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Noches de luna roja

Sofía Olguín

Noches de luNa roja

Colección Libídine

Primera edición: julio 2013

© Sofía Olguín, 2009

© de ilustración de cubierta: Jack Flamel, 2013

© de diseño de cubierta: ediciones el Antro, S.L., 2013

© de esta edición: ediciones el Antro, S.L., 2013Cno. de Suárez, 41 - 1º - 19; 29011 Málagawww.edicioneselantro.com

ISBN: 978-84-941280-1-1Depósito Legal: MA-1295-2013

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, co-municación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso de los titulares de los derechos.

Printed in Spain - Impreso en España

Para Andrés.

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GABRIEL

Siempre sentí fascinación por la magia y el esoterismo. Aunque, si tengo que decir la verdad, en realidad no creía en ninguna de esas cosas. No creía en magias, en dioses, en tablas ouija, en fantasmas ni en nada que no pudiese ser comprobado o entendido por la razón humana. Claro, la razón nunca podrá abarcar todo, pero mi escepti-cismo era parte de esa fascinación. ¿Por qué si nada es real, la gente seguía poniendo su fe en los santos de las iglesias, en las velas, en las palabras mágicas…?

Andá al quiosco de diarios de la esquina. Comprá la revista que se te antoje. Fijate en los anuncios de brujos y chamanes que ofrecen sus servicios. Ataduras. Hacé que vuelva tu pareja. Problemas de dinero. Depresión…

Interesante, ¿no?Me llamo Gabriel..., aunque Gabriel no es mi nombre real. En

esta historia, lo único falso que vas a leer son los nombres propios de las personas. Los barrios, líneas de colectivo, de subte, los lugares, edificios…, esos sí que son muy, muy reales. Tal vez los conozcas.

En aquel entonces tenía dieciocho años y, hay que admitirlo, era un poquito friki. Me gustaba ser así. La mochila que llevaba a la fa-cultad estaba llena de prendedores de dibujos animados y en mis ratos libres leía cómics o me bajaba series de Internet. Antes tenía un grupo de amigos, chicos y chicas con quienes iba a los llamados «eventos de animé». En estos eventos pasaban proyecciones, vendían DVD, juegos de Play Station y cositas como llaveros, prendedores y cuadernos. A

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veces vendían ropa; ropa friki, claro. Y aunque me habría gustado vestirme así, no lo hacía. Había trabajado como repartidor en una heladería, pero llegado el invierno, se habían quedado con un solo repartidor: con el que tenía moto. Yo hacía los repartos en bicicle-ta y siempre tardaba más. Me dijeron que iban a llamarme cuando comenzara de nuevo el verano (era responsable y no llegaba nunca tarde) y lo hicieron. Pero ya no pude trabajar de nuevo para ellos…

Ese grupo de amigos que mencioné antes se disolvió. O mejor dicho, yo me disolví. Ellos se seguían viendo, pero yo ya no iba a las reuniones. El motivo: los piojos. Y no, no me refiero a la banda de rock argentina, sino al insecto, al parásito. Tenían piojos, qué asco. Yo llevaba el pelo un poquito largo (hasta los hombros)… y bueno, ima-ginate. Además, ya no me sentía a gusto con ellos por otros motivos que no vienen a cuento.

El hecho de que yo fuera bisexual es un elemento significativo en esta historia. Me atraían los chicos y las chicas, pero no vayas a pensar que era un descarriado o algo así. La gente ha cargado la palabra «bi-sexual» de una gran carga peyorativa. Lo mismo ocurre con la palabra «homosexual»... De hecho, era muy centrado. Nunca había estado de novio con nadie, aunque me había metido mano con un par de chi-cos y chicas. Pero sí, era virgen. Y si lo seguía siendo a los dieciocho años era porque yo mismo lo había elegido así. Oportunidades no faltaron. Mi última tranza había sido un chico (un gótico, superfriki, que trabajaba en un cyber), pero con él no hice más que besarme y un poco de manoseo.

Otra cosa importante: yo no sabía el significado de la palabra familia. Tenía padre y madre, pero a veces me sentía como un huér-fano. Ellos me querían, a su manera. Supongo. En algunas ocasiones pensaba, vos estarás de acuerdo o no, que hay gente que no sirve para criar hijos. Hay gente que sabe cantar, otra que sabe cocinar, hay gente que sabe enseñar, pintar, construir casas. ¿Por qué criar hijos bien sería una excepción? Como dijo Michael Levine: tener un hijo no te vuelve padre, de la misma manera en que tener un piano no te vuelve pianista. Pero al menos hay lugares donde te enseñan a tocar el piano. En cambio, no hay escuelas para padres. A lo que quiero llegar es a que: mis padres no supieron criarme, solo fueron dueños de un piano. Y, teniendo en cuenta esto, deberían haber llorado lágrimas de

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agradecimiento porque no salí drogadicto, o ladrón o alguna de esas cosas. Bueno, me gustaban los hombres.

Mi papá le llevaba dieciséis años a mi mamá. Ella tenía cincuenta y seis, y él… hacé la cuenta. Sí, eran mayores. El motivo: estuvieron toda la vida perdiendo el tiempo. Mi papá tenía problemas con el alcohol. Durante la crisis del 2001, perdió su negocio y tuvo que vender el auto. De él no sabía casi nada. Cuando yo era chico, él trabajaba jornada completa en el Jockey Club, de contador, y no pasábamos nada de tiempo juntos. Tenía libres solo los domingos y esos días los ocupaba emborrachándose.

Mi mamá zafaba. De ella sabía más (dónde había nacido, el nom-bre de su primer novio, qué hacía antes de que yo naciera) y a veces pensaba que me habría gustado no saber nada…

Mi mamá era uruguaya. Nació en el campo y a los diecisiete años se escapó y se vino a Argentina. Trabajó cuidando ancianos y tam-bién se prostituyó un poco. De joven era muy linda. No era alta, pero sí atractiva. Yo salí a ella. Por suerte yo era alto, pero tenía sus ojos verdes y su pelo castaño.

Ella seguía cuidando viejos: trabajaba con cama, lo cual quiere de-cir que no vivía en casa. ¿El motivo? La plata. Ganaba casi tres mil pesos argentinos por mes. Se lo gastaba en ropa, zapatos y carteras (como hizo toda su vida: vivía en pensiones y se vestía como Susana Giménez), pagaba mi Internet, a veces la cuota de la casa, me tiraba unos pesos a mí y chau sueldo. Mi papá sabía que mi mamá malgas-taba el dinero y eso le daba bronca. Por eso nunca le daba un centavo. Él, por su parte, había luchado toda su vida para cumplir sus sueños y había llegado a la vejez apenas con una casa que todavía no había acabado de pagar…

Ellos nunca se llevaron bien. Cuando yo nací, mi papá llevó a mi mamá al departamento donde vivía con su madre. Mi abuela se lla-maba María y le hizo la vida imposible a mi vieja hasta tal punto que tuvieron que internarla en un psiquiátrico. Mi mamá tenía problemas mentales; había tenido una infancia dura y eso fue algo que jamás pudo superar. Yo no estaba de acuerdo con eso que suelen decir: en la vida todo se paga. Tal vez era porque aún era muy joven, pero no me vas a negar que hay gente que sale indemne de todas. Mi abuela no fue una de ellas. Vivió sus últimos días en una silla de ruedas y fue

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mi mamá quien tuvo que cuidarla y cambiarle los pañales. Una hu-millación. Para mi abuela, porque era demasiado orgullosa; y para mi vieja porque supongo que no le resultaría una tarea agradable. Mi tía, hermana de mi papá, era tan mala persona como mi abuela. Ojo, mi abuela me malcriaba, pero yo era demasiado chico para comprender las cosas.

En ese entonces vivíamos en un departamento de Buenos Aires, en el barrio de Villa Urquiza. Dicho departamento estaba a nom-bre de mi tía, la mala persona. Cuando mi abuela murió (yo tenía seis años), mi tía nos echó. Así de simple. Ahora vivíamos en Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, en una casa grande, cómoda y vieja que mi papá había empezado a pagar y que tenía en alquiler. Creo que le dolió más tener que echar a la familia que vivía ahí que el hecho de que su propia hermana lo echara del departamento que habían comprado juntos…

Acá comienza la historia. Pero no comienza en la casa grande y vieja. Ni por la noche. No llovía ni había tormenta. Era un día despe-jado, precioso. Y todo empezó en un salón de clases.

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CAPÍTULO UNO

Era el día del segundo parcial de Semiología. Yo estaba en la carrera de Letras, en la Universidad de Buenos Aires. Antes de entrar en la correspondiente carrera que uno elige (y en su correspondiente Facultad), tiene que cursar un año de preparación llamado CBC, Ciclo Básico Común. Está formado por seis asignaturas en total, que dependen de la carrera que hayas elegido. Si te ponés las pilas, lees cuando tenés que leer y estudiás cuando tenés que estudiar, joya. Si no, te jodés. Por suerte, yo era aplicado. Podría no ser muy inteligente, pero leía y estudiaba. Y por eso me iba muy bien.

En ese parcial de Semiología sabía absolutamente todo. Y a veces, saber tanto puede conllevar problemas. Eso fue lo que me sucedió.

El parcial era larguísimo. Teníamos dos horas para hacerlo: muy poco tiempo. Además de ser aplicado, era nervioso. En los parciales solía relajarme, pero en aquel momento tenía los pelos de punta. Se nos acababa el tiempo y en la puerta estaban los chicos de la siguiente clase, que también tenían que rendir examen. En resumidas cuentas: nos echaban del salón.

