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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 283-301 NOTAS Y COMENTARIOS El amor y la cruz del sacerdote «Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote» En el 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney José María Avendaño Perea Vicario General de Getafe «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1,6). Doy gracias al Señor por el ministerio que nos ha encomen- dado. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Él, y nos ha llamado. Un día Él salió a nuestro encuentro (cada cual sabemos cómo fue ese encuentro). Le dijimos que sí, y desde aquel día se encendió en nosotros una llama de amor viva que nos hace arder por Él y por llevar su Buena Noticia a nuestros hermanos. Queremos vivir injertados en la intimidad de la Trinidad Santa y en fidelidad a Jesucristo y su Evangelio, siendo sus testigos, valientes y creíbles, en la Iglesia y en el mundo, sin tristeza. 1. Vivimos contemplando el Rostro de Cristo Santiago, cada mañana, muy temprano, contempla el icono de «El Salvador», se deja mirar por Él, iluminado por una pequeña vela y así dispone toda su persona para orar y rezar Laudes. Le pide luz y fuerza para ser testigo de su Amor y cargar con la cruz cada día. Quiere a su comunidad parroquial. Se alegra diciendo: «¡Qué honor pensar que mis parroquianos son de Cristo!». Es humilde. Aunque no está exento de equivocaciones; pero soy testigo de que sabe pedir perdón.

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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 283-301

NoTAS Y CoMENTARIoS

El amor y la cruz del sacerdote

«Fidelidad de cristo, fidelidad del sacerdote»en el 150 aniversario de la muerte

de san Juan María Vianney

José María Avendaño PereaVicario General de Getafe

«Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1,6). Doy gracias al Señor por el ministerio que nos ha encomen-dado. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Él, y nos ha llamado. un día Él salió a nuestro encuentro (cada cual sabemos cómo fue ese encuentro). Le dijimos que sí, y desde aquel día se encendió en nosotros una llama de amor viva que nos hace arder por Él y por llevar su Buena Noticia a nuestros hermanos. Queremos vivir injertados en la intimidad de la Trinidad Santa y en fidelidad a Jesucristo y su Evangelio, siendo sus testigos, valientes y creíbles, en la Iglesia y en el mundo, sin tristeza.

1. Vivimos contemplando el Rostro de Cristo

Santiago, cada mañana, muy temprano, contempla el icono de «El Salvador», se deja mirar por Él, iluminado por una pequeña vela y así dispone toda su persona para orar y rezar Laudes. Le pide luz y fuerza para ser testigo de su Amor y cargar con la cruz cada día. Quiere a su comunidad parroquial. Se alegra diciendo: «¡Qué honor pensar que mis parroquianos son de Cristo!». Es humilde. Aunque no está exento de equivocaciones; pero soy testigo de que sabe pedir perdón.

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Conoce, se preocupa y quiere a las personas de su pueblo, donde está su parroquia, «la fuente de la aldea», en palabras del beato Juan XXIII.

Es la Encarnación la que nos descubre todo el significado de la vida de Jesús: «El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdadera-mente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (GS 22).

La vida de Jesús fue donación, como la del «Buen Pastor» que «da la vida» (Jn 10, 11) y la del Amigo verdadero que nos ama con el mismo amor que existe entre el Padre y Él (cf Jn 15, 14-15). Es el Redentor que «da la vida en rescate por todos» (Mc 10, 45). «Como el Padre me ha enviado así os envío yo» (Jn 20,21) «Al desembarcar, vio una gran multitud y sintió lástima, porque eran como ovejas sin pastor. y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6, 36).

A San Juan María Vianney, cuando llegó a Ars le encomendaron: «No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; vos procuraréis introdu-cirlo». A nosotros, en estos tiempos, se nos envía con la misma misión. El ministerio nos santifica si lo oramos. El desencanto brota cuando no hay vida interior. La oración, en serio, nos hace estar entusiasmados.

«“En la ciudad en que entréis, curad a los enfermos y decidles: el Reino de Dios está cerca de Vosotros.” Lc 10,9… El Reino de Dios es Dios mismo, presente en medio de nosotros por medio de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre que permanece entre nosotros en su Iglesia Santa. El Reino de Dios no es una utopía lejana, un mundo idílico que no sabemos si llegará algún día. El Reino de Dios es algo muy real. Dios se ha manifestado en la historia y se ha hecho infinitamente próximo en su Hijo, Jesucristo», expresa Monseñor Joaquín María López de Andujar en su carta Pastoral a los sacerdotes.

2. En la situación actual

A todos, laicos, consagrados y sacerdotes, nos inquieta y afecta a nuestra espiritualidad la actual crisis económica, moral y espiritual y

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su incertidumbre. Son muchas las familias en paro. Son muchos los jóvenes sin trabajo. Muchos los inmigrantes con miedo. La pobreza en el mundo… Abunda no tener en cuenta a Dios y como consecuencia al prójimo. Pablo VI nos enseñó: «Llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar la misma humanidad» (EN 18).

