de pronto asegurar los derechos de la Iglesia como sociedad perfecta, apelando a unas futuras leyes orgánicas que establecían el respeto a las prorrogativas de la Iglesia y la autoridad de los obispos.

Que la Santa Sede hiciese esta apelación nada demuestra a favor de los liberal-conservadores y del Art. 11, porque la Iglesia, perdida la primera batalla, debía salvar todo lo salvable. Utilizó el argumento ad hominem, que en este caso decía que, si el Estado se declaraba confesionalmente católico, debía actuar lo más benévolamente posible respecto a los derechos de la Iglesia. Esto podía ser lo más urgente antes de que transcurriese el impasse y surgieran nuevos rumbos. Que no ocurriera como en las Cortes de Cádiz, el Trienio Liberal de 1820-1823, los comienzos del reinado de Isabel II y el bienio progresista iniciado en 1854, que un Estado confesional católico persiguió a la Iglesia más que nunca.

El Gobierno liberal conservador, que quería contentar a todos y a nadie, prometió lo que la Iglesia exigía; así había ganado una batalla, aunque la Iglesia no olvidó su propósito de recuperar el terreno perdido con el Art. 11. Por eso, la Real Orden de la presidencia del Consejo de Ministros del 23-X-1876, fijaba las “reglas precisas y concretas” para los gobernadores civiles –quizás en un principio restrictivas-, pero para afirmar y no suprimir el Art. 11.

Esta situación de querer contentar a todos pasará factura, pues abrió las puertas a las continuas exigencias de los liberales radicales, que tuvieron éxito por la política partitocrática y por cómo se organizó el llamado sistema de la Restauración: bipartidismo, alternancia de Gobierno, caciquismo, trampas electorales…. Esto, y el espíritu combativo e intransigente (como el de conservadores y fusionistas pero en otro sentido) de carlistas, integristas y algunos católicos independientes, mantuvo la reivindicación de recuperar la Unidad Católica, máxime por los continuos abusos que extendían el Art. 11 y la libertad de cátedra a unos límites indebidos.

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Martí Gilabert dice que Roma “aceptó los hechos consumados”. No estamos de acuerdo con él en esto, ni en las razones que da.

En primer lugar, ello -creemos- sólo indicaría la presión que el Estado liberal realizaba contra la unidad católica, y que la cuestión religiosa era tratada por los conservadores como moneda de cambio político ante los liberales radicales y los republicanos. En realidad –y segundo-, Martí Gilabert no demuestra la “aceptación” que afirma, y tampoco que el Secretario de Estado Vaticano –Antonelli- y el mismo Papa Pío IX “mostraron simpatía por el nuevo régimen”. Tercero. ¿Qué significaba este “aceptar” que se atribuye a la Santa Sede? ¿Contradicción del Papa consigo mismo una vez que el Gobierno confirmó las prerrogativas de la Iglesia y la autoridad de los obispos? ¿En tan poco se consideraba la Unidad Católica? Creemos que ese “aceptar” no era tal, sino que, la Santa Sede experimentaba el impasse de los rápidos acontecimientos, la previsión de otros rumbos, y su inicial derrota al oponerse al Art. 11; no en vano Martí Gilabert habla que la iglesia tenía ante sí unos hechos consumados. En adelante, la Santa Sede seguirá rechazando el Art. 11 aunque guardase algún silencio; no lo tomará como cuestión urgente –aunque sí la creía importante- debido a la promesa de futuras leyes orgánicas, y se centrará en los temas que en adelante fuesen surgiendo. Como León XIII hizo un giro de acercamiento a los poderes triunfantes de hecho en los diferentes Estados, el silencio de la diplomacia de la Santa Sede se mantuvo. Desde luego, no puede confundirse la doctrina y aplicaciones del Derecho Público de la Iglesia con la diplomacia de la Santa Sede, se llame la del Papa Pío IX o bien León XIII. Dicho de otra forma, protestar y callar mediando luego los decretos que decían asegurar los derechos de la Iglesia, no significaba aceptar el Art. 11.

Por su parte –y esto es definitivo-. los obispos españoles siguieron reclamando contra el Art. 11., como lo indican sus muchas pastorales y los Congresos católicos dirigidos por ellos. Ahí están los documentos episcopales posteriores, recogiéndose algunos de ellos en un libro introducido por un autor tan destacado como Juan Manuel Orta y Lara (46). Tras estudiar a fondo el tema, dicho autor -como otros muchos- rechazó la hipótesis católico-liberal y los excesivos intereses humanos para justificar lo injustificable para un católico del momento como era el artículo 11 de la Constitución de 1876.

Menos todavía podían callar los católicos laicos dedicados a la política, que eran libres de diplomacias, situaciones de fuerza, y el presupuesto de Culto y Clero.

Parece que estamos ante otro caso de historiadores influidos por sus tendencias personales, que dan la razón (¿es que un historiador puede dar la razón a alguien?) al Artículo 11 y al gobierno conservador. Parece que Martí Gilabert pretende “enmendar la plana” al bueno de Pío IX, oponiéndole en falso a León XIII (pues cita sus encíclicas Inmortale Dei y Libertas), a las nuevas épocas, al Vaticano II y a los historiadores como Javierre, García Escudero, y Cárcel Ortí, que juzgan el actuar de la Iglesia en el pasado con una crítica benevolente pero “superadora”. Nos parece desacertado. Sobra tanto enjuiciamiento en un historiador que se presenta como empírico, pero que recuerda la excesiva opinión de Cárcel Ortí sobre Pío IX, según el cual Pío IX era “el Papa de la intransigencia con España”.

Que una vez impuestos los hechos (el Art. 11) por encima del derecho exigido por la Iglesia (Pío IX), y que después aquellos, arraigados en las instituciones liberales, no puedan ser fácilmente suprimidos, se deduzca que la Iglesia aprobará en adelante el Art. 11, es un despropósito. Primero, porque los obispos seguirán denunciando el Art. 11. Segundo, porque una cosa eran las instituciones liberales y otra el pueblo español, sus derechos, necesidades y posibilidades para defender la tesis. ¿Quién servía a quién? ¿El pueblo al Gobierno y la política o los Gobiernos y los políticos al pueblo? Más despropósito es por el presentismo que desvía la labor del historiador, anular o excusar el derecho exigido por la Iglesia en 1876 alegando el Concilio Vaticano II y las

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opiniones del presente. Si el pasado de la Iglesia “quema” a quien lee lo ocurrido, no hay que excusar a la Iglesia del momento haciéndola insolidaria con la del presente. La vía de apaciguar a algunos lectores exaltados es explicar bien qué pensaban los católicos de entonces, y no poner en duda la validez de su afirmación final: votar “no” o votar “sí”.

La ruptura del Art. 11 respecto a la historia de España –mayor que la Constitución de 1812 que no sólo declaraba expresamente la confesionalidad católica del poder civil sino también la unidad católica-, fue un hito tan significativo que abrió la puerta a unas reclamaciones, a unos hechos, y a forma de gobernar, que ahondarán la hipótesis hasta extremos insospechados, haciendo tambalearse la misma confesionalidad católica –salvo el culto a Dios- por inútil en la práctica. Su repercusión práctica fue como la soberanía nacional o libertad de imprenta para la Constitución de 1812, que permite entender la persecución a la Iglesia por parte de los Gobiernos del trienio Liberal, etc. No pocas veces hay un quid origen de los propósitos y despropósitos siguientes.

Así, los gobiernos conservadores también toleraron en las cátedras a los profesores que pervertían a la juventud católica, y la propaganda de ideas disolventes y blasfemas, lo que produjo la expansión de la corrupción e increencia sociales. Por esas mismas fechas de 1876, se mermaron los fueros vascongados, y se consolidaron los errores del partido liberal fusionista como el matrimonio civil, el jurado, y el sufragio universal. Más:

“Reinando el partido liberal conservador, España sufre los mismos

impuestos y contribuciones, embargos y dilapidaciones mil que aguanta cuando está en el poder el otro partido liberal turnante. El caciquismo cínico y vergonzoso campea á sus anchas tragaderas; las elecciones se realizan con todos los caracteres de una farsa cruel, donde la justicia y la verdad quedan pisoteadas; las administraciones municipales prosiguen en estado deplorable unas y en estado de bancarrota otras. El déficit nacional creciendo en colosales dimensiones, y la integridad de la patria en inminente peligro…” (47). 13.3. Se rechazan las llamadas libertades de perdición. Las libertades de perdición suponían reconocer un pretendido derecho

civil a su práctica –como si el Derecho pudiese separarse de la moral-, y no sólo tolerar su ejercicio en cuanto “permisión negativa del mal” para así evitar males mayores o logran mayores bienes, esto es, lo justificado y estrictamente necesario. León XIII deja claro en la Libertas praestantissimum qué era la tolerancia cristiana, pues una cosa es tolerar el mal y otra aprobar y colaborar positivamente con él.

Corbató criticaba a quienes presumían de católicos pero eran –decían- liberales como su siglo:

“- Nadie nos gana á católicos. Comulgamos todos los días ó poco

menos, vamos de cofradía en cofradía para dar ejemplo, fundamos Círculos católicos… la mar. Pero las circunstancias de la época nos obligan á secundar las libertades modernas, porque entre dos males siempre debe escogerse el menor. ¿Qué tenéis que decir de nuestro catolicismo?

Nada, porque no lo descubro por ningún lado. “Si por causa del bien común, y sólo por ella, puede y aún debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe aprobarlo ni quererlo en sí mismo” (Libertas).

Vosotros lo aprobáis, lo queréis, lo secundáis… Es pura farsa vuestro catolicismo (…)” (48).

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Para el barón de Albi, los carlistas no podían en conciencia afiliarse a ninguno de los partidos que figuraban en el campo político alfonsino, máxime cuando en España existía un partido que defendía la Unidad Católica y rechazaba las libertades de perdición:

“(…) no podemos en conciencia afiliarnos á ninguno de los partidos

que hoy están en el campo de la Regencia, porque todos ellos son partidos más ó menos liberales é hijos de escuelas condenadas por la Iglesia (…) En sus programas figuran todas aquellas libertades tan explícitamente anatematizadas en el Syllabus, libertades que han implantado desde el poder; ellos nos han regalado las conquistas revolucionarias en su mayor amplitud, y sus compromisos les han obligado á respetar los trabajos y el desarrollo de la Masonería, que el papa nos ordena combatir con ardor (…)” (49).

13.4. El liberalismo engendraba siempre la anarquía y ésta iba

a conllevar el cesarismo. Esta afirmación se hacía por considerar que “todo liberalismo es una

oposición constante y sistemática contra todo género de autoridad”. Participaba de este mismo error el catolicismo liberal, que consideraba la autoridad como un mal necesario en vez de un elemento esencial –y por ello bueno y querido por Dios- de un gran bien que es la sociedad.

Gabino Tejado advirtió en su libro El Catolicismo liberal el error en el que se podía llegar en el intento de proteger la verdadera libertad frente al estatismo liberal. Ese error era proteger también la falsa libertad y no sólo la verdadera verdadero –fácil en el papel y difícil en la realidad-, que es lo mismo que algunos han podido caer a finales del siglo XX en su intento de frenar el totalitarismo socialista. Resulta que el bien y el mal no tienen la misma naturaleza, las mismas condiciones, ni son lo mismo pero en un sentido contrario. Gabino Tejado descubrirá cómo el catolicismo liberal exaltaba la libertad humana como si la autoridad civil fuese algo no querido por Dios. Decía así:

“Según los partidos medios, se debe ir haciendo poco a poco (el

quitar la autoridad del Estado), por virtud de conciliaciones y transacciones correspondientes al pacto primitivo, bien que sin esperanza de limpiarse nunca enteramente de la lepra. Los radicales, más lógicos y más francos, dicen que lo malo hay que destruirlo cuanto antes, y que, pues la autoridad es un mal inventado por los hombres, á tiempo y en su derecho están siempre para reformar la invención, suprimiendo absolutamente la autoridad” (50). La carencia de autoridad iba a conducir al desorden y la anarquía, y ésta,

como reacción necesaria en un sentido de orden, traía siempre el autoritarismo, y después el cesarismo o despotismo. Este último tenía lugar cuando un poder sin más cortapisas que la voluntad y la necesidad, se independizaba de la moral y el Derecho, lo que ocurría cuando se entendía la sociedad como un mecanismo y se pensaba que los males se remediaban con cambiar la estructura de la máquina.

13.5. Los Fueros regionales eran incompatibles con la unidad

política (unitarismo racionalista) y “soberanía nacional” establecidas por las Constituciones liberales (51).

Tomemos un fenómeno nuevo en una de las tierras milenarias que configuraban España. El llamado catalanismo del momento no era la expresión de la verdadera del Principado de Cataluña, porque éste:

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“ha salido de su puesto y por eso sólo sirve de estorbo; vuélvase á

su lugar primitivo, no se salga de su esfera, no pise terreno para él vedado, y entonces esa escuela no solamente no será perniciosa, sino altamente laudable” (52). Es decir, el catalanismo sólo podía prosperar de hecho y derecho como

escuela literaria, artística e histórica, siendo bienvenido con la condición de que “no se meta poco ni mucho en política”, es decir, que no sea “nunca política ni social”.

Como señala un autor: “La lucha entre carlismo y catalanismo era, por lo tanto, inevitable y la confrontación se endurecía con la proximidad” (Jordi Canal, 2006, p. 219), aunque en las Bases de Manresa de 1892 los catalanistas tomaron lisa y llanamente el programa carlista.

13.6. La democracia moderna era un error teórico y práctico. Más que de democracia, los conservadores y progresistas hablaban de

soberanía nacional. Los conservadores se basaban en dicha soberanía, compartida de alguna manera con el rey constitucional, aunque realmente les importaba la primera. Sólo los más radicales se decían inicialmente demócratas, término que fue ganando terreno.

Desde luego, lo que se ha llamado el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo (G. Washington) no era practicado por el liberalismo –decían los tradicionalistas- por mucho que se afirmase hasta el cacareo. En España, la llamada soberanía nacional había caído en el endiosamiento del poder y el Estado, en la oligarquía y caciquismo, en la partitocracia, más tarde también en las trampas electorales del turnismo (encasillado y pucherazo), el dirigismo o estatismo. Demasiadas lacras para un sistema.

Los carlistas insistían en que la llamada soberanía de la democracia moderna seguía los lemas de la revolución francesa, mientras que la democracia antigua era la democracia cristiana, esto es, una democracia mucho más profunda y estable, nada absolutista y, en suma, verdadera (53).

13.7. El sistema parlamentario era un error teórico y práctico.

Si el parlamentarismo no era ni podía ser representativo de la sociedad organizada, mucho menos podía serlo el sufragio universal (individualista) masculino implantado por el liberal fusionista Sagasta en 1890, que al fin fue aceptado por los conservadores a pesar de sus críticas iniciales.

