Paula Manzano - Todos los hombres usan montgomery

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paula manzano occhitodos los hombres usan montgomery, buenos aires, 2014

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Dos mil doce

Vi que sus piernas no terminaban nunca, que un colmillo le sobresalía cuando se reía, que su piloto beige poco la había protegido de la llovizna molesta y que su hebilla roja hacía juego con sus zapatos brillantes de punta redonda. Vi que tenía cara de invierno. La deseé tanto que me di vergüenza.

Que estuviéramos recibiendo la primera noche del dos mil doce significaba que la suerte estaba de mi lado, de eso estaba seguro. El festejo de año nuevo siempre es excusa perfecta para tomar riesgos y volverse un poco estúpido. Me acerqué a ella justo cuando se largó la tormenta y fue a la cocina para rellenar su copa. Como me sabía la casa de memoria —que la fiesta fue-ra en la casa de mi mejor amigo, a solo tres cuadras de la mía, también era un buen augurio— le aseguré que no había que desanimarse: además de las toneladas del emético New Age que colapsaban la heladera, mi amigo Ramón guardaba en la alacena superior lo mejor del alcohol. Atrás de las cacerolas, aseveré. Dejé que ella misma lo comprobara para que no me creyera de-masiado vivo. Nos servimos el whisky, la conversación no tardó en llegar. Me dijo que se llamaba Lorna y yo supe que la amaba porque solo ella podía llevar con gracia un nombre tan espantoso.

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A la media hora estábamos caminando esas tres cuadras hacia mi casa.

La besé y fue, sí, criminal.Yo, que se podría decir era un tipo romántico, me veía su-

perado en todas mis usanzas cuando a las cinco semanas nos mudamos juntos. Tenía cierta tendencia al enamoramiento pero era siempre pasajero: en cuanto encontraba una mujer con mayor o mejor encanto que la anterior, no dudaba en cambiar de carril. Con Lorna, como es de prever, fue diferente. La amé a ella. Y esa fue la bisagra; me había caracterizado hasta ese momento por un rasgo por demás común: me apasionaba tenazmente por alguna mujer, pero ese fanatismo se reducía al veinte por ciento de su persona. Amaba —con mucho ahínco, eso sí— solo deter-minada cualidad de mis compañeras. Así que todo duraba poco. Lorna en cambio me liquidó hasta con su cocinar tóxico, con lo mucho que desafinaba al cantar cualquier cosa en todo momento, con la cantidad de gripes que la tumbaban a mi merced y acto seguido las millones de carilinas por toda la casa, con lo mucho que arriesgaba en sus comentarios de fútbol sin el más mínimo entendimiento (para mi el fútbol era algo serio, claro). Me gus-taba el buen humor con el que se levantaba, su buen humor en general ahora que lo pienso. Su inclinación por todo lo que era matemático, su desplazamiento certero entre las multitudes, la vehemencia con la que discutía ciertos temas, y, entre todo eso, difícil olvidar los terremotos carnales que producían sus caderas.

Se podría decir entonces que todo iba bien. Encajábamos de un modo que realmente me sorprendía, vimos cómo se iba armando poco a poco un mundo común y logramos el amor. Ahora lo veo de lejos y casi puedo revivir lo sosegado que me sen-

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tía, porque no era otra cosa que una sensación íntima de bienestar, amén de las batallas poco campales que de vez en cuando sor-teábamos. Pero obviamente no duró. Intento distinguir en qué momento exactamente la cagué y creo que fue por septiembre. El clima empezaba a templarse y, como dije, todo iba regio. Tanto que Lorna dejó de cuidarse. Los dos sabíamos que queríamos un hijo de eso que formábamos juntos, y sus hombros otra vez al descubierto por la nueva estación me violentaban a la bús-queda. Pero de repente y sin exordio alguno, la flipé. Estaba enloquecido por un ensayo que estaba terminando de escribir, y en medio de todo eso las expectativas de Lorna, que no se habían distanciado de las mías, me iban haciendo de a poco un nudo en la garganta. Admito que me asusté, con terror y como el idiota más fulero de todos.

