Pena de muerte, consentimiento y protección socialo, Carlos S.

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Voces: PENA DE MUERTE Título: Pena de muerte, consentimiento y protección social Autor: Nino, Carlos S. Publicado en: LA LEY1981-A, 708 Cita Online: AR/DOC/15645/2001 I Los redactores del reciente proyecto de Código Penal argentino han manifestado que tuvieron una sola discrepancia respecto de un punto importante: el de la pena de muerte. Mientras los doctores Soler, Aguirre Obarrio y Rizzi propugnaron que se excluya a la pena capital del repertorio de recursos punitivos que el Código proyectado prescribe, el doctor Cabral tomó partido por que se estipule la alternativa de pena de muerte o reclusión perpetua para determinados casos de homicidio calificado. Esta disidencia entre algunos de nuestros penalistas más distinguidos es síntoma de un desacuerdo que probablemente se manifieste en círculos de opinión más amplios y sugiere la necesidad de renovar en nuestro medio la vieja discusión teórica sobre la justificabilidad moral de esta especie de pena. A tal fin, no puede dejarse de lamentar que los redactores del proyecto hayan sido un tanto parcos en la articulación de los argumentos en apoyo de sus respectivas posiciones, privando al debate que han promovido del beneficio de estar iluminado de entrada por el análisis que se debe haber hecho del tema en el seno de la comisión. La opinión que la mayoría ha dado a conocer se limita, sustancialmente, a señalar que, dado que el Código que se proyecta está destinado a regir en un país en paz, no hay razón para apartarnos de nuestro abolicionismo tradicional en materia de pena de muerte. Este es un argumento razonable, pero no sería ocioso exhibir también las razones positivas para mantener nuestro abolicionismo tradicional frente a un tipo de delincuencia cruenta que se expande progresivamente aun en sociedades relativamente pacíficas. Por su parte, la minoría expone alegatos que son merecedores de la mayor atención, pero que, tal como están formulados, representan más bien la conclusión de un razonamiento cuyas premisas no se han hecho explícitas. Por un lado, no es del todo esclarecedor argüir que matar al que ha matado responde a la exigencia de justicia de "dar a cada uno lo suyo", ya que, como se ha dicho muchas veces, esta fórmula abierta es, en principio, compatible con cualquier medida cuya imposición a alguien se juzgue moralmente justificada (la cuestión es por que se le da al homicida "lo suyo" si se lo ejecuta y no si se le impone otro castigo). Por otro lado, la invocación de la eficacia de la pena de muerte para consolidar la confianza en el derecho no es concluyente si no se la respalda con argumentos persuasivos que permitan descalificar la cada vez más extendida posición escéptica al respecto. De cualquier modo, es probable que la versión definitiva del proyecto se explayará acerca de este tópico, haciéndose cargo de las consideraciones que pudieran haberse planteado en el debate suscitado en el ínterin. Vale la pena, pues, hacer un nuevo intento para echar alguna luz sobre la cuestión. La justificación moral de la pena de muerte depende, en parte, de los principios que permiten justificar las sanciones penales en general. Una posibilidad es que los mismos principios que justifican la actividad punitiva del Estado (si es que hay tales principios) impliquen o bien la permisibilidad o bien la ilegitimidad de la pena de muerte. La otra alternativa es que tales principios sean insuficientes para inferir una solución respecto de la corrección moral de esta clase de pena y que debamos, en consecuencia, explorar la relevancia para este caso de otros principios adicionales. De cualquier modo, comenzar a encarar la cuestión por el lado de la justificabilidad de las penas en general sirve al menos para aislar los puntos críticos que provocan especial perplejidad en la discusión acerca de la pena de muerte. Esto me obliga a recorrer de nuevo, en parte de este trabajo, un cambio que ya he explorado en otras ocasiones (1). II Las diferentes construcciones teóricas que se han formulado para justificar el castigo estatal pueden agruparse, con mayor o menor comodidad, en el marco de dos grandes concepciones, el retribucionismo y el utilitarismo (2). La concepción retribucionista, de la cual hay, desde luego, versiones radicalmente diferentes, sostiene, en líneas generales, que es intrínsecamente justo que el que ha hecho un mal sufra otro mal de entidad equivalente, cualesquiera sean las consecuencias para los individuos involucrados en el hecho o para la sociedad en conjunto. Así expuesta, esta teoría parece no sólo legitimar sino también exigir la pena de muerte para el caso de homicidio, ya que en pocas situaciones como en ésta se vislumbra con alguna claridad la equivalencia requerida entre el delito y la pena (cosa que no ocurre por ejemplo, en el caso de la pena de prisión por el delito de violación). Sin embargo, la validez de la teoría retribucionista de la pena es por demás dudosa. Ella es sólo defendible en el contexto de una concepción moral de índole formalista (o sea una concepción moral según la cual los actos o instituciones tienen valor o disvalor moral con independencia de sus consecuencias) que apele a la intuición © Thomson La Ley 1

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Voces: PENA DE MUERTETítulo: Pena de muerte, consentimiento y protección socialAutor: Nino, Carlos S.Publicado en: LA LEY1981-A, 708Cita Online: AR/DOC/15645/2001

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Voces: PENA DE MUERTETítulo: Pena de muerte, consentimiento y protección socialAutor: Nino, Carlos S.Publicado en: LA LEY1981-A, 708Cita Online: AR/DOC/15645/2001

I

Los redactores del reciente proyecto de Código Penal argentino han manifestado que tuvieron una soladiscrepancia respecto de un punto importante: el de la pena de muerte. Mientras los doctores Soler, AguirreObarrio y Rizzi propugnaron que se excluya a la pena capital del repertorio de recursos punitivos que el Códigoproyectado prescribe, el doctor Cabral tomó partido por que se estipule la alternativa de pena de muerte oreclusión perpetua para determinados casos de homicidio calificado.

Esta disidencia entre algunos de nuestros penalistas más distinguidos es síntoma de un desacuerdo queprobablemente se manifieste en círculos de opinión más amplios y sugiere la necesidad de renovar en nuestromedio la vieja discusión teórica sobre la justificabilidad moral de esta especie de pena. A tal fin, no puededejarse de lamentar que los redactores del proyecto hayan sido un tanto parcos en la articulación de losargumentos en apoyo de sus respectivas posiciones, privando al debate que han promovido del beneficio deestar iluminado de entrada por el análisis que se debe haber hecho del tema en el seno de la comisión.

La opinión que la mayoría ha dado a conocer se limita, sustancialmente, a señalar que, dado que el Códigoque se proyecta está destinado a regir en un país en paz, no hay razón para apartarnos de nuestro abolicionismotradicional en materia de pena de muerte. Este es un argumento razonable, pero no sería ocioso exhibir tambiénlas razones positivas para mantener nuestro abolicionismo tradicional frente a un tipo de delincuencia cruentaque se expande progresivamente aun en sociedades relativamente pacíficas.

Por su parte, la minoría expone alegatos que son merecedores de la mayor atención, pero que, tal como estánformulados, representan más bien la conclusión de un razonamiento cuyas premisas no se han hecho explícitas.Por un lado, no es del todo esclarecedor argüir que matar al que ha matado responde a la exigencia de justicia de"dar a cada uno lo suyo", ya que, como se ha dicho muchas veces, esta fórmula abierta es, en principio,compatible con cualquier medida cuya imposición a alguien se juzgue moralmente justificada (la cuestión es porque se le da al homicida "lo suyo" si se lo ejecuta y no si se le impone otro castigo). Por otro lado, la invocaciónde la eficacia de la pena de muerte para consolidar la confianza en el derecho no es concluyente si no se larespalda con argumentos persuasivos que permitan descalificar la cada vez más extendida posición escéptica alrespecto.

De cualquier modo, es probable que la versión definitiva del proyecto se explayará acerca de este tópico,haciéndose cargo de las consideraciones que pudieran haberse planteado en el debate suscitado en el ínterin.Vale la pena, pues, hacer un nuevo intento para echar alguna luz sobre la cuestión.