Los carlistas afirmaban la necesidad de una sociedad organizada, y que sus familias estuviesen representadas, así como debía estar el tejido social formado por profesiones (cuerpos profesionales…), instituciones (ayuntamientos...), sectores e intereses (cámaras de comercio…), que como tales podían ser representados. De ésta manera, cada persona decidía sobre lo que sabía y era de su interés, influyendo más los que tuviesen más proyección social –que no por ello poder económico-. La representación de cada persona era mayor cuanto más amplios fuesen sus intereses, ejercidos lógicamente a través de las instituciones originadas al efecto. Esta representación era indirecta y exigía mandato imperativo y juicio de residencia. Era lo que más tarde se denominaría representación orgánica.

Por otra parte, antes y después de 1890, España vivió un período de trampas electorales sujetas al llamado gran elector (el ministro de la Gobernación y luego de Gracia y Justicia (1895), llamado “muñidor de elecciones”, Francisco Romero Robledo), al encasillado antes de las elecciones, y al pucherazo, singular acto o trampa electoral que se desarrollaba en el colegio electoral en mismo día de las elecciones (54).

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13.8. El liberalismo era contrario al patriotismo. El hombre liberal afirmaba al individuo aislado y pretendidamente

soberano, dueño en el presente de todo su ser y su pasado. La soberanía individual en su ejercicio era sustituida por la soberanía nacional, que generaba una Constitución cambiante a voluntad. Este individuo estaba representado por el partido político al que votaba y encumbraba en el poder. La lucha parlamentaria era permanente y el único sistema de control.

Considerando todo opinable, relativo, y con voluntad de presente, sólo el libre albedrío personal podía elevar los sentimientos y exigir el máximo sacrificio de la vida, en vez de exigirlo el fruto de una realidad asumida, esto es, las obras personales, sociales y ejercidas a lo largo del tiempo, (55). Difícilmente el llamado “patriotismo constitucional” podía exigir el sacrificio de la vida, lo que sí hace el patriotismo como virtud de veneración hacia las obras perpetuadas por los padres.

Más que hablar de patriotismo, el liberal debía de hablar de nacionalismo; más que de padres y deberes y los hijos hacia ellos, debía de hablar de voluntad absoluta de los nacidos en un momento dado; en vez de comunicación y construcción común entre los eslabones de la cadena de la vida, debía hablar de eslabones perdidos.

13.9. Los derechos a gobernar el Reino pertenecían a Don

Carlos. Tras 1876, la propaganda carlista insistió en los derechos dinásticos de

don Carlos. En ese momento era muy comprensible que así se hiciese, si se quería mantener adecuadamente la respuesta o rechazo de don Carlos VII hacia la instauración de don Alfonso XII tras el pronunciamiento militar de Sagunto. Esta insistencia de los derechos de don Carlos VII como monarca legítimo se mantuvo a fines de siglo, por ejemplo durante la guerra de Cuba en 1895-1898, cuando era menor de edad don Alfonso XIII, una vez fallecido su padre en 1885 (56). En todos estos casos, la propaganda legitimista hacía referencia a la legitimidad de origen, pero también a la de ejercicio. La legitimidad de origen se acompañaba de explicaciones sobre la más adecuada forma de gobierno y los derechos de los españoles y de los pueblos (Cataluña, Navarra, Señorío de Vizcaya etc.) configurados a lo largo de la historia.

Don Carlos no sólo era el monarca, sino que representaba una forma de gobierno. La forma de gobierno mantenida por los tradicionalistas era la de un poder limitado y subordinado a la ley, ya como costumbre convertida en ley escrita (Fuero) ya como ley elaborada por las Cortes con el rey aunque aprobada libremente por éste último. En el ejercicio de sus atribuciones específicas el rey respondería ante Dios y las generaciones siguientes, es decir, no sería juzgado por institución humana. Esto es muy importante, porque muestra que el rey estaba lejos del absolutismo, la arbitrariedad y un poder ilimitado. En dicho ejercicio, el rey tenía un poder “absuelto”.

A finales de siglo, y durante la crisis ocurrida con ocasión la guerra de Cuba que puso en entredicho el trono liberal, Salvador Morales recordaba el “¡Volveré!” de Carlos VII pronunciado en Valcarlos el 28-II- 1876, preguntándose si seguía vigente toda vez que don Carlos no había firmado tratados internacionales, ni solicitado empréstitos, ni organizado un Ejército. Para Morales (57), el “¡Volveré!” de Carlos VII seguía en pie, porque:

“(…) vemos avanzar por el mar de la política olas de tempestad,

mientras retumban en el espacio el trueno del descontento universal, los clamores del pobre hambriento y abatido (…) vemos la administración pública desmoralizada, las costumbres en perpetua licencia, el vicio alardeando ostentación en frente de la virtud humillada, rotos todos los

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resortes de los vínculos sociales, gobiernos desatentados é incapaces sucediéndose unos á otros porque así lo estima su propia conveniencia, y por encima de tanta miseria, de tanta depravación, de tanta ruina, el espíritu público, harto ya de la farsa liberalesca, buscando y pidiendo un hombre que ponga freno á las concupiscencias de arriba y á los exterminadores propósitos de abajo; un magistrado que castigue sin contemplación y premie con largueza; un rey cristiano (…) ¿Y quién puede ser ese hombre, ese magistrado, ese rey que la opinión pública reclama á grito herido? (…)” Tras esta situación de necesidad, la promesa del “¡Volveré!” no era una

promesa irrealizable. Quien oponía que era irrealizable:

“ni sabe de lo que es capaz el que la dijo, ni conoce al partido carlista, ni se ha hecho cargo de la situación actual de España.

Nosotros, teniendo en cuenta todas esas circunstancias, nos atrevemos á afirmar desde luego que aquella promesa habrá de trocarse en realidad si España quiere existir y renovar sus día de gloria y de grandeza incomparables.

Volveré es, pues, más que una promesa vaga; es un juramento solemne, una esperanza consoladora, una realidad próxima y venturosa”.

No se equivocaba mucho Morales cuando decía esto, pues en 1923 se

hacía necesario para muchos un Primo de Rivera, y en 1936 un alzamiento frente a la revolución marxista que avanzaba a marchas forzadas (es significativo que a Largo Caballero se le llamase el “Lenin español”). Ambos acontecimientos siguieron a varios intentos y ensayos revolucionarios, a pronunciamientos militares fallidos y la revolución de Asturias de 1934. Tras 1939 tuvo lugar la gran ocasión perdida para reconstruir todo desde sus cimientos.

¿Qué dirá “Un hijo del pueblo” en 1896? Antes de declararse, recordará la hipocresía de los liberales que ponían una vela a Dios y otra al diablo, la desamortización, la inestabilidad política como sistema, los actos de fuerza, los embrollos etc. de la legalidad liberal, la pésima gestión económica, la Deuda pública, el empobrecimiento general, la mala administración de Cuba y Filipinas, los coqueteos de los Gobiernos con los masones enemigos de España. Dirá lo siguiente (58):

“Pues bien, nosotros los carlistas somos hijos de aquéllos que

desde el primer día se levantaron enérgicos frente al liberalismo, los que en lucha siempre desigual hicieron detenerse al monstruo en su carrera; y si hoy los liberales se muestran mansos y hasta tratan de cubrir sus infamias con el manto de la Religión, es porque temen á ese núcleo vigoroso llamado carlismo, que vela puesto en guardia, preparado á impedir la total ruina de España.

¿Preguntáis todavía por qué somos carlistas? Porque somos católicos, españoles, monárquicos y hombres honrados”.

Para su anónimo autor, los carlistas sabían que trabajaban por la religión

católica, por España y la monarquía. Pero también sabían qué esperaban alcanzar en cada uno de estos principios. Por eso tenían esperanza y, además, se podía tener esperanza en ellos porque eran hombres honrados:

“Como hombres honrados aborrecemos las farsas y embrollos; no

vivimos á gusto en esta atmósfera de chanchullos, inmoralidades, mentiras é infamias. ¡Muera el liberalismo para que viva España!”

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A diferencia de los liberales, los carlistas sabían sacrificar su vida por la Causa que cada uno de ellos defendía:

“Comparad, liberales y carlistas, y decid: ¿Cuántos liberales hay

dispuestos á morir, si es preciso, por su rey ó por esas libertades que predican? Ni uno; la historia lo dice. Suprimid el presupuesto, quitad la influencia; en una palabra, si D. Alfonso fuera el desterrado, ¿cuántos liberales le permanecerían fieles? Vosotros lo sabéis.

Muy al contrario los carlistas. Tenemos fé en nuestros ideales; somos consecuentes y fieles; todos y cada uno de nosotros estamos prontos á dar nuestra vida por la santa Causa que defendemos. Pruebas hemos dado de ello en los campos de batalla; hoy mismo las estamos ofreciendo ante los ojos de los hombres honrados. ¡Cuántos que pasan por liberales serían carlistas si el miedo no los encadenara”. El autor finaliza con la misma pregunta retórica, muy acorde con las

circunstancias de decadencia política de la regencia de Mª Cristina de antaño. Al descontento popular por la guerra de Cuba y Filipinas, se unía la ocasión de restauración que ello suponía en el Carlismo. Según el articulista, esta guerra era fruto de las “complacencias (de los Gobiernos) para masones enemigos de España, y hoy se quiere apagar con la sangre de nuestros hijos el incendio que ha provocado su torpe administración”:

“¿Por qué somos carlistas? Porque el carlismo salvará a España y

muy pronto, pues el liberalismo es árbol seco que está dando sus últimos frutos. A quien Dios quiere perder, primero lo ciega, y los liberales están ciegos; señal evidente de que en breve pasarán á la historia para perpetua execración de todo espíritu viril y recto”. Habían pasado veinte años desde el “¡Volveré!”, y, en esta ocasión

histórica, don Carlos no quiso dar la orden de un nuevo alzamiento, deseado por no pocos de sus leales, lo que decepcionó a unos u otros. Seguramente, la situación no estaba madura para dar semejante y decisivo paso, ni había preparación suficiente entre los carlistas, ni se podía tirar por la borda el esfuerzo de reconstrucción realizado durante dos décadas. La espera de un nuevo alzamiento tendrá que mantenerse durante cuatro décadas más, hasta 1936. Es más, la situación que lo provoque tendría que ser más dramática y extrema que la de 1895. En adelante, el trabajo de los tradicionalistas será soterrado, perseverante, y, al fin, dará sus frutos, en cada caso como corresponda.

14. La carlistas crearon una sociedad dentro de otra sociedad. Lo hicieron gracias a múltiples factores. Citemos por su importancia varios de ellos. Tales son la formación y transmisión familiar, la importancia otorgada a la mujer, la existencia de Círculos de sociabilidad en cada población promovidos por el marqués de Cerralbo, la natural conexión entre jóvenes y veteranos, la promoción de las asociaciones, la prensa política y social, la propaganda inserta en la vida cotidiana (“retratos, bustos, tarjeras postales, sellos, papel de fumar, etiquetas, libros, folletos, revistas, diarios, banquetes, viajes” Jordi Canal, 2006, p. 157), y la vida electoral.

La juventud era el receptáculo de la experiencia de los mayores y veteranos, mientras que las margaritas unían la familia y transmitían la sabia cristiana y los valores humanos. Ambos factores eran básicos para configurar la sociedad carlista y eran garantía de Esperanza.

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7.4. APORTACIONES POLÍTICAS DE DON CARLOS VII Sin duda don Carlos fue heroico por mantenerse fiel a la Causa una vez

finalizada la tercera guerra de 1872-1876. Así puede decirse hasta su prematuro fallecimiento en 1909, lo que expresa su convencimiento y voluntad de ejercer la máxima responsabilidad como rey.

La virtud de don Carlos fue creciendo durante 22 años –según recordaba él- desde que había entrado de lleno en la vida política. También su esperanza progresó favorablemente a medida que aumentaban sus decepciones y sufrimientos.

Un Carlismo no monárquico era una ilusión. Tras 1876 el Carlismo se mantuvo en buena parte por la personalidad y aportaciones del rey don Carlos y de su hijo Jaime. Sin la aportación personal de don Carlos VII la situación de la Tradición española hubiese sido muy diferente, y quizás poco operativa. Señalemos sus principales aportaciones personales.

7.4.1. Don Carlos mantuvo la esperanza, cuando afirmó que

sus principios rechazaban la revolución racionalista. Casi veinte años antes de fallecer, don Carlos decía al general Cevallos (59):

“Ya empiezan á asomar las canas en mi barba; pero

afortunadamente sólo ha nevado por fuera, y en mi corazón arden siempre los bríos de la juventud” (Loredán, 11-V-1890).

Desde esta perspectiva se advierte la gravedad de las traiciones que

sufrieron los carlistas tras 1876, y -sobre todo- la traición que no pocos vencedores hicieron al Carlismo y en él a España tras la victoria militar de 1939. De las traiciones y transfuguismos tras 1876 se hace amplio eco el historiador Melchor Ferrer. No obstante, entre las decenas de miles de emigrados, no pocos regresaron a España, pero manteniendo intacta su fidelidad a la Causa que habían servido. Casos como el del general Juan José Aizpurúa y Abaroa, del general José Lerga, de Romualdo Cesáreo Sanz y Escartín que defendió la Causa carlista como diputado primero y luego como senador por Navarra en las Cortes del Reino, son algunos entre una larga lista.

Retrato de don Carlos VII de Borbón,

Propiedad del Círculo Carlista de Pamplona. (Fue un donativo de una dama pamplonesa)

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7.4.2. Don Carlos afirmó con claridad algo no obstante tan obvio y es

que se podía ser católico sin ser carlista pero que no se podía ser carlista sin ser católico. Esto responde a Isabel del Campo Muñoz cuando afirma que “Si algo pretendían Pidal y Mon y los hombres de la Unión Católica era precisamente mostrar que el ser católico en religión no llevaba necesariamente aparejado el ser carlista o integrista en política” (60).

El polígrafo de Santander Marcelino

Menéndez Pelayo, apreciado y muy valorado como tal por los católicos y tradicionalistas españoles, es un

claro ejemplo de un católico que nunca

fue carlista.

7.4.3. Don Carlos declaró su fidelidad a la Iglesia, proponiéndose

no dar un paso más allá que ella en los temas en los que ésta tenía jurisdicción exclusiva, a la vez que defendía la potestad exclusiva del gobernante en las materias sólo temporales. Cumplió el “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, lo que no pueden decir muchos conservadores de la época que utilizaron a los obispos para sus fines políticos. Es decir, los carlistas supieron mantener y mantuvieron la sumisión a la Iglesia en el terreno religioso y al rey en el político.

Es extraño que los liberales conservadores les acusasen de “clericales”, cuando realmente el clericalismo por el que el clero es utilizado por la política, corresponde al conservadurismo.

7.4.4. Don Carlos mantuvo la unidad católica, recordando que

ésta no suponía el espionaje religioso ni el restablecimiento de la Inquisición, aunque nada tuviese contra ésta, y aunque seguramente en su día la hubiera defendido en su variada trayectoria y circunstancias. Recordemos que el integrista Ortí y Lara escribió un interesante y bien trabajado folleto en defensa de la Inquisición, lo que sin negar el tema ni los contenidos de dicho folleto no fue hecho por los publicistas carlistas, que no insistieron en este tema.

