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Nepenthe

un cuento sobre el dolor

Nieves Mories

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Nepenthe

Nieves Mories

Literanda, 2013

Colección Literanda Narrativa

Diseño de portada: Literanda, sobre una fotografía de Juan Alonso, Gran Vía© Nieves Mories, 2013© de la presente edición: Literanda, 2013Corrección: Olmo Cepero de la PlazaTodos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización ex-presa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento.

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Para El Rey. Porque sin él, nada hubiera sido posible.Bajo mi cama también hay cosas que muerden...

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Nepenthe: del griego “exento de dolor”. 1- Planta o flor carnívora del tipo de las Nepentáceas.

2- Bebida que los Dioses del Olimpo usaban para curarse lasheridas o dolores, y que además producía olvido, como las aguas

del Leteo.

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EN UN PRINCIPIO...

El día es precioso.

El verano aún no ha llegado, pero es una mañana cálida, al menos,todo lo cálida que puede ser una mañana de mayo en una montaña.Aún hay nieve en las cumbres, mucha nieve, y el sol del amanecer lavuelve rosa, amarilla y violeta. Casi parece una bucólica postal, algoque querrías fotografiar para enviárselo a tu madre con una nota de-trás, una nota apresurada, mal escrita y poco inspirada, que es comodeberían escribirse todas las postales. “Hola, mamá, aquí todo es ge-nial ¡ Tendrías que venir y respirar este aire tan puro! Besos.”

Algo así. O una chorrada semejante; algo tranquilizador y neutroque hiciera que una madre olvidara todos los peligros del mundo ex-terior, dispuestos a acechar a su prole y zampársela con patatas. Aun-que, como en este caso, hay madres que no sabrían recibir ese tipode postales. E hijas que nunca han escrito nada parecido.

Huele a pino.El olor es tan penetrante que casi logra esconder del todo el del

café recién hecho que arde bajo su nariz y la deja húmeda y adorme-cida. Cómo no olerlo, si todo está lleno de pinos a su alrededor, o,por lo menos, eso es lo que parecen. También hay encinas. Y es po-sible que algún tipo de árbol más, robles, o algo por el estilo. Pero,en este caso, también hay madres que no reconocen que un manzanoes un manzano ni aunque el proverbial fruto de Newton les caiga enla cabeza, e hijas que no sabrían identificarlos ni aunque les fuera lavida en ello debido a una deficiente educación campestre.

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Pero todo es muy bonito, vaya, y eso es lo importante. Una mañanaprometedora, casi demasiado perfecta, cálida, disfrutando del primercafé, del primer cigarrillo... ¿Se podría pedir más?

Desde la gran piedra gris donde está sentada no hay mucho quever. Un edificio color óxido, pequeño y destartalado, posiblementeusado como almacén hace muchos años y que ahora cruje y amenazacon venirse abajo por el taca-taca-taca imparable y monótono de ungenerador. Haría falta darle una mano de pintura, ya no se sabe si fuemarrón, rojo, naranja o si esa cosa que puedes rascar con el dedo hastadescubrir la madera es simplemente mierda. Y arreglar el tejado enla próxima tormenta puede terminar en el País de Oz, o abriéndole lacabeza a alguien. Cosa que, de poder escoger la cabeza en cuestióndonde tendría lugar el impacto, tampoco estaría demasiado mal.

También se ve un camino de tierra, con huellas profundas y re-cientes de coches. Ayer era un barrizal asqueroso, pero el sol de lamañana lo ha transformado en algo engañosamente transitable. Si ba-jara de su granítico pedestal y pusiera un pie en él, se hundiría hastala rodilla, así que mejor quedarse quieta, con cientos de años decuarzo, feldespato y mica clavándosele en el culo, que enterrada vivaen las arenas movedizas de un camino de cabras por dar un paso enfalso.

Que no está la vida como para andar dando pasos en falso. Y haycosas, como tantear bien el terreno cuando es necesario, que las hijasaprenden pronto, aunque no haya madres para enseñarles. Supervi-vencia, lo llaman.

Y hasta hay flores, vaya. Amarillas y moradas. Y margaritas. Unapena que le pase como con los árboles y no tenga la más remota ideadel nombre de ninguna.

Para ella, hasta hace poco tiempo, las flores se clasificaban en tres:las rosas, las margaritas y las demás, separadas a su vez en las que secompran y las que crecen en el campo.