La justificación moral de la pena de muerte depende, en parte, de los principios que permiten justificar lassanciones penales en general. Una posibilidad es que los mismos principios que justifican la actividad punitivadel Estado (si es que hay tales principios) impliquen o bien la permisibilidad o bien la ilegitimidad de la pena demuerte. La otra alternativa es que tales principios sean insuficientes para inferir una solución respecto de lacorrección moral de esta clase de pena y que debamos, en consecuencia, explorar la relevancia para este caso deotros principios adicionales. De cualquier modo, comenzar a encarar la cuestión por el lado de la justificabilidadde las penas en general sirve al menos para aislar los puntos críticos que provocan especial perplejidad en ladiscusión acerca de la pena de muerte. Esto me obliga a recorrer de nuevo, en parte de este trabajo, un cambioque ya he explorado en otras ocasiones (1).

II

Las diferentes construcciones teóricas que se han formulado para justificar el castigo estatal puedenagruparse, con mayor o menor comodidad, en el marco de dos grandes concepciones, el retribucionismo y elutilitarismo (2).

La concepción retribucionista, de la cual hay, desde luego, versiones radicalmente diferentes, sostiene, enlíneas generales, que es intrínsecamente justo que el que ha hecho un mal sufra otro mal de entidad equivalente,cualesquiera sean las consecuencias para los individuos involucrados en el hecho o para la sociedad enconjunto.

Así expuesta, esta teoría parece no sólo legitimar sino también exigir la pena de muerte para el caso dehomicidio, ya que en pocas situaciones como en ésta se vislumbra con alguna claridad la equivalencia requeridaentre el delito y la pena (cosa que no ocurre por ejemplo, en el caso de la pena de prisión por el delito deviolación).

Sin embargo, la validez de la teoría retribucionista de la pena es por demás dudosa. Ella es sólo defendibleen el contexto de una concepción moral de índole formalista (o sea una concepción moral según la cual los actoso instituciones tienen valor o disvalor moral con independencia de sus consecuencias) que apele a la intuición

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en un nivel muy bajo de generalidad. Es muy posible que la justificación de ninguna concepción moral puedaprescindir de recurrir a nuestras convicciones intuitivas en apoyo de algún punto del sistema, pero sonpreferibles aquellas concepciones respecto de las cuales se acude a la intuición sólo para respaldarconsecuencias que se infieren de principios muy generales, y no para convalidar diferentes soluciones aisladasde cuestiones específicas (3).

Hasta ahora no se ha mostrado persuasivamente que el principio retribucionista derive de otro principio quesea considerablemente más general y que no consista en alguna vacuidad o en una formulación diferente delmismo principio retribucionista. Por ejemplo, el principio kantiano que prescribe tratar a los hombres comofines en sí mismos y no como meros medios constituye, como luego veremos, una razón poderosa paradescalificar la concepción rival del castigo estatal (y en este sentido fue invocado por Kant), pero de él nada seinfiere que respalde positivamente la concepción retribucionista de la pena.

El principio de que un mal debe retribuirse con un mal equivalente no parece, entonces, que pueda serdefendido si no es apelando a nuestra intuición directa sobre la justicia intrínseca de la situación que se estávalorando; necesitamos "ver" como inherentemente justo que al mal que provoca una persona se le respondacon otro mal comparable. Esto es bastante poco satisfactorio como justificación de un punto de vista moral, perolo es aún menos cuando se advierte que la intuición en cuestión está bastante menos extendida de los que losdefensores del retribucionismo suponen. Muchos no vemos claro cómo la suma de un mal más otro mal puededar como resultado, no dos males, sino un bien. Tampoco percibimos nítidamente una diferencia sustancialentre la pena retributiva y un hipotético sistema de venganza en gran escala organizado en forma monopólicapor el Estado (quizá esto le sirva a alguien para sugerir que, al fin y al cabo la venganza no es tan mala cuandose lleva a cabo en forma prudente y organizada).

El retribucionismo presenta otro inconveniente que es más difícil de percibir, pero que es, tal vez, todavíamás desalentador: presupone una moralización del derecho penal en un sentido que parece inconciliable con unaconcepción liberal acerca de los límites del poder punitivo estatal (4). Cuando el principio estipula que es justoque quien ha hecho un mal sufra otro mal de magnitud equivalente, es obvio que el primer "mal" al que se aludeno puede tener una configuración puramente convencional que dependa de los dictados del sistema jurídico. Delo contrario, el principio no limitaría a establecer que es justa cualquier pena dispuesta por el sistema jurídicocomo consecuencia de un acto que él prohíbe, lo que es, en definitiva, reducible al principio más general de quees moralmente lícita cualquier medida que el orden jurídico disponga en las condiciones que él estipule(cualquiera sea la plausibilidad de este principio, difícilmente se aceptaría que él provee una justificaciónretribucionista de la pena). El mal que, según esta concepción, debe retribuirse es, entonces, un mal moral; loque el principio establece es que es justo imponer un mal al que ha realizado un acto moralmente malo. Comohay una razón prima facie para materializar cualquier estado de cosas que se considere justo, el principioaludido implica que toda inmoralidad debe ser reprimida por el derecho, lo que violenta convicciones asociadascon la concepción liberal de la sociedad, según las cuales sólo determinada clase de actos inmorales deben serobjeto de interferencia jurídica (5). Por otra parte, la aparente plausibilidad del principio retribucionista dependetambién de una interpretación subjetiva del mal al que se refiere el principio: no es la producción objetiva de unestado de cosas disvalioso lo que parece justificar que se haga sufrir a un individuo, sino su actitud reprochableal intentar causarlo (o al ser indiferente o negligente respecto de su materialización). Esto conduce, cuando esdesarrollado en sus consecuencias a una intrusión del derecho en la valoración de la personalidad moral de lagente, lo que es todavía más incompatible con la concepción liberal de la neutralidad del orden jurídico respectode ideales de excelencia humana (6).

De modo que si la defensa de la pena de muerte presupusiera abrazar la justificación retribucionista delcastigo estatal, esa defensa tendría una base bastante poco firme y conduciría, además, a comprometerse con unenfoque de la relación entre derecho y moral que es, por lo menos, cuestionable. Pero se puede alegar que lapena de muerte es perfectamente justificable en el marco de la otra concepción vigente acerca de la pena.

III

La justificación utilitarista de la pena consiste en sostener que el castigo estatal es justificable si y sólo si elbalance de sus consecuencias es más beneficioso que perjudicial para el conjunto de la sociedad. Esto se da sólocuando la pena logra prevenir males mayores a los que ella involucra, sin que sea posible evitar aquellos malespor medios menos nocivos. Esta justificación debe apoyarse en algunas de las funciones que se atribuyen a lapena: desalentar al penado o a la gente en general a cometer hechos semejantes en el futuro, incapacitar alpenado para cometer nuevos delitos, rehabilitarlo psicológicamente para evitar que reincida, etc. Tres son lascondiciones que esta teoría exige para que una pena cualquiera sea un medio racional de protección social: (i)ella debe implicar un mal menor que el que intenta prevenir; (ii) debe ser eficaz para prevenir ese mal; (iii) debeser necesaria para evitar el mal (en el sentido de no ser sustituíble por un medio menos costoso e igualmenteeficaz).

Como resulta fácil advertir, la justificación utilitarista de la pena no convalida ni descalifica a priori a lapena de muerte. Ella resultará o no legítima según constituya o no un medio necesario y eficaz para ahorrarle alconjunto de la sociedad perjuicios más serios que los que la imposición de esa pena ciertamente envuelve

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(teniendo en cuenta que la privación de la vida de un miembro del grupo social implica, necesariamente, un malpara ese grupo, ya que el bienestar de éste se compone del de sus miembros). De este modo, la determinación dela legitimidad de la pena de muerte dependerá en parte de las cuestiones empíricas de necesidad y eficacia y enparte de la cuestión valorativa de contrapesar los bienes en conflicto. Sin embargo, si se demostraraempíricamente que la ejecución de los que cometen cierto tipo de homicidio previene en forma efectiva unmayor número de muertes que las que resultan de las ejecuciones (y se supone que no hay otros bienes paratomar en cuenta), parece que un criterio meramente cuantitativo de comparación entre vidas humanas conduce ala conclusión de que la sociedad en conjunto resultará beneficiada con la pena, de muerte. Esto implica que,bajo la justificación utilitarista de la pena, las principales dificultades para legitimar la prescripción de la penade muerte para el homicidio son de índole empírica: ¿Es la pena de muerte eficaz para prevenir un número dehomicidios mayor que el de gente ejecutada? ¿No podrían ser prevenidos esos homicidios por medios menoscruentos? ¿La posible ventaja en eficacia preventiva de la pena de muerte compensa posibles efectos colateralesnocivos que ella puede tener?

