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No sé si el café y el azúcar son esenciales para la felicidad de Europa; lo que sí sé es que estos dos productos han sido responsables de la infelicidad de dos grandes regiones del mundo: se despobló América para disponer de tierras en qué plantarlos; se despobló África para tener gente con qué cultivarlos. Del volumen I de J. H. Bernardin de Saint Pierre, Viaje a la Isla de Francia, la Isla de Bourbon, el Cabo de Buena Esperanza...con nuevas observaciones sobre la naturaleza y los hombres, escrito por un oficial del rey (1773). Este grabado de Willianí Blake, Europa sostenida por Africa y América, le fue encargado por J. G. Stedman para el colofón de su libro Relación de una expedición de cinco añot contra los negros rebeldes de Surinam (Londres, J. Johnson y j . Edwards, \1'M>). (Por cortesía de Richard y Sally l 'i i< e) DULZURA Y PODER El lugar del azúcar en la historia moderna por SIDNEY W. MINTZ siglo veciuuno editores

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No sé si el café y el azúcar son esenciales para la felicidad de Europa; lo que sí sé es que estos dos productos han sido responsables de la infelicidad de dos grandes regiones del

mundo: se despobló América para disponer de tierras en qué plantarlos; se despobló África para tener gente con qué cultivarlos.

Del volumen I de J . H. Bernardin de Saint Pierre, Viaje a la Isla de Francia, la Isla de Bourbon, el Cabo de Buena Esperanza...con nuevas observaciones sobre la naturaleza y los

hombres, escrito por un oficial del rey (1773).

Este grabado de Willianí Blake, Europa sostenida por Africa y América, le fue encargado por J . G. Stedman para el colofón de su libro Relación de una expedición de cinco añot

contra los negros rebeldes de Surinam (Londres, J . Johnson y j . Edwards, \1'M>). (Por cortesía de Richard y Sally l ' i i< e)

DULZURA Y PODER El lugar del azúcar

en la historia moderna

por SIDNEY W. MINTZ

siglo veciuuno editores

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siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO. D.F.

siglo veintiuno de españa editores, s.a. CALLE PLAZA 5. 28043 MADRID, ESPAÑA

portada de callos palleiro edición al cuidado de pangea editores

primera edición en español, 1996 © siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 968-23-2008-9

primera edición en inglés, © Sidney w. mint/, 1985 publicado por viking penguin, nueva york título original: sweetness and power

derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS 11

INTRODUCCIÓN 13

1. COMIDA, SOCIALIDAD Y AZÚCAR 29

2. PRODUCCIÓN 47

3. CONSUMO 111

4. PODER 200

5. COMER Y SER 239

BIBLIOGRAFÍA 273

ÍNDICE DE NOMBRES Y DE MATERIAS 287

[71

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cada perspectiva europea de la generación anterior de observado­res, para quienes la mayor parte del mundo dependiente, externo y no europeo, era en muchos aspectos una extensión imperfecta de Europa, remota y poco conocida. Cualquier visión que excluya el la­zo entre la metrópolis y la colonia al escoger una perspectiva e igno­rar la otra resulta necesariamente incompleta.

Cuando se trabaja en las sociedades caribeñas, en su territorio, uno llega a preguntarse de qué formas —fuera de las obvias— se lle­garon a interconectar, a entrelazar incluso, el mundo exterior y el europeo; qué fuerzas, además de las puramente militares y econó­micas, fueron las que sostuvieron esta íntima interdependencia, y cómo fluyeron las utilidades en relación con las maneras en que se ejerció el poder. Este tipo de preguntas cobra un significado especí­f ico cuando también se quieren conocer las historias particulares de los productos que las colonias proporcionaban a las metrópolis. En el caso del Caribe, estos productos siempre han sido alimentos tro­picales, y en su mayoría lo siguen siendo: especias (como jengibre, pimienta de Cayena, nuez moscada y macis); bases para bebidas (ca­fé y chocolate) y, sobre todo, azúcar y ron. En cierta época fueron importantes los tintes (como el índigo, el achiote y el fustete); tam­bién han figurado en el comercio de exportación ciertos almidones, féculas y bases (como la yuca, con la que se hace la tapioca, el arru-rruz, el sagú y varias especies de Zamia), y han tenido importancia algunas fibras (como el henequén) y ciertos aceites esenciales (co­m o el vetiver); la bauxita, el asfalto y el petróleo siguen siendo im­portantes. Incluso ciertas frutas, como el plátano, la pina y el coco, han figurado de vez en cuando en el mercado mundial.

Pero, en la mayoría de las épocas, la demanda continua para toda la región del Caribe ha sido el azúcar, y aunque hoy se vea amenaza­do por otro tipo de edulcorantes, parece seguir manteniendo su im­portancia. Aunque la historia del consumo europeo de azúcar no ha estado relacionada sólo con el Caribe, y el consumo se ha elevado de forma constante en todo el mundo, independientemente de dónde provenga el azúcar el Caribe ha tenido un papel importante a lo lar­go de los siglos.

Cuando alguien empieza a preguntarse adonde van los produc­tos tropicales, quién los usa y para qué, y cuánto están dispuestos a pagar por ellos —a qué renuncian, y a qué precio, con tal de tener­los— se están haciendo preguntas sobre el mercado. Pero estas pre­guntas sólo conciernen a la región metropolitana, al centro de po-

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d e r , n o a la colonia dependiente, objeto y blanco del poder; y en • n . i n t o se trata de vincular el consumo y la producción, de hacer « < > i n c i d i r la colonia con la metrópolis, existe la tendencia de que el " e j e " o la " o r i l l a " se salgan de foco. Cuando se escoge centrarse en E u r o p a p a r a comprender a las colonias como productores y a Euro-I c o m o consumidora, o viceversa, el otro lado de la relación pare­ce m e n o s claro. Aunque a primera vista las relaciones entre colonias v m e t r ó p o l i s parecen completamente obvias, en otro sentido resul-i . u i desconcertantes.