Se necesita una mirada atenta a la sociedad a la que hemos sido enviados, por ella ha muerto el Hijo de Dios, y es en ella donde continúa su presencia. Sin lloros que añoran el pasado ni juicios que envenenan el presente. Hay que pasar de la lógica del «no hay nada que hacer», a la creatividad de quien siente el espíritu de Dios revo-lotear sobre el mundo.

En la Europa actual nos encontramos, junto a todos los signos cotidianos que alumbran la fe, la esperanza y la caridad, como la actividad pastoral de la Iglesia, la primacía de la evangelización, la toma de conciencia de la misión propia de los bautizados, la variedad y complementariedad de los carismas, también un oscurecimiento de la esperanza; miedo a afrontar el futuro; fragmentación de la existencia; construcción de una antropología sin Dios y sin Cristo.

Ante este «espesor de la realidad» los sacerdotes tenemos una mi-sión: «El fin que persiguen los presbíteros con su ministerio y con su vida no es otro que procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. y esta gloria consiste en que los hombres acepten, consciente y libremente agradecidos, la obra de Dios realizada en Cristo y la manifiesten en toda su vida. De este modo, ya se entreguen a la oración y adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico y administren los otros sacramentos, ya se dediquen a los demás ministerios para el servicio de los hombres, los presbíteros contribuyen a un tiempo, al aumento de la gloria de Dios y a que progresen los hombres en la vida divina» (PO n 2).

3. Conscientes de que: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5)

Javier vive con humildad la alegría de su sacerdocio como vica-rio parroquial. Su gozo es servir. Ante cualquier atisbo de tentación

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egoísta, él nos responde: «somos servidores del Señor». Es buen amigo y compañero. No le gusta hacer juicios de los demás. Dice que las cosas hay que comunicarlas mirando a los ojos y sin herir; siempre desde el amor. Ejercita la autocrítica. Permanece en actitud de sincera conversión. Pedro últimamente está raro, esquiva la presencia de otros sacerdotes. Pensamos que está pasando por una crisis.

Cristo establece una relación profunda con sus sacerdotes: «Vo-sotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. ya no os llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo os llamo amigos, porque os he revelado todo lo que aprendí de mi Padre» (Jn. 15,15).

El sacerdote se convierte así en «amigo de Dios para los hombres». No un amigo cualquiera. Si un amigo es el que sabe escuchar con inte-rés; el que sabe hablar con oportunidad; el que va haciendo el camino con el amigo; nuestro trabajo será: hacer nuestros los problemas de los otros, asumir sus angustias, aliviar la cruz de los hermanos. El sacerdote lo recibe todo en silencio, lo guarda, lo transforma en oración. No es fácil hacerlo cotidianamente y con todos.

En esta misión es imprescindible la unidad de vida que: «No puede conseguirse meramente ni por la organización de la actividad minis-terial, ni por la sola práctica de los ejercicios de piedad, aunque a ello contribuyan notablemente. La pueden construir… siguiendo en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a acabar su obra» (PO 14).

Hemos consagrado todo nuestro amor sólo a Cristo, dedicándo-nos al servicio de la Iglesia y de nuestros hermanos (cf PO 16), con un corazón indiviso, «Integración positiva de amor indiviso virginal» (Pablo VI 1967, en relación al celibato). uno de los aspectos que marcan más claramente la espiritualidad del sacerdote es su condición de «servidor». De aquí derivan muchas exigencias frente a Cristo, a los hombres y a la comunidad. Es constituido «próvido colaborador del orden episcopal, ayuda e instrumento suyo, para servir al pueblo de Dios» (LG 28).

El sacerdote es «servidor de Jesucristo, elegido para anunciar el Evan-gelio de Dios» (Rom 1,1). «Los hombres deben considerarnos servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1). «No

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nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y noso-tros no somos más que servidores vuestros por amor de Jesús» (2Cor 4,5).

No hay más que un modo de servir plenamente a los hombres: servir a Jesucristo. Como no hay más que un modo de servir auténtica-mente a Jesucristo: servir a los hombres. «Os he dado el ejemplo para que hagáis lo mismo que yo hice con vosotros» (Jn 13,15). Así, pase lo que pase en nuestra vida, si confiamos incondicionalmente en Dios, aunque nos cansemos, no desesperaremos, porque el bien se impondrá sobre todos los males, y el amor de Dios, que en la Resurrección de Jesucristo triunfó sobre la muerte, alienta la esperanza cada mañana.

4. En fidelidad a Jesucristo y a su Evangelio

Pedro, Jorge, Manuel… viven su ministerio sacerdotal entregados en «cuerpo y alma» en sus parroquias anunciando el Evangelio: cele-bración de la Eucaristía, de la Reconciliación y los demás sacramen-tos; catequesis de iniciación cristiana; visita a los enfermos; grupo de liturgia; formación de los catequistas y otros grupos; catecumenado de adultos; acogida y ayuda en Cáritas; consejo pastoral, grupo de limpie-za, consejo económico, reuniones arciprestales; participación ciudadana en la Junta de Distrito o Asociación de vecinos… dando su salud y su vida. «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mt 16,16). Son muchos años entregados; fieles de verdad. Les conocí hace más de veinte años y sus canas, sus ojeras, su reumatismo u otras dolencias son reflejo de ello.