7.4.5. Don Carlos reconoció que la unidad católica no era el

único tema político del católico, sino que también había otros que no se debían ignorar si se quería ejercer el buen gobierno. Se refería a los restantes principios del lema, incluida la legitimidad o derechos del rey. Así, siendo cierto que defendía la Unidad Católica, don Carlos no se polarizó en este gran tema, sino que recordó los principios básicos de la tradición española en su totalidad.

7.4.6. No admitió la posibilidad que los clérigos –concretamente

los obispos-, se entrometiesen -a través de la Unión Católica u otros motivos- en

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materias políticas destinadas al gobernante cristiano. No existió el caso contrario, esto es, de obispos proclives al Carlismo que utilizasen su cargo para darle una rentabilidad política.

La presencia del cardenal Monescillo, del canónigo Manterola, el obispo Lagüera y Menezo (integrista desde 1882) etc. en las Cortes españolas no tenía otra intención que defender los derechos de la Iglesia.

Los obispos que según Del Campo Muñoz –libro de talante y crítica excesiva y psicologista- presentaron una actitud más desconfiada y procarlista hacia la restauración de 1874 fueron Barrio Fernández (Valencia), Ríos Lamadrid (Lugo), Monescillo (Jaén…), Monzón (Granada), Marrodán Rubio (Tarazona) y su sucesor Soldevila y Romero (Tarazona), Vicente Horcos San Martín (Osma) y su sucesor Pedro Maria Lagüera, Caixal y Estradé (Urgel) y su sucesor Salvador Casañas, Luis de la Lastra y Cuesta (Orense, Valladolid y Sevilla), Jacinto Martínez Sáez (La Habana), Pozuelo Herrero (Canarias etc.), Serra (Daulia) etc., y apoyados moralmente por el cardenal Angelo Bianchi (61). En realidad, más que pertenencia tendrían simpatías y convicciones personales, sin utilizar su cargo para su extensión de su tendencia personal en sus diócesis, sin ser infiltrados carlistas en la iglesia que es de lo que Del Campo Muñoz al menos excusa a Lagüera. No se ve que este término excesivo lo utilice la autora del alfonsino Pidal y Mon, cuando éste animaba la clerical Unión Católica con las intenciones partiditas que según otros autores ya hemos indicado hacia su persona.

Hubo otros obispos muy significativos contra el liberalismo como Pedro Casas Souto (Plasencia), Tomás Bryan y Livermore (Cartagena), Remigio Gandásegui Gorrochátegui (Dora, Ciudad Real, 1909), y un largo etcétera.

Pedro Casas Souto (Plasencia), 1885

Tomás Bryan y Livermore (Cartagena)

1889

Remigio Gandásegui Gorrochátegui

(Dora, Ciudad Real) 1909

7.4.7. Identificó el Carlismo con España. Don Carlos decía en su

manifiesto, firmado desde Loredán el 10-VII-1888 (62), lo siguiente:

“España está sedienta de justicia, de orden, de libertad para el bien, de autoridad moral y recta. Nuestro partido es la reserva que, bien organizada y disciplinada, puede dotarla de todos esos beneficios. Para que nuestros trabajos no sean estériles es indispensable que haya inflexible energía de mi parte para defender los principios que siempre

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he proclamado, é ilimitada confianza de la vuestra en el Jefe que os ha consagrado su existencia entera.

Tengo puesta toda mi fe en Dios, y después de Dios en vuestra lealtad. Con ella cuento y con la gracia de estado que el cielo concede siempre al que, nacido con altísimos deberes, la pide con fe ardiente”. Se entendía que el Carlismo no era una “cosa”, ni propiedad de los

carlistas, sino que era España en su ser y en la vida; era la Patria España en el sacrificio, y, sobre la Patria, estaba Dios, reverenciado y adorado. Claro es que un racionalista no aceptaba la afirmación del “ser” de España, ni que los tradicionalistas viviesen cualquier “convicción” de naturaleza temporal hasta el máximo sacrificio de la vida.

Por lo mismo, cualquier racionalista en un mayor o menor grado, era incapaz de hacer sacrificio alguno de la propia vida y hacienda, y plegaba ante las mayorías sus convencimientos. Tampoco había voluntarios en las tropas del Gobierno liberal cuando luchaban contra los carlistas, sino soldados de leva obligatoria o quintas, siendo así que, ya en la Primera guerra, muchos de ellos desertaron a las filas carlistas.

Cuando el historiador de influencia racionalista, amigo de lo pragmático y de no “mezclar” lo divino en cuestiones humanas o temporales, juzga al Carlismo, lo reducirá a un romanticismo cultural muy propio de la época para luego arrinconarlo en la historia, como si los liberales, que por nada apostaban sus vidas y menos sus haciendas, no fuesen de la misma época y el liberalismo no fuese verdaderamente romántico.

No es difícil concluir cómo el tradicionalismo, cuyos contenidos se encontraban en la España pre-revolucionaria, y se mantuvieron en el tiempo con o sin incidencia de la cultura romántica, fue más un clasicismo normativo de vida, por muy presentes que estuviesen los sentimientos de su época.

Si se trata de un racionalista clerical de perfil bajo, afectado de un idealismo progresista y utópico sobre el hombre y sociedades de inspiración mariteniana, que exagera los derechos individuales para frenar el socialismo socialdemócrata, dirá que, en tal caso, dicho pretendido “ser” de España y los convencimientos personales hasta el sacrificio de la propia vida, habrían sido absolutizados, en contra del Absoluto que sólo es Dios. Así –insistirá-, lo que no proceda de Dios deberá ser abandonado a las mayorías por aquello de la libertad de las conciencias. (Nos preguntamos qué tendrá que ver la conciencia con estos temas estrictamente temporales).

Lo extraño es cuando tal persona critica y hasta se exaspera hacia quienes discrepan de él, que critique a beneméritos obispos del s. XIX, y minusvalore a quienes admiten que hay verdades temporales que no deben ser puestas al albur de la opinión mayoritaria. Como para un racionalista no hay libertad de las conciencias sin libertad de los que tienen falta de conciencia, el tema Dios, para no ser puesto en tela de juicio en el ámbito político, debería ser omitido. Todo muy laico o laicista, y muy poco coherente y conforme a la realidad social del hombre, la realidad histórica, y otras cuestiones de mayor calado.

7.4.8. Don Carlos mantuvo sus juramentos de los Fueros en

Guernica y Villafranca, y su devolución de los Fueros a los Reinos de la Corona de Aragón.

7.4.9. D0n Carlos mantuvo la titularidad de la Corona y sus

derechos desde el destierro, pero enseguida hablaba de la Corona como servicio –la legitimidad de ejercicio-, concretando sobre él. Afirma en 20-IX-1880:

“Se ha dicho de Mí que había adquirido compromiso formal de no

combatir á la Regencia y no poner trabas á la situación imperante en España. Inexactitud igual á las anteriores. Yo no he adquirido

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compromiso alguno. Estoy libre, tan libre como el día que di el grito de guerra contra el extranjero (nota: Amado de Saboya) y contra la república. Si bien no quiero turbar la paz de España mientras no me vea, como entonces me vi, llamado por unánime clamor de todos los oprimidos (nota: 1872-1876), eso no implica que renuncie á ninguna de mis declaraciones, ni que consienta en licenciar á uno solo de los soldados de mi causa. Quiero, lejos de eso, mantener la más estrecha cohesión entre los nuestros, y apercibido, esperar la hora de Dios sin abdicaciones de ningún género” (63).

Libro sobre “El partido carlista y los Fueros” que alcanzó una gran difusión. Contiene abundantes documentos, algunos de de cuyos originales son

difíciles de encontrar.

Don Carlos y su familia

A su mantenimiento de la legitimidad monárquica de Derecho –la legitimidad de origen- no le contrariaba el que León XIII y buena parte de la jerarquía eclesiástica española –en general de talante tradicional- reconociesen a don Alfonso. Esto era fruto de la diplomacia pontificia por un lado, y que el clero no se metía en temas dinásticos por otro.

Así mismo, Don Carlos rechazó el plan del cardenal Cascajares en 1895 de “acabar patrióticamente con el carlismo, para consolidar en el trono a Alfonso XIII”.

En la vida cotidiana, los carlistas sustituían la comprometida palabra “Rey” –que era equívoca ante los alfonsinos-, por el título de “Duque de Madrid”, y en las publicaciones se indicaba una “R.” para referirse al Rey.

El Carlismo no dependía de un hombre concreto, llámese –por ejemplo- el fidelísimo Tomás de Zumalacárregui, llámese Ramón Cabrera hasta que claudicó en su ancianidad y fue expulsado de la Comunión por don Carlos VII en la Junta de Vevey en 1870. Arjona escribió pronto y bien sobre esta claudicación, lo mismo Luis Fidanza (1872), aunque Oyarzun quiso revalorizar la persona de Cabrera pero nos tememos que sin conseguirlo (64).

El Carlismo no era un rey concreto, ni una dinastía. No era aquel rey -es el caso de Juan III- que ahondó la crisis entre los carlistas cuando se manifestó liberal, aunque le sucediese don Carlos VII gracias a la acción providencial de la Princesa de Beira –la segunda esposa de Carlos V- quien, según hemos explicado, orientó a los carlistas y el resto de los habitantes de la vieja piel

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de toro en su “Carta a los Españoles” fechada en 1864. Gracias a ella, Juan III abdicó en su hijo don Carlos VII en el año 1868, lo que fue como una bocanada de aire fresco en las tórridas tensiones y las desorientaciones del momento. El rey esperado –don Carlos VII- fue posible porque los carlistas esperaban y se estaban preparando in extremis para una nueva oportunidad. El Carlismo tampoco era aquel gran rey que fue don Carlos VII, en cuyo Testamento político expresó con una gran agudeza qué era el Carlismo. Recordemos lo que se dice en él:

“(…) si apuradas todas las amarguras, la dinastía legítima que nos

ha servido de faro providencial, estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás. Vosotros podéis salvar a la Patria, como la salvasteis, con el Rey a la cabeza, de las hordas mahometanas y huérfanos de Monarca, de las legiones napoleónicas”. Y, añadamos nosotros, como la salvaron de nuevo en 1936 frente a la IIª

República revolucionaria estando huérfanos de rey, en el momento en que al fallecer Alfonso Carlos I le sucedió don Javier como Regente. Para que los liberales e incluso algún historiador, galardonado (“ex aequo”) en nuestro tiempo, escriba nada menos que en un libro de segundo de Bachillerato sobre ese “¡Volveré!” de don Carlos, apostillando que “no volvió”. Por algún subjetivismo (¿renovador de una historiografía, en realidad conservadora, mariteniana, y sutil e ideológicamente beligerante?) éste será el único texto de Bachillerato que cita dicho vocativo.

El Carlismo es, según Carlos VII, “esta gran familia española” que sirve a Dios, a España, a sus tradiciones y al rey. Y continuaba diciendo:

“Nuestra Monarquía es superior a las personas. El Rey no muere.

Aunque dejéis de verme a vuestra cabeza, seguiréis, como en mi tiempo, aclamando al Rey legítimo, tradicional y español, y defendiendo los principios fundamentales de nuestro Programa”. Nada menos romántico que el testamento de don Carlos VII, y no sólo

por su nula grandilocuencia en la utilización del lenguaje, sino porque no cae en los errores del victimismo, del historicismo y el futurismo. Es más, don Carlos apelaba al esfuerzo diario, ofrecía un proyecto político, hablaba a lo concreto y “al terreno”, y manifestaba un gran realismo que le hacía afirmar:

“Encargo a mi hijo Jaime que persevere en mi política de olvido y

de perdón para los hombres. No tema extremarla nunca demasiado, con tal de que mantengan la salvadora intransigencia en los principios”. Don Carlos tuvo presentes:

“los ejemplos de mis augustos antecesores (decía don Carlos a Ramón Nocedal desde Gratz el 14-VI-1888), muertos en el destierro por no transigir con la revolución en poco ni en mucho, (ejemplos que) me han enseñado a no temer el número” (65). 10. Don Carlos gobernó desde el exilio mediante disposiciones, sin

intromisiones en ámbitos en los que carecía de jurisdicción, animando, siempre en positivo, y mostrándose muy agradecido.

11. Instituyó la Fiesta de los mártires de la Tradición, haciéndolo

desde su palacio en Venecia el 5-XI-1895.

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12. Recogió y conservó en el palacio de Loredán (Venecia), expuso y difundió, las Banderas de sus Ejércitos.

En 1881, Don Carlos fue expulsado de Francia y, tras una breve estancia en Londres, fijó al fin su nueva residencia en el Palacio de Loredán (Venecia), al que trasladó su preciada colección de banderas. Entre 1888 y 1889, la revista carlista “El Estandarte Real” publicará una serie de cuatro hermosas láminas en color, obra del artista italiano Luigi Gasparini, en las que aparecían representadas las paredes del Salón de Banderas de Palacio de Loredán, con todas las enseñas allí reunidas e identificadas en dicha publicación. En ellas aparecían cincuenta y dos banderas de los Ejércitos carlistas y cuatro arrebatadas a las tropas liberales, aunque en su relación Melgar sólo cita cuarenta y cuatro, incluidos los trofeos.

También el marqués de Cerralbo, dirigente carlista y representante de don Carlos en España, fue un gran coleccionista, además de mecenas, historiador y escritor.

Así como nadie tiene argumentos para contraponer a la Iglesia con la cultura y la ciencia, tampoco podrá contraponer a la cultura y al saber con el Carlismo. Basta para ello advertir la labor cultural de don Carlos VII y otros mecenas, la extracción universitaria, de las artes y letras de no pocos carlistas, la categoría de sus oradores y políticos, la prensa, las revistas ilustradas, la pintura y la música, los concursos literarios, las artes menores, el cancionero de inspiración carlista, las asociaciones... Si los carlistas eran un pueblo, una comunión, era comprensible que se expresasen en todos los aspectos de la vida.

En otro orden de importancia pero en relación con la vida cotidiana, se sumaba la utilización de los medios del momento en la propaganda y el uso diario, tales como postales, fotocromos, sellos, medallas, recortables y un largo etcétera.

Banderas del palacio de Loredán. Dibujo de Gasparini

13. En uso de sus facultades regias, Don Carlos premió a sus

leales mediante la concesión de títulos nobiliarios (66). 14. Difundió con simpatía y sencillez la propia imagen mediante

autógrafos en fotografías distribuidas entre los más próximos. A su vez, la prensa y los libros reproducían dichas fotografías.

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15. Don Carlos vivió con una forma de verdadera y austera

majestad en el palacio de Loredán en Venecia. Su madre le regaló un palacio cerca del gran canal de Venecia, situado

pared con pared junto a otro palacio que así mismo regaló a su segundo hijo don Alfonso Carlos.

Don Carlos lo llenó de colecciones para que fuesen la admiración de los hombres de cultura, incorporadas de sus viajes por el mundo: América, la India etc.. También lo llenó de banderas de sus Ejércitos y otros objetos nobles para que fuese un punto de referencia, claro y perdurable, de las páginas más gloriosas de la historia de España.

