Pasiones anticlericales

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29 de marzo del 2014/NOTICIAS 79FOTOS: CEDOC.

XX, el ingreso de occidente a la “cárcel de la racionalidad”. En muchos casos encontramos que las prácticas anticlerica-les se combinan con rituales secularizados de la tradición cristiana que detectamos en la masonería o en el naciona-

lismo de las primeras décadas del siglo XX. En lugar de una desacralización tout court es posible observar una traslación de lo sagrado desde el poder de las au-toridades religiosas hacia otras formas a las que rendir un culto más “legítimo”: la ciencia, la patria, el pueblo, la clase o el partido. Al mismo tiempo, el anticlerica-lismo no se esgrimió exclusivamente en nombre de los beneficios culturales que comportaría la disminución del peso de lo religioso en una sociedad que anhelaba salir de la barbarie: el origen y la inflexión de muchos de sus discursos pivotean sobre la reivindicación de

l anticlericalis-mo, ideología de la secularización, cumplió un papel relevante en los procesos políti-cos y culturales

argentinos de los siglos XIX y XX. Asimismo, puede afirmarse que aportó al proce-so de desacralización de la vida colectiva apuntalando otras mutaciones no necesariamente fruto de acciones conscientes de los actores, como la creciente comple-jización de la sociedad a causa de su modernización. Tanto la secularización como la desacralización son conceptos que han estado, en las últimas décadas, so-metidos a una intensa crítica por parte de las ciencias sociales. en ese sentido, el anticlericalismo no implica la negación absoluta de la religión, sino su modelado. Es difícil defender hoy, como Weber a principios del siglo

E

CLASES MAGISTRALES

Materia / Historia

Por ROBERTO DI STEFANO Y JOSÉ ZANCA*

Cómo las confrontaciones entre Estado, sociedad e Iglesia llevaron a que, en los primeros dos siglos de vida del país, se manifestaran verdaderos

movimientos en contra del catolicismo. Su influencia en las guerras de la independencia y en el arte de su tiempo. El rol de la masonería.

El anticlericalismoen la Argentina

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una religiosidad más pura, libre de la burocratización y el fariseísmo de quienes, de forma “blasfema”, han usurpado un mensaje liberador poniéndolo a merced de una organización encargada del control social.

El anticlericalismo participó en el diseño de los vín-culos que se establecieron entre el Estado, la Iglesia y la sociedad. en las distintas etapas de esta relación, el anticlericalismo defendió un modelo de esfera pública al que vinculaba con un conjunto de principios irre-nunciables. El progreso, la civilización, la soberanía del estado o los derechos individuales se ponían en riesgo en cada polémica surgida en torno de la educación, del patronato, de la participación de agrupaciones políticas asociadas al catolicismo o de los nexos entre la iglesia y el poder económico. Estos jalones denotan la existen-cia de una tradición anticlerical que es dable detectar en distintos registros discursivos: del académico al de la prensa masiva, desde las agrupaciones libertarias hasta el pináculo de la estructura estatal. Una mirada sobre el anticlericalismo en la “larga duración” de dos siglos nos permitirá observar las recurrencias, los fon-dos comunes y las originalidades de cada coyuntura.

Estilo vernáculo. El anticleri-calismo argentino constituye una realidad plural, polifónica. Entre sus objetos de cuestionamiento pueden incluirse la inquisición y los frailes en la primera mitad del siglo XIX, la compañía de Je-sús en las décadas centrales del siglo, las “indebidas injerencias” del clero en la vida colectiva y las alianzas de la iglesia con el poder político o económico, siempre. La iglesia es identificada como un obstácu-lo para el desarrollo económico y el progreso o, por el contrario, como una aliada del capitalismo; asimismo, el moralismo de la iglesia es atacado como causa de limitación a los derechos del individuo, al tiempo que la denuncia de la hipocresía de los católicos (máscara de intereses y depravaciones inconfesable) es uno de los tópicos más recurrentes.

