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Pintura primitivista: “El bus para Masaya” de Alvaro Gaitan Barrios.

Mauricio E. Valdez Rivas.

Impresiones y Troqueles S. A. (ITSA)[email protected]éfonos: 2266 1728 / 2268 2382Fax: 2268 2914

Managua, Nicaragua, 2011.

Este proyecto cuenta con la colaboración de la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación (COSUDE) y el Foro Nicagüense de Cultura.

Agradecemos así mismo la concurrencia de los Supermercados “La Colonia” por facilitar la distribución de libros a bajo costo.

En la portada

Diseño Impresión

ISBN

ÍNDICE GENERAL Pág.Presentación ...............................................................5Armando Incer Barquero (Boaco) ..............................7Róger Mendieta Alfaro (Carazo) ................................17Gilberto Bergman Padilla (Carazo) ........................... 21Hugo Astacio Cabrera (Chinandega) ........................ 23Octavio Robleto (Chontales) ..................................... 32Isolda Rodríguez (Estelí) ........................................... 38Enrique Alvarado Martínez (Granada) ..................... 49Simeón Rizo Castellón (Jinotega) ............................. 58Gloria Elena Espinoza de Tercero (León) ................ 67Luis Enrique Mejía Godoy (Madriz) .......................... 77Mario Fulvio Espinoza (Managua) ............................ 82Alejandro Serrano Caldera (Masaya) ....................... 87Eddy Kuhl Aráuz (Matagalpa) ................................... 94Fabio Gadea Mantilla (Nueva Segovia) ................. 104Hugo Sujo Wilson (R.A.A.S.) .................................... 108Luz Marina Acosta (Río San Juan) ......................... 116Jaime Marenco Monterrey (Rivas) ......................... 121

LOS AUTORES ..........................................................130

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PRESENTACIÓN

Al presentar este nuevo libro, síntesis apretada de tres volúmenes anteriores (2004, 2008, 2009) no vamos a hacer una semblanza de los autores participantes. Creemos que en el índice biográfico aparece breve y preciso el historial de estos 17 autores representativos de una geografía abarcadora de casi todo el territorio nacional.

Repitiendo lo que antes dijimos, hemos querido, desde el inicio, que cada uno de los participantes en este proyecto, relataran la histo-ria íntima, la experiencia de vecindario de su ciudad de la forma más espontánea, sin imponernos ninguna línea homogénea o hegemónica. Con lo cual queríamos decir que hay una unidad en la diversidad y no hay preponderancia de una región sobre otra. Sin embargo, no logra-mos igual número de páginas por autor, debido a la diferencia en la estructura de los relatos.

Algunos son recuerdos; otros son rumores o chismes de vecindario, y en ciertos casos relatos cercanos a la leyenda o las creencias popula-res. No hay que olvidar que la anécdota es, en muchos casos, la savia de donde se nutre el cuento y la novela y también la genealogía viva de la historia de la humanidad.

La palabra saga, que se originó en Islandia y que quiere decir “lo contado”, eran relatos verbales no exentos de truculencias y exage-raciones que luego se incorporaron a la leyenda, como ocurrió con las historias de los caballeros andantes. La anécdota -que es también “lo contado”- es la más primitiva y común forma del relato. Nuestras historias de vecindario, carecen de la heroicidad que encarna la leyen-da pero son la auténtica expresión de un pueblo oral, dicharachero y anecdótico; burlón y jodedor. De esto podrán encontrar pruebas en el presente libro.

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Si algún valor tiene este esfuerzo es evitar que el vendaval del tiem-po, borre la memoria de nuestros pueblos, en este país donde lo más seguro es el olvido y donde cada generación tiende a inventar la histo-ria y empezar como que si nada hubiese ocurrido antes, o como decía Pablo Antonio Cuadra: vivimos “entre un pasado en escombros y una historia que hay que fundar de nuevo”.

Enrique Alvarado Martínez Coordinador del Proyecto

Armando Incer Barquero

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¡MAGDALENAS, MAGDALENAS!Mis hijas a veces se ponen muy traviesas. No tienen cabida en ningún sitio: corren, brincan, cambian de lugar los muebles, encienden el te-levisor, tiran los cuadernos por cualquier lado. Mi mujer y yo aguanta-mos, un poco molestos, esta indisciplina.

Pero lo que no resistimos es a que hablen en voz alta. Siempre les corregimos este defecto.

En la mesa, en el parque, cuando vamos paseando por la carretera, yo les toco el codo o las mejillas y hago el gesto de darle vuelta al botón de un radio, para bajar el volumen.

En realidad, quisiera que tuvieran un botón para controlar el volumen. O que se les descargara la batería, como dice una primita de mis hijas.

Una tarde, gritaban mucho, discutiendo no se que cosa de gran tras-cendencia para ellas.

Era una discusión acalorada y metían mucha bulla. Varios regaños de mi mujer no habían hecho nada al respecto. Cuando la cosa se puso insoportable, ella les dio una fajeada.

Terminó automáticamente la discusión y comenzó el llanto. Se lamen-taban, como Magdalenas. Era una catástrofe. Nosotros nos sentimos en peores circunstancias.

Boaco<

p

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Trilce, que tiene 10 años, lleva la voz de cantante. Trilce es ronquita. Carmilla e Ivette hacían el coro; son más pequeñas, de 8 y 6 años, respectivamente.

Cada vez que mi mujer pasaba junto a ellas les decía: Cállense, Mag-dalenas.

Alejandro es un diablo. Le gusta molestar y es un jinca-jinca, como dice mi suegra. El también, desde su escondite, les decía: Magdalenas, Magdalenas.

Mis hijas lloraban, sintiéndose molestadas. Cada una de las niñas llo-raba apoyándose sobre el brazo de una mecedora.

¡Magdalenas, Magdalenas!

Carmilla ya no pudo más. Incorporó un poco la cabeza, volvió a ver a Alejandro y le gritó:

“¡Cho! Ni conozco a esas jodidas”.

LA TERCERA EDADPersona mayor de 80 años, delgado, alto, semi encorvado; así era don Concho. Él y su esposa habían trabajado mucho mientras tuvieron áni-mo y fuerzas y lograron hacer un bonito capital.

Yo lo conocí cuando ya era viudo y se encontraba bastante sordo. En la finca que tenía en una zona alta la neblina permanecía hasta horas avanzadas de la mañana y las rachas de viento frío obligaban a sus moradores a andar siempre de suéter.

Don Concho recorría sus tierras montado en un hermoso macho. Un día, mientras hacía su ronda habitual, le sobrevino un repentino de-rrame cerebral y cayó de su montura. Menos mal que aterrizó en un zacatal y sólo sufrió golpes ligeros. El animal no se movió de su lado.

Horas mas tarde, sus familiares, al notar que don Concho no regresaba de su acostumbrado recorrido, dispusieron salir a buscarlo. Orientado por la presencia del noble macho, no tardaron el localizar al anciano.

Lo acostaron en una hamaca y dispusieron llevarlo a la ciudad. Yo lo atendí en el hospital, donde permaneció unos 8 días.

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Tanto sus hijos como yo, notábamos que el enfermo se ponía desorien-tado: no nos reconocía, no sabía donde estaba, olvidaba su nombre, etc.

Aconsejé llevarlo a Managua, para que lo viera un especialista en Ge-riatría. Y yo me fui con él.

Durante la consulta con el doctor, don Concho estuvo muy colabora-dor. Había que alzar la voz para que oyera.

–Cómo se llama Ud.? –gritaba el doctor.

–Concho.

–Dónde vive?

–En mi finca.

–Cuántos años tiene?

–84

El Doctor me quedó viendo y con una sonrisa maliciosa, de broma, hizo un comentario, en voz baja:

–Este señor, ya nos está robando oxígeno, dijo.

Finalmente el médico no prescribió ningún medicamento.

–Su desorientación se debe su edad, a la mala circulación cerebral. Les recomiendo estar atentos con sus alimentos. Puede comer de todo lo que quiera.

–Además, hay que darle un trago de wisky en la mañanita para que se anime a bañarse, otro trago a mediodía para que almuerce con apeti-to y un trago doble por la noche, para que duerma sin frío.

Unos dos años más tarde, tuve la oportunidad de visitar a don Con-cho. Lo hallé tomando un buen plato de sopa de res, con abundantes verduras. Le habían puesto un gran babero, para que no ensuciara su camisa, pues él insistía en manejar la cuchara.

Sin decir una palabra, me senté frente a él. Su mirada iba de mi per-sona al plato de sopa en repetidas ocasiones; su mente trabajaba re-cordando quien era yo.

Poco antes de terminar su sopa, se le iluminaron sus ojos y dijo son-riendo ¡Doctor!

¡Qué buena medicina es el whisky, pensé yo!

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EL VIEJO Y EL NIÑOEn la década de los 30, las mamás enviaban a sus pequeños hijos a comprar cosas a la pulpería más cercana. Si faltaba el azúcar en la casa, había que ir a comprarla; lo mismo sucedía con los fósforos, un peda-cito de dulce partido, 4 onzas de queso, media cuarta de gas, una can-dela de 5 centavos, un pliego de papel de empaque para hacer un cua-derno, un pan de jabón del país, 5 alfileres de cabeza, una gasilla, etc.

Enviando al niño, la madre no perdía tiempo y continuaba en sus labo-res. Una vez, doña Tulita envió a su hijo Toño, (el Dr. y poeta Antonio López García) a comprar azúcar donde los chinos, el establecimiento comercial que dirigía don Ernesto Quant Tang.

Transcurría el ventoso mes de Noviembre y el niño salió presuroso a hacer el mandado, llevando un billete de un córdoba en su mano; al llegar a la esquina más próxima, sintió la gran corriente de aire y antes de que pudiera evitarlo, el viento le arrebató el billete.

El niño corrió tras de él y no pudo darle alcance. Se volvió a su casa llorando, pensando en el castigo que le iba a dar su mamá.

Así, pasó frente a la casa de don José Mercedes , quien intrigado por el llanto del niño, le preguntó el motivo.

–Es que mi mamá me va a pegar porque perdí un billete.

–Cómo lo perdiste?

–El viento me lo arrebató de las manos, allí en la esquina.

Don Mercedes no la pensó dos veces:

Venite conmigo –le dijo al niño, vamos a esa esquina.

Ya en el sitio, don Mercedes sacó de su bolsillo un billete de un peso y aprovechando una ráfaga de viento, alzó la mano y soltó el billete.

Este billete –dijo– nos va a llevar al lugar don de está el billete perdido.

–Sigámoslo.

El niño sintió renacer sus esperanzas y corrió con fuerza, seguido por Merchito. Y corrió y corrió.

No hallaron el primer billete y también se perdió el segundo.

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Don Merchito, sonriendo, se sentó en una acera, pues le faltaba el aire de tanto correr. El niño corrió como 2 cuadras más y luego se detuvo, desconsolado y triste. Se puso a llorar.

El viejo le dijo: No llores, niño. Yo voy a hablar con tu mamá para ex-plicarle lo que pasó y para que no te castigue. –Ella me va entender.

El niño se calmó.

Don Merchito le agarró la mano y se fueron caminando cuesta arriba.

50 años después, Toño recuerda este suceso, como una agradable aventura. Valió la pena, –me ha dicho– como para no olvidarla jamás.

SACRIFICIOSDesde niño, don Vicente trabajó incansablemente.

Fue aventador en varias fincas, por lo que tenía que levantarse a las 3 ó 4 de la mañana, muchas veces con lluvia o con frío, para que el ganado entrara temprano al corral para ser ordeñado. Comía mal, a veces le daban tortilla con cuajada, otras tamal con frijoles, café negro simple y posol con sal.

Me contaba que nunca le dieron pollo y mucho menos carne de res o de cerdo. Se hizo la promesa de trabajar duro y economizar bastante dinero para poder darse gustos en la comida.

Soñaba con una carne asada, con un bistec, con un plato de comida caliente, con una ración apropiada para su apetito de muchacho.

Y trabajó y trabajó y trabajó durante años y años.

Yo ya lo conocí cuando frisaba en los 60.

Tenía una finca productiva, en La Concepción, municipio de Teustepe, cerca de Coyusne, a orillas del río Malacatoya. Doña Fernanda, su es-posa, le secundaba en el trabajo de administrar la propiedad.

En algunas ocasiones estuve yo por allí.

Los vecinos de su comarca llegaban a platicar con él y él les convidaba a comer del alimento diario.

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En una ocasión él me contó la historia que yo estoy relatando ahora: sus sacrificios, la dureza de su vida en la niñez.

El deseo de alimentarse mejor y mas gustosamente.

Me moría por masticar la carne y sentirle su sabor. Deseaba ardien-temente comerme unos huevos fritos, y para eso había que trabajar mucho y economizar bastante. Ahora ya llegué a viejo, me decía. Ya tengo dinero.

Y se da los gustos que quiere? –Le pregunté.

–No. –Me dijo muy serio.

–Ya tengo dinero, pero ya no tengo dientes.

LAS MONEDASCualquier moneda es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. J. L. Borges

La palabra “peso” designó la unidad monetaria principal de muchos países, como México, Colombia, Bolivia y también Nicaragua. Confor-me a la ley monetaria del año de 19l2, se cambió la palabra peso por la de “córdoba”, como un homenaje al conquistador de nuestro país y fundador de las ciudades de León y Granada, Francisco Hernández de Córdoba.

Para ser usado por la población, el córdoba se fraccionó en centavos y tuvo las denominaciones siguientes:

Había monedas de un córdoba que popularmente se llamaron bam-bas, seguían las monedas de 50 centavos y cuyo tamaño era un poco menor que las anteriores. Venían después las monedas de 25 centa-vos, llamadas chelines y finalmente estaban las monedas de 10 centa-vos, monedas de a real. Todos estos 4 tipos de monedas eran de pura plata y precisamente eran plateadas.

Luego venían las monedas de 5 centavos, llamadas “medios “ o sea medio real, finalmente las monedas de un centavo y de medio centa-vos. Estas dos últimas eran de color café. De vez en cuando veíamos

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monedas norteamericanas de un centavo de dólar, con la efigie de Lincoln y la llamábamos Níquel.

En ese tiempo muchas casas tenían piso de tambo y entre las ranuras de las tablas se iban los monedas y las perdíamos.

Los niños de las escuelas solo manejábamos las monedas de baja de-nominación, un centavo y medio centavo; pero vale la pena aclarar que con medio centavo uno podía comprar una pieza de pan.

Las monedas de plata de un chelín y de un real fueron convertidas, con el correr de los años, en pulseras o dijes que lucían señoras y señoritas. En Bluefields, un fino joyero, don Alfonso Ugarte, con las monedas de a real hizo cucharitas que los visitantes adquirían como recuerdo de su visita a la ciudad. Yo conservo una.

Allá por el años de 1936, mis padres alquilaban una parte de la casa esquinera de mi tío Julio Incer Barquero, y la tía Lola, su esposa, nos congregaba en una pieza de la casa para contarnos cuentos, tempra-no de la noche.

Pues bien, una noche ella nos entretenía con un cuento de aparecidos y yo estaba con miedo y jugaba nerviosamente con una monedita de a centavo entre mis manos. Me encontraba sentado en el piso de ta-blas y le daba la espalda a la calle. Pasó en ese momento el anciano maestro don Chu Pardo y a manera de broma con la parte curva de su bastón me jaló un pie y del susto yo me incorporé rápidamente y la monedita rodó un poco y se metió en una ranura que había entre las tablas y la perdí.

Este suceso me acuerda de la historia del niño que se dirigía a la iglesia a cumplir con el mandamiento de oir misa entera los domingos y fies-tas de guardar. En cada una de sus manos, llevaba una moneda que su madre le había dado, diciéndole: Una moneda la das de limosna en la iglesia y con la otra te compras un dulce.

El niño caminaba saltando, girando, alzando los brazos. De pronto una monedita se le escapó y rodando y rodando fue a parar a un albañal. El niño trató de sacarla con un palito, pero no pudo. En eso sonó el ultimo repique y el niño se dio prisa para llegar a la iglesia.

–¡Qué lástima –dijo– se perdió la monedita de Nuestro Señor.

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Por ultimo, yo recuerdo una canción de cuna que una tía viejita le cantaba a mis hermanos menores:

“Dormite niñito, que tengo que hacer lavar tus pañales y sentarme a coser.

Si este niño se durmiera yo le diera medio real, y cuando se despertara se lo volvería a quitar.

VISITAS DE ANIMALESNo se si fue en la década del 20 o del 30 que en Boaco se vio un hecho singular.

Un fuerte invierno se hizo sentir en todo el territorio nacional. Lluvia y fuertes vientos eran el denominador común de esta situación. Los ríos aumentaron su caudal de manera alarmante y los fuertes vientos levantaron las tejas de varios techos, haciendo que las familias afecta-das fueran victimas de las múltiples goteras.

En ese tiempo no había estaciones de meteorología en nuestro país, y las comunicaciones con Managua, se interrumpían al caerse los pos-tes del telégrafo y al arruinarse el camino de 20 leguas de longitud que nos unía con la capital.

A lo mejor estos aguaceros eran consecuencia de una tormenta tro-pical que azotaba el país y nosotros no lo sabíamos. El pueblo califica-ba esos temporales de agua con la expresión de “crudo invierno”, ya desaparecida.

Pues bien, el hecho que se dio en Boaco es que en la cuesta que une El Bajo con el Barrio Olama, por donde ahora esta la discoteca La Cueva, cayo del cielo de una manera inesperada un lagartito o cuajipal.

Cayó un lagarto!!! Llovió del cielo un lagartito.!!! Así eran las expresio-nes de sorpresa que se oían en la ciudad, regando la noticia en todas las direcciones. La gente salió de sus casas a ver la novedad. Había incrédulos que pensaban “hasta no ver no creer” y cuando vieron al animalito, sonreían todavía llenos de duda.

Ahora nosotros podemos pensar que un tornado de los que se pro-ducen en el Gran Lago fue capaz de alzar en su remolino al pequeño

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animal, igual que a peces, y venirlo a soltar sobre nuestra ciudad, tras un “vuelo” de unos 20-25 Km.

No se que pasó con el pequeño saurio, qué fin tuvo, pero si puedo afir-mar que el suceso causó un gran impacto en nuestra comunidad y que durante muchos años, fue motivo de conversación entre nosotros.

A propósito de cuajipales, referiré otro suceso del que yo fui testigo.

En los primeros años de la década del 60, estaba recién abierta la tro-cha que ahora nos lleva a Río Negro, La Corona, etc.

Los camiones entraban hasta esos lugares a cargar reses y llevarlas al matadero y no era raro ver varios camiones en fila, detenidos en su viaje, para poder auxiliar a uno de ellos que se encontraba con una falla mecánica o simplemente pegado en los lodazales.

Pues bien, una noche llegó a mi casa un joven ayudante de camión, que andaba vendiendo un cuajipal pequeño, como de dos cuartas de largo. Lo traía atado con un mecatito y pedía por él 15 córdobas (unos 2 dólares).

El animalito se desplazaba con gran rapidez sobre el piso de mi casa y solo el mecate limitaba su campo de acción. Mis hijos estaban peque-ños entonces, y tuve temor de que al querer jugar con el cuajipal éste les fuera a morder.

El vendedor para demostrarme que no era peligroso, acarició al ani-mal, pasando su mano por el lomo y de pronto el animalito se volteó con gran rapidez y le mordió los dedos. Sorprendido, el joven dio un grito al ver salir un poco de sangre.

Le pase un algodón con alcohol para que se desinfectara la herida y mientras lo hacía me dijo muy maliciosamente “Se lo vendo probado. ¡¡¡Muerde!!!”.

BROMAS DEL CAMINOEn la década del 40, cuando la carretera Managua –Boaco no era pa-vimentada, se fundó una compañía de transporte llamada TAISA, que hacía los viajes entre estas dos ciudades.

La TAISA tenía su agencia, en Managua, cerca del antiguo mercado San Miguel y allí acudía el pasajero a comprar su boleto, con cierta anticipación, para asegurarse un asiento donde viajar cómodo los 90 km de recorrido.

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Cuéntase que al llegar el pasajero a la Agencia, se desarrollaba un diá-logo, mas o menos así:

–Quiero un pasaje a Boaco.

–Siéntese, ya lo atendemos.

–Gracias. Y se sentaba.

El empleado sacaba un talonario y escribía el nombre del pasajero, la hora de partida y su destino final. Después le decía al pasajero: Hay pasajes de 5 córdobas, de 4 córdobas y de 3 córdobas; cómo quiere el suyo?

El pasajero, en sus adentros, pensaba: Que curioso, tres precios distin-tos para llevarme a Boaco. Lo más lógico es que pague sólo 3 córdobas y así me economizo unos reales. –Y lo compraba en 3 córdobas.

El viaje tardaba unás tres horas; recorría primero unos 30 km en pa-vimento, 40 en macadán y los últimos 20 km en camino de tierra. De todo este recorrido, los últimos 10 km eran los más difíciles, pues ha-bían unas cuestas muy empinadas, donde el chofer tenía que poner la doble transmisión y la auxiliar. La más peligrosa y difícil era la cuesta de El Quebracho, donde la dinamita había logrado apenas adaptar el camino para vehículos y no sólo para bestias de carga.

Pues bien, cuando después de mas de 2 horas de viaje, el autobús lle-gaba al pie de la subida mentada, el chofer del bus detenía el vehículo, se incorporaba de su asiento y dirigiéndose a los pasajeros les decía:

–Pónganme atención. Los pasajeros que pagan 5 córdobas por el via-je, deberán permanecer en sus asientos. Los que pagan 4 córdobas, subirán la cuesta caminando y me esperan arriba, para que vuelvan a subir al vehículo. Los que pagaron sólo 3 pesos, ¡A empujar, jodido!.

Ya ven pues, como para cada uno de los tres precios había también una clase de pasajeros.

Los que subían la cuesta de El Quebracho sentados cómodamente en sus asientos, se iban jesuseando, los que subían a pie decían que era bueno para la salud y los que empujaban el autobús decían que era bueno para los bolsillos.

Roger Mendieta Alfaro

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EL HÉROE DEL GUACHIPILINEl pueblo entero se había amontonado en los andenes de la estación del ferrocarril, y sus alrededores, donde de treinta en treinta arpilla-ban los durmientes. Allí estaba Mito con su vaca y el enano cabezón que encabezaban la zarabanda en los topes de San Marcos y otros santos de Carazo. A la bullaranga no faltaban los Ortega, los Urbina, los Herrera, los Moncada, los Pérez, los Alfaro y los Morales colora-dos, pues los había verde como Pancho y su clan que pertenecían al partido de Chamorro.

En puertas de algunas casas pendían banderitas rojas de manta, y en el sector de la estación y el espacio donde se apilaban los durmientes, del uno al otro lado colgaban festones de papelillo a colores, sobre ta-llos de plátanos de alargadas y abundantes hojas, que servían de telón al vistoso escenario donde los músicos del maestro Luís Yescas con la trompeta, Pedro Patón con el violín, Porfirio Sánchez con la tuba, José María Pérez con el contrabajo, y Gustavo Renco con los chinchines y redobles de tambores, resultaban más que suficientes para llenar de alaridos el ambiente y para estimular la saltadera.

Todo parecía fantástico bajo el ruidos de los triquitraques, el alboroto de los chinchines y los alaridos del “Viva Tacho Somoza, jodido, el pe-rro macho del Guachipilín”, que tenía origen en cierta rocambolesca alharaca revolucionaria que había sido montada por él mismo para

Carazo

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engancharse las charreteras de General y justificar el nombramiento. El plan le salió como lo había diseñado. Primero fue figurón, luego fi-gura y al final el famoso dictador balanceado, mientras hacía chacota de la campaña electoral y se divertía bailando “¡Qué rico el mambo!”, en el club de obreros de León.

A Ernesto, Federico, Juan José, Pablo Emilio, el negro Luís, Armando y Garrobo lo que nos llamaba la atención era la vaca de Mito, y la bola que andaba entre la gentes del pueblo, que en la “Maruca Sacasa” maquina de ferrocarril bautizada con el nombre de la hija del Presi-dente, entre algarabía de la gente, los estridentes ruidos de los chin-chines, la música de toros y los espontáneos dicharachos del pueblo estimulados por el alcohol, se aparecía Tacho Somoza en San Marcos para promover su candidatura a Presidente de la República.

Y el tipo se apareció. “La máquina entró de culo”, como expresó Juan Cabezón, para que lo primero que vieran los centenares de sanmar-queños apostado a lo largo de andenes, fuera al hombre, al cojonudo, al protegido del yanqui, montado en el caballo moro, de casta andalu-za, que le había obsequiado mister Feland, para cabalgar en la calles y plazas de los pueblos con motivo de la campaña; y desde el lomo del animal, destaparse con el discurso que informaba de su lucha armada y la derrota de los bandoleros en las montañas de las Segovias.

Dicen –no me consta más que la malas o buenas lenguas años más tarde–, que el alboroto de manifestación que recorrió la ciudad llegó hasta el parque municipal, donde el héroe pronunció el ampuloso y desequilibrado discurso desde el lomo de su caballo; y luego entre alaridos de entusiasmo estimulado con sus palabras, y la respuesta envalentonada de los picaditos, estallaron cargas cerradas de morte-ros, cuetes y bombas de las buenas que fabricaban en Masaya.

De esto último, ni mis amigos ni yo nos dimos cuenta de nada. Nos ha-bíamos quedando husmeando los billetitos. Pero en mi memoria per-manece vivo y latente, el recuerdo del Héroe del Guachipilín sacando puñados de billetes nuevos de diez centavos del cajón, para lanzarlos al aire sobre la multitud, estimulando la desesperación de los que lle-nos de alborozo y curiosidad competíamos por coger algunos, a tal grado que la concentración se dividió en gente de a caballo, y de a pie, que corrían y daban codazos en pos de los billetes.

Roger Mendieta Alfaro

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De acuerdo a Pancho Morales, militante del otro partido, la nueva edición de billetitos de diez centavos lanzados desde el andén del ca-rro presidencial, arruinó la concentración del Héroe del Guachipilín. Y Mito Escobar, el burlón, que de todo hacía chacota, cagándose de las risa afirmó que los chavalos del colegio, pasaron por lo menos un mes buscando los billetitos entre rieles y durmientes. En verdad, jamás en-tendí por qué aquel hombre lanzaba al aire billetes nuevos de diez centavos. Jamás pude olvidar esta postal imaginaria. En la ocasión, siendo todavía niño, reflexioné sobre algo que me había dicho mi ma-dre: “Hijo, el dinero no se bota”.

EL FUNERAL Fue allá por 1935 cuando San Marcos solo tenía solo tres calles polvo-rientas, llenas de túmulos y huecos en el verano, y de charcas y loda-zales que iban a dar al calvario y la estación del ferrocarril al levante; y yendo al poniente al cementerio la del calvario, y las otras al camino de Las Esquinas y los cafetales de don Manuel Berrera.

A la orilla del camino que llevaba a Jinotepe se sostenía desvenciján-dose, enorme pero desafiando el tiempo el tiempo, la casa hacienda de don Manuel. Los ocupantes eran tres que daban la sensación de ser sobrevivientes de alguna catástrofe: junto al viejo Herrera, fan-tasmeaba el caserón silente e introvertida, doña Belarmina, su mujer, de quien pocos conocieron el apellido, y una pequeña de doce años, extrañamente mimada quien llamaban Santita.

Don Manuel nunca salía de la hacienda. Dejaba la cama a las cuatro de la mañana cuando el primer gallo lanzaba el kikirikí. Ajustaba el panta-lón de dril azul y la cotona blanca, montaba en La Azabache, y cutacha al cinto se internaba los cafetales, cruzaba potreros, hablaba a las va-cas paridas que no le escamotearan la lecha, regañaba a los terneros ordenándoles que no cabecear con tanta dureza en las tetas de la ma-dre; y a los rejegos increpaba con palabrotas por su condición de se-mentales, para despedirse dando golpecitos y besándole los cachos. Cuando dos horas más tarde regresaba a la hacienda, doña Belarmina estaba esperándole en la cocina con el guacal de café y rosquillas, o el

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pan francés que pasaba entregando don Salomón Gonzáles, panadero del pueblo. Luego, religiosamente encendía el rollo de tabaco chilca-gre y recostaba orondo y patriarcal a pedorrearse en la hamaca.

Desde el balanceo a medias, entre ambición y aburrimiento, dirigía personalmente las operaciones diarias. Se ocupaba de vender agua de dos enormes pilas que rebasaban en invierno. Chequeaba venta de leña en ramas y rajas a comerciantes leñateros que la distribuían barata en Diriamba y Jinotepe. Estaba pendiente de la cosecha de li-mones, naranjas, guineos, plátanos, frijoles, maíz, en fin todo lo que producía la hacienda.

Dos de las cinco personas importantes del pueblo, que en su forma en entender la vida se parecían a don Manuel, eran los cercanos amigos o conocidos. Con la chantajista ceremonia que hacen gala los miseri-cordiosos chantajistas de necesitados, don Manuel prestaba al interés del cien por ciento; y en dependencia de quién fuera el cliente, o la clienta, recurría a otro tipo de artificios para cobrar intereses y que-darse con la garantía.

Los que le conocieron tuvieron una imagen terrible, traumática y do-lorosa de don Manuel. Se contaban cientos de historias casi obscenas de su comportamiento como ser humano. Azuzaba los perros para espantar a los limosneros que se detenían en el portón de la hacienda, para implorar cualquier cosa. Era especialista en almacenar toda clase de cachivache por inservible que fueren, sin saber por qué ni para qué podrían ser útiles en el futuro. No daba razones para este tipo de comportamiento. Hasta después de morir, se conoció que una vez al año, en meses de marzo y abril, cuando el sol se hace calcinante en el patio de calicanto, las operaciones de venta se suspendían, porque don Manuel sacaba los sacos de billetes de todo tiempo y nominación a asolear para librarlos del moho.

Cuando el viejo murió nadie llegó al velorio, y a la hora de enterrarlo no había quien lo cargara. La viuda buscó ayuda con dos medio ami-gos para ponerlo en la carreta halada por bueyes que lo condujo a la iglesia. Y del templo al cementerio, le tocó pagar a un grupo de indi-gentes y campesinos para que lo llevaran en hombros. A la hora de poner en orden y contar los billetes, dicen -no me consta-, que el 90 % de éstos, eran tan antiguos que no tenían valor bancario.

Gilberto Bergman Padilla

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LA FIESTA DE LA CRUZLa Fiesta de la Cruz se celebra el 3 de mayo de cada año, es el mejor recuerdo que tengo del balneario La Boquita, es algo de nunca olvidar.

En La Boquita hay un pleito entre los masayas y los diriambinos, cada uno se cree dueño de la festividad, se dice que la cruz se apareció en la costa y que fue encontrada por un Masaya; los diriambinos dicen que ellos son los dueños de la festividad porque La Boquita les pertenece.

El origen de la Fiesta e la Cruz comienza cuando el Emperador Constan-tino tuvo una visión donde se le apareció la cruz con las palabras “in hoc signo vincis” (con esta señal venceras). El Emperador hizo construir una cruz y la puso al frente de su ejército y así venció.

Cuando yo tenía 13 años, veraneaba en Casares, balneario triste y abu-rrido. Mi mamá me mandaba de veraneo al Casino o donde Calabeta que era una familia de evangélicos. Sin embargo yo soñaba con ir a La Boquita, y es que ese balneario era peor que Sodoma y Gomorra; lleno de roconolas, bares, cantinas y lo mejor era que al otro lado del río se ubicaban los burdeles llenos de mujeres.

La gente de Casares regresaba a Diriamba el 2 de mayo, porque el in-vierno comenzaba el día 3 y los caminos se ponían intransitable.

Era tal el rigio que tenía para ir a La Boquita que no me regresé el día 2. El 3 de mayo a las seis de la tarde me fui por las costa caminando desde Casares hasta La Boquita, ahí me encontré un par de amigos y comenzamos a vagar.