Su segunda esposa, doña Berta de Rohan, que tanto perjudicó al Carlismo, una vez fallecido don Carlos se sintió con poder para decidir sobre los cuantiosos elementos de museo

Muchas cartas y decisiones de don Carlos serán firmadas desde el Palacio de Loredán.

16. Don Carlos creó la figura del jefe delegado o representante del

rey con amplios poderes, distinguiéndolo del jefe de la minoría parlamentaria que los carlistas enviaban a las Cortes.

Don Carlos dotó al partido de una organización sólida e idónea, apoyado por sus representantes como Cándido Nocedal (1879-1885), Navarro Villoslada, el marqués de Cerralbo (1890-1899), Matías Barrio y Mier (1898-1900), Bartolomé Feliú, de nuevo el marqués de Cerralbo (1912-1918).

Más tarde con don Jaime III fue jefe delegado el marqués de Villores. Pues bien, Nocedal y sobre todo Cerralbo comprendieron que, sin

posibilidades en el ámbito militar, sólo era posible la acción política en la que todo estaba por hacer.

Cándido Nocedal (+1885), Diputado

a Cortes

Francisco Navarro Villoslada,

escritor sobresaliente

Marqués de Cerralbo, Enrique de Aguilera y Gamboa, Diputado a Cortes, Senador del Reino por

derecho propio, dos veces Grande de España

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Matías Barrio y Mier. Diputado a Cortes por Cervera de Pisuerga

(Palencia)

Matías Barrio y Mier

Bartolomé Feliú. Catedrático de la Universidad Central. Diputado a Cortes por Tafalla (Navarra) en 1908. En 1912 dejó el cargo.

Marqués de Cerralbo

Romualdo Cesáreo Sanz Escartin

Marqués de Villores

17. Don Carlos insistió en la importancia de la prensa como elemento de difusión, prestigio, y aglutinamiento de los leales. Para ello puso paz entre los periódicos La Fe, El Siglo Futuro y El Fénix durante la década de los ochenta.

También fundó el periódico El Correo Español en 1880, según carta a don Luis María de Llauder (Venecia, 20-IX-1880). Se hizo a instancias del propio rey completando así la prensa anterior como La Fe y El Fénix que seguían en pie.

18. Don Carlos renovó algunos aspectos del Ideario, lo que se

concretó en el Acta de Loredán de 1897. A comienzos de siglo se redactaron algunas síntesis del programa tradicionalista, por ejemplo la de Juan Mª Roma (67).

19. Del justificado retraimiento político tras 1876, en 1890 se

pasó a la necesaria participación electoral. Finalizada la guerra en 1876, se inició un retraimiento de la política

electoral, a pesar de los éxitos obtenidos en las anteriores elecciones de 1869-1872. Cándido Nocedal no había sido partidario de la guerra, y tras ella será nombrado jefe delegado (1879-1885).

Dicho retraimiento electoral quizás pretendía mostrar el mantenimiento de la oposición total al sistema liberal, evitar el hundimiento del frente carlista en

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tiempos de paz, y no pedir demasiados compromisos -que no llegaban a la altura humana de lo mucho que habían dado-, a quienes acababan de ofrecer su vida contra la Revolución e incluso a los familiares de muchos que se habían sacrificado por la verdadera Restauración de la legitimidad de origen y ejercicio. La abstención electoral era como el luto de una gran familia ante el fallecimiento de un familiar querido, y recordaba al gobernante de mero hecho de su propia ilegitimidad. Además, en aquellas fechas el sistema electoral era censitario, siendo conocidas posteriormente las trampas electorales de un sistema fundado en las oligarquías y el caciquismo, el pucherazo y el encasillado. Súmese a ello la desorganización política entre los carlistas.

Antonio Cánovas del Castillo, autor político de

la Restauración alfonsina o liberal-moderada, encumbrado por muchos pero no por quienes rechazaron sus soluciones de

compromiso entre las tendencias políticas liberales por encima de la salud pública o el bien común. Los

hechos mostraron que el bien común quedaba supeditado a las

luchas entre partidos.

Con ley de Asociaciones (1887), la llegada del marqués de Cerralbo, y el

sufragio universal en 1890, el Carlismo entró en la política electoral. Cerralbo quiso frenar a Cándido Nocedal -hijo de don Ramón y autor del cisma integrista en 1888-, reorganizó el partido, efectuó una política de atracción a todos los españoles de buena voluntad, y reintegró el diario La Fe (Jordi Canal, 2006, p. 123). La política electoral del Carlismo tuvo buenos resultados, aunque no obstante criticase el sufragio universal en cuanto que no era representativo, y por su inferioridad de condiciones. A su vez, el Carlismo defendió como representación el sufragio universal de los intereses reales y las instituciones sociales, y el sufragio universal de los siglos.

Cerralbo quiso convertir de nuevo al Carlismo es una comunión competitiva y acorde a las necesidades del momento. Pedía intransigencia en los principios y suavidad en las formas, frente a la intransigencia formal de algunos integristas. Repitamos: su política fue de atracción de los españoles, presencia electoral y parlamentaria, actualización de algunas cuestiones del ideario tradicionalista, intensificar la propaganda, y establecer una sólida organización (Jordi Canal, 2006, p. 29, 100, 126). Así pues,

“el movimiento liderado por don Carlos, (…) no sólo habría

sobrevivido a la escisión integrista, sino que, fundamentándose en un peculiar proceso de modernización política, recuperó en la década de los noventa una parte del terreno perdido. No fue ni la primera vez ni tampoco la última en que, en la historia del carlismo, iba a anunciarse y escenificarse su “muerte” y posterior “resurrección” (Jordi Canal, 2006, p. 79)

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Pastoral del Obispo de Cartagena Tomás Bryan y Livermore Acerca del Liberalismo, Madrid, Biblioteca de la Ciencia Cristiana, 1889, 40 pp. Habla de por qué el Liberalismo es pecado, que no puede cooperarse con él en

plano alguno ni directa ni indirectamente, de las modernas complicidades, y por qué debe superarse la conspiración del silencio. (Biblioteca de la Diputación Foral y Provincial de Navarra)

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7.5. EL TESTIMONIO DE UN EX CARLISTA: JUAN

CANCIO MENA E IRURZUN. Juan Cancio Mena (Pamplona 20-X-1834, Pamplona 26-IV-1916) era un

navarro que fue isabelino, luego neocatólico, en 1869 carlista militante, y en 1878 se distanció del Carlismo para, desde 1909, mostrarse próximo al mismo. Su apellido era Mena e Irurzun, pues recordemos que Cancio es un nombre propio.

Este autor no suele citarse por los historiadores. Lo hizo Juan José Peña e Ibáñez (1940), Melchor Ferrer, y recientemente Alejandra Wilhelmsen (1995), Ángel Sanz-Marcotegui, y algunos oros autores.

Fue amigo del “neocatólico” Julio Nombela quien, bajo el seudónimo del vizconde de la Esperanza escribió La bandera carlista en 1871. También escribió con él el periódico “La Cruzada Española” (Bayona) durante la guerra. Terminó la guerra y Mena seguía activo. En 1877, afirmando no obstante todos los principios carlistas, Juan Cancio Mena pretendió en un libro que los carlistas se uniesen en un frente antiliberal y entrasen en la política oficial, pero omitiendo en las elecciones el tema dinástico aunque pudiesen reconocer a don Carlos. Quizás aquí se aplique el dicho de que, “quien tuvo, retuvo”, o, dicho a la inversa, quien careció de sentimientos dinásticos en su juventud también se desembarazó de ellos en el momento del esfuerzo tras 1876. Mena no podía estar así entre los fieles carlistas. Fue a modo de un pre-mellista como luego explicaremos. Por varios motivos, los carlistas –el periódico La Fé- y el propio don Carlos rechazó esta actitud y posicionamiento.

Ningún navarro y casi ningún carlista de otras latitudes siguió a Mena en su separación, y aunque es cierto que su importancia era limitada y sólo se ceñía a Navarra, su actitud flotaba en el ambiente neocatólico. No obstante, el neocatólico Navarro Villoslada seguirá fiel a Carlos VII, y un hijo de Juan Cancio Mena, Ignacio Mena y Sobrino, casi fue elegido diputado jaimista a Cortes por Burgos. También su otro hijo Joaquín será carlista activo.

Juan Cancio Mena e Irurzun, ex carlista tras 1878.

Fuente: “La Avalancha”

Salvador Elío, jurista, jefe carlista del Reino de Navarra. Siempre se

mantuvo fiel a la dinastía legítima. Superó la crisis integrista.

Fuente: “Biblioteca popular Carlista”

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Quizás tuviera razón “La Fe” en su respuesta a Mena nada más publicar éste su citado libro, a identificarle como persona “impresionable”, a lo que Mena reacción con rapidez en el sentido de que su decisión era madura y no fruto de un temperamento “impresionable”.

Mena, al igual que Cánovas, pensaba que había que respetar al Carlismo por ser el valladar contra la revolución violenta cuando ésta estallase. Sin embargo, a diferencia de él, Mena mantenía grossso modo o en general la doctrina tradicionalista. Que criticase el sufragio universal en “El Eco de Navarra” poco significa porque también los conservadores lo criticaron para después admitirlo éstos como un hecho indestructible. En varias ocasiones, se opuso a que los moderados organizasen el partido conservador en Navarra, y que perjudicasen en uno u otro sentido al partido carlista.

Así mismo, tras 1877, Mena renunció a varios ofrecimientos halagüeños de los políticos conservadores, por ejemplo a ir en varias candidaturas a Cortes "de éxito seguro como lo fueron, y en las que nuestro modesto nombre, fué solicitado con empeño" (68). En 1911 era partidario de respetar al partido carlista, al que ensalzaba y valoraba muy positivamente en sus principios, fuerza y acción.

Mena e Irurzun afirmaba que era necesario considerar al Carlismo más como aliado que como enemigo:

"No hay, pues, que intentar suprimirlo, ni absorberlo en otro

partido, porque tal intento sería vano y contraproducente, sino respetarlo siempre que se mueva dentro de la Ley. Lo que conviene es tomarlo como aliado para la defensa del orden social y de la integridad de la Patria" (69). El pensamiento de Mena sobre el Carlismo se refleja en tres artículos de

su autoría, que El Pensamiento Navarro tomó de las páginas del periódico conservador El Eco de Navarra, que precedió a Diario de Navarra. Los temas eran que en este caso le movieron a utilizar la pluma fueron el fallecimiento de Don Carlos VII de Borbón (70), sus funerales (71), y “Sobre política general en Navarra” (72). En los tres Mena fue muy laudatorio para el Carlismo y los carlistas.

El primer artículo de Mena fechado el 20-VII-1909 (73), era el

más breve y lo escribió con motivo del fallecimiento de Carlos VII. En él Mena afirmaba la saludable pervivencia del Carlismo y los carlistas, y la necesidad que la sociedad española tenía de ellos, debido a su espiritualismo y principios, a sus virtudes cristianas y humanas, y por tener como objetivo y fin el bien común integral:

“(…) el carlismo no morirá, porque no es un adjetivo incorporado

á un hombre (nota: se refiere a don Carlos VII) sino el símbolo de principios que podemos llamar fundamentales en su esencia, dogmáticos en cierto modo, y porque sus defensores, según decía Cánovas del Castillo en su prólogo al libro sobre los Vascongados de Rodríguez Ferrer, son gentes que de veras y no de burlas antepone su convicción, su fé religiosa á todo material interés y á todos los sentimientos mundanos.

Es indudable, pues, que el carlismo no es hoy un partido, no es un accidente, sino que es un elemento político con determinados dogmas, por más que para definirlo y determinarlo como partido hubiera que señalar fórmulas prácticas que pusieran en buena luz sus procedimientos gubernativos; pero prescindiendo de la idea que entrañan tales consideraciones, y apartándonos de todo prejuicio y de cuanto puede parecer simpatía ó apasionamiento, nos atrevemos á decir que aun cuando Don Carlos ha muerto no ha muerto ni desaparecerá el carlismo,

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ya que no como amenaza de guerra como defensor de determinados principios que son alma de las instituciones públicas, garantía del orden social y espíritu moralizador de las costumbres. Es preciso que lo reconozcamos imparcialmente, ha pasado la hora de burlarse de los carlistas como hombres enemigos del progreso, menguados de ciencia, faltos de patriotismo y reaccionarios sistemáticos, porque entre sus hombres brillan profundos pensadores, oradores elocuentes y una masa sana, no contaminada por el materialismo corruptor”. A continuación, Mena señala dos virtudes del Carlismo y los carlistas. La

primera, su actividad política y parlamentaria, electoral, publicística y periodística, en las que el Carlismo, “que tiene su razón de ser, independientemente de formas y dinastías” –dice Mena como en 1877-, “hoy utiliza los derechos que le conceden las instituciones fundamentales y las leyes, dentro del órden constituído”. Este admirar la actuación dentro del orden constituido podía ser por lo mismo que Cándido Nocedal se opuso a la guerra de 1872 –él creía en los métodos políticos y electorales-, o bien por cierto apego a la legalidad aunque fuese de un Gobierno moderado pero revolucionario. La primera postura era de carlistas que procedían del sector neocatólico pasado al Carlismo, y la segunda de tránsfugas al nuevo sistema de hecho de la restauración alfonsina tras 1876. Recordemos que Mena fue dejando el Carlismo en 1877 –aunque relativamente o nunca totalmente- y no tras el pronunciamiento militar de Martínez Campos en 1874.

La segunda virtud del Carlismo era que “es á la vez un dique en el que se estrellarán siempre las corrientes anárquicas” -que no sólo anarquistas-. Por eso, aunque don Carlos hubiese fallecido, “no morirá el carlismo, sino que vivirá bajo uno ú otro nombre”. Ese nombre sabemos que será jaimismo, por el nombre del rey Jaime.

Algo similar escribirá Mena en 1911 (74). En el segundo artículo del 10-VIII-1909 (75), Mena consideraba al

Carlismo una realidad política sólida, limpia, y necesaria para la sociedad debido a sus principios y procedimientos.

