Para Elisa (Selección RNR)

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Para Elisa

Ana I. Martín

1.ª edición: marzo, 2017

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© 2017 by Ana I. Martín

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-681-1

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Contenido

Portadilla

Créditos

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I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

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XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

Agradecimientos

Promoción

I

El autocar atravesó la explanada y

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avanzó por la calle principal. El ritmode su marcha se volvió más lento alpasar entre las casas, y las ruedastraquetearon en las losas de piedra delpavimento hasta llegar a la plaza.Aminoró aún más la velocidad y rodeópor completo la farola del centro antesde detenerse.

Elisa se levantó y se colgó en bandolerael bolso que había dejado en el asientocontiguo. Era la última pasajera, y antesde bajar la escalerilla, se despidió delconductor con un «hasta luego» que elhombre le devolvió a la vez queaccionaba una

palanca. El portón de equipajes ya se

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alzaba cuando puso un pie en el suelo ysintió, casi como un azote, el intensocalor del mediodía.

Su maleta, con los vaivenes y curvas dela carretera, había acabado en el fondo ycasi tuvo que meterse en el interior paraalanzarla; era como si entrara de cabezaen un horno recién apagado, pero logrósacarla antes de notar que le faltaba elaire. Cuando se enderezó, dos mujeresde mediana edad subían al vehículo y sesentaron en los primeros asientos, sindejar de observarla. Ella hizo un gestoal conductor indicándole que ya tenía suequipaje, y tanto el portón como lapuerta se cerraron. Al instante, elautocar volvió a reanudar la marcha,

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enfilando hacia la calle por la que habíavenido.

Elisa se encontró en medio de la plaza,bajo un sol que le pareció que podríaderretirla si se quedaba un minuto más.No era de extrañar que no hubiese unalma, aunque entre las cortinas del barque vio a su derecha, asomó la cara deun anciano.

Entonces oyó que alguien gritaba sunombre y se volvió en aquella dirección.No se había puesto las gafas de sol y laluz la deslumbraba, pero enseguidadistinguió la figura corpulenta de su tíaCarmela que agitaba el brazo desde lasombra de los soportales del

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ayuntamiento; un edificio imponente decuyo balcón central sobresalían losmástiles de tres banderas inmóviles.Tiró del asa de la maleta y las ruedasgiraron torpemente por el enlosadoirregular.

Su tía, nada más tenerla en frente, le hizosoltar el equipaje para casi estrujarla enun abrazo, dándole dos besos tansonoros en ambas mejillas que le pitaronlos oídos durante unos segundos.

—¡Cuánto me alegro de verte! —le dijomirándola de arriba abajo.

—Y yo también, tía.

—¿Qué tal el viaje? Imagino que un

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poco pesado con este calor.

—No estuvo mal, el autocar tenía aireacondicionado.

—¿Y tus padres? —Aunque antes de queella respondiera añadió—: Sobre todoel

descastado de mi hermano.

—Muy bien, pero algo sorprendidoporque me venía aquí.

—Claro, como él no quiere ver elpueblo ni en pintura.

Elisa no comentó nada al respecto; sabíaque, tras la muerte de la abuela, a su

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padre le costaba volver. Solo lo hizo endos ocasiones: para firmar ante elnotario el cambio de titularidad de lacasa en favor de su hermana, y cuando laoperaron de la vesícula. Y

en ambas no pasó ni un día más de loimprescindible. En cuanto a Elisa,habían transcurrido veintiún años desdela última vez.

—Tú estás estupenda —dijo Carmela,volviendo a recorrerla con la mirada—,

mejor que en Navidad con lo de… Perodejemos la charla para cuandolleguemos a casa.

El sonido de las ruedas de su maleta por

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el desgastado suelo de cemento era loúnico que se oía, mezclado, a veces, conel trajinar de las cocinas y el olor decomida que salía de alguna casa. Unlaberinto de calles de las que no seacordaba, hasta llegar a una más anchadonde su tía le señaló una puerta grandede madera. Allí vivía su amiga Juanacon su marido, Nicolás, y antes decontinuar, entraron a saludarlos; Elisaconocía al matrimonio porque tambiéneran amigos de sus padres y los habíavisto en

varias ocasiones en su piso.

—¿Vienes por muchos días? —lepreguntó Juana.

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—Hasta finales de mes —contestó.

—Nosotros estamos desde mayo, comome jubilé el año pasado, pasamos largastemporadas en el pueblo —le contabaNicolás, cuando lo interrumpió lallegada de una anciana que entró comosi lo hiciera en su propia casa.

—Ya tuvo que venir a oler —murmuróCarmela a su oído antes de que la mujerse

acercara a ellas. Vestía de negro, era debaja estatura y delgada, con el peloblanco recogido en un moño muyapretado.

Elisa pudo comprobar que estaba

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bastante al corriente de su vida y la desus padres, y aunque ella no larecordaba en absoluto, le dijo que laveía muy bien teniendo en cuenta loflacucha y pálida que era de niña.

—¿Has venido tú sola? —preguntócuriosa, y fue su tía la que contestó demala gana

antes de despedirse del matrimonio.

Pero la anciana salió detrás, volviendo apreguntar algo, y Carmela replicó sindetenerse que hacía demasiado calorpara quedarse allí de palique.

—Esta Rosario… —le decía a susobrina mientras se alejaban—. Ten

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cuidado con

ella, no hay cosa que le guste más quemeter los morros en pucheros ajenos.

Elisa sonrió; aunque algo entrometida, aella le había parecido una viejecita delo

más inofensiva.

Al doblar la esquina, en el final de unacalle estrecha y empinada, se encontrabala casa. La fachada era en su mayoría depiedra, con algunas zonas pintadas decal, como alrededor de la puerta deentrada y en los vanos de las dosventanas. La planta alta tenía dosventanas más y un balcón con la

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barandilla de hierro negro.

Su tía abrió con la llave y empujó lapuerta de entrada.

Elisa, en cuanto pasó, soltó el asa de lamaleta y se quedó mirando aquel pasillocuyo único mobiliario lo componían dossillas, una cómoda de madera oscuracon un

pequeño cesto de flores artificialessobre un tapete de ganchillo, y un espejoa juego.

Carmela abrió el primer cajón de lacómoda y guardó la llave dentro.

Al fondo, la claridad del día se colaba

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por las cortinas de varillas de plásticoque se mecieron suavemente. Su tía ledijo que era la salida al patio y que enverano tenía la costumbre de dejar lapuerta abierta para que corriera un pocoel aire. Ella se asomó; no era muygrande, pero sí lo suficiente paraalbergar bastantes plantas en macetas debarro que ocupaban casi todo elperímetro, además del tronco retorcidode una parra que trepaba por un muroantes de enredarse entre las barrasmetálicas que cubrían una zona junto a laentrada. En ese momento las hojas conlos racimos aún pequeños y verdesproporcionaban algo de sombra a unaparte del patio.

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—Tiene que ser muy agradable sentarseaquí —dijo Elisa fijándose en la hamacaapoyada contra la pared.

—Menos a estas horas, hace demasiadocalor y vienen las avispas.

Ambas miraron a los insectosrevoloteando entre las hojas de la parra.

—Por la noche debe ser más tranquilo.

—Sí, de eso puedes estar segura. —Y seacercó para enrollar la manguera queestaba en el suelo, colgándola delpropio grifo adosado a la pared—. Yocasi siempre voy a casa de Juana, allínos juntamos con otros vecinos yjugamos a las cartas o le damos a la

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lengua. Ya viste lo cerca que vive, lacalle es ancha y te puedes sentar a lapuerta sin miedo a que te lleve un cochepor delante.

Dos avispas se habían acercado alpequeño charco de agua que se habíaformado al

mover la manguera.

—Mira, ya están aquí las condenadas —murmuró con fastidio y tomó a Elisa delbrazo—. Vamos dentro.

La puerta que estaba a la izquierda delpasillo era la que llevaba al interior dela vivienda, y por ella se entrabadirectamente a la sala de estar.

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Había un sofá, con una fina mantacubriendo el asiento y dos cojinescolocados contra los reposabrazos,frente a un mueble dividido en su partealta por una vitrina donde se exponíauna vajilla y la cristalería, y la baja conla televisión rodeada de pequeñosadornos que parecían haberse idoacumulando con los años y que noguardaban relación unos con otros.

—En verano la veo menos, aunque lanovela no me la pierdo —le explicó—.El telediario también me gusta, peroechan siempre tantos desastres que seríamejor no hacer caso.

Elisa se había fijado también en el

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teléfono que estaba a un lado y que lehizo sonreírse. Y no era por ser unaparato de los que ya no se usaban, demarcado con rueda, sino porque seacordaba del suyo. Podía estar sonandoen ese mismo momento,

pues salvo a su familia, no le habíadicho a nadie que se iba de la ciudad.

—El cuadro seguro que lo conoces —lehabló su tía—, me lo regaló tu madrecuando hizo la reforma.

Efectivamente, por encima del sofá,estaba aquel paisaje al óleo de unmolino junto

al río, con el mismo marco de madera

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que imitaba el oro viejo y que decoródurante

años el salón del piso de sus padres.Además, lo acompañaban otros doshechos a punto de cruz, un calendariocortesía del ayuntamiento de lalocalidad, y un reloj de cerámica deTalavera que marcaba la una yveinticinco.

Reparó entonces en la única ventana quehabía, frente a una mesa redondapreparada

con un mantel de vivos colores, con loscubiertos, platos y vasos para dos,aparte de las sillas de asiento de enea.

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—Tengo la comida casi lista —le dijosu tía, y Elisa miró hacia la abertura sinpuerta por la que se vislumbraba lacocina.

Por encima del fregadero estaba laventana que daba al patio y queproporcionaba

claridad al espacio angosto rodeado demuebles de contrachapado que imitabana los

de pino, de diseño anticuado perolimpios y bien cuidados. Había unasartén sobre los fogones de gas, y en laencimera, un salero de cerámica y unabotella de aceite.

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—Es pequeña, pero no le falta de nada.

Ella asintió y tiró de su maleta paraseguir a su tía hacia el distribuidor, alque daban tres puertas. Dos estabanabiertas: la de su habitación, por la quese veía un lado de la cama con unacolcha blanca de ganchillo, y la quedaba a la escalera que conducía al pisode arriba. La cerrada, y que su tía abriópara mostrársela, era el baño.

No necesitó encender la luz porque elblanco del pavimento y de los azulejosreflejaba la intensa luminosidad queentraba por un ventanuco de poco másde treinta centímetros. Le contó quehabía renovado los sanitarios hacía

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poco, excepto la bañera, que no quisocambiar por una ducha.

—Tu padre dice que la ponga, que lasbañeras son peligrosas porque, si teresbalas,

te puedes desnucar, y a mí eso de que elchorro del agua me caiga encima de lacabeza... no me convence, me entra unagobio que parece que me voy a ahogar.

Elisa no pudo dejar de reír hasta llegaral arranque de la estrecha escalera,donde

tuvieron que subir entre las dos lamaleta como si transportaran un pesadomueble.

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—En invierno tengo la puerta cerrada,como no necesito subir —decía mientrasascendían los peldaños de madera—.Ahora la dejo abierta para que corra elaire.

El pasillo, casi tan estrecho como laescalera, tenía el suelo de losas de barroencerado, con dos pequeñas ventanaspor las que se colaba un haz de luz quecruzaba

hasta dar contra el otro lado de la pared.Y también había tres puertas. La delfondo correspondía al pequeño desvánabuhardillado que Elisa recordó depronto como un lugar siniestro que ledaba miedo, pues estaba lleno de cosas

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viejas y, sobre todo, porque habíamuchas telarañas.

—Esa era la habitación donde dormíaisAlicia y tú —dijo su tía, y ella miróhacia

la puerta anterior—. Como hace tantoque no venís, la he ido llenando dechismes.

Algún día tendré que hacer limpieza, soyde las que no les gusta tirar nada, me dapena, y mientras no se necesite...

Elisa iba acordándose como a ráfagas.Tendría unos once años la última vezque estuvo en el pueblo, y como suelepasar en esos casos, todo le parecía más

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pequeño,

como si hubiese encogido. No obstante,la imagen más viva que le llegaba a lamente

era el día del funeral de la abuela. Y, deun modo especial, la expresión de dolorde su padre y sus ojos enrojecidos dehaber llorado, aunque ella no lo hubiesevisto.

—Esta es la del balcón, la de tus padressi se dignasen aparecer algún día —dijoabriendo.

Mientras ella continuaba en el umbral,Carmela cruzó hasta el otro lado ytambién

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abrió la puerta del balcón, recogiendolas cortinas con las abrazaderas. Lahabitación se vio inundada de claridad,y Elisa dejó la maleta entre una silla y lacoqueta. Se fijó entonces en la cama; eragrande, de matrimonio, con un sencillocabecero de madera tallada y vestidacon una colcha de flores en tonosrosados, parecidos a los de las cortinas.A ambos lados estaban las mesillas, conun tapete bajo las lámparas, igualesentre sí.

—He vaciado el armario para quecoloques tus cosas. También tienes sitioen las dos mesillas y en el primer cajónde la coqueta, en los otros hay sábanas.

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Luego miró a su alrededor.

—Creo que esto es todo, si necesitasalgo más... ¡Ah! En el mueble del bañoestán

las toallas y te he dejado una batacolgada de la puerta, y ahí tienes otra.—Señaló una de color rojo desvaídoque pendía de un perchero cerca delarmario—. Sé que es incómodo tenerque bajar...

—No te preocupes, tía, todo estáperfecto.

Carmela suspiró antes de decir:

—Si me dicen hace unos meses que la

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que iba a venir eras tú, no me lo creo.

—Yo tampoco. —Y esbozó una escuetasonrisa.

—Bueno, luego colocas tus cosas, ahoravamos a comer, que seguro que tieneshambre.

—Sí, es cierto.

Pero antes de salir del cuarto, sacó unsobre de su bolso que le entregó.

—¿No será dinero? Le he dicho cienveces a tu padre que no necesito nada,que cuando me haga falta, ya se lopediré.

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—Es mío —dijo un tanto azorada—. Porestos días…

—Anda, guárdate eso ahora mismo si noquieres que me enfade.

—Pero…

—Que lo guardes, Eli. Estaría buenoque te cobrase, ni tú eres ningunaextraña ni esto es un hotel.

Ella obedeció.

Al pasar de nuevo por el distribuidor,Elisa se dio cuenta de que las paredesestaban repletas de fotografíasenmarcadas.

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—Son de la familia, me gusta tenerlasporque así parece que una está másacompañada.

Elisa se acercó, y su tía encendió la luzpara que las viera mejor. Y la primeraimagen fue la de ella y su hermanaAlicia el día de su Primera Comunión.En un truco fotográfico, se las veíajuntas, aunque con cuatro años dediferencia, luciendo el mismo vestido alque tuvieron que hacer algunos arreglosporque ella siempre había sido más bajay delgada que su hermana.

—Esa de los abuelos la amplió tu padrede una foto que encontré, aunque no seve

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muy bien porque es del tiempo deMaricastaña. Y en esa otra están tuspadres. —La miró unos segundos ensilencio—. Me acuerdo del disgusto quese llevaron porque ella no era delpueblo y preferían a la hija delfarmacéutico porque su familia teníadinero.

No habían llegado a ser noviosformales, pero en casa ya se relamíanpensando en una boda, y cuando Damiándijo que se había enamorado de otra,tuvieron que aguantarse.

Y tu madre era tan agradable queenseguida se les pasó el berrinche.Cuando veo esta foto me acuerdo de ti,

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eres la que más se le parece.

Elisa la conocía bien, igual que aquellahistoria que le acababa de contar, yciertamente se parecía mucho a sumadre, aunque no había heredado supelo ondulado

ni el color de los ojos; ella lo tenía lisoy sus ojos eran más oscuros y grandes,igual que los de su padre.

—Y mira esa de ahí.

Le enseñaba un retrato suyo de mediocuerpo en el que estaba junto a sumarido. Un

matrimonio que había durado quince

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años, de los cuales él estuvo enfermolos últimos meses, lo que acabó con susahorros. No tuvieron hijos, y Carmelatrabajó de limpiadora y cuidandoancianos hasta que a principios de añopudo jubilarse y vivir de su pequeñapensión.

—¡Pobre Aurelio! —suspiró—. Nosconocíamos desde chicos, y cuando mepidió

que nos hiciéramos novios, lo rechacésin pensar porque no me gustaba su carade bruto con aquellas cejas tan anchas yjuntas. Pero al día siguiente se presentóotra vez, bien arregladito y afeitado, ¡ysin un pelo en el entrecejo! No volvió a

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tenerlos, aunque a mí dejó deimportarme, era tan bueno y cariñoso…Tú no te acordarás de él, debías

tener cuatro o cinco años cuando murió.

Por un momento, sus ojos parecieronempañarse, pero no era de las que seregodeaba con las desgracias y malosrecuerdos, y enseguida pasó a señalarleotra de las fotos.

—Aquí tendría tu edad. Estaba menosgorda que ahora, pero igual de fea. —Yse rio, comentándole lo que muchasveces ya le había oído, que se parecía asu hermano

Damián, aunque los rasgos de ojos

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grandes, buena mandíbula y narizaguileña en nada

le favorecían a ella.

Elisa echaba un último vistazo antes desalir, cuando la imagen de una pareja enel

día de su boda la detuvo. Ella sonreíaresplandeciente, con su bonito vestidoblanco de escote abierto hacia loshombros y el peinado con un prendidode pequeñas flores. Él, con un elegantetraje que resaltaba su buen porte, nopodía disimular en aquel gestocontenido el orgullo.

—Aún la tienes —dijo a media voz.

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—No sabía qué hacer, no sé si es unrecuerdo de familia o no, y cuando lamiro me

da tanta pena...

—Porque a lo mejor piensas como mimadre —se apresuró ella sin poderapartar la

vista de aquella imagen—. Siguecreyendo que volveremos, como si no leentrara en la cabeza que estamos con lostrámites, que si hemos llegado hasta ahíes porque no hay vuelta atrás.

—Es natural que lo piense, Eli, ennuestra época no había divorcio, dabaigual que

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los matrimonios no se soportasen o queel marido te moliese a palos, noquedaba otra que aguantarse.

—Existe la ley desde hace más de diezaños, tiempo suficiente para que noshayamos acostumbrado.

—Si a mí me parece bien, a nadie se ledebe obligar a estar con quien no quiere.

Además, las mujeres ya no necesitamosque nos mantengan.

No dejaba de mirar la fotografía de losrecién casados cuando Elisa habló denuevo.

—Desde enero no vivimos juntos, he

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alquilado un pequeño apartamento cercade la

escuela donde trabajo.

Carmela se volvió a mirarla.

—¿Y tu padre qué dice? Porque seguroque no suelta prenda, como decostumbre.

Elisa sonrió. Era cierto que su padre, siestaba incómodo por algo, no lo daba aentender, a pesar de que sabía que suseparación también lo había sorprendidoy disgustado. Sin embargo, no la atosigóa preguntas ni le exigió que le contaselos motivos de aquella decisión tandrástica, como hizo su madre. Aún no se

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sentía con fuerzas para hablar de ello, nisiquiera con su hermana Alicia, a la quele soltó la manida frase de que era unacuestión de «incompatibilidad decaracteres».

—Esta mañana, cuando me llevó a laestación, me dijo que me apoyaba entodo lo

que decidiera —dijo con la emociónpegada a la voz.

—Eso está bien dicho.

Su tía descolgó la fotografía y pasó elíndice por el borde para limpiar losresquicios de polvo.

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—Usaré el marco para poner la que memandó tu hermana del niño, y ésta laguardaré, que tú estás muy guapa.

Mientras Carmela terminaba de hacer lacomida, Elisa esperaba sentada frente ala

mesa, mirando fijamente la callesolitaria donde el sol del mediodíaproyectaba su luz cegadora sobre lafachada de enfrente.

—No sé si ha sido buena idea lo devenirte al pueblo —le habló su tía desdela cocina; al ser pequeña, le permitíaver, con solo girarse, la zona delcomedor—. Y que conste que estoyencantada de que estés aquí, pero te vas

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a aburrir.

—No me importa aburrirme.

—Ni siquiera conoces a nadie —siguióCarmela—, no has venido desde queeras una niña.

—Lo sé, y es precisamente eso lo quequiero, no conocer a nadie y que nadieme conozca.

No apartaba la mirada de la calle, con lacara apoyada sobre el dorso de la mano.

Un gato pasó despacio, se detuvo ypareció alzar los ojos hacia ella unsegundo, para continuar calle abajo conla misma lentitud.

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—No entiendo bien lo que quieres decir—insistió Carmela.

—Es fácil —dijo, volviéndose haciaella—. No quiero que me esténrecordando lo

sucedido ni que me tengan lástima.Tampoco sentirme culpable ni creermeuna víctima.

—Olvidas que estás en un pueblo, si hayalgo que no falta, es el chismorreo.

—Es gente que no conozco, me da iguallo que piensen de mí.

—Bueno, a fin de cuentas, son cosas queya están a la orden del día. Ni eres la

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primera ni la última que se divorcia.

—Y es duro, aunque haya quien pienseque no.

—Lo imagino, nadie entiende lo que sesufre si no lo siente en sus propiascarnes.

Su tía empezó a servir la comida; elgazpacho en los tazones, y dejó labandeja con

los filetes en el centro de la mesa.

—De todas formas, tendrás pensadoalgo.

—Pues... —Pareció meditarlo por

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primera vez, pero lo tenía claro—.Descansar, aburrirme como tú dices,ayudarte si necesitas algo de mí… Y,sobre todo, dejar pasar los días hastaque empiece el nuevo curso.

—Y eso es...

—A mediados de septiembre, pero meiré antes, seguramente el treinta, así queme

tendrás aquí veintiocho días.

—Me parece mucho tiempo para estarviéndome a mí sola.

Elisa sonrió.

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—Bueno, sería ideal poder tocar, perolo veo difícil, no puedo traerme el pianode

casa.

Cuando terminaron, Elisa se ofreciópara recoger y fregar los platos.

—Es mejor que subas a colocar tuscosas. Y te vendría bien echarte unasiesta, yo,

en cuanto acabe, lo haré.

Elisa puso la maleta sobre la cama y fuevaciando su contenido: la ropa, la bolsade aseo, luego otra con dos pares desandalias, unos zapatos cerrados y las

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deportivas; no era aficionada alejercicio, pero pensaba que sería buenaidea dar un paseo diario.

También, envuelto aún en el papel de latienda, un grueso tomo de Historia de lamúsica. Lo llevaba no solo para leerlo,sino para extraer los datos biográficosde los autores más importantes; haríaunas fichas, y así sus alumnos no solotocarían las obras de los maestros,además tendrían una idea de su vidapara conocerlos mejor.

Por último, sacó del fondo la carpetacon las partituras que dejó sobre lacoqueta.

Era bastante gruesa, y se preguntó por

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qué se le había ocurrido llevar tantas.Resultaba evidente que allí no había unpiano y que no podría tocar, y si queríaestudiar, con un par de ellas le habríabastado. Pero se encogió de hombros ycontinuó organizando.

Una parte de la ropa la colgó de lasperchas, y los zapatos los puso en elestante más bajo del armario. El restoocupó el cajón de la coqueta y el de unamesilla, y dejó la bolsa de aseo parallevarla al cuarto de baño. Ya vacía,guardó la maleta en el lado derecho delarmario, donde un espejo adosado alinterior de la puerta le devolvió suimagen reflejada y que contempló comosi se tratara de una extraña.

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El pelo castaño y liso lo llevaba con elmismo corte desde que era adolescente,a la altura de los hombros, con elflequillo sobre los ojos grandes quehabía heredado de su padre, mientrasque el resto de sus facciones, suaves ycon la boca bien dibujada, eran de laparte materna. Tenía treinta y dos años,su constitución física estaba dentro de lamedia y sin ser una belleza, podíaconsiderarse una mujer atractiva.Además, era afortunada porque tenía unaprofesión que le apasionaba y que lepermitía ganarse la vida. Una vida quehabía puesto por encima de todo lo quecreía más importante y sólido: sumatrimonio. Y que se hubiesederrumbado para siempre, que ya no

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existiera y que tuviese que olvidarlocomo se olvida un mal sueño…

Cerró la puerta del armario y se acercóa la cama. Dobló con cuidado la colchahasta abajo, se descalzó y dejó caer elcuerpo con pesadez sobre la sábana.Estaba cansada. Se había levantado a lasseis de la mañana para tener todo listoantes de las ocho, la hora en la que supadre pasó a recogerla para llevarla a laestación de autobuses.

Fue extraño ver a su padre despedirse.Le pareció que estaba más serio de lonormal, como si fuera a hacer un largoviaje que durase años. Pero solo iba alpueblo.

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El mismo en el que él nació y al que noquería volver porque, según suspalabras, le traía dolorosos recuerdos.Salvo su hermana —y podía verla todoslos años porque iba a su casa a pasarcon ellos las Navidades—, no habíanada ni nadie que le interesara.

Luego, en el instante en que iba a subiral autobús, le dijo aquello de que laapoyaba, que entendía que necesitabatiempo y que le haría cumplir a su madrela promesa de no molestarla conllamadas telefónicas. Ella le sonrió yvolvió a darle un beso de despedida.

Miró hacia el balcón. Aún seguíaabierto y desde la cama podía ver la

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barandilla de

hierro negro sobre la que se acababa deposar un gorrión que empezó a darpequeños

saltos nerviosos, agitando las alas devez en cuando. Y se quedóobservándolo, preguntándose cómo eraposible que aquel ser tan frágil pudieratener semejante vitalidad mientras ellase sentía incapaz de mover un solomúsculo. El cuerpo pareció aflojársele,el brazo extendido se despegaba como sifuera el de otra persona, y supensamiento empezó a vaciarse...Porque en realidad no estaba allí, todoera una ilusión de su mente, y siguió en

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aquella postura hasta que se le acabaroncerrando los ojos.

La despertaron unos débiles golpecitos.

—Pasa, tía.

Carmela solo abrió un poco la puerta.

—¿Estás bien?

—Sí, sí… me he quedado dormida.

Se incorporó en la cama; tenía la ropaarrugada y estaba sudando.

—Me gustaría ducharme y cambiarme.

—Hazlo, mientras voy a preparar un

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poco de café.

Ella estuvo de acuerdo. Bajó la ropalimpia y la bolsa de aseo, y cuando elagua templada recorrió su cuerpo, sesintió mejor, como si reviviera. Y másal entrar en la cocina y aspirar elpenetrante olor a café recién hecho queacabó por despejarla del todo.

—Yo lo tomo con un chorrito de leche—dijo Carmela—. Es muy flojo, conmezcla

de achicoria, por lo de la tensión.

Elisa lo quiso igual, aunque el sabor deaquel café era bastante peculiar.

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—¿Sabes que yo sé dónde hay un piano?—le dijo después de dar el primersorbo.

—¿Dónde? ¿Conoces al dueño? ¿Me lodejarían tocar?

Las preguntas se le agolpaban de pronto.Había pasado de querer estar ese mescasi

en un estado vegetativo a sentir un deseoirrefrenable por tocar aquel instrumento,a ser posible, cuanto antes.

—En la casa de los Mérida, lo vi en susalón, era negro y tan brillante queparecía

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hecho de espejos. Lo tenían tapado conuna tela, y Rogelio la quitó paralimpiarlo.

—Rogelio... ¿es el dueño del piano? —preguntó.

—¡Qué va! Es un primo segundo de midifunto marido, lleva de criado de losMérida toda la vida, y con su mujer, quese llama Rosa, cuidan de la casona quetienen aquí en el pueblo —empezó aexplicarle—. Pero no creo que se matena trabajar últimamente porque los amosvienen poco desde que murió el viejo,hará cinco o seis

años. Eso sí, cuando aparecen, la casatiene que estar como la patena, y

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contratan a dos mujeres para dar unrepaso a todo. Hace dos veranos, yoestuve ayudándoles con la limpieza en elpiso de abajo porque Rosa estabapachucha, y por cierto que me pagaronbien, aunque menuda panzada me di delimpiar cristales, aquello está lleno deventanas.

—¿Y dónde está la casa?

Carmela le dijo que la acompañara alpiso de arriba y que se asomara albalcón.

Lo primero que descubrió fue que lo quetenía enfrente no era una casa, sino uncorral abandonado donde las plantascrecían a su antojo, aunque lo más

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curioso fue el chasis de un viejo coche,en el que entró un gato muy parecido alque había visto unas horas antes.

—Lleva treinta años así —contestó sutía cuando le preguntó por aquel lugar—.

Además de la mía, la única casa quetiene la puerta a esta calle es la que seve ahí al lado, y los que la compraron lareformaron entera.

Elisa vio el tejado nuevo por el que seadivinaba un patio interior, pero su tía lehizo que volviese la cabeza hacia ellado contrario, a su izquierda.

—Por allí está la casa de los Mérida —

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le señaló—. Mucha gente la llama «lapalmera» porque hay una tan alta que seve desde fuera.

Elisa miraba casi sin parpadear la masade vegetación; árboles cuyas copasparecían recorrer el horizonte.

—Podríamos preguntar a tu pariente…

—No perdemos nada, si quieres,mañana me acerco.

—Sería estupendo. —Y no pudo evitarsonreír ilusionada con la perspectiva depoder tocar.

Cuando bajaron, su tía le dijo que a esashoras iba a la casa de su amiga Juana

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con

su labor de ganchillo y le preguntó siquería acompañarla. Pero a ella no leapetecía en ese momento.

—Me siento mal dejándote sola.

—No te preocupes por mí —latranquilizó ella—. Tú sigue con tuscosas, no he venido aquí para quecambies tus costumbres.

Elisa se recostó en la hamaca del patiocon su libro y un lápiz, dispuesta a irsubrayando los datos que le parecíanmás relevantes. Pero no empezó pororden cronológico, pasó directamente aFrédéric Chopin, uno de sus

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compositores favoritos y también el quele despertaba un mayor sentimiento delástima; enfermar tan joven y morircuando tenía tanto que ofrecer a laMúsica. Señaló lo referente a su exilio,su estancia en Mallorca con la escritoraGeorge Sand, su enfermedad y, tras sumuerte, el traslado de su corazóndepositado en la iglesia de la Santa Cruzde Varsovia… En ese libro no loseñalaba, pero había leído que Chopinpidió que destruyeran parte de su obraporque no la consideraba digna depervivir. Y como todos los pianistas delmundo, pensó que había sido un aciertono cumplir su última voluntad.

Sin darse cuenta, el tiempo había

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volado, cuando sintió entrar a su tía. Ledijo que iba a preparar algo de cena, yella la siguió a la cocina.

—Yo suelo tomar algo ligero —comentó, y se miró—. Aunque no senote.

Elisa no tenía mucho apetito y solocogió un yogur.

—He hablado con Juana —le decíamientras acababa un trozo de jamón yempezaba

a pelar una manzana—. Le pregunté siella sabía algo de los Mérida porquerecuerdo

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que oí que habían estado hace poco.Entonces apareció la Rosario. —Mordióun trozo

de manzana que masticó antes decontinuar—. Ya te conté lo que le gustameterse en todo, y además es maliciosacomo ella sola, así que, al oírmenombrar a los Mérida,

dijo que sabía de buena tinta que el hijoestaba en el pueblo.

Elisa sintió una gran decepción; aquellopodría poner fin a sus pretensiones.

—Según Juana —continuó—, sí estuvo,aunque ahora cree que no.

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—Entonces...

—Espera, que ahora viene lo mássustancioso.

Masticó otro poco de la manzana,mientras Elisa aguardaba impaciente aque terminara.

—Resulta que corre el rumor de quepuede que el hijo no esté bien de lacabeza…

vamos, que está un poco loco.

Las últimas palabras las pronunció concierta solemnidad, y miró a su sobrina ala

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espera de algún comentario. Pero a ellalo único que le interesaba era si podríao no disponer de aquel piano.

—¿Y sabes por qué lo dicen? —Elisasólo hizo una mueca de ignorancia—.Pues,

según la Rosario, la cosa fue porque,hace unos días, apuntó con la escopeta auno al que llaman el Buceras, uno máscotilla que ella, que ya es decir mucho, yque se encaramó al muro de la casa. Yono me había enterado, pero se armó unbuen jaleo cuando el Buceras fuecontando por el pueblo que llevabamujeres de mala vida a la

casa.

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Elisa sonrió con aquella historia un tantorocambolesca y volvió a lo que leimportaba.

—Tu pariente, el criado, ¿no te hacomentado si sigue aquí o si se ha ido?

—¿Rogelio? Hace meses que no lo veo,a su mujer sí, me la encuentro en misa y,de

vez en cuando, en la panadería, y nossaludamos. No te lo dije, pero son másraros que un botijo sin pitorro, apenashablan con nadie y se los ve poco por elpueblo. —

Acababa de terminar la fruta y cogió unyogur—. La Rosario casi nunca se

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equivoca, y no sé cómo lo hace porqueno va a ningún sitio, así que debeenterarse con solo sacar la geta a lacalle. Y eso de la escopeta... me da malaespina, como lo de las mujeres.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntóElisa interrumpiendo sus divagaciones.

Carmela tardó un momento en contestar.

—Iré mañana, a ver si Rogelio nos sacade dudas.

—Y le comentas que pagaré por eltiempo que vaya, supongo que ofrecerdinero facilitaría las cosas.

—Sí, claro, a nadie le amarga un dulce,

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aunque a mí lo que me preocupa es queesté

el hijo, ese que puede que esté loco. —Habían terminado y empezó a retirar lascosas de la mesa mientras murmurabapara sí—: Que manía tenemos de hablarmal de la gente, ni los Mérida se libran.

Miró un segundo hacia el reloj de lapared y luego se dirigió a ella.

—Regaré las plantas antes de irmedonde la Juana, si quieres venirte...

Elisa se había puesto a fregar los platosy vasos que habían utilizado, y rechazóel ofrecimiento de su tía con unmovimiento de cabeza.

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—Si necesitas algo, ya sabes dóndeestoy.

Y le hizo una caricia en la mejilla antesde salir.

En cuanto acabó, Elisa se sentó en elsofá a ver la televisión, pero nada leinteresaba lo suficiente y decidió ir alpatio. Extendió la hamaca y se dejó caersobre ella.

Aun no era de noche y podía ver conclaridad la pared, en parte gris por elcemento, en parte de piedra con sustamaños y tonalidades diferentes; lasmacetas de geranios, en su mayoríarosas y rojos; las calas de largas yafiladas hojas; la albahaca que, según le

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contó su tía, ahuyentaba a los mosquitos;las hortensias… En el ángulo queformaba la esquina había una planta quecasi llegaba al borde del muro y que erade la misma variedad de las que habíavisto en las calles. Le llamaron laatención porque sus pétalos estabancerrados, como si escapasen del calordel día, y ahora, a punto de anochecer,sus pequeñas flores en forma de trompase habían abierto y eran de un rosaintenso, aunque también las habíaamarillas.

No pasó mucho tiempo para que laoscuridad se apoderase de todo yempezaran a

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vislumbrarse las primeras estrellas.También el perfume de las flores y latierra mojada de las macetas penetraronen sus sentidos, en medio de aquelsilencio que podía ser completo si nofuera por un runrún de voces lejanas y elcanto agudo de un grillo que debíaesconderse entre las plantas.

De pronto se le escapó una sonrisa alacordarse de la historia que le habíacontado

su tía sobre el hijo de la familia Mérida.E imaginó a alguien con cara de locodesaforado persiguiendo con unaescopeta a un tipo con boina; era comola divertida

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secuencia de una película de cine mudo.

Cerró los ojos y, al cabo de unosminutos, la sonrisa se le borró de loslabios. Lo

que le llegaba a la mente no era nadadivertido, había ocurrido hacía unasemana y media; fue la última vez quevio a su marido.

II

La secretaria abrió la puerta y le dijoque esperara en la sala, al fondo delpasillo, y allí se dirigió, sentándose enuno de los asientos tapizados en cueromarrón. Al lado tenía una mesita decristal con el suplemento semanal de un

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periódico que pensó leer paradistraerse, aunque al final prefirió echaruna ojeada a su alrededor. No sabía siiba a tener que volver más veces, si aúnquedarían más trámites, pero según elabogado, al ser de mutuo acuerdo, todoiba a ser más fácil. Sí, quizá fuera eso lomás fácil de todo.

Sonó el timbre y, al poco, unos taconessobre la tarima, el abrir y cerrar de lapuerta, las voces apagadas y pasos.Entonces lo vio. Avanzaba decidido, consu traje bien conjuntado, el pelo peinadohacia atrás como siempre... Hacía seismeses que no lo veía y le chocócomprobar que su cara había empezadoa desdibujarse en su mente.

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Por eso, cuando lo tuvo ante sí, recordólo atractivo que era, su alta estatura, queparecía mayor al estar de pie, mientrasla miraba con las manos metidas en losbolsillos.

—Hola —la saludó Gonzalo, y su vozgrave y resuelta volvió a su memoria—.Ya

estás aquí.

Elisa notó en sus palabras cierto tono dereproche, y pensó para sí que por unavez

había sido más puntual.

—Estás muy guapa —volvió a decir

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después de recorrerla con la mirarla.

Ella esbozó una media sonrisa deagradecimiento; también a él lo veíaestupendo, podía decírselo, pero secalló el comentario. Solo por purocompromiso le preguntó qué tal le habíaido la gira que acababa de terminar porlos Estados Unidos.

—Fue muy bien, aunque ya sabes, alfinal es un poco cansado estar tantotiempo viajando y durmiendo en hoteles.

Y continuó diciéndole que tenía unosdías libres —algo que ella sabía desobra, ya

que esa cita estaba fijada en función de

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su agenda— y que, aun así, el fin desemana siguiente tocaría en Barcelonacon algunos de los componentes de laFilarmónica.

Elisa asintió, preguntándose por unsegundo si también iría ella; solo porcuriosidad porque en el fondo le daba lomismo. A pesar de haber compartidotantas cosas con ese hombre, le parecíacada vez más un extraño, como si elpasado que los había unido fuese tanremoto que ya no mereciera la penarecordarlo.

—¿Está Díaz? —preguntó Gonzalo;Díaz era el abogado que llevaba sudemanda.

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—Supongo que sí, solo hace unosminutos que llegué.

Gonzalo se sentó a su lado, dejando unasiento de separación entre ambos. Ellamiraba la puerta por la que tenían queentrar, pero notó que él se giraba einclinaba un poco el cuerpo haciaadelante. Se volvió y se encontró consus ojos.

—Lo he pensado mucho —empezó adecir—. He podido hacerlo contranquilidad estos meses sin verte, ycreo que es una equivocación. Lonuestro puede funcionar, estoy seguro, ydeberíamos hablar de ello con máscalma.

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—Ya hemos hablado bastante —dijo tanlacónica y tajante que hasta a ella mismale

sorprendió.

Un hombre con una carpeta bajo el brazosalió en ese momento de uno de losdespachos para entrar en otro. Elisa sehabía quedado mirándolo cuandoescuchó hablar de nuevo a su marido.

—Tienes razón en odiarme.

—No te odio —atajó ella.

—Sé que te hice daño, lo reconozco —continuó él—. Lo que sucedió... noquería que pasase, fui un imbécil, ni

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siquiera sé por qué lo hice, y muchomenos cómo hemos llegado a esto. Pormás que lo pienso, me resultainconcebible que no podamosarreglarlo.

—Quizá quieras que te refresque lamemoria —repuso con aspereza y a lavez con

absoluta calma—. Estábamos casados,habíamos trabajado juntos hasta que tecontrató

la Filarmónica, no opinábamos lo mismorespecto a tener un hijo y te volcaste entu brillante carrera… Y, además, teacostaste con otra.

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Gonzalo se enderezó mejor en elasiento.

—Dicho así... —titubeó—, pero haymuchas parejas que pasan porsituaciones parecidas, las superan y...

—No me irás a decir aquello de queincluso mejoraron su relación —lointerrumpió

sin disimular la ironía—, porque yo nolo creo y sé que si hubiese ocurrido alrevés, si hubiese sido yo la que tuvieseuna aventura, tú tampoco me habríasperdonado.

Él no dijo nada, y Elisa concluyó:

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—Por supuesto, todo es máscomplicado, yo también debí fallarte enalgo si te fuiste con otra.

—Tú no hiciste nada mal —se apresuróa decir.

Ella lo miró pensando si decía aquellopor amabilidad o porque lo creía deveras.

Sin embargo, ya era demasiado tardepara preguntárselo, y él continuó:

—Nunca te dije que no quisiera tenerhijos, solo que no era el momentoapropiado.

Tenía que hacerme un sitio en la

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orquesta, trabajar duro para conseguirloporque no era fácil, y sabes que ennuestro mundo hay mucha competencia.También estaban las giras, los viajes…,y que te quedases sola con un niño nome parecía bien.

Elisa se sentía cansada de oír la mismaexcusa y las mismas palabras, pero unavez

más tuvo que repetirlo.

—Llevábamos tres años casados, yotenía veintinueve cuando te lo planteé, ytú me

pediste que esperase, que necesitabasmás tiempo para que tu carrera

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despuntara. Lo entendí, supe que era tuoportunidad y conseguiste llegar a lomás alto porque, sin duda, lo merecías.Yo estaba orgullosa de ti, por eso dejéde lado el tema de los hijos, te apoyécuanto puede y entonces...

Se le quebraba la voz y no quiso seguirdiciendo lo que ambos sabían de sobra.

—Fue una estupidez por mi parte, sabesque no duró, que no significó nada.

Los labios de Elisa dibujaron un rictusde amargura.

—Mucho o poco, qué más da, algo serompió, o quizá lo llevábamosarrastrando y

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fue lo que terminó con nuestra relación.—Y su mirada fue más intensa cuando ledijo

—: Puede que te odiase, que tedespreciase en esos momentos, pero alfinal…

Tuvo que detenerse un instante, mientrasGonzalo no apartaba los ojos de lamirada

que su mujer clavaba en la suya antes decontinuar.

—No sé cuándo ocurrió, si fueúnicamente por lo que pasó o si yaestábamos mal y

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no nos habíamos dado cuenta. El caso esque todo ese dolor se transformó enindiferencia y dejaste de contar para míporque ya no te quería.

Él no supo qué decir. Siempre habíasido un hombre seguro de sí mismo y ensu profesión había logrado llegar dondese había propuesto. Pasó de la pequeñaorquesta de cámara, los duetos y tríos, auna de las orquestas sinfónicas másimportantes del mundo: la Filarmónicade Berlín. Por su parte, Elisa, despuésde unos años tocando con él, dabaclases en una escuela de música,consciente de que no tenía su talento,que siempre sería una pianista corrientey nunca alcanzaría metas más altas. Y

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tampoco lo pretendía. Le gustaba darclases y quería estar disponible para él,acompañándolo, cuando podía, en susgiras, volando a Berlín para pasar un finde semana o verlo aunque fuese unashoras en la época de los ensayos.

Al cabo de once meses, notó un cambioen su marido y no tardó en saber de quése

trataba. Lo conocía muy bien, por eso losupo con solo ver su mirada. Así que, alpreguntárselo, no pudo mentir. Tenía unarelación con otra mujer, unaviolonchelista de origen búlgaro cuyonombre no logró memorizar cuando se lapresentaron. Y ahora se

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alegraba de no recordarlo, aunque le eraimposible olvidar sus ojos azules yrasgados.

Como sus palabras cuando le confesóque se había acabado e imploró superdón, incluso que estaba dispuesto aabandonar la Filarmónica.

Pero ella fue incapaz de perdonarlo. Nosolo había sido su infidelidad, tambiénse

dio cuenta de su egoísmo. En sumatrimonio, como en la música, se sintiócomo un mero acompañamiento delsolista al que debe plegarse el resto dela orquesta para que él brillara y seluciera. Como se dio cuenta que había

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hecho todos esos años.

