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Historia y Grafía ISSN: 1405-0927 [email protected] Departamento de Historia México Semo, Ilán La postulación del pasado Historia y Grafía, núm. 30, 2008, pp. 65-89 Departamento de Historia Distrito Federal, México Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=58922939004 Cómo citar el artículo Número completo Más información del artículo Página de la revista en redalyc.org Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto

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Historia y Grafía

ISSN: 1405-0927

[email protected]

Departamento de Historia

México

Semo, Ilán

La postulación del pasado

Historia y Grafía, núm. 30, 2008, pp. 65-89

Departamento de Historia

Distrito Federal, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=58922939004

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La postulación del pasadoIlán Semo

Departamento de Historia/uIa

ResumenEn estas páginas se destacan, de manera muy enunciativa, algunos temas y problemas situados en el centro de una posible historia del concepto del pasado –tal como se le puede leer en el acotado marco de la escritura de la historia– a lo largo de sus mutaciones en la era moderna. Es decir, sólo quieren ser una invitación y una provocación para emprender el estudio de esta historia.

Palabras clave: Teoría de la historia, historia conceptual, adernidad, historia posmoderna, historiografía.

The PosTulaTion of The PasT

This article attempts to display some issues and problems facing a possible history of the concept of the past –as it emerges in the frame of the writing of history– through its mutations in the age of modernity. It is both an invitation and a provocation to undertake the reflections on the historical construction of this concept.

Key words: Theory of History, History of concepts, Adernity, Posmodern History, Historiography.

Historia y Grafía UIA, núm. 30, 2008

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Lo pasado, pasadoJosé José

Incluso el pasado puede modificarse; los historiadores no paran de demostrarlo.

Jean Paul Sartre

l tema de la “voluntad” aparece como un dilema central en el pensamiento de la Ilustración. Para los filósofos del siglo xviii

y de principios del xix, significa la fuerza con que el ser humano interviene en el mundo y, sobre todo, interviene sobre sí mismo. Su existencia misma representaba la prueba y la expresión de la autonomía frente a la otra gran voluntad, la “voluntad divina”. Sin embargo, el concepto adolecía de un déficit, de una suerte de fa-lla de origen: la “voluntad”, escribe Schopenhauer, “no tiene fin ni finalidad”; no requiere de ningún sentido para desplegarse; es previa al sentido mismo. “Como la esencia del hombre consiste en que su voluntad anhela, se satisface y anhela de nuevo, y así con-tinuamente, su dicha y bienestar se reducen a que este tránsito del deseo a la satisfacción y de ésta hacia un nuevo deseo avance rápi-damente, dado que un retraso en la satisfacción supone sufrimiento y un lánguido anhelo del nuevo deseo supone aburrimiento”. En otras palabras: era (vista como) una fuerza condenada a la obso-lescencia; antes de que pudiera realizarse, consumarse, aparecía un “nuevo deseo” que la ponía en entredicho y la llevaba por caminos inescrutables. La conclusión era una dilusión: el ser humano es de-seo, pero deseo permanentemente insatisfecho, su/la “voluntad” no puede remediarlo. Quedaba una pregunta remanente: ¿acaso podía cristalizarse –“objetivarse”, según los términos que se empleaban en la época– fuera de ella misma para encontrar sentido en sí mis-ma? La respuesta de Schopenhauer fue ambigua: si fuera objeto de objetivación, la “voluntad” se objetivaría en el mundo de las repre-sentaciones que están, paradójicamente, fuera del mundo: las Ideas (platónicas) y la música. Sólo las Ideas perduran, sólo la música es capaz de expresar (y movilizar) el retorno de la presencia.

E

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La de Schopenhauer aparece como una crítica a las filosofías de sus dos grandes antecesores: Kant y Hegel. Para ambos la historia representaba el territorio por excelencia donde el ser humano podía encontrarse a sí mismo, es decir, ahí donde se revelaba como un ser capaz de actuar sobre las condiciones de su existencia y sobre sí mismo. El dilema residía en cómo relacionar la “voluntad” con el “sentido de la historia”. La fórmula que ambos desplegaron es bien conocida: la interrogante sobre el sentido de la historia sólo es plau-sible como una reflexión sobre las representaciones de la historia, es decir, como una reflexión metahistórica (“filosófica”, en el len-guaje de la época). En rigor, Kant la evadió. Su respuesta fue: “toda-vía” no hay respuesta. Pero dejó entrever una gramática del tiempo que es una metáfora de la labor de Penélope: la inteligibilidad del pasado sólo era concebible como una conexión entre el pasado, el presente y el futuro: es decir que la historia sólo era inteligible en tanto que metahistoria. El principio rector de esa metahistoria, es decir, de la escritura y las representaciones de la historia, perma-necía como un misterio. Hegel, en cambio, elaboró una auténtica ontología del tiempo, una “teología secular”, en palabras de Karl Löwith. Todo lo que-ha-sido y la actualidad están entrelazados por un fin: el continuum de las épocas. Ese “fin”, que se presenta como una “necesidad externa” a la propia voluntad, se vuelve discernible como una finalidad no en la historia misma sino en su “filosofía”. Después deviene una realidad en tanto que Idea: “el plan de la his-toria”, que es un gran relato de la modernidad. Vistas desde nuestra perspectiva, desde el horizonte de nuestras sociedades, las “sociedades adernas”, para emplear un término que alguna vez sugirió Krackauer, los lenguajes del tiempo elaborados hacia finales del siglo xviii y principios del xix aparecen situados en una lejanía. Un orden conceptual que si bien forma parte del nues-tro se ha vuelto prácticamente un misterio; una suerte de herencia categorial cuyo significado nos resulta cada día más enigmático. Pero sobre todo: un cúmulo de nociones y teorías ausente de sinto-nía con la manera en que nuestra experiencia cotidiana codifica sus cambiantes identidades en torno a las representaciones del tiempo.

