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BOLETÍN ARTÍSTICO LITERARIO Año 2, Nº 5, junio 2013 En esta edición damos cuenta de una visita a la casa del escritor Oswaldo Reynoso, quien nos entrega, en exclusiva, un fragmento de su nuevo libro donde recuerda a su desaparecido amigo: el poeta Manuel Morales. También, Jorge Luis Ortiz Delgado analiza la película La Désintégration, de Philippe Faucon, y encuentra vasos comunicantes entre esta historia y la violencia política en el Perú. Orlando Mazeyra Guillén ÍNDICE Sección A ENTREVISTA AL CREADOR OSWALDO REYNOSO El narrador arequipeño está a punto de terminar un nuevo libro. Sección MANUEL MORALES: EL POETA DEL TAMBOR Oswaldo Reynoso nos entrega un relato donde recuerda a su viejo amigo Manuel Morales. Sección C EL PREDICADOR Y LA MUERTE Un ensayo de Jorge Luis Ortiz Delgado a raíz del largometraje del creador francés Philippe Faucon: La Désintégration. Entrevista a Oswaldo Reynoso Por: Orlando Mazeyra Guillén p.02 El poeta del tambor Por: Oswaldo Reynoso p.06 El predicador y la muerte Por: Jorge Luis Ortiz Delgado p.07 Editor Orlando Mazeyra Guillén [email protected]

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BOLETÍN ARTÍSTICO LITERARIO Año 2, Nº 5, junio 2013

En esta edición damos cuenta de una visita a la casa del escritor Oswaldo Reynoso, quien nos entrega, en exclusiva, un fragmento de su nuevo libro donde recuerda a su desaparecido amigo: el poeta Manuel Morales. También, Jorge Luis Ortiz Delgado analiza la película La

Désintégration, de Philippe Faucon, y encuentra vasos comunicantes entre esta historia y la violencia política en el Perú.

Orlando Mazeyra Guillén

ÍNDICE Sección A ENTREVISTA AL CREADOR OSWALDO REYNOSO El narrador arequipeño está a punto de terminar un nuevo libro. Sección MANUEL MORALES: EL POETA DEL TAMBOR Oswaldo Reynoso nos entrega un relato donde recuerda a su viejo amigo Manuel Morales. Sección C EL PREDICADOR Y LA MUERTE Un ensayo de Jorge Luis Ortiz Delgado a raíz del largometraje del creador francés Philippe Faucon: La Désintégration.

Entrevista a Oswaldo Reynoso Por: Orlando Mazeyra Guillén p.02

El poeta del tambor Por: Oswaldo Reynoso p.06

El predicador y la muerte Por: Jorge Luis Ortiz Delgado p.07

Editor Orlando Mazeyra Guillén

[email protected]

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Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931) me recibe en su casa con unas deliciosas pastas preparadas por él mismo y luego de tratar bien al paladar —en medio de la animada conversación de sobremesa—, me entrega el manuscrito de su último libro (un intercambio epistolar imaginario entre un autor veterano y un impertinente aspirante a escritor que quiere conocer lo más íntimo de su vida: su educación sentimental, el germen de sus ficciones). Acá una entrevista con el autor de El goce de la piel.

«LA CREACIÓN NECESITA DE UNA MENTE LÚCIDA, ACTITUD Y

FUERZA»

Entrevista de Orlando Mazeyra

«Ya te he dicho que para mí el Perú es una herida», confiesa el narrador que, pacientemente, está buscando las palabras y la estructura que expresen con ética y belleza esta llaga, «en estético equilibrio entre la realidad real y la realidad ficcional». Recuerda a su admirado André Gide y los peligrosos espejismos de la

creación (es así como Reynoso escribe libros): «es posible que haga trampas, pues tengo la costumbre de corregir todo lo que escribo. En todo caso, el azar estará en los temas que escoja. Una mañana podré comenzar a crear un relato. Pero es posible que mis pulsaciones interiores me obliguen a redactar un diario, pero auténtico. Sin máscaras. No esos diarios que, por orden del autor, deben publicarse después de su muerte, para evitar en vida el rubor de su confesión sincera,

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como se dice cuando uno es inculpado de un delito. Si alguna vez publico un diario, el lector tendrá un libro sincero, inorgánico, anarquista».

