Mayo 2008 Número 449 Monsiváis 70 · del libro El nombre del juego es Posada de Hugo Hiriart, de...

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Mayo 2008 Número 449 Monsiváis 70 ISSN: 0185-3716 Sergio Pitol Fabrizio Mejía Madrid Margo Glantz Jorge Herralde Nicolás Alvarado Juan José Reyes Leopoldo Lezama Entrevista con Carlos Monsiváis por Daniel Rodríguez Barrón

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Mayo 2008 Número 449

Monsiváis70

ISSN

: 018

5-37

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■ Sergio Pitol

■ Fabrizio Mejía Madrid

■ Margo Glantz

■ Jorge Herralde

■ Nicolás Alvarado

■ Juan José Reyes

■ Leopoldo Lezama

■ Entrevista con Carlos Monsiváis por Daniel Rodríguez Barrón

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número 449, mayo 2008 la Gaceta 1

SumarioCon Monsiváis, el joven 3

Sergio PitolCarlos Monsiváis en el centro 8

Fabrizio Mejía Madrid¡Quietecito, por favor!: Carlos Monsiváis 9

Margo GlantzBusca y captura de Carlos Monsiváis 13

Jorge HerraldeMonsiváis y yo 15

Nicolás AlvaradoCarlos Monsiváis, testigo 20

Juan José ReyesDistraído, pues la concetración lo dispersa, el testigo 22

Leopoldo LezamaLas tradiciones televisivas 24

Carlos MonsiváisSobre el paraíso, el infi erno y la sociedad civil Entrevista con Carlos Monsiváis 27

Daniel Rodríguez BarrónCD-ROM Palabras malditas 31

Por La Sexy EditoraMurania de Alejandro Pérez Cervantes 32

Por Luis Jorge Boone

Grabados de interiores de Joel Rendón, tomados del libro El nombre del juego es Posada de Hugo Hiriart, de próxima reimpresión en el fce.

Ilustración de portada de Ulises Culebro, tomada del libro Imágenes de la tradición viva de Carlos Monsiváis, publicado por el fce, Landucci y unam.

Fotografías de Carlos Monsiváis: Archivo fotográfi co del fce.

Fotografías de interiores, tomadas del libro Lola Álvarez Bravo de Elizabeth Ferrer, publicado por fce y Turner.

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Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

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ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

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Carlos Monsiváis cumple 70 años y con él todo un estilo de escribir y hacer cultura en México. Un tipo de cultura cada vez más necesario en un mundo gobernado por la frenética carrera de la especialización y el analfabetismo funcional. Monsiváis, a contracorriente, nos regala una imagen sui generis de humanista clásico, preocupado y ocupado por el saber integral, aquel que no sólo es clásico sino también y, sobre todo, popular, y por popular debe entenderse un tipo de expresión que, sin compartir los cánones establecidos, nos lanza a la mirada objetos deslumbrantes. Monsiváis el humanista es un Proteo del pensamiento, del pensamiento que es cuento, ensayo, crónica, epigrama, dicterio… Proteo porque, sin dejar de ser él mismo, adopta dis-tintas formas: crítico de libros, de cine, de fotografía, de política, de las luchas, de cómics, de música, de telenovelas, prácticamente de cualquier tipo de manifestación cultural. Es un Proteo apostado en un panóptico. No es que sea ubicuo, sino que ve todo, posee una mirada voraz, por eso es uno de los grandes testigos de la historia mexicana de los últimos 50 años. Pero, como todo buen testigo, también es uno de sus protagonistas, su mirada se desplaza por los intersticios más recónditos del pre-sente y del pasado mexicano, de lo evidente y de lo marginal, transformando los ob-jetos al posar su mirada sobre ellos, dotándolos de una nueva identidad: la “caja idiota”, la “sociedad civil”, por citar los más evidentes. Pero su mirada posee un cier-to brillo que la hace fascinante e insoportable a la vez: ese brillo es el humor y la ironía…, su humor y su ironía, ya que en este caso la patente es innegable. Monsiváis es uno de los pocos escritores que sabe que sin humor no hay inteligencia. Incluso sus posturas políticas siempre tienen un dejo de ironía que lo aleja de cualquier tipo de anquilosamiento ideológico. Amante de lo frívolo y lo trivial, su inteligencia nos conduce por profundidades que sólo se adivinan en la superfi cie. Y eso es algo que siempre le agradeceremos.

La Gaceta, más que celebrar los 70 años de un escritor, celebra la integridad de un hombre que durante más de 50 años nos ha regalado su talento. Margo Glantz, Jorge Herralde, Sergio Pitol, Nicolás Alvarado, Fabrizio Mejía Madrid, Juan José Reyes, Leopoldo Lezama y el propio Monsiváis dan cuenta de ello. G

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Con Monsiváis, el joven*Sergio Pitol

Un día de 1957

Espero a Monsiváis en el Kikos de la avenida Juárez, frente al Caballito. Quedamos de vernos a las dos, comer juntos y darles un vistazo a las últimas planas del material que publicaré en los Cuadernos del Unicornio. No sé cuántas veces he releído esas pruebas, pero me sentiré más seguro si él les echa un vistazo. Carlos fue el primer lector de los cuentos que formarán el Cuaderno; el primero, “Victorio Ferri cuenta un cuento”, le está dedicado. Lo veo casi a diario, aunque a veces sólo de paso. Nos conocimos hace tres años; sí, en 1954, durante los días que antecedieron a la “Gloriosa Victoria”. Participamos entonces en un Comité Universitario de Solidaridad con Guatemala; colectamos fi rmas de protesta, distribuimos volantes, acudimos

juntos a una manifestación que se inició en la Plaza de Santo Domingo. Vimos allí a Frida Kahlo, rodeada por Diego Rive-ra, Carlos Pellicer, Juan O’Gorman y algunos otros “grandes”. Ella vivía ya por entero a contracorriente; fue su última salida pública, murió poco después. A partir de esas jornadas comen-cé a ver a Carlos con frecuencia; en el café de Filosofía y Le-tras, en algún cineclub, en la redacción de Estaciones, en casa de amigos comunes. Lo encontraba, sobre todo, en librerías.

No mucho después de conocernos llegó a mi departamento, en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez aún no se con-vertía en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado de es-cribir: “Fino acero de niebla”, del que sólo recuerdo que nada tenía que ver con lo que en esa época era la joven literatura mexicana. Su lenguaje era popular, pero muy estilizado; y la

* Sergio Pitol, Obras reunidas IV. Escritos autobiográfi cos, fce, Méxi-co, 2006.

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construcción, eminentemente elusiva. Exigía del lector un es-fuerzo para más o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos, aun los más innovadores, resultaba más bien próxima a los cánones decimonónicos al lado de aquel fi no acero. Monsiváis reunía en su cuento dos elementos que defi nirían más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese caso el lenguaje de los barrios bravos, y una pasión por la forma, instancias que por lo general no suelen coincidir. Cuando después de la lectura le manifesté mi entu-siasmo se cerró de inmediato, como una ostra que tratara de esquivar las gotas del limón.