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Estas páginas quieren destacar, de manera muy enunciativa, algu-nos temas y problemas situados en el centro de una posible historia del concepto del pasado –tal como se le puede leer en el acotado marco de la escritura de la historia– a lo largo de sus mutaciones en la era moderna. Es decir, sólo quieren ser una invitación y una provocación para emprender el estudio de esta historia. En nuestros días, el tiempo recién remontado, el pasado moder-no de la modernidad, es una entidad que aparece, parafraseando a Henry Rousso, ya no como el territorio de un continuum, sino como el síndrome de la extrañeza: lo-que-dejó de ser y ya-no-será.� Un tiempo que se antoja no sólo relevado sino acaso relegado. La extrañeza con que los franceses ven a la Revolución francesa y los mexicanos a la Revolución mexicana. La extrañeza del concepto de revolución, que marcó las pasiones políticas del mundo moderno. El extrañamiento con que los rusos escuchan las crónicas sobre el Gulag. La lejanía entre la China de Mao y la China del mercado y la bolsa de valores. La distancia abismal entre los utópicos años sesenta y el miedo líquido de la primera década del siglo xxi. En el xvi, Maquiavelo podía hablar tranquilamente sobre los discursos de Tito Livio como si ambos estuvieran conversando en una mesa. En el xix, para Friedrich Schlegel Roma era “la sublimación” de Grecia y ambas, relevadas, significaban la “unidad de Occidente”. Hoy difícilmente logramos identificarnos con sucesos que ocurrie-ron hace tan sólo dos décadas. La referencia a la categoría misma de voluntad está impregnada de un halo de nostalgia. La voluntad correspondía a un deseo dotado de cierta duración, que perduraba a lo largo del tiempo y que no esperaba una gratificación inmediata. En la actualidad, la estructura del consumo material, afectivo y sim-bólico simplemente excluye este tipo de deseos: lo que no gratifica de inmediato, lo que no produce satisfacción casi instantánea, es desplazado de la demanda.

� Henry Rousso, The Vichy Sindro: History and Memory in France since 1944, tr. Arthur Goldenhammer, Boston, Harvard University Press, 2007.

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Doble extrañamiento. La relación entre el pasado y el presente, entre lo que ya-no-es y lo que está-por-ser ha sido redefinida por la circunstancia de que las condiciones que hacen posible la actuación y la representación cambian con mayor rapidez que la de esos ac-tos y esas representaciones al convertirse en hábitos y en miradas co-dificadas, en comportamientos rutinarios y semánticas cotidianas, en formas de la experiencia y, valga el silogismo, en “objetivaciones de la voluntad”. Me refiero en particular a los actos de memoria, que son el punto de partida de cualquier escritura de la historia. En la era de la Ilustración, quienes se ocupaban de registrar la historia de linajes, ciudades, reyes y reinos eran vistos como guardianes de la memoria pública. Los libros que escribían y compilaban llevaban el nombre de memorias. Memoria e historia eran, en cierta manera, sinónimos. En la segunda mitad del siglo xx surge una separación metodoló-gica, conceptual y, sobre todo, moral. Desde los juicios de Nürem-berg, en que los nazis son llevados al banquillo de los acusados, los juicios de la memoria empiezan a sustituir gradualmente al viejo “tribunal de la historia”. O, si se quiere: el “tribunal de la historia” ya no se deja en manos del vago (y siempre inasible) “espíritu del tiempo” (Zeitgeist), y, en cambio, se pone en escena en una corte con jueces, fiscales, abogados, acusados, acusadores y sentencias. En el siglo xix, quienes perdían una guerra eran fusilados u obligados a trabajos forzados. Hoy se les consigna ante un fiscal, y con su juicio se enjuicia legalmente a los derrotados. La “historia” ha devenido un lapso más corto que la vida media de un individuo. El pasado asedia, como dice correctamente Rousso, a quienes, desde la pers-pectiva del nuevo y súbito régimen, se ven envueltos repentinamente en un “cambio de valores políticos”.2 Y lo más predecible en el siglo xx fue que a un solo individuo le tocara vivir cuatro o cinco cambios radicales de “valores políticos”; es decir, que le tocara vivir –o mejor dicho: sobrevivir a– varios pasados inconexos entre sí. El pasado, es decir, la postulación del pasado, se mueve así entre imágenes que, por un lado, nos asedian y, por otro, nos resultan en principio extrañas.

2 Idem.

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Pero el fenómeno es más complejo aún. El mantra “hacer his-toria” se ha transformado en una mercancía altamente codiciada en el mercado del intercambio simbólico. Las fábricas del espectá-culo historian a los vivos; escriben (en ediciones multitudinarias), filman, fotografían su “historia”. El presente, entendido como el ahora, se ha convertido en el territorio principal de la escritura de la historia. Y la historia del tiempo presente es por lo visto algo más que una moda. La historización de lo inmediato, la historización incluso del instante, la fast history, la historia instantánea, proce-so que François Hartog ha estudiado en Regímenes de historicidad,� convierte la actualidad en un pasado súbito. Así es que, como en “El otro”, el cuento de Borges, hemos llegado a una condición que los antiguos atribuían exclusivamente a los dioses: es la capacidad de vivir simultáneamente en el pasado, el presente y el futuro. El desasosiego producido por esta nueva intratemporalidad es de pro-porciones todavía no discernibles. La mayor parte de los temas y los problemas que se abordan en estas páginas son fruto de los seminarios y las discusiones con los colegas del Departamento de Historia de la Universidad Iberoame-ricana. Desde hace más de una década y media, Alfonso Mendiola, Perla Chinchilla y Luis Vergara han promovido un ambiente de reflexiones, investigaciones y publicaciones sobre las teorías de la historia, así como sobre la historia de su escritura y de sus repre-sentaciones. A ello hay que agregar la actividad que desempeñó inicialmente Guillermo Zermeño. Un ejercicio continuo en que el historiador piensa sobre su propio oficio. Este grupo de Santa Fe ha convertido al Departamento en un oasis de reflexiones críticas sobre la historia en el extenso e indiferente páramo que es hoy la historiografía mexicana. En el marco de estas discusiones, me han llamado la atención dos temas en particular: �) ¿cuáles son las condiciones que propi-cian (y hacen posible) el conocimiento histórico? y 2) ¿cuáles son

� François Hartog, Regímenes de historicidad, tr. Norma Durán y Pablo Avilés, México, uia-Departamento de Historia, 2007.

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los límites de este conocimiento? Temas que, si quieren actualizarse, plantean la pregunta de cómo repensar la historia del concepto del pasado.

Apocalipsis y Canaán: futuro pasado en el Telos de la modernidad

Hace ya más de treinta años, Reinhart Koselleck formuló una in-terrogante que no ha dejado de inquietar y estimular las investi-gaciones sobre la historiografía moderna desde la aparición de su texto esencial que lleva el título de este apartado: Futuro pasado.� Esa pregunta abre el espacio a un haz de consideraciones: ¿de qué hablan los historiadores cuando hablan del tiempo? En ese texto se interrogan los procedimientos particulares que la historia, es decir la escritura de la historia (en la tradición occidental), ha confeccio-nado para formular sus representaciones del pasado, el presente y el futuro. Koselleck recuerda, como ya lo habían hecho Raymond Aron y Niklas Luhmann en algún momento,� una operación que contraviene nuestro sentido común –es decir, que refuta lo que nos resulta familiar en el pensamiento sobre el tiempo–: en el ámbito de las prácticas discursivas de la historia, la postulación del futuro ha sido desde el siglo xvi el soporte conceptual de las representaciones del pasado, y no a la inversa, como cabría esperar. En la cultura renacentista, la idea predominante del futuro es todavía una profecía que tuvo eco en la Edad Media: el relato del Juicio Final. Es un gran relato que, en las teologías del siglo xv, acontece en tres pasos: la llegada del Anticristo, que anuncia la cer-canía del Apocalipsis; el juicio divino, y, finalmente, la salvación.

� Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, tr. Norberto Smilg, Barcelona, Paidós Básica, �99�, pp. 2�-�0.� Raymond Aron, Introduction à la philosophie de l´histoire, París, Gallimard, �9�8, p. �82; Niklas Luhmann, “Weltzeit und Systemgeschichte”, en Soziologie und Sozialgeschichte. Kölner Zeitschrif für Soziologie und Sozialpsyichologie, Son-derheft 16, �972, pp. 8�-���.

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A partir de la doctrina tridentina, el Anticristo y el tribunal divino son imaginados como dos caras de la misma moneda: el castigo y la absolución, el sufrimiento y el alivio, el mal y la gracia. Nicolas Cusanus, entre otros, llamó a esta incendiaria crónica del porvenir “el plan de Dios”. Dios no sólo podía vislumbrar a un mismo tiem-po el pasado y el futuro que aguardaba a la humanidad, sino que habría establecido las estaciones de su angustioso desenlace. En la cosmovisión cristiana, la residencia del ser humano en el seculum tiene un fin: la destrucción y la redención. Toca “al buen juicio y al raciocinio” advertir las señales de la proximidad de ese capital momento y suplicar a la magnanimidad divina que lo detenga. Pero no hay salvación (del Juicio Final) porque hay salvación en él. El fin es ineludible pero no inevitable. Puede virtualmente posponerse o suavizarse, es decir, negociarse con el arrepentimiento. Toda la experiencia cristiana se halla en esta forma temprana de autocon-ciencia: el arrepentimiento. Al horizonte de expectativas definido por el relato del Anticristo corresponde una construcción del pasado que fija, en principio, los capítulos (léase: las eras o épocas) del “plan de Dios”. La mayoría de sus versiones provienen de los siglos xii y xiii y ordenan esta tempo-ralidad en una amalgama o fusión entre la estructura de la Trinidad y la narrativa del Viejo Testamento. Todas coinciden en diferenciar cinco épocas: la creación, la caída del hombre, la era del padre, la era del hijo, la del espíritu santo y, finalmente, el Juicio Final. Cada una atribuye diferentes contenidos a esas épocas. Pero lo que im-porta subrayar es que ese “pasado” no se diferencia esencialmente del “presente”.� Para los teólogos renacentistas –al igual que para Maquiavelo– los seres que habitan en el siglo i o en la época de la decadencia de Roma no son distintos a los que ellos observan en su tiempo presente: no piensan ni sienten de otra manera, no actúan en una forma que les resulte ajena. Hablan de otras cosas tal vez, se rigen por otras leyes, acaso tienen costumbres no reconocibles, pero

� Rudolf Wendorf, Zeit und Kultur, Gütersloh, Westdeutscher Verlag, �98�, pp. ��0-�.

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en rigor pueden ser entendidos como si formaran parte del mismo espacio de experiencia. Ese “pasado” es un “antes” más que un tiem-po de la diferencia. Dicho en una frase: en el siglo xvi, existe la idea del cambio, no la de la otredad en el tiempo. No es que Maquiavelo creyera que la única diferencia que lo separaba de los romanos era que ellos usaban toga y sandalias, pero no pensaba que la distancia en el tiempo lo llevara a la necesidad de verlos como habitantes de otro mundo. Koselleck hace notar que desde el siglo xv se establecen dos formas distintas de concebir el futuro. Una es la narrativa religio-sa y simbólica del Juicio Final. La otra consiste en la prognosis, el intento de prever situaciones concretas. La prognosis pretende desdibujar escenarios posibles de situaciones semejantes que se avi-zoran o se cree avizorar en el futuro inmediato: reportes meteoro-lógicos, informes políticos (como los que escribe Maquiavelo, por ejemplo), reportes financieros (requeridos por el crecimiento de la banca veneciana), etcétera. Rápidamente, ambas construcciones del porvenir empiezan a confluir en una extraña amalgama que com-bina los elementos simbólicos de la teología con las evidencias y requerimientos factuales de la prognosis. La apoteosis de esta hi-bridación simbólica y narrativa es el momento en que el papado se ve obligado a fijar fechas específicas al advenimiento del fin del mundo. Anunciar, por ejemplo, que el año de la llegada del Anti-cristo podría ser �7�2 acotaba los límites de la eficacia teológica de ese simbolismo de manera casi palmaria. ¿Qué pasaría con el aura sagrada del tribunal divino si en ese año no sucedía nada en particu-lar? En cierta manera, el papado, al adscribir fechas específicas a ese acontecimiento, estaba impregnando de cierta historización el fin del mundo. Una historización que acabaría por desangelar su fuerza teológica, por desplobar el magnetismo de su incertidumbre. Al nuevo futuro que fusiona la teología con la prognosis le co-rresponde una diferenciación del pasado que cabría hacer notar. Se mantiene el pasado simbólico, datado por las eras de la Trinidad; se despliega cada día con más fuerza un pasado –léase: un antes– de la semejanza, en el que se basa la prognosis misma; y aparece una