C r e o q u e mis propias experiencias de campo influyeron sobre m i s percepc iones de la relación entre centro y periferia. En enero de I '.)48, c u a n d o fui a Puerto Rico para comenzar mi trabajo de campo • B t r o p o l ó g i c o , escogí un municipio de la costa sur dedicado casi en-

l<-i a m e n t é a l cultivo de la caña para la manufactura de azúcar desti-i i . i d o a l mercado norteamericano. La mayor parte de la tierra de ese m u n i c i p i o pertenecía a una sola corporación norteamericana y su i< 11 a t e n i e n t e asociado, o era rentada por ellos. Después de quedar­m e e n e l pueblo por un tiempo, me mudé a un distrito rural (ba-i i l o ) ; a h í viví poco más de un año, en una chocita, con un joven tra-l > ; i j a d o r d e la caña.

S i n d u d a , una de las características más impresionantes de Barrio | . i i i ca —y, d e hecho, de todo el municipio de Santa Isabel en aquella ¿'•poca— e r a su dedicación a la caña. Barrio Jauca se asienta sobre U n a a m p l i a planicie aluvial creada por la acción erosiva de los gran-« les r í o s d e l pasado, fértil superficie que se extiende como un abani-< < > d e s d e las colinas hasta las playas caribeñas que forman la costa - n i d e P u e r t o Rico. Hacia el norte, al dejar atrás las playas para i< < i c a r n o s a las montañas, la tierra sube en colinas bajas, pero la zo-

i i i d e l a costa es bastante plana. Ahora pasa cerca una supercarrete-i i q u e c r u z a de noreste a suroeste, pero en 1948 sólo había un cami­n o p a v i m e n t a d o que iba de este a oeste bordeando la costa, u n i e n d o las aldeas que estaban junto a él y los pueblos —Arroyo, < - n a y a m a , Salinas, Santa Isabel— de lo que en ese entonces era una • e g i ó n i n m e n s a y muy desarrollada para la producción de caña, un l u g a r e n e l que, según llegué a saber, los norteamericanos habían I x n c t r a d o d e forma muy profunda en las partes vitales de la vida < l e í P u e r t o R i c o anterior a 1898. Las casas fuera de las ciudades er-. i i i casi t o d a s chozas construidas junto a los caminos, a veces apiña-< l . i s e n p e q u e ñ a s aldeas con una o dos tienditas, un bar, y eso era I «i .<< t i c a m e n t e todo. De vez en cuando podía verse alguna tierra es-

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téril a causa de su suelo salino que impedía el cultivo, en la que pas­taban unos decaídos chivos. Pero la carretera, los pueblos que se ex­tendían a lo largo de ella y una que otra tierra estéril como aquélla, era lo único que interrumpía la vista entre las montañas y el mar; el resto era caña. Crecía hasta el borde mismo de la carretera y hasta las escaleras de entrada de las casas. A l alcanzar su pleno desarro­llo, puede llegar a medir más de cuatro metros. En la gloria de su madurez, convertía la planicie en una especie de jungla caliente e impenetrable, interrumpida sólo por callejones y acequias de irriga­ción.

Todo el tiempo que permanecí en Barrio Jauca me sentí como si estuviera en una isla, flotando en un mar de caña. El trabajo que ahí realizaba me llevaba con regularidad al campo, sobre todo —aunque no exclusivamente— en la época de cosecha, la zafra. En ese tiempo la mayoría del trabajo seguía haciéndose sobre la base del esfuerzo humano, sin máquinas; sacar la semilla, echarla, plantar, cultivar, fertilizar, cavar las zanjas, regar, cortar y cargar la caña —había que cargarla y descargarla dos veces antes de molerla—, todas éstas eran labores manuales. A veces me quedaba de pie junto a la fi la de cor­tadores que trabajaban bajo un calor intenso y una gran presión, con el capataz parado a sus espaldas (y el mayordomo también, sólo que a caballo). Para el que hubiera leído la historia de Puerto Rico y del azúcar, los mugidos de los animales, los gruñidos de los hom­bres al blandir sus machetes, el sudor, el polvo y el estruendo lo ha­brían transportado fácilmente a una época anterior de la isla. Sólo faltaba el sonido del látigo.

Claro que el azúcar no se producía para los habitantes de Puerto Rico; ellos sólo consumían una fracción del producto acabado. Puerto Rico llevaba cuatro siglos produciendo caña de azúcar (y azúcar bajo alguna forma), casi siempre para consumidores de otra parte, ya fuese Sevilla, Boston, o algún otro lugar. De no haber habi­do consumidores dispuestos en algún lado, nunca se hubieran desti­nado tales cantidades de tierra, trabajo y capital a un único y curio­so cultivo, domesticado primero en Nueva Guinea, procesado por primera vez en India, y transportado al Nuevo Mundo por Colón.