Punto.Hasta ahí llegaban todos sus conocimientos de botánica y horti-

cultura, como toda buena chica nacida en la ciudad, crecida en la ciu-

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dad y que cuando sale de la ciudad es... para ir a otra ciudad aún másgrande, más llena de acero, más estéril y más triste. Tampoco teníael más mínimo interés en aprender nada al respecto. Total, ¿para qué?Las rosas rojas para recibirlas en cumpleaños y días de los enamora-dos, las rosas blancas para los muertos. Las margaritas... con las mar-garitas se hacen infusiones, ¿no? Y... y ya está.

Es posible que una de esas pequeñas amarillas (o quizá de las blan-cas) sea un diente de león. Una vez, cuando era niña, leyó un absurdocuento con moralina, de esos en los que hablan de niñas con delanta-les y puntillas, y bucles que no se deshacen, y tartas de manzana en-friándose en las ventanas con trapos de cuadros blancos y rojos sobreellas, que trataba sobre un diente de león en un vaso de agua, y unacría repelente (la de las puntillas y los rizos dorados) que lo pintaba.Y era amarillo. O blanco, quién sabe. No recuerda el final, con mo-raleja, claro, del cuento, así que como para recordar el color del dientede león.

—¿Cómo va? —avisa una voz tras ella—, una voz a la que sigueuna mano que le revuelve con suavidad el pelo de la coronilla-. Estábien eso de avisar antes de tocar, en una mañana tan bonita nadiequiere sufrir un infarto por un susto tonto. O que le dejen sin un parde dientes por el golpe de una taza de café en plena cara.

Se encoge de hombros y sigue mirando a las montañas. El sol estáligeramente más alto, los colores más encendidos, la resina resbalapor la corteza de los pinos, unos pájaros picotean algo cerca del ca-mino (mejor no entrar en detalles acerca de los conocimientos sobreornitología, sería demasiado deprimente hacer una lista de todas lascosas en las que es una perfecta analfabeta), el taca-taca-taca del ge-nerador sigue constante y ligeramente alarmante.

—Va.Eso es. Va. La tierra ha dado otra vuelta sobre su eje. La rotación

no se para por nada ni por nadie. Aunque bien podría haberlo hecho.Detenerse y echar un vistazo. O que Dios, Ala, Yahvé, quien fuera,abriera el ojo y despertara de su siesta eterna para ver que las cosasse habían desmadrado un poco.

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Que con un chasquear divino de dedos divinos lo arreglara todo, yella volviera a estar mirando por la ventana de acero y cristal, a suplaza silenciosa de adoquines, a sus vecinos insoportables, escuchandoberrear al crío del bajo derecha, mientras pájaros de los que no conoceel nombre anidan en las ramas de árboles tísicos pertenecientes a mis-teriosas especies urbanas y los transeúntes patean las pocas flores des-conocidas que crecen en las aceras de su ciudad, y luego poder hacerzapping en la televisión y no encontrar nada que ver.

Como cada mañana. Durante cientos de mañanas. Miles de minu-tos. Millones de segundos. Esperando que ocurriera... algo.

—¿Hace cuanto que están ahí?Vuelve a encogerse de hombros. Era una mañana tan bonita, que

ya ni siquiera lo oía. Hace un par de horas que una especie de igno-rancia absoluta de todo lo que estaba sucediendo a su alrededor sehabía apoderado de ella. Se había refugiado en una burbuja aislada yperfecta, de colores pastel y tartas de manzana. Como si, al dejar depensar en ellos, realmente se hubieran marchado.

Pero no es así.Más allá del camino, de los pájaros, de las flores, más allá del alma-

cén, granero, cobertizo, como se llame, hay una valla. Alta. Sólida. Me-tálica. Una valla que se agita convulsa cada pocos segundos. Estrepitosa.Que quizá se rompa en cinco minutos, o en cinco días. O nunca.

Alambres gruesos y trenzados. Y un candado que se le antoja di-minuto, que podría derretirse como mantequilla bajo el sol del mesde mayo, que mengua por segundos cuanto más lo mira. Ésa es sufrágil frontera, su defensa, el muro de su castillo, sacudido desde hacemuchas horas por unos ellos invisibles y palpables que intentan de-rribarlo, afortunadamente, ocultos por los árboles.

A excepción de sus manos. Sus manos blancas como leche pas-teurizada, agarrándose al metal roñoso.