Acababa de leer, cuando apareció Luis Prieto. Saludó afec-tuosamente a Carlos, quien de inmediato introdujo sus cuarti-llas en un libro, como si se tratara de documentos comprome-tedores. Luis contó que llegaba de Las Lomas, de una reunión muy entretenida con teósofos ingleses, seguidores de Ouspens-ky; uno de ellos, muy rico, Mr. Tur-Four, o Sir Cecil Tur-Four, como lo llamaban los miembros, se había propuesto construir un nicho de meditación, un templo, para decirlo claro: El Ojo de Dios, en las cercanías de Cuautla, donde la comunidad po-dría celebrar los ritos necesarios. Unas treinta personas habían acudido para expresarle su gratitud. Luis decía no entender por qué razón lo habían invitado. A mí no me extrañaba; lo había acompañado en muchas de sus andanzas por el inextricable laberinto de excentricidad que la ciudad escondía en aquella época, un mundo que incluía a nacionales y extranjeros, a maestros, notarios, arqueólogos, viejas condesas balcánicas,

restauranteros chinos, médiums italianas, actrices famosas, es-tudiantes anónimos, coreógrafos, maestras rurales y opulentos propietarios de colecciones de arte africano, oceánico o prehis-pánico que habían recorrido el mundo alojadas en los museos más famosos, pero también otros, más que modestos, que re-unían cajas de cigarrillos, botellas de cerveza, zapatos. Luis era, además, amigo de dos monjas exclaustradas en los tiempos de la persecución religiosa; una de ellas, de suyo desapacible, mexicana, hija de inglés, Párvula Dry, quien a la menor provo-cación solía relatarle a cualquiera que tuviese delante, aun al más absoluto desconocido, su escabrosa odisea posconventual, su arduo camino hacia la Verdad. La otra jamás hablaba, sólo asentía gravemente a lo que decía su vocero. Siempre que las vi con Luis, Párvula Dry repitió, casi con las mismas palabras, que si tanto ella como la otra, la ex superiora, habían logrado conocerse a sí mismas, se lo debían, no al psicoanálisis, al que por algún tiempo recurrieron, ni al budismo tántrico, que es sólo una falacia, ni a las enseñanzas de Krishnamurti, de las que nada aprendieron, sino al encuentro con el Tertium organum, de Ouspensky. Luis se movía como pez en el agua entre estos personajes exaltados. Al fi n comenzó a hacernos la reseña de la reunión, de los personajes que habían asistido, de las situacio-nes que se produjeron; nos contó que, a mitad del informe de mister Tur-Four sobre los progresos en la construcción de El Ojo de Dios, un hombre inmenso, casi un monstruo de gordu-ra, cayó de repente en trance y por su boca el Maestro, Ous-pensky por supuesto, insultó violentamente al mecenas y al par

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de monjas disolutas que lo manipulaban, cuya sola presencia, decía, ensuciaba la Obra. Nos reseñó el revuelo que se produjo en la sala ante aquellas palabras, y el asombro de Luis cuando varios de los presentes en vez de tratar de silenciar al gigante que continuaba su perorata en estado mediúmnico, empezaron violentamente a insultarse entre sí. Algunos cayeron en trance y produjeron mensajes contradictorios. Una mujer esquelética, que en su sano juicio hablaba como un pajarito, emitió una voz estruendosa con la que amenazó al reptil, esa larva que preten-día ser mensajero del Maestro, con expulsarlo de la secta, y añadió que las antiguas monjas, siervas del papismo en otros tiempos, se habían ya redimido y que tanto ellas como el mag-nánimo Sir Cecil Tur-Four eran absolutamente necesarios para que la Verdad pudiera revelarse. Unos y otros caían en convulsiones para decirse majaderías cada vez más fuera de tono hasta que él, Luis Prieto, ahuecó la voz y en tono caver-noso anunció: “¡La sesión ha sido suspendida!” En ese instante todos salieron del trance, y como eran ingleses se pusieron de pie y se despidieron entre sí con la mayor corrección del mun-do, salvo una ancianita que se quedó pasmada, quien no hacía sino repetir: “Two-four, stop! Two-four, stop!”, y a la cual tu-vieron que sacar en andas. Y reprodujo con tantos tonos de voz y detalles la sesión que parecía un demiurgo que recreara ante nuestros ojos aquel alucinante pandemonium teosófi co. Hasta entonces, en el tiempo que llevaba yo de tratar a Carlos nunca lo había visto reír del todo, no imaginaba que fuese receptivo, él, tan ensimismado, tan encerrado en los libros, a ese tipo dislocado de humor. Fue la primera vez que oí sus inimitables carcajadas. Luis y yo comenzamos a hacer variaciones sobre el relato, a añadir personajes, a acercar algunas escenas al delirio y, para mi sorpresa, el neófi to no sólo reía rabelaisianamente sino que con gran destreza contribuyó a armar y desarmar el rompecabezas verbal, el gran juego del cual la sinopsis narrati-va de Luis había sido sólo un punto de partida.

Esas historias habían ocurrido tres años antes del día en que espero a Carlos en el Kikos de la avenida Juárez. Lo espero mientras leo ¡Lástima que sea una puta!, la intensa, truculenta y dolorosa tragedia de John Ford. De las obras que conozco del teatro isabelino, incluidas las de Shakespeare, la tragedia de Ford es una de las que más me impresionan. Comencé a leerla cuando llegué al restaurante y estoy ya cerca del fi nal, cuando estalla la cólera del hermano incestuoso al saberse traicionado. Es un periodo literario que frecuento cada vez más. Me gusta-ría estudiarlo a fondo, sistematizar mis lecturas, tomar notas, establecer la cronología de la época. Pero siempre ocurre lo mismo: en el momento de mayor fervor me desvío hacia otros temas, otras épocas, y acabo por no profundizar en nada. Car-los es siempre impuntual, pero en esta ocasión se le pasa la mano; es posible que ni siquiera llegue. Tengo un hambre fe-roz; me decido a pedir la comida corrida. Como, y sigo leyen-do a Ford. A la hora del postre llego al fi nal, que me deja ate-rrorizado. En ese momento aparece Carlos. Viene de Radio Universidad, donde participó, me dice, en la grabación de un programa sobre ciencia fi cción. Pide sólo una hamburguesa y una coca-cola. Pone las pruebas de imprenta al lado de su pla-to y las lee en unos cuantos minutos mientras come. Hace una o dos correcciones. Saca luego de un libro un par de páginas, tacha algunas palabras, añade otras, rectifi ca por completo las últimas líneas. Me pide acompañarlo al Excélsior, que queda a un paso, a entregar la nota que acaba de corregir; es cosa de

