PALAZZO PRIMOLI Mario Praz · Via di Monte Brianzo, en la esquina con Via del Cancello, ... La zona...

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176 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO PALAZZO PRIMOLI Mario Praz En la casa donde vivo ahora, al final de la escalera, junto al umbral del rellano donde está mi puerta, hay un busto de Montaigne que de bronce solo tiene el color, ya que es una copia de escayola; en la casa donde vivía antes, Palazzo Ricci en Via Giulia, una leyenda de la familia de los marqueses Ricci-Paracciani pretendía que en el salón lindante con mi dormitorio monseñor Giovanni della Casa se dedicaba a escribir el Galateo. Con della Casa no siento ninguna clase de afinidad, y creo que pocos escritores modernos italianos, salvo Maria Bellonci y Riccardo Bacchelli, pueden sentirla; pero Montaigne es como el cabeza de estir- pe del árbol genealógico al que, en lo que pueda valer, bien o mal pertenezco, y su proximidad me basta para ennoblecer un palacio que no tiene las patentes de nobleza de Palazzo Ricci. No es que no posea asociaciones históricas de una cier- ta importancia, aunque quien lo construyó no fuese un arquitecto del gran siglo XVI, sino un arquitecto de aquel eclecticismo umbertino que Paolo Portoghesi ha intentado revalorizar (aunque sin hacer mención a Raffaello Ojetti, padre de Ugo, que fue su arquitecto). Lo mandó construir Gegé Primoli como frente mo- numental de una casa Gottifredi cinquencentesca de la que se conservan partes en el patio y en Via dei Soldati, y decoró con lemas y tarjetas las salas del piso donde vivía, y también la parte alta del patio donde se lee en letras de molde y en relieve LOTTA, que parece un exhortación dannunziana y en cambio es lo que queda de Carlotta, una de las Bonaparte. Primoli descendía de Luciano prín- cipe de Canino, y dejó a Roma un Museo Napoleónico que la escasez de personal

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176 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

PALAZZO PRIMOLIMario Praz

En la casa donde vivo ahora, al final de la escalera, junto al umbral del rellano

donde está mi puerta, hay un busto de Montaigne que de bronce solo tiene el

color, ya que es una copia de escayola; en la casa donde vivía antes, Palazzo

Ricci en Via Giulia, una leyenda de la familia de los marqueses Ricci-Paracciani

pretendía que en el salón lindante con mi dormitorio monseñor Giovanni della

Casa se dedicaba a escribir el Galateo. Con della Casa no siento ninguna clase de

afinidad, y creo que pocos escritores modernos italianos, salvo Maria Bellonci y

Riccardo Bacchelli, pueden sentirla; pero Montaigne es como el cabeza de estir-

pe del árbol genealógico al que, en lo que pueda valer, bien o mal pertenezco, y

su proximidad me basta para ennoblecer un palacio que no tiene las patentes de

nobleza de Palazzo Ricci. No es que no posea asociaciones históricas de una cier-

ta importancia, aunque quien lo construyó no fuese un arquitecto del gran siglo

XVI, sino un arquitecto de aquel eclecticismo umbertino que Paolo Portoghesi

ha intentado revalorizar (aunque sin hacer mención a Raffaello Ojetti, padre de

Ugo, que fue su arquitecto). Lo mandó construir Gegé Primoli como frente mo-

numental de una casa Gottifredi cinquencentesca de la que se conservan partes

en el patio y en Via dei Soldati, y decoró con lemas y tarjetas las salas del piso

donde vivía, y también la parte alta del patio donde se lee en letras de molde y

en relieve LOTTA, que parece un exhortación dannunziana y en cambio es lo

que queda de Carlotta, una de las Bonaparte. Primoli descendía de Luciano prín-

cipe de Canino, y dejó a Roma un Museo Napoleónico que la escasez de personal

177FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

ha obligado a mantener cerrado durante años, una fundación de la que soy pre-

sidente por designación de la Academia de los Linces, una rica biblioteca abierta

al público, y sobre todo un patrimonio de fotografías que han conservado mu-

chos aspectos de la Roma desaparecida y las imágenes vivas de personajes que

frecuentaron esta casa en la ahora fabulosa belle époque, D’Annunzio, Eleonora

Duse, Matilde Serao, Maupassant, Bourget, monseñor Duchesne... Para mí, cul-

tor del estilo Imperio, esta casa me resulta aún más afín que el antiguo palacio

de Via Giulia, y no sólo por la asociación con los Bonaparte, sino también debido

a Montaigne, príncipe de los ensayistas.