La clase comenzaba a las nueve de la mañana. El edificio del CBC al que concurrí está ubicado en Villa Urquiza, justo en la estación Drago de la línea de trenes Suárez/Mitre. Como yo vivía en Ballester, para llegar al CBC me tomaba el tren. Desde casa hasta la estación Ballester a veces iba caminando. Pero como eran diez cuadras las que separaban mi casa de la estación, había oportunidades en que me tomaba el colectivo 237. No recuerdo si ese día fui caminando o en

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colectivo, pero eso no es algo relevante. La cuestión es que, como al bajar del tren tenía un poco de hambre, me compré una botella de Sprite. No podía hacer el parcial con una hamburguesa en la mano.

Mientras escribía acerca de implicaturas escalares, subjetivemas y deixis, tomaba un sorbito de Sprite. Naturalmente, al rato me dieron ganas de ir al baño. Y esto, sumado a que el parcial era eterno (y a que yo sabía mucho y escribía y escribía a tal punto que me empezó a doler la muñeca), no hizo más que contribuir a exaltar mis pobres nervios. Cuando por fin terminé el examen entró la tropa que aguar-daba afuera. Había acabado justo a tiempo. Metí la botella de Sprite en la mochila y corrí hacia el baño. Hice lo propio y volví a bajar. Abajo, en la entrada del edificio, estaba el grupito de compañeros con el que me hablaba.

—Gabi, te chorrea la mochila —me dijo Sofía, una de las chicas, a la que yo conocía porque vivía a la vuelta de mi casa.

Y bueno, como ya debés imaginarte, en mi nerviosismo, había guardado la botella de Sprite mal tapada. Mi mochila era una gran laguna pegajosa y dulzona. Mi libro de Semiología estaba empapado, así como mi cuaderno y, lo más importante: mi celular. Lo primero que hice fue prenderlo. Funcionaba. Yo, feliz, no me preocupé.

El asunto es que esa misma tarde se quedó sin batería y cometí el estúpido error de ponerle el cargador y darle corriente. Eso no necesita mucha explicación: en la pantalla (ni la marca ni el modelo vienen al caso, pero era uno de gama media, con cámara y reproductor de MP3) vi un chispazo de luz blanca y… el celular pasó para el otro lado y se fue con Víctor Sueiro.

Al otro día, el sábado, yo tenía que ir al cumpleaños de una chica llamada Cecilia. Era una compañera de Pensamiento Científico con la que me hablaba y que parecía haberse fijado en mí. Era linda, con el pelo lacio y castaño, largo, y los ojos cafés. Me había mandado un mensaje de texto el día anterior (el jueves), invitándome a su fiesta, que consistía en «tomar el té». Yo, que siempre he sido muy mal pensado, interpreté lo siguiente: tengo pileta, traé traje de baño, va a haber mucha marihuana, cerveza y vodka. Y no te olvidés los forros.

Su SMS decía algo así como:

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Gabi, te aviso, por si no te acordás, que el sábado es mi cumple y estás invitado. Entre las 16:30 y las 17 hs. te espero en mi casa, para «tomar el té». Ojalá puedas venir. Besos. Ceci.

También incluía su dirección. Cecilia vivía a pocas cuadras de la estación de tren de San Andrés. Desde Ballester a San Andrés hay dos estaciones. Y como el tren de la línea Mitre, del ramal Suárez, juega un papel importante en la historia, voy a contarte, por si no estás fa-miliarizado, el orden de las estaciones.

Es así: José León Suárez (que es una zona un tanto peligrosa, porque está llena de villas), Chilavert, Villa Ballester (donde vivía yo), Malaver, San Andrés (donde vivía Cecilia), San Martín, Miguelete, Pueyrredón (el límite entre la Ciudad de Buenos Aires y la Provincia), General Urquiza (la estación del barrio donde viví hasta los diecisiete años), Drago (donde está el CBC), Belgrano R., Colegiales, Ministro Carranza, 3 de febrero y Retiro (la terminal, que está en el centro de la Ciudad de Buenos Aires).

La casa donde trabajaba mi mamá estaba a una cuadra de la esta-ción de Urquiza.

Ese viernes en que estropeé mi celular mi madre me dio dinero para ir a comprar otro, haciéndome jurar que le devolvería la plata cuando volviera a trabajar en la heladería. En la estación de Ballester había un local chiquito de una de las compañías de telefonía móvil y allí pregunté si mi teléfono tenía arreglo. No sé si el tipo me mintió o exageró, pero dijo que el equipo jamás quedaría cien por ciento bien. Y, teniendo en cuenta que yo lo había enchufado, había que ver si no se le había jodido la cámara de fotos. En resumen: me convenía comprar uno nuevo.

Si alguna vez se te moja el celular, por favor, te lo ruego, no le conectes el cargador. Si prende, si vive, dejalo al sol una semana para que se seque completamente. Y ahí sí, cargalo y sé feliz. No hagas como hice yo.

El tipo del negocio (un local minúsculo, con apenas un escrito-rio y tres estantes donde exhibían los equipos) me dijo que podía ofrecerme mi mismo celular (el mismo modelo) a ciento cincuenta pesos. No lo tenía ahí, en el local; yo debía ir hasta el centro de Buenos Aires, donde un amigo suyo tenía su propio negocio. La idea me sedujo: quería quedarme con un poco de la plata que me

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había dado mi mamá y en verdad mi teléfono me gustaba. De ma-nera que me fui hasta el centro. Me tomé el tren hasta Retiro y en un poco más de media hora ya estaba en la terminal. A todo esto, eran aproximadamente las cinco de la tarde de un tibio viernes de noviembre. Pasé por la plaza San Martín, por el hotel Sheraton y preguntando un poco llegué hasta la dirección que me había dado el tipo de Ballester.

Era un edificio, y lo que más raro me pareció era que el local estaba ubicado en un departamento. Me sonaba a ilegalidad, pero yo me aseguraría de que el celular funcionara bien antes de llevármelo. El edificio era alto, de más de quince plantas, y estaba bien cuidado. Estaba ubicado en una calle estrecha (la mayoría de las calles del cen-tro de Buenos Aires lo son), entre un estacionamiento y otro edificio de departamentos. No era una zona donde hubiese negocios. Había autos estacionados en la calle y los colectivos pasaban a menos de dos metros de mí.

El edificio señalado tenía un cartel donde decía que estaba custo-diado. Creo que me tranquilicé un poco: si el sitio estaba custodiado por la policía, no podía llevar a cabo actividades ilegales, ¿no? Bue, quién sabe. Me acerqué y miré a través del vidrio de la puerta. Vi un pasillo largo y los ascensores. Toqué el portero eléctrico. Un hombre dijo «¿sí?» y yo le respondí que quería comprar un celular. La puerta chirrió, la empujé y entré.

El local estaba en el noveno piso, de modo que tomé el ascensor. Las escaleras se ubicaban al fondo, pero nueve pisos de escalones no era una distancia que hubiese querido subir caminando. Estaba cansado. Me dolían la espalda y las piernas de haber estado tanto tiempo de pie en el tren. Y de haber caminado todo el trecho. En el ascensor vi que tenía las mejillas sonrosadas. Yo soy muy pálido y el calor del verano me tenía a maltraer. Cuando hacía calor se me sonrojaban las mejillas y parecía que llevara puesto rubor, como las chicas. Lo odiaba, aunque el maquillaje no era algo que desde-ñara del todo. A veces me delineaba los ojos de negro, el párpado inferior. Y como tengo los ojos claros, se me veía bien. Recuerdo que ese día vestía unos jeans que me llegaban hasta un poco más

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abajo de las rodillas y una remera negra, lisa. Calzaba unas zapatillas negras con líneas rojas, que mi mamá me había regalado para mi cumpleaños.

Llegué al noveno piso. Había puertas a mis dos costados. El de-partamento al que tenía que ir era el F, y estaba exactamente detrás de mí. Toqué el timbre. Un hombre me abrió la puerta. Justo en ese momento salía otro tipo.

—Pasá —me dijo el dueño del local.—Hola —saludé yo. Miré el departamento. El salón era amplio y estaba bastante ilumi-

nado. Al fondo, frente a la puerta de entrada, había un balcón. A pesar de que había cortinas, se veía la ciudad, chiquita y gris. El cielo estaba de un color celeste intenso y sin nubes, pero en el horizonte, perdido entre tantos edificios, se veía una bruma oscura de smog. Bueno, no voy a comparar el cielo de Buenos Aires con el de Shangai, pero que hay smog, lo hay. Smog y un poco de contaminación visual. El piso era de madera y estaba bastante pulido. Las paredes eran de color té con leche y había un par de cuadros colgados. En el medio del salón había un mostrador amplio de formica negra. Detrás del mostrador se veían un montón de cosas colgadas: auriculares de PC, joysticks de Play Station, memory cards, reproductores de MP3 y MP4, etc. En el mostrador había una computadora portátil encendida, una impresora Hewlett Packard, un calendario, un teléfono, un juego de llaves y una pila de papeles.

—Decime —me dijo el tipo, sentándose detrás del mostrador y señalándome la silla que tenía enfrente. Yo me senté y lo miré. Tenía entre treinta y cinco y cuarenta años. Era morocho, flaco, alto y lle-vaba barba de tres días. Vestía unos vaqueros azules, normales, y una remera de Patricio Rey.

—Te cuento —comencé—. Se me mojó el celular y en un local de Ballester me dijeron que acá podía conseguir el mismo.

Saqué mi bien amado teléfono del bolsillo y se lo mostré. El tipo hizo un gesto raro: levantó las cejas y junto los labios, como si fuese a silbar. Después meneó la cabeza.