Aproveché lo del ensayo y le dije a Lorna que me volvía por un mes a mi departamento —ahora sé que por algo no lo había puesto en alquiler— hasta la fecha de publicación. Que lo hacía por ambos pero sobre todo por ella, el diseño gráfico la tenía, para suerte de nuestra economía doméstica, muy atareada, y no quería volverla loca con mi exaltación de ánimo. Le incomodó la sorpresa, pero no sospechó ni un poco. El problema fue que una vez instalado no pude volver a nuestro techo. La ansiedad por mi obra era una excusa irreprochable para Lorna, que era la más respetuosa de mis silencios, pero la verdad es que no tuve ganas de responderle ni uno solo de sus mails, ni una de las tantas salidas que semanalmente me proponía. Lo único que hice fue mandarle un mensaje de texto diciéndole que no se preocupara, que era lógico que estuviese un poco trastocado con el temita del primer libro.

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No hubo un momento en que dejara de extrañarla, no. Pero lo cierto es que no podía verla y se me complicaba frenar el trompo.

En la presentación del libro nos vimos y, como esa primera noche de año nuevo, me volvió a liquidar. Cuando la vi sentada entre el público, por un minuto no me importó el libro ni todos los invitados, que, por cierto, superaron en cantidad mis pronós-ticos un poco pesimistas. La noche, vale aclarar, fue memorable; hubo un clima de aceptación general y todos se mostraron fes-tivos, avivados. Yo la miraba a Lorna y lo único que quería era llevármela a casa y volver a tocarla. Se me fueron las náuseas, mis manos dejaron el temblequeo y agradecí por primera vez en la vida con un gesto cristiano, juntando las palmas, por tener a una mujer como Lorna queriéndome después de semejante salida de tono. Es que me había olvidado de que esos ojos negros estaban al acecho con esa mezcla, tan brutal para mí, de espanto y dominio. Qué idiota me había puesto. La solución había sido siempre una y muy sencilla: suspender el tráfico en mi cabeza y verla.

El mes que le siguió fue olímpico. Volver a casa fue como volver a la mansión de los bienaventurados. En mi escritorio en-contré un conjunto de regalos que me había acumulado durante esas cuatro semanas: todos envueltos, tenían pegados un papel blanco que decía “Para Simón de Lorna”. La falta de comas hizo que empezáramos a llamarme así, Simón De Lorna, como un segundo apellido adoptado. Vi colgadas en la ventana de nuestro dormitorio tres enaguas como de encaje, de un estilo naif que en otro momento hubiera odiado,pero de solo pensarla metida ahí adentro se me aceleró el cuerpo.

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A lo largo de ese mes, cada una de las expresiones que se me iban presentando se multiplicaban para recordarme ese todo terrestre que era Lorna.

Por esos días le salió un proyecto para una revista, por el que tendría que estar seis meses en Madrid, de enero a julio. Tran-quilamente podía acompañarla para empezar a escribir un nuevo ensayo que estaba perfilándose. Pero el que la caga una vez, la caga dos veces. Esos días los pasé todo el tiempo que pude afuera. Llegaba muy tarde a casa y casi ni me la cruzaba. Le dejaba notas en la heladera diciéndole que andaba en algo de gran envergadura, que ya le iba a contar con detalle, intentando de distintas formas disimular que estaba otra vez entregado al pánico. Le aseguré que tendría una respuesta para todo y que era menester mi retirada temporaria. Algo de esto era real: a pesar de lo bienvenido que había sido mi libro en la presentación y en las críticas, las ventas no reflejaban ningún tipo de conquista. Según mis editoras, no había mucho que esperar. Yo no sabía cómo explicárselo a Lor-na porque no sabía cómo explicármelo a mí mismo. Me sentía bajo la peor de las pestes. Pero mi revelación detallada, la que le prometía día a día en diversos colores pegados en la heladera, nunca llegó. El quince de diciembre volví a casa y Lorna se había ido. Le adelantaron el viaje y se había cansado en exceso de mi ausencia. Yo me la veía venir, por supuesto.

