Metamorfosis de Ovidio.

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CREACIÓN LA

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CREACIÓNLA

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En el principio de los tiempos no existían ni los planetas, ni las estrellas, ni los mares, ni los seres vivos… Solo existía el caos.

En este caos no se distinguían ni el desierto de el mar, ni el día de la noche…

Todas las cosas se hallaban en esta descomunal maraña.

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En esta descomunal maraña no se distinguían ni el desierto del mar, ni el día de la noche, ni el fuego de el agua.

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LA TIERRA

Y EL CIELO

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De la nada nacieron dos dioses:

Gea, cuyo cuerpo inmenso de piedra ocultaba un ardiente corazón de fuego.

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Y Urano, el Cielo, hogar del sol y señor de las estrellas que nunca se apagan.

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Urano flotaba sobre Gea como un manto de seda azul hasta que un día, encendido por amor, se dejó caer sobre ella y gustosos se fundieron en una dulce oscuridad.

Acababa de empezar la primera noche del mundo

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De los encuentros de Gea y Urano nacieron 18 hijos, todos enormes, a los que Urano rechazaba por miedo a que le arrebataran su reino de estrellas.

Cada vez que nacía un nuevo hijo Urano imponía atarlo de pies y manos e introducirlo en las entrañas de Gea.

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Gea fue acumulando hijos dentro de sí, y estos fueron haciéndose cada vez mas grandes, lo que implicaba un gran dolor para ella, y un día a escondidas de Urano soltó a los 18 hijos de un empujón.

Los seis titanes y las seis titánides eran muy hermosos, en cambio los seis mayores eran monstruosos: los tres cíclopes tenían un solo ojo en mitad de la frente, y los hecatónquiros desconcertaban con el movimiento incesante de sus 100 manos y sus 50 cabezas.

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Entonces Gea dijo: " Quiero que me venguéis de vuestro padre" , todos un poco asustados rehuyeron la mirada pero Saturno, el más bello respondió : “ No te preocupes, madre, que yo te vengaré “.

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UN REY LLAMADO JÚPITER

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Aquella noche después del amor entre Urano y Gea, Saturno buscó los genitales de su padre, y sin vacilar les clavó la hoz que llevaba. Éstos cayeron ensangrentados y Saturno los lanzó al mar, levantando una brusca oleada de espumas de oro.

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Desde aquel día Saturno fue el nuevo rey del universo y Gea se sentía muy feliz por haberse vengado de su marido y recuperar a sus hijos, pero su alegría duró poco porque Saturno empezó a actuar como un rey despiadado y encerró de nuevo a sus hermanos bajo Tierra por miedo a que le arrebataran el poder, y cuando tuvo hijos con con la titánide Rea los devoró sin compasión para que tampoco pudieran arrebatarle su trono.

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Rea sufría lo indecible y delante de su esposo no se atrevía a protestar, pero todo cambió el día que nació el pequeño Júpiter. Rea envolvió una piedra en una sabana y se la dio a Saturno que sin piedad lo devoró. Años después comprendió que había caído en una trampa.

Rea había ocultado a Júpiter en una cueva de Creta, donde creció al cuidado de una ninfa, alimentado con leche de cabra y miel de abejas.

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Cuando Júpiter creció decidió destronar a su padre pues no soportaba a un rey tan cruel. Valiéndose de su inteligencia le hizo ingerir unas hierbas que le hicieron vomitar cinco hijos, y desde aquel día padre e hijo se batieron en una guerra que duró diez años. Júpiter contaba con la ayuda de sus hermanos varones, menos Saturno, que se alió con los titanes.

Júpiter liberó a los cíclopes, encerrados en las entrañas de la Tierra y ellos, a cambio, le dieron rayos de tormenta.

Júpiter finalmente ganó la batalla, Saturno y los titanes fueron arrojados al Tártaro, lugar profundo de los infiernos, donde habrían de pasar toda la eternidad

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Júpiter y sus hermanos se repartieron el universo: Neptuno se quedó con el mar, Plutón con el infierno y Júpiter con el cielo.

Construyó su palacio en la cima del monte Olimpo, donde podía tocar las estrellas con solo alzar la mano.

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REBELIÓN

DE

GIGANTES

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La guerra había terminado y Júpiter sobrevolaba cada mañana la Tierra. Todo parecía tranquilo, pero debajo de los lagos y valles, Gea tramaba venganza: “¡Maldito Júpiter!” “¿Cómo se ha atrevido a encerrar a los titanes en el infierno? ¿Acaso has olvidado que son mis hijos y que los adoro con toda mi alma?”- decía.

La noche en que Saturno había cortado los testículos de su padre, una gotas de sangre cayeron sobre la Tierra y de ahí nacieron los gigantes, seres gigantes, de larga cabellera que tenían los pies rematados con horribles cabezas de serpiente. Como los gigantes son violentos, Gea decidió azuzarlos contra Júpiter.

Los gigantes bombardearon las casas de los dioses, y Júpiter desolado comprendió que era hora de una nueva guerra. Júpiter advertía: “Para acabar con un gigante es necesario que lo hieran de muerte un dios y un mortal a la vez”.

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Viendo los dioses que necesitaban la ayuda de un mortal, pidieron ayuda a Hércules, hijo de Júpiter, que poseía la corpulencia de un toro y una gran fuerza.

El día que empezó la guerra costaba trabajo creer que fuera un simple mortal. Los gigantes trepaban por las laderas del Olimpo y emitían gritos ensordecedores, pero Hércules ni siquiera parpadeaba.

El gigante Porfirión se decidió a dejar fuera de combate a Júpiter, pero éste empezó a dar vueltas en su carro de guerra y le disparaba rayos fulminantes. La frente y los ojos del gigante manaban sangre y por su vientre perforado asomaba el ovillo humeante de sus vísceras. Entonces Júpiter se acercó a Hércules y le dijo: “es tu momento hijo”, y éste lanzó una flecha con su arco, al mismo tiempo que el dios lanzaba un rayo.

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Porfirión murió y los demás gigantes corrieron la misma suerte. A Efialtes el dios Apolo le perforó el ojo izquierdo con una flecha justo cuando Hércules le atravesaba en ojo derecho con otra. Atenea derrotó a Palante a golpes de maza y lo desolló para fabricarse una coraza con su piel. El dios Mercurio combatió con un casco mágico que lo hacía invisible, así que derrotó a Hipólito. Cada vez que caía un enemigo, Hércules corría a rematarlo con sus flechas para así asegurarle una muerte segura. En cierto momento los gigantes se dieron cuenta de que estaban perdidos e intentaron huír, pero los dioses los exterminaron a todos, hasta quedar solo uno: Tifeo.

Tifeo huyó corriendo por el mar, pero Júpiter lo derribó lanzándole sobre los hombros la cima de una montaña. Quedó, finalmente, sepultado bajo el agua por una roca que hoy se llama Sicilia.

Cuando las aguas del mar se calmaron, los buitres se comieron los cadáveres de los gigantes derrotados en batalla. La guerra había terminado y los dioses del Olimpo dominaban el mundo.

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LAS CUATROEDADES

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Mientras tanto los hombres se habían ido extendiendo por el mundo. La Tierra gozaba de una apacible edad de oro, en la que no se conocía ni la vejez ni la enfermedad. Los hombres vivían desnudos y dormían a la intemperie. Tampoco era necesario trabajar la tierra, pues los árboles estaban siempre cargados de frutos y por las laderas de los montes bajaban ríos de leche espumosa.

Pero ninguna felicidad dura eternamente.

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A la edad de oro le siguió la edad de plata, en la que el año quedó dividido en cuatro estaciones y la tierra dejó de dar frutos por sí misma. Los hombres tuvieron que inventar el arado para labrar los campos y en el invierno, cuando el viento arreciaba, se vieron obligados a refugiarse en cuevas y encender hogueras para no morir de frío. También el hombre empezó a temer a las bestias y a los rayos, etc.

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También la edad de plata cedió su lugar a la de bronce. En ella aparecieron el ansia de riquezas. Los hombres inventaron el dinero, y los más audaces armaron barcos para viajar a países remotos en busca de oro y diamantes. La tierra dejó de ser de todos y la gente empezó a disputar por la posesión de los ríos y las montañas. Así se forjaron las primeras espadas y los primeros ejércitos, y finalmente estalló la guerra.

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Al empezar la edad de hierro, el crimen y la mentira se convirtieron en reyes de los hombres. El deseo de acumular dinero se transformó en una obsesión universal, y algunos hijos llegaron a matar a sus padres para heredar sus bienes lo antes posible. La vejez y la enfermedad empezaron a habitar en los cuerpos y la felicidad quedó enterrada en el pasado.

Y al fin, cuando el amor y la esperanza estaban ya olvidados, en el corazón del hombre brotó un amargo manantial de lagrimas

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UNADIFÍCIL

DECISIÓN

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Un brusco olor a sangre derramaba ascendía hacia los cielos, Júpiter lo oyó desde la cima del Olimpo y miró alarmado hacia la Tierra. Por todas partes se veían soldados que degollaban mujeres, ahorcaban niños, etc. Júpiter se quedo tan sobrecogido que durante días apenas habló, pues una idea brutal y dolorosa le rondaba la mente.

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Su hija Atenea le preguntó a que venía tanta tristeza, y Júpiter se acarició la barba y anunció con amarga serenidad: “Voy a exterminar a los hombres”. Atenea que era diosa de espíritu firme, se sobresaltó al oír esas palabras :“estas seguro padre”-dijo ella. “¿Que otra cosa puedo hacer? ,los hombres han elegido el mal camino: se traicionan a diario, guerrean, etc.”

La decisión era irrevocable, pero Atenea no quiso dar la batalla por perdida: “Es verdad que los hombres llevan una vida equivocada, pero son capaces de albergar buenos sentimientos. Su problema es la inmadurez. Dales tiempo, padre, y seguro que aprenderán a dominar sus instintos…”

“Hace mucho que espero y no ha servido de nada. Son insignificantes pero están convencidos de que sin ellos, el universo dejaría de tener sentido, dime Atenea, ¿de qué serviría salvarlos?”. “Los hombres nos adoran”-dijo Atenea. “

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Después de un rato pensando, finalmente dijo Júpiter: “está bien hija mía, tu ganas; les daré a los hombres la última oportunidad, mañana bajaré a la Tierra para conocerlos de cerca y si encuentro un motivo para salvarlos, prometo que los dejaré vivir. Pero te aseguro que si me defraudan no hallaran en mí el más mínimo rastro de clemencia.

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LA EXTRAÑACENA

DEL REY LICAIÓN

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Júpiter bajó a la Tierra con la apariencia de un viejo labrador y al poco tiempo confirmó sus sospechas. La extraña cena del rey Licaón no hizo más que confirmar su triste veredicto.

Licaón era el rey de Arcadia , una tierra de felicidad. ´Tenía cincuenta hijos varones y se decía que era un hombre muy cruel que torturaba a sus esclavos. Aquellos rumores intrigaron tanto a Júpiter que se propuso conocer al rey. Una tarde se presentó con su disfraz de labrador en el palacio de Licaón y le preguntó con humildad: “¿Me dejarías pasar la noche en tu casa?, es que mis viejos huesos ya no soportan bien el frío a la intemperie”. Licaón lo miró con desprecio y su primera idea fue echarlo a la calle, pero pronto le cambió la idea, había oído que Júpiter andaba viajando por el reino enmascarado y se preguntó si no sería aquel.

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“Esta bien”-dijo Licaón- “quédate si quieres”. Licaón había decidido poner a prueba a aquel anciano para averiguar quién era en realidad. Llamó a uno de sus criados y le dijo en voz baja: “quiero que mates a a un niño para la cena de esta noche”. En el rincón más apartado de la casa había un calabozo lleno de niños y todos serían descuartizados para servir de alimento a Licaón tarde o temprano. Cuando vieron al criado con el cuchillo en la mano, empezaron agritar de puro terror.

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Licaón y Júpiter se sentaron a cenar. Sobre la mesa había una hogaza de pan tierno y una crátera de vino. Licaón vigilaba a Júpiter, pero éste representaba a la perfección su papel de campesino. Cuando el criado trajo la fuente de carne, Licaón sonrió. Arrancó un pedazo con las manos y dijo: “toma un pedazo de esta carne viejo”, entonces algo cambió el rostro del labrador, y enfurecido descargó un puñetazo brutal sobre la mesa. “¿Crees que no sé de donde ha salido esta carne?”-dijo Júpiter- “ querías averiguar quién soy y has pensado: “si mi invitado es Júpiter jamás aceptará comer carne humana”. ¡Enhorabuena, Licaón , porque tu plan a funcionado! Mi consejo es que si te queda una pizca de piedad la uses para compadecerte de ti mismo porque vas a pagar tu sacrilegio al precio más alto”.

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De la mano de Júpiter salió un rayo abrasador que prendió fuego en la techumbre del palacio. Licaón escapaba corriendo hacia el bosque hasta sentirse a salvo, y entonces se paró a descansar. De pronto Licaón notó una fuerza expansiva en las entrañas, en el instante siguiente ya se había convertido en animal. Al día siguiente, cuando Licaón tuvo hambre, se acercó a un rebaño de ovejas que pastaban, pero al oír, el pastor las pisadas, salió corriendo y gritando: “¡Dadle muerte, no dejéis que se escape! ¡Es un lobo, y al lobo hay que matarlo!

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ELDILUVIO

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Júpiter había convocado a los dioses en su blanco palacio del Olimpo. “Voy a destruir la humanidad”-anunció- “Ayer el rey Licaón me sirvió en un banquete la carne de un niño y os aseguro que esa atrocidad no es más que un grano de arena en un desierto de indignidad humana”. Aunque las palabras de Júpiter fueron contundentes, el revuelo no cesaba; y aunque estaba decidio a mantener su postura contra viento y marea, la alarma general caló en su conciencia. No quería pasar por un rey inclemente, así que hizo una mínima concesión.

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Finalmente decidió castigar a la humanidad tal y como había decidido, pero después del exterminio, dejaré que el mundo sea poblado de nuevo por una generación nueva de hombres.

En las ásperas laderas del Cáucaso, aferrado a las montañas, vivía un titán llamado Prometeo. Muchos siglos atrás, Prometeo les había robado el fuego a los dioses y Júpiter sintiéndose traicionado, lo castigó con un suplicio insoportable. Cada día a la hora del alba, un águila se abalanzaba sobre Prometeo y le picoteaba el costado hasta arrancarle el hígado. Por la noche el pájaro se marchaba y el hígado renacía para poder ser devorado de nuevo al día siguiente.

El único consuelo de Prometeo eran las visitas que le hacía de vez en cuando su hijo Deucalión. Una tarde, al poco de marcharse el águila, Deucalión subió la ladera y se estrechó con ternura con su padre; Prometeo que tenía el don de la adivinación, le explicó a su hijo: “Júpiter ha decidido exterminar a los hombres anegando el mundo bajo un diluvio universal. Escúchame, hijo, tienes que construir un arca para salvarte”.