—Sigo queriéndote —lo oyó decir, yesas palabras que tanto habíansignificado para ella le sonaron huecas,como dirigidas a otra persona.

—No vuelvas a decírmelo —le hablócon frialdad.

—¿Es que sales con Eric Navarro? ¿Poreso quieres acabar cuanto antes?

Estuvo a punto de soltar una carcajada.Unos años antes de casarse, Eric, elrepresentante de la orquesta de cámaraen la que actuaban, se le habíadeclarado, y ella lo rechazó porqueestaba enamorada de él. Gonzalo lo

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supo y estuvo celoso, pero recordaraquello, insinuarle que también ella erainfiel, le pareció fuera de lugar, como sila insultara.

—No estoy con nadie si es lo quequieres saber —le expresó con calma,sin importarle si le creía o no—. Y si loestuviera, no sería asunto tuyo, comotampoco en tu caso, puedes seguir conella si quieres.

Iba a añadir que le sería fácil puesto quetocaban juntos, pero se contuvo. Nomerecía la pena remover una historiaque en el fondo ya no le afectaba.

El hombre que había salido de aqueldespacho volvía sin la carpeta, los miró

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un segundo y entró de nuevo.

—De todas formas, te agradezco quefacilites las cosas —acabó diciendo entono conciliador.

—Sería un necio si pusiera pegas, nohas pedido nada, y yo estoy dispuestoa...

No lo dejó continuar. La mitad de laventa de su piso, en el que habíaninvertido lo que habían ganado juntos yque compartieron, le parecía lo justo.

Elisa volvió la vista hacia la puerta porla que debían entrar, mientras su maridoestiraba las piernas para hundir denuevo las manos en los bolsillos. Justo

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en ese instante se abrió y asomó lacabeza redonda y canosa de Díaz. Lossaludó y no hizo falta decir más; los dosse habían levantado, y Gonzalo esperó aque ella pasase primero.

Abrió los ojos. El cielo estaba repletode estrellas, el patio había quedado aoscuras y no distinguía el muro depiedra ni las plantas, aunque percibía suolor. El grillo continuaba con sumonótono canto, y el crujido de lahamaca cuando se movió lo hizo callarun segundo. De improviso, y porprimera vez desde hacía meses, no pudo

resistirlo y se echó a llorar.

Las lágrimas le brotaban sin poder

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contenerlas y se llevó las manos a lacara para

limpiarse. No quería ponerse así, peroestaba sola, con aquel grillo como únicotestigo de su congoja. Sin embargo, sedio cuenta de que no lloraba por elpasado, ni siquiera por él. Era unsentimiento de impotencia, de ver comoaquella sensación de fracaso a veces setransformaba en resentimiento contra símisma porque había destapado en su

carácter rasgos que no creía tener, queera insensible y fría, y, sobre todo, quejamás volvería a pensar que el amor eralo más importante.

Se incorporó despacio y dejó la hamaca

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recogida contra la pared.

Antes de subir a su habitación, tuvo queencender la luz del distribuidor para verla escalera. Miró entonces hacia unlado; el lugar donde estuvo su foto deboda ahora lo ocupaba la cara sonrientede su sobrino Marcos vestido con unjersey de rallas de estilo marinero.

III

Cuando ellas salieron a la calle, unchico subía la cuesta levantado sobre elsillín de su bicicleta.

—¡Julio, la gorra! —gritaba una mujerque parecía perseguirlo, pero Juliohabía doblado la esquina y se perdió de

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vista.

En ese momento se percató de supresencia y anduvo el trecho que lasseparaba.

—Buenos días, Carmela.

—Buenas días —dijo ella también—.Esta es mi sobrina Elisa —le presentó—, ha

venido a pasar unos días.

Era la vecina de la casa reformada quese veía desde el balcón. Se llamabaAmparo, tenía una altura similar a lasuya y quizá unos ocho años más queella, con la piel muy clara y pecosa,

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además de bastante sociable, puesenseguida se puso a hablar; le dijo quetambién vivía en Madrid, en el barrio deVallecas, y que era funcionaria, aunquehabía pedido una excedencia para cuidara su segundo hijo. Luego le comentó

que estaría todo el verano, que sumarido iría el próximo fin de semanaporque empezaba las vacaciones.Entonces escucharon los chillidos de unniño que la llamaba desde la puerta.

—Tengo que irme, no puedo quitarle ojoal enano este, me la lía en cuanto medescuido.

Con pasos largos llegó junto a su hijo, locogió en brazos y entró en la casa.

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—Es muy agradable —comentó su tíacuando terminaban de subir la calle—.El marido es más serio, le gusta hacerchapuzas en la casa y siempre está liadocon algo.

Anduvieron hasta llegar al cruce de trescaminos. El de la izquierda atravesabacampos y terminaba en el río. El de laderecha, que era el único asfaltado,tendría unos dos kilómetros y llegabahasta el principio de la carreterasecundaria que acababa en la principal.El de enfrente, y que debían coger, era elmás corto; un camino de arena y detrazado recto, bordeado por una hilerade álamos, con cardos y una zarzamoragrande y frondosa en la ligera

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hondonada que hacía el terreno. Másadelante se vislumbraba el muro depiedra por el que sobresalían las copasde los árboles, en especial la de unapalmera de densos penachos cuyas hojasiban arqueándose hacia el

tronco.

—A ver qué tal nos va —escuchó decira su tía mientras ella no dejaba de mirarel

muro que debía tener unos tres metros dealtura; no sabía cómo había podidoescalarlo aquel tipo.

La verja de entrada estaba abierta de paren par y dejaba ver un camino de arena

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compactada que se perdía en el interior.Y entre aquella vegetación de setos quebordeaba el sendero, descubrieron a unhombre agachado que parecía buscaralgo en el suelo.

—Ese es Rogelio —le susurró al oído, yambas continuaron hasta acercarse.

Elisa calculó que tendría algo más desesenta años, era bajito y el poco peloque le quedaba alrededor de la coronillaera gris y algo encrespado. En cuanto asu cara, la expresión de su rostro en elmomento en que se incorporaba nopodía describirla más

que con una palabra: miedo.

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—Menudo susto te hemos dado —dijoCarmela riendo.

Pero Elisa había reparado en unmovimiento rápido de Rogelio y cómoguiaba sus

ojos arrugados hacia su izquierda. Ellasiguió aquella mirada y descubrió otrocamino adyacente a un lado de lapalmera, hasta llegar a la parte de atrásde un coche y la inferior de unas piernascon pantalones vaqueros de un hombreal que las ramas de un sauce le tapabanel torso.

Quiso coger a su tía del brazo parasacarla de allí cuanto antes, pero ellaseguía a lo suyo.

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—Bueno, Rogelio, quita esa cara depasmo, que no soy ninguna aparición.

—Deberías irte —le habló él sin apenaslevantar la voz.

—Sí, me voy enseguida, ya sé que a tuamo le gusta amenazar a la gente con laescopeta.

Y rio divertida por su ocurrencia, hastaque Elisa logró zarandearla del brazo,pues no fue capaz de advertirle conpalabras. El hombre se acercaba, y elsonido de sus pasos en la gravilla hizoque Carmela se girara.

—¿No te dije que no quiero que entrenadie?

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Los tres se habían quedado paralizadosante el tono irritado de su voz.

—Es... es una prima mía... —comenzó abalbucear Rogelio.

Allí estaba el loco, y Elisa habíaaprovechado el corpulento cuerpo de sutía para ocultarse. Aunque después de laprimera impresión, el hijo de los Méridano le parecía tan temible; más bien leresultó absurdo su enfado, quereprendiera a un viejo que por edadpodría ser su padre. Y se fijó bien en él.No llegaría al metro ochenta, erabastante delgado y tenía un rostroagradable que no transmitía la durezaque pretendía aparentar. Pero lo que más

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le llamó la atención fue su pelodemasiado corto y una mirada cálidaque de pronto se cruzó con la suya.

—Vaya, no sabía que en este pueblohubiese mujeres tan guapas.

Carmela retrocedió y cogió a Elisa delbrazo.

—Perdone, no queríamos molestar, nosabíamos que estaba... y solo venía avisitar

a Rogelio para que conociese a misobrina...

No fue capaz de seguir hablando, pues élno dejaba de mirarlas con aquel gesto de

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incredulidad.

—¿De veras? —preguntó.

—Sí —logró decir Carmela.

Pero no atendió a su respuesta y sedirigió a Elisa.

—No tienes aspecto de cotilla de pueblo—dijo, y ella percibió en sus palabrasel

sarcasmo y una clara provocación.

—Porque no lo soy —aclaró tajante.

—Entonces tú dirás qué haces en estacasa.

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Elisa iba a retroceder cuando él seaproximó aún más.

—Si te vas, me quedaré con la duda deque has venido a espiarme.

La miraba burlón, y ella desafió sumirada.

—No se crea tan importante, no tengoningún interés en su vida.

—Ya —dijo con un aire de superioridadque ella no pudo resistir y que tomócomo

un reto.

—Le repito que no me interesa su vida

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ni lo que haga con ella, y si quiere saberpor qué estamos aquí, no tengoinconveniente en decírselo.

Carmela, que estaba a su lado, comenzóa gesticular para que callara, sin queella le hiciera el menor caso.

—Venía a preguntar si podía tocar elpiano —dijo con toda la tranquilidadque pudo, aunque sentía que le ardía lacara.

—¿El piano? —preguntó sorprendido.

—Sí, y confieso que hemos venidoporque pensábamos que no estaría.

Carmela creyó que iba a desmayarse, y

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él, después de un segundo, se giró haciaRogelio.

—¿La habrías dejado entrar?

El criado se apresuró en contestar:

—No… claro que… no.

—Pues habrías hecho mal.

Rogelio se quedó con cara de noentender nada de lo que estabasucediendo, y él volvió a mirarladirectamente a los ojos.

—Puedes venir cuando quieras, y apropósito, me llamo Manuel. —Extendiósu mano y se la estrechó firme, sin

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apretarla, mientras ella decía su nombrey el de su tía

—¿Entonces puede venir? ¿No seráninguna molestia? —preguntó Carmelaque no llegaba a estar tranquila del todo.

—En absoluto, y puedes empezar ahoramismo si quieres.

—Gracias, pero prefiero por la tarde, sipuede ser…

—Claro que puedes. La verja de laentrada estará abierta, solo hay queempujarla.

—Y continuó sin apartar la mirada, enuna actitud que a Elisa le hizo pensar

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que no le creía del todo.

—Tenemos que irnos —se interpusoCarmela que deseaba salir de allí cuantoantes

—. Adiós… y gracias.

Asió del brazo a su sobrina y tiró de ellahacia la salida.

—¿Quiere que siga buscando? —oyeronpreguntar a Rogelio.

—No, déjalo —contestó él.

Cuando llegaron a la verja, Elisa volvióla cabeza un instante y lo vio entrar en elinterior de la casa seguido por el criado.

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Desde aquel alto se divisaba el pueblo,con los tejados bajo la luz de un sol queempezaba a calentar con fuerza. Su tíade pronto soltó una palabrota que nuncale había oído decir y la mirósorprendida.

—No tenías que haber venido —mascullaba mientras andaba a toda prisa—. Y si lo

hubiese pensado un poco mejor, yotampoco debí acercarme a esa casa.¡Menudo susto!

Aún me tiemblan las piernas, no sécómo se te ocurrió decirle aquello, enese momento pensé que iba a ir a por laescopeta y nos la iba a poner en el

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cogote como al Buceras.

Y la pinta que tiene… no parece unloco, más bien un fraile que se haescapado de un monasterio. Aunque elmuchacho es guapote, y más si cogieraalgún kilito porque casi está en loshuesos.

Elisa no pudo contenerse y se carcajeócon ganas.

—¿Encima te ríes? —Y se detuvo depronto, con los brazos en jarras—. Estoyenfadada contigo, casi nos da unsoponcio a mí y al pobre Rogelio.

—Lo siento, tía, no sé por qué lo hice —se disculpó ella, y Carmela la rodeó con

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el

brazo por los hombros antes de volver aponerse en camino.

—Bueno, lo importante es que loconseguiste, y al final estuvo amable. —Aunque al

rato añadió con gesto preocupado—:Puede que demasiado… Ándate conmucho ojo,

ya sabes lo que dicen de él.

—No te preocupes por mí —latranquilizó ella—, al menor problema novolvería.

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De regreso a la casa se cruzaron con unhombre mayor. Vestía ropas oscuras yalgo

desgastadas, con un sombrero de paja yuna garrota que balanceaba al ritmo desus pasos. Un perro de color marrón loseguía por el lado contrario al palo.

—¡Buenos días, Bernardo! —lo saludóCarmela, y él se detuvo para fijar mejorla

vista, pues el sol le deslumbraba lavisión.

—¡Buenas! —exclamó al reconocerla—. ¿Quién es la moza?

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La pregunta fue directa, seguida de unamirada que intentaba desentrañar cadauna de sus facciones.

—Es mi sobrina Elisa, la pequeña de mihermano Damián.

El hombre la miraba, y ella, a su vez,observó su rostro moreno surcado dearrugas

que le recordó al de un viejo filósofo.

—Sí, tiene la pinta… Y el porrón deaños que hace que no veo al Damián.

—Pero sólo ha vendido ella, ya sabesque a mi hermano no le gusta mucho elpueblo, y como la mujer no es de aquí...

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Bernardo la miró interrogante, y Elisa lecontó a groso modo que pasaría ese mesde

vacaciones hasta que empezara sutrabajo de profesora de música. Tambiéncontestó a

sus preguntas, y sin saber por qué, ledijo que estaba en trámites de divorcio.

—Mala cosa, pero venirse aquí unamoza tan guapa... Hay poca diversión, tevas a

aburrir como una ostra.

—Eso mismito le he dicho yo —hablóCarmela—. Aunque le van a dejar tocar

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en el

piano que tienen los Mérida...

—¡Los Mérida! —Y soltó una sonoracarcajada que hizo que el perro alzaralas orejas a la vez que lo miraba—.Menudo revuelo se armó en el pueblopor lo del hijo.

—¿No me digas que te has enterado deesa historia con el Buceras?

—¡Pues claro! Antes de ayer la contarondonde el Luciano, y lo que nos reímos...

—¿Cree usted que lo hizo? —preguntóElisa; sentía la necesidad de saber suopinión, pues, aunque acabara de

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conocerlo, le infundía confianza.

—¿Por qué no? —repuso enseguida—.Y lástima que no le hubiera pegado eltiro de

verdad al monicaco ese, a más de uno lehabría gustado, menudo zángano.

—¿Y lo de las mujeres? —preguntóCarmela.

—¡Pamplinas! —exclamó él—. Si essoltero, que haga lo que le venga engana, mientras no las lleve a la fuerza…

Acarició la cabeza del perro que no seapartaba de su lado.

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—Somos unos metomentodo —continuó—, el muchacho querrá divertirse, y es

natural que no le guste que un tonto decapirote como ese se meta en su casa ahusmear.

Si lo hiciera en la mía, ten por seguroque una buena guantá en los hocicos nose la quitaba ni Dios.

—Tienes razón —dijo Carmela—.Además, es un Mérida, acabamos deverlo y

hablamos con él. Se portó bien connosotras, aunque me dio un poco demiedo al principio.

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—¡De ese crío! —Y no pudo evitar unasonrisa tan amplia que dejó aldescubierto

la falta de algunos dientes—. Con lo quetú has pasado, María Carmela.

—No te burles de mí, Bernardo, soloque... no sé cómo explicarlo.

—Es un ricachón de los Mérida —dijoél—, son gente orgullosa acostumbradaa que les hagan reverencias, pero soloes fachada porque son igualitos quenosotros. Si no verás lo que me pasó elotro día, cuando iba con las ovejas aLos Rebollos.

Carmela y Elisa lo escucharon

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atentamente, y él carraspeó antes deempezar.

—Había un coche parado al borde delcamino que no había visto antes y meacerqué. Dentro no había nadie, yentonces me fijé que en una piedraestaba sentado uno que no conocía. Esun sitio con muchos canchos y tambiénhigueras, cerca del olivar de FaustinoSantos… ¿Te acuerdas de que su padrese ahorcó cuando se arruinó

después de la guerra?

—No fue su padre, sino su suegro —locorrigió Carmela.

—¿Estás segura?

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—Segurísima, pero esa historia no vieneal caso, que te enrollas como laspersianas. Sigue contando, ¿quién era eldel coche?

—A eso iba. Me acerqué, y cuando lotuve tal como estamos tú y yo ahora, sevolvió. —Hizo una breve pausamientras ellas seguían expectantes—.Me miró, y me

asusté un poco porque tenía una cara…como si estuviese de velatorio.

—¿Hablaste con él? —preguntóCarmela; no había dicho quién eratodavía, pero las

dos ya se lo imaginaban.

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—Claro —asintió el pastor—. Le dije«Buenas», y «Buenas» contestó él. Le

pregunté entonces si era de por aquí yme dijo que sí, y que se llamaba ManuelMérida.

Yo me quedé de una pieza porque nuncame había tropezado con ninguno de ellostan

cerca. Sí que me acuerdo de haber vistomuchas veces al viejo conduciendo sutodoterreno con un chaval al lado,supongo que sería este, pero no mequedé con su cara, y de eso hace años,unos...

—¿Y...? —inquirió Carmela, pues el

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pastor se había quedado callado, comosi estuviera calculando la fecha exacta.

—Hablamos un ratillo —prosiguió—.Bueno, más bien hablé yo, del calor, queel campo está un poco seco porque nohabía llovido mucho en la primavera, ycosas así.

Luego me preguntó algo... ¡ah, sí! Quecómo se llamaba el perro. Le contestéque Rasputín, y eso sí lo hizo reírporque antes estaba muy serio. Le contéque sabía bien quien fue ese tipo ruso,que era un mal bicho, pero me hacíagracia el nombre y se lo puse al perro. Ycomo tenía que seguir mi camino, medespedí, y él se quedó en el mismo sitio,

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aunque a mí me dio por cavilar...

—¿Qué? —preguntó Carmela.

—Pensé que o era un orgulloso comolos de su ralea, o lo estaba pasando mal.

—Son dos cosas bien distintas —comentó Elisa.

—Pues eso fue lo que me pareció. Luegome enteré de lo del Buceras, de que iba

diciendo que se lleva mujeres a su casa,y la verdad, me alegré un montón, a versi así le cambia la geta un poco.

Sonrió como para sí, mientras el perrohabía empezado a dar vueltas a su

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alrededor,

impaciente.

—Rasputín me avisa de que nos tenemosque ir. —Y rascó al animal detrás de laoreja—. Antes de comer tengo que pasara por una oveja que se extravió ayer yque está en el corral de Paulino.

—¿Tú crees que puede ir a su casa, quees prudente? —le preguntó Carmelaantes

de que se fuera.

—¿Por qué no lo va a ser?

—Sabes lo que se dice, si pasara algo...

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—¿Y qué diantres va a pasar?

Carmela no supo responder, y Bernardose dirigió a Elisa.

—Tú tía ve demasiado la televisión.

Y tras despedirse de ellas, se marchópor la calle inmediata, seguido porRasputín

que saltaba mientras él le incitaba ahacerlo con la mano.

En cuanto lo perdió de vista, Elisa lepreguntó por aquel hombre.

—Es un poco charlatán, claro que sepasa el día solo con las ovejas y el

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perro, pero es listo y sobre todo buenapersona.

—¿Qué edad tiene?

—Sesenta y seis, como yo, aunque él loscumple unas semanas antes; además,fuimos vecinos durante los años queestuve casada, y también era muy amigode Aurelio. Así que nos conocemos detoda la vida.

—Y se puede deducir que tú y él…

Carmela dio un respingo.

—¡Qué dices! Bernardo para mí escomo un hermano, y si nos llevamos tanbien es

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precisamente porque nunca ha habidomalentendidos de esa clase. —Y mirócon el ceño fruncido a su sobrina—. Nosé cómo se te ha ocurrido pensarsemejante cosa... La visita y el sol te hanrecalentado los sesos.

—Bueno, me pareció un señor muyagradable y simpático.

—Lo es, y además de fiar.

—¿Está casado?

Entraban en la vivienda que les resultófresca en contraste con el calor queempezaba a hacer en la calle.

—No, vive con una hermana que

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también es soltera —contestó—. LaJustina es más

picajosa que las chinches, por esosiempre están a la gresca; fíjate quetienen una gata que hace mejores migascon el perro que entre ellos dos. Y tuvouna novia, no te lo cuento porque ya lohará él a la menor ocasión. —Iba haciala cocina cuando se volvió un instante—. Por lo menos me he quedado mástranquila al hablar con Bernardo, podrástocar el piano y así estarás másentretenida estos días.

Mientras su tía se echaba la siesta en elsofá, ella subió a la habitación. No teníaintención de dormir y cogió la gruesa

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carpeta, extendiendo sobre la camatodas las partituras. Tenía de Chopin,Schubert, Liszt, Rachmaninov,Beethoven y Mendelssohn.

Pero no iba a llevarlas todas, y paraempezar metió en la carpeta losNocturnos uno y dos de Chopin, unasonata de Beethoven y algo de Schubert;el resto lo dejó dentro del primer cajónde la coqueta. Miró entonces su reloj yvio que solo eran las tres y veinte; aúndemasiado temprano, así que se tumbóen la cama.

Tenía el libro para seguir con lasbiografías, pero al poco tiempo su menteempezó a divagar. Primero pensó que le

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gustaría estar oyendo música; había sidouna mala idea no llevarse elreproductor, aunque enseguida se acordóde que su intención era descansar en elpueblo de todo. Y en ningún caso incluíala música, de la que se sentía incapaz deprescindir y que tanto la había unido asu marido. Pero desechó aquelpensamiento; no merecía la pena volversobre ello, y cerró los ojos,concentrándose en el silencio de la tardeque empezaba, interrumpido solo por elcanto de algún pájaro.

Hasta que recordó a Manuel Mérida, ysu apellido le hizo evocar la ciudadextremeña

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fundada por los romanos. La habíavisitado dos veces, una como turistapara ver sus monumentos, y otra conGonzalo cuando asistieron a unconcierto en su magnífico teatro. Al díasiguiente, de vuelta a Madrid, seencontraron un mensaje urgente en elcontestador; habían admitido a Gonzaloen la Filarmónica y debía presentarseantes de una semana para comenzar losensayos.

Los preparativos del viaje, los nerviosde conseguir por fin un sueñoanhelado…

Elisa fue a Berlín en su debut, dondeinterpretaron la Sinfonía Nº5, de Gustav

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Mahler.

Y en medio de aquella músicamaravillosa solo tenía ojos para él, susmovimientos con el arco, la precisión desus dedos, su semblante concentradoporque nada podía distraerlo cuandotocaba... A pesar de los años, no dejabade sorprenderle que, teniendo uncarácter tan serio, fuese capaz de tocarcon tanto sentimiento.

Y volvió a pensar en el hijo de losMérida. Le había parecido afable ymenos seguro de sí, aunque pretendieraaparentar lo contrario, y le gustó esainseguridad que distaba de la arroganciade su marido. Entonces meneó la cabeza,

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sonriendo para sí por lo que estabahaciendo, compararlos sin tenersuficiente criterio para ello; iba a serinjusta con Gonzalo porque su relaciónse había acabado, y de Manuel Méridasolo podía tener una opinión subjetivaporque no lo conocía en absoluto.

Al principio no recordaba dónde estaba.Sólo sentía calor en medio del cantoincesante de los pájaros, hasta que fueconsciente de todo. Se había quedadodormida de nuevo, con el libro entre elbrazo y el pecho, mientras el sol de latarde se colaba por el balcón medioabierto. Su ropa volvía a estar arrugada,y tendría que ducharse y cambiarse.

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Estaban a punto de ser las cinco y bajó atoda prisa.

Su tía acababa de apagar el televisorcuando ella entró.

—Otra vez me quedé dormida —le dijo—, y yo nunca me echo la siesta.

—Es normal, con el calor que hace aestas horas, es lo mejor que se puedehacer.

Yo porque me tumbo en el sofá y comotengo la hora cogida, cuando está apunto de empezar la novela, medespierto.

De la cocina provenía un aroma a café

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recién hecho y aceptó tomar una taza;seguía

teniendo un sabor extraño, peroempezaba a acostumbrarse.

—Voy ahora allí —le comentótímidamente, y se dio cuenta de que nohabía podido

decir su nombre en voz alta.

Carmela comía una de sus pastascaseras y empezó a hablar con la bocallena.

—Espero que todo vaya bien y notengamos que lamentarnos.

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—No digas esas cosas, tía, me acabarásasustando y algo nerviosa sí que estoy.

Ella sonrió discretamente al decir:

—No me hagas caso, Eli, son cosas devieja. Peor hubiera sido ir sin que losupiera.

Una vez terminado el café, Carmela ledijo que iba a casa de Juana y le dio unallave antes de marcharse, así no tendríaque preocuparse si llegaba antes. Elisala cogió y se quedó por un momentomirando a su tía mientras bajaba lacalle. Eran las

seis y veinte. Se apoyó la carpeta contrael pecho y respiró hondo antes de

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emprender el camino opuesto.

IV

En todo el trayecto no dejó de fijar lavista en aquellos árboles que poco apoco se iban acercando. La palmera, losgrandes sauces, unos pinos, otros quedebían ser álamos, aunque no estabasegura… Luego el imponente muro depiedra tapizado en algunas zonas porplantas trepadoras, con la verja dehierro que imitaba con sus curvassinuosas el estilo modernista. Y allí seencontraba ella, una privilegiada entretodos los habitantes del pueblo quepodía entrar sin que nadie se loimpidiera. Empujó la verja pensando

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que chirriaría, pero no hizo el menorruido; se deslizó suavemente y cerró trassí.

Caminó por el sendero que por lamañana no había podido percibir, enespecial la

fachada. Estaba revocada en un beisclaro, tenía dos pisos y quizá un áticopor la inclinación del tejado, pero noestaba segura, pues a la planta alta larecorría una balaustrada tallada enpilastras de piedra. En la parte baja, losgrandes ventanales se repartían a uno yotro lado de la puerta.

Entonces se acordó y miró hacia elmismo lugar donde había visto el coche;

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no estaba, y continuó subiendo los trespeldaños que la llevaron frente a laentrada.

La puerta era grande, de madera, conuna vidriera de colores en su partecentral y

una aldaba de bronce en forma de aro.Dudó qué hacer, dónde tocar, puestambién había un timbre, y tras untitubeo de indecisión, optó por estoúltimo.

No pasó ni un minuto cuando por elcristal distinguió una sombraaproximándose, y

un nudo pareció formársele en la

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garganta al sentir el picaporte y abrirsela puerta.

—Buenas tardes, señorita —saludóRogelio.

Lo notó mucho más relajado que por lamañana, y ella también se tranquilizócuando

dijo que lo siguiera. Pero tardó unossegundos en hacerlo, impresionada porla altura de los techos con molduras, decuyo centro pendía una gran lámpara decuentas de cristal. La luminosidad queprovenía de dos ventanales hacíadestacar los peldaños de mármol de laescalera y las puertas de color blancoentre el tono ocre de las paredes.

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Y ante una de ellas, la única de doblehoja, se detuvo. Le abrió uno de loslados y en cuanto hubo entrado, cerró.

En un solo golpe de vista vio aquelmaravilloso piano de cola, de un negropulido

en el que se reflejaba la cristalera quetenía al lado; como le dijo su tía,parecía hecho de espejos, y antes de leerlas letras doradas, se dio cuenta de queera un Steinway.

Solo había tocado dos veces en unoparecido y recordó la concisión, lasuavidad, la delicadeza y profundidadde su sonido, y tan absorta estabacontemplándolo que la voz de Manuel

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Mérida la asustó al extremo de casidejar caer la carpeta que llevaba bajo elbrazo.

—Aquí está nuestra pianista.

Estaba en el otro extremo del salón,recostado en un sofá, con un vaso en unamano

mientras con la otra rodeaba loshombros de una mujer de pelo rubio quemostraba las piernas por un corto yescotado vestido de color verde.

—¡Anda la leche, pues es verdad! —exclamó ella con entusiasmo—. Creíaque estabas de coña y me tomabas elpelo.

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Y más que mirar, inspeccionó a Elisacomo si fuera la dueña de la casa.

—A ver si tocas algo bonito y romántico—le dijo, y se volvió hacia él—. ¿O

prefieres algo más movido?

Había subido las piernas sobre susrodillas, pero él se las apartó paralevantarse.

—Antes de nada, hay que ser educado yhacer las presentaciones. —Bebió unpoco

del vaso y lo dejó sobre la mesa.

La rubia se había estirado sobre el sofá

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y sonreía divertida mientras él avanzabahasta llegar a su lado.

—Marga, te presento a la pianista másguapa que has visto en tu vida.

Elisa se vio de nuevo analizada poraquella mujer que se llevaba elcigarrillo a los labios.

—Bueno, conocer no conozco a ninguna,aunque hace años estuve en un pubdonde

había una vieja tocando, debía tenerochenta tacos y estaba tan gorda lapobrecilla que se le salían losmichelines por el vestido. Era de lo másdesagradable.

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—Pues ya ves que nuestra pianista no esasí ni mucho menos.

Manuel se quedó mirándola fijamente alos ojos, y Elisa sostuvo esa miradaporque

hasta ese instante no había podidocomprender del todo lo que ocurría. Sepreguntaba si estaría soñando, siseguiría en la siesta y el calor queempezaba a sentir era por otra cosadistinta a la realidad, como si pisara porprimera vez un escenario y el público loformaran aquellos dos.

Él seguía examinándola, casi condescaro, y ella apretó la carpeta contrasí para mirarlo a su vez, medio aturdida

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y asqueada, con las pupilas brillando derabia contenida. Incluso abrió los labiospara decir algo, pero fue incapaz.Entonces Manuel cambió su expresión, yella se dio cuenta enseguida porque bajóla vista y pareció avergonzado. Sevolvió a Marga y, con un gesto nervioso,la llamó.

—Vamos, te llevo a tu casa.

—¿Pero qué estás diciendo? —Y selevantó sorprendida—. ¿Qué pasa? ¿Noíbamos

a pasarlo bien con esta?

Elisa cogió fuerzas para hablar por fin.

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—No se moleste, soy yo la que semarcha.

Se dirigió hacia la puerta, pero él seadelantó antes de que alcanzara siquieraa llegar.

—No te vayas —le rogó.

Pero Elisa estaba furiosa, iba a irse y nopensaba volver. Aunque antes tenía quedecirle lo que pensaba.

—¿No le parece, señor Mérida, que yase han divertido bastante a mi costa?

—¡Oye, que ha sido idea suya! —saltóMarga al aproximarse a ellos.

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—Vamos, no te habrás enfadado por unatontería, sólo queríamos oírte tocar —dijo

Manuel en tono conciliador, y añadió—:No era mi intención molestarte.

Elisa notó que le ardía la cara.

—No lo creo. Más aún, me doy cuentade que he cometido un error al pensarque era usted una persona normal y noun caprichoso niño rico que parece queno tiene nada mejor que hacer que reírsede los demás. Y conmigo se equivoca,yo no he venido a entretenerlo ni tengopor qué aguantar... no dependo de usted,ni siquiera por el piano, por mí... —Tomó un respiro porque le costaba hilar

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bien las palabras—. De todas formas, leagradezco su amable permiso, aunque,para que lo sepa, soy profesora depiano, no concertista… y menosconcertista privada.

—¡Ole, cómo habla la niña! —RioMarga y la miró divertida—. Te hapuesto de vuelta y media, ¡eh, Manu!

Pero Manuel estaba serio y la mirabamientras ella parecía retarlo para que sedefendiera si creía que no tenía razón.

—Vámonos —fue todo lo que dijo,empujando a Marga hacia la puerta.

—Pero, Manu...

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—Te he dicho que no me llames así.

—Pero... —balbuceó Marga que parecíano entender—. ¿No me dijiste que meiba a

quedar?

Se pegó a él, acariciándolo en el cuello,y Manuel se deshizo en un gesto.

—He cambiado de idea —respondió.

Elisa aprovechó ese momento paramarcharse, se encaminaba hacia lapuerta

cuando sintió que él le tocaba el brazo.

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—Lo siento de veras. Quédate, porfavor.

Su semblante se había transformado derepente y era más humilde, sin embargo,estaba decidida a irse y no volverjamás.

—No tengo nada que hacer aquí —dijoa media voz.

—He cometido un error, lo sé, no debíhacerte esto.

Sus palabras le parecían sinceras, aligual que la expresión de su mirada.

—Quédate —repitió, y una leve sonrisaapareció en sus labios, como si fuera un

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niño que ha reconocido una trastada yespera ser perdonado.

Sin saber por qué, le contestó que sí conun movimiento de cabeza, y él sonrióabiertamente. Entonces se dirigió aMarga que no dejaba de reflejar lasorpresa en sus ojos.

—¿Qué mierda pasa aquí? —saltóindignada—. ¡Ah, entiendo...! Me largasdespués

del numerito que te has montado con lapianista para liarte con ella.

—Coge tus cosas y deja de decirtonterías.

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—Sí, eso es lo que te crees, que soytonta, y sé muy bien lo que pretendes.

A Elisa le desagradaba la escena, sesentía fuera de lugar y, sobre todo, lemolestaba lo que aquella mujerinsinuaba.

—Vendré en otro momento... —empezóa decir.

—Nos hace falta, nos vamos nosotros —atajó Manuel.

Pero Marga no estaba de acuerdo.

—De eso nada, no pienso irme a ningúnsitio. —Y se disponía a volver al sofácuando Manuel la detuvo.

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—Tú veras lo que prefieres, o te llevo ote vas tú sola andando.

Ella sonrió con un gesto arrogante.

—Así que el señorito se ha cansado…,pero yo no me voy sin mi pulsera.

Manuel salió sin decir nada y al poco letraía su bolso y una cartera de la quesacó unos billetes.

—Toma, cómprate otra.

Marga le lanzó una mirada furiosa, perocogió el dinero, lo guardó en el bolsoque

él le había traído y esbozó la misma

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sonrisa desdeñosa.

—Está bien, quédate con tu nuevaamiguita, a ver si con ella tienes mássuerte. —Y

lanzó una mirada a Elisa—. Si no, tedará puerta como a mí.

Manuel casi tiró de ella hacia elrecibidor, y mientras se alejaban, oyó lavoz de Marga gritando:

—¡Ten cuidado con este!

Elisa seguía inmóvil mirando la puertapor donde habían desaparecido, con lamente

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aún confusa, pensando si lo mejor erairse y olvidar aquel incidente. O todo locontrario, acercarse al hermosoinstrumento que seguía despidiendoreflejos de luz; un objeto ajeno a lasmiserias humanas, a sus problemas y alos del propio Manuel Mérida.

Se acercó despacio, casi con reverencia.Puso la carpeta a un lado de la butaca yse sentó. Alzó la tapa dejando aldescubierto aquella hilera de teclas;treinta y seis negras con cincuenta y dosblancas. Posó con suavidad los dedos,como si apenas quisiera rozarlas, ytanteó los pedales. El sonido claro yvibrante se elevó de pronto impulsadopor sus manos. Todo había

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desaparecido, la música envolvía su serpor completo y no

pudo oír el motor de un coche que sealejaba por el camino.

En las clases solía recomendar a susalumnos ejercicios de calentamiento queservían para activar músculos ytendones, luego empezaba por algunaescala de lenta a rápida o compasesfáciles de ejecutar. Lo mismo que ellaprocuraba hacer, sin embargo, laemoción había podido más y se habíaprecipitado a tocar sin orden piezas quesabía de memoria, una detrás de otra,obviando si se saltaba una nota o si seequivocaba. Y así estuvo cerca de una

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hora, hasta que sintió la tensión en lasmanos, el cuello y la espalda, e inclusolas piernas por estar tanto tiemposentada.

Se levantó y estiró los brazos y losdedos, se masajeó el cuello y caminó unpoco

para sentir la circulación de las piernas.Hacía mucho que no le entraba eseestado casi de embriaguez, deconcentración absoluta, y se sonrióporque le gustaba sentirlo. La música,como parte esencial de su vida, era laque la descargaba y distanciaba de larealidad, fuera la que fuera. Y más conaquel piano que miró con veneración.

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Pero debía irse, aunque antes no pudoevitar echar un vistazo al salón, casi tangrande como todo su apartamento.

Las paredes, como le había dicho su tía,estaban rodeadas de grandes ventanalescon cortinas corridas de color tostado,salvo en la parte de la derecha. Ahí seencontraba la puerta y un mueble-librería, con los bajos de armarios, quese extendía hasta el fondo, solointerrumpido por una chimenea conembocadura de ladrillo y mármol. En ellado opuesto, el sofá daba la espalda alos ventanales, con dos mesitas quetenían lámparas con pantalla depergamino, y cerrando la tertulia, dosbutacas a cada lado. Era donde Manuel

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y su amiga estuvieron sentados, en unsofá enorme y mullido frente a una mesade centro atiborrada de cosas. Junto a unbonito jarrón con hortensias blancashabía un periódico doblado, una bola dealabastro y una caja de marquetería.También una bandeja con vasos, botellasy un cenicero con dos colillasaplastadas con marcas de carmín. Sequedó unos segundos mirando aquelbodegón tan

peculiar, pero apartó enseguida la vista,irritada con el recuerdo que le producía.

Entonces se acercó a la chimenea ycontempló el cuadro colgado sobre ella.Un paisaje con el cielo nublado, árboles

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de hojas otoñales, un río en el que bebíaun caballo blanco, y, a su lado, unhombre que miraba hacia el castillo quese alzaba sobre una colina. Se aproximómás y se dio cuenta de que el colorgranate de la casaca del caballero eradel mismo tono de la tapicería del sofá.

Dejó el cuadro y recorrió la librería.Sentía curiosidad por saber qué tipo delibros tendría aquella familia, aunque asimple vista lo que más destacaba era elorden y las impecablesencuadernaciones. Empezó a leer títulosde autores clásicos de la literaturaespañola, de la inglesa en su propialengua, de historia, biografías y algunode astronomía, además de toda una

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estantería reservada para los gruesostomos de una enciclopedia, con lasletras del lomo grabadas en dorado.

Y no solo había libros. Arrinconada enun extremo, estaba la televisión, ademásde

objetos tan diversos como un relojantiguo que no funcionaba, una bola delmundo, cerámicas de distintos estilos,fotos en blanco y negro en marcos deplata o de madera tallada... Sobre unvoluminoso libro titulado Cartografíaceleste, se encontraba la únicafotografía a color. En ella había ungrupo de personas en torno a un señormayor sentado en una butaca, y se

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acercó más para observar las caras unaa una. Hasta que reconoció a Manuel,mucho más joven, sonriendo y mediorecostado en el brazo del asiento delanciano.

El ruido de la puerta al girar elpicaporte la asustó y se puso tensa solode pensar que Manuel Mérida iba apillarla curioseando en sus cosas; ella,que había dicho que no le importabanada su vida

—Señorita, ¿necesita algo? —Era la vozáspera y ligeramente cansada de Rogelio

que la miraba desde la puerta.

—Ya me iba... —balbució—, solo que

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si no es molestia, ¿podría traerme unpoco de

agua?

—En absoluto, ahora mismo se la traigo.

Rogelio salió a cumplir su encargo, yella se sentó en el pequeño sofá derespaldo

bajo que había frente al piano. Tambiéntenía una mesa de centro con otrojarroncito de flores y un libro puestoboca abajo del que no podía ver eltítulo. Se inclinó en un amago de girarlo,pero se contuvo y miró hacia la puertaentornada. Los pasos de Rogelio seacercaban y apareció con un vaso

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grande de agua en el que flotaban unos

cubitos de hielo.

—Gracias —dijo ella tomándolo en sumano.

—Si espera un poco estará más fresca—le recomendó el criado.

Mientras Rogelio iba hacia el otro ladodel salón y recogía la mesa, Elisa bebióun

sorbo; aún no estaba lo suficientementefría y esperó.

El criado, en lugar de salir, se aproximócon la bandeja en la que llevaba los

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vasos y botellas que había visto antes.

—Por fin se ha ido esa mujer —pareciódecirse para sí, aunque lo hizo en alto ymirándola, y Elisa se sintió con laobligación de preguntar quién era, peronada más hacerlo se arrepintió porque elcriado dejó la bandeja sobre la mesa,justo encima del libro.

—Es de un pueblo de por aquí cerca —empezó a contarle—. No sabemos a quése

dedica, pero por cómo va vestida ycómo se comporta, no me extrañaríaque... Y la otra era peor, unamaleducada que no paraba de decirpalabrotas y dar gritos. La verdad, no sé

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cómo puede tratarse con ellas ni dóndeha podido conocerlas.

Elisa estuvo a punto de sonreír por laingenuidad de aquel hombre.

—Menos mal que ha venido usted —dijo entonces.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó extrañada.

—Supongo que no se le ocurrirá traerlamientras esté usted aquí, eso es lo quecreemos mi mujer y yo.

El hielo debía haberse derretido porquesintió la mano fría.

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—No pretendo inmiscuirme en losasuntos del señor Mérida. —Y adoptó eltono más firme que pudo para que lequedara claro—: Vendré a tocar el pianoporque tengo

su permiso, y eso es todo.

El criado la miró con una expresión tanhumilde que la hizo sentirse incómoda.Por

eso intentó ser más concreta.

—No quiero que ni usted ni su mujerpiensen que voy a decirle con quiéntiene que

relacionarse, y desde luego, lo que haga

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con sus amigas es asunto suyo.

—No lo conoce, señorita —insistiócomo si no hubiese oído lo que acababade decirle—. Es verdad que mi mujer yyo a veces estamos asustados porqueúltimamente

se comporta de una forma muy rara. Y selo aseguro, él no es así, es un buenmuchacho y nunca antes lo habíamosvisto beber como lo hace ahora.

Elisa hizo un gesto de indiferencia; ledaba igual con tal de poder tocar elSteinway.

—Le pasa algo —continuó Rogelio—, ysi lo ayudaran, volvería a ser el de

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siempre.

—¿Insinúa que esa ayuda va a salir demí? —preguntó, dejando conbrusquedad el

vaso sobre la mesa.

—Lo siento, señorita, pero no creoofenderla si pensáramos algo así.

Elisa no opinaba lo mismo y, aunquecomprendía hasta cierto punto, lasituación empezaba a ponerla nerviosa.No obstante, le habló más calmada.

—Le agradezco la confianza, pero debeentender que...

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—Un momento, por favor, se lo ruego —la interrumpió él—. Solo una cosa ycomprenderá... Él tenía una novia...

—Ya me imagino, se dejaron y…

Había vuelto a indignarse, pero sedetuvo para no decir alguna barbaridad.

—No sabemos el motivo ni lo que pasó.Ella estuvo aquí hace dos veranos, unamoza alta, muy guapa, y él se la comíacon los ojos, se le veía tan enamorado...

Aquello era el colmo para Elisa, que nosalía de su asombro.

—Lo siento, pero ya se lo dije, no meinteresa su vida, y si me hace el favor...

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Se puso en pie para irse, pero Rogelioseguía delante, obstaculizándole el paso.

—Perdóneme, señorita —casi suplicó—. Ese muchacho es para nosotroscomo un hijo, lo conocemos desde quenació, lo hemos visto crecer, y por elcamino que va, no sabemos dónde puedeacabar.

Elisa hizo un esfuerzo para no reírse, yestaba a punto de replicar cuando, comosalida de la nada, apareció una mujerpequeña de cara redonda y expresiónbondadosa

que se acercó sonriéndole.