Cuando llegó a Roma a finales de 1580, Montaigne se alojó a dos pasos de aquí,

en la posada del Oso, el hotel entonces de moda en este barrio que, antes de

Piazza Spagna, fue el centro turístico, como se diría ahora, de la ciudad y, como

saben los romanos, el nombre procede del fragmento marmóreo engastado en

la esquina de Via dei Soldati, que realmente no representaba un oso, sino un

león que tiene entre sus garras a un cabrito, antiquísimo motivo teriomórfico.

Sin embargo el diario de Viaje a Italia dice: «Nos alojamos en el Oso, donde nos

quedamos hasta el día siguiente, y el segundo día de diciembre alquilamos unas

habitaciones en casa de un español, frente a Santa Lucia della Tinta», iglesia en

Via di Monte Brianzo, en la esquina con Via del Cancello, a escasos pasos por

tanto del Oso. La casa donde vivió Montaigne, que D’Ancona supone fuese el

nº 25 de la calle, ya no existe, en su lugar hay una pequeña villa de la familia

Borghese. Existe en cambio entre las casitas del lado de la iglesia de Santa Lucia

la casa (nº 51) donde vivió durante algún tiempo en 1906 otro personaje famoso

del mundo de las letras, James Joyce, que en aquella época nadaba en tal miseria

que tuvo que pedir prestadas unas cuantas liras (verdaderas liras, no la calderi-

lla de ahora) a su casero para dar de comer a su esposa e hijo. Más tarde Joyce

padeció mucho a causa de la vista, Montaigne tenía el mal de la piedra, y en su

diario anota meticulosamente sus sufrimientos: un día lo pasó en la cama hasta

la noche, cuando «expulsó gran cantidad de arena, y una piedra grande, larga,

dura y compacta, que tardó cinco o seis horas en atravesar la verga». Entonces

los remedios eran poco eficaces; para muestra un botón: «Tomé trementina de

Venecia, que dicen que viene de las montañas del Tirol; dos grandes pedazos

envueltos en una oblea sobre una cuchara de plata, bañado con una o dos gotas

de un jarabe agradable al paladar; no sentí otro efecto que un olor a violetas de

marzo en la orina». Otra vez expulsa una piedra del tamaño de un piñón gran-

de, otra, expele siempre arenilla violentamente... No es que yo hago como Mrs.

Linnet de George Eliot, que, leyendo las biografías de los predicadores célebres,

se detenía solo en los pasajes que hablaban de sus enfermedades, pero las pena-

lidades de Montaigne me consuelan de las, mucho menos, de mi artrosis.

La zona donde vivo es pues más rica en asociaciones literarias que la casa de Via

Giulia (sin hablar de que uno de mis predecesores en la fundación fue el exquisito

erudito y literato Pietro Paolo Trompeo, y otro Diego Angeli, que por suerte tiene

otros títulos que dejar a la posteridad que su amazacotada traducción del Teatro

de Shakespeare). Si Palazzo Ricci puede ser identificado con la casa donde Henry

James hizo vivir a la desdichada pareja Osmond en el Retrato de una dama, en mi

nueva morada desde la ventana de un pasillo que coge de costado el Vicolo dei

Soldati, veo, al fondo de la agraciada curva del callejón, la Torre della Scimia con

la Virgen en el nicho en forma de hirsuta almendra, donde Nathaniel Hawthorne

hizo vivir a Hilda la Paloma, la copista de cuadros del Fauno de mármol. La vis-

ta desde esta ventana es deliciosa, como las que los paisajistas del siglo XVIII

178 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

obtenían con la cámara óptica: la parte barroca de atrás del Palazzo Altemps, el

empedrado solitario (con la suficiente basura para reconocer enseguida que se

está en Roma, y con los consabidos automóviles aparcados, pero con raros tran-

seúntes, alguna viejecita de paso vacilante y alguna desaliñada pareja de hippies

que entra y sale de una misteriosa puertecita, y solo excepcionalmente gente que

va al Teatro Goldoni), una terraza con el balcón adornado de geranios rojos, y en

primer término a la izquierda una vieja torre a la que han añadido una planta

bastante tolerable y mimetizada por unos emparrados (afortunadamente queda

fuera del campo visual a la derecha el inmundo retrete que utilizaba el colegio

de curas instalado durante un tiempo en el Palazzo Altemps): un rincón de la

vieja Roma que es solo una mínima parte del panorama que puede contemplar-

se desde la azotea que ocupa todo el techo de esta casa napoleónica.

