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1 Para una concepción semiótica de la cultura Por Gilberto Giménez M. Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM Esta ponencia tiene un propósito deliberadamente teórico y polémico. En realidad responde a una preocupación muy simple: casi un siglo después de haber comenzado a circular por el ancho mundo de las ciencias sociales, la noción de cultura no ha logrado alcanzar todavía un estatuto teórico y epistemológico suficientemente riguroso. Diríase que la cultura resiste enconadamente a ser constituido como objeto teórico y prefiere seguir circulando con la imprecisión flotante de sus innumerables acepciones ideológicas. Esta situación no deja de ser inquietante, no sólo por los obstáculos que crea a la comprensión científica de la cultura -(pero, ¿existe realmente un referente que responda a esta acción?)-, sino sobre todo por sus implicaciones políticas en un momento en que la cultura se ha convertido como nunca en “enjeux” de las luchas político-sociales, en objeto de codicia y a la vez en instrumento de dominación del poder económico y político. No es nuestro propósito resolver en pocas páginas que siguen un problema de delimitación conceptual que no ha podido ser resuelto a lo largo de un debate que dura ya más de medio siglo. Sólo queremos someter a discusión una propuesta limitada que, a nuestro modo de ver, comporta importantes implicaciones metodológicas, pedagógicas y hasta políticas. Se trata de presentar una concepción semiótica de la cultura, aunque reformulada dentro de un contexto materialista de inspiración leninista y gramsciana. Nuestro proyecto supone una revisión-por enésima vez- de las diferentes concepciones de la cultura, tanto en el ámbito del uso corriente, como en el de las ciencias sociales. Partiremos, en la primera parte de nuestra exposición, de la noción ideológica corriente de cultura, para llegar en la segunda y tercera parte, a la relaboración de este concepto por la antropología anglosajona y por la tradición marxista respectivamente. En la cuarta y última parte presentaremos la propuesta de una posible alternativa para conferir un poco más de especificidad y homogeneidad semántica al concepto, sin perjuicio de su extensión y de su connotación valorativa y clasista. Pequeña historia de la noción ideológica de cultura 1. El término cultura proviene del latín colere (cultivar) y puede asumirse en dos sentidos diferentes aunque implicados entre sí; como acción o proceso, y como estado de lo que ha sido

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Para una concepción semiótica de la cultura

Por Gilberto Giménez M.

Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM

Esta ponencia tiene un propósito deliberadamente teórico y polémico. En realidad responde a una

preocupación muy simple: casi un siglo después de haber comenzado a circular por el ancho mundo de

las ciencias sociales, la noción de cultura no ha logrado alcanzar todavía un estatuto teórico y

epistemológico suficientemente riguroso. Diríase que la cultura resiste enconadamente a ser constituido

como objeto teórico y prefiere seguir circulando con la imprecisión flotante de sus innumerables

acepciones ideológicas.

Esta situación no deja de ser inquietante, no sólo por los obstáculos que crea a la comprensión

científica de la cultura -(pero, ¿existe realmente un referente que responda a esta acción?)-, sino sobre

todo por sus implicaciones políticas en un momento en que la cultura se ha convertido como nunca en

“enjeux” de las luchas político-sociales, en objeto de codicia y a la vez en instrumento de dominación

del poder económico y político.

No es nuestro propósito resolver en pocas páginas que siguen un problema de delimitación conceptual

que no ha podido ser resuelto a lo largo de un debate que dura ya más de medio siglo. Sólo queremos

someter a discusión una propuesta limitada que, a nuestro modo de ver, comporta importantes

implicaciones metodológicas, pedagógicas y hasta políticas.

Se trata de presentar una concepción semiótica de la cultura, aunque reformulada dentro de un contexto

materialista de inspiración leninista y gramsciana.

Nuestro proyecto supone una revisión-por enésima vez- de las diferentes concepciones de la cultura,

tanto en el ámbito del uso corriente, como en el de las ciencias sociales.

Partiremos, en la primera parte de nuestra exposición, de la noción ideológica corriente de cultura, para

llegar en la segunda y tercera parte, a la relaboración de este concepto por la antropología anglosajona

y por la tradición marxista respectivamente. En la cuarta y última parte presentaremos la propuesta de

una posible alternativa para conferir un poco más de especificidad y homogeneidad semántica al

concepto, sin perjuicio de su extensión y de su connotación valorativa y clasista.

Pequeña historia de la noción ideológica de cultura

1. El término cultura proviene del latín colere (cultivar) y puede asumirse en dos sentidos

diferentes aunque implicados entre sí; como acción o proceso, y como estado de lo que ha sido

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cultivado.

Aplicado por analogía y extensión al “cultivo” de las facultades humanas, la cultura en un sentido

activo equivale más o menos a educación, formación, instrucción, humanización, socialización, etc.,

mientras que en el segundo sentido suele denotar estados subjetivos como gusto, conocimientos,

hábitos, estilos de vida, etc., o estados objetivos como cuando hablamos de patrimonio artístico, de

herencia o “capital” cultural, de instituciones culturales, y otras nociones semejantes.

El término así someramente presentado tiene una larga historia que se remonta a la antigüedad clásica

(paideia, cultura animi) y abarca no sólo a las diversas lenguas romances, sino también a partir del siglo

XVIII, el área de la lengua germánica (en virtud de la adopción del término Kultur por la filosofía

racionalista alemana).

2. Pero no es la historia del término lo que aquí nos interesa, sino la historia de la noción de cultura en

su acepción moderna corriente, es decir, en el sentido hoy universalmente reconocido como legítimo y

válido.

Esta historia, mucho más breve que la anterior, se inicia a mediados del siglo XVIII y se relaciona con

la construcción de la cultura en un campo especializado y autónomo, valorizado en sí mismo y por sí

mismo, independientemente de toda función práctica o social. Esta situación permitió, a su vez, la

tematización autónoma de la cultura, que comenzó a desglosarse progresivamente de otras categorías

como religión, humanidades, civilidad, etc., con las que anteriormente se hallaba estrechamente

asociada.

Para comprender esta novedad de la autonomización de la cultura debe tenerse en cuenta que en las

sociedades preindustriales las actividades que hoy llamamos culturales se desarrollaban en estrecha

continuidad con la vida cotidiana y festiva de modo que resultaba imposible disociar la cultura de sus

funciones práctico-sociales (utilitarias, religiosas, ceremoniales, etc.). Según la concepción moderna,

por el contrario, la cualidad cultural se adquiere precisamente cuando la función desaparece. La cultura

se ha convertido en una noción “autotélica” y se tiende a pensar de la “cultura vivida” a la “cultura

hablada”. De aquí el aura de gratuidad, de desinterés y de pureza ideal que suele asociarse a la cultura

(1).

La constitución del campo cultural como campo especializado y autónomo es concomitante en el

surgimiento en Europa de la Escuela liberal como “instrucción pública” o “educación nacional”, y

puede ser interpretada como una manifestación más de la división social del trabajo inducida por la

revolución industrial. No debe olvidarse que el industrialismo introdujo, entre otras cosas, la división

entre tiempo libre (el tiempo de las actividades culturales, por antonomasia) y el tiempo de trabajo (el

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tiempo de la febrilidad, de las ocupaciones serias) (2).

La autonomización de la cultura gira desde un comienzo en torno a la idea de patrimonio cultural, es

decir, en torno a la cultura entendida como un acervo colectivo de obras reputadas valiosas bajo el

punto de vista estético, científico o espiritual. Surge de este modo la noción de cultura-patrimonio. Se

trata de patrimonio fundamentalmente histórico, constituido por obras del pasado, aunque

incesantemente incrementado por las creaciones del presente.

El patrimonio así considerado contiene un núcleo privilegiado: las bellas artes. De donde la sacrosanta

ecuación: cultura= bellas artes+teatro+música culta+literatura.

La producción de los valores que integran el “patrimonio cultural” se atribuye invariablemente a

“creadores” excepcionales por su talento, su carisma o su genio.

En fin, se supone que la frecuentación de este patrimonio enriquece, perfecciona y distingue a los

individuos, a condición de que posean posiciones innatas convenientemente cultivadas (como el “buen

gusto”, por ejemplo) para su goce y consumo legítimos.

3. A lo largo de todo el siglo XIX puede observarse lo que Hugues de Varine llama fase de codificación

de la cultura ya constituida en campo autónomo. Esta codificación consiste en la elaboración sucesiva

de claves y de un sistema de referencias que permiten fijar y jerarquizar los significados y valores

culturales, tomando como modelo de referencia la “herencia europea” con su sistema de valores

heredados de la antigüedad clásica y de la tradición cristiana. (3) De este modo se van definiendo el

buen gusto y el mal gusto, lo distinguido y lo bajo, lo legítimo y lo espurio, lo bello y lo feo, lo

civilizado y lo bárbaro, lo artístico y lo ordinario, lo valioso y lo trivial.

Uno de los códigos más usuales de valoración cultural remite a la dicotomía nuevo/antiguo. Se

considera valioso o bien lo genuinamente antiguo (viejo, añejo, muebles antiguos, modas “retro”,

objetos prehispánicos, etc.) o bien lo absolutamente nuevo, único y original (vanguardias artísticas,

best-sellers, modas “de último grito”...)

Por lo que toca a los códigos de jerarquización, es muy frecuente la aplicación del modelo platónico-

agustiniano de la relación alma-cuerpo a los contenidos del patrimonio cultural. Según este código, los

productos culturales son tanto más valiosos cuanto más “espirituales” y más ligados a la esfera de la

“interioridad”, y tanto menos más coreanos a lo “material”, esto es a la técnica o la febrilidad manual.

De aquí el frecuente recurso de muchos filósofos a la distinción-originaria del historicismo alemán-

entre cultura y civilización, entendiendo por esta última el nivel de progreso técnico y material

alcanzado por una determinada sociedad, y reservando en primer término para designar “el aporte

intelectual, artístico y espiritual de una civilización” (4).

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El resultado final de este proceso de codificación será la distinción de círculos concéntricos

rígidamente jerarquizados en el ámbito de la cultura: el círculo interior de la “alta cultura” legítima,

cuyo núcleo privilegiado serás las bellas artes; el círculo intermedio de la “cultura tolerada” (jazz, rock,

religiones orientales, arte prehispánico...), y el círculo exterior de la intolerancia cultural, donde son

relegados, entre otros los productos expresivos de las clases subalternas o marginadas (“arte de

aeropuerto”, industria porno, artesanía popular...).