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Por aquel entonces, Deucalión, ya era un hombre viejo, pero aún así trabajó durante días sin descanso hasta terminar el arca. Cuando el primer rayo del diluvio iluminó el cielo, Deucalión y Pirra, su esposa, se dieron la mano y subieron al arca. La agresividad del diluvio fue enorme. Durante nueve días y nueve noches llovió sin pausa. La tierra y el mar acabaron por confundirse en un inmenso territorio acuático, sobre el que flotaban miles de cadáveres. Todos los animales del mundo murieron, incluidos los pájaros que al no tener donde posarse murieron de agotamiento. Solo debajo del mar perduraba la vida. De vez en cuando las nereidas se deslizaban por las calles anegadas y sus melenas, a veces doradas a veces rojizas, ponían una nota de color en el infierno de la destrucción.

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En aquellas horas difíciles Deucalión y Pirra permanecieron más unidos que nunca. Y al fin una tarde, el diluvio cesó. El dios Tritón, que tiene cuerpo de hombre y cola de pez, hizo sonar su caracola para avisar al mar de que debía retroceder a sus antiguos límites.

Al tercer día sin lluvia, Deucalión ya podía divisar en el horizonte la cima de una montaña, donde ató la soga para sujetar el arca. Cuando las aguas se evaporaron abandonó la nave. El paisaje era desolador y Pirra comenzó a llorar. No entendía por qué ella tenía que ser la única superviviente femenina.

Al poco tiempo Deucalión descubrió un templo que había sobrevivido al cataclismo y decidió entrar a rezar.

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Al fondo del templo había una estatua de Temis (diosa de la justicia) y Deucalión se arrodilló para preguntar con humildad:- “Adorada Temis, tú que dictas las leyes que rigen la vida de los hombres, ¿puedes decirnos si la humanidad volverá a poblar el mundo?”- Deucalión espero la respuesta pero ésta no llegó. –”Vámonos”- dijo Pirra. Deucalión se resistía a marcharse, pero Pirra lo cogió de la mano y lo llevó fuera, pero entonces Temis les dijo: -”Júpiter nos a consagrado la misión de repoblar el mundo, lanzad a vuestras espaldas los huesos de vuestra madre, y la humanidad renacerá”- Ellos no podían creerse lo que Temis les había pedido, entonces Pirra exclamó:-”¿Cómo vamos a desenterrar los huesos de nuestras madres? ¡Sacar a los muertos de la tierra es un sacrilegio! ¡Si lo hacemos, el espíritu de nuestros antepasados nos atormentará de por vida!”-. Deucalión pensaba: no hemos entendido bien tus palabras, los dioses saben que las cenizas de un muerto son sagradas, y no pueden aconsejarnos un crimen

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Deucalión estuvo horas pensando y al fin exclamó:- “¡Ahora lo entiendo! ¡Temis no hablaba de nuestras madres, sino de la madre de toda la humanidad! ¡Recoge una piedra del suelo, Pirra, y lánzala a tus espaldas! Al hundirse en el barro, las piedras, iban formando hombres y mujeres. Las que lanzaba Deucalión se convertían en hombres y las que lanzaba Pirra se convertían en mujeres. Y así se pasaron toda la tarde hasta repoblar la humanidad.

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APOLOY

DAFNE

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Después del diluvio las semillas germinadas por el sol empezaron de nuevo a brotar y la corriente imparable de la vida lo llenó de bellezas y peligros. Al pie de una montaña, el limo calentado por el sol dio origen a una serpiente descomunal de terribles fauces y poderosos músculos. Se llamaba Pitón y tenía la piel del color del fuego y unos colmillos que inoculaban un veneno mortal. Durante meses Pitón sembraba el pánico el la campiña, los hombres, desesperados, pidieron ayuda a los cielos, y el dios Apolo acudió a socorrerlos. Era mediodía cuando acribilló a Pitón con una lluvia de flechas.

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Fue una victoria formidable, pero tuvo consecuencias dramáticas. Crecido por su hazaña, Apolo empezó insultar a los otros dioses pensando que no estaban a su altura. Una mañana se cruzó con Cupido y Apolo, que reparó en su cara de niño y su cuerpo diminuto, se sintió superior. Luego se fijó en su arco y dijo en tono de burla:-”¿Adonde vas, Cupido; con un arma tan ridícula? Deja las hazañas para los dioses aguerridos como yo, que matamos a las serpientes en un abrir y cerrar de ojos. No juegues a hacerte el héroe, porque te faltan bríos para serlo”-y Cupido respondió:”¡No sabes lo que dices! Este arco que te parece tan poca cosa ha destronado reyes y destruido imperios, ¡pobre Apolo, todavía no sabes lo lejos que puede llegar el amor, pero te aseguro que muy pronto lo vas a comprobar en tu propia carne!”-

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Entonces Cupido, cumpliendo su promesa, lanzó dos flechas desde el cielo, una a Apolo y otra a una hermosa ninfa llamada Dafne. La flecha que atravesó el corazón de Apolo tenía la punta de oro y servía para encender el fuego del amor, en cambio la que disparó a Dafne era de plomo y despertaba el odio y el desdén. Apolo, enamorado por primera vez, comenzó a seguir a Dafne por los bosques. Y Dafne, en cuanto lo veía en el bosque, corría a esconderse o se zambullía en el río.

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Un día Apolo logró despistar a Dafne y le dijo al oído: -“Cásate conmigo, Dafne, y no te arrepentirás. Nadie puede hacerte más feliz que yo”- y Dafne contestó: -”Yo no creo en el amor. Nací virgen y moriré virgen”-. Apolo no se dio por vencido y Dafne al verlo tan ansioso echó a correr. Después de un largo rato corriendo, Dafne sintió que le faltaba el aire y no le quedo más remedio que pedir ayuda a su padre: -“¡Sálvame, padre, por piedad!”- Dafne era hija del río Peneo. Éste, en cuanto oyó el grito no vaciló y usó sus poderes para ayudarla; de repente Dafne se vió convertida en un alto laurel y su bello rostro quedó petrificado en una oscura corteza de arbusto. Apolo trastornado por aquella pérdida inesperada, se aferró a las ramas del laurel y besó con pasion el duro tronco. Comprendió que ya nunca podría ser su esposa, pero lo convirtió en su símbolo eterno de gloria. Por eso era costumbre coronar con laurel a los generales que regresan victoriosos de la guerra y a los poetas que nos emocionan con la dulzura de sus versos.

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LA VACA

ERRANTE

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En una mañana radiante de primavera, la ninfa Ío se bañaba en la fuente e ignoraba que Júpiter, encendido de pasión, la observaba desde detrás de los árboles. Cuando lo descubrió, salió corriendo y arrastrada por el miedo, atravesó zarzales y pastos, hasta sentirse a salvo. Había corrido mucho, estaba muy lejos de la fuente, y pensó que Júpiter ya no podría alcanzarla, pero fue una ilusión pasajera.

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Un instante después, una niebla repentina cayó sobre el mundo y la ninfa se quedó paralizada y confusa. Ío tardó un poco en comprender lo que estaba pasando; Júpiter, desbordado por la pasión, se había convertido en niebla para seducirla. Aquel día, de la mano de Júpiter, Ío conoció esa especie de lucha cuerpo a cuerpo en que consiste la intimidad del amor.

Poco después, Juno, la esposa de Júpiter, miró hacia la Tierra desde la cima del Olimpo. Se preguntaba el por qué de esa niebla tan espesa. Decidió preguntárselo a Júpiter, pero no lo encontró en su palacio. Entonces Juno sospechó que la niebla era Júpiter. Cuando la niebla se esfumó, Júpiter apareció sentado en la blanca pradera, junto a una vaca de ojos muy tristes. –”¿Qué haces ahí, esposo? ¿De quién es esa vaca? – preguntó Juno. Júpiter había sentido la llegada de su esposa, y había convertido a Ío en una vaca – Esta vaca no es de nadie. Acaba de brotar ahora mismo de la tierra – Si no es de nadie, regálamela – Si quieres la vaca, puedes quedártela – Juno se la llevó y decidió dejarla en manos del gigante Argos para que la vigilara – No te preocupes Juno –dijo Argos – Arriesgaré mi vida si hace falta, pero no dejaré que nadie se lleve la vaca”-.

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Argos cumplió su promesa. Durante meses vigiló al animal sin perderlo de vista ni un solo instante. Cada vez que le gigante necesitaba dormir, cerraba dos de sus ojos, pero mantenía abiertos los otros noventa y ocho. De día, dejaba que la vaca pastase al aire libre, pero de noche la ataba con una cadena de hierros y la encerraba en un establo. Cuando se veía reflejada en el agua de los arroyos, no lograba identificarse con aquel animal de mirada estúpida. A veces Ío seguía a sus hermanas, las ninfas de los ríos, y ellas le acariciaban la testuz sin sospechar quién era en realidad. Un día, su propio padre, el viejo Ínaco, le tendió un matojo de hierba. Ío le besó las manos, y comenzó a llorar. Cuando era niña y se bañaba en el río, solía dibujarle a Ínaco un símbolo en la arena. Eran un par de círculos enlazados. Poco a poco fue moviendo su pezuña hasta dibujarlos, y cuando Ínaco los vio abrazó con ternura el cuello de la vaca reconociéndola. De repente Argos se acercó corriendo y se llevó a la vaca a otros pastizales. Pensaba que Ínaco pretendía robársela.

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Entonces Júpiter, que lo había visto todo desde el cielo, se estremeció de lástima y pensaba en como liberarla. Llamó a uno de sus hijos: Mercurio, y le explicó: -”Argos se pasa la vida vigilando a una vaca por la que siento cierta estima, y quiero que la deje en paz de una vez – Pero, padre, tú sabes mejor que nadie que, para que Argos deje de vigilar, habría que matarlo…”-. Júpiter asintió con tristeza, y Mercurio comprendió al instante cuál era la misión encomendada

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Aquella tarde, Argos vio que un joven cabrero se sentaba en la hierba a la vera de su rebaño. Le pareció un muchacho cualquiera. El cabrero comenzó a tocar un extraño instrumento musical formado por cañas de distintos tamaños. Argos quedó cautivado y le gritó al muchacho que si podía sentarse a su lado. Entonces Mercurio se aclaró la garanta y cantó:

Allá en los montes de Arcadia,bajo una fronda de encinas, vivió la hermosa Siringe, la más bella de las ninfas.Por todas partes se hablabade sus gracias infinitas:las estrellas de sus ojos,la grana de sus mejillas,sus labios de rosa fresacercados de nieve fría…

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Los cazadores, al verla,de pasión enloquecían,y los sátiros del bosquepor su amor se desvivían.Pero Siringe desdeñaa quienes lo solicitan:dice que quiere ser librey que el amor la esclaviza.Un tarde, cuando el solasolaba la campiña,a la sombra de un espino,Siringe estaba dormida.Soñaba que con estrellassu melena entretejía.De pronto, fuera del sueño,sonó una voz que decía: “Despierta , niña, despierta,que te quiero por amiga”.Siringe volvió a este mundocon alma sobrecogida,

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Y al abrir sus dos estrellasvio al dios Pan, que sonreía.Sus duros cuernos de cabrabrillaban como sortijas,y sus ojos de esmeraldade pasión resplandecían:el amor lo traspasabacomo una flecha encendida.Siringe, firme en su credo,con firmeza le decía:“Dios Pan, no busques en míel amor que necesitas,pues ni quiero tus abrazosni ambiciono tus caricias.Antes que darte mi cuerpo,prefiero perder la vida”.A pesar de los desdenes,la sed de Pan no se alivia:cuantos más desdenes oye,más su amor se multiplica.Siringe, muerta de miedo,de las palabras se olvida,y echa a correr por el monte,cuesta abajo y peña arriba, pisando duros guijarrosy sangrando las espinas.

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Pan, con ansia atropellada,trota detrás de la ninfa,calzando brincos de cabraen sus pezuñas hendidas.Siringe corre, Pan vuela,uno insiste, la otra esquiva.La prodigiosa carreraa las aves aturdía.Siringe, al llegar al río,frenó en seco ante la orilla,pues las ninfas de los bosquesde las aguas desconfían.Pan, rebosante de amor,agrandaba su sonrisa.Siringe, loca de miedollamó a gritos a las ninfasque sobre el agua nadabanporque en las aguas vivían.“¡Salvadme, hermanas!”, les dijo.“¡Ayudadme, hermanas mías,por que el dios Pan no me arranqueel don que su sangre excita!”Las ninfas, niñas piadosas,con su habilidad divina,convirtieron a Siringeen un junco de la orilla.

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Cuando Pan le dio su abrazo,la ninfa ya no era ninfa:era un manojo de cañasde piel verde y alma finaque aún dejaban en el aireun calor de mujer tibia.Cuando el viento movió el juncocon carantoñas de brisa,el junco puso en el vientouna música exquisita.A Pan le gustó el rumorque de las hojas nacía,así que arrancó las cañaspor tener su melodía.Cuando las unió con cera,sonaron de maravilla:decidió que el instrumentosiringe se llamaría.Desde entonces, va tocandosu música por las viñas: cuando sopla sobre el junco,se oye el llanto de una ninfa.

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Cuando Mercurio acabó su canción, Argos se hallaba dormido. Por una vez en la vida, todos sus ojos estaban cerrados. Para asegurarse de que no despertaría, Mercurio le pasó sobre la cabeza su caduceo, que tiene la virtud de hacer el sueño más largo. Luego sacó del cinto su brillante espada y le cortó el cuello. La cabeza del monstruo rodó por el pastizal. Cuando Juno supo lo que había ocurrido, montó en cólera. Para recompensar al difunto, colocó sus cien ojos en las plumas del pavo real y los embelleció tiñéndolos de dorado y turquesa, naranja y verde. Luego ordenó a una de las furias que persiguiera a Ío.

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Las furias, seres violentos nacidos de la Noche que tienen la cabeza poblada de serpientes, se dedican a acosar a sus víctimas hasta la desesperación. Pero si aquel suplicio no era bastante para Ío, le envió un tábano que zumbaba a su alrededor y le picaba constantemente. Llegó un día en el que Ío estaba tan exhausta que deseaba morir. Júpiter compadecido de ella acudió a Juno para suplicarle que dejase de torturar a la pobre Ío. Cuando la encontró le explicó lo que pasó el día de la niebla y Juno le devolvió a Ío su forma humana. Ésta se dio cuenta de que estaba embarazada.

A los pocos meses, Ío dio a luz a un niño al que llamó Épafo. Los egipcios, al saber que el recién nacido era hijo de Júpiter, lo adoraron como a uno más de sus dioses.

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LA OSA

MAYOR

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Durante meses, la Tierra exhaló un calor sofocante. La locura de Faetón había calcinado la piel del mundo. Hubo que esperar mucho para que las flores volvieran a aparecer sobre la superficie abrasada. Y al final, como siempre, triunfó la vida, y entonces Júpiter se sintió tan dichoso que se abrió por entero al amor. Una mañana, al mirar hacia el mundo, vio a la ninfa Calisto sentada al pie de un olmo. Estaba lamiendo un panal, pero derrochaba tanta belleza que Júpiter quedó embelesado y decidió conquistarla.