—Ese flaco que se fue recién se llevó el último.Me quise matar. Había ido hasta el centro para nada.—¿Y… qué otros tenés? —le pregunté.

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No tenía en mente gastar toda la plata que me había dado mi vieja. Y tampoco podía decirse que llevara mucha.

—No, no hay más teléfonos. Ese flaco se llevó el último.Me mordí el labio y asentí. Comencé a ponerme de pie.—¿Y no hay acá otro local donde vendan celulares? —Hice un gesto

con la mano, como queriendo decir «en este edificio». Él sonrió, como divertido, y dijo que no—. Bueno, gracias —dije, con voz de resignación. El tipo dijo «chau pibe», yo salí por donde había entrado y cerré la puerta.

Suspiré, me dirigí hasta el ascensor y apreté el botón. Entonces escuché una voz masculina, grave, un poco ronca:

—¿Querés un celular? Me sobresalté y me di la vuelta. El hombre que había hablado es-

taba justo detrás de mí. Lo primero que pensé al verlo fue que estaba muy bueno. Tenía los ojos del color de esos mares del Caribe que no sabés si son verdes o azules, el pelo era negro y lacio. Sus rasgos eran afilados pero atractivos. Vestía una musculosa negra y unos vaqueros celestes con roturas.

—Sí… —respondí, frunciendo el ceño. No tenía ni idea de cómo ese tipo lo sabía y eso me asustó un poco. Había salido de la nada, se había materializado a mi lado. De pronto sentí más hambre de la que ya tenía. Una oleada de aroma a cigarrillo me subió hasta la nariz. Yo no fumaba, pero había ciertos cigarrillos de los que me gustaba el olor. Ese era uno de ellos. El tipo se lo llevó a la boca y ¡no soltó ni una pizca del humo!

«Te vas a morir de cáncer de pulmón», pensé.Él dejó caer una risa con la boca cerrada, de esas que se producen

solo haciendo vibrar las cuerdas vocales.—Vení, vamos a mi local. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó. Se dio la media vuelta y ca-

minó hasta el fondo del pasillo semiiluminado. Era más alto que yo, probablemente medía más de un metro noventa. Aprecié que tenía el pelo algo largo; llevaba una colita diminuta en la nuca. Tenía pinta de metrosexual. O de gay. Eso me puso nervioso. A través de la tela de la musculosa podía verle la marca de los omóplatos, como si fuesen pequeñas alas. Tenía la espalda ancha y una contextura fuerte, robus-ta. Pero no era gordo, para nada. En el bolsillo trasero del jean se le notaba el paquete de cigarrillos.

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El hombre sacó una llave y abrió la puerta del departamento A. Sostuvo la puerta, invitándome a pasar primero. El gesto me pareció tan caballeroso como innecesario. Apenas hube entrado, me quedé de piedra. ¡El departamento estaba vacío!

—Todavía no me instalo —explicó como si nada, sacando otro cigarrillo.

La caja era de veinte Lucky Strikes. Los más caros. Yo sentí un cosquilleo en el estómago a causa de la inquietud. Primero, el hom-bre aparecía atrás mío de la nada. Ahora, me traía a un departamento vacío. Si era un loco e iba a matarme, rogué que al menos no me dejara morir virgen. Pero ese era un pensamiento estúpido y yo podía no haberme dado cuenta de que él había llegado subiendo (o bajan-do) las escaleras y la explicación de no haberse instalado aún tenía sentido si el hombre llevaba la llave del departamento.

—¿Y… vendés celulares? —pregunté. Él sonrió de medio lado. Tenía una sonrisa un poco sarcástica, divertida. Me gustaba. El depar-tamento A era muy parecido al F, con la diferencia de que la cocina estaba expuesta: tenía una barra como la de los bares, pero, como ya dije, todo estaba vacío.

Parpadeé. Había algo en la barra. Un celular. Un celular bastante parecido al mío. Inmediatamente me toqué el bolsillo.

—Probalo. Vas a ver que funciona bien. Si te convence, te lo podés llevar.

Yo caminé hasta la barra y lo agarré. Pesaba lo mismo que el mío, lo que quería decir que tenía puesta la batería. Mantuve presionado el botón de encendido y en la pantalla apareció el logo de la compañía móvil.

—Está liberado —dijo él. Que un celular esté «liberado» quiere decir que podés ponerle un

chip de cualquier empresa. Mi viejo chip ya estaba en la basura. El tipo de Ballester me había recomendado que no usara los accesorios de un teléfono viejo en uno nuevo.

El hombre agarró el teléfono de línea que estaba en la cocina y marcó un número. El celular que yo tenía en la mano comenzó a vi-brar, emitiendo una suave musiquita. Sonreí. ¡Funcionaba!

—Probá la cámara, el MP3… —exclamó el hombre, apoyándose contra una pared, chupando del cigarrillo como si fuera la cosa más

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deliciosa del mundo. Obedecí: saqué una foto, que salió perfecta, y conecté los auriculares. Diez puntos. Todo funcionaba de maravilla.

—¿Cuánto está? —pregunté, tratando de ocultar mi emoción.—Cinco pesos —respondió él, soltando el humo en círculos. Yo

fruncí las cejas. Había oído mal, seguro.—¿Cómo? —repliqué, mirándolo. Él bajo la vista hacia mí y yo de

repente me sentí muy chico e indefenso. Lo cual era casi una tontería, porque ese hombre no parecía llevarme más de unos cuatro o cinco años. Le calculé unos veintipico.

—Cin-co-pe-sos —silabeó, mostrándome la mano abierta. Sí, cinco. Cinco dedos, cinco pesos. ¡Ese tipo estaba loco!

—Escuchame, flaco —le dije con voz serena, acercándome. Él le-vantó sus cejas y yo vi que eran muy negras y delgadas, como si se hubiese pasado horas frente a un espejo depilándoselas, tratando de que fueran perfectas. Y tal vez fuera así—. ¿Cinco pesos este celular? A mí me costó más de trescientos.

Él se encogió de hombros.—Pero a mí me estás comprando solo el equipo. Y no está en caja.

No tiene el cargador, ni los auriculares, ni el cable USB, ni el manual. Te llevás el celular así como está, desnudo. Y, obviamente, no te voy a hacer una factura.

Bueno, yo ya me había dado cuenta de eso, pero ¿cinco? ¿Cinco pesos?

Sin decir nada más, saqué la billetera de la mochila y le extendí un único billete. San Martín, con la cara verde como un alien, contem-plaba con rostro severo la batalla dibujada en tinta violeta. El hombre agarró el billete con la mano izquierda (con la derecha sostenía el cigarrillo), se lo guardó en el bolsillo y volvió a apoyarse contra la pared. En ese momento, no sé por qué, se me vinieron a la cabeza los pactos con el diablo.

—Que te vaya bien —dijo, a modo de saludo, de despedida.—Chau, gracias —contesté yo, algo contrariado. Abrí la puerta y

me fui. Lo último que percibí antes de salir del departamento A de aquel edificio fue el aromático sabor del Lucky Strike.

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CAPÍTULO DOS

A Cecilia le compré una camiseta de marca que, por suerte, me costó barata. Puede sonar un poco egocéntrico, pero yo sabía hacer buenos regalos. Mi mamá, por ejemplo, era una de esas personas que no saben. Te regalaba cualquier porquería; porquerías a veces caras, pero porquerías al fin. Tenía la mala costumbre de comprarme la ropa ella misma. Y claro, todo lo que me compraba era horrible y me quedaba grande. La verdad, no sé qué se pensaba. ¿Que teníamos los mismos gustos? ¿Que de un día para el otro iba a pesar noventa kilos como ella? Eso me daba bronca, que me comprara lo que se le daba la gana.

Ese sábado, mientras me bañaba, pensé en el tipo que me había vendido el celular. El aparato funcionaba como los dioses y yo no acababa de entender por qué me lo había dado a un precio tan barato. A decir verdad, esperaba que el trasto dejara de andar de un momento a otro. Pero, decididamente, no me esperaba lo que sucedería a con-tinuación. Me lavé el pelo, me enjuagué, salí de la ducha y fui a mi cuarto a vestirme.

Mi cuarto siempre estaba un poco desordenado. Tampoco era un chiquero, pero cada vez que lo veía pensaba que podría estar mejor. Era una habitación grande; un cuadrado de cuatro metros por cuatro. Tenía una ventana que daba hacia el patio de entrada de la casa. Ahí, por las mañanas, se subían mis dos gatos a tomar sol. Me encantaban los gatos. Tenía dos machos castrados, que se llamaban Adán y Abel. Y no, no eran padre e hijo. Uno era gris atigrado; el otro era rubio

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con manchas blancas. En mi habitación yo tenía la cama, la computa-dora (sin impresora), la tele y un reproductor de DVD. También tenía un ropero y una estantería repleta de libros.

Me fascinaban los libros. Y me siguen gustando, pero después de todo lo que pasó… prefiero mil veces la realidad. Cuando estaba deprimido, lo único que hacía era leer. Y solía deprimirme muy seguido. Las causas eran siempre las mismas: mi mamá, que me trataba mal, y las borracheras de mi viejo. Cuando uno se deprime, le vuelven a la cabeza depresiones anteriores. Yo, por ejemplo, me acordaba de que no tenía amigos y que me gustaban demasiado los hombres.

El tema de los amigos ya lo expliqué: me había alejado por motivos de fuerza mayor. Y en la secundaria yo no tuve amigos de verdad. Siempre estaba con un grupito de chicas y dos chicos que solo hablaban conmigo para que los ayudara en los trabajos prácticos y les soplara en los exámenes. Casi siempre fui el primero de la clase; y si no era el primero, con seguridad era el segundo.