Pero eso no evitó el baldazo de agua helada.Me calmé y empecé a buscar pasajes aéreos. Toda esa semana

la llamé para decirle que en cualquier momento me iba para allá. Ella no me creyó, claro.

Pero algo se interpuso en mi plan, algo que no esperaba ni en la más agitada de las pesadillas.

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Fue un jueves. Me levanté un poco antes que de costumbre y me fui a preparar un café. Agarré la taza violeta, empecé a batir el arlistán mientras buscaba los fósforos, y todavía en bóxers sentí frío en los pies: estaba parado en un charco. Lo seguí y me condujo a la heladera. Fui a secarme los pies y a ponerme ojotas antes de abrirla, deseando que no se hubiera roto, porque el viaje a Madrid me iba a costar unos cuantos pesos. Pero al abrirla vi que no tenía nada raro, excepto que no funcionaba. Me fijé el cable, perfectamente enchufado. Qué boludo, no debe haber luz, pensé. Así era, no había luz. Fui a llenar la pava para seguir con el café pero tampoco había agua. Sospechoso. Salí al pasillo para ver si los otros ph corrían con mi misma suerte. Lo hacían. Cuando volví a mi casa la visibilidad ya era nula. Se debe estar por largar la tormenta del siglo, pensé. Abrí las ventanas del balcón y ahí vi que estaba todo negro, negro absoluto. No había autos, y los pocos transeúntes que pasaban lo hacían corriendo a las picadas, desesperados. Había un olor raro, como si faltase el oxígeno. Me asusté. Fui a llamar a mi familia y nada, el teléfono muerto. Me vestí en milésimas de segundos y corrí hasta lo de Ramón.

Se vino todo abajo, me dijo.Nosotros, que nos habíamos reído con Lorna largas horas

acerca de los vaticinios del dos mil doce de “se acaba todo”, en-mudecimos cuando el veinte de diciembre llegó, finalmente, el apocalipsis.

El mundo se volvió negro. Nunca más salió el sol y los mares se quedaron quietos.

Nadie murió ni aparecieron zombies, pero todos sabíamos, sí, que estábamos viviendo el fin. Todo estaba como en ese estado de la atmósfera cuando no hay viento. Como si el apocalipsis

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fuera el de las fachadas de las salas de cine, que en manada y de un hondazo se volvieron todas viejas. Lorna en Madrid. Yo acá, intentando un encuentro desesperado. La falta de luz solar trajo muchos infortunios y fue una navidad sin regalos.

Con el tiempo se crearían otras formas de energía y la vida seguiría su curso. Los aviones volverían a volar, pero a pesar de cientos de mensajes agónicos en los que condensaba todo mi fervor, fijados para siempre en los trastos de gmail, no conseguí saber nada más de Lorna.

Seguí con mi vida. Tuve la sensación amarga de que no ha-bía adonde ir, excepto a todas partes. Yo elegí Madrid, por si el universo se dignaba a devolvérmela y porque muchos de mis amigos terminaron ubicándose allá. El apocalipsis nos restituyó a España. Me hice cronista de un diario y me volqué de lleno a la escritura. Con el tiempo me acostumbré a la noche de olor rancio y al aspecto de telemarketers que todos supimos adoptar. Me olvidé que alguna vez hubo perros en las calles.

A veces me despierto llamándola. Voy hasta las tres enaguas buscando su olor.

Todas las noches sueño que me pega el sol en la cara.

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Mara en yate

El yate estaba repleto de rubios. Es que ellos todos eran de la estirpe blanca y edulcorada de ecuatorianos. Y así se manifesta-ban. Parecían un injerto dentro del paisaje tropical. Eso que los hacía sentirse únicos, a Mara le parecía forzado y poco pintoresco.

Estaba hace ya unos días en Ecuador, como parte del viaje award que le habían dado sus papás por haberse graduado de arquitecta. Viaje que incluía adentrarse en todos los caribes del trópico latino y caluroso. Con la excepción de Ecuador, que solo tiene el Pacífico y una prima tercera de la que poco sabía, que la hospedaría con amenities y la llevaría a conocer las playas más ocultas. Pero a Mara, que el estilo arquitectónico que más loaba era el brutalismo, el yate le pareció un error de la naturaleza más que de diseño.

