Noches de pesadilla (antología de marcelo birmajer)

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Una compilación de historias escalofriantes de los autores clásicos del género.Cuentos atractivos para lectores fanáticos del terror, acompañados por unestudio del género, las obras y los autores.

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AA. VV.

Noches de pesadillaAntología de cuentos de terror

ePub r1.0

GONZALEZ 03.05.15

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AA. VV., 2005Prólogo: Marcelo BirmajerEstudio: María Cristina Figueredo

Editor digital: GONZALEZePub base r1.2

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N

[Prólogo]

Por Marcelo Birmajer

unca me ha convencido el punto de vista que sitúa a la serpiente como elvillano en la historia de Adán y Eva. En cuanto se lo piensa un poco, laserpiente no obliga ni engaña a Eva, ni mucho menos a Adán. Apenas si lesugiere a Eva probar el fruto prohibido. La serpiente seduce, pero no amenaza.Eva podría haber rechazado su incitación sin riesgos. Adán también. La

serpiente era apenas un detalle, como lo es también en el cuento de Ambrose Bierceque abre este libro: «El hombre y la serpiente». Lo sustancial del cuento, en cambio,es el miedo. El terror. Y no podemos echarles la culpa a las serpientes por la tentación,por el terror, ni por sentirnos tentados por el terror. Mientras leía sobrecogido estosrelatos, me preguntaba cuáles son esas cosas a las que todos los hombres tememos enalgún momento de la vida. Aunque no hice una encuesta planetaria, me arriesgo aproponer que casi todos los nacidos de mujer tememos, por lo menos, a la muerte, aldolor, a la vejez, y a la pérdida o el sufrimiento de los seres queridos. Aquel que notema al misterio nunca aclarado del fin de la existencia humana, temerá al implacableproceso por el cual nuestra piel se arruga, nuestros músculos se atrofian y nuestramemoria flaquea; y quien no tema ni a uno ni a otro, seguramente temblará ante laperspectiva de ese chispazo infernal que es el dolor en el cuerpo humano; y quien seatan valiente como para no amedrentarse frente a esas inevitables circunstancias,apuesto a que sí temerá que le ocurran a un ser querido, o a perderlo. Hay personastemerarias que prefieren morir antes que sufrir, incluso antes que ser objeto de unahumillación. Otras son capaces de afrontar las más dolorosas enfermedades con tal deseguir viviendo semanas. Existen seres humanos que se alegran por la tranquilidadque les trae la vejez, y otros que prefieren abandonar al ser amado antes que verloenvejecer. Así de variado, heroico y triste es el mosaico humano. Sin embargo, todos,todos los integrantes de alguno de estos equipos han sentido miedo alguna vez. El

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miedo es una sensación. Puede parecer una obviedad, pero la muerte, la vejez, eldolor, la pérdida del ser amado, son hechos concretos; el miedo sólo se siente, ypuede sentirse o no. Uno de los grandes atractivos de la literatura de terror es poderdisfrutar de la sensación del miedo sin tener que afrontar el hecho real que loproduce. El miedo a las arañas, a las ratas, a las cucarachas —que por lo general nonos hacen nada y con las cuales apenas si nos cruzamos un par de veces al año— sonformas del miedo a cualquiera de los hechos antes mencionados; y la suma de todoslos miedos es el miedo a lo desconocido. La adultez nos ayuda a recibir con menostemor un dolor de muelas, porque nuestra experiencia nos enseña que en algúnmomento lo superamos; pero ¿cuál sería nuestra reacción ante el mismo dolor si nosdijeran que es imposible aplacarlo? Lo desconocido nos atemoriza aun cuandosepamos que más allá de las brumas nos aguarda algo bello o placentero. Pero en uncuento podemos espiar la experiencia de morir de miedo sin pagar el precio. No setrata sólo de ver qué le pasa a otro: cada lector puede compartir las sensaciones de unpersonaje, extraer de él la intensidad y preservarse al mismo tiempo. Todos loslectores somos vampiros con los personajes. Acompañamos a Napoleón mientras esguiado por un espectro, porque siempre quisimos vivir el vértigo de hablar con unhabitante del Más Allá, pero sin dejarle nuestro teléfono ni nuestra dirección.Transpiramos en la casa embrujada de la calle Aungier, pero al cerrar el libro nosburlamos del pobre infeliz que quedó atrapado entre sus páginas. Llegamos hasta elumbral de la ferocidad del conde Drácula, y le aplicamos el único conjuro realmenteinapelable: considerarlo un personaje de ficción. Pero ¿de veras salimos tan indemnesde las historias de terror que leemos por placer? ¿Nos despedimos con tanta facilidadde aquellos personajes con los que vivimos a lo largo de un cuento, como polizones osúcubos? Los miedos que ellos viven ya acompañaban al hombre de las cavernas ysiguen acompañando al de los rascacielos: el misterio de la muerte y del sufrimiento,de la identidad (¿quién soy?) y del desamor, no ha avanzado hacia su respuesta, ni conla tecnología ni con las múltiples escuelas filosóficas. Nacemos con miedo y tememoshasta el último día, cada uno, como individuo, igual que el primer hombre sobre laTierra. Absorbemos las historias de estos personajes como el lobo intenta succionar lasangre del joven en el cementerio.

No faltan cementerios en esta antología, pero… ¿por qué nos dan miedo loscementerios? Se supone que esos sitios son más tranquilos y pacíficos que el resto delos lugares de la Tierra. Son los vivos, no los muertos, quienes pueden ponernos enpeligro. Pero nuestra imaginación se resiste a aceptar que la vida termine, y, por algúnmotivo —mi inteligencia no llega tan lejos como para deducirlo—, la mayoría de los

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autores sugieren que nada bueno puede provenir de los redivivos. Mis dos cuentospreferidos en esta antología son, en primer lugar, el que trata este tema: «La pata demono», de W. W. Jacobs. Está narrado con una austeridad y una sencillez que lovuelve doblemente siniestro. No me extraña que haya sido escrito por un humorista;en mi opinión, es un cuento perfecto. El segundo pertenece a un maestro y precursor,H. G. Wells, y trata otro de los temas a los que nos referíamos: la vejez.

Como desde siempre la literatura ha procurado inquietar al lector —ya sea paraprevenirlo, castigarlo o simplemente divertirlo—, estos cuentos no tienen fecha devencimiento. Podrían haber sido escritos hoy mismo, y sin duda seguirán siendomaterial de adaptaciones para el cine y la televisión. Hoy ustedes tienen el privilegiode poder leerlos tal y como sus autores los concretaron.

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E

El hombre y la serpiente

Ambrose Bierce

I

s informe verídico —y confirmado por tantos testigos, que ningún hombrejuicioso y erudito osa hoy en día contradecirlo— que los ojos de la serpientetienen propiedades magnéticas, de modo que si alguien cayese bajo su influjoes atraído hacia ella contra su voluntad, y muere en forma lamentable por lamordedura de ese ser.

Recostado en el sillón con toda comodidad, en bata y zapatillas, Harker Brayton sesonrió mientras leía aquella frase en la vieja obra de Monyster, Las maravillas de laciencia: «Lo único que tiene de maravilloso», se dijo, «es que los hombres juiciosos yeruditos de los tiempos de Morryster hayan creído en tales tonterías, rechazadas por lamayoría, hasta por las personas más ignorantes de nuestra época».

Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre de ideas, y sin darse cuentabajó el libro sin desviar la vista. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su líneade para sostener la dirección de su mirada malévola. Los ojos ya no eran simplespuntos luminosos; miraron a los suyos con sentido, un sentido que encerraba unsignificado maligno.

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II

Por suerte, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de unaciudad moderna no es un fenómeno tan común como para pasar inadvertido. HarperBrayton, un soltero de treinta y cinco años, culto, indolente, pero también atlético,rico, popular y de buena salud, acababa de regresar a San Francisco después de llevara cabo un largo viaje por países remotos y desconocidos. Sus gustos, siempre un tantolujosos, se habían vuelto exagerados tras largas privaciones; y puesto que los serviciosdel Hotel Castle ya no satisfacían sus deseos a la perfección, aceptó gustoso lahospitalidad de su amigo, el distinguido doctor Druring. La casa grande y antigua delcientífico, ubicada en lo que era entonces un barrio poco ostentoso de la ciudad, semostraba a todas luces apartada y distante del resto. Era obvio que no guardabarelación alguna con las edificaciones contiguas de su entorno, bastante modificado, yhabía desarrollado las excentricidades propias del aislamiento. Una de ellas era un alavisiblemente inadecuada desde el punto de vista arquitectónico y no menosdiscordante en cuanto a su propósito, pues era una combinación de laboratorio,zoológico y museo. Allí era donde el doctor satisfacía la faceta científica de sunaturaleza con el estudio de aquellas formas de la vida animal que atraían su interés yse adecuaban a sus gustos, los cuales, hay que confesarlo, se inclinaban por el tipoinferior. Para que alguno de los tipos superiores agradara a sus sentidos, aunque fuerade modo superficial, debía conservar por lo menos determinadas característicasrudimentarias propias de los «dragones primigenios», tales como sapos y culebras.Sus simpatías científicas se inclinaban por los reptiles: admiraba a los seres ordinariosde la naturaleza y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología. Como suesposa e hijas no tenían la suerte de compartir su lúcida curiosidad respecto de loshábitos de vida de las malhadadas criaturas —nuestros parientes lejanos—, fueronexcluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba el Serpentario, y condenadas ala compañía de sus semejantes; no obstante, para suavizar los rigores del destino, leshabía permitido, gracias a su enorme generosidad, aventajar a los reptiles en lamagnificencia de su ambiente y brillar con mayor esplendor.

En cuanto a su arquitectura y a su «decoración», el Serpentario era sencillo yaustero, como convenía a las humildes circunstancias de sus habitantes, a muchos delos cuales, por cierto, no se les podía conceder sin peligros la libertad necesaria paradisfrutar con plenitud del lujo, pues tenían la inquietante particularidad de estar vivos.En sus compartimientos, sin embargo, gozaban de muy pocas restricciones, limitadas a

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las indispensables para su necesaria protección frente a la costumbre nefasta decomerse unos a otros; y, como bien le informaron a Brayton, era ya tradicionalencontrar a algunos de ellos, en diversos momentos, en determinados lugares del localdonde les hubiera resultado muy embarazoso explicar su presencia. A pesar delSerpentario y de sus siniestras asociaciones —a las que, en efecto, prestaba muy pocaatención—, la vida en la mansión Druring le resultaba a Brayton muy agradable.

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III

Más allá de la sorpresa inicial y un ligero estremecimiento de repugnancia, lasituación no alteró demasiado al señor Brayton. Su primer impulso fue el de tocar lacampanilla para llamar al criado, pero no lo hizo, aunque el cordón de la campanillase encontrara al alcance de la mano. Se le ocurrió que tal acto lo haría parecertemeroso, lo cual, desde luego, no era cierto. Lo afectaban menos los peligros de lasituación que su incongruencia, de la cual era muy consciente: era repulsiva, pero a lavez absurda.

El reptil pertenecía a una especie desconocida para Brayton. Tan sólo podíacalcular su longitud; pero en su parte más visible, el cuerpo del animal parecía tangrueso como su antebrazo. ¿De qué modo resultaba peligroso, si en verdad lo era? ¿Setrataba de una serpiente venenosa? ¿Una boa constrictora? Su conocimiento de lasseñales de peligro de la naturaleza no le permitía saberlo, pues nunca había tenidonecesidad de descifrar aquel código.

Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Por lo demás,«desentonaba», estaba fuera de lugar, lo que lo convertía en una impertinencia. Lajoya no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos bárbaros de nuestra época ynuestro país, que llenaron las paredes de las habitaciones con cuadros, el piso conmuebles y los muebles con baratijas, han proporcionado un sitio adecuado para eseejemplar de vida selvática. Además —¡la sola idea le resultaba insoportable!—, lasexhalaciones de su aliento se mezclaban con el aire que él mismo respiraba.

Cuando estos pensamientos adquirieron forma, con mayor o menor precisión, enla mente de Brayton, se sintió impulsado a tomar cartas en el asunto. Podríadenominarse este proceso como reflexión y decisión. Es por eso que somos sabios oimprudentes. Así es como la hoja marchita en la brisa otoñal muestra mayor o menorinteligencia que sus compañeras cuando cae en el suelo o en el lago. El señorío delmovimiento humano es un secreto a voces: algo contrae nuestros músculos. ¿Importaque llamemos voluntad a esos cambios moleculares iniciales?

Brayton se levantó y decidió apartarse despacio de la serpiente, sin perturbarla enlo posible, hasta cruzar la puerta. Así se alejan los hombres de la presencia de lagrandeza, pues la grandeza es poder, y el poder constituye una amenaza. Sabía quepodía retroceder sin cometer errores. Si el monstruo lo seguía, el gusto decorativo quehabía llenado las paredes de cuadros también le proporcionaba un estante de armasorientales asesinas; podría elegir una apropiada para la ocasión. Mientras tanto, los

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ojos de la serpiente ardían con una malevolencia más despiadada que nunca.Brayton levantó el pie derecho para dar un paso atrás, pero en ese mismo instante

sintió una poderosa fuerza que lo frenaba.—Dicen que soy valiente —murmuró—. Y la valentía, ¿no será simplemente

orgullo? ¿Voy a retirarme sólo porque no hay testigos de mi humillación?Se sostenía con la mano derecha apoyada en el respaldo de la silla mientras

mantenía el pie suspendido en el aire.—¡Ridículo! —exclamó en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo

de sentirme atemorizado.Levantó el pie un poco más, doblando apenas la rodilla, y lo clavó con fuerza en

el piso, ¡a un par de centímetros delante del otro! No podía ni imaginar cómo habíasucedido aquello. El intento con el pie izquierdo obtuvo el mismo resultado, y ésteavanzó con respecto al derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla; mantenía elbrazo estirado, un tanto hacia atrás. Cualquiera diría que no estaba dispuesto a perderese punto de apoyo. La cabeza maligna de la serpiente aún sobresalía del anillointerior, igual que antes, a la altura del cuello. No se había movido, pero en esemomento los ojos eran chispas eléctricas que irradiaban una infinidad de agujasluminosas.

El rostro del hombre era de una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un paso, yotro más, arrastrando en parte la silla, que, al soltarla, cayó con estrépito al piso.Brayton lanzó un gemido. La serpiente no se movió ni emitió sonido alguno, pero susojos eran dos soles resplandecientes. El propio reptil quedaba oculto por completotras ellos. Exhalaban aros crecientes de colores brillantes y vividos que, al alcanzar sumayor tamaño, desaparecían uno tras otro como pompas de jabón. Parecían acercarseal rostro del hombre, pero luego se retiraban a una distancia inconmensurable.Brayton oyó en alguna parte el redoble de un gran tambor, con estallidos esporádicosde una música lejana, increíblemente dulce, como el sonido que produce el viento enun arpa eolia. Supo que era la melodía del amanecer de la estatua del rey Memnón ycreyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, oyendo, exaltado, el himno inmortala través del silencio de los siglos.

Cesó la música o, más bien, se convirtió, de modo imperceptible, en el lejanotronar de una tormenta distante. Ante él, se desplegaba un paisaje reluciente de sol yde lluvia, atravesado por un arco iris de vivos colores que contenía dentro de su curvagigantesca cien ciudades del todo visibles. A mitad de camino, una serpiente enormeque lucía una corona levantaba la cabeza por encima de sus voluminosascircunvoluciones y lo miraba con los ojos de su madre muerta. En forma súbita, aquel

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paisaje encantado pareció elevarse a toda velocidad como el telón de un teatro ydesapareció en el vacío. Algo lo golpeó con fuerza en el rostro y el pecho. Cayó alsuelo y le brotó sangre de la nariz rota y de los labios lastimados. Se quedó un ratoatontado y aturdido; permaneció en el piso con los ojos cerrados y el rostro apoyadocontra la puerta. Poco después se recuperó y se dio cuenta, entonces, de que, con lacaída, al apartar la vista, se había roto el hechizo que lo aprisionaba. Sintió, pues, quesi miraba hacia otro lado le sería posible retroceder. Pero, aunque no la viera, la solaidea de que la serpiente estaba a poca distancia de su cabeza —quizás a punto de saltarsobre él y enroscarse en su garganta—, le resultaba demasiado espantosa. Levantó lacabeza, volvió a mirar esos ojos siniestros y fue de nuevo cautivado por ellos.

La serpiente estaba quieta y había perdido en parte su poder sobre la fantasía; nose repitieron las espléndidas visiones de los instantes anteriores. Bajo su frente plana ycarente de cerebro, los ojos negros, como perlas relucientes, brillaban como alprincipio, con una expresión de malignidad horrorosa. Era como si aquella criatura,segura ya de su victoria, hubiera decidido no poner en práctica más engañosseductores.

Entonces sucedió una escena atroz. El hombre, boca abajo en el piso a cortadistancia de su enemigo, se apoyó en los codos, con la cabeza echada hacia atrás y laspiernas extendidas a todo lo largo. Tenía el rostro blanquecino entre las gotas desangre, y los ojos abiertos al máximo. De los labios le caía espuma en forma deescamas. Poderosas convulsiones le sacudieron todo el cuerpo, que empezó a realizarondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, moviendo las piernas de unlado a otro. Y cada movimiento lo acercaba un poco más a la serpiente. Lanzó lasmanos hacia adelante en un intento de empujarse para atrás, pero siguió avanzandocon los codos sin poder detenerse.

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IV

El doctor Druring y su esposa se hallaban sentados en la biblioteca. El científicoestaba —cosa rara— de buen humor.

—A través del intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un espléndidoejemplar de Ophiophagus —le dijo a su mujer.

—¿Y qué es eso? —preguntó ella con languidez.—¡Caramba, qué supina ignorancia! Querida mía, un hombre que después de

casarse comprueba que su esposa es inculta tiene derecho a divorciarse. LaOphiophagus es una serpiente que se come a las otras serpientes.

—Pues ojalá se coma a todas las tuyas —contestó ella, mientras cambiaba,distraída, la dirección de la lámpara—. Pero ¿cómo las encuentra? Supongo quehechizándolas.

—Tan propio de ti, querida —dijo el doctor con cierta petulancia—. Ya sabes loque me irrita cualquier referencia a esa superstición grosera sobre el poder defascinación de las serpientes.

La conversación fue interrumpida por un fuerte grito que resonó en la casasilenciosa como la voz sepulcral de un demonio. Y sonó una y otra vez con terribleclaridad. Se levantaron de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida y mudade terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último grito, el doctorsalió de la habitación y subió las escaleras de dos en dos. En el pasillo, frente a lahabitación de Brayton, encontró a varios criados que habían bajado del piso superior.Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía llave y cedió con facilidad. Braytonyacía muerto en el piso, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban semiocultos debajode la barandilla del pie de la cama. Empujaron el cuerpo hacia atrás y le dieron lavuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y espuma, los ojos muy abiertos,contemplando… ¡una visión espantosa!

—Ha muerto de un ataque —dijo el científico, doblando la rodilla y colocándole lamano sobre el corazón. Mientras se encontraba en esa postura, miró debajo de la camay añadió—: ¡Dios mío! ¿Cómo llegó esto hasta aquí?

Alargó el brazo bajo la cama, sacó la serpiente y, enroscada todavía, la arrojó almedio de la habitación, desde donde, con un sonido seco y opaco, se deslizó por elpiso barnizado hasta chocar con la pared. Y allí se quedó inmóvil. Se trataba de unaserpiente disecada; sus ojos eran dos botones de calzado.

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Traducción: Luz FreireTítulo original: «The Man and the Snake»,

en Tales of Soldiers and Civilians, 1890.

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B

Napoleón y el espectro

Charlotte Brontë

ien, como les iba diciendo, el Emperador se fue a dormir.—Chevalier, baja la persiana y cierra la ventana antes de irte.El valet obedeció. Luego tomó el candelero y salió del cuarto. Unos minutos

después, el Emperador sintió que su almohada le resultaba bastante incómoda yse levantó para sacudirla un poco. Entonces percibió un leve crujido en la

cabecera de la cama. Prestó atención pero, cuando volvió a recostarse, todo estaba ensilencio.

Aún no había logrado relajarse totalmente cuando sintió necesidad de beber. Seinclinó un poco, apoyándose en el codo, y tomó un vaso de limonada de una mesapequeña que había junto a la cama. Bebió una gran cantidad y se refrescó. Al volver acolocar el vaso en su lugar, sintió un profundo gemido en el ropero que se hallaba enun rincón del cuarto.

—¿Quién anda ahí? —gritó el Emperador, tomando su revólver—. Hable o levuelo la tapa de los sesos.

El único efecto que generó esta amenaza fue una risa breve y pronunciada, y luegole siguió un silencio absoluto.

El Emperador se levantó de un salto, se puso rápidamente su robe-de-chambre,que había dejado en el respaldo de una silla, y se dirigió con valentía hacia el roperoembrujado. Algo crujió cuando abrió la puerta. Avanzó hacia adelante con el arma enla mano. No apareció nadie —ni un alma ni una sustancia—; el crujido evidentementehabía sido provocado por la caída de un abrigo, que colgaba de un gancho en lapuerta. Algo avergonzado de sí mismo, regresó a la cama.

Cuando estaba a punto de cerrar los ojos otra vez, se oscureció de pronto la luz delas tres velas de cera que se hallaban en un candelabro de plata sobre la repisa de lachimenea. El Emperador miró hacia arriba: una sombra negra y opaca la tapaba.

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Sudando de terror, Napoleón extendió la mano para alcanzar el cordón de la campana,pero algún ser invisible se la arrebató y en ese mismo momento desapareció la sombraamenazante.

—¡Bah! —exclamó el Emperador—. Sólo fue una ilusión óptica.—¿Sí? —susurró cerca de su oído una voz apagada, con tono grave y misterioso

—. ¿Fue una ilusión, Emperador de Francia? ¡No! Lo que usted oyó y vio es una tristerealidad, una advertencia. ¡Levántese! ¡Usted, que enarboló el estandarte del águila!¡Despiértese! ¡Usted, que blandió el cetro de lirios! Sígame, Napoleón, y verá más.

Cuando la voz dejó de oírse, el Emperador percibió con asombro una figura.Pertenecía a un hombre alto y delgado, vestido con una levita azul, ribeteada conencaje de oro. Llevaba una corbata negra muy ajustada, con dos pequeños brochescolocados debajo de las orejas. Tenía la cara pálida, la lengua le sobresalía de entre losdientes, y los ojos, vidriosos y enrojecidos, se salían de sus cuencas de modo temibley prominente.

—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Qué es lo que veo? ¿De dónde havenido, espectro?

La aparición no dijo nada pero avanzó un poco y, levantando el dedo, le hizoseñas a Napoleón para que lo siguiera. El Emperador, bajo el influjo de una fuerzamisteriosa, que le anuló la capacidad de pensar y de actuar por sí mismo, obedeció ensilencio. La pared sólida del cuarto se abrió cuando se acercaron y, luego deatravesarla, se cerró tras ellos con un ruido similar al de un trueno. La oscuridadhubiera sido absoluta de no ser por la débil luz que brillaba alrededor del fantasma ypermitía ver las paredes húmedas de un largo corredor abovedado. Avanzaron por allícon silenciosa celeridad. Una brisa fría y refrescante subía rápidamente por la bóveda,con el sonido de un lamento, anunciando que se acercaban al exterior; el Emperadorse ajustó un poco más su camisón holgado. Enseguida salieron y Napoleón advirtióque se hallaba en una de las calles principales de París.