Pero para que tenga sentido encarar una investigación que permita responder a estas preguntas, debe antesestablecerse la validez de este enfoque utilitarista respecto de la pena. Esa validez ha sido cuestionada condiversas argumentos (7).

Algunos de esos argumentos (como el que sostiene que la concepción utilitarista justificaría la pena demuerte por los delitos más triviales si ello es necesario para prevenirlos) muestran una notable incomprensión delos presupuestos de esta teoría (8), pero hay otros que parecen persuasivos en cuanto ponen de manifiesto que laconcepción utilitarista tiene implicaciones que contrarían seriamente algunas de nuestras convicciones moralesmás firmes. Tales son los argumentos que invocan el hecho de que, bajo ciertas condiciones, esta justificaciónde la pena hace permisible establecer delitos de responsabilidad objetiva (como se ha hecho en Gran Bretaña enel caso de delitos menores, sobre la base, precisamente, de esa justificación) o incluso castigar a inocentes. Enefecto, si lo único relevante es que la pena de muerte logre prevenir males mayores a los que ella implica, habrácircunstancias, reales o posibles, en qué penar a quien no supo ni podía saber lo que hacía, o a quien no ejecutóla acción delictiva constituya el mal menor (por ejemplo, penar a gente inocente haciéndolos aparecer comoculpables puede ser la única forma, si los verdaderos delincuentes no pueden ser hallados, de contener una olade criminalidad, con más beneficio neto para el conjunto social que el perjuicio generado).

Aunque estas críticas tienen algún peso, creo -como lo he expuesto en "Los límites de la responsabilidadpenal"(9), que el problema fundamental de la justificación utilitarista de la pena no reside en que ella permitacastigar a quienes objetiva o subjetivamente son inocentes. El inconveniente principal de esta concepción sepresenta aun en el caso del castigo a culpables. Ese inconveniente es el mismo que -según está siendo advertidocon creciente claridad- padece el utilitarismo en general, y consiste en que él conduce inexorablemente ajustificar el sacrificio de los bienes o intereses de ciertos individuos si ello redunda en un beneficio mayor parala sociedad en conjunto, o sea, en definitiva, para otros individuos. En el caso de la pena, si lo único que lajustificara fuera su capacidad para prevenir futuros delitos, y si lo que han hecho en el pasado los destinatariosde las medidas punitivas fuera moralmente irrelevante (aunque sea causalmente relevante para asegurar laeficacia de la pena), entonces esa justificación implicaría que es legítimo sacrificar a algunos individuos cadavez que se demuestra que otros individuos se verán beneficiados con ello en una medida mayor que la delperjuicio que sufren los primeros (lo que puede darse por el solo hecho de que sean más los beneficiados que losperjudicados). Esto es, precisamente, usar a las personas sólo como medios en beneficio de otros, y es lo queKant condenaba en una de las formulaciones de su imperativo categórico, y veía (aunque, a mi juicio, no muynítidamente) como aberrante en la justificación utilitarista de la pena. Como dicen Rawls y Nozick (10), mientrasen el caso de un solo individuo es justificable el sacrificio de algunos de sus intereses en aras de otros interesesmás importantes de él mismo, esto no parece igualmente legítimo cuando los intereses sacrificados ypromovidos no pertenecen a la misma sino a distintas personas.

El utilitarismo presupone, entonces, una concepción globalizadora de la sociedad, considerando a ésta comola unidad moral básica (aunque las unidades psicológicas básicas sigan siendo los individuos cuyos intereses sefunden en un sistema unitario), de modo que, para determinar si una medida o acción está justificada, lo queimporta es establecer si ella conduce a una mayor utilidad para el conjunto social que cualquiera de susalternativas, con independencia de cómo se distribuye esa utilidad entre los distintos miembros de la sociedad.

Si se rechaza esta implicación antiindividualista del utilitarismo, queda descartada la posibilidad de justificarcualquier pena -y sobre todo la de muerte- sobre la sola base de los efectos benéficos que ella pueda generarpara la sociedad en conjunto.

IV

Como acabamos de ver, la concepción utilitarista proporciona una razón para imponer penas -la protecciónde la sociedad contra males mayores a los que ellas involucran- pero carece de un principio de distribución quejustifique la imposición de esas penas a ciertos individuos (así como en el famoso caso "Dudley" los marinerostenían una buena razón para comerse a uno de ellos y evitar que un mayor número muriera de hambre, pero talvez no tenían una razón válida que justificase sacrificar a uno de ellos en particular, tal como el pobre grumete).

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El retribucionismo padece del defecto inverso: si bien incluye un principio de distribución de penas a ciertosindividuos -principio que, por estar basado en el demérito moral, es, como vimos, cuestionable-, noproporciona, sin embargo, una razón convincente de por qué habría que imponer en general penas (del mismomodo que se puede tener razones para justificar quiénes deben ir a luchar en una guerra, si es que se debe lucharen esa guerra, pero no tener razones para justificar esto último).

En "Los límites de la responsabilidad penal"(11) expuse con cierto detenimiento mi opinión de que puedehaber una forma de combinar, en una justificación coherente de la pena, los aspectos positivos del utilitarismo ydel retribucionismo, evitando al mismo tiempo los defectos que acabo de mencionar. El enfoque resultanteconstituye una teoría consensual de la pena.

Mi estrategia consistió en complementar la justificación utilitarista, basada en la protección social, con unprincipio de distribución de derechos y obligaciones, de beneficios y privaciones, de bienes y cargas socialesque goza de una amplia aceptabilidad en otras áreas de la vida social. Ese principio de distribución es el que estáfundado en el consentimiento de los individuos afectados.

La imposición a un individuo de un deber, carga o sacrificio socialmente útil o beneficioso para un terceroestá prima facie justificada si es consentida por aquél en forma libre y consciente Este es un principio quegobierna una vasta gama de relaciones sociales, entre las que se destacan las de índole contractual.

Tomando como modelo el caso de algunos contratos, muchas veces se piensa que es esencial para que existaconsentimiento que el individuo que consiente la asunción de cierto deber, carga o responsabilidad hayarealizado un acto lingüístico performativo, como decir verbalmente o por escrito "yo consiento tal y tal cosa";esto es un error. Independientemente de las formalidades exigidas por diferentes razones prácticas para lacelebración de distintos contratos, lo que materializa el consentimiento de la persona afectada es la realizaciónpor parte de ella de un acto voluntario cualquiera con conocimiento de que ese acto tiene como consecuencia larelación jurídica que se dice consentida. Ese acto puede ser firmar un pagaré o un contrato, tomar un objeto delas manos del vendedor, levantar un dedo en un remate, ascender a un medio de transporte colectivo, ascender aun vehículo conducido por una persona en evidente estado de embriaguez, etc. (en los cuatro primeros ejemplosel acto en cuestión puede implicar consentimiento respecto de la obligación de pagar algo; en el último, el actoimplica, en algunos sistemas, el consentimiento de renunciar a una acción por daños y perjuicios en caso deaccidente provocado por la ebriedad del conductor). Por supuesto que una vez que se ha materializado elconsentimiento, éste es irrevocable y perdura sin que sea necesario la persistencia de una cierta actitud subjetivaen el individuo en cuestión.