Sólido, por su defensa constante de los principios y por su fidelidad. Limpio, por no conspirar como hacían los partidos liberales y la revolución social (PSOE, CNT…), ni aprovecharse de los males de la Patria. Quizás esto último se refería a que, en 1897, don Carlos se retrajo de dar la voz de levantamiento general armado. Necesario, porque sus principios daban respuesta a la grave crisis política y social por la que atravesaba España. Necesario también por ser un partido de orden, que tolerará –así dice y en su acepción clásica de permisión negativa del mal- el poder constituido de hecho –se entiende hasta que el llamado Pretendiente fuese proclamado rey-, y, además, en aras a ese bien común que, en ese momento, consistía –según Mena- en hacer un frente común contra la revolución. Esta tolerancia se referirá al hecho de presentarse a las elecciones, como desearon Nocedal y algunos otros “neocatólicos” mantener en 1872. Ante esto último, sabemos que los carlistas mantuvieron su crítica al sistema y régimen liberal, causante de todos los males criticados, y actuarán contra él hasta donde sus fuerzas les permitan en cada momento, sin considerarse “apagafuegos” o “bomberos” de nadie. Mena decía así:

“No ha sido un partido, sino algo más grande que un partido, ha

sido una comunión de creyentes que oficiando dentro de la más perfecta legalidad y agena á toda responsabilidad política, de hombres de fé, incapaces de traicionar los dogmas que profesan; han pagado un solemne tributo póstumo á la memoria de quien fue el símbolo viviente de su bandera, el caudillo de su campaña, el irís de sus esperanzas de ayer, de hoy y de mañana, que no se encierran en una fórmula, porque esperan el resurgir de un nuevo día, para que España, bajo una ú otra

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forma haga luz en las tinieblas del presente; que sea la resurrección de una patria oprimida, vilipendiada, escarnecida, no ya por los gobiernos que la rigen y á quienes se carga siempre toda la responsabilidad, sino por un estado social detestable, producto de las propagandas impías y disolventes que se hacen á la sombra de instituciones viciosas ó deficientes, y programas de una libertad licenciosa que estrecha los horizontes del verdadero derecho, que envenena la atmósfera política, que asfixia los espíritus, que extravía la opinión pública y cede en mengua del verdadero pueblo; el que calla, el que sufre, el que trabaja; que es inmensamente mayor que el que constituyen esas colectividades callejeras, ignorantes de crasa ignorancia, exentas de toda fé, apasionadas hasta el delirio, turbulentas hasta el desenfreno, y destructoras de todo orden social. Ese tributo pagado á la memoria de Don Carlos de Borbón y de Este no ha sido el de un partido que aspira al poder, que conspira en los antros, que acecha al enemigo para clavarle alevosamente un puñal, que desea el mal de nadie, que no repara en medios para lograr su fin, que no aprovechará nunca las crisis de la patria para agravarlas con temerarios levantamientos, porque su fin es el bien público, la solidez de los poderes, la justicia en las leyes, la pericia en los gobernantes, la pureza en la administración, la armonía en todas las esferas sociales

(…) Lo repetimos, no es un partido que perturba, ni que esgrime las armas vulgares de la política al uso, sino una comunión restauradora no ya de dinastías, ni de formas de gobierno, sino de los fundamentos sociales quebrantados por una revolución permanente, insana, satánica que empezando por negar á Dios, por combatir la familia, por hacer la guerra á la propiedad y por resistir todo vínculo moral, sigue por asesinar, por robar, por profanar los más sagrados intereses y hacer imposible la vida civilizada, y hasta la vida material (…)”. En su largo testimonio se observan los resabios reconocementeros,

legalistas y oportunistas de Mena, algo polarizado en presentar al Carlismo como un partido no faccioso, en mostrarse algo distanciado del mismo (”sin ocultar nuestras convicciones en nada ni para nada”), y afirmando la necesidad de “que (el Carlismo) respete siempre el poder constituído sin discutir su legitimidad extrínseca mientras ese poder subsista, mientras la revolución no lo destruya, que si se le deja avanzar, lo destruirá”. Sin duda, esta era herencia del sector carlista que no quiso la guerra en 1872, ni la situación originada por la derrota de 1876, oponiéndose Mena a que el Carlismo fuese silenciado durante la nueva y aparente paz de 1876, y que perdiese las posibilidades que no debió perder con el levantamiento armado de 1872.

“El Tradicionalista”, diario carlista de

Pamplona. En 1888 se pasó con armas y bagajes al

integrismo nocedalino.

Los carlistas crearán el

nuevo diario “La Lealtad Navarra” a fines de 1888 y después “El

Pensamiento Navarro”

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Un hijo de Mena, Ignacio Mena y Sobrino, casi fue elegido como jaimista

diputado a Cortes por Burgos en 1914. Ocurrió dos años antes de fallecer su padre (76), quedando por encima de los dos candidatos ministeriales. El vencedor, que llevaba representando a la ciudad en 11 legislaturas durante 25 años, le ganó por tan sólo 28 votos. Esto puede considerarse un éxito para los carlistas. Otro hijo suyo de sus segundas nupcias con Francisca Sarasate (hermana del famoso violinista y compositor), Joaquín Mena y Sarasate, también militó en las filas tradicionalistas o jaimistas.

A continuación, Mena señalaba que ninguna persona de orden podía temer problemas derivados de la aglomeración social o manifestación silenciosa ocurrida antes y después de los funerales de Don Carlos de Borbón y de Este (no dice Carlos VII), celebrados en la catedral de Pamplona, como tampoco de la muchedumbre que rezó por su eterno descanso, que honró su memoria, y que de nuevo hizo una vibrante profesión de fe (humana) en la bandera tradicional. Según El Pensamiento Navarro, al funeral asistieron 10.000 personas (77). Por ser imparcial más que neutral (acertada observación de un amigo de los distingos como fue Mena, término que también utilizará en su texto clave del 22-XI-1877), Mena afirmará -como lo hizo en 1877-, que el Carlismo era más que una dinastía y forma de gobierno, esto es, que era el movimiento que defendía los fundamentos de la sociedad frente a la revolución:

“Lo repetimos, no es un partido que perturba, ni que esgrime las

armas vulgares de la política al uso, sino una comunión restauradora no ya de dinastías, ni de formas de gobierno, sino de los fundamentos sociales quebrantados por una revolución permanente, insana, satánica que empezando por negar á Dios, por combatir la familia, por hacer la guerra á la propiedad y por resistir todo vínculo moral, sigue por asesinar, por robar, por profanar los más sagrados intereses y hacer imposible la vida civilizada, y hasta la vida material”. De esta manera, Mena no ocultaba sus convicciones procarlistas. Sin

embargo, y con un perfil mantenido desde 1878, insiste e insistirá de nuevo que la concentración carlista respetó “la más perfecta legalidad”, y que los asistentes dieron una prueba inequívoca de que “respetan profundamente el poder vigente”, aparte de la colaboración que los carlistas siempre habían mostrado con el orden público a diferencia de los anarquistas. En sus afirmaciones, Mena mantenía sus perspectiva de 1878 cuando quería colocar a los carlistas en un terreno netamente legal según la legalidad del poder constituido. Este argumento ad hominem también lo esgrimirá ante el diario carlista La Fe el 27-XI-1877, al que objetará que, por el hecho de editarse y no ser clandestino, éste era un periódico legal. Mena insistía al decir:

“No es partido político y menos un partido faccioso la honrada

masa, compuesta de todas las jerarquías sociales que ayer tributó honroso homenaje á la memoria de quien simbolizó los dogmas fundamentales de gobierno y arrostró contrariedades infinitas por no traicionar su bandera; ni seguramente la traicionará nadie que comprenda su grandeza, independientemente, como ya lo hemos dicho, de dinastías y de formas de gobierno; nadie que tenga los alientos cristianos, que tribute culto á las doctrinas católicas, y que respete siempre el poder constituido sin discutir su legitimidad extrínseca mientras ese poder subsista, mientras la revolución no lo destruya, que si se le deja avanzar, lo destruirá”. Nuestro autor finalizaba su magnífica declaración procarlista de esta

manera:

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“Esos hombres que ayer oraban en el templo, que ejemplarizaban

en las calles con su silencioso recogimiento antes y después del solemne acto, y que sienten el patriotismo más fervoroso; son los mejores y más sanos elementos de gobierno, como lo han reconocido siempre sus más autorizados adversarios, y como lo debemos reconocer todos imparcialmente, abrigando la seguridad más absoluta de que los gobiernos coincidirán en nuestros mismos dictámenes y creerán que en la gran crisis social que estamos atravesando son el baluarte más firme del orden público y social”. Nos preguntamos si en 1936 Mena hubiera reaccionado igual que en

1869, esto es, ingresando en el Carlismo, en su calidad de movimiento político más antiguo de España, que mantenía unos principios fundamentales en cuanto que verdaderos, así como la legitimidad del poder político, y que era el faro de atracción de las honradas masas abandonadas por el partido conservador y moderado que tanto mal había hecho mal a España -según escribió Mena-. ¿Hubiera ingresado Mena en él en 1936, como lo hizo el conservador y alfonsino marqués de Rozalejo en Navarra, aunque más tarde éste fuese a Estoril en la década de los cincuenta del siglo XX? (78). El periódico nacionalista vasco “Napartarra” criticó a Mena en 1911 y le sacó los colores por su cambio de 1877, sin que hubiese peligro alguno en Mena en escorarse hacia el nacionalismo periférico (79).

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8. CUARTA ETAPA. LA TRADICIÓN ESPAÑOLA DURANTE EL DESTIERRO DE JAIME III (1909-1931): CON

ACTUALIZACIÓN Y PERSEVERANCIA -Y AÚN SIN ADVERTIRLO- LOS CARLISTAS SE PREPARABAN PARA

SALVAR A ESPAÑA DE LA DEBACLE. Esta etapa no siguió a una guerra civil, sino al fallecimiento en 1909 de

ese gran rey que entró en la leyenda, y que fue don Carlos VII.

Bonito cuadro de doña María Cristina de Habsburgo y Lorena –que de carlista

viviendo en Austria se convirtió en anticarlista ya en España-

y su hijo don Alfonso de Borbón, primo de don Jaime

La respuesta a los problemas del momento la dio el jaimismo, y no el conservadurismo, cada vez más escorado hacia la necesidad de un “cirujano de hierro” (el general Polavieja o Primo de Rivera). Ocurrirá que, tras el largo período de relativa paz inaugurado por Primo de Rivera en 1923, el 28-I-1930 será expulsado por Alfonso XIII, quien poco después, el 14-IV-1931, entregará el poder al Comité revolucionario (y republicano) presidido –algo paradójicamente- por el ex monárquico y liberal conservador Alcalá Zamora. Sustituido el dictador, la sociedad que él protegió no estaba preparada para reaccionar y para evitar que, en la nueva República, mandase la masonería, y que la Revolución marxista liderada por el PSOE y UGT preparase su definitivo asalto al poder político, para desde ahí modelar o recrear la sociedad como antes hicieron los liberales. Tampoco fue suficiente la Unión Patriótica creada por el dictador para organizar políticamente la sociedad, pues carecía de arraigo social.

Pero volvamos al quehacer tradicionalista. Una vez aceptaba la dimisión de Bartolomé Feliú como Delegado Nacional regio en 1912, don Jaime III nombraba una Junta Central presidida por el marqués de Cerralbo –que de nuevo entró en política-, hasta que éste se retiró definitivamente en 1918. En ese momento, le sustituyó temporalmente el senador por Navarra y antiguo general Romualdo Cesáreo Sanz y Escartin. Al asumir don Jaime la dirección de la Comunión Tradicionalista, eligió como secretario general político sin poderes

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delegados, a Pascual Comín, seguido inmediatamente por Luis Hernando de Larramendi y luego del marqués de Villores.

En tiempos del rey Jaime se fortaleció el planteamiento teórico y práctico del Regionalismo carlista frente al nacionalismo separatista periférico vasco y catalán (Vázquez de Mella al que luego se sumó Víctor Pradera). En plena época del regeneracionismo, se explicó con detalle qué era la Tradición. Se identificó la nación española ante el desconcierto que conllevó el desastre de 1898, y se le dio esperanza. Se exigieron los derechos de la sociedad ante el poder civil, es decir, los derechos insoslayables de los cuerpos intermedios, la libertad municipio y de las Regiones, y la verdadera representación frente al gobierno de las oligarquías. Surgieron activistas sociales frente al obrerismo revolucionario, como fueron Ramón Sales -fundador del Sindicato Libre en Barcelona en 1919-, y Estanislao Rico –director del semanario carlista “Reacción”-. Ambos salieron del jaimismo y actuaron junto con un núcleo de trabajadores agrupados en él. Pasarán los años, y Sales será torturado y despedazado por los anarquistas en 1936. Dichos Sindicatos Libres no eran específicamente carlistas, y se extendieron después por Cataluña y otras zonas de España. Con el rey Jaime hubo un notable esfuerzo organizativo, pues la Revolución amenazaba frontalmente. Advirtamos en este momento la situación del marxismo internacional y el triunfo de la revolución bolchevique.

Don Jaime III de Borbón permaneció en una

impenitente soltería, en perjuicio de la Causa que representaba. Le sucedió su tío, de avanzada edad, don

Alfonso Carlos I

Pasado el tiempo de los relativos éxitos electorales, los jaimistas

sufrirán las consecuencias y desgaste de su activa participación en las luchas electorales. Tras polarizarse en estas últimas, el pueblo tradicional perderá vigor y su tradicional costumbre reivindicativa. En Navarra, Jaime del Burgo Torres recordaba que, en la IIª República, los políticos regionales carlistas aparecían ante los jóvenes algo así como dinosaurios.

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Algunos de los dirigentes parlamentarios carlistas caerán a modo de presos –así creemos- del deseo del triunfo y la eficacia parlamentaria. Se pusieron nerviosos como si todo dependiese de ellos. Primero se sufrirá la escisión del llamado minimismo de Salvador Minguijón, Severino Aznar e Inocencio Jiménez en 1914.

Mientras tanto, Vázquez de Mella hacía poco a poco su propia política dentro del jaimismo, buscando sobre todo y para ello un marco de relación política con las fuerzas derechistas del Régimen existente. Quiso dirigir a don Jaime III y rebajar –no abandonar- la exigencia dinástica. Poco a poco llegó la escisión mellista en 1919 (80). Si Mella quiso el triunfo “del proyecto político carlista como auténtica alternativa de cambio de sistema” (De Andrés, 2000, p. 247), al final prescindió de don Jaime III. Eran momentos muy difíciles tras el desastre de 1898 y la ocasión desaprovechada por don Carlos, pero también eran difíciles por las peculiaridades de don Jaime, el empuje revolucionario y nacionalista, y por la amenaza anarquista; sin embargo, el pueblo tradicionalista siguió fiel a don Jaime.

Mella no dejó de ser tradicionalista ortodoxo, fue adinástico en la política práctica que diseñó finalmente al margen del rey legítimo, defendió un proyecto político que se situaba por encima de la fidelidad dinástica, aunque no reconoció a Alfonso XIII y fue menos posibilista que Minguijón. Pradera fue menos tradicionalista que Mella, y llegó a aceptar a don Alfonso para luego, durante la República, ingresar en el Carlismo de siempre. Unos y otros se acercaron al maurismo o silvelismo. La unión de las derechas propugnada por Mella fue utilizada por el oportunismo maurista y por otros derechistas católicos, e incluso por Víctor Pradera. La división entre

mellismo y jaimismo, afectó a los seguidores de don Jaime III, ya que no pocos se retiraron a su vida privada. Según Moral Roncal fueron bastantes los dirigentes que siguieron al ilustre tribuno carlista, descabezando así a la organización carlista o jaimista en no pocos municipios, provincias y regiones, precisamente en el momento clave de la crisis del turnismo liberal y del sistema de la Restauración. El pueblo carlista y –no obstante- no pocos dirigentes, permanecieron al lado de don Jaime. Sólo con la República el Carlismo superó su crisis cuando todos los escindidos al fin se unieron.