sólo un minuto. En un dos por tres llegaremos a casa de Juan José Arreola para entregarle las pruebas. Allí nos espera José Emilio Pacheco, quien entregará hoy las planas de La sangre de Medusa, que se publicará también en los Cuadernos del Uni-cornio. En la planta baja del edifi cio inmediatamente contiguo al Kikos se encuentra la librería Zaplana, la más grande de México; no resistimos la tentación de echar un vistazo a las mesas y estanterías de aquel inmenso recinto. Cada uno sale con un imponente bulto bajo el brazo. Nos enorgullece el rá-pido crecimiento de nuestras bibliotecas (la suya, con los años sobrepasará los treinta mil ejemplares). Volvemos a entrar al Kikos para pedir que nos vendan unas cajas de cartón porque es imposible moverse por la calle o subir a un autobús con esa cantidad de libros en las manos. Mientras buscan la caja, toma-mos un café, y examinamos nuestros hallazgos. En los cuatro años de amistad nuestras lecturas se han expandido y entreve-rado. Coincidimos ese día en comprar Conrad. Yo llevo Victo-ria y Bajo las miradas de Occidente, y él Lord Jim, El vagabundo de las islas y El agente secreto. Ambos leemos en abundancia autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfi ca contaminación. Hojeamos los libros adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y de Hawthorne; yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf y él de Poe, Twain y Thoreau. Ambos admiramos el humor inteligen-te de James Thurber, y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma; hace allí una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana le es debido a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuan-do, desconcertado ante aquellos nombres, le pregunto: ¿y ésos quienes son?, me responde escandalizado, que nada menos que los traductores de la Biblia. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el benefi cio de los infi nitos años que ha dedica-do a leer los textos bíblicos; yo, que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor infl uencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne, están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado. Advierte de pronto que se ha hecho muy tarde, que tenemos que volar al Excélsior a entregar su nota. Le pregunto si es “La caja idio-ta”, y él cambia de inmediato de tema. “La caja idiota” es una columna muy ácida sobre la televisión y sus efectos entontece-dores. Son las cosas desconcertantes de Carlos. ¡La televisión! ¿A quién diablos le importa la televisión? Por lo menos a nadie de la gente a quien yo trato. Llegamos a la redacción. El jefe de sección, al cual debe entregar la nota ha subido a junta. Posiblemente vuelva dentro de media hora. Nos sentamos donde podemos. Un periodista dice a nuestro lado por teléfo-no que en México las cosas van mal debido a la blandura del gobierno, que cada vez cede más a las presiones sindicales, que si las autoridades no intervienen y acaban de raíz con esa lepra se producirá un desquiciamiento nacional. Seguimos hablando de libros; eso implica que la literatura es el tema al que cons-tantemente volvemos, sólo que interrumpido sin cesar por rá-fagas de comentarios de todo tipo, sobre cine, sobre la ciudad, sobre los problemas del momento que comienzan a alarmar-nos, sobre la Universidad, sobre nuestras vidas, sobre varios amigos, conocidos y malquerientes, hasta llegar al tema que más nos entretiene y divierte: la novela a cuya formulación

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hemos dedicado cientos de horas de conversación, sin escribir aún una sola palabra. Nuestra novela, lo confesamos, está de alguna manera determinada por el humor paródico del primer Waugh. Sabemos que también lo está por el desparpajo y la imaginación de La familia Burrón, el cómic de Gabriel Vargas, y por los cotidianos fuegos de artifi cio de Luis Prieto. Antes de iniciar nuestro trabajo y un poco para ejercitar la mente, hace-mos un sucinto repaso de lo que se escribe en México, a quié-nes vale la pena leer, a quiénes hay que arrojar a la basura; los aprobados son: de los Contemporáneos, Gorostiza, Pellicer, Novo y Villaurrutia; El laberinto de la soledad y Libertad bajo palabra de Octavio Paz, que acaba de aparecer; la prosa de Juan José Arreola y los dos libros soberbios de Rulfo. Por Pedro Páramo sentimos una auténtica veneración. Hemos oído hablar muy bien de dos novelas, una recién publicada, otra a punto de serlo, pero ya inmensamente comentada: la primera es Balún Canán, de Rosario Castellanos; la otra, La región más transpa-rente, de Carlos Fuentes. Y no tenemos ya tiempo para meter-nos en nuestra novela paródica porque se acerca un empleado y le dice a Carlos que el jefe de sección está por salir, y ante

nuestro estupor, añade que desde hace una hora está en su ofi cina. Carlos da un salto, sigue a toda prisa al empleado y desaparece tras una puerta. Diez minutos más tarde regresa ya tranquilo. Está casi seguro de que su nota aparecerá en la edi-ción de mañana.

Cae la noche. Un autobús nos deposita en la esquina del cine Chapultepec, a un paso de donde vive Arreola. Al llegar nosotros, se queja del retraso. José Emilio está por despedirse. Lo convencemos de quedarse un rato. También Arreola está por salir. Se ha comprometido a estar presente en el estreno de Enrique IV, de Pirandello, en Bellas Artes. Nos asegura que al día siguiente llevará las pruebas a la imprenta. Nuestros Cua-dernos aparecerán muy pronto. Nos muestra unos pliegos de maravilloso papel holandés y nos da una lección sobre sellos de agua. Es evidente que tiene prisa por salir, pero acepta sentarse a conversar un momento. Exhorta a Carlos a que le entregue material para un Cuaderno. José Emilio y yo decimos que tie-ne un relato magnífi co y exclamamos al unísono: “Fino acero de niebla”. Carlos suelta una carcajada, se cubre la cara con un cojín y luego promete con vaguedad que va a revisar algo que

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está por terminar. Arreola pasa a hablar de Pirandello, recuer-da la representación de sus obras cuando las grandes compa-ñías italianas hacían giras por México; la mejor, según él, la de Mimi Aguglia. Luego salta al Louis Jouvet; no perdió ninguna función cuando su compañía estuvo en México, ni en París, cuando él vivió allí. El teatro es el género que aúna todas las perfecciones literarias, afi rma, y de golpe se levanta, da grandes zancadas por la sala y recita escenas enteras, haciendo todas las voces, de La farsa de la casta Susana, de Diego Sánchez de Ba-dajoz; luego se desdice, de ninguna manera el teatro es el gé-nero prioritario, decir eso es una aberración, y habla de poesía, y luego toma un volumen de Proust y nos lee en un francés perfecto el capítulo famoso donde Albertina es sorprendida en el sueño. De repente, un joven que lo ha oído pacientemente sin decir palabra durante nuestra estancia, se levanta y con vi-sible irritación exclama que de no salir en ese preciso momen-to no llegarían al teatro. Salimos todos a la calle. Arreola y su acompañante suben a un taxi y nosotros tres, José Emilio, Car-los y yo caminamos por el Paseo de la Reforma, doblamos a la derecha en Niza hasta llegar a una taquería, al lado del cine Insurgentes, a donde pasamos con frecuencia por la noche a tomar caldos y a probar la más deliciosa variedad de tacos que pueda uno imaginar. Mientras comemos volvemos a hablar de literatura, y reiteramos nuestras preferencias. Y a los nombres habituales añadimos otros: Alejo Carpentier y Juan Carlos Onetti, y, por virtud de José Emilio, se introducen además los poetas: Quevedo, Garcilaso, López Velarde, Neruda, Vallejo, Huidobro, los españoles del 27. José Emilio come con rapidez y se despide; debe entregar al día siguiente una traducción.