Hay que aclarar que la consecuencia del acto voluntario que se consiente con la realización de ese acto esuna consecuencia normativa -una relación jurídica- y no una consecuencia fáctica. El individuo que firma unpagaré consiente en asumir la obligación de pagar cierta suma de dinero; no necesariamente tiene la mismaactitud subjetiva relevante respecto del acto de pagar la suma de dinero (por ejemplo, si el individuo intentaeludir el pago cuando llegue el momento, no se puede decir que consiente en pagar -salvo con un sentidoequivalente al de consentir asumir la obligación de pagar). Esto es consecuencia de otra distinción importante:Para que una consecuencia de un acto se considere consentida por el agente, él debe prever esa consecuenciacomo un efecto necesario de su acto (o estar dispuesto a actuar lo mismo en el caso en que lo previera comonecesario) y no como un efecto meramente posible. El que prevé que un efecto es una consecuencia posible desu acto voluntario consiente el riesgo de que ese efecto se produzca, pero, si está dispuesto a abstenerse en elcaso de que el efecto fuera cierto, entonces no consiente el efecto mismo. Mientras la asunción de la obligaciónde pagar una suma de dinero es una consecuencia necesaria, en ciertas condiciones, del acto de firmar unpagaré, el que el individuo satisfaga efectivamente su deuda es sólo una consecuencia eventual de ese acto.Pero, para justificar hacer efectiva cierta relación jurídica -ejecutando, por ejemplo, los bienes del deudor-, bastacon que el individuo haya consentido en asumir tal relación; no es necesario que haya consentido también enque se la haga efectiva.

Para que haya consentimiento libre del individuo afectado no sólo debe ser voluntario el acto del cual esconsecuencia la relación que se considera consentida, sino también ese acto debe ser tal que su omisión noacarree consecuencias que sólo puedan justificarse también sobre la base del consentimiento del agente (si esaomisión tiene consecuencias gravosas, ellas deben poder justificarse en forma independiente del consentimientodel agente). De lo contrario, haga lo que haga el individuo, su conducta podría implicar siempre consentimientode asumir ciertos deberes, responsabilidades, cargas, etcétera.

Debe ser ahora claro que el consentimiento, así caracterizado, se puede dar también respecto de la asunciónde responsabilidad penal (condebida ésta como una relación jurídica diferente del estado de cosas fáctico desufrir una pena), siempre que se den las siguientes condiciones: (i) que el individuo realice un acto voluntario;(ii) que sepa que la asunción de cierta responsabilidad penal (o sea la pérdida de la inmunidad contra la pena dela que los ciudadanos normalmente gozan) es una consecuencia necesaria de ese acto voluntario, o estédispuesto a actuar lo mismo en el caso de que así lo creyera (lo que exige conocimiento de los hechos y delderecho y excluye las leyes retroactivas); (iii) que la responsabilidad penal lo sea o bien por actos cuyasomisiones no importen restricciones, cargas o sacrificios o, si lo hacen, que ellos estén justificados

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independientemente del consentimiento de los individuos afectados. Si, para la imposición efectiva de penas, seexigen las condiciones mencionadas, entonces esa imposición puede considerarse como la ejecución de unaresponsabilidad penal que fue libre y conscientemente asumida por el individuo afectado.

Este consentimiento respecto de la pérdida de la inmunidad contra la pena es, creo yo, lo que nos permitejustificar moralmente la imposición a ciertos individuos de penas que sean necesarias y efectivas para prevenirmales sociales mayores a los que ellas involucran. El principio que requiere para la imposición de penas laasunción libre y consciente de la respectiva responsabilidad penal constituye un principio de distribución que,una vez combinado con el principio utilitarista de la protección social, provee una justificación satisfactoria delcastigo estatal. Esta justificación exige, sin embargo, requisitos muy severos para la admisibilidad moral de unacierta práctica punitiva: En primer lugar, debe satisfacerse el requisito de consentimiento de los individuosafectados. En segundo término, debe satisfacerse las condiciones de necesidad, eficacia y economía que requiereuna protección prudencial de la sociedad (o sea una protección que no genere para la sociedad más perjuiciosque los que se intenta prevenir).

En las dos secciones siguientes intentaré explorar hasta qué punto la pena de muerte satisface cada uno delos requisitos que acabo de mencionar.

Comencemos con el requisito de consentimiento. Si la pena de muerte está claramente estipulada para ciertaconducta en una ley no retroactiva, si la omisión de la conducta en cuestión no involucra una restricción quesólo sea moralmente aceptable sobre la base del consentimiento del agente, y si un individuo ejecutavoluntariamente esa conducta sabiendo que ella genera como consecuencia jurídica necesaria la potestad delEstado de privarlo de su vida, entonces el individuo consiente tal consecuencia (por más que en el momento deactuar supusiera que ella no será hecha efectiva). De acuerdo al desarrollo anterior, ese consentimiento podríajustificar moralmente la imposición a un individuo de la pena de muerte, siempre y cuando se satisfagan,además, las condiciones de prudencia racional en la protección de la sociedad.

Sin embargo, en el caso específico de la pena de muerte aparece una seria dificultad que no se presenta conigual gravedad respecto de las otras penas: El consentimiento de un individuo para que sea privado de un biendel que es titular sólo es moralmente relevante cuando el bien en cuestión es un bien disponible, o sea es un bienque su titular puede renunciar a voluntad.

Pocos negarían que la propiedad es un bien disponible y la mayoría aceptaría -aunque, quizá, con algunasreservas importantes- que la libertad también lo es (al fin y al cabo todos renunciamos temporariamente anuestra libertad de movimientos cada vez que usamos un medio de transporte público). Pero, como es notorio, larenunciabilidad de la vida propia es una cuestión mucho más controvertida.

La controversia no se ha localizado, en general, en torno de la pena de muerte -ya que ésta no se sueleasociar, como aquí se lo hace con el consentimiento de disponer de la propia vida-, sino, principalmente,alrededor del duelo, de la eutanasia voluntaria, de la instigación y ayuda al suicidio, etcétera.

Se han planteado diversos argumentos para justificar que el Estado interfiera con actos lesivos a la vida enlos que está involucrada, directa o indirectamente, la voluntad de la persona afectada.

Algunos de esos argumentos (como los que están relacionados con la dificultad de probar la voluntariedad,el peligro para terceros inocentes, la usurpación de justicia en el duelo, etc.) no implican lisa y llanamente lanegación de la facultad de disponer de la propia vida, aunque, en la práctica, conducen a serias restricciones enel ejercicio de esa supuesta facultad. Los argumentos de esta índole no son generalmente aplicables a la pena demuerte, y podrían servir, en consecuencia, para justificar una prohibición de las conductas mencionadas sin queello sea inconsistente con una justificación consensual de la pena capital. Sin embargo, este tipo deconsideraciones, aun cuando son en muchos casos razonables y valederas, tienen una fuerza de convicciónlimitada para convalidar una prohibición absoluta del duelo, la eutanasia voluntaria, la ayuda al suicidio, etc.Las circunstancias en que estos argumentos se basan son tales que dejan abierta la posibilidad de que lasconductas en cuestión sean permisibles si se dan ciertas condiciones (tales como pruebas fehacientes de lavoluntad del individuo afectado, realización del acto en un ámbito que sea suficientemente seguro para terceros,etc.). Sí se pretende, en cambio, defender una prohibición absoluta de esas acciones, el camino más seguroparece ser el de negar la disponibilidad de la propia vida (uno sospecha que los argumentos anteriores sonplanteados, a veces, como una forma de eludir la defensa explícita de esta última idea, defensa que puedeimplicar la adopción de ciertos principios morales cuyas consecuencias no siempre parecen aceptables a quienesasumen este punto de vista). Claro está que, si se sostiene que el Estado tiene derecho a interferir con actoscomo los mencionados, sobre la base de que nadie puede renunciar a su propia vida, se presenta la dificultad dedeterminar si el principio del cual se infiere tal prohibición es compatible con la justificación de la pena demuerte.

La indisponibilidad de la propia vida fue muchas veces defendida con el fundamento de que la vida delindividuo pertenece al Estado. Esta idea fue el presupuesto que, históricamente, condujo a transitar de laconcepción del homicidio como un delito privado reparable a la concepción de acuerdo a la cual se trata de undelito contra el Estado, tránsito que se observa, por ejemplo, con las leyes de Eduardo el Confesor en el siglo XI

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en Inglaterra (12). De ser moralmente admisible esta forma extrema de la visión totalitaria de la sociedad civil, seexplicaría perfectamente que haya una distinción radical entre la ayuda al suicidio, el duelo y la eutanasiavoluntaria, por un lado, y la pena de muerte, por el otro. Esta última sería, como se decía en la memoria de lacomisión nazi de reforma al Código Penal alemán, "la afirmación más perfecta, más seria y más solemne de laabsoluta supremacía del Estado sobre el individuo"(13), mientras que los actos que atentan contra la propia vidapodrían ser, coherentemente, considerados como usurpatorios de aquella supremacía estatal. Sin embargo, estaforma de hacer coherente la legitimidad de la pena capital con la prohibición de los actos aludidos no requieremayor examen en este lugar, ya que, lejos de ser compatible con la justificación consensual de la pena queestamos presuponiendo, ella constituye una versión exagerada de la concepción utilitarista del castigo estatal,que ha sido aquí cuestionada.