4. A partir del 1900 se abre, según Hugues de Varine, la fase de institucionalizació de la cultura en

sentido político administrativo, sobre la base del código heredado del siglo XIX.

Este proceso puede interpretarse como una manifestación del esfuerzo secular del Estado por lograr el

control y la gestión del ámbito de la cultura.

En esta fase se consolida la Escuela liberal con su idea de educación nacional gratuita y obligatoria;

aparecen los ministerios de la cultura como nueva expansión de los Aparatos de Estado; el personal de

las embajadas se enriquecen con una nueva figura: la de los “agregados culturales”; se fundan en los

países periféricos institutos de cooperación cultural que funcionan como verdaderas sucursales de las

culturas metropolitanas (Alianza Francesa, Instituto Goethe, USIS, British Council...); se fundan por

doquier, a instigación del estado, Casas y Hogares de la cultura; se multiplican los museos y las

bibliotecas públicas; surge el concepto de “política cultural” como instrumento de política sobre el

conjunto de las actividades culturales; y en fin, “brota como un milagro una red extraordinariamente

compleja de organizaciones internacionales, gubernamentales o no, mundiales o regionales, lingüísticas

o raciales, primero del seno de la Sociedad de las Naciones y, luego-con mayor generosidad- de las

Naciones Unidas. En lo esencial, el sistema de institucionalización de la cultura a nivel local, nacional,

regional e internacional queda montado hacia 1960, como una inmensa tela de araña que se extiende

sobre todo el planeta, sobre cada país y sobre cada comunidad humana, rigiendo de manera más o

menos autoritaria todo acto cultural; enmarcando la conservación del pasado, la creación del presente y

la difusión” (5).

5. Cabe señalar una última fase, que puede denominarse de mercantilización de la cultura. En efecto, a

partir de la última guerra mundial se observa un proceso masivo de subordinación de la cultura a la

lógica del valor de cambio, es decir, a la lógica del mercado capitalista. La cultural, globalmente

considerada, se ha convertido en un sector de la economía, en facto de “crecimiento económico” y en

pretexto para la especulación y el negocio. La cultura tiende a perder cada vez más su aura de

“gratuidad” y su especificidad como factor de identidad social, de comunicación y de percepción del

mundo, para convertirse en mercancía totalmente sometida a la ley de maximización de beneficios.

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Un ejemplo de esta tendencia es la generalización de los “mercados de arte” (pintura, escultura, etc.) en

las grandes metrópolis, a lo que deben añadirse el tráfico ilícito de los bienes culturales y la promoción

del llamado “turismo cultural”. (6)

6. Se echa de ver claramente que la noción de “cultura-patrimonio” claramente valorativa, jerarquizante

y parcial -identifica pura y simplemente la cultura con la cultura legítima, es decir, con la cultura

dominante que, por definición, es la cultura de las clases dominantes en el plano nacional e

internacional. Dicho de otro modo: la cultura se asume aquí como sinónimo de cultura urbana y, en otro

nivel, de cultura metropolitana.

Se trata de una visión claramente etnocéntrica que juzga acerca de la existencia y del valor de la cultura

por referencia exclusiva a la cultura de la élite dominante, asumida como “unidad de medida no

medida” ni sometida a cuestionamiento (7). Una visión semejante no puede menos que provocar una

discriminación cultural homóloga o paralela a la discriminación de clases. De aquí su exclusivismo y su

carácter virtualmente opresivo o represivo.

La comprensión antropológica de la cultura

1. Los antropólogos rompieron con esta concepción eurocéntrica, parcialmente y elitista de la cultura y

la sustituyeron por una “concepción total” basada en la idea de la relatividad y de la universalidad de la

cultura.

Para los antropólogos, todos los pueblos, sin excepción, poseen una cultura y deben considerarse como

adultos. Carece de fundamento la “ilusión arcaica” que postula una “infancia de la humanidad”. No

existen culturas inferiores y debe reconocerse, al menos como preocupación metodológica, la igualdad

en principio de todas las culturas. Desde el punto de vista antropológico son hechos culturales tanto una

sinfonía de Beethoven como una punta de flecha, un cráneo reducido a una danza ritual.

El iniciador de esta revolución copernicana fue el antropólogo inglés Edward Burnet Tylor, quién

publica en 1871 su obra Primitive Culture. En esta obra se introduce por primera vez la “concepción

total” de la cultura, en la medida en que ésta se define como “el conjunto complejo que incluye el

conocimiento, las creencias el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad o

hábito adquiridos por el hombre en cuando miembro de la sociedad” (8).

La intención totalizante de esta definición se manifiesta en su pretensión de abarcar no sólo las

actividades tradicionalmente referidas a la esfera de la cultura -como la religión, el saber científico, el

arte, etc., sino también la totalidad de los modos de comportamiento adquiridos o aprendidos en la

sociedad. La cultura comprende, por lo tanto, las actividades expresivas de hábitos sociales, y los

productos -materiales o intelectuales- de estas actividades, es decir, por un lado el conjunto de las

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costumbres y por otro el conjunto de los “artefactos.”

La definición tyloriana presenta también la particularidad de no establecer jerarquía alguna entre

componentes materiales y componentes “espirituales” o intelectuales de la cultura. Se descarta por lo

tanto, el modelo cristiano-agustiniano de la relación alma/cuerpo que sirvió durante siglos como norma

ideológica para medir el grado de “nobleza” de las manifestaciones culturales.

2. La definición tyloriana ha tenido un carácter fundador dentro de la tradición antropológica

anglosajona – y especialmente en la norteamericana -, en la medida en que sirvió por más de medio

siglo como punto de referencia obligado de todos los intentos de reformulación del concepto científico

de cultura. Claro que los contextos teóricos de la definición fueron variando con el tiempo.

En Tylor, ese contexto fue histórico-evolucionista, como correspondía al clima intelectual de la época

(Darwin, Spencer, Morgan). La cultura se considera sujeta a un proceso de evolución lineal según

etapas bien definidas y substancialmente idénticas por las que tienen que pasar obligadamente todos los

pueblos, aunque con ritmos y velocidades diferentes. El punto de partida común sería la “cultura

primitiva”, caracterizada por el animismo y el horizonte mítico.

Tylor creía haber dado cuenta de este modo de las semejanzas y analogías culturales entre sociedades

muy diversas y a veces muy distintas entre sí.

La hipótesis evolucionista constituye el supuesto de algunas de las categorías analíticas elaboradas por

Tylor, como el concepto de “sobrevivencia cultural”, y determina, de un modo general, todo su aparato

metodológico.

En Boas, Lewic y Kroeber la definición tyloriana opera en un contexto difusionista que parte de una

crítica de la idea de “evolución lineal” según esquemas substancialmente idénticos; afirma, en

contrapartida, la pluralidad de las culturas; y explica las analogías culturales, no por referencia a

esquemas evolutivos comunes, sino por el contacto entre culturas diversas. Surge de este modo la

teoría de la aculturación como teoría de la determinación externa de los cambios culturales (9).

También Malinowski resume la definición tyloriana enfatizando su dimensión de “herencia cultural”;

pero la reformula dentro de un contexto funcionalista que polemiza simultáneamente con el

evolucionismo y difusionismo.

Dentro de esta óptica la cultura se define como el conjunto de respuestas institucionalizadas (y por lo

tanto socialmente heredadas) a las necesidades primarias y derivadas del grupo. Las necesidades

primarias serían aquellas que remiten al sustrato biológico, mientras que las derivadas serías las que

resultan de la diversidad de las respuestas a las necesidades primarias.

La cultura se reduce, en resumen, a un sistema relativamente cerrado – singular y único en cada caso –

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de instituciones primarias y secundarias funcionalmente relacionadas entre sí. Como el paradigma en

que se inscribe esta definición privilegia la explicación por la función, se descarta el concepto tyloriano

de “sobrevivencia”, lo mismo que el modelo explicativo difusionista por el contacto intercultural (10).

A partir de los años treinta se generaliza en los EE. UU. una nueva definición que, sin abandonar del

todo la matriz tyloriana original, acentúa la dimensión normativa de la cultura. Esto se definirá en

adelante en términos de “modelos”, de “pautas”, de “parámetros” o de “esquemas de comportamiento”.

Esta importante reformulación del concepto de cultura es obra de la llamada escuela culturalista (Ruth

Benedict, Margart Mead, Ralph Linton, Melville J. Herskovits...), que resulta que la convergencia entre

la etnología y la psicología conductista del aprendizaje. Dentro de esta nueva perspectiva se entiende

por cultura “todos los esquemas de vida producidos históricamente, explícitos o implícitos, racionales,

irracionales o no racionales, que existen en un determinado momento como guías potenciales del

comportamiento humano” (11). Y una cultura “es un sistema históricamente derivado de esquemas de

vida explícitos e implícitos que tiende a ser compartido por todos los miembros de un grupo o por

algunos de ellos específicamente designados”.

Dentro de esta última definición el término sistema denota el carácter estructurado y configuracional de

la cultura; el término “tiende” indica que ningún individuo se comporta exactamente como lo prescribe

“el esquema”; y la expresión “específicamente designados” (12) señala que dentro de un esquema

cultural hay “modelos” o “esquemas de comportamiento” no comunes, sino propios y exclusivos de

ciertas categorías de personas según diferencias de sexo, de edad, de clase, de prestigio, etc.

Los culturalistas explican el carácter estructurado, jerarquizado y selectivo de una cultura postulando la

presencia, por debajo de los comportamientos observables, de un sistema de valores característicos

compartido por todos los miembros del grupo social considerado. Este sistema de valores – llamado

también “premisas no declaradas”, “categorías fundamentales” o “cultura implícita” - “se convierten en

la base metodológica para reconocer la eventual existencia, en una determinada sociedad de culturas

diferentes y, a veces, en conflicto, o también la articulación de una cultura en sub-culturas con

características distintivas propias” (13).