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tercera forma del pasado, que es el imaginario o el que provee la fortuna, que sirve para legitimar la fusión de ambos en un discurso teológico secular. En otras palabras: una postulación del pasado que legitima una teología secular del tiempo. La historia del futuro, es decir, la historia de la postulación (o la construcción) del futuro, se extiende así en un espacio que va de la actualización de las retóricas del Juicio Final en el siglo xv has-ta su desplazamiento por una nueva narrativa surgida en el siglo xviii: la narrativa del imaginario ilustrado. Para datar esta inflexión, Koselleck recurrió a dos figuras de quiebre y ruptura en la tradi-ción occidental: Lutero y Robespierre, personajes que escenifican la inflexión de la historia religiosa, política y cultural europea: la Reforma y la Revolución. Para Lutero, al igual que para el conjunto de la cristiandad en el siglo xv, el Juicio Final representaba un advenimiento, una decisión de Dios que se cernía sobre los seres humanos. Entre el presente y el fin del mundo se abría así un espacio de espera: los hombres aguardaban la decisión divina. Para Robespierre, en cambio, el futuro es un sitio muy distinto. La revolución de �789 ha sido el “resultado del progreso de la ra-zón”, y a sus protagonistas toca la responsabilidad de activarlo para instaurar definitivamente su era. El “fin” de la historia aparecía aho-ra como una obra abierta al tiempo, un lugar al que se podría arribar por medio del ejercicio de la “razón” y de la “fuerza de voluntad”. El futuro había dejado de ser un espacio de espera para convertirse en una suerte de espacio a la mano, disponible para la acción del hombre: una tierra prometida regida por las esperanzas de justicia y libertad. No el Apocalipsis, sino el sueño de Canaán. En el orden hermenéutico de la Ilustración, las representaciones de este gran relato histórico fueron muy variadas. Pero la mayoría tenían en común una operación conceptual doble: �) proyectaban al futuro en la construcción del pasado y 2) representaban al pre-sente como una estación en una secuencia que provenía del pasado y definía una dirección del porvenir. Sin embargo, la gran diferen-cia con la profecía del Juicio Final residía en que el vínculo entre

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el ahora y el sentido, el aquí y el futuro era trazado no por una teología sino por una filosofía de la historia. La discusión en torno a la forma y los efectos de las filosofías de la historia que proliferaron en la primera mitad del siglo xix ha sido variada y compleja. Es comprensible. Tales ideas reúnen, a un mismo tiempo, la signatura y la herida de la tradición ilustrada. O, dicho sin parábolas, representan el saldo trágico de la Ilustración. Algunos autores, como Leo Strauss y Karl Löwith, se inclinan a verlas como formas de una teología secularizada. Un credo en el hombre, pero un credo al fin y al cabo. Otros, como Adorno y Blu-menberg, encuentran en sus dispositivos el nacimiento “primario” o “salvaje” de la ontología moderna. Sea como sea, advierte Blu-menberg: toda ontología contiene una impregnación metafísica. A la fusión de estas dos construcciones es a la que se dio en llamar las narrativas del futuro pasado o, más brevemente, los grandes relatos históricos de la modernidad.7

Cuando la historia era sólida y el sentido tenía arrastre

Hay imágenes de estos relatos cuya inocencia nos parecería hoy simplemente conmovedora. En �792, Jacques German Soufflot concluye el pórtico del “Pantheon” en París, prácticamente como una réplica de las ruinas romanas de Baalbeck en Siria. Robespierre,

7 Leo Strauss, Natural Right and History, Chicago, The University of Chicago Press, �9��; Karl Löwith, Meaning in History. The Theological Implications of the Philosophy of History, Chicago, The University of Chicago Press, �9�7; Theo-dor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, tr. Juan José Sán-chez, Barcelona, Trotta, �99�. Hans Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit, Frankfurt, Suhrkamp Verlag, �9��, y Die Verführbarkeit des Philosophen, Frank-furt del Main, Suhrkamp Verlag, 2000. Durante los años cincuenta y sesenta, el debate en torno a las filosofías de la historia proliferó como una discusión en torno al problema de la secularización. Dos posiciones destacan en aquellos años: una que las ve como una continuación-transformación de la teología del siglo xvii en el xviii; otra les atribuye un origen secular hermenéutico-herético desde el siglo xvi situado tanto en la astronomía como en la alquimia.

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el jefe de la Revolución, y más tarde del terror, estaba plenamente convencido de que presidía la restitución de Roma al futuro de Oc-cidente. Thomas Jefferson pedía a sus arquitectos un “estilo griego y romano” para que sirviera de casa al nuevo orden democrático. En �8��, el ministro de la hacienda prusiana podía escuchar, du-rante una crisis inflacionaria, a Friedrich von Raumer, la autoridad alemana en historia clásica, al afirmar que el declive de los griegos había ocurrido cuando se les ocurrió producir billetes en demasía, ¡y hacerle caso! (los griegos, por supuesto, nunca usaron billetes como moneda). La cosmovisión trazada por los relatos del futuro-pasado fue, en rigor, algo mucho más poderoso y radical que tan sólo un cúmulo de narrativas: creó un orden simbólico y afectivo en el que la “historia” (léase: las imágenes que apelaban a ella) era con-vertida en un performance, en una auténtica épica de la restitución y la presentificación y, con ello, en una gran fábrica semántica y textual, parafraseando a Hans Ulrich Gumbrecht, de la producción de presencia.8

Pero ningún paradigma fue más distintivo del imaginario del futuro-pasado que el espejismo de la “aceleración de la historia”. Si el “progreso” y la “civilización” eran las metas que la sociedad occidental había derivado de la interpretación de su propia con-dición, faltaba definir el cómo y en qué tiempos se podría prever su consecución. Desde principios del siglo xix, la idea de instau-

8 Hans Uhlrich Gumbrecht traza una línea de investigación al respecto en su axial ensayo sobre la producción de presencia: “Lo que más me interesa hoy en el campo de la historia, la presentificación de los mundos pasados –es decir, las técnicas que producen la impresión (o, mejor dicho, la ilusión) de que los mun-dos pasados pueden volverse tangibles– es una actividad que carece de poder explicativo en relación con los valores relativos de las distintas formas de expe-riencia estética (el proveer tales explicaciones es lo que solíamos pensar [que] era la función del conocimiento histórico en relación con la estética). Pero mientras que la nueva concepción del campo histórico comparte con el campo de la esté-tica el peculiar componente de la presencia, y mientras que no pretende ofrecer ninguna inmediata orientación ética y ni siquiera ‘política’, el programa de la presentificación se presta a ser objeto de la tradicional acusación que promueve una ‘estetización de la historia’”. Producción de presencia, tr. Aldo Mazzucchelli, México, uia-Departamento de Historia, 200�, p. �02.