Al obscurecer las roconolas de las cantinas empezaban a tronar, las fi-chas para bailar valían veinticinco centavos, uno escogía la pieza y lue-go sacaba a bailar a las “muchachas” de la casa. La mejor música era los boleros, y de aquellos tiempos me acuerdo de: Por amor en quinto patio, Cabaretera o Luces de Nueva York. La Sonora Matancera con Da-niel Santos, Celio González y otros, era todo un espectáculo.

Cuando se me acabaron los cinco pesos que andaba y ya cansado, re-gresé a Casares. Era 4 de mayo y la gente donde estaba hospedado ha-bían hecho viaje de regreso a Diriamba. Me dijo el cuidador que había un camión que salía a esos de las tres de la tarde.

Iba alegre después de la parrandeada que me di en La Boquita, pero afligido porque mi mamá me iba a malmatar. Cuando íbamos a mitad del camino empezó a caer un aguacero que puso el camino tan lodoso que el camión se quedó pegado, así que mientras buscaban unos bue-

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yes, que nunca llegaron, ya eran como las cuatro de la tarde, me acordé que cerca de ahí había una finca de un amigo de mi mamá, agarré mi valijita, me remangue los pantalones y me fui a la finca de don Benito.

Ya estaba obscureciendo cuando llegué a la finca, empecé a buscar a Toño Calandraca, el mandador y no lo encontré. Entré al dormitorio, en el suelo vi una botellas de guaro por lo que supuse que Toño esta bien borracho. “Toño, Toño, levantate jodido que soy Gilberto, el hijo de doña Zobeyda y tengo hambre” le grité. El tipo ni se mosqueó, y siguió dormido.

En la cocina encontré unos guineos cuadrados y una cuajadas ahuma-das, me las comí y me fui a buscar una camas, con la desgracia que la única cama que había era donde estaba dormido el mandador de la finca.

A como pude lo empuje, agarré la sábana, me la eché encima y me dor-mí. Me levanté a las cinco de la mañana, le di cuatro codazos al Toño y el desgraciado no se levantó, menuda borrachera se había pegado el jodido.

En el corral encontré un caballo, le puse la albarda y me fui hacia Di-riamba. Cuando iba llegando al pueblo me encontré con don Benito quien venía acompañado del juez de mesta y el forense.

¡Ideay Gilito –me dijo don Benito– veo que andás en uno de los caballos de mi finca. Le dije que lo había agarrado prestado. Le conté el pro-blema del camión y le puse las quejas de queue el Toño Calandraca, su mandador, estaba totalmente borracho pues en el suelo estaba una botella de guaro, y por más que le grité no se despertó. Como no encon-tré otra cama no tuve más remedio que acostarme en la misma camas.

–Chocho Gilito –me dijo don Benito– fijate que precisamente voy a la finca a levantar el Acta de Defunción, pues ayer por la tarde a Toño le picó un cascabel y su mujer me vino a avisar que había muerto. El mé-dico forense me miró y me dijo:

–Que bárbaro chavaló, dormistes toda la noche con un muerto.

Me puse pálido, no se ni cómo me despedí y cuando llegué a la casa, mi mamá saca un chilillo de cuero crudo y me da una buena apaleada, ni siquiera me dejo explicarle lo que había pasado y me mandó al cuarto a dormir. A las dos horas mi mamá entró al cuarto y me encontró hirvien-do en fiebre y llorando le expliqué lo que había ocurrido y me dijo: Está bueno que te haya pasado por vago y desobediente. Ahora vas a pasar soñando que dormiste con un muerto.

Hugo Astacio Cabrera

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EL DECÁLOGOEn tiempos del dictador José Santos Zelaya se prohibió, bajo pena de ser “llevado a la reja”, ingerir licor en horas de trabajo.

Pero Nicolás –el abogado Nicolás Tiberino– no podía perderse los tra-gos, y acudió al cantinero.

–No puedo –le dijo éste–. Está prohibido servir licor a estas horas.

–Poneme un cuarto (de litro) –insistió aquél– debajo del mostrador. Así nadie verá que me has servido.

–¿Y si viene el “resguardo”?

–Yo voy a hacer que te estoy enseñando el catecismo y así no pasará nada.

El cantinero quedó convencido.

Casi terminaba Nicolás su “cuarto” de guaro, cuando se apareció el amigo del orden.

–Va a pasar conmigo –le ordenó– porque está bebiendo en horas de trabajo.

–No, señor policía –replicó Nicolás– lo que pasa es que vengo aquí a esta hora porque estoy enseñando la doctrina cristiana a éste.

–A ver… –prosiguió, dirigiéndose al cantinero– ¿por dónde íbamos

Chinandega

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cuando llegó el señor policía?

–¡Ah, estábamos repasando el Decálogo!

–Sigamos: el primero, amar a Dios sobre todas las cosas; el segundo, no jurar su santo nombre en vano; el tercero…

El policía estaba a punto de convencerse de la caridad de Nicolás, cuando observó que debajo del mostrador estaba la prueba irrefuta-ble de la verdad.

–Va a pasar porque no hay tales mandamientos–dijo con decisión–. Y Nicolás se fue preso y en silencio.

Pero el cantinero, que veía que con la ida de su cliente se le escapaba el valor del cuarto de aguardiente, le grito:

–Oye Nicolás, Nicolás… ¿y el cuarto?

–¡Ignorante!–contestó éste de largo– ¿No te he dicho ya que es hon-rar a padre y madre?

DOS PALABRASEn Chinandega nadie debe contestar a otro concediéndole dos pala-bras para hablar, aunque sea una expresión solamente simbólica para insinuar que uno sea breve, porque le pueden dar una respuesta in-conveniente. Y es que ya pasó a la historia, con carta de ciudadanía chinandegana, la réplica relampagueante de doña Mercedes Novoa de Rivas.

Dicen las malas lenguas que don Francisco Baca se infatuaba más de lo debido cuando ejercía los altos cargos que ocupó en tiempos del dictador José Santos Zelaya al rayar el presente siglo. Y sucedió que siendo Ministro, un día fue a Managua su coterránea y vecina doña Mercedes a exponerle un problema.

Llegó al Ministerio, se identificó y solicitó audiencia.

Don Chico se hizo el de a peso.

Estimando como olvido la desatención, doña Mercedes recordó su au-diencia al recepcionista. Pero aquél continuó ignorándola.

Hugo Astacio Cabrera

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Insistió nuevamente doña Mercedes, ya alegando que venia desde Chinandega; mas su vecino mandó a decir que estaba muy ocupado.

Pasaba el tiempo, cuando don Chico salió de su despacho y pasó cerca de doña Mercedes. Esta lo siguió:

–Necesito hablar con vos.

–No tengo tiempo, estoy muy ocupado.

–Chico, es poco lo que te voy a decir. Acordate que vengo de Chinan-dega.

El Ministro acorralado no pudo negarse. Pero…

–Dos palabras, pues, nada más; dos palabras –dijo, haciéndose el muy ocupado.

–¿Dos palabras, solamente? –preguntó, como no creyendo doña Mer-cedes.

–Dos palabras –repitió don Chico.

–Comé mierda –dijo entonces aquella.

CELEBRE VISITAHace mucho tiempo el Dr. José Francisco Rivas visitó a su amigo y vecino Dr. Isaac Montealegre. Llegó como a las ocho y empezaron a conversar.

Amena la conversación, no sintieron el tiempo... y dieron las nueve.

Siguió la plática, ya agotándose los temas... y dieron las diez. Y dieron las once.

Doña Lily, esposa del Dr. Montealegre, cerró la puerta del aposento en forma que se oyó muy bien. Pero el Dr. Rivas siguió de frente, y dieron las doce.

–Son las doce, Isaac –dijo significativamente el Dr. Rivas.

–Si, José Francisco –contestó el Dr. Montealegre.

–Es bastante tarde ya –volvió el Dr. Rivas.

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–Ciertamente –apuntó el Dr. Montealegre.

–Ya no circula nadie por la calle –insistió el Dr. Rivas.

–Claro, si ya es muy noche –contestó el Dr. Montealegre.

En ese chifletear, el reloj dio claramente la una.

El Dr. Rivas estimaba mucho a su amigo, pero no para tanto. Y volvió a la carga.

A la Quina (su esposa) no le asienta develarse –dijo ya más franca-mente.

–Ni a la Lily –contestó un tanto enojado el Dr. Montealegre.

Pero combinando ironías con indirectas dieron las dos.

–El Dr. Montealegre se cabeceaba de sueño.

–Ve Isaac –dijo ya resueltamente el Dr. Rivas–, perdona que sea fran-co, pero en confianza te digo que es mejor que te vayas ya, porque es peligroso que lo hagas muy noche.

–Eso mismo te iba a decir yo, hombré –le contestó el Dr. Monteale-gre–, pero como estás en mi casa...

El Dr. Rivas se golpeó fuertemente la frente.

–¡Ay, Dios mío, yo creía que eras vos el que estabas en la mía!

¡AHORA YO!Sucedió en los tiempos en que nuestro comendador don Santiago Ca-llejas Sansón era el personaje más importante de Chinandega, que fue a Europa más veces que el padre de la Casas atravesó el Atlántico.

Don Santiago viajaba por placer, aunque aprovechando hacer sus ne-gocios de exportación e importación, y era un veterano de esos tra-satlánticos de entonces.

Por cierto que por aquellos tiempos, de varias ciudades de Nicaragua salían personas adineradas a pasear por Europa.

En alta mar, un día salió don Santiago al restaurante, y para su sor-presa se encontró con tres amigos, leoneses por cierto; y, después de

Hugo Astacio Cabrera

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los apretones de mano y abrazos y cumplidos, dispusieron festejar el encuentro haciéndose servir licores y viandas. Pasó el tiempo y vino el final para despedirse, y se pidió la cuenta. Pero al acercarse el mesero con ella, los amigos se habían retirado al urinario.

–No importa –dijo don Santiago–. Entre amigos y caballeros no hay problema. Cárguemela a mí.

Al día siguiente de nuevo el encuentro.

–Idiay, ¿cómo amanecieron?

–¿Qué tal la goma, Santiago? –dijo otro.

–¿Por qué no tomamos otros traguitos?

–¡Idiay, pues!

Pidieron una botella y se continuó la farra. Y a la hora del pago, da la casualidad que los leoneses andaban otra vez en el urinario.

Don Santiago entendió que era por pura casualidad, y entre amigos no hay problema, el gasto se le cargó de nuevo.

Al tercer día, casi igual. Mejor dicho, todo igual.

¿Y al cuarto? Cuando se pidió la cuenta y se acercaba el mesero, los leoneses intentaron levantarse, pero don Santiago los detuvo sobre sus asientos:

–¡Un momento, ahora me toca a mi orinar!

CAMPAÑA FRUSTADAHace cuarenta años vino a Chinandega a ejercer su profesión el mé-dico ruso Dr. Lourod Eutuchide, vegetariano y abstemio, que padecía tema contra el alcohol y predicaba constantemente contra él.

Este y el Dr. Carlos Salazar, otro enemigo del licor, visitaba a mama Yeca; y ante estos dos peroraba aquél, cuando pasó el Dr. José An-tonio Tigerino. Mama Yeca encontró feliz la ocasión para que el Dr. Eutuchide demostrara su capacidad de convencimiento y aquél fue llamado.

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Después de las presentaciones del caso, el Dr. Eutuchide empezó a tratar a su paciente explicándole el error de ingerir licor; y en el desa-rrollo de su argumentación, enumeró las enfermedades y males que ocasionaba.

Tras breve pausa, el Dr. Tigerino preguntó al Dr. Eutuchide cómo an-daba su salud, y éste, sin entender el propósito, se refirió a las enfer-medades que padecía: hipertensión, deficiencia hepática, neuralgia, etc., campo sobre el cual hablaba con predilección sólo comparable con la campaña contra el licor.

–Pues creo entonces–dijo el Dr. Tigerino al Dr. Eutuchide–, que con su propio ejemplo y el mío está demostrado que lo malo es no beber, porque Ud. que ingiere licor del todo, padece todas las enfermeda-des; y yo, que bebo todos los días, no padezco ninguna.

El Dr. Eutuchide decepcionado abandonó desde entonces su campaña anti alcohólica y para corroborarlo le dieron un empujón y lo llevaron preso a Managua.

MEJOR TRES…Don Alberto López Callejas, el apreciable caballero quien vivió más de cien años, era persona muy seria pero de un fino humor.

Había enviudado y andaba allí por los sesenta, cuando un día conver-saba con su hija Adilia.

El tema resbaló por los viudos, por el matrimonio y qué sé yo. Y en un momento Adilia le decía a su papá que ella consideraba justo y hasta conveniente que un hombre que queda solo busque nueva esposa.

–No creas, papá, que voy a pensar con egoísmo, porque yo vería nor-malmente que te casaras. Pero eso sí –añadía–, no me gustaría verte hacerlo con una persona que no fuera para tu edad.

–¿Y cómo te gustaría esa mujer?–le preguntó don Alberto.

–Bueno, digamos que yo vería bien que te casaras con una de unos 45 años, poco más o menos–dijo Adilia.

–Ay, hija –contestó rápido don Alberto–. ¿Por qué no me das esos cuarenta y cinco en sencillo? Dame, mejor, tres de a quince.

Hugo Astacio Cabrera

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REGALO EQUIVOCADOPor esas cosas de América Latina, sucedió que el General Reyes (José Trinidad), de humilde extracción semi-indígena, cuya madre era ori-ginaria de Chinandega, llegó a ser Ministro de la Guerra del Gabinete del General Ubico, en Guatemala.

Tenía méritos propios el General Reyes en aquel ambiente, pues se había distinguido como valiente y defensor leal del régimen ubiquista en aquellas montoneras de entonces, y había contribuido a la paz de que tanto hablan los dictadores.

No importaba que apenas supiera leer y escribir, porque bastaba que sólo pusiera su firma, fuera fiel a su jefe y se prestara a todo acto de represión para defenderlo.

Gozaba, pues, de la estimación del Presidente.

Un día cumplió años y, claro, fue agasajado, alabado, visitado, rega-lado. Y…pues, no debía faltar el regalo del Presidente: un hermoso radio receptor, que entonces era una novedad y algo valioso. Hablo del año 1933.

Pero fue el único que tuvo que rechazar el General Reyes y con todo y empaque de lujo, fue regresado al señor Presidente.

Este quedó sorprendido, pero creyó que algún mal entendido debía haber, porque no podía suponer que el General Reyes se atreviera a desairarlo.

Cuando estuvo cerca, el Presidente le reclamó:

–General Reyes, ¿cómo es eso que Ud. me devolvió el regalo que le hice para su cumpleaños?

Es que no era para mí.

–¿Cómo que no era para Ud.? ¿Y para quién otro, General? –continuó un tanto molesto el Presidente Ubico.

Vea, mi Presidente, yo soy, como usted sabe, General Reyes, pero en ese aparato que Ud. Mandó, decía claramente: “General Electric”.

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ES LA MISMACuando apareció en la escena pública el “Che” Francisco Lainez como gerente del Banco Nacional, comenzó por imponer medidas discipli-narias muy estrictas. Debían olvidarse consideraciones en atención a la antigüedad u otras circunstancias, y no se perdonaría falta alguna. Las órdenes fueron drásticas.

Pero en el Banco se daba trato especial con respeto y cariño a viejos funcionarios devotos de Baco, desde los días en que don Vicente Vita, el gran economista, se inspiraba con whisky para dictar medidas que cambiaron, agilizaron y mejoraron la economía del país, propiciando aquella política de “sembrar córdobas para cosechar dólares”, otorgan-do préstamos con la garantía de la cosecha a quienes no tenían fincas.

Pepe, un viejo y eficiente empleado, originario de Chinandega, era uno de esos aficionados que de vez en cuando empezaba parrandas que duraban meses. Pero no dejaba de asistir a su trabajo, y durante éste bajaba la aceleración de sus motores alimentándolos sólo lo ne-cesario para que no se apagaran, como esos aviones a chorro cuando aterrizan y esperan para partir a que bajen sus pasajeros e ingresen otros.

El caso llegó a la Gerencia General, donde se dieron órdenes para ad-vertir a Pepe por última vez, si volvía a las andadas.

Para colmo, el oficial encargado, amigo por cierto suyo, lo encontró “a media asta”.

–Ve –le dijo–, tengo órdenes estrictas contra vos. Si en otra ocasión cogés otra parranda como en la que andás, serás despedido aunque lo sienta muchísimo. ¿Quedás entendido?

Pasaron seis meses, ora vez apreció el oficial superior, y de nuevo en-contró a su amigo con olor a licor.

–¿Te acordás lo que te dije hace seis meses de que serías despedido si cogías otra parranda?

–Sí, me acuerdo–le contestó Pepe–, pero la verdad es que ésta no es “otra”…. Sino la misma.

Hugo Astacio Cabrera

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EL INSECTICIDA NO SERVIAMi amigo Dr. Luis Andara Ubeda vino a Chinandega cuando empezaba la fiebre del algodón. Y probó suerte en su cultivo.

Pero no olvidaba otros quehaceres más placenteros, y por ellos reco-rría la ciudad más que el campo con su amigo Dr. José Antonio Tigeri-no, especialmente los sábados cuando sacaba la partida de dinero par insecticida, que entonces la daba en efectivo para que uno lo com-prara.

Llegó el final, vino la pérdida y quedó un saldo insoluto.

Luis y Toño consultaron con su amigo Dr. José Jesús Rizo Vásquez, abogado del Banco; y Chu aconsejó que Luis pidiera una prórroga para pagar el próximo año.

–¿Y qué motivos razonables pondré?–le preguntó Luis.

–Bueno –le contestó Chu–, deci que el algodón se lo comió la plaga porque el insecticida no servia.

–¿y creerán eso del insecticida como cierto?–preguntó ingenuamente Luis.

–¡Cómo no! Porque vos y Toño se lo bebían todos los sábados, y no les dio ni dolor de barriga.

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CERCADO AJENOSe le conocía más por Chinón que por su propio nombre. Alto y des-proporcionado, con los ojos oblicuos, de donde le venía el apodo: boca grande y casi siempre andaba descalzo. Su popularidad se debía a sus raterías.

Que se perdió un par de espuelas, un machete, unas porras de co-cina o alguna ropa por descuido dejada en los tendederos, no había más que buscar a Armengol Duarte y él confesaba, bajo amenazas de muerte, a quién se la había vendido o empeñado. Tres días preso, du-ras amonestaciones y la promesa, de su parte, que no volvería a robar, lo ponían en libertad para que a los pocos días volviera a las andadas. Era un caso incorregible y sin embargo, a pesar de conocer sus mañas, siempre había quien le comprara y hasta apañara sus raterías, aunque el secreto fuera descubierto con posterioridad.

Pocas veces se formalizó en algún trabajo que ocasionalmente en-contraba, y vivía bajo la protección de una tías que cuidaban de sus pocas exigencias. La mayor parte del tiempo vagaba. Se le veía en las esquinas, en las aceras, jugando ladrillete, Cuando alguien lo invitaba, tomaba tragos en cantidades apartadas. No era dipsómano, su pasión era la cleptomanía.

Una vez llegó al pueblo el doctor Aráuz, quien, aprovechando consta-tar el estado de varios de sus pacientes, en esa ocasión estaba invita-do para asistir a una fiesta.

Chontales

Octavio Robleto

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Al médico visitante, una familia amiga le había acondicionado un cuar-to con acceso a la calle, donde el doctor pernoctaría cómodamente.

En el cuarto había una cama, con mosquitero que pendía de dos clavos de la pared y de dos sostenedores de madera en el extremo opuesto, con sus bases de soporte; ropa de camas perfumada, una mesa de noche, dos sillas y un lavamanos con pichel de agua, jabón oloroso y palangana; espejo en la pared, una lámpara tubular y una cajita de fós-foros; también había una palmatoria con su vela nuevecita. Las puer-tas del cuarto se cerraban por dentro y la que daba hacia la calle se aseguraba, por fuera, con un viejo candado; las que se abrían al patio tenían una tranca puesta en unos travesaños de una hoja de las puer-tas, lo que le daba una seguridad absoluta en caso de forzamiento.

Cuando el doctor Aráuz regresó de la fiesta, a eso de la media noche, entró a su cuarto con toda tranquilidad. Había orinado en la calle; se lavó las manos y revisó, asegurando las trancas que prestaban segu-ridad a la entrada de su cuarto. Cuando regresaba a su camas, se sor-prendió al ver, por debajo de la misma, dos enormes pies descalzos. Inmediatamente se percató de lo que se trataba. Tenía un ladrón o un asaltante en su dormitorio. Se repuso del susto y no dijo nada. Con toda serenidad salió nuevamente a la calle para comunicar el suceso a algún amigo que de seguro a esas horas, aún estaría despierto.

Lo encontró en una casa cercana a la suya. Golpeó suavemente y después de identificarse descubrió el objeto de su inesperada visita. Entre los dos fueron a buscar a un tercer amigo y juntos regresaron al cuarto del escándalo. Abrieron, encendieron luces y con armas en mano, después de darle un puntapiés en las piernas, obligaron a salir al pobre Armengol, quien de el susto no podía ni hablar bien, además que por naturaleza era medio tartamudo.

Explicó todo confuso, que él se encontraba allí para ayudarle al doc-tor y que se había dormido debajo de la camas para no ajarle la ropa extendida con tanto esmero. Pero ante las preguntas y las amenazas, posteriormente confesó que también tenía la intensión de robar que su víctima tuviera en el bolsillo, pero que él no era ningún asesino ni un asaltante. No le valieron sus excusas y súplicas y fue conducido al comando de la guardia en donde lo recibieron dos alistados todavía con trazas de haber ingerido aguardiente. Lo condujeron como prisionero a

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una celda anexa al cabildo, que hacía las veces de cárcel, Ahí lo dejaron con decididas amenazas de muerte y de conducirlo al día siguiente a la cabecera departamental para que recibiera su imperdonable castigo.

Quedó sólo y desconcertado, rogando a los santos de su devoción que lo ayudaran en ese trance tan peligroso. Cuando logó calmarse un poco y se acostumbró a ver en la oscuridad, empezó a reconocer el sitio donde se encontraba, pues eran muchas las veces que allí lo ha-bían recluido. Trató de abrir la puerta pero considero que esto era casi imposible; después de inútiles forcejeos encontró una oportunidad de mayor éxito cuando al subir en los travesaño de la puerta y gracias a su desarrollada estatura, logró alcanzar el borde la pared medianera vecina. Tras un impulso adecuado estuvo al borde de la pared y, para suerte suya, contra la otra pared encontró un estante fuerte que le sirvió de escalera y bajó con gran comodidad y sin provocar ruido que lo delatara. En ese nuevo local encontró más luz que provenía de una veladora puesta en homenaje a una imagen sagrada. Se persignó ante ella y después abrió varias gavetas del mostrador y en una de ella encontró billetes y monedas que echó apresuradamente en sus bolsi-llos. También se apropió de dos cortes de buenas telas, un cartón de fósforos y otro de cigarrillos; se bebió dos gaseosas que tomó de unas cajillas que estaban bajo el mostrador; abrió la puerta sin ninguna di-ficultad y salió a la calle muy contento, considerando que a ese ahora no sería visto por nadie, como en efecto así era.

Al siguiente día en el pueblo no se hablaba nada más que estas tres hazañas cometidas por el Chinón; asalto al doctor Aráuz, fuga de la cárcel y robo, esa misma noche en la tienda de don Solón Enríquez. Cada suceso se exageraba notoriamente al pasar de boca en boca. A consecuencia de esas fechorías, Armengol se ausentó por unos meses del pueblo y estuvo trabajando en algunas fincas ganaderas de otros municipios. Regresó después de casi medio año cuando apenas se ha-cían fugaces comentarios de su pasado.

Vagaba por las calles, jugaba ladrillete y se veía más flaco y desgar-bado. Como nadie le daba trabajo empezó a vender frutas propias de esa estación: papayas, jocotes, marañones, mangos y tamarindos. Su primera clientela la encontró en las cantineras, quienes le compraban las frutas sin preocupación de su procedencia y a sabiendas de que él

Octavio Robleto

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no poseía ningún huerto con árboles frutales pero con la certeza que eran de cercado ajeno. Su clientela aumentó y hasta adquirió fama de vender barato. Todos le compraban, restableciéndose cierta compli-cidad entre vendedor y compradores. Con la ventaja de que todos se hacían de la vista gorda y aprovechaban los precios bajos.

Cuando la cosecha de mangos y marañones estuvo por terminar, se estableció el origen de abastecimiento del improvisado comerciante, pero ya era demasiado tarde.

Las hermosas frutas que indudablemente eran producidas por árboles bien abonados y terrenos de mucha fertilidad eran cortadas de los pa-los que daba sombra en el panteón y que nadie sabía como habían sido sembrados o por quién o con qué objeto, sino era únicamente el de dar sombra o que la casualidad había hecho nacer tan vigorosamente.

Pero, eso sí, se había establecido un código de moral colectiva en que nadie era capaz de recoger ningún fruto para comerlo públicamente, considerando que algo de la sangre de los muertos circulaba por el jugo de aquellos frutos.

El fracaso de Chinón fue total; hubo un repudio generalizado y pade-ció un aislamiento inmisericorde.

Muchos temieron padecer de enfermedades desconocidas y otros sintieron la culpa de haber mordisqueado la nalga de algún abuelo ya casi en olvido, o chupado las huesos de algún pecador desconocido, cuyas culpas podrían hacerse patentes de un momento a otro.

El Chinón desapareció y su ausencia fue casi definitiva.

EL ENTIERROLa lluvia persistía con más de cuatro días de aguaceros continuos. Ríos desbordados. Caminos intransitables y desgracias locales de las que se hablaba a toda hora.

–A doñas Gabriela se le han muerto todas las gallinas.

–Eso no es nada, a don Pancho la crecida se le llevó dos vacas paridas y se le destronó parte de la casa.

–¡Ay, amigo, esta lluvia parece un diluvio!

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–Así es, tenía más de diez años de no ver un temporal así.

Del poblado de Cuapa al cementerio hay una distancia de cómo diez kilómetros. Caminos pedregosos y en subida. Recodos y pequeños zanjones a la orilla. Hilario López había muerto de fiebre en esos últi-mos días de octubre.

Con muchas dificultades se lograron conseguir cuatro tablas para im-provisar un ataúd. Allí lo acomodaron para velarlo una noche muy lluviosa. Inevitablemente había que enterrarlo al día siguiente. Y entre perplejidades y vicisitudes, así se hizo. En la vela no faltó el guaro, como ritual fúnebre, por ser una válvula de escape de las pobres gen-tes, para mitigar el frío, por la lluvias, en fin.

El entierro empezó a organizarse desde antes del medio día, ya que eran dos leguas de camino y a pie. Salieron como a las dos de la tarde. Casi sólo iban hombres y la mayor parte tambaleantes y desvelados. El tiempo era brumoso y caía una llovizna fina pero insistente..

El pueblo quedó atrás y empezaron a subir las cuestas que conducían al cementerio.

Una hora después la lluvia arreciaba. Todo el acompañamiento había bebido guaro. Las incomodidades del camino, el efecto del alcohol y la cususa, el lodo, las piedras, los zanjones, el desvelo, contribuían a la falta de coordinación de los cargadores. El cajón traqueteaba y era una carga llevada con desconcierto.

El cadáver comenzaba a ponerse olisco.

En una de las subidas más incomodas la caja se destapó de atrás y los pies desnudos del cadáver se salieron casi hasta verse las rodillas. La marcha se detuvo. Bajaron la caja y la colocaron patas para arriba para que el cuerpo resbalara, y resbaló.

Con una piedra clavaron nuevamente la pequeña tapa que había fa-llado. Continuó la marcha y el aguacero arreciaba. Pero las botellas y los litros, pasando de mano en mano y de boca en boca, disimulaban la tragedia de los pobres.

Cuando llegaron al cementerio la fosa estaba con bastante agua. Lo-graron achicarla con unos baldes prestados en el vecindario.

Remojados y tambaleantes, enflaquecidos por el frío los enterrado-

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res parecían dormidos. Se hablaban entre ellos y no entendían lo que medio pronunciaban. El mal olor se hacia más penetrante. Echaron las últimas paladas de tierra, mejor dicho, de lodo, y se dispersaron misteriosamente. Ninguno se despidió de nadie.

EL TÍO SANTIAGOEl tío Santiago era bebedor. Bebedor de carrera. Su vida la utilizo para beber. Tenía su trabajo de talabartería y además una pequeña fin-ca ganadera. Cuando empezaba a beber era previsor; reunía de diez a quince mil pesos y los distribuía prudentemente y con estrategia. A una cantinera reconocida le dejaba ochocientos pesos, a otra de menor categoría le ayudaba con quinientos y a cantinas menores les asignaba cien o doscientos pesos. También depositaba cantidades mayores en personas de su confianza, con el compromiso de realizar ganancias fabulosas. Después comenzaba a tomar solo, para lo cual iba recogiendo las sumas depositadas. No por ocho días, ni por trein-ta, sino por ocho meses o un año. Llegaba al desastre completo. Se cagaba en los pantalones y caminaba tambaleante, sostenido por un largo bastón de palo de guásimo.

Era viudo. Pero sus sobrinas, sus hermanas y su madre le ayudaban dándole comida y aseándolo.

Tenía buena casa, esquinera, y allí se encerraba a beber. Para su familia era una continúa interrogante la manera como se las ingeniaba para conseguir lico . Y lo descubrieron. A media noche salía a proveerse de uno o dos litro contundentes y en el centro de la sala de la casa, donde había extraído unos ladrillos de barro, socavando la tierra, los escondía.

Era su bar. Práctico y seguro.

Una vez (año maldito) hubo una gran escasez de granos, de dinero, en fin, de comida. El empezó a beber. Bebió un año. Después sus amigos le preguntaban:

–Idiay don San, ¿cómo pasó la crisis?

El se limitaba a contestar ¿Cuál crisis?

Murió de una bebedera y todavía algunos lo recuerdan.

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ESTELÍ EN MI RECUERDONada tan reconfortante para el alma que evocar el terruño que nos vio nacer y a nuestros padres y abuelos. Reconstruir los rostros que nos cubrieron de cariño en la niñez, rostros de tíos, amigos de nuestros pa-dres, la familia, amigos y conocidos que formaban en ese entonces el pequeño pueblo de Estelí. Revivir el frío delicioso que nos hacía tiritar cuando en las madrugadas nos levantábamos para ir a misa o al cole-gio. Sentir el olor a pan recién horneado, de los elotes tiernos cocidos, o de la miel que hervía en los calderos de la molienda.

Veo ese pueblo “chiquitito como una maní”, cubierto por la niebla del tiempo; aparto con mis manos esas nubes pesadas y aparece el parque rodeado de un grueso muro de piedra, donde se sentaban los mucha-chos para ver pasar a las muchachas; parque sencillo sin los columpios que aparecieron años después, sembrado de grama natural y flores. En el centro, el quiosco donde jugábamos a vender “aceite”. Más allá, la iglesia, la única en el pueblo, posteriormente convertida en catedral, que se mantenía y estaba en pie gracias al esfuerzo del padre Chava-rría, que todos los domingos imploraba ayuda económica para evitar que el templo se desplomara.

La iglesia era el centro de la vida de la población eminentemente ca-tólica. Recuerdo que en sus paredes había hornacinas y altares de madera tallada, con santos que después fueron dados de baja por el

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Vaticano. Las mismas viejas bancas de madera, que según contaba mi padre, en un tiempo tuvieron el nombre de las familias que las habían donado. En el centro del altar, la Virgen del Rosario, patrona de Estelí, cuya imagen estaba destinada a la catedral de león, pero que quiso quedarse con los estelianos. De ella se decía que había hecho muchos milagros, entre ellos, meter sus manos para evitar que cayera un tra-bajador que reparaba las paredes, subido en un andamio. La imagen es una obra barroca bellísima de la imaginería sevillana.

Frente al parque, al este, quedaba el edificio de la Sanidad, en la es-quina norte quedaba el Club Social, y en la esquina suroeste, el Teatro Estelí, construido muchos años después del pionero del cine: el Teatro Montenegro. Junto al cine, el Palacio Municipal, de tres pisos, novedad nunca vista en el pueblo, y que albergaba las oficinas de correos y de-más servicios municipales.