Unos escritores a quienes conocemos poco se acercan a nues-tra mesa y se sientan a conversar. Tienen la obsesión de defi nir los temas que le compete tratar a nuestra generación. Empie-zan a enumerar sus proyectos; saben lo que tienen que hacer por lo menos en los cinco próximos años. Nosotros comemos sin poner demasiada atención en las pretensiones de los recién llegados. Luego hablamos de un libro fabuloso, La vida del doctor Johnson escrita por Boswell, donde el biógrafo y el bio-grafi ado aparecen alternativamente como los notables perso-najes que fueron, pero también anticipan rasgos del notable señor Pickwick, o, más hogareñamente, de don Reginito Bu-rrón, lo que hace aún más deleitosa su lectura. Hablamos tam-bién sobre novelas policiales para evadir la conversación pro-gramática y sosa que reina en la mesa, y sólo por buena educación respondemos a las preguntas que de cuando en cuando nos hacen nuestros conocidos, sin informarles que el único proyecto que de verdad nos interesa es escribir una no-vela satírica donde los haríamos aparecer como unos pendejos grotescos y pomposos.

Tal vez somos conscientes de que jamás escribiremos una línea de esa novela, pero quizás también intuimos que aquel juego cotidiano puede ser una de las fuentes que alimentará nuestra obra posterior, si es que ésta se deja escribir. No pode-mos concebir el futuro, ni nos interesa hacerlo; lo único que nos importa es el presente y el futuro más inmediato; pensar, por ejemplo, en lo que nos depararán los días próximos, cómo se desenvolverán las complejas situaciones a las que cada uno se enfrenta en su vida personal, y también, con la misma inten-sidad, qué libros leeremos en esos días. G

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En el 2003 la primera crónica de Carlos Monsiváis cumplió el medio siglo de publicada. Se trata de la narración de una mar-cha en protesta por el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala. A la marcha asistieron Diego Rivera y Frida Kahlo, quien moriría al año siguiente. Si se quiere reducir lo irreduci-ble a ese evento be my guests: en esa crónica estarían concentra-das varias de las formas de atención de Monsiváis. La marcha vista como espectáculo donde lo popular es, también, compro-miso civil; la fascinación por los personajes-mito; el interés por la plástica mexicana. De los usos de la resistencia civil Monsi-váis llegaría a invadirnos con un concepto que opera en la rea-lidad justo cuando se le nombra: ahí donde, en el terremoto de 1985, todos veíamos derrumbes y las ruinas de lo que fuimos, él asestó el término “sociedad civil”. El término llegó a fundar a la propia sociedad civil mexicana que pidió el espejo prestado para reconocerse. Se explica desde que, en 1958, Monsiváis junto con José Emilio Pacheco participaron en una huelga de hambre a favor de los ferrocarrileros que, con Demetrio Valle-jo a la cabeza, se enfrentaban por primera vez al sindicalismo ofi cial. Más tarde Monsiváis negaría la huelga de hambre con un “Benita Galeana nos repartía chocolates”, pero de ese ins-tante en seguida es la palabra cívica, antes —muchas veces opuesta— a la política activa lo que funda una idea que se pro-fundizó en el verano de 1968: el poder es la locura que baja, la sociedad civil es la que resiste con la cordura de las libertades. Monsiváis ha visto —leído— la locura cotidiana de los podero-sos en su célebre columna semanal Por mi madre bohemios. Sus polémicas: desentrañar la responsabilidad única de Díaz Ordaz y su gabinete en la matanza del 2 de octubre de 1968; lo laico como frágil garantía de no volver a postrarse frente a la moral de Las Rodillas Laceradas de la Caridad; lo civil y pacífi co de toda resistencia viable y su condena del lenguaje mortuorio de las revoluciones; lo popular, no como folclorismo, sino como derecho a la palabra. Los límites bajo protesta que Monsiváis le ha impuesto a los poderosos y, también, a preponderantes no tan asumidos como el subcomandante Marcos y al propio pe-rredismo son eso que comúnmente la gente le pregunta a Car-los Monsiváis: “Dime que está pasando”. Él, burlón, como siempre, ha inventado aquello de “cuando estaba entendiendo lo que pasaba, ya había pasado lo que estaba entendiendo”. Es quizás el intelectual más escuchado del medio siglo. No el ex-perto, no el académico, no el opinador. Sino alguien que está refl exionando todo el tiempo desde la cultura como una forma de atención. Si Agustín Lara era una atmósfera, más que un género, Monsiváis es una mirada.

Gómez de la Serna escribió que lo cursi “es todo sentimien-to que no se comparte”. Es decir, que lo cursi sólo es una forma

de percibir una emoción. Quien la padece no se considera cur-si, sino inspirado. Lo mismo sucede con otros desdenes. Lo “naco” podría ser una apariencia física que no se comparte. Entonces “cursi” y “naco” son términos que nos lanzamos desde la ausencia de empatía con los otros. Digo esto porque existe un hilo conductor en la obra de Carlos Monsiváis que va de su retrato de Agustín Lara a la extirpación de la palabra “naco” como abierto racismo. Cuando apareció su esperado ensayo sobre Salvador Novo —el cronista que le hereda a Monsiváis su talento para narrar el presente con ironía, aunque no su oportunismo— me sorprendió el título: “Lo marginal en el centro”. De muchas maneras es una declaración de principios de la obra de Monsiváis: todo lo apartado por la cultura ofi cia-lista es puesto en el centro por una mirada centrífuga, disiden-te, informada. Así, la noche en la ciudad de México, la Marcha del Silencio en 68, Benita Galeana, la pintura de Francisco Toledo, el desvelamiento de los valores lacrimógenos del cine nacional o del Manual de Carreño, los rescatistas del terremo-to, las antologías de poesía y crónica, digo, todo eso es puesto en el centro cuando no era ni la esquina. Es una forma de la atención donde Monsiváis funda una nueva república de di-chos, objetos, y personajes. Por eso tampoco sorprende que acabara gastando todos sus ahorros de conferencias ubicuas, textos que invaden los suplementos culturales, y prólogos en comprar una enorme colección de cosas (menospreciadas por los museos) en estanquillos, bazares, mercados de pulgas por toda la república. Es una mirada a la cultura desdeñada pero también llena de emoción, de un sentimiento que no se com-parte pero que él está encargado de consignar como legítimo. Lo fugitivo permanece. Después de él, “naco” es una marca de ropa muy chic, Agustín Lara está en los remixes y los remixes podrían ser una etnia de mixes recalcitrantes. Desde su canon anti-ofi cial, Monsiváis ha sido un pensador de la empatía.

Carlos Monsiváis es el escritor más pop que hemos tenido. En él la obra no es sólo lo escrito y publicado que es una legión de libros, artículos, y prólogos por toda Iberoamérica; es lo leído y hablado, por igual. Es un autor que restaura una tradi-ción oral vía telefónica. Que compone letras de canciones. Que anima a fundar editoriales, suplementos, bibliotecas públicas, centros de arte popular. Sus actos de caridad —de los que nun-ca habla— son en forma de donaciones de libros y películas de su acervo tan extenso que se exhibe en el suelo de su casa.