La variedad de objetos se transmite a los sujetos que han enarbolado en la Argentina la prédica anticlerical: desde hombres de alta posición social hasta jornaleros sin calificación, desde campesinos analfabetos hasta letrados e intelectuales de vasta erudición […]

LA REVOLUCIÓN. Al postular una concepción monista de la soberanía cuyo origen se afirma excluyentemente en el pueblo, la revolución desplazó ulteriormente la religión como cimiento de la legitimidad política y rec-tora de la convivencia social. A lo largo del siglo XIX se la seguirá considerando base fundamental de la mo-ral colectiva, pero no ya como fuente de formulacio-nes normativas. Si bien la revolución debió practicar una suerte de funambulismo para conservar incólu-me la religión católica, que es uno de los compromi-sos que había asumido y que le conferían legitimidad, lo hizo podándola de ideas, prácticas e instituciones incompatibles con el orden nuevo. No fueron pocas. Por ejemplo, la libertad de prensa entró en tensiones, cuando no en contradicciones abiertas, con el dere-cho de la autoridad religiosa a velar por la pureza de

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la fe. ¿Cuáles fueron los alcances de la revolución en el plano de las libertades y cómo pudo conjugarse con la pertenencia a una comunidad religiosa que se había regido durante siglos por el ideal de la unanimidad? A esas ambigüedades se sumaba el hecho de que el con-texto revolucionario había modificado los equilibrios de poder y permitido la emergencia de viejos rencores hacia la autoridad religiosa, desde antiguo acallados pero progresivamente visibles en el último tramo del período colonial.

Esas fuerzas detectaron en las contradicciones que conllevaba la revolución una brecha a través de la cual salir a la superficie. Cuando en 1813 se eliminó la jurisdicción del Tribunal del Santo Oficio de Lima, por ejemplo, muchos creyeron que había llegado el momento de expresar libremente sus ideas religiosas. En Buenos aires, ciudad puerto en la que los controles habían sido siempre un poco laxos, verdaderamente se ensancharon los márgenes para la disidencia. No así en córdoba, ciudad del interior en la que el catolicismo conservó más intacto su peso como regulador de las

costumbres e ideas: allí las cau-sas que perseguía la inquisición fueron efectivamente asimiladas por el tribunal diocesano, que arrestó en pocos meses a un buen número de individuos.

En ámbitos como la vida mi-litar, el teatro y la prensa perió-dica, fueron frecuentes las ma-nifestaciones de heterodoxia; y en los ejércitos revolucionarios, sacerdotes y símbolos sagrados

solían ser objeto de manifestaciones de animosidad y hasta de violencia. La ocupación del alto Perú por las tropas comandadas por Juan José Castelli fue famosa en la historiografía boliviana –no así en la argentina– por los episodios de irreverencia. El único que se conoció en la Argentina fue el de la profanación de “unos ofi-ciales del ejército de la patria [que] tomaron una cruz, la arrastraron y dieron de sablazos”. Además, se dijo que en el círculo de oficiales más cercano a Castelli “se hablaba con algún libertinaje por algunos oficiales del ejército en orden al sistema del materialismo”. Un sa-cerdote denunció que “en la antesala del dicho doctor Castelli se había vertido la proposición de que no ha-bía Dios”. En sus “Memorias curiosas”, Juan Manuel Beruti da cuenta de varios episodios de violencia por parte de militares contra eclesiásticos ocurridos en 1815. Al año siguiente el general José de San Martín se vio precisado a promulgar unas “leyes penales del ejército de los andes con arreglo a ordenanza, resolu-ciones posteriores y las de su General, para leerse en los cuerpos a la tropa”, en las que se preveía que:

1º Todo el que blasfeme contra el santo nombre de Dios, su adorable madre, e insultare la religión, por primera vez sufrirá cuatro horas de mordaza atado a un palo en público, por el término de ocho días, y por segunda será atravesada su lengua con un hierro ar-diendo, y arrojado del cuerpo.

2º El que insultare de obra a las sagradas imágenes o asaltare lugar consagrado, escalando iglesias, mo-nasterios, u otros será ahorcado.

El anticlericalismo afectó los vínculos entre el Estado, la Iglesia y

la sociedad.

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3º El que insulte de palabra a sacerdote sufrirá cien palos; y si los hiriere levemente perderá la mano dere-cha; si les cortare algún miembro, o les matare, será ahorcado.

Un capitán de ese mismo ejército sanmartiniano, que paradójicamente se llamaba Juan Apóstol Martí-nez, tenía por costumbre “burlarse y dar chascos a los curas, si eran españoles o per-tenecían al partido realista”. En una ocasión –cuenta el general Miller–, “fingiendo hallarse enfer-mo peligrosamente con grandes quejidos y mil apariencias que hacian creer cierta su dolencia, envió á buscar un fraile para con-fesar los tremendos pecados que decia haber cometido. Cuando ya se habia atraido toda la aten-cion del confesor, concluyó refi-riendole un sueño supuesto en el cual decia, que una vez habia hechado [sic] a puntapies á un cura de su casa, ‘y ahora (dijo repentinamente) vais á ver practi-camente cómo se verificó el sueño del apostol Juan’, y diciendo y haciendo puso al frayle como nuevo. Mas de un reverendo llevó por dias y dias las señales del