Sin embargo, también vi cómo todo el mundo a mi alrededor consumía azúcar. La gente mascaba la caña, y eran expertos no sólo en cuáles eran las mejores variedades para mascar, sino también en cómo mascarla, cosa que no es tan fácil como puede imaginarse. Pa­ra masticarla de forma adecuada, hay que pelar la caña y cortar el

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meollo en porciones masticables. De ahí mana un líquido pegajoso, dulce y algo grisáceo. (Cuando se muele en las máquinas y en gran­des cantidades, este líquido se vuelve verde por la cantidad innume­rable de diminutas partículas de caña suspendidas en él.) La compa­ñía llegó a extremos que parecían radicales para evitar que la gente tomara y comiera la caña —después de todo, ¡era tanta la que había!— , pero siempre se las arreglaron para robarse algunas y mascarlas re­cién cortadas, cuando son más ricas. Esto les brindaba a los niños un alimento prácticamente cotidiano, y para ellos encontrar una ca­ña de las que se caen de las carretas o de los camiones, era ocasión de gran gozo. Mucha gente también tomaba con su café, la bebida cotidiana del pueblo puertorriqueño, azúcar refinado, y granulado, ya fuese blanco o moreno. (Al café sin azúcar se lo llama café "pu­ya") Aunque tanto el jugo de la caña como los diversos tipos de azú­car granulado eran dulces, no parecían guardar otra relación entre sí. La dulzura era lo único que unía al jugo gris verdoso de la caña ("guarapo") que se chupaba de las fibras, y los tipos de azúcar gra­nulado de cocina que se usaban para endulzar el café y hacer mer­meladas de guayaba, papaya y naranja agria, o las bebidas de ajonjo­lí y de tamarindo que se encuentran en las cocinas de la clase trabajadora de Puerto Rico. Nadie se ponía a pensar cómo se pasa­ba de esas cañas fibrosas y gigantescas, que cubrían centenares de hectáreas, al alimento y saborizante delicado, refinado, blanco y granulado que llamamos azúcar. Por supuesto que era posible ver con los propios ojos la manera en que se hacía (o, por lo menos, to­do lo que sucedía antes del paso último y más rentable, que era la conversión del azúcar moreno a blanco, que se llevaba a cabo casi siempre en las refinerías del continente). En cualquiera de los gran­des ingenios de la costa sur, Guánica, Cortada, Aguirre o Mercedita, podían observarse las técnicas modernas de trituración para liberar la sacarosa de las fibras de la planta en un medio líquido, la limpie­za y condensación, el calentamiento que producía evaporación y, al enfriarse, mayor cristalización, hasta llegar al azúcar moreno centri­fugado que luego se enviaba por barco hacia el norte para su poste­r ior refinación. Pero no puedo recordar haber oído nunca a nadie hablar de la fabricación de azúcar, o preguntarse en voz alta quiénes eran los consumidores de tanto azúcar. De lo que sí estaban muy conscientes los habitantes locales era del mercado para el azúcar; aunque la mitad o más eran iletrados, tenían un vivo y comprensi­ble interés por el precio mundial del azúcar. Los que tenían la edad

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suficiente para recordar la famosa Danza de los Millones en 1919-1920 —cuando el precio del mercado mundial del azúcar subió a al­turas vertiginosas, y luego cayó casi hasta cero, en una clásica de­mostración de sobreoferta y especulación dentro de un mercado capitalista basado en la escasez— tenían clara conciencia de lo mu­cho que su destino estaba en manos de unos extranjeros poderosos y hasta misteriosos.

Cuando regresé a Puerto Rico, dos años más tarde, había leído bastante historia del Caribe, incluyendo la historia de los cultivos de las plantaciones. Aprendí que aunque otros productos competían con la caña —el café, el cacao, el índigo, el tabaco, y otros— ésta los superó a todos en importancia y duración. En efecto, durante cinco siglos, la producción mundial de azúcar no ha descendido más que ocasionalmente, durante una década; quizá la peor caída se produjo con la revolución de Haití, de 1791 a 1803, y la desaparición del ma­yor productor colonial, e incluso este súbito y grave desequilibrio se corrigió muy rápidamente. ¡Pero cuan lejano parecía todo esto del discurso sobre el oro y las almas, los sonsonetes más familiares de los historiadores (especialmente los historiadores del logro hispáni­co) que relatan la saga de la expansión europea en el Nuevo Mundo! A nadie le interesaba siquiera la educación religiosa de los esclavos africanos y de los europeos amarrados por contratos leoninos que llegaron al Caribe con la caña de azúcar y los demás cultivos de plantación (tan lejano a la cristiandad y el enaltecimiento de los in­dios, tema de la política imperial española del que estaban llenos los textos convencionales).

No me detuve a pensar por qué la demanda de azúcar se habría elevado con tanta rapidez y de forma tan continua durante tantos si­glos, n i , tan siquiera, por qué el dulce podría ser un sabor tan desea­ble. Supongo que pensé que las respuestas a estas preguntas eran evidentes por sí mismas: ¿a quién no le gusta lo dulce? Ahora me parece que mi falta de curiosidad fue obtusa; estaba tomando la de­manda por un hecho. Y no sólo la "demanda" en el sentido abstrac­to; la producción mundial de azúcar muestra u n alza más impresio­nante en su curva de producción que cualquier otro alimento importante del mercado mundial en el transcurso de varios siglos, y sigue subiendo. Pero cuando empecé a saber más acerca de la histo­ria del Caribe y de las relaciones particulares entre los plantadores de las colonias y los banqueros, empresarios, y distintos grupos de consumidores, comencé a preguntarme qué era realmente la "de-

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manda", hasta qué punto podía ser c o r * ¡ d d "natural" -ficaban palabras como "gusto" y " p r e f - „ , j * » u e •SISn,-

•, j , , • t u • I C e n c í a , o incluso "sabroso" Poco después de mi trabaio de cav^ „ „ . •