—No lo sé. ¿Desde siempre?Baja la vista y mira el café, que se ha enfriado. Ya no huele tan

bien.De repente, la mañana ya no es tan bonita.

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GÉNESIS

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JAIME

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En el principio, Dios creó los cielos y la tierra. Y la tierra estabadesordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo,y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

Y dijo Dios...

Nada. Dios no dijo nada en absoluto.Y en ésas estamos ahora.Los días, las horas de antes de que la tierra quedara desordenada

y vacía, todo estaba raro. Distinto. Jaime Ramos no sabía si era el Espíritu del Diazepam lo que se

movía sobre la faz de los viejos en lo que luego se llamó El Día Des-pués del Día, pero estaba seguro de que el Espíritu de Dios no era.

Dormían el doble. Se aletargaban. Permanecían horas sentados,sin hacer nada, simplemente mirando al vacío. Sus ojos parecíanmuertos, su cara... estaban, no, más bien no estaban.

Don Ramón Pazos, empleado de RENFE durante más de cuarenta

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años, pulcro y elegante, lo que se llama un señor de los pies a la ca-beza, siempre con sus pantalones de pana y su batín gris oscuro (ma-rengo, Don Jaime, lo corregía cada dos por tres, el nombre de estecolor es gris marengo), el mismo Don Ramón Pazos de barba ceni-cienta perfectamente recortada que, a sus ochenta y siete años recitabade memoria todas las paradas de la línea Madrid-Hendaya y ofrecíael brazo a las señoras para ayudarles a subir las escaleras, ese DonRamón que se negaba a recibir asistencia de ningún tipo a la hora delaseo porque “hay asuntos, Don Jaime, que deben permanecer entreyo y el señor Roca”, desde las diez de esa mañana diferente pero tanigual a tantas otras mañanas, se había meado encima cuatro veces sinmover un solo músculo de la cara.

Después de que Jaime lo limpiara por cuarta vez... también se cagóen los pantalones.

Mientras Don Ramón Pazos y sus compañeros de mus viajaban ensueños a los verdes campos del Señor, en la televisión, una nuevaraza de gente más despierta y mucho más espabilada, pececillos fla-cos que querían engordar, listillos de las finanzas a pequeña escalacon cara de comadreja, monstruos de la industria farmacológica,gurús y santos de las bebidas energéticas, intentaban hacer su agostopublicitándose en los telediarios, junto con santeros, videntes y tima-dores en general que prometían remedios milagrosos contra esanueva, desconocida y soporífera plaga, ante un público potencial que,en el fondo, no les iba a sacar de la ruina, porque no estaban muyatentos a tanto producto maravilloso entre siesta y siesta. Sobre todoporque, entre siesta y siesta, lo único que hacían era... echarse otrasiesta.

Pero fuera lo que fuese lo que estaba pasando en El Día Despuésdel Día al otro lado de la pantalla de la televisión, en ese mundo demuñequitos animados que cada vez resultaban más difíciles de teneren cuenta como algo real, y, aunque un rayo divino hubiera fulminadode golpe al resto del personal de la residencia de ancianos CampoAlbo —disfrute de su edad de oro en un entorno natural, con cuidadospersonalizados y personal del más alto nivel—, Jaime no estaba dis-

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puesto a limpiar la mierda del culo de un viejo, por muy Don RamónPazos que fuera. Ése no era su trabajo. Y era muy difícil hacer algoasí por amor al arte, vaya.

Para solucionar lo antes posible ese inesperado y hediondo pro-blema, antes debía encontrar a alguien en lo que parecía más unacripta solitaria que un asilo (que es lo que era por mucho que la co-rrección política imperante hubiera cambiado de nombre a todo lofeo, sucio o preocupante, quizá más en un esfuerzo de dormir con laconciencia tranquila que de ofender realmente a cualquier posibledamnificado de una estúpida palabra inoportunamente brusca).

Primero echó un vistazo furtivo y silencioso a la sala de descansode las enfermeras. Con cuidado porque, como todo buen celador (ypor lo tanto, escoria para el personal de enfermería y cualquier entecualificado o sin cualificar pero con zuecos que se paseara por lospasillos con su cargamento de drogas legales e incluso de una fre-gona) sabe, mientras las enfermeras realizan la agotadora tarea de to-marse un café con suizos, que en algún caso era un vodka-tonic a lasdiez de la mañana, no quieren que nadie interrumpa sus aquelarres,ni siquiera en caso de emergencia nacional por un bombardeo de fuer-zas alienígenas. Y después de tomar todas las medidas de precauciónposibles para no hacer un solo ruido... se encontró con la sala vacía.