Hoy he compartido la tarde y la Eucaristía con José Anto-nio, sacerdote jubilado y una vida llena de amor a Jesucristo y a su Iglesia, tiene 84 años, está en una Residencia. Me decía: «Cuidad de la Iglesia». Pienso y rezo por todos los sacerdotes ancianos. Hemos de cuidar la presencia y la cercanía con estos sacerdotes que un día pusieron la mano en el arado y ahí están, fieles hasta el final.

Lo primero que nos pide el servicio de los hombres es que los sintamos verdaderamente como hermanos. Con capacidad de enten-

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derlos, de amarlos, de asumir sus angustias y esperanzas. «Alegrarse con los que están alegres, y llorar con los que lloran» (Rom 12,15). Servir a los hombres es compartir su dolor y su pobreza, descubrir sus aspiraciones, atender a sus aspiraciones. «Sed ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1).

El sacerdote Fernando urbina nos decía: «El sacerdote es un “sier-vo de los siervos”, es el más bajo de todos, solo un cristal por donde debe pasar una Luz que no es suya, una gran ternura… atravesados por ese don de amor para los demás. Pero hay que asumir el espesor de la vida con coraje… y larga paciencia».

Se nos pide en el Evangelio que seamos verdaderamente pobres. Con la radical pobreza de la Virgen María o el estilo sacerdotal de San Juan María Vianney o de san Juan de Ávila. Así conseguiremos comprender las exigencias del Evangelio revelado a los sencillos (cf Mt 11,25-27) y nos animaremos a comprometer nuestra fidelidad. De la pobreza surge la confianza y la confianza engendra disponibilidad (cf Lc 1,38).

Quizás hemos complicado mucho las cosas o se nos ha «enfriado el primer Amor» (cf Ap 2) Nos cuesta entender exigencias tan claras como éstas: «sed perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (Mt 5,48). «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día y que me siga» (Lc 9,23-24). «Si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo» (Mc 9,47). Nos parece que son cosas irrealizables en el mundo secularizado en que vivimos. Se nos contagia la angustia y el escándalo de los discípulos: «Este lenguaje es muy duro. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). Pero nos situamos en una perspectiva esencialmente distinta: la perspectiva de la fe y de la totalidad del Evangelio.

«El llamamiento de Cristo es: «Vende todo lo que tienes, ven y sígueme» (Mt 19,21). Exige siempre una respuesta total y definitiva: «El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el reino de Dios» (Lc 9,62). Los apóstoles tienen conciencia de lo ab-soluto del llamamiento y la respuesta: «Nosotros lo hemos dejado todo» (Mt 19,27)», nos enseña el cardenal Pironio en sus escritos pastorales.

Hoy muchos nos miran con indiferencia. Antes lo esperaban todo de nosotros. Hoy surge la tentación de «falsificar la palabra de Dios» (2 Cor 4,1) o de presentar un Cristo demasiado humano (Ef 4,20): «No es éste el Cristo que vosotros habéis aprendido».

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Pero el mundo espera de nosotros que seamos fieles a nuestra vocación de testigos de Jesucristo. Que no nos escandalice ni traicio-nemos «el lenguaje de la cruz» (1Cor 17,25). Que transparentemos a Dios en toda nuestra vida. Que mostremos a los hombres, nuestros hermanos, cómo es aún posible la alegría, el ánimo y la esperanza, la fidelidad a la palabra empeñada, la inmolación cotidiana a la voluntad del Padre y la entrega generosa a los hermanos. Que les mostremos que para ganar la vida hay que perderla (cf Mt 16,25); para comprar el Reino hay que venderlo todo (cf Mt 13,44-46); para ser fecundo hay que enterrarse (cf Jn 12,24), cómo para entrar en la gloria hay que saborear la cruz (cf Lc 24,26), cómo para amar de verdad hay que dar la vida (cf Jn 15,13).

5. Consagrados por el Espíritu, con corazón de testigos

Enrique es referente para otros sacerdotes por su auténtica vida sacerdotal y por cómo quiere a la gente de su parroquia y de Basida (Centro de atención a enfermos de Sida). Conoce a todos por su nombre y cuida de ellos. Afirma que esto no sería posible sin el Espíritu. Se sabe pobre y mendigo, siempre con las manos abiertas, a la vez que es portador de los dones que Dios ha puesto en su persona a favor de los demás. Es misericordioso. Se siente confortado cuando reza el Rosario. Quiere y se siente parte del presbiterio diocesano.

En la ordenación sacerdotal recibimos el «Espíritu de santidad». Espíritu de luz, de fortaleza y de amor. Espíritu de la profecía y del testimonio. Espíritu de la Pascua. Espíritu de la alegría, la paz y la es-peranza. Hemos sido consagrados por el Espíritu del Señor para trabajar en la comunión y la fraternidad entre los hombres (cf Is 42,1; 61,1).