—Estimable espíritu —dijo, temblando con el aire frío de la noche—, permítameregresar a ponerme un abrigo. Volveré enseguida.

—Avance —respondió su compañero, implacable.A pesar de la creciente indignación que le provocó una especie de ahogo, el

Emperador se sintió obligado a obedecer.Siguieron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa imponente

construida en las orillas del Sena. Aquí, el espectro se detuvo: las puertas se abrieronpara recibirlos y ambos entraron en un amplio vestíbulo de mármol, cubierto en partepor una cortina. A través de sus pliegues semitransparentes se podía ver una luz

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intensa que brillaba con un lustre deslumbrante. Delante de esta cortina, había unahilera de figuras femeninas lujosamente vestidas. Llevaban en la cabeza guirnaldascon las más bellas flores, pero tenían la cara oculta por horribles máscaras querepresentaban calaveras humanas.

—¿Qué significa toda esta mascarada? —gritó el Emperador, haciendo un esfuerzopara deshacerse de esas cadenas mentales que lo limitaban contra su voluntad—.¿Dónde estoy, y por qué me trajo hasta aquí?

—Silencio —le contestó el guía, con esa lengua negra y sangrienta sobresaliendoaun más de su boca—. Haga silencio, si quiere evitar la muerte inmediata.

El Emperador habría respondido —su coraje natural era capaz de superar el temortransitorio que lo había dominado al comienzo—, pero en ese momento una melodíaextravagante, sobrenatural, fue aumentando el volumen detrás de la inmensa cortina,que iba y venía, hinchándose lentamente hacia afuera como agitada por unaconmoción interna o una lucha entre fuertes vientos. En ese mismo instante, penetróen ese vestíbulo embrujado una mezcla abrumadora de olores de cuerpos putrefactos,combinada con las fragancias más finas de Oriente. Ahora se oía a la distancia elmurmullo de muchas voces, y algo lo tomó del brazo desde atrás, con ansiedad.

Se dio vuelta rápidamente. Sus ojos se encontraron con el rostro familiar deMarie-Louise.

—¿Qué sucede? ¿Tú también en este sitio infernal? —le preguntó—. ¿Qué te trajohasta aquí?

—¿Puedo hacerte la misma pregunta? —respondió la Emperatriz, sonriendo.Napoleón no dijo nada; el asombro se lo impidió.Ya no había ninguna cortina entre la luz y él. Había desaparecido como por arte de

magia, y una araña extraordinaria colgaba encima de su cabeza. A su alrededor, habíaun grupo numeroso de mujeres, lujosamente vestidas pero sin las máscaras decalaveras humanas, y, entre ellas, una cantidad similar de caballeros, contentos yanimados. Todavía se oía la música, pero era evidente que provenía de una orquestaubicada cerca de él. Aún se percibía un agradable olor a incienso, aunque no estabamezclado con ningún hedor.

—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Cómo sucedió todo esto? ¿Dóndediablos está el espectro?

—¿El espectro? —contestó la Emperatriz—. ¿A qué te refieres? ¿No seria mejorque salieras del cuarto y fueras a descansar?

—¿Que salga del cuarto? ¿Por qué? ¿Dónde estoy?—En mi salón privado, rodeado de algunos cortesanos que invité a un baile esta

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noche. Entraste hace unos minutos en camisón, con los ojos fijos y bien abiertos.Supongo, por tu asombro, que caminabas sonámbulo.

Inmediatamente, el Emperador sufrió un ataque de catalepsia, y siguió en eseestado toda la noche y gran parte del día siguiente.

Título original: «Napoleón and the Spectre», 1833, publicadoposteriormente en The Twelve Adventurers and Other Stories, 1925.

Traducción: Fabiana A. Sordi

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A

La pata de mono

William Wymark Jacobs

I

fuera, la noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de la residenciaLaburnam las persianas estaban cerradas y el fuego ardía vivamente. Padre ehijo jugaban al ajedrez; el primero, que tenía la idea de que el juego involucrabacambios radicales, ponía a su rey en peligros tan intensos e innecesarios comopara arrancarle comentarios a la anciana de cabello blanco que tejía

plácidamente junto al fuego.—Escuchen el viento —dijo el señor White, quien, tras haberse dado cuenta de un

error fatal cuando ya era demasiado tarde, deseaba amablemente impedir que su hijolo viera.

—Estoy escuchando —confirmó éste, inspeccionando severamente el tableromientras extendía la mano—. Jaque.

—Me cuesta trabajo creer que vendrá esta noche —comentó su padre, con lamano suspendida sobre el tablero.

—Mate —replicó el hijo.—Eso es lo peor de vivir tan lejos —gritó el señor White con repentina e

inesperada violencia—. De todos los lugares más detestables, fangosos y solitarios,éste es el peor. El sendero es una ciénaga y el camino es un torrente. No sé en quéestán pensando todos. Supongo que porque sólo hay dos casas en el camino creenque carece de importancia.

—No tiene caso, querido —dijo su esposa, con tono conciliador—, tal vez ganesla próxima vez.

De pronto, el señor White levantó los ojos, justo a tiempo para interceptar una

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mirada de entendimiento entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, yescondió un gesto de culpabilidad en su delgada barba gris.

—Ahí está —dijo Herbert White, mientras el portal se cerraba y se acercaban a lapuerta unos pasos fuertes y pesados.

El anciano se levantó con hospitalaria celeridad y, al abrir la puerta, lo oyerondarle el pésame al recién llegado, quien también se compadeció de sí mismo. Laseñora White dijo:

—¡Ya, ya! —y tosió suavemente, mientras su esposo entraba en la sala, seguido deun hombre alto y corpulento, de ojos pequeños y semblante rubio rojizo.

—El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo.El sargento mayor estrechó sus manos, tomó el asiento que le ofrecieron junto al

fuego y se quedó observando plácidamente mientras su anfitrión sacaba whisky yvasos, y colocaba una pequeña tetera de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, sus ojos se tornaron más brillantes, y comenzó a hablar. Elpequeño círculo familiar apreciaba con ansioso interés a este visitante de tierraslejanas, que hablaba de lugares desconocidos y formidables hazañas, de guerras ypestes, y pueblos extraños.

—Hace veintiún años de eso —recordó el señor White, inclinando la cabeza a suesposa e hijo—. Cuando se fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora.

—No parece haberle ido tan mal —agregó amablemente la señora White.—A mi también me gustaría ir a la India —comentó el anciano—; sólo para echar

un vistazo.—Está mejor aquí —respondió el sargento mayor, sacudiendo la cabeza. Apoyó el

vaso vacío y, suspirando suavemente, la sacudió de nuevo.—Me gustaría ver todos esos antiguos templos y a los faquires y malabaristas —

afirmó el viejo—. ¿Qué era eso que comenzó a contarme el otro día sobre una pata demono, o algo así, Morris?

—Nada —contestó el soldado rápidamente—. Por lo menos, nada que valga lapena escuchar.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White con curiosidad.—Bueno, es sólo un poco de lo que ustedes llamarían magia —dijo el sargento

mayor espontáneamente.Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos. Con la mente ausente, el visitante se llevó

el vaso a los labios, y luego volvió a dejarlo. Su anfitrión lo llenó.—Si la miran —continuó el sargento mayor, buscando torpemente en su bolsillo

—, es sólo una patita común, momificada.

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Sacó algo de su bolsillo y lo mostró. La señora White se apartó haciendo unamueca, pero su hijo la tomó y la examinó con curiosidad.

—¿Y qué tiene de especial? —inquirió el señor White al quitársela a su hijo; perodespués de observarla, la colocó sobre la mesa.

—Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento mayor—. Era un hombre santo.Quería demostrar que el destino rige la vida de las personas y que los que interfierencon él lo hacen muy a su pesar. La hechizó de manera que tres hombres distintospudieran pedirle tres deseos cada uno.

Sus gestos eran tan impresionantes que sus interlocutores se dieron cuenta de quesu risa ligera no concordaba con la situación.

—Y bien, ¿por qué no pide usted tres deseos? —preguntó Herbert, astutamente.El soldado lo miró como un hombre de edad madura debe ver a un joven

presuntuoso.—Ya los pedí —respondió quedamente, y su cara enrojecida palideció.—¿Y en realidad se le cumplieron los tres deseos? —interrogó el señor White.—Sí —dijo el sargento mayor, y su vaso chocó contra sus dientes fuertes.—¿Y alguien más ha pedido deseos? —insistió la anciana.—El primer hombre pidió sus tres deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé cuáles

fueron los primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Así fue como obtuve la pata.Su tono era tan serio que se hizo un silencio en el grupo.—Si ya pidió usted sus tres deseos, entonces ya no le sirve para nada, Morris —

afirmó el anciano—. ¿Para qué la conserva?El soldado sacudió la cabeza.—Por gusto, supongo —dijo lentamente.—Si tuviera tres deseos más —agregó el anciano, mirándolo con perspicacia—,

¿los pediría?—No lo sé —dijo el otro hombre—, no lo sé.Tomó la pata, y, balanceándola entre el dedo índice y el pulgar, la arrojó al fuego.

White, con un leve gemido, se agachó y la recogió.—Es mejor dejar que se queme —comentó el soldado seriamente.—Morris, si usted no la quiere —dijo el otro—, démela a mí.—No lo haré —insistió su amigo—. Yo la lancé al fuego. Si la conserva, no me

culpe por lo que ocurra. Arrójela de nuevo a las llamas; sea sensato.El otro movió la cabeza y examinó de cerca su nueva posesión.—¿Cómo lo hace? —inquirió.—Levántela con la mano derecha y pida el deseo en voz alta —dijo el sargento

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mayor—. Pero lo prevengo sobre las consecuencias.—Suena como Las mil y una noches —opinó la señora White, mientras se

levantaba y comenzaba a preparar la cena—. ¿Cree usted que podría pedir cuatropares de manos para mí?

Su esposo sacó el talismán de su bolsillo y los tres se echaron a reír, mientras elsargento mayor, con cara de alarmado, lo tomaba del brazo.

—Si va a pedir un deseo —dijo ásperamente—, pida algo sensato.El señor White la volvió a poner en su bolsillo, y, acomodando las sillas, invitó a

su amigo a la mesa. Durante la cena, el talismán fue parcialmente olvidado y, luego,los tres se sentaron a escuchar, encantados, una segunda parte de las aventuras delsoldado en la India.

—Si el cuento de la pata de mono no es más veraz que los otros que nos hacontado, no conseguiremos nada de ella —dijo Herbert, al cerrarse la puerta tras suinvitado, que salió apurado por alcanzar el último tren.

—¿Le diste algo a cambio? —inquirió la señora White, mirando de cerca a suesposo.

—Muy poca cosa —respondió él, ruborizándose levemente—. No quería nada,pero lo obligué a aceptar. Y otra vez me presionó para que la tirara.

—Seguramente seremos ricos, famosos y felices —dijo Herbert con horror fingido—. Para comenzar, padre, pide ser emperador… así tu esposa no te dominará.

Corrió alrededor de la mesa, perseguido por la traviesa señora White, armada conla funda de un almohadón.

El señor White extrajo la pata del bolsillo y la miró dudando.—No sé qué pedir, eso es un hecho —dijo pausadamente—. Me parece que tengo

todo lo que quiero.—Si pudieras pagar la casa, estarías muy feliz, ¿o no? —comentó Herbert, con la

mano en su hombro—. Bueno, entonces pide doscientas libras; eso sería suficiente.Su padre, sonriendo avergonzado ante su propia credulidad, levantó el talismán,

mientras su hijo, con el rostro serio y un tanto desfigurado por el guiño que hacía a sumadre, se sentó al piano y tocó unos acordes impresionantes.

—Deseo doscientas libras —aseguró el anciano.Un estrepitoso sonido del piano recibió la palabras, interrumpido por un

estremecedor gemido del viejo. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.—Se movió —gritó, con una mirada de disgusto hacia el objeto que yacía en el

piso—. Al pedir el deseo se torció en mi mano como una víbora.—Bien, no veo el dinero —dijo su hijo, al levantarla y ponerla sobre la mesa— y

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apuesto a que nunca lo veré.—Debe haber sido tu imaginación —comentó su esposa, mirándolo ansiosamente.Él movió la cabeza.—Sin embargo, no importa. No se ha hecho ningún mal, aunque me llevé una

fuerte impresión.De nuevo se sentaron ante el fuego, mientras los dos hombres terminaban de

fumar sus pipas. Afuera, el viento soplaba más que nunca, y el anciano se sobresaltópor el sonido de una puerta golpeando violentamente en el piso de arriba. Un silencioinusual y depresivo se abatió sobre ellos, y duró hasta que la anciana pareja se levantópara retirarse a dormir.

—Espero que encuentren el dinero dentro de una gran bolsa en el medio de sucama —dijo Herbert al darles las buenas noches—, y a algo horrible agazapado sobreel armario observándolos mientras se guardan su riqueza malhabida.

El señor White se sentó en la oscuridad, contemplando el fuego agonizante, yadivinando rostros en él. El último fue tan espantoso y simiesco que lo miróestupefacto. Se volvió tan vivido que, con una risita intranquila, buscó en la mesa unvaso que tuviera un poco de agua para arrojársela. Su mano se topó con la pata demono y, con un ligero estremecimiento, se la frotó en el abrigo y subió a suhabitación.

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II

A la mañana siguiente, en la claridad del sol frío que iluminaba la mesa deldesayuno, Herbert se rió de sus miedos. Había un aire de integridad en la habitación,ausente la noche anterior, y la pata sucia y reseca estaba abandonada sobre un mueblecon un descuido que no denotaba mucha fe en sus virtudes.

—Supongo que todos los soldados viejos son iguales —dijo la señora White—.¡Qué idea la de hacernos escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían concederse deseosen estos días? Y si se pudiera, ¿cómo podrían perjudicarte doscientas libras?

—Podrían caer del cielo sobre su cabeza —imaginó el frívolo Herbert.—Morris dijo que todas las cosas ocurrían con tanta naturalidad —comentó su

padre—, que podrías, si quisieras, atribuirlas a una coincidencia.—Bueno, no se lancen sobre el dinero antes de que yo vuelva —agregó Herbert al

levantarse de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, ytengamos que repudiarte.

Su madre rió. Luego lo acompañó a la salida y lo miró alejarse por el camino. Alregresar a la mesa del desayuno, se divirtió a costa de la credulidad de su esposo.Todo esto no impidió que corriera a la puerta cuando llamó el cartero, ni que serefiriera con brusquedad a los suboficiales retirados de costumbres bohemias cuandodescubrió que en el correo venía una factura del sastre.

—Me imagino que Herbert hará alguno de sus comentarios graciosos cuandovuelva a casa —dijo mientras se sentaban a comer.

—Así lo creo —respondió el señor White, sirviéndose un poco de cerveza—.Pero, de cualquier modo, la cosa se movió en mi mano; lo juro.

—Te imaginaste que se movía —dijo la anciana con tono conciliador.—Te digo que se movió —replicó él—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?Su esposa no contestó. Estaba observando los misteriosos movimientos de un

hombre que estaba afuera, y que, mirando de forma poco decidida hacia la casa,parecía intentar convencerse de entrar. Ella lo asoció con las doscientas libras, cuandonotó que el extraño estaba bien vestido, y llevaba un sombrero de seda, brillante detan nuevo. Aquel hombre hizo tres veces una pausa ante la cerca, y luego echó a andarotra vez. La cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre ella, y, con repentina resolución,la abrió de par en par y caminó por el sendero. Al mismo tiempo, la señora White sellevó las manos a la espalda, se desató apresuradamente el delantal, y puso ese útilaccesorio debajo del almohadón de la silla.

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Invitó al extraño a pasar a la sala. Él, que parecía intranquilo, la mirófurtivamente, y escuchó preocupado las disculpas de la anciana por la apariencia dellugar y el abrigo de su esposo, prenda que por lo general reservaba para el jardín.Entonces esperó, tan pacientemente como su sumisión se lo permitía, a que él dijeraqué lo había traído hasta allí, pero al principio estuvo extrañamente silencioso.

—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle un trocito dealgodón a sus pantalones—. Vengo de Maw y Meggins.

La anciana se sobresaltó.—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert? ¿Qué

pasó? ¿Qué pasó?Su esposo intervino.—Calma, calma, madre —dijo apresuradamente—. Siéntate y no saques

conclusiones. Estoy seguro de que usted no ha traído malas noticias, señor —y miró alotro, anhelante.

—Lo siento… —comenzó el visitante.—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.El hombre asintió.—Muy herido —dijo suavemente—. Pero no sufre.—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora White juntando las manos—. ¡Gracias a

Dios! ¡Gracias…!Se interrumpió de pronto, al comprender el siniestro sentido que se escondía en

ese consuelo, y vio la terrible confirmación de sus temores en el rostro del hombre.Entonces contuvo la respiración, miró a su marido, que parecía no entender, y le tomóla mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Quedó atrapado en las máquinas —dijo el hombre en voz baja.—Quedó atrapado en las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí.Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer entre las

suyas y la apretó, como lo hacía cuarenta años antes, cuando la cortejaba.—Era el único que nos quedaba —dijo, volviéndose suavemente hacia el visitante

—. Es muy duro.El otro tosió, se levantó y se acercó con lentitud a la ventana.—La empresa me ha encomendado que les exprese sus condolencias por esta gran

pérdida —dijo sin volverse—. Les ruego que comprendan que sólo soy un empleadoy que obedezco órdenes.

No hubo respuesta. El rostro de la señora White estaba lívido, sus ojos fijos, y surespiración inaudible. El semblante de su esposo reflejaba una expresión como la que

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podría haber tenido su amigo el sargento al comienzo de su carrera.—Quería decirles que Maw y Meggins se deslindan de responsabilidades —

prosiguió—. No admiten ninguna obligación. Pero en consideración a los serviciosprestados por su hijo, desean compensarlos con una cantidad de dinero.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con horror alvisitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra:

—¿Cuánto?—Doscientas libras —fue la respuesta.Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió lánguidamente, extendió los

brazos como un ciego y se desplomó sin sentido.

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III

En el cementerio nuevo e inmenso, a unos tres kilómetros de distancia, marido ymujer sepultaron a su hijo y volvieron a la casa inmersos en la sombra y el silencio.Todo fue tan rápido que al principio casi no se dieron cuenta y les quedó unaesperanza, como si fuera a ocurrir algo que aliviara ese peso, demasiado grande parados corazones viejos.

Pero pasaron los días y esa esperanza se transformó en resignación, esadesesperada resignación de los viejos que algunos llaman apatía. A veces casi nohablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran largos hasta el cansancio.

Alrededor de una semana después, el señor White se despertó repentinamente unanoche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras y él escuchó elsonido de un llanto contenido que venía de la ventana. Se incorporó en la cama paraescuchar mejor.

—Ven aquí —dijo tiernamente—. Te va a dar frío.—¡Mi hijo tiene frío! —respondió la señora White y volvió a llorar.Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y

sus ojos, pesados de sueño. Cabeceó de forma intermitente hasta que un grito salvajede su mujer lo despertó bruscamente.

—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata de mono!El señor White se levantó alarmado.—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué pasa?Ella se acercó a él tambaleante.—La quiero —dijo en voz baja—. ¿No la has destruido?—Está en la sala, sobre la repisa —contestó, asombrado—. ¿Por qué?Llorando y riendo al mismo tiempo, se inclinó y lo besó.—La había olvidado —dijo histéricamente—. ¿Por qué no lo había pensado antes?

¿Por qué no lo habías pensado tú?—¿Pensar qué? —preguntó.—En los otros dos deseos —respondió rápidamente—. Sólo hemos pedido uno.—¿Y no fue suficiente?—No —gritó ella, con aires de triunfo—. Pediremos uno más. Baja y tráela

pronto, y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.El hombre se sentó en la cama. Levantó las sábanas y sus temblorosos miembros

quedaron al descubierto.

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—Dios mío, estás loca —gritó horrorizado.—Tráela —jadeó—. Tráela pronto y pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!El hombre encendió la vela.—Vuelve a acostarte —dijo, inseguro—. No sabes lo que estás diciendo.—Nuestro primer deseo se cumplió —afirmó la mujer febrilmente—. ¿Por qué no

el segundo?—Fue una coincidencia —balbuceó el anciano.—Ve por ella y pide el deseo —gritó su esposa, temblando por la emoción.El marido se dio vuelta, la miró y dijo con voz trémula:—Hace diez días que está muerto, y además… no quiero decir más… sólo pude

reconocerlo por la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras,ahora…

—Tráemelo —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que le tengomiedo al niño que crié?

Él bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estabaen su lugar, y un miedo terrible de que su deseo aún no formulado trajera a su hijomutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto se apoderó de él y le cortó larespiración al advertir que había perdido el rastro de la puerta. Con la frente fria por elsudor, tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta que se encontró en elpequeño pasillo con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta el rostro de su mujer le pareció distinto.Estaba ansiosa y pálida, y tenía algo sobrenatural. Tuvo miedo de ella.

—Pídelo —gritó con violencia.—Es absurdo y perverso —balbuceó.—Pídelo —repitió su esposa.El hombre levantó la mano.—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.El talismán cayó al suelo y el señor White lo miró con terror. Luego, temblando, se

dejó caer en una silla, mientras la anciana, con ojos febriles, se acercaba a la ventana ylevantaba la persiana.

El hombre se quedó sentado, inmóvil, aterrado; miraba ocasionalmente la siluetade la anciana que escudriñaba por la ventana. El cabo de la vela, quemado hasta elborde del candelero de porcelana, lanzaba sombras palpitantes sobre el techo y lasparedes, hasta que expiró, con una última oscilación. El anciano, con un inexplicablealivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama. Minutos después, ella vinosilenciosa y apática a su lado.

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No hablaron. Escuchaban en silencio el pulso del reloj. Crujió un escalón y unratón se escurrió por la pared. La oscuridad era opresiva, y, después de pasar un ratojuntando coraje, el señor White buscó la caja de fósforos, encendió uno y bajó abuscar una vela.

Al pie de la escalera se apagó el fósforo y él se detuvo para encender otro. Almismo tiempo, sonó un golpe suave, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Se le cayeron los fósforos. Él permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que serepitió el golpe. Huyó a su cuarto y rápidamente cerró la puerta. Resonó un tercergolpe por toda la casa.

—¿Qué fue eso? —dijo la mujer, levantándose de la cama.—Un ratón —contestó el hombre, con un estremecimiento—, un ratón. Pasó a mi

lado por la escalera.La mujer se había erguido y escuchaba. Un golpe más fuerte que los anteriores

retumbó en el aire.—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡Es Herbert!Corrió hacia la puerta, pero su esposo la siguió, la tomó de un brazo, y la mantuvo

inmovilizada.—¿Qué vas a hacer? —susurró con voz quebrada.—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimió ella, luchando por liberarse—. Olvidé que

estaba a tres kilómetros de aquí. ¿Por qué me detienes? Déjame ir. Debo abrirle lapuerta.