En la secundaria descubrí mi condición de bisexual. Me gustó un chico. Se llamaba Juan Pablo y era muy inteligente. No era la mar de lindo, pero tenía su encanto. Me gustó desde segundo año hasta quin-to. Y a veces pensaba que me seguía gustando, a pesar de que ya no lo veía más. Lo que me atraía de él eran su inteligencia y su timidez. Era morocho, de ojos oscuros, flaco y bajito. Jamás pasó nada entre nosotros. En quinto año se puso de novio con una chica de cuarto.

Lo importante es que, en mis momentos de depresión, la soledad se hacía más intensa, más aguda y más dolorosa. No tenía a nadie con quien hablar de lo que me pasaba, de lo que sentía. Solía llorar a menudo, recordando aquellos años de mi niñez cuando no me importaba nada y no comprendía toda la maldad que existía a mi alrededor.

El trauma (no hay otra palabra para calificarlo) que yo tenía con respecto al sexo provenía de mi infancia. ¿Qué trauma no proviene de la infancia?

A veces solía imaginarme en la cama con una chica. Pero la escena siempre se diluía y en su lugar aparecía un varón. Un hombre unos años más grande que yo, más fuerte, más corpulento. Un hombre como ese vendedor. Antes, cuando no entendía que ser homosexual no

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tenía nada de malo, esas situaciones me asustaban. Lloraba, pensando que jamás podría estar enamorado de alguien que me correspondiera. Antes dije que era bisexual. Y por eso quiero hacer una distinción entre amor y sexo, o al menos a lo que sentía yo: me gustaban los hombres y había estado enamorado de hombres; las mujeres me gustaban, pero no podía amarlas. Desconozco los motivos, solo puedo dar explicaciones superficiales y metafísicas. No podía amar a una chica porque sentía que jamás podría amarla de verdad. Las veía como seres frívolos. Sé que no es verdad, sé que es una tontería. Hay miles de chicas buenas. Reconociendo esto por lo menos te hago saber que no estaba loco, ¿no? Bajo mis ojos, los hombres eran distintos. Aunque no sé hasta qué punto.

Me vestí con unos pantalones negros, una camisa color vino y me puse las mismas zapatillas negras con rojo. Estuve a punto de delinearme los ojos, pero me arrepentí. Habría sido demasiado extra-vagante. Y un poco afeminado. Me colgué los auriculares del cuello, me puse el celular en el bolsillo, revisé que tuviese bien escrita la di-rección de Cecilia y tomé la bolsa del regalo. Me cepillé el pelo y me fui. No había nadie en casa, solo Adán y Abel estaban en el jardín, durmiendo panza arriba bajo el sol de noviembre. A veces, cuando los veía, me imaginaba lo fácil que debe ser el ser un gato. Hasta el amor es más fácil.

No me había tomado en serio eso de «tomar el té», pero cuando entré en la casa de Cecilia y vi las tazas sobre la mesa, me di cuenta de que aquello no había sido una metáfora. Íbamos a tomar el té. Cuan-do llegué, me abrió la puerta su mamá, una señora de unos cuarenta años vestida con jeans y una blusa celeste un poco escotada.

La casa no era extremadamente lujosa, pero sí bastante linda. Ape-nas entré, me encontré en un salón donde había tres sillones y un sofá beige alrededor de una mesita de vidrio. El comedor estaba en el fondo: una mesa mediana de madera con siete u ocho sillas. Con re-gocijo, pensé que la mesa del comedor de mi casa era más vistosa: de vidrio, sostenida por patas de caño que formaban arabescos. Allí arri-ba, como dije, estaban las tazas de té ordenadas y los platos con masas finas, sándwiches y bizcochitos dulces y salados. La cocina estaba

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junto al comedor y no había puerta que los separara. Vi una heladera, un microondas y un televisor adosado a la pared. En el suelo había un plato con comida de gato.

Cecilia tenía puesta una minifalda de jean y una musculosa de modal de color verde manzana. Estaba linda, sí. La minifalda le que-daba bastante bien a pesar de que ella no era el tipo de chica flacucha y menuda. Tenía sus redondeces bien puestas, pero sus piernas no eran las más delgadas y esbeltas de la Tierra. No recuerdo si llevaba aros o colgantes.

En el cumpleaños no sucedió nada que considere lo suficiente-mente interesante como para contarlo. En total, los invitados éramos muy pocos: tan solo seis. Eso me extrañó bastante.

El primero era yo, que apenas conocía a Cecilia, compañero del CBC en apenas una asignatura.

La segunda era una chica que, por lo que oí, también la conocía poco: eran compañeras en Economía. Se llamaba Ximena y hablaba sin parar: que tenía novio, que le había ido muy bien ese día en el parcial de Sociología (en el CBC se dictan clases los sábados), que ni bien acabó el examen había ido a comprar el regalo para Cecilia y se había tomado el tren rumbo a San Andrés. Vestía unos chupines de jean y una camisa a cuadros de esas que estaban tan de moda. Llevaba un bolso de Miranda!, un montón de pulseras en las manos y unos aros en forma de racimo de uvas. No era bonita, pero sí bastante sim-pática y agradable.

La tercera era una amiga de la secundaria de Cecilia, que, para qué mentir, me cayó muy mal. Apenas hablaba y tenía cara de amar-gada. Podría haber sido linda con alguna de las sonrisas de Ximena.

El cuarto invitado era un chico, el novio de la chica amargada. Este también me cayó mal, no por ser novio de la amargada, sino porque era muy estúpido. Parecía un nene de preescolar. Se pasaba todo el tiempo molestando a la novia, dándole besos, agarrándola de la mano… Se notaba que ella estaba un poco harta de él, aunque trataba de disimularlo.

Más tarde llegaron dos chicas que también cursaban con Cecilia en el CBC. No creo que la conocieran más que yo. No había fami-liares, pero ella había comentado que la fiesta con toda su familia sería al otro día, el domingo.

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El gato resultó ser un pobre felino rubio lleno de pulgas, con la cabeza enorme y el cuerpo chiquito. Me dio lástima y me imaginé que ni siquiera estaba desparasitado. Eran las ocho de la noche y yo ya quería irme a casa.

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CAPÍTULO TRES

La primera señal de que algo andaba mal con el celular tuvo lugar aquella misma noche, cuando caminaba desde la estación Ballester hasta mi casa. En el auto, el padre de Cecilia nos había llevado a Xi-mena y a mí hasta la estación San Andrés. Ella se subió al otro andén; su tren, que la dejaría en Belgrano R., llegó a los cinco minutos.

En mi tren vi un grupo de chicas vestidas para ir a bailar. Polle-ritas, medias largas, blusas escotadas. A mí me encantaba bailar. En aquel entonces, recuerdo que hacía más de un año que no pisaba un boliche. No tenía con quién ir porque ya no veía a mis compañeros del secundario. El viaje en tren fue muy corto, porque apenas era de dos estaciones (toda San Andrés, toda Malaver) y en seguida me encontré otra vez bajo la noche tibia y algo húmeda de Ballester. Me puse los auriculares del celular en las orejas y emprendí el camino a casa.

En las tres primeras cuadras se veía gente. Algunos bares perma-necían abiertos, pero la mayoría de los negocios ya había cerrado. Esas calles estaban levemente iluminadas, pero las que seguían más adelante siempre se ven más oscuras. Más adelante, dejando atrás el centro del barrio, ya no hay negocios. Está la plaza Roca, donde todos los fines de semana se juntan chicos a hacer piruetas en patineta y donde todos los días se ven parejas de todas las edades besuqueándose entre los árboles. Frente a la plaza está la biblioteca y el campo de deportes de un colegio. Cruzando la plaza, Ballester se vuelve aún más oscura y silenciosa. Podés encontrar un almacén o un quiosco,

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pero nada más. Caminando por ahí durante la noche sólo oís el ruido de los autos, las motos y los colectivos. Pero yo no oía esos ruidos, porque tenía los auriculares puestos. Escuchaba reggaeton, deseando no estar solo en las calles de la Provincia… deseando estar tres años antes, en un boliche de la Costanera, bailando con mis compañeras de clase, con Juan Pablo muy cerca de mí.

De repente, entre los compases del reggaeton, escuché gritos. Asus-tado, me arranqué los auriculares de las orejas y miré la pantalla. Eran las 21:36, tempranísimo. En la calle no se oía nada. Miré a mi alrede-dor. No había nada, nada de nada. Había luces prendidas en algunas casas, pero de ninguna de ellas salían gritos. Todavía con miedo, volví a ponerme los auriculares. Solo sonaba Daddy Yankee. Los gritos, si es que habían sido reales, habían desaparecido. Recordé que por la zona solía pasearse una jauría de perros callejeros. Sí, eso tenía que ser. Perros callejeros. Emprendí la marcha y llegué a casa. Cuando me acosté, esa madrugada, ya me había olvidado de los gritos.

A la mañana siguiente me despertó mi viejo a eso de las diez de la mañana. Me dijo que mi vieja estaba enojada porque yo no le contestaba el teléfono. El motivo: mi celular estaba apagado. No teníamos teléfono de línea en casa, no porque fuera caro o no tuviéramos plata para pagarlo, sino porque la casa no tenía conexión telefónica y mis padres nunca se tomaron la molestia de solicitar que la instalaran. Cuando llegamos, mi viejo estaba tan deprimido por todo lo que había pasado, que ni ganas de hacer trámites tenía. Y yo menos.