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rar una “nueva sociedad” –una escena que mimetizaba lo sucedi-do en Estados Unidos y Francia hacia finales del siglo xviii– fue abriéndose paso como la consumación del “sentido de la historia”. El cambio radical, incluso violento, aceleraría el “paso de la histo-ria”, y la “nueva sociedad” permitiría el florecimiento de un “nuevo hombre”. La modernidad expresaba así su fascinación y su culto al cambio, a lo nuevo y a lo desconocido, pero sobre todo al “hombre” mismo. Con el tiempo, el concepto de la “aceleración de la historia” iría erosionándose a la par que la “idea del progreso” hasta quedar reducido a un simple sinónimo de la velocidad de cambio. Pero en la era del gran relato moderno llegó a convertirse en un auténtico sinónimo de la euforia pública y la epifanía estética. Una suerte de sintonía con la eternidad. Esta nueva visión no sólo vislumbraba el futuro como la escena de una restitución del pasado, un continuum en el tiempo, sino sobre todo –y acaso éste fue su hallazgo más seductor– permitía or-denar el pasado con los ojos del futuro, una operación analítica y se-mántica que Herder definiría como “la explicación de la historia”.9 Se inauguraba así la era de la “conciencia histórica”, el momento en que el ser humano podía explicarse a sí mismo a través de su propia “voluntad”, y no a partir de la intervención de ninguna deidad. Por cierto, el término “conciencia histórica” data de los años sesen-ta y apela a una suerte de iconografía conceptual del historicismo filosófico. Esta apelación debería ser acaso sustituida por la de sub-jetividad histórica, si partimos del principio de que el concepto de “conciencia” (social, histórica) no es más que el resultado de otro cúmulo de narrativas (antropológicas, en este caso) dedicadas a la invención de eso que se dio en llamar “el hombre”.�0 Hegel cifró acaso el paradigma más vasto de la era de la subjetividad histórica en un pasaje axial de “La razón en la historia”: “La consideración filosófica no tiene otra intención que alejarse de lo azaroso. La ca-

9 J.G. Herder, Philosophische Shriften, Bochum, glh Verlag, �980, pp. �20-�.�0 A. Schwabe, Schelling und die Geschichtschreibung, Franckfurt del Main, �99�.

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sualidad es lo mismo que la necesidad externa, es decir, una necesi-dad que se remite a causas que sólo son propiamente circunstancias externas. Tenemos que buscar un fin general en la historia, el fin último del mundo”.�� Por más que hoy nos parezca un relato fantástico o cuasi eso-térico, en rigor una parte destacada de los pensadores del siglo xix dedicaron sus obras (incluso sin problematizar el asunto) a “buscar” o tratar de formular y codificar este propósito. Si se examinan los diferentes, y frecuentemente antagónicos, grandes relatos que do-minan el siglo xix (Herder, Fichte, Niehbuhr, Feuerbach, Marx, Michelet, Carlyle,…), no es difícil observar que el sintagma con que se formuló este telos moderno es, como explica Koselleck, el mismo que aparece en las palabras de Robespierre arriba citadas: el progreso. Por su parte, los filósofos y los intelectuales le agrega-rían la idea de la disponibilidad de la historia para alcanzar, por me-dio del conocimiento y de la voluntad, una vida mejor. El progreso se presentaba ya no sólo como una meta, sino como resultado del proceso histórico. Hagamos aquí un alto y remontémonos un siglo y medio des-pués para reflexionar sobre cómo se percibía (y qué había quedado de) ese gran relato en la década de �9�0. En una serie de conferen-cias tituladas “¿Progreso o retorno?”, dictadas ya como catedrático de la Universidad de Chicago, Leo Strauss podía resumir los senti-mientos encontrados que albergaba la idea del progreso unos cuan-tos años después de concluida la Segunda Guerra Mundial en una frase sumaria: “el progreso se ha convertido en un problema; podría parecer que el progreso nos haya conducido al borde del abismo y que resulte necesario, en consecuencia, buscar otra alternativa”. Strauss no era el primero en arribar a esta conclusión.�2 A prin-cipios de siglo, Sorel la había anunciado inicialmente, y Spengler la había desarrollado abiertamente en El ocaso de Occidente. Pero

�� Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Die Vernunft in der Geschichte, Leipzig, Uhls-tein Verlag, �927, p. �2�.�2 Leo Strauss, ¿Progreso o retorno?, Barcelona, Paidós, 200�, pp. ��9-2�2.

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Strauss era uno de los primeros (junto con Löwith y Blumenberg) en analizarla como una “teología secularizada”, como un espejismo de “la aceleración de la historia” y, sobre todo, como una refutación de la posibilidad misma de hablar del sentido o el fin del “proceso histórico”. Lo que expresaba no sólo era su duda sobre “la idea del progreso” –el supuesto o la creencia de que el futuro sería de alguna manera mejor–, sino sobre la idea misma que había dado luz a las narrativas históricas del futuro-pasado de concebir algo semejante al “sentido de la historia”. El optimismo de la Ilustración, la convicción de que la “volun-tad” podría estar guiada por la “conciencia”, y que ello requería (y posibilitaba) adentrarse en el “subsuelo de la historia”, se antojaba ya en �9�0 como una épica prácticamente ilegible. La historia se había revelado como un proceso sin sentido o, al menos, con un sentido inefable, la “voluntad” (léase: la voluntad de poder) como una pulsión desaforada y la “conciencia” (léase: la conciencia social) como una utopía de la condición humana. Con ello se iniciaba una era en que la imaginación histórica habría de transformarse y aban-donar el territorio hermenéutico que la Ilustración había legado. De alguna manera, la distancia que separa el nacimiento de los grandes relatos históricos de la recapitulación sobre su estatuto en la escritura de la historia hacia la segunda mitad del siglo xx (fi-nalmente el texto de Koselleck –junto a los de Raymond Aron, Michel de Certeau y otros– forma parte de esta recapitulación) marca probablemente el comienzo y el fin de lo que Hartog llamó recientemente un régimen de historicidad.�� Enumero a continua-ción algunas trazas de esta transformación a lo largo de la peculiar manera en que se modificó el concepto de pasado. En primer lugar, la retórica de las utopías históricas del siglo xix desembocó en el siglo xx semantizando órdenes políticos que se regían por el estado de excepción. Ya en la Primera Guerra Mundial el progreso técnico había revelado uno de sus rostros más sórdidos. Una estela de nueve millones de muertos y otros tantos millones de

�� Hartog, Regímenes de historicidad, op. cit.