Un día Calisto oyó un rumor de pasos en el bosque. Cuando alzó la cabeza, descubrió a la diosa Diana con su arco de oro en la mano. Calisto sonrió. Pertenecía desde niña al séquito de Diana, y solía acompañarla en sus partidas de caza. -“Salve , Diana”- dijo Calisto. La diosa no se inmutó Sin decir una sola palabra se sentó al lado de Calisto y empezó a besarla muy cerca de la boca. No podía entender que Diana, tan partidaria de la castidad, se portara como un adolescente encendido de amor. Calisto intuyó que era una trampa y dijo con voz tenue:-”No eres Diana, ¿verdad?”- No era Diana, no, era Júpiter. Una vez descubierto el engaño recobró su forma habitual y acentuó la intensidad de sus caricias. Calisto estaba muerta de miedo pero no se opuso.

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Cuando Júpiter se fue, Calisto rompió a llorar. Se sentía humillada. En los días que siguieron acompañó de nuevo a la autentica Diana, pero se sentía culpable. Diana exige a sus doncellas que se mantengan vírgenes y Calisto había dejado de serlo. Una tarde, al pasar junto a un río, Diana decidió darse un baño. –”¡Quitaos la ropa! ¡Vamos a refrescarnos!”-. Solo Calisto permaneció vestida –”¿ Es que no te vas a bañar?”-. Calisto no supo que decir. De pronto, una de las ninfas se acercó riendo, y le arrancó la túnica de un tirón. Calisto al verse desnuda, se sintió al filo de la muerte. Trató de cubrirse con las manos, pero ya todas habían visto la curva de su vientre… Diana, loca de furia, lanzó un grito desgarrado: -”¡Apártate de mi vista ahora mismo! ¿Cómo te atreves a acompañarme si ya no eres pura?¡ Márchate, Calisto, y no vuelvas a mi lado nunca más! ¡Ojalá que la Fortuna te castigue como mereces!”-.

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Pocos meses después, Calisto dio a luz al pequeño Arcas. Fueron días felices que duraron poco, pues la diosa Juno, enterada de que Júpiter le había sido infiel, decidió castigar a Calisto para que no volviera a disputarle el amor de su esposo. La asaltó y la arrastró por el suelo del bosque hasta dejarla cubierta de arañazos, y le arrebató su forma humana convirtiéndola en osa. A Calisto, nada le dolió más que apartarse de su hijo. En adelante, vivió en una cueva, en la montaña.

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Pasaron quince años. Una tarde, en el bosque, Calisto se encontró cara a cara con un joven cazador. Los dos se espantaron y de pronto Calisto, reconoció en la mirada de aquel muchacho un aire familiar, y su memoria regresó a los días remotos en que acunaba a Arcas, y lo reconoció. Arcas, ignorante, apuntó con su arco al corazón de la osa, y la flecha empezó a surcar el aire dispuesta a hacerle un buen servicio a la muerte. La tragedia parecía inevitable, pero, en el último momento, Júpiter intervino para impedirlo. Compadecido de Calisto detuvo la flecha en el aire y evitó así su muerte. Luego, transformó a Arcas en un cachorro de oso para que el amor fluyera con naturalidad entre madre e hijo, y al cabo elevó a las dos bestias a lo más alto del cielo. Una vez allí las convirtió en un par de constelaciones para salvarlas de todas las tristezas del mundo. Allí siguen, rodeadas de estrellas. A Calisto la llaman la Osa Mayor, y a su hijo la Osa Menor.

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LATRAICIÓN DE

BATO

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El Dios Mercurio es el ladrón más hábil del mundo. El día de su nacimiento, aprovechó un descuido de su hermano Apolo para robarle un rebaño de cincuenta vacas. Decidió ocultarla en Pilos, al fondo de una cueva. Durante todo el viaje le sonrió la suerte, pues no se cruzó con nadie, pero, cuando ya estaba a punto de llegar a su destino, se topó en un desfiladero con un viejo pastor. Se llamaba Bato, y tenía la cara surcada de arrugas y una boca hundida con dos dientes. Mercurio se inquietó. Pensó que, si Apolo pasaba por allí preguntando por sus vacas, el viejo Bato le contaría lo que había visto. Entonces decidió comprar el silencio del pastor… -” Te doy una de mis vacas si me prometes que no le dirás a nadie que me has visto pasar por aquí”- dijo Mercurio. Y le respondió Bato: -”¿Ves esa piedra? Pues antes hablará ella que yo”-. Hecho el trato, Mercurio siguió su camino y guardó las vacas en la cueva de Pilos. Pero, aunque se había salido con la suya, tenía cierta inquietud. Se preguntaba si el viejo Bato sería de fiar, y para comprobarlo decidió volver junto al pastor y ponerlo a prueba.

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Regresó al desfiladero con la apariencia de un rico comerciante y le preguntó a Bato si había visto pasar un rebaño de vacas -”me las robaron anoche y daría lo que fuese por recuperarlas. Ayúdame a dar con ellas y te regalaré una vaca y un toro”- dijo Mercurio. El viejo Bata viendo el provecho que podía sacar, no dudó en soltar la lengua: -”esta misma mañana he visto a Mercurio pasar por aquí. Iba camino de Pilos con tus cincuenta vacas”-. Al oír aquello, Mercurio, enfadado, recobró su aspecto y exclamó: -”¡Ah, traidor, qué pronto has faltado a tu palabra!”-. Entonces, Mercurio alzó su brillante caduceo y convirtió a Bato en una piedra.

Los caminantes que van a Pilos la ven al pasar por el desfiladero. Es un claro testimonio del castigo que sufre todo aquel que osa engañar a los dioses.

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ACTEÓN YLOS PERROSSIN DUEÑO

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Era un mediodía de pleno verano. La diosa Diana se había pasado la mañana cazando en compañía de sus ninfas, y decidió refrescarse en una fuente que se halla en lo más hondo de valle de Gargafia. Al llegar a la orilla, abandonó en el suelo su arco de oro y, se deshizo de su peplo de seda, que resbaló hasta sus pies. Ya desnuda, entró en las aguas del estanque y se regodeó en el goce elemental del agua fresca. Luego, tras recobrar la noción de la realidad, Diana se volvió hacia sus ninfas y les dijo con una sonrisa: -”¿Es que vosotras no vais a bañaros?”-.

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No muy lejos de allí se hallaba el joven Acteón, príncipe de Tebas. Volvía de una larga cacería, y estaba sediento. Al pasar por un claro del bosque, dejó a sus perros y caminó a solas hacía la fuente que manaba en lo más hondo del valle. Mientras se iba acercando oía las risas de las ninfas. Acteón empezó a caminar más despacio, y desde detrás de unos árboles observó a las ninfas bañándose. Rápidamente quedó prendado de la más bella de todas y hechizado por sus rasgos acabó por entrar en la fuente sin darse cuenta. Entonces la ninfa lo vio y asustada gritó: -”¡Hay un hombre mirándonos!”-. Todas las ninfas corrieron en torno a Diana para ocultar su cuerpo desnudo. Era la primera vez que un hombre la veía desnuda y de haber tenido el arco en la mano, habría matado a Acteón sin vacilar.

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Ciega de cólera, golpeó con la mano la superficie del agua y dijo: -”¡Nunca podrás contar lo que has visto!”-. Así fue. Acteón jamás pudo contarlo, porque, en aquel mismo instante, perdió su forma humana. Su cuello se alargó, su piel se esfumó bajo un denso pelaje rojizo, y algo duro como el hueso le rompió la carne a la altura de las sienes. Se había convertido en ciervo. Horrorizado, dio media vuelta y se alejó de la fuente a todo correr.

Acteón se representó de golpe todos los días que habrían de venir, y le parecieron tan tristes que se creyó al borde de la locura. Acababa de saltar un riachuelo cuando oyó el ladrido de unos perros y su angustiado corazón se relajó de pronto, pues reconoció en aquel rumor una resonancia amable. No había duda: los que ladraban eran los perros del propio Acteón. La jauría de Acteón constaba de cincuenta perros. Deseoso de reunirse con sus animales, Acteón corrió hacía los ladridos, pero, cuando ya le faltaba muy poco para alcanzar la jauría, comprendió de pronto una verdad atroz: se había convertido en una ansiada presa para ellos. Entonces frenó en seco y dio media vuelta para ponerse en fuga, pero los perros excitados por el olor del ciervo que huye empezaron a correr tras él el doble de rápido y cuando Acteón comprendió que habían notado su presencia, en su mente se fijó una idea: correr, correr, correr… Después de un largo rato de carrera, Acteón hizo un quiebro al llegar a unos espinos, y sintió a la manada más cerca que nunca, y pronto notó que sus patas se volvían más lentas y que en sus pulmones escaseaba el aire.

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Su corazón sentía cerca la presencia odiosa de la muerte. Todo se decidió entre unos matorrales. Acteón se disponía a saltarlos cuando resbaló sobre una piedra y cayó de rodillas, cuando quiso levantarse los perros le habían acorralado. El feroz Melanquetes fue el primero en saltarle encima, y uno tras otro fueron clavándole sus afilados colmillos. Desde aquel instante, cesó la lucha, pues Acteón no volvió a moverse. Los perros, excitados por la victoria, apuraron la carne hasta que el ciervo quedó convertido en esqueleto. Después, regresaron al lugar donde los había dejado su dueño, y allí aguardaron durante toda la tarde a que Acteón volviera. Al notar su tardanza, los perros se unieron en un trágico coro de ladridos, y los amigos de Acteón salieron a buscarlo por el valle. Nadie podía explicarse que se hubiera esfumado sin dejar rastro. Al fin, cuando llegó la noche, los amigos de Acteón abandonaron la búsqueda y recogieron a los cincuenta perros, que seguían esperando, tan obedientes como siempre, en un claro del bosque. Algunos vencidos por un triste sentimiento de abandono, lloraban sin pausa, pero ninguno podía sospechar la verdad.

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LAS DOSVIDAS DETIRESIAS

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El joven Tiresias recorría silbando el corazón del bosque. Se sentía feliz por tener toda la vida por delante. Al pasar bajo unos álamos, dos serpientes enormes se cruzaron en un camino y enredaron sus cuerpos para entregarse al amor. Tiresias, viendo que no le dejaban pasar, las golpeó con un bastón hasta separarlas. Las bestias huyeron, cada una en una dirección, pero la brutalidad de Tiresias debió molestar a los dioses, pues el joven recibió al instante un severo castigo.

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De pronto, Tiresias notó como su pecho se abultaba, su cadera ganaba en anchura y su barba desaparecía. Cuando se miró en el río, comprobó alarmado que se había convertido en una mujer. Durante siete años, fue una muchacha más, que cocinaba, tejía… Tiresias despertó el amor de algún joven, y llegó a imaginarse a sí mismo dando a luz.

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Una tarde en el mismo lugar que la otra vez, vio dos serpientes enredadas en su ritual de amor. La intuición, más que la inteligencia, le dictó lo que tenía que hacer: sin pensarlo dos veces, Tiresias levantó su bastón y separó a las serpientes, y en aquel mismo instante sus hombros se ensancharon y una barba recia le creció. Después de siete años, Tiresias volvió a ser un hombre. Pasó algún tiempo.

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Un día, en su mansión sagrada del Olimpo, Júpiter y su esposa empezaron a discutir. Se preguntaban quién goza más en el amor, si el hombre o la mujer, y no lograban ponerse de acuerdo. Júpiter decía que la mujer, y Juno aseguraba que el hombre. Al final ella dijo: -”Preguntémosle a Tiresias, que él lo sabrá. Es la única persona del mundo que ha sido hombre y mujer en una misma vida”-. Tiresias respondió sin dudar: -”Está claro que es la mujer quien más goza. Si el placer del amor se compone de diez partes, la mujer se lleva nueve, mientras que el hombre se queda con una”-. Al oír aquello, Juno montó en cólera: Tiresias acababa de dejar el gran secreto del sexo femenino. La diosa se irritó tanto que posó sus manos sobre los ojos de Tiresias y lo dejó ciego. A Júpiter le pareció muy cruel. Habría querido devolverle la vista, pero ni siquiera los dioses pueden deshacer una obra divina. Movido por la compasión le dijo: -” No sufras, porque voy a compensarte con creces por lo mucho que acabas de perder. Te daré dos dones: vivir seis veces más que cualquier otro hombre, y el de ver el futuro.”-. Tiresias vivió durante siete generaciones de hombre y se hizo famoso por sus profecías.

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ECOY

NARCISO

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A Júpiter le encantaba coquetear con las ninfas. Algunos días, bajaba a los vergeles de la Arcadia sin más propósito que robarles un beso. Júpiter no olvidaba nunca que, si su esposa lo descubría jugueteando con las ninfas, estallaría en un violento ataque de celos con consecuencias horribles. Un día, al llegar a la Arcadia, Júpiter le dijo a una de las ninfas: -”Ve en busca de Juno y háblale - ¿Que le hable? ¿Y de qué? – Tanto da. Lo que importa es que no se dé cuenta de que he venido aquí a pasar el rato…”-. La ninfa, que se llamaba Eco, cumplió el encargo a la perfección. Desde entonces, Eco era la encargada de entretener a Juno mientras Júpiter estaba con las ninfas. A la diosa le encantaba escucharla, pues Eco, contaba las historias con mucha gracia.

Page 79: Metamorfosis de Ovidio.

Un día, mientras Eco charlaba, Juno oyó de pronto las risotadas de Júpiter, y entonces comprendió el verdadero sentido de la cháchara de Eco. Loca de furia, Juno exclamó: -”¿De modo que vienes a embobarme con tu palabrería para encubrir a Júpiter? ¡Eres una traidora, Eco, y vas a pagar tu maldad al precio más alto! A partir de hoy, podrás parlotear todo lo que quieras, pero ni una sola de las palabras que digas será tuya”-. Desde aquel día, en efecto, Eco se limitó a repetir las últimas palabras que decían los demás. Eco ya no podía conversar con nadie, se sentía tan avergonzada que se retiró a lo más hondo del bosque.

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Una mañana, descubrió entre los árboles a un joven cazador. Era, en verdad, un muchacho hermoso, y Eco no pudo resistir la tentación de espiarlo. Aunque jamás había estado enamorada, reconoció al instante los síntomas del amor. Habría querido acercarse a aquel muchacho y confesarle lo que estaba sintiendo, pero su voz ya no servía para esas cosas… De repente, el joven Narciso la descubrió entre los árboles, -”¿Quién eres? – Eres… - ¿Por qué me miras así? – Así… - ¿Es que quieres decirme algo? – Algo…”-. Eco se sintió tan impotente que decidió demostrar con hechos lo que no podía decir con palabras, se acercó a Narciso y lo abrazó. El joven quedó tan sorprendido que apartó a Eco de un empujón, -”¡Estás loca! ¡No vuelvas a tocarme!”-. Nadie podía describir lo que Eco sentía en aquel momento. Abatida, Eco se refugió en una cueva, donde permaneció muchos días lamentándose sin descanso.

