Ni era vaca, ni era caballo

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Ni era vaca, ni era caballo

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En aquel día, yo era el único niño. Mi familia me quería mucho y mis abuelos y abuelas cuidaban de que nada malo me sucediera. ¡Quién sabe qué edad tenía yo! Porque no había ninguna persona que estuviera pendiente de contar mi edad.

Vivíamos en lo alto de una colina, cerca del mar. Hacia el este y el sur, había unas montañas que se veían azules desde la casa. Hacia el norte, un cementerio; al oeste, un arroyo llamado “Kulematamaana” que en nuestra lengua quiere decir “en la sonrisa”, y hacia el sureste nuestra huerta. Nuestra casa estaba en medio de vegetación y no en medio de sabana, rodeada de cujíes, dividivis, cardones y tunas.

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Un día, cuando yo ya estaba crecido, mi papá trocó un caballo con un hombre que tenía muchas ovejas y trajo a la casa unas veinte a punto de cría y muy bonitas.

—Bueno, aquí hay unas ovejas para que las pastorees –me dijo él–. Es bueno tener animales. Si no tienes animales tendrás que pedir por ahí leche de animales ajenos –me dijo.

Fue una tarde cuando me entregaron las ovejas.—Aquí te entrego las ovejas. Aprécialas mucho,

no las descuides, cuídalas. No vayas a quedarte en la cocina contemplando la olla –me decía mi padre.

Me alegré mucho porque en aquel tiempo no teníamos ovejas. Lo que abundaban eran cabras. Todos los días llevaba las ovejas al monte. Las llevaba por el lugar que me parecía mejor y nunca me alejaba de ellas. Siempre estaba pendiente para que no se mezclaran con otros rebaños y las enderezaba a tiempo para que no se fueran lejos. No es bueno que las ovejas se mezclen. Puede perderse una de ellas y pueden comérsela los dueños de las ovejas con las que se ha mezclado.

Al principio, no conocía bien los sitios de pastoreo, porque antes no salía mucho de la casa; sólo me alejaba un poco para recoger leña o buscar a Kuna, el burro viejo de mi abuela. Al principio lo que hacía era dar vueltas con las ovejas, antes de conocer bien los sitios más retirados. Tenía miedo de perderme junto con las ovejas. Más tarde, me iba lejos a pastorear.

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Dormía en un chinchorrito y siempre me despertaban temprano, todavía a oscuras.

—Despiértate ya –me decían, sacudiéndome el chinchorro. Me levantaba con sueño, restregándome los ojos.

—Despiértate ya, vete a ordeñar antes de irte –me decían.

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Me desayunaba con mazmorra y leche hervida y me marchaba al campo, llevándome las ovejas cuando apenas amanecía. Las ovejas me animaban y me daba menos miedo encontrarme con el zorro, con el buho, con el oso hormiguero y con el diablo. Con ellas me sentía como si fuéramos muchos. No me apartaba de ellas; a veces me ponía por delante, otras veces a un lado, otras veces atrás.

Eso hacía yo siempre.

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