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inválidos corroboran el ascenso a un nuevo estado de la techné: la muerte deviene un objeto industrial. Con la necesidad de movilizar a la sociedad entera, se impuso la práctica de la guerra total. La metáfora trascendió la operación de la guerra misma y se tradujo en una nueva utopía social: la organización total. La sociedad total, apuntalada en la idolatría del “nuevo hombre” y el culto a la razón técnica, se convirtió en un orden que no aceptaba ni toleraba des-viación o diferencia alguna entre el poder y la ciudadanía. Para jus-tificarla, una de sus consignas fue “la aceleración de la historia”. En cierta manera, el estalinismo y el fascismo representan su apoteosis. Hannah Arendt encontró el origen del fenómeno en el totalitaris-mo. Adorno y Horkheimer lo extendieron a la modernidad entera. La técnica puesta al servicio del exterminio. “La astucia de la razón ha sido cremada”, podía escribir Albert Camus. El “progreso” –o, mejor dicho, la idea del progreso– había tocado el fondo del barril. Al mirar este pasado inmediato, sólo quedaba el estupor, la conde-na, la depresión. De ahí que el futuro pudiera ser un sitio también intimidante, dominado por el riesgo y el peligro, visión que acaba-ría por imponerse hacia el final del siglo xx. En segundo lugar, y como consecuencia de lo que podría lla-marse el efecto de shock o el trauma del pasado (el pasado seman-tizado como trauma), se empieza a resquebrajar el principio nodal de la temporalidad en que se funda la construcción del futuro pa-sado, es decir, el principio de que la historia procede como un continuum. La idea de que un orden social proviene de “las entra-ñas” de un orden previo se remonta al siglo xviii. Herder, entre otros, codificó este paso como un silogismo entre la historia y la biología. Para legitimarlo vislumbró el pasado como un “espacio de tiempo” (Zeitraum) que guarda una autonomía frente al presente. En el lenguaje de Kant, que es el de Herder, la autonomía define un orden regido por leyes, costumbres y lenguajes propios que son distintos de los que dominan la mirada desde donde se les observa. Lo distingue del presente. El problema residía en cómo explicar el cambio. En oposición a las visiones previas, en particular la de Vo-latire, Herder sugirió que la relación entre las “épocas anteriores y

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el siglo de Luis xiv” estaba fijada por “la diferencia y la conexión”, es decir, por el cambio y la continuidad. Aparecía así, en la escena de la escritura de la historia, la descripción del pasado como un sitio distinto al presente, pero un sitio conectado con él. Con Her-der, pensar la historia significaba preguntarse por los modos en que el pasado se relacionaba con el mundo desde el cual se escribía la historia misma. Y una de las preguntas centrales del pensamiento del siglo xix fue cómo codificar esta relación. Las respuestas fueron múltiples. Destaco aquí sólo tres de ellas que marcaron ese nuevo orden hermenéutico. Desde sus escritos más tempranos, Ranke despliega su visión sobre la “historia universal” como una crítica a las filosofías de la historia. Es una crítica doble: por un lado, a la idea de que la histo-ria tiene un sentido externo al que sus propios agentes le adscriben; del otro, la refutación de que el pasado no puede ser “explicado” por sí mismo, es decir, sin referencia al presente. Ranke no se aparta de la visión que adscribe un “fin” y un “sentido” al continuum del tiempo; sólo la formula con otros procedimientos y otros métodos. A esos procedimientos se les podría llamar el realismo histórico. En su historia universal cada época se explica a partir de “su lógica pro-pia”, y ninguna sigue necesariamente de la otra. No existe un “prin-cipio o ley general que gobierne a los modos del ser en el pasado”. La universalidad la propician no “principios filosóficos” sino enti-dades políticas, económicas, culturales e intelectuales que “actúan de manera universal”, como lo fueron, en su momento, la antigua Roma, el papado entre los siglos ix y xiv, el protestantismo en el xv o la Inglaterra del xvii. Pero Ranke va más lejos aún: el pasado, afirma, no interviene o influye en el presente más que como Idea del pasado. De esta forma, recurre a un préstamo conceptual del historicismo para distanciarse de los paradigmas del positivismo.�� Hacia finales del siglo xix, se inicia una extensa revisión del concepto del tiempo heredado por el imaginario de la Ilustración.

�� G.G. Iggers, The German Conception of History, Middletown, Wesleyan Uni-versity Press, �98�, pp. 29-��.

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Es una revisión que responde a las transformaciones radicales que suceden en el mundo de las percepciones. La cinematografía pro-duce las condiciones para fabricar simulacros visuales del tiempo, algo que nadie había imaginado como posible. La teoría de la re-latividad postula que la percepción del “antes” y el “después” de-pende de la posición del observador. El tiempo, concluye Einstein, es una dimensión más: una “dimensión relativa”. Freud sistematiza una semántica de la subjetividad de lo temporal: el inconsciente se despliega en un “tiempo propio”. En el mundo filosófico, dos pen-sadores intentan recapitular sobre el tema: Bergson y Dilthey. Las diferencias que los separan son más ostensibles que sus semejanzas. Pero ambos arriban a una misma consideración: la vieja idea kantia-na sobre el apriori de un “tiempo exterior que delimita todo tiempo interior” se ha derrumbado. Para los filósofos de principios del siglo xx, el tiempo ha dejado de ser, como lo fue para Locke, Leibniz y Hegel, una “relación entre movimientos o la representación de un cambio de estados” (Heiddegger llamaría a esta visión “la con-cepción vulgar del tiempo”). Ahora sus nombres serían: vivencia, presencia, memoria, duración. El observador no vive en el tiempo, sino que lo postula y modula en (y con) su subjetividad.�� De esta ruptura conceptual, la noción que más impactó a la es-critura de la historia fue, probablemente, la de duración. La antigua distinción entre el fenómeno y su representación podía quedar en cierta medida abolida, al menos en la esfera de la demarcación de su temporalidad: cada proceso histórico producía su propia tempo-ralidad, definía su propia “duración”. Había tantas temporalidades como diferentes objetos históricos. El tiempo no sólo no existía fuera de sus representaciones, sino que ya no era objeto de objeti-vación: de aquí en adelante, su construcción se entendería como un ejercicio de subjetividad pura. Para los historiadores, el nuevo pro-blema era bastante evidente: si el concepto de “tiempo absoluto” no era más que un espejismo, ¿cómo hablar entonces del “sentido de

�� Peter Watson, Historia intelectual del siglo xx, Barcelona, Crítica, 2000, pp. �0-�.