Ese era el centro de Estelí y allí se realizaban las actividades citadinas más importantes en los años cincuenta y sesenta. En ese entonces, Es-telí, como muchas sociedades nicaragüenses, conservaba una estruc-tura patriarcal, en la que los fuertes lazos del parentesco funcionaban con la herencia de la estructura colonial. Las familias construían sus viviendas unas cerca de las otras, y era fácil reconocer la calle de los Castillo, al lado oeste de la iglesia, y la de los Rodríguez, al lado este de la misma. Bajando la “cuesta de don Siméon”, que iniciaba en la esquina noreste del parque, esa manzana era propiedad de quien le había dado nombre a la cuesta y quien fuera propietario de la compa-ñía de la luz eléctrica por muchos años, el empresario Simeón Rodrí-guez. Terminado la esquina norte, hacia el este, quedaba la casa del Dr. Humberto Rodríguez, más allá don Aristo Rodríguez, y en la acera de enfrente, media cuadra al este, una amplia casa esquinera propie-dad de mi abuelo paterno Sotero Rodríguez Moreno. Más hacia al este quedaban las casas de don Antonio y Ezequiel Rodríguez, hermanos de mis abuelos, hijos de Vicenta Moreno y Bartolomé Rodríguez. Por el lado oeste, la calle de los Castillos, que iniciaba al costado sur de la iglesia, donde vivía don Tomás Castillo. Hacia al este, una casa grande, de dos pisos, de don Dionisio Castillo.

La vida transcurría tranquila, apacible y existían lazos de amistad fuer-tes, especialmente entre comadres y compadres. A propósito de com-

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padres, desde cualquier lugar de la ciudad, hacia el oeste se veía un pequeño cerro y la gente decía que al atardecer se veían dos luces que chocaban y rodaban hasta el río. Eran dos compadres que se habían peleado y seguían penando después de muertos. Por eso los compa-dres se respetaban mucho. Se acostumbraba elegir a los mejores ami-gos o miembros respetados de la familia, para que en caso de faltar el padre, el padre apoyara al niño o niña huérfano/a.

La ciudad vivía del campo. Casi todas las familias tenían su tierrita don-de sembraban maíz y criaban ganado, que fue famoso desde la épo-ca colonial. Los domingos se veía llegar a los campesinos, temprano a misa. Aquellos hombres blancos, colorados de Santa Cruz, o los igual-mente “cheles” de otros poblados cercanos. Vendían sus mercaderías, compraban baterías, azúcar, géneros, algunas medicinas o un sombre-ro nuevo; si les sobraba un peso, se iban donde doña Juana González a tomarse un trago “tacón alto” acompañado de un jocote verde. Por las tardes se les veía regresar a sus fincas, bamboleándose en un perfecto equilibrio, sobre los caballos briosos.

Estelí despertaba a la cinco o cinco y media, al toque de las campanas que llamaban para misa de seis. Antes de las ocho de la mañana, los chavalos y chavalas iniciaban su camino hacia la instrucción. Las clases comenzaban a las ocho en punto. Para los años cincuenta, Estelí conta-ba solamente con tres escuelas primarias estatales: la de varones, una para niñas y otra mixta, que estaba a cargo de la maestra Berta Brio-nes. En esa década se fundó el primer colegio religioso Nuestra Señora del Rosario, a cargo de las religiosas franciscanas Sor Providencia, Sor Patrocinio, Sor María Camino y Sor María Luisa, junto a la superiora, Madre Adoración, ellas fueron las pioneras de ese centro, el que contó con el apoyo de los padres de familia, En sus primeros años funcionó en una casa propiedad de don Simeón Rodríguez Vílchez; posterior-mente construyeron un hermoso edificio en la salida hacia Managua. Recuerdo que un día, el viento se tornó agresivo y una especie de tor-nado se llevó el techado del segundo piso del edificio recién construi-do. Todo el pueblo se volcó en ayuda para que pudieran reparar el daño. Las construcciones estuvieron a cargo de don Rufino González.

En ese entonces los maestros y maestras tenían una gran vocación por la docencia y se trataba a los estudiantes con afecto y disciplina. No

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hay quien no recuerde a los primeros maestros o maestras con ver-dadero cariño. Grandes profesoras de esa época fueron doña María Llanes, doña Berta Briones, Haydee Valdivia, doña Nena Rodríguez, que por cierto robó los corazones de los chavalos de entonces por su belleza y dulzura. Yo tuve la suerte de tener como maestra de primeras letras a mi madrina Esperanza Valenzuela, casada con el ganadero don Carlos Castillo. En esos tiempos no se entendía mucho de pedagogías especiales, y la madrina me daba con una faja en la mano izquierda, para que escribiera con la derecha. Tuve la suerte también de que mis padres fueran ambos educadores y junto con mis hermanas y herma-nos crecimos en ese ambiente de libros y estudio.

Mi padre, don Sotero Rodríguez y Rodríguez, hijo de un ganadero ori-ginario de La Concordia, aunque amaba el campo, quiso estudiar para maestro y fue de los primeros graduados en el Instituto Pedagógico de Varones, regentado por los Hermanos Cristianos, por lo que era conocido como “el maestro”. En los días de reuniones del Sindicato de Maestros, allá por el año 58 ó 59, la maestra responsable de orga-nización pidió un par de voluntarios para que limpiaran la “Casa del Maestro”, lugar donde se reunían. Pues sucedió que dos muchachos levantaron la mano y salieron corriendo. Llegaron a la casa de mi padre y le dijeron a la trabajadora doméstica que llegaban a limpiar la casa del “maestro”. En otra oportunidad, estábamos en retiros espirituales y el padre Otto Samayoa, a quien todas adorábamos, preguntó en una de sus conferencias: ¿Quién es el Maestro de maestros? A esa pre-gunta, Itza, mi amiga e inseparable compañera de clase respondió con mucho plomo: “¡El profesor Sotero Rodríguez!” Al sacerdote no le que-dó otro remedio que reírse de la espontánea respuesta de la señorita Kontorovsky Artola, hoy destacada educadora, lingüista y antropóloga.

Las clases terminaban a las cuatro de la tarde, cinco en secundaria, y por las noches, la única distracción eran los cines: a las seis se rezaba el rosario en la iglesia y después de la cena. Nosotras buscábamos un pretexto para ir la sector del parque, y cuando se podía, al cine, aunque fuera a ver la colita de la película. El propietario del cine Montenegro era un afable señor de piel blanca y rosada, cabellera cana y brillante, culto, refinado, que tenía la particularidad de recibir y saludar a los cinéfilos en la entrada del cine. Se trataba de don Hilario Montenegro,

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amigo de todo el mundo esteliano. Las películas más populares eran las mexicanas, especialmente con Jorge Negrete y Pedro Infante. Su-cede que como las películas ya eran un poco viejas y además gastadas por el uso, con frecuencia se reventaban y por muchos esfuerzos que hiciera el operario, no lograba reparar la cinta. Mientras los de luneta chiflaban, tiraban tapas de gaseosas, escupían y amenazaban con de-rrumbar el cine. Estonces, se encendían las luces y aparecía en el esce-nario la figura del caballeroso don Hilario, quien decía: “Cálmense, la película se presentará de nuevo mañana, pero mientras tanto les digo que la muchacha se queda con el muchacho y todos fueron felices”.

A finales de los cincuenta se abrió con mucha pompa el otro cine que llevó el nombre de la ciudad. Era una construcción más moderna, se vendían palomitas de maíz, algo nunca visto en Estelí, y presentaban películas “prohibidas para menores”. Increíble, pero la película Lo que el viento se llevó, la vi en Málaga en 1976, porque después de las pri-meras proyecciones prohibidas para menores, salió de circulación.

La otra parte de la vida nocturna de la ciudad la constituían los billares, lugar que era punto de reunión de los “muchachos” de la época: Oscar Molina (Cacho), Vicente Rodríguez, Leonel Rodríguez (Talimán), Oscar Rodríguez, los Pereyra (los burra), los Kontorovsky, los Floripe, espe-cialmente el chele. Entre otros muchos, recuerdo con especial afecto a Oscar Barreda, quien falleciera en los años 60, en un accidente de tránsito. Oscar fue muy amigo de mi hermano Leonel y todos los antes mencionados y eran contemporáneos en edad.

Todos tenían apodos, individuales y colectivos, es decir, por familia, como en todos los pueblos, era algo inevitable. Ni el cura se escapó de ellos. Sucede que el capellán del colegio de las monjas era negrito y un poco odioso. A las alumnas no nos gustaba confesarse con él, porque si una muchacha se acusaba de haber besado a su novio, el sacerdote inquiría cuántas veces y todo tipo de detalles un poco morbosos. Hasta que un día le pidieron a la Madre Superiora que llevara otro padre. Ella dijo que sí y llamó a todas a confesarse. Por cierto cada alumna, después de una hora de reflexión, elaboraba una lista de sus pecados, para no olvidar ninguno. Después del toque de campana, se formó la fila en el confesionario. Habían pasado un par de muchachas a cumplir la penitencia, cuando el padre se salió furioso del confesionario, gri-

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tando que la chavala era una irrespetuosa y la iba a excomulgar. Lo que había pasado lo supimos más tarde: una alumna interna, se arrodilló confiadamente y le dijo al padre: “Me acuso padre que me río del pa-dre “Juan” porque tiene los pies para el monte y además, le digo padre leche burra” ¡Para que quiso más la chavala! El padre, que en realidad era el mismo de siempre, pues no habían conseguido a otro, salió en-furecido, y casi lloraba de rabia: “Si yo no tengo la culpa que Dios me haya hecho negro y con los pies torcidos”, gritaba.

Así era eso de los apodos. Muchas veces la direcciones se daban alu-diendo a los apodos de las familias, por ejemplo: de donde los Chepo-nes, dos cuadras al este. Los “muditos” le decían a una familia en la que dos hermanos eran sordomudos, y los otros dos, tartamudos. Vendían helados de leche, que en Estelí llamábamos popcicles. Otra dirección era, pues, de donde los muditos, tantas cuadras al sur… A propósito de los muditos, mi hermana Marcia cuenta una historia que es mitad real y mitad ficción, como todos los relatos. Sucede que mandó a comprar un pastel allí, porque también horneaban pan y rosquillas para vender, y le llevaron la repostería comida por las orillas, por lo que ella le re-clamó a la muchacha por qué había llevado en esas condiciones, a lo que le respondió: “me dijo don Pedro que este pastel era el único que había y si lo quería me lo trajera así”. Lo divertido de la historia es que don Pedro era uno de los muditos. La realidad fue que la muchacha se comió los bordes del pan e inventó esa excusa.

En septiembre se celebraban, como en todo el país, las fiestas patrias. Se organizaban veladas, desfiles y todo tipo de actos para exaltar el amor patrio. Después del quince, había dos semanas de vacaciones. Lo usual era que la chavalada se fuera para las fincas cercanas. Los varones, para ayudar a sus padres y nadar en los ríos, montar a caballo y llevar al regreso, atados de dulce, sacos de café, que vendían para obtener dinero para las fiestas. Creo que en ese entonces todo mundo sabía nadar y montar a caballo, porque el río Estelí, baja como afluente del Coco, y acompaña a la ciudad en su recorrido. El río era parte de la vida apacible de aquel entonces. Allí se llevaba la ropa para lavar. En las partes más profundas, el agua formaba hermosas pozas, que cons-tituían el solaz de jóvenes y adultos, que se bañaban en los días cálidos de marzo y abril. Realmente, el río está al lado de la ciudad, y cuan-do llovía mucho, se decía entonces que había un “temporal”, a lo que

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ahora los meteorólogos llaman vaguada o baja presión tropical; cuan-do llovía dos o tres días seguidos el río se desbordaba e inundaba las casas vecinas. Todo el mundo iba a asomarse a ver la crecida, el agua arrastraba ramas secas, ropa, zapatos y hasta animales muertos. Para medir la crecida del río, se decía: este año llegó hasta donde los Car-mona o hasta donde la Vilma Bello. En una ocasión, el río creció tanto que se llevó el puente de hierro, llamado así porque era el único de ese material en el sector; para ir a las pozas del Playón se pasaba por un puente colgante hecho al estilo de nuestros antepasados, y realmente daba terror cruzar aquella “hamaca” de bejucos y yute. En esos días de lluvias incesantes, los muchachos y muchachas pasábamos felices por-que se interrumpían las clases. El río Estelí ha sido el cómplice callado de los estelianos y como tal lo hemos amado.

En diciembre comenzaban las celebraciones de las Purísimas, en casa de amigos. Todo muy religioso, fervor, al final, nosotros sólo esperába-mos el brindis. Una de las más bellas celebraciones se hacía donde el maestro Castellón, profesor de música en todas las escuelas. El profe-sor tenía una hija llamada Viola que cantaba como los ángeles, y como todos en la familia eran músicos, los rezos se acompañaban de alegres cantos de la orquesta Castellón. El siete de diciembre, la Gritería que tenía una características muy especial, y es que había mucho recogi-miento y devoción. No había mucho altares a la Virgen María, pero los que había eran hermosos,

Ya para esa época se había iniciado el rezo de la novena del Niño Dios, y en las escuelas se hacían chischiles con tapas de gaseosas para acom-pañar los cantos. Hacia el veinte, iniciaban las fiestas patronales, aun-que la patrona es la Virgen del Rosario, cuya celebración es el siete de octubre. Se sabía que iniciaban las fiestas cuando se veía pasar las partidas de toros y novillos, camino hacia el campo, donde se levan-taba una barrera de toros. Ese evento, lejana evocación de las fiestas en Pamplona, provocaba diversas reacciones. Las madres tomaban a sus hijos en brazos y cerraban las puertas de las casas, por temor a que un toro se metiera, como sucedía con frecuencia. Los hombres, enva-lentonaos quizás, por una copa de aguardiente, tiraban los sombreros frente al toro y hacían gala de valentía. Al día siguiente amanecía ins-talada la fiesta. Había chalupas, juegos de azar, ventas de todo tipo de

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chucherías, y el tiovivo. Tres cosas quedaron grabadas en mi mente infantil: el algodón de azúcar, que miraba salir como hilos mágicos de aquella enorme pana, delicia de todos los chavalos y chavalas; la rueda Chicago, con sus asientos que desafiaban la gravedad, sostenidos por garfios de hierro. Esa rueda que nos acercaba, en su punto más alto, al infinito y nos parecía tocar las estrellas con las manos, se me antojaba también algo irreal. La tercera cosa, opuesta a las anteriores, era una olla de barro ennegrecida, colocada sobre astillas de ocote, donde una anciana envuelta en un chal negro, batía con un molinillo de madera, y en cada batida salían deliciosos aromas de una bebida de leche con huevos, llamada ponche, otra de las herencias coloniales españolas. La viejita semejaba una especie de hada madrina en tiempos de pobreza. Su rostro, casi oculto por el tapado, me parecía tan misterioso como los hilos rosados que el vendedor enredaba en torno a un delgado palo de madera.

Alrededor del 22 de diciembre, las matronas comenzaban a sacar los Belenes que arreglaban con primor. Mi madre, artista nata, recreaba una cueva, simulándola con papel Kraft, pintado de verde y café. Po-nía musgo encima y helechos frescos. Con qué devoción cantábamos:” Niño Dios vendrá mañana/ qué encanto qué placer/ reinará en nues-tras casas/ qué sorpresas van a haber…” Teníamos fe ciega que el Niño Dios nos traería regalos el 24. Esa noche mágica, recorríamos la calle principal de la ciudad que va del parque hacia el sur, entrábamos a las casas a ver los Belenes o Nacimientos, que ocupaban espaciosas salas. Las señoras, orgullosas de sus arreglos, nos ofrecían ponche caliente, para mitigar el frío que, por entonces, se sentía de manera especial el 24. Qué imágenes, qué colorido, parecía que estábamos reviviendo la Natividad. En casa, madre preparaba la cena, auxiliada por la querida Matilde, empleada doméstica que estuvo más de veinte años con ella. Nosotras, de la mano de padre, subíamos a la plaza, donde hoy queda un centro escolar, y nos deleitábamos en los carruseles, con la segu-ridad que al regresar, encontraríamos los obsequios del Niño. Ningún gordo comercial enturbió nuestras mentes. Mi hermana tuvo una vez una Papa Noel, vestido de verde, que terminó sus días en el fondo de un pompón, donde la acompañaba siempre.

Días de inocencia y felicidad. La cena en familia con tíos, primos, tiran-do triquitraques, bailando el baile de la escoba, cubiertos con antifaces

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y haciendo bromas hasta el amanecer. El 25 era el día de sacar los trajes nuevos: amplias faldas con ruchos de telas delicadas como el or-gandí o el tul, traídas de San Marcos de Colón o Choluteca, porque en ese tiempo, el comercio de los pueblos del norte era más fácil con los pueblos del sur de Honduras, que con Managua. Visitábamos a los tíos, corteses y elegantes. Mis padres tuvieron la sabiduría de mantener la unión de la familia, incluida en ésta, tíos y primos Rodríguez. Después íbamos donde las madrinas. Nosotras teníamos todas la misma ma-drina de bautizo, la distinguida matrona doña Clementina Rodríguez, prima de mi padre y esposa de Alejandro Molina. La madrina Clemen-tina, como la llamábamos, tuvo la delicadeza de regalarnos juguetes especiales para Navidad: juegos de té en miniatura, tacitas y escudillas de porcelana, que aún me siguen fascinando.

El seis de enero, Día de Reyes, en casa no faltó una moneda en los za-patos que dejábamos convenientemente, fuera de los dormitorios. La celebración de la llegada de los reyes magos se hacía en la iglesia, por la noche, y había cantos, colorido y dulces. Eran días de risas, juegos, bromas, comidas, amar al Niño Jesús y la Virgen, cantar villancicos, con la voz de mi madre que era preciosa. Pienso que por algún fenómeno cultural que habría que estudiar con detenimiento, Estelí conservaba muchas tradiciones españolas, quizás del siglo XVIII. En Madrid escu-ché un villancico que nos había enseñado mi madre: llegó al portal un gallego/ con su sombrero de paja/ mientras al niños adoraba/ el buey el comió el sombrero…

A mediados de enero se reanudaban las clases, era la época de los exá-menes finales. Yo tenía que ensayar siempre un largo poema de des-pedida, a petición de la dulce Sor María Camino. Antes que se iniciaran los exámenes, había que celebrar las jornadas darianas. Nuevamente la veladas, donde se hacía derroche de creatividad. Se escenificaban poemas de Darío, se declamaba, había concursos. En cuanto más largo el poema, mejor: “La cabeza del Ravi”, “Los motivos del lobo”, “La mar-cha triunfal”, donde las bellas muchachas estelianas representaban a otras bellas que ofrendan coronas de lauro; mi hermana Magda figuró entre ellas y en el álbum familiar se guarda esa foto que ha preservado para la memoria el momento en que ella lleva una corona de laurel en las manos.

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Recuerdo que una vez, en esas jornadas darianas declamé “La rosa niña”, todo escenificado, con telón de Belén, pintado a mano. En ese poema, una niña va a Belén a ver al niño Jesús, pero no le lleva nada de obsequio. Darío dice que la niña, gracias a la influencia de su hada madrina, “se fue convirtiendo poco a poco en rosa/ en rosa más bella que las de Sharon”. Y mientras “la lejana sombra de Ovidio aplaudía” su cuerpo echó pétalos y su alma, olor. Pues la niña que se transformó en rosa, con un bello vestido con pétalos debajo de la falda, es hoy la destacada doctora Milagros Munguía, hermana del recordado Chris-tiam Mungía y del hermano Francisco, que quiso seguir las huellas del santo de Asís.

Las veladas se realizaban en el Teatro Montenegro, que era como de-cir, el Teatro Rubén Darío, y en ellas se respiraba devoción dariana. Hoy pienso que era una buena manera de dar a conocer la poesía de Rubén, con ese encanto provinciano que el mismo poeta tenía.

A fines de febrero concluía el año escolar. Era hora de emociones repri-midas, despedidas y temores, en caso que hubiese algún reprobado. A inicios de marzo, ya estábamos de vacaciones que duraban tres largos y deliciosos meses. Provistas de traje de baño y pantalones de dril, partíamos para la finca, llamada El Cacique, ubicada en el camino a La Concordia. Eran días inolvidables de juegos y más juegos. Nos levantá-bamos temprano a ver el ordeño de las vacas y allí mismo bebíamos le-che con pinolillo. Luego desayunábamos formalmente, arreglábamos las camas y salíamos corriendo para el río, donde pasábamos nadando, tomando el sol sobre enormes piedras que aún existen el lado que va hacia Iziquí. Por la tarde andábamos a caballo, recogíamos limones y mangos, y de nuevo al río. Cuando el sol comenzaba a ocultarse, nos sentábamos en los cercos de piedra que protegían los corrales, y allí permanecíamos viendo aparecer las primeras estrellas y constelacio-nes, que reconocíamos al instante. Después de la cena comenzaban los relatos escalofriantes: que si había un león que bajaba a beber agua al río. Yo vi las pisadas, decía Vicente, el primo terrible que nos morti-ficaba con historias tétricas, como la de La Llorona, que entraba en las casas donde había niñas y se las llevaba. Imitaba con vos temblorosa “ ¡Yaaaaaa voooooy por miiiii muchachita!”

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En ese entonces era muy común que las empleadas domésticas dur-mieran en la casa y contaban todo tipo de historias y leyendas como la Mokuana, de la cual, como sucede con todas las leyendas, circula-ban varias versiones. Recuerdo la de la Mujer–mica, se trataba de una mujer que se convertía en mona y para ello decía “abajo carne” y ya quedaba hecha mona.

Como en todos los pueblos o ciudades pequeñas, había personajes pintorescos que hoy forman parte de nuestra microhistoria. Una de ellas era la Juana Paula, a quien llamaban “Paula loca”. Era una mujer de mediana edad, inofensiva y caminaba por toda la ciudad con un bulto de ropa en la cabeza. A los muchachos les gustaba molestarla y le gritaban “Paula locaaaaaa” y ella les tiraba piedras. La otra mujer que recorría Estelí con palo en la mano era la Celina. Le gustaba pintarse la cara, siempre andaba colorada, el pelo suelto, en desorden, blusa escotada y con vuelos. No soportaba que le llamasen loca y perseguía a los chavalos amenazándolos con el garrote.

De los hombres pintorescos recuerdo a Porfirio Acuña, no era loco, sólo alcohólico con su “itinerario” y se volvía agresivo. Decía que “onde él se paraba, naiden lo hacía”.

Juan Pablo un personaje extraño que gesticulaba moviendo los mús-culos de la cara como si fuesen de hule. Se pintaba las cejas, los labios, un lunar en la mejilla y llevaba enormes anillos con piedras preciosas y cadenas al cuello.

A la par de estos personajes de clase “subalterna” había personajes destacados de los que la gente contaba historias divertidas, por ejem-plo de don José María Briones, Antonio Molina y Simeón Rodríguez, se decía que eran pactados, o sean que habían hecho pacto con el diablo y así habían hecho dinero. También contaban que Lucas Siles tenía tan-to dinero, que lo sacaba a asolear al patio.

A finales de los años sesenta me trasladé a estudiar a la universidad y después llegaría ocasionalmente para ver a mis padres, pero ese pue-blo sencillo, de gente cariñosa y trabajadora es la que vive en mi re-cuerdo. Quizás otras personas tengan otros recuerdos, no digo que fue el mejor o el peor de los tiempos, sólo recuerdo los días de mi niñez y a la gente a quien aún le guardo cariño.

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MONSEÑOR TOYOTA“Monseñor Toyota” tenía sus cualidades y sus defectos. Le pusieron el apodo porque era ancho y cuadrado, como aquellos primeros yips To-yotas que llegaron en los años setentas ¡Ahí viene Monseñor Toyota! Decía la gente irrespetuosa.

Monseñor Toyota era pariente del General y en parte a eso se debía su nombramiento como obispo de la ciudad. Fue el que más presionó para que le dieran el título de Príncipe de la Iglesia cuando el Gene-ral murió. Sin embargo, tuvo un gesto muy noble cuando el caso de “Jesús Cochino”. Don Trinidad encontró en Monseñor su mejor apoyo cuando la gente no le perdonaba el percance.

Don Trinidad, era buen cristiano y además maestro, pero lo que le sucedió lo afectó toda la vida.

Don Trinidad era flaco y largo, era perfecto para el papel de Cristo. En Semana Santa del cuarenta y uno, el volvió a hacer el papel de Cris-to en la Pasión. Don Trinidad iba camino al Gólgota, con una cruz de tablitas delgadas y hueca por dentro y detrás iba el papachín de los chicheros.

Llegó a un punto en el cual doña Leticia Gross, que hacía el papel de la Magdalena, le secaba el rostro, que lo había pintado Adrián Lacayo en una tela de algodón. Después lo llevaban hacia la lomita que era

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supuestamente el Gólgota. Ahí le quitaron el manto y quedó con una toalla que le cubría de la cintura hasta arriba de las rodillas. Luego lo amarraron a la cruz y con los pies apoyados en un soporte de madera y lo acuñaron en el hoyo con piedras y tacos de madera.

Todo iba muy bien hasta el final cuando empezaron la Siete Palabras. ¡Hombré! No se dan cuenta que habían sembrado la cruz en un nido de hormigas rojas, que son feroces y bueno, como la imitación de la sangre era salsas de tomate, las hormigas comenzaron a sentir el olor y se le fueron subiendo por las piernas.

Cuando le comenzaron a picar don Trinidad se movió un poquito, por-que ¿cómo iba a soltar las manos para rascarse? Eso hubiera sido una tragedia ver al cristo rascándose. Imagínense a un cristo restregán-dose las canillas. Aquello era un cuadro solemne y la gente estaba contestando las letanía del sacerdote y cantando, todos muy tristes y muy serios.

Pero las hormigas seguían subiendo y seguían picando las piernas y un poco más arriba del pobre don Trinidad, pero él sólo se movía un poco más. De repente el “Mal ladrón”, que se dio cuenta que algo estaba pasando, se volteó un poquito y le dijo:

–¡Ideay! ¿qué le pasa don Trini?

Y don Trinidad con una mueca de dolor y con los labios pegados, le dice:

–¡Estas hormigas me están asesinando!

–Aguántese que ya viene el final–le contestó el “Mal ladrón”.

Pero qué se iba a aguantar si eran miles de hormigas. La gente creía que la mueca de dolor, era que don Trinidad estaba imitando el sufri-miento de Cristo, porque en la desesperación abría la boca y respiraba hondo, pero la situación iba de mal en peor, las hormigas estaban lle-gando a la llaga de salsa de tomate que tenía en el costado y entonces comenzó a sacudirse más.

La gente empezó a preocuparte porque no sabían que estaba pasan-do. De pronto, antes de decir ¡Dios mío en tus manos encomiendo mi espíritu! Sacudió con fuerza las caderas y en un momento, ante el

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horror de la gente, la toalla que le cubría fue cayendo, cayendo, como en las películas de cámara lenta, hasta posarse en sus pies y dejar al descubierto a un Cristo completamente desnudo…El cura corrió des-esperado, el centurión romano también corrió a buscar una “pata de gallinas” para alcanzarle la toalla, las tres marías se taparon la cara de la vergüenza y la gente se quedó con la boca abierta como paralizada por un rayo. Hasta que “Julitro” un borracho perdido, porque ni si-quiera respetaba el Viernes Santo, pegó un grito:

¡Ese Cristo es un cochino! ¡Jesús cochino!

Y como que la gente se hubiese contagiado del irrespeto del picado, comenzaron a gritar:

¡Jesús cochino! ¡Jesús cochino!

Al pobre don Trinidad que nada tenía que ver con el asunto y más bien era la víctima, lo bajaron en carrera, lo bañaron en alcohol y pasó cuatro días en camas, no se sabe si por la temperatura de cuarenta grados o por tremenda vergüenza. Pero la gente que no perdona y en su ignorancia llegó a creer que era una broma pesada de don Trinidad, le encajó de apodo “Jesús Cochino”.

Cambio de ciudad con la esperanza que el episodio se olvidará. Pero hasta allí lo siguieron con el apodo que le quedó como marca de hie-rro para toda la vida. Yo por último sólo le decían “Cochino” . Peor todavía.

Bueno, torcido el hombre…pero les cuento más de Monseñor Toyo-ta. El General le pidió al Vaticano que lo nombraran obispo aquí, y el General hasta pagó el pasaje de una comisión que fue a tratar de hablar con el Papa, a favor del nombramiento. Lo que tal vez nunca supo el Papa es que el interés del General nada tenía que ver con la santidad del cura. Lo que quería era joder, chacotear a los conserva-dores mandándoles a su propio terreno a un cura amigo declarado de su gobierno.

Los conservadores trataron de coquetear con el nuevo obispo. A la llegada le hicieron un gran banquete en el club social, con una cuota de cien pesos por persona. Todo el mundo fue. El único que se negó fue Salvadorcito.

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Cuando le presentaron la lista dijo:–Ni doy , ni voy.

Lo que son las ironías del destino, tres años después se casó con la ahijada de Monseñor.

Pero el banquete fue solemne, toda la gente de la sociedad, las con-gregaciones religiosas, los directores de colegios, todo el mundo llegó. Pero ya desde el discurso de agradecimiento se vio la tendencia po-lítica del obispo. Imagínense, como se le ocurre en el centro de una concurrencia que era opositora, va y les dice:

–Así como los obispos atendemos las cosas espirituales de la tierra, los gobernantes atienden los asuntos de los ciudadanos; a sacerdotes y gobernantes debemos respeto y obediencia.

Para ese tiempo, doña Amelia que tenía por tradición regalar a los obis-pos recién llegado una capa, que usaban como parte de su vestimenta, salió a visitar a los principales de la ciudad para pedirles una contribu-ción. En cada caso explicaba que se trataba de la capa del obispo. A don Juan que era médico veterinario, descendiente de una distinguida familia y, al parecer hombre serio, lo visitó también doña Amelia.

–Don Juan, vengo para el asunto de la capa del obispo.

–No se preocupe doña Amelia, yo se lo capo de balde.

Cuando el caso del banquete algunos se salieron en señal de protesta, pero la mayoría se quedó sentada disimulando su arrechura. Luego en cada sesión de Acción Católica aprovechaba para echar sus “chinitas” en contra de la oposición. En una ocasión corrió a Enrique, el hijo de doña Alicia, porque el muchacho atrevido se pone a contradecirlo.

Lo que pasó es que monseñor había regresado de un viaje a México y comenzó a contar que allí le habían hecho una entrevista y que le dijeron:

–¿Así es que usted es de la patria de Rubén Darío y de Sandino?

Entonces parece que el obispo se arrechó y le dice al periodista:

–Me siento orgulloso de tener de compatriota a Rubén Darío pero no de ese asesino que era Sandino.

El muchacho éste, pues levanta la mano y le dice:

Enrique Alvarado Martínez

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–Con todo respecto Monseñor, hay muchos que creemos que Sandino era un patriota y algunos que opinan que el asesino fue el General.

¡A la puchica! Hubieran visto como se puso de arrecho el obispo. Pri-mero le dice:

–Y quien es este muchachito de mierda que pretende saber más que yo y con que autoridad moral se atreve a discutir lo dicho por un de-legado de Dios…

Y por último le dijo:

Esas son ideas comunistas que no tienen cabida en este recinto. Y lo corrió.

Pero en una ocasión “Machuca chile” le dio una lección de película. “Machuca chile” le decían porque tenía un modo de caminar en el filo del pie, con la parte de afuera, porque el pobre padecía de callos en los dedos y en la planta del pie. Ese era su defecto, pero en este pueblo nadie perdona. Sin embargo, el señor era muy culto y vivo, pertenecía a una familia de escritores.

El caso es que uno de los aniversario de la muerte del General y en una sesión de Acción Católica, convocada por el propio obispo, éste comenzó con un discurso y para lograr la anuencia de lo que iba a pe-dir a la concurrencia, les empezó a dorar la píldora.