La cultura así concebida se adquiere mediante el aprendizaje entendido en sentido amplio (no sólo

como educación formal, sino también como asuefacción inconsciente). Los modelos culturales son

inculcados y sancionados socialmente. Se inscribe en esta perspectiva la célebre definición de Linton

según la cual “una cultura es la configuración de los comportamientos aprendidos y de sus resultados,

cuyos elementos componentes son compartidos y transmitidos por los miembros de una sociedad” (14).

El proceso de aprendizaje de la cultura dentro del propio grupo se llama “inculturación” (15). Pero este

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aprendizaje puede producirse también por vía exógena, en el marco de los fenómenos de difusión o de

contacto intercultural. Este proceso, llamado “aculturación”, obliga a relativizar aquella parte de la

definición tyloriana que habla de capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro

de la sociedad. En efecto, esta expresión “parece sugerir que la 'cultura' como concepto explicativo se

refiere solamente a aquellas dimensiones del comportamiento de los individuos que resultan de su

pertenencia a una sociedad particular (por nacimiento o por sucesiva afiliación). La 'cultura', en

cambio, nos ayuda también a comprender ciertos procesos como la 'difusión', el 'contacto cultural' y la

'aculturación'” (16).

Las configuraciones culturales ejercen sobre los individuos, mediante el aprendizaje, una influencia

modelante que inicialmente se llamaba “personalidad de base”, es decir, una especie de fondo común a

partir de cual emergen las diversas personalidades dentro de un grupo culturalmente homogéneo. Pero

posteriormente los culturalistas rechazaron la idea de este “fondo común”, fundados en que la

experiencia sólo demuestra la existencia de “versiones idiomáticas” (es decir, particularidades) de la

utilización de los modelos culturales por cada personalidad” (17).

La actitud de los individuos con respecto a su propia cultura está lejos de ser puramente pasiva, como

podría sugerir la definición corriente de la cultura en términos de “herencia social”. En efecto, “los

hombres no son solamente portadores y creaturas de la cultura, sino también creadores y manipuladores

de la misma” (18). Así se explica, entre otras cosas, la dinámica cultural, uno cuyos factores básicos

suelen ser, si consideramos las causas endógenas, la invención o la innovación individual.

Aunque las mutaciones culturales se deben en mayor medida a factores exógenos, por vía de

aculturación, debido a que “cualquier pueblo asume del modo de vida de otras sociedades una parte

mucho mayor de la propia cultura que la originada en el seno del grupo mismo” (19).

La concepción normativa de la cultura ha operado, por lo general, dentro de un contexto funcionalista

que enfatiza fuertemente la función integradora de los procesos culturales. “Todo modo de vida tiene a

la vista modelos que se encuentran integrados de modo que constituyen un conjunto funcionante” - dice

Herskovits-. “Por eso los conceptos de modelo y de integración, resultan esenciales para cualquier

teoría operativa de la cultura” (20).

Sin embargo, el concepto normativo de cultura ha operado también dentro de un contexto

estructuralista fuertemente crítico, como sabemos del funcionalismo (21).

En efecto, para la antropología estructural de la cultura se define también como un sistema de reglas.

Segú Lévi-Strauss, por ejemplo, es la ausencia o la presencia de reglas lo que lo distingue a la

naturaleza de la cultura. “Todo lo que en el hombre es universal pertenece al orden de la naturaleza y se

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caracteriza por la espontaneidad; mientras que todo lo que se halla sujeto a una regla pertenece a la

cultura y presenta los atributos de lo relativo y particular” (22).

La prohibición del incesto sería el paso fronterizo entre ambos dominios, en la medida en que, sin dejar

una regla sujeta a sanciones, participa también en la universalidad de la naturaleza.

3. La relación entre la sociedad y cultura ha sido la cruz de la antropología cultural norteamericana.

En un primer momento prevalece la tendencia de acentuar la distinción entre ambos polos hasta la

exasperación con el propósito evidente de asegurar la autonomía de la cultura y de conferir, por eso

mismo, un objeto propio específico a la antropología cultural, con exclusión de las demás ciencias

sociales.

Esta tendencia se inicia ya con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a

condiciones extraculturales como son el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura

económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura en términos de

determinación extracultural.

Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tesis postulando el principio: omnis cultura ex

cultura (toda cultura procede de otra cultura). Esto significa -explica el propio Lowie- “que el etnólogo

tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales

detectando otro hecho cultural a partir de la cual el primero se habría generado” (23).

Pero en Kroeber y su teoría de “lo superorgánico” cuando el intento de aislar y de autonomizar los

hechos culturales alcanza su máxima expresión. Remitiéndose a la distinción spenceriana entre

evolución inorgánica, orgánica y superorgánica, Kroeber sitúa la cultura en el plano de la última. En

consecuencia, la cultura no sólo sería irreductible a los fenómenos biológicos y psicológicos, sino

también a los sociales, en la medida que posee una existencia y una dinámica interna que desborda la

escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad es sólo “un grupo organizado

de individuos” (24) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar

juntos” (25).

Más tarde Kroeber precisará de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia

de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles analíticamente aislables mediante

“procedimientos selectivos”. La cultura presenta precisamente el nivel más elevado de complejidad de

lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social,

constituye por su naturaleza misma un fenómeno superorgánico, superindividual y, en cierto modo,

suprasocial.

Estas ideas, que recurren con insistencia en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran

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su formulación acabada en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general

de la acción, editada por Parsons y Schila en 1951, remontando en la famosa distinción parsoniana

entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural (26).

La tendencia que podríamos llamar automicista ha sido objeto de una crítica cerrada por parte de la

antropología social funcionalista y, en primer término, por Malinowski. Este no sólo intenta reconducir

la cultura sobre sus bases biológicas, contrariando hasta cierto punto la tesis de su carácter

“superorgánico”, sino también afirma con gran fuerza la indisociabilidad entre cultura y sociedad, y por

ende, entre análisis cultural y análisis social.

Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura” (27),

por la sencilla razón de que aquella no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los

grupos” (28). Por otro lado, la organización social implica el carácter concertado del comportamiento

de los miembros el grupo; y éste sólo puede comprenderse como un “resultado de reglas sociales, es

decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente

automáticas” (29). De este modo, “la cultura transforma a los individuos en grupos organizados,

confiriendo a estos últimos una continuidad casi indefinida” (30).

Malinowski se remite, en consecuencia, a la tradición antropológica británica que habla de

“antropología social” y no de “antropología cultural”. Se trata de una tradición fuertemente

influenciada por Durkheim y la escuela durkheimiana (Marcel Mauss, Lucien Lévy-Bruhl...) que

afrontaba con métodos sociológicos el estudio de las sociedades arcaicas. De modo semejante, la

antropología social británica afirma la necesidad de estudiar cualquier forma de organización social con

los instrumentales propios del análisis sociológico, y uno de sus máximos exponentes. A.R. Radcliffe

Brown, llega a criticar acremente en A natural Science of Society (1948) la posibilidad de una ciencia

de la cultura independiente o separada del análisis sociológico.

Pero en los propios EE. UU. había surgido ya mucho antes de una tendencia semejante, iniciada a

comienzos de siglo por William Graham Summer, el primer teórico importante del relativismo cultural.

Este autor concebía el estudio de los “Folkways”, es decir, las tradiciones culturales de cualquier grupo

social, como tarea propia de la sociología. Esta misma posición fue asumida en 1932 por George Peter

Mudock en un ensayo donde trataba de aproximar las tesis de Summer a la escuela boasiana. “La

antropología social y la sociología no son ciencias distintas” dice este autor. “En su conjunto

constituyen una única disciplina o, a lo sumo, dos motivos diversos de tratar el mismo objeto: el

comportamiento cultural del hombre” (31).

En resumen, frente a la corriente autonomicista que acentúa al máximo la autonomía de la cultura y,

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por ende, de la antropología cultural con respecto a las demás ciencias sociales, surge una tendencia

opuesta que niega la pertinencia de esa pretensión de autonomía, fundándose en la imposibilidad de

disociar la cultura de la sociedad.

4. La antropología cultural tiene el enorme mérito de haber hecho posible la representación científica

de la cultura. Además, hizo posible la investigación de este nuevo campo desarrollando instrumentos

metodológicos de primer orden: protocolos rigurosos de observación detención de modelos de

comportamiento y de sus modos de articulación, estudio de su distribución espacial y temporal, etc.

En el plano teórico su principal acierto radica en haber señalado desde un principio el carácter ubicuo y

“total” de la cultura, en oposición a las concepciones restrictivas y parcializantes. La cultura se

encuentra en todas partes y lo abarca todo, desde los artefactos materiales hasta las más refinadas

elaboraciones intelectuales, como la religión y el mito.

Este carácter totalizante de la cultura, que se presenta como extensiva de la sociedad, se deriva de la

dicotomía naturaleza/cultura, sobre cuya base suelen operar los antropólogos. Y hay que reconocer que

la postulación de esta dicotomía -metodológica y no real- fue necesaria para armar las primeras

articulaciones teóricas en el campo de los hechos culturales.

Pero, paradójicamente, el acierto de esta concepción “total” de la cultura es también la fuente de su

mayor limitación. Pese a una discusión prolongada por varios decenios, la antropología cultural fue

incapaz de definir satisfactoriamente la especificidad de los hechos culturales con respecto a los hecho

sociales. En la práctica el concepto de cultura funcionó como sustituto ideológico del concepto de

formación social.

La ausencia de un punto de vista específico capaz de homogeneizar conceptualmente la enorme

diversidad de los hechos llamados culturales se manifiesta claramente en las primeras definiciones

descriptivas que, siguiendo el modelo tyloriano, se limitan a repertoriar -siempre en forma de

enumeración incompleta – un conjunto de elementos tan heterogéneos entre sí como las creencias, los

ritos, los hábitos sociales, las técnicas de producción y los artefactos materiales.

Es cierto que el culturalismo alcanzó a reducir esta heterogeneidad a un denominador común: los

modelos de comportamiento. De aquí el enorme éxito de la definición normativa de la cultura como

“modelos de comportamiento aprendidos y transmitidos, incluyendo su solidificación en artefactos”.

