O.C.N.I.: OBJETOS COMESTIBLES NO IDENTIFICADOS€¦ · naire Yvonne Verdier sostiene que la bruja...

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,1 ) ·. , -----------------LaErad eloF0----------------- O.C.N.I.: OBJETOS COMESTIBLES NO IDENTIFICADOS Claude Fischler U no de los principales personajes de la gran película de Stanley Kubrick 2001, una odisea del espacio es un oeto, el monolito negro y liso, de misteriosos destellos y del que verdaderamente no sabemos si se trata de un artecto abandonado por una civilización olvidada o de una creación de natu- raleza divina. No sólo su rma geométrica (un escueto paralelepípedo) lo aleja de la naturaleza: la lisa percción de su «materialidad», su insis- tente resplandor, lo acercan a lo sobrenatural. EL ALIMENTO INCONSUTIL El objeto alimenticio «moderno» se parece a este monolito. Procede de otro mundo, no sabe- mos de dónde. Su producción, elaboración y precocinado ha tenido lugar era de nuestra vista, en ctorías desconocidas, según técnicas que escapan a nuestra imaginación. Su rma, textura y apariencia lo alejan definitivamente de la naturaleza. Se nos presenta bo una piel de plástico, una membrana que lo protege del tiem- po, del aire y del propio consumidor. Y sin olor. Lo único que desprende es sentido. El primero en apreciar el carácter sobrenatu- ral del objeto, en particular del objeto liso, e Roland Barthes. En 1977, en Mitologías, escribe a propósito del Citroen DS 19: «El nuevo Ci- troen cae manifiestamente del cielo desde el momento en que se nos presenta como un obje- to superlativo. No hay que olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural; en él coinciden sin problemas una percción y una ausencia de origen, una clausura y un esplendor, una transrmación de la vida en materia (la ma- teria es mucho más mágica que la vida) y final- mente un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso (...). «Sabemos que lo liso es siempre atributo de la percción porque lo contrario delata una ope- ración técnica, muy humana, de ensamble: la túnica de Cristo era inconsútil, lo mismo que las naves espaciales de la ciencia ficción utilizan metales sin soldaduras.» Los alimentos «modernos», como el monolito de Kubrick, el DS 19 y la túnica sagrada, tampo- co tienen costuras. Algo los liga en potencia a lo divino. Aunque en nuestras cabezas lo cierto es que esta divinidad virtual suele volverse contra ellos, por dos razones. La primera, que el ali- mento no es un objeto cualquiera, de hecho no 94 acaba de ser del todo un objeto y además los atributos divinos no le sientan bien. La segunda se deriva de la primera: si de ninguna manera puede ser un objeto, antes incluso de acceder a lo divino, termina cayendo en un no man 's land entre humano y divino, entre naturaleza y cultu- ra, entre trivial y mítico: el espacio de los Obje- tos Comestibles No Identificados. La tecnología contemporánea tiende a desem- barazar a los alimentos de las contingencias ideológicas, de las debilidades de la materia or- gánica, del desorden de lo vivo. Según la lógica industrial, la materia viva presenta aspectos po- co racionales, por no decir antieconómicos. Plantea el eterno problema de la conservación, se degrada, lo que constituye su debilidad esen- cial. Resulta además dicil de almacenar debido a sus rmas habitualmente irregulares, de ahí la ilusión de los huevos cúbicos y apilables... Algo, en fin, imprevisible y variable, que implica una incertidumbre dicil de soportar, en este efi- ciente siglo, por el productor y el consumidor. Se trata pues de librarlo de todas estas incomo- didades por cualquier medio y, sobre todo, del arcaico inconveniente contra el que nuestra mo- dernidad ya no sabe qué hacer: la corrupción y la muerte. Así es como el alimento ha llegado a «desmaterializarse» en su empeño por acceder a la inmortalidad (lütro inmaterial, entonces?). EL ALIMENTO MOMIFICADO Las tradicionales técnicas de conservación protegen a los alimentos de la corrupción bioló- gica por medio de otro proceso biológico, la r- mentación por ejemplo. Las erzas de la mate- ria viva (o sea de la muerte) luchan entre sí has- ta que la putrección definitiva resulta de mo- mento vencida por otra rma de podredumbre. O bien se hace intervenir un elemento (sal, e- go, humo) que interrumpe o retrasa el proceso de corrupción, con el consiguiente ecto secun- dario de una transrmación radical de la mate- ria prima alimentaria, sobre todo en lo rerente al gusto. En ambos casos, ahumado o rmentación, no se trata a fin de cuentas de otra cosa que de coci- na, de un arreglo de la materia prima, un proce- so que la domestica y civiliza, transrmándola de naturaleza en cultura. En cambio las técnicas modernas no persi- guen utilizar o canalizar lo biológico, sino domi- narlo y hasta liquidarlo. Unicamente la congela- ción y la ultracongelación ocupan hoy un espa- cio imaginario dirente. Encuestas recientes si- túan al ío en una parcela muy particular del gusto del consumidor. Antaño signo emblemáti- co de la modernidad, los productos ultraconge- lados son cada día mejor aceptados por una par- te al menos de los consumidores. Ectivamente el ío, en lugar de suprimir la vida la difiere o prolonga, la mantiene en hibernación. El ali- mento ultracongelado conserva su primordial