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la historia”? En Ser y Tiempo, Heiddegger llama así a una deliberada “destrucción de la ontología”; hacia el final del libro es evidente que se trata, entre otras, de la ontología histórica. Años después, Walter Benjamin convoca en sus “Tesis sobre el concepto de la historia” a encontrar una gramática del pasado que hiciera “estallar la idea del continuum del tiempo”. Con todas las diferencias políticas y filosóficas que los separaban, era una manera de cuestionar las na-rrativas del futuro-pasado. Aquí se abriría un paréntesis, al menos en el campo de la historiografía. Fernand Braudel tradujo este giro filosófico de una manera peculiar (y regresiva, se podría decir) a la semántica de la historia. El concepto de “larga duración” restituía las narrativas del futuro-pasado con el nuevo lenguaje conceptual: una vez más, presente y pasado quedaban entrelazados a través de la utopía metodológica de una “historia total”. El texto capital que desplaza (y en cierta manera desbanca) la extraña mezcla confeccio-nada por Braudel aparecerá –y esto es una hipótesis– hasta los años sesenta: Las palabras y las cosas de Michel Foucault. Para Foucault, el pasado es el sitio de una atopía: no el no-lugar, sino el sin-lugar. Las relaciones entre un acontecimiento y otro, entre una época y otra, son determinadas por la trama de lo impredecible, de lo errático, de lo incierto. El presente surge como una ruptura, una discontinui-dad, un desplazamiento impensado. Es el sinónimo de lo inespera-do, del giro, de la inflexión. Es imposible calcular los efectos de la acción humana. En el mundo moderno, toda representación está condenada a desestabilizarse, sobre todo las representaciones histó-ricas. La crisis de la representación no tiene remedio. Las palabras y las cosas colocaba las filosofías de la historia ante una interrogante ya sin respuesta, como diría correctamente Michel de Certeau.�� En tercer lugar, para trazar el declive de las filosofías de la his-toria, de las narrativas del futuro-pasado, habría que explorar las diversas metamorfosis por las que transitaron entre el siglo xix y el xx. Cabría acaso estudiarlas en dos niveles: por un lado, como

�� Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, tr. Alfonso Mendiola, México, uia-Departamento de Historia, �99�, pp. �0-2�.

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actualizaciones de los órdenes cambiantes en el territorio de la es-critura de la historia; por otro, como respuestas a la relación com-pleja que guardan las prácticas discursivas de la historia con otros saberes sociales. Sugiero aquí sólo una problemática al respecto. Hacia la segunda mitad del siglo xix, aparece un cúmulo de críticas al historicismo filosófico que anclan sus dispositivos en la pregunta por el déficit que manifiestan los grandes relatos frente al mundo de la “realidad”. La refutación de Ranke resulta definitivamente eficaz. Las filosofías de la historia “resuelven” la historia de ante-mano. “Los hechos no las asombran”. Hay que estudiar el pasa-do “tal y como sucedió propiamente”. Nietzsche responderá a esta crítica con otra crítica: “no hay hechos, sólo interpretaciones”. Su propuesta, dirigida a desbancar simultáneamente tanto al realismo como al historicismo, es una narrativa que toma en cuenta esta pre-misa: la “historia crítica” –la escritura de la historia que considera los “hechos” como “interpretaciones”–.�7 Desde nuestra perspectiva historiográfica actual, el problema reside acaso en explorar la histo-ria del concepto del pasado a partir de sus complejas relaciones con el concepto de realidad. Hacia los años sesenta y setenta, la época que Alfonso Mendio-la ha llamado originalmente “el giro historiográfico”,�8 se publican textos que reflexionan sobre la relación entre los conceptos del “pa-sado” y de la “realidad” como un ejercicio de construcción de sub-jetividad histórica. Los ensayos de Roland Barthes y Paul Ricœur ocupan un lugar destacado entre ellos.�9 La tesis es sencilla y radical: la historia es una continuación de los relatos de ficción con otras herramientas. Las filosofías de la historia pueden –y deben– ser ana-lizadas como narrativas de ficcionalización del futuro pasado. La apelación a “lo real” en la escritura de la historia se resuelve como una operación semántica, no objetiva ni científica. La columna ver-

�7 Wendorf, Zeit und kultur, op. cit., pp. �20-�.�8 Alfonso Mendiola, “El giro historiográfico: la observación de observaciones del pasado”, en Historia y Grafía, núm. ��, 2000, pp. �82-2��.�9 Luis Vergara, “Ética, historia y posmodernidad”, en Historia y Grafía, núm. ��, 2000, pp. �9-9�.

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tebral del realismo, del otro gran relato del futuro-pasado, queda así suspendida de la duda. En cuarto lugar, se establece un reordenamiento de las épocas históricas centrales tal como habían sido percibidas desde el ho-rizonte de la modernidad. La división que provenía de la propia Ilustración entre la Antigüedad, la Edad Media y la Época Mo-derna entró en un proceso de desestabilización y redefinición (que desborda los límites de este análisis). Y aparece, a partir de los años ochenta, un duelo sobre esta última era, un afán intermitente de di-ferenciar al seno de la modernidad su propio fin o quiebre. Llámese posmodernidad, hipermodernidad, modernidad líquida, adernidad o presentismo, cada vez más observadores llegan a la conclusión de que en los últimos �0 años se advierte un periodo de severas muta-ciones en la escritura de la historia misma. ¿Qué ha sucedido en este último lapso con el concepto del pa-sado y los grandes relatos históricos que provenían de las profundi-dades del siglo xix?

La extrañeza del pasado: notas (muy breves) para una semántica del fin de la “conciencia histórica”

Podríamos, por ejemplo, parafraseando a Koselleck, afirmar que lo que ha cambiado no sólo es el horizonte de expectativas, sino tam-bién lo más profundo y duradero de una sociedad: su “espacio de experiencia”. Finalmente, se trataba de una categoría destinada a preservarse como un tropos metahistórico, capaz de ordenar las pe-culiares formas en que se postula el tiempo en diferentes momentos y diversas geografías. Sin embargo, si algo se ha modificado en estas tres últimas décadas es precisamente el concepto mismo de expe-riencia. Y ha cambiado hasta volverse prácticamente irreconocible e irreconciliable con el de otras épocas. Es casi un lugar común afirmar que vivimos en un mundo don-de la única certeza es que no existe certeza alguna. La velocidad con que cambian las condiciones que hacen posible la existencia