El Señor Jesús, fue ungido por el Espíritu, para llevar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la liberación y recu-peración de la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (cf Is 61,1-2; Lc 4,18 20).

El sacerdote está ubicado en el mundo. Lo ama y lo padece. Lo entiende, lo asume y lo redime. Pero su corazón está consagrado to-talmente a Dios por el Espíritu. Su misión está dentro de los hombres y no fuera: «vosotros sois la sal de la tierra, la luz del mundo» (Mt

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5,13-14). Pero sólo será auténtico testigo de la Pascua si es ungido por «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8).

Si no tiene capacidad de amar con Jesús, no puede ser buen sa-cerdote. Si no sabe compadecerse de la multitud fatigada y abatida (cf Mt 9,36) o de la muchedumbre que padece hambre (cf Mt 15,32), si no sabe conmoverse ante el dolor (cf Lc 7,13) y llorar ante la muerte (cf Jn 11,35), no puede ser buen sacerdote. Si la indiferencia seca su corazón, no puede vivir el misterio de su virginidad consagrada. Sólo en la posesión del Espíritu de amor es posible el gozo del celibato.

6. Siendo testigos de la belleza de Jesucristo. La belleza de la liturgia

José Manuel y los compañeros de su parroquia narran por medio de su testimonio la profundidad y la belleza de la historia de la sal-vación; aunque le hace sufrir el secularismo y cómo, en esta sociedad nuestra, no se tiene en cuenta a Dios, la auténtica Verdad, la verdadera Vida, el único Camino. Preparan las homilías desde la Palabra y el contexto de la realidad. Se ocupan de conectar con la gente y que la celebración de cada día fluya porque él se cree lo que celebra. Cuidan los espacios de silencio, y que el templo, encarnado en un barrio o un pueblo, sea un lugar sagrado que nos conecte con el Señor. Están atentos a la vocación, tarea y misión de los laicos en la evangelización, compartiendo con ellos carismas y responsabilidades.

Miguel, Jacinto, Javier, Iván… son sacerdotes que llevan cada día el bálsamo del Evangelio a las cárceles y hospitales. Muestran la belleza de su ministerio y la fragilidad de la condición humana.

El sacerdote no es un confeccionador de sacramentos, sino que refleja a Cristo, Cabeza de la Iglesia. «La liturgia es el culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y, a la vez, la fuente de la que dimana toda su fuerza» (SC 10). Es en la liturgia donde el sacerdote es y se muestra al máximo como ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios (cf 1Cor 4, 1), ministro de la alianza (cf 2Cor 3,6). El sacerdote ofrece al Pueblo de Dios la gracia que santifica a los hombres. La celebración de cada sacramento es un tiempo de gracia, una experiencia del amor de Dios.

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En liturgia dejamos respirar las cosas entre Dios y nosotros. Por tanto, concedamos a Dios la oportunidad de alcanzarnos y démonos también a nosotros mismos la oportunidad de alcanzarle a Él median-te las palabras, los gestos y los signos. La liturgia auténtica consiste integralmente en la solemnidad de la simplicidad. Nada resulta más solemne que lo simple. La liturgia que aburre es la que se realiza mecánicamente y sin espíritu.

7. Llevamos la escucha de la Palabra y la Palabra. Humilde eco de la Palabra de Dios, la verdad de Dios

Luis se reúne con el grupo de liturgia para preparar la celebración del «Día del Señor», el Domingo. Pero antes aconseja leer, meditar y orar la Palabra de Dios. Es un sabio en el arte de escuchar a sus fieles. Ha comenzado con un grupo la «Lectio divina», y están alegres. Cuan-do habla de su vida célibe lo hace dando gracias a Dios. Se refiere al celibato alentando a vivirlo desde una madura y responsable relación con Dios y con los demás; con buen ánimo, creatividad pastoral y auténtica relación con Dios.

Felipe, apasionado sacerdote por Jesucristo y su Iglesia, es cape-llán de la universidad y cada día nos abre los ojos ante la realidad del mundo de la formación universitaria y el horizonte tan incierto de muchos jóvenes, así como el sentido de su vida.

�Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 11,28). Es misión del sacerdote llevar el Evangelio a todos, para que experimenten la alegría de Cristo.

¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más estimulante, que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría y la esperanza cristiana es el núcleo central de nuestra misión.

— El sacerdote es discípulo que escucha y cumple la Palabra.— El sacerdote profundiza y contempla la Palabra de Dios.— El sacerdote es transmisor de la Palabra.— No es dueño, sino servidor de la Palabra.— La Palabra es anuncio y denuncia.

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Procurando hablar con oportunidad: es decir, la palabra justa en el momento necesario. La palabra que ilumina, que levanta o que serena. No se trata de decir muchas cosas. un silencio es, a veces, más fecundo y consolador que la palabra. Hemos de ayudar para la audición de la Palabra. Cuando el sacerdote se inspira en la Palabra da consejos que humanizan. Abre horizontes de fraternidad. Hemos de estar dispuestos a escuchar. El vano sueño de la autosuficiencia nos impide escuchar.