Justo antes de despegar sus pies del muelle y entrar sin vuelta atrás al yate, no supo bien por qué pero sintió temor. Ni siquiera temor, un leve escozor que le hizo temblar un poco las piernas desnudas, aplacado cuando pudo ver por lo bajo, en ese salto que la transportaría de tierra firme a alta mar, unos corales que se movían en el fondo de la costa. A unos dos metros de profun-didad. No más. Nada irreversible puede pasar en una tierra de

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corales, pensó, y recibió el agarrón fuerte que le estaba dando un tal Apolo, tan hermoso y fuerte como su nombre, para que se adentrara en la aventura.

El yate zarpó a lo loco, a una velocidad kilométrica que Mara desconocía que podían tener las cosas que van por el agua. Al principio nada estaba mal: unas treinta y cinco personas en bikini y mallas ajustadas, incontables heladeras portátiles, decenas de Corona por persona, y mucho olor a Hawain Tropic. Pero a eso de los diez minutos, habiendo dejado sus equipajes desperdigados por algún balcón del yate, y mientras su prima le presentaba unos amigos, la música tecno pasó de bajito a estridente. La fiesta ha-bía empezado. Mara dejó de sentir sus oídos. Quiso darse vuelta para recordar que a lo lejos seguía existiendo la tierra firme de acentos cándidos, pero no pudo ver nada.

Entonces miró fijo al sol para quedarse ciega.Una vez entendido que lo único que podía hacer era superar

el límite de cervezas Corona por persona para que el ruido tecno no la quebrara, se volvió una persona práctica: podía novelar su propia participación en el yate; caminó bamboleándose por un mar salvaje que no dejaba en paz al bote, probó los mariscos más ricos y fritos de su vida, se rió de nada con todos y poco a poco fue quedándose sin ropa porque el calor ecuatoriano de las dos de la tarde extermina. Recién ahí se percató de que después de unas horas nadie se había tirado del yate para darse un chapuzón. Una mujer de pelo tan rubio como sedoso y unos pechos enor-mes le dijo que en esa zona estaba prohibido, por profundidad y tiburones. Pero que de última:

—Para eso están esas bombitas de agua. En la frapera, niña. Contienen champagne.

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Mara se rió. Pero no por el champagne, sino porque las bom-bitas de agua habían llegado a todos lados. Fue a mirarlas, en todos sus tonos flúo al borde de la explosión, y se imaginó lo ex-tático de una guerra de bombitas de champagne en ese momento. Claramente, eso no sucedió. Pero mirando las bombitas se dio cuenta de algo. Más allá de las náuseas que le provocaba ese yate, los residentes extranjeros un poco pasados de merca le estaban haciendo acordar hasta con burla a las cosas que ya nunca más van a estar como alguna vez estuvieron. Cuando las playas eran de ellos y ahora eran, en cambio, solo del mar.

Abandonó la terraza y decidió recorrer el yate. Sintió el frío acondicionado y silencioso de la estructura interior, que conte-nía sin que nadie supiera los asientos más lustrados de un roble importado. Pasó su mano por la madera y notó lo ochentosa que se le había vuelto de golpe la ornamentación del yate. Se hacía difícil mirar hacia el exterior con esos vidrios polarizados, pero por detrás de una de las ventanas, casi como en una epifanía de las que solo aparecen mirando el mar, apareció él. En una mezcla de nublado marrón y gloria cristiana, los rayos del sol iluminaron a Willem Dafoe que estaba ahí, subiendo la escalera caracol que llevaba al segundo piso. Con una camisa bordó, unos pantalones color crudo, cinturón a la vista y los pómulos marcados que lleva siempre, corrió de su frente un flequillo que le obstaculizaba la visión. Con el temple más perfecto, sostenía un mojito con la mano izquierda. Mara cerró los ojos muchas veces pero cada vez que los volvía a abrir seguía siendo, sin lugar a dudas, Willem Dafoe.