El autor de Los Inocentes ha bajado mucho de peso y ya no se lo ve brindando en bares o cantinas:

—Si tomo un trago de licor se me enciende la cara y me empieza a doler la cabeza.

Viajero pertinaz, seguirá recorriendo el país cuando la salud mejore. Espera que eso ocurra pronto (en verdad, lo esperamos todos sus lectores). La última vez —me cuenta con esa inconfundible cadencia que tiene para narrar— para pasar el siempre incómodo control del aeropuerto internacional Jorge Chávez le quisieron hacer quitar el cinturón, pues la hebilla era de metal. ¡«¡No me lo pienso quitar! —le dijo a la señorita de la

policía—. De ninguna manera me lo quito».

—Si no se quita la correa entonces no podrá pasar el control y perderá su viaje —le advirtió, sin embargo la actitud de Reynoso nada tenía que ver con una terquedad gratuita o una neurosis repentina, pues ya había bajado mucho de peso: lucía algo depauperado.

—Bueno, pues —respondió con cara de pocos amigos—. Yo me quito la correa pero no me hago responsable de lo que suceda, que quede claro.

La mujer asintió y el autor de En octubre no hay milagros al desabrocharse el cinturón dejó caer su pantalón y se quedó en calzoncillos: la situación no fue embarazosa para él —que no cree en nadie— sino para todos los presentes: «me dejaron pasar con mi correa bien puesta», sonríe, irreverente.

Antes su vivienda lucía repleta de bebidas alcohólicas: pisco, cerveza, ron, vodka, etcétera. Hoy uno sólo encuentra agua de mesa y gaseosas.

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—Don Oswaldo, usted me dijo que ha dejado de beber…

—Por una promesa y también porque el alcohol me sube la presión de golpe y ya he tenido problemas de salud —afirma, y él es consciente de que muchos lo ven como referente no sólo por sus libros… también por su estilo de vida.

En realidad, el maestro, aparte de cuidar su salud, está ayudando a alguien —otro joven escritor— a salir del hoyo predicando con el ejemplo.

—Digamos también que su avanzada edad lo ha obligado a dejar la bebida…

—Sí.

—¿Qué les recomienda a los jóvenes escritores que tanto lo admiran y que creen que en las cantinas, en el exceso y en la noche van a encontrar historias que contar?

—El arte, cualquier arte para ser auténtico, requiere una dedicación completa y, sobre todo, para escribir se necesita que uno esté consciente para encontrar su subconsciente. Porque no hay que olvidar que la literatura es creación y la creación sale del subconsciente. Lo que no significa que uno debe tomar en exceso para llegar a la inconciencia; sino conscientemente, sin drogas ni licor, ver cómo aflora su subconsciente.

—Pero usted es un modelo, no puede negar eso.

«¡Nada! —replica haciendo un gesto de desaprobación con la mano— Los jóvenes, algunos ya no están tan jóvenes, saben perfectamente que yo siempre he tenido una disciplina de trabajo. Otros escritores sólo para de recreo, perdiendo el tiempo. Insisto en que el error de muchos escritores es que creen que ese recreo tiene que ser permanente, diario. Entonces yo me pregunto: ¿en qué momento leen?, ¿en qué momento trabajan?, ¿en qué momento ellos se dedican íntegramente a la creación? La creación necesita de una mente lúcida, actitud, fuerza».

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—¿Y cómo se siente ahora?

—Tranquilo. Además ahora tengo mayor tiempo para escribir. Por eso les recomiendo a los jóvenes que escriben que consideren que la creación literaria es el resultado de un trabajo persistente, coherente y, repito, consciente. Para eso no hay necesidad de alcoholizarse o drogarse.

Recuerda a Edgar Allan Poe, maestro de la narrativa sobre el terror, a quienes muchos ponen como ejemplo del escritor borracho capaz de escribir, en medio de la embriaguez absoluta, cuentos notables: «Él tenía, en primer lugar, una no resistencia al alcohol. Poe se intoxicaba con muy poco alcohol. Se creó la leyenda de que era un borracho, ¡alguien en plena borrachera no puede ser capaz de escribir tantos cuentos tan hermosos! Desgraciadamente hay jóvenes sin inspiración que creen que van a encontrar la inspiración en la bebida, pero sólo van a encontrar botellas vacías».