Page 81: Metamorfosis de Ovidio.

En realidad, Eco no fue la primera víctima de Narciso. Con su belleza sobrehumana, aquel muchacho despertaba pasiones en todas partes, sin embargo Narciso, las rechazaba a todas. Bajo su rostro hermoso se escondía un corazón muy áspero. Mientras tanto Eco dejó de dormir y de comer, se fue apagando poco a poco, hasta convertirse en aire, lo único que quedó de su persona fue su voz lastimera, que seguía repitiendo las palabras de la gente. La tragedia de Eco desató la indignación de las otras ninfas rechazadas por Narciso. Decidieron pedir justicia. Fueron en busca de Némesis, la hija de la Noche, que es experta en la venganza y castiga a los hombres arrogantes. Cuando Némesis supo el desprecio con que Narciso trataba a sus pretendientes, sentenció con voz firme: -”Vuestra petición es justa. Os prometo que Narciso pagará muy pronto todo el mal que ha causado”-. La venganza se cumplió un mediodía. Narciso había estado cazando durante horas, y tenía sed. Al pasar por una floresta, encontró una charca y decidió acercarse a beber. Desde que era muy niño, su madre le había prohibido que bebiese en las agua estancadas. Narciso lo había respetado sin preguntarse su sentido. Aquel día sintió una sed tan acuciante que olvidó la advertencia de su madre. Al inclinarse en la charca, descubrió algo asombroso: en el fondo del agua, como un magnífico ahogado de ojos abiertos, había un muchacho que lo estaba mirando. Tenía la mirada verde y la piel pálida. Narciso no comprendió que se estaba viendo a sí mismo. Metió la mano en la charca para acariciar a aquel muchacho, pero en cuanto sus dedos rozaron el agua, la cara se deshizo en una desbandada de ondas azules. Luego, la charca se serenó y el rostro volvió a aparecer. Narciso se acercó a besar al desconocido, pero su cara se esfumó de nuevo. Narciso comprendió al fin lo que estaba pasando, aquel muchacho era él.

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Casi al instante, una ninfa pasó junto a la charca, y se sobresaltó al verlo cara al agua. Alarmada, salió en busca de la madre del muchacho que se llamaba Liríope. Ésta llevaba años temiendo aquel momento, pues desde su niñez, Narciso, había hechizado a todo el mundo. Cuando cumplió dos años, Liríope fue a ver al anciano Tiresias, el adivino de Tebas, y lo puso al corriente de su inquietud, -”tengo un mal presentimiento que no me deja vivir, tú que conoces el futuro, dime si mi hijo tendrá una vida larga – tu hijo puede llegar a viejo, si respeta una condición – dime de qué se trata y haré que se cumpla – “Nunca permitas que se vea a sí mismo”-. Cuando Liríope llegó a la charca, Narciso seguía ensimismado. Liríope lo agarró por el brazo y le suplicó que se levantase, pero Narciso ni se inmutó. Dejó de comer, de dormir, y ni siquiera se atrevió a beber agua, por miedo a deshacer la cara. Un día, ya en el límite de sus fuerzas, susurró con resignación: -”Mi amor es inútil…”-. Entonces la ninfa Eco, aunque invisible, repitió sus palabras.

Page 83: Metamorfosis de Ovidio.

Cuando Narciso murió, las ninfas que habían pedido venganza, fueron a buscarlo para incinerar su cuerpo, pero no lograron encontrar el cadáver. Y es que, al morir, Narciso se había transformado en una flor de intenso perfume que brota desde entonces en la charca todas las primaveras.

Page 84: Metamorfosis de Ovidio.

BACO YLOS

DELFINES

Page 85: Metamorfosis de Ovidio.

Lidia es un reino luminoso abierto al mar. Allí vivió hace mucho tiempo un humilde pescador al que jamás le sonreía la suerte. Se pasaba todo el día sentado a la orilla del mar, esperando que los peces picaran en su anzuelo, pero no sacaba más que lo justo para sobrevivir. Un día, cuando ya era muy viejo, su hijo lo acompaño a pescar, y el anciano le dijo con honda tristeza: -”¡Qué mezquino han sido los dioses conmigo! A algunos hombres les entregan tesoros sin cuento, y a otros, en cambio, nos condenan a vivir y a morir en la pobreza. Cuando me vaya de este mundo, que será pronto, no podré dejarte más herencia que estas aguas que estas viendo. Ahí las tienes, mi querido Acetes. Mientras exista el mar, no te faltarán peces que llevarte a la boca”-. El anciano murió aquella misma noche. Su hijo, que aún era un hombre joven, permaneció junto al cadáver hasta la hora del alba. Creía que la mejor manera de honrarlo era esforzarse en salir de la pobreza. Con mucho sacrificio, Acetes logró comprar una barca, lo que le permitió salir a pescar a alta mar.

Page 86: Metamorfosis de Ovidio.

La suerte estaba de su parte, y en poco tiempo pudo cambiar su barca por un navío con propia tripulación, a la que trató siempre con cariño fraternal.

Page 87: Metamorfosis de Ovidio.

Una mañana, Acetes y sus marinos recalaron en la isla Quíos. Mientras los demás descansaban, cuatro hombres partieron tierra adentro en busca de agua, pues no quedaban reservas a bordo. Al mediodía, aún no habían vuelto, y Acetes empezó a preocuparse. A media tarde distinguió siluetas en la lejanía. Al contarlas, se quedó extrañado. Acetes había visto marchar a cuatro hombres, y volvían cinco. La solución del enigma era muy simple: los marinos traían consigo a un muchacho al que habían encontrado en el interior de la isla. Ofeltes, uno de los marinos, lo explicó todo: -”Lo hemos visto dormido bajo una viñas, y enseguida nos hemos dado cuenta de que estaba borracho como una cuba - ¿Y para qué os lo habéis traído? - ¡Qué preguntas haces, capitán! ¡Está claro que nos lo vamos a llevar para venderlo como esclavo! Ahora mismo no promete mucho porque ha empinado el codo, pero, como es joven y está sano, seguro que nos pagarán un buen precio por él. No había duda de que aquel joven estaba borracho, pero aún así irradiaba una extraña luz, parecía muy superior a los hombres que lo habían capturado. Acetes tuvo una corazonada y les dijo a sus marinos: -”Soltad a ese muchacho. No creo que sea prudente tomarlo como esclavo – y a continuación dijo Dictis, otro marino – “¡Estás loco, capitán! ¿Cómo vamos a renunciar al dinero que vale un muchacho como este? – Os repito que es mejor que lo soltéis. Algo me dice que, si nos lo llevamos, acabaremos por arrepentirnos”-. Las palabras del capitán cayeron en saco roto y Acetes se interpuso en el camino para impedir que lo subieran a bordo. Otro marino llamado Lícabas: -”¡Quítate de en medio, o lo pagarás caro!”-. De repente el prisionero despertó de su borrachera y preguntó desconcertado: -”¿Quiénes sois? ¿Por qué vais a subirme a vuestro barco? – Lícabas le respondió – Para llevarte a donde quieras amigo… - Vivo en la isla de Naxos. Si me lleváis allí prometo que os recompensaré – Así se hará, muchacho – aseguró Libis guiñándole un ojo a Ofeltes.

Page 88: Metamorfosis de Ovidio.

El barco estaba a punto de zarpar cuando Acetes recobró la conciencia de un puñetazo que anteriormente le había dado Lícabas. Comprendiendo que lo iban a dejar en tierra, se levantó de un salto y subió a bordo. Se negó a colaborar en la tareas de la navegación, y Lícabas, cansado de su actitud, decidió atarlo a la popa como si fuera un prisionero de guerra.

Page 89: Metamorfosis de Ovidio.

La navegación fue plácida hasta que la silueta alargada de Naxos asomó en el horizonte. Al ver que se acercaban a su casa, el muchacho de la corona de hiedra sonrió, pero su alegría se acabó cuando vio que pasaban de largo. Entonces, dijo: -”¿Así cumplís, marinero, la promesa que me habéis hecho? ¿Qué gloria encontráis en engañar a una persona que no os ha causado mal alguno?”-. Tal y como había intuido Acetes, aquel muchacho no era un hombre cualquiera. Tras su apariencia de adolescente ingenuo, se escondía en verdad una poderosa criatura de origen divino. El joven se convirtió de pronto en un hombre maduro. Una espesa maraña de sarmientos de viña cubrió sus brazos, y a sus pies aparecieron varios tigres y leopardos de atronador rugido. Lícabas comprendió quien era en realidad aquel forastero, y entonces soltó un grito desgarrado de terror –”¡Es el dios Baco!”-. Era Baco, en efecto. Los marinos aterrorizados, empezaron a remar con todas sus fuerzas para escapar de la justicia divina, pero los remos no respondieron pues acababan de transformarse en sinuosas serpientes. El barco se detuvo y en el aire empezó a sonar un extraño coro de flautas invisibles. Los marinos saltaron por la borda de puro miedo, pero, antes de que tocaran el agua, Baco los convirtió en delfines. Solo Acetes se salvó de la metamorfosis, el dios lo liberó de sus ataduras y le dijo: -”Aparta el miedo de tu corazón, querido Acetes. Has sido justo conmigo y voy a protegerte hasta el fin de tus días. Lo único que te pido es que tomes el timón para llevarme a Naxos. Ya sabes que allí está mi casa, y desde hoy mismo también la tuya”-.

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EL RAPTODE

PROSERPINA

Page 91: Metamorfosis de Ovidio.

No hay lugar más hermoso que Sicilia. Es fácil olvidarse de que toda isla descansa sobre el cuerpo del gigante Tifeo, al que Júpiter enterró bajo Sicilia para hacerle pagar por su soberbia. De vez en cuando, Tifeo se agita intentando liberarse, pero siempre acaba por rendirse, ya que Sicilia pesa demasiado para ponerla en vilo. A veces empieza a escupir fuego, y su vómito de lava emerge por la cima nevada del monte Etna.

Page 92: Metamorfosis de Ovidio.

A Plutón el dios de los infiernos, le inquietan mucho las sacudidas de Tifeo, pues sabe que una brecha profunda en la Tierra llegaría hasta el infierno y las almas de los muertos enloquecerían de terror. Un día, cuando rondaba por la isla, vió a una hermosa muchacha sentada en un prado. Se llamaba Proserpina. Cuando ésta alzó los ojos, Plutón ya estaba a su lado. La sobrecogió su gesto severo, su barba poblada del color de la noche, las sombras azuladas de su piel y la tristeza infinita de sus ojos.

Page 93: Metamorfosis de Ovidio.

Aterrrada, Proserpina se levantó de un salto e intentó huir, pero Plutón la alcanzó y la obligó a subir a su carro. Sus cuatro caballos galoparon con ímpetu. Proserpina intentó escapar pero Plutón la mantenía bien aferrada. Cuando la muchacha pidió socorro, la ninfa Cíane intentó ayudarla pero no lo consiguió. Tras aquel suceso, Plutón se percató, mientras permaneciera en Tierra, su victoria no era segura, así que decidió apresurar su vuelta a los infiernos. Lanzó su cetro y un inmenso cráter se abrió en el camino. El carro se perdió en las entrañas de la tierra.

Page 94: Metamorfosis de Ovidio.

De pronto, una voz angustiada sonó entre los olivos. Era la diosa Ceres, la madre de Proserpina, que la estaba llamando. Durante días, Ceres recorrió toda la Tierra. Proserpina se había perdido sin dejar rastro. Una tarde, la diosa pasó junto a una vieja choza de paja. Había una anciana sentada en la puerta, y Ceres le preguntó si podía darle algo de beber. La vieja, le ofreció un cuenco de dulce ciceón. Ceres se lo bebió con atropellada ansiedad y un chiquillo que pasó por allí exclamó entre risas: -”¡Qué forma de beber! ¡Pareces un borracho!”-. Ceres ardió en cólera. Cegada por la ira, arrojó sobre el chiquillo el ciceón que quedaba en el cuenco y se convirtió en una salamandra.

Page 95: Metamorfosis de Ovidio.

Ceres estaba tan dolida que todo le molestaba. Una mañana se encontró con la ninfa Cíane, que se lo contó todo e intentó ayudarla. Al oír aquello Ceres, diosa de las cosechas, maldijo a la Tierra y todas las cosechas se echaron a perder. Un día la ninfa Aretusa le dijo: -”Ya es hora, Ceres, de que dejes de torturar a la Tierra. ¿Por qué sufres tanto, si tu hija está bien? Ayer mismo la ´vi en el infierno, así que sé lo que digo. Plutón ha convertido a Proserpina en su esposa y la ha sentado a su lado en su trono de tinieblas. Alégrate, Ceres, porque tu hija es reina. Deja ya de sufrir y devuélvele al campo el verdor que ha perdido.

Page 96: Metamorfosis de Ovidio.

Ceres quería ver a Júpiter, el padre de Proserpina y en cuanto lo tuvo delante: -”¿Cómo has permitido que nuestra hija acabe en el infierno? – Cálmate, Ceres. Proserpina es reina, y Plutón la adora. ¿Qué es lo que te preocupa? – Me preocupa que mi hija se esté pudriendo en las tinieblas. Escúchame, Júpiter, o convences a Plutón para que me devuelva a Proserpina o te aseguro que la Tierra no volverá a dar un solo fruto – No me pidas imposibles, Ceres. Sabes muy bien que entrar en el infierno cuesta poco, pero salir de allí no es nada fácil… - No pienso discutir. O me devuelves a Proserpina o la muerte se adueñará de la Tierra. Tú decides”-. Júpiter bajó a los infiernos para informar a Plutón: -”Los labradores ya no aran los campos, y los árboles han perdido la esperanza del fruto. El hambre reina en todas partes, y ya nadie nos ofrece sacrificios. Ceres no dejará que nada florezca mientras no le devuelvas a Proserpina. Hay que salvar la vida, hermano. Es nuestro deber - ¿Qué me importa a mí la vida si mi destino es reinar sobre los muertos? Tu vives a plena luz y disfrutas del amor cada vez que se te antoja, pero yo paso los días rodeado de almas errantes que se han olvidado de lo que es el amor. Compréndelo, hermano, me he cansado de estar solo. Proserpina es mi esposa, y no dejaré que te la lleves por nada del mundo – y dirigiéndose a Proserpina le dijo: -”¿Has comido algo en los infiernos? - ¿Por qué me preguntas eso? – Porque quien prueba los frutos del infierno jamás podrá volver a la vida – rebeló Júpiter, y Proserpina mintió – No he comido nada”- cuando en realidad había probado una granada.

Page 97: Metamorfosis de Ovidio.

Desde detrás de unas rocas, salió corriendo un muchacho. Se llamaba Ascálafo, había nacido en los infiernos. Éste le dijo a Júpiter: -”No te dejes engañar, padre eterno. Proserpina ha mentido. Ayer la vi con mis propios ojos comiéndose una granada junto a la Estigia, y te aseguro que lo hizo con deleite”-. Proserpina bajó la cabeza y se alejó llorando y con rencor hacia Ascálafo lo roció con las aguas de la Estigia mientras lo maldecía, y Ascáfalo se convirtió en una lechuza.