—Dice que vayas a verla hoy.Sí, solía ir visitar a mi mamá a su trabajo, a comer con ella. Cui-

daba de una anciana que estaba postrada en una cama. La viejita me quería porque yo siempre le llevaba chocolates. Ahora ya había deja-do de comer cosas sólidas: los médicos dijeron que podía tragarse los dientes postizos.

Yo puteé por lo bajo. Odiaba tener que ir a Villa Urquiza a ver a mi mamá. Cuando la encontraba bien, le pedía que dejara ese trabajo de mierda. Que volviera a casa, que no era necesario que trabajara porque la jubilación de mi papá alcanzaba para todo o que

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se consiguiera un trabajo de unas pocas horas… Y ella, si estaba bien, me comprendía y me decía que lo pensaría. Pero yo sabía lo que pasaba: en el fondo, ella no podía ver a mi papá así. La lastimaba a morir, porque en el fondo, lo seguía queriendo. Y, al igual que yo, tampoco podía hacer nada por él.

Llegué a Urquiza a eso de las doce y media del mediodía. Mi mamá era una persona sumamente irritante. Para que te imagines hasta qué punto, voy a enumerarte sus peores defectos. Sí, todos tenemos defectos, pero uno, si tiene algo de sentido común y amor propio, trata de que no se noten demasiado. Claro, por algo son defectos: siempre salen a la luz aunque intentemos ocultarlos. La costura del parche siempre se rompe. El caso es que mi mamá parecía no darse cuenta de sus roturas.

Vivía echándole la culpa de sus desgracias a los demás. Que si se le perdía la medallita que llevaba al cuello, se la había robado el kinesiólogo que atendía a la viejita; que si se olvidaba de tomar una pastilla o inyectarse la insulina (era diabética), era porque yo me había olvidado de recordárselo; que si se le quemaba la carne, era porque justo le había tocado el timbre la vecina y la distrajo. No podía con-cebir que tal vez se le hubiera caído la medallita bajo la cama, que yo no vivía con ella desde hacía tres años y ya me había deshabituado de sus costumbres, que había sido ella quien le pidió a la vecina que en cuanto pudiera le cambiara cien dólares.

Se gastaba la plata en porquerías. Se había comprado una máqui-na de coser de quinientos pesos que ni siquiera sabía usar. Decía que la iba a utilizar para «hacer ropa para perros y venderla por la calle». Se compraba carteras y zapatos carísimos que solo usaba para ir al super-mercado. Cuando se le perdió la medallita que mencioné antes (que era de un tal San Pantaleón), se gastó ciento cincuenta pesos en una medalla nueva. Ojo, que era de oro y plata, eh. Y fue con la jodida medalla a la iglesia para que se la bendijera el cura. Decía que con ella puesta «se sentía protegida». Cuando me dijo eso, casi me puse a llo-rar de la risa. Me vino a la mente una publicidad de preservativos de San Pantaleón. Yo odiaba ese fetichismo que ella tenía con los santos y Dios. Me enfermaba.

Te repetía las cosas mil veces. Y cuando yo le decía «eso ya me lo contaste», ¡seguía hablando como si nada!

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Cuando la ayudaba con la limpieza del departamentito donde tra-bajaba, me trataba como a un sirviente. Siempre decía que «ella había nacido para mandar», «ella había nacido para ser reina».

Ese día caminé hasta la estación, saqué un boleto de ida y vuelta y me senté a la espera del tren. En Ballester solía subir y bajar mucha gente de los trenes. Me acuerdo de que tenía puestos unos vaqueros celestes y una camiseta blanca. Yo solía fijarme mucho en cómo se vestía la gente. Era muy observador. Veía las manchas de las camisas, las marcas de los pantalones, los puños gastados. Todo. Si me quedaba mirando una cara por más de un par de segundos, podía reconocerla si la veía otro día. Ese día era un domingo muy tranquilo y tibio. El cielo estaba celeste sin una nube. Los domingos los trenes solían tar-darse más, de manera que saqué el celular y me puse los auriculares. Cuando lo abrí para elegir la canción, vi que tenía un mensaje de texto nuevo en la bandeja de entrada. Extrañado, porque no lo había oído sonar y porque nadie me mandaba mensajes, lo abrí. Sentí una sacudida en el estómago. El mensaje estaba compuesto por una única palabra y esta era:

AUXILIO

Imaginate mi cara cuando lo vi. Tal vez pensás que grité o que se me abrieron mucho los ojos… La verdad es que no hice ninguna de esas cosas. Me quedé serio, con el ceño un poco fruncido, contem-plando la palabra dibujada en letras negras contra el fondo blanco. Auxilio. Toda la palabra estaba escrita en mayúsculas. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor. En el andén, sentada en otra banca, había una mujer joven con un cochecito de bebé. Al lado de la mujer había una señora mayor que tejía algo con lana amarilla. En la otra banca, la más alejada, había una parejita de chicas que miraban algo que identifiqué como un álbum de fotos. Estaban sentadas, cabeza con cabeza, y bajo sus flequillos cortados al estilo emo podías verles las sonrisas y las bocas pintadas de rojo. Vestían ropa colorida, como suelen vestirse los chicos de esas tribus urbanas tan particulares.

Definitivamente, no había nadie allí que necesitara mi auxilio. El andén de enfrente, el del tren que va hacia Suárez, estaba vacío. Me puse de pie y caminé por el andén, alejándome de las bancas.

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Ballester es una estación importante, allí casi siempre hay guardias para verificar que nadie suba sin su boleto. Pero ese día era domingo y no había ningún guardia. Hubo un tiempo en que yo solía viajar sin boleto. Cada vez que bajaba del tren, me regocijaba de haber viajado gratis. Pero un día, cuando le mostré al guardia un pasaje viejo, me cacharon. Le metí el verso de que el boleto se me había caído y, sin inmutarme, le dije: «me voy, tengo un examen». Ni en pedo le habría pagado la multa de ocho pesos, pero desde ese día siempre saqué boleto.

A lo lejos vi que se acercaba el tren. Pensá en esta imagen: una estación de tren, como cualquiera, con

sus bancas azules de madera, sus logos de TBA pintados, la casillita de la Virgen de Luján vacía (sí, vacía; no sé si se la afanaron o qué), un cielo celeste, los durmientes sucios, repletos de colillas de cigarrillos y basura. Así es Ballester, no muy diferente de cualquier estación que hayas visto antes. Ahora imaginame a mí: un chico más o menos alto, flaco, de pelo castaño ondulado hasta los hombros, paliducho, de ojos verdes, vestido con jean y remera. Imaginame mirando fijamente la pantalla de un celular y allá en el horizonte, el tren blanco y celeste haciéndose cada vez más grande.

Lo primero que hice fue verificar de qué número había llegado el mensaje. Abrí la pantalla de información y vi lo siguiente:

Fecha: 23/11/08 14:36Tipo: Mensaje de texto

Tamaño: 0.1 KbDe: +A78LPO689844YTHF75595UGSDG85

Me quedé de piedra al ver el remitente. Era una combinación larguísima de números y letras; algo completamente imposible, sin sentido. Pero ahí estaba, en mi mano, en la pantalla de mi celular. Recordé los gritos que había escuchado en los auriculares la noche pasada. Parte de mí había querido creer que se trataba de perros, pero ahí estaba la prueba de que no era así. Habían sido gritos humanos. Y esa misma persona me estaba pidiendo ayuda. ¿A través de qué? ¿Desde dónde habría mandado aquel mensaje? ¿Por qué no decía más cosas? ¿Por qué no daba explicaciones?

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La fecha era correcta; todos los datos eran correctos excepto aquella mezcla de números y letras que simbolizaban al remitente. Naturalmente, respondí. Y tecleé:

¿Qué pasa? ¿Quién sos?

Aguardé, ansioso, la respuesta. El tren ya llegaba. La gente se ha-bía levantado y esperaba con la vista fija en el horizonte. Yo me mordí los labios, esperando el pitido que me indicara el nuevo mensaje. No hubo pitido. Ni hubo respuesta. El tren pasó frente a mí a toda velo-cidad, mientras yo veía los rostros borrosos de las personas sentadas.

El viento me despeinó y levanté la mano para arreglarme el pelo. Entonces olí algo que me resultó agradable. Cuando me di vuelta, vi a la mujer del bebé llevándose un cigarrillo a la boca. Me dieron ga-nas de insultarla: tenía a su hijo en el cochecito, respirando el mismo aire de mierda que ella. Claro, me quedé callado. Esperé que el tren se detuviera. Del vagón que tenía a mi izquierda se bajó una multitud: chicos y chicas disfrazados, de todas las edades, llevando pancartas, bombos y platillos. Reían y hablaban entre ellos, tocando silbatos y cantando. Yo no los oía. Y en realidad, tampoco los miraba. Mi mente se había quedado en el celular, en la única palabra de ese mensaje de texto. Auxilio.

La mujer del cochecito se había subido a otro vagón, pero yo seguía oliendo la fragancia del cigarrillo. Esperé a que bajara la tropa, me subí al tren y elegí un asiento junto a la ventanilla. Cerré los ojos, suspiré y cuando los volví a abrir, el tren ya estaba en marcha. Le dediqué una última mirada al grupo de chicos disfrazados y en ese momento lo volvía a ver, parado entre la multitud que se alejaba.

¿Y qué vi?Vi un hombre alto, de más de un metro noventa, con un cigarrillo

en la mano derecha. Vestía los mismos jeans rotos y la misma mus-culosa negra. Me sonreía. Se llevó el cigarrillo a la boca y no soltó el humo. Sentí horror. Si no hubiesen sido casi las tres de la tarde de un día soleado, creo que habría gritado. No había error posible. En estas situaciones uno tiende a creer que ve cosas, que se lo imaginó. Pero yo no iba a cometer el mismo error de dudar de mí mismo. Lo había visto: era el hombre que me había vendido el celular.