—¡Por el amor de Dios, no lo dejes entrar! —exclamó el anciano, lleno de terror.—¿Vas a temerle a tu propio hijo? —gritó, forzando a su marido a soltarla—.-

Déjame ir. ¡Ya voy, hijo! ¡Voy a verte, Herbert!Sonó otro golpe, y otro más. La anciana, con un tirón desesperado, se zafó de su

esposo y corrió hacia abajo. Él fue detrás de ella y la llamó angustiosamente al darsecuenta de que bajaba por la escalera. Oyó cómo soltaba la cadena y quitaba el pasadorde la puerta. Luego, la voz jadeante de la anciana llegó hasta él.

—El cerrojo de arriba —gritó—. Ven pronto. No lo alcanzo.Pero su esposo estaba agachado en el piso, buscando la pata. Si pudiera

encontrarla antes de que aquella cosa entrase a la casa. Los golpes eran ahora másfrenéticos. Oyó que su esposa se apoderaba de una silla y la arrastraba hasta colocarlajunto a la puerta. Descorrió el cerrojo. En ese momento, el anciano encontró la pata demono y pidió su tercer y último deseo, ya casi sin aliento.

Los golpes cesaron abruptamente, aunque su eco se quedó en el aire. Escuchó a suesposa mover la silla y abrir la puerta. Una fría corriente de aire se coló hasta la

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escalera, y un largo lamento de desaliento y dolor de su esposa le dio fuerzas paracorrer a su lado. Desde la puerta vio el farol que se balanceaba en la acera de enfrente,iluminando un camino tranquilo y solitario.

Título original: «The Monkey’s Paw», 1902, enThe Lady of the Barge (1906). Gentileza: The Society of Authors.

Tomado de: Cuentos de terror, Alfaguara, México, 1997.Traducción: Noemí Novell

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N

Relato de los extrañossucesos de la calle Aungier

Joseph Sheridan Le Fanu

o vale la pena relatar mi historia; al menos, no vale la pena escribirla. Enrealidad, al contarla como me lo pidieron a veces, no me fue tan mal, aunqueno soy yo quien debiera decirlo. Era una noche de invierno, y yo meencontraba ante un círculo de rostros inteligentes y ávidos, iluminados por unbuen fuego después de la cena; afuera se levantaba el viento helado y gemía,

mientras los comensales se hallaban en el interior, cómodos y abrigados. Pero esarriesgado hacerlo como usted me lo pide. La pluma, la tinta y el papel no son mediosadecuados para transmitir lo maravilloso, y un «lector» es por cierto un animal máscrítico que un «escucha». No obstante, si usted puede convencer a sus amigos de quelo lean al anochecer, y después que la conversación alrededor de la chimenea hayaversado sobre cuentos emocionantes de ese terror vago e impreciso; en pocaspalabras, si usted me asegura el mollia tempora fandi, me consagraré a la tarea, y dirélo que tengo que decir con mi mejor disposición. Bueno, pues, dadas estascondiciones, no diré más, y le contaré de manera sencilla cómo ocurrió todo.

Mi primo, Tom Ludlow, y yo estudiamos juntos medicina. Creo que hubiese sidoun buen médico de haber insistido en la profesión, pero prefirió la Iglesia, pobremuchacho, y murió joven, víctima de la peste, contraída durante el noble desempeñode sus funciones. Pero, para nuestros fines, baste con decir que tenía un carácterreposado, aunque de naturaleza franca y alegre; era muy estricto en cuanto alcumplimiento de la verdad, y no se parecía a mí en modo alguno, pues mitemperamento es excitable y nervioso.

Mientras estudiábamos, mi tío Ludlow, el padre de Tom, compró tres o cuatrocasas viejas en la calle Aungier. Una de ellas estaba desocupada. Él residía en elcampo, y Tom propuso que nos estableciéramos en la casa vacía mientras no se

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alquilara; una opción que cumpliría el doble fin de situarnos cerca de la universidad yde nuestros lugares de diversión, y de ahorramos el pago de la renta semanal por elhospedaje.

Nuestro mobiliario era muy escaso; nuestro equipaje, modesto y rudimentario enextremo. En pocas palabras, nuestras posesiones eran casi tan austeras como las de uncampamento militar. Así pues, llevamos a cabo nuestro plan no bien lo ideamos. Elsalón se convirtió en la sala de estar. A mí me tocó el dormitorio ubicado encima de lasala, y a Tom, el de atrás, en el mismo piso, cuarto que yo no hubiera ocupado pornada del mundo.

En primer lugar, la casa era muy, muy vieja. Tengo entendido que hace cincuentaaños renovaron la fachada, pero aparte de eso no tenía nada moderno. El agente quela compró y rastreó los títulos a pedido de mi tío, me dijo que se vendió, junto a otraspropiedades confiscadas, en la casa de remates Chichester, creo que en 1702; y habíapertenecido a sir Thomas Hacket, quien fue alcalde de Dublín en los tiempos deJacobo II. Cuántos años tenía entonces, no lo sé, pero, de todos modos, los años y loscambios sufridos a través del tiempo fueron suficientes para otorgarle ese aspectomisterioso y triste, excitante y depresivo a la vez, que es tan propio de la mayoría delas mansiones antiguas.

Se modernizaron muy poco los detalles, y quizá fuera mejor así, pues había algoextraño y anticuado en las paredes y techos, en la forma de las puertas y ventanas, enla posición peculiar de la repisa de la chimenea, situada en diagonal, en las vigas y laspesadas cornisas, además de la singular solidez de la ebanistería, desde las barandillashasta los marcos de las ventanas. Todo eso era imposible de ocultar, y hubierarevelado su antigüedad debajo de innumerables capas de barniz y adornos modernos.

A decir verdad, se notaban algunos intentos, al punto de empapelar las salas, pero,de un modo u otro, el papel parecía tosco y fuera de lugar. La anciana, que atendía unpequeño bazar en el camino, y cuya hija —una solterona de cincuenta y dos años—era nuestra única criada desde el amanecer hasta su discreta retirada en cuantoterminaba de preparar el té en las dependencias de servicio, esta mujer, digo, lorecordaba, desde la época en que el juez Horrocks solía pasar allí sus días, agasajandoa sus invitados con excelente carne de venado y vinos raros y añejos. (Éste se habíaganado la reputación de ser un juez severo y «amigo de la horca» y acabó por colgarseél mismo bajo un rapto de «locura temporal», como sentenció el juez de primerainstancia). En aquellos tiempos felices, tapices de cuero dorado adornaban las salas deestar y es muy posible que causaran una magnífica impresión, pues las habitacioneseran de veras espaciosas.

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Los dormitorios tenían revestimientos, pero el del frente no era lóbrego; y en éstela hospitalidad de lo antiguo prevalecía sobre sus connotaciones sombrías. Pero eldormitorio de atrás, por compatibilidad de temperamentos, se había unido a larecámara y anulado la separación. Tenía dos ventanas sombrías ubicadas de modoextraño, que miraban al vacío frente al pie de la cama, y con el recoveco oscuropropio de las viejas casas de Dublín, como un enorme armario fantasmal. Por lanoche, este «nicho», como solía llamarlo nuestra mucama, tenía, a mi juicio, uncarácter especialmente siniestro y sugerente. La vela distante y solitaria de Tombrillaba en vano con luz trémula en la oscuridad. Allí estaba siempre vigilándolo…siempre impenetrable. Pero esto creaba sólo una parte del efecto. No tengo palabraspara expresar lo repulsiva que me resultaba toda la pieza. En sus trazos y proporcioneshabía, supongo, discordancias latentes, cierta relación indescriptible y misteriosa, queperturbaba en forma confusa algún recóndito sentido de lo apropiado y lo seguro, ydaba lugar a indescriptibles sospechas y recelos en la imaginación. En general, comodije al principio, por nada del mundo hubiera pasado una noche solo en ese cuarto.

Nunca pretendí ocultarle al pobre Tom mis debilidades supersticiosas, y él, por suparte, ridiculizaba mis temores con la mayor franqueza. Sin embargo, el escépticoestaba predestinado a recibir una dura lección, como se verá enseguida.

Al poco tiempo de ocupar nuestros respectivos dormitorios empecé a padecer unagran inquietud por las noches y trastornos en el sueño. Puesto que siempre habíadormido profundamente y no era de ningún modo propenso a las pesadillas, supongoque estas molestias me tornaron muy intolerante. Así pues, en lugar de disfrutar de miacostumbrado reposo, mi destino consistía ahora en «beber todos los horrores» cadanoche. Luego de una serie inicial de sueños desagradables y espantosos, mis angustiasadquirieron forma definitiva, y la misma visión, sin variaciones perceptibles en losdetalles, me visitaba al menos (en promedio) dos veces por semana.

Ahora bien, este sueño, pesadilla o ilusión infernal —como se la quiera llamar—en cuya desgraciada víctima me convertí, se aparecía de la siguiente manera:

Yo veía, o imaginaba que veía, cada mueble y cada particularidad de la piezadonde dormía con la más abominable nitidez, a pesar de la profunda oscuridad. Esto,como es sabido, se da al margen de la pesadilla común. Pues bien, mientras meencontraba en ese estado de clarividencia, que consistía apenas en la iluminación delescenario donde iba a presentarse el monótono cuadro vivo del horror, razón de misnoches insoportables, mi atención, de manera inmutable, se dirigía —no sé por qué—a la ventana opuesta al pie de mi cama; y siempre con el mismo efecto, un sentimientode anticipación espantoso, lento pero seguro, se apoderaba de mí. De algún modo,

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empecé a percibir que manos extrañas llevaban a cabo, para atormentarme,preparativos horribles e imprecisos en un lugar desconocido, y, luego de una pausa,que siempre me parecía igual, de pronto se asomaba una imagen por la ventana,donde se quedaba fija, como atraída por la electricidad, y entonces empezaba elcastigo del horror que a veces llegaba a durar varias horas. La imagen pegada de esemodo misterioso a la ventana era el retrato de un viejo, en bata floreada de sedacarmesí, cuyos pliegues podría describir, con un rostro que expresaba una rara mezclade intelecto, lascivia y poder, pero a la vez siniestro y rodeado de presagios malignos.Tenía la nariz ganchuda, como el pico de un buitre; los ojos grandes, grises y saltones,e iluminados por una enorme crueldad fría y mortífera. Remataba estas facciones ungorro de terciopelo carmesí; los cabellos que aparecían por debajo del gorro habíanencanecido con los años, pero las cejas conservaban su negrura original. Bienrecuerdo cada línea, matiz y sombra de ese semblante, ¡y con razón! La mirada de esacara infernal permanecía fija en mí, y la mía respondía a la inexplicable fascinación deuna pesadilla, durante un período de angustia muy prolongado. Por fin:

Cantaba el gallo y entonces desaparecía el demonio que me había esclavizadodurante las espantosas vigilias de la noche; y, atormentado y nervioso, me levantabapara cumplir con las obligaciones del día.

Sentía —no sé por qué, pero puede deberse a la intensa angustia y profundasimpresiones de horror sobrenatural, con el cual estaba asociada la extrañafantasmagoría— un insuperable rechazo a describir la naturaleza exacta de mispreocupaciones nocturnas a mi amigo y compañero. Por lo general, sin embargo, ledecía que estaba obsesionado con sueños abominables; y, conforme al materialismoatribuido a la medicina, tratamos los dos de disipar mis miedos, no a través delexorcismo, sino por medio de un tónico reconfortante.

—Le haré justicia a este tónico y admitiré con franqueza que el maldito retratoempezó a espaciar sus visitas bajo sus efectos. ¿Qué me dices? ¿Fue, pues, esasingular aparición —tan llena de carácter como de terror— una criatura de mi fantasíao la invención de mi pobre estómago? ¿Fue, en suma, subjetiva (para decirlo en lajerga técnica de nuestro tiempo), y no la intromisión y el ataque palpable de un agenteexterno? Reconozcamos, mi querido amigo, que eso carece de lógica. El espírituperverso que cautivó mis sentidos bajo la forma de un retrato, bien pudo haber estadocerca de mí y haber sido igualmente enérgico y maligno aunque yo no lo hubieravisto. ¿Qué implica la totalidad del código moral de la religión revelada en cuanto aldebido cuidado de nuestros cuerpos, a la sobriedad, la templanza, etc.? Hay unacorrespondencia obvia entre lo material y lo invisible. Hasta donde sabemos, la

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tonicidad saludable del sistema y su energía intacta pueden protegemos contrainfluencias que de otro modo volverían espantosa la vida. El mesmerista y elelectrobiólogo fracasan, en promedio, con nueve de cada diez pacientes, y esotambién puede ocurrirle al espíritu maligno. Para la producción de determinadosfenómenos espirituales son indispensables condiciones especiales del sistemacorporal. A veces la operación sale bien, pero a veces falla, eso es todo.

Descubrí después que mi compañero, escéptico al parecer, también teníaproblemas. Pero en ese momento yo aún no lo sabía. Una noche en que, por milagro,me encontraba durmiendo profundamente, me despertaron unos pasos en el vestíbulodelante de mi pieza, seguidos de un ruido atronador que resultó ser el candelabro debronce que el pobre Tom Ludlow había lanzado con todas sus fuerzas por encima dela barandilla, y que luego rebotó con gran estrépito hasta el segundo tramo de lasescaleras; y casi al mismo tiempo, Tom abrió mi puerta de golpe e irrumpió deespaldas en mi cuarto en un estado de extrema agitación.

Salté de la cama y lo agarré del brazo antes de tener una idea clara de mi propiaubicación. Allí estábamos —en camisón, delante de la puerta abierta—, mirando através de la vieja barandilla la ventana del vestíbulo, por la que brillaba la tenue luz dela luna opacada por las nubes.

—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios te pasa, Tom? —le pregunté,sacudiéndolo nervioso, con impaciencia.

Respiró hondo antes de responderme, pero no con mucha coherencia.—No, nada. Nada en absoluto. ¿Yo hablé? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela,

Richard? Está oscuro; yo… yo tenía una vela.—Sí, muy oscuro —dije—. ¿Pero qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué no contestas,

Tom? ¿Has perdido el juicio? ¿Qué pasa?—¿Qué pasa? Ah, ya acabó. Debe de haber sido un sueño, nada más que un

sueño, ¿no crees? No puede ser otra cosa que un sueño.—Por supuesto —le contesté, muy nervioso—. Fue un sueño.—Creí —dijo— que había un hombre en mi cuarto y… y salté de la cama y… y…

¿dónde está la vela?—En tu cuarto, probablemente —respondí—. ¿Voy a buscarla?—No, quédate aquí… no vayas. No importa… te pido que no vayas; fue sólo un

sueño. Cierra la puerta con llave, Dick. Me quedaré aquí contigo… estoy nervioso.Así que, Dick, sé bueno, enciende tu vela y abre la ventana… estoy en un estadocalamitoso.

Hice lo que me pedía y, envuelto en una de mis mantas como Granuaile, nuestra

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heroína irlandesa del siglo XVI, se sentó al lado de mi cama.Todo el mundo sabe lo contagioso que es el miedo de todo tipo, pero en especial

la clase de miedo que experimentaba Tom en esas circunstancias. Yo no quería oír lospormenores de la espantosa visión que tanto lo había aterrado, y creo que por nadadel mundo él los hubiese referido en ese preciso momento.

—No es necesario que me cuentes tu sueño disparatado, Tom —le dije, simulandoindiferencia, pero en verdad al borde del pánico—. Hablemos de otra cosa. Esevidente que esta casa vieja y mugrienta nos hace daño a ambos, y que Dios me librede quedarme más tiempo aquí, para sufrir indigestiones… y… pasar noches horribles.De modo que mejor buscamos otro hospedaje, ¿no te parece?, de inmediato.

Tom estuvo de acuerdo, y después de una pausa, dijo:—He estado pensando, Richard, que hace tiempo que no veo a mi padre, y he

decidido ir a verlo mañana y regresar en uno o dos días, y podrías alquilar un pisopara nosotros mientras tanto.

Supuse que esta decisión, sin duda el resultado de las visiones que lo habíanatemorizado tan hondamente, se disiparía por la mañana junto con el abatimiento y lassombras de la noche. Pero estaba equivocado. Tom se fue al campo en cuantoamaneció, y acordamos que no bien encontrara hospedaje adecuado le avisaría porcarta para que volviera de la casa del tío Ludlow.

Ahora bien, a pesar de lo ansioso que estaba por cambiar de alojamiento, sucedióque, debido a una serie de demoras y percances, pasó casi una semana antes de quepudiese cumplir con mi acuerdo y con el envío inmediato de la carta a Tom; yentretanto, su seguro servidor se vio envuelto en una o dos aventuras insignificantes,las cuales, pese a lo ridículas que puedan parecer hoy, minimizadas a la distancia, enaquel entonces estimularon en forma considerable, por cierto, mi deseo de mudarme.

Una o dos noches después de la partida de mi compañero, estaba sentado en midormitorio, al lado de la chimenea, con la puerta cerrada con llave y un vaso deponche de whisky caliente sobre la estrafalaria mesa de patas largas; pues la mejormanera de mantener a raya a

los espíritus negros y blancos,los espíritus azules y grises,

que me rodeaban, consistía en seguir la costumbre recomendada por la sabiduría demis antepasados, y «elevé mi espíritu con bebidas espirituosas». Dejé de lado elvolumen de Anatomía, y me dediqué con placer, antes de beber el ponche y acostarmeen la cama, a leer una media docena de páginas del Spectator. Y en eso oí pasos quebajaban por la escalera del desván. Eran las dos de la mañana y las calles estaban tan

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silenciosas como un camposanto. Por consiguiente, se oían los ruidos con perfectanitidez. El andar era lento y pesado, caracterizado por la afectación y la gravedad de laedad avanzada, y descendía por la angosta escalera del piso superior, y, lo que hacíamás singular el sonido era sin duda que los pies que lo producían estaban descalzos ybajaban tanteando el camino con golpes secos y torpes, muy desagradables al oído.

Sabía a ciencia cierta que mi asistente se había ido varias horas antes y que sólo yoquedaba en la casa. Era evidente también que la persona que bajaba por las escalerasno tenía la intención de disimular sus movimientos, sino que, por el contrario, parecíadispuesta a hacer más ruido aún y proceder con mayor premeditación sin necesidadalguna. Cuando los pasos llegaron al pie de la escalera delante de mi cuarto,parecieron detenerse, y supuse que en cualquier momento se abriría la puerta de golpey entraría el personaje original del odioso retrato. Sin embargo, sentí un gran aliviopocos segundos después al oír que los pasos volvían a descender, en la misma forma,por las escaleras que desembocan en las salas, y luego, después de una pausa, iban deallí al piso de abajo, al recibidor, donde dejaron de oírse.

Ahora bien, cuando cesó el ruido, yo estaba hecho un atado de nervios, comosuele decirse; había alcanzado un grado de excitación muy molesto. Me puse aescuchar, pero no se oía nada. Cobré ánimo para llevar a cabo una prueba decisiva y,con voz estentórea, grité por encima de las barandillas:

—¿Quién anda allí?Pero la única respuesta que obtuve fue el eco de mi propia voz resonando en la

vieja casa vacía… ningún nuevo movimiento; nada, en fin, que les diera a misfastidiosas sensaciones una orientación concreta. Creo que en tales circunstancias hayalgo muy desagradable y decepcionante en el sonido de la propia voz, cuando esproyectada en soledad y en vano. Intensificó mi sensación de aislamiento, y mistemores aumentaron al ver que la puerta, que yo estaba seguro de haber dejadoabierta, estaba cerrada detrás de mí; con vaga inquietud, por temor a que me cortaranla retirada, entré en mi cuarto tan rápido como pude, y allí me quedé en un estado deaislamiento imaginario, y muy incómodo en efecto, hasta el amanecer.

Esa noche no apareció el huésped descalzo, pero la noche siguiente, cuando yaestaba acostado, en la oscuridad, creo que alrededor de la misma hora que la vezanterior, oí otra vez con nitidez los pasos del viejo bajando del desván.

Esta vez ya había bebido mi ponche, y por lo tanto mi estado de ánimo eraexcelente. Salté de la cama, agarré el atizador mientras pasaba al lado del fuego casiextinguido, y en un santiamén me encontré en el vestíbulo. En ese momento, ya habíacesado el ruido, la oscuridad y el frío eran desalentadores, e imagínese mi horror

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cuando vi o creí ver un monstruo negro, no sé si con forma de hombre o de oso, depie y de espaldas a la pared, en el vestíbulo frente a mí, con un par de ojos verdes quebrillaban con luz tenue. Ahora bien, con toda franqueza le confesaré que la alacenadonde colocamos a la vista nuestros platos y tazas estaba situada justo en aquel lugar,aunque en ese momento no lo recordé. Al mismo tiempo debo decirle con todahonestidad que, pese a la imaginación exaltada, nunca pude convencerme de que fuivíctima de mi propia fantasía en este asunto, pues la aparición, después de uno o doscambios de forma, como en un acto de transformación incipiente, empezó a avanzarhacia mí, ahora que lo pienso bien, en su forma original. Empujado más por el terrorque por la audacia, le lancé el atizador por la cabeza con todas mis fuerzas; y con elacompañamiento de un horrible estrépito regresé a mi cuarto y cerré la puerta condoble llave. Entonces, apenas unos segundos después, oí que los espantosos piesdescalzos bajaban por las escaleras, hasta que cesó el sonido en el recibidor, igual quela otra vez.

Si la aparición de la noche anterior fue una ilusión óptica producto de mi fantasíaque jugueteaba con los oscuros contornos de la alacena, y si sus horribles ojos no eranmás que tazas invertidas, tuve la satisfacción, de todos modos, de haberle lanzado elatizador con asombroso resultado, ya que, para decirlo con una de esas frases hechas,«mató a dos pájaros de un tiro», tal como pusieron en evidencia los trozos yfragmentos de mi juego de té. Hice todo lo posible por consolarme y llenarme de valora partir de esas demostraciones, pero no funcionó. ¿Y qué puedo decir de esosespantosos pies descalzos y su continua marcha pesada, que marcaba los intervalos dela escalera a través de la soledad de mi casa embrujada, y a una hora en que no semanifestaba ningún influjo positivo? ¡Maldición! Todo este asunto era abominable.Me sentía muy desanimado y me horrorizaba la llegada de la noche.

Llegó, y empezó amenazante, con tormentas y ráfagas tenaces de lluviadeprimente. Las calles se volvieron silenciosas antes de lo acostumbrado; y a las docede la noche no se oía nada excepto el inquietante golpeteo de la lluvia.

Me puse todo lo cómodo y abrigado que pude. Encendí dos velas en vez de una.Renuncié a la cama y me dispuse a salir, con la vela en la mano; pues, coute qui coute,estaba decidido a ver, si era visible, al ente que perturbaba la quietud nocturna de mimansión. Estaba intranquilo y nervioso, e intenté en vano interesarme por mis libros.Caminé por el cuarto, silbando ya fuera música marcial o alegre, mientras que, de vezen cuando, intentaba escuchar el pavoroso ruido. Me senté y miré fijo la etiquetacuadrada de la solemne y discreta botella negra, hasta que «EL MEJOR WHISKY AÑEJODE MALTA DE FLANAGAN & CÍA.» se convirtió en una especie de callado

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acompañamiento de todas las especulaciones fantásticas y horribles que acosaban mimente.

Entretanto, el silencio se hizo más profundo y la oscuridad, más tenebrosa. Tratéen vano de escuchar el ruido de un vehículo o el alboroto atenuado de un riña en ladistancia. Apenas se oía el rumor de un viento incipiente que surgió después de latormenta que había atravesado las montañas de Dublín más allá del alcance del oído.En medio de esta enorme ciudad empecé a sentirme solo con la naturaleza, y sabeDios qué más. Mi valor disminuía. Sin embargo, el ponche, que embrutece a tantos,me convirtió de nuevo en un hombre, justo a tiempo para oír, con firmeza y suficientesangre fría, los pies desnudos, blandos y torpes que una vez más descendían por laescalera.