Nadie. Cero.El siguiente paso lógico en lo que ya preveía sería una jornada ago-

tadora, y no por el exceso de trabajo, fue llamar a la puerta de Silvia,veinticinco años, auxiliar, buenas piernas y mejores tetas, que noponía ningún reparo, más bien insistía en ello: en que le echaran unpolvo de vez en cuando atada a la cama y a cuatro patas.

—Silvia, bonita, que no quiero nada, bueno, sí, que alguien baje alimpiar la mierda de Don Ramón. Anda, abre...

Y Silvia sin abrir. ¿Estaría mosqueada por algo? Que él supiera, no le había hecho

nada, al menos, nada que ella no quisiera que le hicieran. Pero losmisterios de la mente femenina eran... pues eso. Misterios. Y no sólolos de la mente femenina, si no los de la mente en general. A saber lo

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que cada uno quiere decir cuando se despide con un “hasta mañana”.O cuando saluda con un “hola, ¿qué tal?”. Esos simples mensajeseran misterios codificados que ni la mente más lúcida podía descifrarcon ayuda de la Máquina Enigma si venían de una mujer cabreada.

Ése era uno de los principales defectos de Jaime. El primero deuna larga lista, o al menos, el primero que descubrió. Quizá ni si-quiera fuera un defecto, quizá fuera una tara, un fallo de la genética,puede que en la colita del espermatozoide de papá que ganó la carreray que quedó fuera del óvulo de mamá, estuviera acumulada toda lahumanidad de Jaime, todo su potencial no desarrollado a la hora desentir emociones y decodificar mensajes supuestamente simples deuna forma socialmente aceptada, la forma correcta por decirlo de al-guna manera.

Y es que, si algún psiquiatra más avispado que el resto de la legiónpor la que pasó durante su adolescencia se hubiera tomado el tiemponecesario para echar un vistazo a lo que se cocía en su mente agitada,no le habría descartado como a uno de tantos jóvenes difíciles en unaedad aún más difícil, si no que hubiera podido descubrir varias cosasbastante interesantes: para empezar, que era un extraordinario mani-pulador, un excelente analista de datos (porque eso eran para él losdemás, bases de datos con patas) y que los escrúpulos y la moral con-vencional no entraban dentro de sus prioridades, es más, ni siquieralos comprendía, aunque podía fingirlos e integrarse en cualquier ám-bito social sin problemas. También que Jaime Ramos, soltero, detreinta y dos años, celador de profesión en la residencia de ancianosCampo Albo, licenciado en psicología, educado y excelente conver-sador, de proporciones áureas y rostro juvenil y sonriente, hacía quie-bros de cintura dignos de un torero en la plaza para no caer de plenoen el pozo de la sociopatía, y gracias a su extrema inteligencia y ha-bilidad para resolver problemas de inmediato y de forma expeditiva,por eso aún no le había hecho falta hacer daño de verdad a nadie.

A veces, era más divertido así.

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—Anda, Silvita, guapa, abre de una puta vez...Estaba empezando a perder la paciencia. A perderla realmente. Lo

único que se oía en toda la residencia era el ruido amortiguado de latelevisión en el piso de abajo y sus nudillos golpeando sordamente lapuerta, cada vez un poco más fuerte, cada vez un poco más deprisa.

Primero entró en la habitación de Silvia. No era precisamente una chica ordenada y limpia. Todo estaba re-

cogido lo justo, ordenado lo justo y aseado lo justo para que Ana, ladirectora de Campo Albo, no le echara primero una bronca y luego ala calle. Pero había cosas que Jaime no podía evitar esquivar con lamirada.

Los envoltorios de las chocolatinas, por ejemplo. ¿Es que era tandifícil tirarlos a la papelera? Los pañuelos de papel usados encimade la mesilla, junto a un vaso de agua con un cerco marrón en elborde. El agua sucia de una pecera tendría mejor aspecto y olor. Unesmalte de uñas rosa chillón abierto, con una gota cristalizada en suborde, esperando pacientemente a que alguien lo cerrara.