—Usted es la sobrina de Carmela, la de

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Aurelio.

—Es mi mujer, Rosa —la presentó sumarido.

Elisa le devolvió la sonrisa. Una sonrisaun tanto forzada, pues se daba cuenta deque aquella encantadora pareja de fielescriados, que sin duda no tenían hijospropios, querían sinceramente a ese niñorico y caprichoso que los trataría apatadas. Sin embargo, debían sentirsesolos, por eso la hacían cómplice a ellade sus preocupaciones; Manuel Méridala había aceptado en su mundo y, porconsiguiente, ellos también.

Mientras pensaba eso, Rosa le decíaalgo de enseñarle una fotografía de la

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novia; la había encontrado en el suelo elprimer día que llegó, con el cristal delmarco hecho añicos, y la habíaguardado. E iba a llevársela para que laviera cuando oyeron el motor de uncoche acercándose.

Los tres se habían quedado inmóviles ycallados, hasta que Rogelio fue elprimero

en reaccionar, cogió la bandeja y salióseguido por su mujer.

Elisa permaneció quieta, sin saber quéhacer, contagiada por los nervios de loscriados. Oyó entonces la puerta seguidade la voz de Manuel hablando conRogelio. Se sentó de nuevo frente al

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piano y comenzó a tocar notas al azar.No entendía lo que decían; lo único quepercibía era el latido acelerado de supropio corazón.

Una ligera corriente de aire le recorrióel costado. Sabía que la sombra borrosaque percibía por el rabillo del ojo era lasuya, que solo bastaba con girar un pocola cabeza para verlo con nitidez. Pero nose atrevió. Continuó tocando como si supresencia le fuera indiferente, hasta quese cerró la puerta, muy despacio, y unospasos se perdieron escaleras arriba.

V

Al día siguiente, se levantó temprano. Sutía estaba atareada limpiando el patio de

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hojas caídas y le indicó que estabahecho el café; también había galletas,magdalenas y pan tostado.

—Luego me gustaría dar un paseo, si nome necesitas ahora para algo...

—Vete, te sentará bien, además, a estashoras no aprieta el calor.

Tras el desayuno, se calzó susdeportivas y salió en dirección alcamino que conducía al río. No obstante,se adivinaba a lo lejos el muro querodeaba la casa de los Mérida y lapalmera sobresaliendo por encima delas copas de los árboles... «¿Estará conMarga?», se preguntó, y recordaba bienaquel nombre. «O quizá ha llevado a

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otra», volvió a pensar. Y acto seguidosacudió la cabeza porque a ella le dabalo mismo. Iba a olvidar lo sucedido,incluso cuando su tía le preguntó quequé tal le había ido, contestó que bien,que el piano era magnífico y que estababien afinado, que tocó mucho... Todomenos lo ocurrido con Marga y laconversación con Rogelio. De Manuel

dijo, en cierta forma, la verdad, queapenas lo había visto unos minutos.

Torció hacia la izquierda, por el caminoarenoso que la sacaba del pueblo haciael

río, dejando atrás la casa de los Mérida.Empezó a vislumbrar la hilera de

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montañas a lo lejos y, a ambos lados elcampo, la hierba amarillenta, las vallasde piedra o alambre que separaban lasfincas... Había una granja con unoscerdos tumbados en la

tierra oscura, y en el terreno siguiente,ovejas y vacas junto a unos corrales conel techo de chapa gris. De vez en cuandoun viento suave le traía el olorcaracterístico y penetrante del estiércol,pero fue quedándose atrás a medida queavanzaba.

El aire ya estaba limpio de olores, yrespiró hondo en medio de aquella pazdonde

solo se escuchaba el canto de los

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pájaros y el de sus propios pasos en laarena. Llegó a lo alto de una loma y sevolvió un momento. El pueblo habíadesparecido de su vista; solo la pequeñaermita que se hallaba en lo más alto deun cerro enseñaba su frágil silueta.Consultó entonces su reloj; pronto seríanlas diez y cuarto, lo que significaba quellevaba más de media hora andando, ydecidió que era mejor volverse, antes deque hiciera más calor.

El ruido del motor de un cocheinterrumpió aquella tranquilidad. Perono lo vio hasta que apareció después dela cuesta, seguido de una nube de polvo.Se arrimó hacia el borde mismo de lacuneta y esperó a que pasase.

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Era de un tono azul oscuro metalizado y,para su sorpresa, empezó a aminorar lamarcha hasta acabar deteniéndose a sulado.

—¿Te acerco al pueblo? —preguntóasomando un poco la cabeza por laventanilla.

—No, gracias, estoy dando un paseo.

Manuel la miró un momento sin decirnada, y ella no sabía si seguir o esperara que

él reanudara la marcha.

—Yo... —empezó a decir sin alzarapenas la voz—, quería haberte pedido

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disculpas por lo de ayer...

—Está olvidado —repuso ella, pero élno pareció oírla.

—Creo que me sentía demasiadoavergonzado y quería que lo supieras.—Mientras

hablaba, no la miraba, la vista la teníaen el volante que aferraba con fuerza—.A veces se hacen tonterías sin pensar siofendemos con ello.

Ella no dijo nada; se fijaba en su manoapretando el volante.

—Supongo que ya nos veremos.

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La miró entonces, y Elisa afirmó con lacabeza.

Él se enderezó mejor en el asiento yarrancó de nuevo, conduciendodespacio, hasta

que varios metros más adelante aceleróy se perdió de vista tras una nube depolvo.

Poco a poco iban apareciendo loscorrales con las vacas, las ovejas, loscerdos...

aquel olor, luego la ermita y lasprimeras casas. En todo el trayecto nohabía podido quitarse de la cabezaaquella mano apretando el volante, sus

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dedos casi enrojecidos...

No sabía qué podía significar, aunquealgo podía intuir, que quizá, como dijoBernardo, aquel hombre sufría. Sí, elhijo de los Mérida, que procedía de lafamilia más influyente y adinerada de lazona desde generaciones, podía estarsintiendo lo mismo que ella al perder suamor por Gonzalo.

Cuando llegó, le contó a su tía elencuentro que había tenido en el camino.

—Hiciste bien en no subirte a su coche,si te hubiese visto alguien...

—Tía, olvidas que voy a su casa, y anadie le preocupará saber que es por el

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piano.

Carmela se dio perfecta cuenta de ello.

—Tampoco vamos a dejar de hacer lascosas por el que dirán. —No obstante,la miró preocupada—. Ten cuidado detodos modos.

—No te inquietes tanto por mí, además,no creo que sea ningún sicópata.

—Tú fíate, se ve cada cosa...Mismamente, el otro día salió en latelevisión que un

individuo le rajó el cuello a uno con uncuchillo, y a los vecinos que lespreguntaban por él decían que era un

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hombre educado y que siempre les habíaparecido una buena

persona.

—Estate tranquila, estoy segura de queno va a pasar nada de eso.

Después de comer se echaron la siesta,aunque Elisa no pensaba dormir; soloquería

estirar el cuerpo y reposar aquelladeliciosa comida casera. Además, sentíala pereza de la quietud del mediodía,todo el mundo en sus casas escapandodel calor, las calles desiertas... Recordóla conversación con su tía, su miedo aque el hijo de los Mérida estuviera en

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verdad trastornado, que pudiese serincluso un asesino... y sonrió al recordarsus palabras.

La casa estaba silenciosa, como unamansión abandonada en medio de laarboleda.

No corría ni la más leve brisa quemoviese las hojas, por eso temió tocarel timbre, hacer ruido en aquella calma,y se quedó un instante escuchando. Hastaque una golondrina empezó a trinar conestrépito, y eso le dio pie a golpear laaldaba en lugar del timbre. Al poco, unasombra se aproximó y Rogelio abriódándole las buenas tardes. Ellarespondió lo mismo y, sin más

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preámbulos, se dirigió al salón donde laesperaba el piano.

Se sentó, abrió la tapa del teclado yordenó las partituras. Pero no se puso atocar la que tenía delante, sino el Clarode luna de Debussy, una pieza queconocía de memoria desde sus tiemposde estudiante en el Conservatorio. Nosabía por qué, pero era lo que leapetecía en ese momento. Y lo hizo consuavidad, como le sugería siempre quela tocaba, alargando las notas,lentamente, como un susurro que noquisiera dejarse oír.

Cuando terminó miró hacia el fondo delsalón. En aquel sofá donde estuvo la

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tarde

anterior con Marga, vio a ManuelMérida tumbado, con el brazo tapándosela cara, como si durmiera.

Elisa se sobresaltó un poco. No se lehabía ocurrido mirar al entrar, absortacomo

estaba en su música, y él había estadoallí todo ese tiempo, escuchándola. Yseguía así, inmóvil, por lo que llegó apensar que efectivamente dormía.

—Era triste —lo oyó decir cuandoestaba a punto de volver a tocar.

—¿No le ha gustado? —se le ocurrió

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preguntar.

—Sí, me ha gustado mucho, y me suenahaberla oído alguna vez —dijo

incorporándose hasta quedar sentado.

—Es bastante conocida, se llama Clarode luna y es de Claude Debussy, uncompositor francés de finales del siglodiecinueve. Y lo más curioso es que a élno le gustaba porque la creía de un nivelinferior al de sus obras, sin embargo,acabó siendo la más famosa de... —Y seinterrumpió; sin darse cuenta, empezabacon la pequeña reseña biográfica quepodría darle a sus alumnos.

—Me pareció triste, como si

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transmitiera lo que siento ahora —dijoél.

Elisa sonrió débilmente.

—Es el poder de la música que consiguereproducir sentimientos humanos comola

alegría, la tristeza, la melancolía… y ala vez nuestro ánimo se acaba acoplandoa lo que escuchamos.

Manuel se levantó y se aproximó alpiano.

—¿No necesitas levantar esta tapa? —preguntó.

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—Solo si se quiere que el sonido salgasin contención.

—Así que, si la abres, se escucharíamás fuerte.

—Eso es.

Él afirmó con un movimiento de cabezay apoyó los brazos, desviando la vistahacia

el ventanal de enfrente. Elisa lo observóun segundo antes de que se volvieraporque reconocía que aquel hombre leintrigaba. Y sí, su tía tenía razón, debíatemerle, pero no como ella pensaba.

—Esta mañana no te dije todo lo que

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quería sobre... —Guardó silencio uninstante y

la miró—. Ayer estaba un poco bebido,no tengo costumbre y se me va lacabeza, por

eso me comporté como un estúpido.Bueno, últimamente ese parece ser miestado habitual y, de veras, me sentí maly me gustaría que no pensaras que soyasí, que hago esas cosas.

Elisa le sostenía la mirada, nadaarrogante, más bien todo lo contrario.

—Ya le dije que estaba olvidado. —Ysus palabras fueron sinceras, aunquefrías.

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—Sigues tratándome de usted —dijo,enderezándose—. Supongo que pensarásde

mí lo mismo que dicen por el pueblo,que estoy loco.

—No lo pienso —se apresuró ella.

—Entonces, ¿por qué sigues teniendoesa actitud conmigo?

—No lo conozco como para tener otra—repuso enseguida.

—¿Estás segura que es por eso?

Ella no supo contestar.

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—Intentas mantener las distancias, yhaces bien —dijo Manuel mientras se

encaminaba hacia el ventanal.

Elisa lo siguió con la mirada, pensandoque era cierto lo que intuía; queríamantenerse al margen.

—Si no quieres que esté cuando vengasa tocar, dime a qué hora te viene mejor yno

te molestaré.

—No me importa que estés —dijo ella,dando a sus palabras el matiz másamistoso

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que pudo.

—¡Me has tuteado! —exclamó,volviéndose con expresión triunfal.

No se había dado cuenta, pero no dijonada y se puso a tocar de nuevo, estavez, la

obra que tenía sobre el atril, elNocturno nº 2, de Chopin. Aunque en elmomento en que las notas se elevaron alaire se arrepintió de haber elegidoaquella melancolía que expresaba deforma magistral la angustia propia delromanticismo más puro.

Manuel se había sentado en el sofácercano y allí la escuchó, con un brazo

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apoyado,

sujetándose la cabeza con la mano y laspiernas extendidas bajo la mesa.

La pieza no duraba más de cincominutos y al terminar se volvió hacia él.

—Hoy me ha dado por lo triste ymelancólico. —Y mostró una sonrisacasi de disculpa.

Pero él no pareció oírla, y continuó en lamisma postura indolente cuando lehabló:

—Me preguntaba qué hace una mujercomo tú en este pueblo apartado.

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Elisa había empezado a ordenar laspartituras.

—¿Vives aquí? —insistió.

—No.

—¿Entonces?

—Estoy de vacaciones.

Y también lo miró como él estabahaciéndolo en aquel momento, fijamente,hasta que le resultó incómodo y desvióla vista hacia la partitura de una obra deFranz Liszt.

Duraba algo más que la anterior y eramás difícil. La tocó con muchos fallos,

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sin saber si él podía darse cuenta.

Justo cuando había acabado, sonó eltimbre de un teléfono y Manuel selevantó como si le pesara el cuerpo,adelantándose a la entrada de Rogelioque venía a llamarlo.

—Sí, ya lo he oído.

Parecía disgustado y abandonó lahabitación sin mirarla ni decir unapalabra. Al instante escuchó el rumor desu voz, una voz débil y aplacada.Recogió la carpeta; era el momentoperfecto para irse y salió del salón.

Antes de alcanzar la puerta lo vioapoyado contra el mueble donde estaba

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el teléfono, junto a la escalera. Lamiraba, y ella se quedó un segundoparada, hasta que se le ocurrió hacerleun gesto de despedida con la mano. Élno se lo devolvió, sólo decía:

—Sí... sí... ya sé...

Salió cerrando despacio y respiróprofundamente cuando se vio en la calle.El aire

suave y cálido del atardecer la recibió,y miró a lo lejos. El pueblo parecíaestar a los pies de aquella casa, tandistante como un castillo amurallado, ysintió que acababa de salir de un mundoque no entendía y que no sabía si queríaentender.

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Antes de llegar a la casa de su tía seencontró con Amparo que iba con suhijo de la mano. Hablaron un rato, enespecial del pequeño del que ella decíaque era muy travieso, que había queestar muy pendiente de él, y le contóalguna de aquellas trastadas. Elisa miróal niño, su cara rosada, el pelo castañoalgo rizado; le sonrió, y él le dijo que sellamaba Iván y señaló con sus dedos quetenía dos años.

—Otros veranos íbamos quince días aTorrevieja, pero desde que nació este...y a

Julio le encanta el pueblo, casi no le veoel pelo, todo el día está por ahí con los

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amigos, con la bici o en la piscina.

Se despidió de ella porque Iván seimpacientaba; lo llevaba al parque y tiróde su

madre diciéndole adiós con la otramano. Ella los vio bajar y de repente leinvadió una sensación de tristeza; siGonzalo hubiese estado de acuerdo,quizá ella tendría un niño de aquellaedad.

—¡Elisa!

Su tía la llamaba desde la esquina de lacalle, y eso la hizo salir de susmeditaciones, respondiendo con un gestopara que esperase. Entró en la casa y

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dejó en la primera silla su carpeta,bebió un poco de agua en la cocina y fueal baño antes de salir.

A la puerta esperaban su tía, con Juana ysu marido que la invitaron a dar unpaseo.

Ella aceptó con agrado. Le sentaría bieny despejaría su mente el estar con otraspersonas, sobre todo, con aquelmatrimonio mayor, gente sencilla yamable que no hacían preguntasindiscretas. Luego, durante el trayecto,se unió a ellos otra pareja; ella era unaprima de Juana.

Nicolás les empezó a hablar de unhombre llamado Tarsicio, conocido en

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el pueblo

por sus rarezas y, sobre todo, por sutacañería.

—Nunca se casó porque decía que noquería que ninguna mujer le mangonearacomo

hacía su madre y sus hermanas.

—¡Como si alguna le hubiese hechocaso con lo guarro que era! —exclamó

Carmela.

—Se murió el año pasado —siguiócontando Nicolás—, y cuando susobrina vino al

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funeral y se puso a revisar sus cuentaspensando que debía tener una fortunaporque no gastaba nada, resultó que loque había en la cartilla solo daba para elentierro. Aun así, ya sabéis lo quedecían, que como no se fiaba de losBancos, tenía el dinero escondido.

El marido de la sobrina y los dos hijosse tiraron un fin de semana revolviendola casa y poniéndola patas arriba.

—¿Encontraron algo? —preguntó laprima de Juana.

—¡Qué iban a encontrar! Solo habíaporquería y roña por todas partes, nodebió limpiar en su vida, incluso laslatas que compraba las tiraba al patio

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trasero después de rebañarlas bien. Locierto es que trabajaba mucho, aunqueganar… más bien poco.

—La casa dicen que la van a poner enventa, pero aún sigue sin cartel —comentó Carmela.

—Todavía tendrán esperanzas deencontrar algún tesoro —repusoNicolás, y todos

se echaron a reír.

Después de aquella historia, los doshombres se pusieron a hablar de políticamientras ellas se quitaban la palabra lasunas a las otras para comentar lospormenores de la telenovela. Aunque en

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lo que coincidían era en lo que lesindignaba el comportamiento de uno delos personajes, así como no entendíanque la protagonista no se diera cuentadel engaño y la manipulación del dueñode la empresa.

Elisa tampoco entendía una palabra deaquella trama novelesca, pero estaba agusto.

La temperatura era agradable, y lapuesta de sol había dejado marcado enel horizonte una estela de colorescálidos entre amarillos y anaranjados.«Lo más parecido a una sinfonía»,pensó, mientras que sin apenas darsecuenta se había ido haciendo de noche

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en medio de aquella tranquilidad. Y novolvió a acordarse de Manuel Méridahasta que, ya en la cama, recordó comola había mirado cuando se iba y élhablaba por teléfono. Ahora comprendíasu expresión; era una mezcla de apatía ytristeza.

VI

Habían pasado diez días desde que llegóal pueblo, en los que siguió invariable la

misma rutina. Por las mañanas, daba unpaseo de media hora, siempre por elmismo camino por el que se encontrócon Manuel Mérida, aunque no habíavuelto a cruzarse

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con él. Luego ayudaba a su tía en lastareas domésticas o la acompañaba ahacer la compra, y si se encontraba conAmparo, le gustaba charlar un rato.Aunque más que por ella, por elpequeño Iván; el niño le enseñabaalguno de sus cochecitos de juguete y sedespedía agarrándose a su cuello paradarle dos besos. Después de comerdescansaba

un poco en la cama y leía en lahabitación o en el patio, marcando en sulibro los datos más relevantes de lasbiografías. Hasta que daban las seis ymedia. Entonces se iba a tocar.

Manuel llegaba al salón al poco de estar

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ella frente al piano. No podía evitarobservarlo de reojo, como repasabaunos papeles o cogía un libro y setumbaba después de descalzarse enaquel sofá granate. Parecía formar partedel mobiliario, apenas se movía y, comono lo veía por entero y además nohablaba, muchas veces acababa porolvidar que estaba allí, tocaba y seconcentraba por completo en la música.

Luego, sin que ella dijera nada y a lamisma hora, Rogelio llevaba una jarrade agua con hielo y dos vasos quedejaba sobre la mesita. Elisa no sabía siera iniciativa suya o cumplía órdenes deél, y se llenaba un vaso que bebía porentero mientras el otro permanecía vacío

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en la bandeja.

No estaba más de una hora y media,recogía sus partituras para guardarlas enla carpeta y se ponía en pie. Entonces lomiraba y le decía adiós en un tono bajopara no molestarlo porque a veces losorprendía con los ojos cerrados y creíaque podía haberse quedado dormido.Pero él se incorporaba enseguida, secalzaba e iba a la puerta para abrírsela.También lo hacía con la de fuera, y ellase marchaba sintiendo como se cerrabaa su espalda. Sin embargo, uno de losúltimos días, al irse, tuvo la sensaciónde que le costaba decirle adiós y quequería hablar. Por eso se giró para mirarantes de llegar a la verja; estaba aún

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junto a la puerta, pero enseguida sevolvió y entró, cerrando.

Al volver a casa, y antes de la cena,paseaba con su tía, Juana y la prima deésta,

que se llamaba Luisa, por el caminoasfaltado que llegaba hasta el principiode la carretera, donde se daban lavuelta. En ocasiones se unían losmaridos, pero la mayoría de las vecesiban ellas solas.

Y habían transcurrido esos diez días.

Después de tocar la última composición,se levantó. La jarra con el agua estabaen

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el mismo sitio, bebió, y en lugar deseguir, salió al porche; era una tardecalurosa y necesitaba sentir el aire quecorría suave y a ráfagas.

Era una zona amplia, cubierta por untejado sostenido por columnas depiedra, con

tres escalones que la elevaban delterreno. Había un banco de madera conuna colchoneta marrón claro apoyadocontra la pared del ventanal, y otro igualen el lado contrario, con una mesa baja yredonda en medio.

El terreno debía seguir detrás de la casa,pues veía más árboles y una porciónextensa de césped bastante descuidado,

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con algunas zonas amarillentas yresecas. Los setos tenían aspecto de nohaberse recortado desde hacía tiempo, ypor el muro, hierbas y plantastrepadoras crecían a su antojo entre losmacizos de hortensias blancas yvioletas, de las que sin duda proveníanlas que adornaban los dos jarrones delsalón.

También se fijó en uno de los sauces;bajo sus ramas colgantes, distinguió unbanco de piedra rodeado de maleza.

—¿Cómo se titulaba lo último quetocaste?

Manuel se había acercado sin hacerruido, y ella se volvió un tanto

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sobresaltada al

oírlo hablar.

—Era una sonata de Mozart.

—Mozart —repitió, y la miró de unaforma tan fija e intensa que parecía queera la

primera vez que la veía.

—Todo esto es muy bonito, y la palmeraes espectacular —le dijo llevando lavista

por el tronco hacia lo alto; el verdeintenso de la mayoría de las hojascontrastaba con otras mustias y

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amarillentas.

—Me contó mi abuelo que su padrecopió la idea de un conocido suyo, unasturiano

que estuvo en Cuba y que al volver seconstruyó una gran casa en su pueblo.Plantó dos palmeras ante la fachadacomo una especie de símbolo deprosperidad, de que había triunfado y sesentía orgulloso de ello.

—¿Entonces había otra?

—Sí, pero no sé qué pasó con ella.

Durante un rato permanecieron ensilencio hasta que Manuel le propuso de

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pronto:

—¿Quieres que te enseñe la parte deatrás?

Sin darle tiempo a aceptar, ya bajaba lospeldaños, y ella lo siguió.

—Es como un pequeño jardín botánico—le decía mientras caminaban entre laarboleda—. Hay pinos, limoneros,sauces, álamos, higueras, nogales…también un par

de granados y algunos naranjos, pero lasnaranjas son tan amargas que no sepueden comer.

Le habló entonces de su tierra, de los

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campos y huertos con los naranjos, de susabor y el aroma del azahar. Y sobretodo del mar. Un mar embravecido, conel agua

batiendo contra la orilla, las playasinmensas, las dunas y los arenales... Porun momento le pareció que se poníanostálgico; sin duda lo echaba de menos.

—Está un poco abandonado —dijovolviendo a hablar del jardín—. Cuandovivía

mi abuelo, había una o dos personastrabajando a diario, ahora solo secontratan de vez en cuando para quelimpien o poden los árboles. Mi padreme pidió que me ocupara de

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ello y que llamase a alguien, y laverdad, no tengo ganas de tener extrañosmerodeando todo el día por aquí.

Elisa se sintió aludida con aquellaspalabras, aunque él no se percató deello, y continuaron hasta llegar a la zonapavimentada donde se encontraba lapiscina. El azul claro de los azulejoscasi deslumbraba a la vista por el efectodel sol, y estaba vacía y sucia, conalgunas grietas donde vio salir unalagartija.

—No se usa desde hace tres veranos —comentó tan solo, y la bordearonpasando junto al armazón de una pérgolade forja. Las ramas de un rosal se

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enrollaban entre sus barrotes, pero habíaperdido la disciplina y crecía a suantojo.

—Debe ser muy bonito cuando tengaflores.

Él asintió con la cabeza y le señaló uncobertizo en el que, según le comentó,estaba la depuradora y guardaban lashamacas.

—Detrás hay un pozo, mi padre, que esingeniero, puso un sistema de bombeopara

llevar el agua a la casa si se producíancortes en el suministro, además de sercon el que se llena la piscina y se riega.

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—Es un lugar precioso, y lo sería máscuando estaba cuidado.

—A mí me gusta así —dijo él—. En elfondo, la naturaleza es como la vida,queremos planificarla a nuestra medida,hacemos esfuerzos por ordenarla, ycuando nos descuidamos, se desborda,vuelve al caos y al desastre. Entoncesnos damos cuenta de que no controlamosnada en absoluto.

Los pájaros no habían dejado de cantary la luz de la tarde, que en ese instantelo

inundaba todo, le produjo una agradablesensación de sosiego, al igual que lasuave brisa que corría meciendo las

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hojas de los árboles. Desde luego, noquería tener pensamientos tandramáticos como los suyos.

—No todo es desastre —dijo a mediavoz.

Él la miró, y no lo hizo como unosmomentos antes, cuando tuvo lasensación de que

se fijaba en ella por primera vez; erauna mirada más intensa, de una calidezque la conmovió.

Entonces oyeron la voz de Rogelio quelo llamaba para que se pusiera alteléfono.

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—Querrán saber si sigo vivo. —Laexpresión de su cara había cambiado degolpe,

y sin decir una palabra más, apuró elpaso para regresar a la casa.

Elisa se había quedado rezagada, y unavez en el salón llenó con agua el vaso;ningún hielo flotaba ya en la superficie ybebió todo el contenido antes de recogersus partituras y salir.

Manuel hablaba como siempre, conmonosílabos o frases cortas, apoyadocontra la

consola, y ella continuó directa hacia lapuerta.

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—Hasta mañana —escuchó, y se volvió.Había tapado el auricular del teléfono yvolvió a repetir la despedida.

—Hasta mañana —contestó ella, yabandonó la casa con una extrañasensación de alivio.

Era el comienzo de otra semana ycaminaba por el sendero pensando en larutina de

aquellos días. En que pulsaría el timbre,Rogelio abriría la puerta, se sentaríaante el piano a tocar, él estaría allí sindecir nada o quizá volvería a hablarlecomo el día anterior... Entonces levantóla vista hacia la balaustrada que recorríael piso superior y lo vio arriba, con los

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antebrazos apoyados en la barandilla.

—¡Hola! —saludó alegremente.

Ella se había quedado parada por lasorpresa y no le correspondió.

—Espera, ahora bajo a abrirte.

Desapareció de su vista y al pocotiempo estaba abriendo la puerta, con larespiración jadeante de haber corrido.

—Ayer también estaba, pero no miraste.

Y se apartó para que pasara, mientrasella se dirigía al salón notando supresencia a su espalda hasta que llegófrente al piano.

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Aún de pie, colocó las partituras quehabía llevado sin prestarle mayoratención.

—¿Prefieres que me vaya? —preguntó.

Los días anteriores no había dicho naday no entendió por qué de repente lepedía

permiso.

—No hace falta, pero haz lo quequieras.

Manuel tardó un segundo antes de irhacia el sofá que estaba junto al piano.Se sentó y cogió el libro que había sobrela mesa.

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—Es sobre la economía de losmercados emergentes, de lasimportaciones y

exportaciones —comentó—. Un buenrollo, te lo aseguro.

Le sonreía discretamente, igual que ellacuando le dijo recostándose contra elrespaldo:

—Puedes empezar, como si noestuviera.

Eso hizo, y se concentró en suinterpretación sin preocuparse más deél, haciendo escalas durante unosminutos para seguir con la composiciónque había llevado, el Opus 19 Nº1 para

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piano, de Mendelssohn, una pieza delromanticismo de apenas tres minutos deduración. Luego buscó entre suspartituras hasta dar con el Adagiosostenido del Concierto para pianoNº2, de Rachmaninov, en un arreglo deun compositor amigo de Gonzalo en elque se excluían al resto de losinstrumentos del original; sin duda, laobra más difícil con la que se habíaenfrentado en su carrera.

Había intentado interpretarla con laorquesta de cámara, pero, a pesar de lashoras de ensayo, nunca se atrevió. Sinembargo, no pudo resistirse a tocarla enaquel instrumento y empezó con lasprimeras notas, sintiendo desde el

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principio como desde los acordes lentosdel principio sus dedos se movían condestreza, fluyendo en medio de aquellirismo melancólico que va acercándosea las notas rápidas, a un clímax queparece elevarte y vuelve a descendercon la misma melancolía hastalanguidecer lenta y suavemente.

Cuando terminó, sus ojos se quedaronfijos en las teclas, como si aún nocreyera lo

que acababa de hacer. Porque nuncaantes había interpretado esa obra conaquella soltura ni había sonado deaquella manera; sin duda, ese magníficopiano había tenido algo que ver.

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Entonces torció la cabeza hacia él.Manuel la miraba, mientras el libropermanecía

sin abrir en su mano y acabó por dejarlosobre la mesa.

—Vaya —murmuró y alzó el brazo—.Mira, se me ha puesto la piel degallina... ha

sido increíble, no sé cómo puedes hacereso.

—Gracias —repuso sintiéndoseorgullosa de sí misma.

—Dijiste que no dabas conciertos...

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—Ahora doy clases, pero durante unosaños actué con una orquesta de cámara ytambién en dúos con un violinista.

—¿Y por qué lo dejaste?

Tardó unos segundos en encontrar unarespuesta que eludiera cuestiones de suvida

privada.

—Surgió la oportunidad y prefiero lasclases, también es algo más seguroporque en

una orquesta solo hay sitio para unpianista, y como solista hay que ser muybueno.

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—Entonces soy un privilegiado poroírte.

Elisa pensó que sin duda para unprofano en la materia ella sería unavirtuosa de la interpretación, aunquebien sabía que ni en años llegaría a esosextremos.

Manuel se levantó y su cara se quedómuy cerca de la suya, mirando lapartitura que

acababa de interpretar.

—¿Qué es este signo tan raro con losdos puntos? —Y lo señaló con el dedo.

—La clave de Fa. Con el piano se

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emplean dos pentagramas unidos por unallave como puedes ver, y el superiortiene la clave de Sol y se toca con lamano derecha, mientras que con laizquierda es este con la clave de Fa.

—Y estos signos me suenan, los estudiéen el instituto. —Y empezó a decir decarrerilla—: Redonda, blanca, negra,corchea, semicorchea, fusa y semifusa.

—Bien, pero ¿sabes lo que representan?

—Ahí me has pillado.

—Pues son los símbolos para laduración de las notas. En música, lostiempos son

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importantísimos.

—Y todo está escrito ahí.

—Eso es, aunque cada intérprete aportasu personalidad y su técnica.

—No deja de ser increíble que leas estoy suene tan bien.

Y continuó a su lado, acodado sobre elpiano.

—¿Por qué te decidiste por la música?—preguntó, y ella sonrió al recordarlo.

—En los bajos del edificio dondevivíamos había una academia. Desdeque

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recuerdo oía los instrumentos, supongoque muchas veces desafinados, pueseran clases para niños, y según mecuentan mis padres, como no dejaba depedirles que quería ir, con cinco añosme apuntaron a clases, y a los ocho fuial Conservatorio.

—Y elegiste el piano...

—Eso fue como un amor a primeravista, lo vi y enseguida quise aprender atocarlo.

Mi madre trató de convencerme paraque eligiese el violín o la guitarra;supongo que le horrorizaría tener quemeter en casa un instrumento tan grandey caro.

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Le hizo gracia acordarse de aquello y nopudo evitar sonreír de nuevo.

—Debió ser difícil —le dijo sin apartarla vista de sus ojos.

—Fueron catorce años deConservatorio, pero era lo que megustaba. Quería aprender a interpretar loque los grandes genios habíancompuesto, conseguir sacar la bellezaque habían creado. Sentía que era ciertolo que decía Franz Liszt, que la músicaes el corazón de la vida, por la quehablan los sentimientos. Y yo añadiríaque es algo tan grandioso que la vidasería imposible sin ella.

Se fijó en cómo la escuchaba, con una

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atención tan plena que la hizoenmudecer.

Bajó entonces la mirada y pasó la manopor aquella superficie suave.

—¿Y este piano? —preguntó.

—Lo compró mi abuelo en Inglaterra,iba mucho por asuntos de trabajo yadmiraba

todo lo inglés. Trajo también muebles,cuadros, vajillas, libros...

—¿Toca alguien de tu familia?

—Mi abuela. Le encantaba la música,por eso mi abuelo lo compró para ella,

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aprendió con una profesora particular,no fue al Conservatorio como tú. Yotenía siete años cuando ella murió,aunque tengo en la mente el recuerdo deverla sentada ahí, tocando mientras élleía; a mi abuelo le gustaba mucho leer,por eso hay tantos libros.

—¿Y después de tu abuela nadie másvolvió a tocarlo?

—Mi tía Eugenia recibió clases duranteun tiempo para emular a su madre, perono

se le daba muy bien, y creo que sóloaprendió un par de canciones. Hay unaque le he oído tocar más veces, sé quees de Beethoven, algo así... —Y empezó

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a tararearla.

—Es la Balada para Adelina —reconoció ella.

—¿Sí? ¿La conoces o la tienes ahí?

Señaló la carpeta, y Elisa, por todarespuesta, se puso a tocarla; la sabía dememoria, podía hacerlo incluso con losojos cerrados.

Él se había quedado a su lado,escuchándola, siguiendo el movimientode sus manos, y cuando Elisa terminó,sonrió ampliamente.

—Mi tía no la toca así de bien —dijoadmirado.

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Siguió mirando el teclado un momentopara luego alzar la vista hacia ella.

—Mi abuelo tenía un gran cariño poreste piano, muchas veces le oílamentarse de

que nadie lo supiera tocar tan bien comosu mujer, pero por nada del mundo sehabría desecho de él, lo cuidaba como sifuese a usarse en cualquier momento. —Sus labios

dibujaron una tenue sonrisa antes dedecir—: Mi padre hace lo mismo, escomo si los

dos hubiesen sospechado que algún díaalguien volvería a tocarlo... Y estoy

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seguro de que nadie lo hizo tan biencomo tú.

—No soy tan buena —dijo sintiendo quese sonrojaba.

—Pues a mí sí me lo parece. —Yañadió—: A mi abuelo le habríasgustado, de eso

también estoy seguro.

Sus palabras la llenaron de satisfacción,aunque para disimular el nerviosismoque

le producían se puso a recoger laspartituras.

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—¿Te apetece tomar algo fresco? Yoestoy sediento.

Iba a decir que no, pero también teníased y afirmó con la cabeza.

—Ahora vengo —dijo él, y salió delsalón llamando a Rogelio.

Pasaron unos minutos en los que seentretuvo toqueteando las teclas sinsentido.

Hasta que lo vio entrar. Caminaba conlentitud por temor a que se le cayeran lajarra y los dos vasos que llevaba en labandeja y que depositó sobre la mesabaja.

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—Hoy tenemos limonada, la hace Rosa,ya verás qué buena está.

Manuel se había sentado y se disponía aservir la bebida cuando se quedómirándola; ella seguía en la butaca,frente al piano.

—Siéntate aquí. —Le indicó un sitio asu lado.

Elisa lo hizo, aunque a cierta distancia.

—No te pongas tan lejos, te juro que novoy a propasarme.

Ella no pudo evitar sonreír por aquelcomentario, pero no se movió y seinclinó lo

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suficiente para coger el vaso queManuel le ofrecía. Al tomar el primersorbo, notó primero el frío, y luego elsabor entre dulce y amargo de lalimonada recorriendo su garganta. Unasensación tan placentera que hizo quevolviera a tomar otro poco.

Entonces se percató de que él, con elvaso en la mano, no había bebido aún.

—Creo que estas a la defensiva conmigo—dijo serio—. Quizá sea mejor así.

Se llevó el vaso a los labios y tomó unbuen trago antes de volver a hablar.

—Seguro que te has enterado de que enel pueblo me creen loco o algo por el

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estilo,

que en poco tiempo me he echado muymala fama y que incluso piensan quetengo instintos asesinos... Y sí, es ciertoque apunté a un tipo con la escopeta decaza de mi abuelo, pero no estabacargada y sólo pretendía asustarlo paraque no volviera. Me pilló en unmomento... Estaba harto de tantas cosasque al verlo subido al muro no pudeaguantarlo, además, no tenía ningúnderecho a hacerlo. —E hizo una pausaantes de añadir—: Aunque algo buenosaqué de todo aquel despropósito; nadieha vuelto a merodear por aquí.

Bebió de nuevo, un largo trago que

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pareció degustar plácidamente.

—Luego está lo que pasó contigo. —Yla miró—. Me alegro de que te hubiesesatrevido a venir a pesar de todo.

Elisa no podía sostener la intensidad desu miraba.

—Tengo que irme —acabó por decir.

—Aún no terminaste...

Apuró hasta la última gota y dejó elvaso en la bandeja a la vez que se poníaen pie.

—Sigues enfadada conmigo por lo de...

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No terminó la frase, como si no quisieradecirlo o esperando algo de ella. YElisa

no pensaba hacerlo.

—Hagamos las paces —repuso él, ycomo si le viniese la idea de pronto, lesaltó

—: Te invito esta noche a tomar algo enlas terrazas.

Tardó en digerir aquella propuesta, másaún al ver la expresión de su rostro,atento a su respuesta. Y fue un «no»rotundo.

—¿Por qué? —Se había puesto también

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en pie y la contemplaba perplejo.

—No me parece buena idea —contestóde la forma más tajante que pudo.

—Comprendo... No quieres que te veanconmigo, con el loco. Soy peligrosopara las mujeres decentes, solo debo ircon las que son como Marga… Lasbuenas debéis

evitar a los tipos como yo, que beben yamenazan con escopetas.

Elisa no podía creer lo que estabapasando. Su voz transmitía una carga deresentimiento que, lejos de asustarla, ledio empuje para enfrentarse a él.

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—No te he juzgado, y menos aún meimporta lo que hagas ni con quién estés,y mucho menos con quién te acuestes, estu vida.

Se apartó para irse, pero se volvió unsegundo. Aquella era una escena tanparecida

a la del primer día que no pudo reprimiruna mueca de ironía al decir:

—De todas formas, gracias por el piano.

Fue a por la carpeta y guardó en ellatodas las partituras. Luego cerró la tapa.

—Siento lo que te he dicho —dijo él,acercándose.

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—Me da igual si lo sientes o no —repuso con desdén.

—¿Es que no vas a volver?

—No, porque no me gustan estas cosas,ni quiero pasar por lo mismo otra vez —

empezó nerviosa—. Quizá has pensadoque el venir a tu casa te da derecho adescargar tus frustraciones o lo que seaque tengas contra mí, como si yo fueseuna especie de siquiatra. Pero no esculpa mía si tienes problemas, todos lostenemos y no vamos pagándolo con losdemás.

No quería ser tan brusca, pero lo habíadicho, sin prever cómo se tomaría su

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comentario. Y en el fondo le daba igual,necesitaba desahogarse porque iba amarcharse de todas formas. Sinembargo, le sorprendió su tono desincera súplica cuando dijo:

—Perdóname, no volverá a pasar, te loprometo.

Le cogió la carpeta de las manos sin queella opusiera resistencia y la dejóencima

de la mesa.

No supo por qué lo hizo, y aún seguíapreguntándoselo mientras regresaba acasa de

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su tía. Le había dicho que sí, queaceptaba su invitación, y quedó en quepasaría a buscarla a las once.

VII

—¿Que vas a ir con él a las terrazas? —preguntó por segunda vez Carmela; noparecía terminar de creer lo queacababa de oír.

Elisa volvió a decir que sí, y esta vez lesalió la amplia sonrisa que le provocaba

ver a su tía tan alterada.

—Desde luego no pierde el tiempo —continuó—. Y no es que me parezca mal,entiéndeme, pero eso es correr

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demasiado.

—¿Piensas que por salir a tomar algo yaes una especie de compromiso?

—Hija, no es eso, solo que me pareceraro. Sabes de sobra los rumores quecorren

por el pueblo, y aunque sea un Mérida,las habladurías...

Elisa sabía bien que esas habladurías alas que se refería eran en su mayoríaciertas, pero a ella no le importaban. Omejor dicho, había decidido que no lohicieran.

—No te preocupes de las cosas que diga

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la gente —intentó tranquilizarla—.Confía

en mí, creo que soy lo bastantemayorcita para saber lo que hago y,desde luego, no voy a estar pendiente desi a los del pueblo les parece bien omal.

—Sí, tienes razón —dijo Carmela máscalmada—. La gente habla y casisiempre sin

saber, y a mí me cae bien ese muchacho,no hay que olvidar de qué familia viene.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, no solo que son los más ricos

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de esta zona, es que además tienen quesaber lo que hacen, o como sueledecirse, una reputación que guardarporque su vida es como la de losfamosos, si arman jaleo, importa másque si lo hace cualquier otro.

Aunque ahora que lo pienso, a ese letrae al fresco la reputación de sufamilia. —Y se quedó un momentopensativa antes de añadir—: Megustaría saber si sus padres están

al corriente de lo que se dice de él.

Elisa se había puesto a preparar la mesapara la cena.

—No te preocupes, tía, en el pueblo ya

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se habrán enterado de que voy a tocar elpiano a su casa, eso da más que hablarque estar en una terraza.

Carmela se percató de ello al murmurarentre dientes:

—Pues no queda otro remedio queapechugar con lo que venga.

No había metido en su equipaje nadaespecial porque no pensaba tenerninguna ocasión para ello; así que entrela docena de camisetas tenía tan solotres blusas más de vestir y se puso laestampada sin mangas con una faldavaquera y las sandalias de medio tacón.Al cuello, su cadena de oro con elcolgante de la clave de Sol que le habían

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regalado sus padres en uno de losúltimos cursos del Conservatorio,además del pequeño bolso cruzado enbandolera. Se miró entonces en elespejo de la puerta interior del armario,acordándose de algunos vestidos quetenía en su piso y que podrían haber sidoperfectos para aquella cita.

—Pero no es una cita —le habló a suimagen.

No en el sentido que solía darse y que levino de pronto a la cabeza. Comotampoco

había querido tenerla cuando Eric, alenterarse de su separación, la llamópara tomar algo y charlar y le contestó

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con una negativa. No estaba preparadani tenía ganas de estarlo. Sin embargo,había dicho que sí a Manuel, y se sentíaansiosa y emocionada como unaadolescente, dudando entre recogerse elpelo o llevarlo suelto, o si sería mejorcambiarse de blusa y ponerse lablanca…

Los toques en la puerta la sacaron de susdivagaciones.

—Pasa —dijo, y cerró el armario.

—¡Vaya, qué guapa estás! —exclamó sutía mirándola de arriba abajo—. Meparece

que este muchacho va a estar encantado

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de haber venido al pueblo.

—No me digas esas cosas —repusoella, aunque en el fondo se sintióalagada.

Carmela no apartó la vista de su sobrinamientras recogía unas prendas que habíaencima de la cama.

—Pues lo noto muy diferente al día queestuvimos en su casa, menosescuchimizado

y nada bravucón como esa vez.

—¿Quieres decir que está... que ya havenido?

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—¡Pues claro! Sentí a alguien en lapuerta y cuando salí, casi me choqué debruces

con él. Está esperando en la calle, creoque no se atreve a entrar. —Y soltó unafuerte carcajada—. Ahora soy yo la quele doy miedo.

Manuel estaba apoyado contra la paredde la fachada y se enderezó nada másverla

salir. Se saludaron, y Elisa reparó encomo su tía se asomabadisimuladamente por la puerta. Quizáintentaba desentrañar algo en sucomportamiento, y no había nada raro,solo eran dos personas que empezaban a

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bajar la calle en silencio.