•j j . , * * n p o en Puerto Rico tuve la oportunidad de pasar un verano de e « . j ' T • - . i . i ^ t u d i o en Jamaica, donde viví en un pequeño pueblo de las tierras a l» . i . • ,

i e A / A U- • D l a s que había sido establecido por la Sociedad de Misioneros Baut i s ta j i L a , J i C t l " « r . , . . . , poco antes de la emancipa-cion como hogar para los miembros c J e l a redén ^ seguía estando poblado -cas, 125 a ñ o , m á s

8t a r d e - por los deseen

dientes de aquellos libertos. Aunque 1- , • . , ,, i . , 1 I S * agricultura de las tierras al­tas se llevaba a cabo en general en p e n i . - • , , • . . , l l e n a s parcelas y no se cultiva­ban productos comerciales, desde 1-» .... . , , f ,, . , , encumbradas alturas del pueblo podíamos contemplar el v e r d o r j i •

11 . „ . , , r de la costa norte y los table­ros verde brillante de las plantaciones ^ - i* . . 7

. i i ^ ae cana. Estas, igual nue las plantaciones de la costa sur de Puerto *> • . 1

. . . . . , * M C O , producían grandes can­tidades de cana para la posterior m a n u r . J - • . . , , K., ,' c . , r. ^ íactu ra de azúcar blanco gra­nulado; aquí también el retinado f i n a l «, n u L o

1 1 Se llevaba a cabo en la metró­polis, y no en la colonia. Pero cuando empecé a observar el „

A A , , comercio en pequeña escala en el bullicioso mercado de un pueblo • / «Lam , , r- . vecino, vi por primera vez un azúcar burdo, menos retinado, que v / L • .

. . . i . . * c remontaba a siglos atrás cuando era producido por las hacien^i •? • « T.- , l c l a s que se extendían ñor la costa sur de Puerto Rico, y que desarw • , . F

. C r e c i e r o n tras la invasión de las gigantescas corporaciones nor tea^ . »i T, T c. I D u . t l *«ericanas. A l mercado de Brown Town en St. A n n Pansh, Jamair-^ ,, , ,

• . i a > llegaban cada mañana dos carretas tiradas por muías con u n caro--* ; . . „ . . . , » . - s e m e n t ó de azúcar moreno en panes o pilones , que producían df» i _•• •

... • , • . 'a manera tradicional fabri­cantes que utilizaban el equipo antieri, , . , • , . s u ° P a r a moler y hervir Este azúcar, que contenía gran cantidad dr» i / i

v j i ,A melaza (y algunas impure­zas), se endurecía en moldes o conos - • J i t"***-, . . . . , . . , e cerámica de los que se cola­ba la melaza, mas liquida, obteniendo i - w c-

„ , , . 1 , . ^si el pilón cafe oscuro v cris­talino. Solo lo consumían los t a m a i , • • i _ ' J e q u i n o s mas pobres, en su mayoría campesinos. Por supuesto, es w. , '

\ . 1 A A m u y c o m u n observar que la gente mas pobre de las sociedades m e Q o s desarrolladas chos aspectos, la más "tradicional". U n ^ .. . . , ' e n m u "

v ' 1 1 producto consumido por los pobres, tanto porque están acostumbra A U K

- • . , , H c l o s a ello como porque no tienen otra opción, sera ensalzado p o r i . M

1 r los ricos, que casi nunca lo comen.

Volví a encontrar este azúcar en H a l t í ) u n o s a ñ o s m á s

también se producá en pequeñas P r o p i e d a d e s e r a m o ü d o • sado con maquinaria antigua, y c o n s u n o p o r l o s p o b r e s . En Haití

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donde casi todo el mundo es pobre, casi todos consumían ese tipo de azúcar. Los panes de Haití tenían otra forma: más bien parecían pequeños troncos envueltos en hojas de plátano, y en creóle los lla­man rapadou (en español "raspadura"). Desde entonces he descu­bierto que ese azúcar existe en gran parte del mundo, incluida la In­dia, donde probablemente fue producido por primera vez hace quizá unos dos mi l años.

Existen grandes diferencias entre las familias que utilizan la anti­gua maquinaria de madera y los calderos de hierro para hervir azú­car y vendérselo a sus vecinos en pintorescos panes, y la mano de obra y maquinaria que se utilizan en las plantaciones modernas pa­ra producir miles de toneladas de caña de azúcar (y, más tarde, de azúcar), para exportarla a otros lugares. Estos contrastes son un ras­go integral de la historia del Caribe. No se dan solamente entre las islas o entre los distintos periodos históricos, sino incluso al mismo tiempo, dentro de una misma sociedad (como es el caso de Jamaica o Haití). La producción de azúcar moreno en pequeñas cantidades, vestigio de una era social y tecnológica más temprana, continuará sin duda por tiempo indefinido a pesar de su decreciente importan­cia económica, pues posee un sentido cultural y sentimental, segu­ramente tanto para los productores como para los consumidores. 1

Las industrias azucareras del Caribe han cambiado con el tiempo, y en su evolución a partir de formas anteriores representan periodos interesantes en la historia de la sociedad moderna.

Como lo mencioné, mi primer trabajo de campo fue en Puerto Rico. Ésta fue prácticamente mi primera experiencia fuera de Esta­dos Unidos y, aunque crecí en el campo, representó mi primer en­cuentro con una comunidad en la que casi todo el mundo se ganaba la vida con la tierra. No eran granjeros para los que la producción de bienes agrícolas fuera un negocio; tampoco eran campesinos, la­bradores de una tierra que les perteneciera o que trataran como su­ya, como una parte de un modo de vida característico. Eran jornale­ros agrícolas que no poseían n i la tierra n i ninguna propiedad productiva, y que tenían que vender su mano de obra para comer. Eran asalariados que vivían como obreros de fábricas, que trabaja-

1 Hagelberg (1974: 51-52; 1976: 5) señala que los azúcares no centrifugados siguen figurando en forma importante en el consumo de una serie de países y estima (in lit. 30 de julio de 1983) que la producción mundial se encuentra alrededor de 12 millones de toneladas, cifra significativa.