Salió disparada a buscar su mochila sin recordar en absoluto dónde la había dejado. Para cuando la encontró, su cámara di-

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gital Nikon había sido suplantada por una Polaroid del 72, una lima de uñas fucsia y un traje de neopren envuelto en una bolsa de nylon. Había abierto la mochila Jansport de otro, claro está, idéntica a la suya. No había tiempo para tecnicismos y estaba lo suficientemente entonada como para defender con gracia un robo puramente coyuntural. Pero cuando salió a cubierta no lo encontró. No lo volvió a encontrar. Willem nunca había estado ahí para ellos.

Tenía lógica.Pero a Mara no le sorprendió que no lo hubiesen visto.Volvió a la mochila Jansport del desconocido, dejó la Polaroid

en su interior, y se la llevó consigo al baño. Estuvo adentro unos minutos.

Cuando salió cubierta de neopren se acercó a la proa y buscó el mar en un salto de cabeza perfecto.

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Todos los hombres usan montgomery

Sale de su casa sin mirar atrás. No puede evitar, sin embargo, imaginarse a Rafaela levantándose a la media hora: la ve ponerse el deshabillé floreado, arreglarse mínimamente el pelo rubio, se-guir como zombie hasta la cocina, prepararse un ristretto dulce hasta el hartazgo y esperarlo, leyendo sin esfuerzo y sin interven-ción las noticias dominicales.

Pero él sabe que no va a volver. Todos los hombres usan montgomery. Él no es la excepción.

Eso lo aparta del frío por un rato, hasta que ya ni lo siente. Mien-tras camina mirando el asfalto le cuesta sacarse de la cabeza una definición que leyó la tarde anterior: “Hombre que, no teniendo valor para sostener una lucha cuerpo a cuerpo, la provoca cuan-do está rodeado de partidarios”. La encontró en uno de esos manuales de filosofía que todavía no se resigna a abandonar, aun cuando —hace tiempo ya— lo enervan más que gratificarlo o invitarlo a pensar.

El hombre siente la quietud turbada, pero todavía no sabemos qué es.

Él tampoco.

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Llega a la esquina y no puede cruzar. La calle está cubierta por un montón de paja desparramada en un excelso tono maíz. Le pa-rece un tanto extraño para una calle cualquiera de Barrio Parque; tal irrupción de la naturaleza en un barrio que es, por definición, afectadamente refinado, lo desencaja. Deja seguir de largo el pensamiento sin escudriñar la causa, es apenas una contradicción más de todas las que lo controlan, impunes, desde hace días.

Camina sobre la caña de trigo, haciendo un ruido seco y crujiente. Le quedan todavía veinte metros del mismo camino. Siente cómo las pajas van penetrando su pantalón de gabardina

—una muy exclusiva, según Rafaela, que se esmeró en conse-guírselo para su último cumpleaños—, cómo van acariciando los pelitos de su rodilla, hasta llegar a punzar su piel y hacerla sangrar un poco. Su piel nunca ofreció mucha resistencia. A nada.

Antes de terminar el sendero trigueño, escucha ruido de ni-ños. A su derecha. Se tuerce para mirar y se encuentra con un pasillo muy largo que da a un patio. Portentosas enredaderas llenan las largas paredes de humedad y musgo. Se da cuenta de que nunca había visto esa casa. Y pensar que el barrio se lo tiene tan sabido.

A lo lejos, en el fondo del patio, tres nenes juegan.Hay dos subibajas, un tobogán y una hamaca de goma con

una de las sogas rota. Los dos nenes están en el subibaja. La nena se inventa la diversión como puede: llena su balde con las hojas de un roble que, rojo ladrillo, empiezan a caer. De a rato los mira, recelosa. No le gusta que la dejen afuera, naturalmente, pero afronta la situación con mesura porque está acostumbrada. Desde que tiene memoria, es la única mujer entre todos sus pri-mos, y en ocasiones esa desigualdad la deja un poco sola. Se saca