Pero si bien una definición como ésta permite distinguir en un plano muy abstracto y general el orden

de la naturaleza, como sostiene Lévi-Strauss, cabe preguntarse si es suficiente para establecer una

distinción ulterior entre cultura y sociedad. ¿Acaso el “modelo” y la “norma” no son modalidades

inherentes a todas las prácticas sociales? Si son igualmente “culturales” los modelos de gestión de la

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práctica capitalista, las formas de ejercicio del poder político y las modalidades de la práctica religiosa,

¿cuál es la distinción entre cultura y formación social?

Le asiste toda la razón del mundo a Malinowski cuando se niega a disociar los “modelos de

comportamiento” de la “organización social”, considerando que esta última consiste, por definición, en

modos estandarizados (y por lo tanto ya “modelados”) de comportamiento, cuya concertación en torno

a metas comunes sólo puede resultar de reglas sociales. De hecho todos los intentos culturalistas por

establecer una distinción entre cultura y sociedad pasan por alto el carácter ya “modelado” y por lo

tanto cultural de la misma organización social, y se basan en definiciones groseramente reduccionistas

e interaccionistas de la sociedad (“grupo organizado de individuos”) que se aplican tanto al mundo

humano como al mundo sub-humano de las abejas y de las hormigas.

En conclusión, tampoco el culturalismo logra definir un nivel de inteligibilidad propio y específico de

lo cultural que lo torne irreductible a lo social. Por eso el concepto narrativo de cultura ha seguido

sustituido ideológico del concepto de formación social.

Por lo demás, basta una ojeada superficial al capitulado de las monografías y manuales corrientes de

antropología cultural para corroborar esta misma conclusión. Por lo general los capítulos se reducen a

tópicos tales como la tecnología, la organización económica, la organización social, el rito, la ideología,

las “artes”, las costumbres del ciclo de vida y, finamente, la estabilidad y el cambio cultural, es decir,

nada que no pueda figurar con todo derecho en cualquier monografías de naturaleza sociológica (32).

Con razón decía Radcliffe-Brown que la etnología no es más que la sociología de las sociedades de

pequeñas dimensiones (33).

Dejemos de lado por el momento otras muchas dificultades específicas relacionadas con la concepción

culturalista y estructuralista de la cultura – como la tendencia a reificar los “modelos de

comportamiento” convirtiéndolos en verdaderos principios de las prácticas culturales, el juego

permanente sobre la ambigüedad de los términos “modelo”, “norma” y “regla”, la psicologización

general de los procesos culturales, etc.- para señalar otra gran carencia de la antropología cultural en

cualquiera de sus tendencias: la no incorporación de la estructura de clases en la teorización de la

cultura.

Es cierto que algunos psicólogos sociales, como Erich Fromm y H. Hyman (34), elaboraron el concepto

de “personalidad de clase” en el marco de una teoría de la estratificación social. Pero los antropólogos

desconocen, por lo general, este problema y presentan la cultura como una superficie plana, son

fracturas ni desniveles.

Esta carencia resulta hasta cierto punto comprensible si se tiene en cuenta que la antropología cultural

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se ha ocupado sólo de las sociedades arcaicas poco diferenciadas y con escasa división social del

trabajo. Pero, de cualquier modo, queda disminuida la aplicabilidad de sus dispositivos teóricos y

metodológicos al análisis de los “desniveles culturales internos” de las modernas sociedades de clase.

III

La cultura en la tradición marxista

1. La tradición marxista no ha desarrollado en forma explícita y sistemática una teoría propia de la

cultura, no se ha preocupado por elaborar dispositivos metodológicos para su análisis. Desde este punto

de vista puede decirse que el concepto de cultura es ajeno al marxismo. De hecho el interés por

incorporar este concepto al paradigma de materialismo histórico es muy reciente y ha dado lugar a

contribuciones que están aún lejos de alcanzar el grado de elaboración y de operacionabilidad logrado

por el discurso antropológico o etnológico sobre la cultura.

Sin embargo, los clásicos del marxismo se refieren con frecuencia a los problemas de la civilización y

de la cultura entendidas en el sentido del iluminismo europeo del siglo XVIII, y algunos de ellos, como

Lenin y Gramsci, nos legaron una serie de reflexiones específicas sobre la cultura que, pese a su

carácter ocasional y fragmentario, no han cesado de alimentar la reflexión actual sobre la materia.

De modo general, la tradición marxista tiende a homologar la cultura a la ideología, dentro de la

topología infraestructura/superestructura. Además, el tratamiento de este problema aparece subordinado

siempre a preocupaciones estratégicas o pedagógicas de índole política. Esto significa, entre otras cosas

que los marxistas abordan la problemática de la cultura sólo en relación con las modernas sociedades

de clase, y que emprenden el análisis cultural siempre desde una perspectiva políticamente valorativa.

Estas peculiaridades ponen de manifiesto toda la distancia que media entre el punto de vista marxista y

el punto de vista etnológico-antropológico sobre la cultura.

2. La teoría leninista de la cultura es indisociable de su contexto histórico y exige ser interpretada a la

luz de los acontecimientos que precedieron, acompañaron y sucedieron a la revolución de Octubre.

A escala de la formación social rusa, Lenin describe a la cultura como una totalidad compleja que se

presenta bajo la forma de una “cultura nacional: la Rusia es una país heterogéneo bajo el aspecto

nacional” (35). Dentro de esta totalidad cabe distinguir una cultura dominante, que se identifica con la

cultura burguesa erigida en punto de referencia supremo y en principio organizador de todo el sistema y

culturas dominadas, como la del campesinado tradicional de los diferentes marcos regionales, y los

“elementos de cultura democrática y socialista” que corresponden a las masas trabajadoras y explotadas

(el proletariado). “En cada cultura nacional existen, aunque sea de forma rudimentaria, elementos de

cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay masas trabajadoras y explotadas, cuyas

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condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Pero cada

nación posee asimismo una cultura burguesa (por añadidura, en la mayoría de los casos centurionista y

clerical) no simplemente en forma de elementos, sino como cultura dominante” (36). En este texto se

asimila expresivamente la cultura a la ideología; se plantea la determinación de la cultura por factores

extra-culturales (las condiciones materiales de existencia); y se introduce la contradicción

dominación/subordinación – como efecto de la lucha de clases – también en la esfera de la cultura.

Además, la distinción entre “elementos” y “cultura dominante” parece sugerir que la contradictoria

pluralidad cultural se halla reducida a sistema por la dominación de la cultura burguesa.

Desde el punto de vista político, Lenin reconoce una virtualidad alternativa y progresista sólo a los

elementos de cultura democrática y socialista (tesis de la centralidad obrera en el plano de la cultura).

Estos elementos son, por definición, de carácter internacionalista se contraponen al nacionalismo

burgués, es decir, a la idea de una “cultura nacional” que no es más que la “cultura de los terratenientes,

del clero y la burguesía” (36). De aquí la guerra sin cuartel declarada por Lenin en contra del

nacionalismo cultural: “nuestra consigna es la cultura internacional de la democracia y del movimiento

obrero mundial” (37).

Sin embargo, Lenin se vio obligado a hacer importantes aclaraciones en torno a la tesis del

protagonismo cultural de la clase obrera en el curso de un célebre debate sobre la cuestión cultural

suscitado en el seno de partido bolchevique en la época de la revolución. Frente a la tesis

liquidacionistas de Bogdanov y del Proletkult, que propugnaban la creación ex novo de una cultura

proletariada radicalmente nueva y diferente de la cultura burguesa, Lenin concibe la mutación cultural

como un proceso dialéctico de continuidad y ruptura “la cultura proletaria no surge de fuente

desconocida, no es una invención de los que se llaman especialistas en cultura proletaria. Es pura

necedad. La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo lógico del acervo de conocimientos

conquistados por la humanidad bajo el yugo de la sociedad capitalista, de la sociedad terrateniente, de

la sociedad burocrática” (38). Por lo tanto, no todo es alienante y negativo dentro de la cultura

burguesa. Esta contiene elementos universables y progresistas – como la ciencia y el desarrollo

tecnológico – que deben distinguirse cuidadosamente de su “modo de empleo” capitalista y burgués.

Por eso “hace falta recoger toda la cultura lograda por el capitalismo y construir socialismo con ella.

Hace falta recoger toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte (39).

Para Lenin, la cultura proletariada que se encuentra en estado de “elementos” dentro de cada cultura

nacional no se opone solamente a la cultura burguesa, sino también a la cultura campesina tradicional y

a la cultura artesanal. Estas formas tradicionales de cultura, ligadas al regionalismo y a la “madrecita

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aldea” son residuos del pasado feudal y deben considerarse como esencialmente retrógradas.

Comparada con la situación de la campesinada tradicional, la condición del obrero urbano más

explotado y miserable es culturalmente superior. Por eso la migración campesina a las ciudades

constituye, en el fondo un fenómeno progresista: “arranca a la población de los rincones perdidos,

atrasados, olvidados por la historia, y la incluye en el remolino de la vida social contemporánea.

Aumenta el índice de alfabetización de la población, eleva su conciencia, le inculca costumbres

culturas y necesidades culturales (...) Ir a la ciudad eleva la personalidad civil del campesino,

liberándolo del sinnúmero de trabas de dependencias patriarcales y personales y estamentales que tan

vigorosas son en la aldea” (40).

Esta posición hostil a la cultura popular campesina cobra sentido en le contexto de la larga polémica

leninista contra el populismo, que había echado hondas raíces entre los intelectuales rusos desde fines

del siglo pasado. Los populistas crepan en el “instinto comunista” del campesino comunal, y afirmaban

que el socialismo debía construirse a partir de la comunidad campesina, evitando pasar por el

capitalismo. Frente a la devastación provocada por el capitalismo en Rusia, el campesinado debía

considerarse como el único elemento de la nación, y en el trabajo agrícola comunal como la única

fuente de regeneración. La tesis leninista sobre la cultura tradicional debe situarse dentro de este

contexto polémico.