Edgar Allan Poe

—¿Qué opina de las instituciones que ayudan a los bebedores con terapias de grupo?

—Me parece que realizan una gran labor, aunque el problema es uno mismo. Cada quien debe tomar conciencia. Si tú mismo no te ayudas entonces no podrá ayudarte nadie.

¡Salud! Brindamos con gaseosa y la escena me resulta extraña, inédita, pues su vida y su obra están regadas de oro líquido con espuma. Reynoso, como todo escritor que admiro, nunca deja de sorprenderme y, de paso, enseñarme algo nuevo: siempre aprovecha los almuerzos en casa para leer, con suma fruición, sus textos inéditos. Esta vez recuerda a Manuel Morales, quien, hasta hace unos años, lo llamaba cada semana por teléfono desde el extranjero: «estoy solo, viejo y enfermo: ayúdame», le rogaba a través del aparato. No obstante, no le decía cómo debía ayudarlo. Por suerte, ahora él sí sabe cómo ayudar a uno de sus tantos epígonos que, día a día, desfilan por su casa. Quizá lo haga en memoria de su malogrado amigo: el poeta del tambor. ‡

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EL POETA DEL TAMBOR

Foto: Manuel Morales (1943-2007)

Por Oswaldo Reynoso *

Las crisis que tuve al dejar la adolescencia fueron tan graves e intensas que, al borde del suicidio, tuvieron que internarme en una clínica donde me aplicaron cuatro electroshock. Como tenía miedo de volver a una clínica, decidí viajar a Santiago de Chile por tierra. Pedí licencia y un préstamo de La Cantuta. Manuel Morales me dijo: yo te acompaño. Yo permanecía de lunes a viernes en La Cantuta. Vivía en la casa que me habían asignado en el campus universitario. Sábado y domingo los pasaba en Lima en compañía de mi mamá, mi hermana Marita y mi cuñado Arturo en nuestra casa ubicada en Toribio Pacheco, en Santa Cruz de Miraflores. A mi madre la habían operado a raíz de un infarto. Un sábado, al llegar a casa, mi hermana me informó que un grupo de palomillas había tomado por asalto la calle para jugar al fútbol y el alboroto que armaban agredía el reposo que mi madre necesitaba para su total

recuperación. A media tarde, cuando llegaron, salí furioso y los enfrenté. Eran como diez jóvenes del barrio. Algunos sólo llevaban pantalón de baño. No pude contener mi cólera y creo que empleé palabras muy duras y hasta groserías de alto voltaje hiriente para increparles su conducta. Detuvieron el juego y avanzaron desafiantes. Me rodearon y pensé que me iban a maltratar. De pronto, un joven, sin zapatos, con un polo sudado, despeinado y en tono atrevido me dijo casi en mi cara: Oswaldo, tú no tienes derecho para hablarnos de esa manera. ¿Por qué?, le pregunté en el colmo de mi indignación. Mirándome directo a los ojos, me contestó: Porque tú has escrito Los Inocentes. Pues bien, no supe qué contestarle a ese joven. Tu libro es de puta madre, me dijo. Entonces le informé sobre el motivo de mi actitud. Oswaldo, por ahí has debido comenzar. Dirigiéndose a su collera, con tono de mando, ordenó: vamos a joder a otra parte. Hay que cuidar a la mamá de Oswaldo. Con la pelota en sus manos, me dijo: yo también soy poeta de la calle y de los huariques como tú.‡

* Fragmento editado del nuevo libro de Oswaldo

Reynoso (todavía inédito).

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EL PREDICADOR Y LA MUERTE

Por Jorge Luis Ortiz Delgado

Gonzalo Portocarrero en su

revelador libro Profetas del Odio

(PUCP, 2012), cuando examina la

efectividad del mensaje que los

líderes de Sendero Luminoso y,

especialmente, la enunciación que

Abimael Guzmán Reynoso tuvo

sobre la población rural y un

sector de la sociedad, visto a sí

mismo, marginado por el Estado,

señala que el discurso que

buscaba soliviantar sus ánimos

hacia la insurrección armada era

uno que implicaba una

complicidad entre quien lo vertía

y sus oyentes, alimentando la idea

de salvación a través de la

revolución, para implantar un

nuevo orden con la violencia

propia de una justicia tanto

tiempo negada a los desposeídos y

por la que los opresores de un

sistema usurpador pagarían muy

caramente.