Tomé un candelabro con cierto estremecimiento. Mientras avanzaba traté deimprovisar una oración, pero callé durante un momento para escuchar, y no logréterminarla. Los pasos continuaban. Confieso que dudé por unos segundos frente a lapuerta, antes de armarme de valor y abrirla. Cuando eché una mirada, vi que elvestíbulo estaba vacío del todo: no había monstruo alguno en las escaleras, y, como eldetestable sonido había cesado, me tranquilicé lo suficiente como para aventurarmehasta la barandilla. ¡Horror de los horrores! Uno o dos peldaños más abajo, la pisadasobrenatural golpeó el piso. Logré percibir algo en movimiento; era del tamaño del piede Goliat: gris, pesado, y se sacudía con peso muerto de un escalón al otro. Por mivida, nunca había visto o imaginado una rata gris más monstruosa.

Shakespeare dijo: «Hay hombres que no soportan un cerdo asado, y otrosenloquecen al ver un gato». Estuve a punto de perder la cordura cuando vi esa rata,porque —ríase de mí, si lo desea— me lanzó lo que creo que fue una expresión demalicia indudablemente humana, y, al tiempo que se arrastraba casi entre mis pies yme observaba, podría jurar que vi —entonces lo pensé pero ahora estoy seguro— lamirada infernal y la cara odiosa de mi viejo amigo del retrato, impresas en el rostro dela enorme alimaña que tenía ante mí.

Regresé con rapidez a mi cuarto con una sensación de repugnancia y horrorimposible de describir, y aseguré la puerta, como si al otro lado hubiera un león.¡Maldito él o eso; maldito el retrato y su modelo! Tenía la sensación de que la rata —sí, la rata, la RATA que acababa de ver— era aquel ser maligno oculto bajo un disfraz,vagando por la casa en una de sus infernales diversiones nocturnas.

Temprano por la mañana, empecé a recorrer con grandes dificultades las callesfangosas, y, entre otras diligencias, envié una nota de urgencia a Tom, pidiéndole quevolviera. Pero no bien regresé a la casa me encontré con un mensaje de mi

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«compinche» viajero, en el cual me anunciaba su arribo para el día siguiente. Mealegró la noticia en más de un sentido, ya que, por un lado, había tenido éxito en mibúsqueda de alojamiento, y por otro, la aventura medio ridícula y medio horrible de lanoche anterior volvía especialmente gratos el cambio de ambiente y el retorno de micompañero.

Esa noche, dormí en forma provisoria en mi nueva vivienda de la calle Digges, y ala mañana siguiente regresé a desayunar a la mansión embrujada, donde sin duda Tomacudiría de inmediato en cuanto llegase.

Estaba en lo cierto: llegó y una de sus primeras preguntas se refirió al principalmotivo de nuestro cambio de residencia.

—Gracias a Dios —dijo, con auténtico fervor, al enterarse de que ya estaba todoarreglado—. Me alegro mucho por ti. En cuanto a mí, te aseguro que por nada en elmundo volvería a pasar una noche en esta espantosa casa vieja.

—¡Al diablo con la casa! —exclamé, con una sincera mezcla de miedo y aversión—. No hemos pasado ni un momento agradable desde que vinimos a vivir aquí.

Seguí hablando y de paso le conté mi aventura con la vieja rata hinchada.—Bueno, si eso fuera todo —dijo mi primo, fingiendo no darle importancia al

asunto—, no creo que me hubiese preocupado demasiado.—Cierto, pero su mirada, su rostro, querido Tom —insistí—, si hubieses visto

eso, habrías pensado que era cualquier cosa menos lo que las apariencias indicaban.—Prefiero creer que el mejor prestidigitador en ese caso sería un gato grande y

robusto —respondió, con una risita irritante.—Pero ahora hablemos de tu propia aventura —dije, con brusquedad.Ante esta provocación, miró a su alrededor con inquietud. Yo le había avivado un

recuerdo muy desagradable.—La oirás, Dick, te la contaré —dijo—, pero, por Dios, caballero, relatarla aquí

me haría sentir muy incómodo, pese a que presentamos un frente demasiado sólidocomo para que los fantasmas se atrevan a entrometerse en este momento.

Aunque lo dijo en broma, creo que fue una apreciación seria. Nuestra criadaestaba en un rincón del cuarto, guardando los trozos de la vajilla y del juego de té deporcelana en una canasta. Pronto dejó la tarea, y con la boca y los ojos muy abiertosse puso a escuchar absorta. Tom relató sus experiencias casi con estas mismaspalabras:

—Lo vi tres veces, Dick, tres veces inconfundibles, y estoy absolutamente segurode que tenía la intención de hacerme un daño infernal. Como te decía, yo estaba enpeligro, en grave peligro; pues en el mejor de los casos, de no haber huido tan pronto,

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sin duda hubiese perdido la razón. Gracias a Dios, me escapé.»La primera noche en que ocurrió este repulsivo episodio me hallaba acostado en

la vieja cama de madera con la intención de dormir. Me repugna recordarlo. Enrealidad, estaba bien despierto, pese a que había apagado la vela y me manteníainmóvil como si estuviera dormido; y, aunque inquietos en ocasiones, mispensamientos se sucedían de modo alegre y placentero.

»Creo que, cuando oí un sonido en… en ese recoveco detestable y oscuro en elextremo del dormitorio, eran por lo menos las dos de la mañana. Parecía como sialguien arrastrara con lentitud un trozo de cuerda por el piso, levantándola y dejándolacaer de nuevo, suavemente, en espirales. Me senté en la cama una o dos veces, perono pude distinguir nada, así que llegué a la conclusión de que se trataba de los ratonesdel revestimiento de las paredes. No sentí ninguna emoción alarmante, exceptocuriosidad, y poco después dejé de prestar atención.

»Mientras permanecía en ese estado, aunque parezca raro, sin sospechar alprincipio de la presencia de algo sobrenatural, vi de pronto a un viejo, más bienrobusto y corpulento, en una especie de bata de color rojo apagado, con una gorranegra en la cabeza, que se movía con lentitud y dificultad en forma diagonal a travésdel dormitorio, desde el recoveco, pasando delante del pie de mi cama, hasta elantiguo armario de la leña a mi izquierda. Llevaba algo bajo el brazo: la cabeza lecolgaba ligeramente hacia un lado; y, ¡Dios misericordioso!, cuando le vi la cara…».

Tom se calló por un momento, y luego continuó:—Ese semblante funesto, que vivo o muerto nunca podré olvidar, reveló lo que

era. Sin mirar a izquierda o derecha, pasó por mi lado, y entró en el armario ubicadocerca de la cabecera de la cama.

»Mientras se acercaba a mí esa especie pavorosa e indescriptible de muerte yculpa, sentí que ya no tenía la capacidad para hablar ni moverme, al igual que uncadáver. Muchas horas después de su desaparición, yo aún estaba demasiadoaterrorizado y débil como para intentar algún movimiento. En cuanto llegó el día, mearmé de valor y registré el cuarto, en especial el camino que pareció tomar el aterradorintruso, pero no había rastros de que alguien hubiese pasado por allí, ni señalesvisibles de desorden entre la leña que cubría el piso del armario.

»Empecé a recuperarme un poco en ese momento. Estaba rendido y exhausto, ypor fin me venció un sueño febril. Bajé tarde, y al verte tan abatido, por causa de tussueños relacionados con el retrato, cuyo original se presentó ante mí —ahora lo sé—,no quise hablar sobre la visión infernal. De hecho, estaba tratando de convencerme amí mismo de que todo había sido una alucinación, y no tenía deseos de revivir la

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intensidad de las repugnantes impresiones de la noche anterior… ni de comprometerla persistencia de mi escepticismo, por medio del relato de mis padecimientos.

»Confieso que me hizo falta mucha sangre fría para regresar a mis aposentosembrujados la noche siguiente y acostarme tranquilo en la misma cama —continuóTom—. Y lo hice en tal estado de agitación que habría bastado una insignificancia —no me avergüenza decirlo— para desatar en mí un pánico incontrolable. Sin embargo,esa noche transcurrió en calma, como la siguiente y también dos o tres más. Empecé arecuperar la confianza en mí mismo y a convencerme de que creía en las teorías de lasilusiones espectrales, con las que al principio había tratado en vano de engañar a misconvicciones.

»La aparición había sido, en efecto, del todo anómala. Recorrió la habitación sinadvertir para nada mi presencia. Yo no la perturbé, y ésta no mostró interés por mí¿Para qué fin imaginable le servía, pues, cruzar el cuarto en forma visible? Porsupuesto, bien podría haber estado en el armario en vez de haber ido allí, con lamisma facilidad con que se introdujo en el recoveco sin entrar en la habitación enforma perceptible por los sentidos. Además, ¿cómo demonios pude verlo? Era unanoche oscura; yo no tenía velas; no había fuego en la chimenea; ¡y sin embargo lo vicon la misma claridad, tanto el colorido como el contorno, con que suelo distinguircualquier forma humana! Un sueño cataléptico podría explicarlo del todo; y yo estabadecidido a considerarlo un sueño.

»Uno de los fenómenos más notables relacionados con la mendacidad consiste enla enorme cantidad de mentiras deliberadas que nos contamos a nosotros mismos,puesto que es lícito suponer que caeríamos en el engaño con facilidad. En todo esto—no necesito decírtelo, Dick—, sencillamente me estaba mintiendo, y no creía unasola palabra de las despreciables patrañas. Sin embargo, seguí adelante, como suelenhacer los hombres, igual que los charlatanes e impostores perseverantes, que imponenpor cansancio la credulidad en las personas a través del simple recurso de lareiteración; de modo que tenía la esperanza de poder persuadirme a mí mismo, porfin, de asumir el cómodo escepticismo con respecto al fantasma.

»No había aparecido por segunda vez: era, sin duda, un alivio. Y, después de todo,¿qué me importaban él, sus viejas y peculiares vestimentas y su extraña apariencia?¡Ni un rábano! La experiencia no me había dañado en absoluto y en verdad hasta mehabía beneficiado con una buena historia. Así que me acosté en la cama, apagué lavela, y, animado por una ruidosa disputa de borrachos en el callejón de atrás, mequedé dormido.

»Me desperté sobresaltado de este profundo sueño. Estaba consciente de que había

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tenido un sueño horrible, pero no podía recordarlo. El corazón me latía con furia; mesentí aturdido y afiebrado. Me senté en la cama y miré alrededor del cuarto. La luz dela luna entraba a raudales por las ventanas sin cortinas; todo estaba como lo habíavisto la última vez; y pese a que la riña doméstica en el callejón de atrás, por desgraciapara mí, se había calmado, todavía podía oír a un simpático tipo cantando, de regresoa su casa, la canción picaresca de entonces llamada Murphy Delaney. Aprovechandoesa distracción, volví a acostarme, con la cara hacia la chimenea, y, cerrando los ojos,intenté pensar sólo en la balada, que se perdía cada vez más en la distancia:

Murphy Delaney, tan alegre y gracioso,entró en una taberna a beberse unos tragos;salió tambaleándose repleto de whiskyfresco como una lechuga, ciego como un toro.

»El cantante, cuyo estado era parecido, sin duda, al de su héroe, pronto sedistanció demasiado como para deleitar mis oídos; y a medida que se alejaba lamúsica, caí en un sueño ligero, nada reparador. De algún modo, la canción se mehabía metido en la cabeza, y empecé a divagar con las aventuras de mi respetablecompatriota, quien, al salir de la “taberna”, cayó al río, del que lo sacaron para hacerlo“comparecer” ante un “jurado”, el cual, informado por un “veterinario” de que el tipoestaba “muerto de remate y asunto concluido”, falló en conformidad, en el precisoinstante en que el difunto recobraba la conciencia, de modo que un furioso altercado yuna batalla campal concluyen la balada con la picardía y el humor apropiados.

»Con fatigada monotonía recorrí despacio la balada, hasta el último verso, y luegoempecé de nuevo, y así una y otra vez, durante mi inquieto sueño a medias. Porcuánto tiempo, no sabría decirlo. Pero, de pronto, empecé a murmurar “muerto deremate y asunto concluido”, y algo parecido a otra voz dentro de mí parecía decir,muy débilmente pero en forma nítida, “¡muerto!, ¡muerto!, ¡muerto!, ¡y que Diostenga piedad de su alma!”; y al instante me desperté de golpe, mirando fijo haciaadelante desde la almohada.

»Ahora bien —¿podrás creerlo, Dick?—, vi a la misma maldita figura, de frente, yme contemplaba con su expresión sepulcral y demoníaca a no más de dos metros de lacabecera».

Tom hizo una pausa y se limpió el sudor de la cara. Me sentí muy raro. La criadaestaba tan pálida como Tom; y, puesto que nos encontrábamos en el mismo lugar detales aventuras, todos nos sentíamos muy agradecidos, sin duda alguna, de la brillante

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luz del día y de la actividad de la calle.—Sólo la vi con claridad unos tres segundos; luego se tomó vaga e imprecisa;

pero, por mucho tiempo, hubo algo parecido a una columna de vapor oscuro en ellugar donde se había ubicado la figura entre la pared y la cama; y yo estaba seguro deque aún se encontraba ahí. Después de un buen rato, esta aparición también sedesvaneció. Llevé la ropa abajo, al recibidor, y me vestí allí, con la puerta semiabierta;luego salí a la calle, y caminé por el pueblo hasta el amanecer, hora en que regresé enun estado calamitoso y muerto de cansancio. Fue una tontería de mi parte, Dick, sentirvergüenza de contarte los motivos de mi agitación. Pensé que te reirías de mí, sobretodo porque siempre me tomé las cosas con filosofía y me referí a tus fantasmas condesprecio. Llegué a la conclusión de que no me darías tregua; de modo que mantuveen secreto mi relato de terror.

»Así pues, Dick, quizá no me creas, pero te aseguro que hace muchas noches,después de mi última experiencia, que no piso mi cuarto. Cuando te ibas a acostar, mequedaba sentado un rato en la sala de estar; luego me deslizaba en silencio hasta lapuerta de entrada, salía y me quedaba en la taberna Robin Hood hasta que se fuera elúltimo parroquiano; y luego pasaba la noche como un centinela, caminando las callesde arriba abajo hasta la mañana siguiente.

»Durante más de una semana no descansé en mi cama. A veces, me adormecía enun banco en la Robin Hood, y a veces echaba una siesta en una silla durante el día,pero no dormí normalmente en ningún momento.

»Tomé la firme decisión de que alquiláramos otra casa, pero no me atrevía aconfesarte el motivo, y de un modo u otro fui postergando mi resolución de día endía, a pesar de que mi vida se había vuelto, cada hora de dilación, tan desgraciadacomo la del criminal perseguido por la policía. Este lamentable estilo de vida estabaacabando con mi salud.

»Una tarde resolví disfrutar de una hora de sueño en tu cama. Odiaba la mía; demodo que, fuera de una sigilosa visita diaria para deshacerla, temeroso de que Martha,la criada, descubriera el secreto de mi ausencia nocturna, no entré para nada en lafatídica habitación.

»Por desgracia y para mi mala suerte, tu dormitorio estaba cerrado y te habíasllevado la llave. Fui al mío con el propósito de deshacer la cama, como de costumbre,y darle la apariencia de que había dormido en ella. Ahora bien, esa noche, debido a lacoincidencia de diversas circunstancias, me vi obligado a enfrentar una escenapavorosa. En primer lugar, me sentía literalmente abrumado por el cansancio, yansiaba dormir; en segundo lugar, el efecto del agotamiento excesivo sobre mis

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nervios se asemejaba al de un narcótico, y me volvía menos susceptible a losangustiosos miedos ya habituales en mí. Y además, la ventana estaba un pocoentreabierta, una agradable frescura impregnaba el ambiente, y, como broche de oro,el alegre sol de la tarde hacía muy agradable la habitación. ¿Qué podía impedirmedisfrutar de una hora de siesta allí? El aire resonaba con el zumbido alegre de la vida,y la abundante luz natural del día llenaba todos los rincones de la pieza.

»Cedí —suprimiendo mi desasosiego— a la casi abrumadora tentación; y apenasme quité el saco y me aflojé la corbata, me recosté en la cama con la idea de limitarmea un breve sueño de media hora, con la finalidad de disfrutar de modo inusitado deun colchón de plumas, un cobertor y un almohadón.

»Fue un hecho terrible e insidioso; y el demonio, sin duda, guió mis preparativos,fatuos y caprichosos. Tonto de mí, creí, con la mente y el cuerpo agotados por falta desueño, y una semana sin descanso en mi haber, que era posible, en esa situación,dormir tan sólo una media hora. Mi sueño fue profundo, largo y desprovisto depesadillas.

»Me desperté con calma, pero del todo, sin sobresaltos o sensaciones feas deningún tipo. Como sin duda recuerdas, era pasada la medianoche, me parece quecerca de las dos de la mañana. Cuando el sueño ha sido profundo y largo, suficientepara satisfacer las necesidades de la naturaleza, uno se despierta con frecuencia de estemodo, en forma súbita, tranquila y completa.

»Había una figura sentada en el viejo y pesado sofá al lado de la chimenea. Estabamás bien de espaldas a mí, pero yo no estaba equivocado; se dio vuelta despacio y,¡por todos los cielos!, allí estaba el rostro sepulcral, con sus infernales rasgos deperversidad y desesperanza, contemplándome con malicia. Ya no cabía duda acerca desu percepción de mi presencia, ni de la infernal maldad que lo animaba, pues selevantó y se acercó a mi cabecera. Tenía una soga alrededor del cuello, y en la manosostenía con rigidez el otro cabo, enrollado.

»Mi ángel protector me dio fuerzas para soportar la horrible crisis. Durante unossegundos, me quedé paralizado frente a la mirada del aterrador fantasma. Se acercó ala cama y me pareció que iba a meterse en ella. De inmediato salté al piso por el otroextremo, y unos segundos después, no sé cómo, me encontré en el vestíbulo.

»Pero todavía no se había roto el hechizo; no había atravesado aún el valle de lasombra de la muerte. El aborrecible fantasma estaba allí, frente a mí. Se encontrabacerca de la barandilla, un poco encorvado; y, con un cabo de la soga alrededor delcuello, balanceaba un nudo en el otro, como para lanzarlo a mi cuello, y mientrasrealizaba esta siniestra pantomima, tenía una sonrisa tan lasciva, tan horrorosa y

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espeluznante, que me anuló los sentidos. No vi ni recuerdo nada más, hasta que meencontré en tu cuarto.

»Tuve un escape milagroso, Dick —eso no se puede negar—, un escape por elcual, mientras viva, bendeciré la misericordia del cielo. Nadie puede concebir oimaginar lo que significa para un ser humano la presencia de semejante cosa, pero hevivido esa espantosa experiencia. Dick, Dick, una sombra se ha cruzado en micamino, se me ha helado la sangre hasta los tuétanos, y no seré el mismo nunca más…nunca, Dick… ¡nunca!».

Nuestra criada, una mujer madura de cincuenta y dos años, como ya dije, se habíaquedado inmóvil mientras oía el relato de Tom, y poco a poco se acercó a los dos, conla boca abierta y las cejas fruncidas sobre los ojos negros, pequeños y brillantes, hastaque, mirando de soslayo de vez en cuando por encima del hombro, se ubicó detrás denosotros. Durante el relato había hecho varios comentarios serios, en voz baja, perohe omitido tanto éstos como sus exclamaciones, por razones de brevedad y sencillez.

—He oído a menudo hablar de ello —dijo en ese momento—, pero nunca lo habíacreído hasta hoy, aunque, en realidad, ¿por qué no habría de creerlo? ¿Acaso mimadre allá abajo, en el camino, no sabe varias historias extrañas —¡bendito sea Dios!— aunque no lo diga? Pero usted no debió dormir en el dormitorio de atrás. Ella, mimadre, no quería en absoluto que yo entrara y saliera de esa habitación ni siquiera dedía, y menos que un cristiano pasara la noche allí; pues ella asegura que era sudormitorio.

—¿El dormitorio de quién? —preguntamos al mismo tiempo.—Pues, el de él… el del viejo juez… el juez Horrock, claro, que en paz descanse

—y miró aterrada a su alrededor.—¡Así sea! —murmuré, entre dientes—. Pero ¿murió allí?—¡Murió allí! No, no exactamente allí —respondió ella—. Por cierto, ¿no se

colgó de la barandilla, ese viejo pecador, Dios tenga piedad de nosotros? ¿Y no fue enel recoveco donde encontraron los mangos cortados de la soga de saltar, y el cuchillodonde colocó la cuerda —¡bendito sea Dios!— para ahorcarse? La hija de su ama dellaves era la dueña de la soga, me lo dijo mi madre varias veces, y la niña no pudorecuperarse nunca después de eso, y se despertaba sobresaltada, chillaba de noche,por las pesadillas y los terrores nocturnos que la acosaban; y decían que era el almadel viejo juez la que la atormentaba; y ella bramaba y gritaba para que alejaran al viejogrande y robusto con el cuello torcido; y entonces profería: «Ay, ¡el amo!, ¡el amo!,¡camina pesadamente hacia mí y me llama con señas! Madre querida, ¡no meabandones!». Hasta que al fin la pobre criatura murió, y los doctores dijeron que

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falleció por causa de agua en el cerebro, pues ¿qué otra cosa podían decir?—¿Cuándo pasó todo eso? —pregunté.—Ah… ¿cómo podría saberlo? —respondió—. Pero debe de haber ocurrido hace

mucho, mucho tiempo, porque el ama de llaves ya era vieja, con la pipa en la boca ysin un solo diente. Pasaba los ochenta cuando mi madre se casó, y decían que habíasido una mujer atractiva y elegante cuando el viejo juez se suicidó. Por cierto, mimadre pronto va a cumplir los ochenta. Y lo que empeoró las cosas para el viejovillano desnaturalizado, que en paz descanse, hasta el punto de asustar a la chica,como lo hizo, y llevársela de este mundo, fue lo que en su mayor parte creían ypensaban todos. Mi madre dice que la pobre criaturita era su propia hija, pues él secomportaba, según se decía, como un auténtico villano en más de un sentido, y era eljuez más amigo de la horca en todo el territorio de Irlanda, de entonces y siempre.

—Por lo que ha mencionado acerca del peligro de dormir en ese dormitorio —dije—, supongo que ha habido otras historias acerca de las apariciones del fantasma.

—Bueno, sí, hubo cosas que se dijeron, cosas raras, sin duda —respondió Martha,sin muchas ganas, al parecer—, ¿y por qué no? ¿Acaso no durmió en ese mismocuarto por más de veinte años? ¿Y no fue en el nicho donde preparó la soga que llevóa cabo, al fin, lo que él mismo solía hacer, de la misma manera que mandó matar envida a muchos hombres mejores que él?… ¿Y acaso no tendieron el cadáver en lamisma cama, lo metieron en el ataúd en ese lugar, además, y lo llevaron a su tumbadesde allí hasta el cementerio de Pether, después del dictamen del juez de instrucción?Pero hubo historias raras —mi madre las conoce todas— sobre cómo un tal NicholasSpaight se metió en un lío en relación con ese tema.