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    O.C.N.I.: OBJETOS

    COMESTIBLES NO

    IDENTIFICADOS

    Claude Fischler

    Uno de los principales personajes de la gran película de Stanley Kubrick 2001, una odisea del espacio es un objeto, el monolito negro y liso, de misteriosos

    destellos y del que verdaderamente no sabemos si se trata de un artefacto abandonado por una civilización olvidada o de una creación de naturaleza divina. No sólo su forma geométrica (un escueto paralelepípedo) lo aleja de la naturaleza: la lisa perfección de su «materialidad», su insistente resplandor, lo acercan a lo sobrenatural.

    EL ALIMENTO INCONSUTIL

    El objeto alimenticio «moderno» se parece a este monolito. Procede de otro mundo, no sabemos de dónde. Su producción, elaboración y precocinado ha tenido lugar fuera de nuestra vista, en factorías desconocidas, según técnicas que escapan a nuestra imaginación. Su forma, textura y apariencia lo alejan definitivamente de la naturaleza. Se nos presenta bajo una piel de plástico, una membrana que lo protege del tiempo, del aire y del propio consumidor. Y sin olor. Lo único que desprende es sentido.

    El primero en apreciar el carácter sobrenatural del objeto, en particular del objeto liso, fue Roland Barthes. En 1977, en Mitologías, escribe a propósito del Citroen DS 19: «El nuevo Citroen cae manifiestamente del cielo desde el momento en que se nos presenta como un objeto superlativo. No hay que olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural; en él coinciden sin problemas una perfección y una ausencia de origen, una clausura y un esplendor, una transformación de la vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida) y finalmente un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso ( ... ).

    «Sabemos que lo liso es siempre atributo de la perfección porque lo contrario delata una operación técnica, muy humana, de ensamblaje: la túnica de Cristo era inconsútil, lo mismo que las naves espaciales de la ciencia ficción utilizan metales sin soldaduras.»

    Los alimentos «modernos», como el monolito de Kubrick, el DS 19 y la túnica sagrada, tampoco tienen costuras. Algo los liga en potencia a lo divino. Aunque en nuestras cabezas lo cierto es que esta divinidad virtual suele volverse contra ellos, por dos razones. La primera, que el alimento no es un objeto cualquiera, de hecho no

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    acaba de ser del todo un objeto y además los atributos divinos no le sientan bien. La segunda se deriva de la primera: si de ninguna manera puede ser un objeto, antes incluso de acceder a lo divino, termina cayendo en un no man 's land entre humano y divino, entre naturaleza y cultura, entre trivial y mítico: el espacio de los Objetos Comestibles No Identificados.