–Querida congregación católica. La Iglesia siempre se ha caracteriza-do por su profunda compasión humana. La muerte de un ser humano es también compartida por la madre Iglesia. En ese día quisiera re-cordar, no al político, ni al militar, no al estadista, sino simplemente al hombre. El General, al margen de las simpatías o antipatías era un ser humano y merece nuestro respeto…Pido a todos ponerse de pie y observar un minuto de silencio…

Bueno todo el mundo se tuvo que levantar, pues hubiese sido una grosería quedarse sentado, pero “Machuca chile” estaba que tembla-ba de cólera.

Cuando todos se volvieron a sentar, levanta la mano “Machuca chile” y todo humildito, con una voz cascada y quejumbrosa que tenía, dice:

–Monseñor, hace un momento hemos recordado a un hombre. Como usted bien dijo, no hemos recordado ni al gobernante ni al político…

Nicaragua: Anécdotas y algo más

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hemos recordado al hombre. Yo también en esta ocasión quisiera su-mar mi voz y pedir que se pongan de pie nuevamente, y les hace señas con la mano y Monseñor comienza a levantarse, creyendo que iba a pedir otro minuto de silencio por el General, y el “Machuca chile”, hace una pausa para que todos se levanten y cuando están todos de pie, sigue: –Quiero pedir un minuto de silencio, no por el político– Y Monseñor complacido– no por el patriota, solamente por el hombre… y ¡plas! deja ir el nombre del poeta López, el que había matado al Ge-neral. Y ¡jodido! Por nada le da un infarto al obispo. Se puso a temblar como maraca en pachanga y como no sabía que decir y se sentía bur-lado, lo único que se le ocurrió decir fue: Se cierra la sesión.

LA NIÑA CARMELA NOGUERAFíjense, fue condecorada por el Ministro de Educación; fue declarada maestra del año y por su colegio pasaron generaciones de generaciones.

Pobre la Niña Carmela, mujer esforzada. Nunca tuvo hijos, ni se le conoció enamorado…se dedicó por entero a la enseñanza. Aún con su enfermedad siguió enseñando. Porque el “Baile de San Vito” que aho-ra le dicen Parkinson, se fue haciendo peor y la tembladera le hacia mover la cabeza de un lado para el otro. La pobre señora se metía en problemas sin quererlo. ¡Vieran que vainas las que le pasaron! Una de esas vainas le pasó con el “maitro” Pacheco.

Doña Cristina, la asistente de la Niña Carmela, lo había contratado para que le armara el tablado de la velada de graduación y el “maitro” con su ayudante, ya había hecho toda la parte de abajo y sólo faltaba el marco donde iban a colgar las cortinas.

Todo iba bien pero cuando comenzó a clavar los reglones para sos-tener el tramo de las cortinas, se apareció la Niña Carmela. Pacheco ya estaba clavando el primer reglón pero la volvió a ver y vio que no estaba satisfecha donde estaba colocando la regla, pues la señora le hizo el gesto de que no, de que no estaba bien. Bueno, el “maestro” movió un poquito la regla hacia adentro le gustaba la cosa, porque siguió moviendo la cabeza. Bueno, le saca el clavo y comienza a clavar más, más adentro. Otra vez vuelve a ver y el mismo gesto. Ahí si arre-

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chó el “maitro” Pacheco.

–A no, con esta señora no se puede trabajar. Nunca se queda bien con ella. Ahí le dejo su chunche viejo– dio la vuelta y se fue.

Después cuando le contaron al “maitro” que ese era el problema de la Niña Carmela, que esa era su enfermedad, como Pacheco era un obre-ro pero bien educado, se fue, le pidió permiso de hablar y le dijo que sentía mucho, que le disculpara su comportamiento y que si quería, él iba a continuar el trabajo. La Niña Carmela no dijo nada pero movió otra vez la cabeza diciendo no… Como Pacheco no sabía si, en esta ocasión, era de verdad o era la enfermedad, mejor salió diciéndole– Con su permiso– y no volvió.

Cuánta gente pasó por ese colegio. Ahí hay historia. Las familias de otros lugares mandaban a sus hijas a estudiar ahí y los chavalos de los otros colegios pasaban para ver a las muchachas o mandarles una car-tita de amor.. Una tal doña Jesusita, empleada del colegio, a veces era la razonera, la que llevaba los papelitos. Casi todos decían lo mismo:

“Señorita Marina Rivera: Desde la primera vez que la vi mi corazón no ha tenido quietud, si estoy despierto la miro, si estoy dormido la sueño…” y un montón de chochadas…y lo peor era que ni siquiera eran cosas originales.

En ese tiempo vendían en la Librería Morales El libro de los Enamora-dos y ahí estaba como se debía hacer una carta de declaración, así con eso de |desde la primera vez que te vi.… y luego habían otras cartas, por si acaso la muchacha no contestaba la primera o si la contestaba. También como conseguir la primera cita y para insistir en que todavía estaba ardiendo del deseo de volver a verla. Den la segunda parte del libro estaban las cartas de contestación, lo que las muchachas debían de decir si es que les interesaba seguir el juego. Si no, pues rompían el papelito, volteaban la cara cuando veían al muchacho y en la primera ocasión le soltaban una sarta de “atrevido”, “igualado”, etc.

Cuando “Chamblay” era chavalo, andaba enamorado de una tal Ma-tildita, que era de un pueblo vecino. Bien bonita, ojitos verdes. Pero la muchacha era una chispa, era una pastilla y “Chamblay” le caía mal.

Un día de tantos “Chamblay” se decidió a mandarle una carta amo-rosa que copió enterita de la página 15 del Libro de los Enamorados

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y le pagó dos pesos a doña Jesusita y le prometió tres pesos más si le traía contestación.. Tres días después doña Jesusita, se encontró con “Chamblay” y se metió la mano en la bolsa del delantal y le dijo:

–Aquí está la contestación, dame pues los tres pesos– y pas le da los tres pesos y la señora le da la carta.

¡Jodido! Y “Chamblay” se va a la vuelta de la esquina y cuando abre el sobre, encuentra la carta que decía solamente:

–Ver contestación en la página número 37.

Desde ese día cuando salía el grupo de muchachas, para ir a misa, con el misal en la mano, y veían cerca de “Chamblay” decían en coro:

–Página número 37.

Todo apichingado se ponía el tal “Chamblay” cuando divisaba a las muchachas del Colegio de Señoritas Carmela Noguera, pegaba la ca-rrera y jamás se le ocurrió volver a mencionar a la tal Matildita.

Sin embargo, le quedó el resentimiento y decía horrores de las pro-fesoras y a la Niña Carmela le endosaba novios o amantes. Pero un día, ese sí fue el escándalo en toda la ciudad. Unos años más tarde. “Chamblay” andaba tomando tragos, se fue donde las putas de “El sesteo” y ahí fue donde le ocurrió la idea perversa. En la mañanita del día siguiente fue el gran bochinche y la vergüenza más grande para la Niña Carmela.Arriba de la puerta principal, donde las externas en-traban todos los días, estaba el gran letrero “Centro de Diversión El Sesteo” y cuando uno pasaba por el prostíbulo, estaba el otro letrero “Colegio de Señoritas Carmela Noguera”. Dicen que ahí fue cuando le agarro el primer ataque de tembladera a la Niña Carmela.

Se puso la denuncia, se hizo la investigación, nada averiguaron, a pe-sar que el escándalo se recordó por mucho tiempo y hasta en los pe-riódicos salió la noticia. Pero “Chamblay” después, en una mesa de tragos donde la “Cunuy”, se destapó y confesó que él había cambiado los letreros.

Lo que son las cosas de la vida. Ya después el tal “Chamblay” se for-malizó. Se volvió hombre serio y trabajador. Buen padre de familia, dicen.

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Volviendo al asunto de la Niña Carmela. Con la vida de la gente que estudió ahí se podría hacer un libro. Para darles un ejemplo: la Lau-rita Aldana. Buena muchacha hasta que llegó el circo aquel año. De jovencita era Hija de María. Hasta se creía que se iba a hacer monja. No se le conoció novio y ya iba para niña vieja. Era tristita. Se veía toda apulismada.

Esa temporada llegó “Firuliche” y traía nuevos números. Además de las payasadas de “Firuliche”, trajo la mujer con barba, el hombre que comía tachuelas, la hija de “Firuliche”:que bailaba en la cuerda flo-ja. Pero la más grande atracción era “El Hombre Pájaro”. “Chocolate” anunciaba en el altoparlante ¡Los vuelos del Hombre Pájaro sin nece-sidad de red! Bueno, todo el mundo fue a ver al Hombre Pájaro, y era bueno. Se mecía en el trapecio y ¡pum! se disparaba en el aire para agarrarse del otro trapecio y la gente se quedaba con el alma en vilo. El circo estuvo sólo diez días pero todos los días estaba hasta el tope.

Según dicen, la Laurita fue un día al circo y vio al Hombre Pájaro, que era un mejicano bien parecido. Hombre, y lo que son las cosas de la vida, la muchacha, que ya no era tan muchacha porque tenía treinta y cinco años, quedó impresionada con el tal maromero.

Al terminar la función se hizo como que andaba perdida y se quedó para ver salir a los artistas y le metió plática al tal Hombre Pájaro. El hecho es que el maromero en tres días que le quedaban, le quitó lo que había cuidado por más de treinta años. ¡Que puntería de hombre! Por algo era maromero. Cuatro meses después que se había ido el cir-co, se le comenzó a ver la panza y lo arrecha que es la gente para los apodos, desde que nació el niño sólo le decían “El pajarito”.

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ESTAMPAS DE SEMANA SANTA EN JINOTEGAPrimera Estampa

Es difícil dilucidar si Jinotega ha existido o existe todavía.Desde que a Johana Mostega la situaron en el encuentro de dos ríos misteriosos y no se supo de qué ríos se trataba, nunca se dilucidó si era el Coco y el Poteca, el Bocay y el Cuá o simplemente los dos pe-queños ríos que abrazaban el escondido valle de Jinotega.

Nadie sabe el origen de ese pueblo cobijado de nieblas. Además sus habitantes han sido siempre misteriosos, altos, blancos, barbudos y peludos que envueltos en sus chamarras bajaban por las tardes a los valles de Matagalpa, Sébaco o Chagüitillo, acompañando a la niebla de la montaña y desaparecían cuando ésta se disipaba.

Jinotega y los Jinoteganos siempre ha sido un misterio. Nunca se ha sabido a ciencia cierta si mueren o desaparecen, si se transforman o cambian de sitio, si hablan o trasmiten el pensamiento, si existen o son una ficción pero nunca dejan de estar presentes en cualquier acontecimiento.

En Jinotega solo dejaba de llover para Semana Santa, periodo que se aprovechaba para secar todo, maíz, frijoles, chigüines, colchas, sába-nas y sal que traían del pacífico; también se aprovechaba para bañar-

Jinotega

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se, pues una ves al año no hace daño y naturalmente para las magnas celebraciones de la Semana Mayor.

Como todos saben la Gran Semana comienza el domingo de ramos con la simulación de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén montado en un pollino.

Cuando en 1750 Fray Agustín Morel de Santa Cruz visitó Jinotega les aclaró que un pollino era un burro joven pues hasta entonces hacían entrar al Jesús montado en un pavón grande que era lo que encon-traban mas parecido a un pollo y se les hacía muy difícil arrendarlo dentro de la Iglesia.

Desde aquel entonces una familia muy conocida en el pueblo se en-cargó de criar, mantener y alistar al burro que cargaba a Jesús del Triunfo todos los primeros domingos de Semana Santa.

A partir de aquel tiempo a esa distinguida y católica familia se les lla-ma Los Burros.

Segunda Estampa

En 1907 los Santos Varones como se apelaba una asociación de fie-les cristianos y connotados ciudadanos encabezados por Don Eulogio Pastora, Matilde Blandón y Tomás Palacios y por miembros de la Co-munidad Indígena de Sasle como Toribio Herrera, Pedro Pablo Her-nández y Procopio Rizo, decidieron solicitar una imagen de bulto a España como desagravio a la persecución y tropelías que el gobierno del General Zelaya había perpetrado a la verdadera religión.

Aconsejados por el Padre Mamerto Reyes hicieron su pedido a la casa de Imaginería y Objetos Religiosos, A. Roca y Hermanos, que funcio-naba en el número 16 de la calle Saavedra y Fajardo en Aljezares, Mur-cia, según dice la placa que en la parte posterior de la imagen tiene adosada y según los papeles de importación que se guardan en los archivos de nuestra Santa Catedral de San Juan de Jinotega.

Al Jesús de Jinotega lo hicieron de pelo largo como corresponde a un Nazareno, cara barbada, ojos tristes, cuerpo fino y en posición cabal-gante como los Santiagos de España.

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En 1920 el Jefe Político del Católico Gobierno Conservador Don Sal-vador Machado, el Alcalde Municipal Don Bartolomé Moreira, el Juez de Distrito Don Benito Rosales todos miembros conspicuos de la Co-misión Pro Celebración de una Semana Santa Digna decidieron que no era propio que la imagen de Jesús entrara triunfante en un burro, aunque le llamaran pollino, y fueron a solicitarle al Doctor Trinidad Castellón, que además de médico era criador y exportador de mulas finas, que les vendiera o donara una mula de calidad acorde a la digni-dad del pollino cabalgante.

El Doctor Castellón haciendo honor al lema de su farmacia ¨rebajar pero no regalar¨ les dijo que les podía dar un buen precio por una be-lla, briosa y elegante mula tordilla de 60 pulgadas de alzada.

El Administrador de Rentas de la época, Don José María Venerio, dijo que tratándose que su señora padecía mucho de llanto y nostalgia por su natal Chinandega y que vestir esa bella imagen le ahuyentaría la pena él financiaría esa compra que se remató por 30 pesos oro. Sa-bido era que a Doña Inmaculada Montealegre, esposa de Don Chema, como era conocido, todos los días a las cuatro de la tarde, cuando se iniciaba la lluvia vespertina le entraba una angustia espantosa que ex-plotaba en un llanto triste y silencioso cuando implacable e inevitable la niebla de las cinco, obscurecía, escondía y difuminaba a personas y cosas.

El sábado previo al domingo de ramos trajeron de El Limón, la finca del Doctor Castellón, a la mula y la encerraron en el potrero de Don Inocente Rivera, que era aledaño al llamado Primer Paso del Río Viejo y junto al Calvario, donde desde siempre se iniciaba la entrada triunfal del domingo de las palmas benditas.

A las seis de la mañana de ese domingo, Terencio el ordeñador de Don Inocente, llevó bien bañada y cabresteada la hermosa mula a la explanada del Calvario.

A las siete llevaron los aperos de la mula; una montura de chorizo Estiliana, regalo de Don Fermín Zamora, un mantillón rojo donación de Don Pedro Lumbí, unas gualdrapas azules que se derramaban por las ancas adhesión de Zacarías Chavarría, el freno lo confeccionó el in-signe herrero Carmelo Gonzáles; las riendas, cinchas y grupera fueron

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tejidas con crin de caballo, por el posteriormente famoso, debido a la guerra de Sandino, Pedro Altamirano.

A las siete y media llevaron, sostenido en andas por cuatro fieles, el Jesús cabalgante vestido de rojo, sombrero de plumas del mismo co-lor, capa y manto albo y espuelas de plata.

Lo encaramaron sin dificultad a la mula y cabía tan bien que pensaron que no era necesario mayor amarre, solo le entrelazaron las manos en las riendas y metieron sus pies en los estribos, además iba a ser escol-tado por personas serias y las más importantes del pueblo.

Cinco minutos antes de las ocho se aparecieron las autoridades antes dichas vestidas de rigurosa etiqueta, como correspondía, con som-breros de copa, chaqué, zapatos de charol, guantes de cabritilla y las señoras a la última moda de Jinotega.

Coincidiendo con la llegada de las autoridades y principales del pue-blo entró a la explanada el Señor Presbítero Guillermo Frenzell, con bonete negro y roquete, cíngulo y estola blanca, precedido por cuatro monaguillos de sotana roja y capas blancas; rubiecitos, coloraditos, traídos de San Rafael del Norte muy al gusto del Padre.

Se organizó la procesión encabezada por los Hosanadores; eran diez personas que tenían por trabajo gritar Hosanna constantemente, ba-tir las palmas de pacaya y barrer el paso del pollino que cargaba al triunfante Jesús y debía desfilar por la calle real, cubierta de arcos, flo-res, hojas de guineos y banderas de papelillo, hasta su entrada triunfal al atrio de la iglesia del pueblo.

Después venían los monaguillos; el delantero llevaba en alto el lignus crucis, lo escoltaban un poco atrás, dos inciensadores y cerrando el rombo y frente al cura se colocaba al que cargaba la vasija y el hisopo del agua bendita. El cura bendecía.

El alcalde, como correspondía a la principal autoridad tiraba el mecate de cerda de la jáquima de la mula; de cada una de las argollas esqui-neras de la montura salían unas cintas verdes que sostenían con de-voción las autoridades que escoltaban a la mula y custodiaban a Jesús.

Agarrados a dos palos que sostenían una manta que decía Dios Orden Justicia, sendas autoridades de segundo orden, seguramente secreta-rios, cerraban el desfile.

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A las ocho en punto se inicia la procesión.

La banda musical del Maestro Pastrana, colocada al lado derecho de los procesantes, inició el evento con la alegría, algaraza y fuerza de la Marcha Militar General Chamorro; los vientos, clarines, trombones, trompetas y tubas irrumpieron, como marcialmente corresponde, al unísono, con los tambores, bombos y redobles; la infaltable salva de cohetes, bombas, triquitraques, vivas y gritos de arriar ganado corea-ban alrededor de la mula y su jinete.

Con el estruendo la mula se suspende, se levanta sobre los cuartos traseros y salta de frente, se apoya en las patas delanteras donde mete su cabeza; con el corcovo lanza la imagen como a cinco metros; el sombrero y las plumas por un lado, la capa, túnica y traje en jirones por el otro y lo mas triste, las piernas se quebraron, saltó una para la derecha, la otra unida al tronco, para la izquierda y un brazo para el lado. La pintura de la cara se choyó pero gracia a Dios la nariz y los ojos quedaron indemnes. A pesar del estropicio se consideró un mila-gro que no se perdiera la totalidad de la imagen y que ningún devoto resultó herido solo con el tremendo susto, sombreros dañados, algún pantalón roto por el brinco y un tacón de zapato roto de una señora con ataque de nervios.

Terencio saltó a controlar la bestia; con la izquierda sujetó el ronzal, con la derecha le acarició y palmeó el cuello a la mula que se tranqui-lizó, pero también es cierto que los músicos espantados se callaron y el silencio invadió la explanada.

Cuando todo se calmó el alcalde y el cura llamaron a conciliábulo.

Se plantearon los siguientes problemas ¿que pasaría con la mula y con la inmediata procesión de Jesús del Triunfo?

Respecto a la mula se decidió que el problema no se tocaría en los días santos y se resolvería hasta el lunes de Pascua.

El Doctor Joaquín Noguera, especialista en torceduras, aberturas de carnes, zafaduras y quebraduras, aseveró que era de todos conoci-do que por cualquier caída de caballo o mula se recomendaba por lo menos siete días de absoluto reposo en cama por tanto la opinión de la medicina era que se llevara en tapesco o parihuela al descalabrado Jesús a su lugar de descanso natural, la iglesia.

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La opinión fue considerada como sabia y prudente por los importan-tes participantes del conciliábulo y se decidió pedir prestada una tijera de lona a Don Erasmo Mendoza, vecino de la explanada, para llevar en andas a Jesús hasta la Iglesia.

Rápidamente Doña Inmaculada, quien se le había nombrado encar-gada oficial de todo lo concerniente a la imagen del Jesús del Triunfo, acomodó la ropa y joyas con amor y devoción sobre las fracturadas partes que ya habían sido recogidas y reclinadas sobre las sábanas blancas que cubrían la tijera prestada.

Cuando todos estaba aparentemente listos para reiniciar la procesión y en el mismo orden anterior, Doña Inmaculada se dió cuenta que la pierna izquierda no se había roto y estaba pegada al tronco pero como el Jesús había sido construido en posición cabalgante, la pierna quedaba en posición poco digna, o sea levantada en ángulo de 45 gra-dos sobre el plano horizontal y hacía aparecer al fracturado acostado en posición ridícula. Rápidamente le colocó unas almohadas en la es-palda dejándolo semisentado y eliminando la risible posición de ir con una pata medio levantada.

Ese año la procesión de las palmas benditas se realizó con el Jesús quebrado y acostado, cargado por cuatro fieles en una tijera de lona sin burra, pollino o mula.

Las Palmas de resurrección de ese año fueron de duelo pero en la procesión no faltaron las vivas y rezos, cohetes, hosannas, marchas militares y sones de toros, inclusive pasodobles.

El anterior accidente fue interpretado como una premonición de que algo le pasaría al Partido Conservador gobernante y efectivamente el Presidente Diego Manuel Chamorro, que llevaba de Vicepresidente al Jinotegano Bartolomé Martínez, no terminaría su periodo y muy pronto el partido estaría como el Jesús de Jinotega, maltrecho y frac-turado.

La semana santa del año 20 transcurrió sin otros sobresaltos y con la dignidad y solemnidad de siempre.

El lunes de pascua, en las oficinas del Alcalde Municipal se reunió lo más conspicuo de la sociedad Jinotegana para enfrentar y resolver los pro-blemas presentados el domingo de ramos y se redactó la siguiente acta.

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ASAMBLEA AMPLIADA DE LA ILUSTRE MUNICIPALIDAD DE JINOTEGA PARA CONOCER EL CASO DE

LA MULA EXCOMULGADASiendo las ocho de la mañana y estando presente el Señor Jefe Po-lítico, el Alcalde Municipal, el Juez Letrado de lo Civil y Penal, el Jefe de la Policía, el Párroco de la Iglesia, Munícipes y representantes de los gremios profesionales y artesanales y demás fuerzas vivas de la ciudad que en acta aparte se nombran y firman se inició la sesión pre-sidida y moderada por el Señor Alcalde quien sometió la agenda para su aprobación.

Los temas a discutir fueron el sacrílego corcovo de la mula que botó al Jesús del Triunfo y como segundo tema que hacer con el fracturado.

Tomó la palabra el Señor Alcalde para solicitar al Señor Pedro Pablo Avilez, apodado El Burro, que omitiera su sarcástica sonrisa, alusiones impropias y expresiones de alegría porque si es cierto que se había intentado suprimir el desfile en el pollino que siempre su familia había preparado para la magna procesión del Domingo de Ramos, la divina providencia había dado su veredicto y se restablecía la inveterada cos-tumbre de usar el pollino de conocida procedencia familiar y criado en su finca.

El aludido se levantó, se sacó el sombrero en señal de saludo, inclinó la cabeza y sonrió ampliamente pero no dijo ni gracias.

Superada la participación ofreció la palabra a la concurrencia.

El Jefe de Policía Don Pedro José Vílchez con voz fuerte y tajante pidió pena de muerte para la sacrílega mula y que el mismo se ofrecía para ultimarla con su arma de reglamento para evitar reclamos judiciales.

El Padre Frenzell con voz dulce nos recordó a San Francisco de Asís y su amor por los animales y a San Antonio de Padua que se valió del habla de una mula para realizar un milagro que glorificaba el poder de nuestro señor. Opinando en contrario de la fuerza policial el pensaba que ese accidente fue una señal del Todo Poderoso y proponía a la distinguida concurrencia que a la fatídica explanada se le bautizara como Barrio San Antonio.

Simeón Rizo Castellón

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El Señor Jefe Político opinó y propuso que si alguien quería quedar-se con la mula podía ser vendida por el precio que se pagó por ella, palabras aplaudidas por el Señor Venerio que esperaba recuperar su dinero.

Ninguno de los presentes opinó al respecto pues nadie quería ser due-ño de una mula excomulgada.

Como en esa reunión se encontraba presente el Doctor Castellón, vendedor de la mula, se le ofreció devolver la mula y que regresara el dinero recibido por ella.

Airado respondió que el había vendido un semoviente de la mejor calidad y que llenaba las estipulaciones especificadas en la carta de venta por tanto le parecía insólita la oferta.

Se discutió al respecto pero como no hubo postores para quedarse con la mula el Doctor Castellón ofreció una transacción, compraría la mula pero como la tal mula estaba estigmatizada solo ofrecía 10 pesos oro y la exportaría para su venta en Honduras.

Del gato un pelo dijo el Señor Venerio y se cerró la vista del caso de la mula sacrílega.

El segundo punto se resolvió fácilmente pues como también estaba presente en dicha asamblea Don Luis Lezama afamado y hábil ebanis-ta local se le encargó la refacción del maltrecho Jesús del Triunfo, cosa que aceptó, y declaró que como fiel católico practicante no cobraría por el trabajo pero si solicitaba que a su amada esposa, Doña Ambro-sia, se le nombrara oficialmente asistente de la encargada de cuido y arreglo de la procesión del Domingo de Ramos.

No habiendo mas que tratar se aprobó lo siguiente.

1. No fusilar a la mula y devolverla a su antiguo dueño previo pago del Doctor Castellón al Señor Venerio de la cantidad convenida.

2. Entregar, con inventario, para la refacción adecuada la imagen de bulto de Jesús del Triunfo a don Luis Lezama.

3. Nómbrese a Doña Ambrosia Rodríguez de Lezama como Asistente oficial de la encargada del cuido y arreglo de la procesión del Do-mingo de Ramos.

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4. Llámese desde esta fecha al lugar donde acaecieron los aciagos he-chos de la mula excomulgada Barrio San Antonio y póngase bajo su advocación.

Dado en la ciudad de Jinotega a los 17 días del mes de Abril de 1920.

Es copia fiel del libro de actas de esta Municipalidad y para que así conste firmo Candelario Rivera Secretario y Notario Oficial.

Esta acta estuvo guardada en los archivos de la alcaldía hasta 1980 en que el ilustre representante de la triunfante Revolución sandinista Compañero Homero Guatemala quemó libros, actas y memorias de la municipalidad, convirtió en ceniza todo lo que recordara el pasado ominoso y tomando en cuenta, que le habían asegurado en Managua, que se estaba gestando el hombre nuevo decretó que en Jinotega la historia comenzaría el 19 de Julio de 1979.

Consecuente con este principio científico se le cambiaría al Barrio San Antonio su burgués, religioso y retrógrado nombre por el del héroe, mártir y ejemplo a seguir Comandante Germán Pomares, de tan grata recordación por sus valores intelectuales.

Don Luis Lezama cumplió y arregló la imagen pero desolado declaró que debido al estropicio en la madera de las piernas del Jesús no le pudo rehacer la posición de cabalgante pero que la solución la encon-tró haciéndolo desfilar montado sobre una montura galápago.

El Padre Frenzell no puso obstáculos y aceptó dicha solución afir-mando que cuando estuvo en Tierra Santa observó que los palesti-nos montaban a los burros sentados de lado y lo confirmó con unas estampitas alusivas al Domingo de Ramos que compró en la plaza de Roma por cinco liras y que solicitaba su reembolso.

Los raspones y cholladuras las arregló Panchito Argueta, pintor insig-ne, aprovechando unos quince días que estuvo abstemio por haberlos pasado en la bartolina.

Desde entonces nunca más hubo problemas con la procesión del Do-mingo de Ramos que inicia la Semana Santa en Jinotega.

Gloria Elena Espinoza de Tercero

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OCURRENCIAS EN MI CASATodo el mundo sabe que las casas y el ambiente de León, siempre se ha prestado para creer en aparecidos. Muchos de esos cuentos se contaban por las tardes, cuando la familia sacaba sillas a la acera y se reunía en la puerta de sus casas para ver pasar a la gente. Todavía en esta época hay casas en donde la gente jura escuchar ruidos extraños y que acontecen cosas espeluznantes.

Sucedió que en la casa solariega de la familia, la abuela tenía un cajón de hielo. Una noche, mi tía María Elsa, que era muy traviesa (ahora tiene 92 años), se levantó descalza cuando el silencio y la luna hacían complicidad con el vientecito que meneaba los palos del jardín y su-surraba al oído de los durmientes. Metió la mano entre las marquetas de hielo hasta que casi no la sentía. Luego la secó y fue en puntillas hasta donde la tía Panchita, niña vieja y temerosa de cualquier espan-to, dormía. Le puso la mano seca y congelada en la mejilla. En el silen-cio de la casona se escuchó una voz quebrada que dijo: ¡Hay mamita!, me tocó un muerto.

Pero no solo mi tía María era ocurrente, también Aurorita, mi mamá, aún casada, hacía sus travesuras.

Una vez llegó a visitarla a León la tía Leonor, su cuñada, y se quedó por unos días. Ella era muy seria y altiva, pero Aurorita sabía que le temía a los espantos y a ese tipo de cosas.

León

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Por la noche se sentaron en el extremo de un largo corredor; al fondo, el otro extremo estaba oscuro. Pero como la tía tomaba algún té por las noches, en cierto momento mi mamá fue a la cocina a traer el té de hojas de naranja agria que le había hecho. En eso miró en el piso a una tortuga que tenía y se le ocurrió hacer una jugarreta.

Como la cocina y los otros cuartos se comunicaban con el último, la llevó hasta allá. Sigilosa abrió la puerta y la puso en el suelo del corre-dor con una candela encendida y bien pegada a la concha, y la hizo caminar en dirección donde se encontraba su cuñada, ajena a sus mo-vimientos.

Esperó que la tortuga avanzara un poco, y ya por la puerta de la cocina se dio cuenta de que la tía la había visto y estaba trabada de miedo.

Mi mamá salió llevando la taza de té, e hizo como que no se fijó en la candela que, titilando, daba la sensación de flotar y lentamente iba hacia mi tía. Se sentó y le ofreció rosquillas para acompañar el te, pero ella no podía hablar.

La luz avanzaba en la oscuridad… La tía, como pudo, levantó la mano y la señaló, en el momento que la candela rodó por el suelo y mi mamá soltó la risa.

La tía le dijo: ¡Caramba Aurorá!, nunca te compusiste.

RECUERDOS DE LAS OCURRENCIAS EN EL COLEGIO DE LA ASUNCIÓN DE LEÓN

Por los años sesenta, el segundo piso de la parte vieja del edificio era un lugar misterioso en donde, se decía, salía un espanto. Algunas alumnas le tenían miedo; otras lo utilizaban para asustar; otras éra-mos indiferentes.

Una noche oscura de invierno nos llevaron a estudiar para un examen. No llovía, pero se sentía el ambiente pesado. De repente un susurro partió el silencio y los relámpagos, a lo lejos, anunciaron el aguacero.

En ese momento, alguien movió intencionalmente los tubos verticales de desagüe que se amarraban al techo y tablado. Hubo un gran ruido y algo de la vieja estructura de madera se estremeció provocando un

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gran ruido. Una gritó: ¡el espanto de la monja!; otra: ¡temblor!, ¡tem-blor!, no hay espanto que valga…

En seguida se produjo una estampida hasta el patio que dejó temblan-do la escalera de caracol.

Una tarde llegaron alumnos del Colegio Calasanz a vender intransmisi-bles para una kermesse. No tuvieron obstáculo para entrar en la por-tería quien sabe por qué. Cuando arrimaron al salón de actos, donde nos encontrábamos las internas conversando, por supuesto que hubo gran alboroto ante la inesperada visita.

Pero no corrió mucho tiempo, cuando vimos llegar a madre Benigna, seguida por madre Amanda y madre Benilda. Sacaron a los mucha-chos y nos sermonearon. No hubo castigo.

Pero el incidente tuvo gran repercusión en nuestra vida estudiantil. Esa misma semana, unos carpinteros construyeron un muro de ma-dera: dividió la portería y el gran corredor que conducía a la capilla, con el resto del colegio. Las internas quedamos, entonces, bajo doble llave.

Licha Cuadra, compañera de internado, se metió al claustro porque, como todas nosotras, quería saber los misterios que ahí se encontra-ban. Era prohibido entrar, pero lo hizo teniendo la complicidad de los perros guardianes porque la conocían perfectamente.

Observó que todo estaba ordenado, impecable, y nada más. Salió sin nada que contar, excepto haber llevado a cabo la hazaña.