Una braguita blanca olvidada debajo de la cama. Rota. De acuerdo,esa la rompió y la tiró él ahí la noche anterior, después de acorralar aSilvia contra la puerta de su propia habitación (y no precisamente encontra de su voluntad, a pesar de la inusitada violencia del momento),

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pero nadie se había parado un momento a recogerla y tirarla a la ba-sura. Manchas del tan familiar esmalte de uñas rosa en el escritorio.Los dos cubatas tibios a medio beber de anoche, bastoncillos, unfrasco de colonia de supermercado vacío.

Las habitaciones dicen mucho de la gente, sobre todo en CampoAlbo, donde son el único lugar en el que se puede disfrutar de unaintimidad real. Una pequeña casita de diez metros cuadrados que enel fondo, es tu imagen y semejanza. De Silvia se podía decir que erainfantil, frívola y descuidada. Que su vida no había sido demasiadodifícil, que estaba acostumbrada a lo regular, a lo rápido y a lo brusco.Una chica de su tiempo, un prototipo tan desgastado que no había re-tenido nada especial, nada de lo que distingue a un ser humano deotro y le vuelve único e irreemplazable. No había un solo detalle quela hiciera destacar entre la multitud, un solo gesto, un objeto fuera delo normal, algo, lo que fuera, que contara una historia diferente a loque se ve a simple vista.

Casi todo el mundo era así, tampoco se podía culpar a Silvia denada. No eran más que lo que se esperaba de ellos. Podías pasarte lavida entera rascando bajo la superficie, encontrar esa chispa diferenteque descubriera algo nuevo bajo el disfraz de lo cotidiano era, si noimposible, sí improbable.

Y Silvia era así. Debía ser así. Bonita, simpática, con la inteligen-cia justa para no vivir en una maceta haciendo la fotosíntesis, un pocolista cuando debía y un poco tonta la mayoría de las veces. Comotodas. Exactamente igual a todas.

Pero gracias a ella descubrió algo que no sabía. O quizá ella sim-plemente fue la gota que colmó un vaso que ya estaba ahí desde hacíamucho tiempo, llenándose poco a poco de hastío y frustración.

La primera noche que estuvieron juntos, ella aún atada, a mediovestir o a medio desvestir, qué más daba, desmadejada sobre la cama,con la respiración agitada, ese olor entre la artificialidad que dan losperfumes caros que compras para ocasiones especiales pero no ocultadel todo la realidad de la piel que esconde debajo, su cualidad de in-truso en un cuerpo menos valioso que el aroma en sí, y su sudor de

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falsa niña bien, Jaime le acarició la espalda. Le gustaba hacerlo, justoentonces, una vez llegada la calma y la pastosa desidia post coitum.Pasar la punta de los dedos, muy despacio, desde la nuca, por todasy cada una de las vértebras, desviándose luego a cada costilla, dearriba a abajo, del centro al exterior, una mujer tras otra, una camatras otra, componiendo para sí mismo una melodía al piano que nuncaera capaz de escuchar.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo cansado que es-taba. Y de que no era capaz, a saber desde cuando, de sentir algo más.Cansado. De repetir una y otra vez lo mismo. De que todo fuera me-cánico, monótono, manido, usado. Muy cansado. No había nada enese cuerpo que acariciaba, sus dedos no encontraban ese camino queesperaban encontrar una y otra vez en otras espaldas, en otros rostros,un hormigueo, una señal. Ese qué se yo que tenía que existir en al-guien más, esa certeza de saber que no estás tocando una cáscaravacía...

Que, en el fondo, no era más que como él se sentía. Hueco y can-sado.

Gracias, Silvita, por la revelación. Y por tus tetas casi milagrosas,qué coño.

Pero ni Silvita ni sus milagrosas tetas estaban en la habitación enesa extraña mañana que fue la del Día Después del Día. Su cuartoestaba tan vacío como el resto de la residencia, a excepción de la te-rraza cubierta y soleada llena de ancianos durmiendo como benditos.Tampoco había ninguna señal de que Silvia se hubiera marchado,todas sus cosas, su ropa y su maleta estaban allí, en el mismo lugarde siempre.

Jaime salió al pasillo y fue a la megafonía de la sala de enfermeras.Apretó despacio el botón rojo de encendido, sonriendo, y el cacharrole saludó con un pitidito alegre y familiar, como si él también estu-viera impaciente por descubrir si todo lo que quedaba en Campo Alboera un montón de zombis jurásicos y meones...