Una vez que se salieron del jaimismo, algunos tradicionalistas se incorporaron al Partido Social Popular (81), tales como Minguijón y Severino Aznar, o bien -siguiendo por el momento en el jaimismo- Manuel Simó y Luis Lucía. Decimos “de momento” porque su incorporación al PSP les enfrentó a la jerarquía nacional del Carlismo. Otros sufrieron la atracción de la Unión Patriótica, que era el partido creado por el dictador Primo de Rivera, y al fin habrá una nueva escisión, ésta en Cataluña, donde se fundará la minoritaria UDC.

Al Partido Social Popular (PSP) fundado en 1919 por los propagandistas y los tradicionalistas posibilistas al estilo de Minguijón y Severino Aznar, se

Folleto razonado de Mariano Fortuny y Portell

en respuesta al minimismo de Salvador Minguijón, 1914, 51 pp.

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incorporaron mellistas como Víctor Pradera, y los jaimistas valencianos Manuel Simó y Luis Lucía. Todo esto será posible porque el PSP no se presentará como un partido político, sino como un grupo de acción de hombres de distinta procedencia, influyendo claramente los tradicionalistas como una de más importantes tendencias. Lo mismo hizo la Unión Católica en 1881, aunque presentándose como exclusivamente religiosa y bajo el gobierno de los obispos en sus respectivas diócesis. Pues bien, si la Unión Católica al final fue cayendo en la política, también ocurrirá lo mismo al PSP. Los que permanecieron fieles a la Dinastía vieron cumplidos sus pronósticos.

El PSP fracasó, Simó y Lucía se separaron del Carlismo, y Lucía ingresará en el ala progresista de la CEDA. Quizás para compensar estas pérdidas, ya hemos dicho que Pradera, que había seguido a Vázquez de Mella, ingresará en el Carlismo en Navarra.

Abierto el posibilismo como sistema, se llegará a una graduación de posibilismos encadenados (De Andrés, 2000, p. 256). Sinteticemos. Primero, Mella redujo la verdadera alternativa política a la regeneración de España. El partido especulativo del asturiano cayó al final en la tentación de convertirse en un regeneracionismo más. Luego, el regenerador Miguel Primo de Rivera –de tradición anticarlista- mantuvo el trono Alfonsino liberal, y tras el regenerador Franco se instaurará otro semejante. Así se trenzó la historia, sin lugar entre las instituciones oficiales para los carlistas, sobre todo tras 1939. De ésta manera, la regeneración que costó sangre en 1936, se perdió hasta hoy porque el minimismo y el posibilismo no construyeron la política en los momentos clave en los que ésta se debía construir. Y estos momentos llegan, como llegó en 1939, y siempre que es patentemente necesario ofrecer algo nuevo, que no por ello en realidad “novedoso”.

Como no todo fueron escisiones, al fallecer don Jaime, integristas y mellistas regresaron a lo que se llamó la casa común.

Excede nuestro trabajo desarrollar una interesantísima etapa, que explicaría mucho de la situación del Carlismo actual. Se trata de la cuarta etapa posterior a 1939, fecha que expresa la derrota política del Carlismo tras vencer con un gran heroísmo–como dicen los tradicionalistas, Dios es el único buen pagador- en la guerra o Cruzada de 1936. Se trata del franquismo, que quiso arrinconar y desvertebrar al Carlismo.

Juan Vázquez de Mella y Fanjul, llamado “el verbo de la

Tradición”

Víctor Pradera Larumbe, jurista, orador y escritor de El Estado nuevo. Será asesinado en San Sebastián en 1936 a la vez que Joaquín Beunza Redín

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Lo hizo cuando expulsó y persiguió a don Manuel Fal Conde y a don Mauricio de Sivatte –marqués de Vallbona-. Cuando declaró traidoras al Señorío de Vizcaya y la Provincia de Guipúzcoa porque sus políticos optaron por el bando revolucionario durante la guerra civil. Cuando identificó al Carlismo con Navarra, o bien se arrinconaba a los carlistas en la calle y la universidad. Lo hizo cuando según un diario portugués, un ministro de Franco se reunió con el príncipe Bernardo de Holanda, don Juan Carlos y don Carlos Hugo, en una finca de Extremadura, justo antes de la llamada “Operación Tornado”, por la que el Gobierno de Franco expulsaba a don Carlos Hugo de España, quien pasó a residir en Arbonne (Francia). Poco después se diseñaron los acontecimientos o “encerrona” de Montejurra 1976, que pusieron fin a las magníficas reuniones o romerías de miles de carlistas de toda España. La Revolución sabía lo que se hacía, por cómo y cuándo lo hizo. Por lo mismo, algo antes se había asesinado a Carrero Blanco en 1975, justo después de su entrevista con Kissinger en Madrid. Así, se desvertebró e inutilizó a la única fuerza tradicional, que podía perjudicar a la ruptura política planteada y que, al fin, se hizo bajo la apariencia de reforma. Después de Montejurra de 1976, el franquista y ministro Alfonso Ossorio dirá en TV: “el Carlismo huele a sangre y telarañas”. Quien declaró esto mucho tenía que agradecer a los carlistas por la victoria de 1939, aunque no llegó a ver hasta dónde condujo su liberalismo socio-político, pues falleció mucho antes que el duque de Suárez, que vive entre nosotros aunque se encuentre en un estado crítico de salud.

Todos los negocios humanos al margen de Dios pasan y mueren como el heno, mientras que, en los actuales momentos críticos, los carlistas que persisten mantienen la esperanza en Dios, poniendo en práctica el lema de “a Dios rogando y con el mazo dando”, cabecera de una revistilla juvenil carlista de la década de los ochenta editada en la ciudad condal.

Hermosa fachada del Círculo Tradicionalista y carlista de Pamplona en la

calle Pellejerías: Arquitecto M. Arteaga. Foto:JFG2013

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9. CONCLUSIONES 1. ¿Qué significó el Carlismo? El Carlismo expresó la civilización

cristiana e hispánica, formulando en sí una amplia doctrina, pensamiento concreto y unas formas de vida. Esto le hizo diferenciarse de casi todos los restantes movimientos legitimistas europeos, que hacían hincapié en reclamaciones dinásticas. La total articulación de la doctrina tradicional se realizó con Aparisi Guijarro, aunque Vicente Pou, Pedro de la Hoz y otros autores sembraron el camino en momentos difíciles para ejercer la virtud humana y sobre todo teologal de la Esperanza.

El Carlismo de 1833 a 1931 ofreció una respuesta amplia, en el ámbito de la vida, la doctrina y la acción, a las necesidades de cada momento. Hizo lo que pudo y lo que le dejaron hacer. Además, con su mera presencia, frenó la marcha de la revolución secularizadora, de modo que sólo podía producir recelos entre sus contrarios. Estos, tendieron a denigrarle en tiempos de bonanza o tranquilidad –siempre relativa- en el aparente orden político, más que a combatirle en buena lid política. Ni siquiera los revolucionarios con las armas en la mano estuvieron frente a frente de los carlistas, sino que se apoyaron en legiones armadas extranjeras y enviaron sembradores de discordias –como Muñagorri y Avinareta- al campo carlista durante la primera guerra.

En épocas de cierto languidecer como fue tras 1840, los primeros años tras 1876, o bien tras 1939, fruto del cansancio y de los tránsfugas que se pasaron a la nueva situación dominante, los carlistas se reconcentraron en sí mismos, y, aunque hicieron propaganda, parecía que nada o poco adelantaban hacia el exterior. Ese era precisamente el momento de ejercitar la virtud de la esperanza. Dicha propaganda daba respuesta a los problemas que se iban creando, un tanto a remolque de las ideologías triunfantes; en ella pretendían desmentir las mentiras que oficiosamente se les atribuía, salvar los nuevos obstáculos y realizar algunas iniciativas que cuajarán más tarde.

* * * 2. Lucha y esperanza tienen una estrechísima relación, pues quien

lucha, espera. También coincide que, quien no lucha, de hecho tampoco espera. Los problemas de esperanza son problemas de falta de lucha, es decir, de falta de fe. Las tentaciones contra la esperanza suponen una tentación contra la Fe. Así, el gran combate fue en los principios, y no –a medio plazo- sobre las tácticas supuestamente malminoristas, de manera que el corazón de cada hombre se convirtió en el primer escenario para ejercitar la fidelidad.

En estas circunstancias, el pueblo carlista se mantuvo como testigo y no se escindió, aunque a veces algunas de sus élites antes adheridas se disgregasen de la gran Comunión carlista. Nos referimos a los posibilistas, entre ellos futuros isabelinos y alfonsinos moderados, amigos incluso de los pronunciamientos militares como recurso propio de los liberales –que todo se contagia-. Nos referimos a los integristas, y a los posteriores minimistas y mellistas, aunque en 1931 todos ellos se reunieron de nuevo en la Comunión carlista.

* * *

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3. El Carlismo tuvo la ventaja de no ser una ideología, ni un diseño de una sociedad idealizada, sino una forma y contenidos de vida cristiana y a la española, con cierto grado de no concreción –no creemos que fuese un grado “notable – y mucho ejercicio de libertades para que la sociedad y la política se hiciesen a sí mismas.

No se debe tomar el deseo por la posesión de lo deseado, como hacen utopías como la liberal, socialista, nacionalista y democristiana. Las utopías han pretendido justificar todo y, en la práctica, se basan en el cálculo y en la sistemática creación de oportunidades. Por ejemplo, el liberal Juan Nicasio Gallego afirmó que “en cuanto a gobiernos liberales, lo peor son los primeros cien años”, pues tras ellos ya se habrán formado costumbres constitucionales, y habrá paz y opulencia (de la Hoz, pág. 97). Utopía diremos. También –tomo la cita de Aparisi y Guijarro- gritó el general liberal unionista Leopoldo O’Donnell, ante el ataque recibido como presidente del Consejo: “En este país todos los partidos han conspirado cuando no han estado en el poder; no hay un hombre político que con la mano sobre el corazón diga que no ha conspirado…”. Una vez más, la utopía todo lo justificaba y la verdad salía a la luz.

* * *

4. El Carlismo ha atravesado su larga historia de 180 años desde ser mayoritario a ser socialmente muy minoritario. Ante esto, el historiador no debe abandonarse a las apariencias, sino preguntarse sobre las diversas situaciones de los carlistas, observando así qué hay de clásico y permanente en la solución de los problemas y en su propósito de atravesar el desierto político. Recojamos algunas consideraciones.

En primer lugar, lo que se ha llamado ocultamiento del Carlismo, lo es según los actuales parámetros de la política liberal (prensa, reuniones de afirmación o protesta, escándalos, elecciones, recurso al Ejército…). En momentos en que el rey estaba en el destierro y la política liberal campeaba triunfante en las instituciones modelando desde ellas la sociedad, podía bastar a muchos españoles saber y vivir que, en su pueblo, comarca o región, todos fuesen carlistas, dejando así la política gubernamental para el Gobierno y aquellos que vivían de ella.

También es preciso preguntarse por la intrahistoria, pues es muy posible que existan muchos tradicionalistas sin saberlo en períodos de relativo ocultamiento carlista. Las apariencias pueden engañar porque la política liberal distorsiona y enrarece la realidad política.

Tercero. A pesar de la protesta, la dejadez y la claudicación, los carlistas sabían que en adelante las cosas podían cambiar. No eran deterministas sino providencialistas, con una clara teología sobre el esfuerzo humano y el martirio.

Lo cierto es que el minimismo y el posibilismo no construyeron la política en los momentos en los que se debía construir. Y estos momentos llegaron, por ejemplo en 1939, y cuando la sociedad reclama algo verdaderamente nuevo. Los errores no fueron de los carlistas –que sin duda también los tuvieron- sino de sus constantes enemigos, más peligrosos si eran más próximos.

En quinto lugar, no porque los males se agudizasen eso iba a conllevar por reacción comprensible una verdadera restauración. Además de las necesidades y las modas, existía –según de la Hoz- la obstinación de los católico-liberales, unos aferrados a su utopía y otros al comodón buenismo. Añadamos a ello la amenaza del ambiente liberal dominante, y el peligro de quienes se dejaron arrastrar de alguna manera por la ansiedad en busca de unos resultados que respondiesen a las expectativas de sus esfuerzos como divulgadores, polemistas o parlamentarios, y por una esperanza basada más en las propias fuerzas que en la providencia divina. Citemos a los neocatólicos en general, al P. Corbató, a Vázquez de Mella y a tantos otros. Desde luego, tampoco

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los carlistas estuvieron libres del ambiente de su época, y de la crisis del mundo que les rodeaba, por lo que su virtud de la Esperanza resulta más meritoria.

La crisis política en períodos de aparente bonanza no sólo afectaba a los carlistas, sino también al mismo sistema político que monopolizaba la política, la prensa, y hasta fagocitaba toda sana reacción social contraria al radicalismo liberal y -junto a ello- al liberalismo en general, produciendo a medio plazo el desencanto en la sociedad.

Indalecio Caso escribía en 1860 algo muy significativo, que puede aplicarse a otros momentos de la historia: “si ya no hay carlistas, son innumerables los españoles que, aparte la cuestión dinástica, profesan en toda su integridad la doctrina fundamental del carlismo”. Y añadía: “Tal vez ocurran muy pronto estrañas novedades que para muchos no tendrán nada de nuevo ni de estraño”.

* * *

5. Si la tentación de la desesperanza pudo ser cada vez mayor ante el paulatino e inexorable avance de la Revolución secularizadora, ante la tentación de los hechos consumados, así como ante la pérdida de grandes ocasiones de una verdadera restauración (1876, 1923 y 1939), ello sólo se compensó con una cada vez mayor y profunda vida cristiana, un mayor convencimiento y fe en los principios, y comprobando poco a poco las previsiones realizadas sobre lo que iba a ocurrir en España.

Por lo que respecta a la verdad, la esperanza residía en que así como existía la verdad científica, también existía –según los carlistas aunque no sólo ellos- la verdad religiosa, social y política. Ellos se consideraban transmisores de dicha verdad social y política, fundadas lógicamente en Dios. En el ámbito práctico, las leyes liberales eran malas, pero no es que lo fuesen porque la población las observaba, sino que por entonces no se observaban porque eran malas. También de ahí el desgobierno y la necesidad de cubrir ámbitos ignorados y vulnerados por los Gobiernos liberales.

A esto último, las nuevas tendencias políticas intentaron dar respuesta aunque, en el fondo –aunque no en el deseo de muchos de sus seguidores-, tenían el mismo vicio de origen que el liberalismo: el racionalismo y la secularización de la sociedad y la política. En efecto, el afán de justicia social de quienes se sumaban al socialismo y anarquismo, de verdadera igualdad (que no igualitarismo ante la ley), de solidaridad (frente al individualismo liberal), de participación política, de exaltación de la particularidad de “lo vasco” o catalán, de descentralización o autogobierno (autarquía), cayó en manos de las ideologías socialistas y nacionalistas secesionistas, ajenas –para los carlistas- al ser del hombre y a la sociedad española.