No fue así cuando Ivania Parrales entró al claustro de las monjas en el colegio Sagrado Corazón de Jesús en Jinotepe, porque quería saber si las monjas usaban sostén.

Ya adentro, miró la bacinilla en el asiento de noche, que antes usaban porque no habían inodoros incorporados en las habitaciones, y tuvo una gran idea: andaba en la bolsa de su falda una pastilla de Alka Selt-zer y la puso en la bacinilla.

Pero no le dio tiempo de salir del cuarto porque escuchó pasos. Como lince, se metió rápidamente debajo de la cama más cercana y vio a madre Elena, que urgida se sentó en la bacinilla.

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Al orinar, la efervescencia hizo que la madre se levantara gritando y saliera espantada, subiéndose el enorme calzón que, para colmo, por los nervios, se le enredaba con el trapero del hábito.

Ivania no aguantaba las ganas de carcajearse cuando le miró el trasero y la cara de susto. Se tuvo que tapar la boca y apretar con sus dedos la nariz, hasta que sintió que no había peligro y se fue gateando hasta la puerta y salió sin que se dieran cuenta.

EL DIPUTADOEn el barrio El Recreo la multitud se apretujaba en una manifestación partidaria. Sol y nubes de polvo bañaban los cuerpos sudorosos. Los manifestantes soportaban con estoicismo.

Al parecer, el discurso del diputado de larga trayectoria liberal estaba llegando a su final. Había estado lleno de epítetos pintorescos para su general don Anastasio Somoza.

Aún no había pedido ni prometido nada.

Se quedó unos minutos en silencio, como si meditara…

Se escuchaba el silbido del viento. De pronto sonó la campanilla del vendedor de sorbetes y un cohete salió tirado para el cielo. Todos miraron para arriba hasta que la varilla se devolvió como bala y cayó entre un matorral. Luego los ojos se devolvieron hacia el diputado que finalmente decía:

–Bueno pues. Voy a cumplir mi sagrada misión. ¡Arrodíllense!

De inmediato, hasta los de la comitiva se arrodillaron. El hombre de los sorbetes dejó de sonar la campanilla. Hubo silencio profundo.

El diputado, dijo entonces:

–Bajen la cabeza y junten sus manos. Les voy a dar la bendición que les mandó el Papa ahora que estuve en el Vaticano.

Y comenzó a distribuir bendiciones con la mano.

Casi al instante, se oyeron vivas al general, al diputado y al Partido Liberal. Los chicheros tocaron el corrido a León, los cohetes brillaron entre la polvareda y el guaro empezó a circular. Algunos viejos de la

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comitiva dispararon al aire sus treinta y ocho, mientras el diputado, con beatífica sonrisa, repartía abrazos a sus correligionarios y besos a los niños.

EL 100 DE IVÁNIván se vistió de traje blanco de lino, y se dejó ver por todos sus com-pañeros cuando ingresó al recinto donde iba a rendir su examen final de una de las materias que cursaba en la carrera de Derecho.

Lo primero que hizo fue ir al frente, junto al escritorio para saludar efusivamente y conversar con el profesor responsable por la mate-ria. Le dejó bien claro que llegaba preparado para darle un cien en su examen y le agradeció el hecho que no lo haya aprobado a la primera porque ahora si que había estudiado y aprendido todo lo que en clase les enseñó. Al final lo sentenció: «¡No le aceptaré menos de cien en el examen!, me lo merezco, ¡he estudiado como loco¡».

Llegó la hora. Todos se sentaron en sus puestos. El profesor fue repar-tiendo uno a uno las hojas mimeografiadas con las preguntas. Iván comenzó a escribir, y casi al final, con disimulo fue partiendo las hojas del mismo y comiéndoselas en pedazos.

Cuando llegó el momento de entregar, fue hasta la mesa del profesor y se confundió con sus compañeros en el alboroto de la entrega. Sa-ludó a todos, incluso al profesor y volvió a pregonar que había hecho examen de cien y que no aceptaría menos.

El día que citaron a los estudiantes para recibir los resultados, Iván llegó feliz, saludando. Para sorpresa de todos, él no aparecía en la lista de notas; era como si hubiera estado ausente.

Se hizo acompañar hasta donde el profesor por algunos compañeros que lo habían visto, para que atestiguaran que había llegado y entre-gado el examen. También le recordaron al profesor que ese día fue notoria la presencia de Iván porque llegó vestido con traje blanco de lino diciendo que iba bien preparado para sacar cien.

El profesor no hallaba qué hacer porque él también lo recordaba sin lugar a dudas. Se preguntaba qué podría haber pasado con el examen, él estaba seguro que no había perdido ninguno. Después de quedarse meditando un rato le pidió a Iván que hiciera el examen de nuevo.

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Indignado Iván repetía que era una injusticia, que su nota era cien, que el profesor le perdió su examen, que lo estaba perjudicando, que tenía suficientes testigos, que hasta al mismo profesor le había asegu-rado su excelente preparación, y lo amenazó con llevar la queja ante la Junta de Facultad por tamaña irresponsabilidad.

El profesor no tuvo más remedio que ceder ante los aplastantes testi-monios: Iván tuvo cien en su examen de reparación.

LA POETISA DISTRAÍDAA veces, la poetisa Mariana Sansón Argüello de Buitrago cambiaba la noche por el día. Se sentaba a escribir poemas o a dibujar con crayo-nes sus grafismos mágicos o a leer su revista “Año cero”, que tanto le gustaba, con sus piernas recogidas sobre la cama, frente a su gran cómoda llena de libros, santos y cosas antiguas.

Una madrugada, estaba tan distraída con uno de sus poemas, que fue al baño, se desvistió, entró a la ducha, y al abrir la regadera, ¡no en-contró la llave!

Llamó a su marido, que dormía profundamente porque eran las tres de la mañana, y le dijo: «Buitragó, se robaron la llave de la regadera».

El doctor Buitrago se levantó con toda la dificultad de su ceguera y fue hasta el baño. Por su voz localizó a Mariana en la ducha. Ella se volteó hacia él, por eso él se percató del sonido que produjo con sus zapatos.

Entonces, le dijo: «Mariana, te metiste al baño de tacones altos, por eso no encontrás la llave. Está más abajo. Buscala».

EL RENCO PUÑUCOEl renco Puñuco era tuerto. Merodeaba por las calles de León pidien-do limosna para beber, y de paso, vivir.

Un día, detuvo en la esquina de los bancos a un doctor, especialista famoso y de carácter jocoso.

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Puñuco lo saludó tambaleante, pero con toda la ceremonia que pudo. Le soltó su pedido con la excusa de que estaba enfermo y necesitaba dinero para comprar unas pastillas.

El doctor, risueño, y conociendo a su interlocutor, le sugirió que le pidiera al fulanito que venía en la otra acera. Y le señaló con la mirada a uno de los señores de la rancia aristocracia leonesa que se acercaba cruzando la calle.

El renco le contestó: «¡Uy!, doctor, por el equipaje se conoce al pasa-jero. ¿No ve los zapatos que anda? Si no tiene para los zapatos, ¿cómo va a tener para dar?».

El doctor no tuvo más remedio que reír. En eso, miró a un ciego que iba pidiendo con la mano extendida, y con la otra agarrando su bas-tón, tanteando por donde caminaba. Consideró oportuno decirle al renco: «Deberías darle gracias a Dios que tenés tus canillas para cami-nar, aunque seás renco, y que tenés un ojo para ver. Mirá a ese pobre ciego que tiene que andar con un bastón para orientarse porque no ve del todo».

El renco, inmediatamente contestó: «No doctorcito, la gente dice que todo renco es malo, y ser tuerto es tuerce. Ser ciego, aunque usted no lo crea, es suerte».

El doctor le replicó: « ¡No hombre!, ¿cómo vas a creer?, el tuerto se puede defender».

Puñuco no lo dejó terminar y le contestó: «Ya sé que me va a decir que el tuerto con un ojo llora. Pero si pido limosna, la gente me dice: “Tuerto hijueputa, andá trabajá”. Pero si es ciego, todo el mundo se compadece y le dice: “Pobrecito el cieguito”, y por lo menos le da sus centavos».

El doctor, riendo por las ocurrencias del renco, sacó cinco reales y se los dio.

El renco Puñuco se fue mascullando: ¡Qué doctorcito más pinche!

De pronto el doctor sintió un golpecito por detrás. Era la moneda de cinco reales que le tiró el renco, y apenas sonó al caer a la acera.

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EN LA ATENAS LEONESAUna noche, el profesor y poeta Denis Pichardo, llamado por sus ami-gos “el poeta más puro”, participó en un acto en la Casa de Cultura Antenor Sandino Hernández.

Cuando le tocó su turno, sacó de la bolsa de su camisa un manuscrito en papel rayado de cuaderno universitario y comenzó a leer con ve-hemencia su discurso:

«Aquí en nuestro medio literario de la ciudad de León, los escritores o los que se precian de serlo, son poseedores graciosos de cierta clase de problemas».

Sorbió su cigarrillo y lo tiró al piso, demostrando su respeto por la concurrencia que lo atendía, sentada bajo el cielo estrellado de aque-lla noche calurosa, a la orilla de la piscina vacía en forma de mango, y continuó:

«Si querés ser maestro de primaria, testigo de Jehová, médico forense, zapatero, chichero de banda municipal o conductor de excavadoras… si querés ser cualquiera de estas cosas, existe un conjunto de conoci-mientos que te llevan de la mano: un instructor, un programa, cual-quier cosa. Para todo esto existe una guía, una conducción,… ¡menos para ser escritor!».

El crescendo en esta última parte, produjo un murmullo que supuso de aprobación.

Se apoyó en el otro pie y siguió: «Para los que nos dedicamos a escri-bir poesía o narrativa es un honor llamarnos escritores unos a otros; podemos soñar despiertos con un hipotético triunfo literario. Muchos te dicen “poeta” cuando te encuentran en la calle. Pero eso te hace sospechoso de no estar muy cuerdo, debido a que en esta ciudad hay algunos ciudadanos medio locos, que llegan a las reuniones literarias a beberse el guaro y a dar cuenta de los bocadillos, que están relacio-nados, por quien sabe qué gracia de Dios, con la literatura leonesa, y como les dicen “poetá”, tal analogía hace que te traten con descon-fianza. A veces hasta sentís que te odian».

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Hubo un carraspeo por allá, un asentimiento con la cabeza por aquí, algunos se arrellanaron en sus sillas, y ciertos comenzaron a soplarse con el programa que habían repartido a la entrada.

El poeta, sin inmutarse, reanudó: «En resumidas cuentas, hay dos mo-dos de enjuiciar a los escritores de esta ciudad. Una consiste en tener-los por chiflados: “¿cómo van esas musas, poetá?”; y la otra: “haceme un verso ahora, para que me demostrés que sos poeta”».

Se oyeron risas de un lado y por el fondo. Desde una esquina se es-cuchó el frenazo de un vehículo que iba como en pista de carreras, y luego arrancó con estrépito. La concurrencia se volvió a ver ceñuda, en silencio. El poeta tiró una mirada general, y luego volvió sus ojos al papel, buscó por donde iba, y continuó:

«De las dos, yo creo que prefiero la primera. Al fin, ¡ser chiflado es bien fácil¡ Yo podría hacerme pasar por chiflado en cualquier momento o lugar, aunque en mi fuero interno me niegue porque tengo un punto débil: soy una pizca asequible a la adulación. El hacerme el loco me rebajaría mi ego, ¡por supuesto¡»

Otra vez surgieron las risas, ahora indiscretas. Se escuchó un reaco-modo de sillas y el soplido de los programas para apaciguar el calor. El poeta hizo un mohín con su boca. En sus ojos apareció una pizca de ingenuidad y luego la expresión indefinida de su rostro que no se sabe si es burlesca o el asomo de su alma diáfana. Así, prosiguió:

«Por eso es que no llevo trabajos caducos y anticuados para leerlos en la primera ocasión, aparentando acabar de escribirlos, a como lo hace siempre un promotor de cultura, del cual no quiero decir su nombre, que lee sus pseudopoemas de hace más de diez años. ¡Como me crispa los nervios!».

El equipo de sonido sonó como un pito estridente y el técnico se apre-suró a sintonizarlo mejor. El poeta se apoyó en el otro pie y siguió leyendo:

«Pero la otra es mas complicada soportarla, cuando hay un colega que en media bebedera te dice: “¡Una pluma y un papel! ¡Una pluma y un papel, antes que se me vaya la idea!”, y se pone a escribir como si fuera el mismo Neruda».

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Esta vez no hubo carraspeo, sólo silencio…

«Y luego tenés que oírle la aberración. Mejor es decirle que lo vas a leer y te ponés como si realmente lo leyeras, para terminar diciéndole: “’ta bueno!”. ¡Y hay que aguantar eso! Y además, aplaudir».

Lo último lo dijo bien pronunciado, con su acento peculiar, acompaña-do de sus brazos que los voló hacia adelante con todo y manuscrito, como si sintiera que tiraba una flecha certera. Después rió.

Otra vez sonó estridente el aparato de sonido, el técnico lo volvió a arreglar, y el poeta siguió leyendo con los ojos risueños:

«¡Tanto y tanto que encierra este trajín de intentar escribir! En tu casa te discriminan, tus amigos no comprenden tu inquietud, ni les intere-sa. Hay quienes creen que tenés que declamar lo que escribís, o sabér-telo de memoria, o te dan a leer cualquier mamarracho para que les des tu opinión».

Terminó de leer, diciendo:

«A veces siento que debo retirarme para evitar este estrés gratui-to y asfixiante de esta “Atenas de Centroamérica”. Mientras tanto, sobrevivamos a este mar de bajezas y brindemos por la noche que comienza».

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CINE DE PUEBLOMe gustaba ir a asomarme al cine, al mediodía, cuando estaban aña-diendo los retazos de películas reventadas, haciéndolas pasar por una manivela, revisando cada cuadro. En el segundo piso del Cine Iris ha-bía un olor penetrante a pegamento de zapatero. Allí me encontré con Tin Tan, practicando sus canciones y sus coreografías con su car-nal Marcelo y la Tongolele. En un rincón de aquel bodegón, divido en dos partes por una baranda de madera, Palco y Luneta, mi fanta-sía infantil me hizo ver a un grupo de “extras” de Hollywood, practi-cando con taburetes y botellas, una pelea en el Salón del pueblo que tendrían que hacer con John Wayne, aquel hombrón que en menos de quince minutos era capaz de matar a cuatro cowboys con sus dos grandes Colt 45. Desbarataba el bar y tomando del cuello a tres pisto-leros, a punta de trompadas, los sacaba a la calle, sin que le cayera el sombrero nunca. Luego, vaciaba el tambor de sus pistolas disparando al aire y a gritos le ordenaba al que tocaba el piano para que la fiesta continuara.

Y por si fuera poco, cuando llegaban Roy Rogers, Hopalong Cassidy y Gene Autry al cine del pueblo, dejaban sus caballos afuera, amarrados en la entrada, se sentaban en unas “patas de gallina” y ensayaban sus canciones nostálgicas que, durante las películas, siempre cantaban con sus guitarras: Back the light of the silvery moon... con el fondo de un te-lón pintado al óleo que representaba el paisaje nocturno de un remoto

Madriz

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pueblo del Oeste Gringo. Cuando aparecía el Llanero Solitario montado en “Plata” y seguido de su asistente indio “Zorro”, todos aplaudíamos, aunque sabíamos que al final, los vaqueros, los blancos, los chavalos de la película, terminaban matando a todos los indios, indiscutiblemente los malos, en aquel inolvidable matinée de las diez de la mañana. La entrada valía setenta y cinco centavos Palco y Luneta un chelín.

Una vez, me puse de acuerdo con Fayito, el hijo del barbero del pue-blo que era el ayudante del que manejaba el proyector de las películas en el Cine Iris y fuimos a buscar un trozo de película que habían cen-surado. Se trataba de la Sarita Montiel mostrando sus grandes tetas debajo de un exótico camisón rojo. Recostada en un canapé y con una abertura en su camisón de dormir que mostraba hasta el tronco de la pierna, cantando Fumando espero al hombre que yo quiero... Esa noche no pude dormir, y mi mamá creyó que yo tenía lombrices.

Otra cosa que recuerdo nítidamente del cine del pueblo es que en la acera de enfrente, la María Pelona, una campesina descalza y cubierta la cabeza con su yagual negro, en cuclillas, y poniendo sobre cuatro piedras una olla de barro, encendía el fuego con burusquitas y hacía el mejor ponche de Somoto. Así que, muchas veces, con los setenta y cinco centavos que me daban para la entrada del cine, me tomaba un ponche por un chelín, entraba a luneta con otro chelín y aún así me sobraba para comprarme dos gajos de mamones o unos mangos celeques y un cartucho de nacites.

En Luneta había una pequeña ventaja de Palco. Si a uno le daban ga-nas de orinar, pues sólo tenía que abrir las piernas y hacerlo allí mis-mo. Al día siguiente, era de rutina la lavada de Luneta, que era piso de tierra, con agua y Creolina. El olor a berrinche era insoportable y lo tengo grabado en la memoria, igual que el escusado de la escuela.

El que cobraba las entradas de Luneta era Chico Pérez, sastre de pri-mera. Hacía los mejores trajes para la primera comunión y los mejo-res disfraces para las fiestas de noviembre. Era también arrecho a los cuentos. Famoso porque ofrecía contarte la película que presentaban esa noche sólo por diez centavos. Lo interesante es que si no él la ha-bía visto la inventaba, y si era en blanco y negro, él ofrecía contártela en colores. También te ofrecía contarte tres capítulos seguidos de las Series de El Halcón Negro o Superman, sin tener que esperar el “conti-nuará” de dos a tres semanas. El problema fue que Chico Pérez se fue

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poniendo medio loco y todo se le fue enredando en el cerebro.

De tal manera que empezaba contándote una película de la Segunda Guerra Mundial y terminaba con un final de una película de gladiado-res. Terminó en el manicomio donde le pusieron Cine´e pueblo por-que andaba anunciando todo el santo día con un cartucho la película que esa noche se estrenarían en Cinemascope y a todo color.

Mi papá, que era fabricante de marimbas, guitarrista y cantante popu-lar, me contaba que el cine mudo era mucho más interesante. Claro, él tocaba la guitarra en los intermedios, mientras cambiaban el rollo y le pagaban por eso. Foxes de Glen Miller, tangos de Gardel y ranche-ras de Pedro Infante eran las preferidas, y cuando se le acaba el reper-torio, debido a las interrupciones por los constantes reventones de la película, había un ciego que cuando mi papá se retiraba, cantaba, imitando los sonidos de los instrumentos. Era el único que no pagaba por entrar al cine mudo...

LA TOYA(Canción de cuna para una partera)(A ritmo de 6 x 8 en máquina Sínger)

Tenía fama de hechicera, las manos gruesas de tanto trabajo y los ojos apretados que los abría sólo cuando quería contarnos algo verdade-ramente sorprendente. La Victoria Ríos, la Toya, como le decíamos en confianza y por cariño en mi casa por ser comadre de mi mamá, era partera, sobadora, amortajadora de muertos y rezadora de novenas. Fue una gran costurera del pueblo pero sobre todo, una gran mujer. Se compró una máquina Sínger con sus ahorros de los reales que se iba ganando de su ingrato trabajo. Con sus anteojos amarrados con un hule y su moño entrenzado recogido detrás de la nuca, afanaba día y noche para poder sacar la tarea: cotonas, portabustos, calzones y delantales de manta con trencilla, gorritos de tafetán, para tiernos, y una que otra camisa de manta cruda.. No se despegaba de sus labios el cigarrillo de tuza o el puro chilcagre ni para hablar, sólo para escupir por un lado de la boca en el piso de tierra de su humilde casa de ta-quezal, un bahareque que tenía al fondo un hornito de barro y el patio un chanchito con cuatro gallinas.

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Fue fundadora del pueblo. Conocía la historia y los cuechos de cada familia. “Los Ocotalianos se creían de sangre azul, y decían que eran los Granadinos del Norte. Se daban el lujo de tener dos Clubes Socia-les, uno de los Somocistas y otro de los Cachurecos. Pero que al fin de cuentas eran iguales, “La misma mona con distinto rabo... “Qui-tándose su cigarro de la boca se carcajeaba y nos seguía diciendo: “Nos miraban casi como extranjeros. No les pasaba que el Presidente José Madriz hubiera decretado la creación del nuevo Departamento y Somoto fuera la cabecera de Madriz, que antes era sólo un municipio de Nueva Segovia”.

En esos tiempos –me contó ella misma un día, que salía con un hachón de ocote encendido cuando la llegaban a buscar a cualquier hora de la noche o en la madrugada. Como llegaron a traerla aquella noche, desesperados, para que fuera a asistir a una pobre mujer recién pari-da que tenía los pechos endurecidos por la leche estancada y podrida. Entró al rancho de piso de tierra, pues sólo los pobres la buscaban. Empapó un trapo con creolina, hizo una gasa, puso a calentar en el fogón un poco de agua en un perol, y con un cuchillo de destazar que siempre llevaba en su cintura, después de calentarlo al rojo vivo en las brasas del fogón y alumbrándose con un candil de carburo, procedió a realizar la cirugía para sacarle toda la pus que esa pobre mujer tenía en sus pechos. Me contó la Toya que otras veces usaba una espina de cornizuelo, y mucho tiempo después, cuando empezaron a llegar los vendedores de chereques del Sauce y San Marcos de Colón, utilizó más de una vez las navajillas de Gillette usadas. Como la muchacha del cuento, con los ojos desorbitados, gritaba como una poseída por el mismísimo demonio, le metió un trapo en la boca y con la ayuda de los familiares la amarró al tapesco para poder jinetearla. Finalmente, le puso la rodilla sobre el estómago para no dejar que el cuchillo se le fuera por el rumbo equivocado. Cuando había salido toda la leche cuajada y descompuesta, la mujer pegó un tremendo alarido entre la muerte y la dicha y cayó rendida por los dolores y los pescozones que la Toya le había pegado cada vez que parecía que perdía la batalla por salvarle la vida como una verdadera campeona de lucha libre. Le colocó el trapo empapado de creolina en la herida y le amarró un pe-dazo de sábana para fajarle los pechos a la desgraciada muchacha que como una exorcizada, con las pupilas en blanco y los labios resecos,

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pidió agua. Al terminar, empapada en sudor, la Toya dijo a los padres de la muchacha que temblaban, como sus sombras, desde un rincón del rancho: “Ya saben, mañana sólo tiene que bañarse con agua de manzanilla”. Y lleven a la criatura recién nacida donde mi comadre María Elsa, la mamá de Los Mejía Godoy, para que le de el pecho, ese mujerón bárbaro tiene leche para todo el pueblo”. La Toya, me explica que por eso, casi la mitad del pueblo son hermanos de leche de Los Mejía Godoy. Se secó el sudor de la frente con su yagual, y como siem-pre, pidió el trago de aguardiente lija, único pago que aceptaba como honorario por sus servicios profesionales, igual que el Doctor Armijo.

La Toya murió un día cualquiera, cuando nadie lo esperaba, pues nun-ca padeció de nada o nunca lo dijo, que viene a ser lo mismo. Real-mente de lo único que se quejó es de que Dios le hubiera dado una hija como la Mélida, que era epiléptica, o “ataquienta” como decían en el pueblo. Y aunque nunca se avergonzó de ella y más bien la an-daba de perenne como su Angel de la Guarda, sufría mucho por los ataques que le agarraban en cualquier lugar y a cualquier hora. En el pueblo, hasta la gente supuestamente más educada y cristiana, de-cía que seguramente era una poseída por el demonio, así como de la Toya decían algunos que era una bruja.

Andaría La Toya como en los noventa años cuando murió, edad que le calcularon sus amigas, pues ella nunca supo sacar las cuentas. La gen-te decía que tenía pacto con el Diablo. Pero el Cura del Pueblo, que la conoció mejor que nadie, decía, “La Victoria es una mujer excep-cional, por el contrario, el tal Polo Diaz, su marido, nunca trabajó, ese era un verdadero “Caballero de Industria”. Cómo se pudo casar una mujer como la Toya con Polo?”. Yo le pregunté a la Victoria ese detalle y me contestó. “Nunca bailé con Polo porque era una mula sofrenada. Me casé con él porque no le importaba que me fuera a bailar con los amigos. Eso sí, a media noche él se me cruzaba al petate. De donde creés que nacieron mis hijos!”. Y se volvía tirar su carcajada que se oía hasta el solar de mi abuela. Sólo el Padre Suazo conoció los secretos de confesión que en los últimos instantes los moribundos le habían confiado a la Toya, igual que al Cura. Por eso en el pueblo le temían, pues ella sabía demasiadas cosas.

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CUANDO LA “CHORRO DE HUMO” ENFRENTÓ A LA “COCOROCA”

–Acúsome Padre que al tal Manuel Pallais le dije una gran vulgaridad.

–A ver… A ver… ¿Y cual fue esa palabrota?

–…Es que me da vergüenza…

–Pues no te puedo dar la absolución… ¿A ver, cómo es el asunto?

–Pues… Es que le dije… Que tenía el cheto morado.

–¡Ave María Purísima! Eso es pecado… Ahora mismo te me vas a lavar la lengua con jabón del país y paste… Y después regresá para terminar de confesarte.

¡Ah… que tiempos señor don Simón!

En la vieja Managua, allá a finales de los años treinta, era pecado decir “malas palabras”, como solapadamente les decían a las expresiones de desahogo social, político, hormonal, laboral, religioso, cultural y hasta amoroso del escarnecido pueblo o vulgo, y que precisamen-te por eso eran llamadas “vulgaridades”. A sacrosantos sacerdotes, como el anciano jesuita José de Bengoechea se le erizaba la calva con todo y tonsura cuando todas las tardes al pasear por el atrio de la igle-sia rezando sus oraciones, escuchaba a los chavalos del barrio Santo Domingo, que jugaban en el cercano parque, mentarse la madre a gri-

Managua

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to pelado o develar en las autoras de sus días cualidades exageradas para hacer el amor con los seres más gigantescos y extraños.

Hubo quien dijera que por el conducto vaginal de la madre de Zutano podía navegar el Titanic, que era el artefacto más grande creado por el hombre en aquella época… Otros más avanzados metían en el men-cionado orificio materno a toda la “bolita del mundo”, el Empire State o la Tour Eiffel, en fin aquello era un duelo de chabacanadas.

Pues bien, dije que en aquellos años era pecado decir “malas pala-bras” porque vea amigo Sancho, hoy en día no se concibe conversa-ción decente, amigable y franca sin que de por medio figuren cari-ñosos epítetos como “hijo de la gran p…”, “hijo de las once mil p…”, “almemierda”, “comemierda”, etc., etc.

Y como el habla nicaragüense en este aspecto y en otros, siempre ha sido ingeniosa, jocosa, florida y sugestiva, es adecuado pensar que a estas alturas más hablamos en términos de vulgo que en términos de cultos. De alguna manera no son las clases de sangre azul las que imponen el idioma “standard”, sino los siervos de la gleba que tienen que ingeniárselas para sobrevivir, para comunicarse y para protestar permanentemente contra la sorda -insensible-, clase que los explota.

EL CALICHE DEL CAMINO DE ORIENTEEsto último lo afirmo al escuchar las conversaciones de los chicos plás-ticos que acuden al Camino de Oriente a matar el tedio de una ciudad que se repite día a día y noche a noche. De una ciudad menos que mediocre, pobre imitación de otras urbes donde se improvisan cen-tros comerciales (Zonas Rosa), pintadas con el barniz de “culturales” para que por ahí pasen los nuevos ricos y sus “hijos de tigre” luciendo sus toyotonas y en busca de putillas, marihuana, crack y mariquitas. Igual van ahí los que buscan llamar la atención en fachas y con tufos estrafalarios, y los que sin tener talento quieren al menos rozarse con el intelectual del día, o con los ministros y ejecutivos del gobierno–re-chonchos y cebados de tanto bienestar–, o con la “emergente y diná-mica” empresa privada, para criticarse con mucho frenesí y repetir los “clichés” vivénciales propios de los que quieren estar “in”.

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Pues bien, si somos observadores, y más que eso, escuchadores, ve-remos que el habla de estos “chicos bien”, carentes de creatividad e imaginación, es extraída de las formas de expresión de los “lumpen vulgaris” del pueblo nica, o de otros “lumpen vulgaris” de esos que llegan de Miami Fla.

Ahí los “junior” hablan como los ·hermanos evangélicos ”en lenguas telúricas” pero extraídas de dialectos como el “malandro”, “escali-che”, “guasarón”, “tamal”, “tamarindo”, y otros, sin que nadie, ni si-quiera las chavalas del Teresiano o de La Pureza se ruboricen como lo hacían antes nuestras abuelas.

LA “COCOROCA”, LA DE LENGUA “KING SIZE”.Pero basta de evasivas, caro Sancho, pues de los que hoy quiero ha-blarte es de aquellos vulgares famosos que habrían dado fama y prez a Nicaragua si en aquellos tiempos se hubieran realizado campeona-tos mundiales de procacidades.

Te debo citar entre estos al carretonero (qepd), Gregorio Alemán, un gordo grande y moreno que pesaba como 300 libras y cuya lengua era más larga y apestosa que el látigo que empleaba para fustigar a “Apo-lo”, el caballo cholenco que tiraba de su carretón.

A este sujeto solamente lo paraba en seco “el negro Zingo”, un gigan-tesco hijo de la Costa Atlántica, legítimo “heavy weight” musculoso, que se ufanaba de cargar sobre el lomo cinco quintales de azúcar en la Nicaragua Sugar State, sitio donde trabajaba allá por el Mercado San Miguel. Este Zingo fue más famoso por su lengua letal que por su fuerza, aunque aparentaba ser un tipo bonachón y calmo.

Locos vulgares fueron Isaías y Peyelleque, ambos peligrosos porque además de hacer del Castellano una “ñañemico”–pues ambos eran “media lengua”–, cargaban a pedradas a aquel que osaba enfrentar-los tanto en el campo mental como en el verbal.

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EL MATCH DEL SIGLO: COCOROCA VERSUS CHORRO DE HUMO

Pero, con franqueza te diré que el título absoluto de las tapas de cloa-ca lo tenía una mujer alta, desgarbada, pecho de tabla y patas pal monte, a la que le decían “la Cocoroca”. Era una legítima cara de tabla de pelo crespo suelto, y “cuenta” si le tocabas la boca pues te hartaba a verbos y sin masticar.

Vendía perfumes “pachuli” en los mercados pero las ventas, supongo, nunca le cuajaban, pues era corto el día para buscar con quien pelear-se a las tapas, y en eso se guiñaba todo el día si era necesario hasta quedar con la lengua exhausta como un estropajo.

Tenía su estilo. En los primeros rounds se enconchaba toda como quien busca abarcar con todo el cuerpo la cargadilla de mentadas, albures y chanchadas que dispararía. La siguiente etapa era para ex-peler aquella corrompición casi en forma hierática, solemne, dando peso y espesor a los insultos, para terminar gesticulando como posesa y elevando hasta lo inaudible los decibeles del galillo.

Se pasaba –decía–, por el gancho hasta al mismo Somoza y se enga-llotaba cuando la gente se reunía a prudente distancia para escuchar aquella maratónica trapeada que duraba toda la mañana y a veces todo el día con extras por la noche.

Pero la Cocoroca no estaba sola en Managua. En los cuartos de Julián Gutiérrez, cerca de la Pulpería El Infierno, vivía la Chorro de Humo. Esta era una negra murruca culoatuto, dueña de una pequeña herre-ría donde fraguaba no solo el hierro, sino los más bayuncos insultos para desguazar la honra de vírgenes, prostitutas, curas y caballeros.

Generalmente la Chorro de Humo vestía de overol, pero era capaz de quitárselo en cualquier parte para que viera la gente que ella era “ovarioluda”, mujer que se proclamaba “guevona”, capaz de desca-chimbarse con cualquier hombre.

El sueño de cualquier mataperros capitalino era ver enfrentadas a am-bas mujeres en un duelo de altos quilates, pero a decir verdad ambas se respetaban y no pisaban terreno ajeno.