El sacerdote, en nombre de Cristo Pastor, hace presente en el mundo la Buena Noticia del Reino y la ofrece a todos los hombres como la deseada respuesta a las preguntas y desafíos del corazón humano. Hay evangelización donde hay Evangelio vivido.

El discípulo, acompañado por el Espíritu, escucha al Maestro, trata de seguir sus pasos (cf 1Pe 2,21) y encuentra su alegría en poner en práctica su palabra. Está deseoso de comprender lo que dice y ponerlo en práctica. La Palabra de Dios es el alimento que da la plenitud de la vida; el verdadero discípulo sacia en ella su hambre más profunda y se llena de gozo y de vitalidad (cf Mt 4,4). Es su alimento y su anhe-lo: cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón (cf Jr 15,16). Ezequiel, bajo la imagen de comer el libro, expresa cómo la Palabra de Dios alimenta al profeta: «es dulce como la miel» (Ez 3,3). La Palabra enfrenta al sacerdote con la palabrería del mundo (cf Ap 10,8-11), contrapuesta a la cruz de Jesucristo (cf 1Cor 1,18).

Para ser «servidores de la Palabra», hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1Cor 9,16). Tenemos conciencia de ser «ministros de la Palabra» (Lc 1, 2), y para ello se precisa ser oyentes asiduos de la Palabra, estar inclinados sobre la Palabra, permanecer habitados por la Palabra (cf Mc 4, 20).

«Predicar para que la gente rece. Predicar de manera que inspire la oración de quienes tenemos delante. una verdadera homilía sólo es tal si ella misma se puede convertir en oración» (Abrahan J. Heschel). La palabra de Dios pronunciada sin obediencia, sin fe o sin saborearla, no puede hacer otra cosa que endurecer el corazón (cf Mc 10, 5)

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8. Llevamos y celebramos la Eucaristía y la Reconciliación

Pepe nos contagia de su amor a la Eucaristía. No puede vivir sin Eucaristía y quiere entrañablemente a su comunidad parroquial. Es más, cuando voy a celebrar me acuerdo de la alegría y el agradecimiento de Pepe. Preside la fiesta de la Vida y de la Bendición, la celebración del triunfo de la Vida sobre la muerte. Dedica tiempo a estar junto al Sagrario. Pasa tiempo confesando y dice que la misericordia de Dios es infinita. A él, que es un pecador, Dios le ha perdonado y le perdona tanto que sólo puede agradecérselo siendo testigo de su misericordia.

«Esto es mi Cuerpo… esta es mi Sangre»: «Toda celebración li-túrgica en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia la iguala» (SC 7). Celebrar la Eucaristía cada día nos hace ser más conscientes de que tenemos necesidad de Cristo. Al celebrar la Eucaristía confiamos al Señor el amor y el dolor de los demás, pues vivimos unidos a Él, en Él y por Él.

«Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye de este modo a construir la Iglesia como comunión… Hombres en los que Cristo se transparenta a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía» (Benedicto XVI).

Gracias a la Eucaristía, el sacerdote puede vivir alegre y confiado, y así afrontar con esperanza el combate de la fe, ante la increencia y la tentación de dar la espalda a Jesucristo: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). El sacerdote preside «In persona Christi capitis», en la persona de Cristo como cabeza, pues nadie puede decir «esto es mi cuerpo» y «éste es el cáliz de mi sangre» si no es en el nombre y en la persona de Cristo. Lo cual nos lleva a profundizar en la conciencia de nuestro ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia.

Jesucristo resucitado es, para el sacerdote, alimento, pan vivo y compartido que hace posible la novedad de la vida comunitaria y de la comunión con los pobres: «Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común… Acudían diariamente al Templo con perseve-rancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas con alegría

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y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,44-47; 4,32-35). Es misterio que se ha de creer, que se ha de celebrar y que se ha de vivir. En el Sacramento del altar, el Señor va al encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1, 27)

«La Eucaristía nos salva de la nostalgia» (S. Kierkegaard). Si re-cordamos sólo lo que fue nos moriríamos de nostalgia, pero la Euca-ristía es vivir ahora con Cristo a través del pan y del vino. Vivir en el presente al mismo Jesús a través de la Eucaristía. Toda la acción evangelizadora surge del misterio eucarístico y hacia él se dirige como centro vital. Traemos a la memoria y al corazón los rostros alegres, gozosos, y también los doloridos y envejecidos por tanto sufrimiento y anhelos que nunca llegan. Mujeres y hombres que acuden a la Euca-ristía porque experimentan que ahí reside su «hogar»; «hogar» y mesa donde se sienten queridos, valorados y reconocidos en su dignidad de hijos de Dios.