—Buenas tardes, residentes y trabajadores de la residencia de an-cianos Campo Albo, disfrute de su edad de oro en un entorno natural,

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con cuidados personalizados y personal del más alto nivel. Soy JaimeRamos y tengo algo que comunicarles.

Hizo una pausa dramática y se aclaró la garganta, más por darleintensidad a la escena que representaba que porque realmente lo ne-cesitara. Sin que la sonrisa abandonara su rostro ni por un momento,volvió a acercarse el micrófono.

—Bien. Lo que tengo que decirles es muy breve, les ruego prestenatención. Vivir aquí todo este tiempo ha sido como vivir entre cantosrodados, la inteligencia es la misma y la utilidad aún menor. Sontodos ustedes una panda de inútiles e idiotas, y lo que más he deseadotodos los días desde que estoy aquí ha sido llenar las lentejas de losmiércoles de raticida. Quizá así hubieran tenido algo de sabor. Nadamás, excepto que espero que un rayo les haya desintegrado, porqueeso, en parte, demostraría que Dios existe y atiende a mis plegarias.Que pasen una buena tarde.

Estaba a punto de salir, cuando recordó el principal motivo de subúsqueda, así que se dio la vuelta y cogió de nuevo el micrófono.

—¿Queda alguien aquí que le quite la mierda del culo a DonRamón?

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Era el Día Después del Día, y Jaime no lo sabía. No se había en-terado más que de lo justo, y eso no era mucho. Al estar semire-cluido al pie de la sierra, pocos sucesos de primera mano lellegaban, quitando los lunes y jueves que Marcelino el panaderollegaba con sus chorradas que la mayoría de las viejas y parte delpersonal femenino de la residencia celebraban con algarabía y clo-queos de gallinas desesperadas. Había que reconocerle, eso sí, uncierto encanto rural y trasnochado, mezclando el culebrón rosa queestuviera de moda en ese momento con sanos elogios campestrespara todas las féminas que le hacían corro. Tenía mérito Marcelino,con su metro sesenta escaso y su piel curtida y rugosa como la deuna tortuga vieja, a pesar de que no debía haber cumplido los cin-cuenta. Y algo más, claro, mucho menos espiritual, porque era co-nocido entre el poco personal masculino de Campo Albo que sebeneficiaba regularmente al menos a dos enfermeras, una auxiliary a cierta señora de buena familia que a sus setenta años largos aúnestaba en condiciones de rogar al rudo panadero un rato de diversiónentre sus sábanas.

En pocas ocasiones Jaime había estado de acuerdo con tanta gentea la vez. Todos se preguntaban hasta dónde llegarían los encantosocultos de Marcelino pero, lo que más intrigados les tenía eran sus

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tragaderas. Hacía falta echarle estómago para ejercer de latin loveren una residencia de ancianos.

Sonrió para sí mismo recordando a Marcelino y su extraña, casipremonitoria ausencia esa mañana aún más extraña. Pero lo que em-pezó siendo una sonrisa casi cómplice, pensando en el bueno de Mar-celino y su estúpida pero cachonda forma de hablar de cualquier cosasin tener ni idea de nada se convirtió en poco más que una muecadesangelada, el rictus forzado de alguien que no quiere creer ni pensardemasiado en que, mientras esperaba a un panadero que nunca lle-garía, había sentido algo que no podía explicar, y eso... eso no le gus-taba para nada. Jaime no era un hombre de presentimientos, desensaciones, de sextos sentidos. Así que ese algo que le ponía la pielde gallina sólo de volver a revivirlo no podía más que ser real. Y sinembargo no podría contar con exactitud de qué se había tratado. Por-que, como reza el poema: “fue el viento, nada más”. Y que ese algoque había pasado estaba más allá de lo grave, eso le había quedadoclaro, no le hacía falta ver las noticias para saberlo. Es más, en lasnoticias tampoco decían nada en absoluto esclarecedor. Si todo elmundo estaba confiando en los telediarios, la desinformación debíaser total.

Lo que era seguro es que lo que pasaba en Campo Albo no era unhecho aislado. Ni mucho menos. Aproximadamente cada media horarepetían una grabación, siempre la misma, con comentarios tambiéngrabados, en la que mostraban la Gran Vía de Madrid, vacía. Bueno,en realidad, no estaba vacía, había gente ¿durmiendo? En los sopor-tales, en las entradas de los teatros, contra las paredes... No eran men-digos, no, eran gente normal, vestidos normalmente, quesimplemente... dormían. Jóvenes con mochilas, dejándose llevar porun repentino sueño mientras iban al instituto. Hombres trajeados, mu-jeres apoyadas contra su carro de la compra echando una cabezaditaque empezaba a alargarse demasiado, ancianos, niños, perros husme-ando entre ellos, esquivándoles en una estampa tan perturbadora eirreal que le mantuvo fascinado más tiempo del que le hubiera gus-tado. Tiempo perdido mirando a la gente dormir.