También se ha defendido la indisponibilidad de la vida propia sobre la base del perjuicio para terceros queresulta de la muerte de un individuo, perjuicio que se materializaría con la cesación de la contribucióneconómica, intelectual, afectiva, etc. que un individuo suele prestar a otro y a la sociedad en conjunto. Si seadopta esta línea de argumentación, sólo se puede hacer compatible la prohibición del duelo, la eutanasiavoluntaria, etc. con la legitimidad de la pena de muerte si se asume que, mientras la pena de muerte puedeeventualmente generar más beneficios que daños para la sociedad, aquellos hechos son generalmente dañosospara terceros en un grado tal que justifica su prohibición jurídica. Sin embargo, dado que la privación de lapropia vida involucra, presumiblemente, intereses muy serios del individuo que ha llegado a esa decisiónextrema, hay que ser cautelosos en la apreciación de los perjuicios, para terceros que deben contrapesarse conesos intereses. Considerando que esos perjuicios derivan de una omisión, debe advertirse que la adscripcióncausal de efectos nocivos a las omisiones requiere una fuerte expectativa de actuación positiva (14) (cosa queindudablemente se verifica en el caso de abandono a los dependientes inmediatos -en el que es correcto atribuirlos perjuicios consiguientes a quien ha dispuesto de su vida-, pero que no puede, proyectarse ilimitadamentehacia la sociedad en conjunto; como decía Hume "el hombre que se retira de la vida no hace daño a la sociedad;él sólo deja de hacer bien, lo cual, si constituye un perjuicio, lo es sólo de la más íntima especie"(15). Estasconsideraciones sugieren que la presente línea de argumentación no permite hacer una distinción tajante entre elduelo, etc., por un lado, y la pena de muerte ejecutada sobre quien consintió en perder la respectiva inmunidad,por el otro: en ambos tipos de casos la valoración del acto o medida dependerá, según este punto de vista, de unbalance de los beneficios y perjuicios generados, balance que no puede definirse a priori en términos genéricos.

Una posición que rechaza la facultad de los individuos de disponer de su propia vida con absolutaindependencia de cualquier cómputo de beneficios y perjuicios es la de Kant (16). Este filósofo fundamentó esaposición con dos argumentos que corresponden a cada una de las dos primeras formulaciones de su imperativocategórico. En relación a la formulación que exige la universalización de cualquier máxima con que se pretendejustificar una cierta acción, Kant sostuvo que la máxima subyacente al suicidio no es universalizable: ella esauto-contradictoria como principio general de conducta, pues el suicidio está determinado por un sentimientoegoísta de auto-estima cuyo fin no es destruir sino fomentar la vida (o sea que el suicidio frustra el fin delpropio sentimiento que lo motiva). En cuanto a la formulación que prescribe considerar a la humanidad comofin en sí misma, Kant arguyó que el que destruye su vida para escapar de una situación desagradable toma a supersona como un mero medio, como si se tratara de una simple cosa. Estos argumentos de Kant distan mucho deser concluyentes: En primer lugar, parece que puede haber circunstancias en que el suicidio no implique unaactitud de desprecio hacia la vida que sea incompatible con el supuesto fin del sentimiento de auto-estima(como en el caso de quien se suicida para evitar una muerte cierta a través de terribles torturas). En segundotérmino, no es claro que sea moralmente relevante si la función "natural" del sentimiento de auto-estima es o nola de fomentar la vida -aún si, por ejemplo, la excitación que acompaña al miedo tuviera la función natural dehacer más ágil la huida, no habría nada objetable si en algunos casos le sirve a alguien para enfrentar con másenergía el peligro). También se puede señalar, por último que no todo suicidio está motivado por un sentimientode auto-estima (no es fácil ver, por ejemplo, como juega ese sentimiento en el caso común de quien se suicidapara que su familia cobre un seguro sobre su vida). En relación al segundo argumento, no es obvio por qué elque decide libremente quitarse la vida está usando su persona como un mero medio. En todo caso, como loseñala L. K. Stell (17), Kant es aquí incoherente pues admite, sobre la base del consentimiento, la legitimidad delduelo determinado por motivos de honor. Podría ser un interesante ejercicio determinar si la pena de muerteaplicada a alguien que consintió en asumir la respectiva responsabilidad penal se parece más al suicidio que alduelo o a la inversa, pero el ejercicio resultará, en definitiva, ocioso si no se pueden determinar diferenciasmoralmente relevantes entre los dos últimos casos. Kant no ha conseguido, a mi juicio, dar una fundamentaciónpersuasiva de su posición contraria a la disponibilidad de la vida propia, lo que nos impide inferir de esaposición un principio coherente para ser aplicado a las distintas situaciones que estamos considerando.

El argumento más difundido, y menos vulnerable a la inquisición filosófica, en contra de la facultadindividual de renunciar a su propia vida es el argumento teológico de que la vida de los hombres pertenece a suCreador, que es el único que puede disponer de ella. Locke, entre muchos otros, expuso este argumentodiciendo que, si bien los hombres tienen una absoluta libertad de disponer de su persona y posesiones como locrean conveniente, ellos no tienen libertad de destruirse o consentir en ser muertos, ya que "siendo los hombresla obra de un Hacedor omnipotente e infinitamente sabio... ellos son la propiedad de Aquél de quien son obra y

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están hechos para durar tanto como lo disponga Su voluntad y no la de este o aquel hombre..."(18). Esteargumento fue contestado por Hume en los siguientes términos: "Si la disposición de la vida humana estuvieratan reservada como provincia exclusiva del Todopoderoso que el que los hombres dispusieran de su propia vidaconstituiría una usurpación de ese derecho, entonces, sería tan criminal actuar para la preservación de la vidacomo para su destrucción. Si yo desvío una piedra que está cayendo sobre mi cabeza, perturbo el curso de lanaturaleza e invado la provincia exclusiva del Todopoderoso al alargar mi vida más allá del período que El le haasignado a través de las leyes generales de la materia y del movimiento"(19). Esta es una complicadacontroversia que excede ampliamente los límites de este trabajo. Lo que aquí importa es que este argumentoteológico en contra de la disponibilidad de la propia vida, cuando va unido a una concepción individualista de laactividad punitiva estatal -tal como la teoría consensual que he expuesto-, implica que la pena de muerte esilegítima. Esto lo vio claramente Locke cuando sostuvo que el gobierno nunca puede adquirir el derecho dedisponer de la vida de los súbditos, ya que, al no tener los mismos individuos esa facultad, no la pueden ceder aotros y tampoco al soberano (20), nadie puede transferir un mejor derecho del que tiene. Para eludir estaconclusión, manteniendo la tesis teológica de la indisponibilidad de la propia vida, hay que adoptar unaconcepción antiindividualista de la sociedad civil y, en especial, de la potestad punitiva estatal, de modo dejustificar tal potestad como independiente de los derechos de los individuos que integran la sociedad.

La revisión de estos argumentos nos permite concluir que, si se acepta una justificación consensual de lapena (o, en realidad, cualquier concepción no totalitarista del poder estatal de castigar), difícilmente puededefenderse coherentemente tanto la proscripción del duelo, la ayuda al suicidio, etc. como: la legitimidad de lapena de muerte. Si se sostiene que el consentimiento del condenado torna legítima una pena de muerte que esnecesaria y eficaz para proteger a la sociedad contra males mayores a los que ella implica, entonces deberestringirse severamente la interferencia estatal con actos contra la vida en los que la voluntad del individuoafectado está involucrada. Si se persiste, en cambio, en considerar legítima la interferencia del Estado con ladisposición de la propia vida, ello implica que el consentimiento del interesado es moralmente irrelevantecuando de su vida se trata, y, en consecuencia, que la justificación de la pena de muerte no puede apoyarse enese consentimiento. Si se admite, además, que el principio más plausible de distribución de medidas punitivasque son idóneas para proteger a la sociedad requiere el consentimiento de los destinatarios, entonces laconclusión inescapable es que la pena de muerte es moralmente ilegítima aun en la hipótesis de que sea unmedio necesario y efectivo para proteger a la sociedad contra daños mayores a los que ella envuelve.