La Eucaristía es para la Iglesia el tiempo privilegiado para el en-cuentro con su Señor, Jesucristo resucitado. Los fieles saben que el Señor se les manifiesta a través de los signos del pan y el vino y que, en la comunión, entran en una relación con Él que los transfigura. A partir de la participación en la misma mesa, se edifica la familia de los hijos de Dios; la Iglesia que invoca el mismo Padre vive la fraternidad y se ofrece para servir a los pobres, como manifiesta San Damián de Molokai en una carta (8-XII-1888): «Sin el Santo Sacramento, una situación como la mía sería insostenible. Pero con mi Señor a mi lado, puedo continuar por siempre feliz y contento; con esa paz gozosa en el corazón y la sonrisa en los labios, trabajo con entusiasmo por el bien de mis pobres leprosos».

La Iglesia, cuyo centro vital es la Eucaristía, se compromete cons-tantemente a anunciar a todos, «a tiempo y a destiempo» (2Tim 4,2) que Dios es amor. La santidad ha tenido siempre su centro en la Eu-caristía. Celebrar, adorar y contemplar como expresión de comunión en la Iglesia y proyecto de solidaridad para toda la Humanidad. El Concilio Vaticano II relaciona el ministerio sacerdotal con el misterio eucarístico: «En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da

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vida a los hombres, que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él. Por lo cual la Eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización» (PO 5).

Junto al Sacramento de la Eucaristía la Iglesia nos entrega el Sa-cramento de la Reconciliación. En un mundo que genera violencia, rupturas, desencuentros…, el sacerdote se ofrece como servidor del perdón y la reconciliación. El Sacramento de la Reconciliación nos ofrece la alegría del encuentro con el Señor. Los sacerdotes somos testigos de la misericordia de Dios. una hermosa y entrañable realidad cotidiana que experimentamos cada día. El Reino que ya ha llegado se manifiesta en el triunfo de la compasión, de la misericordia, del perdón, que el sacerdote transforma en sacramento.

9. Presentes y sirviendo en las heridas del mundo

Los sacerdotes Antonio, Jesús, Vicente, Aurelio…, junto con reli-giosas y laicos, con un «corazón que ve» dónde se necesita amor, se están desviviendo por los pobres y más concretamente por los «sin-techo» de una ciudad en la diócesis de Getafe. Otros están preparando estos días una Semana de Pastoral Social en torno a la realidad de la Inmigración, convencidos de que la Iglesia es «experta en humanidad» y busca siempre el cuidado y la defensa de la dignidad de la persona. Sabe de la íntima unión entre el anuncio, la celebración y el servicio a la caridad. Siempre posibilitando el encuentro con Dios. Cultivan lo trascendental y así lo difunden, «el olor de las buenas obras».

Son sacerdotes que cuidan su vida interior con el fin de vivir y posibilitar que las personas que pastorean se encuentren con Dios y con la Iglesia. El amor de Jesús abarca la totalidad del hombre: cura las dolencias, perdona los pecados, elige a los apóstoles. Finalmente, es un amor que se da hasta el extremo (cf Jn 13,1)

En el lugar que hay sufrimiento está la Iglesia. Así lo manifiesta Juan Pablo II: «Que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sien-tan como «en su casa»... Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo

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de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras» (NMI 50). «Cuiden mucho de los pobres y miren en ellos la persona de Nuestro Señor Jesucristo», decía el Beato Ciriaco María Sancha.

Dar la Palabra; dar la Eucaristía y estar cerca de los grupos vul-nerables… es superar la endogamia. urge salir. Debemos ir, donde nos necesiten, donde están nuestros hermanos y hermanas que más sufren. En un mundo que está perdiendo el corazón y la compasión el Evangelio del amor continúa siendo una gran garantía y una gran defensa para los pobres. Los pobres no atraen, muchas veces estorban, ¿pero no está ahí el Siervo Sufriente del que habla el profeta Isaías: «Sin gracia, sin belleza… despreciado»? (Is 52, 2-3).

10. Servidores con caridad pastoral

Luis me ha enseñado a beber en las fuentes del Buen Pastor. A pasar de ser un celoso guardián del rebaño, a ser un hombre de corazón compasivo viviendo la caridad pastoral a ejemplo de Cristo, el Buen Pastor. Es un creativo, y descubre cada día nuevos caminos pastorales en la evangelización. Francisco, religioso, cuida con amor de hermano de otro sacerdote enfermo. Testimonio silencioso pero transparente de la bondad de Dios.

En los Obispos, sacerdotes y laicos con los que comparto el trabajo cotidiano de cuidado y gobierno en las tareas diocesanas percibo el gozo, el sufrimiento, la impotencia, la esperanza y la confianza en Dios, buscando siempre lo positivo de cada persona y de cada comunidad parroquial o religiosa. A todas horas pendientes de evangelizar. «yo soy el buen Pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo a él, y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas tengo que llevarlas y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,14-17).