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Jaime hizo recuento a ojo y lo que más le alarmó no fue la genteque estaba, sino la gente que faltaba. El conteo no era muy tranquili-zador, desde luego, apenas unas decenas de personas en la Gran Vía,todos en sopor por alguna extraña plaga de moscas tse tse que habíandecidido picar al unísono. Y, desde luego, no era normal que todo elmundo hubiera obedecido a la primera la orden emitida esa mañanade permanecer en casita, tranquilitos y quietecitos. Esto era España,por Dios, si todo fuera bien habría disturbios, cotillas, aventureros,borrachos celebrando el fin del mundo, qué se yo, pero no habíanadie.

Echó cuentas. Si en Campo Albo sólo quedaban los viejos incon-tinentes y él, eso significaba que dieciocho personas se habían esfu-mado. ¿A cuánto ascendería la cifra en Madrid? ¿La mitad? ¿Unastres cuartas partes o aún más?

Y mientras tanto, sin parar, en cada corte de las noticias, las medi-cinas milagrosas aparecidas de repente, las hierbas, los videntes, todopreparado, orquestado al milímetro en una perfecta sincronía dema-siado oportuna como para resultar creíble... Era una locura. ¿De quiénhabía sido la genial idea de llenarlo todo de esos anuncios dementes?La situación era totalmente irreal por lo absurdo.

Al anochecer del Día Después del Día, Jaime salió a las escalerasde la entrada, con un whisky en una mano y el hacha de las emergen-cias (guardado dentro de un congelador industrial, vaya, el génerohumano es realmente lógico a veces) en la otra. Ya no llevaba el pi-jama de celador, lo había cambiado por sus vaqueros, una camiseta yla cazadora de cuero imprescindible en las noches segovianas de abril.

Tenía que pensar. Necesitaba pensar. Poner todo en orden, saberen qué situación se encontraba. Hacer balance de daños para decidirqué camino tomar porque, si algo tenía claro, es que no pensaba que-darse allí, esperando a caer dormido o muerto en medio de ningunaparte, rodeado de viejos que apestaban como un vertedero.

Pero no podía. Le faltaban demasiados datos. Estaba en medio deuna ecuación llena de incógnitas y no había forma de despejarla.Campo Albo no estaba en una población grande, el pueblo más cer-

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cano quedaba a 20 kilómetros, por lo que el boca a oreja era imposi-ble. Y acercarse allí, sin saber qué estaba pasando... una locura, esosi no era directamente un suicidio. La televisión y la radio estabanenloquecidas, no tenía sentido lo que transmitían una y otra vez.

El caos, sí, era el caos. Pero no era desordenado, como cabría haberesperado, era silencioso y tranquilo. Un caos silente, que invitaba adescansar, a esperar.

A dormir.Jaime Ramos, treinta y dos años, soltero, celador y casi sociópata,

en el Día Después del Día tiró su vaso de whisky, aún lleno, contraun árbol, y el ruido de cristales rotos en esa noche especialmente ex-traña le sonó tan espeluznante que le puso de punta los pelos del co-gote. Y como no estaba acostumbrado a sentir miedo, ni siquierareconoció la sensación.

Pero al entrar en Campo Albo no soltó el hacha, y cerró con llavetodas las puertas, bajó todas las persianas y apagó todas las luces.Después volcó un frasco de pastillas de cafeína en su mesilla, las or-denó en tres filas como soldaditos diminutos y blancos en formacióny se tragó tres del tirón con la primera taza de café de las seis que sebebería esa noche.

Por si acaso.

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FERNANDO

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Luego dijo Dios: “Haya expansión en medio de las aguas, y se-pare las aguas de las aguas”.

E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajode la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión.

Probablemente no contó con Franco para el reparto y de ahí tantopantano...

El muerto se parecía a Franco. El parecido era tan inquietante que hasta daba risa. Qué canijo eras, Serrano... Debiste dar la talla por la mínima.