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l>.m en fábricas en el campo, y prácticamente todo lo que necesitá­i s ii y usaban lo compraban en tiendas. Casi todo lo que se con­sumía venía de otra parte: la tela y la ropa, los zapatos, los cuader­nos , el arroz, el aceite de oliva, los materiales de construcción, las medicinas. Casi sin excepción lo que consumían lo había producido a lguna otra gente.

Nuestra relación con la naturaleza ha estado marcada, práctica­mente desde el origen de nuestra especie, por las transformaciones mecánicas gracias a las cuales los materiales se doblegan para ser utilizados por el hombre y se vuelven irreconocibles para los que co­nocen su estado natural. Hay quienes dirían que son esas transfor­maciones las que definen nuestro carácter de seres humanos. Pero la división del trabajo por medio de la cual se efectúan estas trans­formaciones puede impartirle un misterio adicional al proceso téc­nico. Cuando el lugar de la manufactura y el del uso se encuentran separados en el tiempo y el espacio, cuando los hacedores y los usuarios se conocen tan poco entre sí como los mismos procesos de manufactura y de uso, el misterio se hace más profundo. Una anéc­dota servirá de ejemplo.

M i querido compañero y maestro de trabajo de campo, el difunto Charles Rosario, estudió la preparatoria en Estados Unidos. Cuan­do sus compañeros supieron que venía de Puerto Rico dieron por sentado que su padre (quien era sociólogo en la Universidad de Puerto Rico) debía ser un hacendado, es decir, el rico propietario de infinitas hectáreas de tierra tropical. Le pidieron a Charlie que cuando regresara de la isla, al f inal del verano, les trajera algún re­cuerdo característico de la vida en las plantaciones; lo que más desea­ban, dijeron, era un machete. Ansioso de complacer a sus amigos, según me dijo, examinó innumerables machetes en las tiendas de la isla. Pero con asombro descubrió que todos estaban hechos en Con-necticut, en una tienda que quedaba a pocas horas en coche de la escuela de Nueva Inglaterra a la que asistían él y sus amigos.

A medida que iba interesándome por la historia de la región del Caribe y sus productos, empecé a saber sobre las plantaciones, que eran su forma económica más característica y distintiva. Estas plan­taciones se crearon en el Nuevo Mundo en los primeros años del si­glo XVI y el trabajo lo realizaban principalmente esclavos africanos. Habían cambiado mucho, pero seguían ahí cuando fu i por primera vez a Puerto Rico, hace treinta años; también allí estaban los descen­dientes de esclavos y, como descubrí más tarde y pude observarlo en

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otros lugares, los descendientes de los trabajadores portugueses, ja­vaneses, chinos e indios que habían sido contratados, y muchas otras variedades de seres humanos cuyos antepasados habían sido llevados a la región para cultivar, cortar y moler la caña de azúcar.

Empecé a unir esta información con mis modestos conocimien­tos sobre Europa. ¿Por qué Europa? Porque estas plantaciones isle­ñas habían sido un invento europeo, un experimento europeo en ul­tramar, y en la mayor parte de los casos (desde el punto de vista de los europeos) habían tenido éxito; la historia de las sociedades euro­peas había corrido de cierta manera a la par con la de la plantación. Uno podía mirar a su alrededor y ver las plantaciones de caña de azúcar y las haciendas de café, cacao y tabaco, y al mismo tiempo imaginar a aquellos europeos que habían pensado que era un nego­cio prometedor crearlas, invertir en su creación e importar de algún lado grandes cantidades de gente encadenada para trabajar en ellas. Éstos eran esclavos o gente que vendía su fuerza de trabajo porque no tenía otra cosa que vender; que probablemente producirían artícu­los de los que no serían los principales consumidores; que consumi­rían artículos que no habrían producido, brindando en el proceso utilidades para otros, en otra parte.

Me parecía que el misterio que acompañaba al hecho de ver, al mismo tiempo, caña creciendo en los campos y azúcar blanco en m i taza, debía presentarse también al ver el metal fundido, o mejor aún, el triturador de mineral de hierro crudo, por un lado, y un par de esposas o grilletes perfectamente forjados, por el otro. El miste­r io no era tan sólo el de la transformación técnica, por impresio­nante que sea, sino también el misterio de gente desconocida entre sí a la que se unía a través del tiempo y el espacio, y no sólo por me­dio de la política y la economía, sino también por una peculiar cade­na de producción.

Las sustancias tropicales cuya producción observé en Puerto Ri­co son alimentos curiosos. La mayoría son estimulantes; algunos son intoxicantes; el tabaco tiende a suprimir el hambre, mientras que el azúcar provee calorías notablemente fáciles de digerir, pero no mucho más. De todas estas sustancias, el azúcar siempre ha sido la más importante. Es el epítome de un proceso histórico al menos tan antiguo como el empuje de Europa por salir en busca de nuevos mundos. Espero poder explicar lo que el azúcar nos revela acerca de un mundo más amplio, pues en él se perpetúa una larga historia de relaciones cambiantes entre pueblos, sociedades y sustancias.

