Mi abuela Romualda

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1 Mi abuela Romualda Pascuala Corona Texto e ilustraciones

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Autor-Ilustrador: Pascuala Corona En una villa zapoteca de la Sierra de Oaxaca, Francisco pide a su madre que le cuente cómo era su abuela. La respuesta es la puerta para entrar en el alma de Romualda, conocer sus sueños, así como las costumbres indígenas de esta región. ISBN 978-970-9718-45-4

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Pascuala CoronaTexto e ilustraciones

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Había una vez un niño llamado Francisco que vivía en San

Juan Yalalag, una villa zapoteca de la Sierra de Oaxaca.

Esa mañana regresaba alegremente de la

escuela donde su maestra juchiteca le abría el mundo.

El día era tan caluroso que al llegar

a su casa encontró guajolotes

y gallinas a la sombra

de los limoneros;

las piedras brillaban

y el encalichado blanco

de la casa reflejaba

una luz cegadora.

Al entrar encontró

a Juana, su madre, en la

cocina, doblegada sobre

su metate, moliendo

la masa y echando tortillas

que, una vez cocidas en el comal,

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servirían de alimento

a toda la familia.

De pronto, se

oyó el ladrido

del perro casero

anunciando que

su amo regresaba

de las labores del campo. Todos se reunieron para saborear una

iguana guisada con chile pasilla, acompañada de frijoles de olla y

blancas tortillas. El perro estaba atento al más pequeño movimiento

de los niños para pescar en el aire los pocos bocados que le arroja-

ban. El padre les dijo que el martes siguiente, cuando se ponía el

mercado bajo un umbroso laurel, irían a comprar café de Choapan,

ollas mixes, un ceñidor de zoyate hecho en la mixteca, para Juana,

y golosinas para los niños.

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Al terminar de almorzar, el padre se encaminó a casa del

herrero, y Juana, como todos los días, llevó a los niños pequeños

a dormir la siesta. A Francisco, por ser el mayor, le tocaba barrer

el corredor, extender los petates para sentarse a desgranar las

mazorcas que antes habían puesto a asolear y arrimar los chiqui-

huites donde ponían los granos. Entonces, su madre regresaba.

Acomodada sobre la estera, se ponía a desgranar las mazorcas con

sus dedos sabios y fuertes. Francisco disfrutaba esos ratos, pues a

ella le gustaba hablar de tiempos idos y a él, escucharla.

– Mamá − le preguntó − ¿El día de la fiesta de Santa Rosa, te

pondrás tu collar de cuentas de plata y corales con la cruz de Yala-

lag? En todo el pueblo no hay otro tan bonito. Siempre dices que

era de tu mamá, pero nunca me has contado más. Hoy háblame

de ella, de mi abuela Romualda.

– Verás… − contestó la madre − Cuando sus papás se casa-

ron no pudieron tener hijos enseguida. Entonces, como es costum-

bre, fueron en peregrinación a Juquila a pedirle a la Virgen que

les concediera tener familia. Su madre hizo una camisita pechera

de niño y la dejó colgada en el árbol del pedimento. La Virgen

escuchó sus ruegos y tiempo después nació Romualda.

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Pero su papá no quiso ir a pagar la manda que había prometido a

la Virgen porque él había pedido un varón y no una niña. Aun así,

acabó por conformarse y después se encantó con ella. Romualda

llegó a este mundo con la luna llena de marzo al peso de la noche.

Al amanecer, la comadrona salió a buscar la señal acostumbrada

en la ceniza que había regado la víspera para saber cuál sería su

tona o bennelhargo, un animal que había nacido al mismo tiempo

que ella; pero en vez de huellas, junto a la cerca de carrizo, entre

las cenizas del temascal, encontró el esqueleto de un pescado,

el que sería su doble. La comadrona comentó que al estar descar-

nado, presagiaba el nacimiento de un ser muy espiritual.

Y la llamaron Romualda, porque así lo quiso su madrina. En

el bautizo abundaron las flores para cubrir a la recién nacida; no

faltaron los tamales de frijol ni los jarros de champurrado, mucho

menos el pan dulce.