anti-apostolico pie de Juan”. Ese anticlericalismo revolucionario encontró tam-

bién en el teatro porteño un canal de transmisión de su protesta. El triunfo de la naturaleza, pieza teatral de Vicente Nolasco da Cunha puesta en escena en 1815, contaba la historia de amor en tiempos de la conquista entre Cora, Virgen del Sol incaica, y Molina, un oficial

español que había ganado popu-laridad por su intervención en una guerra civil que había divi-dido a los indígenas. La obra, a través de la figura de la Virgen del Sol que se enamora de Moli-na, ponía en tela de juicio la vida monástica y en particular la cas-tidad y el celibato sacros. Cora, que había jurado al Sol conser-var intacta su virginidad hasta la muerte, la pierde con indignante

facilidad cuando Molina la saca del cenobio en ocasión de un incendio. A esa pieza se sumaron en los años sucesivos muchas otras, críticas de la inquisición, del celibato, de la vida conventual: Cornelia Bororquia, Las víctimas del claustro, La muerte de Sócrates, El diablo predicador…

La Iglesia es identificada como un obstáculo para el desarrollo económico

y el progreso.

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Esa multiplicación de las manifestaciones de anti-clericalismo estaba en relación con las modificaciones en el equilibrio de los poderes civil y eclesiástico pro-ducidas por la revolución y que acentuaban las que los Borbones habían introducido en las indias duran-te la segunda mitad del siglo XVIII. La revolución no engendró ni importó el anticlericalismo; simplemente permitió que saliera a la superficie un “anticlericalis-mo larvado” –la expresión es de Julio Caro Baroja– que ahora encontraba la oportunidad de expresarse. al desplazar a la religión de su lugar de piedra angular, al crear nuevos poderes que como el militar o el de la prensa podían entrar en competencia con el eclesiás-tico, al debilitar los dispositivos de control y encarar la reforma de ciertas instituciones religiosas, la revo-lución abrió una grieta.

La reforma eclesiástica que encaró Buenos aires en 1822, importada por algunas provincias con alcan-ces y éxito dispares, respondía a un modelo de secu-larización republicana que buscaba la reducción a la unidad de una serie de instituciones coloniales bajo la forma de una iglesia estatal centralizada y la eliminación de otras que, juzgadas anacrónicas y problemáticas, se consideraban pesados lastres del pasado.

El discurso anticlerical que acompañaba a este proyecto se enriqueció con registros prove-nientes del utilitarismo de Jere-my Bentham, pero también era una reformulación de otros más antiguos, basados en la ideali-zación de la iglesia primitiva. institucionalizar y cen-tralizar la iglesia como segmento del Estado permiti-ría reducir su ámbito de acción a una esfera propia, cuya constitución autonomizaba a otras: la política, la economía, la cultura. Los dos grandes blancos del discurso anticlerical reformista de la década de 1820 fueron los frailes y su aliada natural, la Santa Sede, que estaba realizando los primeros intentos por tomar contacto con las lejanas y desconocidas iglesias hispa-noamericanas. el “verdadero cristianismo” se oponía al fanatismo, la ignorancia y la avaricia de los frailes, y al “despotismo papal”.

Diferente fue el registro anticlerical que prevaleció entre los miembros de la Generación Romántica que en 1837 dio a conocer en Buenos aires una suerte de manifiesto filosófico y político. Crítica de la iglesia al Estado que sus padres heredaron de los Borbones y llevaron a su expresión más acabada, los jóvenes de la Generación del ’37 abrazaron el ideal de la libertad de cultos y la neutralidad religiosa del Estado. Les pa-recía deplorable que el clero se hubiera comprometido con la política en lugar de predicar la moral evangélica a las masas, que tanto la necesitaban: “deseábamos […] que el clero comprendiese su misión, se dejase de política y pusiese manos a la obra santa de la regene-ración moral e intelectual de nuestras masas popula-res, predicando el cristianismo”. Era necesario que el cristianismo, “esencialmente civilizador y progresivo”, triunfase sobre “ese poder colosal que se sienta en el vaticano” y erradicase la religión de los “hipócritas y

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falsos profetas del anticristo”. Así sería repristinado “en toda su pureza el cristianismo, destruida la su-perstición y aniquilado el catolicismo”. Ideas parecidas surgieron de las plumas de otros miembros de la Joven Generación, que abrevaban en las obras del segundo Lamennais, del conde de Saint-Simon –y su obra “Nue-vo Cristianismo”–, de Pierre Leroux, de Edgar Quinet y de Jules Michelet.