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El estudio del azúcar se remonta a épocas remotas de la historia, incluso de la historia de Europa. 2 Sin embargo, una gran parte sigue siendo oscura y hasta enigmática. Aún no queda claro cómo y por qué llegó a ocupar un lugar tan preponderante entre los pueblos eu­ropeos que en otro tiempo apenas lo conocían. Una única fuente de satisfacción —la sacarosa extraída de la caña de azúcar— para lo que parece ser un gusto difundido, quizá hasta universal, por lo dulce, se estableció en las preferencias del gusto europeo en una época en que el poder, la fuerza militar y la iniciativa económica de Europa estaban transformando el mundo. Esta fuente estableció un vínculo entre Europa y muchas áreas coloniales a partir del siglo XV, y al pa­so de los años no hizo sino destacar su importancia, por encima de los cambios políticos. Y, a la inversa, las colonias consumían lo que las metrópolis producían. El deseo por las sustancias dulces se di­fundió y creció de forma constante; se utilizaban muchos productos distintos para satisfacerlo, y por lo tanto la importancia de la caña de azúcar variaba ocasionalmente.

Puesto que el azúcar parece satisfacer un deseo específico (y, al hacerlo, incrementarlo), es necesario comprender qué es lo que hace que funcione la demanda: cómo y por qué sube, y en qué condicio­nes. No basta dar por sentado que todo el mundo tiene un deseo inna­to por lo dulce, así como no puede asumirse lo mismo respecto al deseo de comodidades, riqueza o poder. Para analizar estas cuestio­nes en un contexto histórico específico, examinaré la historia del consumo de azúcar en Gran Bretaña, especialmente en el periodo entre 1650, cuando el azúcar empezó a hacerse común, y 1900, para cuando ya se había establecido firmemente en la dieta de toda fami­lia trabajadora. Pero esto requerirá un análisis previo de la produc­ción de azúcar que culminó en las mesas inglesas con el té, la mer­melada, las galletas, los pasteles y los dulces. Puesto que no sabemos con precisión cómo se introdujo el azúcar en grandes segmentos de la población nacional de Gran Bretaña —a qué r i tmo, por qué me­dios, o exactamente en qué condiciones— es imposible evitar cierta especulación. Pero sin embargo se puede saber de qué manera cier­tas personas y grupos no familiarizados con el azúcar (y otros pro-

2 Entre los estudios más interesantes destacaría los de Claudius Salinasius, Freder-ick Slare, Williain Falconer, Williain Reed, Benjamín Moseley, Karl Ritter, Richard Bannister, Ellen Ellis, George R. Porter, Noel Deerr, Jacob Baxa, Guntwin Bruhns y, sobre todo, Edinund von Lippmann. Las referencias específica a sus obras se propor­cionan en la bibliografía.

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ductos alimenticios de reciente importación) se convirtieron gra­dualmente en usuarios e incluso, con bastante rapidez, en usuarios cotidianos. De hecho hay firmes evidencias de que muchos consu­midores, con el paso del tiempo, hubiesen tomado más azúcar de ha­ber podido conseguirlo, mientras que los que ya lo consumían de manera regular se resistían a reducir o eliminar su uso. Puesto que la antropología estudia por qué la gente conserva empecinadamente prácticas del pasado, aun bajo fuertes presiones negativas, pero re­pudia sin problema otras conductas para actuar de forma diferente, estos materiales arrojan luz sobre las circunstancias históricas desde una perspectiva algo distinta a la del historiador. Aunque no puedo contestar muchas de las preguntas que haría un historiador frente a estos datos, sugiero que los antropólogos se pregunten (y traten de contestar) algunas otras.

La antropología social o cultural ha construido su reputación profesional a partir del estudio de pueblos no occidentales, que conforman sociedades numéricamente pequeñas, que no practican las llamadas grandes religiones, y cuyo repertorio tecnológico es modesto; en pocas palabras, el estudio de lo que se ha dado en lla­mar sociedades "primitivas". El hecho de que la mayor parte de los antropólogos no hayamos llevado a cabo estos estudios no ha debili­tado la creencia general de que la fuerza de la antropología como disciplina proviene del conocimiento de sociedades cuyos miem­bros se comportan de una manera lo bastante distinta de la nuestra, y que sin embargo se basan en principios lo bastante similares a los nuestros, como para permitirnos documentar la maravillosa variabi­lidad de las costumbres humanas al mismo tiempo que reconoce­mos la unidad esencial e inquebrantable de la especie. Esta idea tie­ne mucho de bueno; al menos, coincido con ella. Pero, desafortunadamente, ha llevado a los antropólogos del pasado a ig­norar de manera deliberada cualquier sociedad que de alguna for­ma no parezca calificar como "primitiva", e incluso, en ocasiones, a pasar por alto información que precisaba que la sociedad estudiada no era tan primitiva (o aislada) como le hubiera gustado al antropó­logo. Esto último no es tanto una franca supresión de datos como una incapacidad o renuencia a tomar en cuenta estos datos desde el punto de vista teórico. Es fácil criticar a los predecesores. ¿Pero có­mo puede uno evitar comparar las precisas instrucciones de Mali-nowski sobre cómo conocer el punto de vista de los nativos evitan­do entrar en contacto con otros europeos durante el trabajo de

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campo,* con su comentario incidental de que esos mismos nativos habían aprendido a jugar al cricket en las escuelas de las misiones años antes de que él comenzara sus investigaciones? Es cierto q U e

Malinowski nunca negó la presencia de otros europeos, o de la i n ­fluencia europea; de hecho, llegó incluso a reprocharse por haber ignorado con demasiado esmero la presencia europea, y consideró que ésa era su mayor deficiencia. Pero en gran parte de su trabajo prestó poca atención a Occidente en todos sus aspectos y presen­tó un presunto carácter pr imit ivo prístino observado con sereni­dad por el antropólogo convertido en héroe. Este contraste curioso -aborígenes impolutos por un lado y niños que cantan himnos en las misiones, por el o t r o - no es un caso aislado. Por alguna extraña prestidigitación una monografía antropológica tras otra hace des­aparecer toda señal del presente. Este acto de magia es una carga para los que sienten la necesidad de representarlo; quienes no la sentimos deberíamos plantearnos mucho más a fondo qué es lo que tienen que estudiar los antropólogos.

