Perdonad si añoro el infierno

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PERDONAD SI AÑORO EL INFIERNO EPISODIO 1 Alberto García Arocas WWW.PAZUZU.ES 1 “Perdonad si añoro el infierno” Alberto García Arocas

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Capítulo primero de la obra "Perdonad si añoro el infierno" de Alberto García Arocas

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“Perdonad si añoro el

infierno”

Alberto García Arocas

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“A ellas el Señor del Universo ha concedido el reino de la seducción…Y yo, servidor de Alá, le estoy muy reconocido porque todos los hombres deban prendarse de las mujeres

bellas y de que nadie pueda defenderse contra el deseo de poseerlas, ni huyendo ni apartándose de ellas…”

(El Jardín Perfumado)

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PRIMERA PARTE

“Que el leve soplo de la brisa me ayude a salir del puerto; después, en alta mar, volaré al impulso de los vientos más impetuosos.”

(Ovidio)

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I

Todavía me resulta de una extraña complacencia evocar el fortísimo olor a almizcle de aquellas mujeres sudanesas de belleza infinita que habitaban “El Harafish”, el burdel más asombroso de todo Egipto, y cuyo umbral muy pocos occidentales se atrevían a traspasar en los años finales del siglo pasado, tal era su merecida fama de peligroso y corrupto lupanar. Y no les faltaba razón a los cautos, ya que en sus entrañas subterráneas y ajenos a las prohibiciones que imponía la extraordinaria urbe que lo escondía, el mundo del hampa y la prostitución africana allí se daba cita ineludible cada noche, ahuyentando los temores de sus atávicas creencias animistas a golpes de quinina y potente *bango, lo que les confería un temible aspecto hipnótico, demasiado afín, en ocasiones, al de los zombis de Haití. Imponentes cuerpos en trance vagaban sin rumbo por los escasos cien metros que conformaban el receptáculo de sus miserias, donde la única norma era la de no molestar si antes no habías sido molestado.

Las primeras noticias que a mis oídos habían arribado referentes a aquella

temible mancebía tuvieron lugar apenas pasados tres meses de mi llegada a El Cairo, durante el transcurso de una velada con un policía nacional madrileño y un misionero católico de una congregación inmemorial. Con el primero compartía una enorme devoción por la parranda nocturna y las mujeres, y no me condeno si me aventuro a afirmar que también con el segundo. Si bien este último solía expiar sus culpas evangelizando, durante largas temporadas, conflictivas zonas de África Oriental. Ambos eran, sin duda, los ‘cicerones’ perfectos que yo andaba buscando, tras un centenar de días de tedio burocrático en el país. De modo que, ávido porque me hicieran partícipe de sus conocimientos, acudí puntual a mi encuentro iniciático con la lujuria africana en un céntrico pub de la ciudad.

II Se caracteriza el “Deal’s” del barrio de Zamalek por ser uno de los pocos lugares

donde uno puede aislarse de la marabunta humana y los continuos rifirrafes que, incansablemente, agitan la ciudad de El Cairo; un remanso de paz fuera del alcance de la omnipresente moralina egipcia, en el que saborear una fría cerveza o un güisqui de marca se convierten en todo un lujo, mas un lujo aconsejable si de conservar la cordura se trata.

Y allí fue donde, a la caída del sol de un caluroso día de invierno cairota, me había citado con el padre Corrales y el oficial de policía Luján, dispuestos a sanear nuestras neuronas con unas buenas frotas de alcohol y grandes dosis de verborrea patria.

-Mire, padre, éste es León, –dijo Luján, a modo de presentación-, otro

compatriota insensato que pretende echar raíces en El Cairo. Ya veremos lo que dura.

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-¡Encantado, León! ¡Qué nombre tan aventurero! A partir de ahora te podremos

llamar *León el Africano. –Exclamó, ocurrente, el misionero. -¡Uy! ¡Ya me gustaría, padre! –Contesté humilde. –Pero de momento me

conformo con que me llame “Kabilya”, así me conocen mis amigos en España. -Muy bien. Pues, si no te importuna, yo te seguiré llamando León. La amistad es

un valor muy preciado a cuyo nivel todavía no hemos llegado. Pero, ¡vayamos, vayamos mejor a una mesa, donde podamos departir más tranquilamente! –Repuso Corrales.

III

Era el padre Corrales un religioso sesentón, huesudo y desgarbado, que se alejaba de la imagen estereotipada que se suele tener de los curas al uso, salvando su legendaria debilidad por los licores y el buen yantar. Vestía deportivo y nunca lo vi ataviado de indumentarias más devotas. Tampoco más impías. Sencillamente, no lo volví a ver a raíz de esa noche. Estaba dotado de una capacidad oratoria infatigable y poseía una cultura portentosa. Hablaba nueve idiomas e infinidad de dialectos africanos, pero, a pesar de todas estas sobresalientes cualidades, lo que resultaba más llamativo en él era su genuino aspecto árabe. Podía hacerse pasar por uno de ellos si lo estimaba oportuno. Y es que, tras muchos años de brega por el continente africano, parecía haber sufrido una mutación racial que había logrado borrar cualquier vestigio de su anterior estirpe castellana. Así de caprichosa se había mostrado la naturaleza con el padre Corrales, adaptándolo al medio por el que se movía sin para ello haber tenido que esperar el paso de millones de años, como acostumbra a hacer con el resto de especies.

Si el cura era todo un ejemplo de adaptación, todo lo contrario le sucedía a su

amigo Bernardo Luján, quien, tras dos años de residencia en el país, se había creado un mundo propio en el que no tenían cabida las relaciones con los lugareños más allá de su trabajo como policía nacional en la Embajada de España en Egipto. Había nacido turbulento, pendenciero y provocador, y de esta guisa se afanaba en descubrirse al mundo. Cuando colgaba el uniforme, gustaba mostrarse por las calles de El Cairo en compañía de un demonio Pazuzu provisto de un enorme pene bulboso y serpenteante que, tatuado con laboriosidad, le cubría gran parte de su brazo derecho. Éramos de la misma quinta, y tal vez la conjunción de los astros de aquel verano del setenta y uno había determinado que a los nacidos bajo su influencia, de manera indefectible, estábamos condenados a terminar las parrandas nocturnas braceando entre avisperos. Quizás, ese mismo poder de atracción del alboroto fue el que nos llevó a coincidir en el espacio y en el tiempo para que nuestras faenas conjuntas quedaran grabadas en la memoria suburbial de El Cairo.

Mi nombre es León, León Urbizu. Actualmente dedico mis días al negocio

familiar de la cetrería aeroportuaria, pero hubo un tiempo en el que mis pretensiones fueron otras. Mi vocación siempre fueron los viajes. Y hablar árabe. Dos motivos de peso que me habían hecho aterrizar en Egipto a finales de los noventa, con una beca

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bajo el brazo para estudiar en la Universidad de El Cairo. Pero el destino quiso poner en mi camino a Bernardo Luján. Y ya no volví a pisar la universidad. A partir de aquella noche y durante cuatro años anduve con gentes de bien y con malhechores, con vírgenes esquivas y con furtivas prostitutas, con tenderos honrados y con ocurrentes timadores, con fumadores de opio y con borrachos decrépitos. En varias ocasiones, a punto estuve de dar con mis huesos en la cárcel, pero de todas las personas con las que me junté, con todas con las que, de una manera u otra, compartí algún momento de sus vidas, aprendí cuál es la verdadera cara oculta de Egipto.

Este es el relato de cómo me inicié en el difícil mundo de la prostitución

africana.