EL ANTICLERICALISMO MASÓNICO. A partir de 1857, cató-licos y anticlericales se definieron como antagonistas. Hasta entonces las críticas de la religión se habían con-servado dentro de los parámetros del discurso católico. A partir de ahora, en cambio, la crítica del catolicis-mo comenzó a formularse desde un territorio externo, identificado con un cristianismo esencial.

Católicos y anticlericales se acusaban mutuamente de responder a intereses foráneos y de intentar sub-vertir el orden social, cuando no de atentar contra la civilización: los católicos eran esclavos del vaticano, los anticlericales importaban de Francia ideas extrañas a la identidad nacional; los católicos estaban al servicio

del Syllabus, que había negado el principio de la soberanía popular, base del ideario republicano; los anticlericales pretendían destruir la religión, base de la civilización occidental y garantía última de la moral pública.

El detonante de esa progresiva bifurcación de caminos fue la ex-pulsión del seno de la iglesia de las sociedades masónicas, que desde la caída de Rosas habían

ido ganando adeptos. Mariano Escalada, Obispo de Buenos aires, publicó una pastoral contra las socie-dades secretas en febrero de 1857 que suscitó airadas protestas entre los masones, que no tenían la menor intención de abandonar la iglesia. Un año más tarde comenzó la batalla entre instituciones católicas y ma-sónicas de beneficencia: durante la epidemia de fiebre amarilla que asoló a Buenos Aires, los masones funda-ron un asilo de mendigos que quitaba a los católicos el monopolio de la acción caritativa.

Ese mismo año, la familia del masón Juan Musso, que acababa de fallecer, se encontró con que el cura rector de la iglesia de San Miguel, instruido por el obispo escalada, se negaba a celebrar los funerales del difun-to, “privandole de los sufragios por su alma y conde-nando su memoria sin juicio, sin prueba, sin delito, á la mas rigorosa pena de la iglesia”, como si se tratara de “un hereje, un criminal renitente, ó cualquier otra cosa que lo alejase de las puertas de su culto catolico ”. A los pocos días, las sociedades masónicas elevaron un escrito al gobierno declarándose “amenazadas por la autoridad eclesiástica en sus derechos religiosos y aun civiles garantidos por las leyes y constitucion del estado” e implorando su protección. Las bulas ponti-ficias que habían condenado a las sociedades secretas y que esgrimía Escalada para prohibirles los funera-les a los masones no incluían a las que “respetan las leyes y las autoridades civiles y religiosas de los paí-ses en que residen, y que, ligando á los hombres por paternales vínculos, solo concretan sus esfuerzos al

En los sueños está la verdad atemporal, aquello que fuimos

y seremos.

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* IINVESTIGADORES del CONICET, compiladores y co-autores de “Pasiones anticlericales”,

Universidad Nacional de Quilmes.

bien de la humanidad”. El obispo ha incurrido en “un error grave, y perjudicial en estremo á la sociedad en general, y á sus familias en particular, anatemizando la Francmasonería, sin conocimiento de causa, sin juicio, y sin prueba”.

La disputa por los espacios de la muerte apenas esta-ba en sus albores: en 1861 el “caso Jacobson” decidió al gobierno uruguayo a nacionalizar los cementerios y agitó a la opinión pública porteña; en 1863 se produjo otro enfrentamiento a causa de la negativa de la igle-sia a celebrar los funerales de Blas Agüero, que había muerto impenitente.

En 1864 el problema fue mayor, porque el masón fallecido era Eusebio Agüero, conspicuo canónigo y rector del colegio nacional, al que por su dignidad co-rrespondía ser inhumado en el recinto de la Catedral. En 1867, el gobernador de Santa Fe Nicasio Oroño in-tentó introducir en la provincia ciertas reformas que irritaban a los católicos: la transformación del convento de San Lorenzo en una escuela de agricultura, una ley de matrimonio civil que se creía necesaria en una zona en la que los extranjeros eran año a año más numerosos.