Al pasar al lado de la casa de Juana yNicolás, vio a este tumbado en suhamaca, de

espaldas a la calle. Y como otras veceshabía sacado la tele con su mesa deruedas al zaguán y la veía recostado conlos pies en una silla baja. Por eso no seenteró de que pasaban, y sí lo hizo lavieja Rosario que se puso pálida, comosi de repente acabase de ver a unfantasma.

—Buenas noches —le dijo Manuel.

Elisa también saludó, mientras ella sequedaba con la boca abierta, incapaz de

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pronunciar un sonido.

—No había pensado en ella —dijo sinpoder contener una sonrisa.

—¿Te refieres a esa anciana?

—¡Oh, sí! —exclamó—. Esa ancianitaes una de las personas más chismosas ycotillas del pueblo. Como dice mi tía, seentera de todo sin salir de su casa, ynosotros acabamos de darle uno bueno.

—Vaya, si me lo llegas a decir antes, lehabríamos proporcionado otro mejor,como

por ejemplo, si te hubiese cogido así. —Y pasó por un instante el brazo en torno

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a su cintura.

Fue muy breve, pero Elisa sintió unaespecie de corriente que le atravesó elcuerpo

por entero. Lo miró temerosa de que sehubiese dado cuenta, pero Manuel nodejaba de sonreír.

—Imagina el susto que se habría llevado—concluyó, y ella también sonrió, perodébilmente.

En aquella noche tranquila, sin elagobiante calor del día, resultabaagradable sentarse a tomar algo, por esolas terrazas de los bares estabanbastante concurridas.

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Ellos se dirigieron hacia las mesasapartadas de la fuerte luz de las farolas,junto a una pared de ladrillo por la quese enredaban unas plantas y se apilabancajas de bebida vacías. Sonaba unamúsica que parecía venir del interior dellocal y que Elisa intentaba identificarcuando el camarero se acercó a ver loque querían. Era un chico muy joven,pero antes de llegar a la mesa, se leadelantó el que debía ser el dueño ytambién el padre del muchacho por elparecido evidente. Elisa se dio cuentade que estaba algo nervioso, como si depronto hubiese entrado en su localalguien importante y no quería perder laoportunidad de servirle en persona.

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—¿Cerveza? —le preguntó Manuel, yella dijo que sí—. Dos cervezas, porfavor.

El hombre se fue hacia la barra, sinparar de observarlos, y ella dejó defijarse en el del bar para mirar a sualrededor.

Era la típica terraza de verano. Gente entorno a las mesas, en su mayoría gruposde veraneantes que se encontrarían cadanoche para charlar de sus cosas ydisfrutar de la temperatura. Había niñoscorreteando y jugando en la explanada, ala vista de sus padres que tomaban algofresco, o de las abuelas que preferíansentarse en los bancos que había contra

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la pared y de paso hablar con susamistades que venían del paseo. Lamayoría hacían el mismo recorrido queElisa conocía por haber ido un par deveces con su tía y Juana; llegaban hastala piscina y giraban en lo que ellasllamaban el huerto de La Charca pararegresar por el camino hacia su casa.Pero le dijo a su tía que no le apetecíavolver a pasear por allí; se encontrabancon demasiadas personas que se parabana saludar, algunas con buena intención,pero los que conocían su situación —ycada vez eran más—, la miraban conlástima, como si, en lugar dedivorciarse, hubiese contraído unaenfermedad mortal. Por eso prefería elcamino del río o el de la carretera,

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lugares mucho más tranquilos ysolitarios.

Un poco más alejada de donde estabanhabía otra terraza con numerosaclientela, y

en medio de aquello se mezclaban lamúsica, las voces de los niños jugando yalgún coche que entraba de tarde entarde cruzando hacia el pueblo.

Se respiraba una calma que invitaba arelajarse, sin embargo, Elisa eraconsciente

de las miradas, de que habría gente quelos conocería de vista, sobre todo a él,que era un Mérida, y que la mayoría se

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estarían preguntando quién sería lamujer que lo acompañaba. Y lo másprobable es que pensasen que era algunade sus amiguitas, de

las que se decía que llevaba a su casa,sin duda especial, puesto que lamostraba en público. En un pueblopequeño, las noticias fluyen conasombrosa rapidez, de modo que esamisma noche muchos acabaríansabiendo que se trataba de la sobrina deCarmela Valverde, la de Aurelio el delas Aceñas, apelativo por el que seconocía a su tío.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí —contestó; en ese momento

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llegaban las cervezas que el dueñocolocó sobre

la mesa con un cuenco de patatas fritas.

—Gracias —le dijo Manuel.

Como la vieja Rosario, el hombretampoco supo responder más que con unpequeño

gruñido al que no prestaron atención.

—Me parece que te sientes incómoda...Sé que la gente nos mira y a mí no meimporta, aunque creo que a ti sí.

—Es cierto —tuvo que reconocer—, mesiento rara, y no puedo evitar

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preguntarme

qué estarán pensando.

Manuel sonrió y movió la silla paraacercarse más a ella.

—Ni lo peor que se les pueda ocurrirme preocupa ahora mismo. —La mirabatan

cálidamente que sintió de pronto lomismo—. Olvídalos y disfruta de estanoche estupenda. Yo al menos estoy enla mejor compañía… y la cerveza estábuena —dijo al

beber un poco.

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Entonces empezó a hablarle de lamúsica que sonaba en esos momentos,una conocida canción de principios dela década de los ochenta que los dosrecordaban. Y

poco a poco, casi sin darse cuenta, Elisasintió como desaparecía todo lo quepasaba a su alrededor; que a pesar deque los mirasen, estaba a gusto hablandocon él, como si fueran dos amigos quehacía mucho que se conocían.

Después de la música charlaron decuando iban al pueblo de niños,divagando con

la posibilidad de haberse cruzadoalguna vez por la calle. Pero Elisa no

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había vuelto desde que tenía once años,mientras que él había estado yendo enlas vacaciones de verano y algunasNavidades, hasta que fue a launiversidad. Luego solo iba en agostopara estar con su abuelo, que pasabalargas temporadas cuando se jubiló.Manuel le contó que lo acompañaba atodas partes y que se llevabanestupendamente; era su único nietovarón y debía tener sus últimas ilusionespuestas en él.

—Me enseñó a pescar, recorríamos susfincas con el jeep... —recordónostálgico—.

También me compraba todo lo que le

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pedía, primero, la mejor bici, luego latabla de

surf y una moto con la que hacía el cafrehasta que un día me empotré contra unafarola y me rompí un brazo, además devarias costillas, y se me quitaron lasganas.

Con su padre no se llevaba muy bien, alparecer, era muy exigente y lo habíaobligado a ir a estudiar tres años aInglaterra, pero nunca le gustó.

—Volví a Valencia en cuanto pude, nosoportaba el clima frío y lluvioso, yademás

vivía con mis tíos, puedes imaginarte, un

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chico de dieciocho años controlado eldía entero... Hice allí los dos primerosaños de Empresariales, luego terminéaquí la carrera y volví otro año parahacer un master.

Después le tocó a ella contarle algo desu vida, que tras terminar en elConservatorio había recorrido parte delpaís con la orquesta de Cámara hastaque el violín solista se marchó, que fueentonces cuando decidió dejar las girasy surgió lo de dar clases. Incluso lecontó que, aunque no era creyente, leencantaba visitar iglesias y catedrales,sobre todo si tenía la oportunidad deescuchar el sonido de un órgano.

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También que era una entusiasta del Jazzy que, cuando estuvo en Nueva York, loque más le gustó fueron los clubs dondeactuaban las bandas de jazz. Lo que nole mencionó fue que ese viaje lo hizo ensu luna de miel y que el violinista era sumarido. Y se dio cuenta de que ningunode los dos había mencionado nada sobresus relaciones personales.

Eran cerca de las dos de la madrugadacuando Manuel pagaba la cuenta en laterraza, dejando una buena propina.

—Hay que quitarse la mala fama, y unbuen paso es quedar bien con el del bar.

—Creí que no te importaba lo quepensaran —comentó ella.

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—Y así es, pero no soy diferente a losdemás, al final, a todos nos gusta caerbien.

Tomaron de regreso otra calle menosiluminada, con lo que al alzar la vistapodían

ver el cielo plagado de estrellas y la VíaLáctea cruzando el firmamento como unaborrosa nube de luz blanca.

—En las ciudades es difícil ver un cieloasí —dijo ella.

Manuel también miraba, y los dosacabaron por detenerse paracontemplarlo mejor.

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—¿Sabías que la Vía Láctea solo se vesi no hay luna?

—No, y puede que sea la primera vez enmi vida que la esté viendo, a no ser depequeña, pero no lo recuerdo. —Y lomiró un momento—. Tampoco tengomucha idea

sobre ese tema.

—A mí me encanta. Cuando tenía treceaños, mi abuelo me compró untelescopio de

80 milímetros, de aficionado, aunque laprimera vez que miré me decepcionó;creí que iba a ver los anillos de Saturnoy las galaxias con sus colores, como en

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los libros.

—¿Entonces?

—Bueno, conseguí ver Júpiter concuatro satélites, y Andrómeda, que eracomo una

mancha —dijo sin dejar de mirar haciael cielo—. Lo mejor fue la luna, era casicomo en los libros, se veían claramentelos cráteres y lo que llaman los mares…Tienen nombres muy curiosos, comoOcéano de las Tempestades, Mar de lasLluvias, de la Tranquilidad…

—¿Y sigues con esa afición? —preguntó, acordándose de los libros deastronomía

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que había visto en la librería.

—A veces leo sobre ello o veodocumentales, pero nada más.

Sin dejar de mirar, Manuel empezó aindicarle donde estaba la Osa Mayor, laOsa

Menor, Casiopea, cómo localizar laestrella Polar, que indica el norte,Andrómeda…, y le contó que de niño legustaba aprenderse de memoria losnombres de las constelaciones, planetas,satélites y estrellas, y empezó a decirlede carrerilla:

—Centauri, Leo, Osa Mayor, CanisMayor, Cetrus, Sagitario, Andrómeda,

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Eridanus...

Se detuvo de pronto y sonrió.

—Perdona, te estoy aburriendo.

—En absoluto... ¿Y sigues observandoel cielo con el telescopio? —preguntó.

—A mi padre no le gustaba que lohiciera, decía que eran tonterías, quedebía centrarme en los estudios y noperder el tiempo. Por supuesto, se saliócon la suya, y lo dejé.

Reanudaron el camino y antes de darsecuenta, estaban en su calle y frente a lapuerta de la casa.

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—Hacía tiempo que no lo pasaba tanbien —dijo en voz baja—. Gracias porconfiar

en mí.

Se aproximó tanto y la miró de unaforma tan intensa, que por un instantecreyó que

iba a besarla en los labios. Pero fue enla mejilla, y se apartó enseguida dandoun paso hacia atrás.

—Buenas noches —susurró, y se volviópara perderse entre las sombras caminode

su casa.

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Ella abrió la puerta un poco aturdida. Lehabía dado un beso de amigo, deagradecimiento quizá, un hasta luego...Cerró la puerta y se quedó un momentoallí, en la oscuridad del pasillo, con lamente en blanco; hasta que se rio de símisma y se fue a la cama.

VIII

Estaba desayunando y, a la vez,observaba como su tía cogía la vaina deuna judía

verde, le cortaba los extremos con uncuchillo y la partía por la mitad. Luegola echaba en una olla que tenía sobre lamesa y volvía a empezar con otra.

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Elisa seguía sus movimientos comohipnotizada, hasta que alzó la vista. Sutía la miraba con un gesto que conocíade sobra, el de que algo, en expresiónsuya, «la reconcomía por dentro».

—Venga, pregunta de una vez —leinterpeló, y Carmela soltó aquella judíaque en

lugar de entrar en la olla cayó al suelo.

—No pude pegar ojo hasta que oí lapuerta.

Elisa se había agachado a recoger lajudía y la dejó sobre la mesa.

—¿Y por qué estabas tan preocupada?

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—tuvo que preguntar.

—Por culpa de la Rosario. Al poco deirte, bajé a casa de Juana y ahí me laencontré, esperándome y hecha unmanojo de nervios. Me saltó con que tehabía visto

con el Mérida, y que cómo te habíadejado ir con él sabiendo que es unmujeriego y un loco de atar... Me metióen la cabeza las cosas más... no sé cómodecirte, me la puso como un bombo,decía que sabía de buena tinta quellevaba furcias a la casa de sus padres,prueba de lo mala persona que debíaser, y que era un tarambana. Supongoque sabes lo que significa…

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Elisa lo imaginaba, aunque no fuese unapalabra que estuviese acostumbrada aescuchar.

—Pues lo dijo, y otras cosas peores —continuó—. El caso es que me entró taldesazón… No dejaba de pensar que erayo la culpable de que conocieses a esehombre

y que caería una desgracia peor que lade tu divorcio.

Elisa había dejado el desayuno.Escuchaba, al principio, divertida,imaginando a aquella vieja chismosaescandalizada, pero ver como su tía sealteraba le hizo sentir un pesar enorme.Se contagió de pronto de aquel

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sentimiento general de repulsa haciaManuel, porque ella lo había visto consus propios ojos, no se lo había contadonadie.

Tenía a aquella mujer en su casa, nosabía si era prostituta o no, si era suamiga o su amante, pero sí que estababebido y creyó que ella podía ser sudiversión. Luego había cambiado. Lanoche pasada en las terrazas y cuandomiraban juntos el cielo, o su beso dedespedida en la mejilla… No pudoevitar pensar si aquel comportamientoencantador era una especie de treta paraconseguir algún fin; ya se sabía, en cadasituación hay que emplear distintosmétodos.

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Por un momento pensó contarle todoaquello, pero en su interior vio que noiba a sacar nada, salvo preocuparla.Además, si lo hacía, no tendría sentidoir a tocar a su casa, y por consiguiente,tampoco volvería a verlo.

Así que la tranquilizó quitandoimportancia a los rumores. E insistió enque no debía hacerle caso a esa mujerque solo era una pobre vieja resentida.

—Te lo dije ayer y te lo repito, no va apasar nada malo, confía en mí.

Su voz era suave y serena, y Carmela,más calmada, volvió a su tarea. Sinembargo,

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a ella le había quedado una sensaciónextraña que no iba a desaparecer; sabíacon total seguridad que Manuel Méridano pasaría por su vida como si tal cosa.

La puerta estaba abierta, y en elrecibidor se encontró a Rogeliolimpiando la barandilla de la escaleramientras su mujer fregaba las baldosas.Eso la hizo detenerse en la entrada, anteel suelo húmedo sin saber qué hacer.

—Pase sin cuidado —dijo Rogelio—. Ysuba, me ha dicho que se lo diga encuanto

llegue.

Ella lo miró confusa; no sabía si había

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entendido bien.

—Ha estado toda la mañanarevolviendo en el desván —le contó elcriado—, y debió encontrar lo quebuscaba porque parecía muy contento.

—Sí, desde que vino no lo habíamosvisto así —comentó Rosa.

—Por lo menos estando sobrio —lehabló en susurros a su mujer, aunqueElisa lo

oyó, y volviéndose hacia ella, acabó pordecir—: Desde que viene usted no havuelto a beber.

Ambos la observaron con expresión

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satisfecha, haciendo que se sintieraturbada cuando Rogelio le indicó denuevo que subiera.

—Es la segunda a la izquierda.

Empezó a subir despacio los peldañosde mármol blanco, notando la mirada deaquella pareja a su espalda, hasta quellegó al final, a un ancho y largo pasillo.Tenía puertas a uno y otro lado, congrabados que representaban cacerías yescenas navales que se intercalabanentre sí. Y caminó hasta detenerse antela que le había indicado Rogelio; estabaentornada, por lo que apenas tuvo queempujar un poco más para entrar.

Era una habitación grande y de techos

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altos bordeados con molduras, como losdel

resto de la casa. La cama ocupaba elcentro, con un cabecero imponentetallado en madera, y a la derecha unarmario junto a una puerta cerrada quetenía un cristal opaco en lo alto. Lasmesillas con sus lámparas seguían elestilo de la coqueta con un espejo y unabutaca, todo en maderas de calidad. Sinembargo, lo que más le llamó laatención fue el papel pintado de lasparedes, un estampado de grandes floresy, además, láminas enmarcadas, tambiéncon motivos vegetales.

—Seguro que no has visto en tu vida

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nada semejante —dijo Manuelasomándose por

la puerta abierta.

—No —repuso ella.

—Mi abuelo se pasó con lo de lascacerías, y mi padre, con los barcos, asíque a mi

madre le dio por las flores. Yo duermoaquí porque es la única habitación quetiene el baño incorporado, pero no megusta mucho la decoración, está un pocorecargada, ¿no

crees? —preguntó sin disimular unasonrisa.

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Ella también sonrió mientras asentía.

—Ven, quiero enseñarte algo. —Y lainvitó a salir con él a la terraza.

La balaustrada de piedra recorría elfrente, con una tumbona de madera conuna colchoneta estampada en verdescomo único mobiliario. Pero no eratodo, y Manuel se

retiró a un lado para mostrarle untelescopio en su trípode dirigido haciala lejanía.

—Estuve más de dos horas moviendotrastos, el desván está lleno de cosas,hay por

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lo menos cincuenta sillas, mueblesviejos y rotos, baúles y montones decajas… No recordaba haberlo llevado aValencia, mi padre no me habría dejadousarlo durante el curso, así que tenía queestar aquí. Sudé lo mío para encontrarlo,pero mereció la pena.

Manuel hablaba mientras ajustaba lalente y la situaba donde quería.

—Acércate —le pidió, alzando la vista.

Ella hizo lo que le indicaba y miró porel objetivo.

Al principio no sabía lo que estabaviendo, hasta que se dio cuenta de queeran árboles, tierra y rocas.

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—Son las montañas, deben estar a másde sesenta kilómetros.

Lo dirigió luego hacia otra parte, y Elisavolvió a mirar; esta vez veía el relievede la cruz de la ermita, y al moverlo unpoco, las tejas de una casa como si latuviese allí mismo.

—Ahora hay luna nueva —lo escuchódecir—, cuando sea creciente te laenseñaré.

Levantó la vista del objetivo y lo vioapoyado contra la barandilla. Ella seaproximó y se inclinó un poco para verel camino que iba hasta la verja deentrada, los setos en formacioneslineales, los árboles recorriendo el muro

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y los macizos de hortensias. Lospenachos de la palmera parecían estar alalcance de su mano, aunque

sobrepasaban un poco la altura de lacasa. A lo lejos distinguía parte delpueblo, la torre de la iglesia, las casasdel otro lado, la ermita… y más lejanoaún, la cadena montañosa que recorríael horizonte, de un color azulado, lamisma que acababa de ver por eltelescopio.

—Es una vista preciosa —dijo en alto, yse volvió.

La sombra que proyectaba la casa sobreesa parte de la terraza la protegía,mientras él seguía a pleno sol sin

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importarle el calor, apoyado en labarandilla, como absorto en sí mismo.

—¿Por ahí amanece? —preguntó pararomper el silencio que se habíaproducido entre los dos.

—Sí —contestó enderezándose—.Luego va rotando hasta ahí detrás, yhabría que ir

al otro lado de la casa para ver elatardecer.

Con el brazo extendido, había hecho elrecorrido hasta que lo dejó caer concierta

pesadez.

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—Supongo que también será un lugarprivilegiado para contemplar lasestrellas.

—Desde luego, y cuando apago la luzque solemos dejar encendida abajo, esmejor

aún.

Le dijo que muchas noches se recostabaen aquella tumbona y que se quedabamirando hasta que le entraba el sueño.Algo que esos días le resultaba másfácil.

—La casa siempre estaba llena de gente,mis padres, mi abuelo, mi hermana conmis

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primas, mis tíos, algunos amigos… Estaes la primera vez que vengo solo.

Guardó silencio, y Elisa no supo quédecir; no sabía si eso le gustaba o todolo contrario.

—¡Ah! —exclamó de pronto—.Olvidaba que tengo algo para ti.

Salió y regresó enseguida con unacarpeta atada con una cinta amarilla. Sela tendió, y ella miró confusa.

—Cógela —lo decía impaciente, sinquitar los ojos de los suyos.

Ella bajó la vista y lo primero que viofue, escrito con una caligrafía muy

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adornada y envuelta en una orla dorada,dos palabras: Für Elise.

—Es una partitura, la encontré mientrasbuscaba el telescopio, y cuando la vi mequedé impresionado, era increíble queprecisamente fuera tu nombre.

Parecía tan ilusionado con su hallazgoque intentó quitarle importancia.

—Es una de las obras más populares deBeethoven —dijo desatando las cintas.

La partitura tenía acotaciones, al igualque el título, en alemán, y en un papelamarillento, pero en perfecto estado. Yla fecha de edición que se indicaba en laportada era 1874.

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Cuando ya la había examinado hoja porhoja, fue a devolvérsela, pero él noquiso

cogerla, y ella lo miró sin comprender.

—Es para ti —insistió.

—Pero… debe ser muy valiosa, es unaantigüedad que pertenece a tu familia.No puedo aceptarla.

Volvía a dársela, y él se llevó las manosdetrás de la espalda.

—Estaba en un baúl entre un montón detrastos inútiles, como si a nadie leimportara. Además, está tu nombreescrito, tú tocas el piano ahora, para mí

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no hay nadie mejor para tenerla.

Ella cedió al fin, aunque seguía sinsaber cómo tomarse aquel ofrecimiento.

—No sé si sabes que este no era elverdadero título —señaló sin dejar demirar la

carpeta.

—¿Y cuál era?

— Para Teresa, aunque hay variashipótesis. Por una parte, que la compusopara una joven pianista llamada Theresey que usó el nombre ficticio de Elisapara esconder su identidad, mientras quehay quien cree que la destinataria era

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Elisabeth Röckel, una soprano de la queBeethoven estaba enamorado, y que todala confusión vino de un error altranscribirla porque el compositor teníamuy mala letra.

—Me gusta más Para Elisa —dijoManuel, y ella, un tanto aturdida,añadió:

—De todas formas, tenga el título quetenga, es una música maravillosa. Y sialgún

día quieres recuperarla o alguien de tufamilia, te la devolveré.

Él afirmó con la cabeza.

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—Fue la primera composición queaprendí —recordó entonces y lepreguntó si quería que la tocase.

—Me gustaría mucho.

Bajaron al salón. Ella dejó la partiturasobre el piano y enseguida se sentó paraempezar. Entretanto, Manuel se quedó enel sofá de al lado y la escuchó conatención.

Aunque hacía mucho tiempo que no latocaba, su memoria no le falló, salvoque fue

un poco más lenta al principio, y alacabar y quitar las manos del teclado, lomiró para ver su reacción.

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—La conocía, pero no sabía que setitulaba así —dijo él mientras selevantaba situándose a su lado—. Lapartitura debía ser de mi abuela, yahora, oyéndote tocar, pensaba queencontrarla ha sido una señal, como sime mandase un mensaje.

Elisa lo miró con los ojos muy abiertos,y él se echó a reír.

—No te asustes, no se me ha ido lacabeza ni creo en espíritus, fantasmas ninada

por el estilo, pero reconoce que no dejade ser algo asombroso.

—No lo es tanto, ya te dije que es una

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obra muy popular, la aprendemos todoslos

que tocamos el piano porque no tienemucha dificultad.

—Sí, pero habrá otras muchas, y que seaprecisamente esta la que hayaencontrado y

que tú te llames Elisa… Es como siexistiera una especie de paralelismoentre nosotros y mis abuelos.

La dejó sin palabras porque tambiénpensaba lo mismo. Que era unaconjunción asombrosa con la partitura yesa mujer que no había visto nunca y quedebió tocar tantas veces en ese mismo

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piano, como hacía ahora ella… Pero nosabía si él se daba

cuenta de lo que acababa de insinuar ylo que podía significar.

—¿Sabes alguna que no sea clásica? —preguntó de repente.

—Sí, por supuesto, me gustan enespecial las de las bandas sonoras, y unade mis

preferidas es el tema central de lapelícula El golpe.

—La conozco, es bastante movida.

—Por eso me costó más aprenderla,

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tiene un ritmo muy rápido y dinámico.En el fondo sería un clásico del ragtime,un estilo vinculado al jazz de principiosde siglo.

Y sin más empezó con aquella músicadesenfadada, de notas alegres ysaltarinas, mirándolo de vez en cuandopor el rabillo del ojo para comprobarque le gustaba.

—¿Puedes tocarla otra vez? —le pidióen cuanto terminó.

Lo hizo de nuevo, con mayor soltura yviveza, y esta vez los dos se miraban sindejar de sonreírse, mientras Manuelseguía el compás con el cuerpo.

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—Podrías enseñarme algún día a tocaralgo, como si fuera uno de tus alumnos.

A ella le sorprendió, pero enseguidareaccionó.

—Si quieres, puede ser ahora.

Se echó hacia un lado en la banqueta,dejando libre un sitio a su derecha.

—Una de las composiciones más fácileses precisamente la que encontraste deBeethoven.

— Para Elisa —dijo él.

—Sí… Voy a hacerlo yo primero ydespacio.

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Tocó las primeras notas deteniendo cadadedo en su posición para que pudierafijarse.

—Ahora tú.

Manuel fue a poner la mano sobre elteclado, pero no recordaba por dóndeempezar,

y ella se la cogió para colocarle losdedos.

—Empieza aquí, con este en la notaMi… ahora presiona…

Fue haciéndolo, dirigido por ella hastaque al intentarlo solo los sonidosresultaron estridentes, sin el menor

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atisbo de armonía.

—Es muy difícil, no lo consigo y voy aacabar rompiendo algo.

Ella se rió; tenía suficiente paciencia yestaba acostumbrada a los niños a losque daba clase. Volvió a mostrarle cómotenía que hacerlo, colocando de nuevosus dedos

sobre el teclado, repitiéndolo hasta quelos primeros compases fueronreconocibles.

—Desde luego, no me extraña que senecesiten tantos años para dominar esteinstrumento —dijo mirándola.

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—Nunca se llega a dominar —repusoella.

Manuel continuaba con sus ojos en lossuyos, y su cercanía le hizo sentir unintenso calor que le subió por la nucahacia las mejillas. Tenía la impresión, omás bien la certeza, de que si continuabamirándola así ocurriría algo, y ese algole aterraba.

—Me gustaría beber un poco de agua —le pidió.

Él se levantó enseguida y salió abuscarlo.

Cuando se lo trajo, bebió despacio, conla vista en el jardín que ya empezaba a

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cubrirse de sombras.

—Es tarde —dijo—, tengo que irme.

Al recoger y guardar la partitura en sucarpeta lo miró.

—Gracias por… —empezó, pero nosupo cómo decirlo y acabó con unasonrisa.

—¿Puedo acompañarte hasta el cruce?—le pidió cuándo se iba.

—Sí, claro…

Apenas hablaron hasta que él le indicóque los árboles que recorrían el bordedel

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camino eran chopos y le dijo que, hacíaaños, pasaba un arroyo por allí y quedebían correr aguas subterráneas porquehabía mucha vegetación. Pasaronentonces junto a la zarzamora y él sedetuvo a coger unas pocas moras.

—De pequeño venía muchas veces a porellas, comía todas las que podíaalcanzar.

Le ofreció una de las moras; estabadulce y se deshizo en la boca mientrassentía su textura granulada. Volvió aofrecerle otra, pero no quiso más, y alllegar al cruce, se detuvieron.

Manuel se comió la última mora quetenía en la mano y se quedó mirando a

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dos hombres que venían por el caminoque llegaba a la carretera.

—Hasta mañana —dijo ella sinmoverse, esperando su respuesta oquizá, aunque no

se atreviera a reconocerlo, otrainvitación a las terrazas.

—Sí… hasta mañana —repitió él, y trasun breve instante, se volvió hacia elcamino

de regreso a su casa.

Las dos personas que habían visto erandos ancianos que le dieron las buenastardes

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cuando se cruzaron. Elisa, con la carpetaapretada contra el pecho, les devolvió elsaludo con apenas un hilo de voz.

IX

Rogelio le comunicó que el señoritoManuel no estaba, y Elisa sintió unamezcla de alivio y decepción. Por sucabeza pasó la idea de que quizá sehabía ido, que había regresado a sutierra porque la echaba de menos y noiba a volverlo a ver. Pero el criadoempezó a decir, sin que ella le hubiesepreguntado, que su tío, que vivía enMadrid, lo había telefoneado.

—Se fue enseguida con el coche sindecirme cuando volvería, y yo no iba a

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preguntárselo, no fuera a contestarme demala gana.

Elisa no dijo nada tampoco y se dirigióal piano.

Revisó sus partituras y eligió el segundomovimiento de la Sonata para violín ypiano Nº5, Primavera, de Beethoven.Una de las piezas que más había tocadocon la orquesta de cámara y en losduetos. Y recordó los ensayos conGonzalo, las horas dedicadas al igualque con otras composiciones. Tambiénsu enfado porque a ella le costaba más,aunque al final lo conseguía y le gustabasentir su aprobación en la miraba, enaquel gesto suyo que tan bien conocía,

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una leve sonrisa que lo decía todo sinpalabras. Así, cuando llegaba el día dela actuación, nadie se daba cuenta delesfuerzo, se compaginaban de unamanera tan perfecta y natural… Eracomo si estuviesen solos en la sala deconciertos, envueltos en los sonidosarmonizados, como si danzaran entreellos. Primero las notas del piano, luegoentraba el violín y se unían.

Miró entonces a la altura donde Gonzalosolía ponerse, a no más de un metro dedistancia, y creyó ver su figura con elfrac negro, su rostro con diminutas gotasde sudor en la frente y los ojos cerradospara no perder la concentración… ¡Cuánorgullosa se sentía al pensar que la

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quería! Pero todo había terminado y, alacabar de interpretarla, pasó aquellapartitura al final de la carpeta. Habíadecidido que no iba a volver a tocarla;no quería recordar a su marido, nisiquiera así.

Estuvo cerca de dos horas enlazando sinparar una composición tras otra,

incluyendo la de Rasmaninov que tantole había gustado a Manuel, aunque esavez su

interpretación había dejado mucho quedesear. Y para terminar, acabó haciendoescalas como si fuese una estudiante delos primeros cursos, hasta que dejó caerlos brazos, cansada, agotada física y

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mentalmente.

No había oído nada, ni siquiera lapuerta, y se asustó al ver a aquella mujera su lado, su cuerpo delgado y menudo,con la expresión de parecer estarpidiendo perdón

por interrumpir.

—Señorita, es la foto de la que le habléel otro día —dijo Rosa mientras se lamostraba.

Elisa estuvo a punto de rechazarla, dedecirle que se la llevara, que no queríaverla y que no le interesaba en absoluto.Pero ahí seguía, frente a ella, y Rosaacabó dejándola en sus manos.

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En la imagen había una pareja. Él eraManuel, estaba menos delgado y tenía elpelo

un poco más largo, pero lo que más leimpresionó fue la sonrisa de completafelicidad que dibujaban sus labios;desde que lo conocía nunca le habíavisto esa expresión tan radiante. Luegose fijó en su brazo derecho, como seperdía hasta aparecer su mano en lacintura de la mujer. El mismo brazo y lamisma mano que la noche anterior habíatocado la suya. Una mano que aferrabacon cuidado la silueta de aquella mujer,tan bella y perfecta que no parecía real.Y no podía apartar la vista de aquelrostro ni de la mano de él en su cintura,

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pensando si estaría sintiendo lo que ellasintió, si por su cuerpo había recorridoaquella sensación que empezaba aproducirle vértigo.

—Es la novia —oyó decir a Rogelioque se acababa de acercar—. Nunca hevisto

una moza más guapa, parecía una artistade cine.

—Y la quería tanto… —añadió Rosa,exhalando un suspiro.

—Sí, se los veía muy enamorados, élmucho más, siempre estaba pendiente deella.

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—Pero era un poco chulilla, ¿verdad?—dijo Rosa a su marido.

—Sí que lo era.

Había estado demasiado tiempo viendoaquella foto y de pronto sintió como sile quemara los dedos. Se la devolvió aRosa sin hacer ningún comentario eintentó aparentar indiferencia. Bajó latapa del teclado y se despidió de ellos.

Esa noche cenó sin apetito; no queríaque su tía notara su inquietud, pues nodejaba de acudir a su mente aquellaimagen, esa bella mujer que abrazaba, elrostro rebosante de felicidad de él…Algo pasó que los hizo acabar parasiempre, como ella y Gonzalo.

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«¿O existía alguna esperanza derecuperarla?», se preguntaba. Con unamujer así era fácil olvidar lo pasado,perdonar si hacía falta, y él volvería conella si se lo pedía porque era tanhermosa... Parecía imposible que nosiguiera amándola.

Se puso a recoger los platos y afregarlos, mientras Carmela sacaba algodel congelador para la comida del díasiguiente y le hablaba de la misa y laprocesión de la Virgen de la Asunción ala que había ido por la mañana.Entonces oyeron unos toques en lapuerta.

—Será Juana, aunque la puerta está

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abierta. —Y salió a ver, algo extrañada,pues su

amiga solía entrar sin llamar y voceandosu nombre.

Elisa continuó con su tarea, aclarando elúltimo plato que acababa de enjabonar.

—Buenas noches —escuchó a suespalda y se volvió.

El plato que tenía en la mano se leescurrió produciendo un ruidoestruendoso al caer en el fregadero.Miró asustada, luego volvió a mirarlo aél.

—¿Se rompió?

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Ella negó con la cabeza, e iba apreguntarle que qué hacia allí cuando élse le adelantó.

—Hay un baile en la plaza, es la fiestade no sé qué santo y han traído un grupo—

dijo, visiblemente ilusionado mientrasse lo contaba—. Me enteré cuandoentraba en el pueblo, oí la música y hepensado que quizá no te importaría venirconmigo.

Ella seguía muda por el asombro. Noesperaba verlo, y mucho menos que lehiciera

semejante proposición.

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—Será divertido, ya lo verás —volvió adecir él.

Carmela estaba junto a la puerta, tanatónita como ella misma, y la miróinterrogante. Su tía enseguida hizo ungesto negativo, pero ella solo se miró.Llevaba unos pantalones cortos tipobermudas y una camiseta de tirantes, conel pelo recogido en una coleta.

—Estás perfecta así —dijo adivinandosus pensamientos.

Quiso protestar, pero él ya la habíacogido de una mano y tiró de ella haciala calle.

Elisa miró a su tía aparentando cierta

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resignación, porque era evidente que noiba a oponer resistencia, por mucho quesu cara fuera de absoluta perplejidad.

—No se preocupe —dijo él—, la traerésana y salva.

No hablaron hasta que al bajar la calleManuel la cogió de improviso por lacintura

y caminó acercándola más hacia sí.Elisa lo miró sin comprender y vio quesonreía.

—Me he acordado y he visto que estáahí, a la puerta, ya verás, esta noche noduerme.

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Entonces comprendió por qué habíahecho aquello, y cuando no estaban alalcance

de la vista de la anciana, la soltó,mientras ella volvía a sentir unestremecimiento, sobre todo porque lafotografía que había visto aquella tardele llegó a la mente como una ráfaga.Pero él empezó a hablar de cómoaquellos bailes de pueblo lo entreteníany que había ido a muchos cuando eramás joven.

—Será la sangre de pueblerino quecorre por mis venas —comentó riendo.

Cuando llegaron a la plaza, la mismaplaza solitaria a la que había llegado en

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el autocar hacía dos semanas, se laencontró llena de gente, como si todo elpueblo se hubiera dado cita allí esanoche.

—Dame la mano, no vayamos aperdernos.

Cuando llegaron casi al centro, muycerca de la farola que tenía las luces desus cuatro brazos encendidas, la tomó dela cintura.

—No sé cómo se baila —murmuró untanto azorada.

—No te preocupes, tú déjate llevar.

Así lo hizo. Dejó que él la rodeara con

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un brazo por la cintura y con la mano delotro tomara la suya. La acercó un pocomás, hasta que su barbilla parecióacomodarse en su sien, al igual que suscuerpos, que se atraían como los metalesa un imán cada vez que alguien losempujaba sin querer. Y Manuel no eranovato en esas lides, la dirigía conprecisión controlando aquel espacio aveces tan reducido.

—¿Qué tal? —le preguntaba de vez encuando, y ella decía que bien, aunque sesentía patosa, y las sandalias quellevaba puestas no acompañaban. Temíaque en algún momento él la pisaría, perono lo hizo, y empezó a sentirse a gusto,incluso con aquella música estridente,

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tocada por cinco hombres de medianaedad que debían saber de memoria elrepertorio tantas veces interpretado. Yla gente estaba encantada, reían cuandoel cantante hacía referencias de doblesentido a los bailarines, como algo queacababa de soltar sobre que no teníanque agotar sus fuerzas, que la noche ibaa ser larga.

Elisa se sentía bien formando parte deaquella masa, como una pareja entretantas otras, casi pegados el uno al otro.Y dejó de importarle la calidad de lamúsica, si le daban un empujón oincluso si alguien se les quedabamirando descaradamente alreconocerlos.

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Cuando el cantante del grupo anunció undescanso, se fueron apartando hacia unlado, y se sentaron en uno de los bancosde madera que había bajo los soportalesdel ayuntamiento.

—Eché de menos oírte tocar esta tarde—le dijo nada más sentarse, y ellasonrió abrumada—. Y ayer no te lo dije,pero lo pasé muy bien y me encantó queme enseñaras ese trozo. Al volver a casalo ensayé varias veces y creo que mesale cada vez mejor. Cuando lo domine,¿me enseñarás otra parte?

—Claro, es una obra perfecta para eso,lo que en música se llama una bagatela.

—¿Tiene el mismo significado que le

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damos normalmente?

—No del todo, porque solemos deciresa palabra en un tono despectivo —contestó

ella—. En el caso de la composición deBeethoven significaría que es corta y defácil ejecución.

—Y preciosa —puntualizó él,mirándola.

Ella se volvió a observar la plazaenmarcada por el arco de los soportales.

—¡Hacia años que no hacía esto! —exclamó Manuel, y respiróprofundamente,

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echándose hacia atrás.

—Yo nunca.

—¿De veras? —Y se irguió paramirarla—. ¿Nunca has estado en unafiesta de estas?

—La verdad es que no.

—Así tendrás algo que contar a tusamistades cuando vuelvas.

—Es cierto, aunque se sorprenderán,sobre todo mi hermana. A ella leencantaría esto, prefiere oír a cualquiercantante antes que a la mejor orquestasinfónica.

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—No sé si llego a tanto, pero aunque lamúsica sea mala, reconozco que megusta,

lo que demuestra el mal oído que tengo.No debe ser un punto a mi favor con unaartista como tú.

—Bueno, yo no soy tan estricta ni piensoque a todo el mundo le tiene que gustarlo

mismo. Es buena la variedad, y esta nocreo que tenga otra pretensión quedivertir, y eso lo cumple.

—Me alegro entonces.

Se miraron de una forma tan profunda

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que no parecía existir nada a sualrededor, ni

siquiera los cientos de personas quellenaban la plaza. Hasta que alguien,como si fuera una sombra, se interpusoentre aquella mirada.

—Vaya, vaya… tenía yo razón, meechaste de tu casa para liarte con lapianista.

Era la inconfundible voz de Marga,observándolos a ambos con su pintadasonrisa y

los brazos en jarras.

Manuel se había puesto en pie como

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impulsado por un resorte, y su expresiónde disgusto la enfadó más si cabe.

—¿Te he chafado la escena, don Juan?

—¿Qué haces aquí? —preguntó a su vezcon aspereza.

—Oye, guapo, que no estamos en tucasa, y para tu información, es una fiestapopular y he venido con mis amigos.Además, eso mismo podría preguntarteyo, qué pinta el señor Mérida en unsarao de paletos. Aunque ya vi lo bienque lo pasabas bailando con tu nuevaamiga.

—Es mejor que te marches y nos dejesen paz.

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—¡No me da la real gana! —bramó ella—. Estoy en un lugar público y me irécuando me apetezca y diré lo que se meantoje, como que veo que encontraste unbuen

plan... Eres un auténtico capullo, buename la jugaste, primero íbamos a reírnosde ella, pero al final fue de mí de quiente burlaste.

—Ya está bien, Marga —dijo él en untono conciliador.

—No, querido, aún no he terminado. Ycreo que esto puede oírlo tu amiga, otraniña

bien...

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—No sigas, por favor.

—¡Ah! ¿No te gusta lo que digo? Puesya veremos si esta no te hace lo que laotra...

¿Qué harás entonces? ¿Vendrás otra vezlloriqueando para que te consuele?

Elisa vio como a Manuel se letransfiguraba la cara y se ponía tenso,apretando los

puños de tal forma y con tanta fuerza quepensó por un momento si no iría aabalanzarse sobre ella. Pero en lugar deeso vio cómo se abría paso entre lagente y desaparecía por la primera calle.

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Entre tanto, Marga se sentó a su lado, enel lugar que había ocupado él, y sacó desu bolso un paquete de cigarrillos. Hizoel amago de invitarle a uno, pero antesde que ella dijera nada, lo guardó.

—Seguro que no fumas —murmuró entredientes.

Encendió con el mechero el pitillo, y, alinstante, una nube de humo salió de suboca. Dio otra calada y se volvió denuevo hacia ella.

—¿Desde cuándo conoces a Manu?

—Ya lo sabes —contestó con desgana,recordando a su vez que a él ledesagradaba

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que lo llamase de aquella forma.

—¡Ah, sí, el famoso día del concierto!—exclamó divertida—. Tenía ganas deechármelo a la cara para decirle lo quepienso, pero se ha ido antes de quetermine. Y

no se puede hacer eso, dejarme tiradacomo si tal cosa después de haberleaguantado

todos sus rollos, la novia que si esto yque si lo otro.

Dio otra calada al cigarrillo, y Elisa sepreguntó por qué seguía allí, por qué nose había ido tras él en lugar depermanecer junto a aquella mujer igual

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que si la hubiesen clavado en el asiento,obligándose a escuchar lo que quisieradecirle.

—Mucha gente piensa que soy unafulana. —Marga la miró expresamentepara que

lo tuviera claro—. Y no lo soy, perotampoco una estrecha, y si un tipo condinero como él se acerca, me pego comouna lapa, no soy imbécil, como tampocolo soy para

creer que va a durar eternamente. Claroque mientras me pueda aprovechar ypasarlo

bien… —Se rio con ganas, cruzando las

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piernas—. Bueno, quizá no tan bien, yaviste

cómo acabó la cosa, el tío me odia, y noes que me pille por sorpresa, sabía quepasaría tarde o temprano. Además,estaba empezando a cansarme desemejante movida,

después de todo, no sé qué se cree, pormucho dinero que tenga no es un hombrecomo

es debido.

Elisa no comprendía, y Marga percibiósu confusión.

—¿No sabes a qué me refiero?

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—No, no lo sé.

Marga volvió a reír con estruendo.

—O contigo va o todavía no... —Susojos la recorrieron de arriba abajo—.Pues ya

me entiendes, monina, que el tío sebloquea y no se le levanta, necesita a sunovia del alma para funcionar.

Elisa sintió que le ardía la cara derepente. Aquello era algo que no queríasaber ni tenía esa mujer derecho acontárselo, sin embargo, continuabaviendo su sonrisa irónica mezclada conel humo del tabaco.

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—Eso es, chica, su queridísima novia lodejó para el arrastre, así que ya ves quéjoya.

—Pero tú estabas con él… y no queríasque te dejara —logró decir, conteniendoel

sentimiento de repulsa que leprovocaba.