En su estudio, donde lee, escribe, y canta canciones inven-tadas por teléfono, entre los gatos, hay un cuadro. Es la prime-ra página de El llano en llamas. En una esquina del papel un perro aulla. Quisiera estar en el centro. G

Carlos Monsiváis en el centroFabrizio Mejía Madrid

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Varios escritores han refl exionado sobre el signifi cado de la fotografía, quizá alguna vez coinciden, una de esas coinciden-cias sería justamente la capacidad que una foto tiene para in-movilizar el tiempo. Y con todo, como dice Walter Benjamin, “sólo en la imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad, se deja fi jar el pasado… pero puesto que es una imagen irrevocable, corre el riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella”.

Y así sucede con estas fotos publicadas por Condumex en 2006, recrean un mundo infantil desaparecido que Carlos

Monsiváis prologa. Un escenario delimita a las fi guras —o a la fi gura— dispuestas de manera estratégica sobre un tablado —si podríamos llamarlo así— rodeadas siempre de artefactos tea-trales, muchas veces telones de fondo que representan a la naturaleza, quizá para realzar un efecto de naturalidad que, de inmediato, la imagen descalifi ca. Sesiones encaminadas a obte-ner una foto singular y fi jar para siempre —¿para siempre?— una mirada y una posición logradas con paciencia infi nita, con esa paciencia que se le atribuye a Job, como podía leerse en los anuncios de uno de esos viejos estudios de los años cuarenta cuya especialidad era retratar a los niños. Niños y niñas endo-mingados, tiesos, inmovilizados, los niños, cuya esencia misma

¡Quietecito, por favor!: Carlos MonsiváisMargo Glantz

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es el movimiento, la conducta mimética durante el juego, acti-vidad sustantiva de la infancia: “El niño no sólo juega a hacer el comerciante o el maestro, sino también el molino de viento o la locomotora, vuelve a decirnos Benjamin”.

Las fotografías de estudio tan características de otros tiem-pos, ya obsoletas por el advenimiento de las cámaras portátiles y ahora de la fotografía digital, despoja al niño de su entorno característico y lo coloca en una situación patológica: la de la pose fotográfi ca y la de la indumentaria teatral. Los niños re-tratados no pueden jugar o, a lo sumo, estarían jugando a las estatuas de marfi l. Quizá sólo los bebés puedan mantenerse más o menos quietos durante algún tiempo, cuando a los dos , tres o seis meses son colocados en equilibrio precario sobre una mesa cubierta con suntuosos tapetes orientales, como en las pinturas holandesas, o tirados sobre una colcha aleonada en actitud rolliza y reposada.

Hay fotos de niños y niñas pequeños sentados o de pie en precario equilibrio sobre mesas, sillas o sillones garigoleados y enormes, balaustradas falsas, que disminuyen aún más su esta-tura y subrayan su invalidez y dependencia ante los adultos que los han obligado a ir al estudio, los han vestido como marione-tas: trajes solemnes de telas suntuosas y envaradas, con cintu-rones y lazos desmesurados, botines, bonetes y sombreros muy incómodos, y, a veces, algunos juguetes, aros o carricoches don-de descansa una muñeca: han sido convertidos asimismo en objetos de utilería, fotografi ables.

Monsiváis clasifi ca las fotos, las examina y organiza, descu-bre su sentido, las inserta en una historicidad y les da el espesor del que en principio todos los retratos carecen:

Desde las fotos acechan las dos entidades del conocimiento a primera vista: lo que se sabe y lo que no se quiere percibir o no se sabe que se sabe. Se quiera o no, cualquier confron-tación rápida o lenta con fotos de niños, y de niños de épo-

cas de las cuales no se tienen las claves, es una inmersión en los lugares comunes, los candores inclasifi cables, los terro-res sacros.

Si las fotos de niños de otros tiempos convocan el lugar co-mún que los uniformiza de inmediato; si los rostros, los trajes, las poses, la utilería anulan con su estilo fechado toda singula-ridad, ¿por qué son capaces de producir en quienes las contem-plamos un estremecimiento que nos conecta con lo sagrado? O mejor, si interpreto bien lo que quiso decir Carlos con la frase citada, ¿las fi guras retratadas nos alteran acaso por su extrañeza, eso que Freud designó en alemán como unheimlichkeit, traduci-do al inglés como uncanny y muy imperfectamente traducido al español se conoce como la inquietante proximidad?

Esa extrañeza, esa inquietud, ese estremecimiento de horror estaría ligado quizás a un narcisismo ambiguo, el de la contem-plación de la propia imagen ya desaparecida, la imagen de la infancia que alguna vez todos tuvimos y vivimos:

Es inevitable, afi rma el autor: se trae a la memoria la niñez personal con el afán de resarcimiento que conjunta las ilu-siones perdidas, la alegría genealógica.., las mitologías ínti-mas y la pesadumbre nunca debidamente verbalizada… El enfrentamiento con la niñez, de la índole que sea, exalta la perdurabilidad de lo instantáneo y el repaso de las creencias más profundas… Si infancia es destino, las fotos de la infan-cia son premoniciones de la trayectoria que, al no cumplir-se, por lo mismo fomenta la ilusión de la doble vida, la que se tiene y la que pudo darse si no…

Creo deducir de lo que dice Monsiváis, que las fotos de ni-ñez coleccionadas en el libro del que hablamos, son como do-cumentos notariales; gracias a ellas, una familia testifi ca ante el mundo —su mezquino y frágil pequeño mundo provinciano,

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aunque ya sea urbano— su perdurabilidad y la prueba feha-ciente de la continuidad de la especie, de la propia que es la que cuenta, la de esa misma familia que ha procreado a los niños de cuya existencia son prueba fehaciente las fotos que, sin embar-go, nos hacen refl exionar y nos proyectan una imagen posible de nosotros mismos: “El niño es el paréntesis entre el naci-miento y la edad adulta”, concluye Monsiváis.

2

La fotografía se introduce en México por fotógrafos europeos y norteamericanos y empieza a fl orecer a mediados del siglo xix, primero en forma de ambrotipos o daguerrotipos. Esta innovación técnica se extiende y es utilizada por sectores cada vez más numerosos, aunque se la dignifi cara entonces como un objeto precioso; tan importante como la calidad de la foto eran los marcos donde se conservaban como reliquias familiares, de la misma manera en que antes se guardaban en medallones el pelo y el retrato de los seres queridos.

Y proseguimos, también los niños de otros tiempos crecen; a medida que se avanza en la lectura y en la contemplación de las fotos, los niños se desarrollan y cuando empieza “a rayarles la luz de la razón”, como se decía en los escritos hagiográfi cos del siglo xvii, se les representa ya como adultos, o al menos, las poses y los trajes los hacen parecer mayores, cosa necesaria en una clase social que toma como regla de conducta fundamental el buen comportamiento, la buena educación que en pocas palabras equivaldría “a guardar la compostura”, porque:

Si no hay compostura, agrega Carlos…, si no se toma con seriedad la mirada ajena y ese porvenir luminoso que da la continuidad de la aprobación, triunfará lo de antes, cuando a los cuerpos los gobernaba el desgano, la displicencia, la vulgaridad, esa que nunca cuaja en poses escultóricas. Fina estampa, caballerito. El donaire del abolengo lo es todo, gentil damita.