Muchos españoles necesitaban algo relativamente nuevo, que podía ser la relativa novedad de la Tradición española, pero se encontraron con derivaciones de la misma ideología liberal que había producido la honda crisis por la que atravesaba el país. Así se extenderá el desconcierto en España, divulgándose entre muchos la consideración de que España era ininteligible e ingobernable, que era un país sin solución. A su aparente anormalidad, y a ser un país conflictivo e ininteligible, respondió hace unos años Julián Marías en su libro La España inteligible. Razón histórica de las Españas (Madrid, Alianza Editorial, 1985, 421 pp.). Con el desapasionamiento que ofrece la cada vez mayor distancia psicológica a las nuevas ideologías, los carlistas se reafirmaban en tener la razón mientras que la Revolución no la tenía.

La gran esperanza de los carlistas fue que ellos defendían sobre todo la Causa de Dios. Que estuviese todo tan mal, significaba que, en ese momento como nunca, la Causa era de Dios, y que por ello se debía tomar la política como un apostolado cada vez más necesario.

La gran originalidad de los años 2013 es que, así como la Iglesia debe empezar nuevamente o de nuevo, los carlistas también, con todo su bagaje

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situacional, doctrinal y político intacto, así como con su saber político acumulado. Partir de nuevo o nuevamente no significaba partir de cero, porque España existía, era católica y estaba configurada interna y secretamente, no a voces.

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6. ¿Qué hacer? Los carlistas con esperanza construyeron una sociedad paralela a la política, mientras apelaban al resto de la sociedad en lo que no tuviese de revolucionario. No es que los carlistas fuesen orgullosamente “la esperanza”, sino que querían transmitir esperanza a la sociedad a la que ellos apelaban.

En algunas ocasiones, al hablar de la acción política de los católicos en España, se pudo utilizar el recurso a la “sociedad civil” para justificar y evitar que los católicos concienciados se organicen y trabajen en la política.

El Carlismo, siendo el mismo, cambió paulatinamente sus formas de hacer según las nuevas circunstancias, oscilando entre un máximum militar y un máximum periodístico, parlamentario y social que no renegaba de la Milicia; como el máximum religioso y familiar de épocas más recientes debía de impulsar necesariamente la actuación social y política para responder así a la unidad del ser humano.

Máximum militar cuando gran parte de España estaba a su lado (1833, 1848 y 1872), pero sin excluir lo político, periodístico, social, lo parlamentario. Máximun periodístico, social y parlamentario de 1868 a 1872 y tras 1890, sin renunciar a la Milicia. No por eso la esperanza fue languideciendo, tampoco con la muerte del gran rey que fue Carlos VII. Que el lector complete -si lo desea- el máximum religioso y familiar de las épocas más recientes.

Sobre la natural búsqueda de personalidades, digamos que surgieron en tiempos de crisis para el Carlismo, cuando trabajaron, es decir, cuando ahondaron el pensamiento, se organizaron, se volcaron en propaganda y se multiplicaron en la prensa. Los esfuerzos se notaron, en los casos que aquí se han expuesto: en tiempos de aparente bonanza surgieron Vicente Pou, Pedro de la Hoz, Aparisi y Guijarro, Cándido Nocedal, el marqués de Cerralbo, -Manuel Fal Conde surgirá durante la IIª República- y un larguísimo etcétera. Las personalidades salieron del pueblo carlista, y no al revés, pues tales personalidades no hicieron a los carlistas. Surgieron siempre que éste trabajó en política, siendo muchas o pocas según la mayor o menor perseverancia del pueblo, la urgencia de las circunstancias, y la generosidad de los llamados.

Si las personalidades y responsabilidades fueron necesarias, el rey esperado en 1868 fue posible porque antes los carlistas –valga la redundancia- le esperaban.

El Carlismo fue una gran terapia que permitía vivir razonablemente felices según lo que se puede ser en esta vida, y vivir seguros y esperanzados con plena lucidez humana y cristiana. Vivían según el ritmo familiar, natural, de la vida. Desde luego, ello exigía servicio, renuncia y sacrificio. Todo esto permitía al hombre el crecimiento, conllevaba una elevación de miras, interpelaba la dimensión teleológica, y se basaba en el fundamento católico de la vida.

Como si existían unas leyes físicas también existían unas leyes políticas, psicológicas y morales, para los carlistas, si España -que tenía su forma como realidad social y política- tenía que ser sanable, lo que resultase de ello sería Carlismo.

Cuando fue la hora del Carlismo, ello no implicó que los carlistas lo tuviesen fácil. Según ellos, sobre todo era la hora de Dios, que actuaba con aparente lentitud, no sin alguna extrañeza para las miras humanas y sorprendentemente para los hombres. A la hora debida, era el momento de cumplir con el deber, con paz y constancia, con cristiana alegría, sabiendo para Quien se trabajaba, y sabiéndose en las mejores manos, que ponían al derecho los renglones torcidos o escribían –según los hombres- los renglones torcidos de Dios. Cada cual en la vida debía de hacer lo que debía, sin buscar resultados

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inmediatos y el éxito como condición del esfuerzo. Otra cosa sería falta de Fe y exceso de ego. Desde luego, muchas veces fue la hora de las minorías, y tanto es así que la revolución siempre quiso acallar en los carlistas toda voz y sembrar entre ellos la discordia.

Como testimonio personal –que a los aparentes puristas de la historia les extrañará que traigamos aquí aunque no pocas veces den contradictoriamente sus opiniones personales-, recuerdo aquel boletín que los jóvenes de Unión Carlista editaron a sus 18 años, antes de 1986: “…Y con el mazo dando”; aquí están los ejemplares. Los jóvenes de Barcelona lo distribuían con ilusión por Pamplona, Bilbao, Madrid… Alguien se entusiasmó por su primer artículo publicado en él, quien ahora escribe libros bien encuadernados. Recuerdo también ese boletín llamado Unión Carlista; aquí están otros números. Pues bien, cualquiera es testigo de cómo se han multiplicado las fuerzas en la revista “Ahora Información”, el Boletín “Acción Carlista”, el Foro “Alfonso Carlos I”, los Congresos, la reunión de familias de 2012 y muchas otras iniciativas realizadas tras el Congreso de unión o unidad de El Escorial en 1986. Esto significa que lo que nacía pequeño antes de 1986, fermentó y se ha multiplicado ante nuestros ojos. Que el buen entendedor analice el por qué.

Alegría y seguridad la de los carlistas porque creían que su política tenía elementos de un verdadero apostolado cristiano, y porque si España, que tiene su forma política, tiene que ser sanable, lo que resulte será Carlismo. Llámese Carlismo o simplemente tradición española en lo católico, español y monárquico, como Indalecio Caso decía en 1860. Ya se afirmó que si no existiere el Carlismo habría que inventarlo, en cuyo caso colaborarán muchas personas que si bien no serán conscientemente carlistas, e incluso sólo lo sean parcialmente, trabajarán por la Causa. Hasta cuando llegue, puede ser la hora de las catacumbas no sólo políticas y sociales sino como una prueba directa del núcleo de la Fe católica.

* * *

7. Que la Tradición española –y ayer don Carlos como afirmaba Manterola-, fuese la civilización, era del todo evidente para los carlistas. Además, varias veces estos pudieron conocer a dónde conducía el voto malminorista y el llamado oportunismo de muchos católicos, e incluso a dónde conducía la contradicción de que estos últimos militasen en partidos abiertamente liberales, aunque conservadores… del liberalismo. Así acababa José de Liñán y Eguizábal su artículo titulado “El Carlismo es una esperanza, no un temor”:

“Sí, esas palabras pueden repetirse hoy, y son las que mejor explican

que la comunión carlista es una esperanza y no un temor. ¡Y vaya si es una esperanza! Si no lo fuese, no veríamos á tantos

venir á nuestras filas para medrar, y desertar de ellas cuando no pueden contener la impaciencia que les devora. La esperanza, como la fe, como la caridad, es paciente. No se salva el que cree, el que espera ó el que ama mucho, sino el que persevera, es decir, el que espera hasta el fin. Y hasta el fin sólo llegan los que descansan, no en su soberbia, en su amor propio ó en su despecho, sino en la palabra de Aquel que dijo: Confiad en Mí: Yo he vencido el mundo.

La comunión carlista no es un partido político. Siempre que oigo decir el partido carlista, no puedo menos de lamentar la triste condición de los actuales tiempos que todo lo trastoca. La comunión carlista es la única agrupación política que ni es ni puede ser un partido, ni admite dentro de ella esas víboras de las modernas sociedades; hé allí otra de las razones para probar que es una esperanza y no un temor; afirmación, tesis ó axioma que prueba sólo con decir: el derecho es la vida, y D. Carlos es el derecho” (público o político de España, y más bien su representación y símbolo) (82).

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Decía Aparisi y Guijarro:

“Ahí tenéis a nuestra bandera; lo que a nosotros toca es pasearla, digámoslo así, por ciudades, pueblos y aldeas, siempre gallardamente desplegada y alumbrada por los rayos del sol, para que la vean todos de continuo y vean que es hermosa” (En defensa… pág. 399). “Yo no creo que Dios se olvide de nuestros padres y nos condene a nosotros y a nuestros hijos a vivir en tierra de Moab. Si tan tremendo castigo cayere sobre nosotros, levantaríamos, mirando al cielo, nuestras tiendas en la tierra maldita y sobre cada una de ellas pondríamos una Cruz.

A la sombra de la Cruz nacimos: a la sombra de la Cruz moriremos” (id. pág. 404). Finalizamos con San Pablo a los Corintios, ya que Dios ocupa el primer

lugar de su trilema, siendo la Causa sobre todo de Dios:

“Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen” (2 Cor 6, 8-10).

* * *

En suma: los carlistas o españoles tradicionales se reafirmaron con naturalidad en lo que eran, afirmaron la verdad católica aplicada a la política y la verdad política temporal, confiaron plenamente en Dios sin por ellos cejar en los máximos esfuerzos, no se pusieron nerviosos, ni claudicaron o rebajaron las exigencias propias de la sociedad española o bien la tesis católica por cálculos humanos e interesados y por supuestas hipótesis creadas por la razón práctica de ocupar el poder, y tomaron la política como un apostolado en aquello que le correspondía y como justicia hacia los padres y familias.

Más: vivieron sus ideales en el núcleo familiar y el entorno inmediato de pertenencia, transmitieron esperanza a la sociedad para luego iluminarla, desvelaron las obstinaciones del enemigo tanto como ahondaron en razones, unieron lo social y lo político, y no se dejaron engañar por las mil trampas que siempre vieron repetidas.

Así, se agruparon en sus familias y asociaciones, y optaron desde su ser compartido por muchísimos españoles -no obstante y estérilmente supeditados éstos a los partidos liberal-conservadores-, a la representación social y política, haciéndolo en torno al rey o la autoridad que le sustituía. El rey, en España o en el destierro, ejerció como tal, y, a pesar de las divisiones, los carlistas supieron que la unión hacía la fuerza, mientras buscaban personalidades y vocaciones políticas.

Desde luego, los carlistas, jaimistas o tradicionales supieron que, ser lo que eran, no era una losa que oprimía, sino que, ser lo que eran, fue su gran terapia de vida y eternidad. Una terapia de abandono y sosiego fundado en su Fe, su esperanza, y el trabajo en caridad por una sociedad más cristiana, más justa y mejor. Parece que su lema era: cada cual que cumpla como bueno, que los triunfos parciales y la victoria final son de Dios.

Diciendo esto, el historiador se considera notario de lo que lee en los abundantes testimonios escritos, no pocos recogidos en estas páginas. A su vez, éstos transmiten su propio talante a los herederos, talante que el historiador también advierte muy secundariamente en ellos corroborando así sus conclusiones.

Lógicamente, ésta no ha sido la ocasión de analizar lo que los contrarios a los tradicionalistas decían de estos mismos, aunque ello puede apreciarse parcialmente de los textos recogidos. Que en alguna ocasión el lector haya

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advertido alguna perspectiva más subjetiva del historiador, tan sólo continúa la realidad que le ha parecido descubrir en los carlistas de ayer.

José Fermín Garralda Arizcun* Dr. en Historia

Morella (Castellón), 13-IX-2013 Pamplona, enero 2014

Estandarte de la Generalísima, bordado por la segunda esposa de don Carlos V.

Estuvo en el Museo de Recuerdos Históricos de Pamplona (viejo Reino de Navarra), y después fue tomado por algunos en la ciudad de Sangüesa tras una exposición realizada en dicha ciudad, trasladándose al museo de Tolosa (Guipúzcoa) creado al efecto. Demasiado

viaje para tan preciada reliquia Actualmente depositado en el Museo del Carlismo (Estella). Foto:JFG

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NOTAS: (1) V.C., “La obra de la restauración”, Barcelona, Biblioteca Popular

Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVIII (dic. 1896), pág. 23—29

(2) ALBI, barón de, “¿Puede triunfar el Carlismo?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXIV (junio 1897), pág. 15—24

(3) CANAL Jordi, Banderas blancas, boinas rojas. Una historia política del carlismo, 1876-1939, Madrid, Marcial Pons, 2006, 355 pp. pág. 96

(4) BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso, “Memoria histórica sobre el partido carlista”, Zaragoza, Rev. Aportes. Revista de historia del siglo XIX, nº 5 (marzo, 1987), 72 pp., pág. 3-18; Ídem., Las guerras carlistas en sus documentos, Barcelona, Ed. Ariel, 1998, 143 pp. pág. 98-100. Según Bullón de Mendoza, los párrafos que inserta en estas últimas páginas, los toma prácticamente íntegros de Carlos Seco Serrano, Tríptico carlista (…), Barcelona, Ariel, 1973, p. 53-56.

(5) CANAL, Jordi, El Carlismo. Dos siglos de contrarrevolución en España, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 500 pp.

(6) LIÑÁN Y EGUIAZÁBAL, José de (conde de Doña-Marina), “La unidad constitucional y los Fueros”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo I (julio 1895), 2ª ed. pág. 23—38.

(7) AGN (Archivo General de Navarra), Sec. Casamientos y muertes de Reyes, sucesión en la Corona etc., leg. 5 carp. 36, 1833

(8) BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso (editor), Las guerras carlistas en sus documentos, Barcelona, Ed. Ariel, 1998, 143 pp. pág. 95-98 (tomado por el autor del Archivo Histórico Nacional, Sec. Estado, leg. 7030).

(9) Periódico “Boletín de Aragón, Valencia y Murcia”, Morella. Imp. de la Real Junta de Gobierno, nº 80, 8-XI-1839, pág. 4; Biblioteca Menéndez Pelayo. Las mismas ideas aparecen en otros periódicos como “El Restaurador catalán” y “El joven observador. Periódico realista del Principado de Cataluña” de esa misma Biblioteca).

(10) GALÁN LORDA, Mercedes, El Derecho de Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra y MICAP, 2009, 251 pp., pág. 132-133. Esta autora continúa la línea clásica de aceptar que la Ley de 1841 es paccionada, como buena parte de los juristas navarros y no pocos historiadores. Entre estos últimos, Olábarri cree que es una ley especial pero no paccionada, y su autoridad ha calado en algunos historiadores actuales de la universidad donde trabajaba, aunque el argumento de autoridad sea el menos importante en materia de ciencia.