Los católicos –Félix Frías, Luis Domínguez– atacaron al gobier-no provincial, y el anticlericalis-mo salió a la liza a defenderlo: desde las páginas de El Inválido Argentino, Juan María Gutiérrez denunció una “montonera de sacristía en Santa Fe” y Juana Manso invitó a “secularizarlo todo […] hasta volvernos estado laico. Los cementerios para que los cadáveres no sean pro-fanados porque es una impiedad. La enseñanza para que los niños que han de continuar cuando hombres la República, no sean supersticiosos y estúpidos. El ma-trimonio porque debe darse á esa institucion la misma espansion que le da hoy todo el mundo civilizado. […] En suma para conservar la soberanía popular, base del sistema representativo, tenemos que desobedecer la iglesia porque el catolicismo es incompatible con esos principios […] Los pueblos que proclaman su so-beranía no pueden ser pues católicos como lo manda la iglesia, sinó cristianos como lo manda el evangelio que es otra cosa que Roma”.

En 1870 los acontecimientos internacionales volvie-ron a encender los ánimos y el anticlericalismo arreció a favor de la unidad de Italia y contra el poder tem-poral de los papas y la infalibilidad ex cathedra, que el Concilio Vaticano I elevó a la categoría de dogma. El periódico La Tribuna abrió el año 1870 disparando contra la cuestión de la infalibilidad, que en ese mo-mento se debatía en Roma, y afirmando que el catoli-cismo y el “verdadero” cristianismo eran algo así como el agua y el aceite.

Ese cristianismo verdadero era para La Tribuna totalmente compatible con el progreso del siglo, que en un artículo su autor imaginaba “rodeado de la hu-manidad entera que le aplaude y bendice” junto a la ciencia moderna, a su vez “rodeada de todos los atri-butos de una santa de la vieja leyenda –la palma de la paz oprimida contra el corazon y la aureola luminosa

en torno de su noble cabeza”. El lenguaje y los símbolos de la religión se fundían

en ese artículo en un nuevo molde: “si los libros apoca-lípticos hubieran de interpretarse alguna vez de nue-vo por nuevos Santos Padres, los futuros Leibnitz, tal vez encontrarian el símbolo de la ciencia moderna en aquella mujer vestida de luz, coronada de estrellas, que huella al dragon negro y mal intencionado”. No todo era paz y gloria celeste, sin embargo: la fe en el progreso y en la ciencia ha de derrotar al “dragón ne-gro”, al clero y sobre todo a las órdenes religiosas, en particular la compañía de Jesús.

El crescendo de la oposición entre catolicismo y anticlericalismo desembocó, en febrero de 1875, en el ataque al colegio del Salvador regenteado por la compañía. La fallida revolución de 1874 de Bartolo-mé Mitre contra la elección de Nicolás Avellaneda a la presidencia de la república tuvo sus connotaciones religiosas, desde que eran conocidas las tendencias “clericales” del nuevo presidente. el arzobispo León Federico Aneiros, de hecho, fue elegido diputado na-

cional por el oficialismo. cuando aneiros decidió devolver la iglesia de San Ignacio a los jesuitas y la de la Merced a los mercedarios, surgieron resistencias hasta en el clero secular. en la segunda mitad de 1874 la agitación anti-clerical se intensificó y el clima político se enrareció.

El 28 de febrero de 1875 tu-vo lugar un mitin en el Teatro Variedades en el que tomaron

parte todas las logias masónicas y otras asociaciones anticlericales, como el Club Universitario, el Club Ge-neral Belgrano y el Club Clemente XIV –de elocuente denominación. en determinado momento, enardecida por los discursos, la multitud dejó el teatro y se dirigió a la Plaza de la Victoria –hoy Plaza de Mayo–, donde atacó y saqueó el Palacio Arzobispal. Luego agredie-ron la iglesia de San Ignacio, identificada con los je-suitas, y finalmente el colegio del Salvador, fortaleza ignaciana.

Los detenidos acusados de participar de los hechos no eran extranjeros y masones, como muchos de los contemporáneos y algunos historiadores católicos pre-tendieron, sino mayoritariamente argentinos, jóvenes y de extracción social humilde.

Todo el arco de la opinión pública, hasta los medios y las figuras más anticlericales, condenó los hechos con horror. nunca antes se había producido en el país un episodio de violencia sacrófoba de tal envergadu-ra. los paralelos que se establecieron entre los hechos que deploraban y la reciente comuna de París son muy elocuentes, porque revelaban el temor de la elite ante fuerzas que se mostraban incontrolables, capaces de una violencia en la que el odio religioso parecía vin-culado a cuestionamientos mucho más vastos, y que tal vez tuvieran por blanco al entero orden social. ●

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Muchos anticlericalistas proclamaban la fe, pero consideraban hipócrita

a la Iglesia.