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CAPÍTULO CUATRO

¿Creés en fantasmas? ¿Creés en el diablo? ¿Creés en que cada uno de nosotros posee un alma inmortal? Yo no creía, siempre fui muy escéptico. O mejor dicho, me daba igual que esas cosas existieran o no. Estamos entrando en cuestiones metafísicas, la oveja negra de las ciencias. Pero no voy a dar discursitos filosóficos. Cada uno es libre de creer lo que quiera. Vos sos libre de creer lo que quieras. Sos libre de creerme o no. ¿Me creerías si te digo que ese hombre que me vendió el celular es un ser sobrenatural? Se llama Seth.

El tren tomó mayor velocidad y la silueta del hombre se fue ha-ciendo cada vez más chica hasta desaparecer. Permanecí mirando el mismo punto por lo que me pareció una eternidad, hasta que me di cuenta de que ya estábamos en la estación San Martín. Faltaban tres estaciones para llegar a Urquiza. En San Martín subió bastante gente a pesar de que era domingo. Una señora gorda se me sentó al lado. Cuando la miré, me sonrió. Me puse los auriculares para evitar que intentara sacarme conversación. Fingí estar escuchando música, aun-que la verdad era que no estaba escuchando nada.

Miré mi reflejo en la ventanilla. Yo no me consideraba un chico feo. En la escuela primaria sí que lo era: demasiado flaco, bajito y con los pies enormes. La adolescencia tiene eso: te deja hecho un príncipe o te hace mierda. No creía en los términos medios. A mí, por suerte, me afectó de forma favorable. Crecí bastante, mi espalda se ensanchó y también sucedieron esas cosas que afectan a todos los varones. Las explicaciones, me parece, sobran. Casi no tuve acné y

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no padecí los tormentos del cambio de voz. Mis rasgos se volvieron más masculinos, aunque todos decían que seguía teniendo cara de nene.

Me acomodé en el asiento, apoyando la espalda y estirando las piernas como si estuviera muy cansado. En realidad no lo estaba, pero no tenía ganas de estar en ese tren. Quería estar en casa, en mi com-putadora o mirando la tele. O leyendo un libro.

Llegué a Urquiza a las tres en punto. Como los domingos no subía ni bajaba tanta gente de los trenes, este no se detenía mucho tiempo en las estaciones. Pero los días de semana, uy, esos sí que eran un caos. Y más a la mañana temprano.

Como ya dije, el edificio donde trabajaba mi mamá se encontraba a una cuadra de la estación. Caminé sin muchas ganas por mi anti-guo barrio, quizás añorándolo un poco. Solo un poco.

Como era domingo, los negocios estaban cerrados. Solo estaba abierto un restorán barato donde una vez pedí trabajo y a cuya entre-vista jamás fui.

Lo que me gustaba de Ballester era que, como había vivido toda la vida en Urquiza, jamás me encontraba con personas conocidas. Es decir, con mis compañeros de secundaria o sus madres. Me gustaba sentirme anónimo por las calles de Ballester. Mi deseo era algún día tener un departamento en el centro de Buenos Aires, cerquita del Obelisco. Me fascinaba el centro; me gustaba toda la gente yendo y viniendo, me gustaba el ruido de los autos, los vendedores ambulan-tes, me gustaba levantar la cabeza y ver los carteles luminosos y todas esas cúpulas que no hay en ningún otro sitio de la ciudad. Es un poco raro, pero todo eso me gustaba. Quería vivir en un edificio altísimo y poder ver desde mi balcón los cientos de puntos luminosos en los que queda transformada la ciudad por las noches.

¿Cómo me imaginaba dentro de unos… quince años? Dando clases, tal vez. Con un par de novelas épicas publicadas.

Escribiendo en medio de la noche, con un chico durmiendo en mi cama. Quería una pareja estable. No necesitaba ser un Brad Pitt, un Einstein o un Onassis, solo deseaba que fuera bueno, que me quisie-ra, que me entendiera, que supiese apreciarme y, de vez en cuando, que pudiera manejarme. Quería tener a esa persona conmigo toda la vida.

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Me detuve en un quiosco y compré un paquete de chicles de menta. Mientras pagaba, no pude evitar mirar el cartel que tenía los precios de los cigarrillos.

LUCKY STRIKE BOX 20 $5

¿Comprendés? Una caja Lucky Strike de veinte cigarrillos costaba cinco pesos. La caja de cigarrillos que le había visto a aquel hombre era una Lucky Strike de veinte. Y él me había vendido el celular a cinco pesos. ¿Se habría comprado cigarrillos con mis cinco pesos?

Crucé la última calle y llegué a mi destino.Saqué las llaves del bolsillo del jean. Yo tenía la llave de la puerta

del edificio donde trabajaba mi mamá porque a ella le daba vagancia bajar a abrirme cada vez que yo iba. El edificio tenía ocho pisos con-tando el de la terraza. Los departamentos eran de dos y tres ambientes. Había dos ascensores viejos, de esos que tienen puertas de enrejado.

Subí al ascensor y apreté el botón que me llevaría al quinto piso. Cuando llegué, suspiré y toqué la puerta.

Mi mamá me abrió al cabo de un par de minutos; se disculpó di-ciendo que se había estado bañando. Me saludó. Por lo que pude ver a simple vista, parecía estar de un humor aceptable. El departamento tenía un salón comedor chiquito, una cocina chiquita, un dormitorio chiquito, un baño chiquito… Todo chiquito.

Mi mamá se llamaba Graciela. Era bajita, un poco gorda, llevaba el pelo corto teñido de rubio y la boca siempre pintada de bordó.

La viejita que cuidaba se llamaba Teresa. Doña Teresa tenía un hijo, que era quien le pagaba el sueldo a mi mamá. El tipo tenía plata; era dueño de una PyME.

En el salón comedor había un sofá cama, una mesa de madera y un modular. En la cocina solo estaban la heladera y una mesita mi-núscula. En el dormitorio había una cama de dos plazas, dos mesitas de luz y una máquina de coser viejísima. En el baño…, bueno, no es necesario que explique lo que había en el baño. El departamento era humilde, de colores opacos. El piso no estaba plastificado y mi vieja solía darme unos pesos a cambio de que lo encerara y le sacase un poco de brillo. Después, le decía al jefe que lo había encerado ella misma y le pedía que le aumentara el sueldo.

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—¿A ver el celular? —me dijo. Tenía puestos unos pantalones deportivos negros, una remera vieja y unos zapatos de doscientos cincuenta pesos. Yo saqué el teléfono del bolsillo y se lo mostré—. Es igual al otro, ¿o es el mismo? —Me miró con sospecha y supe lo que pensaba: que le había mentido para quedarme con la plata.

—No —le respondí, de mal humor. Saqué un billete de veinte pesos y se los di—. El vuelto —le dije, sonriendo para mis adentros. Nunca se enteraría de que me había quedado con más de doscientos pesos.

Me sirvió un vaso de jugo dietético y me ofreció un sándwich de jamón y queso.

—Hacételo. En la heladera hay queso, jamón y pan.Otra mala costumbre. Te ofrecía algo de comer y cuando le decías

«sí», te respondía «hacételo». O sea, ¿para qué mierda me lo ofrecía si después me lo tenía que hacer yo? Y entonces ella me decía que era un cómodo, que siempre quería que me hicieran todo y bla, bla, bla. Me mordí la lengua y abrí la heladera. Saqué la bolsa de pan, el queso, el jamón y me hice un sándwich. Nos sentamos a la mesa de la cocina, yo frente a ella.

—¿Y no hacés uno para mí? —reprochó en voz alta, con cara de indignación.

Ella no podía ver comer a alguien. Si yo estaba a su lado, co-miéndome un sándwich, ella debía estar también comiéndose uno. En silencio, le hice un sándwich. Se lo di, me serví más jugo y di un mordisco.

—Puse mi vaso ahí para que me sirvieras jugo, pero vos no te das cuenta de nada.

Sí, era irritante. Pero yo ya estaba acostumbrado. Le serví el jugo y seguí comiendo.

—¿Cómo está Adán? —preguntó, con la boca llena. Migas de pan saltaron hacia la mesa. Era lo primero que me preguntaba después de desahogarse criticando. Los gatos.

—Bien.Y lo que siguió fue una conversación vulgar sin ningún tema

significativo. Sus temas eran: los gatos, la cantidad de veces que Doña Teresa se había caído de la cama, las pocas horas que había dormido la noche pasada, lo hijo de puta que era el kinesiólogo (porque acordate

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de que supuestamente le robó la medallita de San Pantaleón) y lo bueno que estaba su jefe. Sí, mi vieja estaba caliente con el jefe. Era un hombre de sesenta años, pero estaba bastante bien para su edad. Se vestía con vaqueros y remeras, hacía fierros y daba todos los días cinco vueltas alrededor del Parque Centenario. No era un viejo cansado y acabado como mi papá. Era viudo, su esposa había fallecido en medio de una larga y dolorosa enfermedad, y tenía dos hijos que nunca visitaban a su abuela. Cada vez que mi vieja me hablaba de estos temas, yo la escuchaba en silencio, sin decir nada. A veces yo decía algo, alguna boludez, para que ella no dijese que estaba todo el tiempo callado. Sus conversaciones me hartaban. Comprendía que ella estaba todo el tiempo ahí, que su vida era esa. Pero al menos podía preguntarme por mi vida, ¿no te parece?