—Ya te dije, no soy tonta, y él…

—Tiene dinero —completó la frase.

—Exacto —replicó con brusquedad—.Él lo sabía, se divirtió a su modo, y yolo aguanté sabiendo que la gente diceque está chalado.

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—¿Tú crees eso? —se atrevió apreguntar.

—¡Yo qué sé! A mí no me lo parece,aunque raro es un rato largo, que porquela novia lo deja se pone así, ¡menudagilipollez! No me han dejado a mí unoscuantos… y después se pasa el disgustoy a otro.

En ese instante se les acercó un joven.

—Marga, dentro de diez minutos nosvamos al California a tomar algo,estamos en

esa calle de ahí enfrente.

—Vale, ahora voy.

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—¿Sabes con quién me he cruzado? —preguntó el chico antes de irse, y Margase

encogió de hombros—. Con el Mérida, yllevaba una cara… Ni me respondiócuando

lo saludé.

—¿Y a mí qué me cuentas?

—Como salías con él…

—Pues ya no.

—Se hartó de ti.

—O yo de él. Además, ¿a ti qué coño te

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importa?

—Bueno, chica, no te mosquees. Y no teolvides, en diez minutos…

—Que sí, pesado. —Y refunfuñó para síen cuanto se fue—: Será cotilla, sipiensa

que me va a sacar algo…

Elisa creyó que se iba a levantar, perosiguió a su lado, con el cuerpo echadocontra el respaldo del banco.

—En el fondo, me da pena… y no creasque tengo nada contra ti, por mí puedesirte

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con Manu, a lo mejor contigo se le pasa—dijo torciendo la boca en un gesto deironía en el que Elisa adivinó lo quepensaba y a la vez lo que le divertía—.Bueno, me voy, aunque antes me gustaríadarte un consejo.

—No lo necesito —atajó ella enseguida.

—De todas formas, ahí va: ten cuidadocon Manu, puede que sea buen chico,pero

está demasiado afectado por lo de lanovia, es casi enfermizo lo suyo, y túpuedes pagar el pato como me pasó amí, aunque en tu caso sería peor.

—No sé qué pretendes decir.

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—Que es muy listo, como tú no eres tanfácil como yo, irá poco a poco. Tieneque

ser, como te diría… más amable yatento, currárselo en una palabra. —Ellase acordó

de la partitura Para Elisa de Beethoven—. Pero al final caes igual, y está claroque te gusta, a la menor oportunidad, telías con él.

—Para tu tranquilidad, no es miintención hacer lo que dices —repusoella cada vez

más ofuscada.

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—¡Ya! A otra con esas, que os he vistobailando y estas más pillada de lo quecrees, esa cara de niña buena no meengaña.

Fue incapaz de replicar nada con aquelsentimiento de rabia contenidaagitándose en

su interior.

—Me largo —dijo Marga levantándose,a la vez que le ponía por un segundo lamano en el hombro—. Lo dicho, buenasuerte.

Dejó caer el cigarrillo al suelo y loaplastó con la punta de sus altos zapatos.

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—A propósito, le dices a Manu que siencuentra mi pulsera, me la mande al baro a

mi casa, él ya sabe.

—Creo recordar que te dio dinero —seapresuró a decir ella, y Marga la mirócon

un gesto burlón.

—Vaya, sí que estás colada… —Ymientras se alejaba, la oyó murmurar—:Dios los cría y ellos se juntan.

Los músicos habían empezado a tocar denuevo y la gente volvió al baile poco apoco, pues muchos se tomaban algo en

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el bar y en las mesas dispuestas en lacalle.

Mientras, Elisa seguía absorta,deslumbrada por el resplandor de losfocos del escenario, viendo como aquelcantante ya canoso daba pequeñosbrincos entonando una

canción de moda en playas ychiringuitos. Un grupo de jóvenes habíaformado una fila que iba recorriendo laplaza, bailando la conga a la que seincorporaban nuevos socios, y en elcentro, en la gran piedra de granitosobre la que estaba la farola, tres deellos levantaban los brazos como sidirigieran una coreografía. La fila pasó

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por su lado y un chico intentó que seuniera, la cogió incluso de la mano, peroella se echó hacia atrás con una sonrisade disculpa, y ellos continuaron sumarcha precipitada. Entonces no pudoevitar preguntarse si Manuel y ella sehabrían unido a aquella cadena de genteque iban levantando una y otra pierna alcompás, cantando y haciéndose cada vezmás

numerosa.

Decidió irse, aunque al hacerlo se diocuenta de que no sabía por qué calletirar para llegar a la casa. Solorecordaba que era a la izquierda y, a serposible, cogiendo las que tenían cuesta.

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Cuando abandonaba la plaza, alguien letocó el brazo; se trataba de Amparo queiba

con su marido y el pequeño Iván que lepreguntó con su media lengua si iba aver las luces.

—Se refiere a los fuegos artificiales —le aclaró Amparo—. No son gran cosa,pero

se lo he explicado y está entusiasmado.Solo espero que no se asuste con elruido, como le pasó a su hermanocuando tenía su edad.

Le pidieron quedarse con ellos, pero seexcusó y se adentró en las calles casi

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vacías.

La música se iba debilitando a medidaque se alejaba y caminó sin importarlesi se

perdía o si acababa dando vueltas sinrumbo. Hasta que reconoció la calledonde vivía Juana y le pareció distinguirla hamaca de su marido y dos más.Podía tratarse de su tía o la propiaRosario, así que retrocedió y buscó otrositio por dónde ir; no quería que lavieran sola después de lo ocurrido.

Al final de una calle estrecha y oscura,la luz de una farola le permitióvislumbrar los árboles que conducían ala casa de los Mérida, recortados entre

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las sombras. Y

continuó a pesar de la oscuridad, puessabía que muy cerca encontraría elprincipio de la suya.

No se sorprendió cuando vio en aquellapenumbra un coche aparcado y la siluetade

alguien saliendo a la tenue luz de lafarola de la esquina.

—¿Te he asustado? —preguntó ya a sulado.

—No.

—Estaba esperándote, dudando si debía

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ir a buscarte…

—Vine dando un rodeo, no quería pasarpor delante de los vecinos de mi tía.

—Yo también lo hice y… —Bajó lacabeza, apesadumbrado—. No fui capazde

aguantar un minuto más, siento muchohaberte dejado así.

Elisa lo miraba. A pesar de la pocavisibilidad, distinguía en sus faccionesel arrepentimiento.

—Si me fui de esa manera fue porqueme sacó de mí, sentí que, si no memarchaba,

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era capaz de alguna locura. —Y esbozóuna medio sonrisa—. Sería lo que mefaltaba,

con tanta gente alrededor… Y quisieraexplicártelo, pero ahora no sé si podría.

—No tienes por qué hacerlo —le dijocon frialdad.

Manuel parecía encogido y habló en untono de voz más bajo.

—Es la tercera vez que tengo quepedirte disculpas por micomportamiento, no sé

qué vas a pensar de mí.

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Pero ella no comentó nada, y élpreguntó:

—¿Ha hablado contigo?

Elisa sabía que se refería a Marga y nole contestó.

—No sé lo que te habrá contado, peroella no me conoce.

—Yo creo que te conoce muy bien —dijo impasible, a pesar de captar ciertatristeza

en su voz y su semblante.

—No estoy contento con muchas de lascosas que he hecho y sin duda merezco

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que

pienses mal de mí, pero quiero quesepas… que puede que al principiopensara lo que

ella ha dicho, sin embargo, ahora…

El ruido fuerte y una luz brillante en elcielo les hicieron mirar hacia arriba.Los fuegos artificiales estallaban en loalto, con sus destellos de colorescayendo como pequeñas estrellasfugaces que desaparecían enseguida enla oscuridad de la noche.

Elisa se quedó contemplando elespectáculo con Manuel a su lado, losdos en silencio.

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—Pudo ser una noche perfecta —lo oyódecir.

Ella seguía con la vista en el cielo hastaque, en apenas unos segundos, elespectáculo pirotécnico acabó.

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—Buenas noches —se despidió, y sinesperar más, bajó el corto trecho que lequedaba para entrar en la casa de su tía.

Antes de cerrar la puerta, escuchó elmotor del coche ponerse en marcha y alpoco

volvió el silencio.

X

Un haz de luz se colaba entre lasrendijas del balcón iluminando elcuarto, de forma que pudo coger el relojque había dejado sobre la mesilla y verla hora que marcaba.

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Eran las once y media, y casi saltó de lacama para bajar con la ropa al baño.

Cuando entró en la cocina, le llegó elolor a fritura y vio a Carmelaremoviendo algo en una sartén.

—Estoy terminando de hacer el pisto —dijo sin dejar de remover.

—Lo siento, tía, es muy tarde.

—No te apures, después de no dormirbien, de pronto uno se queda roque y escomo

si te acabaras de acostar.

Elisa le preguntó cómo sabía eso.

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—Te sentí dar vueltas, el somier chirríaun poco.

Ella esperó a que su tía indagara en elmotivo de su insomnio, pero no lo hizo,y sí que había estado en la plaza porquehabía mercadillo. Apagó el fuego yvació el pisto recién hecho en una fuenteantes de mostrarle el queso que habíacomprado. También

unas zapatillas de suela de esparto, queeran las únicas que aguantaba en verano

—Estas las tengo muy estropeadas.

Elisa miró hacia los pies de su tía;efectivamente, aquellas zapatillas habíansufrido bastantes remiendos.

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—No te las has puesto, las nuevasquiero decir.

—Las dejo para cuando salga a la calle;para andar por casa, las viejas aúnsirven.

Ella sonrió apenas.

—¿No vas a desayunar? —le preguntó.

—No, ya es muy tarde para eso —dijomirando el reloj de la pared, donde yahabían dado las doce.

—¿Ni siquiera un café? —insistió, yella negó con un gesto.

—Podrías ir a la plaza, a lo mejor te

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interesa algo —le sugirió entonces.

Iba a decir de nuevo que no, pero depronto le pareció una buena idea. Ir detiendas, aunque fuese a un mercadillo depueblo, le serviría para despejarse.

Temió equivocarse de camino, perosiguió su intuición y llegó sin problemasa la misma plaza de la noche anterior.También estaba muy concurrida, aunqueen lugar del escenario y gente bailandohabía puestos con todo tipo demercancías que fue recorriendo de unoen uno, como distraída. Apenas sepercataba de lo que veía hasta

que un vendedor le puso casi en la carauna prenda de ropa.

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—Muy barata, precio especial por serpara usted —le decía.

Elisa miró; era una bata del estilo quehabía visto en algunas mujeres delpueblo, de colores muy vivos, holgada ysin mangas.

—Y muy fresquita —volvió a deciraquel hombre, y ella acabó comprandouna para

su tía. El vendedor la metió en una bolsamientras le explicaba que si no lequedaba bien, él estaría allí el próximodía de mercado y se la cambiaría.

Al final, había recorrido los puestos,hecho una compra, y cuando se iba, oyó

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que alguien la llamaba desde la puertadel bar.

Tardó en reconocer a Bernardo, elpastor que había hablado con ellas, puesestaba

más aseado y sin su sombrero de paja.

—Iba a tomarme un chato de vino, y sino es mucho pedir, te convido a uno.

Elisa no se lo pensó y aceptó encantada.

El interior parecía estar en penumbra encontraste con la cegadora luz de la calle,y se sentaron a una mesa cercana a laventana con las persianas apenasentreabiertas para evitar que entrara el

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sol directo. Dejó la bolsa con la bata enuna silla, a su lado, y pasó la vista porel local. Un bar de pueblo donde, segúnle estaba contando Bernardo, algunastardes iba a jugar la partida de dominó oal tute. «Según se tercie», aclaró.

—No suelo venir a estas horas salvo losdomingos, pero tuve que ir al médico.—

Ella lo miró interrogante, y él repusocon indiferencia—: Achaques de viejo,un día una cosa y al siguiente otra, casisería mejor no hacer caso y ya reventaráuno cuando toque… ¿Qué tomas? —lepreguntó mientras hacía señales al de labarra, un hombre de

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mediana edad y casi calvo que losmiraba con expresión hosca.

—Lo que usted —contestó.

—¡Luciano, dos chatos! —gritó.

Elisa recorrió la mirada por el resto dela clientela y se detuvo en dos mujeresjóvenes sentadas al otro lado que, comoella, tenían su compra sobre una de lassillas.

—Esos se están muriendo de envidia deverme tan bien acompañado —comentó

Bernardo en voz baja, señalándole a loscuatro hombres mayores que había juntoa la

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barra.

Estaban tomando su vino de pie y nohabían dejado de mirar desde queentraron.

Elisa sonrió, y ellos parecieron volver asu charla, sin dejar de observar condisimulo a la extraña pareja.

Luciano les había puesto los dos vinossobre la mesa, sin decir nada cuandoella le

dio las gracias por servirles.

—Este es un desaborio, pero tiene elmejor vino del pueblo.

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Teniendo en cuenta que aquello era loprimero que se tomaba en el día, lecostó poner buena cara al sentir ellíquido recorrerle la garganta.

—¿Qué tal con lo del chisme ese? —lepreguntó Bernardo después de dar elprimer

trago.

Elisa tardó en comprender lo que queríadecirle, sobre todo porque aúnconservaba

en el paladar aquel sabor tan fuerte.

—¿Se refiere al piano?

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—Sí, eso.

—Bien, sin problemas.

—Ya se lo dije a tu tía. No es malapersona, se le ve, no como el bisabuelo,ese sí

que era un mal bicho, tan malo que porfuerza tuvo que hacerse rico.

Elisa sonrió.

—Entonces usted opina que para ganarmucho dinero hay que ser malo.

—¡Pues claro! —exclamó él—. Yagarrao. Mi abuelo lo conoció y decíaque nunca dio nada, ni siquiera invitó a

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un chato de vino, y mucho menos ayudóa nadie. Se aprovechó del trabajadorcon jornales de miseria, amasandocuartos como si se los fuera a llevar alotro mundo, aunque eso sí, le dejó alhijo un dineral que le sirvió para ganarmás porque era más listo que eldemonio. Aunque hay quien dice quedurante la

guerra hizo algún favorcillo a los delbando nacional y que luego se cobró subeneficio, pero vete a saber porquetambién hay mucha envida… Lo que síhay que reconocerle es

que no fue tan malo como el padre, erabastante justo y no abusaba, pero ¡nos ha

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jodio!, el otro ya le dejó un buen caudal,así cualquiera.

Bebió de un golpe el último trago que lequedaba en el vaso.

—También era muy trabajador, tenía a lagente contenta, aunque eso sí, no semezclaba, iba a lo suyo y nadie lo vionunca en un bar. —Hizo una seña con lamano a Luciano para que le trajera otrovaso—. Y ya se sabe, si uno quiereprosperar, no se puede quedar en lospueblos, por eso un buen día hizo elpetate y se largó con sus cuartos, lamujer y los hijos, y montó el negocio enla capital. Aquí dejó la casona de lapalmera, además de las tierras en

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arriendo… ¡y qué remedio!, no se laspueden llevar a cuestas.

Se calló porque Luciano ponía un vasolleno sobre la mesa y se llevaba elvacío.

—La mayoría de las fincas están sincultivar porque seguimos en los tiemposde los

terratenientes, y tampoco creo yo quenadie vaya a reclamarlas porque losjóvenes no quieren trabajar en el campo.Pero a mí ni me va ni me viene, alcontrario, a veces meto las ovejas enalguna de las que tienen abandonadas, yni se enteran ni creo que les importe unpepino.

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Durante un rato, Bernardo le contóalgunas cosas interesantes sobre la vidadel pueblo que, en cierta forma, sabíaporque se las había oído a su padre o sutía, aunque aderezadas con aquel leguajey acento de los que no estaba del tododesacostumbrada.

—¿Sabes con quién me topé estamañana bien temprano? —le preguntó de

improviso.

Elisa se alzó de hombros.

—Con el Mérida —dijo, y ella disimulóun sobresalto al saber de él—. Noserían

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más de las nueve y yo estaba cruzandohacia el camino que lleva al río, en laparte que va al Puente de Piedra.

La miró un momento para cerciorarse sisabía dónde le estaba indicando, peroella

hizo un gesto de ignorancia.

—Es un sitio muy bonito, se ve el ríoy…

Debió de poner cara de impaciencia,pues interrumpió la descripción.

—El caso es que llevaba a las ovejas alcorral porque a las once tenía que ir almédico y, al cruzar el camino, vi su

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coche acercándose despacio hasta quese paró. —

Él también hizo una pausa antes decontinuar—: Hay mucha gente que sepone nerviosa, no tienen paciencia y secreen que si tardas es porque te da lagana, pero el Mérida no, y mientrasRasputín las cruzaba, yo me acerqué asaludarlo. Me pareció que tenía peorcara que el otro día, aun así, hablamosun ratillo.

Elisa escuchaba casi sin parpadear.Sabía que aquel hombre era propenso airse por

las ramas y no quería que se percatarade su interés.

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—Le pregunté que dónde iba tantemprano, y, bueno, metiendo el hocicodonde no

me importa. Me contestó que si iba a daruna vuelta, que le gustaba madrugar yque iba mucho a esa parte del río…Pero no creas que se alargaba muchohablando, todo en pocas palabras. Asíque no le di más la vara, las ovejas yahabían cruzado y él siguió hacia elpueblo. —Se rascó pensativo la cabezay dijo como para sí—: No hay quien

me lo quite, ese lo que tiene es mal deamores.

—¿Usted cree? —le preguntótímidamente.

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—Claro, porque agobios para llegar afin de mes no creo que sea, y bien sé yolo

que escuece cuando una moza te rompeel corazón.

Elisa lo miró con expresión de sorpresa,y él se dio cuenta.

—Sí, aunque ahora solo sea un viejocascarrabias, he sido joven y tuve mihistoria.

Ella le hizo entender que le creía, queincluso estaba dispuesta a escucharlo, yBernardo no se hizo de rogar.

—Era muy guapa —dijo entornando los

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ojos, como si con ello la visualizaramejor

en su memoria—. Algo rellenita, perocon las carnes prietas como a mí megusta, los

ojos verdes que parecía que se reían,igual que los labios tan encarnaos…

—¿Fue su novia? —lo interrumpióElisa.

—Durante tres años y pico, pero era unsecreto porque su padre no me tragaba, ycuando se enteró, se puso tan furioso quele dio una paliza y le prohibió verme. —A

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Elisa le pareció que se le humedecíanlos ojos por un instante—. El muybestia… no sé qué se creía, no tenía dosperras gordas y eran igual de pobres quenosotros. Pero sabía que su hija eraguapa y que podría casarla con alguiencon cuartos, así que al final se salió conla suya, la convenció y se casó con unoque tenía algo de tierra y una yunta demulas.

—Ella entonces…

—Eran tiempos difíciles, yo no teníanada que ofrecer, solo que la quería yque estaba dispuesto a partirme el alma.Pero su padre no iba a esperar y la casó.Menos mal que lo vendieron todo y se

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fueron del pueblo, no me habría gustadoverla con ese majadero, uno con el queme había liado más de una vez acantazos cuando éramos chicos; leganaba siempre porque era uncobardica, enseguida salía corriendocomo un conejo. Y mira tú por donde,acabó quitándome la novia… —Bebióun buen trago y al

volver a dejar el vaso, este sonó confuerza sobre la mesa—. El padre de ellase quedó en el pueblo y cuando se murióde un infarto, fui a escupirle a la lápida.

Meneó la cabeza y arrastró el vaso conmovimientos circulares.

—Fue una tontería y puede que un

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pecado como dice la Justina, pero nosoy beato y

me quedé bien a gusto.

—¿No la volvió a ver?

—En el entierro del padre, de lejos,pero no quise acercarme. Luego elverano pasado. —Apuró la última gotaque quedaba en el fondo—. Acababa dedejar las ovejas en el corral cuando mecrucé con una mujer que llevaba a unacría de la mano.

Casi me dio un patatús del susto; estabamás vieja, claro, y un poco más gorda,pero esos ojos verdes que parece queríen seguían igualitos.

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—¿Lo reconoció? —preguntó intrigada.

—No, bueno, no sé, y si lo hizo, no lodio a entender, apenas me miró unsegundo y

enseguida volvió a hablar a la niña.

—Debió decirle algo, quizá ella…

—¿Te refieres a que puede que estélibre? —Y movió la cabeza afirmando—. Lo está, el marido murió de cáncerhace poco, así que al menos le llevoventaja en que yo sigo vivo —dijo conun gesto de ironía—. Pero no, despuésde tantos años no merece

la pena cambiar nada, mi tiempo pasó.

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Elisa no se resistía e insistió:

—No se pregunta a veces, ya sabe, si seatrevería a decirle algo.

—Claro, pero entonces me miro en elespejo que tengo en casa, es así depequeñajo.

—Y juntó ambas manos para indicarleel tamaño—. Es lo justo para vermecuando me

afeito, y también para ver lo viejo queestoy, tanto que casi no me reconozco.Así que me digo: «¿dónde crees que vascon esa geta de carcamal que tienes?».Y se me va toda la tontería de unplumazo.

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Se quedó callado, y Elisa miró la plaza.Por las rendijas de la persiana vio comoempezaban a recoger los puestos.

—Tú eres una chiquilla, tienes muchotiempo por delante.

Bernardo la miraba con expresiónbondadosa, pero ella no dijo nada alrespecto, solo volvió a beber otro sorbode vino y esta vez no pudo disimular ungesto de desagrado.

—No hace falta que lo tomes si no tegusta. —Ella se lo ofreció, y el pastor selo

bebió de un trago.

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Entonces se percató de que las dosmujeres ya se habían ido y también losviejos de

la barra, aunque habían entrado otrosdos más jóvenes. Se puso en pie y cogiósu bolsa.

—Tengo que irme, es casi la hora decomer.

—Sí, y mi hermana me va a echar unabuena bronca, siempre está de mala uva,pero

nadie cocina como ella, hace unacachuela y un cocido que quitan elsentido.

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—Gracias por la invitación —le dijocuando salían del bar.

—¡Menuda invitación! Al final me lobebí yo todo. En otra ocasión pide otracosa.

Elisa afirmó sonriendo y se despidieron.

La plaza estaba medio vacía, losvendedores recogían sus mercancíasdesarmando

los mostradores, toldos y tenderetes.Ella miró por un instante el banco dondehabía estado sentada la noche anteriorcon Manuel, y luego con Marga. Ahorahabía unas cajas de fruta pertenecientesal puesto que estaba al lado, y el

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vendedor atendía a una señora, la últimaclienta del día.

Carmela le recriminó por haberlecomprado la bata, pero su expresión alverse con

ella cambió y sonrió satisfecha.

—Me sienta bien, ¿verdad?

—Sí, estás estupenda.

Durante la comida, Elisa le contó a sutía que había estado en el bar conBernardo.

—Te habrás entretenido con él, hablapor los codos.

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—Sí, además, me contó su historiaamorosa, la novia que tuvo y lo delpadre de ella… Me pareció todo muytriste.

—Fue una lástima, Bernardo era muchomejor que el otro, y sé que ella loprefería,

pero el padre era un pesetero decuidado.

Había terminado de trocear la tortilla depatatas y la miró. Elisa notó enseguidaque estaba disgustada por algo, y comosu tía era incapaz de aguantar muchotiempo sin estallar, solo tuvo queesperar a que lo hiciera.

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—No te he dicho que estuvo aquí laRosario —dijo al fin—. Y volvió con lomismo

otra vez, aunque ahora la muy embusterame soltó que os había visto abrazadospor la calle.

Elisa no pudo aguantar su indignación.

—¿Y a ella qué le importará? Además,Manuel me cogió de la cintura, noíbamos abrazados. Le había contado locotilla que era, y él lo hizo como unabroma.

—Que no tenía ni pizca de gracia y queacaba teniendo sus consecuencias.

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—¿A qué consecuencias te refieres?

—Nada, olvídalo.

—Algo estás pensando.

Carmela no pudo contener la rabia pormás tiempo.

—¡Estoy harta de esa vieja y de suschismes! —estalló de pronto—. Noaguanto que

me venga con sus cuentos, que hable deti y que diga…

Se cayó e intentó seguir comiendo.

—Que diga, ¿qué? —insistió Elisa.

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—Es algo que no sé si contarte. —Y nola miraba a la cara, mientras con eltenedor

aplastaba un trozo de tortilla hasta casideshacerlo.

—Dímelo, por favor —volvió ella.

Carmela soltó el cubierto.

—Según ella, en el pueblo dicen, aunqueyo creo que es cosa suya, que… queeres

la querida del Mérida.

Elisa se puso blanca. De pronto leentraron ganas de ir a darle una bofetada

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a aquella metomentodo, pero enseguidadudó hasta qué punto debía ofenderla.

—No debes discutir con ella por mí —dijo casi a media voz.

—Pues lo hice, y la eché de casa, yespero que no vuelva a aparecer poraquí porque si lo hace…

—No merece la pena enfadarse, es unainfeliz —la apaciguó ella, y al instanteañadió—: No soy la querida de nadie,pero que hable de mí lo que quiera, yono pienso volver a mentarla más.

Carmela pareció calmarse también.

—Sí, dejémosla, que me revuelve el

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estómago y me va a sentar mal lacomida.

La conversación con su tía se sumaba auna noche de sueño intranquilo donde lellegaron en incesante sucesión imágenesde Manuel. Primero bailaban en la plazacasi abrazados, sonriéndose ymirándose; luego aparecía Marga, y suexpresión se volvía áspera y tan alejadadel rostro feliz de unos momentos antesque parecía otra persona.

Porque aquella mujer, a la que habíavisto dos veces, creía saber lo quesentía mejor que ella misma, y entre elhumo de su cigarrillo le decía cosas deél que no quería volver a recordar.

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Aunque si era cierto que lo único quebuscaba Manuel era utilizarla paraliberarse de la influencia que aúnejercía en él su exnovia, si, comoinsinuaba Marga, al no lograrlo con ella,necesitaba a otra…

Esos pensamientos volvían una y otravez, y lo que fue una idea en medio deesa noche interminable, empezó a tomarcuerpo a lo largo del día y tras la siesta.No volvería a su casa y se iría delpueblo. Pero esto último no se lo dijoaún a su tía cuando le comunicó que esatarde no iba a tocar.

—¿Y eso?

—Me duele un poco la cabeza —

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contestó ella.

El ceño ligeramente fruncido de su tía lehizo sospechar que su excusa no eraconvincente, no obstante, le dijo que sinecesitaba aspirinas estaban en elsegundo cajón del mueble de la sala.

El resto de la tarde la pasó viendo latelevisión, y al llegar la hora en que sutía daba el paseo con sus amigas, aceptóacompañarla. Se encontraba mejor y leapetecía

disfrutar de la serenidad que leproporcionaba contemplar a lanaturaleza preparándose para la noche.Como las bandadas de pájaros que sehacían cada vez más densas, volando

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hacia el cobijo que le proporcionabanlos árboles, cantando con estruendoentre las hojas como si estuvierancontándose los acontecimientos del día.Los olores también se hacían másintensos, igual que los mosquitos a losque a veces sentía zumbar sobre sucabeza. Y lo que más le impresionaba,porque cambiaban

constantemente, los atardeceres, queunos días eran más anaranjados, otrosmalvas y azulados, o tiraban a rosadoscon un toque amarillento, al tiempo queempezaban a oscurecer poco a poco yaparecían las primeras estrellas.Entonces tenía la sensación de que elmundo se había detenido, que nada tenía

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importancia, que nada era trascendente.

Las tres mujeres charlaban sin parar,especialmente la prima de Juana, Luisa,que era la más habladora, y también suscarcajadas, las más sonoras. Habíacontado una anécdota que hizo reír a lasotras, pero ella no había prestadoatención y disimuló la suya. En ningúnmomento había logrado aquellatranquilidad que tanto le gustaba nidisfrutó con la puesta de sol que por elefecto de unas nubes bajas parecíaalargarse en el horizonte. No habíasentido esa paz que pretendía salvo aratos, y aunque no solía meterse muchoen la conversación de las tres mujeres,su presencia fue más silenciosa aún y no

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desplegó los labios en ningún momento.

Ya de vuelta, mientras las primas sesepararon de ellas para ir cada una a sucasa,

Carmela la tomó del brazo.

—Eli, ¿estás mejor?

—Sí. El paseo me ha sentado bien.

—Después de cenar descansas un pocoy te acuestas temprano, ya verás cómo televantas como nueva.

Elisa afirmó con un movimiento decabeza.

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—Porque no te pasa nada, ¿verdad? —volvió a preguntar.

—No, nada.

—Si me necesitas, ya sabes que…

No la dejó terminar.

—Solo es cansancio, no estoyacostumbrada a levantarme tan tarde yno me ha sentado bien. Haré lo que mehas dicho, me acostaré pronto.

Cuando su tía se fue como todas lasnoches a casa de Juana, Elisa extendióla hamaca en el patio y se tumbó en ella.

Carmela había olvidado apagar la luz

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del recibidor y la claridad pasaba entrelas varillas de la cortina, cosa que leresultaba molesta. Le habría gustado quela oscuridad fuese total, sin embargo, nole apetecía levantarse para apagarla ycerró los ojos.

Percibía unas voces lejanas que podríanser las de los vecinos, y se acordó delpequeño Iván, preguntándose si lehabrían gustado los fuegos artificialesde la noche pasada o si lo habríanasustado. Como era natural, desde lallegada de su padre lo veía menos, igualque a Amparo, de la que no sabía sitenía que despedirse. Porque ya habíatomado una decisión. Se marcharía enuno o dos días, y lo único que le faltaba

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por concretar era la excusa quemotivaba su partida antes de lo previsto.Pero si no se le ocurría otra cosa, lediría a su tía que la directora de laescuela de música en la que trabajabarequería su presencia por algúnproblema urgente y tenía que regresar aMadrid.

El ruido de la puerta de la calle, conaquel crujido de la madera vieja, resonóde una forma más prolongada que decostumbre antes de volver a cerrarse.

Elisa abrió los ojos y se inclinó. Leextrañaba que su tía volviese tan pronto,a no ser que viniese a por algo, y sequedó a la expectativa. Pero las pisadas

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que escuchó no eran las suyas. Ellaarrastraba ligeramente los pies, yaquellas, aunque lentas, más bienparecían vacilantes, hasta que acabaronpor detenerse. Sintió que se le acelerabael corazón y, con voz temblorosa,preguntó en alto:

—¿Quién es?

No respondió nadie, sin embargo, lospasos avanzaron más seguros y unamano asomó entre las varillas abriendola cortina. Entre el contraste de luces ysombras, reconoció a Manuel.

—Soy yo —dijo, y terminó de pasarquedándose a un lado.

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Elisa tenía el cuerpo medioincorporado, en una actitud delevantarse, y ante la sorpresa de verlo,no fue capaz de cambiar de postura.

—No viniste esta tarde y creí… no sé sino te encontrabas bien o si…

—Estoy bien —se apresuró en decir.

—Entonces, ¿fue por lo que pasóanoche?

No estaba preparada para dar unarespuesta y guardó silencio.

—¿Fue por lo de anoche? —repitióManuel en un tono que sonó a súplica.

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—Quizá —logró decir, echándose haciaatrás.

Manuel retrocedió un paso y desvió lavista hacia la parra. Por un instante sequedó absorto en su contemplación,igual que lo estaba ella en él. Sepreguntaba qué hacía allí, qué pretendía,y que si lo que buscaba era lo que lehabía dicho Marga, que se lo dijera deuna vez. Podía ser incluso queaccediera, hacía meses que no teníarelaciones sexuales, y él era un hombreatractivo; también podía ser igualmenteuna liberación para ella, una forma desentirse segura y recuperar su autoestimadespués del engaño de su marido.

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Pero no dijo nada de aquello, y élvolvió la cara para encontrarse con susojos.

—Creí que ya no me importaba lo queopinasen de mí, pero no es cierto, meimporta, y sobre todo lo que opines tú—dijo con una voz tan tenue que casisusurraba.

—No tengo criterio ni derecho parahacerlo.

—Lo tienes —sentenció él.

Se había puesto en cuclillas y apoyabala mano en el brazo de la hamaca.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella

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en el mismo tono.

—Que vuelvas, que me des otraoportunidad.

¿Por qué no se lo pedía de una vez? Noiba a ofenderse y lo prefería a volver ameterse en aquel bucle que parecía notener fin y que siempre acaba en elmismo sitio.

—Ya sé que estás molesta…

—Más que molesta —lo interrumpió—,me siento incómoda con estassituaciones.

Si voy a tu casa es para tocar el piano,no para acabar discutiendo contigo

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sobre asuntos personales que no meincumben, ni enredándome en tusproblemas. Ya tengo bastante con losmíos.

—Dame tiempo —insistió él.

—¿Para qué?

—Concédemelo.

Habría vuelto a preguntarle «¿paraqué?» y así exigirle una respuestasincera. En lugar de eso se levantó, y élhizo lo mismo.

—Está bien, iré mañana.

Se rendía de nuevo y vio la expresión

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satisfecha de Manuel al tiempo que sedesvanecían sus planes de huida de unosminutos antes.

—¿Te apetece que vayamos a tomar algoa la terraza del otro día? Luegopodríamos

volver por el mismo sitio y así ver lasPerseidas, lo que se conoce como lluviade estrellas o lágrimas de San Lorenzo.

Elisa estaba recogiendo la hamaca ytitubeó por un segundo.

—No, gracias.

—¿De verdad no…?

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—Estoy cansada y voy a acostarme. Asíque si no te importa…

—Sí, claro, ya me marcho.

Lo acompañó hasta la puerta sin perdersu actitud fría y distante, a pesar denotar aquella calidez en sus palabras ymostrar en su actitud que quería retrasarla despedida. Le dio las buenas noches ycerró con llave en cuanto salió.

XI

No sabía nada de él, ni siquiera siestaba en la casa, pues el sofá donde sesentaba permanecía vacío, y Rogeliotampoco le había comentado nada, niella se había atrevido a preguntar.

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Además, recordaba su propia frialdadcuando se despidió la noche anterior, ytodo eso la afectaba. No era capaz deconcentrarse y durante casi media horano hizo más que enlazar escalas yejercicios. Luego buscó entre suspartituras la de Schubert, el Alegrovivace, del Quinteto para piano, una desus piezas favoritas del repertoriocuando actuaba. Pero hacía al menos dosaños que no había vuelto a hacerlo, eincluso con la partitura delante se perdiómás de una vez y tuvo que empezar denuevo. No debía apartar la vista nidistraerse, sin embargo, volvió acometer el mismo error al saltarse unanota y tuvo que empezar desde elprincipio. Fue entonces, al pasar la hoja,

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cuando percibió por el ventanal la figurade Manuel acercándose por el jardínhacia la casa.

Bajó la vista apresuradamente, pero nopudo empezar antes de que él entrara enel

salón.

—¿Quieres descansar un poco?

Parecía que había leído su pensamientou oído su mala interpretación, pues diopor

supuesto que quería y se ofreció a traeralgo de beber.

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Nada más salir, se levantó. Era ciertoque estaba cansada, como si llevarahoras tocando, y se dirigió al porchecuya puerta él había dejado abierta. Allílo esperó, en el banco que miraba haciael jardín, hasta que a los pocos minutosManuel regresó con la bebida que dejósobre la mesa, sentándose a su lado.

Había llevado una jarra con limonada yotra de agua con hielo. Ella, cuando lepreguntó, pidió limonada y se la sirviómientras él ponía agua en su vaso. Losdos bebieron, y él, después de dejar elvaso a medias sobre la bandeja, serecostó hacia atrás y cruzó los brazos.

—Me han dicho que estás divorciada.

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—¿Quién te lo ha dicho? —preguntósorprendida.

—En los pueblos te acabas enterando detodo.

Ella se sintió vulnerable, y no pudoevitar pensar si también a él le habíallegado el rumor de que eran amantes.

—Aún no lo estoy, me falta un trámite—le aclaró.

—Eso significa que podríasarrepentirte…

—No —repuso tajante.

Manuel cogió de nuevo el vaso y bebió

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el resto del agua. No hablaron duranteunos

minutos, mientras llegaba a sus oídos elincesante canto de los pájaros quecubrió por un momento el ruido de untractor rodando por el camino.

—¿Qué pasó? —preguntó él, peroenseguida rectificó—: Perdona, creoque no

debería… no me contestes si no quieres.

—No tengo inconveniente en hacerlo —dijo con tranquilidad—. Se acostó conotra,

y yo no se lo perdoné.

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Era la primera vez que lo decía en alto ynotó que ya no sentía rencor al hablarlo,ni siquiera a él que seguía mirándolafijamente cuando ella desvió la suyahacia el jardín.

—Quizá lo echas de menos —lo oyódecir—. Me refiero al amor que sentíaspor tu

marido, la seguridad de que lo amabas yque no podías vivir sin ese sentimiento,que nunca te fallaría.

Aquellas palabras parecía que se lasdirigía a sí mismo.

—Así es, pero acabas por aprender que,por mucho que nos cueste asumirlo, las

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decepciones son parte de la vida.

—¿Crees que te puedes enamorar denuevo? —preguntó, pero Elisa nocontestó; no

lo sabía aún.

Manuel no apartaba su mirada y esperóa que ella lo hiciera también.

—Quisiera contarte lo de Marga, porqué pasó aquello… —Y su voz sonótímida aunque decidida.

—Ya te dije que no estás obligado adarme explicaciones —le dijo; intuíaque hacerlo no solo iba a dolerle a él.

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—Lo sé, pero necesito hablarte de ellosi no te importa.

—Como quieras —e intentó dar a suspalabras un tono de indiferencia que nosentía.

Él se inclinó hacia adelante, apoyandolos brazos cruzados sobre las rodillas.

—Hacía tres meses que Vanesa me habíadejado… —empezó; era la primera vezque le oía decir el nombre de su novia ynotó que su voz temblaba ligeramente alpronunciarlo—. Dejé el trabajo, apenascomía y me iba con los amigos que aúnestán

solteros de juerga, haciendo toda clase

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de estupideces. Las que no había hechode adolescente, como jugarme con miamigo Sergio que si la moneda salíacara, nos haríamos un tatuaje, y si cruz,nos raparíamos la cabeza. La suerte hizoque hoy no tenga una calavera tatuada enla espalda, pero sí me dejé la cabezatotalmente pelada.

Llevó la mano hacia el pelo tan corto yesbozó una sonrisa.

—Entonces mi familia empezó apreocuparse —habló ahora más serio—.Mi padre

no paraba de echarme broncasllamándome de todo, mientras mihermana y mi madre

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querían que fuera a un psiquiatra.Concertaron una cita con un médico muyprestigioso, y, por supuesto, no mepresenté, sabía de sobra lo que mepasaba, y sobre todo acabé hartándomede ver a todo el mundo pendiente de mí.Entonces mis amigos se fueron de

vacaciones a Santo Domingo, pero yo notenía ganas de ir, y fue cuando se meocurrió venirme aquí. Sabía que esteaño no vendría nadie, mi madre está conla rehabilitación de la operación derodilla y mis tíos tenían otros planes.Además, hacía dos años que no pisabael pueblo, la última vez había sido conella, también en verano… Así que metíunas cuantas cosas en una maleta y me

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presenté sin avisar.

Hizo una pausa tan larga que Elisa creyóque no podía hablar más, pero continuó:

—Los dos primeros días los pasédurmiendo, luego cogí el coche y entreen el primer bar que encontré en lacarretera principal. No sé cuánto bebí,perdí la cuenta después de cuatrocervezas y dos whiskies. Sé que hablécon la camarera, que le conté mi vida ymis penas de amor, supongo que estaríaacostumbrada a los borrachos… Al

día siguiente, sin recordar cómo habíallegado hasta allí, me desperté en unacasa en la que nunca había estado,apestando a alcohol y vómito, al lado de

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una desconocida.

Elisa no podía evitar imaginarse aquellaescena como si hubiese asistido a ellaen

la realidad.

—A partir de entonces empezó lalocura. Y yo estaba encantado de notener a mi padre sermoneándome,aunque ya viste que me llaman casitodos los días por teléfono

—dijo mirándola un segundo—. AMarga la conocía de unos años atrás,trabaja en un

bar, y empecé a pasarme a buscarla para

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ir a otros bares o a la discoteca.También se unían amigos suyos, y sé quelo hacían para beber a mi costa, pero medaba igual, yo me metía en cualquiersitio y no necesitaba beber mucho paraacabar perdiendo el sentido de larealidad.

Hizo una breve pausa y continuó en untono más bajo:

—Los bares empezaron a cansarme, yentonces se me ocurrió traer aquí aMarga y a

una amiga suya. Nos emborrachábamos,tirábamos cosas… ¡qué sé yo! Aquelloera como vivir un sueño, o mejor dicho,una pesadilla. Luego me pasaba el resto

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del día

durmiendo donde me pillaba, en elsalón, en la terraza de arriba, una vezaquí mismo.

—Y bajó la vista al asiento dondeestaban sentados—. Cuando medesperté, tenía una

manta tapándome, supongo que me lapuso Rosa.

Dejó escapar una tenue mueca cargadade amargura y murmuró:

—Pobre Rogelio, y sobre todo pobreRosa, no quiero ni pensar lo que habréhecho,

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lo mal que me he comportado con ellos.

Llenó otro vaso con agua y bebió unpoco, mientras Elisa seguíaescuchándolo sin

mover un músculo.

—En un momento de sensatez dejé deinvitar a la otra porque trataba muy mala Rosa y a Rogelio. No recuerdosiquiera cómo se llamaba, pero seguícon Marga.

Se detuvo y permaneció unos minutossin hablar, como si pensara en todoaquello.

—A veces estaba asqueado, pero no sé

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por qué me hacía sentir bien, como sirecuperase el pasado que habíaperdido… Porque Vanesa me habíadejado, y yo necesitaba… —hizo otrapausa; seguía mirando absorto el jardín—. Ahora lo sé; necesitaba sentirmerastrero, incluso despreciable. Habíasido siempre un buen chico, estudié lacarrera que quiso mi padre, tenía untrabajo y un buen comportamiento, sinvicios ni excesos, fiel a mi novia porquela quería… y como premio obtuve elengaño y la mentira.

La miró, y Elisa no apartó los ojos delos suyos.

—Quise ser el que hacía daño, alguien

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distinto al que todos esperaban. En unapalabra, vengarme. Y el día que vinisteme habían llamado mis padres; comosiempre,

tuve que escuchar el mismo sermón, quedebía recuperarme, que había otrasmujeres y

que ya encontraría a una buena ydecente… Supongo que algo debieronsonsacarle a Rogelio, que llegaron hastaellos los rumores que corrían en elpueblo sobre mí… Pero estaba harto,solo sentía odio y rencor a cualquieraque pudiera ser como ella, y al verte…

Elisa se estremeció; de pronto sentíamiedo de lo que pudiera decirle.

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—Fue como si mis padres te hubiesenenviado. Encajabas en el perfil de labuena

chica que me convenía, y decidí micomportamiento fríamente, por eso hiceaquello y

me enfadé de esa forma… Además, nosé por qué, me recordaste a ella.

Elisa quería que se callara, pero notenía fuerzas para pedírselo.

—Con esta especie de confesión nopretendo justificarme, y menos ante ti.Sé que caí muy bajo y fui injustocontigo, que no tenías la culpa ni erascomo ella en absoluto.

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—No necesito que sigas, ya pasó y nomerece la pena revolver el pasado —logró

decirle.

—Tengo que hacerlo —insistió él—.Decirte que entonces, en medio de esalocura

que no parecía tener fin, me hablaste deaquella forma y me miraste con esosojos tuyos que parecía que meatravesaban. Sentí de pronto todo elpeso de lo que estaba haciendo, que eraun hombre de treinta y tres años que secomportaba como un estúpidomalcriado.