Esta es, sustancialmente, la

trama que desarrolla La

Désintégration, de Philippe

Faucon, y exhibida en el reciente

Festival de Cine Francés, en su

tercera edición, aunque los

protagonistas y el ambiente de

esta historia se ubiquen a miles de

kilómetros de distancia de la

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realidad que desintegró a la

sociedad peruana hace más de una

década y cuya crueldad costó

miles de vidas producidas por el

fanatismo y su brutal represión.

Los predicadores de

verdades superiores al

entendimiento o a la razón

humana aprovechan el espacio

que les ofrece la desprotección

política del Estado y el prejuicio

enraizado en la gente que, como

mecanismo de defensa ante lo

foráneo, reduce a una suerte de

espectro la presencia del otro para

inocular el odio, el racismo y el

deseo de venganza. Así

encontramos en el filme de

Faucon, la radiografía de una

sociedad como la francesa en la

que sus cualidades democráticas

mostradas a lo largo del tiempo

por las conquistas alcanzadas en

la soberanía del individuo y por la

defensa de sus derechos no son

suficientes para exponerse ante el

mundo como un país integrado,

con una noción de ciudadanía

expandida en todos sus estratos

sociales y con una mirada atenta a

la inserción pública de las

minorías.

Las imágenes cotidianas que

muestran las penurias por las que

un joven árabe musulmán debe

padecer para incorporarse a la

vida laboral del país que lo acoge y

que, a pesar de sus esfuerzos

(como el hablar su idioma), se

siente ajeno a él, son las que

sustentan el desasosiego que

millones de personas desplazadas

por la guerra en sus regiones o

empujadas a buscar mejores

alternativas de progreso en otras

tierras alberga, acumulando

resentimientos ante la mirada

hostil de sus nuevos vecinos.

Precisamente, esta especie de

arrinconamiento social al que es

sometido un importante

porcentaje de musulmanes en

Francia es el centro de lo que se

cuenta en el filme. Cuando en la

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pantalla observamos los distintos

dramas que resisten, sin éxito, tres

jóvenes que, reunidos bajo la

desdicha de la marginación,

coinciden en la búsqueda de algún

placebo que los redima de sus

infortunios. Ante situaciones

desesperadas, las medidas, como

es obvio, se tornan desesperadas

también; y en cada uno de ellos el

convencimiento de que no hay

nada más que hacer frente al

agravio constante de los demás y a

la incomprensión occidental de

sus raíces, se refuerza la

necesidad de destruir al que

ofende con su cultura y su gesto

de desprecio.

Aquí es donde cobra un

papel relevante el predicador,

aquel que con su palabra

iluminada y su impoluta

superioridad revela a las víctimas

de la segregación la tarea para la

que están destinados: el sacrificio,

la inmolación para alcanzar el

reino de la justicia negado aquí en

la Tierra. El castigo que la

humanidad pagana, esa que se

dice aliada del progreso y la

modernidad, deberá soportar bajo

la espada de los que sí conocen e

interiorizan la voluntad divina, de

los que interpretan el Islam como

puntal de supremacía religiosa, en

franca disputa con los principios

de la República, es inminente.

Estos jóvenes, sin oportunidades

de integrarse a la sociedad,

encuentran en el carisma de otro

mayor y diestro en el oficio de la

manipulación el camino para

encauzar su rabia y frustración. Y

como no existe en el imaginario

religioso una manera de sostener

un proyecto de destrucción

institucional o cultural para la

creación de un nuevo orden sin

conductas entrenadas en el

sometimiento, la situación se

presta idónea para colonizar las

mentes de quienes se sienten

desplazados por la incontenible

secularización de las sociedades,

su galopante espíritu consumista,

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y las desabridas huellas que deja

ese demonio llamado mercado. La

Désintégration nos muestra, con

acertados «argumentos» por parte

del predicador, ese proceso de

intimidación de la razón por el

que atraviesan los potenciales

terroristas suicidas, por el que se

imponen los fundamentalismos y

se elimina de la conciencia del ser

todo rastro de cuestionamiento,

anulando la capacidad para el

diálogo y dejando el terreno fértil

para el servilismo.