—¿Y qué dijeron del tal Nicholas Spaight? —pregunté.—Ah, si de eso se trata, puedo contárselo ahora mismo —respondió.Contó una historia muy extraña, por cierto, que despertó de tal modo mi

curiosidad, que fui a visitar a la anciana, su madre, de quien obtuve muchos detallescuriosos. En efecto, estoy tentado de relatar el suceso, pero se me ha cansado la manode tanto escribir, lo que me obliga a postergarlo. Si desea oírla en otra oportunidad,haré todo lo posible por complacerlo.

Cuando escuchamos el extraño relato que no le he contado, le hicimos una o dospreguntas más acerca de las supuestas visitas espectrales que habían asediado la casadespués de la muerte del malvado juez.

—Nunca a nadie le fue bien allí —nos dijo—. Siempre hubo terribles accidentes ymuertes repentinas, y todos se quedaron por poco tiempo. Los primeros en alquilarlapertenecían a una familia —no recuerdo el nombre—, pero de todos modos eran dos

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muchachas acompañadas de su papá. Éste tenía unos sesenta años, y era un caballerofuerte y sano como más de uno quisiera verse a esa edad. Pues bien, él dormía en eseinfortunado cuarto de atrás, y, en efecto —¡Dios nos guarde del peligro!—, loencontraron muerto una mañana, caído a medias de la cama, con la cabeza negracomo un carbón e hinchada como un budín, colgando cerca del piso. Fue un ataque,dijeron. Estaba más muerto que un pescado, de modo que él no podía contar lo que lehabía pasado; pero los ancianos estaban seguros de que el viejo juez, y no otra cosa —¡Dios nos bendiga!—, lo había asustado hasta el punto de hacerlo perder el juicio y lavida, ambas cosas a la vez.

»Poco después, llegó a la casa una solterona vieja y rica. No sé en cuál de losdormitorios dormía ella, pero vivía sola; de todo modos, una mañana, cuando lossirvientes bajaron temprano para iniciar sus tareas, la encontraron sentada en laescalera del pasillo, temblando y murmurando para sí, totalmente loca; y nunca más niellos ni sus amigos pudieron sacarle una palabra, excepto “no me pidan que me vaya,porque le prometí esperarlo”. Ella jamás les dijo a quién se refería, pero por supuestotodos los que estaban al tanto de lo que ocurría en la vieja casa sabían muy bien loque le había pasado.

»Más tarde, cuando arrendaban la casa como pensión, Micky Byrne alquiló elmismo cuarto, con su mujer y tres niños pequeños; y, por cierto, yo misma oí a laseñora Byrne cuando ésta contaba cómo se elevaban los niños sobre la cama por lanoche, sin que ella pudiera ver quién lo hacía; y cómo se sobresaltaban y chillaban atoda hora, igual que la hija muerta del ama de llaves, hasta que una noche el pobreMicky bebió una copa de más, como solía hacerlo de vez en cuando; y, —¡qué leparece!—, a medianoche creyó oír un ruido en las escaleras, y, estando ebrio, no tuvomejor idea que ir a ver por sí mismo qué pasaba. Bueno, un rato después, lo últimoque su mujer oyó fue un “¡ay Dios!”, y el estruendo de una caída que sacudió loscimientos de la mismísima casa y allí, en efecto, estaba tendido el pobre Micky, en losúltimos escalones, debajo del vestíbulo, con el cuello quebrado en dos partes, en ellugar donde fue arrojado desde la barandilla».

Luego la criada añadió:—Voy a buscar a Joe Gawey para que venga a embalar el resto de las cosas y las

lleve a su nuevo alojamiento.Y así, todos salimos juntos, cada uno dando un respiro de alivio —no lo dudo—

al atravesar el funesto umbral por última vez.Pues bien, conforme a lo acostumbrado desde tiempos inmemoriales en el ámbito

de la ficción, diré unas palabras más con el fin de acompañar al héroe no sólo a través

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de sus aventuras, sino incluso más allá de este mundo. Debe de haber notado que asícomo el héroe de carne y hueso de la novela es el personaje principal del escritor deficción, del mismo modo la vieja casa de ladrillo, madera y argamasa es laprotagonista del humilde escriba de este auténtico relato. Por lo tanto, me sientoobligado moralmente a narrar la catástrofe que la destruyó al final: dos años despuésde mi relato la alquiló un curandero charlatán, que se hacía llamar barón Duhlstoerf.Llenó las ventanas de la recepción con frascos llenos de horrores indescriptiblesconservados en aguardiente y colmó los periódicos con los habituales avisosgrandilocuentes y mendaces. Este caballero no incluía la sobriedad entre sus virtudes,y una noche, rendido por el vino, prendió fuego al cortinado de la cama, sufrióalgunas quemaduras, y las llamas consumieron toda la casa. Fue reconstruida después,y por un tiempo un empresario de pompas fúnebres se estableció en sus predios.

Así pues, le he contado mis aventuras y las de Tom, junto con algunos detallessecundarios valiosos, y, habiendo cumplido con mi obligación, le deseo muy buenasnoches y sueños placenteros.

Título original: «An Account of Some Strange Disturbances in Aungier Street»,en Dublin University Magazine, 1853.

Traducción: Luz Freire

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A

El invitado de Drácula

Bram Stoker

l empezar el viaje, el sol brillaba intensamente sobre Munich y el aire tenía esaalegría plena de los comienzos del verano. Cuando estábamos a punto de partir,Herr Delbruck —el maître d’hotel del Quatre Saisons, donde yo me alojaba—bajó hasta el coche, sin ponerse el sombrero, y, luego de desearme buen viaje, sedirigió al cochero, con la mano en la manija de la puerta del vehículo.

—No olvide que debe regresar al anochecer. El cielo parece despejado, pero el airefrío del viento norte indica que puede haber una tormenta repentina. Aunque estoyseguro de que usted no se demorará —agregó, sonriendo—, porque sabe muy bienqué noche es hoy.

—Ja, mein Herr —respondió Johann, enfáticamente, y partió de inmediato,llevándose la mano al sombrero.

Cuando ya estuvimos lejos de la ciudad, le pedí que se detuviera y le pregunté:—Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?—Walpurgisnacht —me contestó lacónicamente, persignándose. Luego sacó su

reloj, un objeto alemán antiguo, de plata, de unos veinte centímetros, y lo miró,juntando las cejas y encogiendo un poco los hombros, con cierta inquietud. Advertíque era un modo respetuoso de protestar contra esa demora innecesaria, y volví asentarme en el asiento del coche haciéndole señas que siguiera camino. Partió deinmediato, como para recuperar el tiempo perdido. Cada tanto, los caballos parecíanlevantar la cabeza y olfatear el aire, con desconfianza. En esas ocasiones, yo miraba ami alrededor, alarmado. La ruta estaba bastante desolada; atravesaba una especie demeseta elevada, expuesta al viento. Al avanzar, vi un camino que parecía pocotransitado y daba la sensación de penetrar en un valle pequeño y sinuoso. Era tantentador que, aun a riesgo de ofenderlo, le pedí a Johann que se detuviera. Y cuandoobedeció, le dije que tenía ganas de bajar por allí. Puso todo tipo de excusas y con

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frecuencia se persignaba al hablar, cosa que de algún modo despertó mi curiosidad.Entonces le hice varias preguntas. Me respondió a la defensiva, mirando el reloj acada rato en señal de protesta.

—Bien, Johann —le dije finalmente—. Yo quiero tomar ese camino. No le pidoque venga a menos que desee hacerlo. Pero sólo dígame por qué se niega.

Como respuesta, pareció arrojarse del coche, por la rapidez con que llegó al suelo.Luego extendió las manos como para suplicarme que no fuera por allí. Hablaba unpoco de inglés mezclado con alemán, lo suficiente como para que yo entendiera elsentido de sus palabras. Parecía siempre a punto de decirme algo, algo cuya sola ideaevidentemente lo aterrorizaba. Pero después se detenía y exclamaba, persignándose:«¡Walpurgisnacht!».

Traté de razonar con él aunque era muy difícil hacerlo al no conocer su lengua.Obviamente, él estaba en ventaja, pues, aunque empezó a hablar en un inglés muyrudimentario y fragmentado, siempre se excitaba y seguía hablando en su lenguamaterna. Y cada vez que lo hacía, miraba el reloj. Luego, los caballos se inquietaron yolfatearon el aire. Él se puso muy pálido, miró a su alrededor, aterrorizado, y depronto dio un salto hacia adelante, tomó las bridas de los caballos y los hizo avanzaralgunos metros. Lo seguí y le pregunté por qué había hecho eso. Pero él se persignó,señaló el lugar donde habíamos estado parados un momento antes y condujo su cocheen dirección al otro camino, señalando una cruz.

—Lo enterraron —dijo, primero en alemán y luego en inglés—. A ellos, que semataron.

Recordé la antigua costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de caminos.—¡Ah, ya veo, un suicida! ¡Qué interesante!Pero, por mi vida, puedo asegurar que no entendí por qué se habían asustado los

caballos.Mientras conversábamos, oímos un sonido que era una mezcla entre el ladrido de

un perro y el aullido de algún animal. Se escuchaba lejos, pero los caballos seinquietaron mucho y Johann tardó un tiempo largo en calmarlos. Estaba pálido.

—Parece un lobo —comentó—, pero aquí no hay lobos ahora.—¿No? —le pregunté—. ¿No hace mucho que los lobos estaban cerca de la

ciudad?—Hace mucho —respondió—, en primavera y verano. Pero con la nieve han

estado aquí hace poco tiempo.Mientras mimaba a los caballos y trataba de calmarlos, unas nubes negras se

desplazaron rápidamente por el cielo. La luz del sol se desvaneció y sentimos una

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bocanada de aire frío sobre nosotros. Pero fue sólo una ráfaga, y parecía más unaadvertencia que un hecho concreto, porque el sol volvió a brillar intensamente.Johann miró el horizonte levantando la mano a la altura de la frente y volvió a hablar.

—La tormenta de nieve. Vendrá en poco tiempo.Luego miró otra vez el reloj y, enseguida —sosteniendo fuerte las riendas, porque

los caballos seguían escarbando el suelo con las patas y sacudiendo inquietos lacabeza— subió al coche como si hubiera llegado el momento de continuar viaje.

Sentí cierta obstinación y no lo seguí de inmediato.—Hábleme del lugar adonde lleva el camino —le dije, señalando en esa dirección.Otra vez se persignó y balbuceó una plegaria antes de responder.—Está endemoniado.—¿Quién? —pregunté.—El pueblo.—Entonces, hay un pueblo.—No, no. Allí no vive nadie desde hace cientos de años.Otra vez se despertó mi curiosidad.—Pero usted dijo que había un pueblo.—Había.—¿Y dónde está ahora?Entonces empezó a contar una larga historia, un poco en alemán y otro poco en

inglés, con tanta confusión que no entendí muy bien lo que dijo, pero pude colegirque hacía mucho tiempo, cientos de años, algunas personas habían muerto allí yhabían sido enterradas en sus tumbas, y se oían sonidos debajo de la tierra, y cuandolas tumbas se abrieron, encontraron hombres y mujeres rozagantes, con la boca llenade sangre. Y así, apresurados por salvar su vida —¡ay, y también sus almas!, y aquí sepersignó otra vez—, los que quedaban huyeron a otros sitios, donde los vivos vivíany los muertos estaban muertos, y no… no algo así. Evidentemente, tenía miedo depronunciar las últimas palabras. A medida que avanzaba su relato, se iba excitandocada vez más. Parecía haber caído presa de su imaginación. Hasta que terminócompletamente aterrorizado, con la cara lívida, sudando, temblando y mirando a sualrededor como si esperara que alguna terrible presencia se hiciera visible allí, con laluz del sol y a cielo abierto.

—¡Walpurgisnacht! —gritó finalmente, desesperado, y señaló el coche para queyo subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante eso y, retrocediendo, le dije:

—Usted tiene miedo, Johann. Usted. Regrese a casa. Yo volveré solo; me harábien caminar.

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La puerta del coche estaba abierta. Tomé del asiento el bastón de roble que llevosiempre cuando voy de excursión, y cerré la puerta, señalando en dirección a Munich.

—Regrese, Johann. El Walpurgisnacht no es un problema para los ingleses.Los caballos estaban más inquietos que nunca y Johann trataba de contenerlos,

mientras me imploraba desesperadamente que no hiciera semejante tontería. Me diopena el pobre hombre, que estaba muy serio, pero igual no pude dejar de reírme. Suinglés ya había desaparecido totalmente. Con la ansiedad, se había olvidado de quesólo podía entenderlo si me hablaba en esa lengua, así que siguió parloteando en sualemán nativo. Empezó a resultarme un poco tedioso. Después de indicarle que sefuera a su casa, me di vuelta para tomar el camino que se internaba en el valle.

Con gesto de desesperación, Johann giró sus caballos en dirección a Munich. Meincliné sobre el bastón y lo seguí con la mirada. Durante un rato, avanzó lentamentepor el camino. Luego, en la cresta de una colina, apareció un hombre alto y delgado.No veía muy bien a esa distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos empezaron aencabritarse y a patear, y luego a relinchar con terror. Johann no podía controlarlos; sedesbocaron al bajar la cuesta y huyeron enloquecidos. Los vi perderse de vista y luegobusqué al desconocido. Pero advertí que él tampoco estaba.

Tranquilo, tomé el camino lateral que se internaba en el valle que Johann habíaobjetado. Yo no veía que hubiera ninguna razón para cuestionarlo y me atrevo a decirque estuve caminando un par de horas sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y, enrealidad, sin ver casas ni personas. En lo referente al lugar, era la desolación misma.Pero no lo advertí en especial hasta que, al doblar en un recodo del camino, encontréuna hilera de árboles. Entonces me di cuenta de que, inconscientemente, me habíaimpresionado la desolación de los lugares por los que acababa de pasar.

Me senté a descansar y empecé a mirar a mi alrededor. Me sorprendió que el airefuera mucho más frío que al comienzo de mi caminata. Sentía un ruido similar al deun suspiro y, cada tanto, bien arriba, una suerte de rugido apagado. Miré hacia arriba yadvertí que las grandes nubes densas estaban cruzando rápidamente el cielo de norte asur, a gran altura. Había señales de que una tormenta se avecinaba en algún estratoelevado del aire. Tenía un poco de frío y pensé que debía de ser por estar sentadodespués del ejercicio de la caminata; entonces seguí avanzando.

Pasé por un lugar mucho más pintoresco. No había ningún objeto llamativo, perotodo ese sitio tenía el encanto de la belleza. No presté atención al tiempo; sólo cuandose impuso la intensidad del crepúsculo comencé a pensar cómo encontraría el caminode regreso. El brillo del día había desaparecido. El aire era frío y, arriba, eldesplazamiento de las nubes era más pronunciado. Lo acompañaba un sonido lejano y

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violento, del cual parecía surgir cada tanto ese llanto misterioso que según el cocheroprovenía de un lobo. Dudé un momento. Había dicho que vería el pueblo desierto, asíque seguí adelante y en poco tiempo llegué a una amplia extensión de campo abierto,todo encerrado por las colinas. Las laderas estaban cubiertas de árboles, que bajabanhasta la llanura, en grupos, moteando las cuestas más moderadas y las depresionesque había aquí y allá. Seguí con la vista el serpentear del camino, y vi que doblabacerca de uno de los grupos más densos de árboles y se perdía detrás de él.

Mientras miraba hacia allí, sentí un escalofrío en el aire y empezó a nevar. Penséen los kilómetros y kilómetros de campo desolado que había atravesado y entoncesme apresuré para buscar refugio en los árboles que tenía adelante. El cielo fueoscureciendo cada vez más, y también aumentó el volumen de la nieve, hasta que latierra a mi alrededor se convirtió en una alfombra blanca reluciente, cuyo extremomás lejano se perdió en una vaga imprecisión. El camino era aquí rudimentario y,cuando estaba parejo, sus límites no eran tan marcados, como sucedía en las áreas sinárboles; y al rato descubrí que me había desviado, porque no hallé la superficie duraen la tierra y mis pies se hundieron más en el pasto y el musgo. Luego el viento setomó más fuerte y soplaba con una intensidad cada vez mayor, hasta que me arrastró.El aire se tornó gélido y, a pesar del ejercicio que había hecho, empecé a sufrir. Caíatanta nieve y formaba remolinos tan rápidos a mi alrededor, que apenas podiamantener los ojos abiertos. Cada tanto, el cielo se partía con intensos relámpagos, y enel destello podía distinguir una masa de árboles adelante, en especial tejos y cipreses,todos cubiertos totalmente de nieve.

Enseguida llegué al refugio de los árboles y allí, con un silencio relativo, oía lasráfagas de viento encima de mi cabeza. En poco tiempo, la oscuridad de la tormenta sehabía fundido con la oscuridad de la noche. Minutos más tarde, parecía que latormenta empezaba a disminuir: ahora sólo sentía algunas ráfagas violentas. En esosmomentos, el extraño sonido del lobo parecía repetido por muchos sonidos similaresa mi alrededor.

A través de la masa oscura de nubes que se desplazaban, llegaba algún que otrorayo de luna, que iluminaba toda la extensión y me permitía ver que estaba al borde deun denso bosquecillo de tejos y cipreses. Como había dejado de nevar, salí de mirefugio y comencé a investigar un poco más de cerca. Me pareció que, entre todosesos cimientos antiguos por los que había pasado, todavía debía haber alguna casa enpie, que, aunque estuviera en ruinas, me sirviera de refugio por un rato. Al bordear elextremo del bosquecillo, advertí que estaba rodeado por una pared baja. La seguí, ypronto encontré una abertura. Aquí, los cipreses formaban un callejón que conducía a

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una masa cuadrada de algún tipo de construcción. Pero, en el mismo momento en quela vi, las nubes se desplazaron y ocultaron la luna. Entonces recorrí el sendero enmedio de la oscuridad. El viento debió haber refrescado, porque sentí un escalofrío alcaminar; sin embargo, tenía la esperanza de hallar un refugio y seguí avanzando atientas.

De pronto, hubo un momento de calma, así que me detuve. La tormenta habíapasado y, tal vez en armonía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejarde latir. Pero eso fue sólo momentáneo, porque de repente la luz de la luna penetróentre las nubes y me indicó que estaba en un cementerio y que ese objeto cuadradoque tenía adelante era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la nieve que locubría todo. Con la luz de la luna, la tormenta emitió un suspiro violento, que parecióretomar su curso con un aullido grave y prolongado, similar al de una manada deperros o lobos. Estaba absorto, conmovido, y sentí que el frío crecía en mi interior,hasta apoderarse de mi corazón. Luego, mientras la luz de la luna seguía inundando latumba de mármol, la tormenta pareció renovarse, como si regresara sobre sus huellas.Impulsado por una suerte de fascinación, me acerqué al sepulcro para ver qué era ypor qué estaba allí solo en semejante sitio. Caminé alrededor y leí unas palabras enalemán inscriptas en la puerta de estilo dórico:

Condesa Dolingen de GratzEn Stiria, buscó y halló la muerte.

1801

En lo alto de la tumba, había una enorme estaca de hierro, aparentemente clavadaen el mármol sólido, pues la estructura estaba compuesta por unos pocos bloquesgrandes de piedra. En la parte trasera, vi, tallado en grandes letras cirílicas:

Los muertos viajan rápido.

Había algo tan raro e inexplicable en todo eso, que me asusté y me sentí bastantedébil. Por primera vez, deseé haber escuchado el consejo de Johann. En este punto, encircunstancias misteriosas y terriblemente afectado, pensé: «¡Es la noche deWalpurgis!».

La noche de Walpurgis, en que, según la creencia de millones de personas, eldiablo andaba suelto, en que las tumbas se abrían y los muertos salían y caminaban,en que las cosas diabólicas de la tierra, el aire y el agua se reunían a festejar. Y estaba

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justamente en el lugar que el cochero había evitado tan especialmente, el puebloevacuado hacía siglos, el sitio donde se hallaba el suicida, ¡y donde yo me encontraba,solo, sin ninguna presencia humana, temblando de frío en un manto de nieve, con unatormenta enfurecida que se avecinaba! Tuve que recurrir a toda mi filosofía, a todosmis estudios de religión, a todo mi coraje para no caer en un paroxismo de terror.

Y en ese momento estalló sobre mí un terrible tornado. El suelo se estremeciócomo si galoparan sobre él miles de caballos. Pero esta vez la tormenta no traía nieveen sus alas gélidas, sino inmensas piedras de granizo que caían con tal violencia comosi fueran arrojadas por los honderos baleares. Piedras que derribaban hojas y ramas, yhacían que el refugio de los cipreses no fuera más útil que un campo de espigas demaíz. Al comienzo corrí hasta el árbol más cercano, aunque pronto me vi obligado asalir de allí y buscar el único sitio que parecía brindar cobijo, la profunda entradadórica de la tumba de mármol. Allí, acuclillado contra la enorme puerta de bronce,logré protegerme un poco de los golpes del granizo, pues ahora sólo me pegabancuando rebotaban en el suelo y en los costados del mármol.

Cuando me apoyé en la puerta, ésta se movió levemente y se abrió hacia adentro.Cualquier refugio, aunque fuera el de una tumba, era bienvenido en esa despiadadatempestad, y estaba a punto de entrar cuando el destello de un relámpago zigzagueanteiluminó todo el cielo. En ese instante, como que estoy vivo, vi, al girar la vista a laoscuridad de la tumba, una bella mujer con las mejillas redondeadas y los labios rojos,aparentemente durmiendo en un féretro. Cuando estalló un relámpago arriba, sentíalgo que me agarraba, como si fuera la mano de un gigante, y me arrojaba hacia latormenta. Fue todo tan repentino que, antes de que me diera cuenta del golpe moral yfísico, advertí que el granizo me azotaba otra vez. Al mismo tiempo, me dominó lasensación extraña de no estar solo. Miré la tumba y en ese preciso instante hubo otrorelámpago enceguecedor, que pareció impactar sobre la estaca de hierro que estaba enla parte superior de la tumba y penetrar en la tierra, haciendo estallar y desmoronar elmármol como en un incendio. La mujer muerta se levantó en un momento de agonía,envuelta por las llamas, y su intenso grito de dolor se ahogó en el estruendo delrelámpago. Lo último que oí fue ese sonido terrible y confuso, pues otra vez meagarró la mano gigante y me sacó de allí, mientras el granizo me golpeaba y el aireparecía reverberar a mi alrededor con el aullido de los lobos. La última visión querecuerdo fue la de una masa blanca e indefinida que se movía, como si todas lastumbas que me rodeaban hubieran dejado salir a los fantasmas de sus muertos con susmortajas y se estuvieran acercando a mí a través del manto blanco del granizo, queseguía cayendo.

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Poco a poco, sentí que recuperaba vagamente la conciencia, y luego tuve unasensación de cansancio aterradora. Por un momento, no recordé nada, perolentamente recuperé los sentidos. Tenía los pies muy lastimados; no podía moverlos.Parecían entumecidos. Sentía frío en la nuca y en toda la columna; y los oídos, comolos pies, estaban muertos pero doloridos. Sin embargo, en el pecho tenía unasensación de calidez que, en comparación, era deliciosa. Era una pesadilla —unapesadilla física, si es posible usar esa expresión— porque un peso enorme en el pechome dificultaba la respiración.