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Ella seguía escuchándolo, con el cuerpoen tensión, sin saber hasta dónde podíallegar aquello.

—En el fondo no pude aguantar mipropia farsa —continuó—. No valgopara ser un

sinvergüenza, aunque lo he intentado ypuede que por algún tiempo lo hayaconseguido.

—Estabas dolido, por eso actuaste así.

Manuel pareció meditar sus palabras.

—No solo eso —añadió al instante—.Me sentí un pelele, un muñeco al quehan manejado a su antojo, por eso se

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activó en mí ese sentimiento, y al quemás odiaba era a mí mismo por habersido tan ingenuo.

Se recostó contra el asiento, con la vistaen el suelo.

—No creí que las cosas fueran así,quizá porque, como tú me dijiste, mecreía el centro del mundo, el niño depapá y mamá, el ojito derecho de miabuelo rico que me

compraba lo que le pedía… Y me hanpuesto en mi sitio. Se acabaron losmimos porque tampoco tenemos tantodinero como para que no necesitetrabajar para ganarme

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la vida; solo soy un tipo cualquiera conalgunas ventajas.

—Creo que te estás compadeciendodemasiado de ti mismo, y hay peoresproblemas

en el mundo que los tuyos —le dijo ella,aunque se daba perfecta cuenta de ladureza de sus palabras.

—Tienes razón, mi vida no es ningunatragedia, se trata simplemente de unarelación

que salió mal, como también te pasó a ti.Lo único diferente es cómo me lo toméyo,

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desde luego fue de la peor maneraposible.

—No deberías seguir pensando en eso—le habló con más calma—. Todos nos

creamos expectativas, idealizamos tantoa la persona que amamos que luego esdifícil salir de la relación sin que nosafecte. Y las rupturas pasan cada día, entodas partes.

—Lo sé, y la mía fue de lo más vulgarque puedas imaginar. —Echó la cabezaun poco hacia atrás, mirando al techo—.Vanesa es una de las mujeres más guapade la ciudad y estaba conmigo, y yo mesentía tan orgulloso… Un orgulloestúpido que cayó

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de golpe y se fue contra mí cuando medejó por un tío rico, un auténticomillonario…

Habría podido soportar que seenamorase de otro, pero descubrir queera tan ambiciosa, que lo que más leinteresaba de mí era el dinero y laposición que creía que tenían mis padresy que no era ni mucho menos lo que ellaesperaba… Sabía que su belleza podíaabrirle puertas, darle más de lo que yole ofrecía, y me hizo sentir un fracasado,una auténtica basura a la vez que medaba cuenta de cómo era en realidad.

—Sonrió apenas con un leve rictus—.Encima hice todas esas tonterías,

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imagino lo que se reiría de mí si seenterase.

Estiró los brazos y los dejó caerpesadamente.

—Ahí tienes el misterio del loco de losMérida, solo es un pobre hombre al quedejaron plantado.

Se giró hacia ella, y Elisa captó que suexpresión había cambiado.

—Después de contártelo a ti, de decirloen voz alta, me doy cuenta de lo absurdoque he sido, de que no valía la pena. ¿Ysabes? Algo bueno he sacado de estalocura, lo he pensado estos días, ayersobre todo me vino a la mente. Si no me

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hubiese trastornado de esa manera, no tehabría conocido.

Elisa sintió que le daba un vuelco elcorazón.

—¿No lo has pensado? —volvió a decircomo si acabara de descubrirlo—. Estepueblo de nuestros antepasados, el pianoque compró mi abuelo y que tú queríasvenir a tocar, la partitura que encontrécon tu nombre… Y, sobre todo, los doscon un amor roto, una relación acabadaque quizá viniste a olvidar, como yo. Escomo si un destino misterioso noshubiera hecho coincidir en el espacio yen el tiempo.

—Solo es una casualidad… una

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coincidencia —balbució nerviosa.

—Será eso, pero me gustan lascasualidades, los azares de la vida quehacen que puedan ocurrir cosassorprendentes.

—También desagradables —quisoapuntar ella.

—Es cierto, aunque no lo es en estecaso.

Elisa no supo qué decir, solo se fijó enque se había puesto el sol y la sombracubría todo el jardín. Era el momento deirse y se levantó.

—¿Ya te vas? —preguntó Manuel como

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si se sorprendiera.

—Es tarde.

—Te he aburrido hablando todo el ratode mí.

—No es eso, es que he quedado con mitía.

Le mentía, pero necesitaba irse cuantoantes.

Él también se levantó y la acompañó,cruzando por el jardín hacia la salida.

Habían llegado junto a la verja cuandoun grupo de chicos en bicicletairrumpieron

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con sus gritos; venían por el caminoretándose para ver quién corría más.Elisa reconoció a Julio, el hijo deAmparo, que iba a la cabeza de aquelpelotón que pasó a escasa distancia deellos.

Se había quedado mirándolos, y alvolverse vio que él continuaba a sulado.

—Hay una cosa que he olvidado decirte,la más importante. —Y sus ojos estabanfijos en los suyos para hacerlo—. Ya nola quiero.

Adelantó un paso más, y ella retrocedióa su vez, instintivamente. Manuel no semovió y antes de que volviera a hablar,

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le dijo adiós y se marchó presurosa,como si quisiera alcanzar a los ciclistasque pedaleaban a toda velocidad haciael pueblo.

XII

Pulsó el timbre, y ese sonido estridentepareció ser el detonante para que losnervios se apoderaran de ella, pero alver que era Rogelio el que abría, secalmó un poco. Saludó y se encaminóhacia el salón como otras veces, sinpreguntar por Manuel, esperando verloenseguida, cuando el criado le saltó conque no estaba.

Aquello la detuvo en seco.

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—¿Se ha ido? —musitó apenas.

—Sí, y no sé si volverá esta noche omañana —dijo tranquilamente, y ellanotó el

inmenso alivio que le producían suspalabras y que apenas podía disimular.

—No le pregunté nada —volvió a decirRogelio abriéndole la puerta para quepasara al salón—, pero cuando se iba,me puso una mano en el hombro y medijo que

no me preocupara, que ya no haríatonterías. Yo me quedé con los ojoscomo platos, y entonces me contó que semarchaba a Madrid, que lo había

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llamado otra vez su tío para hablar deltrabajo que le había ofrecido. Luego medijo que no me olvidase de decirle austed que volvería en cuanto pudiera,llamó por teléfono hace una media horapara recordármelo.

Se le escapó una sonrisa al viejo criado,que la siguió para acabar de contarle lahistoria del tío de Manuel, y por eso seenteró de que era el que habíacontinuado con los negocios de lafamilia, una empresa de maquinariaindustrial que ya exportaba en la épocadel abuelo. Por su parte, el padre deManuel prefirió independizarse de lafamilia y tomó el camino de losestudios, hizo ingeniería naval y se

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trasladó, recién casado, a Valencia,donde trabajaba en un astillero ynacieron sus dos hijos.

—Pero don Alfredo siempre quiso quesu sobrino trabajase con él, y si lo haceestará más cerca de aquí y podrá venirmás veces.

La expresión satisfecha del criado eramuy parecida a la de un padre orgullosohablando de su hijo, y miró a Elisa conagradecimiento. Sin decírseloclaramente, sabía que la creía la artíficede aquel cambio, y si no hubiera sidopor pudor, seguro que la habríaabrazado.

Ella se sentó frente al piano, y el criado

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salió por fin, cerrando la puerta.

Permaneció un buen rato con la miradaperdida, sin tener conciencia de lo queveía.

La tapa del piano levantada, las teclas,el ventanal, un sol deslumbrantefiltrándose entre los árboles… Solopodía sentir el alivio que habíaexperimentado cuando supo que iba avolver, que no se había ido y que quizáestuviera haciendo aquello por ella. Y

se sentía tan feliz y satisfecha queempezó a tocar la música de El golpe.

Siguió practicando toda la tarde y solodescansó cuando Rogelio entró y le

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dejó, como siempre, la bandeja con lajarra de agua y un vaso sobre la mesita.Lo llenó, y después de beber se paseóante los estantes. Miró una a una lasviejas fotografías, intentando adivinarquiénes eran cada uno de esos rostros,hasta que se topó con un libro deastronomía y lo sacó para llevárselo alporche. Se sentó en el mismo banco deldía anterior y lo hojeó, deteniéndose enel capítulo de Las Perseidas. Leyó lasdos hojas donde, entre datos técnicos ycientíficos, estaba la leyenda de Perseoy la historia del martirio de SanLorenzo; la tradición cristiana y lamitológica se unían en un mismofenómeno que no era otra cosa que laentrada de un cometa en la atmosfera

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cuya combustión producía destellos queduraban segundos.

Entonces recordó lo que le habíacontado Manuel de su vida sentado enese mismo

sitio y, en especial, lo que le había dichoal final: No la quería, a aquella mujerperfecta de la foto. Y si no hubiesetenido miedo, a lo mejor…

Se levantó asustada al oír voces fuera yle empezó a latir más deprisa elcorazón.

Pero a quien se encontró en el recibidorfue a un hombre que no había visto en suvida.

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De baja estatura, fuerte y muy moreno,que la saludó haciendo casi unareverencia.

—Es Pepe, se va a ocupar del jardín —lo presentó Rogelio.

Ella se sintió un poco absurda; no sabíacómo había creído que podía ser él si no

había oído su coche. Y aprovechó esemomento para despedirse.

Recostada en la hamaca que crujía cadavez que cambiaba de postura, contemplóla

oscuridad del cielo con sus brillantesestrellas. Todo estaba en silencio. El

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grillo se había ido o no tenía ganas decantar, y le habría gustado oírlo en esemomento, ya que no tenía su música paraescuchar. Le apetecía algo suave, unabalada quizá… De todas formas, era unahermosa noche, y estaba como ellaquería, sola y apartada del mundo.

Pero en su vida se había metido ManuelMérida, y eso no estaba en sus planes delibertad. De desapego. De no dependermás de los sentimientos para que novolvieran

a hacerle daño.

Escuchó el cerrojo de la puerta de lacalle y los pasos de su tía un pocoarrastrados acercándose por el pasillo y

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corriendo las cortinas.

—¿Todavía estás levantada?

—¿Qué hora es?

—Más de las doce.

—¿Y qué tal te fue hoy?

—Perdí tres pesetas, y como ayer ganécinco, la cosa no está tan mal. Delfina,la que vive dos puertas más abajo,dieciséis, y no sé cómo lo hace, siempresaca algo.

Se acercó entonces a su sobrina y le dioun beso en la frente.

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—Hasta mañana, Eli, y no te quedeshasta muy tarde.

—Sólo estaré unos minutos. Quieroesperar un poco para ver las estrellasfugaces,

las que llaman las lágrimas de SanLorenzo.

Elisa le contó un poco por encima lo quehabía leído en el libro.

—Qué cosas más raras pasan —murmuró ella, y volvió a desearlebuenas noches.

Durante un instante las cortinasquedaron balanceándose, sonando

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débilmente, y la

luz que venía de la pequeña ventana delbaño iluminó una parte del patio. Cerrólos ojos para no ver nada ni distraer sumirada, hasta que pasaron unos minutosy los abrió.

La oscuridad se apoderaba de todo y enel firmamento distinguió las estrellasque formaban la Osa Mayor. De pronto,un destello cruzó apagándose al instante.

Cada dos minutos se volvía hacia unlado, luego hacia el otro, con los ojosabiertos mirando a la pared y al techo devigas de madera. De la calle le llegaronlas voces de un vendedor; ofrecíasandias y melones a buen precio, y

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también tomates.

Esperó hasta que dejó de oír alvendedor y se levantó.

Su tía no estaba en la casa y calentó elcafé con un poco de leche que tomó conunas galletas que encontró en un platosobre la encimera, mientras mirabahacia la calle.

Entonces la vio cruzando por delante dela ventana y al poco entrar en la cocina.

—Buenos días, Eli.

—Hola, tía —contestó, sin percatarsedel tono apagado de su propia voz.

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—Si lo prefieres, te hago unas tostadas,Juana me ha dado un bote de mermeladade

melocotón que hace ella y que está muybuena.

—Otro día.

—¿Viste alguna de esas lágrimasanoche? —le preguntó.

—Sí, primero una, y al cabo de unosminutos otras dos. Esperé un cuarto dehora,

pero ya no vi más y me fui a la cama.

Carmela se quedó observándola

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mientras se terminaba el café.

—No pensaba decírtelo, pero creo quees mejor que lo sepas. —Elisa sesobresaltó

—. No te preocupes, no es nada malo,solo que a primera hora llamó tuhermana por

teléfono. Dijo que no te lo comentara,que iba a ser una sorpresa.

—¿Una sorpresa?

—Sí, viene mañana.

Elisa dejó caer la taza sobre el plato.

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—¿Y qué quiere?

—Pues verte, ¿o es que no te alegras deque venga?

—Sí, por supuesto que sí —rectificó,pues se percató de que su actitud lahabía puesto en evidencia.

—No iba a decírtelo, por eso de lasorpresa, pero con lo que ha pasado creíque era

mejor que lo supieras.

—¿A qué te refieres?

Su tía se acercó a ella y se sentó a sulado, colocándole un mechón de pelo

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hacia atrás.

—Te has enamorado de ese muchacho,¿a que sí?

Ella se sobresaltó.

—No sé por qué piensas… —empezó, ysintió que se ruborizaba.

—Estas luchando contra tussentimientos, y eso no es posible porquetienes todas las de perder.

—No estoy haciendo ninguna lucha, sélo que no quiero, y desde luegoenamorarme

no está en mis planes…

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—Los planes casi nunca salen, y si tehas enamorado, no vas a poder lucharcon nada, sobre todo si él siente lomismo por ti.

—Eso no lo sé, y además no lo conozcolo suficiente, no estoy segura siquiera deque no sea más que un espejismo, quetodo sea porque me siento decepcionadacon lo

pasado en mi matrimonio.

Su tía le cogió la mano antes de empezara hablar.

—Tú sabes que me quedé viuda muypronto y que el dolor y la desazón quesentía

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hicieron que ni se me pasase por lacabeza volverme a casar. Luego laabuela se puso mala, de eso sí teacordarás, de los años que se tiróencamada la pobrecilla y había quecuidarla. Y no me arrepiento de nada deeso, ni de haberme quedado en elpueblo, aunque si algo acabaenseñándote la vida, es que esdemasiado corta, cuando menos loacuerdas, han pasado los años como enun suspiro. Por eso si se presenta laocasión de ser feliz, hay que cogerla,Eli, amarrarla con fuerza antes de que seescape, porque no sabes si volverá apasar, si ya serás vieja o no tendrásganas de intentarlo siquiera.

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—Y si después de todo… —balbució.

—¿Si sale mal? —Carmela hizo unmohín apretando los labios—. Puessufrirás otra

vez, y será más duro, pero no por esodebes dejar de intentarlo si lo quieres.

Elisa se quedó mirándola. No se lo dijocon palabras, tampoco se lo decíaclaramente a sí misma, pero sí, loquería.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer con lode tu hermana? —preguntó.

—Me haré la sorprendida —repuso ellacon una leve sonrisa—. Y, por favor, no

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le

digas nada de Manuel.

—No te preocupes. —Se incorporó yapoyó las manos en las caderas—.Habrá que

aviar algunas cosas, me dijo que llegaríapor la mañana.

XIII

Ayudó a su tía con la limpieza, lacompra y la preparación de la comida, ycuando

Carmela se echó la siesta en el sofá, ellase sentó bajo la sombra de la parra a

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leer.

Pero no podía concentrarse, las letras seagolpaban ante sus ojos y sentía una granansiedad al recordar la conversacióncon su tía y la visita de Alicia para eldía siguiente. Y si su hermana estabaallí, no podría ir a su casa, pues noquería que se enterase aún de laexistencia de Manuel.

Su tía debió encender la televisiónporque escuchaba las voces de lospersonajes declarándose amores y odiosapasionados a todo volumen, y no pudoresistirlo ni un minuto más. Se levantó,dejó el libro sobre la hamaca sinrecoger y le dijo desde la puerta que se

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iba.

Subió casi corriendo hasta el cruce delcamino. Se notaba que era más tempranoque

otros días, pues la sombra de losárboles se proyectaba menos, y llegósofocada ante la verja que encontróabierta de par en par. El coche deManuel estaba en medio del sendero,como si acabase de llegar, sin embargo,no lo vio ni tampoco se oía a nadie.

Por un instante dudó si irse, pero enlugar de eso bordeó la casa hacia elporche.

Se asustó porque casi se chocó con Rosa

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que colocaba unas macetas de geranioscontra la pared.

—El señorito está dentro —dijodespués de saludarla, y señaló el salón.

Manuel estaba sentado en el sofá,mirando unos papeles y escribiendoalgo, y ella

se quedó junto a la puerta sin moversehasta que él se volvió.

—Hola —saludó sonriente al tiempoque se ponía en pie.

Ella se acercó al piano como decostumbre, pero no se sentó en la butaca.Quería decirle cuanto antes que no iba a

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ir en unos días por la visita de suhermana, y no sabía cómo empezar, porlo que acabó por no decir nada. Se sentóy alzó la tapa mientras él se aproximaba.

—Quería proponerte algo. —Y antes deque Elisa reaccionara, le preguntó si esatarde podía hacer un descanso—. Hay unsitio que me gustaría enseñarte.

—¿Ahora? —preguntó ella.

—Sí —contestó bajando la vista haciasus piernas; vestía una falda por encimade

las rodillas y se sintió cohibida, sinentender el significado de semejanteinspección—.

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Tendrás que ponerte otra cosa, unosvaqueros o un chándal, y zapatillas dedeporte.

Ella seguía desorientada.

—Pasaremos por tu casa para que tecambies. Y te aconsejo que sea unpantalón al

que no tengas mucho aprecio.

—Pero ¿dónde vamos a ir?

—Ya lo verás.

Iban hacia el coche cuando Rogelio seacercó con algo en la mano.

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—Mire, la encontró Rosa ahí detrás… aveces aparecen las cosas cuando no sebuscan.

Elisa pudo ver que se trataba de algobrillante, una especie de cadenita deplata con un pequeño colgante, ycomprendió que aquella debía ser lapulsera perdida de Marga.

La expresión de Manuel al cogerlacambió. Se le había ensombrecido lamirada y apretó aquel objeto en la mano.Entonces, sin que ni ella ni Rogelio loesperaran, lo vieron emprender unapequeña carrerilla y, con todas susfuerzas y lo más alto que pudo, lanzar lapulsera contra la copa del sauce más

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grande y frondoso. Luego se quedó unossegundos mirando al árbol, como siesperase que fuera a caer, y al noocurrir, se volvió tranquilamente haciaellos.

—Ahora vengo —les dijo, y subió losescalones de la entrada de una zancada.

Entre tanto, Elisa y el criado continuaroncomo paralizados, sin apartar los ojosdel sauce.

—La lata que dio esa mujer para queencontrara la dichosa pulsera, y ahora…

espero que no vuelva a reclamarla,porque ahí no pienso subir a buscarla —dijo Rogelio volviéndose hacia ella,

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mostrando una sonrisa socarrona que nole conocía.

Manuel regresaba con una chaqueta en lamano que dejó en el asiento trasero.Había

abierto la puerta del copiloto y la invitóa entrar. Ella, por su parte, se quedócomo paralizada.

—¿Ocurre algo? —preguntó extrañado.

Durante un segundo le había parecidoraro, como si entrar en su coche tuvieraun significado mayor, un paso más parameterse en su vida. Pero reaccionóenseguida y se acomodó en el asiento.

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—Dice Rosa que va a llover —comentóoteando el cielo, inclinado hacia elparabrisas.

Elisa también lo hizo; era cierto queempezaban a aparecer algunas nubes alo lejos.

Arrancó y condujo marcha atrás hasta lasalida, donde Rogelio esperaba paracerrar la puerta.

Carmela veía la televisión y no le diotiempo a decir nada cuando cruzó anteella para subir a la habitación. Se pusoel pantalón vaquero y las deportivas, yal pasar de nuevo, su tía la detuvo parapreguntarle qué ocurría.

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—Nada, sólo vine a cambiarme de ropa.—Y se marchó antes de que le dieratiempo a preguntarle algo más.

Manuel la esperaba después de habermaniobrado para llegar al cruce. Giró ala izquierda, por el mismo sitio por elque ella solía pasear por las mañanas, elcamino arenoso donde los socavones dealgunos tramos los obligaban a ir másdespacio.

Pasaron los corrales, los cerros y elcampo que se extendía salpicado deencinas y olivos entre los terrenos dehierba reseca por el sol del verano yzonas aradas o en barbecho.

—Son unos cuatro kilómetros —le decía

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Manuel sin apartar la atención de aqueltortuoso camino—. Como ves, estábastante mal, por eso se hace más largo.

Seguía conduciendo mientras hablaba deque le gustaba ir por allí, y le comentóque

había conocido a un pastor.

—¿Y sabes qué nombre le puso a superro?

—Rasputín —contestó Elisa, y él sevolvió un segundo—. Lo conozco, sellama Bernardo y es amigo de mi tía.

—Un hombre simpático —dijo, y ellasolo asintió, aunque estuvo a punto de

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comentarle que el pastor les habíahablado de sus encuentros.

El camino acababa de repente en lo altode un cerro, y al salir del vehículo, Elisa

vio un sendero estrecho, casi borradopor las plantas y piedras desprendidas,en una cuesta con bastante pendienteenfilada entre montes.

—Hay que ir por ahí, con cuidadoporque la maleza esta alta, a vecespincha, y puede que haya piedrassueltas. —La miró sonriendo al ver laexpresión de su cara—.

No es tan complicado como parece, yvale la pena.

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Empezaron a bajar despacio. Lavegetación salvaje y las retamas se lesenredaban

entre las piernas, pero con lo que habíaque tener más cuidado era con laspiedras. Por eso caminaba detrás deManuel que se paraba a menudo paraver cómo iba, separándole las ramas delos arbustos más altos. Tampocohablaba, preocupada como

estaba en ver donde ponía los pies,mientras él le hacía notar el olor deltomillo y la jara, muy abundante por allí.Le contó que, aunque no lo pareciera,hacía muchos años había sido un caminomuy transitado. Sin embargo, en ese

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momento parecía impensable

que hubiese sido así.

Justo cuando la cuesta acababa y girabana la derecha, se abrió ante ellos un claro

de hierba plagado de pequeñas floresamarillas. El río, un poco más abajo,hacía notar su presencia con el ruido delagua corriendo entre las piedras.

Elisa contempló aquel lugar que parecíasalido de un cuadro, con el aguafluyendo,

el puente derruido hasta casi meterse enel medio del río, el monte del otro ladoaún más agreste, repleto de encinas y

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formaciones rocosas salpicadas demacizos de retamas…

—Lo llaman El Puente de Piedra —ledijo él—. Fue bombardeado durante la

Guerra Civil, y después a nadie leinteresó reconstruirlo, hicieron unonuevo y más ancho unos kilómetros másarriba. Por eso el camino dejó de usarsey se deterioró, también lascomunicaciones que había con lospueblos del otro lado del río dejaron deexistir.

Antes de llegar al viejo puente tuvieronque bajar por unas grandes rocas degranito que Manuel descendió como silo estuviera haciendo todos los días, y

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esperó para ayudarla. Pero ella intentóvalerse por sí misma, arrastrándose porla superficie de la piedra hasta colocarlos pies en lugar seguro. Cuando llegó alsuelo, vio que él se reía.

—Curiosa forma de bajar, pero un parde veces más y te quedas sin pantalones.

Ella también se rio, y de ahí cruzaron elcampo verde salpicado de flores hastala

orilla, donde arrancaba el puente.

De aquella antigua construcción solo seconservaba un tramo hasta la primeraarcada, y Manuel le dio la mano paraayudarla a subir. Sin soltarla, se

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acercaron casi al borde, desde donde seveía el agua formando pequeñascorrientes de espuma blanca

al chocar contra los escollos para seguirrío abajo.

Durante unos segundos miró aquellasaguas, hasta que empezó a sentir vértigoe intentó retroceder.

—No hay peligro, lleva más decincuenta años sin moverse una piedra—le dijo sin

soltarla.

Pero se echó hacia atrás, y Manuel lainvitó entonces a sentarse a su lado,

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sobre las losas de granito pulido de loque fue el camino del puente; desde allípodían ver el cauce discurrirencajonado entre los montes.

—De pequeño venía con mi abuelo apescar —lo escuchó decir en medio delsonido del agua que no dejaba de fluirbajo el puente—. Llegábamos alamanecer y estábamos horas, traíamoscomida, y mientras picaban, mi abuelome contaba cosas de

los libros que leía, de su vida, de susnegocios, de todo lo que habíaconseguido… Yo me quedaba fascinadooyéndolo hablar, sobre todo cuandorecordaba cómo había incrementado el

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negocio familiar que heredó de su padre.

—¿No le afectó la guerra y laposguerra? —preguntó acordándose delos rumores que le había contadoBernardo.

—No mucho, aunque he oído que hizoalgunos negocios no muy lícitos en esaépoca,

pero, si fue cierto, en la familia nunca sehabló de ello.

Le señaló la zona que abarcaba todo loque les alcanzaba la vista.

—Ahora es de mi tío Alfredo; mi tía, laque vive en Inglaterra, le vendió su parte

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a él. A mi padre nunca le interesó latierra ni la empresa, prefirió estudiar ydesvincularse de todo. Salvo de la casa,fue lo que heredó, y aunque está a sunombre y asume la mayoría de losgastos, también la usa mi tío, que es elque paga el sueldo a Rogelio y a sumujer, porque de lo contrario mi padreno podría.

Y se calló, como si de pronto leavergonzara hablar de ello.

—¿Eras buen pescador? —le preguntócambiando de tema.

Él sonrió con ganas.

—Pésimo, y tampoco es que me

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interesara mucho, lo que más me gustabaera cuando devolvíamos los peces alagua y las conversaciones que teníamos,aunque también nos pasábamos muchotiempo sin hablar. —Cogió unapiedrecita del suelo y empezó ajuguetear con ella—. He estado en sitiosmás bonitos que este, con playas ypaisajes espectaculares, sin embargo, enninguno me he sentido como aquí.

—Alguien dijo que los lugares se nosgraban en la memoria por las emocionesque

experimentamos cuando estamos enellos y las personas con las que loscompartimos.

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—Estoy de acuerdo, y quizá te parezcauna locura, pero a veces creo que looigo hablarme y me sorprendo a mímismo preguntándole cosas en voz alta,pidiéndole consejo como cuando era uncrío. Por supuesto no espero respuestas,solo es una especie de auto terapia, algoque me tranquiliza. Luego me tumbocerrando los ojos y acabo con la mentevacía, escuchando el rumor de lacorriente, como si fuera parte de ella…

—Sí, es un sitio muy agradable, y elsonido del agua transmite una gransensación

de paz y tranquilidad.

Manuel avanzó un poco el cuerpo y tiró

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la piedra al agua.

—También sentía algo parecido estosdías, cuando tocabas y yo te escuchabadesde

el sofá —dijo volviendo la cabeza paramirarla.

—Los sonidos de la naturaleza, en elfondo, son como una música.

Él hizo un gesto de estar conforme, yacto seguido se tumbó del todo en elsuelo, con un brazo detrás de la cabeza,y cerró los ojos.

Elisa continuó sentada, con las piernasestiradas y las manos apoyadas con los

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brazos hacia atrás. En el pantalón y entrelos cordones de las zapatillas teníaramitas enganchadas y empezó a quitarsealgunas, pero enseguida volvió a lamisma posición y cerró los ojos igualque él, concentrándose tan sólo en elsonido monótono e hipnótico del agua.

Transcurrieron varios minutos cuandosintió que él se movía. Se habíaincorporado

un poco de costado y se sujetaba lacabeza con la mano.

—Mi tío me ha contratado en suempresa.

—¿El que vive en Madrid? —preguntó,

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aunque sabía la respuesta.

—Sí, y tendré que trasladarme, buscarun piso… Podrías aconsejarme, despuésde

mis tíos y mis primas, eres la únicapersona que conozco allí. Las oficinasde la empresa están en el Paseo de laCastellana, casi llegando a PlazaCastilla, supongo que conoces la zona.

Ella le dijo que sí.

—¿Está muy lejos de donde vives tú?

No sabía qué contestarle hasta queempezó a nombrar líneas de metro,trasbordos,

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autobuses… y él sonrió al decir:

—Iría en el coche.

—En ese caso, no sé cómo explicarte.

—Ya lo averiguaré —comentó connaturalidad, y ella se quedó sin sabercómo debería tomárselo por lo quedesvió la conversación.

—Entonces, ¿no vas a volver aValencia? —preguntó tímidamente.

Él negó con la cabeza.

—Echarás de menos a tu familia, tusamigos, tu tierra… —Y era conscientede que

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no lo decía pensando en las playas o losnaranjos.

—Supongo que sí, tampoco está tanlejos, y desde luego hay otras cosas queecharía

más de menos si no lo hiciera.

La miró un instante y volvió a tumbarsede nuevo, con los ojos cerrados y larespiración pausada, como si sedispusiera a dormir.

Ella siguió en la misma postura, sindejar de contemplarlo. Podía hacerlocon tranquilidad porque él no la veía, yeso la reconfortaba; tenía la impresiónde que estaba a gusto con ella, como en

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otro tiempo con su abuelo. Y llevó lavista al cielo que iba cubriéndose denubes grises, haciendo que se perdierael brillo de las aguas que se volvíanopacas y dejaban de reflejar la siluetade los montes que lo acunaban, losverdes de las encinas y las retamas consus flores amarillas… Ese era su lugarfavorito, él mismo acababa de decírselo,y que la hubiese llevado paraenseñárselo significaba casi unadeclaración, aunque no sabía aún dequé.

Observó otra vez su cara, el perfil desus facciones y la boca cerrada sinapretar los labios. Le resultaba tanatractivo que no pudo evitar que su

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cuerpo lo deseara y que a su cabeza leviniera la idea de que le gustaríabesarlo. Y no sólo en los labios.

También recorrería su cuello, alzaría sucamiseta y pasaría la mano por su pechodesnudo… Bajó la vista hacia suspiernas enfundadas en los vaqueros, laszapatillas con algunas hojasenganchadas, igual que en las suyas. Yvolvió a su boca que parecía llamarla,atraerla para que se acercara, jugosa,sensual… De pronto se asustó; él habíaabierto los ojos, y aunque desvió lossuyos, sabía que se había dado cuenta.

—Creo que Rosa tenía razón, va allover.

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Las nubes se estaban volviendo másdensas y grises, cubriendo parte delcielo, y el

aire que soplaba a ráfagas se convirtióen un viento constante y templado.

—Es mejor que nos vayamos, la subidaes más dura y se tarda más. —Y selevantó,

tendiéndole la mano para ayudarla.

En efecto, la vuelta resultó máscomplicada. Las rocas que ella habíabajado casi a

rastras tuvo que subirlas con su ayuda, yluego aquella cuesta tan empinada… No

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estaba acostumbrada a caminar por elcampo y menos en aquellas condiciones,por lo

que a mitad de camino ya no podía más,él iba demasiado deprisa y acabórezagada.

Manuel la esperó y volvió a darle lamano, andando más despacio hasta queen un

momento se paró.

—¿Oyes eso? ¿Notas como huele atierra mojada?

Efectivamente, la suave brisa lesllevaba el sonido y el olor del agua,

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aunque aún no había llegado a ellos.

—Debemos darnos prisa si no queremosmojarnos.

Elisa casi corrió cogida de su mano, yjusto a unos pocos metros de dondeestaba el

coche, empezó a descargar despacio.

Manuel le abrió la puerta y entró.Apenas le habían caído cuatro gotas,pero él estaba un poco más mojado en lacabeza y los hombros. Y fue cuandoestaban dentro

del vehículo cuando la tromba de aguapareció precipitarse con furia y ambos

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se quedaron viendo como resbalaba porel cristal; era como si estuvieran detrásde una catarata.

—De buena nos libramos —dijo Manuelcon alivio.

—Subimos rápido, si no…

Aún jadeaba por la carrera y le costabahablar.

—Menudo día elegí para traerte deexcursión. —Sonrió mirándola—. Nome gusta

la lluvia, aunque es agradable el olor atierra mojada.

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Volvió la vista hacia el parabrisas, yella empezó a preguntarse por qué noarrancaba.

—Me llamó Vanesa —dijo de pronto.

Elisa sintió que le faltaba el airemientras seguía escuchando el golpearde la lluvia contra el chasis.

—Después de casi cinco meses… —volvió a hablar él—. No supe qué decir

cuando reconocí su voz, me llamabaporque había llegado de Milán, su novioes un empresario de allí, y lo primeroque me dijo fue que le había propuestomatrimonio.

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Pensé entonces que a lo mejor mellamaba para invitarme a la boda.

Sonreía mirando al frente, y ella nopodía apartar la vista de él.

—Y no era eso —continuó—. Lo hacíapara decirme que no estaba segura, queantes de decidirse, necesitaba verme yhablar conmigo porque era difícilolvidar los años que habíamos estadojuntos.

Su pausa fue para Elisa como unatortura.

—Pero ahora la conozco y sabía quetodo eso encerraba algo, aunque nopodía imaginar qué. Entonces me dijo

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que había visto a uno de mis amigos yque le había comentado que mi tío meiba a nombrar su heredero.

Manuel jugueteó un instante con la llaveque pendía del contacto antes de seguir.

—Creía que de pronto me llovían losmillones —dijo con un gesto desdeñoso—, así

que tuve que informarle que no, que yosolo iba a trabajar para él y que mi tíoya tiene dos hijas y cuatro nietos paraheredarle. Entonces no pude evitarlo yme eché a reír. —

Lo hizo también en ese momento—. Yno me reía de ella, sino de mí mismo,

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porque no

dejaba de preguntarme cómo habíapodido enamorarme de esa mujer, sidebió trastornarme su belleza porque, delo contrario, no me lo explico. Por esome habría gustado decirle que, aunquefuera cierto y se echara en mis brazos,jamás volvería, pero me colgó despuésde insultarme porque estaba convencidade que me burlaba de

ella.

Elisa sintió que su cuerpo antes tenso serelajaba, y él volvió a hablar.

—Ese capítulo está totalmente cerrado.—Y se giró hacia ella—. Se acabó

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porque

he madurado y empieza otra etapa en mivida, una que abriste tú el día queviniste a casa a tocar el piano y tus ojosme miraron como antes en el puente… yahora.

—No sé cómo te estoy mirando —dijocasi en un susurro, e intentó desviar lavista

de él sin conseguirlo.

—Sientes lo mismo que yo, que te gustocomo me gustas tú a mí.

—No sé porque piensas eso.

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Estaba aturdida y miró hacia un lado. Lalluvia seguía cayendo con másintensidad

tras la ventanilla.

—Hace poco que nos conocemos paraque creas que hay algo más que unaamistad

entre nosotros —dijo con la voztemblorosa.

—¿Cuánto tiempo estuviste casada? —le preguntó entonces.

—Casi cinco años, pero lo conocí alacabar en el Conservatorio, él era unode los

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solistas de la orquesta de cámara dondeempecé a tocar.

—Y vuestra relación acabó a pesar detodo, de que estuvieses años con él, deque lo

conocieras y os casarais. Igual que yocon Vanesa, después de tres años ymedio, supe realmente cómo era el díaque me dejó. —Su mano se posó en lasuya y bajó el tono de voz al decir—:Tú y yo podemos estar más cerca quecon ellos a pesar de convivir tantotiempo.

—Que ocurriera eso, que ahora no laquieras, no significa que… —Pero nosupo seguir.

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—Estoy enamorado de ti, Elisa —dijoél—. No sé bien cuándo ocurrió, soloque cada día que pasaba te sentía máscerca, como si te metieses cada vez máshondo en mi cabeza, hasta que supe quesería imposible sacarte de ella, quenecesitaba oír tu voz, mirarme en tusojos y que tus manos me tocaran de lamisma forma que lo hacías con elpiano…

Notaba la caricia de la suya y su mirada,que no pudo sostener, y desvió hacia lacortina de agua que corría precipitadasobre el cristal.

—Todo lo que he ido haciendo desdeentonces es para estar contigo porque te

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quiero, y sé que tú a mí también, aunquete resistas a reconocerlo.

Sintió de pronto frío y apartó la mano dela suya para cogerse los brazos, quenotó

ateridos. Manuel le alcanzó la prendaque tenía en el asiento trasero.

—Gracias —musitó, y mientras se poníaaquella chaqueta que le quedaba grande,él

giró la llave del contacto, activó loslimpiaparabrisas y maniobró hacia atrásdando la vuelta con bastante precisión,señal de que lo había hecho muchasveces, para emprender el camino de

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regreso.

No hablaron en ningún momento, y él noapartó la vista del camino que secomplicaba por la lluvia, atento a laconducción para no acabar en la cuneta.Hasta que vieron la ermita que aparecióen lo alto del cerro, envuelta en labruma, y Elisa comprendió que estabanllegando.

—Puedes dejarme en casa de mi tía —dijo en un hilo de voz.

Pero él se desvió hacia la suya, dondese encontraron la verja abierta de par enpar, como si los estuvieran esperando, ycontinuó por el sendero hasta losmismos peldaños de la entrada. No paró

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el motor, y ella se quedó mirándolo sinsaber qué hacer. Manuel había bajado yse dirigió hacia su puerta, la abrió yesperó mientras la lluvia lo mojaba. Ellase levantó enseguida y corrió arefugiarse bajo el porche mientras élvolvía al vehículo.

—Voy a dejarlo en el garaje.

Vio como maniobraba y salía por laizquierda. Entonces se giró, topándosecon Rogelio, al que no había sentidollegar y que empezó a hablar de lastormentas estivales. Pero no le prestóatención; solo hizo una mueca de estarde acuerdo y entró en la casa.

El salón estaba envuelto en aquella

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semipenumbra donde las nubes oscuras

impedían que el piano proyectase susreflejos, y continuó hacia la puerta desalida al jardín que estaba abierta. Iba acerrarla para evitar la corriente, pero sequedó mirando fuera; la lluvia caía másdespacio sobre las plantas y las hojas delos árboles que mecía el viento, conaquella luz grisácea que le daba unaspecto irreal a todo.

Se había acostumbrado al brillo del soly al calor, y en ese momento tenía unpoco

de frío. La brisa suave y húmeda le dabaen la cara, a la vez que hacía balancearla cortina más cercana, y se cerró la

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chaqueta contra el cuerpo. También lospárpados para escuchar el agua que eracomo un susurro en medio del silencio.Y se sintió extraña. No sabía qué hacíaallí ni cómo había llegado a aquellasituación que le parecía un sueño delque pronto iba a despertar. Porque noestaba en esa casa, ni siquiera en elpueblo; estaba en su pequeñoapartamento alquilado, cerca del metrode Moncloa, tocando en su modestopiano vertical. No había conocido anadie y estaba sola sin que eso lesupusiese ningún drama…

Una corriente de aire frío la devolvió ala realidad. Manuel había abierto lapuerta y vio como la cerraba antes de

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que golpeara.

—Rosa nos ha preparado café, ¿teapetece?

Asintió con un movimiento de cabeza, yvolvió el rostro de nuevo hacia eljardín.

Cada vez llovía menos, mientras elaroma de la tierra empapada se hacíamás intenso.

—Va a dejar de llover —murmuró comopara sí, y se volvió de nuevo.

Él estaba a su lado y la miraba. Recordóentonces sus palabras, cuando habíadicho

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que estaba enamorado y que empezaba acambiar su vida para estar con ella. Y lotenía tan cerca… Supo enseguida lo queiba a hacer y no se movió, continuó conlos brazos

cruzados sobre el pecho, arropada conaquella prenda suya.

Manuel se aproximó aún más y le cogióla cara con las manos; las tenía frías,pero a ella le ardían las mejillas. Loesperaba. Su boca acercándose a lasuya, cubriéndola, percibiendo sucontacto, transmitiéndole una sensaciónde dicha que le recorrió el cuerpoentero… Fue un beso largo e intenso, yal separar sus labios, se quedó

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mirándola, sin apartar las manos de surostro, mientras ella se daba cuenta deque tenía el pelo mojado y unas gotitasde agua le resbalaban por la sien.

Iban a besarse de nuevo cuando el ruidode la puerta los hizo separarse. Rogelioentraba con la bandeja del café.

—Déjalo ahí, nosotros nos serviremos—le indicó Manuel, y el criado lo dejósobre la mesita antes de salir.

Elisa se había quedado recostada contrael cristal de la puerta y miraba otra vezfuera. Tenía miedo de hacerlo hacía él,de expresarle con sus ojos lo que no seatrevía a reconocer con palabras.

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—Sé lo que piensas —lo oyó decir—.No querías volver a enamorarte nunca,lo sé

porque a mí me pasó lo mismo.

—¿Por qué vas a pensar que estásenamorado? —repuso ella enseguida—.Creías que lo estabas de tu novia, casi tevuelves loco porque te dejó, y ahora medices que yo… Puedes equivocarteporque estás vulnerable, porquenecesitas el amor y yo estoy

cerca.

Manuel también miró al jardín.

—Después del baile en la plaza, cuando

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lo de Marga… al día siguiente fui alPuente

de Piedra a pensar y creí que lo teníaclaro. Había decidido que tenía quemarcharme enseguida y pasé por delantede la casa sin parar. No iba adespedirme ni recoger mis cosas, yseguí conduciendo durante más de mediahora hasta que me detuve en el arcén.

Pensaba en ti, en que no quería irme sinverte de nuevo, sin comprobar lo quesentía…

Elisa lo escuchaba notando que algo leoprimía la garganta.

—Regresé para despedirme —continuó

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—. Al menos eso pensaba, porque enlugar

de hacerlo, llamé a mi tío para aceptarsu oferta de trabajo. Sabía que ya nopodría dejarte, que estaba enamorado deti y que debía empezar contándoteaquello… No te

dije todo, hay cosas que… Marga a lomejor…

—No quiero saberlo —atajó ella—. Nome importa lo que haya pasado entre

vosotros.

Elisa tenía los brazos a lo largo delcuerpo, y él metió los suyos entre la

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chaqueta para abrazarla.

—Mañana no vendré —le dijo antes deque volviera a besarla.

Manuel la miró sin entender.

—Mi hermana viene a verme, no podrévenir en tres días.

Él seguía desconcertado.

—Quieres distanciarte de mí, no me hascreído.

—No es eso, bueno… no lo sé. Todoparece que va demasiado rápido, mimarido

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me engañó con otra, tu novia te dejó ylos dos nos creímos los seres másdesgraciados, y ahora… no es posibleque ahora…

—Yo solo sé que te quiero —seapresuró él—, pero si tú necesitaspensarlo, si no

estás segura… aunque sé que mecorrespondes, que sientes lo mismo queyo.

Ella no pudo resistirlo más, su frialdadse desarmó de golpe y se abrazó a él.

Sintió sus manos recorriéndole laespalda, su cuerpo pegado al suyo ycomo la besaba de nuevo. Y tuvo la

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tentación de decirle que sí, que eracierto que sentía lo mismo. Pero no seatrevió. Su razón aún luchaba con eldeseo; tenía que distanciarse por unosdías, estar segura de sus sentimientos.

—Quédate conmigo —lo oyó decir consus labios aún en los suyos.

—No puedo, debo irme —dijo ella enapenas un hilo de voz.

—¿Por qué?

—Es lo mejor, y solo serán tres días…

—¿Ni siquiera te quedas a tomar elcafé? —insistió.

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Ella dijo que no. Debía irse rápidamentey también se negó a que la acompañara a

casa.