    La tecnología contemporánea tiende a desembarazar a los alimentos de las contingencias ideológicas, de las debilidades de la materia orgánica, del desorden de lo vivo. Según la lógica industrial, la materia viva presenta aspectos poco racionales, por no decir antieconómicos. Plantea el eterno problema de la conservación, se degrada, lo que constituye su debilidad esencial. Resulta además difícil de almacenar debido a sus formas habitualmente irregulares, de ahí la ilusión de los huevos cúbicos y apilables ... Algo, en fin, imprevisible y variable, que implica una incertidumbre difícil de soportar, en este eficiente siglo, por el productor y el consumidor. Se trata pues de librarlo de todas estas incomodidades por cualquier medio y, sobre todo, del arcaico inconveniente contra el que nuestra modernidad ya no sabe qué hacer: la corrupción y la muerte. Así es como el alimento ha llegado a «desmaterializarse» en su empeño por acceder a la inmortalidad (lütro inmaterial, entonces?).

    EL ALIMENTO MOMIFICADO

    Las tradicionales técnicas de conservación protegen a los alimentos de la corrupción biológica por medio de otro proceso biológico, la fermentación por ejemplo. Las fuerzas de la materia viva (o sea de la muerte) luchan entre sí hasta que la putrefacción definitiva resulta de momento vencida por otra forma de podredumbre. O bien se hace intervenir un elemento (sal, fuego, humo) que interrumpe o retrasa el proceso de corrupción, con el consiguiente efecto secundario de una transformación radical de la materia prima alimentaria, sobre todo en lo referente al gusto.

    En ambos casos, ahumado o fermentación, no se trata a fin de cuentas de otra cosa que de cocina, de un arreglo de la materia prima, un proceso que la domestica y civiliza, transformándola de naturaleza en cultura.

    En cambio las técnicas modernas no persiguen utilizar o canalizar lo biológico, sino dominarlo y hasta liquidarlo. Unicamente la congelación y la ultracongelación ocupan hoy un espacio imaginario diferente. Encuestas recientes sitúan al frío en una parcela muy particular del gusto del consumidor. Antaño signo emblemático de la modernidad, los productos ultracongelados son cada día mejor aceptados por una parte al menos de los consumidores. Efectivamente el frío, en lugar de suprimir la vida la difiere o prolonga, la mantiene en hibernación. El alimento ultracongelado conserva su primordial

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    lozanía como la bella durmiente y se despierta intacto, al beso del cocinero.

    Pero el frío es una excepción. La pasteurización y esterilización, formas primitivas de la conservación moderna, ya consisten en seleccionar una parte de la materia viviente, en separar en suma el buen grano comestible de la cizaña bacteriológica. Esta idea de la pasteurización se diría que culmina en los años sesenta con la apa-

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    rición de los hipermercados y el triunfo de las cocinas laboratorio. La formica, la iluminación fluorescente, las blusas blancas, el ronroneo de la refrigeración, convierten de repente en higiénico el mundo de los alimentos, aproximándolo al de los hospitales.

    Otras técnicas recientes (liofilización, irradiación, utilización del vacío) llevan esta lógica más lejos, hasta el punto de que, como sucede en la

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    liofilización, el momificado alimento se libra de las prosaicas obligaciones del ser vivo y aun del tiempo. lAlcanza por tanto la inmortalidad? No exactamente: si ya no corre peligro de muerte es que ha dejado de pertenecer al ámbito de lo vivo. No es que esté muerto, está más que muerto, vaciado de su sustancia nutritiva y vital. Se ha vuelto cosa. Paga la inmortalidad con su vida como Fausto la juventud con su alma.

    ENVASE DE SIGNOS

    Se dispone de una segunda arma en esta lucha por transformar los alimentos en objetos y en signos: su embalaje.

    El envasado -se le llama también «acondicionamiento»- proporciona al alimento a la vez estuche y protección, espectáculo y preservación. Lo pone en escena al mismo tiempo que lo aleja de la realidad: como el secado, el frío, el vacío o la esterilización, lo protege, al menos simbólicamente, de los estragos del tiempo y del aire, de cualquier contacto intempestivo. Lo recubre de intemporalidad, sueña con anclarlo en la eternidad. Lo instala en un espacio fuera del espacio, en un tiempo sin tiempo. Y además habla: el envoltorio está repleto de signos, su puesta en escena consiste en reducirlo a su apariencia, en despojarlo de todo cuanto nos servía para conocerlo y reconocerlo. Imposible ya de identificar, el alimento se esconde entre signos, se hace signo: etiquetas informativas, marcas, precintos, descripciones, logotipos, formas y colores, tópicos hipersignificantes (iEsos manteles a cuadros neorústicos!), etc. En lo sucesivo los alimentos se identificarán por estos signos, no por su olor, textura o consistencia. Desencarnado, el alimento-signo no nos dará más que promesas que roer.