Page 98: Metamorfosis de Ovidio.

Júpiter, mientras tanto, había vuelto al Olimpo. Al fin decidió regresar a los infiernos y le rogó a Plutón: -”Deja que Proserpina pase una parte del año con Ceres…”-. Ésta ignorante de lo que pasaba se sentó en una piedra del camino y vio acercarse a una muchacha, que era Proserpina. Madre e hija se abrazaron y la Tierra volvió a florecer. Proserpina anunció: -”De ahora en adelante, dividiré mi tiempo: pasaré seis mese al año contigo y otros seis con Plutón en el infierno”-. Plutón, en efecto, había aceptado la propuesta de Júpiter, pues había comprendido que sin su madre, Proserpina nunca sería feliz del todo. Ceres cedió, pues compartir a su hija le pareció mejor que perderla para siempre. Desde entonces la Tierra se muestra fértil y generosa, cuando Proserpina acompaña a su madre y, triste y muerta, cuando Proserpina regresa a las sombras y comparte sus días con los muertos.

Page 99: Metamorfosis de Ovidio.

BAUCIS Y

FILEMÓN

Page 100: Metamorfosis de Ovidio.

En las verdes colinas de Frigia, a orillas de un lago de arenas doradas, hay una encina y un tilo. Sus troncos se enredan, sus copas se buscan, y sus viejas ramas se entrelazan. Llevan allí desde la época remota en que los dioses bajaban a menudo a la Tierra para examinar de cerca el comportamiento de los hombres. Un día, Júpiter recorría el reino de Frigia en compañía de su hijo Mercurio. Para que los mortales no le reconociesen, los dos dioses habían adoptado la apariencia de un par de cazadores.

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Caía la tarde cuando Júpiter le preguntó a su hijo: -”¿Crees que la gente de Fría es hospitalaria? – Probémoslo y lo sabremos”-. Los dos cazadores llamaron, pues, a la primera puerta que encontraron en su camino. Una mujer les abrió y Mercurio le dijo: -”Somos forasteros y estamos agotados. ¿Nos dejarías descansar un poco en tu casa?”-. La mujer, sin decir una sola palabra, cerró la puerta de golpe. Por desgracia, aquel desplante no fue una excepción. Mercurio y Júpiter llamaron a muchas otras puertas aquella tarde, y en todas se toparon con la misma falta de generosidad. Júpiter, cada vez mas enfadado, acabó por exclamar: -”¡Está claro que en esta tierra no conocen la hospitalidad! ¡Frigia se merece un buen castigo! – Mercurio más frío que su padre añadió: No te precipites. Probemos por última vez. A veces, la generosidad de un solo hombre puede compensar la mezquindad de toda una nación”-.

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Júpiter aceptó, y entonces Mercurio llamó a la puerta de una pequeña choza. Era sin duda la casa más humilde de la región, poco más que una techumbre de paja sostenida por unos cuantos troncos. Cuando Júpiter y Mercurio se acercaron, un ganso que se hallaba a las puertas de la casa comenzó a graznar con gran escándalo. Al oírlo, un hombre y una mujer, ambos ancianos, abrieron la puerta de la choza. –”¡ Calma, calma! – Júpiter comenzó a decir: Somos forasteros. Estábamos cazando por estas tierras y nos preguntábamos si nos dejarías descansar un poco en vuestro hogar – Y el anciano respondió: Pasad, pasad, estáis en vuestra casa. Yo soy Filemón y mi esposa se llama Baucis”-.

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Baucis y Filemón habían vivido siempre en aquella humilde cabaña. Aunque eran pobres, jamás se lamentaban de su miseria, pues les bastaba el amor que se tenían para sentirse felices. Aquella tarde, hicieron todo lo que estaba en su mano con tal de complacer a sus huéspedes. Cuando estaban a punto de servir la cena, Baucis notó que la mesa cojeaba, y se arrodilló para calzarla con una cuña de madera. Luego, dispuso ante los ojos de sus invitados toda la comida que había en la casa: Un plato de aceitunas y una hogaza de pan, cinco o seis hojas de escarola, cuatro tiras de rubio tocino, un poco de queso fresco y un puñado de nueces regadas con miel.

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Júpiter y Mercurio no dejaban de cruzarse miradas de satisfacción. Cuando acabó la cena, Júpiter sonrió y dijo de todo corazón: -” Hemos comido a las mil maravillas”-. Entonces sucedió algo extraordinario. Los dos cazadores llevaban mas de una hora sentados a la mesa, y en aquel rato se habían servido vino en muchas ocasiones. Filemón pensó, pues, que la jarra debía de estar vacía y se dispuso a llenarla. Pero, cuando la levantó de la mesa y examinó su interior, se llevó la mayor sorpresa de su vida. Baucis, se puso en pie, y se inclinó sobre la boca de la jarra quedando igual de espantada que Filemón. Ninguno de los dos podía creérselo: a pesar de lo mucho que habían bebido sus huéspedes, la jarra estaba llena a rebosar. Sobrecogida por el portento, Baucis dijo: -” No sois hombres, ¿verdad? ¡Está claro que sois dioses, y que habéis venido a castigarnos por algo que no hemos hecho bien! – Filemón exclamó: ¡Tened piedad, por lo que más queráis! Sabemos que la cena que os hemos ofrecido no es digna de dioses. Pero debéis entenderlo: somos pobres y nos esperábamos vuestra visita – Baucis anunció: ahora mismo mataremos al ganso para estar a vuestra altura”-.

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El ganso era el único animal que tenían Baucis y Filemón. Jamás en la vida habían pensado en comérselo, pues lo usaban como guardián de su cabaña. Era, en verdad, el animal más astuto de Frigia. Permanecía siempre alerta. Era, en fin, un guardián más hábil y fiable que los mastines que utilizan los ricos. Y, sin embargo, Baucis y Filemón estaban dispuestos a matarlo con tal de satisfacer a sus huéspedes. Salieron, pues en busca del ganso, pero el animal, que se olió un final triste, comenzó a revolotear y se escabulló de los dos ancianos. Al final, el ganso se refugió entre las piernas de Júpiter. Y entonces dijo: -” Dejad tranquilo al ganso, que no es menester darle muerte. Somos dioses, en efecto, pero no pretendemos castigaros sino todo lo contrario. Nos habéis proporcionado lo mejor que teníais, y os lo agradecemos de todo corazón. A decir verdad, sois los únicos habitantes de Frigia que han aceptado acogernos en su casa, así que os salvaremos del castigo que les espera a las gentes de este país. Acompañadnos: Tenemos que subir a la montaña”-.

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Baucis y Filemón no dijeron nada. Les costó mucho subir la montaña, y cada pocos pasos tenían que detenerse para recuperar el aliento. En uno de los descansos, Baucis le preguntó a su marido por qué se dirigían a la montaña. Entonces los dos ancianos miraron hacia atrás y vieron que toda Frigia había quedado sumergida bajo las aguas. Sólo una casa permanecía sobre el nivel del lago: su humilde choza. Los dos ancianos rompieron a llorar, y mientras se secaban la lágrimas, observaron que su pequeña choza se iba convirtiendo en un templo bellísimo.

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Júpiter miró a los dos ancianos y les dijo: -” Frigia ya ha recibido el castigo que merecía, pero vosotros, que sois justos como la balanza, aún no tenéis el premio que os habéis ganado. Decidme, ¿qué deseáis? – queremos ser sacerdotes de este santuario en que habéis convertido nuestra casa. Y, dado que nos amamos con toda el alma, nos gustaría morir los dos en el mismo día y en el mismo instante, para que yo no tenga que enterrar a mi esposa ni ella tenga que sepultarme a mí”-. Así se hizo. Mientras vivieron, Baucis y Filemón fueron guardianes del templo. Y un día, cuando ya eran muy viejos, mientras estaban sentados en la escalinata del santuario, Baucis notó que a Filemón le salían ramas, y Filemón vio que su esposa se estaba convirtiendo en un árbol. Los dos se apresuraron a darse el último beso y un instante después quedaron cubiertos por una rígida corteza vegetal.

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Si pasáis por Frigia, fijaos en el tilo y en la encina que se levanta a orillas del lago. Os bastará mirar como cruzan sus ramas para daros cuenta de lo mucho que Baucis y su esposo se siguen queriendo.

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PROTEO

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A Proteo lo llaman el dios de las mil caras. Tan pronto se convierte en un anciano de manos temblorosas como en un niño de tierna sonrisa, en un jabalí de colmillos curvados o en un león de fogosa melena. Hay quien lo ha visto nadar en una fuente con la apariencia de una ninfa de ojos dorados y quien lo ha reconocido en una víbora que reptaba a pleno sol por las dunas ardientes del desierto. Proteo es, en fin, un maestro admirable de la metamorfosis, así que ninguna forma le resulta inaccesible

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No es su único don, pues también es capaz de prever el futuro. A veces, los hombres acuden a preguntarle si serán ricos el día de mañana, si lograrán conquistar a la mujer ala que adoran o si deben alzarse en armas contra el tirano que los esclaviza. Proteo, sin embargo, nunca ha sido un dios complaciente. En cuanto alguien le consulta, se transforma en cualquier cosa con tal de no responder: en tigre que huye, el roca callada, en agua que corre, el viento fugaz… Solo los hombre más vigorosos, o los más tenaces, consiguen detenerlo o abatirlo, y entonces lo obligan a que explique a las claras lo que habrá de traerles el futuro: si una dulce cosecha de alegrías o un desastroso vendaval de desgracias.

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HAMBRE

SIN FIN

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Erisicton era un hombre de corazón áspero. Jamás confiaba en las personas, y sentía un hondo desprecio por los dioses. Cada mañana, cuando salía a la puerta de su casa a respirar el aire fresco del nuevo día, Erisicton reparaba en una vieja encina que se erguía en un bosque cercano. Era un árbol robusto. Estaba consagrado a Ceres, y las dríades, por pura devoción, solían adornarlo con hermosas guirnaldas. Aquella encina era, en fin, una prueba palpable del amor que inspiran los dioses, y, por eso mismo, Erisicton la detestaba.

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Un día, llamó a dos jóvenes esclavos que le servían en su casa y les dijo: -” Tomad un hacha y acompañarme, quiero que taléis esta encina – Señor, olvidáis que esta encina está consagrada a Ceres… Si la cortamos, los dioses nos castigarán - ¿Es que no has entendido mis palabras, maldito estúpido? ¡Lo he dicho bien claro: quiero que taléis la encina ahora mismo! ¡Soy vuestro amo y tenéis que obedecerme! – Al cabo de un rato Erisicton volvió a exclamar: ¡Puesto que os negáis a cumplir vuestro deber, yo mismo derribaré la encina! ¿Qué venga Ceres a defenderla si tiene agallas! ¡A partir de hoy, nada será igual! ¡En adelante los dioses tendrán que guardar respeto a los hombre y no al revés!”-.

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–”Ya veo que adoras a los dioses… - Los respeto, sí, porque mis padres me enseñaron a hacerlo – Entonces, pídeles a los dioses que te ayuden, porque lo vas a necesitar”-. El muchacho no alcanzó a comprender la magnitud de aquella amenaza. Antes de que pudiera reaccionar, Erisicton levantó el hacha por encima de su cabeza y descargó un hachazo brutal sobre la garganta del esclavo. El otro esclavo, testigo mudo de la barbarie, estaba paralizado por el horror. Erisicton ni siquiera lo miró: tenía tantos deseos de derribar la encina de Ceres que volvió al trabajo sin dar explicaciones.

La furia es tan buena aliada de la fuerza que, al poco rato, Erisicton abrió un tajo profundo en el tronco de la encina. De pronto, el tronco del árbol soltó un potente chorro de sangre, igual que la cerviz del toro cuando lo sacrifican en el altar. La encina tembló hasta la raíz y soltó un áspero gemido de bestia moribunda. Sus ramas se encogieron igual que un pájaro enfermo y sus hojas se volvieron pálidas como si un sol las hubiese quemado de pronto. La imagen fue tan estremecedora que uno de los esclavos se interpuso ante el árbol para poner fin a aquella locura y le advirtió que los dioses no le perdonarían si seguía. Erisicton dejó de golpear el árbol, y el esclavo buscó en sus ojos una sombra de arrepentimiento. Pero no la encontró. Lo único que expresaba su rostro era un rencor ilimitado hacia los dueños del universo.

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Casi al instante, se oyó por primera vez una voz quejumbrosa que decía que dejara de golpear el tronco porque si no lo iba a matar. Igual que el cuerpo del hombre alberga un alma, cada árbol cobija en su interior una hermosa ninfa que lo protege, que se alegra cuando la lluvia lo refresca y sufre cuando el rayo hiere sus ramas. La vida misma de la ninfa está ligada al destino del árbol: cuando el árbol se extingue, la ninfa muere. –”¿Es que quieres matarme?”- preguntó la ninfa. No vivió para decir mucho más.

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Hubo, por supuesto, una tercera víctima: la propia encina de Ceres.El sol estaba apagándose cuando el árbol se inclinó como el mástil de un barco en un mar alborotado y soltó un angustioso chirrido. Casi al instante, cayó a tierra, en medio de un estruendo ensordecedor que estaba cargado de malos presagios. Cuando la diosa Ceres se enteró de lo ocurrido, montó en cólera. En el primer momento, quiso pedirle a Júpiter que fulminase a Erisicton con uno de sus rayos, pero al final se decantó por una venganza más lenta y dolorosa. Ceres llamó a una de las ninfas del bosque para encomendarle una misión: -”Quiero que vayas a ver al Hambre y que le pidas ayuda para acabar con Erisicton - ¡Pero el Hambre vive en el Cáucaso! ¡Tardaré una eternidad en llegar tan lejos! – Ya he pensado en eso”-. Para que la ninfa pudiera llegar pronto al Cáucaso le prestó su carro de oro, del que tiraban dos grandes dragones alados. A través de cielos salpicados de nubes, sobrevolando por igual poblados y desiertos, la ninfa llegó al Cáucaso en menos de un día.

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Allí, al pie de una montaña, en un pedregal inmenso azotado por vientos glaciales, vivía el Hambre. Estaba en los puros huesos, y tenía el vientre tenso y las rodillas hinchadas, y los ojos hundidos en el fondo del cráneo, y la piel amarillenta cubierta de moho. Sentada en una roca, buscaba algo de comer entre los guijarros, pero la tierra era tan árida en aquellos parajes que no se veía siquiera un modesto manto de musgo. La ninfa tuvo que superar la aprensión que le producía aquella extraña figura antes de preguntarle si era ella.