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de prácticas sociales ha alcanzado tal nivel que antes de que esas prácticas se consoliden como hábitos de consenso, órdenes de sen-tido y rutinas predecibles ya deben enfrentar los retos de nuevas mutaciones. Las estrategias que diseñamos para que nuestras accio-nes desemboquen en ciertos logros envejecen y caducan antes de que los parámetros que nos permiten valorar esos logros se hayan transformado en “valores sociales”. Las estructuras que definen los límites de las elecciones y las decisiones individuales se desvane-cen en menos tiempo del que toma asumir las consecuencias que acarrean, y, sobre todo, asumir los efectos de esas consecuencias. Las instituciones encargadas de preservar la continuidad de los há-bitos no logran mantener duraderamente su forma, porque los hábitos que salvaguardan están destinados a mutar o desaparecer. La conciencia de que el resultado deseado de nuestras acciones sea su efecto más improbable hace que cualquier proyecto individual o colectivo traiga consigo una decepción anticipada o la marca de la decepción misma. En las sociedades adernas, la prognosis, que fue el centro de las narrativas del futuro-pasado, ha quedado reducida a la calidad de eslogan político o de la “habilidad para hacer promesas”. En suma, las condiciones que acotan la actuación de los individuos, y las formas en que las representan, se vuelven obsoletas antes de que lleguen a ser asumidas por la sociedad. De ahí que cada día sea menos frecuente observar que se recurra a la experiencia del pasado para lograr los cometidos del presente. Más aún: la experiencia se ha vuelto una suerte de lastre o, incluso, un riesgo, porque “las pruebas” del pasado resultan casi siempre ininteligibles frente a las condiciones cambiantes que enfrenta la actuación cotidiana. Po-cas cosas resultan hoy tan arriesgadas como extrapolar las lecciones del pasado ante las formas previsiblemente impredecibles que adop-tarán el consenso y la voluntad. En otras palabras, la experiencia, que es el sitio donde el pasado actúa mudamente, como una mirada codificada, se ha convertido en un peso muerto, en una referencia que puede rápidamente dislo-car la mirada de las incalculables contingencias que aguardan a cada

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toma de decisión. Si algo queda del concepto de experiencia es su versión puntillista, fragmentada, incomunicada o comunicada para dejar de ser experiencia. Nada que se asemeje al “espacio (estable y perseverante) de experiencia” que tenía en mente Koselleck en los años cincuenta y sesenta. El pasado aparece así como una entidad esencialmente extraña o ajena a los avatares del presente, un tiempo que ha quedado de-finitivamente atrás, con poca o escasa relación con los condiciona-mientos que agitan y llenan de incertidumbre la vida cotidiana.20 De alguna manera hemos transitado de una época en que el pasado y el futuro podían ser concebidos a partir de puentes comunicantes (la teología, la filosofía de la historia, el realismo, etcétera), el futu-ro-pasado, a otra cuya única representación posible es la de la velo-cidad con que caduca y pierde su legibilidad un pasado ya cercado por el pasado mismo, el pasado-pasado. Desde los años setenta, la historiografía cultural empezó a per-cibir este desplazamiento, este ausentamiento del pasado en el presente, y se propuso reformular su estatuto en la escritura de la historia, particularmente de la historia moderna. En uno de los li-bros que tratan sobre las mentalidades en la era de la Ilustración en el siglo xviii, La gran matanza de los gatos, y que más tarde ha-brían de propiciar lo que se dio en llamar el “giro cultural”, Robert Darnton escribía: “Es necesario desechar constantemente el falso sentimiento de familiaridad con el pasado y es conveniente recibir electrochoques culturales”.2� El sentimiento de que el pasado mo-derno de la modernidad, la época de Voltaire, Rousseau y Diderot, aparecía hacia el final del siglo xx como un mundo ajeno, indes-cifrable, un mundo que guardaba poca o ninguna conexión con la cultura desde la cual era descifrado, no era nuevo. En los años treinta, Walter Benjamin hablaba de las “ruinas” que se acumulaban

20 Una de las consecuencias de la redefinicón del concepto de experiencia podría ser el decaimiento de la función social de la “historia” como “maestra de vida”, que Perla Chinchilla estudia en “¿Aprender de la historia o aprender historia?”, en Historia y Grafía, núm. ��, 2000, pp. �20-�0.2� Robert Darnton, La gran matanza de gatos, México, fce, 200�, p. �2.

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bajo el continuum de los grandes relatos históricos. Pero todavía guardaba la esperanza de que éstas recuperaran su forma a través de ciertas representaciones capaces de “herir como un relámpago” a las narrativas “monumentales del tiempo”. Es curiosa la coincidencia: tanto para Darnton como para Benjamin, restituir la presencia de la ausencia, la historia, requería ya terapias extremas, el “relámpago”, el “electrochoque”. Darnton, sin embargo, ya no tenía ninguna esperanza. La mo-dernidad se había vuelto una extrañeza para sí misma. Un tiempo dominado por la otredad, por la ausencia de semejanzas y conti-nuidades. Ya no existía ahí el lugar de (y para) lo Mismo. Un pasa-do en proceso de arruinamiento, una atopía, como diría Foucault, separada del presente por el vacío, y que proyectaba el efecto que distingue precisamente a las ruinas: la indescifrabilidad. El laberin-to del signo. Darnton proclamaba que la práctica del historiador debería parecerse a la del antropólogo cuando se dirige a estudiar culturas que le son ajenas. Culturas cuyos fundamentos mismos deben ser descifrados si es que se quiere entender algo de ellas. El método del historiador ya no sería la filosofía, como lo habían pre-gonado los ilustrados, sino la etnografía, que se emplea para obser-var al otro, a quien no comparte con nosotros ni siquiera el sitio común del lenguaje. Hartog ha señalado otro fenómeno relevante al respecto. Vivi-mos una época obsesionada con la historización del presente. No han acabado de ocurrir los eventos, cuando podemos encontrar su “historia” desplegada en las librerías por varios autores en volumi-nosos tratados frecuentemente muy bien informados. Dos años después de que estalló el conflicto en Yugoslavia, existían ya doce libros que llevaban en alguna parte el sintagma: “La historia de la guerra en la antigua Yugoslavia”. Antes de cumplir 2� años, Britney Spears cuenta ya con varias biografías. La vida exitosa de un autor o una celebridad se mide hoy en proporción a los textos que se han escrito sobre su trayectoria. Pero la historización del presente pro-duce su transformación en un súbito pasado. Un pasado que que-dará relegado-relevado por el siguiente súbito pasado. Un tiempo ya

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fragmentado, puntillista, inconexo. El pasado se ha vuelto material de desecho. Es paradójico: las industrias de la historia han transfor-mado a (la representación de) la historia en un producto que caduca cada vez con mayor rapidez. La extrañeza del pasado trae consigo un desplazamiento radical de la subjetividad histórica. En duda está si la historia sigue ocu-pando un lugar central en las narrativas que codifican la explicabili-dad del mundo en la sociedad aderna. Es evidente que sigue siendo un fantástico espectáculo cinematográfico y literario. También, que forma parte de los preceptos que convalidan cualquier concepto de “cultura general”. Pero su estatuto en la fábrica cotidiana de las formas en que los individuos se perciben actuando en la sociedad se ha modificado sustancialmente, ha quedado cada vez más releva-do (o más relegado) por otros saberes sociales o, al menos, está en entredicho. Y con ello también está en entredicho la era en que la historia fue la principal reserva conceptual y simbólica a la que se recurría para legitimar y explicar en cierta manera las acciones del presente, la era de la “conciencia histórica”.