Philippe Faucon ha

comentado que el filme ha

pretendido exponer esa identidad

quebrada en el individuo

«diferente» que delinea esa

fractura mayor —la social—,

dificultando todo intento de

integración: lo francés contra lo

musulmán, lo occidental contra el

Islam, lo secular contra la

religiosidad. Mientras

acompañamos a uno de estos

jóvenes, cansado de buscarse un

mejor destino laboral y cuya seña

árabe, en medio de un país de

valores primigenios distintos a los

suyos, lo mantendrá alejado de tal

objetivo, no podemos

desentendernos del recorrido

personal que éste sigue desde el

desánimo hacia la irreflexión,

hasta llegar al fanatismo. No hay

forma de no comprender las

consecuencias de la

discriminación racial o de fe.

«La integración significa una

confluencia de aportaciones y no

la amputación de elementos que

conforman el carácter definitorio

de la identidad fundamental de

Francia», ha escrito el periodista

francés y ex responsable del

mundo arabo-musulmán en el

servicio diplomático de la AFP,

Rene Naba. Y no solamente se

enriquece una sociedad con su

amplia gama de visiones frente al

debate permanente de lo que

envuelve el desarrollo, sino que se

permite tender puentes de diálogo

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intercultural y ejercer influencia

en la percepción de la comunidad

internacional sobre los retos y

beneficios de la convivencia

pluriétnica, pero acelerando

procesos de movilización social.

Los diálogos del

largometraje no ostentan excesivo

misticismo. Los propósitos de la

Yihad se exponen dentro de una

irracionalidad que aparta la

compasión por los demás. La

duda, rodeada de tanta certeza

monstruosa, aparece también,

porque ni el más fiero corazón

puede sucumbir al destello

omnipresente del temor cuando se

llama a la muerte. Por eso, la

pureza de la que se recubre la

misión que deben cumplir estos

muchachos no tiene el mismo

efecto en cada uno de ellos. Como

así, igualmente, el grado de

asimilación en unos y otros dentro

de un país propio y ajeno a la vez,

depende del temple para resistir

el obstáculo o de la turbación para

rendirse ante la indolencia, esto lo

vemos retratado en la familia de

uno de ellos, asimilados pero

identificados con su origen,

simultáneamente.

La descripción que hace

Portocarrero de la psicología de

Abimael Guzmán, un engatusador

sangriento, desde su postura de

adalid intocable de una política y

pensamiento totalitarios es la

misma que descubrimos en la

figura del hombre que explota la

ira de los jóvenes en La

Désintégration. La vida que se

pone en juego es la de los

enrolados, nunca la del reclutador.

Su lugar en la misión está por

encima de su consecución,

permanece en un lugar ulterior a

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la tarea, sin él, sin su existencia

prolongada el futuro de la lucha,

de la guerra santa, corre grave

riesgo de perderse. Esa suerte de

guía o maestro que se confiere el

predicador le otorga ciertas

prerrogativas sobre la vida de los

demás. Él determina los blancos,

señala el día del atentado y

designa a los «mártires» de la

causa.

Sin embargo, como bien

sugiere el sociólogo al referirse a

la naturaleza ambigua del líder

senderista, quizá sea más

apropiado, igual en este caso,

hablar de extrema falta de

coherencia que de fanatismo, un

defecto poco divino, porque lo que

ese ser, elegido por voz celestial

para cumplir con sus «acciones de

martirio», exige de sus seguidores

no lo cumple consigo mismo; esa

entrega total está reservada sólo

para los que tienen el privilegio de

ser llamados por el movimiento

purificador de aquellas almas que

se encuentran en flagrante ofensa

al islamismo. El que predica,

vestido de terno y cómodo desde

su cobijo, no está dispuesto a

manchar su investidura ni

denigrar, con la sangre de sus

víctimas, su aura de redentor.

Cineasta francés Philippe Faucon (1958)

Escalofriante arrogancia

exhibida en cualquier punto del

mundo en donde la utopía

constreñida a la realidad convierte

en carne de cañón al más

vulnerable y, por cierto, temerario

de los seres: el hombre

discriminado. ‡

* Profesor, periodista y escritor.