Finalmente, el tratamiento de los problemas culturales se halla ligado, en Lenin, a la problemática de la

lucha de clases y de la revolución en Rusia. En la fase pre-revolucionaria, la tarea cultural se subordina

a la instancia política, que desempeña el papel principal. Pero en la fase pos-revolucionaria la

revolución cultural pasa al primer plano y se convierte en la tarea principal. “En nuestro país la

revolución política y social procedió a la revolución cultural, a esa revolución cultural ante la cual, a

pesar de todo, nos encontramos ahora. Hoy nos es suficiente esta revolución cultural para llegar a

convertirnos en un país socialista, pero esa revolución cultural presenta increíbles dificultades para

nosotros, tanto es el aspecto puramente cultural (pues somos analfabetos) como en el aspecto material

(pues para ser cultos es necesario un cierto desarrollo en los medios materiales de producción, se

precisa cierta base material)” (41).

En resumen: la concepción leninista de la cultura contrasta con el positivismo y el relativismo cultural

de los antropólogos en la medida en que se inscribe en un marco abiertamente valorativo y político.

Dentro de una formación social, las diversas formaciones culturales no son equiparables entre sí, ni

tienen todas el mismo valor. Por lo tanto hay que discriminarlas y jerarquizarlas. Claro que los criterios

no son los mismos del elitismo cultural – que identifica a la cultura “legítima” con la cultura

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dominante-, sino otros muy diferentes y más objetivos. Para Lenin, una cultura superior a otra en la

medida en que permite una mayor liberación de la servidumbre de la naturaleza (de donde la alta

estima de la técnica) y favorece más el acceso a una socialidad de calidad superior que implique la

liquidación de la explotación del hombre por el hombre (“cultura democrática y socialista”).

3. También en Gramsci la cultura se homologa a la ideología, definida en su acepción más extensiva

como “concepción del mundo”. La cultura no sería más que una visión del mundo colectivamente

interiorizada como una “religión” o una “fe”, es decir, como norma práctica o “premisa teórica

implícita” de toda actividad social de la cultura así entendida posee una eficiencia integradora y

unificante: “la cultura, en sus distintos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en

estratos numerosos, en contacto más o menos expresivo, que se comprenden en diversos grados, etc.”

(42).

Puede decirse que por esta vía de cultura determina la identidad colectiva de los actores históricos

sociales: “de ello se deduce la importancia que tiene el 'momento cultural', incluso en la actividad

práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el 'hombre colectivo'. Esto supone

el logro de una unidad cultural-social por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas con

heterogeneidad de fines, se sueldas con vistas a un mismo fin sobre la base de una misma y común

concepción del mundo general y particular, transitoriamente está tan arraigada, asimilada y vivida que

puede convertirse en pasión” (43).

Además, no debe olvidarse que para Gramsci las ideologías (orgánicas) “organizan las masas humanas,

forman el terreno en medio del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición,

luchan, etc.” (44).

Gramsci aborda los problemas de la ideología y de la cultura en función de una preocupación

estratégica y política motivada en gran parte por la derrota histórica del proletariado europeo en los

años veinte, aquí la estrecha vinculación de su concepto de cultura, con el de hegemonía, que

representa grosso modo una modalidad de poder una capacidad de educación y de dirección basada en

el consenso cultural. Desde el punto de vista de la cultura al igual que la ideología se convierte en el

instrumento privilegiado de la hegemonía por la que una clase social logra el reconocimiento de su

concepción del mundo y, en consecuencia, de su supremacía, por parte de las demás clases sociales.

Esta modalidad hegemónica del poder, ausente en los esquemas leninistas sería una característica

particular de los procesos políticos europeos-occidentales por oposición a la sociedad rusa de 1917 y,

por extensión del oriente. “En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa;

en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el templo del Estado se

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evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil” (45). (Para Gramsci la “sociedad civil”,

contrapuesta a la “sociedad política” es la esfera ideológico-cultural).

El concepto hegemonía le permite a Gramsci modificar en un aspecto importante el papel atribuido por

Lenin a la cultura en el proceso revolucionario. En efecto, para Lenin la “revolución cultural” sólo

podía tener vigencia en la fase revolucionaria, después de la conquista del Estado entendido como

aparato burocrático-militar. Para Gramsci, en cambio, la tarea cultural desempeña un papel de

primerísimo orden ya desde el principio, desde la fase pre-revolucionaria, como medio de conquista de

la “sociedad política”. En efecto, “un grupo social puede y debe ser dirigente aún antes de conquistar el

poder de gobierno (y ésta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder);

después, cuando ejercita el poder y también cuando lo tiene fuertemente aferrado en el puño, se torna

dominante, pero debe continuar siendo 'dirigente'” (46).

La posición de clase subalterna o dominante determinan, según Gramsci, una gradación de niveles

jerarquizados en el ámbito de la cultura, que van desde las formas más elaboradas, sistemáticas y

políticamente organizadas – como las “filosofías” hegemónicas-, a las menos elaboradas y refinadas –

como el sentido común y el folklor, que corresponde grosso modo a lo que suele denominarse “cultura

popular”. Pero, en realidad, no se trata sólo de una estratificación, sino de una confrontación entre las

concepciones del mundo “oficiales” y las de las clases subalternas e instrumentales cuyo conjunto

constituye los estratos llamados populares.

Para Gramsci, la “concepción del mundo y de la vida” propia de estos estrados es “en gran medida

implícita”, lo mismo que su confrontación con la cultura oficial (“por lo general también implícita,

mecánica, objetiva”).

La posición de Gramsci frente a esta complejidad contradictoria de los hechos culturales es también

abiertamente valorativa, como la de Lenin. Sólo varían sus criterios de valoración que en lo esencial se

reducen a la capacidad hegemónica de una cultura, es decir, a su capacidad dirigente, a su poder crítico

y a su aceptabilidad universal (48). En virtud de estos criterios, Gramsci no vacila en descalificar el

particularismo estrecho, el carácter heteróclito y el anacronismo de la cultura subalterna tradicional; “el

sentido común es, por tanto, expresión de la concepción mitológica del mundo. Además, el sentido

común... cae en errores más groseros, en gran medida se halla aún en la fase de la astronomía

tolemaica, no sabe establecer los nexos de causa a efecto, etc. es decir, afirma como 'objetiva' cierta

'subjetividad' anacrónica, porque no sabe siquiera concebir que puede existir una concepción subjetiva

del mundo y qué puede querer significar” (49).

Pero, a diferencia de Lenin, Gramsci matiza significativamente su posición en principio negativa frente

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a las culturas subalternas, reconociendo en ellas elementos “progresivos” que pueden servir como

punto de partida para una pedagogía a la vez política y cultural que encamine a los estratos subalternos

hacia “una forma superior de cultura y de concepción del mundo” (50). El proyecto de Gramsci no

prevé la mera conservación de las subculturas folklóricas, sino su transformación cualitativa (“reforma

intelectual y moral”) en una gran cultura nacional – popular de contenido crítico – sistemático, que

llegue a adquirir “la solidez de las creencias populares” (51), porque “las masas, en cuanto tales, sólo

pueden vivir la filosofía como una fe” (52). Esta nueva cultura sólo puede resultar de la fusión orgánica

entre intelectuales y pueblo sobre la base de la filosofía de la praxis. En efecto, “la filosofía de la praxis

no tiende a mantener a los 'simples' en su filosofía primitiva del sentido común, sino, al contrario, a

conducirlos hacia una concepción superior de la vida. Se afirma la exigencia del contacto entre

intelectuales y simples no para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de las

masas, sino para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de

masas y no sólo para pocos grupos intelectuales” (53).

La valoración de lo nacional-popular como expresión necesaria de la hegemonía en el ámbito de la

cultura constituye otro factor de diferencia entre las concepciones de Gramsci y las de Lenin. Este

propiciaba, como queda dicho, una visión internacionalista de la cultura sobre la base del

cosmopolitismo proletario.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la cultura nacional popular postulada por Gramsci nada tiene

que ver con las formas degradadas de la cultura plebeya. “La literatura popular tiene en sentido

degradado (de tipo Sue y toda la escuela) es una degeneración político-comercial de la literatura

nacional-popular, cuyo modelo son precisamente los trágicos griegos y Shakespeare” (54).

Merece especial atención la relación establecida por Gramsci entre sociedad y cultura. Esta se halla

inscrita, por cierto, dentro de un determinado bloque histórico, que es el equivalente gramsciano de la

topología estructura/superestructura.

Pero Gramsci no establece una relación mecánica y causal entre ambos niveles, sino una relación

orgánica que los convierte casi en aspectos meramente analíticos de una misma realidad, que pueden

distinguirse sólo “didascálicamente”. En efecto, en un determinado bloque histórico “las fuerzas

materiales son el contenido y las ideologías de la forma”, pero esta distinción es “puramente

didascálica, puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin la forma y las

ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material” (55).

En algunos textos Gramsci parece inconcluso transgredir la tópica marxista, como cuando dice que la

ideología es una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en

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la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida intelectual y colectiva” (56). En este

texto la ideología (y por lo tanto la cultura, que se define en los mismos términos) se presenta como

coextensiva a toda la sociedad y como indisociable de todas las prácticas sociales, sean éstas

infraestructurales o superestructurales. Pero esta “ubicuidad” o “transversalidad” de la cultura – que

recuerda de algún modo la “concepción total” de los antropólogos- no va en detrimento de su

especificidad como “visión del mundo”, esto es, como fenómeno de significación.

Quizás pueda concluirse entonces que para Gramsci el orden de la ideología y de la cultura remite de

algún modo el plano de los significados socialmente codificados que, en cuanto tales constituyen un

aspecto analítico de lo social que atraviesa, permea y organiza la totalidad de las prácticas sociales.

4. La tendencia a homologar la cultura de la ideología constituye, a nuestro modo de ver, un estímulo

importante para definir la especificidad de la cultura por referencia a los significados sociales, a los

hechos de sentido, a la semiosis social. Bajo este aspecto hay un avance indudable sobre la

indiferenciación conceptual del término “cultura” dentro de la tradición antropológica. La cultura ya no

se presenta aquí como “le conjunto de todas las cosas, menos la naturaleza” sino en todo como una

dimensión precisa de “todas las cosas”: la dimensión de la significación.

Constituye también una contribución significativa a la referencia explícita a la estructura de clases y a

las relaciones de poder como marco que determina la configuración contradictoria y conflictiva de la

cultura en las diversas formaciones sociales. La cultura ya no aparece como una superficie lisa y

nivelada, sino como un paisaje discontinuo y fracturado por las luchas sociales.