Medir la dignidad de la familia, realzar el estatus, son resul-tado de esta práctica común, conminatoria. Si se tiene descen-dencia es necesario demostrarlo y la mejor demostración es la foto del niño en todas las etapas de su crecimiento o la de los hijos de la familia colocados en hilera de mayor a menor, aga-rrados de las manos, enmarcados por un espacio borroso y grisáceo que deja adivinar objetos que bien podrían amueblar un interior acomodado, así como los pantalones, los vestidos, los zapatos, y hasta el aliño de los retratados.

Cuando se trata de un infante entre los primeros meses y los dos o tres años, el niño es privado de sus juguetes para retra-tarlo o los juguetes sirven solamente para complementar la escenografía; cuando crece tiene que revestirse de la solemni-dad, el decoro y el prestigio de los adultos de su clase, y apare-cer en las fotos enfundado en trajes largos y severos de casimir tipo inglés, con corbata, plastrón y el pelo muy engominado; niños que, con su vestimenta y su actitud, ya empiezan a pre-pararse para tomar estado mucho antes de que la edad se los permita; a su lado, en la misma página, enmarcadas por el cua-dro y la escenografía, niñas de 6 ó 7 años ataviadas como sus madres, con aplicaciones de piel o anchas faldas gobernadas por varias crinolinas.

“¡Qué empeños de la casa y del ánimo!”, concluye Monsi-

váis. “Desde que el niño era niño, esto es, cuando uno era un adulto en miniatura, la madurez comienza en casa.”

¿Leerían esos niños, parece preguntarse Monsiváis, cuando rememora las épocas en que el caos político nacional hacía casi imposible la alfabetización? Y como es su costumbre, contex-tualiza las fotografías para explicar de dónde viene y cómo se obtiene esta buena conducta cuya forma más acabada e ideali-zada sería, repito, el buen comportamiento: primero, las escue-las devocionales clásicas con sus lecturas piadosas, las vidas de los santos, máximas cuidadosamente elegidas, provenientes de la Biblia (“explicadas sin piedad por los sacerdotes”), resabios de un pasado eclesiástico, presente en los libros de los escrito-res famosos del siglo xix mexicano, como Fernández de Lizar-di, Guillermo Prieto o Manuel Payno, y también a los métodos utilizados durante por lo menos dos siglos para que el cuerpo del niño adquiriera la rigidez ideal y necesaria para ejercer un buen comportamiento, por ejemplo, el famoso Manual de urba-nidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño: me recuer-da los manuales de confesores de monjas que mantenían a raya a las novicias y profesas de tiempos de Sor Juana.

Inserto unas cuantas reglas, a manera de ayuda memoria, imitando a Monsiváis:

Regla 10: Al despojarnos de nuestros vestidos del día para entrar a la

cama, hagámoslo con honesto recato y de manera que en nin-gún momento aparezcamos descubiertos, ni ante los demás ni ante nuestra propia vista.

Regla 15:La costumbre de levantarnos en la noche a saritisfacer nues-

tras necesidades corporales, es altamente reprobable; y en vano se empeñan en justifi carla aquellas personas que no conocen bien todo lo que la educación puede recabar de la naturaleza. La oportunidad de esos actos la fi jan siempre nuestros hábitos o nuestra propia elección y el hombre verdaderamente fi no y delicado no escoge por cierto una hora en que pueda llegar a hacerse molesto, o en que por lo menos ha de pasar por la pena de llamar la atención de los que lo acompañan.

3

La vieja tradición de pintar a los niños muertos se transfi ere a la fotografía de una cierta época, el fi nal del xix y el primer tercio y, si nos extendemos un poco, quizá hasta la mitad del siglo xx; no era sin embargo un ritual muy practicado a domi-cilio, ni tampoco muy usual entre las clases medias ni altas; se trata en realidad de una ceremonia fechada, para la que hacía falta un fotógrafo profesional, asi fuera un fotógrafo callejero. Poseer una cámara digital es tan corriente ahora como tener una computadora o una televisión, entre las familias de cierta clase media, pero veo difi cil que se utilizase de manera cotidia-na para retratar a los muertos*.

En las fotos de las clases populares se ha substituido la pa-rafernalia habitual de los retratos de estudio por arreglos fl ora-

* Acotación al margen: En 1979, Barthes se refi ere a la polaroid como si se tratase de un invento excepcional, y es evidente, como antecedente de la cámara digital, prescinde del fotógrafo tradicional, la fotografía es ya a domicilio, hecha en casa, no se necesitan ya los incómodos rollos ni quien pueda revelarlos.

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les que aureolan a los difuntos o dejan asomar entre corona y corona o ramo y ramo las fi guras de los otros miembros de la familia, compuesta también por muchos niños. Hay varios arreglos también casi idénticos a los grandes cuadros que re-presentaban a las monjas muertas y coronadas de fl ores de los siglos xvii y xviii en México y otros lugares del mundo hispá-nico. ¿Será por su candidez y su pureza que se iguala a los ni-ños con las monjas vírgenes y castas? La virtud y la inocencia, se piensa, son los paradigmas de la niñez.

Pero mejor le dejo la palabra a Monsiváis:

El sentido de las fotos de los niños muertos es inequívoco: el arraigo en la memoria. Esa criatura a la disposicón de la cámara perteneció fugazmente a la familia, y los suyos —allí está el testimonio de la foto— siempre le profesarán las lealtades del recuerdo. Al sostenerlo en sus brazos el padre o la madre o el hermano, o al instalarlo en su sitial, ratifi can el convenio: la legalidad afectiva no requiere de documentos juridicos.

A un siglo o más de un siglo de distancia, las fotos de los niños muertos revelan su belleza extraña y desconcertante. Nunca la ocultaron, pero su propósito primero… no es un

ofrecimiento del arte. Aquí actúa la paradoja: no es el paso del tiempo el que inventa la calidad de algunas prácticas artísiti-cas… desde el principio más valiosas, lo que pone de relieve su condición estética es el alejamiento de los prejuicios en lo tocante a hechos de la desesperación o la desesperanza.

Para Barthes la fotografía es incapaz de crear un corpus, apenas si puede devolvernos una imagen en la que aparecen algunos cuerpos; piensa que la foto, literalmente, es una ema-nación del referente y algo tiene que ver con la resurrección. Si esto fuera así, explicaría tal vez esa vieja costumbre —casi desaparecida— de retratar a los niños muertos.

Y no deja de ser singular en este contexto que Roland Bar-thes, autor de ese bello libro intitulado La cámara lúcida, escri-to como un epitafi o para su madre fallecida, y después de contemplar todas las fotos que de ella le quedaban, sólo en-cuentre consuelo en una foto única que representa a su madre niña: “por una sola vez, confi esa, una fotografía me produjo un sentimiento tan exacto como el recuerdo, de la misma manera en que lo resintió Proust, cuando agachándose un día para descalzarse, pudo contemplar de repente en su memoria el rostro verdadero de su abuela”. G

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Aparte de la imponente catedral laica que entonces fue la edi-torial Siglo xxi, del patriarca Arnaldo Orfi la, el sello mexicano con el que mejor sintonizaba, en los primeros 70, fue Edicio-nes ERA. Además de sus espléndidas colecciones de ensayo y narrativa, con sus dos superestrellas durante décadas, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, descollaban su combativa colección de bolsillo Biblioteca Era y sus Cuadernos Políticos, que albergaban los textos más incisivos y radicales de la iz-quierda latinoamericana.