Había dejado de llover y las nubesparecían retirarse poco a poco, dejandoal descubierto el azul oscuro delanochecer. Iba a bajar los peldañoscuando se dio cuenta de que tenía puestasu chaqueta, retrocedió e hizo ademánde quitársela.

—Llévatela, aún hace frío.

Su voz le había sonado distinta y sequedó mirándolo, tratando de leer en sucara si estaba molesto con ella por irse.Pero solo le pareció triste, quizá

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decepcionado, y no quería dejarlo conaquella sensación el tiempo que estaríasin verlo. Entonces, como en unarrebato, se fue hacia él y se colgó de sucuello para besarlo apasionadamente.Lo deseaba, y si se hubiese dejadollevar por ese deseo, le habría pedido ira aquella habitación forrada de florespara amarlo y sentir su piel pegada a lasuya.

—No te olvides de mí —musitó en suoído, oprimiéndola contra su pecho.

Ella lo besó de nuevo con el mismoardor, y se deshizo de su abrazo antes devolver

a sentir que no quería dejarlo.

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Sus zapatillas hicieron crujir la arenamojada mientras se alejaba, y alzó lavista al cielo. Se veía una pequeñaestrella brillando, abriéndose paso entrelas nubes.

XIV

Alicia llegó sobre las once de lamañana. Entró en la casa como untorbellino y enseguida su voz alegrepareció inundarlo todo, abrazándose asu hermana como si hiciese años que nola veía. Era más alta y corpulenta queElisa, con el pelo en una melena cortacon mechas rubias y los ojos de uncastaño claro como los de su madre;

también, como su progenitora, hablaba

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mucho y deprisa si estaba nerviosa. Lehabía dicho que pasaría allí tres días, yque al cuarto se iría porque aún lequedaban unas cosas pendientes en eltrabajo, antes de las vacaciones. Lestransmitió los recuerdos de sus padrespara ellas y luego habló de su hijoMarcos y su marido, que se habían ido ala sierra con sus suegros, y que el niñohabía estado con diarrea, pero que ya sele había pasado. Y aprovechó paraenseñarles unas fotos que tenía en lacartera.

—Se las hice en un cumpleaños, mirarque gracioso con el gorro… fue en estafiesta

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donde se puso malo, creo que se comiótodas las golosinas que había.

Y miró orgullosa a su pequeño.

—Espero que se porte bien —murmurópara sí, y después de guardar las fotospreguntó—: ¿Dónde dejo esto?

Se refería a su equipaje, una maletagrande de cuero verde.

—No te importará compartir habitacióncon Eli —le dijo Carmela mientrassubían

las escaleras.

—¡Qué va! Al contrario, será como

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cuando éramos crías, aunque entoncesteníamos

poco en común, la diferencia de edad senotaba mucho, yo estaba pendiente delos chicos, y tú de tus muñecas.Acuérdate cuando metías aquel muñecoque parecía un bebé en medio de lacama, y más de una vez me levantabacon él entre las costillas. —

Y se dirigió a su tía—. Encima seenfadaba porque decía que lo aplastaba.

Elisa se rio. Recordaba aquello, y comosu hermana se iba con las chicas delpueblo, dejándola sola. Pero a ella no leimportaba; así podía jugar a gusto conlas muñecas y su favorito, Chris, el

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muñeco bebé al que le cantaba nanascuando nadie la veía.

—Bueno, niñas —dijo Carmela—, osdejo, que voy a preparar la comida.

—Tía —la llamó Alicia—, mañanavamos a ir las tres a comer por ahí, yoinvito.

—No hace falta, me gusta cocinar y noquiero que te gastes…

—Será lo que nosotras digamos, Eli yyo lo vamos a organizar.

Cuando a Alicia se le ocurría algo,había poco margen para llevarle lacontraria, así que salió sin replicar, y en

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la habitación se quedaron las doshermanas.

Alicia abrió la maleta sobre la cama yempezó a sacar su ropa.

—Traes demasiado para tan pocotiempo —le dijo viendo su contenido.

—Puede ser, pero me conozco, nosoporto echar nada en falta, por esoprefiero pasarme. Imagina que me dapor quedarme más días.

A pesar de la sonrisa que siguió a suspalabras, Elisa se sobresaltó sin querer,y su hermana se dio cuenta.

—No te asustes, que no te voy a dar

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tanto la lata, no podría estar tanto tiemposin

mis chicos.

Y continuó sacando el resto de suscosas.

—¿Por qué se te ocurrió venir? —lepreguntó, aunque enseguida se percatóde la brusquedad de su pregunta.

—¡Vaya un recibimiento! —exclamóella; se había quedado con una blusa enla mano a la que estaba a punto decolgar de una percha—. Quería sabercómo estabas.

—Para eso bastaba con una llamada

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telefónica.

Alicia soltó la percha sobre la cama.

—O sea que estás enfadada conmigoporque he venido a verte.

—No es eso. —Su tono se apaciguó yempezó a ayudarla con el equipaje—.Lo único… que parece que no crees quepueda estar bien, que debes pensar queestoy deprimida o desesperada porhaberme venido al pueblo.

—Mira, pues sí que lo pienso. —Y laobservó fijamente—. Porque creo que loúltimo que debías haber hecho, y ya te lodije, es venir aquí a esconderte delmundo.

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Algunas de tus amigas me llamaron a mípara preguntarme si pasaba algo, y yo nosabía qué decir, salvo que te habías idode vacaciones. Y la realidad es que tefuiste a hurtadillas, sin despedirte denadie, como si te hubiera tragado latierra.

Elisa se había sentado en la cama.

—Y tú has venido a ejercer de hermanamayor.

—No puedo evitar preocuparme por ti—dijo sentándose a su lado—. Todosestos

días he pensado mucho en cómoestarías, quería llamarte, y mamá

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también, pero papá

dijo que no lo hiciéramos, queesperásemos. Según él, necesitabas esto.

Elisa sonrió; siempre se había entendidobien con su padre; sin necesidad dehablar

apenas, la comprendía mejor que ellas.

—Perdona si te he ofendido —dijo a suhermana—. Siento haber sidodesagradable.

Alicia le dio un pequeño empujón en elhombro.

—Te estás volviendo una vieja gruñona.

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—Un poco más cada día.

Y las dos se echaron a reír.

Terminaron de ordenar la ropa y Elisa seencargó de enseñarle la casa, aunque suhermana se acordaba bastante bien detodo; ella tenía quince años la últimavez que estuvo.

Durante la comida, Alicia le preguntó:

—¿Y qué has hecho estos días, aparte deaburrirte?

Elisa y Carmela se miraron, pero no sedio cuenta de su complicidad; estabaentretenida en separar minuciosamentelas espinas en aquel guiso de pescado.

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—¿Quieres que te haga otra cosa?

—No, si me encanta el pescado, pero noquiero sorpresas, una vez se me clavóuna

espina en la garganta y las pasé canutas,tuve que ir incluso al médico. —Comióun trozo y miró de nuevo a su hermana—. Bueno, dime, ¿qué has estadohaciendo?

Elisa titubeó un momento antes decontestar.

—Pues descansar, pasear, he dormidomucho y traje un libro de…

Alicia no tenía interés en saber el título

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y le preguntó:

—¿No echas de menos tocar?

—He conseguido un piano, toco un ratopor las tardes.

—¿De veras? —dijo sorprendida—.¿En este pueblo alguien tiene piano?

—Hija, lo dices como si fuéramos deltercer mundo —intervino su tía.

—¿Es de la iglesia o algo así? —volvióa preguntar.

Carmela miró a Elisa que empezaba aarrepentirse de haber mencionado lo delpiano.

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—Un pariente del tío Aurelio trabaja enla casa donde está y me dejan tocarlo.

Su hermana se quedó mirándola unsegundo.

—Algo es algo —dijo finalmente, y noindagó más al respecto porque ahora seocupaba de quitar las pipas de la rodajade sandía.

Cuando terminaron y recogieron lamesa, Elisa le comentó que solíanecharse la siesta a esas horas.

—Muchas veces no me duermo, solodescanso o leo un poco.

—Estupendo, creo que hace años que no

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puedo permitirme ese lujo.

Subieron, y nada más tumbarse en lacama, Alicia exclamó:

—¡Qué raro es todo!

Elisa se alarmó pensando si acababa dedescubrir o sospechar algo en suconducta,

pero enseguida supo que no se refería aella.

—La casa me parece más pequeña —empezó a decir—. Es natural, losaños…

recuerdo que en esta habitación dormían

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mamá y papá, y nosotras en la de allado. Me acuerdo también de la abuelacuando enfermó, no podía levantarse ytenían que hacerle todo. Pobrecilla, aveces la oía gemir y me subía aquí, metumbaba y pensaba en mis

cosas mirando las vigas del techo. —Guardó silencio un instante y la asustócuando exclamó—: ¡Es verdad, sondieciséis!

Y se giró hacia su hermana que tenía losojos cerrados, aunque estaba despierta.

—Es como si hubiese retrocedido en eltiempo. No en todo, claro, ni tú ni yosomos

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las mismas, eso es evidente.

Volvió a colocarse boca arriba y cerrólos ojos. Al rato, Elisa sintió querespiraba fuerte; se había quedadodormida. Ella miró entonces hacia lasvigas y también las contó, y al cabo deunos minutos se levantó despacio parano despertarla. Se acercó al balcón, loabrió, salió y cerró sin hacer el másmínimo ruido.

Apenas había sitio en aquel espacioestrecho, pero desde allí veía la calle,también parte del Ibiza rojo de suhermana en la única zona que noestorbaba el paso, a la vuelta de lacalle. Luego el camino, más lejos el

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cruce, y aún más alejada aquella masaverde… Sintió cuánto lo echaba demenos, y sin poder evitarlo odió a suhermana por

haberse presentado allí.

El calor hizo que entrara enseguida ydejó un poco entreabierta la puerta paraque

corriera el aire. Pero no pensaba volvera acostarse. Bajaría al patio a leer, yantes de salir, miró a Alicia. Surespiración se mezclaba con un leveresoplido, y sonrió con ternura pensandoque no debía culparla ni había motivopara estar molesta con ella.

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Estaba segura de que se iría enseguida siconociera su relación con Manuel.

Se enteró de que su hermana se habíalevantado al oír su voz y, al alzar lavista del libro, la vio asomada entre lascortinas.

—¿Cómo me has dejado dormir tanto?Aunque he dormido fenomenal, no mehabría

despertado en horas si no se hubiesenpuesto a escandalizar unos pájaros en elbalcón y no me hubiesen picado losmosquitos.

Se rascaba el brazo, y Elisa le dio lacrema para aliviarlo.

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—¿Quieres que prepare café? —lepropuso.

—Sería estupendo, pero ¿por qué novamos a algún sitio a tomarlo? Que digoyo que si hay pianos en este pueblo,también habrá bares con máquinas decafé.

—En la plaza hay uno —respondió unpoco aturdida por la referencia al piano.

Carmela acababa de terminar de ver latelenovela y bajó con ellas. Aliciaquería saludar a Juana y a Nicolás, yestaba preguntando por la hija menor delmatrimonio con la que había tenidoamistad en el tiempo que iban devacaciones, cuando apareció Rosario.

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La mujer se acordaba perfectamente deella, aunque, le dijo, estaba más gordita,lo que no le hizo ninguna gracia.

—Tu hermana se está haciendo muy bienal pueblo —le refirió, además, en untono

que Elisa percibió no exento de malicia.

—Bueno, a lo mejor la convenzo y sevuelve conmigo pasado mañana —dijoella, y

Elisa vio de nuevo la expresión pícaraen los ojos pequeños y arrugados de laanciana.

—Me extrañaría mucho —fue su

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comentario.

Alicia se quedó sin comprender, peroantes de que pidiera explicaciones, lasacó de

allí.

—¿Qué ha querido decir esa señora? —le preguntó mientras seguían hacia laplaza.

—No hagas caso, creo que no está muybien de la cabeza.

—¡Decirme que estoy más gordita! —exclamó indignada; afortunadamentepara

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Elisa, ese comentario pesaba más quelas indirectas sobre ella—. Me haamargado el

día la vieja esa, y yo no estoy gorda,¿verdad que no?

—Claro que no, ya te dije que la pobreno sabe lo que dice.

Elisa no tuvo que indicarle el trayecto ala plaza, su hermana se acordaba de lascalles, incluso le señaló la casa dondevivía una de sus amigas.

—A lo mejor te gustaría ir a visitarlas.

—No merece la pena, han pasado años,y a la que iría a ver es a Matilde, pero

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se

casó y se fue a otro pueblo. Luegoestaban las dos Lucías, a una lallamábamos la morena, y a la otra, larubia, aunque tampoco es que lo fuera,solo que lo tenía más claro. DespuésPaqui, y Fátima, que era la más mayor yestudiaba peluquería.

—No sé cómo puedes tener tan buenamemoria con los nombres.

—Y me viene muy bien para el trabajo.

Alicia era secretaria en la mismaempresa en la que también trabajaba sumarido.

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Cuando llegaron a la plaza, recordó quehabía estado en aquel bar alguna vez yque

entonces era también el estanco.

—El dueño era muy viejo y el hijo leayudaba; tenía el pelo con rizos, ynosotras le pusimos el mote de ricitos,ya ves que ingenioso.

—No sé si será el mismo, el de ahoraestá casi calvo.

El bar, contrariamente al día en el queentró con Bernardo, estaba muyconcurrido,

con grupos de hombres mayores que

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después de tomarse su café o el chato devino, jugaban a las cartas o al dominó.

Ellas lograron sentarse en una de laspocas mesas vacías que había en unrincón, mientras Elisa echaba una rápidaojeada por si veía al pastor, pero dejóde hacerlo al sentirse observaba.

—Es un sitio auténtico, y está igual quehace veinte años —comentó su hermana—.

Le falta el mostrador del estanco, ahí ala derecha, pero esas láminasenmarcadas de la pared son las mismas,como las mesas y las sillas.

Luciano se acercó y pidieron dos cafés

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cortados. Alicia, al ver a aquel hombre,no

supo si era el ricitos o no, y desde luegono le iba a preguntar si antes los teníacuando les sirvió el café en vasos decristal; aunque podía mejorar, no estabamal del todo.

Estuvieron allí bastante tiempo,hablando entre el ruido de las piezas dedominó y el alboroto de las jugadas deltute. Su hermana le contó anécdotas desu hijo, del trabajo y de las vacaciones,que serían a la playa. «Como siempre»,le dijo con desgana.

Porque ella odiaba el calor y sobre todola arena que se acababa metiendo por

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todas

partes, sin contar que el mar le dabamiedo si había mucho oleaje.

—Pero a Gerardo y al niño les encanta,así que, ¡a la playa!

Cuando se levantaron y fueron a pagar,el camarero les dijo que no hacía falta,que

estaban invitadas. Antes de que se lepasara por la cabeza que esa invitaciónvenía de parte de la casa, le señaló conel mentón el fondo del local y vio aBernardo. Estaba en una de las mesasmás alejadas, sentado de espaldas aellas, y se dio la vuelta; en una mano

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tenía las cartas y agitó la otra a modo desaludo. Elisa le devolvió el mismo gestoacompañado de una sonrisa antes de queél tuviera que atender a la partidaporque sus compañeros lo requerían.

—Ahora comprendo por qué estás aquí—dijo Alicia, y exclamó divertida—:¡Has

ligado!

Elisa se rio también y le informóenseguida sobre quién era Bernardo.

—Ahí tienes, un hombre soltero y connegocio propio, es perfecto.

Y se echó a reír de nuevo, pero ella no

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lo hizo.

—Que es broma —se apresuró a decir.

Ella no añadió más y le sugirió volver ala casa dando un paseo.

Fueron por la zona de la iglesia, unaconstrucción de estilo románico rodeadapor un muro de piedra de granito conuna balaustrada de igual material.Pensaron en entrar a verla, pero la granpuerta de madera estaba cerrada, ysiguieron andando por calles por las queno recordaban haber pasado nunca. Enalgunas casas había mujeres sentadas a

la puerta cosiendo y críos corriendo ojugando con un balón o al pilla- pilla.

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—Seguro que Marcos lo pasaría bienaquí, yo guardo muy buenos recuerdosde cuando veníamos.

—Pues ya sabes, seguro que la tíaestaría encantada de que lo hicieras.

—Sí, pero me temo que yo me aburriría,y Gerardo ni te cuento.

Habían recorrido casi el pueblo entero,que tampoco era muy grande, evitandopasar

frente a la casa de Rosario, queseguramente estaría al acecho, comodecía su tía, y acabaría hablando deManuel a su hermana.

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—Qué puesta de sol más bonita —murmuró Alicia.

Sin darse cuenta, el sol se estabaocultando y caía la tarde. Elisa tambiénmiró el cielo que empezaba a vertertintes rosados y violetas en el horizonte.Habían salido por un sendero queacababa cerca de la arboleda, donde seveía el muro y las afiladas hojas de lapalmera. E iban a tomar la direcciónhacia la casa de su tía cuando Alicia sedetuvo de improviso.

—¡Allí vivían las pijitas Mérida! —exclamó, y se volvió a ella paraaclarárselo—.

Así las llamábamos, eran tres, y más o

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menos de nuestra edad, pero eran tanengreídas que no se juntaban con nadiedel pueblo. La hija del dueño de la casase llamaba Carolina, la otras dos eranlas primas, Mónica y Susana, o la Monay la Susi como las bautizamos nosotras.Y había también un chico más pequeño,Manuel o Samuel, no estoy segura.

Elisa volvió a quedar impresionada deque pudiera recordar los nombresdespués de tanto tiempo.

—Un día nos asomamos a cotillear a lapuerta porque habíamos visto entrar uncoche impresionante, y al hacerlo nospegamos un buen susto, se presentó depronto el abuelo de las pijas y nos echó.

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Con él iba el nieto, un crío repelente quenos miró como si fuéramos chusma oalgo por el estilo.

Vio cómo su hermana no apartaba lamirada y la creyó muy capaz deacercarse para

rememorar viejos tiempos;afortunadamente no lo hizo y solocomentó:

—Riquillos de pueblo… ¡Qué secreerían!

Cambió de tema mientras seguían supaseo, y Elisa miró de reojo hacia lacasa, con

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todo lo que le recordaba, sin saber si lehubiese gustado que él saliera en esemomento.

—¿Me oíste? —Alicia se detuvo, y ellase sobresaltó—. Parece que te hasquedado

alelada de golpe, como si estuvieras enotro lugar.

—No, no… ¿Qué decías?

—Te estaba diciendo que… —Seinterrumpió de golpe y la observófijamente—.

Oye, te noto rara, incluso con la bromadel viejo del bar te pusiste… como si te

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hubiera insultado.

Estaban paradas al comienzo delcamino, y Elisa empezó a notar el latidoacelerado

de su corazón.

—Eli, creo que no estás bien, ycomprendo que ha sido muy duro para ti.

Elisa la miró pensando que su hermanano podía imaginar lo que realmente teníaen

la cabeza, que era a ese crío repelenteque ella recordaba, al que iría corriendoa ver en ese instante si se atreviera,dejándola a ella plantada.

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—No quiero que te rindas —la escuchódecir—. Incluso puede que volváisalgún día.

—¿Qué puedo volver con Gonzalo? —Ycreía haber entendido mal—. ¿Cómo sete

ocurre pensar semejante cosa?

Alicia estaba asombrada con sureacción.

—Perdona, no me hagas caso.

—¿Es que nadie se da cuenta de que lohe dejado, y para siempre? —insistió, yno

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le importó mostrar su enfado.

—Lo siento, Eli —se excusó ella—. Escierto que no tengo derecho a metermeen

tus cosas, que soy un poco bocazas, perono puedo evitar pensar en que estabaistan bien, que formabais una pareja tanperfecta… Me dijiste que querías tenerun niño, ¿te acuerdas? Estabas muyilusionada, y luego…

Elisa nunca le había contado a suhermana por qué no prosperó aquello, ytampoco

quería hacerlo en ese momento.

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—Olvidémoslo —acabó diciendo, ydejó que la cogiera del brazo paraseguir.

Echó un último vistazo hacía atrás; yasólo veía la copa de los árboles y lapalmera sobresaliendo entre ellos. Y ala vez, un sentimiento de añoranza quecasi le dolía.

La cena se retrasó, y cuando se tumbaroncada una en una hamaca, ya habíaoscurecido.

—Así que todas las noches te sientasaquí —dijo Alicia con la vista alzadahacia el

cielo—. Es bonito, y cuántas estrellas…

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Elisa también las miraba. No tenía ganasde conversación, pero su hermanaparecía

que sí; se notaba que la siesta la habíadespejado.

—Esto está muy bien. Tranquilidad,relax… aunque no creo que sea lo mejorpara

ti.

—¿Y qué es lo mejor para mí?

—Venirte conmigo antes de que tevuelvas loca, que es lo que pasará sisigues en el

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pueblo.

—Tía Carmela vive aquí —le replicóella.

—Porque es mayor y está acostumbrada.Tú eres joven, y lo que necesitas es vida

social, divertirte y salir con hombres.

Alicia no pudo ver su gesto de asombro.

—Te puedo presentar a más de uno queestá deseando tener una cita contigo, dosde

mi oficina concretamente. Les enseñéesa foto que nos hicimos cuandoestuvimos en Aranjuez y se quedaron

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impresionados. Y por cierto que estánmuy bien, uno de ellos

sabe tocar la guitarra, en la cena deNavidad…

Elisa no pudo aguantar la risa.

—¿Vas a hacer de Celestina conmigo?

—Si es preciso, y si supiese que asísales de esto… Aunque empiezo apensar que

guardas rencor al género masculino.

—¡No digas tonterías! —Y siguióriéndose con ganas—. Yo no guardorencor a nadie.

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—¿A no? ¿Y por qué te cabreaste tantoesta tarde?

—Me enfadé porque quiero cerrardefinitivamente ese capítulo de mi vida,cometí

un error o salió mal, ya no importa niquiero seguir dándole vueltas.

Alicia se removió en la hamaca como siquisiera mirarla, pero no podía ver biensu

cara en la penumbra.

—Hace unos días lo vi, acababa dellegar de Noruega y me dijo que te habíallamado y que no contestabas…

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Tampoco lo hizo en ese momento,aunque le habría gustado explicarle queGonzalo

no le interesaba en absoluto.

—Parecía preocupado… —volvió adecir con cautela.

—No lo creo —repuso ella con desdén.

Su hermana no insistió más, y ellarespiró; por fin se daba cuenta de que noquería

hablar de su marido.

El grillo había empezado a cantar enmedio de aquel silencio, y su mente voló

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hacia

el rostro de Manuel y sus besos.Recordaba también que le había dichoque veía las estrellas desde su terraza, eimaginó que lo estaría haciendo en esepreciso momento, quizá con eltelescopio…

La voz de su hermana le sobresaltó,interrumpiendo sus pensamientos.

—A propósito, me olvidé decirte quetambién llamó un tal Eric.

—Era el representante de la orquestadonde tocaba antes, seguro que teacuerdas de

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él, tenía un poco de barba y…

—Sí, ya se, y que estaba coladito por ti.

—Es solo un amigo —puntualizó ella.

—Vale, comprendo. De todas formas,esta vida que llevas ahora, tan rara, nome gusta un pelo. Necesitas acción,moverte. Si supieras conducir, te dejaríami coche, por lo menos podrías ir aalgún sitio.

—No necesito ir a ningún sitio.

Pero ella no pareció ni escucharla.

—Ya se me ocurrirá a mí algo.

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—No te molestes —volvió a decir;sabía que su hermana no se rendiría.

—Tú harás lo que te diga, quedan dosdías y estarás en mis manos, me lodebes.

Luego, cuando me vaya, vuelves a turetiro espiritual, a tus siestas y a tusnoches con las estrellas… ¡Ah! Y a esegrillo tan pesado que me está poniendode los nervios.

El grillo seguía a lo suyo, y Elisa se riocon ganas.

XV

Alicia estuvo organizando desde

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primera hora de la mañana; iban a ir acomer a un

restaurante que había visto en la salidade la carretera principal y que «teníamuy buena pinta» según ella. Y Elisa sealegró de haber ido, en especial por sutía, que parecía encantada con aquellasalida, pues todo resultó perfecto; lacomida estaba rica e hicieron una largasobremesa hablando de recuerdos,familia y anécdotas divertidas.

Luego se acercaron a tomar un café en elParador que no quedaba lejos, hasta queempezó a atardecer y decidieron volveral pueblo.

Alicia se equivocó de salida y al dar la

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vuelta, vio algo que le hizo pegar ungrito.

—¡Niágara!

Las dos la miraron sin entender.

—Sí, mirad ahí. —Señalaba un localgrande con un muro de ladrillo pintadode blanco y un letrero luminoso, en esemomento apagado, con la palabra Onda—. Antes se llamaba Niágara, era unadiscoteca de verano a la que estábamosdeseando ir, pero no teníamos edad paraentrar, así que nos conformábamos conla del pueblo, que en el fondo era unaespecie de corral. El dueño se creeríaque colgando una bola de colores yponiendo música, aunque fuera

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anticuada, era lo mismo, pero ni porasomo. De todas formas, lo pasábamosfenomenal, eso hay que reconocerlo.

—Cuando se es joven se divierte unocon todo —comentó Carmela.

Alicia se quedó como pensativa antes dedecir:

—Mañana por la noche venimos.

Carmela casi dio un brinco en el asiento.

—No me meto yo en ese gallinero niaunque me paguen.

—En ti no estaba pensando, tía. —Ymiró un instante por el retrovisor a

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Elisa, sentada en el asiento trasero.

—No me apetece nada —dijo ella—.Sabes que no me gustan mucho lasdiscotecas.

—Lo siento, ya te avisé anoche, solo mequeda un día para moverte un poco y vasa

obedecerme.

Elisa no discutió. Miró aquel lugar queparecía un solar abandonado y serecostó en

el asiento, resignada.

La luz del nuevo día le daba en los

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párpados que entreabrió apenas. Lafigura de su

hermana parecía moverse de un lado aotro hasta que, ya con los ojos abiertos,se dio cuenta de que sacaba del armarioy revisaba una por una sus prendas deropa.

—¿Qué haces? —le preguntó aúnsomnolienta.

—Estaba claro que solo te faltó metertus muñecas, parece el vestuario de unacría

de once años: falditas y pantalonesdiscretos, camisetas y… no tienes nadadecente para ir a ningún sitio, desde

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luego nada remotamente sexi para unadiscoteca.

Continuaba con su tarea cuando sevolvió con algo en las manos.

—¿No me dirás que esto es tuyo?

Tenía la chaqueta de Manuel en alto, y,al verla, sintió un estremecimiento.

—Estaba ahí… debe ser del tío Aurelio,o quizá de papá.

—Nunca le vi nada parecido a papá —dijo ella—. Ni creo que sea de él, lequedaría grande.

—Bueno, déjalo, se nos va a hacer

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tarde.

Había logrado decir aquello y suhermana continuó concentrada en sumisión, que era encargarse de vestirlapara su gran salida nocturna.

Fueron a la pequeña ciudad situada acuarenta kilómetros, donde hacía más dedos

semanas Elisa había tenido que esperaruna hora para hacer el cambio deautocar al pueblo. Alicia la hizo entraren varias tiendas, y se probó cerca dediez vestidos. Uno que tenía la espaldatotalmente al descubierto le entusiasmoa su hermana, pero ella se negó.

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—Tienes razón, no es tu estilo.

Al final, encontraron el que les gustó aambas, uno estampado en tonos suaves,de

tirantes, ceñido a la cintura y por encimade la rodilla.

—Guapísima, verás cómo ligas —dijo,pero ella sólo pudo esbozar una muecade resignación.

Por supuesto, también compró unoszapatos de tacón, y lo hizo pensado queal día

siguiente su hermana se iba; tenía quetener paciencia y seguirle la corriente.

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Comieron por la zona y al caer la tarde,estaban ya de vuelta en el pueblo.

Se miraba en el espejo mientras su tía lealababa lo bien que le sentaba elvestido.

—¿Verdad que sí? —repuso Alicia, quela observaba como si el resultado finalfuera obra suya.

Carmela asintió de nuevo, y cuando susobrina bajó a ducharse, se acercó aElisa.

—Me encontré con Rosa en la tienda yme comentó que se había ido a Valencia.

Ella se quedó como paralizada. No se

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veía en el espejo, aunque estabamirándose.

—Volverá, no te apures.

Sí, volvería, no obstante, aquello lahabía dejado abatida. Aunque iba a vera sus padres, podía ser que seencontrara con su exnovia, él mismo lehabía dicho que estaba en Valencia. Y apesar de que también le dijo que ya nola quería y que jamás volvería con ella,no por eso dejaba de temer que fueseincapaz de resistirse a su belleza.

—No pienses nada malo —dijo su tíaintuyendo sus temores.

Ella asintió con la cabeza y se

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contempló de nuevo en el espejo; ahoratenía que ir a una discoteca vestida parala ocasión, y si antes no le apetecía ir,en ese momento menos.

—Metí el cuezo, no debí habértelodicho.

—No, tía, has hecho bien, si mañana noviniese, sabría por qué.

Cuando las dos hermanas subieron alcoche, Elisa procuró disimular lasensación de

tristeza que le había invadido; sería unanoche larga en la que desearía estar solay no rodeada de gente y música.

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—Nunca pensé que entraría aquí —decía Alicia mientras veían brillar lasluces de

la discoteca.

Elisa sonrió apenas. La mayoría de losque entraban eran veinteañeros.

—Y ya empezamos a quedarnosdesfasadas.

Pero Alicia estaba entusiasmada,hablándole casi a gritos, pues la músicaestaba tan alta que apenas podíanentenderse, salvo en la zona de la barra.

—Antes de nada bebamos algo. Yotomaré solo un cubata, que tengo que

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conducir.

—Le hizo una señal al camarero paraque las atendiera—. Y prepárate, queluego vamos a bailar.

Habría querido protestar, negarse, perouna vez terminada la consumición, sevio arrastrada sin remedio al centro dela pista.

A Alicia se le daba mejor, o al menos sesentía más desinhibida, mientras queella

se movía como podía, algo incómodaentre unos chicos de no más deveinticinco años

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que se pusieron a su lado. Hasta que alfinal acabó dejándose llevar, se rieronmucho e incluso le siguieron la corrientea los veinteañeros antes de espantarlosdiciéndoles que estaban con susmaridos.

Ya agotadas, se sentaron en uno de lossillones cercanos a la pista.

Elisa tuvo que reconocer que lo habíapasado bien y que por ese tiempo sumente atrapada por la música no la dejópensar en nada, ni siquiera en Manuel yen su viaje.

Pidieron unas cervezas sin alcohol, ymientras se las servían, Elisa fue a losaseos.

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Al salir tuvo que echarse a un lado paradejar pasar a una mujer que entraba.

—¿Qué tal? —oyó que le preguntaban, ymiró aquella cara, la sonrisa de rojocarmín, el pelo rubio, la blusaajustada… Enseguida reconoció aMarga que le lanzaba una larga ojeada—. Chica, casi no te conocía, te veoestupenda.

—Gracias —repuso algo nerviosa.

—Pareces sorprendida de verme, perovengo mucho, el dueño es un buenamigo. —

Miró a su alrededor como si buscase aalguien, y se volvió de nuevo hacia ella

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—.

Supongo que estás con Manu, aunque meextraña en él, vino un par de vecesconmigo y

se pasó todo el rato sentado y con carade aburrido.

Marga parecía dar por segura supresencia y quiso que le quedara claro.

—He venido con mi hermana.

Ella la miró con expresión deincredulidad.

—Si no me importa, esta vez no piensomolestaros para nada.

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—Te he dicho que no estoy con él.

—No insistas, si salís y os va bien, mealegro de veras.

Iba a volver a replicar, pero decidió queera mejor dejarlo e irse, aunque ellacontinuó:

—Ahora salgo con un tío que estábuenísimo, sin malos rollos. —Leseñaló a un tipo fornido de anchasespaldas que le hacía señas, y ella lecontó que era polaco y que trabajaba enla construcción—. No sabe casi nada deespañol, pero lo mismo da, en la camafunciona que no veas…

El polaco volvía a hacerle señas, y ella

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se apresuró en despedirse.

—Bueno, chica, me esperan. Dalerecuerdos a Manu de mi parte.

Cuando regresó junto a su hermana,justificó su tardanza diciendo que habíamucha

gente en los servicios, y bebió enseguidaun buen trago. La cerveza había perdidofuerza, al igual que su ánimo de antes.Pensaba en el encuentro con Marga y noentendía que la hubiese saludado; ella,en su caso, lo habría evitado, pues soloverla le hacía recordar los malosmomentos que quería olvidar. Eso y queél estuviera en su tierra, a cientos dekilómetros de allí, hicieron que se

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desplomase el escaso entusiasmo que lequedaba.

—Esta es de nuestra época —dijoAlicia, obligándola a poner atención enla canción que sonaba en aquellosmomentos.

El repertorio mezclaba temas actualescon otros de hacía años, y Elisa viocómo su

hermana tarareaba a la vez que movíalos pies al ritmo. Respiróprofundamente, echándose hacia atrás enla silla; tendría que esperar aún antes deproponer que volvieran a casa.

—¿Por qué no te vienes conmigo? —le

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saltó de improviso, inclinándose haciaella

—. Lo pasaríamos fenomenal, a ti tegusta la playa…

Elisa sonrió negando.

—Anda, anímate.

—Gracias, Ali, pero no.

—Y a Madrid, ¿cuándo vuelves?

—A finales de mes, o el uno deseptiembre como muy tarde.

La música había cambiado; en esemomento era lenta, para bailar en

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pareja.

—No me importaría que me sacaran abailar. ¿Y a ti?

—No me apetece en absoluto.

—Hija, a todo dices que no, estás de unpositivo…

Elisa volvió a sonreír.

—Pues hay un tío que lleva un buen ratomirando —dijo Alicia—, y no esninguno

de los niñatos de antes.

Ella disimuló un interés que no sentía,

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girando rápidamente la cabeza.

—¿Lo has visto? ¿Verdad que no estánada mal?

Elisa tuvo que volver a mirar para fijarla vista donde le indicaba su hermanacon

tanta insistencia. Entonces vio a Manuel.Avanzaba en su dirección y tuvo quesujetarse al asiento para aguantar elimpuso de levantarse e ir a colgarse desu cuello.

—Si te lo pide, dile que sí —lecuchicheó su hermana al oído.

Ya estaba a su lado y sonreía con

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discreción al pedirle bailar. Ella por uninstante se volvió; Alicia le guiñaba unojo animándola a que lo hiciera, y selevantó despacio.

Manuel la siguió hasta la pista, donde lacogió de la mano y se mezclaron entrelas

parejas que bailaban.

—No vi el coche aparcado y creí que sehabía ido ya tu hermana, pero tu tía medijo

que estabas aquí y no pude evitarlo.Aunque fuera de lejos, tenía que verte, teechaba tanto de menos… ¿no te importaque haya venido?

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Había dicho todo aquello de un tirón, yella continuaba sin poder creerse que lotuviese delante y que no se hubiesencumplido sus temores. Así que en lugarde contestarle, lo abrazó más fuerte y lobesó, hasta que se acordó de su hermanay se separó sobresaltada.

—No puede vernos desde donde estásentada —la tranquilizó él.

—También he visto a Marga.

—No me preocupa, aunque venga adecirme lo que sea.

Elisa volvió a sentirse relajada, y él lamiró embelesado.

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—Estás preciosa… —Y la besó,acariciando sus hombros desnudos.

—Has estado fuera —le dijo más quepreguntarle.

—Sí, fui a ver a mis padres, estabanpensando en venir, y como no podíaverte… Y

tenía muchas cosas que decirles, ademásde que a mi madre le gustó comprobarque he

recuperado peso.

—Entonces les hablaste del trabajo y tutraslado a Madrid.

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—Y también lo más importante, queestoy enamorado de una mujermaravillosa.

Se movían despacio, al compás suave dela música, y ella, al oír sus palabras,sintió una mezcla de emoción y vértigo,y se apretó más contra su pecho.

—Se hicieron los sorprendidos, pero séque Rosa y Rogelio les han hablado deti.

Le contó que sus padres le preguntaronpor su familia y lo único que pudo decires

que su padre era del pueblo y que ellaestaba de vacaciones en casa de su tía.

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—A mi padre le gustó saber que tocabasel piano, en el fondo es un sentimental.

Elisa era feliz escuchándolo, notándolotan cerca.

—Fueron interminables estos días —lesusurró mientras le acariciaba laespalda—.

Deseaba venir enseguida, pero misamigos habían vuelto de las vacacionesy al enterarse de que me iba a vivir aMadrid, quisieron hacerme una especiede despedida, fuimos a tomar algo eintentaron alguna de las suyas…

Ella se sobresaltó; sin querer, levinieron a la mente calaveras tatuadas.

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—Y yo no hacía más que acordarme deti —continuó, sin dejar de acariciarla—.Me

moría de ganas de tenerte entre misbrazos, como ahora, y me marché encuanto pude.

Luego, durante el viaje de vuelta, puseuna emisora de música clásica porqueme recordaba a ti.

—Yo también te eché mucho de menos.

—¿Ya no tienes dudas? —preguntó, yella negó con un movimiento de cabezaantes

de decir:

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—Ninguna.

—Me gustaría que te vinieses conmigopara poder tenerte así toda la noche —ledijo, y ella se estremeció al notar suslabios húmedos besándola en el cuello.

No hablaron más. Bailaban y se sentían,tan apretados el uno contra el otro queella notó su excitación, y su deseo avivóel suyo como una necesidad que ansiabasatisfacer.

—Te quiero —dijo Manuel casi en unsusurro.

Una corriente de emociones la sacudióde pies a cabeza, y creyó que iba adesmayarse antes de poder decirle lo

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mismo, que también lo amaba como nocreía que

pudiera volver a hacerlo.

La música fue como un estruendorepentino, y el sonido discotequero consus luces

centelleantes se apoderó de la pista.Ellos continuaban abrazados, Elisa conaquella palabra que no pudo pronunciarpegada a los labios, en medio del ritmoensordecedor.

—¿Cuándo se va tu hermana? —logróentender.

—Por la mañana —contestó ella.

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—Iré a buscarte.

Elisa lo abrazó con fuerza, besándolohasta que se quedó sin aliento.

—Tengo que irme —dijo, y se separó deél.

—Hasta luego, cariño. —Vio quegesticulaban sus labios, y ella volviósatisfecha al

lugar donde había dejado a su hermana,al otro lado de la pista.

Pero el asiento estaba vacío y miróhacia todas partes sin verla. Hasta quese encontró con que Manuel le señalabala barra. Allí estaba Alicia,

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observándola muy seria, con un vaso enla mano. Y la expresión de su cara noofrecía dudas; sabía que los había visto.

—Fíjate lo que me ha pasado —empezóa decirle en cuanto estuvo a su lado—.Me

entró sed y quería una cerveza, sinalcohol, claro, y como el camarero noaparecía por ninguna parte, me vine apedirla a la barra. Y entonces, mientrasme la servían, se me ocurrió fijarme enlas parejas para ver si te veía.

Bebió con parsimonia un poco decerveza, en tanto Elisa contenía larespiración.

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—Entonces, mira por donde, veo a miquerida hermanita bailando, y meextrañó que

lo hiciera tan pegada a un tipo queacababa de conocer, aunque a lo mejorsoy una anticuada y es así como se bailaahora… Y como te iba diciendo, mipobre hermana, la que yo creíadesengañada del amor y los hombres, depronto se está besando con aqueldesconocido… ¡Y de qué manera! Ni enlas películas he visto un beso semejante.

Volvió a beber otro poco, sin dejar demirarla y con un gesto de ironíadibujado en

el rostro. Sin duda esperando una

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explicación al respecto, pero Elisa dijotan solo:

—Vámonos a casa. —Y se encaminóhacia la salida.

Alicia dejó el dinero de la bebida sobreel mostrador y corrió tras ella,alcanzándola en la puerta, donde unosjóvenes entraban y tuvieron que dejar elpaso libre.

—Eli, tienes que darme una explicación,por lo menos decirme lo que pasa,porque

o te han echado algo en la bebida o, loque es mucho más probable, que tú y esechico os conocéis, y supongo que, por lo

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que he visto, bastante bien.

Elisa se dirigía sin detenerse hacia ellugar donde tenían aparcado el coche.

—¿Quién es? —preguntó.

Pero no contestó.

—Vale, no hace falta que me lo digas.

Elisa se dio la vuelta. Manuel salía dellocal en ese momento y se encontró defrente con ella.

—¡Hola! —Saludó efusiva a la vez quele tendía la mano—. Soy Alicia, lahermana

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de Elisa.

Él pareció sorprendido, pero acabóchocando su mano.

—Encantado, mi nombre es Manuel.

—Sí, Manuel y no Samuel… ¿Y no teapellidarás Mérida por casualidad?

Él afirmó con la cabeza, y Elisa vio quesu hermana arqueaba las cejas; sabíaque en su mente comenzaba arecomponer el puzle donde encajaba unaa una las piezas de esos días, y se pusonerviosa sin saber qué hacer, salvomirarlo a él con una mueca interrogante.Manuel, por su parte, sonrió y se alzó dehombros.

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—Vosotros os conocíais… claro, fue ensu casa donde está el piano que tocas.Sí,

eso es, por supuesto.

Los miró a ambos, pero ninguno de losdos negó ni confirmó.

—Vamos al coche —logró decir al fin.

Pero su hermana no se movía; queríasaber, preguntar… Y en medio de esaconfusión, Manuel se retiró y, al pasarjunto a Elisa, llevó una mano hacia sunuca para darle un beso rápido en loslabios antes de dirigirse a su coche.

Alicia se había quedado con la boca

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abierta, no menos que ella misma quevio cómo

hacía un gesto de despedida con la manoantes de poner el coche en marcha ysalir del aparcamiento.

Sólo cuando circulaban por la carreteraAlicia no pudo aguantar más y estalló:

—¿Se puede saber por qué no queríasdecírmelo?

—¿Decirte qué? —repuso ellaintentando hacerse, aunque sabía queinútilmente, la

desentendida.

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—Vamos, que de pronto todo lo que hapasado, lo que me has dicho, tu

comportamiento, incluso lo que dijoaquella anciana… Todo encaja a laperfección.

—No sé qué quieres decir.

—De sobra lo sabes, no te hagas la tontaconmigo. Tú y ese chico estáisenrollados,

a no ser que esto sea una broma pesada.—Y añadió un tanto enojada—: Puedesno confesarlo, pero no te molestes ennegarlo, tengo ojos en la cara.

Elisa callaba, con la mirada fija en la

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carretera a la que envolvía la oscuridad,solo iluminada por los faros delvehículo. A veces, mucho más lejos, sedistinguían las luces de otro, y pensóque serían las del suyo.

—Vale, tú ni caso, aunque me doy cuentade que no querías decirme nada.

Estaban cerca del pueblo y al entrarvieron la explanada desierta. Solo habíaun grupo de jóvenes en el tramo deescaleras y algunos clientes en lasterrazas, apurando las últimas horas dela madrugada.

Alicia aparcó y se dirigió a ella antes deque bajara.

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—¿No pensabas contármelo?

Elisa la miró seria al responder:

—No.

Alicia se había quedado rezagadacerrando el coche. Cuando entró, suhermana estaba en el baño, pero novolvió a hablarle, esperó para estar enla habitación donde ya no pudo más yprorrumpió indignada:

—¿Te vas a acostar y me vas a dejar así,sin contarme nada?

—Mira, Ali —empezó a decirlemientras se metía en la cama—, no teenfades, pero

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prefiero no hablar ahora de ello.

—¡Oh, no, nada de eso! Lo vas a hacer yahora mismo.