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Cuando la ninfa le contó las intenciones de Ceres, el Hambre asintió con un leve gemido, que dejó en el aire un olor agrio a carne podrida. No sentía aprecio alguno por aquella diosa, y era lógico, pues Ceres hacía germinar las semillas allí donde el Hambre intentaba imponer la escasez. Sin embargo, obedeció sin rechistar, por miedo al castigo. Aquella misma noche, el Hambre se dejó arrastrar por el viento hasta la lejana casa de Erisicton, que encontró hundida en el silencio. Como el Hambre se movía con tanto sigilo, nadie en la casa la oyó entrar. Erisicton dormía cuando la intrusa se posó sobre su cuerpo y le sopló en la boca con su aliento glaciar. Luego, invisible y sutil como el aire, el Hambre se coló en las entrañas de Erisicton donde permaneció largo rato. Ya era de madrugada cuando abandonó el cuerpo de su víctima y volvió a su triste pedregal.

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Erisicton despertó poco después, sobrecogido por una pesadilla. Había soñado que vagaba por un desierto y que pasaba muchos días sin comer nada. Una tarde, bajo un sol abrasador, descubrió una manzana en la rama de un árbol, pero cada vez que intentaba arrancarla, el fruto desaparecía. Cuando Erisicton despertó, tenía la frente bañada en sudor. Entonces notó que el hambre persistía en su estómago. Llamó a sus criados y les dijo que tenía ganas de comer. Los criados dispusieron sobre la mesa medio queso, cinco tajadas de carne, algo de tocino, un tazón de aceitunas y otro de higos, tres granadas y un puñado de dátiles. Erisicton se lanzó sobre la comida con mucha ansiedad. Vació la mesa enseguida, y entonces anunció con brusquedad que seguía teniendo hambre.

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Los criados volvieron a la despensa y le sirvieron a su amo el doble de viandas que la primera vez. Pero de nuevo sucedió lo mismo: Erisicton lo devoró todo en un momento y, al acabar, volvió a quejarse del hambre que tenía. Así se pasaron el resto de la noche.

Lo vendieron todo: el carro y las mantas, la mesa y las sillas, la muñeca con que Mestra solía jugar de niña y la cuna de tallos de mimbre en la que había dormido sus primeras noches. Incluso se deshicieron, por un precio ridículo, de los seis esclavos que había en la casa. Todo lo que tenía algún valor se convirtió en dinero, pero, por más que comía, Erisicton no lograba aplacar su ansiedad del hambre.

Desde aquel día, vivió para comer. Ni siquiera dormía. Su hija, Mestra, se espantaba al verlo comer con tanta desesperación. No solo sacrificó a todas las ovejas que tenía y todas las gallinas de su corral, sino que mató a sus galgos de caza para comérselos, y a los bueyes que tiraban del arado y a la yegua que usaba en sus viajes. Una mañana, Mestra miró a su padre con ojos muy tristes y le dijo: -”La despensa está vacía, y ya no tenemos dinero para comprar más comida – Entonces sal a vender la vajilla. Mientras quede algo de valor en esta casa, no me quedaré sin comer”-.

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Al final decidió vender su casa, lo que le dispensó una gran cantidad de alimentos, pero el saco sin fondo de sus entrañas lo devoró en menos de una semana. Llegó un momento en que a Erisicton no le quedó en el mundo otra cosa más que su hija, y, aunque la quería con toda su alma, tonó una decisión dramática que era contraria a las leyes del amor. Una mañana, agarró a Mestra del brazo y le dijo: -”Vente conmigo: voy a venderte como esclava”-. El mercader que la compró no podía creerse que una muchacha tan bella se vendiera por un precio tan modesto. El mercader, al ver que la joven se rezagaba, le gritó de malos modos: -”¿Es que no sabes caminar más deprisa?”-. Poco después pasaron por una playa. Al oír el murmullo de las olas, Mestra se acordó de pronto de Neptuno, el dios del mar. Tiempo atrás, una tarde de verano, Neptuno la había asediado con besos y caricias que ella no deseaba. Al final, arrastrado por la fiebre del amor, el dios la había seducido a la orilla del agua. Mestra clavó sus ojos en el mar y susurró: -”¿Te acuerdas, Neptuno, del día en que me robaste mi inocencia? Era mi posesión más valiosa, pero te la llevaste sin darme nada a cambio. Si eres agradecido, como han de serlo los dioses, ayúdame ahora, y así me compensarás por el don que me quitaste”-.

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Neptuno, al oír aquellas palabras, sintió en el alma una oleada de piedad, y decidió ayudarla. De repente Mestra desapareció. Intrigado, el mercader le preguntó a un pescador: -”¿Has visto a una joven que venía conmigo cuando he llegado a la playa? – Llevo horas mirando hacia el mar, así que no puedo decirte si has llagado a la playa solo o acompañado. Lo que sí sé es que por estas orillas no pasa casi nadie”-.

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Cuando el mercader se marchó desconcertado, Mestra recuperó su auténtica figura y volvió junto a su padre. Erisicton, que solo pensaba en saciar su hambre, volvió a vender a Mestra. La muchacha comprobó entonces que el don que había recibido de Neptuno no era ocasional sino permanente, pues se convirtió en cervatillo cuando estaba a punto de llegar al hogar de su nuevo amo. Así vivió durante meses: Cada mañana, Erisicton vendía a su hija como esclava, y cada tarde ella regresaba tras haberse convertido en yegua o paloma, lagarto o perdiz, culebra o gacela. Una tarde, Mestra se extravió cuando volvía al encuentro de su padre, así que a la mañana siguiente nadie la vio en el mercado donde solían venderla. Entonces, Erisicton se sintió tan desesperado que cometió una locura. Empezó a devorarse así mismo. Así, víctima de un furor animal, fue consumiendo su cuerpo hasta darse muerte, y lo más asombroso es que no llegó a notar ningún dolor, pues lo único que podía sentir su alma era el deseo insaciable de comer mas y mas.

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ORFEOEN LOS

INFIERNOS

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En el reino de Tracia, entre encinares vírgenes y cascadas rugientes, vivía un hombre llamado Orfeo que manejaba como nadie el poder de la música. Cada vez que cantaba, las bestias del bosque quedaban hechizadas por la belleza de su voz, y el agua de los ríos dejaba de correr para escucharlo, y las rocas temblaban como un álamo tocado por el viento. Una tarde, a la orilla de un río, Orfeo conoció a la ninfa Eurídice y, desde aquel instante, vivió para quererla.

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Cuando Orfeo se casó con Eurídice, se sintió en la cumbre de la felicidad. Pero su alegría duró poco. El mismo día de la boda, Eurídice pisó sin darse cuenta una víbora que estaba agazapada en la hierba, y el animal saltó sobre su pie y le clavó en el talón sus letales colmillos. El veneno se dispersó a toda prisa por el cuerpo de la ninfa, y su cadáver quedó tumbado en tierra, pálido y desangelado como una rosa cortada a destiempo. Desde aquel día Orfeo no volvió a ser el mismo. Apenas comía, apenas dormía e incluso dejó de cantar.

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Cada día, Orfeo suplicaba a los dioses que le devolvieran a Eurídice, pero sus ruegos se desvanecían en el aire sin obtener respuesta. Al final, empujado por su amor invencible, Orfeo concibió una idea temeraria, casi suicida: decidió bajar a los infiernos para rescatar a su esposa. Inició su viaje al pie del cabo Ténaro, entrando en una cueva llana de espinos de la que siempre se ha dicho que lleva a los infiernos. Durante días, Orfeo caminó sin descanso con rumbo a las entrañas de la Tierra, en medio de una ardiente oscuridad que le hizo perder la noción del tiempo. De vez en cuando, notaba un roce en el hombro o en la cadera: eran las almas de los muertos, que lo adelantaban en su viaje. Al fin, Orfeo divisó a lo lejos una inmensa extensión de aguas negras. Se trataba de la laguna Estigia, que separa el mundo de los vivos del reino de los muertos. En la orilla, alto y solitario como un olivo en medio de la nada, se encontraba Caronte, el anciano arrugado y cubierto de mugre que se dedica a trasladar a bordo de su barca a las almas que van hacia el infierno. Cuando Orfeo le pidió a Caronte que lo llevase a la otra orilla, el barquero le dijo que si estaba loco, porque los vivos no pueden cruzar la laguna.

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En vez de suplicar, Orfeo alzó su lira y cantó. Su voz, más dulce y hechicera que nunca, evocó el sol radiante del verano, el trino cadencioso de la alondra, el olor de la hierba mojada por la lluvia, el griterío gozoso de los niños que nadan en la fuente… Orfeo cantó, en fin, la dicha simple de estar vivo, y lo hizo con tanta elocuencia que Caronte se sintió trasladado de pronto a los días más queridos de su niñez. En sus ojos de viejo barquero, tan castigados por el paso de los siglos, centelleó el brillo tembloroso de las lágrimas. Tierno por una vez, Caronte murmuró: -”Has ganado, Orfeo. Sube a mi barca y te llevaré a la otra orilla”-. Así, valiéndose del poder supremo de su música, Orfeo fue superando todos los obstáculos que le salieron al paso. Incluso consiguió amansar a Cerbero, el feroz perro de tres cabezas que vigila las puertas del infierno. Rodeado de seres quiméricos y almas errantes, avanzando entre gritos ahogados y aullidos de pena, Orfeo llegó por fin ante Plutón, el dios de los infiernos. Lo encontró sentado en su trono, al lado de su esposa, con el gesto grave del rey que exige una obediencia ciega. Con el corazón roto de dolor, Orfeo se situó ante el trono y empezó a decir: -”Adorado Plutón, he venido a pedirte que le devuelvas la vida a mi pequeña Eurídice. Tú puedes hacerlo, ya que dominas la muerte igual que los poetas dominan las palabras. Pero, si no quieres otorgarme ese don, déjame al menos que me quede en tu reino, pues no deseo vivir ni un día más si ha de ser lejos de la mujer a la que amo”-.

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Tras decir aquello, Orfeo sintió un nudo de angustia en la garganta y entonces rompió a cantar, pues nada lo aliviaba tanto como la dulzura celestial de la música. Su voz sonó entonces tan nítida y emotiva que las almas de los muertos lloraron. El mismo Plutón quedó sobrecogido, y decidió faltar por una vez a su ley inflexible. –”Está bien, Orfeo, llévate a tu esposa, pero con una condición. Eurídice te seguirá cuando abandones el infierno pero tú no debes volver la cabeza para mirarla hasta que no hayáis salido a la luz del día. De lo contrario, tu mujer volverá de inmediato y para siempre a este reino donde todo se acaba”-. Orfeo sonrió entusiasmado. Le parecía tan fácil cumplir aquella condición, que en su alma dolorida resucitó la esperanza. Sin perder un instante, dio media vuelta y emprendió el regreso al mundo de los vivos. Como la senda era difícil y estaba llena de tropiezos, Orfeo iba cantando para guiar los pasos de Eurídice, y su música deliciosa hacía brotar chispas de luz en el corazón de las tinieblas. Al fin, tras un largo camino, apareció en la lejanía un resplandor dorado, la tenue claridad del día que empieza, y el alma de Orfeo vibró de júbilo. Después de tanto dolor, volvían a abrirse las puertas de la vida. Abrazar a Eurídice ya no era una quimera irrealizable, sino una posibilidad inmediata. El amor por el que tanto había sufrido estaba a punto de comenzar de nuevo. Pero, justo entonces, cuando las manos de Orfeo ya acariciaban la felicidad, una duda insoportable arraigó en su corazón. Había caminado durante días sin mirar hacia atrás, sin oír siquiera la voz de su amada, así que ¿cómo podía estar seguro de que su esposa lo seguía? La duda se convirtió en miedo, el miedo en pavor y el pavor en pánico. Entonces, empujado por el mismo amor sin límites que lo había impulsado a viajar al infierno, Orfeo volvió la cabeza.

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Fue un error catastrófico. Al mirar atrás, el músico vio a su querida esposa, pero le bastó con notarla en los ojos para que una fuerza arrolladora, un viento sobrehumano, arrastrara de nuevo a Eurídice hacia lo más hondo del infierno. Sobrecogida por la tragedia, desconcertada por su absurdo destino la muchacha adelantó los brazos para aferrarse a Orfeo, pero sus manos inútiles se quedaron temblando en el aire. Orfeo no podría olvidar nunca la tristeza infinita que empañó los ojos de Eurídice mientras su figura se perdía en la distancia. La muerte, que no sabe de amores, había vencido de nuevo la partida. Orfeo se sintió al borde de un precipicio. Al dolor de haber perdido a Eurídice se sumó entonces un insoportable sentimiento de culpa. Consternado por su torpeza, incapaz de aceptar la realidad, Orfeo decidió volver a los infiernos para rescatar por segunda vez a Eurídice. Cuando llegó a Estigia, Caronte se negó a aceptarlo en su barca. –”Resígnate , Orfeo, y regresa a tu casa. Es lo mejor que puedes hacer”-. Durante siete días, Orfeo permaneció sentado en la orilla de la laguna Estigia. Con el gesto ausente y la mirada perdida, se distinguía muy poco de los muertos. Al fin, viendo que no podría recobrar a su esposa, decidió volver al mundo de los vivos. No regresó, sin embargo, a los bosque donde había vivido siempre, sino que se refugió en la cima de una montaña. De vez en cuando, aliviaba su dolor sentándose a cantar al son de su lira. Los animales, al oír la música, aparecían por entre los árboles, y se congregaban en torno al hombre que cantaba igual que las mariposas alrededor del fuego. Había días en aquella voz encantadora llega hasta la base de la montaña, donde vivían los cícones, y las mujeres de la tribu abandonaba sus hogares y subían la ladera, llenas de curiosidad, para ver de cerca la cantor del bosque. Algunas quedaban tan estremecidas por el carisma de su voz que se enamoraban de Orfeo nada más verlo. Sin embargo, cuando se atrevían a confesarle su amor, el músico les respondía con melancólica indiferencia: -”Olvidaos del amor: no trae más que desracias”-.

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No podía dar otra respuesta, pues Orfeo conservaba en carne viva el recuerdo de la ninfa segada por la muerte. Las cícones, sin embargo, se tomaron a mal aquellas palabras. Cada vez más enojadas, empezaron a decirse: -”Orfeo es un ingrato, y merece un buen castigo”-. Una mañana, mientras Orfeo cantaba, las cícones se aproximaron al músico con el sigilo del lobo que anda al acecho de su presa. La música, que con tanta eficacia amansaba el corazón del tigre y el aullido obstinado del viento, no logró aplacar la furia desbordada de aquellas mujeres. Una joven pálida y alta, con una melena rizada del color de las llamas, levantó con rabia el tirso que llevaba en la mano y lo arrojó contra los labios de Orfeo. La vara atravesó el aire puro del bosque, esquivando con destreza los troncos de los árboles, pero cuando ya estaba a punto de impactar contra la boca de Orfeo, perdió de pronto sus ímpetus y se clavó en el suelo. La música, embrujadora siempre, había logrado el prodigio increíble de desviar de su camino a la muerte. Las cícones sin embargo, no se dejaron impresionar por el milagro, sino que empezaron a gritar: -”¡Matemos a Orfeo, que ni quiere le amor ni merece la vida!”-. Agrupadas por la cólera, como una muchedumbre de esclavos decidida a acabar con su señor, las mujeres subieron la falda de la montaña y atacaron sin piedad a Orfeo. Durante un buen rato, la lluvia de proyectiles resultó inofensiva, puyes el músico permanecía protegido por el escudo invisible de su canto.