Me acuerdo de cuando tuve que anotarme en una carrera. Ella me dijo «elegí algo que te dé plata rápido». Yo me quedé de piedra. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la prostitución. No me prostituí, pero cometí el error de hacerle caso. Me inscribí en una carrera difícil y larga en la que muy pocos se reciben. El nombre no viene al caso, es mala palabra para mí. Fue una total frustración. Obviamente, me cambié a Letras. Ella odiaba mi carrera. Y a su vez yo la odiaba a ella por odiar mi carrera. Cuando surgía este tema, yo siempre lanzaba un comentario hiriente. Algo como «¿dónde se cursa la carrera donde te enseñan a cambiarle los pañales a los viejos?». Y entonces ella se ofendía y comenzaba la pelea. Cuando me cambié a Letras fui muy feliz, a pesar de que mis padres nunca me dieron un consejo y tampoco me alentaron. ¿Sabés quién fue la única persona de la que recibí unas palabras amables? Nunca lo adivinarías. Fue un veterinario, el que atendía a mis gatos cuando se enfermaban.

«Vos tenés que seguir adelante. Capaz que ahora no podés hacer otras cosas que los chicos que no estudian, hacen. Pero tenés que pensar que en unos años vas a tener tu título, tu trabajo y tu futuro asegurado. Y vas a poder hacer esas cosas que antes dejaste de lado».

Me lo dijo un día que llevé a Adán porque lo vi decaído. Yo le co-menté que al otro día tenía un parcial, y de ahí salió la conversación. Me dieron ganas de llorar. ¡Ese hombre casi desconocido me había dicho lo que tanto necesitaba oír de alguien!

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—Quiero que vayas al mercado a hacerme una compra —exclamó mi mamá, con tono severo.

¿Mencioné que a veces me trataba como a un sirviente? Murmu-ró por lo bajo lo que quería que le comprara, mientras anotaba la lista en uno de los sobres que envuelven los saquitos de té. Lo que quería que le comprara es irrelevante. Me estiró la lista y me dio el billete de veinte pesos que yo le había dado antes.

—No me va a alcanzar —dije.—Sí que te va a alcanzar —replicó ella. Siempre hacía lo mismo. Pensaba que me iba a gastar la plata o

quedarme con algo. Claro, a veces me quedaba con dinero, pero lo hacía estando seguro de que ella no se daría cuenta.

Suspiré con hastío, agarré las llaves y salí al pasillo. Llamé al ascen-sor, esperé, subí y llegué a la planta baja.

Había alguien en la puerta, de espaldas. Como en un sueño, vi los fuertes omóplatos dibujados contra la

tela negra, las roturas del pantalón de jean y el cilindro blanco del que salía un humo grisáceo y ondulante.

Era él, otra vez.

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CAPÍTULO CINCO

Me quedé parado, mirándolo. Él estaba quieto, lo único que se movía era el humo del cigarrillo. Parpadeé. Era él, no había ninguna duda. ¿Me había seguido hasta Urquiza? ¿Me había seguido desde el centro hasta mi casa? Lo que más me extrañó fue que llevaba la misma ropa del viernes. Hasta parecía tener la colita del pelo, chiquitísima, atada con la misma goma de color rojo. En ese momento vi algo de lo que no me había percatado antes: tenía un tatuaje. Por encima de la musculosa se notaban los dibujos hechos en tinta negra. Plumas. El hombre tenía tatuadas dos enormes alas negras.

Comenzó a moverse y yo aguanté la respiración. Fue levantando el brazo derecho, y yo supe que lo hacía para llevarse el cigarrillo a la boca. Entonces, casi en cámara lenta, lo vi mientras se giraba. Primero movió la pierna derecha. Los rayos del sol revolotearon por la puerta de entrada, haciendo que las partículas que flotaban en el aire brilla-ran haciendo guiños. Giró el torso. Había algo raro en su imagen, pero yo no podía saber qué. Estaba alucinado. En un instante, quedó frente a mí. Lo único que nos separaba era la puerta de entrada del edificio. No había duda. Era el vendedor. Sus extraños ojos se veían ahora más claros, atravesados por la claridad del sol. La luz iluminaba sus rasgos y pude apreciar que era más esbelto de lo que recordaba.

Me miraba sin ninguna expresión particular. Debió haberle causado risa mi cara de espanto. Si fue así, en ese momento no lo demostró. Me inspeccionó con la vista, desde el otro lado de la puerta, hasta que llegó a mis ojos y parpadeó. Su boca se fue curvando hacia

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arriba en una sonrisa. Sentí que el estómago me daba una sacudida. Y entonces se rio. Pero no parecía estarse burlando, nada que ver. Su rostro lucía amable, risueño. Creo que eso me tranquilizó. Y de nuevo: si no hubieran sido casi las cuatro de la tarde de un domingo soleado, habría dado la media vuelta, como Luis Miguel, y me habría subido de nuevo al ascensor.

El llavero bailó en mi mano y las llaves tintinearon al chocar entre sí. Temblando, busqué la más larga y abrí la puerta. Cuando salí, la luz solar me cegó por un instante.

—Hola —saludo él, sin dejar de sonreír. Yo lo miré. Tenerlo tan cerca hacía que me diera cuenta de lo alto que era—. ¿Te gusta tu nuevo celular?

En mi mente se dispararon una multitud de respuestas. Y pregun-tas.

—¿Fuiste vos… el que me mandó ese mensaje? Después de todo, nadie me mandaba mensajes ni tampoco me

llamaba. Él frunció el ceño. Chupó la punta de su cigarrillo y lo tiró al suelo, ya acabado.

—¿Qué mensaje? —replicó, serio. —Hace rato —expliqué—, en la estación de Ballester, me llegó

un mensaje. Decía «auxilio» y el remitente era un montón de letras y números.

Se le abrieron los ojos como platos y yo me alarmé. Por la calle pasó una señora mayor con un perro pequinés.

—Mostrámelo —exigió él. Sí, me lo estaba exigiendo. Y si yo no hubiese detectado el miedo

en su voz probablemente hubiera pedido más explicaciones. No me gustaba que nadie metiese la nariz en mis cosas, y menos que me revisaran el celular. Saqué el teléfono del bolsillo y tecleé en busca de la bandeja de entrada. Allí estaba, el misterioso mensaje. Auxilio. Él me arrebató el teléfono de las manos y miró la pantalla con atención. Mordiéndose el labio, me lo devolvió.

—Tenemos bolonqui —susurró, apoyando la espalda sobre la pared de la entrada.

¿Bolonqui? ¿Tenemos?—¿Qué? —exclamé yo—. ¡Explicame! ¿Quién sos? ¿De quién es

este mensaje?

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Él se llevó la mano al bolsillo trasero del vaquero y sacó la caja de cigarrillos. Pude notar que estaba alterado, las manos le temblaban un poco.

—Seth —dijo estirando la derecha. Yo la estreché, nervioso—. Un placer.

—Gabriel. —Me habría gustado agregar que para mí también era un placer, pero no podía estar del todo seguro.

—Me tenés que devolver el celular —exclamó de repente. Entrece-rró los ojos y me miró. Yo no entendía nada.

—¿Qué? ¿De qué me hablás? —De verdad tenía miedo. Me sentía como en una de esas pesadillas de las que no podés despertarte, cuan-do intentás escapar de un asesino que sabés que te va a matar.

—Ese celular —susurró. Su voz era grave, ronca por el tabaco. Quise preguntarle su edad, pero me quedé callado— es una ouija.

Tardé un par de segundos en procesar la información. A nuestro lado pasaba otra vez la vieja del perrito. Mientras mi cerebro trabajaba, el pequinés se detuvo en un árbol a orinar y luego siguió su camino. La anciana llevaba una rama en la mano y caminaba encorvada, como si sobre su espalda llevara todas las penas de su vida.

Ouija. Todo el mundo conoce esa palabra, aunque jamás haya visto el objeto que lleva tal nombre. En sí, es un juego. Una tabla con números y letras con la que supuestamente se puede hablar con los muertos. Yo jamás había visto una, pero conocía bastante bien sus características y su funcionamiento. Mi mente comenzó a trabajar todavía más rápido. Números. Letras. Hablar. Muertos. Celular. No tenía que ser Einstein para darme cuenta de lo que ese hombre, Seth, quería decir.

—Una ouija —murmuré en voz baja. Seguramente estarás pensando: «¿y le creíste?». La repuesta es: sí,

le creí. Y si lo hice fue porque quería hacerlo, porque era la única explicación que me permitía esclarecer la naturaleza de ese mensaje de texto y de los gritos que había oído la noche pasada, en la calle. Pero yo seguía teniendo más preguntas en la boca. Se me amontona-ban, querían salir todas juntas, al mismo tiempo; yo no sabía por cuál decidirme.

—¿Quién sos? —le pregunté a Seth. Y estaba claro que quería más datos que su nombre. De dónde había salido, por qué me seguía, por

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qué me había vendido ese celular, cuántos años tenía, qué quería de mí.

Él suspiró. —Soy un demonio —respondió, como escupiendo las palabras. Yo

me quedé mudo, más de lo que ya estaba. Si estaba soñando, no que-ría despertar. Era un sueño bastante divertido. A veces, tener miedo resulta divertido. Adrenalina, expectación, ansiedad. Estaba sintien-do todo eso al mismo tiempo, parado frente a un desconocido en la puerta de entrada del edificio donde trabajaba mi vieja—. Ese celular es mío. Cuando te lo vendí, pasó a ser tuyo. Quería divertirme un rato, asustarte… y ahora resulta que hay bolonqui…

Bueno, si quería asustarme estaba más que claro que lo había lo-grado. Yo estaba asustado, pero a la vez, emocionado. Deseaba saber más.