La conclusión anterior es de carácter hipotético, no sólo porque está supeditada a la aceptación de la teoríaconsensual de la pena, sino también porque está condicionada a la posición que se adopte respecto de lainterferencia estatal con actos de disposición de la propia vida.

Sin embargo, esa conclusión adquiere un carácter menos relativo en el contexto del proyecto que originó lacontroversia que comentamos al comienzo. El proyecto en cuestión se adscribe decididamente a la tendenciaprevaleciente en buena parte de los sistemas penales, aunque con diferentes grados, de limitar severamente ladisponibilidad de la propia vida. Si bien la tentativa de suicidio no es punible en el proyecto, al igual que en elCódigo vigente, se mantiene la punibilidad de la instigación y ayuda al suicidio (art. 120) -aun en el caso de quese hubiera concertado un suicidio común-, del duelo (arts. 136, 137, 142), y se prevé expresamente (art. 121)una figura atenuada para el homicidio por piedad consentido.

Aunque esta última ponderable innovación parecería implicar -al atenuar el homicidio cuando hayconsentimiento y móvil de piedad- una recepción parcial de la idea de la disponibilidad de la propia vida, talconclusión no resulta, aparentemente, compatible con la punibilidad del hecho, por más que se trate de unapunibilidad atenuada. El reconocimiento de la facultad de disponer de la propia vida generaría una causa dejustificación que determina la impunidad plena. La punibilidad disminuida para el homicidio por piedad essigno de que se está reconociendo una causal de atenuación de la culpabilidad del agente, en atención,probablemente, a sus móviles altruistas. Esto queda bastante claro en el comentario que se hace al art. 115 delproyecto de 1960, que es idéntico al art. 121 de este proyecto. Allí se dice que, si bien se requiere elconsentimiento de la víctima para asegurar que ésta sea respetada en su libertad de sufrir, no se pretendedecretar la justificación de la eutanasia.

En síntesis, el proyecto presentado sigue adoptando la posición restrictiva del Código vigente respecto de ladisponibilidad de la propia vida, lo cual -asumiendo una justificación consensual del castigo estatal- hacecoherente el punto de vista de la mayoría de excluir la pena de muerte del conjunto de remedios punitivos que elproyecto prevé.

A pesar de que una posición negativa respecto de la efectividad del consentimiento en el caso de la pena demuerte determina, de acuerdo a la concepción justificatoria de la pena que seguimos, la ilegitimidad de este tipode castigo, es de cualquier manera conveniente examinar si la pena capital satisface la otra condición que taljustificación exige.

VI

Antes de intentar responder a la pregunta de si la pena de muerte es un medio necesario y eficaz paraprevenir males mayores para la sociedad a los que ella implica, es bueno enfatizar cuál es la relevancia de esta

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pregunta.

Ninguna pena es un remedio absolutamente inocuo para la sociedad que está destinada a proteger: eldestinatario de la pena es (como la víctima de un delito) un miembro de la sociedad (21) en aras de la cual lapena se impone, y, en consecuencia, el mal que él padece debe computarse como un mal que sufre la sociedad(así como se computa como un beneficio para la sociedad el que algunos de sus miembros estén, gracias a lainstitución de la pena, menos expuestos a sufrir delitos). Por lo tanto, si no se demuestra que una cierta pena,como la de muerte, genera para la sociedad mayores beneficios que los perjuicios directos e indirectos que ellaciertamente produce en esa misma sociedad, entonces el recurrir a tal pena no sólo es moralmente injustificado:es sencillamente irracional, puesto que implica frustrar el mismo objetivo que se persigue con la medida encuestión (es como demoler una casa para evitar que sea dañada por un terremoto) (22).

De modo que la pena de muerte constituiría un recurso irracional en relación al objetivo de defender a lasociedad si no se demostrara que ella genera, efectivamente, ciertos beneficios, que esos beneficios no puedenobtenerse por medios menos cruentos, y que los perjuicios que causa son menores que aquellos beneficios.

Todas éstas son en buena parte cuestiones empíricas que los defensores de la pena de muerte como medioidóneo de protección social tienen la carga de dilucidar satisfactoriamente. Dado que la pena de muerte, más quecualquier otra pena, acarrea infaliblemente al menos un grave perjuicio para la sociedad en conjunto, los que lapropugnan no pueden contentarse con que no se haya demostrado que ella es más perjudicial que beneficiosa;son ellos los que deben demostrar que es más beneficiosa que perjudicial para la sociedad que se busca proteger.

Hay varias circunstancias que permiten dudar a priori del éxito de la empresa que deben encarar lospartidarios de la pena capital.

La primera y tal vez más importante de esas circunstancias es simplemente que hasta ahora no se hademostrado en forma convincente qué la pena de muerte tenga una eficacia preventiva significativamente mayorque otras penas menos nocivas.

Hay un problema metodológico importante para determinar la eficacia preventiva de la pena capital: no esfácil elaborar un marco de comparación adecuado, ya que los países que difieren entre sí respecto de la vigenciao no en ellos de la pena de muerte también difieren entre sí en otros aspectos que pueden tener incidencia en lacriminalidad (lo mismo puede ocurrir cuando se comparan dos períodos de un mismo país, antes y después de laabolición de la pena capital, ya que este cambio puede ir acompañado de otros que pueden influir en lafrecuencia de homicidios). Los estudios más serios que han intentado superar este problema metodológico(tomando, por ejemplo, como base comparativa a dos estados norteamericanos con configuración socialbastante similar pero que difieran en cuanto a la vigencia de esta pena), no han podido establecer confehaciencia que la introducción de la pena de muerte haya incidido sustancialmente en la disminución de lacriminalidad. En Gran Bretaña, por ejemplo, la Comisión Real sobre la pena capital realizó entre 1949 y 1953un exhaustivo estudio del tema, consultando numerosas estadísticas, visitando diversos países, recogiendo laopinión de expertos; el resultado de esta investigación fue que: "La conclusión general a que hemos arribado esque no hay pruebas claras en ninguna de las estadísticas que hemos examinado de que la abolición de la pena demuerte haya conducido a un incremento en el índice de homocidios, o que su re-introducción haya conducido auna caída de tal índice"(23). Un estudio de las estadísticas posteriores realizado por el profesor H. L. A. Hart (24)arrojó el resultado de que la subsiguiente restricción de la pena de muerte en Gran Bretaña -como consecuenciade la legislación a que condujo el informe aludido- tampoco había producido un aumento perceptible en elíndice de homicidios (la pena de muerte fue recién abolida allí para todo tipo de homicidios en 1965).

Frente a estas verificaciones se alza la aparente impresión de sentido común de que la perspectiva de serejecutado tiene necesariamente que ejercer mayor influencia disuasoria en delincuentes potenciales que laexpectativa de ser privado de la libertad. Esta impresión fue expresada por el juez Victoriano James F. Stephencon las palabras siguientes: "Ninguna otra pena desalienta a los hombres tan efectivamente a cometer delitoscomo la pena de muerte. Esta es una de esas proposiciones que es difícil de probar simplemente porque ellas sonen sí mismas más obvias que lo que las puede hacer cualquier prueba. Es posible desplegar cierto ingenio paraargumentar en contra de tal proposición, pero eso es todo. Toda la experiencia de la humanidad va en ladirección opuesta. La amenaza de muerte instantánea es a la que siempre se ha recurrido cuando hubo unaabsoluta necesidad de producir cierto resultado... Ninguno se dirige hacia una muerte cierta e inevitable si no espor compulsión. Pongamos las cosas al revés: ¿Hubo alguna vez un delincuente que, cuando condenado amuerte y expuesto a ella, rehusara la oferta de una conmutación de su condena por la pena de cárcel más severa?Seguramente que no. ¿Por qué es eso? Sólo puede ser porque "todo lo que el hombre tiene lo daría él por suvida". En el caso de cualquier otra pena, por terrible que sea, hay esperanza. Pero la muerte es la muerte; suterror no puede describirse con más fuerza"(25).