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Pero, en cierto momento al oír el griterío creciente de las mujeres, Orfeo se alarmó y dejó de cantar, y le devolvió así a la muerte el camino perdido. Al cesar la música, todos los animales que rodeaban a Orfeo se pusieron en fuga, y las mujeres corrieron a rodear a su víctima. Llevaban en las manos piedras y ramas, astas de ciervos y troncos carbonizados, afiladas azadas y rastrillos de hierro que habían robado al pasar por unos campos de labranza. Una roca impactó contra la frente de Orfeo, cuya sangre alborotada empapó las piedras. Luego, un tirso se clavó en su corazón, que dejó de latir al instante, y entonces las mujeres despedazaron el cadáver. La cabeza de Orfeo fue arrastrada por el río Hebro, mientras se deslizaba corriente abajo iba murmurando una cantinela lastimera. La cabeza decapitada alcanzó el mar, y fue arrastrada hasta la isla de Lesbos. Las olas la dejaron sobre la arena, y una serpiente, atraída por el rastro de la sangra se acercó a devorarla. Apolo, el dios de la música, vio desde el Olimpo lo que estaba pasando, y se dijo así mismo: -”Un músico tan grande como Orfeo no merece un final tan indigno”-. Entonces bajó a Lesbos y convirtió a la serpiente en una estatua de piedra gris.

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Mientras tanto, el alma de Orfeo regresó a los infiernos. Encontró a Eurídices en los Campos Elíseos, y la abrazó con ternura infinita. Desde aquel día, no se han separado. Su amor, al alejarse de la vida, se ha vuelto indestructible. En cuanto a las cícones, recibieron un severo castigo por su crueldad. El dios Baco, a quien Orfeo adoraba, se entristeció mucho con la muerte del músico y convirtió a las cícones en árboles. Ahora son inofensivas, puesto que no se mueven, pero su cuerpo vegetal sigue irradiando alguna maldad, pues los pájaros se niegan a posarse en sus ramas y las ardillas nunca saltan a sus copas, y en sus troncos jamás se ven panales rebosantes de miel.

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LAESTATUA DEPIGMALIÓN

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En la soleada isla de Chipre, patria de la amorosa Venus, vivía un hombre llamado Pigmalión. Había consagrado su vida a la escultura, que era a la vez su pasión y su oficio, y todos alababan sus obras, pues Pigmalión sabía reflejar sobre la piedra todas las emociones del corazón humano. Por lo demás, era un hombre reservado y austero, más dado a la soledad que a la conversación. Durante años, había buscado a una mujer con la que compartir su vida, pero ninguna había llegado a cautivarlo de veras. Al final, Pigmalión se convenció de que su alma era impermeable al amor, y se resignó a pasar sus días a solas.

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Una estatua de marfil le cambió la vida. Pigmalión empezó a cincelarla guiado por un rapto de inspiración, y se entusiasmó tanto que durante días, esculpió sin descanso de sol a sol. La tarde en que acabó la estatua y la miró con detenimiento, quedó hechizado por su perfección. Representaba a una mujer de impecable belleza, de cuerpo pálido y manos amigables, con una sonrisa amplia y alegre y unos ojos almendrados que expresaban una honda ternura. La estatua reflejaba con tanta precisión la verdad de la vida que Pigmalión se dijo a sí mismo: “Solo le faltaba hablar”.

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Desde el principio, trató a la estatua como si fuera una mujer. Alguno días, se pasaba horas enteras acariciándole las manos, y contemplando sus ojos. Una noche, encendido de pasión, Pigmalión besó los labios de la estatua. Era absurdo, pero Pigmalión tuvo que reconocerlo: estaba enamorado de su hermosa creación de marfil. Aquella noche, desbordado de cariño, durmió al lado de su estatua.

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Días después, se celebró en Chipre la fiesta de Venus. Pigmalión entró en el templo de la diosa para quemar sobre el altar un puñado de incienso. Mientras hacia la ofrenda, -”¡Qué feliz me harías, Venus, si pudieras darme a una mujer que se pareciera en todo a la escultura que he creado!”-. Aquella tarde, al volver a casa, Pigmalión le contó a la estatua lo que había pedido a Venus. Mientras hablaba, adelantó la mano para acariciarle el rostro, pero entonces tuvo la sensación increíble de que la mejilla de la estatua desprendía un calor de ser vivo. Luego, volvió a acercar la mano, y entonces comprobó que, en efecto, la estatua estaba tibia. Entonces supo que Venus, convencida de la fuerza de su amor, le había dado la vida. La boda se celebró a la mañana siguiente. Nueve meses después la esposa de Pigmalión dio a luz una hermosa criatura.

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ADONISY

VENUS

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En la hora ardiente del mediodía, a la sombra de un verde arrayán, Cupido besó con ternura la frente de su madre, y Venus le correspondió con una dulce caricia. Entonces, desde detrás de unos árboles apareció un muchacho con un arco en la mano. Iba tras un ciervo. Venus miró con ternura a aquel muchacho. Se llamaba Adonis, y parecía demasiado bello para ser real. Tenía un deleite tan perceptible que Cupido acabó por ponerse celoso: -”¿Qué miras, madre? ¿Por qué has dejado de abrazarme?”-. No esperó a que su madre respondiera, sino que la estrechó con mucha fuerza entre sus brazos, y de ese modo sucedió el accidente. Cupido llevaba su aljaba colgada al hombro, y al dar el abrazo, una de sus flechas de amor rozó el pecho de Venus.

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El efecto fue inmediato: desde aquel día, Venus sintió adoración por Adonis. Durante meses lo siguió a todas partes. Una tarde, mientras se recostaba en el regazo del muchacho, Venus comenzó a decir: -”Prométeme que nunca intentarás dar caza a un león. Los leones me odian a muerte, y querrán hacerte daño para lastimarme a mí… Te lo contaré todo. ¿Has oído hablar de Atalanta? Era una joven muy bella. Todos los hombres que la veían suspiraban por su melena de rizos rojos. Atalanta deseaba casarse, pero el oráculo le advirtió que no se casase o acabaría privada de sí misma. Desde aquel día Atalanta rehuyó a los hombres y un día les dijo a sus pretendientes: “El que quiera casarse conmigo, que corra contra mí. Si me vence, me convertiré en su esposa, pero, si lo derroto lo mataré con mis propias manos”. Cada día, decenas de hombres corrían contra Atalanta y todos acababan muertos. Así siguieron las cosas, hasta que apareció el joven Hipómenes. Venía de otras tierras, y era casi tan bello como tú. Estaba tan enamorado que prefería morir antes que renunciar a Atalanta. Cuando llegó la carrera, Hipómenes alzó los ojos hacia el cielo y pidió ayuda a Venus, ésta le entregó tres manzanas de oro y cuando le explicó como debía utilizarla, una sonrisa espandió su dulce rostro.

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La carrera empezó de inmediato. En la primera curva, Atalanta se puso en cabeza, e Hipónemes, arrojó al suelo la primera manzana de oro. Atalanta quedó tan hechizada por el brillo del fruto que frenó en seco para recogerlo. Sin embargo, cuando Atalanta se hizo con la manzana, tardó muy poco en ponerse en cabeza. Hipómenes, viendo que Atalanta se le escapaba, lanzó la segunda manzana, y volvió a suceder lo mismo. Y por tercera vez se repitió la historia. Hasta que Hipómenes se impuso en la carrera.

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Los dos adversarios se casaron aquella misma tarde. ¡Qué felices habrían sido si Hipómenes no me hubiese defraudado! Él ni siquiera sacrificó en mis altares una triste paloma. Su actitud me dolió tanto que lo castigué con severidad. Un día, cuando Hipómenes paseaba con Atalanta junto a un santuario consagrado a la diosa Cibeles, desperté en su alma un deseo irrefrenable. Hipómenes empezó a obrar como un animal en celo. Deseaba tanto a su esposa que la llevó al interior del santuario y frente a las imágenes de los dioses, Hipómenes desnudó a su esposa. Cibeles, indignada con la profanación, no dudó en castigar a los amantes. Apenas unieron sus cuerpos, Hipómenes y Atalanta notaron que su piel se endurecía y que sus bocas se consvertían en fauces. Los esposos felices, acababan de transformarse en un par de leones. De ese modo, se cumplió el oráculo: Atalanta, tras casarse, se vio privada de su conciencia. Desde entonces, dos leones tiran del carro de marfil en el que viaja Cibeles… - ¿Y por eso te odian? – Si. Los descendientes de aquellos leones saben que fui yo quien despertó en el alma de sus antepasados aquel intempestivo deseo, y buscan venganza”-.

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Cuando Venus se separo de Adonis aquella tarde, ninguno de los dos podía imaginar lo cerca que estaba de la muerte. Tras despedirse de su amada, Adonis comenzó a perseguir un jabalí y tras acercarse demasiado, éste le clavó los colmillos en la ingle. Venus, que oyó el grito, volvió a la tierra, pero no pudo hacer nada por salvar a Adonis. Al fin, al atardecer, Venus besó por última vez los labios de Adonis y para perpetuar la memoria del hombre amado roció su cadáver con oloroso néctar y, al instante la sangre de Adonis se hinchó como una burbuja y se transformó en una flor de intenso color carmesí. La llaman anémona, y es tan delicada y efímera como la vida de Adonis, pues basta un débil soplo de viento para que eche a volar por los aires como un ave sin rumbo.

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ELCABELLO

PÚRPURA

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La guerra llegó a Mégara en otoño. El sol de mediodía centelleaba sobre el mar cuando las naves del rey Minos de Creta aparecieron en el horizonte. En cuanto los barcos arribaron a la playa el rey ordenó que acamparan ante la ciudad y bloquearan todos los caminos para que no entrasen alimentos a Mégara. Los habitantes de Mégara sabían que Minos venía buscando sangre, pues culpaba a las gentes de Mégara de haber asesinado a su hijo.

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Niso, el rey de Mégara, era un anciano de cabellos blancos que tras escuchar a los habitantes preguntó que si ya no confiaban en sus cabellos. Parecía una broma pero no lo era. En la coronilla de Niso, rodeado por un blanco mar de canas, crecía un cabello mágico de color púrpura. El oráculo había dicho que, mientras el rey lo conservara, Mégara sería inexpugnable.

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Durante seis meses, los dos ejércitos lucharon al pie de las murallas de Mégara. Los hombres de Minos batallaban al límite de sus fuerzas, pero no conseguían nada.

Una joven de ojos oscuros decidió la suerte de la guerra. Se llamaba Escila y era hija del rey Niso. Cada día, Escila subía a la torre más alta de la muralla de Mégara y rasgaba los sillares del edificio con un pequeño guijarro. De la torre manaba entonces una música deliciosa que serenaba el alma.

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Un día, ya en plena guerra, Escila observaba los movimientos de las tropas de Minos y quedó prendada de él. Al final, el amor acabó por corromper el corazón de Escila. Tras muchos meses la pasión venció a la lealtad y Escila empezó a pensar que si ayudaba a Minos a ganar la guerra él le pagaría con su amor. Una noche, entró en secreto en la alcoba de su padre. El anciano Niso dormía en paz y por su ventana abierta entraba un hilo de luz, que Escila aprovechó para buscar en la coronilla de su padre el portentoso cabello púrpura que guardaba la ciudad. Estaba tan convencida que su mano no vaciló: en cuanto dio con el cabello lo arrancó. Todavía era de noche cuando Escila llegó a la tienda del rey Minos. Se arrodilló y le dijo que estaba enamorada entregándole el cabello púrpura. Minos se estremeció. –”¿ Me estás diciendo que has traicionado a tu padre? ¡ Apártate de mi vista ahora mismo! ¿De verdad crees que voy a recompensar a una traidora?”-.

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Días mas tarde Minos ganó la guerra. Fue la victoria más fácil de su vida. Tomada la ciudad el rey ordenó a sus soldados volver a casa. Cuando Escila vio que las naves de Minos se iban se puso en pie y empezó a gritar. A pesar de que la nave de Minos ya estaba lejos de la costa, Escila nadó tan aprisa que logró alcanzarla. Se aferró a la popa y anunció que no se movería de allí hasta llagar a Creta. Desde el cielo, alguien la observaba. Era Niso a quien los dioses habían convertido en águila marina. En aquel momento Niso se abalanzó sobre Escila para hacerle pagar su ingratitud. Escila notó que el pájaro le picoteaba la frente y se soltó de popa para protegerse la cabeza. Cayó de golpe, pero antes de rozar el agua una fuerza divina la dejó suspendida en el aire. Entonces comprobó que se estaba convirtiendo en un pájaro al que llaman martinete. Tiene las patas amarillas, y en sus brillantes ojos escarlata es fácil distinguir la pena infinita de quien ha cometido dos errores fatales: traicionar al ser más querido y amar al más odiado.

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EL HILO DE ARIADNA Y LAS ALAS DE ÍCARO

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El rey Minos llevaba muchos años guerreando en el norte, y su mujer, Pasífae, lo echaba de menos. Para aliviar su soledad, paseaba a diario por la campiña perfumada de Creta, bajo los pinos acariciados por el viento. Una tarde, a orillas de un arroyo, Pasífae vio un magnífico toro del color de la nieve. Atraída, se acercó al toro y le acarició la testuz. El animal, encantado, soltó un bufido de gozo. Pasífae sintió entonces una pasión casi encendida que une al hombre y a la mujer en la hora del deseo. Nueve meses después, Pasífae dio a luz al Minotauro, una extraña criatura con cuerpo de hombre y cabeza de toro.

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Cuando Minos volvió de la guerra, puso el grito en el cielo. No podía entender que su esposa le hubiera sido infiel, y menos con un toro. Su primer impulso fue matar al Minotauro, pero, cuando vio sus ojos tristísimos en su cara de bestia, le falló el coraje. Entonces le pidió a Dédalo, que era el mejor inventor de su tiempo, que construyera una prisión para el monstruo. Dédalo ideó un edificio enorme, formado por miles de pasillos que se cruzaban de continuo entre sí y no llevaban a ningún lado. Lo llamó el Laberinto, y aunque no tenía rejas, parecía la cárcel perfecta, pues uno podía pasarse la vida entera caminando sin encontrar la salida. Desde entonces, una vez al año, el rey Minos forzaba a siete muchachos y siete doncellas a entrar en el Laberinto para que sirvieran de alimento al monstruo. Las jóvenes llegaban desde Atenas, ciudad conquistada por Minos. Teseo, el príncipe de Atenas, consideraba indigno aquel bárbaro tributo, así que decidió viajar a Creta para dar muerte al Minotauro. Teseo llegó a Creta con la entereza de que su victoria ya está escrita. Antes de entrar una hermosa joven se le acercó y le entregó un ovillo de hilo de oro. –”Te hará falta para salir del Laberinto. En cuanto entres, ata un extremo de ovillo a la puerta, y luego ves soltando a cada paso que des. Cuando quieras salir, no tendrás más que ovillarlo de nuevo, y el oro te irá indicando el camino de la libertad”-.