(11) BURGO, Jaime del, Por la senda de la Constitución, Madrid. Ediciones Académicas, 2004, 266 pp. Su planteamiento fue respondido por GARRALDA ARIZCUN, José Fermín, “Navarra en tres centenarios. Las Navas de Tolosa, la conquista de Navarra y su incorporación a Castilla (1512-1515), la pérdida en 1812 del Reino “por si” y de su unión “eqüe-principal” a Castilla como Reino. ¿Qué queda del Fuero de Navarra?”, 38 pp., en historiadenavarraacuba.blogspot.com, jueves 29-IX-2011.

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(12) BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso (editor), Las guerras carlistas en sus documentos, Barcelona, Ed. Ariel, 1998, 143 pp. pág. 43-44

(13) BALMES, Jaime, Obras completas. Tomo VI: Escritos políticos, Madrid, BAC, 1950, 1061 pp.; Ídem., Consideraciones políticas sobre la situación de España (1840), Madrid, Ed. Doncel, 1975, 259 pp. ; DONOSO CORTÉS, Juan (ed. preparada por Carlos Valverde), Obras completas, Madrid, BAC, 1970, 2 vols.: 1031 y 1018 pp.

(14) También escribió La cuestión dinástica. Examen de las leyes, dictámenes…., Madrid, Imp. de “La Esperanza”, 1869, 191 pp. Reeditado en edición facsímil por Ediciones San Vicente Ferrer

(15) POU, Vicente, La España en la presente crisis, Montpelier, 1842; reed. facsímil ed. Tradere, 2010, 242 pp. Los profesores Canals y Alsina han trabajado sobre este importante autor.

(16) CARULLA, J.M., Biografía de don Pedro de la Hoz, Madrid, 1866; MORAL RONCAL, Antonio Manuel, “La Esperanza” ante la revolución de 1868”, Madrid, Rev. Aportes. Revista de historia contemporánea, nº 33 (1/1997), 163 pp., pág.67-81

(17) HOZ, Pedro de la, Tres escritos políticos de D. Pedro de la Hoz, publicados en 1844, y reimpresos y aumentados con notas en el mes de abril de 1855, Madrid, Imp. de La Esperanza, 1855, 136 pp.

(18) CARPIZO BERGARECHE, Esperanza, La Esperanza carlista (1844-1874), Madrid, Actas, 2008, 1037 pp.

(19) BRUCH Y VENTÓS, José, pbro., “La voz de la Iglesia y la Unión de los Católicos”, Barcelona, Librería Católica Internacional Luis Gili, 1910, 148 pp. pág. 15

(20) OYARZUN Román, Historia del Carlismo, Marid, Editoria Nacional, 2ª ed., 1944, 509 pp., pág. 241

(21) MARRERO, Vicente, (selección de textos y prólogo), El Tradicionalismo español del siglo XIX, Madrid, Publicaciones Españolas, 1955, 413 pp. Sobre Aparisi Guijarro vid. pág. 121-183; APARISI Y GUIJARRO, Antonio, En defensa de la libertad, Madrid, Rialp, 1957, 407 pp., pág. 390-391

(22) APARISI Y GUIJARRO, Antonio, En defensa de la libertad, Madrid, Rialp, 1957, 407 pp., pág. 391-393

(23) BORBÓN, Carlos de, “Carta á D. Cándido Nocedal. Jefe de la célebre minoría carlista”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 105—106

(24) MARCONELL DE GASQUE, Manuel, “Alocución del general”, recogido en Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXIV (junio 1897), pág. 104—107. En crítica a Cabrera: ARJONA, Emilio, Carlos VII y D. Ramón Cabrera, París, Imp. Victor Goupy (1875), 364 pp.; FIDANZA, Luis, Cabrera y los carlistas, Madrid, Imp. J.E. Morete, 1872, 32 pp.

(25) SAB (seud. López Sanz), “Cánovas también quiso llevarse a Mella”, en Rev. Montejurra, Año I, nº 10 (23 a 29-VIII-1965) pág. 7

(26) APARISI Y GUIJARRO, Antonio, En defensa de la libertad, Madrid, Rialp, 1957, 407 pp., pág. 387-388

(27) ANÓNIMO (Una autoridad eclesiástica), “Los enemigos del Carlismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo IX (mayo 1896), pág. 3-7

(28) BORBÓN, Carlos de, “Carta á la Junta Central católico-monárquica y demás del Reino”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 107—108

(29) BORBÓN, Carlos de, “Carta al general Cevallos”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 110.

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(30) POLO Y PEYROLÓN, Manuel, “El hombre que se necesita”, ídem. Tomo V (Nov. 1895), pág. 3-6; MUÑOZ DE LA MESA, I. C., “El salvador del pueblo”, ídem., Tomo XVI (oct., 1896) pág. 14-16

(31) ALBI, barón de, “¿Puede triunfar el Carlismo?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXIV (junio 1897), pág. 15—24

(32) MAGISTRAL DE SEVILLA, EL (seud. José Roca y Ponsa), ¿Cuál es el mal mayor y cuál l mal menos?, Bilbao, Ed. Vizcaína, s.f. (1912), 325 pp., pág. 132.

(33) POLO Y PEYROLÓN, Manuel, “Quiénes somos”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVIII (dic. 1896), pág. 16-22

(34) BORBÓN, Carlos de, “Fundación de El Correo Español. Carta á D. Luis María de Llauder””, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 119-121 (referencia correcta).

(35) LLURIA, Roger de, “Biblioteca Popular Carlista”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo III (sept. 1895), pág. 12-16. Llúria abandonará las filas carlistas en los primeros años del siglo XX porque don Carlos se opondrá a una intervención armada hacia 1898, para pasar a la órbita del nacionalismo conservador.

(36) HOMENAJE de la Comunión Carlista a los Mártires de la Tradición y del Derecho organizado por El Tradicionalista de Gerona. Año 1908, 92 pp. s./n.

(37) MARTÍ GILABERT, Francisco, Política religiosa de la restauración (1875-1931), 1991, Madrid, Rialp, 188 pp., pág. 59-63.

(38) LIÑÁN, José de (conde de Doña Marina), “La política del Rey”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVIII (dic. 1896), págs. 3-15, pág. 9

(39) CORBATÓ, José Domingo, “El clero y la política”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo X (abril 1896), pág. 3- 15

(40) MAGAZ FERNÁNDEZ, José María, La Unión Católica (1881-1885), Roma, 1990

(41) POLO Y PEYROLÓN, Manuel, “El centro católico alemán en España”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo IV (oct. 1895), pág. 25-28

(42) Entre sus muchas obras, vid. CORBATÓ, José Domingo, “San Constituido”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVI (oct. 1896), pág. 17-27

(43) Por ejemplo, el barón de Albi, Benigno Bolaños (Eneas), Bienvenido Comín, José Domingo Corbató, el conde de Doñamarina, E. de Echave-Sustaeta, Enrique Gil Robles, Ricardo de León, Luis M. LLauder, Cándido Nocedal, Ponce de León, Francisco Navarro Villoslada, Manuel Polo y Peyrolón, Carlos Puget, José Roca y Ponsa, Gabino Tejado, Juan Vázquez de Mella. Lo hicieron desde la prensa carlista, los discursos parlamentarios, libros y opúsculos, y las revistas carlistas como la “Biblioteca Popular Carlista”. Entre los integristas citemos a Ramón Nocedal, Ortí y Lara, “Fabio”, Botella y Serra, y a tantos otros.

(44) LIÑÁN, José de (conde de Doña Marina), “La política del Rey”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVIII (dic. 1896), pág. 3-15. En este artículo su autor demuestra –seguramente frente a los integristas- que él no era mestizo, y añade que los integristas se olvidaban lo que de mudable tenían ciertas leyes humanas.

(45) MARTÍ GILABERT, Francisco, Política religiosa de la restauración (1875-1931), 1991, Madrid, Rialp, 188 pp., pág. 45-55

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(46) ORTÍ Y LARA, José Manuel, Documentos episcopales contra el liberalismo reinante, Madrid, Biblioteca de la “Ciencia Cristiana”, 1886, xx+75 pp.

(47) LEÓN, Ricardo de, “¿Se puede ser católico y conservador?””, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XIII (julio 1896), pág. 10-14. Vid. también ANÓNIMO, (X.), “El liberalismo y la libertad”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVIII (oct. 1897), pág. 17-25.

(48) CORBATÓ, José Domingo, “Juicio de católicos”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XV (sept. 1896), pág. 3-25. Con el tiempo Corbató se alejará del Carlismo aunque a cambio de defender un tradicionalismo mesiánico.

(49) ALBI barón de, “¿Alfonsinos…?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XV (sept. 1896), pág. 26-30.

(50) ANÓNIMO (J.M.), “El principio de autoridad y el liberalismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXX (dic. 1897), pág. 90-102; “Don Carlos ó la anarquía”, ídem., Tomo XXIII (mayo 1897), pág. 3-12

(51) LIÑÁN Y EGUIZABAL, José de (conde de Doña-Marina), “La unidad constitucional y los Fueros”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo I (julio 1895), pág. 23-38

(52) ANÓNIMO (seud. Valcarlos), “Más sobre el catalanismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XXVII y XXVIII (sept. y oct. 1897), pág. 26-31

(53) OLEA, Enrique, “El Carlismo y la democracia”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo X (abril 1896), pág. 14-18. Sobre el caciquismo: SCÉVOLA, “El Caciquismo”, Barcelona, ídem., Tomo XVII (nov. 1896), pág. 8-10

(54) BOLAÑOS, B. (seud. Eneas), “El parlamentarismo” Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo V (nov. 1895), pág. 14-18

(55) MARÍN Y ALONSO, Pablo, “La Patria y el liberalismo”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XIII (julio 1896), pág. 3-6

(56) Véase en la Biblioteca Popular Carlista. (oct.. 1895; nov. 1895; mayo 1896; enero 1897)

(57) MORALES S(alvador), “¡Volveré!”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVI (oct. 1896), pág. 5-7

(58) ANÓNIMO (seud. “Un hijo del pueblo”), “¿Por qué somos carlistas?”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo XVII (nov. 1896), 130 pp., pág. 11-15.

Existe un opúsculo bajo el seudónimo “Un amigo del pueblo”, que en su segunda edición señala el nombre: José María Barenys y Casas, pbro., que escribe “La inquisición fotografiada”, Barcelona, Tip. Católica, 1880, 98 pp. Este folleto está dedicado al dr. D. Salvador Casañas y Pagés, obispo de la Seo de Urgel, “como público testimonio á su firme entereza en combatir al liberalismo”. No sabemos si es el mismo autor, pero el perfil de pensamiento es coincidente.

(59) CARLOS (VII), “Carta al general Cevallos”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II, (agosto, 1895), pág. 110

(60) CAMPO MUÑOZ, María Isabel del, Un integrista contra el sistema. Pedro María Lagüeza y Menezo (1817-1892), Madrid, Ediciones Historia, 1997, 358 pp.

(61) CAMPO MUÑOZ, M.I., Un integrista…, o. cit., pág. 257, 259, 285, 330.

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José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

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(62) CARLOS (VII), ”Manifiesto del 10 de julio”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II, (agosto, 1895), pág. 116-118

(63) BORBÓN, Carlos de, “Fundación de El Correo Español. Carta á D. Luis María de Llauder””, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 119-121

(64) ARJONA, Emilio, Carlos VII y Ramón Cabrera, París, Imp. Víctor Goupy, 1875, 364 pp.; FIDANZA, Luis, Cabrera y los carlistas, Madrid, Imp. Morete, 1872, 32 pp.; OYARZUN, Román, Vida de Cabrera y las guerras carlistas, Barcelona, Aedos, 1961

(65) BORBÓN, Carlos de, “Carta á D. Ramón Nocedal”, Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo II (agosto 1895), pág. 113

(66) BRIOSO Y MAYRAL, Julio V., “Títulos nobiliarios otorgados por la dinastía legítima”, Madrid, Rev. Aportes. Revista de historia contemporánea, nº 25 (VI/1994), 160 pp., pág. 52-84

(67) ROMA, Juan Mª, “Esbozo del Programa Tradicionalista”, Barcelona, Biblioteca Tradicionalista, 9ª ed., 1918, 14 pp. Más adelante le seguirán otros Programas.

(68) "El Eco de Navarra", 24-XI-1911, y "El Pensamiento Navarro", nº 4040, 25-XI-1911

(69) Vid. nota 68 (70) “El Pensamiento Navarro”, nº 3314, 21-VII-1909, tomado del 20-

VII (71) “El Pensamiento Navarro”, nº 3332, 11-VIII-1909, tomado del 10-

VIII (72) “El Pensamiento Navarro”, nº 4040, 25-XI-1911, tomado del 24-XI (73) “El Eco de Navarra”, 20-VII-1909; “El Pensamiento Navarro”,

miércoles, nº 3.314, 21-VII-1909 (74) “El Eco de Navarra”, 24-XI-1911; “El Pensamiento Navarro”,

sábado, 25-XI-1911 (75) “El Eco de Navarra”, martes 10-VIII-1909; “El Pensamiento

Navarro”, miércoles, nº 3.332, 11-VIII-1909 (76) “El Pensamiento Navarro”, nº 4.793, 9-III-1914, pág. 3 (77) “El Pensamiento Navarro” nº 3.331, 10-VIII-1909 (78) “El Pensamiento Navarro” nº -1936 (79) "Napartarra", nº 20, 20-V-1911 (80) ANDRÉS MARTÍN, Juan Ramón de, El cisma mellista: Historia de

una ambición política, Madrid, Actas, 2000, 269 pp. (81) ORELLA, José Luis, “Las raíces Carlistas de la Democracia

Cristiana”, Madrid, Rev. Aportes. Revista de historia contemporánea, nº 40 (2/1999), 160 pp., pág. 103-116.

(82) LIÑÁN Y EGUIZABAL, José de, “El Carlismo es una esperanza, no un temor”, en Barcelona, Biblioteca Popular Carlista. Publicación mensual de Propaganda, Tomo IV (oct. 1895), pág. 3- 24.

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José Fermín Garralda Arizcun “Primer siglo de Carlismo (1833-1931). Luchas y esperanza…”

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Murallas de Pamplona. El Redín. Foto:JFG2013

BIBLIOGRAFÍA En esta relación bibliográfica, que no pretende ser exhaustiva, se recogen

publicaciones del siglo XIX o bien estudios de actualidad editados en libros y revistas. Completa la bibliografía citada al texto. Estos trabajos versan sobre el Carlismo en general, sobre sus aspectos de pensamiento y políticos, sobre biografías de personajes y documentos, y sobre estampas y banderas:

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José Fermín Garralda Arizcun Dr. en Historia

Morella (Castellón), 13-IX-2013 Pamplona, enero 2014

Escudo de la Monarquía. Imagen

tomada en la exposición de un

anticuario realizada en el Mercadillo de la Plazuela de San

José de Pamplona

(Foto:JFG2012)

* Este trabajo ha sido resumido en una síntesis ya publicada en historiadenavarraacuba.blogspot.com.es en el año 2013 (Pamplona, España)

* Queda prohibida la reproducción total o parcial de este trabajo y de sus imágenes sin permiso del autor. Hay derecho de autor. Dirección: [email protected]

L a u s D e o