—Otro día —dijo cerrando los ojos.

—¡Qué día, si me voy mañana!

Y se sentó junto a ella; todavía no sehabía puesto el camisón que permanecíacolgado en el perchero.

—¿Estás enamorada, no es eso? —Elisaabrió los ojos—. Sí, no hay duda de quelo

estás, y no sé por qué no queríasdecírmelo, me alegro tanto por ti…

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Ahora entiendo tu enfado por mi visita, ycuando te hablé de Gonzalo y de queconocieses a otro hombre… ¡Tú yaconocías a alguien! Y encima vengo yo yte molesto, porque a lo mejor si nohubiera venido estarías con él. Si me lohubieses dicho, me habría ido y tehabría dejado en paz.

—Me ha sentado bien tu visita, aunqueno lo creas —repuso ella tocándole elbrazo.

—¿No me dirás eso paratranquilizarme?

—No, Ali, necesitaba tiempo, por esono quería decirte nada. No estaba segurade

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lo que sentía, me daba la sensación deque todo iba muy deprisa, el mes pasadoni siquiera lo conocía, y ahora…

—Tú siempre le das muchas vueltas alas cosas. Tienes que dejarte llevar, siestás

enamorada y te corresponde, porque esoes seguro, ¿qué más quieres?

—No lo sé… a veces pienso en mimatrimonio, si esto vuelve a ser unfracaso…

—Nadie puede garantizarte que no losea, por eso lo único que vale es lo quetú sientas.

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Elisa sonrió entonces, y Alicia la miró.

—¡Con un Mérida, quién lo iba a decir!—Se quedó un instante pensativa—.Oye, lo

que te dije del crío repelente era unabroma, parece simpático y está muybien, no me importaría tenerlo decuñado.

Elisa sonrió.

—No sé qué está pasando por tu cabeza,pero ya puedes quitártelo.

—¿Por qué no ibas a casarte con él, nodigo mañana, sino algún día?

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—Porque no voy a volver a casarme —dijo ella.

—Eso lo veremos.

Se puso en pie y fue a ponerse elcamisón.

—Me tengo que levantar dentro de… —Miró su reloj antes de dejarlo en lamesilla

—. Cinco horas y media, y no sé si voya poder dormir pensando en esto tuyo.

—Pues no lo hagas, acuéstate de una vezy apaga la luz.

Así lo hizo, pero al rato volvió a hablar.

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—Eli, quiero que me mantengasinformada, y por si no estás despiertacuando me vaya...

—Lo estaré, no te preocupes.

—Bueno, por si acaso, quiero que mellames y me digas cómo va la cosa, nohace

falta que me des detalles…

Elisa soltó una carcajada sin poderevitarlo.

—Ya sé que no vas a dar detalles, casihe estado a punto de irme sin tener niidea de lo que pasaba… ¡Vaya con elpueblo! Yo que creía que te ibas a morir

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de aburrimiento y depresión, y vas yconoces a un chico guapo y osenamoráis.

Sólo duró un segundo su silencio cuandoAlicia pareció acordarse de algo.

—¿La chaqueta que encontré en elarmario es suya?

—Sí —contestó, y percibió la sonrisade su hermana—. Pero no está ahí por loque

imaginas.

—Si yo no imagino nada, solo que eresun bicho, ¡cómo me has tomado el pelo!

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—Perdóname —le pidió sintiéndose unpoco culpable.

—No te preocupes.

Volvieron a quedarse en silencio, hastaque Alicia lo interrumpió de nuevo:

—Eli, quisiera decirte algo.

—Dilo rápido, que es muy tarde.

—No te dije que, cuando vi a Gonzalo,le acabé diciendo que estabas aquí.

Esperó su reacción en medio de laoscuridad, incluso alguna palabra de

recriminación, pero Elisa no pareció

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inmutarse.

—Sé que metí la pata —continuó—, yno sé por qué lo hice… Bueno, sí, fueporque

creí que podíais arreglarlo y volver. Élparecía que no se resignaba a perderte, yyo…

como nunca me has dicho por quérompisteis…

—Eso ahora da igual.

—Claro, estás enamorada de otro, perosi Gonzalo se presenta, yo tendré laculpa

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por bocazas.

—No te agobies, no creo que lo haga, yahora duérmete de una vez.

—No sé si voy a poder.

—Tú inténtalo.

Al rato, Elisa sintió a su hermanaprofundamente dormida, mientras ellaera incapaz

de conciliar el sueño. Se acordaba deManuel, de lo feliz que se había sentidoal verlo y cómo se arrepentía de nohaberle dicho que lo amaba. Pero dentrode unas horas iría a buscarla, podríahacerlo, y estaba deseando que

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amaneciera.

XVI

Sintió abrirse la puerta y los pasossigilosos de su tía se acercaron a lacama.

—Es la hora —le susurró a Alicia.

Elisa no se movió y dejó que su hermanarecogiera las cosas que ya teníapreparadas y saliera de la habitación. Ledaría tiempo para que se duchase ycuando desayunaba, bajó y se tomó uncafé con ella.

Cuando llegó la hora de irse, la abrazócon fuerza, y Elisa se dio cuenta de que

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su

hermana tenía los ojos brillantes, comosi fuese a arrancar a llorar.

—Llámame en cuanto puedas, mamátiene el teléfono del hotel, y el díacuatro estamos de vuelta —le dijo, y sedespidió también de su tía—. Ya te veréen Navidades como siempre.

—Si no vuelves por aquí, así será, siDios quiere.

La acompañaron al coche, y hasta que nodejaron de verlo, no regresaron a lacasa.

—Anoche vino —empezó a decir

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Carmela—. Le dije dónde estabas, no sési hice

bien, y supongo que lo verías.

—Hiciste bien, tía, y Ali ya sabe lonuestro.

—Algo me comentó, y estaba muycontenta por ti, aunque sé que no queríasque lo

supiera.

—Esperaba que todo estuviera másseguro, pero es mejor así. También se lodiré a

mis padres antes de que se enteren por

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los comentarios o cotilleos del pueblo.

—Es cierto, ya sabes que las noticiasvuelan, incluso antes de lo quequisiéramos.

Bueno, yo tengo que ir a hacer unosrecados, luego voy a pasarme por lacasa de la prima de Juana a recoger unasmuestras de ganchillo. No estaráscuando vuelva porque supongo que vasahora a su casa…

Elisa le dijo que sí, y Carmela saliómientras ella entraba en el baño aducharse.

Se dio prisa; quería terminar cuantoantes, pues no sabía cuándo podía llegar.

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Subió a vestirse y se puso una falda yuna de las blusas que colgaba de lapercha junto al bonito vestido que sehabía comprado. Sonrió para sí porqueese sí habría sido un buen momento paraponérselo, y se sentía tan feliz que bajólas escaleras entonando a voz en gritoaquella canción pachanguera de la fiestaen la plaza.

Se estaba peinando cuando oyó quellamaban a la puerta. El corazón pareciódarle

un vuelco, la emoción la embargaba ysalió casi corriendo a abrir.

Elegante, bien vestido, aunque de sport,mostrando una atractiva sonrisa… y ella

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estaba tan perpleja que se quedó con laboca medio abierta, incapaz de deciruna sola palabra.

—¿Puedo pasar? —oyó su voz como sile llegara de otro mundo.

Se retiró, y él cruzó la entrada; seguíamirándolo, su aire de seguridad, laexpresión de su cara que no apartaba susojos de los suyos.

—Parece como si no me conocieras —dijo Gonzalo sin abandonar la sonrisa.

—No esperaba… —empezó a decir—.No sé siquiera cómo has llegado hastaaquí.

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—Con el mapa de carreteras, y luego alentrar en el pueblo pregunté por tu tía.

Acabé en esa calle, una señora meindicó donde era.

Elisa se sobresaltó pensando queRosario podía haber hablado con él,pero Gonzalo

continuó:

—El marido me aconsejó que dejara allíel coche, que en esta calle no había sitio

para aparcar.

Respiró tranquila; sin duda se tratabande Juana y Nicolás.

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—¿Y por qué has venido? —le preguntóentonces.

—Para hablar contigo… y verte.

Su mirada intensa la hizo sentirseincómoda.

—Ya hablamos la última vez —repusocon frialdad, y retrocedió unos pasos.

—Me llamó Díaz —dijo, y avanzó haciaella que, al oír el nombre del abogado,se

quedó inmóvil—. La citación parapresentar la demanda en el Juzgado estáfijada para el veintisiete de septiembre,y la sentencia, según él, será enseguida,

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un mes como mucho.

Elisa lo escuchó con atención.

—Te llamó varias veces y no telocalizó. Yo me había encontrado conAlicia y sabía que estabas aquí, así quele dije que me encargaría de decírtelo.

—Pudiste llamar a mis padres o a mihermana.

—Prefería hacerlo personalmente. —Hizo una breve pausa y añadió—:Mañana me

voy a Berlín y luego a Viena, perovendré para esa fecha. De todas formas,no puedo

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irme sin…

Ella lo miró sin comprender.

—¿No ves lo que intento decirte? —Yelevó un poco la voz, casi irritado.

—No, no lo sé.

—Que lo pienses de nuevo —dijo másbajo—. Sigo dándole vueltas y noquiero perderte, me resisto a ello porqueaún siento lo mismo por ti.

Estaba apoyada contra la cómoda delrecibidor y al mirarlo, pensó que podíaser que fuera sincero. Sin embargo, aella no le quedaba la más mínima duda.El hombre

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que tenía enfrente, al que pensó que nodejaría de amar y que ahora le suplicabaamor, le era completamente indiferente.

—La última vez que hablamos quedóclaro, el proceso de divorcio sigue sucurso y

después de eso no quedará nada entrenosotros.

—Igual que si nunca nos hubiésemosconocido.

—No es así y lo sabes.

—Dime qué tengo que hacer para quevuelvas conmigo. Haré lo que me pidas,tendremos un hijo…

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Elisa sonrió con amargura.

—Es inútil, Gonzalo, no te quiero.

Parecía confundido, aun así, insistió:

—No puedes estar tan segura, de lo quehemos vivido tiene que quedar aún…Ven

conmigo a la gira, empezaremos denuevo, nos quedaremos unos días enViena,

¿recuerdas cuándo estuvimos allí?

Elisa no quería recordar nada de esepasado.

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—Olvidas que tengo mi trabajo, que mivida no es lo que era, además…

Gonzalo no la dejó acabar, se acercó, yella no pudo moverse, tenía detrás elmueble, y él la había tomado de lacintura, aprisionando sus brazos entrelos suyos.

Estaba tan sorprendida ante aquellasituación que no fue capaz de resistirsecuando la besó.

Tenía los labios cerrados, y él lospresionaba con los suyos. Intentóapartarse, pero no tenía fuerzas parahacerlo y creyó que iba a desvanecersemientras Gonzalo continuaba besándolay abrazándola. Fue entonces cuando

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percibió una presencia junto a la puertay vio a Manuel, mirándola.

Ella se quedó paralizada. Seguíasintiendo como su marido la besabaahora en el cuello, aunque su cuerpoestaba rígido como el de una estatua.Gonzalo se giró hacia donde ella fijabala vista, a aquel hombre con laexpresión crispada y que parecía a puntode decir algo. Pero solo apretó loslabios y salió a toda prisa.

Elisa tardó unos segundos en reaccionar,y cuando lo hizo, Gonzalo la sujetó porlos hombros, inmovilizándola.

—¿Quién era ese? —preguntó.

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—¡Suéltame! —le gritó, pero su maridoseguía reteniéndola.

—¿Quién es? —volvió a preguntar, peroella logró desprenderse y corrió a lacalle.

Manuel daba marcha atrás a su coche yse alejaba.

Permaneció quieta, contemplandofijamente aquel camino hasta que sevolvió y entró de nuevo en la casa. Sindecir palabra, se dirigió a la sala dondese dejó caer en la silla del comedor, conla vista en la ventana mientras laslágrimas empezaban a brotarle sin poderevitarlo.

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Gonzalo la había seguido, y alzó la vistahacia él.

—Es el hombre al que quiero —dijoentonces.

—¿Desde cuando estás con él? —lepreguntó, y Elisa supo lo que pensaba,que Manuel era la causa real de quequisiera dejarlo.

—Le he conocido aquí, en estos días…

—¿En cuatro días te has enamorado deél? ¡No me vengas con ese cuento!

—Es la verdad, pero me da igual si mecrees o no porque no pienso darteexplicaciones de mis actos. —Y lo miró

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con dureza antes de seguir—. Ahora, portu culpa, va a pensar que… ¿Por qué hashecho eso? ¿Por qué me besaste?

Estaba tan furiosa que habría queridoabofetearlo.

—Te lo dije, te quiero y te deseaba, ynoté que tú dejabas que lo hiciera.

Ella lo miró todavía más enfadada.

—¡No lo deseaba! —gritó—. Solo queno pude evitarlo porque nunca hubiera

imaginado que ibas a hacer algo así…pero como siempre te resistes a sentirteperdedor, no consientes que las cosas nosean como tú las planeas, que…

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Se interrumpió; no quería seguirechándole a la cara lo mismo desiempre.

—Tu amigo no debe pensar igual, él síha creído que me correspondías —dijoGonzalo.

Elisa no replicó nada; sin duda era supequeña venganza por lo que ellaacababa de

decirle.

—Quiero que te vayas —dijo en apenasun hilo de voz.

—Para irte con él.

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Levantó la vista hacía el que aún era sumarido.

—Si después de esto…

Y bajó la cabeza; no quería que Gonzalola viese llorar, pero él se agachó a sulado.

—Elisa, lo siento —dijo cambiando deactitud—. Comprendo que he llegadotarde,

demasiado, y si necesitas que le diga…

Ella negó con la cabeza.

—No me odies, te hice daño y pareceque vuelvo a hacerlo… Puede que

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tengas razón, soy un orgulloso.

Intentó que lo mirara, pero ella se habíatapado la cara con el brazo.

—No supe amarte como te merecías y losiento. Créeme, lo siento mucho.

Ella se limpió con la palma de la mano.

—Es mejor que te vayas.

Gonzalo se puso en pie.

—Si lo hubiese intentado de otramanera, por lo menos antes de que loconocieras a

él.

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—No tiene nada que ver, lo nuestro yaestaba acabado.

Él llevó la vista por la habitación,recorriéndola por unos segundos, yvolvió a ella.

—Me voy, y no te preocupes, estaré enel Juzgado el día veintisiete, a las nuevey

media.

Ella solo hizo un gesto de aprobacióncon la cabeza.

—Es un hombre con suerte. —Se inclinóy le dio un beso en la frente—. Adiós,Elisa.

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Ella no le correspondió. Miraba por laventana y lo vio cruzar con pasodecidido,

con la vista hacia adelante. Era unhombre fuerte, seguro de sí, que noestaba acostumbrado a perder, pero quepronto se recuperaría de aquella derrota;no le cabía la más mínima duda. Sinembargo, ella continuó sentada, incapazde levantarse. Ni siquiera podía limpiarlas lágrimas que habían empezado acorrerle por las mejillas. Y

así continuó, sin dejar de mirar hacia laventana, a la luz casi cegadora del solde la mañana que se reflejaba en lafachada de enfrente… Entonces vio a su

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tía pasar a toda prisa. Pero continuóigual, ni se giró cuando entró; estabacasi sin aliento y le costaba hablar.

—Acabo de ver a Gonzalo —dijo con lavoz entrecortada, y acercó una silla para

sentarse a su lado—. Me quedépasmada… él no me vio, estabaentrando en su coche,

y Juana me dijo que había preguntadopor mí. Salió en ese momento la Rosarioa oler, menos mal que no se habíaenterado de nada, y me vine corriendosin saber lo que podía encontrarme.

Elisa esbozó una sonrisa forzada.

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—¿Pensaste que había venido aasesinarme?

Carmela se alzó de hombros y entoncesse fijó mejor en su cara.

—Estás llorando… ¿Qué ha pasado?¿Qué te ha hecho?

—No me ha hecho nada, tía.

—Pero…

—Vino a pedirme que volviera con él.

Carmela seguía mirándola sin entender.

—Y supongo que le dijiste que no, seenfadó y discutisteis.

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—No es nada de eso —dijo meneandola cabeza—. Pasó algo mientras estabaaquí.

Le contó por encima la escena, de cómoManuel había aparecido en el momentoen

que Gonzalo la besaba, como se habíaido sin pronunciar una sola palabra nipedir explicaciones, pensando queella… No podía seguir, la garganta se lecerraba y le volvían las lágrimas que eraincapaz de contener.

—Ha pensado que estaba con Gonzalo,que lo engañaba y era una falsa comoella.

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—¿Ella?

—Su exnovia, la que lo dejó.

Carmela abrió uno de los cajones delmueble, sacó un paquete de pañuelos yse lo

ofreció, pero Elisa no hizo amago decogerlo.

—Lo que vas a hacer es lavarte yacercarte enseguida a su casa. —Y letomó la cara

con ambas manos, como si estuvieratratando con una niña—. Le vas a decirla verdad

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de lo que ha pasado, lo que me hascontado a mí.

—¿Y si no me cree?

—Eso no lo sabrás si no hablas con él.

Carmela se levantó y también la ayudó aenderezarse a ella tirando de sushombros.

—Venga, deja ya esas lágrimas, que endos minutos quiero verte salir por esapuerta. Y no se te ocurra volver sinhaberlo visto.

Con paso lento fue a asearse al baño. Alsalir, su tía la esperaba en la puerta. Nose dijeron nada, solo le colocó un poco

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el pelo antes de que emprendiera aquelcamino que nunca antes se le habíahecho tan largo.

Por primera vez, se encontró la verjacerrada. Aquello la desconcertó un pocoy tuvo que buscar hasta que vio untimbre situado a la derecha y bastantealto. No oyó nada cuando lo pulsó, peroesperó antes de volver a llamar. Unaespera interminable hasta que vio aRogelio que se acercaba con andarvacilante y que, al reconocerla, apresuróel paso para abrir.

—El señorito Manuel no está, se fue enel coche —le contó mientras se dirigíana la

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casa—. Primero me dijo que iba abuscarla y que vendría usted con él,pero al rato apareció solo. Yo habíadejado la puerta abierta como me dijo, yentró llamándome, preguntándome queporqué la dejaba abierta, que la cerraracon llave en cuanto saliera él. Entoncesle pregunté por usted y no me respondió,volvió a decirme que cerrara, y yoobedecí.

—¿Y sabe dónde fue? —preguntó.

—Me pareció que cogía el camino queva al río, pero no estoy seguro. —Lamiró de

soslayo cuando dijo—: Me pareció quevolvía a las andadas, que iba a hablarme

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de mala gana, y lo habría preferidoporque lo vi triste, y la verdad, no sé…

La miró con timidez, buscando quizá quese lo aclarara, sin atreverse a preguntardirectamente. Ella, por su parte, sesentía tan confusa con aquello que nodespegó los labios. Rogelio le habíaabierto la puerta y de ahí pasó al salón.Casi por inercia o costumbre fue asentarse frente al piano y abrió la tapa.Miró aquella sucesión de teclas negras yblancas que, al igual que esos días, seagolpaban ante su vista y en su mentecomo una composición en una partitura,un pentagrama con sus líneas y susespacios,

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yendo del rápido y alegre vivace paracaer en un adagio lento y profundo.Porque ese iba a ser un día maravillosopara los dos, él había ido a buscarlailusionado y se había encontrado…Cerró la tapa y apoyó los codos encima,sujetándose la cabeza con los puños. Loúnico real era que se había ido, no sabíadónde, ni siquiera si volvería. Y

nada podía ser más aterrador. Pero loesperaría, se quedaría allí, como habíadicho su tía, hasta que pudiera verlopara explicárselo.

No iba a tocar, sería incapaz de hacerlo,por eso se levantó y se dirigió al sofágrande, donde estuvo con Marga y luego

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solo, en aquellas tardes que pasaronjuntos mientras ella tocaba.

Se sentó y miró un momento hacia elcuadro colgado por encima de lachimenea, aquel paisaje tranquilo ysosegado, el caballero con su casacagranate… Hasta que acabó tumbándoseigual que hacía él, en su misma postura,y sintió, al hacerlo, un ligero alivio. Eracomo si la hubiese acogido en susbrazos, igual que hizo unas horas antesen la discoteca. Cerró los ojos e intentópensar solo en eso.

Algo le pasaba por la cara, muydespacio. Algo parecido a una cariciasuave que recorría su mejilla, luego la

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frente y el pelo. Entreabrió un poco lospárpados, pero volvió a cerrarlosenseguida; estaba soñando sin duda, esacaricia llena de ternura…

No quería despertarse, estaba a gustosintiéndola. Hasta que notó algo distinto.Unos labios en los suyos, rozándosedespacio, y volvió a entreabrir lospárpados. Percibió un rostro muy cerca,borroso, como una sombra que se separóde pronto, y abrió los ojos del todo paraverlo sentado en la mesa, inclinadohacia ella, con una mano acariciándoleel pelo. En unos segundos se acordó detodo. De Gonzalo pidiéndole volver ybesándola; de Manuel viéndolos y suexpresión decepcionada; de ella

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llamando al timbre y tumbándose en elsofá… En algún momento se habíaquedado dormida.

—Manuel —susurró apenas, e intentóincorporarse sin conseguirlo.

Él se levantó de la mesa y se sentó a sulado, en el sofá.

—Tengo que explicarte… —empezó adecir, y él se inclinó para volver abesarla.

—No necesito que me expliques nada,estas aquí y es lo único que me importa.

—Quiero decírtelo, que sepas…

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—¿Era tu marido? —preguntó paraconfirmar lo que ya intuía.

—Sí… quería que volviera con él, queno diéramos el último paso para eldivorcio,

y cuando me besó… yo no sabía lo queiba a hacer y me sorprendió, por esotardé en

reaccionar. Entonces apareciste tú ycreíste…

Se le quebraba la voz al pensar que lahabía visto de esa forma.

—Fue un error —continuó—, yo nuncalo habría consentido, y tú pensaste que

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te engañaba, que mis sentimientos eranotros cuando no es así. Vine enseguida y,al no verte… no sé lo que pensé, teníatanto miedo de no saber dónde estabas,de que te ocurriera algo…

Manuel acarició su mejilla.

—Me fui al Puente de Piedra.Necesitaba pensar, comprender lo quepasaba, cómo

podía ser que me hubieses besado yabrazado de esa forma en la discotecapara luego… Y no hacía más que darlevueltas, creía que volvías con él porqueno estabas

segura de mí.

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—No debiste dudar —dijo con la vozemocionada—. Y si no te hubieses ido,lo habrías sabido.

Él seguía acariciándola con la yema delos dedos.

—No te dije que a Vanesa la sorprendíbesándose con el que ahora es su novio,que

poco después supe que lo había hecho apropósito para romper nuestra relaciónsin dar más explicaciones que laevidencia… Y no podía creer quevolviera a pasarme lo mismo, por esome marché tan bruscamente, sinpreguntarte ni escuchar de tus labios loque sentías por mí… Eso pensé al borde

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del puente, mirando la corriente delagua, y

vine a casa primero porque con la lluviadel otro día estaba embarrado y mehabía caído de esas piedras que túbajabas arrastrándote.

—¿Te hiciste daño? —preguntóenseguida y lo miró con preocupación.

—Sólo me manché de barro lospantalones. Con los nervios, pisé mal,me caí y cuando llegué, Rogelio me dijoque habías venido. Pero antes tenía quecambiarme, y

luego al ver que estabas dormida, dudési despertarte, y ya ves que al final no he

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podido resistirlo.

—No sé cuánto tiempo llevo, me sentíamal y estaba cansada. Anoche no pudedormir pensando en ti, en verte, y debíquedarme dormida.

—Me gustó encontrarte así —dijo él sindejar de acariciarla—. Fue como sinada

de eso hubiera ocurrido porque con tupresencia tenía mi respuesta.

Se miraban, y ella intentó incorporarsede nuevo, pero Manuel se tumbó a sulado y

deslizó un brazo por su espalda, bajo la

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blusa.

—Sabes entonces lo que siento por ti…—musitó estremecida por sus caricias.

—Sí, pero prefiero que me lo digas.

Y echó la cabeza un poco hacia atrás,esperando a que hablara, a que se lodijera

por primera vez.

—Te quiero —le susurró, como sitemiera que alguien que no fuera él looyese.

Manuel la rodeó por completo con susbrazos, y ella entreabrió los labios para

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encontrarse con los suyos y fundirse enun beso ávido y apasionado.

—Esta noche hay luna, podemos verlacon el telescopio… porque te vas aquedar

conmigo, ¿verdad?

—Sí —contestó enseguida.

La miró sonriendo, y Elisa vio en surostro la misma expresión de felicidadde aquella fotografía. Pero esta vez era aella a quien abrazaba.

Agradecimientos

A Juan Carlos, por la ayuda y los

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ánimos.

A Javier y Loli, por su apoyo.

Y a Selección B de Books, por laconfianza.

Si te ha gustado

Para Elisa

te recomendamos comenzar a leer

Una chica mala

de Fabiola Arellano

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Hoy

Maricela

Supongo que ahora que Dante va acasarse, se te han agotado los pretextos

para no venir a tu país y visitar a losamigos que deliberadamente has

exiliado. ¿No es así, amiga? XD 10:15a.m.

Cinthya

¿Bromeas? Olvidas que la desterradasoy yo y, aun así, siempre he

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dedicado tiempo a los amigos. Eres túquién todo el tiempo está ocupada,

más ahora que es casi un hecho que teascenderán de puesto. No hay quien

te aguante, amiga, pobres de tussubordinados, se necesita demasiada

paciencia para soportar estoico esecarácter tuyo, y más ahora que serás

algo así como “El Todo poderoso”.10:17 a.m.

Maricela

Ja, ja, ja, tú siempre tan ocurrente, meencanta tu humor negro, pero si crees

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que atacándome con tu bla bla, telibrarás de contestar a mis preguntas,olvídalo. Llegarás el viernes, ¿verdad?10:20 a.m.

Cinthya

¿Acaso tengo elección? 10:21 a.m.

Maricela

Para tu desgracia personal, no. Ahora notienes justificación que valga,

Dante jamás te perdonaría si faltas a suboda. 10:23 a.m.

Cinthya

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Sí, tienes razón, es algo inevitable,Lizeth me ha pedido que sea su dama de

honor, y la verdad es que no pudenegarme. 10:26 a.m.

Maricela

¿En serio? ¿Y cómo hizo paraconvencerte? Estoy segura de que elinfierno

se congelaría antes de que los simplesmortales tengamos el privilegio de

verte enfundada en satén rosa. 10:29a.m.

Cinthya

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Ja, ja, ja. ¿Puedes creerlo? Yo, derosa… 10:31 a.m.

¡Ni lo sueñes! X3 Le dije que aceptabasiempre y cuando me dejara elegir

el vestido, color y diseño. 10:32 a.m.

Maricela

¡Dios! Debe quererte mucho paraarriesgarse de esa manera. 10:33 a.m.

Cnithya

Muy graciosa, aunque lo dudes, esta vezpienso comportarme de forma

civilizada. 10:35 a.m.

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Maricela

¡Un momento! ¿Todavía estoy hablandocon Cinthya? ¡Dios! ¡Mi pobre

amiga ha sido abducida poralienígenas…! Sí, eso debe ser, porqueella

jamás aceptaría comportarse de forma“civilizada” ni aunque su vida

dependiera de ello. 10:39 a.m.

Cinthya

Lo dicho, amiga, tienes un sentido delhumor pésimo, tus chistes no me

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causan la menor gracia. No sé por qué tesorprendes, sabes que siempre he

sabido comportarme de acuerdo alriguroso protocolo de mi madre. No

olvides que estudié en una escuela demonjas. 10:41 a.m.

Maricela

¡Sí, claro! Entonces explícame por quénunca lo has hecho. Ja, ja, ja, ja.

10:43 a.m.

Cinthya

¡Muy graciosa! Siempre tienes que tener

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la última palabra en una discusión,

¿verdad? 10:47 a.m.

Maricela

Por supuesto, no he llegado a dondeestoy siendo blanda. Ja, ja, ja. 10:50

a.m.

Cinthya

¿Es esa tu patética forma de presumir elascenso a directora? Déjame

decirte que es muy falta de originalidad,esperaba más de ti, amiga. Me

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gustaría ver la cara de tus súbditos sisupieran lo que unas copas de máspueden lograr en su jefa, tanto que escapaz de bailar sobre una mesa. XD

10:55 a.m.

Maricela

Si no te conociera lo suficiente, meofendería ese afán tuyo por recordarme

esa lamentable noche de mi vida. Lobueno es que ya sé cómo eres de

perversa, pero, aun así, te quiero, amiga.10:59 a.m.

Cinthya

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No soy perversa, bueno, sí… quizá unpoco, pero solo algunas veces.

11:02 a.m.

Maricela

Cambiando de tema, me alegro queKarla no vaya a fastidiarle el gran día a

Lizeth. 11:05 a.m.

Cinthya

¿Por qué? ¿Qué hizo ahora la mujer dehielo? No me digas que quiere

robarse al novio. XD 11:07 a.m.

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Maricela

Créeme, amiga, nunca entenderé cómofunciona tu maquiavélico cerebro.

Hablo de la idea de Alex sobre unaboda doble. Absurdo, ¿no crees? Lizeth

se encomendó a todos los santos habidosy por haber, rogando al cielo para

que Karla hiciera su típico berrinche yno aceptara que otra novia le robara

el protagonismo en su gran día. 11:11a.m.

Por fortuna, la mujer de hielo peleócomo una leona y haciendo uso de su

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fría diplomacia, no cedió. Siemprequiere destacar, y, acá entre nos, junto a

Lizeth, eso no sería posible, nuestraamiga es demasiado bella y adorable,

Karla lo sabe, no es tonta, por esopospuso la boda dos semanas. 11:13

a.m.

¿Cinthya? ¿Estás ahí? Ya no mecontestaste… ¡Dios! ¿No me digas queno

sabías que Alex también va acasarse…? 11:36 a.m.

¡Yo y mi bocota! Siempre meto la pata.

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¿Cuándo aprenderé a mantenerme

callada? 11:38 a.m.

Por favor, discúlpame, yo… no sé quémás decir… En verdad lo siento,

amiga, di por hecho que estabasenterada. Supuse que Dante o Lizzy te

habían hablado al respecto cuando tevisitaron hace unas semanas. Por lo

visto, me equivoqué. 11: 40 a.m.

CAPÍTULO I

Cinthya de Anda, con el ceño fruncido,trabajaba en un collage de fotografías

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que uno de sus clientes le había pedidopara una revista. Cuando el móvil sonóindicándole que tenía un mensaje, lotomó para ver el remitente y sonrió, eraMaricela González, su amiga desde laguardería. Sin perder tiempo, abrió elWhatsApp y su sonrisa se amplió, deinmediato se enfrascó en laconversación hasta que una noticia ladejó fría: Alex iba a casarse.

Todo aquello que creyó enterrado ysuperado la atacó de golpe. ¿Hastacuándo dejaría de atormentarla suobsesión por ese hombre? Aun estandolejos, su recuerdo la perseguía. Por lovisto no había distancia suficiente paraescapar de Alejandro Salazar.

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Varios años atrás, tomando comopretexto un intercambio estudiantil, fuealejada del que había sido su hogar.Reconoció que, aunque doliera, eldestierro resultó muy conveniente, puesen aquel momento necesitaba ponertierra de por medio, alejarse de supasado y tratar de encontrarse a símisma.

En la actualidad, era una fotógrafareconocida, había montado variasexposiciones y

se cotizaba alto, era la favorita dealgunas revistas famosas. Le gustaba suvida tal cual; para ella, así era perfecta:realizada en su trabajo, viviendo en un

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espacioso y moderno departamentocerca del Central Park y, cuandonecesitaba un poco de frivolidad, secodeaba con celebridades, artistas,genios de la moda…

¿Qué más podría pedirle a la vida?Nada, excepto poder escapar de un parde ojos

cobalto que llevaban demasiado tiempotorturándola.

Bárbara, su compañera de piso desdehacía cinco años, era una de sus mejoresamigas, habían congeniado deinmediato, y la convivencia diaria se fueconvirtiendo en una sólida amistad.

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Cuatro largos años habían transcurridodesde la última vez que visitó la casa desus padres. Aquella horrible Navidad,que marcó un antes y un después en suvida, la obligó a tomar una decisióndefinitiva: no volver a pisar suelomexicano.

Por desgracia, su determinación se habíavisto minada hacía poco más de tressemanas cuando su hermano,acompañado de Lizeth, la visitó paradarle la buena noticia sobre su próximaboda.

Lizzy le había pedido, no, mejor dicho,suplicado, que fuera su dama de honor, alo

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cual terminó cediendo, queríademasiado a ese par y, aunque seresistió, al final no pudo negarse. Porsupuesto, haciendo gala del buennegociador que llevaba dentro, impusoalgunas condiciones.

Volviendo al presente, se devanó lossesos tratando de comprender por quélos tortolitos no le habían comentadonada sobre la otra boda cuando lavisitaron; la respuesta que acudió a sumente la enfureció: seguro daban porhecho que seguía enamorada de Alex,como cuando era una chiquilla y noquerían lastimarla.

Su rabia crecía ante cada pensamiento,

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estaba harta de la patética protección deDante, la cual le pareció de lo másabsurda. Si a final de cuentas erainevitable que se enterara de la buenanueva en cuanto cruzara la puertaprincipal del aeropuerto mexicano, ¿quécaso tenía tanta pantomima?

Miles de pretextos para negarse a asistira la boda de su único hermanodesfilaron

por su cabeza, entonces su orgulloherido le recordó que ya no era la chicaingenua que, confundida y destrozada, sevio forzada a marcharse de su amadopaís.

Reflexionó que poner distancia no era la

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solución, había estado haciéndolo losúltimos cuatro años y estaba cansada dehuir. Era tiempo de plantarle cara a supasado, dejar atrás y para siempre aAlex y lo que él representaba.

Después de mucho meditar, decidióinclinar la balanza a su favor y ver ellado positivo de la situación; siMaricela no hubiese cometido esaindiscreción, ella habría regresado acasa de sus padres ignorante del felizacontecimiento y con la guardia baja.

Tenía que agradecer al cielo su buenasuerte y sacar provecho de esa ventaja.

Le enfurecía reconocer que la noticia lehabía caído como bomba nuclear,

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causando

en ella gran devastación. Se suponía queél ya no le importaba, ¿entonces?, ¿porqué seguía afectándole lo concerniente aese hombre que había dejado más queclaro no estar interesado encorresponderla?

Durante años se había mentido a símisma, quizá ahí radicaba el problema,pero…

¿cómo obligar al corazón a someterse alos designios de la razón? Pensó en quesi lograba encontrar la respuesta a esapregunta, sería la mujer más feliz delplaneta. Por lo pronto, tenía queapegarse a su realidad y reconocer que

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estaba obligada a regresar al lugar quejuró nunca más pisar, y donde, por lovisto, aguardaban por ella susesqueletos en el armario.

El solo imaginar la posibilidad dehaberse enterado de la boda del añoestando en casa de sus padres, con Karlay Alex presentes, le hacía sentir ganasde vomitar.

Por fortuna, Maricela, aun sin saberlo,la había prevenido, y gracias a ello sehabía librado de pasar semejantebochorno. Se miró de reojo en el enormeespejo que cubría toda una pared, lapalidez de su rostro solo le confirmabaque mejor suerte no pudo correr.

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—Antes que todo, tranquilízate, Cinthya.—Tomó una gran bocanada de aire——.

Vamos por pasos. Primero: tienes quellamar a Maricela e inventarte unaexcusa súper creíble del por qué nocontestaste a sus últimos mensajes,convencerla de que ya sabías del asuntoy que todo está perfecto. Segundo:concertar una cita con Tara para que tearregle el cabello. Tercero: hacer unascuantas compras, y por último: organizartoda una estrategia de defensa en contradel enemigo.

Con esa firme determinación, se miróuna vez más en el espejo de su estudio yle gustó lo que vio: una mujer adulta,

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plena y realizada en su profesión. «Nome encontrarás con la guardia baja,Alex; ya no soy la misma estúpida quese marchó humillada. Esta vez,contraatacaré hasta morir, ¡eso te lojuro!», prometió a su doble opuesto.

—¡Que los dioses del Olimpo teamparen porque voy con todo contra ti,Alejandro

Salazar! —sentenció mientras observabala vieja fotografía de él, de la cual aúnno era capaz de desprenderse y se odiópor eso.

— Oh, my Good! ¡Qué lo protejan losejércitos celestiales, pues tu ira esimplacable! —se burló Bárbara, que en

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ese momento entraba al estudio y fuetestigo de semejante amenaza.

—¿Se puede saber qué rayos hacesaquí? —Miró con ira a su amiga, si algono soportaba, era sentirse vulnerable, ymenos aún que alguien más lo notara.

—Por lo visto, tu inconsciente me llamó,honey —comenzó a decir Bárbara,ignorando su rabieta mientras colocabalas bolsas del supermercado en una delas mesas—. Fui a hacer la compra ydecidí pasar a sacarte de tu claustropara que te diera un poco de aire. —Inspiró hondo—. Dear, últimamentepasas tanto tiempo aquí encerrada quetemo verte convertida en parte del

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mobiliario. —Cinthya frunció el ceñoante su comentario—. No me pongas esacara, sexy lady, mi don mágico no seequivoca, así que suelta, ¿qué pasó paraque estés pálida como un muerto?

Cinthya sus opciones de respuesta:

A) Tratar de mentirle y soportar laaburridora reprimenda por ello.

B) Contarle una versión distorsionadade los hechos, aunque su amiga era

demasiado suspicaz y pronto ataríacabos.

C) Sincerarse y pedirle consejo parajuntas planear una estrategia infalible

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para salir bien librada y no quedar comouna tonta.

Nadie mejor que Bárbara conocía todasu historia, era la única testigo de lamiseria emocional en la cual viviócuando regresó después de aquellaterrible Navidad en México. A ella nopodía mentirle, y, como dice el dicho:«dos cabezas piensan mejor

que una».

—Elijo la C —dijo, y ante la miradacuriosa de su amiga, comenzó a relatarlo sucedido.

— Oh, my Good! Así que la mujer hielose salió con la suya y va a cazarlo de

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manera oficial, y digo cazar con z, nocon s. ¿Qué vas hacer al respecto,honey?

—Nada.

— Really? ¿En verdad vas a permitirque Alex cometa semejante atrocidad?Aunque pensándolo bien, nada esdefinitivo antes del: « Yes, I do» —comentó Bárbara absorta.

El solo escuchar el comentario de suamiga le ocasionaba terribles náuseas.

—Entonces qué sugieres qué haga, ¿eh?,¿secuestrarlo? ¿Martirizarlo hasta queacepte dejarla?

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— Sweetheart, conmigo no funciona tuadorado sarcasmo, guárdalo paracuando llegues a México, ambassabemos que existen métodos másefectivos que la tortura para lograr queun hombre haga lo que nosotrasdeseamos, you know. —Sonrió conmalicia.

— La femme fatale, ¿no? Sabes que esono va conmigo.

—Pues tendrá que ir, honey.

—No lo sé, no pretendo robarle el novioa Karla, solo quiero recuperar midignidad

y pasar esas dos semanas en México en

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santa paz.

— Yea, sure! —Sonrió Bárbara irónica—. Dear, primero que nada, llama aMaricela como habías pensado, haz tumás memorable actuación y convéncelade que estás bien.

Por suerte tenemos casi toda una semanapara mentalizarnos, digerir la buenanueva y preparar la estrategia de ataqueque esta ventaja nos da.

Sin lugar a arrepentimientos, Cinthyamarcó el número de Maricela.

—Perdón por no contestarte, llegó uncliente vip al cual estaba esperandomientras

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conversábamos por el WhatsApp. Antesque digas nada, por favor, deja dehacerte novelas en tu cabecita soñadora,¿de acuerdo? No, no pasa nada, estoyprefecta, y sí, Dante habló conmigo. SiAlex quiere atarse a una bruja hasta quela muerte los separe, pues él sabrá. Afin de cuentas, será él quien tenga quesoportarla —expresó de corrido.

Agradeció al cielo que la conversaciónse diera por teléfono, de lo contrario, sisu amiga la viera a la cara, sabría queestaba mintiendo. Pensó que por fortunano era como pinocho, si no, en esemomento, su nariz estaría del tamaño deun palo de golf.

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—Ya entendí, toma aire, mujer, me hassoltado toda la retahíla sin respirar —

comentó Maricela con una risotada—.Como siempre estás a la defensiva, locual es normal en ti, por lo tantodeduzco que estás curada de tuobsesión por Alex.

—¿Por qué no habría de estarlo? Por sino te has dado cuenta, ya maduré.

—¿En verdad no te importa que Alexvaya a casarse?

—No. —Se felicitó por lo contundenteque sonó su negativa—. Créeme amiga,tengo demasiados asuntos laborales queocupan todo mi tiempo y atención, eso

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sin contar con el terrible episodio deestrés que me causa cada vez que mevisita el cliente que te comenté antes, eltipo es de lo más arrogante, claro quepuede permitírselo porque su revista nosolo es famosa, es un boom a nivelinternacional, solo por eso tolero susextravagancias.

Sabía que la mejor manera de convencera Maricela de que no estaba afectadapor

el inminente matrimonio de Alex erahablarle de su gran pasión: la fotografía.

Durante casi veinte minutos charlaronsobre sus clientes, el ascenso deMaricela al

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puesto directivo, que era prácticamenteun hecho, los planes a corto plazo deambas, las tiendas, el clima…, inclusoCinthya se ofreció a hacerle compras, alo cual su amiga no perdió tiempo enhacer sus encargos. Después de colgar,Bárbara la increpó:

—Para convencer a los demás, tienesque empezar por hacerlo contigo, youknow.

—Lo sé, no sabes cómo agradezco alcielo esta pequeña ventaja. Si todosestán esperando una escena cuando meentere de la noticia, se van a llevar unasorpresa.

—¿Sabes? He decidido acompañarte,

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sweetheart, no te dejaré sola en elcampo de hienas, pero mi malvada jefano me lo puso fácil, se negó a darmepermiso para ausentarme las dossemanas. Por fortuna estoy devacaciones en la facultad, así queviajaré una después que tú. Me iré elviernes al salir de la oficina, quieroaprovechar el tiempo lo mejor que sepueda.

—¿Qué? ¿A qué hora arreglaste eso?

—Mientras tú hablabas con Maricela,yo lo hice con mi jefa, aunque sé que laenfurece que la llamemos en sábado;ella siempre dice que los asuntoslaborales se quedan en la oficina.

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Anyway, la cuestión es que me diopermiso, y eso ya es ganancia.

—Gracias, no sabes lo que significapara mí tu apoyo, eres la única personacon la

cual puedo hablar del tema sin reservas.

— I know, sweetheart, yo estaré ahípara evitar que hagas tonterías. —Lopensó por un instante—. O para alentartea hacerlas, según sea el caso. —Sonriópicara.

—¿Qué estás tramando, Barbarita?Conozco esa mirada y no me gusta nada.

—Ya lo verás, you just trust me…

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—Eso es precisamente a lo que le temo—murmuró.

—¡Ja! Te oí, honey, y no me causagracia tu comentario, ¿eh? —Puso losojos en blanco—. Por lo pronto,vámonos, que Tara nos espera.

—¿Nos?

— Of course, ¿acaso pensabas que mepresentaré ante tu familia con estospelos de loca? —Señaló su abundantecabellera roja—. Recuerda mi frase,honey…

—«Pase lo que pase, nunca pierdas elestilo» —completó Cinthya con unasonrisa.

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XIIXIIIXIVXVXVIAgradecimientosPromoción

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