Pero el logro de una mayor especificidad conceptual dentro de un encuadre clasista ha corrido parejo,

al parecer, con la pérdida de carácter “total” y ubicuo de la cultura, tal como lo había establecido la

tradición antropológica.

En efecto, el marxismo tiene a restringir y, sobre todo, a “localizar” los fenómenos culturales dentro de

una topología social precisa: la superestructura. De este modo se obstaculiza una vez más la percepción

correcta de la relación sociedad-cultura.

La responsabilidad de esta tendencia restrictiva es imputable a la tópica infraestructura/superestructura,

que se ha convertido en una especie de evidencia dentro del marxismo. Debe reconocerse que esta

metáfora arquitectónica ha desempeñado un papel decisivo en la lucha contra las grandes filosofías

idealistas de fines del siglo pasado. Pero ha terminado por convertirse en un formidable obstáculo

epistemológico para comprender de un modo más adecuado la relación entre sociedad y sentido, entre

producción material y semiosis y, en última instancia, entre economía y cultura.

Sobre todo en sus formulaciones así mecanicistas, la metáfora en cuestión presupone la oposición

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dualista entre realidad y pensamiento, y sugiere un esquema topológico de la sociedad que aparece

constituida por niveles o estratos jerarquizados. El nivel privilegiado sería el de la producción material

– la infraestructura-, mientras que los niveles de la superestructura serían secundarios, derivados y casi

inesenciales.

Lo cultural queda relegado, por supuesto, al plano de la superestructura, como si la realidad constitutiva

de la “base” social escapara a la cultura, o como si los hechos culturales estuvieran simplemente

superpuestos o sobreañadidos a “lo real”.

Ahora bien, “lo cultural como conjunto de esquemas interpretativos desconectados de la práctica social,

lo cultural como superestructura inofensiva, secundaria y derivada, es precisamente lo cultural visto e

instituido por el capitalismo”, dice Jean-Paul Willaime (57).

Dentro de la tradición marxista, sólo Gramsci parece haberse percatado con suficiente lucidez de las

implicaciones mecanicistas de la célebre metáfora. De ahí sus esfuerzos por superar el dualismo

inherente a la misma mediante su reabsorción en la unidad orgánica del bloque histórico. Estos

esfuerzos, sin embargo, quedaron truncos y no fueron debidamente prolongados por su posteridad

intelectual.

IV Hacia una reformulación semiótica de la cultura

Parece imponerse la necesidad de una revisión teórica del discurso antropológico y marxista sobre la

cultura, en vista de una relaboración que permita superar sus limitaciones más patentes, sin perder sus

contribuciones más fecundas.

Hoy por hoy este proyecto nos parece un tanto presuntuoso y prematuro, pero nada impide adelantar

algunas propuestas al respecto, con propósito de debate y de sondeo.

1. Comencemos por el problema de la especificidad o de la homogeneidad semántica del concepto

cultura. Creemos que aquí vale la pena recoger y prolongar el estímulo marxista que tiende a asociar la

cultura a la problemática de las ideologías y las concepciones del mundo.

Planteamos la tesis de que no es posible conferir suficiente homogeneidad al concepto de cultura, si no

se lo implanta directa y sólidamente en el terrenos de los significados sociales, de la construcción social

del sentido, de la semiosis social. Digamos, entonces, en primera aproximación, que la cultura remite a

los códigos sociales, a la signicidad, a los sistemas de simbolización.

“Toda la variedad de las demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura” -dice Lotman- “se

reduce en esencia a esto, que sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de

signos. En concreto, cada vez que hablamos de los rasgos distintivos de la cultura como 'artificial' (en

oposición a lo 'innato'), 'convencional' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar

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la experiencia humana' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar la experiencia

humana' (en oposición a 'estado originario de naturaleza'), tendremos que enfrentarnos con diferentes

aspectos de la esencia sígnica de la cultura” (58).

Por eso “es indicativo cómo el sucederse de las culturas (especialmente en épocas de cambios sociales)

vaya acompañando generalmente de una decidida elevación de la semioticidad del comportamiento...”

(59).

Y no olvidemos que todo puede servir como soporte significante de los significados culturales: la

cadena fónica, la escritura, los gestos, los comportamientos, las prácticas sociales, los usos y

costumbres, el vestido, la alimentación, la vivienda, los objetos y artefactos, la organización social del

espacio y del tiempo en ciclos festivos, etc. Por eso se podrá decir más adelante que la cultura “está en

todas partes”, “en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”, y no sólo en los ciclos de

la superestructura.

Pero sabemos de Saussure que la significación se funda en el valor diferencial de los signos dentro de

un sistema semiótico determinado, decir que la cultura es en primera instancia un hecho de

significación equivale también a decir que la cultura está hecha de distinciones y diferencias, es decir,

de oposiciones significativas. “En la base de todas las decisiones está la convicción de que la cultura

posee trazos distintivos”-, dice Lotman (60). La cultura, por lo tanto, es la diferencia. Son modos

distintivos de verse y de comprenderse colectivamente en el mundo y al mundo por oposición a otros.

Por eso el primer efecto de la cultura es la construcción y la distribución de identidades sociales. En

efecto, “la identidad social se define y se afirma en la diferencia” (61). Entre identidad y alteridad

existe una relación de presuposición recíproca. Ego sólo es definible por oposición a altar y las

fronteras de un “nosotros” se delimita siempre por referencia a “ellos” y a “los demás”, a “los otros.

Muchos antropólogos llegaron a entrever, sin teorizarla, esta función identificadora y diferenciante de

la cultura. “Los antiguos conocían algunos fenómenos de la cultura”- dice Kroeber- ; “por ejemplo, las

costumbres distintivas, 'nosotros lo hacemos así, lo hacemos de otra manera': esta afirmación que cada

ser humano formula tarde o temprano representa el reconocimiento de un fenómeno cultural” (62).

Herskovits llega incluso a afirmar que la función de la cultura es conferir “una identidad de modo de

vida reconocible” (63).

Concluyendo entonces que la cultura es un conjunto de significados constitutivos de identidades y de

alteridades sociales. La cultura clasifica, cataloga, denomina, nombra y ordena la realidad desde el

pinto de vista de un “nosotros” relativamente homogéneo, de una identidad determinada.

Este sería el momento de ensayar una teoría de la identidad social, de la construcción semiótica de

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sujetos o de actores histórico-sociales. Habría que distinguir, entonces, diferentes modalidades de

autoidentificación (de clase, étnica, regional, nacional, religiosa...) con sus complejos

entrecruzamientos y sobredeterminaciones. Habría que introducir también la problemática de la

memoria social como dimensión diacrónica de la identidad social).

En efecto, la identidad no se construye de la noche a la mañana, sino que frecuentemente es el resultado

de un largo proceso de elaboración histórica transmitida de generación en generación. La memoria

social cobra especial relieve en relación con la construcción de la identidad étnica. Roger Bastide decía

que esta forma de identidad “postula necesariamente la memoria, porque ella significa duración y

conservación, a través de los cambios, de una realidad procedente del pasado” (64). De aquí la

importancia, no sólo de la utopía, sino también de la conmemoración en los ritos y fiestas de las

comunidades étnicas.

A nuestro modo de ver, Lotman se refiere a esta dimensión de la cultura cuando la define como

“memoria no hereditaria (en sentido genético) de la colectividad” (65).

En fin, habría que advertir que la identidad social no se configura sólo en relación con los demás

miembros del grupo social, sino también en relación con la naturaleza. No hay que olvidad que en una

de sus acepciones más recurrentes, la cultura connota el dominio humano del medio ambiente y la

posibilidad de apropiarse de la naturaleza.

2. La identidad entendida como “duración”, como “tendencia a perseverar en el ser”, nos remite de

inmediato a uno de los modos de objetivación de la cultura comprendida como sistema de significados

sociales: el habitus o ethos cultural. En efecto, según Pierre Bourdieu la “tendencia a perseverar” se

debe entre otras cosas, “al hecho de que los agentes que integran los grupos están dotados de

disposiciones durables, capaces de sobrevivir a las condiciones económicas y sociales de su propia

producción” (66). Estas disposiciones durables con los habitus. Se trata de una categoría elaborada por

Bourdieu con el objeto de dar cuenta de la “regularidad no calculada” y de la “concentración no

planeada” de los comportamientos culturales.

El habitus, definido como “un sistema subjetivo, pero no individual de estructuras interiorizadas que

son esquemas de percepción, de concepción y de acción” (67), constituye el principio generador de las

prácticas simbólicas. Son significados sociales interiorizados en forma de “lex insita” -de ley

inmanente-, que de este modo se convierten en principios orientadores de la acción.

La noción de habitus recupera y a la vez supera la concepción normativa que define a la cultura como

“modelos de comportamiento”. Solamente para Bourdieu estos “modelos” no deben concebirse como

“principios reales” de los comportamientos – so pena de incurrir en un grosero objetivismo reitificador

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sino como constructos conceptuales que expresan la constatación de la regularidad de las prácticas. El

verdadero principio de esta regularidad radica en el habitus, y no en los “modelos”.

El habitus remite, como a su principio, a un segundo modo de objetivación de los significados

culturales: las instituciones.

Desde el punto de vista que aquí nos interesa, éstas representan la materialización, la fijación y la

codificación social del sentido. Por lo tanto, la cultura puede ser aprehendida también como “lo ya

dado”, “lo ya dicho” o “lo ya pensado”, es decir, como una estructura objetiva de significados

preconstruidos que constituye el marco de referencia de una sociedad, y la base obligada -e impensada-

de todas las prácticas significantes. La cultura así objetividad no determina tanto lo que efectivamente

se cree y se realiza en los diferentes aspectos de la vida social, sino lo que es creíble, realizable y

concebible. Por eso hablamos de “marco de referencia”; se trata del marco institucional dentro del cual

una sociedad, un grupo social o una clase piensa, sueña y actúa; del campo de posibilidades que

enmarca las oposiciones y las diferencias significativas en una sociedad.

Este es el lugar en que puede explotarse útilmente la teoría gramsciana de los aparatos de la hegemonía,

transmutados en aparatos ideológicos por Althusser.