Muchos de los más distinguidos antropólogos contemporáneos han dirigido su atención a las llamadas sociedades modernas u occi­dentales, pero tanto ellos como todos los demás parecemos querer mantener la ilusión de la más absoluta pureza. Incluso aquellos de nosotros (pie han estudiado las sociedades no primitivas parecen ávidos de perpetuar la idea de que la fuerza de la profesión fluye de nuestro dominio de lo primitivo, más que del estudio del cambio, o de la transformación en "modernos". Por eso el tránsito hacia una antropología de la vida moderna ha sido bastante titubeante, y ha tratado de justificarse concentrándose en enclaves marginales o po­co comunes de la sociedad. Grupos étnicos, ocupaciones exóticas, elementos criminales, la vida de los "marginados", etc. Claro que es­to ha tenido su lado positivo. Pero la inferencia incómoda es que estos grupos son los que más se aproximan a la noción antropológi­ca de los primitivos.

En este libro es imposible escapar a la cualidad prosaica del tema: ¿qué podría ser menos "antropológico" que el examen histórico de un alimento que adorna toda mesa moderna? Y sin embargo la an­tropología de estas sustancias tan hogareñas y cotidianas puede ayu­darnos a aclarar cómo cambia el mundo de lo que era a lo que pue-

5 Malinowski, 1950 [1922]: 4-22. Véase también su autocrítica en Malinowski 1935:1 ,479481.

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de llegar a ser, y cómo al mismo tiempo logra seguir siendo igual en muchos aspectos.

Supongamos que vale la pena tratar de configurar una antropo­logía del presente, y que al hacerlo tenemos que estudiar sociedades a las que les faltan los rasgos convencionalmente asociados con las denominadas primitivas. Aun así tendríamos que seguir tomando en cuenta las instituciones que tanto aprecian los antropólogos —el parentesco, la familia, el matrimonio, los ritos de pasaje— y descifrar las divisiones básicas en las que la gente se separa y se agrupa. Se­guiríamos intentando saber más acerca de menos gente que menos acerca de más gente. Creo que seguiríamos dando importancia al trabajo de campo, y valoraríamos lo que dicen, anhelan y hacen los informantes. Por supuesto, tendría que ser una clase distinta de an­tropología. Tal como lo ha sugerido el antropólogo Robert Adams, los antropólogos ya no podrán invocar la "objetividad" científica pa­ra protegerse de las implicaciones políticas de sus hallazgos si los su­jetos de investigación son ciudadanos comunes, más pobres o me­nos influyentes que ellos. 4 Y esta nueva antropología todavía no existe del todo. El presente libro, cuya naturaleza es principalmente histórica, aspira a dar un paso en esa dirección. M i argumento es que la historia social del uso de nuevos alimentos en una nación oc­cidental puede contribuir a la antropología de la vida moderna. Por supuesto que sería inmensamente satisfactorio que treinta años de cavilar sobre el azúcar dieran por resultado algún lincamiento bien definido, la solución de un enigma o de una contradicción, y quizás hasta un descubrimiento. Pero no estoy muy seguro. Este libro se ha ido escribiendo solo; he observado el proceso, con la esperanza de descubrir algo que todavía no supiera.

La organización del volumen es sencilla. En el capítulo 1 intento proponer el tema de una antropología de la comida y el comer, co­mo parte de una antropología de la vida moderna. Esto me lleva a una discusión de lo dulce en contraposición con las sustancias dul­ces. Lo dulce es un sabor —lo que Hobbes llamó una "Cualidad"— y los azúcares, entre ellos la sacarosa (que se obtiene principalmente a partir de la caña y la remolacha), son sustancias que excitan la sensa­ción de dulzor. Puesto que al parecer todo ser humano normal pue­de sentir lo dulce, y puesto que todas las sociedades que conocemos

4 R. Adams, 1977: 221.

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lo identifican, alguna parte de lo dulce tiene que estar vinculada con nuestro carácter como especie. Sin embargo, el gusto por las co­sas dulces varía mucho en su intensidad. Por ello, la explicación de por qué algunos pueblos consumen muchas cosas dulces y otros ca­si ninguna no puede depender de la idea de una característica que abarque a toda la especie. Entonces, ¿cómo es que determinado pueblo se habitúa a contar con un abastecimiento grande, regular y confiable de productos dulces? Aunque la fruta y la miel fueron las principales fuentes de dulce para el pueblo inglés antes de 1650, no parecen haber figurado de forma significativa en la dieta de los in­gleses. El azúcar hecho a partir del jugo de caña llegó a Inglaterra en pequeñas cantidades en el año de 1100 d. C , aproximadamente; en los siguientes cinco siglos, las cantidades de azúcar disponible sin duda fueron aumentando de modo lento e irregular. En el capítulo 2 analizo la producción de azúcar en el momento en que Occidente empezó a consumirlo cada vez más. De 1650 en adelante el azúcar empezó a transformarse, de un lujo y una rareza, en algo común y necesario para muchas naciones, entre ellas Inglaterra; salvo pocas y significativas excepciones, este aumento en el consumo después de 1650 fue paralelo al desarrollo de Occidente. Si no me equivoco, fue el segundo producto suntuario (o el primero, si quitamos el ta­baco) que sufrió esta transformación, epítome de la embestida pro­ductiva y el impulso del capitalismo mundial por emerger, centrado al principio en los Países Bajos y en Inglaterra. Por ello me concen­tro también en las posesiones que abastecieron a Gran Bretaña de azúcar, melaza y ron; en su sistema de producción de plantaciones y en las formas de apropiación del trabajo gracias a las cuales se con­seguían esos productos. Espero mostrar el significado especial de un producto colonial como el azúcar en el crecimiento del capitalis­mo mundial.