La caridad del Buen Pastor se muestra en amar a cada persona como un pedazo de sus entrañas, porque cada persona ha sido elegida en Él, como «hijo en el Hijo» (cf Ef 1, 4-5; cf GS 22). La vida de

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Cristo (prolongada en sus ministros) es toda ella actualización de un amor peculiar de Dios hecho hombre. Por esto el Evangelio, cuando se lee o escucha y cuando se le descubre vivido en los discípulos de Cristo, sigue aconteciendo, llamando a todos al encuentro con Él.

«Cuidad de vosotros mismos y de todo el rebaño, pues el Espíritu Santo os ha constituido vigilantes (episkopoi) para apacentar la Iglesia de Dios, que él (es decir, Cristo) se ha adquirido con su propia sangre» (Hch 20,2). El beato Juan XXIII experimentó la caridad pastoral: «Em-plear la medicina de la misericordia y no las armas de la severidad».

La personificación existencial de Cristo, Buen Pastor, es el sacerdo-te que conoce a sus ovejas, las busca, las guía, las llama por su nombre, las conduce a fuentes y pastos de la Eucaristía y el Agua Viva de Cristo. El principio aglutinador de nuestra vida es «la caridad pastoral» (PDV 23). El sacerdote ha de ser alguien con sentido común. Puesto en la comunidad como servidor de la comunión; su preocupación ha de ser la de tejer y reparar la trama del tejido comunitario que se encuentre en peligro de deshilacharse o romperse.

La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, vuelve a proponer los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Jesús se presenta a sí mismo como «el buen Pastor» (Jn 10, 11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres (cf Jn 10, 16). y su vida es una realización diaria de su «caridad pastoral». Él siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf Mt 9, 35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf Mt 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf Jn 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf Sal 22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia vida.

Contemplar a Cristo Pastor nos lleva a estar y respetar a la gente, convencidos de que el Señor les ama. Respetar su situación religiosa, su ritmo, su conciencia y sus convicciones, sin forzar ni atropellar (cf EN 79). Ser testigos del amor de Dios para esas personas. Tratarles con cariño, con paciencia y escucha de su vida

¡Qué grande es el don que se nos concede! De todas las virtudes de la vida de un sacerdote, la humildad es esencial. una humildad que nos haga comprender los límites de nuestras fuerzas, nos haga reconocer nuestra debilidad y nuestro pecado y nos haga poner toda

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nuestra fuerza y nuestra confianza únicamente en el Señor. Esto será posible si somos pobres, necesitados, auténticos y generosos.

11. Presentes en el Ágora pública

Miguel, es tímido, pero es asombrosa su manera de implicarse, junto con los laicos, en la presencia en la vida pública, en la cultura, en los foros municipales. un sacerdote misionero, abierto a todos, y con el corazón siempre en Dios. Pero al mismo tiempo, un hombre que sufre por la falta de pasión por este mundo, por llevar la luz de Dios al «espesor de la vida», porque en verdad que la vida es dura. Le preocupa y le hace sufrir el escaso ardor misionero en bastante gente de su parroquia. «Estamos tan ocupados», que con frecuencia se nos olvida lo esencial.

«La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en estos grupos con el mismo afecto con que Cristo por su encarnación se unió a las condiciones sociales y culturales concretas de los hombres con que convivió» (AG 11-13): presencia, cercanía, diálogo, cooperación en el bien común, testimonio, anuncio del Evangelio y reunión del Pueblo de Dios.

Hoy muchas personas nos necesitan. Los laicos esperan que el sacerdote abra lo cotidiano de la vida a su dimensión trascendente, y que su relación con Dios se exprese en su palabra, en sus obras, en su relación con el mundo y sus realidades, haciendo cercanos los sentimientos y gestos de Jesús. Los jóvenes nos necesitan. Hemos de llevarles la Palabra de Dios que caldea el alma. Estar presentes en ám-bitos creyentes, no creyentes… exponiendo la Palabra de Dios, no sólo de forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio y la doctrina de la Iglesia.

Todo sacerdote debe ser «experto en humanidad». Ha de llevar el mensaje salvador al corazón de este mundo complejo que nos ha tocado vivir. Que una sus manos a otras muchas en la lucha por la justicia, desde la experiencia del encuentro con Jesucristo, justicia de Dios. «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (Rm 2, 21-22). «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15)

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La primera evangelización de los sacerdotes es a través de nuestra propia vida: que ella sea un signo visible de Dios. Pues hoy el hombre se experimenta dividido, con la tentación de instalarse en la superficia-lidad o la mediocridad. Hemos de ser ejemplo vivo para los hombres. Se nos llama a una madurez afectiva, espiritual y pastoral para llevar a cabo ante los demás una tarea de reconciliación y de anuncio de la Buena Nueva.