Desde allí arriba, se disfruta de una de las muchas panorámicas de Roma desde

lo alto de una azotea. Existen muchas de estas panorámicas, de las que ya he

hablado en otra ocasión. Esta desde Palazzo Primoli es vasta, y hacia el norte

y el este muestra el meandro del Tíber, las casas de Passeggiata di Ripetta, las

robustas cúpulas de las iglesias de Piazza del Popolo al principio del Corso,

Santa Maria dei Miracoli y Santa Maria in Montesanto, los campanarios de la

iglesia griega de San Atanasio en Via del Babuino, la cúpula de San Carlo en el

Corso, y, por encima, la línea de los parques, Villa Borghese y el Pincio, el Casino

Valadier, Villa Medici, Trinità dei Monti, y el mirador del Quirinal, la esfera del

reloj de Montecitorio, la cúpula de Sant’Antonio dei Portoghesi (en la época de

Montaigne se hablaba de matrimonios entre portugueses varones); y al sur el

imponente grupo de las cúpulas de San Carlo ai Catinari, de Sant’Andrea della

Valle, de Sant’Agnese, la espiral de Sant’Ivo, la logia de Palazzo Altemps corona-

da por el macho cabrío heráldico. Y sólo la vista hacia occidente, que enmarca

San Pedro y Castel Sant’Angelo, decae en primer término con aquella «joya de

iglesia gótica», como la llamaba un americano que deploraba que no fuese men-

cionada en la guía, que es la iglesia del Sacro Cuore del Suffragio (en la sacris-

tía se conservan las fundas de las almohadas chamuscadas por las ánimas del

Purgatorio), con la Casa Madre de los Mutilados y con el Palacio de Justicia que,

enorme desde aquí arriba, como si proclamase: «Observad con cuántas piedras

estoy hecho», es tolerable desde las ventanas de mi apartamento sugiriendo, al

menos para mí, l’Avenue de l’Opéra.

Pero hay una parte de esta vista panorámica que es incomparable: la extensión

de tejanos entre Via dei Soldati y Via della Scrofa. Tejados de viejas tejas de

color rosa desvaído, coronados aquí y allá por alguna terraza, donde, y esto es lo

más extraordinario, rarísimamente se ve a nadie. Y generalmente son viejecitas

que riegan las flores, y hombres ancianos que bregan con alguna reparación,

pero jóvenes solo he visto, el año pasado en julio, a dos muchachas que en

el mirador junto a la Torre della Scimia, solían sentarse o tumbarse sobre un

pequeño muro y conversaban hasta el crepúsculo, y desde lejos apetecía pensar

que pudiesen ser hermosas. Por otra parte del Lungotevere, sobre el Ponte

Umberto, las oleadas de automóviles lanzadas a intervalos por el semáforo, y

aquí arriba, sobre esta gran extensión de tejados del color de las hojas muertas

y de los pétalos de rosa secos, una paz absoluta, una paz de pueblo, donde las

campanadas nocturnas poseen todavía un sentido: una mágica alfombra de paz,

sin un alma (¡alabado sea Dios!) sobre el infierno de las calles.

La casa de la vida [1960], traducción de Carmen Artal, De Bolsillo, Barcelona, 2004.

179PALAZZO PRIMOLI

UNA EXPLICACIÓN ARQUITECTÓNICA DE LA ESCRITURA. José Carlos Llop.

Una explicación arquitectónica de la escritura. Asocio su origen al nomadismo, a la pre-

sencia en mi vida de distintas casas —propias o familiares— que vi desaparecer durante

mi infancia. Pocos años después comencé a escribir. Desde entonces, mi interés por las

casas —y por el eco de esas otras casas perdidas que jamás podré volver a visitar—, está

emparentado con mi interés por los libros. Una casa para siempre, un título que hubiera

querido mío, pues así entiendo la literatura: una sucesión de espacios en los que deposi-

tar la grandeza y la miseria de la vida. Imagino, en medio de la niebla del olvido, salones,

gabinetes, fumadores y terrazas que dan a un jardín sobre el mar. Y esos objetos y pin-

turas que pueblan el álbum de la memoria familiar. Como el dolor y otros sentimientos

más felices. Pero también el miedo atrincherado entre los muros y el silencio de esa

misma casa: un silencio que indica que la vida es, además, una sucesión de vacíos que

jamás podremos llenar. No siquiera con la literatura. La casa della vita, de Mario Praz.

La estación inmóvil, Port-Royal, Granada, 1990.

Totes Haus UR, Gregor Schneider.