Luego, en el capítulo 3, paso revista al consumo de azúcar. M i me­ta es, primero, mostrar cómo la producción y el consumo estaban tan estrechamente ligados que puede decirse que cada uno determi­nó al otro y, segundo, demostrar que el consumo debe explicarse en términos de lo que la gente hizo y pensó: el azúcar permeaba el com­portamiento social y, cuando tuvo nuevos usos y cobró nuevos signi­ficados, se transformó de curiosidad y lujo en artículo común y nece­sario. Puede establecerse un paralelismo entre la producción y el consumo, y la relación entre uso y necesidad. No creo que los signifi­cados sean inherentes de forma natural o inevitable a las sustancias.

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A l contrario, creo que los significados emanan del uso a medida que la gente utiliza las sustancias en las relaciones sociales.

Las fuerzas sociales a menudo determinan lo que es susceptible de recibir un significado. Si los usuarios añaden significado a lo que pueden usar, más que limitarse a definir qué es lo que pueden usar, ¿qué nos revela esto acerca del significado? ¿En qué momento la prerrogativa de otorgar significado se traslada de los consumidores a los vendedores? ¿Será acaso que el poder de otorgar significado va siempre a la par con el poder de determinar la disponibilidad? ¿Qué es lo que estas preguntas —y sus respuestas— significan para nuestra comprensión del funcionamiento de la sociedad moderna, y para nuestra comprensión de la libertad y el individualismo?

En el capítulo 4 trato de explicar por qué las cosas ocurrieron tal como ocurrieron, e intento hacer hasta cierto punto el análisis de su circunstancia, coyuntura y causa. Finalmente, en el capítulo 5 ofrez­co algunas sugerencias sobre el destino y el estudio del azúcar en la sociedad moderna. He sugerido que la antropología parece incierta sobre su propio futuro. Una antropología de la vida moderna y de la comida y el comer, por ejemplo, no puede ignorar el trabajo de campo o prescindir de él. Tengo la esperanza de haber identificado problemas significativos acerca de cómo tendrá que ser a f i n de re­sultar provechoso tanto para la teoría como para la práctica. Resul­tará evidente mi predilección por la dirección histórica. Aunque no acepto acríticamente el mandato de que la antropología debe con­vertirse en historia o no ser nada, creo que sin la historia su poder explicativo se ve gravemente comprometido. Los fenómenos socia­les son históricos por naturaleza, de modo que las relaciones entre acontecimientos en un "momento" no pueden abstraerse nunca de su panorama pasado y futuro. Los argumentos sobre la naturaleza humana inmanente, sobre la capacidad humana inherente de dotar al mundo con sus estructuras características, no están necesaria­mente equivocados; pero cuando reemplazan o eluden a la historia, son inadecuados y conducen a conclusiones erróneas. Es cierto que los seres humanos crean estructuras sociales y que conceden signifi­cado a los acontecimientos; pero estas estructuras y significados po­seen orígenes históricos que conforman, delimitan y ayudan a expli­car esa creatividad.

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COMIDA, SOCIALIDAD Y AZÚCAR

Nuestra conciencia de que la comida y el comer son puntos en los que se concentran el hábito, el gusto y un sentimiento profundo de­be ser tan antigua como aquellas remotas ocasiones en la historia de nuestra especie en las cuales unos seres humanos observaron por primera vez a otros seres humanos comiendo alimentos para ellos desconocidos. Tal como ocurre con los lenguajes y con todos los de­más hábitos grupales socialmente adquiridos, los sistemas alimen­tarios demuestran claramente la variabilidad intraespecífica del gé­nero humano. Es casi demasiado obvio para detenerse a pensar en ello: los seres humanos convierten prácticamente cualquier cosa en comida; los distintos grupos comen alimentos distintos de formas diferentes; todos poseen convicciones profundas acerca de lo que comen y lo que no, y del modo en que lo hacen. Por supuesto, las elecciones en materia alimentaria se relacionan de alguna manera con la disponibilidad, pero los seres humanos nunca comen todos los alimentos comestibles y disponibles de su ambiente. Lo que es más, sus preferencias alimentarias se encuentran cerca de su centro de autodefinición: se considera que las personas que comen alimen­tos sorprendentemente distintos, o alimentos similares de formas distintas, son sorprendentemente diferentes, a veces hasta menos humanos.

La necesidad de obtener e ingerir alimento se expresa en el curso de toda interacción humana. Las preferencias alimentarias y los há­bitos en el comer revelan diferencias en la edad, el sexo, el estatus, la cultura e incluso la ocupación. Estas diferencias son adornos enormemente importantes de una necesidad inevitable. Según lo expresa Audrey Richards, una de las mayores estudiosas de la antro­pología de la comida y la alimentación: "La nutrición, como proce­so biológico, es más fundamental que el sexo. En la vida del organis­mo individual es el deseo más recurrente y primario, mientras que en la esfera más amplia de la sociedad humana determina, con ma­yor amplitud que cualquier otra función fisiológica, la naturaleza de

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