Este período de semiletargo pareció durar mucho tiempo, y cuando desapareció,debo de haberme dormido o desmayado. Luego sentí una fuerte aversión, como unanáusea, y un intenso deseo de liberarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeabauna quietud extrema, como si todo el mundo estuviera muerto, interrumpidasolamente por un jadeo grave, como si hubiera algún animal cerca de mí. Sentí queme raspaba el cuello y luego tomé conciencia de la atroz realidad, que me hizo sentirun escalofrío en todo el cuerpo e hizo que me subiera súbitamente la sangre alcerebro. Un animal enorme estaba encima de mí, lamiéndome el cuello. Tuve miedode moverme, pues cierto instinto de prudencia me obligó a quedarme quieto. Pero labestia pareció advertir que se había producido en mí algún cambio, porque en esemomento levantó la cabeza. A través de las pestañas, vi encima de mí los dos ojosenormes y ardientes de un lobo gigante. Sus dientes blancos y afilados relucían en suboca roja, completamente abierta, y podía sentir su respiración caliente, feroz ycorrosiva sobre mi cuerpo.

Después, por otro período, no recuerdo nada. Y luego percibí un gruñido grave,seguido por un aullido, que se repetía unay otra vez. Luego oí un «¡Hola!»aparentemente lejano, como si muchas voces gritaran al unísono. Con precaución,levanté la cabeza y miré en la dirección de donde provenía el sonido, pero elcementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía emitiendo un aullido extraño y unresplandor rojo empezó a moverse alrededor del bosquecillo de cipreses, en ladirección del sonido. A medida que las voces se fueron acercando, el lobo aullabamás fuerte y más rápido. Yo tenía miedo de hacer cualquier tipo de movimiento o deemitir sonido alguno. El resplandor rojo se acercó más, sobre el manto blanco que seextendía en medio de la oscuridad circundante. Luego, repentinamente, salió de atrásde los árboles un conjunto de hombres a caballo, al trote, blandiendo antorchas. Ellobo se apartó de mí y se fue hacia el cementerio. Vi que uno de los hombres a caballo

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—que, por sus capas y sus uniformes militares, deduje eran soldados— levantó sucarabina y apuntó. Un compañero le golpeó el hombro y oí el sonido del proyectilencima de mi cabeza. Evidentemente, me había confundido con el lobo. Otro divisó alanimal que se escabullía y le siguió un disparo. Luego, al galope, la tropa avanzó haciaadelante, algunos en mi dirección y otros siguiendo al lobo que desaparecía entre loscipreses cubiertos de nieve.

Cuando se acercaron, traté de moverme, pero no tenía fuerza, aunque podía ver yoír lo que pasaba a mi alrededor. Dos o tres soldados saltaron de sus caballos y searrodillaron a mi lado. Uno de ellos me levantó la cabeza y me puso la mano sobre elcorazón.

—¡Buenas noticias, camaradas! —gritó—. ¡Todavía late!Luego vertieron un poco de brandy en mi garganta; me dio fuerza y pude abrir los

ojos completamente y mirar alrededor. Luces y sombras se desplazaban entre losárboles, y oí que los hombres se llamaban entre sí. Se reunieron, pronunciandoexclamaciones alarmantes, y las luces brillaban a medida que los otros iban saliendodel cementerio atropelladamente, como poseídos. Cuando los más alejados seacercaron a nosotros, los que estaban a mi lado les preguntaron ansiosos.

—Y, ¿lo hallaron?—¡No, no! —respondieron apresuradamente—. ¡Vayámonos rápido de aquí! ¡No

es un lugar para quedarse, y mucho menos esta noche!—¿Qué era? —preguntaron en todos los tonos de voz.La respuesta surgió de parte de varios hombres, vagamente, como si tuvieran un

impulso común para hablar pero se sintieran restringidos por un temor común de dara conocer sus pensamientos.

—¡Era… era… efectivamente! —balbuceó uno de ellos, que por el momento nopodía razonar con propiedad.

—¡Era y no era un lobo! —dijo otro, estremeciéndose.—No tiene sentido que intentemos dispararle sin la bala bendecida —afirmó un

tercero con naturalidad.—¡Lo tenemos bien merecido por salir esta noche! ¡En verdad nos hemos ganado

nuestros mil marcos! —profirió un cuarto.—Había sangre en el mármol roto —agregó otro después de una pausa—. Los

relámpagos nunca hicieron eso. Y en cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Mírenle el cuello!Ven, camaradas, el lobo estuvo encima de él, para que no se le enfriara la sangre.

El oficial me miró el cuello y respondió:—Está bien; la piel no está perforada. ¿Qué significa todo esto? Si no fuera por el

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aullido del lobo, no lo habríamos encontrado nunca.—¿Qué se hizo de él? —preguntó el hombre que sostenía mi cabeza en alto y que

parecía el más tranquilo del grupo, porque no le temblaban las manos. En la mangallevaba la insignia de un suboficial de marina.

—Se fue a su guarida —contestó el hombre, con el rostro pálido, temblando deterror al mirar asustado a su alrededor—. Puede haber entrado en cualquiera de estastumbas. Son suficientes. ¡Vamos, camaradas, vayámonos rápido! Abandonemos estelugar maldito.

El oficial me levantó hasta que quedé sentado, impartió una orden y luego varioshombres me subieron al caballo. Él saltó a la montura que estaba detrás de mí, metomó en sus brazos, dio la orden de avanzar y, sacando la vista de los cipreses, nosalejamos de allí cabalgando en formación militar. Todavía no me respondía la lengua ypermanecía callado a la fuerza. Debo haberme quedado dormido, porque sólorecuerdo que luego me encontré de pie, sostenido por un soldado de cada lado. Eracasi pleno día y hacia el norte se reflejaba un rayo rojizo de sol, como un sendero desangre, sobre la nieve que quedaba. El oficial les estaba pidiendo a los hombres queno dijeran nada de lo que habían visto, excepto que habían encontrado a un inglésdesconocido, custodiado por un perro enorme.

—¡Un perro! ¡Eso no era un perro! —lo interrumpió el hombre que habíaexhibido tanto temor—. Creo reconocer a un lobo cuando lo veo.

—Dije «un perro» —respondió con calma el joven oficial.—¡Un perro! —insistió el otro, irónicamente. Era evidente que su coraje

aumentaba con la salida del sol y, señalándome a mí, agregó—: Mírele el cuello. ¿Eseso obra de un perro, jefe?

Instintivamente, levanté la mano hacia el cuello y, al tocarlo, grité de dolor. Loshombres se reunieron alrededor para observar; algunos bajaron de las monturas, y unavez más se oyó la voz calma del joven oficial.

—Un perro, como dije. Si dijéramos otra cosa, sólo se reirían de nosotros.Luego me montaron detrás de uno de los soldados y cabalgamos hacia las afueras

de Munich. Aquí nos cruzamos con un coche apartado, me subieron a él y partimoshacia el hotel Quatre Saisons. El joven oficial me acompañó, mientras un soldado nosseguía con su caballo y los otros regresaron al cuartel.

Cuando llegamos, Herr Delbruck bajó las escaleras tan rápidamente para venir abuscarme, que era evidente que había estado mirando desde adentro. Me tomó deambas manos y me llevó solícito al interior del hotel. El oficial se despidió y estaba apunto de retirarse cuando advertí su propósito e insistí en que viniera a mi cuarto.

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Bebimos una copa de vino y luego le agradecí cordialmente a él y a sus valientescamaradas por haberme salvado. Él se limitó a responder que estaba más quesatisfecho y que Herr Delbruck ya había dado los primeros pasos para gratificar algrupo de rescate. Ante ese comentario ambiguo, el maître d’hotel sonrió, mientras eloficial se disculpaba para retirarse.

—Pero, Herr Delbruck, ¿cómo y por qué me fueron a buscar los soldados? —pregunté.

Él se encogió de hombros, como si estuviera desvalorizando su propia acción, yrespondió:

—Tuve la suerte de obtener un permiso del comandante para pedir voluntarios enel regimiento del que yo participé.

—Pero ¿cómo sabía que yo me había perdido? —interrogué.—El cochero vino con los restos del vehículo, que volcó cuando huyeron los

caballos.—Pero usted no iba a enviar un grupo de soldados a buscarme sólo por eso…—¡Oh, no! —respondió—. Pero aun antes de que llegara el cochero, recibí este

telegrama de su anfitrión boyardo —y me entregó un trozo del papel que tenía en elbolsillo. Entonces lo leí.

Bistritz:Tenga cuidado con mi invitado. Su bienestar es de lo más valioso para

mí. Si algo llegara a sucederle, o si se perdiera, no repare en nada con tal dehallarlo y garantizar su seguridad. Es inglés y, por tanto, aventurero. Suelehaber peligros entre la nieve, los lobos y la noche. No pierda un instante sisospecha que puede estar en riesgo. Recompensaré su celo con mi fortuna.

Drácula

Mientras sostenía el telegrama en la mano, el cuarto pareció dar vueltas a mialrededor, y si el atento maître d’hotel no me hubiera agarrado, creo que me habríadesplomado en el suelo. Había algo tan extraño en toda esta situación, algo tan raro eimposible de imaginar, que sentí interiormente la sensación de ser de algún modo elobjeto de una pelea entre fuerzas opuestas, y esa sola idea parecía paralizarme. Eraevidente que me hallaba bajo una suerte de protección misteriosa. Desde un paíslejano había llegado, en el momento crucial, un mensaje que me sacó del peligro decongelarme y me rescató de las mandíbulas del lobo.

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Titulo original: «Dracula’s Guest». Era originariamente el primer capítulo de la novela Drácula, 1897, pero noapareció en la edición original y fue publicado como cuento en 1914.

Traducción: Fabiana A. Sordi

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U

El fantasma

Catherine Wells

na niña de catorce años estaba sentada en una vieja cama, recostada sobre unosalmohadones y tosiendo de tanto en tanto a causa del resfrío y la fiebre que laobligaban a permanecer allí. Ya no quería seguir leyendo a la luz de la lámpara ypermanecía reclinada, escuchando lo poco que podía oír y observando el fuegode la chimenea. Desde abajo, más allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto de

paneles de roble y en el que colgaban cuadros antiguos con llameantes batallas navalespintadas en sus telas, desde más allá de la amplia escalera de piedra que daba a unapesada puerta chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la músicade baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí abajo, y el tío Timothy, comoanfitrión, animaba la velada. Muchos de ellos habían entrado alegremente en su cuartodurante el día, le decían que su enfermedad era «una verdadera lástima», que patinaren el parque era «demasiado divertido», y luego se iban a bailar otra vez. El tíoTimothy se comportó con mucha amabilidad. Pero… allí abajo se escapaba parasiempre toda la felicidad que la niña había deseado durante más de un mes.

Contempló cómo caían parpadeando las llamas del gran fuego de leños en elhogar. Por momentos tenía que apretarse las manos para detener las lágrimas. Habíadescubierto —pronto empezaba a conocer los pequeños secretos de la feminidad—que si tragaba con fuerza y rápidamente cuando las lágrimas se juntaban, podía evitarque se le inundaran los ojos. Deseó que alguien fuera a verla. Tenía una campana a sualcance, pero no se le ocurría ninguna excusa para hacerla sonar. Deseó también quehubiera más luz en el cuarto. El fuego la iluminaba vivamente cuando los leñosllameaban hacia arriba; pero, cuando apenas brillaban, las sombras oscuras bajabandesde el techo y se juntaban en los rincones, contra las paredes. Puso su atención en eltenue resplandor que proyectaba la lámpara sobre el agradable desorden de la mesa deluz: la mermelada de grosellas y la cuchara, las uvas, la limonada, el pequeño montón

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de libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal vez la señora Bunting, el ama de llavesde su tío, regresara pronto a conversar con ella.

La señora Bunting muy probablemente estaría más ocupada que de costumbre esanoche. Se habían agregado varios invitados nuevos: los participantes de otra fiesta quellegaron en coche, acompañados de una conocida figura romántica, nada menos queel famoso actor Percival East. La entereza de la niña se había quebrado esa tarde,cuando el tío Timothy le contó que East estaba en la casa. El tío estaba sorprendido:sólo otra niña podría haber entendido perfectamente lo que significaba que un simpleresfrío le impidiera conocer en persona a ese mítico héroe del teatro; otra niña que sehubiera desbordado de alegría ante su audacia, llorado ante sus nobles gestos derenuncia, sentido felicidad —y un poco de envidia— ante el abrazo final con la mujeramada.

—¡Bueno, bueno, querida sobrina! —le había dicho el tío Timothy, palmeándolasuavemente en el hombro, con gran pena—. No te preocupes. Si no puedes levantarte,le pediré que suba a verte. Te lo prometo. ¡Qué increíble atracción que tienen sobrelas niñas estos personajes! —dijo como para sí mismo.

El revestimiento de madera crujió, como suele pasar en las casas viejas. La niñaera de esa clase de personas temerosas que no creen en fantasmas, y, sin embargo,desean con toda su alma no cruzarse nunca con uno. ¡Y hacía tanto tiempo que nadiela visitaba! Pasarían muchas horas, se dijo, antes de que la niña que dormía en lahabitación de al lado se acostase; las dos piezas estaban comunicadas por una puerta,lo que le daba tranquilidad. Si hacía sonar la campana, pasarían un par de minutosantes de que alguien llegara desde los cuartos de la servidumbre, que se hallabanbastante lejos. Una de las mucamas pronto debería cruzar el pasillo, pensó, paraarreglar los cuartos y agregar carbón al fuego de las chimeneas. Todo eso iríaacompañado de una serie de ruidos que serían una distracción. ¡Cómo se aburría unaen la cama! ¡Qué horrible, que insoportablemente horrible era estar atada a la cama,perdiéndose toda la alegre diversión de allá abajo! Ante este pensamiento, tuvo quetragarse una vez más las lágrimas.

Con un ruido inesperado, una explosión de risas y aplausos, la puerta al pie de laescalera se abrió y cerró. La niña oyó unos pasos que subían y unas voces que seacercaban. Era el tío Timothy, quien golpeaba la puerta entreabierta.

—Pasen —gritó, contenta.Junto al tío se hallaba un hombre de mediana edad, de expresión tranquila y

cabello gris. ¡Al fin el tío había traído un médico!—Aquí tiene a otra de sus pequeñas admiradoras, señor East —dijo el tío Timothy.

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¡El señor East! De pronto comprendió que había esperado verlo llegar envuelto enuna capa, con el cabello empolvado y finos ropajes. Su tío sonrió ante su cara desorpresa.

—No lo reconoce, señor East —señaló.—Por supuesto que lo reconozco —dijo valientemente la niña y se incorporó,

sonrojada por la excitación y la fiebre, los ojos brillosos y el cabello revuelto.En efecto, empezó a ver cómo el renombrado héroe del escenario y el hombre de

rostro bondadoso se unían como en un mismo retrato. Allí estaba el suavemovimiento de la cabeza, la barbilla… ¡Claro! Y los ojos, ahora que los veía condetenimiento.

—¿Por qué lo estaban aplaudiendo? —preguntó.—Porque les prometí que les daría un susto mortal —respondió el señor East.—¡Oh! ¿Cómo?—El señor East —aclaró el tío Timothy— se va a disfrazar como nuestro viejo

fantasma ya desaparecido y nos va a proporcionar un rato verdaderamenteescalofriante, allá abajo.

—¿De verdad? —exclamó la jovencita, con la ansiedad que sólo puede contenerseen la voz de una niña—. ¡Ay! ¿Por qué me enfermé, tío Timothy? No estoy enferma.¿No se nota que ya estoy mejor? Me he pasado el día en cama. Estoy perfectamentebien. ¿Puedo bajar, querido tío…, por favor?

Ya casi había salido de la cama, por el entusiasmo.—¡Bueno, bueno, pequeña! —la tranquilizó el tío, alisando las sábanas con

rapidez y tratando de cubrirla.—Pero ¿puedo?—Por supuesto, si quieres que te asuste en serio, te aseguro que te daré un susto

tremendo —empezó a decir Percival East.—Oh, sí, claro que quiero —gritó la niña, saltando en la cama.—Volveré para que me veas cuando esté disfrazado, antes de bajar.—¡Ay, por favor, por favor! —exclamó, radiante, la pequeña.¡Una representación privada, sólo para ella!—¿Estará de veras horrible? —preguntó riendo.—Todo lo que pueda —el señor East sonrió y siguió al tío Timothy, que ya salía

del cuarto—. ¿Sabes? —dijo, volviéndose antes de cerrar la puerta y mirándola conburlona seriedad—. Creo que estaré bastante espantoso. ¿Estás segura de que no teimportará?

—¿Importarme?… ¿Tratándose de usted? —rió la niña.

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El señor East salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.—Tralalá, tralalá —tarareó contenta la pequeña y volvió a meterse entre las

sábanas, las estiró sobre su pecho y se puso a esperar.Permaneció muy tranquila durante un buen rato, sonriente, pensando en Percival

East, y en sus distintos papeles dramáticos. Lo admiraba mucho. Recordódetalladamente la última obra en que lo había visto. ¡Estaba tan espléndido al batirse aduelo! No podía imaginárselo con aspecto horrible, pensó. ¿Qué haría para lograrlo?

Hiciera lo que hiciera, ella no se iba a asustar. Él no podría decir que la habíaasustado a ella. El tío Timothy también estaría allí, supuso. ¿O no?

Oyó pasos frente a la puerta, a lo largo del pasillo, que luego se perdieron. Lapuerta al pie de la escalera se abrió y luego se cerró con un golpe.

El tío Timothy había bajado.La niña siguió esperando.Un tronco, quemado y rojo, se partió súbitamente en dos y los pedazos cayeron de

repente en el fondo de la chimenea. La pequeña se sobresaltó con el ruido. ¡Todoestaba tan silencioso! Se preguntó cuánto más tardaría el señor East. Hacía falta atizarel fuego, pues los pedazos de tronco se habían juntado. ¿Debía llamar? Pero el señorEast podría entrar justo en el momento en que la sirvienta estuviera avivando el fuego,y eso arruinaría su entrada. El fuego podía esperar…

La habitación estaba silenciosa y, a causa de la tenue luz del fuego, más oscura. Yano le llegaba ningún ruido desde abajo, porque la puerta estaba cerrada. Había estadoabierta durante todo el día, pero ahora se había roto el último y frágil vínculo que launía a los demás.

La llama de la lámpara dio un repentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría a punto deapagarse? ¿Se apagaría?… No.

Esperaba que el señor East no se le apareciera de golpe. Por supuesto que no loharía. De todas maneras, hiciera lo que hiciera, ella no se asustaría…, noverdaderamente. Hombre prevenido vale por dos.

¿Hubo un ruido? La niña se levantó, con la mirada clavada en la puerta. ¡Nada!Pero, sin duda, la puerta se había entreabierto, ¡ya no encajaba tan perfectamente

en el marco! Tal vez, la puerta… tenía la seguridad de que se había movido. Sí, sehabía movido…, se había abierto unos dos centímetros, y, poco a poco, mientrasobservaba, vio un hilo de luz entre el filo de la puerta y el marco, que crecía despacioy se detenía.

No era posible que entrara por allí. Se había entreabierto por sí sola. El corazón dela niña empezó a latir con más fuerza. Sólo podía ver la parte superior de la puerta: el

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pie de la cama le ocultaba el resto.Su atención se hizo más aguda. De pronto, tan repentinamente como un disparo,

descubrió una pequeña figura, como un enano, cerca de la pared, entre la puerta y lachimenea. Era una pequeña figura con capa, no más alta que la mesa. ¿Cómo lo hacía?Se movía despacio, muy despacio, hacia el fuego, como si no se diera cuenta de lapresencia de la niña, envuelto en una capa que arrastraba por el suelo, con unsombrero en la cabeza inclinada sobre los hombros. La pequeña se aferró a lassábanas: era algo tan raro, tan inesperado; soltó una risita nerviosa para romper latensión del silencio…, para demostrarle su aprecio.

El enano se detuvo en seco al oír el ruido y giró hacia ella.¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La cara del enano era de un tono blanco cadavérico,

tenía un rostro largo y afilado, hundido entre los hombros. ¡No había color en los ojosque la observaban! ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo lo hacía? Era demasiado bueno. Sevolvió a reír nerviosamente; y con un estremecimiento de terror que no pudo dominar,vio cómo la figura salía de las sombras y avanzaba hacia ella. Se armó de valor; nodebía asustarse por una simple representación… Se acercaba, era horrible, horrible…,estaba llegando a su cama…

Escondió de golpe la cabeza entre las sábanas. Nunca supo si gritó o no…Alguien tocaba a la puerta, hablando alegremente. La niña sacó la cabeza de las

sábanas, avergonzada por su temor. ¡La horrible criatura había desaparecido! El señorEast hablaba desde la puerta. ¿Qué era lo que decía? ¿Qué?

—Ya estoy listo —dijo—. ¿Quieres que entre y empiece?

Título original: «The Ghost», en El libro de Catherine Wells, 1928.Traducción: Luz Freire

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N

La historia del difuntoseñor Elvesham

Herbert George Wells

o escribo esta historia esperando que la crean sino para evitar que caiga lapróxima víctima. Tal vez ella pueda beneficiarse con mi desgracia. Mi caso esirreparable, lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino.

Mi nombre es Edward George Eden. Nací en Trentham, Staffordshire, en laépoca en que mi padre trabajaba como jardinero. Mi madre murió cuando yo

tenía tres años y mi padre, cuando cumplí los cinco. Mi tío, George Eden, me adoptócomo hijo propio. Era soltero, autodidacta y había logrado cierto prestigio enBirmingham como periodista. Costeó mis estudios con gran generosidad y meimpulsó a sentir deseos de progresar en el mundo. Al morir, hace cuatro años, medejó toda su fortuna, que ascendía a unas quinientas libras después de pagar todos losimpuestos. Yo tenía entonces dieciocho años. En su testamento me aconsejaba emplearese dinero en completar mi educación. Yo había elegido estudiar medicina y, gracias asu generosidad póstuma y a mi buena suerte para obtener una beca, me convertí enestudiante de la Universidad de Londres. En el momento en que comienza mi historia,alquilaba una buhardilla en University Street 11 A, pobremente amueblada, expuesta alas corrientes de aire, con vista a los fondos de Schoolbred. Allí vivía y dormía,tratando de hacer valer hasta mi último centavo.

Un día, al llevarle mis botas al zapatero de Tottenham Court Road, me encontrépor primera vez con el viejo de la cara amarilla, con quien mi vida estáinextricablemente enlazada. Cuando abrí la puerta de calle, lo vi observando, conevidente incertidumbre, el número de la casa. Sus ojos, de un gris deslucido y con losbordes rojizos, se fijaron en mí. Su rostro asumió de inmediato una expresión de torpeamabilidad.

—Llega justo a tiempo —me dijo—. Había olvidado el número de su casa. ¿Cómo

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le va, señor Eden?Me sorprendió un poco su familiaridad; nunca antes había visto a ese hombre.

También estaba molesto de que me viera con las botas debajo del brazo. El viejo notómi falta de cordialidad.

—Usted se preguntará quién diablos soy —me dijo—. Un amigo, le aseguro. Yo lohe visto antes, aunque usted no me reconozca. ¿Hay algún lugar donde podamosconversar?

Dudé. No quería exhibir la pobreza de mi bohardilla a un desconocido.—Tal vez podamos conversar mientras caminamos. Lamentablemente, no tengo

mucho tiempo —le respondí, haciendo un gesto que daba a entender lo que queríadecir antes de terminar la frase.