Entre habitus e instituciones, entre “sentido práctico” y “sentido objetivado” se establece una relación

dialéctica. Por una parte, el sentido objetivado en las instituciones “interpela” y “convoca” a los

individuos proponiéndoles identidades y alteridades y determinado de este modo los diferentes habitus

sociales. El habitus, por lo tanto, es un producto de las condiciones objetivas, es “la interiorización de

la exterioridad”. Pero por otra parte el habitus como sentido práctico opera la reactivación del sentido

objetivado en las instituciones”: “el habitus es aquello que permite habitar las instituciones,

apropiárselas prácticamente y, por eso mismo, mantenerlas en actividad, en vida y en vigo

arrancándola: incesantemente del estado de letra muerta y de lengua muerta; es aquello que permite

revivir el sentido depositado en ellas, pero imponiéndoles las revisiones y las transformaciones que son

la contrapartida y la condición de la reactivación” (68).

Resumamos: la cultura remite a significados sociales constitutivos de identidades y alteridades,

objetivados en forma de instituciones y de habitus y actualizados en forma de práctica significantes.

Las estructuras objetivas (institucionales) constituyen el principio generador el habitus mediante

mecanismos de interpelación y de inculcación. Y el habitus, a su vez, constituye el principio generador

de las prácticas significantes: entre estas tres instancias de la cultura se establece una relación

dialéctica.

3. Queda por señalar el principio dinámico de este sistema que hasta aquí se presenta como modelo de

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reproducción simple, incapaz de dar cuenta de los proceso de confrontación y de mutación cultural.

Ese principio dinámico sólo puede encentrarse a nivel de las condiciones sociales de producción, de

recepción y de apropiación de significados, y en lo substancial se reduce a la estructura de clases (que

en ciertas formaciones sociales sobredetermina incluso la pluralidad étnica) y, consecuentemente la

desigualdad distribución del poder social.

La hipótesis central que aquí puede invocarse es la de la existencia de una relación significativa entre

posiciones en la trama de las relaciones sociales y la configuración de los significados sociales

diversamente objetivados y actualizados.

Bernars Zarca formula esta hipótesis del siguiente modo: “constituye una evidencia sociológica, sin la

cual ningún trabajo empírico sería posible, la asunción de que las diferentes condiciones materiales de

existencia deben corresponder ideas y juicios también diferentes. En cambio, los individuos situados en

condiciones materiales de existencia semejantes para actuar, reaccionar, comportarse, pensar, etc... Por

consiguiente, si se pone entre paréntesis las variantes individuales (aunque sean importantes para la

sociología), tendrán una misma praxis, una misma hexis y un mismo ethos” (69).

Es esta hipótesis la que da origen a la contraposición gramsciana entre culturas hegemónicas y culturas

subalternas, ulteriormente prolongadas por Alberto M. Cirese en una teoría de los “desniveles

culturales internos” (70).

Esta misma hipótesis permite a Bourdieu concebir la cultura como “la distinción” simbólicamente

manifestada y clasísticamente connotada; como una constrelación jerarquizada y compleja de “ethos de

clase” que se manifiesta en forma de comportamientos, consumos, gustos, estilos de vida y símbolos de

estatus diferenciados y diferenciantes, pero también en forma de productos y artefactos (71). Dentro de

este esquema, la cultura de las clases dominantes se impone como la “cultura legítima”, haciéndose

reconocer como punto de referencia obligado y como “unidad de medida no medida” de todas las

formas subalternas de cultura.

La hipótesis del condicionamiento clasista de la cultura ha sido recientemente cuestionada por el

descubrimiento de la “cultura local” entendida como modos de manifestación de la vida cotidiana en

marcos geográficos restringidos que pueden ser pueblerinos, comunales o regionales (72). Este

descubrimiento responde, entre otras cosas, a la nueva sensibilidad europea hacia las autonomías

regionales devoradas por el centralismo estatal. Pues bien, según algunos autores “el punto de vista de

la cultura local obliga a escapar del peso de los habitus y de la magia de los aparatos”. “Admitamos” -

dice Marc Abeles-, “que las culturas locales sean una sedimentación de formas de fuerzas

contradictorias; se está autorizado a investigar esta contradicción a condición de negarse a recurrid en

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principio a oposiciones abstractas del tiempo hegemónico/dominado, legítimo/popular” (73).

No se puede negar la presencia de hechos culturales “verticales” o “transclasistas”, asociados a la

cotidianeidad de lo “simple y elementalmente humano”, que trascienden los determinismos de clase.

Pero constituye un error plantear su consideración o análisis como un punto de vista alternativo y

opuesto al de las clases sociales. En efecto, siempre es posible sostener como más fuerte y más fecunda

la hipótesis de que en las sociedades modernas los hechos culturales trans-clasistas se hallan siempre

enmarcados y sobredeterminados por las relaciones de clase. Es muy dudoso que la vida cotidiana de

una “cultura local” - medios de consumir, de comprar, de habitar, de avecinarse, de intercambiar, de

divertirse, de amar, de llorar a los muertos...-tenga el mismo significado para el campesino indígena, el

maestro rural, el farmacéutico, el cura, el político burócrata y la señora propietaria de una residencia

secundaria de una misma comunidad local. Como dice acertadamente Cirese, “el hecho de que lo

elementalmente humano atraviese verticalmente todas las clases sociales no impide que sea vivido,

sufrido y disfrutado según modos clásicamente determinados (es cierto que a todos nos toca llorar de

vez en cuando- ha dicho alguien-; pero una cosa es llorar en un Cinquecento, y otra muy diferente es

llorar en un Rolls Royce) (74).

El recurso a la estructura de clases como principio organizador de una formación cultural sólo explica

el potencial conflictivo de la misma, pero no da cuenta de su dinamismo histórico real. Para esto se

requiere un segundo paso: remontarse al terreno de lo político y establecer la relación de la cultura con

las diversas modalidades del poder.

Existe, por supuesto, una estrecha relación entre estructura de clases y distribución del poder, como

hemos señalado en otro lugar (75). En efecto, el poder se define ante todo como una característica

objetiva y estructural de todo sistema social basado en relaciones disimétricas (principalmente de

clases). Con otros términos, el poder tiene por base y fundamento una estructura objeto de desigualdad

social.

Hemos ensayado en otro estudio el análisis de las complejas relaciones entre cultura y poder. Aquí nos

limitaremos a afirmar que si se considera el poder en su modalidad de hegemonía, es decir, como

capacidad de imponer determinados significados sociales por vía de violencia simbólica, la cultura se

convierte en instrumento y a la vez en componente privilegiado del poder. Si en cambio se considera el

poder en su modalidad de dominación y de dirección política, la cultura se convierte en “enjeux”, es

decir, en “aquello que está en juego” en la lucha política. Aquí deben situarse, entre otras cosas, la

lucha secular del estado por lograr el control del conjunto de los aparatos culturales, su esfuerzo por

imponer coactivamente la “cultura legítima” y por censurar las formas culturales “desviadas” y, en fin,

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su negro historial de opresión y represión de las culturas étnicas subalternas (76).

Merecen especial atención las modalidades de dominación cultural basadas en mecanismos

económicos.

Hemos señalado más arriba el fenómeno de la penetración generalizada del mercado capitalista en la

esfera cultural. Se ha podido comprobar, a este respecto, que la generalización del valor de cambio

opera lo que se ha dado en llamar la “subversión de los códigos”. Marc Guillaume ha demostrado muy

claramente cómo el capitalismo ha desestructurado, por ejemplo, toda una simbólica del habitar, cómo

se ha pasado de la habitación cultual a la vivienda-mercancía (77). “A una habitación que significaba

toda una estructura social, con sus normas y valores, y que inscribía en el espacio y en la arquitectura

las oposiciones significativas que estructuraban al grupo social y regulaban su vida, sucede ahora la

vivienda-mercancía que no se interesa más que en la diferencia por la diferencia -en el valor de

cambio- de este producto en que se ha convertido el habitar, y que en cara esta 'necesidad' humana bajo

el ángulo esencialmente funcional. Al 'hábitat' cultural sucede entonces la vivienda funcional atrapada

por la lógica de lo económico. Este proceso general de desculturación y sus efectos se han ido

extendiendo a todos los aspectos de la vida social...” (78).

Al subvertir los códigos culturales tradicionales, el capitalismo impone, en realidad, un nuevo código:

la lógica de lo económico. Este nuevo código presenta una particularidad con respecto a los demás

códigos que le precedieron: “tiene la capacidad: de subvertir todos los demás códigos en la medida en

que se eleva a rango de sistema la indiferencia a los contenidos de todos los sistemas culturales

posibles, en la medida en que el código de lo económico se interesa sólo a la forma y pone entre

paréntesis el valor de uso, la particularidad, el contenido de cada cosa; en virtud de este hecho, este

código es el más universable y también el más totalitario que invade todos los sectores de la sociedad”

(79).

Amalia Signoreli ha señalado una consecuencia importante de esta situación: el fin del aislamiento, la

desaparición de los grupos humanos aislados, la copresencia de todas las culturas. Dentro de este

marco, la dinámica cultural se manifiesta ante todo como un proceso de homologación a través del cual

la clase dominante nacional e internacional impone, no tanto su cultura, sino su dominio cultural. Este

proceso opera a través de la comunicación masiva de modelos de consumo estandarizados. Frente a

esta presión homologante, las formas nacionales y tradicionales de cultura movilizan cierta capacidad

de resistencia, de diferenciación y hasta de oposición, aunque frecuentemente terminen fragmentándose

y se vean obligadas a refuncionalizar con propósitos adaptativos sus diferentes elementos.

4. Hemos llegado a la conclusión de que la cultura son haces de significados sociales constitutivos de

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identidades y alteridades, objetivados en forma de instituciones y de habitus, actualizados en forma de

prácticas puntuales y dinamizados por la estructura de clases y de relaciones de poder.

Pero la cultura así entendida, ¿cómo se relaciona con la sociedad? ¿Constituye acaso un sector, un

subsistema, un contrato ornamental -”algo así como un suplemento del alma”- de la sociedad? ¿Se

puede mantener al mismo tiempo una definición no indiferenciada, sino relativamente específica de la

cultura y la “concepción total” de los antropólogos que hace coextensiva la cultura a la sociedad?