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Le tocó montar el match al famoso Tex Ramírez, quien fue en su ca-mioneta a la casa de la Chorro de Humo a calentarle la oreja contra la Cocoroca y a ofrecerle 25 córdobas si era capaz de aguantarle seis horas de cacalota.

Cuentan que la Chorro de Humo la pensó. Pero muy rejona se engan-chó en el vehículo y se fue al mercado a situarse frente al Almacén La Barata, propiedad de su patrocinador. Había en la puerta del almacén un altoparlante desde el cual Tex comenzó a llamar a La Cocoroca diciéndole: “Aquí está tu cuero de tigre, la que te va a meter un tapón en el galillo”.

Como quien no quiere la cosa doña Cocoroca salió de un caramanchel y con los brazos en jarra, dirigiéndose a Tex le dijo: ¿Dónde está esa guelepedos que decís que me va a callar?

“No le preguntés a Tex que aquí está la que te va a cambiar hasta el modo de pisar, porque te voy a depilar el mico”, intervino bis a bis la Chorro de Humo.

Y ambas mujeres comenzaron a bañarse en aquel chubasco de genia-lidades escatológicas donde las mentadas salían nadando, unas veces airosas y otras apachurradas.

El famoso duelo comenzó como a las nueve de la mañana, a la una postmeridiano Ramírez se aburrió y dejó sin réferi el match. Nunca se supo como terminó y lo más probable es que haya sido un merecido empate.

Porque en realidad, habían excelentes vulgares en aquellos tiempos, como le sucedió al borrachito que iba en una procesión y que al ver que otros bolos que cargaban al santo lo traían bamboleante, se acer-có al cura y le dijo al oído:

–Padre… Padre… ¡Van a descachimbar al santo!

Y el padrecito muy serio le contestó:

–Moralidad hijo de la gran p... ¡Moralidad!

Alejandro Serrano Caldera

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GUINEITO CUADRADOGuineito Cuadrado le decíamos cariñosamente. Era pequeño, gordi-to y fuerte, muy estudioso y buen amigo. Su cara redonda siempre mostraba una sonrisa, tenía un humor ingenuo sin maldades ni doble sentido.

Humberto Horacio vivía en Catarina como a unos diez kilómetros de Masaya los que recorría a pié para ir al Colegio Salesiano en el que cursábamos el quinto grado de primaria. Gustaba mucho de presumir sanamente de su resistencia y velocidad en las carreras en las que era invencible entre todos nosotros.

En los partidos de béisbol y handbol jugaba la tercera base por la creencia de que esa posición debe ocuparla alguien con buen brazo para el tiro a primera. En fútbol era defensa lateral, pero en realidad, con mucha anticipación jugaba el fútbol integral que aparecería vein-te años después, ya que igual se le veía en la defensa que en el medio campo, o tratando de hacer goles junto a los delanteros.

Era un sábado por la tarde cuando Juan Bosco Silva y Cesar Augusto Membreño llegaron a mi casa asustados y llorosos para decirme que “Guineito” había muerto. Al poco tiempo nos habíamos congregado un buen grupo de sus compañeros, desconcertados a nuestros diez años ante la brutal realidad de la muerte.

Masaya

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Conmovidos y asustados vimos a nuestro compañero en el ataúd. La incertidumbre se veía en los rostros infantiles. El mundo de despreo-cupadas seguridades mostraba de pronto su vulnerabilidad y el senti-do de la fragilidad de la vida se hacía presente de forma abrupta sobre las infantiles conciencias.

“Guineito” había salido el sábado para Catarina dispuesto a romper el record anterior. Vivía en una competencia cotidiana con sus propias marcas, en una especie de olimpíada individual en la que se exigía a sí mismo mejorar la velocidad día a día y cubrir la distancia en menos tiempo.

Cayó a medio camino por un paro cardíaco provocado por una con-gestión fulminante, dijeron. Los primeros caminantes de la tarde lo hallaron boca arriba, bajo la lluvia y con la mirada imposible de sus ojos abiertos.

JUSTO RAYOJusto Rayo, a pesar de su apellido era lento, tranquilo, con una tran-quilidad que exasperaba a sus interlocutores. Meditaba sus respues-tas por tanto tiempo con los ojos cerrados, que mucha gente pensaba que se había quedado dormido.

Era amigo íntimo de Fabito Cerrato, reflexivo Zapatero cuyo interés primordial consistía en tratar de demostrar la inexistencia de Cristo, de quien, según él, no había referencia en ningún libro de historia que no fuera sagrada. Por eso descubrió un tesoro en la biblioteca del Doctor Encarnación Alberto y Serrano al encontrar el libro de Georges Brandes, Jesús es un mito. Justo Rayo gozaba con su conversación en la puerta de la zapatería a la que acudía invariablemente todas las tardes al caer el sol.

Cuando Justo Rayo se bachilleró en el Instituto Nacional de Masaya, se distanció tanto, por su lentitud, del desfile de bachilleres que cuando subió al escenario la Gran Marcha Aída ya había concluido y el Direc-tor del Colegio tenía tres minutos de haber iniciado su discurso.

A pesar de su abulia indiscutible y de esa flema capaz de despertar envidia en el más flemático inglés, el panida Rodas, su compañero de

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estudios, conocido por su espíritu etílico y su lánguida admiración por los boleros de Agustín Lara, se propuso hacer de él un personaje de fábula, completamente opuesto a lo que Justo Rayo era en la realidad.

Fue así como se estableció la leyenda de Justo Rayo en la Universidad Nacional y en todo León. El panida Rodas, que llegó antes a la Ciu-dad Universitaria para preparar el arribo de Justo Rayo, se encargó de prevenir a estudiantes y profesores y a los amigos, y, sobre todo a las amigas, de León, del inminente peligro que significaba la presencia de ese implacable y meteórico conquistador de féminas.

–Ya viene Justo Rayo,

atención: pronto Justo Rayo estará entre nosotros.

–Maridos encierren a sus esposas

–Padres cuiden a sus hijas que es inminente la llegada de Justo Rayo.

–Justo Rayo no perdona; fulmina, decían las pintas de muros y pare-des de la ciudad de León.

La inquietud y atmósfera de suspenso eran cada vez mayores en la medida en que se acercaba la fecha de su llegada, que nadie sabía cuando sería pero que todos presentían como un destino inevitable e inminente. Era, de manera incuestionable, el personaje más popular y misterioso de la ciudad del que todos hablaban y nadie conocía.

“Me llamo Justo Rayo” decían los estudiantes, haciéndose pasar por el legendario destructor de honras, al ser presentados a las mucha-chas, provocando de inmediato entre ellas gritos de asombro y risas nerviosas.

El Rector de la Universidad pidió a la Oficina de Registro le informaran si ya se había matriculado Justo Rayo, e instruyó al Secretario General para que lo llevara a su presencia a la Rectoría, o a su casa, si fuese necesario, no bien hubiese llegado a León.

Hasta el Obispo de la Diócesis Metropolitana preguntaba preocupado si ya había llegado Justo Rayo, y advertía a las damas y damitas, de los serios peligros que corría la moral cristiana que desde siempre había constituido el mayor baluarte de la comunidad.

–Tengo el pálpito, clamaba desde el púlpito, de que son perversas tentaciones del demonio.

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–Primero, continuaba diciendo, fue la película italiana “Arroz Amar-go”, en la que Silvana Mangano, sin ningún pudor, enseña las piernas.

–Y ahora, sentenció, es la amenaza de la presencia de Justo Rayo, que para su perdición y de las que caen en sus manos, en sus garras, recti-ficó, hace uso indebido de los dones que el Señor le ha dado.

El viaje a León a inicios de la década de los cincuenta, se hacía en ferrocarril. De Masaya a Managua, primero, y luego la travesía de no-venta kilómetros de Managua a León, bordeando el Lago lo que dura-ba, paradas intermedias incluidas, alrededor de cuatro horas.

Justo Rayo no llegó nunca a León, ni fue testigo de la atmósfera de leyenda que el panida Rodas, y otros cómplices, habían creado a su alrededor. Su familia llegó a rescatarlo a La Paz Centro a comienzos de agosto y lo llevó de regreso a Masaya, de donde había salido la prime-ra semana de junio para iniciar los cursos en la Universidad.

La parada del tren en la primera estación, Los Brasiles, permitió a Jus-to Rayo descender del ferrocarril y dirigirse a la cantina, “El consuelo del viajero” al otro lado de la línea férrea, iniciando de esta manera un periplo etílico, de proporciones olímpicas, que lo llevarían a permane-cer varios días en la cantina de cada pueblo por donde el ferrocarril pasaba.

Su familia lo encontró en el estanco de Chepe González, “No hay más tren que el que pita”, en donde después de nueve días de beber, con una persistencia digna de mejor causa, había agotado lo último del dinero destinado para pagar el primer trimestre de estudios en la ciu-dad metropolitana.

Poco a poco la expectativa de su llegada a León fue desapareciendo y disipándose su leyenda. Años después solo quedaba el recuerdo en algunos nostálgicos. Ya todas las pintas se habían borrado, menos la del banco del Parque Central, frente al Teatro González, en la que desteñida, se leía todavía:

“Ya viene Justo Rayo”.

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EL CABALLERO DE LA MEDIANOCHEEl Caballero de la Medianoche es una sombra que recorre las viejas calles de Masaya en busca de velorios. Algunos dicen que camina des-de mediados del siglo XIX.

No es inusual para cualquier trasnochador que regresa a su casa en las horas de la madrugada cruzarse con la sombra que camina, con zapatos de tacones de cuero que hacen resonar sus pasos perdidos en la noche como un eco misterioso y sombrío.

Tampoco es extraño verle sentado en un rincón en las velas de la ciu-dad mirando a los demás, fuera del tiempo, solo y silencioso mientras los otros conversan, cuentan chistes o juegan desmoche en esas no-ches de duelo que para algunos son también tertulias festivas.

El Caballero de la Medianoche es seco, alto, de pómulos saltados y ojos hundidos que parecieran que miran sin ver, perdidos siempre en la lejanía de dilatadas pupilas.

Lleva una “Agenda Mortuoria” que le permite asistir sin falla a todas las velas que de noche se realizan en la ciudad. Su vida es un perpetuo caminar de vela en vela hasta la salida del sol en que empiezan para él las horas de descanso.

El Caballero de la Medianoche duerme mientras el sol alumbra y cami-na mientras dura la noche.

Rara vez asiste a alguna reunión que no sea una vela. No obstante, un par de veces ha visitado la casa de mis padres el 24 de diciembre por la noche, mientras discurre la reunión familiar que antecede a la cena navideña.

En ambas ocasiones he visto su silueta inmóvil en la puerta que sólo ha dejado su rigidez cuando dirigiéndome a él le he pedido que entre y nos acompañe y comparta con el grupo la conmemoración.

El Caballero oye y permanece en silencio, rara vez pronuncia alguna palabra, asiente o niega con la cabeza y de cuando en cuando senten-cia con algún monosílabo.

En dos ocasiones, en la Navidad del 2002 y del 2004 el Caballero des-apareció sin despedirse y sin que nadie se diera cuenta del momento

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de su partida; la última vez recuerdo haberme levantado un momento para servirme una copa de vino y servirle una al Caballero y cuando regresé ya no estaba ahí.

Pregunté a mi familia reunida esa noche y nadie pudo darme ninguna referencia del momento en que se fue.

Le pedí a mi hermano que lo buscara en la vecindad, en las casas en donde se suponía podía haber llegado, pero no estaba en ninguna de ellas.

Alguien me dijo que lo vio caminar con su habitual vestido negro por alguna de las calles de la ciudad, casi oculto por la espesa nube de humo de los cohetes, bombas y triquitraques navideños.

LA CEGUADon Perfecto Preciado, patriarca de Masaya, llegó a la ciudad con el Circo de su propiedad proveniente de Portugal vía Puerto Rico.

El Circo constituyó por mucho tiempo la principal atracción de los pobladores de Masaya. Trapecistas, payasos y domadores hacían las delicias de niños, adultos y ancianos, que encontraban en el Circo un mundo alternativo de ilusiones y de sueños, de risas y de epopeyas de carpa.

El Circo se identificó tanto con la gente que bien pronto sus dueños y principales integrantes se fueron relacionando con los pobladores, contrayendo matrimonio con distinguidas personas de la sociedad y formando poco a poco sus familias entre las más respetables y queri-das de Masaya.

A partir de ese momento fueron guardando sus trajes de espectáculo en viejos baúles del recuerdo en donde quedaron para siempre clau-surados junto a un tiempo de alegrías, de esplendor y de sueños de muchos de sus integrantes.

Don Perfecto tenía muy mal carácter y era conocido en la ciudad por su humor irascible y su casi natural predisposición a la ira. Llegaba al Club Social todas las noches vestido de traje para sus habituales jue-gos de póquer, en las que invariablemente terminaba discutiendo y

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peleando con sus compañeros de juegos.

Antes de sentarse a la mesa de juegos e iniciar sus conocidas reyertas, Don Perfecto colgaba su pistola y cartuchera en una de las perchas del guardarropas del Club. Fue así que una noche Rufino Mendiola y Presentación Agudelo, incorregibles bromistas, fastidiados por el sempiterno mal carácter de Don Perfecto, decidieron disfrazarse de “Cegua” para asustar a éste al momento de pasar los rieles en el ca-mino que lo conducía a su quinta en las afueras de Masaya y el que recorría a pie todas las noches.

Antes de eso Rufino y Presentación cambiaron las balas de la cartu-chera y del tambor de la pistola de Don Perfecto por balas de salva para protegerse de su airada reacción.

Montado el plan se disfrazaron de “Cegua”, una bruja seductora que encanta a quienes se les aparece y lo esperaron en el paso de los rie-les. Cuando lo vieron venir a eso de la medianoche, caminando solo en dirección de su casa, ambos, con grandes peinetas y largas batas de cola, anillos, pulseras, aretes y collares, salieron de la oscuridad gritando y hurlando mientras bailaban extrañas danzas.

Don Perfecto al sentirse amenazado por el espanto, ni corto ni pere-zoso, desenfundó su revolver y disparó a las dos Ceguas, las que sin dejar de bailar, de gritar y hacer gestos grotescos, recogían los plomos y en tono burlesco se lo devolvían a Don Perfecto gritándoles, ¡ahí va tu balita!. Don Perfecto agotó toda la cartuchera después de lo cual sufrió un desmayo que le llevó tiempo y atenciones médicas diligentes y amistosas para poder superarlo.

Nunca más volvió a caminar por las noches, aunque tampoco inte-rrumpió sus visitas regulares al Club Social para su juego de póquer. Ahora lo hacia en un viejo Ford que le conducía un chofer, el que de-bía darle cran para poder encender.

Rufino y Presentación, atemorizados por el desmayo de Don Perfecto, no volvieron a disfrazarse de Cegua, ni a tratar de atemorizar a los parro-quianos que a deshoras de la noche circulaban por las calles de Masaya.

Sin embargo, no faltan vecinos que aseguran que en las noches de luna se escuchan los pasos de las Ceguas al acecho de los trasnochadores.

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LA LEYENDA DE TEUFELSe cuenta que allá por 1856, cuando en Nicaragua se estaba desarro-llando la Guerra Nacional contra las fuerzas comandadas por el filibus-tero William Walker, por el bando de los filibusteros había varios sol-dados aventureros que aunque enganchados en Estados Unidos entre ellos habían varios alemanes, cubanos, franceses, austriacos.

Después de la toma de la ciudad de Masaya por las fuerzas nicara-güenses bajo el mando del General, Tomas Martínez, jefe del Ejército del Setentrión, habían capturado, y fusilado algunos como: Santiago Salomon, Joham Perkins, Andrew Constantino, Manuel Prego, Theo-dore Lidecker, Henry Dunn, Edward Rich, Isaac A. Rose, etc.

Pero veamos el caso de uno de ellos llamado Johannes Teufel, quien estaba empecinado en no correr la misma suerte.

Teufel era un hábil cañonero de las fuerzas de Walker, quien fue sor-prendido por las fuerzas nicaragüenses y llevado ante las autoridades militares.

El General Tomás Martínez ordenó un juicio sumario, y como se de-mostró que fue apresado “in fraganti” vendiendo armas enemigo, el jurado militar lo encontraron culpable, y fue sentenciado a muerte ante el pelotón de fusilamiento.

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Cuando estaba siendo colocado ante el paredón, el teniente a cargo del escuadrón ordenó que le vendaran los ojos, pero de repente el reo con voz fuerte y con acento extranjero gritó; “Tenienta, tenienta, uno momento por favore”. El Teniente Fajardo jefe del pelotón dijo: “¿Qué pasa gringo? El extranjero ripostó que no era gringo, que era alemán y que deseaba pedir un último deseo antes de morir.

Como el oficial estaba confundido sin saber que hacer, entonces el reo mismo recomendó al teniente que consultara con su superior, pues había una costumbre militar internacional que un condenado a muerte tenía derecho a pedir un último deseo.

Que preguntara a su jefe el General Martínez quien era un militar cul-to. Ante la posibilidad de que el teniente Fajardo no atendiera razo-nes, Teufel le insistió en que tenía que consultar con el General, pues si aquel se enteraba que su petición no había sido atendida se vería en aprietos. El hombre habló con tanta seguridad que hizo que Fajardo decidiera consultar con su jefe.

Fajardo, delegó en el cabo Ortiz, y se dirigió hacia el cuartel principal donde estaba el General. Al llegar dijo al secretario que guardaba que deseaba consultar algo urgente con el jefe. Al fin el secretario se di-rigió y le dijo que el teniente Fajardo deseaba verlo urgentemente, aquel autorizó su paso y cuando estaban de frente Fajardo dijo:

“General, éste gringo, bueno él dice que no es gringo, que es alemán, pero este hombre que voy a fusilar insiste que tiene derecho a pedir un último deseo y yo no sé que hacer”. El General Martínez compren-dió la validez del requerimiento y dijo a Fajardo: “Bueno, él tiene ra-zón, pídile su último deseo y ya está, después lo fusilás igual”.

El teniente dio la media vuelta con tono de triunfo y caminó las dos cuadras al patio de paredón de nuevo.

El teniente concedió al alemán que expresara su último deseo y éste dijo: “Mira tenienta Fajarda, mi última desea es convertir católica”. “¿Cómo es eso ?” Dijo el tenientito. “Sí” dijo el extranjero. “ Yo, judío, pero desear convertirme católica”. ¿Como? Primero eras gringo, des-pués alemán, y ahora judío, me tenés confundido. Ud. no compren-der, pero general si comprender, preguntalo ser hombre culto, sino meter pata hombre.

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Después el recién convertido pidió al teniente que le buscara un sa-cerdote católico para que lo bautizara. El teniente no sabía que hacer, finalmente volvió a los cuarteles del General. Explicó allí al Sargento en guardia que tenía que ver de nuevo a su jefe, pues tenía otro pro-blema con ese gringo– alemán– judío, quien sabe que cosas más va a inventar ese tipo listo, pero tenía que explicárselo al General.

El Sargento al fin convencido tuvo que anunciar a su jefe que el te-niente estaba allí de nuevo. Martínez disgustado dejó entrar a Fajardo y cuando este explicó a su jefe la petición del sentenciado a muerte, Martínez sin poder evitarlo sonrió un poco pensando en la listeza de su reo, entonces le dijo a Fajardo que llamara al capellán de las fuer-zas armadas, al padre Fernández, que dejara que el reo se convirtiera y después, pues, lo fusilara. Y que no quería que volviera de nuevo a molestarlo, pues el estaba ocupadísimo con otros oficiales preparan-do el plan de guerra para tomar Granada.

Llamado que fue aquel padrecito que usaba una sotana raída que un día fue negra, pero ahora tenía el color pardo oscura del carbón, llegó escoltado por Fajardo a atender la petición del insistente reo.

“Padrecito” dijo Teufel “ Yo querer convertirme católica antes de pa-tear balde.”

“Está bien, está bien”, dijo el padrecito,” haber, dime tu nombre para bautizaros”. “Johannes Jacob”, contestó Teufel, “Que es eso?”, dijo el padre ,” tenéis que escoger un nombre cristiano para bautizaros, hijo”. “Que le parecer Juan Jacobo, padre”. “No hay problema hijo” contestó el padrecito mientras llamaba a Pánfilo, uno de los guardias del pelotón para que fuera el padrino del bautizo.

Pero el reo y converso protestó y dijo “No!!, yo querer mi padrina ser General Martínez”.

El padrecito se quedó con los ojos cuadrados , titubeó un poco, pero su conciencia le decía que tenía que atender tal petición.

El Padre después de discutir un rato con Fajardo, convenció a éste que tenían que ir de nuevo donde el General con tal cristiana petición. Fa-jardo, ya temeroso, le pidio que le acompañara pero el que tenia que hablar con el general fuera el capellán, convenido eso, acompañó al padrecito a los cuarteles.

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Fajardo pidió también al Padre que fuera él quien solicitara el permiso al Sargento de guardia pues este se pondría disgustado de verlo de nuevo allí.

Así lo hizo el Padre, y el Sargento no tuvo más remedio que comunicar a su jefe acerca de su nueva visita. El General estaba e n su barraca militar, ocupado, firmando órdenes y revisando mapas de su operación contra Walker, pero al padrecito Fernández no podía hacerlo esperar mucho.

Al pasar el padre se hizo acompañar del temeroso teniente.

El General logró ver a Fajardo aunque éste trataba de ocultarse detrás de la figura del padre Fernández y se imaginó que se trataba del pro-blema del reo el cual ya debería estar fusilado, pero no había escuha-do los tiros todavía.

“¿Qué pasa padre? “. El padre explicó que el reo tenía el derecho de convertirse, y que además era un alma mas para el Señor.

El General Martínez no veía problema en eso. “Pero...” dijo el cura con cierta malicia y nerviosismo, “al convertirse necesito bautizarlo, y él tiene derecho a escoger a un padrino, y ...”Y Que?,” inquirió enér-gicamente el general mientras miraba unos mapas en su mesa… “Es que él reo tiene derecho a un padrino y...” El general impaciente no lo dejo terminar la frase: “Y qué, pues nómbrele a cualquiera de los resguardos , el mismo Fajardo puede ser el padrino”.

El padrecito no sabía como decirlo , al fin tomando valor ,balbuceó y dijo: “Pero mi General , el problema es que... el deseo del reo es que... Ud. sea el padrino”.

“¿Qué? ¿Yo?, contestó y preguntó el General al mismo tiempo que se levantaba de un salto de su silla , sorprendido y aireado.

“Si, mi General, y temo que Ud. no pueda negarse a ello, pues se trata de rescatar un alma para el Señor y para eso no puede haber negativa”, dijo el padre cogiendo corage que le daba su autoridad eclesiástica.

Después de mover la cabeza como negando algo, el General caminó hacía la ventana como asomándose a observar al exterior el movi-miento de tropas, pensó por unos minutos y volvió la mirada hacia el padrecito quien estaba con su mano derecha sobando nerviosamente el crucifijo que colgaba de su cuello.

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Aquella pausa duró como un minuto, pero al Padrecito y a Fajardo les pareció como un siglo. El General componiéndose en el cuello su corbata militar al fin movió los labios para decir:

“Bueno padre. Como Ud. diga, estoy listo, supongo que tiene que ser en estos momentos, vamos”.

Las cuatro figuras caminaron a pie las dos cuadras que separaban los cuarteles generales del patio de ejecución: El General, el curita, el te-nientito, y un guardaespaldas del General.

Allí estaba Teufel sudando ya con el tremendo sol que le quemaba su grande figura, pero al fin ganando tiempo.

Se acercaron a él los cuatros sujetos, Teufel reconoció al General por su elegante porte, distinguido uniforme, mirada segura y se adelantó a saludar, “¡Hola General Martínez!”

“Hola” contestó el General cortésmente, no podia permitir que el reo fuera mas caballeroso que él, además estaba curioso por conocer a aquel reo tan insistente.

El padre explicó la ceremonia a ambos protagonistas . Mientras tanto Fajardo y el guardaespaldas de apellido Ortiz servirían como testigos.

Teufel ni corto ni perezoso expresó que su nuevo nombre cristiano sería Juan Jacobo y que agradecía al General ser su padrino, y que para mostrar su eterna gratitud escogería también el apellido de su padrino, se llamaría de ahora en adelante Juan Jacobo Martínez.

El General cuando escuchó que además de querer ser su ahijado, quería también llevar su apellido no sabía si debería estar disgustado o qué, por un momento pensó incluso en cancelar la ceremonia allí mismo, pero lo que salvó el asunto era que en el fondo parecía estar orgulloso de ello.

Así fue como pasó el asunto. Aceptó al fin y se procedió al bautismo.

Después de la ceremonia del bautismo el General perdonó la vida a su ahijado, le soltaron las amarras y se fue a conversar con él a su oficina donde celebraron padrino, ahijado, el padre Fernández, y hasta Fajar-do el teniente la bienvenida al nuevo cristiano y novel miembro de la familia Martínez.

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Don Jacobo no sólo se convirtió y ganó un nuevo nombre, sino que salvó su pellejo y se paso al bando de los patriotas ayudando asi a vencer a los filibusteros.

Como conclusión, formó una feliz familia cuyos descendientes son distinguidos miembros de la sociedad nicaragüense quienes en vez de apellidarse Teufel se apellidan Martínez, con mucho orgullo des-cendientes políticos de aquel gran héroe y Presidente de Nicaragua. General Tomás Martínez.

LA CRUZ DEL CERRO LARGOLa tradición local mantiene que Fray Antonio Margil de Jesús, fue quien mandó a erigir la famosa Cruz del Cerro Largo, que marcaba el punto divisorio entre el Partido de Matagalpa y el Partido de Sébaco, en tiempos de la colonia.

El secretario del Consejo de Ancianos de la comunidad de Sebaco me refirió en 1998 que ellos tienen documentos antiguos de la visita de Fray Marfil, que dice: “todo aquel pasante que ponga una piedra en la base de la cruz regresará en gracia a mathagalpa”.

Fray Margil había nacido en Valencia, España el 16 de Agosto de 1657, ordenado sacerdote en 1673, se embarcó en Cádiz hacia América en 1683. Llegó como misionero a Sébaco en 1703 con cuatro indios, y dos mulatos que le seguían de las haciendas y estancias donde había pre-dicado durante su largo viaje. En Sébaco lucho por erradicar a varios brujos que según el predicaban hechicería e hizo labor pastoral en las cañadas de Matagalpa y Jinotega. Después de esta misión se dirigió a la ciudad de México donde le sorprendió la muerte, en 1726.

Quedó como recuerdo La Cruz de Cerro Largo entre Sébaco y Mata-galpa, con el pasar del tiempo la cruz de madera se pudría y fue reno-vada varias veces por distintos párrocos de estas parroquias, el padre Eudoro Reyes fue el último sacerdote que la mandó a reconstruir en madera allá por 1898.

Se había establecido la leyenda que el pasante que pusiera una piedra en su base que ayudase a mantener la cruz erecta, obtendría la gracia de regresar en buena salud a Matagalpa.

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Esta costumbre estaba bien establecida a principios del siglo XX de tal manera que hay varias anécdotas de inmigrantes europeos que cumplieron con la tradición y fueron recompensados a volver a estas tierras donde encontraron a su compañera de vida. Entre ellos esta, el matagalpa Alberto Vogl Baldizón, cuando lo enviaron de 11 años de edad a estudiar a Alemania en 1909, pasó con sus padres montado a caballo por la Cruz del Cerro Largo donde su devota madre le pidió que pusiera una piedra en la base, pues anhelaba que volviese ya hombre y preparado. Después de terminar su estudios Alberto sirvió de oficial al lado del Ejército del Imperio Alemán durante la Primera Guerra, es-tuvo en combates en Italia, y Palestina, sin embargo regresó por barco a Corinto y a lomo de mula sano y salvo a Matagalpa en 1919.

Otro fue el joven tenedor de libros suabo Karl Hayn enviado en 1907 por la Compañía Comercial de Ultramar a administrar un negocio de exportación de café, se comprometió en Matagalpa con Meta Vogl en 1913, luego viajó a Alemania para hacer preparativos para la boda, estando alla le sorprendió la Primera Guerra, combatió en el frente occidental. Después del Armisticio volvió sano y salvo a Matagalpa en 1921 a cumplir su compromiso matrimonial.

Otro matagalpa Carlos Julio Hayn (hijo de Karl Hayn ), en 1935 le lle-varon sus padres ya en carro y ferrocarril a Corinto, luego en barco a Stuttgart, Alemania, a terminar su Liceo. Le sorprendió, esta vez la Segunda Guerra Mundial, peleó en el desierto del Sahara al lado del Mariscal Edwin Rommel en el Africa Korps, luego luchó Creta y Rusia, al terminar la guerra estuvo un tiempo prisionero de los ingleses, al ser liberado se casó en Alemania en 1946, tuvo su primer hija, luego lo posible para regresar con ellos a Matagalpa en 1949, lográndolo felizmente, ellos lo atribuyen a la promesa de la Cruz del Cerro Largo.

LAS POZAS DE MATAGALPA Y EL POLICÍA ESCOLAREl Rio Grande de Matagalpa pasa al norte y al oeste de esta ciudad, en su recorrido forma varias pozas donde los chavalos solían “bañarse”, enumerándolas de norte a sur eran: “El Jordan”, porque allí bautiza-ban a los Evangélicos por inmersión; “El Chivo”; “La Presa de las Ca-noas” conocida como “La Presa” (por el actual Parque de los Monos);

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“La Culebra” (por el Colegio San Luis), “La Carnicería”, por el puente del viejo Hospital San Vicente; “El Mico” ,llamada así porque estaba a orillas de una roca con un petroglifo de un mono; “Los Marinos”, (detrás del Club de Extranjeros, o sea el actual Cuerpo de Bomberos), porque allí nadaban los marinos norteamericanos entre 1928 y 1933). Y dos pozas mas “El Mandarin” y “Don Bruno”.

El Policía Escolar. Instituido por el gobierno liberal de Zelaya para garantizar la educación primaria obligatoria fue el ”Policía escolar”, estaba encargado de vigilar, e incluso arrestar a chavalos que no estu-vieran en sus clases en la horas reglamentadas. Esto duró desde 1893 hasta 1950 aproximadamente.

Don Lolo Reyes, quien nació en 1908 dice que los chavalos lo respeta-ban, su nombre era Ramón Chavarría, los cipotes le gritaban: “Chava-rría, chavarranca, la potrilla y la potranca”, después se corrían. Chava-rría no los podía alcanzara a pesar que tenia contextura y preparación atlética, pues había sido militar en tiempos de Zelaya. Jaime Reyes, quien nació en 1929, hijo de don Lolo, conoció a Chavarría como poli-cía escolar, era un hombre alto, ojos azules y siempre bien vestido. Al respecto contaré una inolvidable anécdota.

Un memorable “Bando”, 1898.

Allá por el año 1898 las autoridades de Matagalpa tenía muchas que-jas de parte de las niñas y de las lavanderas del río que no se podían bañar, ni lavar la ropa tranquilas porque algunos chavalos que iban a nadar allí lo hacían completamente desnudos . Entonces el Jefe Polí-tico era don Francisco Somarriba, quién además tenía muy buen hu-mor, decidió terminar con el problema y mandó a publicar un ”bando” que consistía en unos soldaditos marchando con el redoblar de un tambor para llamar el atención de la ciudadanía. El decreto leído en las esquinas decía así:

El Jefe Político de Matagalpa, en vista de las quejas de las señoras lavanderas y siendo una inmoralidad que los muchachos se bañen de-lante de ellas como Dios los trajo al mundo, es decir con sus colgantes adornitos expuestos, a fin de terminar con el problema del baño inde-cente en las pozas del río de Matagalpa, decreta que de ahora en ade-lante los varones se bañarán solamente de “la culebra para arriba”... y las mujeres del mico para abajo.

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Cúmplase esa pena de obras públicas forzadas. Ciudad de Matagalpa, 17 de Noviembre de 1898.

Eso provocó carcajadas del público oyente, hasta esta fecha se sigue recordando el efectivo y chistoso bando que terminó con el problema de las pundorosas lavanderas.