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por unos segundos las botas de lluvia porque se le llenaron de piedritas que le lastiman el talón. Después improvisa una trenza cosida que hace poco le enseñó Vilma, la que cuida de ella y su hermano, que por esta lluvia de abril que duró una semana entera quedó en cama, sin fuerzas para ir a jugar con los primos. Cansada de dar vueltas y vueltas les dice, primero en tono neutro, luego en un ruego cálido y por último en un sollozo, que le toca a ella ahora. Ante la indiferencia de los niños, se encapricha y se sube de prepo, atrás de su primo menor. Pero a los nueve años los nenes tienen que mostrar desapego ante el contacto físico fe-menino. Entonces el primo menor no tarda en salir despavorido.

El que se quedó en el otro extremo del subibaja dobla la apuesta y lo invita a subirse junto a él. Si son varones no hace falta el desapego. En cuanto se sientan los dos, la nena se inquieta. Tienen los tres prácticamente la misma edad. Y son igual de flacos, largos y bonitos. Pero, matemáticamente, dos cuerpos contra uno la doblan en peso. Les pide que paren, pero los pri-mos se balancean cada vez con más velocidad. La nena, atrapada en la vorágine, empieza a llorar. Grita. Moquea. Solo le queda tirarse del subibaja hacia el suelo acolchonado por las hojas, pero semejante tarea no le hace gracia, saldría lastimada. Los nenes sienten que están en una montaña rusa, se ríen y registran ese contoneo en la panza característico del movimiento firme del barco pirata. Alcanzan tanto vuelo que en la próxima bajada los varones tocan el suelo —con la intención de volver a despegarse enseguida— pero la nena, que llora en el otro extremo, sale expelida. Habían rebotado con tanta fuerza contra el piso que la despegaron de su asiento. Cae boca abajo en medio del subibaja, se rompe la pera que le explota de sangre, se da la cabeza contra

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el caño transversal que sostiene el tablón de madera, y termina en el piso, inmóvil.

Los primitos se vuelven estatuas. Les da miedo hasta parpa-dear, se quedan mirándola fijo con los ojos bien abiertos. Por dentro el corazón se les desgarra. Pero algo les impide exterio-rizarlo. No es seguro que haya muerto, pero intuyen que la pena que sienten en ese momento los acompañará por el resto de sus días; es una sensación en el pecho, que de golpe se les encorsetó. No piensan en el castigo, solo quieren que sus cuentos se hagan realidad y una máquina del tiempo les devuelva a su prima en el momento preciso en que les pidió que pararan. O mejor aún, cuando todavía estaba juntando hojitas en el balde.

El señor del montgomery, que lo observó todo, se acerca cauteloso. Se detiene en los ojos húmedos de los primitos va-rones. Nunca vi la cara del horror en criaturas pequeñas, llega a pensar el señor. Se acerca a la nena que había quedado, como una muñeca rota, solita en el piso. Los nenes no se habían atre-vido a rozarla, se les había vuelto el misterio más inabarcable del universo, como un animal embalsamado, de esos que solo ven en las películas. El señor corre de la cara de la nena los pocos pelos que quedaron fuera de la trenza cosida, ve cómo la sangre va cubriendo la campera y el vestido de volados que ahora es rojo bermellón. El primito menor rompe en llanto y no logra contener el pis que cae de un tirón por su pantalón. El mayor sigue estático, tenso, con los puños cerrados y los labios rígidos. Rechina los dientes y no corre saliva por su boca. El señor vuelve a dejar apoyada con mucho cuidado a la nena. Se levanta, y mientras piensa en el deshabillé floreado, el deshabillé

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floreado de Rafaela que nunca más podrá ver, mete la mano en el bolsillo izquierdo del saco.

Suenan dos disparos. Tres segundos después, un tercer disparo. Los pájaros salen volando. Los que dormían la siesta se despiertan, entre ellos Vilma. Ya es hora de ir a buscar a los chicos, se dice a sí misma. La nena en el piso abre los párpados, algo mareada. Y alcanza a ver a unos metros a sus dos primitos y un enorme montgomery gris, desplomados en el colchón de hojas.

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