A pesar de la convicción que emana de esta forma de describir la impresión de sentido común, esta posiciónha sido fuertemente cuestionada. Por ejemplo, Hart (26) ha sostenido que las palabras de Stephen encierran una"suggestio falsi", de modo que, cuando ella es detectada, la aparente solidez del argumento se desvanece: Elargumento supone que hay un paralelo entre la situación del condenado a muerte a quien se le ofrece laalternativa de ser ejecutado o ir a la cárcel y la situación del homicida potencial que delibera acerca de su

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conducta futura. No hay tal paralelo porque en este último caso la perspectiva de morir no es ni inmediata nicierta (en Inglaterra la probabilidad de un homicida de ser ejecutado, cuando regía la pena de muerte, era de unosobre doce), lo que es muy relevante en la estimación de la posible eficacia preventiva de la pena capital. Porotro lado, agrega Hart, el argumento de Stephen pasa por alto que los que cometen homicidios distan mucho deconstituir un modelo de racionalidad en el cálculo de los costos de su acto; en muchos casos los homicidas soninsanos (en Inglaterra entre 1900 y 1949 hubo más homicidas declarados insanos, según criterios muy estrictos,que aquellos que fueron condenados a muerte), y, en otros muchos casos, el homicidio es cometidoimpulsivamente o por móviles que difícilmente serían contenidos por la previsión de las consecuencias del acto.

A estos argumentos de Hart conviene agregar un par de consideraciones. En primer lugar, no es tan ciertoque, como suponía Stephen, nadie opta por morir ejecutado frente a la perspectiva de una larga pena de prisión(todos recordamos un caso reciente en EE. UU. en el que un condenado a muerte fue ejecutado tras rehusarsepersistentemente a apelar o a solicitar una conmutación de pena). En segundo término, la falta de certeza de serejecutado no es un hecho contingente que puede ser fácilmente superado: Refleja la tendencia de jueces yjurados -donde los hay- de buscar la forma de absolver al procesado cuando la condena implica inevitablementela pena de muerte. Este hecho fue claramente advertido en el siglo pasado por Charles Dickens en su alegatoperiodístico por la abolición de la pena capital: "Yo puedo mencionar seis u ocho casos de mi propioconocimiento en que individuos fueron absueltos puramente sobre la base de que la pena era de muerte... Se quelos jurados han absuelto a hombres que eran clara e indudablemente culpables de homicidio, y de algunos de lospeores asesinatos cometidos en la historia de este país, y que lo han hecho así simplemente porque la pena era lapena capital. Ellos hubieran condenado a los procesados si la pena hubiera sido de prisión perpetua o cualquierotra pena que no consistiese en privar de su vida a un hombre, y se han aferrado a cualquier excusa antes de seragentes de la puesta en práctica de la pena de muerte"(27). Por supuesto que esta circunstancia, no sólo restaeficacia disuasoria a la pena capital sino que, como surge de las palabras de Dickens, tiene un efecto secundariomarcadamente nocivo, pues el incremento de absoluciones injustificadas para eludir la pena de muerte puedeafectar la eficacia preventiva de las normas penales en un grado mayor que cualquier supuesta ganancia en esaeficacia que se obtuviera sustituyendo la amenaza de prisión por la amenaza de ejecución.

Esta última consideración nos introduce en el tópico de los efectos secundarios perniciosos que laimplantación de la pena de muerte puede generar. Los estudios que se han hecho en esta materia no sólopermiten cuestionar el alegado beneficio social que se obtendría con la pena de muerte a través de su mayoreficacia preventiva, sino que también han puesto de manifiesto que este tipo de práctica punitiva puede tenerefectos colaterales considerablemente nocivos, además, claro está, del perjuicio directo y cierto constituido porla muerte de algunos miembros del grupo social.

Uno de estos efectos colaterales perniciosos es el riesgo para terceros inocentes de ser alcanzados, por errorjudicial, por una medida que es irreversible. Este temor no es producto de la fantasía sino que responde a unarealidad tangible: Por ejemplo, el ministro de Justicia de Alemania Federal declaró ante el Consejo de Europa en1953 que en el último siglo hubo en su país 27 condenas a muerte producto de errores judiciales (28). Por suparte, el ex-Secretario del Interior de Gran Bretaña, Chuter Ede, declaró en 1956 que él se había negado aindultar a un condenado a muerte cuya inocencia se demostró luego de su ejecución (29). El peso negativo queesta posibilidad de errores judiciales irreversibles tiene para la justificabilidad moral de la pena de muerte noestá dado sólo por la evidente y terrible injusticia involucrada en estos hechos, sino también, desde un punto devista meramente prudencial de protección de la sociedad, por el daño social constituido por la generación en lapoblación de un temor fundado de ser víctima inocente de tales errores.

Debe también mencionarse entre los efectos colaterales socialmente perniciosos de la pena de muerte elpesado estigma que recae sobre los allegados inocentes de un ejecutado, estigma que es considerablementemayor que en el caso de otras penas, entre otros factores, por la extensa publicidad que las ejecucionesdesencadenan (difícilmente puede pretenderse que esta publicidad sea restringida, ya que los que suponen que lapena de muerte tiene una eficacia preventiva sustancialmente mayor que la de prisión, no pueden dejar deapoyarse en la amplia difusión que merecen las ejecuciones).

Tampoco puede desdeñarse como consecuencia secundaria nociva de la aplicación de la pena de muerte laatracción que ejerce en ciertas mentes inestables, en busca de fama y de martirio, la perspectiva de ser elprotagonista principal de la gran tragedia que constituye todo proceso por un delito capital. Hay algunas pruebasque parecen demostrar que tal atracción es real, y tales pruebas han motivado el siguiente comentario de Hart:"Al presente, las teorías de que la pena de muerte puede operar como un estimulante, consciente o inconsciente,para cometer homicidios, cuentan con ciertas pruebas detrás de sí. El uso de la pena de muerte por el Estadopuede disminuir, no fortalecer, el respeto por la vida. Un gran número de homicidas son mentalmente inestables,y al menos en ellos puede operar como una fuerza de atracción, no de repulsión, el pensamiento de la ejecución,el drama y la notoriedad de un proceso, el aspecto de gladiador que adquiere un homicida luchando por su vida.Hay casos reales de homicidios motivados de ese modo, y las teorías psicológicas que se apoyan en ellos, debencontrapesarse con la teoría de que la pena de muerte crea o fortalece nuestra inhibición contra el homicidio"(30).

Hay una frase incidental de este pasaje de Hart que apunta, en realidad, a otro efecto colateral de la pena demuerte cuyos alcances son tal vez más perniciosos que los de las otras consecuencias nocivas que se ha

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mencionado. Hart dice que la pena de muerte puede disminuir y no fortalecer el respeto por la vida. Esto puedeocurrir no sólo en el caso que comenta Hart de gente mentalmente inestable que busca notoriedad, sino tambiénen muchos otros casos en que la conducta homicida no es fácilmente imputable a una inestabilidad psíquica. Ladisminución del respeto por la vida puede manifestarse en gente que intenta guiar su conducta por el mismoprincipio que está subyacente al empleo de la pena de muerte como un medio de protección social: éste es elprincipio de que es legítimo privar de la vida a alguien cuando con ello se obtienen beneficios sociales que sonmás importantes que las vidas que se sacrifican.

Si se acude oficialmente, para justificar la pena de muerte, al principio de que la vida de los hombres es uninstrumento idóneo (con las restricciones que se quiera) para perseguir fines colectivos, tal como la disminucióndel índice de homicidios, se favorecerá que el principio se difunda en la sociedad como una pauta legítima deconducta. La generalización de una actitud instrumentalista hacia la vida de los hombres envuelve un serioriesgo para la paz social, puesto que es inevitable que algunos individuos o grupos juzguen su manera (condiferentes dosis de irracionalidad, cinismo, o confusión mental) que el sacrificio de un número de vidas es unmedio necesario y eficaz para alcanzar un objetivo pretendidamente valioso. No es necesario subrayar el hechode que nuestra civilización sufre actualmente los aterradores efectos de esta visión de la vida humana.