—¿En qué dirección? —preguntó, mirando a un lado y a otro. Yo aproveché paradejar caer las botas en el pasillo—. Mire —agregó de pronto—. Este asunto escomplicado. Venga a almorzar conmigo, señor Eden. Soy un hombre muy mayor, nosé explicarme bien y, con el ruido del tráfico, no voy a conseguir que usted oiga mivoz.

Me tocó el brazo persuasivamente con una mano delgada y temblorosa. Yo no eratan viejo como para que un hombre mayor no pudiera invitarme a almorzar. Pero almismo tiempo no me gustaba demasiado su repentino ofrecimiento.

—Prefiero… —respondí.—Vamos —exclamó—. Deme el gusto, aunque sea por respeto a mis canas.Entonces acepté. Me llevó al restaurante de Blavitski. Tuve que caminar despacio

para adecuarme a su ritmo. Durante un sabroso almuerzo, en el que se las arregló paracontestar mis preguntas capciosas, pude observar detenidamente su fisonomía. Sucara, bien afeitada, era delgada y estaba llena de arrugas; sus labios ajados caían sobresu dentadura postiza; su cabello blanco era fino y más bien largo; tenía la espaldaarqueada. Me pareció chico, pero casi todos los hombres me parecían chicos en eseentonces. Y, al observarlo, advertí que él también me examinaba, con un curioso airede codicia en los ojos. Me observaba los hombros, las manos tostadas por el sol, lacara llena de pecas.

—Y ahora —agregó, mientras encendíamos un cigarrillo— le explicaré para quévine a buscarlo. Debo decirle que soy un hombre mayor, muy mayor, que poseo unapequeña fortuna y no tengo a quién dejársela.

Pensé en el cuento del tío y decidí cuidar lo que me quedaba de mis quinientaslibras. El viejo siguió hablando de su soledad y del problema que tenía para hallar unheredero.

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—He reflexionado mucho. Pensé en instituciones de caridad, becas, bibliotecas yhe llegado al fin a esta conclusión —dijo, mirándome fijamente—: Buscar un jovenambicioso, puro y pobre, mentalmente sano, saludable, y, en poco tiempo, convertirloen mi heredero, darle todo lo que tengo —se detuvo un momento y luego repitió—:Darle todo lo que tengo, para que pueda liberarse de las preocupaciones de la pobreza.

Traté de mostrar indiferencia y, con evidente hipocresía, dije:—Entiendo, usted quiere que yo lo ayude, como profesional, a encontrar a esa

persona.Sonrió, me observó a través del humo del cigarrillo y yo reí al sentir que me había

descubierto.—¡Qué brillante carrera puede tener ese hombre! —exclamó—. Me llena de

envidia pensar que otro disfrutará de lo que yo he acumulado durante tantos años.Pero obviamente deberá cumplir algunas condiciones. Las cosas nunca son del todogratuitas. Por ejemplo, deberá adoptar mi nombre. Además, debo enterarme de todaslas circunstancias de su vida antes de tomar la decisión final. Debe estar bien de salud.Debo averiguar si tiene alguna enfermedad genética, de qué murieron sus padres yconocer a la perfección su intimidad.

Con todo esto, se enfrió un poco mi entusiasmo.—Y debo entender, entonces, que yo… —dije.—Sí, ¡usted! —respondió, casi con violencia—. ¡Usted!No contesté una sola palabra. Mi imaginación se perdía en divagaciones, ni

siquiera mi escepticismo podía detenerla. Pero no sentí ningún impulso deagradecimiento. No sabía qué decir ni cómo decirlo.

—Pero ¿por qué justo yo? —pregunté finalmente.Comentó que el profesor Haslar me había nombrado cuando él le preguntó por un

joven sano y honesto. Y que deseaba dejar su dinero a una persona que reuniera esascondiciones.

Así terminó mi primer encuentro con el viejo. No habló mucho sobre sí mismo.Dijo que por el momento no me daría su nombre y, después de hacerme unaspreguntas, se despidió y me dejó en la puerta del restaurante. Advertí que, al pagar elalmuerzo, había sacado de su bolsillo un puñado de monedas de oro. Me intrigó suinsistencia sobre la salud del heredero. De acuerdo con lo convenido, al día siguienteme presenté en la Royal Insurance Company para sacar un seguro de vida por unasuma considerable. Durante la semana siguiente, los médicos de la compañía mesometieron a exámenes exhaustivos. Pero el viejo no quedó satisfecho e insistió enque el famoso doctor Henderson me hiciera un examen adicional.

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Pasó un tiempo hasta que tomó la decisión. Un viernes a la noche, a eso de lasnueve, se presentó en mi casa. Yo estaba preparando un examen. Él se hallaba paradoen el pasillo, debajo del farol, y las sombras que confluían en su cara le daban unaspecto grotesco. Parecía más encorvado que en nuestro primer encuentro y susmejillas se habían hundido un poco más. Su voz temblaba de emoción al hablar.

—Todo está muy bien, señor Eden. El examen ha dado un buen resultado. Todoestá muy, muy bien. Ésta es la gran noche y usted debe cenar conmigo para festejarsu… —fue interrumpido por la tos—… su ascenso. Por otro lado, no tendrá queesperar mucho —agregó, secándose los labios con el pañuelo, extendiendo hacia mísu mano esquelética—. De veras, no habrá que esperar mucho.

Salimos a la calle y tomamos un taxi. Recuerdo claramente cada detalle del viaje:el movimiento rápido, el contraste que generaba la iluminación de petróleo con la luzeléctrica, la multitud en las calles, el restaurante de Regent Street donde fuimos a cenary la cena exquisita que nos sirvieron. Me desconcertó que el mozo observara condesprecio mi ropa gastada pero pronto recuperé mi confianza gracias al calor delchampagne. Al principio, el viejo habló de sí mismo. Ya en el taxi me había reveladosu nombre. Era nada menos que Egbert Elvesham, el gran filósofo, cuyo nombreconocía desde mis años escolares. Me pareció increíble que este hombre, esta granabstracción cuya inteligencia había dominado mi mente desde tan temprana edad, secorporizara de pronto en esta figura decrépita que estaba delante de mí. Me atrevo adecir que todos los jóvenes solemos sentir una gran desilusión cuando nosenfrentamos con una celebridad. Mientras comíamos, me hablaba del futuro, de losbeneficios que obtendría de su vida lánguida y próxima a extinguirse: sus derechos deautor, sus propiedades, sus inversiones. Nunca pensé que los filósofos tuvieran tantodinero. Me observaba comer y beber con un dejo de envidia.

—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro, un suspiro queme pareció de alivio, agregó—: No habrá que esperar mucho.

—Ay —le contesté, un poco mareado por el alcohol—, le debo a usted unexcelente futuro. Voy a tener ahora el honor de llevar su nombre. Pero usted tiene unpasado. Un pasado que es digno de todo mi futuro.

Sacudió la cabeza y sonrió. Me pareció que estaba un poco triste por mi actitudaduladora.

—¿Realmente cambiaría ese futuro? —me preguntó.El mozo trajo licores.—Es probable que a usted no le importe adoptar mi nombre o mi posición. Pero

¿de verdad tomaría voluntariamente mis años?

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—Con sus obras —repliqué, con galantería.Sonrió nuevamente.—Por favor —dijo, dirigiéndose al mozo—, otros dos kümmel.El anciano había sacado un pequeño paquete de su bolsillo y fijó su atención en él.—Esta hora de la sobremesa —continuó— es la hora de las pequeñas cosas. He

aquí una ínfima porción de mi sabiduría inédita.Abrió el paquete con sus dedos temblorosos y amarillentos, y me mostró un polvo

rosado.—Debe adivinar qué es. Ponga un poco en el kümmel y verá cómo mejora el

gusto.Sus grandes ojos grises me observaban con una expresión inescrutable. Me

conmovió un poco que el maestro dedicara su sabiduría al gusto de los licores. Sinembargo, fingí un gran interés por esta debilidad suya. Estaba bastante borracho paraesa adulación.

Repartió el polvo en los dos vasos y, levantándose de pronto con una dignidadinesperada y extraña, me extendió su copa. Lo imité y los vasos chocaron.

—Por su pronta sucesión —dijo, llevándose la copa a los labios.—No, eso no —respondí, intempestivamente—. Por una larga vida.El anciano vaciló, con la copa a la altura del mentón, y luego repitió, riendo:—Por una larga vida.Bebimos, mirándonos a los ojos. A medida que el kümmel pasaba por mi

garganta, sentí una sensación intensa y rara. De inmediato experimenté una granconfusión. Me dolía la cabeza y me zumbaban los oídos. No sentía ningún sabor en laboca, ningún aroma atravesaba mi garganta. Sólo veía la intensidad de su mirada grisy abrasadora. La confusión mental, el ruido y la conmoción parecían interminables.Imágenes de cosas semiolvidadas aparecian y desaparecían en el límite de laconciencia. Finalmente, el viejo rompió el hechizo. Con un fuerte suspiro, apoyó lacopa sobre la mesa.

—¿Bien? —preguntó.—Es exquisito —exclamé, aunque no había percibido el sabor.Sentí unas terribles puntadas en la cabeza y tuve que sentarme. Mi confusión era

total. Luego, fue aumentando mi poder de percepción, como si viera todas las cosas através de un espejo cóncavo. Su modo de actuar pareció haberse transformado. Ahoraestaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigió una mirada ansiosa.

—¡Son las once y diez! —exclamó—. Y esta noche tengo que… el tren sale a lasonce y treinta de Waterloo. Debo irme enseguida.

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Pidió la cuenta y se colocó con torpeza el abrigo. Los mozos acudieron paraayudarnos. Unos minutos después nos despedíamos: él en el interior de un coche y yoafuera, todavía con esa absurda sensación de —¿cómo expresarlo?— ver y sentir através de un binocular invertido.

—Esa bebida —dijo el viejo, poniéndose la mano sobre la frente—. No debíhabérsela dado. Mañana le va a doler la cabeza. Espere un momento. Tome.

Me dio un sobre chato que contenía un polvo similar a un laxante.—Tómelo con agua antes de acostarse. Lo que tomamos era fuerte. Pero esto le

despejará la cabeza. Deme otra vez su mano. Prosperidad.Apreté su mano amigada.—Adiós —agregó y, por la mirada que adiviné debajo de sus párpados, advertí

que él también estaba bajo el influjo de la bebida.Luego, sobresaltado, recordó algo. Urgó en su bolsillo y sacó otro paquete, esta

vez cilíndrico, del tamaño de una barra de crema para afeitar.—Casi me olvido —dijo—. No lo abra hasta que yo venga mañana, pero llévelo

ahora.Era tan pesado que casi se me cae.—Muy bien —asentí, y él me sonrió por la ventanilla mientras el cochero

despertaba al caballo.Era un paquete blanco, con dos sellos rojos en cada uno de los bordes.—Si esto no es dinero, es platino o plomo —comenté.Lo guardé con cuidado en el bolsillo y, con la cabeza todavía dándome vueltas,

empecé a caminar hacia mi casa por Regent Street y por las calles desoladas y oscuras,más allá de Portland Road. Recuerdo vividamente las extrañas sensaciones de esacaminata. Me sentía tan ajeno a mi mismo que podía advertir mi confusión mental. Mepreguntaba si habría ingerido opio, algo que nunca había probado. Es difícil describirahora ese estado tan particular, algo semejante a una disociación mental. Mientrascaminaba por Regent Street, estaba extrañamente convencido de que estaba en laestación Waterloo y sentí el raro impulso de entrar en el Politécnico como quien tomaun tren. Entonces me froté los ojos y la calle volvió a ser Regent Street. ¿Cómoexpresarlo? Ustedes ven a un actor que los observa tranquilamente y de pronto haceun gesto y se transforma en otra persona. ¿Suena increíble si les digo que me pareció,por un momento, que la calle había hecho lo mismo? Luego, cuando quedéconvencido de que era otra vez Regent Street, me asaltaron algunas reminiscenciasfantásticas. «Fue aquí», pensé, «donde hace treinta años discutí por última vez con mihermano». Entonces me reí, y un grupo de merodeadores nocturnos se asombró. Hace

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treinta años yo no existía y nunca tuve un hermano. Sin duda, la bebida que habíatomado era muy fuerte, porque el recuerdo angustioso de ese hermano perdido seguíaentristeciéndome. En Portland Road la locura tomó un aspecto diferente. Empecé arecordar negocios desaparecidos y a comparar la calle con la que alguna vez supo ser.Era comprensible que surgieran esos pensamientos confusos después de la bebida quehabía ingerido, pero lo que me desconcertaba eran esos recuerdos vividos yfantasmales. No sólo los recuerdos que surgían de la nada sino también aquellos quehabían desaparecido. Me detuve ante la vidriera de Stevens, el veterinario, y traté envano de recordar la relación que tenía conmigo. Pasó un ómnibus e hizo el mismoruido que un tren. Yo estaba sumergido en la profundidad de mis recuerdos. «Esclaro», me dije al final, «Stevens me ha prometido tres ranas para mañana».Curiosamente debo haberlo olvidado.

¿Todavía les mostraban a los niños esas imágenes superpuestas? Recuerdo algunasque comenzaban como una figura débil que iba creciendo y desplazaba a otra. Sentíaalgo similar en mi interior, como si un conjunto de sensaciones nuevas estuvieraluchando por desplazar a las que siempre habían estado conmigo.

Atravesé Euston Road hacia Tottenham Court Road, en ese estado de confusiónmental, un poco asustado, sin darme cuenta de que estaba tomando un caminocompletamente distinto del habitual. Doblé hacia University Street y descubrí quehabía olvidado mi número. Tuve que esforzarme bastante para recordar que vivía enel 11 A, pero me dio la sensación de que alguien me lo había dictado. Traté derecordar los detalles de la cena, pero juro por mi vida que no pude recuperar el rostrode mi anfitrión. Veía sólo una silueta, como si estuviera viendo mi propio reflejosobre un vidrio. Sin embargo, sí podía verme a mí mismo, sentado a la mesa,excitado, con los ojos brillantes y charlando aturdidamente.

«Tengo que tomar este otro polvo», pensé. «Todo esto se está tornandoinsoportable». Busqué los fósforos y el candelero en el lugar equivocado y dudé sobrela ubicación de mi cuarto. «Estoy borracho», me dije, tambaleando innecesariamentepara confirmar esa afirmación.

A primera vista, mi cuarto me pareció desconocido. «¡Qué sitio desagradable!»,observé, mirando a mi alrededor. Sin embargo, con esfuerzo, empecé a recordar y lodesconocido se tornó familiar y concreto. Allí estaba el espejo de siempre, con misanotaciones enganchadas en el marco y mis pocas ropas desparramadas por el suelo.Pero el cuarto todavía me resultaba un poco irreal. Me sentí tontamente convencido deque estaba en un tren que se detenía y yo veía por la ventanilla una estacióndesconocida. Me aferré con fuerza al borde de la cama para tranquilizarme un poco.

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«Es un caso de clarividencia», reflexioné. «Debo comunicarlo a la Psychical ResearchSociety».

Puse el paquete sobre la mesa de luz, me senté en la cama y empecé a sacarme lasbotas. Mis sensaciones actuales parecían estar pintadas sobre una tela en la que yahabía otra pintura que intentaba mostrarse. «Maldición», me dije, «¿estoy perdiendo larazón o estoy en dos lugares a la vez?». Medio desvestido ya, vertí el polvo en un vasoy lo tomé. Había adquirido un color ámbar de tono fluorescente. Antes de dormirme,ya estaba tranquilo. Sentí el contacto de mi cara con la almohada y luego debo dehaberme dormido.

Desperté sobresaltado, de un sueño lleno de animales extraños, y descubrí queestaba recostado boca arriba. Es común despertar atemorizado después de un sueñotan deprimente. Sentí un gusto raro en la boca, las piernas cansadas y una ciertaincomodidad en la piel. No moví mi cabeza de la almohada, con la esperanza de poderahuyentar esa sensación de terror y de extrañeza, y volver a dormirme. Pero, encambio, la sensación parecía aumentar. Al principio no pude distinguir nada malo enmí. El cuarto estaba casi en tinieblas y los muebles emergían como manchas aisladas einciertas. Me quedé observando el lugar sin levantar demasiado las sábanas que mecubrían.

Me asaltó la idea de que alguien había entrado en el cuarto para robarme misahorros e intenté hacerme el dormido, respirando a un ritmo regular. Enseguidaadvertí que era sólo mi imaginación. Sin embargo, la sensación de que algo andabamal permanecía. Con gran esfuerzo, levanté la cabeza de la almohada y traté deacostumbrar mi vista a la oscuridad. No entendía qué era lo sucedía. Observé lasformas oscuras que me rodeaban, que correspondían a las cortinas, la mesa, lachimenea, la biblioteca. Entonces creí percibir algo raro en ellas. ¿Había cambiado delugar la cama? En ese sitio, donde debía estar la biblioteca, se levantaba algo pálido,envuelto en una tela, algo que no respondía a la forma de los estantes con libros. Erademasiado grande para ser mi camisa tirada en la silla.

Sobreponiéndome a un terror infantil, me destapé y quise poner un pie fuera de lacama. En vez de llegar al suelo, mi pie sólo pudo alcanzar el extremo del colchón. Diotro paso, como quien dice, y me senté en el borde de la cama. Al lado, sobre la sillarota, debían estar el candelero y los fósforos. Estiré la mano pero no había nada. Alretirar el brazo, tropecé con algo blando y pesado que estaba colgando, que crujió altocarlo. Le di un tirón. Parecía una cortina suspendida del techo de la cama.

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Ya estaba completamente despierto y empezaba a comprender que me hallaba enuna pieza extraña. Estaba confundido. Traté de recordar lo que había pasado durantela noche y, curiosamente, ahora podía evocar todas las imágenes: la cena, los paquetesque me habían dado, mi sensación de haber estado borracho, mi lentitud paradesvestirme, el contacto frío de la almohada sobre las mejillas. Sentí una dudarepentina: ¿Había sido anoche o anteanoche? De cualquier manera, ése no era micuarto, y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí.

Amanecía. La vaga claridad que usurpaba el lugar de los libros había resultado seruna ventana y la luz que se filtraba por la persiana me permitió distinguir el óvalo deun espejo. Me paré y me sorprendió una misteriosa debilidad. Extendiendo unasmanos temblorosas, caminé despacio hacia la ventana. No pude evitar lastimarme lapierna con una silla. Con la intención de levantar la persiana, busqué alrededor delespejo, que era grande y tenía unos candelabros de bronce; encontré una borla, tiré, y,con un brusco ruido metálico, la persiana se levantó. Me encontré de pronto ante unpaisaje desconocido. El cielo estaba cubierto y las nubes pesadas, con un borde decolor rojizo, dejaban filtrar la débil claridad del amanecer. Debajo, todo estaba oscuroy borroso: remotas colinas, inciertos edificios que se erigían en lo alto, árboles comomanchas de tinta y, al pie de la ventana, una tracería de renegridos canteros y desenderos grises. Era algo tan desconocido que por un momento pensé que todavíaestaba soñando. Palpé el tocador, parecía de madera pulida, ornamentada; habíaalgunos objetos encima; entre ellos, uno raro en forma de herradura, anguloso y liso,que estaba apoyado sobre un plato. No encontré candeleros ni fósforos.

Observé el cuarto de nuevo. Ahora, la persiana estaba levantada por completo yvagos espectros de los muebles emergían de la oscuridad. Había una enorme cama concortinas y, al pie de la chimenea, se veía el resplandor del mármol. Apoyándomecontra el tocador, cerré y abrí los ojos, y traté de pensar. La situación era demasiadoreal para ser un sueño. Imaginé que había una grieta en mi memoria producida por laextraña bebida, que era probable que hubiera recibido mi herencia y que esa bruscafelicidad me había privado de mis recuerdos. Quizás, esperando un poco, las cosas seaclararan para mí. Pero la cena con el viejo Elvesham aparecía ahora especialmentedetallada y vivida: el champagne, los mozos atentos, el polvo rosado y los licores.Podría haber jurado que todo eso era muy reciente. Y entonces me ocurrió algo tantrivial y al mismo tiempo tan horrible que me estremezco al recordarlo. Dije en vozalta: «¿Cómo diablos he llegado aquí?»… Y la voz no era mía. No era mía: era débil,mal articulada, la resonancia de mis huesos faciales era diferente. Para darme valor,junté las manos y sentí arrugas de piel floja y, en los huesos, la debilidad propia de

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una persona de edad. «Sin duda», dije con esa voz horrible que de algún modo sehabía instalado en mi garganta, «¡sin duda esto es un sueño!». Casi tan rápido comomovido por un impulso, me llevé los dedos a la boca. Habían desaparecido misdientes. Las yemas de mis dedos palparon la superficie fláccida de unas encíasencogidas. Me sentí abatido y asqueado.

Experimenté un impetuoso deseo de mirarme, de comprobar de una vez, en todosu horror, la transformación increíble que había sufrido. Fui tambaleando hasta lachimenea y busqué, tanteando, unos fósforos. En ese momento tuve un acceso de tosy palpé un grueso camisón de franela que tenía puesto. No encontré fósforos y sentíun intolerable frío en las piernas. Tosiendo y respirando con dificultad, lloriqueandoacaso, me volví a tientas a la cama. «Tiene que ser un sueño», me dije, gimiendomientras me recostaba, «tiene que ser un sueño». Era una repetición senil. Me tapé loshombros con las sábanas, me tapé los oídos, puse la mano seca bajo la almohada y medecidí a dormir. Era evidente que todo era un sueño. Por la mañana sería sólo unrecuerdo y yo volvería a despertarme otra vez con toda mi juventud y mi vigor pararetomar mis estudios. Cerré los ojos, respiré con ritmo regular y, al advertir que mehabía desvelado, repetí lentamente la tabla del tres.

Pero no podía conciliar el sueño. Me convencía cada vez más de la inexorablerealidad de mi transformación. Enseguida me encontré con los ojos bien abiertos, latabla del tres olvidada y mis dedos flacos sobre las encías arrugadas. De pronto,inesperadamente, yo era, de verdad, un hombre viejo. Había caído de algún modo alfondo de mis años; me habían robado lo mejor de mi vida: el amor, la lucha, la fuerzay la esperanza. Me refugié en la almohada y traté de convencerme de que esaalucinación era posible. El amanecer se instalaba, imperceptible y constante.