Y así, lo más lógico es que mi grupo en mis aterrizajes en México (el primero en 1974), por afi nidades electivas y coinci-dencias generacionales, fueran Neus Espresate y los colabora-dores que aglutinaba en torno a la editorial; su socio y gran pintor, y responsable del grafi smo de ERA, Vicente Rojo y su esposa Albita, que también trabajaba en la edición, en el Fondo de Cultura; episódicamente Sergio Pitol cuando regresaba de Europa, su gran amigo Carlos Monsiváis, y otro compinche, Luis Prieto, que colaboró muy joven con el general Cárdenas, aquel benemérito presidente del gobierno mexicano que aco-gió tan generosamente a los españoles que se exiliaron tras la Guerra Civil. Y también Margo Glantz, Luz del Amo, más

tarde los Titos: Bárbara Jacobs y Augusto Monterroso. Todos ellos muy izquierdosos, un polo de la intelligentsia mexicana opuesto al otro polo, el de Octavio Paz al frente de las muy infl uyentes revistas Plural y luego Vuelta.

Pocos años después, en el 79, en Barcelona conocí a Alejan-dro Rossi, de quien acababa de leer un libro extraordinario, Manual del distraído, y se convirtió en uno de mis mejores ami-gos mexicanos. Más tarde también conocí y publiqué (Los de-masiados libros) al muy agudo Gabriel Zaid, que al igual que Rossi formaba parte del núcleo duro del grupo de Paz.

Con Monsiváis hubo desde el inicio muy buena sintonía, le gustaban mucho los autores del Nuevo Periodismo que yo es-taba empezando a publicar (y la no publicada Joan Didion, muy favorita suya). Y también Paul Bowles: a fi nales de los 70, siglos antes de su curioso boom hispano, Black Sparrow Press, la editorial de Bukowski, publicó sus Collected Stories y Carlos se ofreció a traducir una selección, pero el agente de Bowles exigió que se tradujeran íntegramente y abandonamos el pro-yecto. Eran tiempos muy difíciles para Anagrama (la peor época de la editorial, con diferencia) y la perspectiva de publi-car un tomazo de cuentos de un escritor desconocido, y para

Busca y captura de Carlos MonsiváisJorge Herralde

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nada à la page en ningún país, me pareció excesiva; por otro lado, tampoco creo que a Monsiváis le entusiasmara una tra-ducción tan larga.

Monsiváis, por una parte, participaba en todos los debates políticos, con una presencia constante en la prensa y en los medios de comunicación: era, y sigue siendo, un punto de re-ferencia indispensable de la izquierda mexicana. Por otra, sus compilaciones de crónicas eran extraordinarias, y pasaban re-vista tanto a las peripecias políticas como a los muchos iconos de la cultura popular.

En ellas brillaba su sentido del humor, sus afi ladísimos sar-casmos, al igual que en su conversación. En ésta ocurría que a menudo presuponía sobreentendidos imaginarios que obliga-ban al interlocutor a un vertiginoso intento de captar el sentido, a una gimnasia neuronal de alta competición. Me recuerda un poco en este sentido a nuestro común amigo José Miguel Ullán, pero éste, al revés que Carlos, amplía la paleta hasta su prosa, sus criptoartículos. Otra peligrosa estrella en este sentido es Juan Cueto, miembro del jurado de nuestro premio de nove-la: cuando nos comentaba, a su fragmentada, elíptica y acelera-dísima manera los dimes y diretes de Madrid, nosotros, los ju-rados barceloneses, sólo descodifi cábamos, me temo, una parte muy exigua de sus sensacionales revelaciones; ahora, en Italia, al frente de Telepiú, parece haber frenado un tanto el motor.

En otro viaje, en los primeros ochenta si bien recuerdo, en un almuerzo me sorprendió diciendo que había terminado un texto sobre canciones mexicanas y otras variantes de la cultura popular y que le gustaría presentarlo al Premio Anagrama de Ensayo (un premio que acababa de ganar un amigo suyo, Juan García Ponce, con La errancia sin fi n).

Yo me entusiasmé, claro está, Carlos me dijo que le daría los últimos retoques y dejaría el manuscrito en nuestro hotel, el Diplomático, en Insurgentes Sur. Lali y yo nos íbamos una semana a Puerto Rico y Bogotá en uno de aquellos viajes edi-toriales de la época, a menudo desesperantes y deplorables, y al regreso recogeríamos el preciado ensayo. Cuando llegamos de nuevo al hotel, Monsiváis no había dejado nada, pero no me alarmé. Lo llamé por teléfono una y varias veces y siempre una voz femenina, su tía, creo, me decía que Carlos no estaba y que no sabía nada de ningún manuscrito. Un par de días después teníamos que volver a Barcelona, desde donde llamé de nuevo en varias ocasiones con el mismo resultado, hasta que capté el mensaje: una “espantá” de Monsiváis, cosa nada rara según me enteré después.

En otra ocasión nos encontramos en un apartamento que entonces ocupaba Sergio Pitol, en un enorme edifi cio que lue-go apareció “portrait craché” en su novela El desfi le del amor. Allí Monsiváis me dio un manojo de cuartillas que componían un librito: Nuevo catecismo para indios remisos, para su posible publicación. Debo confesar que no acabé de verle el chiste y por otra parte me pareció poco pertinente empezar con este libro tan atípico la publicación de Monsiváis en España. Al lado del agudísimo ensayista, del sabrosísimo cronista, ese catecismo era una rareza muy rara, que descolocaría al lector español.

Entre unas cosas y otras, mi bulimia editorial respecto a Monsiváis remitió. Más aún cuando supe que Ullán, también viajero contumaz a México, estaba preparando una antología de sus crónicas para Alianza (un proyecto del que también Carlos y yo habíamos hablado para Anagrama). Pero pasaron los años, y más de una década, y la anunciada antología nunca apareció.

Ya bien entrados los noventa leí en un catálogo que la edi-torial Suhrkamp había preparado otra antología de crónicas de inminente publicación, así que en mi viaje siguiente le planteé a Carlos que si iba a haber un Monsiváis para alemanes, ¿por qué no uno para españoles?

No, me aclaró Carlos por teléfono, no habrá Monsiváis para alemanes, no me gusta la selección que han hecho. Pero que-damos en el bar del altillo de la librería Gandhi, donde me traería el índice de una antología para Anagrama. Lali y yo ya estábamos esperando bebiendo Coronitas cuando Carlos llegó, se sentó y se sacó una cuartilla del bolsillo con una lista de nombres, el índice de marras: 1. Prólogo. 2. Los zapatistas en Chiapas. 3. María Félix. 4. Cantinfl as. 5. Jorge Negrete. 6. La vida en los antros. 7. La desaparición de lo privado. 8. David Alfaro Siqueiros. 9. Diego Rivera. 10. Frida Kahlo. Fecha: 8 de agosto de 1996. Entrega del manuscrito: 8 de octubre de 1996. Con solemnidad (zumbona) fi rmamos y rubricamos el proto-colo y siguió el previsible ritual: le envié por fax en un par o tres de ocasiones el papel acusador reclamando los textos, sin respuesta alguna.