12. Amando a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, en comunión y misión

Joaquín facilita la comunidad; no es un gestor; es un pastor que propicia la comunión y anima los carismas propios de cada persona y de la comunidad. Le gusta realizar su trabajo en equipo. Cree en la comunión y la fraternidad sacerdotal, y pone todo su empeño y espe-ranza en los medios que la Iglesia tiene establecidos como cauce de fraternidad: consejo económico, consejo pastoral, consejo presbiteral, consejo diocesano de pastoral. En el verano marcha con gente de su parroquia a América Latina a colaborar y a no olvidar que todos somos parte del Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

La tarea del sacerdote es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. y hoy buscar es especialmente necesario para el sacerdote. Buscar es trabajo misionero. «Salid a buscar», dijo aquel rey, para festejar la boda de su hijo (cf Lc 14, 21) Todos los hombres somos ovejas del rebaño que Dios tanto ama. Es así que debemos cuidar con esmero y hondura evangélica a los laicos y contar con ellos, promoviendo una sólida formación cristiana, uniendo los distintos carismas de la vida consagrada.

Hace falta promover una espiritualidad de comunión: «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado» (NMI 43). Cultivar espacios de comunión. Necesitamos potenciar el trabajo en equipo. La unidad del apostolado es un signo creíble, no de los francotiradores. Por ello es preciso edificar una espiritualidad de comunión: «La comunión ha de ser patente en las relaciones entre Obispos, presbíteros y diáconos, entre

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Pastores de todo el Pueblo de Dios… La teología y la espiritualidad de la comunión aconsejan una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles… Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios» (NMI 43 y 45).

Es importante transmitir que la eclesialidad es una dimensión nu-clear en la identidad cristiana, y hemos de confesarla en la vida de cada día, con alegría y humildad, y expresar: «Creo en la Iglesia». La fe cristiana, sólo puede ser vivida eclesialmente. En la Iglesia nos ha sido dado creer en Jesucristo y nos ha sido otorgado el Espíritu. La Iglesia nos sostiene y nos mantiene la fe, la esperanza y la caridad.

Hoy se nos pide que seamos hombres de Dios, que expresemos a Cristo con un mensaje de esperanza y de alegría. Es decir, un mensaje de la Pascua que Él encarna. «Que el Dios de la esperanza os llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en vosotros por obra del Espíritu Santo» (Rom 15,13). Se espera de nosotros senci-llez de vida, espíritu de oración, caridad con todos, especialmente con los pobres y más débiles e indefensos, renuncia, obediencia, desapego de uno mismo y humildad.

una hora que nos pide generosidad, fortaleza y equilibrio. Hemos de amar esta hora sacerdotal. Con sus luces y sus sombras, sus posibilidades y sus riesgos, su fecundidad y su cruz. Hemos de comprometer en ella nuestra fidelidad. Monseñor Francisco José Pérez y Fernández Golfín nos dejó esta perla espiritual: «Aspiro Señor a ser como Tú, Pastor del pueblo cristiano. A presentarte entre los hombres, llevándoles tu pensamiento, tu amor, tu solicitud por las almas. A trascender toda preocupación temporal, por encima del dinero, del bienestar, del poder, de los aplausos, del triun-fo. A ser Tú mismo…, el de la esperanza que siembra el gozo pleno».

Conscientes de vivir con fidelidad a Cristo, que nos ha llamado de una manera absoluta. Fidelidad a la Iglesia y humildes servidores de nuestros hermanos los hombres. «Es también vuestra misión (de presbíteros): llevar el Evangelio a todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más grande, más esti-mulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión» (Benedicto XVI. Homilía, 27.4.08).

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En definitiva, cuando predicamos la Palabra de Dios, cuando cele-bramos los Sacramentos o distintos actos litúrgicos, y de modo particu-lar la Eucaristía y la Reconciliación; cuando recibimos en el despacho parroquial; cuando visitamos a las personas que nos han sido enco-mendadas en sus hogares, en las escuelas, los hospitales, su familia; cuando compartimos su mismo transporte; cuando vamos al mercado, o escuchamos, sin prisas lo que esa persona nos quiere comunicar..., sentimos con gratitud nuestra unión espiritual con Cristo Sacerdote llamados a ser maestros de la Palabra, ministros de los Sacramentos y guías de la Comunidad.

En la pastoral cotidiana cuidemos la escucha y el diálogo entra-ñable con Dios, con nosotros mismos y con el mundo, en fidelidad y perseverancia: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan, pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse» (Is 40, 30-31). Pedimos a Dios que nos conceda la gracia de vivir testimoniando a Jesús, el Hijo de Dios vivo, y que el Espíritu Santo nos haga dóciles en la fe y fuertes para confesarla ante los hombres. Que sepamos llevar a cabo, con verdadera alegría, el ministerio que Él nos has confiado. Que seamos testigos de las maravillas de Dios y de la dignidad de la vida humana, de la grandeza del amor y del poder del ministerio recibido. Haznos limpios de corazón para soportar las dificultades, tentaciones y debilidades. Que hablemos a Dios de los hombres y a los hombres de Dios.

Virgen María, intercede por nosotros, para convertir nuestra vida en fuente de generosidad y entrega, junto a Ti, a los pies de las cruces del mundo, unidos al dolor redentor de la muerte de tu Hijo y gozar con El de la de la resurrección.

Gracias, Trinidad Santa, por todos mis hermanos sacerdotes en el corazón de la Iglesia, en Tu Corazón.