Finalmente, resignado a no poder dormir, me incorporé y miré a mi alrededor.Ahora, la fría penumbra me dejaba ver el cuarto. Era espacioso y estaba bienamueblado, mejor que cualquier otro en mi vida. Distinguí un candelabro y unosfósforos en la repisa. Me destapé y, tiritando con el frío del amanecer, aunque eraverano, me levanté y encendí la vela. Luego, estremeciéndome tanto como para hacerparpadear la llama, me acerqué al espejo, y vi… ¡la cara de Elvesham! La impresiónno fue tan horrible porque ya lo presentía. Elvesham siempre me había parecidofísicamente débil y digno de lástima; pero ahora, apenas cubierto por un camisón defranela que dejaba ver el cuello esmirriado, ahora, visto como mi propio cuerpo, nopuedo describir su desgarrada decrepitud. Las mejillas hundidas, los sucios mechonesde pelo gris, los ojos nublados llenos de lagañas, los labios temblorosos, el labioinferior exhibiendo un brillo rosado y esas horribles encías negras… Quien tenga el

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cuerpo y el alma acorde con su edad no puede imaginarse lo que significa esta prisióndiabólica. Ser joven, estar lleno de deseos, gozar de la energía propia de la juventud y,de pronto, en cuestión de segundos, estar atrapado y comprimido en este temblorosocuerpo en ruinas…

Pero me he alejado un poco del hilo de mi relato. Por un tiempo debo haberestado conmocionado por esta transformación. Recién pude pensar con la luz del día.De algún modo inexplicable había sucedido, no sé cómo, tal vez alguna especie demagia. Y mientras reflexionaba, comprendí la astucia diabólica de Elvesham. Mepareció evidente que si yo estaba en posesión de su cuerpo, él lo estaba del mío: esdecir, de mi vigor y de mi futuro. Pero ¿cómo probarlo? Luego, al meditarlo, lasituación se volvió tan increíble que mi mente no dejaba de dar vueltas sobre elasunto. Tuve que pellizcarme, palpar mis encías sin dientes, mirarme en el espejo ytocar las cosas que estaban a mi alrededor antes de poder enfrentar los hechos otravez. ¿La vida entera era una alucinación? ¿Era yo realmente Elvesham y él era yo?¿No había yo soñado con Eden toda la noche? ¿Existía Eden? Pero si yo eraElvesham, debería de recordar lo que sucedió la mañana anterior, el nombre de laciudad donde vivía y lo que había sucedido antes del sueño. Luché con mispensamientos. Recordé esa rara duplicación de mis recuerdos de la noche anterior.Pero ahora mi mente estaba clara. No sentía ya esas evocaciones fantasmales pero sírecordaba todo lo relacionado con Eden.

«¡Me volveré loco!», grité con mi voz aguda y metálica. Tambaleando, arrastré mispiernas lánguidas y pesadas hasta el lavatorio y sumergí la cabeza en la pileta con aguafría. Luego me sequé y probé otra vez. Fue inútil. Yo sentía, fuera de toda duda, queera realmente Eden, no Elvesham. ¡Pero era Eden en el cuerpo de Elvesham!

Si hubiera sido un hombre de cualquier otra época, me habría resignado a midestino como si fuera obra de una brujería. Pero en estos tiempos de escepticismo nosuceden estos milagros. Aquí había alguna trampa psicológica. Si una drogaprovocaba determinado efecto, seguramente otra podría hacerlo desaparecer. Loshombres han perdido antes la memoria. Pero ¿intercambiar recuerdos como unointercambia paraguas? Me reí, aunque mi risa no era saludable sino fingida y senil.Podía imaginarme a Elvesham riendo ante mi dolorosa situación y una ráfaga deirritación y de ira, muy inusual en mí, me invadió de pronto. Ansiosamente comencé avestirme con la ropa que hallé en el suelo y, una vez vestido, me di cuenta de que mehabía puesto un traje de etiqueta. Abrí el ropero y saqué alguna ropa de calle: unpantalón gris y una robe de chambre pasada de moda. Me puse una boina acorde conmis años y, tosiendo un poco por mis excesivos esfuerzos, salí al corredor.

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Serían las seis de la mañana. La casa estaba bastante silenciosa y las persianas,cerradas. El pasillo era amplio. La escalera ancha y con lujosas alfombras se perdía enla oscuridad del hall. Una puerta entreabierta me dejó ver un escritorio, una bibliotecagiratoria, la espalda de un sillón y una pared con varios estantes de libros.

«Mi estudio», murmuré, y caminé por el pasillo. Luego, el sonido de mi voz metrajo un recuerdo. Volví al dormitorio y me puse la dentadura postiza con la facilidadque da la costumbre. «Así estoy mejor», dije, haciéndola rechinar, y volví al estudio.

Los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. La parte superior tambiénestaba trabada. No había rastros de llaves por ningún lado. Tampoco en los bolsillosde mi pantalón. Volví con dificultad hasta el dormitorio y registré los bolsillos detodas las prendas. Estaba muy ansioso. Al ver el desorden de mi cuarto, cualquierahubiera imaginado que habían entrado ladrones. No había llaves ni monedas nipapeles, excepto la cuenta del restaurante.

Sentí un extraño cansancio. Me senté y observé la ropa tirada por todos lados, conlos bolsillos hacia afuera. El frenesí que sentí al principio ya se había desvanecido.Comenzaba a comprender la inmensa sagacidad de los planes de mi enemigo y aconvencerme cada vez más de que no tenía salida. Con esfuerzo, me levanté y volví alestudio. En la escalera, una mucama estaba levantando las persianas. Se sobresaltó,supongo, al ver la expresión de mi cara. Cerré la puerta del estudio detrás de mí. Conun atizador, intenté abrir a golpes el escritorio. Fue así como me encontraron. La tabladel escritorio quedó partida; la cerradura, aplastada; las cartas, diseminadas por laalfombra. En mi furia senil tiré las lapiceras y otros objetos del escritorio, y derramé latinta. Además se rompió un jarrón que estaba sobre la repisa de la chimenea, no sécómo. No encontré ni chequera ni dinero ni la menor indicación de cómo procederpara recuperar mi cuerpo. Estaba golpeando frenéticamente los cajones cuando elmayordomo, ayudado por las mucamas, me detuvo.

Así de simple es la historia de mi transformación. Nadie creerá mis afirmaciones.Me tratan como un demente y, aun ahora, me tienen vigilado. Pero estoy cuerdo,absolutamente cuerdo, y, para demostrarlo, me he sentado a escribir detalladamente loque me ha sucedido. Apelo al lector, para que él advierta si hay algún rasgo de locuraen el estilo de la historia que ha estado leyendo. Soy un hombre joven, secuestrado enel cuerpo de un viejo. Pero a todo el mundo le cuesta creer este hecho tan evidente.Naturalmente, los que no me creen piensan que estoy loco. Naturalmente, ignoro losnombres de mis secretarios, de los médicos que vienen a verme, de mis sirvientes y demis vecinos, de esta ciudad desconocida en la que me encuentro. Naturalmente, mepierdo en mi propia casa y tengo problemas de todo tipo. Naturalmente, hago las

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preguntas más extravagantes. Naturalmente, lloro y grito, y tengo paroxismos dedesesperación. No tengo dinero ni chequera. El banco no reconocerá mi firma, puesestoy seguro de que, a pesar de la debilidad de mis músculos, mi letra sigue siendo lade Eden. Esta gente que me rodea no me dejará ir personalmente al banco. Parece, sinembargo, que no hay bancos en esta ciudad y que he abierto una cuenta en algún lugarde Londres. Parece que Elvesham mantuvo en secreto el nombre de su abogado. Yono pude averiguar nada. Elvesham era, por supuesto, un profundo estudioso de lamente humana y todas mis declaraciones en este relato confirman la teoría de que milocura es el resultado de un minucioso estudio en psicología. ¡Sueños sobre laidentidad!

Hace dos días yo era un joven saludable, con toda una vida por delante; ahora soyun viejo furioso, desesperado, descuidado y miserable, que merodea por una lujosacasa interminable, vigilado, temido y evitado por todos. Y en Londres está Elvesham,empezando a vivir otra vez en un cuerpo vigoroso, con la sabiduría acumulada desetenta años. Me ha robado la vida.

No sé muy bien lo que ha sucedido. En el estudio hay muchos volúmenes connotas manuscritas que se refieren a la psicología de los recuerdos, y otras con cifras ysímbolos absolutamente incomprensibles para mí. De algunos pasajes se deduce quetambién le interesaban las matemáticas. Supongo que ha logrado transferir todos susrecuerdos desde su cerebro marchito hasta el mío, y que toda mi personalidad ha sidotransferida a su cuerpo inservible. Sé que ha cambiado los cuerpos pero su métodoestá más allá de mi comprensión. Yo he sido siempre una persona materialista y ahorame encuentro frente a un caso que me demuestra concretamente la capacidad delhombre para despegarse de la materia.

Estoy por ensayar un experimento desesperado y último. Me siento a escribir aquíantes de llevarlo a cabo. Esta mañana, con el auxilio de un cuchillo que pude sustraerdurante el desayuno, logré forzar la cerradura de un cajón evidentemente secreto deeste escritorio destruido. No hallé nada más que un pequeño frasco de vidrio verde,que contenía un polvo blanco y tenía adherida una etiqueta con una sola palabra:«Liberación». Debe ser, seguramente, veneno. Puedo entender que Elvesham lopusiera en mi camino y, de no haber estado tan escondido, creería que su intención eraponerlo a mi alcance para desembarazarse del único testigo de su crimen. El viejo hallegado casi a resolver el problema de la inmortalidad. Si el destino no le juega algunamala pasada, vivirá en mi cuerpo hasta que éste envejezca y luego, desechándolo,tomará la fuerza y la juventud de alguna otra víctima. Al recordar su falta de piedad,resulta terrible pensar que su experiencia ha venido evolucionando con el tiempo…

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¿Desde cuándo viene saltando de un cuerpo a otro?…Pero ya basta de escribir. El polvo del frasco parece disolverse en agua. El gusto

no es desagradable.

Aquí termina el manuscrito que se encontró en el estudio de señor Elvesham. Elcadáver yacía entre el escritorio y la silla, a la que evidentemente había empujadohacia atrás con sus últimas convulsiones. El relato estaba escrito en lápiz, con una letraarrebatada, muy diferente de la caligrafía habitual de señor Elvesham. Sólo quedadestacar dos hechos llamativos. Indiscutiblemente, existió alguna conexión entre Edeny Elvesham, pues la propiedad del último había sido transferida al joven, aunque éstenunca llegó a heredarla. Cuando Elvesham se suicidó, Eden ya estaba muerto.Veinticuatro horas antes, en la intersección de Gower Street y Euston Road, murióatropellado por un coche. De modo que el único ser humano que podría haberesclarecido este relato fantástico ya no es capaz de responder ninguna pregunta.

Sin más comentarios, dejo al lector que juzgue personalmente este asuntoextraordinario.

Título original: «The story of the late mister Elvesham»,en Thirty Strange Stories, 1897-1898. Gentileza A. P. Watt Ltd.

Traducción: Fabiana A. Sordi

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Estudio de Noches de pesadilla

Por María Cristina Figueredo

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N

[Biografía de los autores]

Ambrose Bierce

ació en 1842. Después de destacarse en la Guerra Civil norteamericana, sededicó al periodismo. Sin embargo, su verdadera vocación fue la sátira, ya seabajo la forma de cuento de horror, de fábula, de columna periodística o dediccionario, como, por ejemplo, El Diccionario del Diablo (1911).Bajo la influencia de E. A. Poe, desarrolló los aspectos psicológicos del horror,

como se evidencia en sus cuentos. En su madurez, se convirtió en una figura literariamuy influyente, aunque sus detractores lo llamaban «el amargo Bierce» y su lemapersonal fuera «Nada importa». En 1913, Bierce desapareció. El final de su vida, comoel de muchos de sus cuentos, es un misterio. Se dice que murió en 1914 peleando allado de Pancho Villa, en la Revolución Mejicana, o que se suicidó en el Gran Cañóndel Colorado. Tal vez nunca sepamos como terminó sus días.

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N

Charlotte Brontë

ació en 1816. Perdió a su madre cuando tenía cinco años y a sus dos hermanasmayores en los cuatro años que siguieron. Las tres hermanas y el hermanosobrevivientes se educaron en su hogar, en Yorkshire, Inglaterra, leyendoávidamente y creando mundos imaginarios a la manera de Los viajes deGulliver y Las mil y una noches. Como su personaje más famoso, Jane Eyre,

Charlotte se convirtió en maestra e institutriz, pero su proyecto de establecer su propiaescuela con sus hermanas fracasó. Jane Eyre se publicó en 1847 y tuvo un éxitoinmediato. En 1854, Charlotte se casó y un año después moriría. En 1853, M. Arnoldescribió sobre ella que su mente no contenía nada «excepto hambre, rebelión y furia».

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N

William Wymark Jacobs

ació y murió en Londres (1863-1943). En la década de 1890, comenzó apublicar historias en revistas; su primera colección, Many Cargoes, apareció en1896. A pesar de haber escrito varias novelas, su popularidad se debe a suscuentos, que pueden clasificarse en dos grupos: los humorísticos que tratansobre las andanzas de los marineros, y los cuentos macabros como «La pata de

mono» (1902), que se convirtió en el cuento de horror por antonomasia y se encuentraen la mayoría de las antologías del género.

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N

Joseph Sheridan Le Fanu

ació y murió en Dublín (1814-1873). Miembro de una familia protestante, LeFanu se educó en el Trinity College de Dublin y se recibió de abogado. Sinembargo, abandonó las leyes por el periodismo. Entre 1845 y 1873, publicócatorce novelas, de las cuales Tío Silas (1864) y La casa al lado del cementerio(1863) son las más conocidas. Sus cuentos se destacan por su habilidad para

evocar la atmósfera macabra de una casa embrujada. In a Glass Darkly (1872), unlibro que contiene cinco nouvelles, se considera su mejor obra. Le Fanu, además, fuepropietario de varios periódicos de su ciudad natal.

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Bram Stoker

ambién nació en Dublín en 1847 pero murió en Londres en 1912. Aunque atemprana edad era inválido (no se pudo parar ni caminar hasta los siete años),superó su debilidad y se convirtió en jugador de fútbol de la universidad. Trashaber trabajado para el gobierno por diez años, en 1878 se convirtió en secretariodel famoso actor Henry Irving, puesto que conservó por veintisiete años. Stoker

escribió novelas y cuentos, así también como crítica teatral, pero es recordado por suobra maestra, Drácula (1897), una historia de vampiros inspirada en «Carmilla», unade las nouvelles de In a Glass Darkly de Le Fanu.

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N

Catherine Wells (1872-1927)

ació en 1872 como Catherine Robbins. Conoció a H. G. Wells en 1892. Él sehabía casado el año anterior pero pronto dejó a su esposa para vivir conCatherine, con la que se casó en 1895 después de divorciarse.El libro de Catherine Wells, publicado póstumamente en 1928, sugiere queCatherine tenía una vida interior mucho más intensa de lo que normalmente se

le concede. Sus historias están bien logradas y son ricas en matices psicológicos.Además, muestran un hambre de amor reprimido y, sorprendentemente, se solazan enla violencia y el sadismo.Catherine murió en 1927.

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N

Herbert George Wells

ovelista, periodista, sociólogo e historiador nacido en 1866, es famoso por sushistorias que inauguran el género de la ciencia-ficción: La máquina del tiempo(1895) y La guerra de los mundos (1898). Fue un socialista activo. Detrás de suinventiva subyace una preocupación apasionada por el hombre y la sociedad, lacual impregna la fantasía de sus historias, llevándolas, a veces, hacia la sátira.

Murió en 1946.

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E

[Análisis de la obra]

El placer de sentir miedo

l miedo es la emoción más intensa y antigua en el hombre. No es extraño,entonces, que las historias de terror atraviesen todas las épocas y conformen unaparte sustancial del acervo folclórico de todas las culturas. Así, muchos mitos yleyendas se caracterizan por escenarios y personajes que luego aparecerán enhistorias de terror. Sin embargo, el culto literario del miedo por el miedo mismo

apareció en el siglo XVIII con la novela gótica.El texto fundacional de este género es El castillo de Otranto (1765) de Horace

Walpole. Pero no fue él sino Ann Radcliffe (1765-1823) quien hizo del terror unamoda y estableció las pautas del nuevo género. Su novela, Los misterios de Udolfo(1794), instaura la trama que será repetida una y otra vez: una temerosa e indefensaheroína explora un edificio siniestro en el que se encuentra prisionera de un malvadoaristócrata. La historia se desarrolla en el pasado previo a la reforma protestante y elescenario de las maldades del villano —y los padecimientos de la heroína— es uncastillo lúgubre, en cuyos corredores y pasadizos secretos suceden eventos macabros.A pesar de crear esta atmósfera, como digna hija del Siglo de las Luces, Radcliffetermina sus relatos explicando racionalmente los hechos «sobrenaturales» que habíansucedido, destruyendo así a sus propios fantasmas. El período de apogeo de la novelagótica se dio entre 1790 y 1820, y produjo en 1818 su monstruo más famoso, el creadopor Mary Shelley en Frankenstein.

La novela gótica engendró una extensa progenie que incluyó a las historias devampiros y de fantasmas. Estas últimas proliferaron durante la época victoriana (1837-1901). Los autores que conforman nuestra antología vivieron durante este período,compartiendo el gusto estético reinante.

Herederas de la ficción gótica, tanto las historias de vampiros, como las defantasmas y las historias acerca de hechos sobrenaturales —llamadas globalmente

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«historias de terror»— intentan asustar e inquietar al lector, que se siente atraído poresas emociones. El atractivo de lo espectralmente macabro se ve acentuado porque vaunido a la incertidumbre y el peligro. Los mundos desconocidos presentan unaamenaza y están llenos de posibilidades malignas. En su ensayo «El horror en laliteratura», H. P. Lovecraft (1890-1937), un maestro del horror, explica que parapertenecer a este género se necesita algo más que una historia sangrienta o unosfantasmas que arrastren sus cadenas por las mohosas escaleras de un castillo. Lashistorias dignas de pertenecer al género deben «contener cierta atmósfera de intenso einexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas»[1]. Por otra parte, la tramadebe transmitir una idea terrible para todo ser humano: «la suspensión o trasgresiónmaligna y particular de las leyes fijas de la Naturaleza»[2]. Una vez que esas leyes dejande aplicarse, quedamos indefensos ante el embate del caos.

El vampiro (1819) de John Polidori es ejemplo de la suspensión de las leyesnaturales. Este relato inaugura el sub-género de las historias de vampiros, donde seelaboran las sospechas de la clase media sobre la decadencia de la aristocracia. El másnotorio de los vampiros es el conde Drácula, creación de Bram Stoker. La historia queforma parte de nuestra antología, «El invitado de Drácula», funciona comointroducción a la novela. Sin embargo, para los lectores del siglo XXI, que conocen lahistoria del vampiro de Transilvania aunque no hayan leído la novela de Stoker, esterelato funciona como un volver atrás, una suerte de episodio uno.

Las historias de fantasmas proponen como tema central el poder de los muertosque retornan para confrontar a los vivos. Antes del siglo XIX, los fantasmas queaparecían en la literatura eran en sí mismos menos importantes que el mensajeprofético o la revelación que transmitían; el fantasma del padre de Hamlet, en la obrahomónima de William Shakespeare, es un ejemplo. En las historias de fantasmas, sinembargo, el fantasma lo es todo. Su propósito primordial es producir terror einquietar al lector. Tanto «El fantasma» de Catherine Wells, como «Relato de losextraños sucesos de la calle Aungier» de Sheridan Le Fanu ponen de manifiesto elespanto provocado por lo inexplicable. ¿Es verdaderamente una rata la que baja por laescalera de la casa en la que viven los estudiantes de medicina en el cuento de LeFanu? ¿O ambos jóvenes han estado expuestos a los poderes del fantasma delmalvado juez? ¿Es una alucinación, producto de su mente afiebrada, la que produce elfantasma en el cuarto de la niña en el cuento de Catherine Wells? A diferencia de lasexplicaciones reconfortantes dadas por Anne Radcliffe, estos autores Victorianosdejan sus relatos en la incertidumbre, produciendo así una mayor sensación de

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inquietud e indefensión en el lector.La fascinación victoriana por los fantasmas puede inscribirse en una inclinación

más amplia de la época por lo desconocido y lo difícil de explicar, de allí el gran augedel espiritismo en ese período. El mundo de lo sobrenatural, de lo inexplicable, sirvióde contrapunto a la fuerza dominante de la ciencia. Así, las historias de terror en esteperíodo proveen juicios admonitorios contra el racionalismo. En «El hombre y laserpiente» de A. Bierce, Harker Brayton es definido como «un hombre de ideas» quese mofa de las creencias supersticiosas del pasado y se ufana del racionalismo de supropio tiempo en el que ni siquiera los más ignorantes podrían creer «tales tonterías».Sin embargo, al morir, cree que es víctima de poderes sobrenaturales. De la mismamanera, el invitado de Drácula se burla del cochero y se refugia en su racionalismo,pero luego vive para lamentarlo.

En el reino de lo inexplicable, el sueño ha sido siempre un territorio que se resistea ser conquistado. En el cuento de C. Brontë, «Napoleón y el espectro», la explicaciónracional del sonambulismo del emperador no convence totalmente. Otra lectura esposible: que el espectro haya despertado a Napoleón para mostrarle algo que nohubiera visto de otra manera. Por otra parte, si efectivamente fuera sonámbulo, aúnquedarían por explicar las reglas «racionales» que rigen el ambular de aquellos queduermen.

Los autores Victorianos, en su intento por contrarrestar las ideas científicas de laépoca, también trataron de establecer en sus historias la existencia objetiva de losfenómenos sobrenaturales. Así, en «La historia del difunto señor Elvesham» de H. G.Wells, el protagonista-narrador, Eden, se convierte en reportero y relata paso a paso elcambio operado en su cuerpo. Hacia el final del cuento, otro narrador completa lahistoria, ratificando lo relatado por Eden, o tal vez no. ¿Creó Elvesham en su senilidadesquizoide toda la historia? Pero, si fuera así, ¿por qué su caligrafía difería de la del«anterior» Elvesham? Wells no toma partido. De esta manera, el lector debe elegirentre las posibles respuestas o, tal vez, formular más preguntas.

La psique del protagonista, su locura senil, también es escrutada en este cuento.Pero esa locura se entremezcla con la cordura del relato pormenorizado. Edgar AllanPoe (1809-1849) ya había elevado las historias de terror por encima del meroentretenimiento a través de una habilidosa mezcla entre razón y locura. Su obra exhibedesde toques de necrofilia en «Annabel Lee» (1849), a sadismo indulgente en «El pozoy el péndulo» (1843), lo que ha suscitado el interés de la crítica psicoanalítica.

Además, las historias de terror victorianas se caracterizan por presentar incidentessobrenaturales enmarcados en situaciones cotidianas, la banalidad de las cuales hace

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que las violaciones a las leyes naturales sean mucho más convincentes. «La pata demono» de W. W. Jacobs es un cuento de superstición y terror que se desarrolla dentrode un marco realista, a la manera de Dickens, donde el calor del hogar y la placidezdoméstica del principio del cuento contrastan con su final, también incierto.

El siglo XX fue testigo de la continuidad del género. Nombres como Clive Barker oStephen King lo prueban. Más recientemente, Internet ha permitido a los autores deterror, y a sus seguidores, crear un espacio nuevo constituido por las fanzines (revistasespecializadas) que aparecen en la web. La adaptabilidad y persistencia de este génerohasta nuestros días sólo puede explicarse, en palabras de Virginia Woolf, por la«tenacidad del extraño anhelo humano de placer por sentir miedo»[3].

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Notas

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[1] Lovecraft, H. P. El horror en la literatura. Buenos Aires: Alianza, 1998, p. 11. <<

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[2] Ibídem. <<

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[3] Citado por Holman, Hugh. «The Gothic Novel», en A Handbook to Literature.University of Virginia, 2002.http://www.spider.georgetowncollege.edu/english/allen/gothic.htm (26 de noviembrede 2004); y Drabble, Margaret, The Oxford Companion to English Literature. Oxford:Oxford University Press, 1998, p. 389. <<