MI PROFESOR TRASATLANTICOEsta anécdota me la refirió el mismo protagonista cuando le di un “raid” de Matagalpa a Managua en 1967. Se trata de Carlos Hayn Gol-dberg (1885–1979) era natural de Stuttgart, Alemania, pero trabajaba en Milan, para Mercantil de Ultramar. En 1907 la compañía le pidió que viniera a colaborar en su sucursal en Matagalpa, Nicaragua. Don Carlos era entonces un joven soltero de 22 años de edad, aceptó la oferta y se embarcó en Génova en el vapor Provence con rumbo a ese misterioso país Nicaragua.

El transatlántico pasó por Barcelona y el Gibraltar, tocó los puertos de Cherbourg y Havre en Francia, Southampton en Inglaterra, lugares donde abordó pasajeros, después se enrumbó hacia Nueva York, una vez allí los pasajeros tuvieron la oportunidad de bajar y pasear en la gran ciudad por dos días, después tomó otro vapor rumbo sur llegan-do al puerto de Colón en Panamá.

En ese tiempo no habían terminado la construcción del canal, pues la compañía francesa de Fernando Lesseps que lo estaba construyen-do había fracasado, entonces Francia vendió sus derechos a Estados Unidos, este país continuó los trabajos del canal hasta su apertura en 1914.

Contaba don Carlos que en Colón tomaron un tren que los llevó a tra-vés del istmo hasta Ciudad Panamá en la costa del Pacifico, donde se embarcaron de nuevo pero ahora en un vapor mas pequeño, hacia el norte ya en el Océano Pacífico.

Como la travesía en barco de Italia a Nicaragua tomaba mas de un mes de duración, él quien era un hombre muy disciplinado, se dedicó a estudiar el idioma español desde que salió el barco de Génova.

Eddy Kühl Aráuz

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Entre los pasajeros que habían abordado en España y Francia ha-bían algunos que hablaban castellano, entonces don Carlos se puso a practicar su incipiente español con varios de ellos, pero hubo uno en particular que se había embarcado en Cherbourg, Francia se mostró más cariñoso y conversador, hasta le ofreció corregirle sus lecciones. Durante el resto del trayecto don Carlos visitó a menudo a este mis-terioso pasajero.

Refería que su voluntarioso profesor se sentaba enfrente de una me-sita en la cubierta del barco debajo de un techito de lona. Allí con lápiz y papel ilustrado amigo se dedicaba a escribir notas en un cuaderno, cuando él llegaba suspendía sus anotaciones y comenzaba a ayudarle con sus clases, le enseñó un buen lenguaje lo cual él agradeció hasta sus últimos días.

De Colon cruzaron en ferrocarril a Ciudad Panamá, ya en Pacifico el vapor enrumbo hacia el norte, en Puntarenas bajaron y subieron pa-sajeros, el próximo puerto sería en Nicaragua, arrimó al fin el barco a Corinto, don Carlos se despidió de su amigo y le agradeció su ayuda, quién también venía hacia Nicaragua, pero se dirigía a una ciudad lla-mada León, mientras él su destino era una ciudad al interior, Matagal-pa, entonces empezó a prepararse para desembarcar.

El profesor le había dicho su nombre durante el viaje, y don Carlos pensó que si todos los nicaragüenses fueran así se sentiría muy bien en su nuevo país.

Cuando llegaron al puerto de Corinto, notó un gran movimiento de gente y autoridades en la plazoleta frente al desembarcadero, estu-diantes de escuela uniformados, bandas de música, y funcionarios lo-cales que llegaban a recibir a un personaje que venía a Nicaragua en ese barco.

Entonces empezó a escudriñar si llegaba algún Jefe de Estado, Emba-jador o Político….

Cuál fue su sorpresa al ver que el centro de atracción en el puente de desembarque era su amigo de viaje, aquel que le había enseñado lecciones de español, se trataba de su profesor quien le había dicho llamarse simplemente: Rubén Darío.

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CAMINOS SOLITARIOSEstos no son sólo caminos sino que personajes solitarios. En mis años de infancia había un camino que saliendo de Ciudad Segovia, Ocotal, pasaba por el cementerio y llegaba hasta el Rio Coco. También pasaba por lo que entonces llamábamos el campo de aterrizaje y que era, humilde al fin y al cabo, pero un aeropuerto donde semanalmente llegaba un vuelo de Taca procedente de Managua.

Este campo de aterrizaje fue hecho por los norteamericanos que en 1927 tenìan intervenida a Nicaragua y peleaban en contra de Sandino en las Segovias. En este aeropuerto aterrizaban durante esa guerra los aviones que aprovisionaban a los marines en Ciudad Segovia, Ocotal y que viajaban también hacia Quilalí, que también tenía una pista de aterrizaje. Mejor dicho en ese tiempo Quilalí era un campo de aterri-zaje con unas cuantas casitas a uno y otro lado de un llano.

Pero bueno. Les hablábamos de los caminos y los personajes solitarios. Este camino que pasaba por el cementerio en Ciudad Segovia, Ocotal era totalmente solitario, tan sólo se oían los pocoyos y los salta piñue-las con sus gorjeos mañaneros. A mediodía era todavía más solitario.

Muchas veces me tocó pasar, siempre acompañado, en horas de la tarde, entrando la noche, y sentía un terrible miedo a los muertos, los pobres muertos que no le hacen daño a nadie.

Nueva Segovia

Fabio Gadea Mantilla

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En aquellos tiempos este camposanto estaba mal cuidado, tenía por-tillos en las cercas de alambre de púas y muchas veces los burritos se metían a pastar.

Recuerdo un día en que me puse a revisar las antiguas tumbas soli-tarias. Tenían cruces y nombres desteñidos por el tiempo. Se notaba cierto abandono que hoy en día no existe pues hay gente buena que ha colaborado para mejorar el ornato en el cementerio.

Pero quiero decirles que había en aquellos tiempos un hombre solita-rio que solía ir al cementerio todas las tardes y pasaba feliz escribien-do o leyendo sobre las tumbas. Hay gente especial a la que le gusta la soledad y que no le tiene miedo a los difuntos.

Un día pasé por el cementerio acompañado por un mozo que conocía bien la zona. Nos cogió la tarde y ya casi oscureciendo pasamos por el cementerio. Rubén, el mozo, siempre acostumbraba meterse para es-pantar a los burritos que pastaban en el camposanto. Fue ahí cuando miré a aquel raro individuo de barba blanquizca y crecida, sentado en una tumba, meditando solitario en medio de los últimos resplandores de la tarde.

Por momentos creí que era una aparición y se me puso la piel como carne de gallina, pero me calmé cuando Rubén le habló familiarmente y ambos platicaron durante un momento. El hombre se llamaba Len-cho, y era un señor que había perdido de golpe, en un accidente a sus dos hijos y su mujer. Llegaba todos los días a visitarlo.

Estampa triste de mis recuerdos de antaño.

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El DUENDE DE QUILALÍLe decían el duende de Quilalí, pero al parecer salía en todos aquellos caminos. Eso decía don Sebastián Centeno, amigo de mi sobrino Chele Gadea de Ocotal.

En los llanos de las Segovias siempre han contado cuentos que uno no cree pero que dicen son legítimas verdades.

Los llanos comienzan en Quisulí, “parallacito” de Mozonte, cerca de Ocotal. Siguen en Santa Rosa,. la vieja hacienda de don Mauro Vilchez, por supuesto confiscada y arruinada y pasan por Achuapa, la preciosa finca de los Guillén, de don Chano Chillén , padre de aquella linda mu-chacha segoviana que robaba los sueños de mi inocente adolescencia, llamada Etelbina, a la que ponían serenatas en las noches de luna los muchachos de entonces.

Luego los llanos de Salamají y de San Fernando y Santa Clara y San Nicolás y Jalapa por un lado, por el otro los del Jícaro y Quilalí... todos enormes, llenos de riquezas y misterios.

Es aquí en estos caminos de los llanos en donde decía don Magdaleno Sevilla que salía el duende. Don Magdalena es un personaje de mi in-fancia. Era un hombre delgadito y risueño. Había vivido aquellas gue-rras de Sandino en las montañas segovianas. No se en que bando había peleado, pero tenía una impresionante cicatriz en la nuca, una cicatriz que le dejó un hueco, un bocado como de una pulgada de hondo.

Pues este don Magdalena decía que en estos caminos salía un duen-de y que era un duende diferente a los que el habían visto comiendo ceniza en los potreros.

Era un duende pequeñito, vestido como cualquier arriero, con un gran sombrero cubriéndole la cabeza que casi no le dejaba ver el rostro y arriando una recua de cuatro mulas cargadas de cualquier cosa.

Le decían el duende de Quilalí. Se aparecía en las fiestas patronales de los pueblos, siempre con su recua de mulas y siempre persiguiendo a alguna muchacha del pueblo.

Así persiguió todo el tiempo a la Andreíta Ortez, que tenía los ojos co-lor de miel y el pelo rubio que le caía como cascada de oro sobre la

Fabio Gadea Mantilla

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nuca y la espalda y le terminaba casi en las rodillas. La Andreíta era visi-tada por el duende sin que nadie pudiera impedirlo. Se aparecía a cual-quier hora complaciendo todos los antojos de la muchacha. Un día ella pensó en comer elotes asados. Era verano y no había elotes, pero al rato apareció en el fogón un riquísimo par de elotes tiernitos asándose en un asador. Otro día la muchacha deseó comer torrejas, el postre navideño de las Segovias. Era el mes de mayo, no había quien hiciera torrejas, pero al momento apareció un plato ricamente adornado con torrejas, el postre navideño servido por el duende en el mes de mayo.

La Andreíta sentía miedo y vivía nerviosa, se sentía perseguida por aquel duende que ni el agua bendita ni los rezos lograban alejar. La muchacha se fue poniendo flaquita flaquita, no comía ni dormía. La vieron médicos y curanderos pero no pudieron curarla. Murió una tar-de de junio, cuando caía un aguacero y retumbaban los truenos en el cerro de San Lorenzo. Desde entonces nadie ha vuelvo a ver al famoso duende de Quilalí.

Dicen que son cuentos de camino, pero mucha gente seria de aquellos lugares fue testigo de esta historia. Muchos de ellos vieron y oyeron al duende Quilalí.

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LOS BUENOS TIEMPOS DE ANTAÑOPracticamente todas las personas viejas que aún viven recuerdan lo que ellos llaman “ los buenos tiempos de antaño”. Se trata de un pe-riodo que comprende aproximadamente el primer cuarto del presen-te siglo (siglo XX).

He aquí lo que dicen de aquellos días. Había bastante trabajo y, por lo tanto, bastante dinero. Había barcos bananeros, barcos madereros, muchas tiendas grandes y bien surtidas, etcétera. Se podía comprar lo que uno quisiera de comida, ropa y artículos de lujo. Todo era barato. Había hasta una tienda donde los artículos valían un centavo o dos centavos. Esa tienda estaba situada en la segunda esquina a mano izquierda yendo hacia el oeste en la avenida Cabezas.

No se consumían productos nicaragüenses; todo era “de afuera”, como decían. El señor Robby Hodgsdon nos dice que para la navidad había lo mejor de todo lo que uno quisiera pensar. También recuerda que para el 15 de septiembre, día de la Independencia, los niños des-filaban desde el parque hasta donde llamaban “el palacio”, lugar don-de vivió en el siglo pasado (siglo XIX) el Rey Miskito. Allí les repartían refrescos en abundancia.

El señor James Nelson, de 98 años de edad, y quien siendo más joven fue obrero, dependiente de comercio, ganadero, político y Alcalde de

R. A. A. S.

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Bluefields, recuerda entre otras cosas, la abundancia de buen licor, vino y brandy. El siempre tenía esas cosas en su mesa. También re-cuerda un arroz sin refinar que fue importado de la India y vendido al pueblo a dos centavos la libra.

Los niños eran mas corteses; respetaban a los mayores. Los maestros y los padres eran muy estrictos. Los castigos físicos eran muy comu-nes. Los maestros azotaban a los alumnos con palos , fajas de cuero, mecate, etcétera. A veces obligaban a los infractores a arrodillarse sobre granos de arroz, frijoles o maíz. Algunos padres de familia apli-caban esos mismos castigos a sus hijos.

Todos los mayores tenían derecho a regañar o castigar a cualquier niño en cualquier lugar por cualquier falta o mal comportamiento, y el niño tenía que aceptarlo humildemente, porque si se quejaba al llegar a su casa, recibía otro castigo de sus padres.

La mayoría de los mejores maestros que recuerdan fueron hombre y mujeres de Jamaica. Los textos escolares eran de Inglaterra. Eran el “Star Reader” y el “Royal Star Reader”. Estos libros contenían historia, literatura, poesía, gramática y muchas otras asignaturas. Los alumnos tenían que memorizar y recitar un poema cada viernes. Así se explica el porqué, hasta el día de hoy, algunas personas puedan recitar algu-nas de las obras clásicas inglesas.

En esos días habían policías escolares que patrullaban la ciudad de un extremo al otro, buscando niños que anduvieran por las calles duran-te las horas de clase, para llevarlos a la escuelas públicas que impar-tían la enseñanza en español. Esos policías con frecuencia perseguían a los muchachos, pero éstos siempre corrían más rápido que ellos y se perdían entre las casas y callejones de la ciudad. Algunas personas to-davía recuerdan a dos de los más famosos policías escolares apodados “Hurry–up” y “Chop–up”.

Hurry–up era el nombre de uno de los famosos caballos de carrera de la localidad; y como el referido policía era un corredor veloz que cau-saba problemas a los muchachos por su velocidad, decidieron ponerle el nombre de ese caballo.

La razón de estos policías escolares era la hispanización de la Costa por el Estado nicaragüense. Después de la incorporación, el gobierno

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hizo todo lo posible para erradicar el idioma inglés e hispanizar la re-gión. Se tomaron diferentes medidas–algunas drásticas– hacia ese fin. Los criollos se resintieron por estas medidas y las rechazaron median-te una resistencia pasiva. Rehusaron enviar a sus hijos a las escuelas públicas establecidas por el gobierno. Enseñaban a sus hijos en casa por muchas generaciones, o los mandaban a pequeñas escuelas pri-vadas mantenidas por los miembros más educados de la comunidad. Debido a esta resistencia surgió la necesidad de la policía escolar.

En aquellos días, en los barrios criollos, ciertos productos locales como pescado, camarón y bananos casi nunca se vendían: se regalaban li-bremente a amigos , vecinos y parientes. Se sacaba gran cantidad de camarones a pocas yardas de la orilla de la bahía frente a la ciudad. Y como las compañías solían botar el banano en la bahía, frecuente-mente se veían allí centenares de racimos flotando, y cualquiera podía salir a cargar su bote sin problema.

La gente decía: “Teníamos bananos para tirar a los perros”. Y eso era literalmente cierto, porque había mucho banano en la azotea, banano en la cocina, banano bajo el piso de la casa y banano en la caseta de los botes a la orilla de la laguna. Por lo tanto, a veces los niños jugaban a la guerra tirando bananos maduros unos contra otros; y cuando por casualidad pasaba un perro, también le tiraban.

LOS CHINOSDesde fines del siglo pasado (siglo XIX), los chinos empezaron a llegar a Bluefields, y ya para la década de 1920 tenían en sus manos casi todas las actividades comerciales de la ciudad. Uno de ellos, llamado Chow Wing Sing, hasta tenía monedas acuñadas con su propio nom-bre en ellas. ¿ De qué parte vinieron y cómo?

Los mismos chinos más viejos dijeron que casi todos eran de Cantón. Los criollos más viejos dijeron que llegaron de todas las maneras posi-bles: legales e ilegales. Algunos de los ancianos de Bluefields todavía recuerdan cómo solían traer a los chinos de contrabando. Afirman que algunos de los chinos vinieron en barriles y que a veces los lanzaban al mar cuando había la posibilidad de que el barco fuera registrado por personas inconvenientes.

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Después de llegar y establecerse se involucraron en casi todo lo que producía dinero: exportaciones, importaciones, venta al por mayor, venta al por menor, restaurantes, bares, lavanderías, fábricas de ropa, fábricas de jabón, estudios fotográficos, fábrica de confites, fábrica de galletas, transporte y juegos de azar.

Fueron los primeros en introducir a Bluefields la mini lotería conocida hoy con el nombre de “duquí”; pero no dependía de la lotería nacional o cosa parecida, sino que tenía su propio equipo casero. Muchos de ellos también tenían instaladas en sus tiendas maquinas tragamone-das. Esta era una máquina parecida a una especie de molino manual con una ranura del tamaño suficiente para acomodar monedas. El ju-gador introducía su moneda y tiraba de una palanca. Si tenía suerte, una gran cantidad de monedas salían chorreando de la máquina. La mayoría de las veces no sucedía tal cosa.

Unos pocos miembros de la comunidad china llegaron a ser muy co-nocidos y populares por ciertas razones especiales. En este sentido estaba el notable señor John Fong, llamado “Jack” por sus amigos de Bluefields, quien era un atleta polifacético. Jugaba todos los deportes que se practicaban en Bluefields y era destacado en todos. Jugaba ba-loncesto, balompié, tenis, voleibol, y cuando estaba demasiado viejo para jugar patrocinó diferentes equipos.

Sobre la calle principal de Bluefields, llamada ahora “Neysi Rios”, en el punto ocupado actualmente por la tienda de la señora Rosario (Cha-yo), estaba Pim Poy en su pequeño restaurante. Vendía comida muy buena y barata: carne molida con arroz, arroz con frijoles, pan con café, galletas y mucho más.

Para la gente trabajadora que no tenía otro lugar donde comer, y para cualquier otra persona, el restaurante de Pim Poy era el lugar indica-do. Todavía es recordado por una gran cantidad de personas.

En los bien conocidos suampos de Old Bank, a orillas de la laguna, se estableció Mantalón. En Punta Fría, también cerca de los suampos y la laguna, se establecieron Chow Ping y Cua Ho. Los tres eran agricul-tores. Abastecían a Bluefields con una gran variedad de verduras de la mejor calidad. También criaban cerdos de primera clase.

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Formaban parte del escenario de Bluefields. Era una vista familiar en los barrios de Old Bank y Punta Fría el verlos caminar con su carga-mento de lo que fuera, en dos latas cuadradas de cinco galones cada una, suspendida cada una en un extremo de una vara de madera ba-lanceada sobre sus hombros.

Las primeras generaciones de chinos formaban un grupo cerrado. No se mezclaban mucho con la población local. Como inmigrantes en tie-rras extrañas eran muy unidos. Toda disputa era arreglada entre ellos mismos. Nunca acudían a las autoridades locales por asuntos relacio-nados con uno de sus paisanos.

Algunos de los muchachos locales causaron a los primeros inmigran-tes chinos momentos muy desagradables. Se burlaban de su manera de vestir, de su manera de comer y su manera de hablar. Se mofa-ban de ellos y les hacían toda clase de travesuras. Hacían cualquier cosa para enojarlos, porque para ellos la cosa más divertida era oír a los chinos maldecir y pronunciar algunas de las obscenidades locales, las cuales estaban entre las primeras cosas que aprendían algunos de ellos después de llegar aquí.

Por ejemplo, como algunos de los recién llegados no entendían mu-cho inglés criollo, varios de los muchachos entraban en una de las tiendas chinas y pedían algunas de las cosas más extrañas, tales como una lata de lodo americano, una caja de piedras, una escuadra redon-da, o cualquier otra cosa absurda que se les ocurría en el momento. En tales casos, el chino registraba su mercadería, mostrándoles un artículo tras otro y preguntando cada vez si eso era lo que querían, hasta que se cansaba; entonces, los muchachos soltaban grandes car-cajadas en su cara.

Los chinos más viejos, después de establecerse y cuando tenían la posibilidad económica, mandaban a la China a traer sus esposas que habían dejado atrás, o pedían esposas por correo. Esto se hacía, entre otras cosas enviando retratos de sí mismo junto con su pedido. Pero algunos de las más pragmáticos simplemente se unieron con una de las mujeres locales, con o sin matrimonio. La mayoría de la generación más joven, tanto hombres como mujeres, comenzaron a casarse con personas de la localidad, a veces aun en contra de las voluntad de sus padres.

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De los días florecientes del predominio comercial chino en Bluefields, la gente mayor todavía recuerda las grandes celebraciones públicas anuales del Kuo Ming Tang, el partido político republicano fundado por el doctor Sun Yat Sen el 11 de octubre de 1912.

En estas ocasiones repartían en la sede de su club, paquetes de dulces a todos los niños que asistían al evento. También desplegaban una impresionante cantidad de juegos artificiales. Hacían que un enorme dragón artificial se tragara a una dama china. Eso era sumamente im-presionante para todos los espectadores.

Desde los días en que prácticamente todo el centro comercial de Blue-fields pertenecía a los chinos, todas las tiendas permanecían abierta de noche hasta las 8:00 p.m., lunes a viernes, y hasta las 9:00 p.m., los sábados. Esto continuó hasta finales de la década de 1960, cuando los sindicatos locales comenzaron a obligar a las tiendas el pago legal de las horas extras a los dependientes.

En aquellos días la ciudad presentaba un aspecto alegre con todas las luces de las tiendas y las calles atestadas de gente: algunos compran-do y otros paseando. La esquina de Wing Sang era la más popular de noche. Allí se reunían los hombres para chismear y ponerse al día con las noticias.

La popularidad de esta esquina llegó a tal extremo que el nombre fue llevado fuera de Bluefields y fuera de Nicaragua por emigrantes blu-fileños. Durante las décadas del cuarenta y del cincuenta, después de un éxodo de hombre jóvenes de Bluefields hacia Colón, Panamá, ha-bía una esquina en la Calle Quinta y la Avenida Bolívar de la ciudad de Colón en donde esos emigrantes se reunían, y la llamaban “Esquina de Wing Sang”. Hacia fines de la década de mil novecientos cincuenta y principios de la década de mil novecientos sesenta, después de que muchos muchachos fueron a Managua, la esquina sobre la calle Quin-ce de Septiembre, que quedaba al oeste de cine Luciérnaga, también era llamada “Wing Sang”, porque siempre se podía hallar a algunos de los muchachos blufileños parados allí.

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PERSONALIDADES PECULIARESAlgunas personalidades muy singulares y peculiares solían caminar por las calles de Bluefields. Existía un mestizo llamado Mateo que hacía cualquier cosa en cualquier lugar si alguien se lo pedía. Los muchachos se aprovechaban de esto y se divertían bastante con Mateo, causando, al mismo tiempo, a veces, desconcierto a alguno de la ciudadanos más respetables. Por ejemplo, si le decían a Mateo que corriera, corría; si le decían que tocara a un transeúnte en la cabeza, lo hacía. Algunos, hasta le decían que cometiera obscenidades en la calle y lo hacía.

También existió el señor Manny Roe. Era muy divertido con sus saltos y brincos artísticos que realizaba como siguiendo el ritmo de alguna música. Cuando alguien le decía¡Manny mirá la culebra cerca de tu pie! Empezaba a saltar y brincar por el aire como si estuviera evadien-do los ataques de la culebra.

Luego estaba el señor “Lazy” Bill. Este era un hombre viejo pero no in-valido. Era limosnero. Quienes lo conocían decían que era tan haragán que cuando se le caía accidentalmente algún artículo, como una mo-neda u otro objeto, le pedía a alguien que se lo recogiera. Se le pedía a alguien un banano y se lo daba, solicitaba también que se lo pelara.

“Tantó” era el señor Sylvester Hodgson. No sólo fue reconocido y fa-moso en Bluefields como compositor popular y músico, sino como el más popular y pintoresco de los carretoneros de la ciudad. En aquellos días, en que el principal medio de transporte lo constituían los carre-tones tirados por mulas, el público veía con frecuencia a “Tantó” en su carretón, parado sobre una de las barras de madera que conectaban el carretón a la mula, como un acróbata, con el látigo en la mano rea-lizando alegremente toda clase de piruetas sin caerse, aunque tenía unos cuantos tragos de guaro.

Probablemente, el más conocido de las personas peculiares de Blue-fields en tiempos más recientes fue “Cuabná”, Fernando Hodgson. Durante su adolescencia y su juventud fue un verdadero delincuente, en el sentido completo de la palabra. La cárcel era prácticamente su hogar. Pasaba más tiempo en la cárcel que fuera de ella. Apenas le daban su libertad volvía a caer preso por alguna razón u otra. Llegó a ser bien conocido por todos los oficiales de policía y fue hasta amigo y

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servidor de alguno de ellos.

Mantenía enojados a muchos padres, maridos y hermanos, porque no respetaba en absoluto a ninguna mujer, no importaba su edad, color, raza o condición social. Se sentaba o paraba en la acera o en cual-quier otro lugar público, y a cualquier mujer que pasaba le lanzaba un piropo descarado; si ella lo ignoraba o no le contestaba, entonces le lanzaba una descarga de todas las obscenidades concebibles.

Al llegar a su mediana edad, se volvió algo más manso y atento con la gente, especialmente con personas importantes que él creía que po-dían ayudarle en sus necesidades diarias. A veces cantaba también y la gente que conocía de voces decía que su voz era tan buena que con ella hubiera podido ganar una fortuna en otros lugares y circunstan-cias. Y aunque su mano izquierda era impedida al nivel de la muñeca, salía a pescar, solo, para ayudarse.

Siempre que llegaba gente importante a la ciudad, él se encontraba en-tre la multitud tratando de colarse y ofrecer sus servicios a los visitan-tes. Así fue como se hizo amigo del senador Pablo Rener durante el ré-gimen del último Somoza. Esto condujo a algo, que hasta el día de hoy, mantiene perpleja a mucha gente respecto al cómo y el porqué de ello.

Sucedió que “Cuabná” tomó el apellido del senador. Empezó a llamarse a si mismo “Fernando Rener”. Al senador le decía “papá”; a la esposa del senador le decía “mamá” , y a los hijos del senador les decía “herma-nos”. Ninguno de ellos se opuso a esto; más bien empezaron a tratarlo de forma muy generosa. Le regalaban relojes costosos, ropa y dinero. Cuando necesitaba algo le enviaba al senador un telegrama y firmaba “Fernando Rener”. La respuesta venía dirigida a “Fernando Rener” y fir-mada por el senador Pablo Rener. Él, entonces, tomaba esas respuesta y se la mostraba a la mayor cantidad de personas posibles.

Para entonces, ya el nombre “Cuabná” y su dueño eran bien conoci-dos aun por algunos políticos importantes de Managua. Pero lo más importante de todo es que el gran poeta criollo, David Mc.Field, es-cribió un poema en español titulado “Dios es negro” y en uno de los versos de este poema dice: “Dios es negro como Cubana”.

“Cuabná” se fue a su tumba posiblemente sin saber que su nombre está inmortalizado ahora en la literatura nicaragüense, gracias al poe-ta Mc.Field.

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LAS PLAGAS DE SAN CARLOSSan Carlos, esa esquina del Lago Cocibolca, ha vivido soportando sus plagas: los chayules, las moscas, las arañas, los zancudos, los sapos, las culebras y las golondrinas. Es que las golondrinas también eran plaga en San Carlos; nubes de golondrinas volando y sobre–volando, ensuciando la ropa lavada, en cualquier momento te caía una cagada del cielo en tu ropa, en el pelo, y en todo lo que no tuviera techo, y los zinc se veían pintados de mierda, y las paredes de las casas llenas de tela–araña y por más que la gente limpiaran sus paredes, más tarda-ban limpiando que las arañas en volver a tejer sus telas. Y es que todas estas plagas estaban asociadas y tenían que ver con los chayules. Las arañas comían chayules, las golondrinas comían chayules y moscas, y estas a su vez, comían chayules o restos de chayules. Los sapos tam-bién eran otra plaga que igual que los otros comían chayules, solo la plaga de zancudos era independiente. Ellos tenían su propia patente y llegaron a San Carlos antes que los chayules, son fundadores del pueblo y estarían prestos a firmar una declaración sobre su constancia en el trabajo de trasmitir la malaria de la que no se ha capeado nadie desde su fundación hasta nuestros días; sea gringo, alemán, inglés, comerciante, turista, pescador o lo que sea. Hay una plaga que se me olvidaba mencionar y que está también asociada a los chayules y es la oscuridad, con chayules no puede haber luz en ninguna parte. El progreso había instalado luminarias en las calles y los habitantes las

Río San Juan

Luz Marina Acosta

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agarraban a pedradas. Nada fácil era tener un poste eléctrico frente a la casa porque el rayo de luz que penetraba no brillaba, verdeaba de chayules. Así en tales condiciones, lanzar una piedra a la bujía no era vandalismo, sino defensa de tu tranquilidad, era una pedrada arro-jada en defensa de la soberanía. También construyeron un hospital en San Carlos y le hicieron sala de operaciones, pero ¡se imaginan a un médico operando de emergencia una Apendicitis que se reventó! y la Peritonitis no perdona a nadie, y si son la 8 de la noche se tiene que intervenir de inmediato sino se muere, y decir llévenlo al quiró-fano y se encienden las potentes luces, y cuando los chayules ven la luz, corren hacia ella y eso que uno ya está prevenido y que se tiene herméticamente cerrada la sala, pero los rayos de luz se escapan por cualquier rendija, por debajo de la puerta, por las ventanas que están forradas con cedazo, además ¿quién ha dicho que el cedazo detiene a los chayules? y cuando el médico hace la incisión para sacar la pus amarillenta de las entrañas, la pus se te vuelve verde color chayul, y ya no ves nada, sino chayules. Lo mejor que te podía pasar es no tener una Peritonitis en San Carlos.

A Marcelo Gómez el fotógrafo de San Carlos le salían las fotos con chayules, y es que no te capeas de ellos, por las noches ellos se reían de uno, porque vos te metías a la cama con tu mosquitero bien pren-sado debajo del colchón,–y que conste– que el mosquitero no podía se de tul, tenía que ser de manta, para que ellos no entraran, pero mirá, por el hoyito donde te metías, el pedacito que levantabas, lo indispensable para introducir tu cuerpo en la cama ellos entraban con vos, y es que esa era una maldición. Me contaba mi mamá que San Carlos era lindo, que su casa tenía jardín, que su mamá cultivaba ro-sas y era una mujer muy fina, una granadina de apellido Lugo, muy distinguida y que tenía su casa impecable, que todos los muebles de la casa eran venidos de Europa, camas de bronce, sillas austriacas. (La cama la conozco, todavía existe y en ella aún duerme mi tía Julieta) de todo lo que me contaba mi mamá lo que más me cuesta creer, lo que no me puedo siquiera imaginar, es ¡el jardín y las rosas! Si ahora no se puede tener plantas en San Carlos, hay árboles y plantas eso es cierto, pero forradas de telarañas y en cada hoja habita una araña y en las telarañas pegados miles de chayules. Lo que pasa, me decía mi mamá es que antes no habían chayules. Y cuentan los carleños que el

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culpable de los chayules fue un cura que corrieron de San Carlos y que cuando el cura se montó en la lancha que lo sacaría del puerto pegó un grito bien arrecho y dijo: ¡maldito pueblo, yo te maldigo! y desde entonces hay chayules.

LAS APARICIONES DE DON JOSÉYo no sé cuándo pareció Don José Coronel Urtecho en mi vida como tampoco sé cuándo conocí San Carlos o el Río San Juan. Seguramente fue a mis cuarenta días, pegada aún al pezón de mi mamá, la Rosarito, quien aunque estaba criando a cualquiera de sus nueve hijos, atra-vesaba el lago todos los lunes regresando a Granada los jueves o los sábados y nos llevaba y no nos dejaba de llevar hasta que, cumplido el año, nos despechaba. Debe de haber sido en uno de esos martes de San Carlos. El sol nacía del río y volaban hacia él garzas y patos chanchos, mientras atracábamos en muelles destartalados -una ta-bla sí, otra tabla no- tirando sobras, migajas de comida para ver a las “Machacas come-mierda” banquetearse en las aguas del martes de San Carlos. Ya en tierra, corríamos brincando de piedra en piedra para no caer en los charcos; siempre había charcos en San Carlos porque llovía todo el año.