La respuesta puede hallarse contenida en esta breve definición sugerida por Grimas: la cultura no es

más que la sociedad en cuanto a significación (81). Lo que puede parafrasearse de este modo: la cultura

es la sociedad misma considerada como estructura de sentido, como signicidad o semiosis, como

representación, símbolo, teatralización, metáfora o glosa de sí misma. En aquella dimensión e la

sociedad por la que ésta se expresa o se “muestra” a sí misma en forma de rasgos distintivos, de

sistemas de diferencia o de singularidades formales.

Esto quiere decir que la cultura es un aspecto analítico de la sociedad total, indisociable de cualquiera

de sus elementos o niveles, y no una “parte”, un sector o una “superestructura” de la misma.

“Concepción del mundo generalmente implícita en todas las manifestaciones de la vida individual y

colectiva”, -decía Gramsci. Se trata, por lo tanto, de un punto de vista totalizante sobre la sociedad,

aunque también inadecuado y no exhaustivo, porque si bien es cierto que no existe nada en la sociedad

que pueda considerarse como insignificante, como desprovisto de significación, también es cierto que

la sociedad no se agota en la significación. Con otras palabras: la sociedad es siempre cultura bajo

cierto aspecto, pero la cultura no es toda la sociedad. Entre sociedad y cultura rige lo que los antiguos

escolásticos llamabas una distinción inadecuada o aspectual, y los lógicos una relación de implicación

no recíproca.

Pero, ¿existe algo más en la sociedad que no sea signo o sentido? Esta cuestión parecerá impertinente y

ociosa, pero la planteamos aquí bajo la presión de cierto discurso pan semiótico (Lacan, Braudrillard,

Laclau) que tiende a pasar subrepticiamente de la afirmación de que en la sociedad “todo en discurso” a

la de que en la sociedad “sólo hay discurso”. Se trata de una especia de neo-idealismo que tiende a

reducir la sociedad sólo a una “problemática del código”.

Sí, en la sociedad no sólo hay signos. Existe también la febrilidad o actividad productiva, que modifica

materialmente la naturaleza para convertirla en producto. Existe también la procreación o actividad de

engendramiento de nuevos seres. En fin, existen lo “práctico-inerte” de lo “ya dado”, en el sentido de

Sartre; la construcción material, anónima y difusa, de los aparatos, de las estructuras y de las

organizaciones; la coacción física del poder, etc., que si bien pueden ser objeto de diversas

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interpretaciones y dotados de diversos sentidos, no son en sí mismos ni “mensajes”, ni “discursos”, ni

“sentidos”.

Cirese nos invita a releer bajo esta óptica los célebres textos de Marx-Engels en la Ideología Alemana,

donde se establece una relación entre producción, procreación y conciencia o lenguaje. Según la

interpretación de Cirese, en estos textos la conciencia y el lenguaje (es decir, la significación) surgen de

la necesidad de relaciones interhumanas en los procesos de producción y de procreación, y por eso se

les atribuye cierta posterioridad con respecto a estos “momentos” fundantes de la historia humana. Pero

no se trata de una posterioridad cronológica sino la lógica, nos dice Cirese. Lo que equivale a decir que

la conciencia y el lenguaje se conciben como aspectos analíticos indisociables de la febrilidad y de la

socialidad (82).

Se comprende ahora por qué un mismo hecho social puede ser analizado bajo diferentes puntos de

vista. El consumo ostentorio, por ejemplo, puede ser analizado como un hecho enteramente económico,

a la luz de una teoría de la circulación y del mercado. Pero puede analizarse también como un hecho

enteramente cultural, en la medida en que significa una distinción de status (83). Ambos aspectos son,

por supuesto, indisociables, salvo para fines analíticos.

En resumen: el orden de la cultura ni se identifica totalmente con lo social ni se distingue totalmente

del mismo. Constituye un aspecto analítico de lo social y, por lo mismo, entre cultura y sociedad sólo

puede postularse una distinción inadecuada.

5. Para terminar, vamos a referirnos brevemente a la concepción políticamente valorativa de la cultura,

que caracteriza, como se ha visto a la tradición marxista.

La antropología cultural nos ha acostumbrado a la idea de la relatividad de las culturas y al tratamiento

no evaluativo de las mismas. Esta postura permitió, entre otras cosas, remover con el etnocentrismo

europeizante que hasta entonces había viciado la mayor parte de las reflexiones sobre la cultura.

Pero de la idea de la relatividad de las culturas, válida como precaución metodológica, suele pasarse

con mucha facilidad a una filosofía del relativismo cultural, que constituye una ideología tan nefasta

como la del etnocentrismo cultural, y cuya consecuencia política más obvia podría ser la apología del

subdesarrollo.

Conviene recordar, además, que el tratamiento no evaluativo de los hechos sociales, elevado al rango

de norma epistemológica, constituye una actitud positivista que debe ser cuestionada a la luz de una

epistemología constructivista que no disocia el interés de la ciencia, ni los “juicios de valor” de los

juicios del hecho”. En las ciencias sociales, cualquier análisis es por lo menos implícitamente

evaluativo. Y la filosofía analítica más reciente ha demostrado que la distinción entre lenguaje

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descriptivo y lenguaje normativo sólo afecta a la superficie, pero no a la estructura profunda del

discurso (84).

Nada impide, por lo tanto, adoptar un punto de vista evaluativo en el análisis de la cultura, y adscribir

la ciencia que se ocupa de ella al campo de las ciencias regidas por un interés emancipatorio (85).

No se puede reducir indiscriminadamente a la cultura todo lo que ha sido históricamente producido por

el hombre, hasta el punto que se diga que el canibalismo, la tortura, el racismo son hechos culturales

como el pacifismo, los hábitos comunitarios y la música de Beethoven.

Todo el problema radica en la selección de los criterios de evaluación. Estos no podrán ser ideológicos

ni meramente subjetivos, como los asumimos por el elitismo y el etnocentrismo cultural, no podrán

subordinarse servilmente a los intereses coyunturales de un partido, de una clase o de un bloque en el

poder. Los criterios tendrán que ser, en lo posible, objetivos y teóricamente fundados.

Y es aquí donde las contribuciones respectivas de Lenin y Gramsci pueden ofrecernos muchos

elementos de reflexión.

Situándonos en la perspectiva de su función práctico-social, Lenin evalúa las culturas por referencia a

dos criterios fundamentales: la liberación de la servidumbre de la naturaleza y el acceso a una

socialidad de calidad superior.

Situándose en la perspectiva de la lucha de clases en el terreno de la cultura, Gramsci, introduce un

criterio más: la capacidad de hegemonía, que implica a la vez la naturaleza crítico-sistemática de la

cultura y su posibilidad de universalización.

Queremos terminar con el siguiente texto de Humberto Cerrón que resume de algún modo las

consecuencias pedagógicas y políticas de una concepción deliberadamente evaluativa de la cultura:

“La así llamada cultura popular y la misma cultura obrera pertenecen a la cultura folklórica que

Gramsci ha analizado magistralmente, legándonos una indicación esencial que puede resumirse de este

modo: este cultura debe ser estudiada atentadamente para comprender cuál es su origen y cómo puede

ser superada en el contexto de un conocimiento crítico-sistemático. La competición entre las clases es

también, por cierto, una competición cultural, pero lo es en el sentido propio de la cultura, esto si, se

trata de una competición entre sujetos políticos capaces de expresar formas de dirección y de gestión

universal de la vida. Pero esta competición no es algo diverso de la dialéctica cultural misma:

capacidad de conocer el mundo y de transformarle de mundo dividido en gobernantes y gobernados,

en mundo de hombres que se autodirigen; de mundo dividido en intelectuales y simples, en un mundo

en que todos se convierten en intelectuales porque dejan de ser simples (¡y no a la inversa!)”.

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Notas

(1) “En otras épocas no se hablaba de cultura; ésta se producía espontáneamente en función de las

necesidades, sin que nadie experimentara la necesidad de nombrarla, de subvencionarla o de

ponerla en exhibición (...) Pero he aquí que un día se creó, en Europa, la Institución Pública,

convertida más tarde en Educación Nacional. Entonces se inventó la cultura y fue considerada

como algo fundamental. El siglo XIX le atribuyó un lugar de elección; privilegio de la

burguesía y de la aristocracia, y objeto de reivindicación por parte de las clases laboriosas, todo

el mundo pugnó por apropiársela. Posteriormente se la codificó, y llegó a convertirse en Francia

en motivo de orgullo, en Alemania en característica racial y en los EE.UU. en objeto de

negocio. A cada quien su propio genio... por consiguiente se separó de una vez por todas la

cultura de la vida y se le proporcionó una existencia propia una ética, un código y una jerga

peculiar...”

Hugues de Varine, La cultura des autres, Seuil, Paris, 1976, pp. 17-18.

(2) “De este modo la cultura se convirtió, de respuesta espontánea, individual o colectiva, a los

problemas planteados por la vida y el medio ambiente, en objeto de recreación y de delectación.

La cultura se saborea ahora como una salsa. Porque por un lado están las cosas serias que se

hace durante los tiempos libres, por lo menos para aquellos que pueden permitirse disponer de

tiempo libre”.

Ibíd., n. 19.

(3) Ibíd., p. 34 y 104 ss.

(4) Los Dictionnaires du Savior moderne, La Pshilosophie, centre d' Etude et de promotion de la

Lecture, Paris, 1969, p. 84.

(5) Hugues de Varine, op.cit., p.35.

(6) Ibíd., pp.63-71

(7) Cf. Alberto M. Cirese, Cultura egemónica e culture subalterne. Palumbo Edirore, Palermo

(Italia), 1979, p. 6

(8) Pietro Rossi (comp), II concetto di cultura, Einaudi, Turin, 1970, p.7.

Por razones de comodidad, utilizaremos siempre esta excelente antología de textos antropológicos

sobre la cultura, para citar a los autores que se inscriben en la tradición de la antropología cultural.

(9) Ibíd., pp. 31-129.

(10) Ibíd., pp. 135-192.

(11) Ibíd., p. 289.

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(12) Ibíd.

(13) Ibíd., p. XIX.

(14) Ralph Linton; Cultura y personalidad, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 45.

(15) Pietro Rossi, op.cit., p. 306.

(16) Ibíd., p.272.