Es muy posible que el principio de inviolabilidad de la vida de los hombres no pueda ser defendido como unprincipio absoluto que no admite excepción alguna (una posición como, por ejemplo, el pacifismo radicalprobablemente conduce a paradojas insolubles). Sin embargo, hay razones para pensar que debe promoverse(aun por medio del derecho) que el principio en cuestión sea adoptado como una pauta de conducta que sóloadmite excepciones en un conjunto muy limitado de circunstancias que puedan ser identificadas con relativafacilidad (tales como las que configuran la situación de legítima defensa).

La necesidad práctica de promover actitudes sociales que concedan a la vida de los hombres una especie dehalo de intangibilidad es tal vez lo que provee una justificación más sólida que las que fueron comentadas parapersistir en una política moderadamente restrictiva respecto de actos contra la vida de otro en los que intervienela voluntad del individuo afectado. La interferencia (dentro de ciertos límites que habría que considerar) contales actos podría, quizá, defenderse sobre la base de que ella promueve el respeto por la vida de alguien con suconsentimiento (y, a fortiori, mucho menos sin él) para satisfacer fines supuestamente valiosos. Pero ésta es unacuestión que halaría que examinar con más cuidado en el contexto de una teoría general de los derechosindividuales.

En síntesis, hay razones para cuestionar que la pena de muerte sea un medio racional de protección de lasociedad, no sólo porque no se ha demostrado, su superior eficacia preventiva, sino también porque, además deldaño social directo que ella necesariamente implica (31), parece generar efectos colaterales perniciosos quepueden sobrepasar una hipotética ventaja en el poder disuasorio de este tipo de pena. Entre esos efectos, hay quedestacar el debilitamiento del respeto hacia la vida que genera la difusión de una actitud instrumentalista frentea ella. Ese respeto que es imperioso fortalecer ha sido magníficamente expresado por George Orwell en surelato de una ejecución que presenció:

"Es curioso, pero hasta ese momento nunca advertí lo que significa destruir a un hombre saludable yconsciente. Cuando vi al condenado dar un paso al costado para evitar un charco, percibí el misterio, la inefablemaldad de interrumpir la vida de un hombre cuando está en pleno desarrollo. Ese hombre no se estabamuriendo, estaba vivo como nosotros. Todos los órganos de su cuerpo estaban funcionando... El y nosotroséramos una partida de hombres caminando juntos, viendo, oyendo, sintiendo, comprendiendo el mismo mundo;y en dos minutos, con un súbito chasquido, uno de nosotros se iría, una mente menos, un mundo menos"(32).

(1) Principalmente en "Los límites de la responsabilidad penal. Una teoría liberal del delito", cap. III, Bs.As., 1980.

(2) Ver un análisis cuidadoso de estas concepciones en Eduardo A. BARBOSSI, "La justificación moral delcastigo", Buenos Aires, 1976.

(3) Ver una crítica de este tipo de intuicionismo en DWORKIN, RONALD, Tanking Rights Seriously,Cambrige, Mass., 1977, p. 87.

(4) Ver "Los límites...", cit., cap. IV.

(5) Ver mi artículo "¿Es la tenencia de drogas con fines de consumo personal una de las acciones privadasde los hombres? en Rev. LA LEY, t. 1979-D, p. 743.

(6) Ver "Los límites...", cit., cap. IV.

(7) ver estos argumentos en RABOSSI, E. A., op. cit. y en mi libro "Los límites...", cit. cap. III.

(8) Ver un análisis de estos argumentos contra el utilitarismo en mi libro cit., cap. III.

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(9) Cit., cap. III.

(10) RAWLS, John, "A Theory of Justice", ps. 23-27, Oxford, 1972; NOZICK, Robert, Anarchy, State andUtopia, ps. 28-35, Oxford, 1972.

(11) Cit., cap. III.

(12) Ver este punto en STELL, L. K., "Dueling", en Ethics, vol. 90, núm. 1, p. 17.

(13) Citado por JIMENEZ DE ASUA, L., "Tratado de Derecho Penal", t. I, p. 370, Buenos Aires, 1964.

(14) Ver esta cuestión en mi artículo "¿Da lo mismo omitir que actuar?", en Rev. LA LEY, t. 1979-C, p.801.

(15) "Essay on Suicide", Londres, 1783.

(16) "Fundamentación de la metafísica de las costumbres", trad. E. García Morente, ps. 73, 84, 85, Madrid,1977.

(17) Op. cit., p. 21.

(18) En "An Essay Concerning the True Original, Extend and End of Civil Government", incluido en SocialContract, BARKER, E. (ed.), p. 6, Oxford, 1971.

(19) "Essay on Suicide", citado.

(20) En op. cit., p. 78.

(21) Ver una discusión sobre el punto de vista que concibe al delincuente como un extraño a la sociedad enmi artículo "La fundamentación de la legítima defensa", en Doctrina Penal, núm. 6.

(22) En una versión diferente de este trabajo, presentada ante el Simposio Internacional de Filosofía de LaUniversidad Autónoma de México, exploré algunas posibilidades para eludir esta conclusión. Una consistiría ensostener que el daño que la pena inflige al delincuente no es computable en el balance de perjuicios y beneficiossociales porque el que comete un delito, como decía Rousseau, cesa inmediatamente de formar parte de lasociedad; pero esta idea tiene consecuencias extremadamente contra-intuitivas como es la de justificar la penade muerte por el delito más trivial (ver mi artículo "La fundamentación de la legítima defensa", en DoctrinaPenal, núm. 6, 1979). Otra alternativa consiste en sostener que el daño que se causa con la pena debe sercomputado, pero en menor medida que el daño que sufriría un inocente, puesto que los intereses del delincuentese desvalorizan en la medida de su culpabilidad; sin embargo, como dice Alan Goldman (en "The Paradox ofPunishment", Philosophy and Public Affairs, 1979), esto implica descalificar doblemente los intereses deldelincuente: primero cuando se admite su sacrificio por el mayor beneficio del resto de la comunidad; segundo,cuando se los cuenta en menos que los intereses de otra gente (esto viola el principio "non bis in idem").

(23) Ver la parte pertinente del informe de esta comisión en Ezorsky, Gertrude (ed.)., PhilosophicalPerspectives on Punishment, p. 259, Nueva York, 1972.

(24) En Punishment and Responsibility, ps. 65-85 y notas en ps. 245-249, Oxford, 1968.

(25) Cit. en el informe de la Royal Commission on Capital Punishment, en Ezorsky (ed.), op. cit., p. 252.

(26) Op. cit., p.

(27) Cit., por GILPIN, "Speech Against Capital Punishment", en Ezorsky (ed.), op. cit., p. 266.

(28) Dato mencionado por GLOVER, Jonathan, en Causing Death and Saving Lives, p. 234,Harmonds-worth, 1977.

(29) Dato tomado de HART, H. L. A., op. cit., p. 89.

(30) Op. cit., p. 88.

(31) En la contrastación entre el daño social directo que la pena capital implica -la muerte de los individuosejecutados- y el supuesto daño social que se seguiría de no emplearse esta pena -la muerte de las víctimas deaquellos homicidios que habrían sido prevenidos por la amenaza de pena de muerte- hay que tomar en cuentauna asimetría entre estos dos efectos. Mientras la muerte de los condenados a la pena capital es unaconsecuencia causal directa de la actividad estatal la muerte de quienes son víctimas de homicidas que habríansido disuadidos si hubiera existido la pena de muerte, no es, en cambio, un efecto que es adscribible

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causalmente en el mismo grado a la inactividad del Estado. Por lo tanto, no se da aquí el caso de que el Estadoenfrente una disyuntiva entre provocar la muerte de ciertos individuos, si actúa, y provocar la muerte de otrosindividuos, si deja de actuar; en el segundo caso, la contribución causal del Estado a la muerte de algunosindividuos es menor que en el primer caso. Esto sugiere que para sobrepasar el daño social que el Estado causadirectamente mediante la pena capital debe demostrarse que ella previene un número significativamente mayorde homicidios que el de las ejecuciones que es necesario llevar a cabo. Ver el problema de la causalidad en lasomisiones en mi artículo "¿Da lo mismo omitir que actuar?", cit., donde critico, sobre todo, la opinión deGlover, en op. cit., de que no hay diferencia entre acción y omisión en la causación de daños.

(32) En "A Hanging", Adelphi, 1931, citado por GLOVER, op. cit., p. 228.

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