    El estadio supremo del acondicionamiento es la ausencia de envoltorio. El ejemplo perfecto es la manzana Golden: el alimento se reduce a sus signos. Mediante una intervención en el corazón mismo de la vida, o sea en el mensaje genético, por cruzamiento e hibridación y enseguida por manipulación del ADN, se consigue crear una fruta o un alimento que se significa hiperbólicamente a sí mismo. La «falsedad» de la Golden consiste en ser más manzana que la manzana: su casi eterna duración, su piel en tonos suaves, sus formas rotundas y perfectas son los signos que ocultan su ausencia de sabor y su textura fariñosa. Pero eso no importa: la Golden significa manzana. lQué más da que no lo sea?

    Quedan por ajustar algunos detalles ( el gusto, el olor, la textura) que la moderna tecnología probablemente no tardará en solucionar. Ya conoce el modo de engañar nuestros sentidos; los aromas sintéticos y las texturas artificiales son capaces de burlar los paladares más afilados. El fiambre contiene azúcar, el bistec proteínas de soja, sin que en muchos casos seamos capaces de detectarlo. A decir verdad, ya no sabemos lo que comemos y sabemos que no lo sabemos. Ese es el problema. Al no

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    saber qué introducimos constantemente en nuestro cuerpo, lno acabaremos por preguntarnos quiénes somos?

    EL CALDERO DE LA BRUJA

    Aún queda la cuestión de por qué los hay reticentes a consumir alimentos-objeto, lo que sin duda se explica por la función misma de la cocina, la que atañe a la relación del hombre con sus alimentos.

    La cocina es un acto mágico por medio del cual domesticamos los peligros naturales y sobrenaturales del alimento virgen. Contamos con su ayuda para domar las fuerzas amenazantes que existen sin control en la naturaleza y el universo. La cocina y la brujería están curiosamente relacionadas. En su libro Pour une ethologie culinaire Yvonne Verdier sostiene que la bruja es una cocinera: mejor una anticocinera, el negativo fotográfico de una cocinera. Los utensilios son los mismos ( el fuego, el largo cucharón) y los ingredientes también, aunque alterados por el proceso que Michel Tournier, en El rey de los alisos, denomina «inversión maligna» (alimento/veneno, apetitoso/repugnante, etc.).

    Al desplazar progresivamente la preparación de los alimentos de la cocina a la fábrica, la industria, incapaz de desempeñar la tranquilizadora función de la buena madre cocinera, terminará convirtiéndose en la madrastra mala cuyas siniestras ollas hervirán en secretos laboratorios. En estas anticocinas guisará platos inmundos, monstruosidades químicas, a no ser que se proponga garantizar a los alimentos, a fuerza de vaciarlos de su sustancia vital, una pureza mortal. La industria todavía no ha dicho su última palabra. Y de todas formas, las últimas generaciones, para quienes el alimento es- ya un objeto como otro cualquiera, no se sentirán seguramente afectadas. Sus alimentos, su ropa, sus complementos, probablemente tendrán el mismo color, eléctrico y sintético. Unos niños de una guardería de París, a los que se les pidió que dibujasen un pez, trazaron un rectángulo, el de las porciones ultracongeladas. Para los críos educados en la hamburguesa, los batidos rosa eléctrico y la pureza en copos, ya no tendrá ningún sentido el viejo encanto de lo grumoso e irregular, de la leche, la harina y el pan enteros. Así será en vista de que lo que la estrategia industrial vigente persigue es el mínimo común divisor de un gusto que sólo aprecie lo blando y alisado, lo regular y homogéneo, lo dulce y lo soso. Eso sí, entre montañas de sabores etiquetados, quesos aromáticos y cervezas amargas. Del alimento sin costuras hemos llegado al alimento sin cualidades. Como no hay modernidad que dure eternamente, quedamos a la espera de la contracorriente. Y en la infancia, que las cosas edel comer no requieren más aprendi-zaje.