—Me lo vas a tener que devolver —exclamó, sacando del bolsillo trasero un billete de cinco pesos—. Tomá. Tengo que resolver lo que sea que esté pasando. —Me extendió el billete, pero yo no lo tomé. Él sacudió la mano, apremiante. Entonces lo miré directo a los ojos y le sonreí, desafiante. Estoy seguro de que yo estaba colorado a causa del calor, de que los ojos me brillaban y que debía de lucir asustado. Pero también estaba decidido.

—No —dije. Puse la mano sobre el bolsillo donde tenía el celular, como si Seth pudiese saltar sobre mí y arrebatármelo. Abrió los ojos. Ahora él parecía el asustado.

—Devolvémelo —insistió, alargando la mano izquierda, con la palma hacia arriba. Yo bajé los ojos hacia su mano y luego volví a mirarlo de frente. Ensanché la sonrisa.

—No. —Entonces me di cuenta de algo: de que en verdad había hecho un pacto con el diablo. ¡Y el diablo quería romper ese pacto! De repente me imaginé en una mansión gigantesca, en una entrega de premios literarios, en un crucero rumbo al Caribe. Y Seth pareció enterarse, porque me sacó de mis ensoñaciones diciendo, entre dien-tes:

—No pensés pelotudeces. Yo no puedo concederte deseos. De eso se encargan otros demonios. Yo soy solamente... yo me encargo de ver que las almas de los muertos de Buenos Aires vayan a donde ten-gan que ir, ¡ahora devolveme el celular!

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Lo pensé bien. Si se lo devolvía, tendría que comprarme uno nue-vo, ¿cómo le explicaría a mi mamá todo eso? Vieja, un demonio me vendió un teléfono a cinco pesos, pero se arrepintió y se lo tuve que devolver. Jaja.

—¿Qué pasa si te lo devuelvo?—Te borro la memoria y chau.Creo que eso fue lo que hizo que me negara rotundamente. ¡No

quería que me borrara la memoria! Por fin me enteraba de que los de-monios existían de verdad, de que llevaban ouijas para comunicarse con los muertos, ¿por qué querría olvidarme de cosas tan extraordi-narias?

—¿No te puedo ayudar a… solucionar lo que esté pasando? —quise saber.

Él se agarró la cabeza, bufó y se mordió los labios. Estaba perdien-do la paciencia. De repente me sentí como deben de sentirse las chicas cuando son rechazadas. O los chicos. Supongo que todos experimen-tamos sentimientos comunes cuando nos rechazan. Me sentí triste y Seth pareció darse cuenta.

Entonces hice lo único que se me ocurrió hacer en ese momento: bajé el único escalón de la entrada y me puse a caminar. El aire es-taba tibio, como está siempre las tardes de verano. Desde allí veía la plaza del barrio y escuchaba los gritos de los chicos que jugaban en las hamacas y en los areneros. También oía las voces de los chicos que jugaban al fútbol. Yo era malísimo en el fútbol, pero jugaba muy bien al vóley. El mercado al que tenía que ir está a la vuelta del edificio. Era uno de esos mercaditos chinos de barrio. ¿En qué barrio de Buenos Aires no hay un mercado chino? La mayoría de los mercaditos chicos pertenecen a inmigrantes orientales.

Caminé, con la cabeza gacha, y cuando llegué a la esquina miré hacia la derecha. Seth no estaba. Había desaparecido.

Entré en el mercado. Los chinos, dos hombres jóvenes, charlaban entre ellos en voz alta y señalaban algo en la pantalla de la cámara de seguridad. En ese local había tres cajas, pero nunca estaban las tres abiertas. Las cajeras eran chicas bolivianas o peruanas, como la mayoría de los empleados. Miré la lista que había hecho mi mamá: dos yogures con fruta, aceite, sal fina, edulcorante y un paquetito de aceitunas. Agarré un canasto, me metí entre las góndolas y lo fui

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llenando a medida que encontraba cada cosa. Cuando llegué a la caja, no me alcanzó la plata. Tuve que poner de la mía y me dije que ya le cobraría la diferencia a mi vieja. Cuando volví a salir, busqué con la mirada a Seth, el demonio. No lo vi por ningún lado y eso me tran-quilizó. Llegué al edificio, subí y le di a mi vieja la bolsa de la compra.

Seguimos charlando hasta que comenzó la tradicional e infaltable pelea. Por pavadas.

—Bueno, ¡andate y no vengás más!Sentí ganas de llorar, pero me las aguanté. Me estaba echando.Salí del departamento y subí al ascensor. Quise apretar el botón de

la planta baja, pero cuando estuve a punto de hacerlo, algo me agarró de la remera y me arrastró hasta el fondo del ascensor. Lo vi a través del espejo. Era él, Seth, el demonio. En silencio, deslizó una mano por mi cuello y vi que me amenazaba con un cuchillo. No necesitó decir nada: la amenaza estaba más que clara. Sorprendentemente, no sentí miedo. En ese momento, lo único que pensé fue que estaba bien que todo se terminara ahí. Ya no sufriría más la enfermedad de mi mamá, las borracheras de mi viejo, la soledad a la que me obligaban mi retraimiento y mi homosexualidad… Sentí el calor que despren-día el cuerpo de Seth, su olor a cigarrillo y pensé que si me mataba, mis padres se arrepentirían de no haber dormido juntos, de pelearse frente a mí cuando yo era chico y de todas esas veces en que el uno me hablaba mal del otro. Cuando algo se acaba inesperadamente, nos saltan todos los «y si».

¿Y si no me hubiese comprado la Sprite aquel día?¿Y si Seth me hubiera matado? ¿Y si yo le hubiese entregado el celular en ese momento?¿Y si…?Cuando vi el filo del cuchillo, rompí a llorar. Él no se había espe-

rado esa reacción. Comencé a llorar, fuerte y profundo, sin forcejear, sin querer soltarme, sin resistirme y sin suplicar por mi vida. Sin decir nada. Me quedé sollozando, acurrucado junto a él. Mis brazos caye-ron a mis costados, inertes, sin fuerza. Sentí el tacto áspero de la tela de sus vaqueros.

Lentamente, Seth me soltó. Vi el cuchillo desaparecer en el aire como si fuera de humo y no me pareció tan extraño, tan loco. Lo oí suspirar de resignación. Mi llanto comenzaba a apagarse. Me

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sobresalté. Seth estaba revisándome los bolsillos por encima de la ropa. Sus toques eran lentos, delicados, como si no quisiera asustarme.

—No me vas a devolver el celular —susurró. No era una pregunta, era una afirmación. Ah, el celular... Ya casi me había olvidado de él. No dije nada, estaba intentando recobrar la respiración, la tranqui-lidad y la dignidad—. Lo estuve pensando. Y creo que sí me podrías ayudar.

Yo me sostuve el pecho y con la mano libre me agarré de la puerta de enrejado del ascensor. Todavía estábamos detenidos en el quinto piso. Sentí mucho calor, algo parecido a la sensación que precede a una baja repentina de la presión sanguínea. Él alargó la mano. Yo ahogué un gemido. Suavemente, Seth fue bordeando mi barbilla, donde una gota de sudor colgaba como de la punta de una estalactita. Sonrió, divertido, contemplando con ojos brillantes su dedo mojado.

—Estás muerto de miedo —declaró. Y era verdad, ¿para qué ne-garlo?

Intenté tragar saliva, pero me di cuenta de que tenía la boca seca. Seth se puso serio. Se acercó y me preguntó si me sentía bien.

—Sí —dije, y mi voz salió como en una exhalación. Él frunció el ceño, preocupado. Me agarró del mentón con fuerza y yo intenté soltarme, en medio de un forcejeo penoso.

—No te voy a hacer nada, pendejo —soltó, de mal humor. Sí, claro, quise decir yo. Y también quise recordarle el cuchillo, pero me quedé callado—. Estás muy pálido…

Me miré en el espejo del ascensor. Mis mejillas ya no estaban son-rosadas. Mis ojos, en cambio, se habían enrojecido a causa del llanto.

—Estoy bien. —Analicé sus palabras. Me había dicho que yo podía ayudarlo—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión? —le pregunté, todavía un poco tembloroso. Él se cruzó de brazos y meneó la cabeza, fingiendo pensar.

—Me podrías ser útil. Contar con la ayuda de un humano puede ser beneficioso a veces.

Yo me puse a la defensiva.—¿Útil en qué sentido? —repliqué, receloso. No me gustaba la

palabra «útil». Seth se encogió de hombros como si hubiese dicho algo obvio.

—Dos cabezas siempre piensan más que una.

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Dicho eso, sonrió y se esfumó en el aire.Yo me quedé ahí en el ascensor, aturdido. Oía el tumultuoso re-

tumbar de mi corazón y sentía que las gotitas de transpiración me bajaban por la espalda, haciéndome cosquillas. Me toqué el bolsi-llo de los vaqueros. El celular estaba ahí, intacto. No había nuevos mensajes ni tampoco llamadas perdidas. Suspiré. Quería estar en casa, acostado en mi cama y con la nariz metida en un libro. O durmiendo.

Sí, mejor. Durmiendo, desconectado de todo.

TÍTULO: Noches de luna rojaAUTORA: Sofía OlguínCOLECCIÓN: Libídine - 1TAMAÑO: 15 x 23,5 cm. ENCUADERNACIÓN: rústica con solapasPÁGINAS: 152ISBN: 978-84-941280-1-1PVP: 11,95 €

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