Las comerciantes también brincaban y corrían a instalarse, abrían rá-pidamente sus tijeras de lonas y luego con cuatro palos y mecates, tendrían el plástico para proteger la mercancía de la lluvia. Los ma-rineros saltaban igualmente de tabla en tabla y después corrían en las calles llevando canastos cargados de tomates, cebollas, repollos, mangos, jocotes, piñas, y ya como a las nueve, las vivanderas o “mar-chantes” estaban sentadas con sus delantales y grande sombreros, limpiando sus verduras o frutas que no aguantaron el viaje, escogien-do las buenas y desechando las malas, quitándoles los tallos a las ce-bollas y tirándolos al suelo.

Era la “Calle de Abajo” que, al mediodía parecía un chiquero: lodo re-vuelto con tomates podridos y rabos de cebollas y cáscaras de repollo machucadas; no se podía ni caminar por el tumulto de campesinos que habían bajado a comprar y los chanchos que también venían el martes a aprovecharse de la “Calle de Abajo” de los martes de San Carlos y los perros flacos viendo qué conseguían, y los montones de

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chapules que habían amanecido muertos y los gritos de la gente:

“¿Qué vas a llevar amor?” o “Vení comprame a mí, vení ve, lo que tengo” y la llovizna continuaba cayendo y todo para que apareciera Don José y su acompañante, caminando despacio, pantalón kaki, ca-misa inmaculada manga larga, la boina negra que dejaba salir su pelo cano y un gran paraguas negro que además le servía de bastón. Nunca hablé con Don José, ni me le acercaba mucho, mantenía siempre dis-tancia y pensaba que caminaba sin tocar el suelo, porque no lo veía brincar de piedra en piedra como las vivanderas, como los marineros y cargadores y como nosotros, los niños de la Rosarito.

Él caminaba sobre aquella inmundicia y los charcos y yo le veía limpios los zapatos y el pantalón también andaba sin pringos de lodo en los ruedos, como andaba todo el mundo que transitaba por la “Calle de Abajo” de San Carlos. Don José tampoco se sentaba porque quien se sentaba en San Carlos se levantaba con una torta de chayules pegada a las nalgas y en sus pantalones kakis nunca vi la torta pegada. Ade-más a él tampoco lo cagaban las arañas, su camisa blanca manga larga no tenía los puntitos negros que dejaban caer las arañas desde los aleros de las casas.

Si a Don José nunca le hablé ni me le acerqué y sólo lo vi como visión o aparición entre aquel mundo, a su acompañante sí me le acercaba, casi hasta tocarla y a veces hasta la rozaba con mi brazo a la altura del pecho; a veces tenía que subir a un saco de arroz o de frijoles del al-macén de mi mamá para alcanzar mi meta: descubrir qué era, aunque me decían que se llamaba María y era la mamá de Luis, de Ricardo, de los Coronel, pero cómo? Yo no entendía nada, ella andaba pantalón de hombre y la llamaban Doña María, camisa de hombre, pelo corto de hombre, con gorra arriba, fumaba Valencia o Delta, cigarros que fumaban los trabajadores de la finca de mi abuelo, y la saludaban y la querían y la llamaban “Doña María”.

Un día le levanté el ruedo del pantalón y le descubrí calcetines y zapa-tos de hombre y gritaba y ordenada y caminaba como hombre y tenía mucha fuerza y manejaba la lancha, pero se ponía roja, roja como el sol o la luna de vacaciones sobre el lago y el río al atardecer. El triunfo de la Revolución me colocó en Cultura y nuevamente aparece Don José, pero ahora sí me le he acercado y él me abraza y me da cariño y

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dice que me conoce desde niña, que soy la hija de la Rosarito que se fue chavala a la guerrilla y me confiesa que me quiere como nieta y me dice un montón de cosas cariñosas y en otra de las apariciones yo me le acerco con un poema en mis manos para que vea que quiero ser poeta y él lo lee y me dice que le gusta, pero que siga porque todavía no dice todo lo que yo quiero decir y le hago caso y al día siguiente se lo enseño de nuevo y me dice que ya está, que eso era lo que le faltaba y no es que yo crea que es un buen poema, como él dice, pero sucede que en él hablo de mis viajes al Río en vacaciones de infancia y yo sé que es por eso que le gusta, porque compartimos el amor por el Río San Juan.

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LA LEYENDA DE LOS DOS VOLCANES(Dedicado al Dr. Jaime Incer Barquero)

Me encontraba en una casa de la Isla de Ometepe, si acaso se le pue-de llamar casa, muy humilde, con una cocina y un cuarto donde dor-mían 6 personas, entre ellas un anciano de edad indefinida, su cara llena de arrugas y en su boca la ausencia de dos piezas dentales en la parte superior y dos piezas dentales en la parte inferior, se veía un anciano de experiencia, hablaba mucho y al hacerlo expulsaba saliva por la ventana que formaba la ausencia de los cuatro dientes.

Me había dirigido a esa casa por recomendaciones de que ese an-ciano, era un hombre que conocía mucho de tradiciones y leyendas. Estuvo platicándome de su familia, de sus antepasados y de los indios que habitaron la Isla de Ometepe.

Me decía que los volcanes eran sus dioses y que la isla, era un san-tuario que tenía que ser visitado por todos los indígenas, nadie debía morir sin haber estado por lo menos una vez acompañando a los dos volcanes.

Le pregunté al anciano la creencia del porqué, a los dos cerros los tomaban como dioses.

–Ah –me contesto– esa historia es larga y muy antigua, uuuuh antiquí-sima, tal vez en otra ocasión se la cuente.

Rivas

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–Sabe –le dije– me gustaría escucharla ahora, pues tengo tiempo por-que me quedaré a dormir en la isla.

–Bueno, vamos a ver.

El anciano se levantó de la pata de gallina donde se sentaba y de un pocillo enlozado blanco descascarado, que estaba en la mesa, extrajo un puro que ya tenía consumida la mitad, después el anciano se metió a la cocina y tomando un tizón que lo acercaba para hacer contacto con el puro y encenderlo, haciendo mucho esfuerzo por la falta de las piezas dentales, pero después de varios intentos el puro se encendió y el anciano se sentó de nuevo en la pata de gallina.

Con su frente arrugada y sus ojos casi cerrados dijo:

–Vera, es una leyenda muy hermosa y triste, que trata de la formación del lago y los dos volcanes.

Yo me acomodé lo mejor que pude en un tronco, porque esperaba oír algo novedoso, porque nunca había escuchado algo de la formación del lago y los volcanes.

El anciano después de exhalar el humo del puro en dos ocasiones y con el dedo índice sacudiendo el puro para tirar las cenizas me dijo:

–Hace mucho, muchísimo tiempo, no existía el lago ni los dos volca-nes, esto era un paraje extenso, un valle propicio para la caza y la agri-cultura, estas tierras eran habitadas por agrupaciones dispersas, que una vez estaban en un sitio y otra vez en otro, posando en cada lugar de dos a cuatro años, luego emigraban, pero siempre en los parajes de este valle.

Su alimentación básica era: hierbas, frutas, raíces y carne, no conocían el fuego. Tenían un jefe o dirigente muy joven, que había heredado el cargo de su padre, muerto repentinamente. El joven era ágil, fuer-te, hermoso y como su padre, había aprendido hablar con los dioses, estos le recomendaban hacia donde podía moverse o emigrar, pero siempre dentro del perímetro del Istmo, porque este sitio era sagra-do, este sitio era la morada de los dioses.

Este joven jefe, tenía el nombre de karmakirra (El poderoso) y a pesar de su juventud, era apreciado y respetado por su pueblo.

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Un día de tantos decidió casarse, escogiendo para esto a una joven con un cuerpo bien formado, con su pelo negro, y cosa rara, el color de su piel era blanca y sus ojos celestes, por estas condiciones sobre-salía entre todos los de su raza.

Llegó el día de la boda, hay gran festividad y todo fue alegría, porque la pareja de recién casados trasmitían dicha y felicidad.

Pasaron los días y meses, los jóvenes no cabían de gozo, y este se aumentó cuando la joven empezó a engordar, producto del embarazo que naturalmente tenía que llegar a los 9 meses.

La joven dio a luz, una pareja de niños; uno era de sexo masculino y el otro de sexo femenino; los del pueblo comentaban que este caso raro sería de buen agüero decían unos y otros traerían desgracias, pero con el tiempo, al ver lo lindo de los niños se olvidaron de los agüeros y se dedicaron a querer a estos niños y por supuesto, los mas orgullosos y felices eran los padres por la llegada de estos lindos retoños.

Los habían bautizados; al niño como Waiknawanki, que significa “hombre grande” y a la niña como Yamnienjal, que significa “el ángel hermoso”.

El padre fue a consultar a los dioses y preguntarles cual sería el futuro de estos niños.

El Dios le contestó que sus hijos serian felices, porque iban a ser ado-rados como dioses. Con estas predicciones fue contento a darle cuen-ta a su esposa del futuro de sus hijos.

Pero va un día aciago, de lluvia, relámpagos, truenos, temblores y te-rremotos, el aullar del viento, que esa noche parecía que el mundo se extinguía, pero pasó la noche y apareció el día y con este, la calma.

La joven madre al despertarse se da cuenta que sus dos criaturas, sus dos lindos hijos, no se encontraban junto a ella. Con sorpresa y an-gustia le cuenta al marido de la desaparición de los niños para que inicien la búsqueda. Inmediatamente, ponen en movimiento a todo el pueblo, para dar con el paradero de los niños.

Pasan días sin encontrar una señal de ellos y tan afanados estaban en la búsqueda que no habían notado el surgimiento de dos volcanes en el centro del valle.

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El cacique en su infructuosa búsqueda, consultó a los dioses y les pre-guntó:

–¿Dónde están los niños? ¿Están vivos o muertos? Ustedes habían pronosticado que serian venerados por su pueblo. ¿porque no los en-contramos?

Los dioses contestaron:

–Los niños están entre ustedes y serán la gloria de su raza y las razas venideras.

¿Pero por qué no los hemos visto?–Dice el jefe– si están entre noso-tros ¿dónde están? ¿Será necesario recorrer mas distancia para abar-car más espacio?, mi esposa está dispuesta a hacer cualquier sacrificio.

–Si quiere tu esposa buena vista, yo se la doy, si quiere alas para abar-car distancias, yo se la doy, pero tus hijos están entre ustedes.

–Mi esposa tan desesperada que está dispuesta a mejorar su vista y tener alas para buscar mejor.

–Bien karmakirra, regresa a tu casa que tus deseos son cumplidos.

El joven regresa al encuentro de su esposa, la busca en su casa sin re-sultado, sorprendido por la ausencia empezó a dar voces para hacerse oír pero sólo recibía silencio, escuchaba el gorjeo de un ave, de colo-res muy bellos que lo observaba taciturna, los colores del ave eran: blanco que significa pureza, negro que significa sufrimiento, celeste que es el color del alma, en el cuello un hermoso collar negro coralino y rematando su cabeza un penacho largo, negro, que era distintivo de dignidad. El joven se queda extasiado mirando aquella ave que le recuerda a alguien, que le inspira cariño, hasta darse cuenta que esa ave, era su esposa como se la habían descrito los dioses.

El ave lo miraba con ojos de angustia, de amor y dolor. El joven acer-cándose le dice:

–Tú eres mi esposa adorada y has hecho el mayor de los sacrificios con tal de encontrar a nuestros hijos. Tu bien sabes que te amo que siempre te amaré, te deseo la mejor de las suertes para encontrar a nuestros hijos y tu nombre será Urrakat que significa lo más bello.

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El ave con un gorjeo remonta las alturas y se elevó tan alto que llegó hasta la cúspide de los volcanes que para ella eran cosa nueva, pero desde el primer momento los volcanes le inspiraron confianza y por eso siempre revoloteaba en la cúspide de ellos, en busca de sus hijos, suspirando; ¿Dónde están? y Urrakat, lloraba y lloraba inconsolable.

En aquel paraje de los dos volcanes, era continua la llovizna, que eran las lágrimas de Urrakat.

Pasaron años de esta búsqueda y fueron tantas las lagrimas derrama-das por Urrakat que se formó un gran lago y en el centro sobresalía una pareja de hermosos volcanes, estos eran los hijos de Urrakat, se comunicaban entre ellos y se dolían del sufrimiento de su madre, pero al mismo tiempo se consolaban por el destino que tenían, que era proteger a su pueblo desde las alturas. Y Colorín Colorado, este cuen-to se ha acabado.

El anciano guardó silencio, el puro hacia tiempo se había apagado, el anciano lo quedó mirando, sacudió la ceniza y poniéndose de pie, se dispuso a guardar en el pocillo lo que quedaba del puro, regresando a sentarse esperando que yo le comentara algo.

Yo presentía que este relato estaba inconcluso, algo le faltaba para rematar como todas las leyendas. Sentía gran desasosiego porque no estaba satisfecho, y le pregunté al anciano:

–Bueno ¿y qué pasó con Urrakat?, con el lago y los volcanes?

Por primera vez, vi. al anciano sonreír, con su ventana en la boca por la falta de sus piezas dentales y me dijo con una voz doctoral que me sorprendió:

–Hay cosas que tienen principio y no tienen fin. Está de ejemplo: el lago y los dos volcanes

–¿Y Urrakat? –Insistí.

–Urrakat? –me contestó el anciano– ella anda por toda la isla pregun-tando: ¿Dónde están? Usted debe observar las Urracas de esta isla que son las más lindas y hermosas de Nicaragua por su gran colas y su largo penacho y si escucha con atención va oír como un eco que se pierde en el bosque: ¿Dónde están?, ¿Dónde están?

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Me levanté del tronco y me despedí de aquella gente que me había relatado una leyenda muy hermosa.

Tomé el sendero para llegar a la carretera y abordar el bus que me condujera a Moyogalpa, de pronto escuché un ruido de ramas que venía de un piñuelar, observando con atención descubrí un gran pá-jaro blanco y celeste con su gran cola y su penacho negro y me pare-ció escuchar una voz que salía del piñuelar diciendo: ¿Dónde están?, ¿Dónde están?

Miré un rato para convencerme de la realidad y decidí emprender el camino, pero antes eché un vistazo a la humilde casa que había deja-do atrás, y en la entrada de ella, el anciano me observaba con su cara llena de arrugas, sus ojos entrecerrados y una sonrisa llena de burla, de sabiduría o de misterio.

POBRECITA NICARAGUACorría el año 1982, por más señas el mes de marzo, me encontraba frente a la farmacia Los Ángeles del doctor Guillermo Jiménez (El Bull), en un solar vacío que antes fue la casa de habitación de don Felipe Salinas, esposos de doña Amelia Martínez, que se mantenía en una miscelánea donde vendía frutas y productos de la finca.

Un grupo de personas estacionadas en el solar observábamos una manifestación con un poco de temor e inquietud. La marcha venia del lado del mercado, en esa época se acostumbraba que las manifesta-ciones pasaron por el mercado para engrosar las filas con las sufridas mujeres de delantal. Los manifestantes venían entonando consignas: “patria libre o morir”, “patria o muerte, venceremos”, “en la montaña enterraremos el corazón del enemigo”, “el que se cruce de la raya le rompemos la papaya”, “un solo ejercito. Un solo ejercito”, “pueblo únete”, “si Nicaragua venció, el salvador vencerá”, y tantas consignas más que se usaban en la en esa época. Una de las personas presentes en el grupo de observadores eran don Eloy Canales Rodríguez, que se notaba con una gran tristeza y movía pausadamente la cabeza de derecha a izquierda, repitiendo: “pobrecita Nicaragua”, “pobrecita Ni-caragua”.

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A partir de la revolución, se enfermo de tristeza. La tristeza es una enfermedad no diagnosticada y con un mal pronóstico. En esa época don Eloy padecía esa enfermedad: la tristeza; y al poco tiempo murió. Don Eloy Canales fue mi maestro en primaria en el instituto Rosendo López, también en secundaria, en Managua, en el Instituto Nacional Central Ramírez Goyena (colegio destruido en el terremoto de 1972), también fue maestro en las calles, no necesitaba un aula para ense-ñar, no importaba el lugar ni el momento, el siempre enseñaba, inclu-so su forma y proceder eran una enseñanza.

A don Eloy siempre lo tenemos presente cuando nos decía: “hola Monsieur; ¿Cómo esta su mamita y su papito?” Siempre al referirse a los padres lo hacía con respeto, con cariño, y después del saludo de rigor hablaba de historia, de cultura y de otras cosas más.

En ocasiones lo encontraba en el parque contemplando extasiado la iglesia san Pedro en Rivas, me contaba que era una de las iglesias mas armónicas, que era mejor que la catedral de León, que a pesar de ser mucho más grande, no tenía relación lo alto con lo ancho, en cambio la de San Pedro era bien proporcionada, bien armónica y guardaba una simetría correcta. También don Eloy me contaba sus viajes alre-dedor del mundo, y me decía que mi apellido era italiano, porque en una lápida del cementerio de Venecia había visto el apellido Marceno, también me decía que las pirámides de Egipto no le habían impre-sionado ni había sentido ninguna emoción, y donde él se sintió iden-tificado fue en Atenas, Grecia. Decía que en una vida anterior había vivido ahí. Me contaba que había recorrido en México la avenida de insurgentes de 52 kilómetros, y dormía en los parques, y me hablaba de la laboriosidad de los japoneses, de los metódicos alemanes, de los fríos ingleses, me relataba la vida en el altiplano peruano y boliviano, y de los “ches” de las pampas argentinas, y tantas cosas que están en mi recuerdo, que son imborrables, inolvidables, inconmensurables.

Don Eloy era ferviente, católico, mariano, rosacruz, masón, pertene-cía al club rotario, a la cruz roja, sindicalista, vegetariano, y a cualquier institución que lo invitara a cooperar, allí estaba don Eloy Canales Rodríguez, dispuesto a ello. Con su miserable salario ayudaba econó-micamente a gran número de personas, y ahorraba para hacer sus viajes alrededor del mundo, porque decía que era malo tener dinero,

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aferrarse a bienes materiales, de esa manera era universal.

En una ocasión, mientras don Eloy estaba en San Juan del Sur, ba-ñándose, estaba intranquilo pues debía estarse fijando en su ropa, que la tenía en la costa, y tenía miedo que le robaran cien córdobas que andaba en a bolsa de su pantalón. Entonces tomó la decisión de salirse del mar, se fue a su pantalón, tomo los cien córdobas y los repartió entre unos transeúntes, volvió al agua y comenzó a bañarse feliz y sin preocupación. No tenía dinero, no tenia mujeres, creía en la reencarnación. Decía que él era sastre de abolengo, porque cinco ge-neraciones de familia habían sido sastres. Para él todos los animales eran sus hermanos, y por eso sus habitaciones estaban llena de gatos y cucarachas. Decía que era ciudadano del mundo, era gran pacifista y gran propulsor de la unión centroamericana.

Los dos maestros más grandes que ha tenido Nicaragua nacieron en Rivas: don Emmanuel Mongalo y Rubio, don Eloy Canales Rodríguez

Don Emmanuel Mongalo y Rubio, el héroe nacional, muere en Grana-da, el primero de febrero de 1872, de tuberculosis. Don Eloy Canales muere en Rivas el 13 de agosto de 1982, de tristeza.

“Caramba, cuanta insolencia”. En la actualidad, el maestro siempre sigue mal pagado, con la diferencia de que antes, el maestro y el mi-nistro eran mal pagados, ahora la diferencia de salario es despropor-cionada. En recuerdo a los insignes maestros, Emmanuel Mongalo y Rubio y don Eloy Canales, hay que repetir la frase: “Pobrecita Nicara-gua”, “Pobrecita Nicaragua”.

HISTORIA DE LA YELBA RUIZ (La Chelín)Yelba Ruiz, nació en San Rafael, pequeña comarca del municipio de Rivas, carretera a Tola, a pocos kilómetros de la ciudad. Su padre An-tonio Ruiz y su madre Ofelia, sus hermanos, Alicia, Ofelia y Wilfredo.

Esta dama transita por todo Rivas a cualquier hora del día o de la no-che, con su caminar de pasos cortos pero rápidos, tan rápidos que pareciera no tocar el suelo, camina como si tuviera prisa por llegar a algún lugar donde no hubiera maldad ni egoísmo, camina vestida con cualquier ropa que le regalan, pero es muy común verla desnuda, con

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una desnudez inocente, con una desnudez de niña, entonces alguna dama le regala alguna prenda para cubrirse, supuestamente para ha-cer una caridad o a lo mejor para limpiar algún pecado cometido.

A la persona que encuentra le pide un chelín, tal vez por costumbre, porque no se da cuenta de que un chelín no tiene ningún valor.

Camina siempre con una sonrisa a flor de labios. Si llueve ella esta sonriendo y si no, también; si come o no, si duerme o no; para ella da lo mismo, yo siempre la he mirado sonriendo.

En una ocasión la estuve observando, estaba en una gasolinera com-pletamente desnuda, estaba haciendo el amor con un enajenado, ella sonreía (nadie sabe si sonríe de tristeza, nadie sabe si su risa es reali-dad), pero una cosa es segura: que es feliz como un niño, o como un ave que vuela en las alturas donde todo es puro, sin contaminación ni contradicción, porque es una contradicción regalarle algún dinero o una prenda de vestir y no darle comprensión, o al menos una sonrisa de indulgencia. “(¡Oh, chelín! Aprendiste a vivir como los astros, libre en medio de lo que es sin fin y sin que nadie te alimente)”.

Dice un adagio que el hombre feliz no tenia camisa. La chelín es feliz porque no tiene vestido.

Que estas líneas sirvan para que los rivenses le demos comprensión, cariño, y aliviemos un poco su indigencia, porque todas estas perso-nas que forman parte de nuestro entorno, de nuestra sociedad de una manera u otra, contribuyen a la gloriosa historia rivense.

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LOS AUTORES

Acosta, Luz Marina (Granada, Granada 1955) Licenciada en Ciencias de la Cultura en el 2000, siendo la mejor alumna de la Universidad Centroamericana ese año. Tiene una historia de participación en contra de la dictadura somocista. Ingreso a la clandestinidad como guerrillera sandinista en 1974. Estuvo en el exilio en México y al triunfo de la Revolución trabajó para el Ministerio de Cultura. Ha sido Directora de la Casa de los Tres Mundos en Managua. Propulsora del Centro Nicaragüense de Escritores y Coordinadora Técnica del Proyecto Editorial ANE-CNE-NORUEGA. Ha publicado en suplementos culturales y revistas. Su poesía ha sido traducida al inglés.

Alvarado Martínez, Enrique (Granada, Granada 1935) Ensayista y narrador. Se licenció de psicólogo en la UCA y obtuvo una Maestría en la Universidad de Texas, EUA. Ha publicado: El Pensamiento Político Nicaragüense (1968);Cuentos de Calle y Camino (1970); ¿Ha Muerto el Partido Conservador de Nicaragua?(1985); Las Increíbles Aventuras de Johnny White y Billy Black (1997); Anécdotas Granadinas(1998), la novela histórica Doña Damiana (1998); La UCA: Una historia a Través de la Historia(2000); Esa Insólita Suecia, vista por un nicaragüense (2003); La Verdadera Historia de Johnny White y Billy Black (2004). La UCA: Una historia a Través de la Historia-Segunda edición ampliada-(2010). Coordinó 3 libros de Anécdotas Nicaragüenses (2004,2006, 2009). Estuvo a cargo, como compilador, del libro: Xabier Gorostiaga, Educación y Desarrollo (2008)

Astacio Cabrera, Hugo (Chinandega, Chinandega 1922-2007) Abogado de profesión, egresado de la UNAN, León 1947. Opositor al régimen de los Somoza. En 1966 publica “Recuerdos de mi Prisión, Cuando Mataron a Somoza” En 1984 sale a luz su “Anecdotario Chinandegano” que para 1992, se amplía y se publica en Caracas, Venezuela, bajo el título “Relatos Chinandeganos. Remembranzas”, en donde refleja su fino humor y las vivencias de su ciudad y su gente. Hombre de convicciones firmes en lo político, dejó su testimonio en gran número de artículos periodísticos.

Bergman Padilla, Gilberto (Diriamba, Carazo 1939) Abogado graduado en España, con posgrados en Inglaterra y Argentina. Ha sido condecorado con la Estrella Kennedy, La Orden de Mayo, Orden Centenario Rubén Darío, la Orden José de Marcoleta en Grado de Gran Cruz. Entre sus publicaciones se encuentran: Manual Diplomático; Apuntes Diplomáticos; Naturaleza Jurídica del Cónsul Honorario; Discurso al Alimón; Las Musas de Darío; Carlos Gardel; La Leyenda Ibsen; El Visionario de la nieve; La Juanislama y

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Otras Vetas; Poetas Nicaragüenses; La Marcha Triunfal. Es Presidente de la Asociación de Universidades Privadas de Centro América y Rector de la Universidad de Ciencias Comerciales.

Espinoza de Tercero, Gloria Elena (Jinotepe, Carazo 1948) licenciada en Humanidades (UNAN, León) Cursó en México una especialidad en Educación Personalizada y Pedagogía Prospectiva. Ha publicado: Breve Historia de la Plástica Leonesa (1996). La casa de los Mondragón (1998). El sueño del ángel (2001). Túnica de lobos (2005). Gritos en silencio (2006), su primer libro dramático y contiene las obras: Desesperación, Espinas y Sueños, y El Espantapájaros. Stradivarius (2007). Conspiración en Diciembre (2007). Noche encantada (2008), Sangre atávica (2009). Aurora del Ocaso (2010)Fue nombrada hija dilecta de León (1988). Es fundadora y miembro activo de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE), Miembro de Número de la Academia Nicaragüense de la Lengua, y Académica Correspondiente en Nicaragua de la Real Academia Española.

Espinoza, Mario Fulvio (Nindirí, Masaya 1933) Periodista y narrador. Ha laborado como editor de los principales diario del país. Catedrático en Ciencias de la Comunicación. Ha sido Director de la Escuela de Periodismo de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y de la Universidad Autónoma de Honduras. Ha publicado: Managua la inolvidable (2000); Managua 1900 (2003).

Gadea Mantilla, Fabio (Ciudad Segovia, Ocotal, Nueva Segovia 1931) Estudios primarios en Segovia. Secundaria en el INO de León y en Pedagógico de Managua. Creador del programa radial Pancho Madrigal que cumple 50 años en el 2009. Comentarista, locutor y editorialista en radio y prensa. Autor de la columna “Cartas de Amor a Nicaragua”. Presidente del Parlamento Centroamericano en 2004. Libros publicados: Cantos del Galope (1979) Pinceladas Nicaragüenses (1990) Cuentos de Pancho Madrigal (2005)

Incer Barquero, Armando (Boaco, Boaco 1930) Médico; narrador de historias populares y autor de obras de teatro. Miembro correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Fue alcalde en su ciudad natal Boaco y ha publicado: La Guerra Predilecta, Debo la Sed (poesía), ensayos, reseñas históricas y obras teatrales.

Kühl Arauz, Eddy (Matagalpa, Matagalpa 1940) Ingeniero civil, historiador y narrador. Miembro del Instituto de Geografía e Historia de Nicaragua, del Instituto de Cultura Hispánica, del Centro Nicaragüense de Escritores y de la Fundación

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Internacional Rubén Darío. Ha publicado: Suvenir de Nicaragua (2000); Matagalpa y su Gente (2001); Matagalpa Histórica (2003); Historia de Inmigrantes (2007)

Marenco Monterrey, Jaime (Rivas, Rivas 1940) Se ha dedicado a temas de historia y narraciones populares. Ha publicado: Rivas Precolombina (1995); Relatos, Cuentos y Leyendas de Rivas (2000); Dos Lenguas un Habla (2002).

Mejía Godoy, Luis Enrique (Somoto, Madriz 1945) Uno de los más destacados cantautores nicaragüenses. Es miembro de una familia de músicos populares. Tiene treinta y ocho años de vida artística en los que ha grabado más de veinte discos de sus propias composiciones en Nicaragua, Estados Unidos de América, Europa, Japón y América del Sur. Ha publicado su libro autobiográfico: Relincho en la Sangre; Relatos de un Trovador Errante. Escribe cuentos, poemas y relatos que ha publicado en La Prensa Literaria y otras revistas. Ha musicalizado poesía de Rubén Darío, Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho, Gioconda Belli y José Cuadra Vega.

Mendieta Alfaro, Róger (San Marcos, Carazo 1930) Premio Centroamericano en concurso de poesía con el poema “Canto a Lincoln” (1959) Estudió Ciencias Políticas en Costa Rica y es Licenciado en Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Centroamericana. Presidente de la Fundación Cultural Nicaragüense Siglo Nuevo (Funisiglo) Ha publicado. Crónicas: “Cero y van Dos”, “El Último Marine”, “Olama y los Mollejones”. Novelas: “La Piel de la Vida”, “El Candidato”, “La Zarza y el Gorrión”, “Hubo una vez un General”. Cuentos satíricos: “La Casa de la Yegua”; “La Herencia” y un recientemente su:”Antología del Amar y Vivir en el Tiempo…”

Rizo Castellón, Simeón (Jinotega, Jinotega 1943) Médico Psiquiatra. Especialista en temas de seguridad social y psiquiatría forense. Fue profesor de medicina legal en Chile y Ministro Presidente del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Ha escrito la letra de la mazurca: Estampas de Jinotega y los siguientes libros: La Seguridad Social del Siglo XXI; La Seguridad Social en Nicaragua; Contra la Pobreza; Estudios Criminalísticos y, Caudillos y Acaudillados.

Robleto, Octavio (Comalapa, Chontales 1935-2009) Poeta, narrador y dramaturgo. Premio Nacional de Poesía Rubén Darío 1958. Ha publicado. Poesía: Vacaciones del Estudiante(1964);Enigma y Esfinge (1965); Epigramas con Catarro (1972); Noches de Oluma (1972) El día y sus Laberintos (1976); Vigilia en la Frontera (1982);. Teatro: Por

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aquí pasó un soldado (1975); Doña Ana no está aquí (1977); Teatro para niños (1984); Rafaela Herrera (1997); Siete obras de teatro nicaragüense (1998). Cuentos: Cuentos de verdad y de mentira (1987)

Rodríguez Rosales, Isolda (Estelí, Estelí 1947) Crítica, historiadora, narradora y ensayista. Se graduó en Ciencias de la Educación en la UNAN y obtuvo una Maestría en Historia en la UCA. Ha publicado: Español para la facultad de preparatoria (1982); La Expresión Escrita (1994); Curso de Lengua Española (1994); La Educación durante el liberalismo: 1893-1909 (1998); Una década de la narrativa nicaragüense y otros ensayos (1999). Cuentos: La casa de los pájaros (1995); Daguerrotipos y otros cuentos (2000).

Serrano Caldera, Alejandro (Masaya, Masaya 1938) Jurista, Filósofo y escritor. Miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Fue Embajador de Nicaragua en Francia y ante UNESCO. Presidente de la Corte Suprema de Justicia. Embajador de Nicaragua ante la ONU. Rector de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y Presidente del Consejo Nacional de Universidades. Es profesor de varias universidades de Nicaragua y profesor visitante de universidades de Europa, América Latina y Estados Unidos de América y ha publicado más de veinte obras, entre ellas: Filosofía y Crisis; La Utopía Posible; La Unidad en la Diversidad; El doble rostro de la Postmodernidad; Los Dilemas de la Democracia; Todo tiempo futuro fue Mejor; Estado de Derecho y Derechos Humanos; Meditaciones Fragmentarias: Máximas Mínimas; Razón, Derecho y Poder. Más recientemente: Obras (En tres volúmenes)

Sujo Wilson, Hugo (Bluefields, Atlántico Sur 1932) Estudios de primaria y secundaria en Colegio Moravo de Bluefields. Universitarios en UNAN Managua. Facultad de Humanidades. Gobernador del Departamento de Zelaya 1968-1970. Diputado al Congreso Nacional, 1974-1976. Sub director, director e investigador de CIDCA-RASS 1986-1990. Diputado del primer Consejo Regional Autónomo 1990-1994. Profesor de historia de la Costa Caribe de Nicaragua, 1995-2000. Autor del libro “Historia Oral de Bluefields” publicado por CIDCA, 1998.