Eso, o los años y la mala leche te encogieron...Daba un cierto repelús encenderse un cigarrillo. Primero, porque

estaba prohibido, claro. Segundo, por el silencio. Pero era peor nohacerlo y quedarse ahí quieto, frente al cristal, mirando al cadáverdel doble de Franco, rodeado de flores y banderas, en total soledad.

En lugar del cigarro, probó con un caramelo. Y el crujido del plás-tico, algo de lo que hasta entonces no se había percatado jamás, le

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encogió los dedos de los pies. Siempre le ocurría cuando algo le in-quietaba, se le contraían sin querer y presionaban dolorosamente con-tra la suela de los zapatos.

Fresa. O lo que es lo mismo, el sabor del jarabe para la tos con-centrado en una pastillita roja.

Tus amigos no te olvidarán, Serrano, pero lo que es por aquí, noha aparecido ninguno...

El inspector jefe Serrano había muerto solo, de un infarto en supiso, tan enano y mezquino como él, y su velatorio estaba siendoigualmente solitario. Y, aunque las cosas no estuvieran así, tan... tancomo estaban, tampoco le hubiera extrañado. Eso era lo que les pa-saba a las malas personas en un mundo ideal, que morían en soledad.Y que nadie les lloraba.

Se imaginó por un momento como sería ese día si todo estuvieranormal, por decirlo de alguna manera. ¿Habría ido alguien a presentarsus respetos al muerto? Por supuesto. Siempre hay pelotas y bien-quedas, abuelas y vecinas que no tienen nada mejor que hacer quepasar el día en las sillas tapizadas de verde musgoso que hace muchovieron sus mejores años, conocidos bien intencionados que acuden adar el pésame a una familia que no saben que no existe... y él. Porsupuesto, él habría ido igualmente, se habría sentado en ese mismosofá con olor a desinfectante y se habría comido un caramelo de fresadel cenicero de cristal que había en la mesa camilla.

Porque nadie merece irse solo.Ni siquiera Serrano. Y eso que, si había una sola persona en todo el mundo capaz de

hacer que Fernando Díaz se saliera de sus casillas, era el inspectorjefe Serrano.

Desde que le trasladaron desde Bilbao a la tranquila comisaría deSegovia, Serrano se había dedicado a hacerle perder la fe en la hu-manidad y a convertir su vida en un infierno. Y no necesariamentepor ese orden.

Fernando Díaz, Fer para los amigos, Díaz para los compañeros yTú, Lisiado (Fer se lo imaginaba así, en mayúsculas, y con letras

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rojas) para Serrano, había llegado a tierras castellanas un año antes,después de que su rótula se encontrara accidentalmente en la trayec-toria de una bala de 9 mm. El accidente, en realidad, consistió en queesa bala era un regalo para su región occipital, pero, afortunadamente,hay terroristas cuya puntería no es muy buena mientras huyen de uncontrol.

Después de eso, Segovia suena igual a Paraíso. Pero Serrano se encargó de que el infierno fuera altamente desea-

ble. Incluso una persona como Fer, de la que sus amistades opinabanque de tan bueno era tonto, le deseaba una muerte dolorosa y lenta.Generalmente, unas seis o siete veces al día. Y eso en los días bue-nos.

Tú, Lisiado y sus compañeros contaban los días para la jubilaciónde Serrano (el muy cabrón ni siquiera tenía la decencia de cometeralgún error o falta que le apartara del servicio), y, como en una tristepelícula americana, el día de antes de que eso ocurriera... un infartofulminante se le llevó al otro barrio.

Ya es mala suerte perderse el extraño y frenético DDD (así llama-ban al Día Después del Día, nombre ideado... el día anterior, valgala redundancia, por algún genio del Ministerio de Defensa, esos agra-dables personajes que los tenían perdidos, enloquecidos y desinfor-mados) porque te haya llevado por delante un infarto.

Por cabrón, Serrano. Eso te ha pasado por cabrón.A ti te ha matado la mala leche...Cogió otro caramelo del cenicero y lo desenvolvió. El crujido vol-

vió a encogerle los dedos de los pies. Amarillo. Limón. Detergente para lavavajillas concentrado en una

pastillita transparente del color de la bilis.Lo dejó en el cenicero y se encendió un cigarro. Estaba deliciosa-

mente asqueroso, deliciosamente prohibido, deliciosamente... sa-broso.

Y es que de algo hay que morirse...

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