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El Minotauro no fue tan generoso. Cuando divisó al hombre echó a correr al galope, dispuesto para la embestida. Teseo, armado de coraje, lo esperó sin moverse y repelió el ataque con una fuerza colosal. Con la mano derecha, aferró la poderosa cornamenta del monstruo, y con la izquierda le hundió hasta las entrañas su afilada espada de hoja de oro. Después, ovillando de nuevo el hilo de oro, el héroe consiguió salir del Laberinto. Al otro lado de la plaza lo esperaba la muchacha que le había entregado el ovillo. Se llamaba Ariadna, y era la hija del mismísimo rey Minos. Había ayudado a Teseo por puro amor. Los dos enamorados planearon ir a Atenas y casarse, pero fue una promesa impulsiva de la que se arrepintieron muy pronto. En cuanto el barco se adentró en alta mar, el joven comprendió que no estaba enamorado. Cegado por el miedo a equivocarse, llegó a ver en Ariadna una amenaza para su libertad, y entonces tomó una decisión indigna, impropia de un héroe.

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Una mañana, la nave recaló en la isla de Naxos, y los dos jóvenes comieron en la playa. Tras el almuerzo, ella se quedó dormida sobre la arena, y el aprovechó para zarpar a solas. Cuando Ariadna despertó y vio la nave de su amado perdiéndose en el horizonte, se creyó a punto de morir de pena. Rota de dolor, lloró durante días. Su pena, sin embargo, no duró mucho, pues encontró un consuelo inesperado. El dios Baco, que vivía en la isla se enamoró de Ariadna y decidió tomarla por esposa. Como regalo de bodas, le ofreció una diadema de oro, que Júpiter convertiría, muchos años después, en una luminosa constelación de estrellas.

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En Creta, seguían ocurriendo desgracias. Cuando Minos supo que Teseo le había robado a su hija, montó en cólera. Era medianoche cuando acudió en busca de Dédalo y reventó de un golpe la puerta de su casa. Tras sacar al arquitecto de su cama lo levantó por la garganta y le gritó: -”¿ Así que era imposible salir del Laberinto? ¡Me has mentido, Dédalo, y lo vas a pagar! Ahora mismo te encerraré en el edificio que creaste, y, para que sufras lo más posible, ordenaré a tu hijo que te acompañe. Te aconsejo que no intentéis fugaros, porque voy a dejar a cinco guardias armados a las puertas de tu prisión”-. El hijo de Dédalo se llamaba Ícaro. Tenía catorce años. Cuando entraron en el Laberinto su rostro alegre se ensombreció. Dédalo al verlo tan triste, lo abrazó con ternura y le rogó que no sufriera. –” Ten confianza, Ícaro. Encontraré un modo de salir de aquí”-. No tuvo que pensar mucho. Su plan era muy simple. Con ayuda de una cañas, plumas de pájaro y algo de cera, Dédalo había construido dos pares de alas enormes.

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Todo empezó muy bien. Con las alas atadas a la espalda, padre e hijo escaparon volando del Laberinto. Dédalo iba delante. Al principio, temió por la vida del muchacho, sin embargo, Ícaro tardó muy poco en aprender la mecánica del vuelo, y entonces Dédalo recuperó la calma, y se dedicó a pensar en el futuro. Había decidido volver a Atenas, donde tenía pensado vender algunos inventos. Se entusiasmó tanto con su gloria futura, que dejó de mirar atrás… La desgracia sucedió frente a las costas de Samo. Ícaro, envalentonado y atraído por la esfera del sol sentía que el mundo entero estaba a su merced. Sin embargo, en el momento menos pensado, Ícaro perdió el equilibrio, y comenzó a caer a toda velocidad. Dédalo volvió la vista atrás, y el pánico desbordó su corazón. Las alas habían sido derretidas por el calor del sol. Cuando el cuerpo de Ícaro se estrelló contra el mar, el chasquido del agua tuvo la resonancia inequívoca de la muerte. Dédalo necesitó la ayuda de unos pescadores para rescatar el cadáver y lo depositó en un sepulcro en la isla más cercana, que desde aquel día, en memoria de quien voló tan alto lleva el nombre de Icaria.

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LAS DOS LOCURAS DEL REY MIDAS

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El dios Baco adoraba la buena vida. Era un gusto verlo desfilar por los viñedos con su animado cortejo de sátiros. Al final del grupo, viajaba siempre el anciano Sileno. Un día, al pasar por las montañas de Frigia, Sileno empezó a tambalearse, pues había bebido mucho. La burra que lo llevaba, harta de aquel jinete, saltó sobre sus patas traseras y tiró a Sileno al suelo. Ni Baco ni sus sátiros se dieron cuenta de que el viejo se quedaba atrás.

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Durante diez días, lo dieron por muerto. Y de pronto, una tarde, Sileno apareció de pronto en compañía de Midas, el rey de Frigia. Baco, loco de alegría le preguntó que donde estaba, y Sileno respondió que se cayó de la borrica y unos esclavos lo llevaron al palacio del rey Midas. Baco estaba tan agradecido que decidió recompensar a Midas. Le concedió un deseo, a lo que Midas respondió que quería que todo lo que tocase se convirtiera en oro.

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Mientras volvía a su palacio, tocó por capricho una rosa silvestre, y la convirtió así en una flor de oro. Lleno de entusiasmo, Midas fue tocando todo lo que halló en su camino. Su felicidad duró poco. Nada más llegar a palacio, el rey se sentó a almorzar, y todo lo que tocaba se convertía en algo incomible. El rey comprendió con horror que estaba condenado a morir de hambre. Midas rompió a llorar en voz de grito. Su hija, que lo oyó, corrió a preguntarle qué le pasaba. Entonces Midas, ansioso de consuelo, se dispuso a abrazarla. La tragedia fue inmediata: En cuanto el rey la rozó, la joven se convirtió en una estatua de oro. Midas pidió ayuda a Baco y tuvo suerte. Cuando Baco vio sus mejillas teñidas de lágrimas de oro, sintió tanta lástima que decidió mostrarle el camino de la salvación. Le dijo que fuese al nacimiento del rio Pactolo para sumergirse y el agua le libraría del don que le atormentaba. Midas no perdió un solo instante y lo hizo. Entonces, tal y como Baco había anunciado, el don de la riqueza pasó del cuerpo de Midas a las aguas del río. A partir de ese momento Midas no volvió a desear la riqueza y abandonó su lujoso palacio para retirarse al monte Tmolo, donde llevó una vida sencilla.

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Todo fue bien hasta que Apolo y Pan comenzaron a disputar. Los dos trataban de acaparar la atención de las ninfas del bosque, y eso les convirtió en rivales. Cada uno se creía mejor músico que el otro y un día, Pan le propuso a Apolo tocar delante del viejo Tmolo para que él decidiera. El día de la competición, Apolo y Pan se situaron frente a frente. Tmolo, el dios del monte, estaba sentado junto a un grupo de ninfas. Pan fue el primero en tocar y su música fue muy amena. Después, Apolo hizo sonar su lira y su música emocionó a las ninfas. El propio Tmolo parecía trastornado por aquel exceso de belleza y su veredicto fue terminante: venció Apolo. De repente una voz quebró el silencio: -”¡ Tmolo no sabe lo que dice! ¡ Como es tan viejo, se ve que ha perdido el oído! ¡ La música de Pan es mucho más hermosa que la de Apolo!”-. El que protestaba era Midas. Adoraba a Pan. Rojo de indignación, Apolo, se plantó ante Midas y le dijo que puesto que había hablado como un necio, tendría las orejas de un necio. Entonces, Apolo tocó las orejas de Midas y las convirtió en dos largas y peludas orejas de burro. Midas, muy avergonzado, se alejó corriendo.

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Desde aquel día usó un turbante de color púrpura para esconderlas. Durante cierto tiempo, logró mantenerlas ocultas pero, un día, el joven que le arreglaba las barbas de un rápido navajazo, la tela del turbante, y entonces las orejas de Midas aparecieron de pronto, apuntando hacia el cielo como la lanza de un legionario. Entonces Midas amenazó al barbero para que no lo contase a nadie y durante meses, en efecto, guardó silencio. El barbero acabó por comprender que, si no lo dejaba escapar, aquel amargo secreto acabaría por corroerle la conciencia. Entonces, ideó una astucia para soltar lo que sabía sin revelárselo a nadie. Una mañana, el barbero acudió al lugar más apartado del bosque, donde ni siquiera había vegetación, e hizo un hoyo en la tierra. Luego, acercó la boca al agujero y susurró: -” Midas tiene orejas de burro”-. Libre por fin del peso del secreto, el barbero se levantó, rellenó el hoyo con tierra para que sus palabras quedaran bien sepultadas y se volvió a su casa. La naturaleza, decidió propagar el rumor sin pedir permiso a nadie. De la noche a la mañana del hoyo creció un denso cañaveral. Cuando maduraron, las temblorosas cañas, movidas por el suave viento del sur, comenzaron a repetir las palabras enterradas: -” -” Midas tiene orejas de burro, Midas tiene orejas de burro…”-. Así que, desde aquel momento, todo el mundo supo lo que el rey ocultaba bajo su extraño turbante.

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NO HAY MEJOR TEJEDORA QUE ARACNE

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Todo empezó hace cientos de años, en el afortunado reino de Lidia. Allí, en una fresca calle de casas encaladas, tenía su taller la joven Aracne, que era la mejor tejedora de su tiempo. Nadie fabricaba tapices tan primorosos como los suyos ni mantas tan bien tramadas. Un día, una mujer que estaba en el taller exclamó asombrada: -”¡ Qué maravilla, Aracne! ¡ Parece que la misma Atenea te haya enseñado a tejer!”-. Cuando Aracne oyó aquello, sus dedos de detuvieron de pronto: -”¡ Atenea no es nadie a mi lado! Si se atreviera a competir conmigo en el arte de tejer, la vencería de todas todas”-.

Page 167: Metamorfosis de Ovidio.

Pasaron algunos días. Una mañana una ancianita se asomó a la puerta y Aracne le preguntó si quería comprar algo a lo que la anciana respondió que había venido solo a darle un consejo. –” Yo no he pedido ningún consejo – A los viejos nos arrinconan porque no servimos para trabajar, pero nuestra palabra es valiosa, ya que hemos aprendido mucho en nuestra larga vida. Me han dicho que te crees mejor que Atenea, y mi consejo es que no desafíes a los dioses. Esfuérzate en ser la mejor entre todas las mujeres, pero deja en paz a Atenea. Si le pides perdón ahora, seguro que no te castigará… - ¿ Quién te crees que eres para decirme lo que debo hacer? ¡ Vete a aconsejar a tus hijos, si es que los tienes, y déjame a mí que lleve mi vida como mejor me parezca! Y, si es que te envía Atenea, dile que venga a competir conmigo si se atreve, y así le demostraré que soy mil veces mejor que ella”-. La anciana no respondió y en un abrir y cerrar de ojos se transformó en una joven a lo que Aracne respondió: -” Eres Atenea, ¿verdad? – Claro que soy Atenea – Ya que estás aquí, lo lógico es que compitamos…”-.

Page 168: Metamorfosis de Ovidio.

Atenea aceptó el desafío. Situadas cada una ante un telar, las dos rivales iniciaron su trabajo. Atenea representó en el centro de su tapiz un episodio en el que ella misma había intervenido. Mucho tiempo atrás, el rey Cécrope fundó una ciudad en Grecia. En la cima del Olimpo, se celebró una asamblea para decidir qué dios debía proteger aquella ciudad. Como los dos candidatos eran Neptuno y Atenea cada uno hizo un regalo a la ciudad. Neptuno regaló un extraño animal de patas recias y pelaje brillante, anunció que ese animal se llamaba caballo y sería de gran ayuda a los hombres. Atenea regaló un olivo y dijo que serviría para alimentar a los hombre y proporcionar aceite con lo que les harán ofrendas. El propio Neptuno reconoció su derrota y la ciudad se llamó Atenas. En el tapiz de Atenea también aparecía Ródope y Heleno, que se atrevieron a hacerse pasar por Júpiter y Juno por lo que fueron convertidos en montañas. Abajo , se veía la vanidosa reina de los pigmeos, que fue transformada en grulla por creerse más bella que las diosas. En el lado contrario aparecían Antígona, que se convirtió en serpiente y más tarde en cigüeña, y el rey Cíniras, representado como un anciano ojeroso y doliente. Aracne no veía el tapiz de su rival, pero no le importaba. En el centro de su tapiz, Aracne había retratado a una joven de larga melena que cruzaba el mar a lomos de un toro. Era Europa cuando fue raptada por Júpiter, quien se convirtió en un toro blanco. Junto a la desgracia de Europa, el , tapiz retrataba otros casos de dioses que habían abusado de los seres humanos.

Page 169: Metamorfosis de Ovidio.

Trastornada por la rabia, Atenea comenzó a gritar: -”¿ Así que los dioses te parecemos caprichosos y despiadados? ¿ Quién eres tú para acusarnos de nada? ¿Acaso te crees mejor que nosotros? Dime, maldita Aracne, ¿de donde has sacado esa insolencia que reina en tu corazón?”-. Atenea hizo trizas el tapiz de Aracne y empezó a golpearla. Al final, Atenea decidió no matarla y sacó un frasco con hierba mágica que roció sobre Aracne convirtiéndola en la primera araña del mundo.

Page 170: Metamorfosis de Ovidio.

EPÍLOGO

Page 171: Metamorfosis de Ovidio.

La vida nos enseña que todo se termina.No hay sueño que perdure ni flor que no perezca.La juventud se escapa y el amor se marchita.Cada paso del tiempo destruye una belleza.

Todo se ha de perder: los pastos y las urbes.Caerán los grandes templos y las cabañas míseras.Las mujeres que quise, los amigos que tuveserán polvo en el polvo, ceniza en la ceniza.

Yo no he de ser distinto al pájaro y la rosa:más tarde o más temprano, vendrá a verme la muertey arrojará en mi pecho la sombra de sus sombras,que enseñan que la vida no es más que un sueño breve.

Page 172: Metamorfosis de Ovidio.

Y, sin embargo, nunca me moriré del todo.Se apagará mi alma y acabará mi cuerpo,pero en la piel del mundo, como un claro tesoro,seguirá resonando la estela de mis versos.

No morirá este libro que relata el destinode dioses y de hombres que cambiaron de forma.Será más duradero que el valle y que los ríos.Derrotará a los años en alas de la gloria.

Ni el rencor ni la guerra lograrán destruirlo.No podrán derrotarlo ni el tiempo ni las armas,ni los rayos de Júpiter ni el paso de los siglos,ni el aliento del fuego ni el filo de la espada.

Cuando mueran los valles y se agoten los ríos,la fama de mi nombre me hará permanecer.Mientras alguien recuerde las palabras que he escrito,no habitaré en la muerte, sino que viviré.