De ahí mi sorpresa cuando hace unos meses me llamó Ser-gio Pitol para decirme que el Monsi había acabado un manus-crito y lo quería presentar al Premio Anagrama de Ensayo. Lo llamé de inmediato, me confi rmó que lo mandaba… y lo hizo, sí. Se lo pasé a los otros miembros del jurado —Salvador Clo-tas, Román Gubern, Xavier Rubert de Ventós, Fernando Sava-ter, Vicente Verdú— y la verdad no podíamos creer en nuestra suerte. Monsiváis, un autor que está en las antípodas de tanto analista blablatoso, de tanto ensayista valium. Un autor para quien parece diseñada la base más “ideológica” del Premio Anagrama: “El jurado preferirá las obras de imaginación crítica a las de carácter erudito o estrictamente científi co”. Aires de familia ganó el premio por unanimidad y ahora empieza su carrera en España, donde Monsiváis tiene un estatuto curioso: los intelectuales que han frecuentado México le tienen una enorme admiración (así, los miembros del jurado), mientras que para casi todo el mundo es un completo desconocido. Por ejemplo, la colaboradora de la editorial que leyó las primeras pruebas me preguntó: “¿Pero dónde se ha metido todo este tiempo este tío tan bueno?”. En cualquier caso, atentos a la buena nueva: su libro ya habita entre nosotros.

Posdata: Penúltimos episodios de las crónicas de Monsiváis en el catálogo de Anagrama: cuando nuestro héroe me envió su nota bio-bibliográfi ca para la edición de Aires de familia me enteré, estupefacto, de una impensable noticia: ¡se había publi-cado una antología de crónicas de Monsiváis fuera de México! La editorial Verso, fundada por los amigos de New Left Review, había publicado en inglés Mexican Postcards. Se imponía, pues, la pregunta: ¿Por qué no unas postales mexicanas para españo-les? Sí, te las enviaré, dijo Carlos. Las reclamé un par de meses después: No me gusta la selección de Verso, me dijo. Te traeré otra cuando vaya a España. ¿No me la podrías enviar ya y así la leería en esta Semana Santa, que me quedo en Barcelona? Sí, no te preocupes, te la mando mañana por dhl. Pero no. En un fax reciente me dice que las está reescribiendo una vez más y que me las entregará en mano en su inminente viaje.

Septiembre 2000, Letra Internacional G

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El título primigenio de este texto fue “Monsiváis y la ironía”. Durante unas cuantas horas se llamó también “Monsiváis y la Ciudad”. Luego “Monsiváis y el pop”. También “Monsiváis y el camp”, “Monsiváis y la izquierda”, “Monsiváis y la derecha”, “Monsiváis y la moral”, “Monsiváis y los medios”, “Monsiváis y los movimientos marginales”, “Monsiváis y el cine”, “Monsi-váis y la literatura”, “Monsiváis y la Onda”, “Monsiváis y la modernidad”, “Monsiváis y la posmodernidad”. Cada título apuntaba a un nuevo camino, cada camino a su propia ruta de investigación, que conducía a su vez a la lectura o relectura de ciertos textos de Monsiváis pero también a la de ciertos textos sobre Monsiváis. Así, leí a Sergio Pitol y a Margo Glantz y a Juan Villoro. Leí a Christopher Domínguez y a Fabrizio Me-jía, a Jorge Herralde y a Rafael Lemus. Leí a arcanos investi-

gadores estadounidenses y canadienses y a mexicanos tan doctos como abstrusos y tan jóvenes como ignorantes. Por leer, me leí hasta a mí mismo, y me descubrí habiendo citado a Monsiváis o aludido a él en una decena de textos a propósito de temas tan disímbolos como los 10 mejores libros mexicanos —listé Amor perdido en tanto uno de ellos—, Andrea Palma, Juan José Arreola, la desconfi anza, el fomento a la lectura, el movimiento gay, Guadalupe Loaeza, los medios de comunica-ción, el llanto, y Carlos Salinas de Gortari. (También me topé su nombre en transcripciones de entrevistas, realizadas o edi-tadas por mí, al propio Herralde, a Carlos Fuentes, a Enrique Márquez, a Fernando del Paso y a Moisés Rosas, director del Museo Amparo de Puebla.) En busca de información —y, a estas alturas de sobresaturación informativa, de un poco de

Monsiváis y yoNicolás Alvarado

Foto

de

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amay

H. K

uri

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inspiración, aun si no suelo creer a priori en ella—, visité You-Tube, donde lo descubrí cantado por Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, identifi cado como “experto en la vida cotidiana de México” por un reportero de Televisa, utilizado como caja de resonancia política por Andrés Manuel López Obrador —y presentado por la actriz Dolores Heredia como “el sabio Mon-siváis”— en su extinto programa “La Verdad Sea Dicha”, en-frentado a la estulticia de los conductores de la malograda (en todo sentido) serie televisiva “El Calabozo” —a ellos habría de espetarles un “Siempre había querido conocer la esencia de la televisión y ustedes son la esencia de la televisión” cuyo sarcas-mo, a un tiempo fi no y literal, habrían de ser incapaces de leer—, entrevistado por Denise Maerker a propósito de la de-bacle de Hugo Sánchez al frente de la Selección Nacional y por Adela Micha a propósito de Cien años de soledad, elevado al rango de conciencia moral (y poética) en un documental sobre las Madres de la Plaza de Mayo y denostado por una banda amateur de heavy metal en un videoclip conspicua y agramati-calmente titulado “chinga tu madre carlos monsivais”.

El resultado fue descorazonador. Y no por la pluralidad de los registros y las opiniones sino por la diversidad (acaso la to-talidad) de voces y enfoques a que convocan la obra y la fi gura del escritor mexicano Carlos Monsiváis. Dicho de otro modo, de Monsiváis se ha dicho todo, de éste u otro modo. (Y lo que no ha dicho el mundo lo ha dicho el propio Monsiváis, aun pese a su habitual reticencia a emplear la primera persona del singu-lar, sobre todo por escrito.) Así, sólo me queda una historia de Monsiváis por contar: la mía. Y no porque sea yo su amigo, su enemigo o su discípulo directo (si bien me reconozco en deuda no sólo con su obra casi toda sino también con su relación con los medios de comunicación e incluso con su cosmovisión) sino porque, como queda claro, todo mexicano ha puesto, pone o pondrá algún día un poco de Monsiváis en su vida.

He aquí, pues, los rituales de nuestro caos (el de Monsiváis y el mío), nuestras escenas de pudor y liviandad, nuestros aires de familia, nuestra entrada rara vez libre y, si se quiere, nuestro amor perdido. He aquí, pues, la historia impresionista —y no porque así la narre sino porque así es— de mi relación con Carlos Monsiváis.

Monsiváis entra en mi vida

Debo tener 7 años. Soy un niño muy lector —cuando menos eso reza la leyenda más o menos apócrifa, perpetuada a la fecha por mi madre y mi abuela— pero acaso exclusivamente de los materiales que me regala mi familia o que me topo en la biblio-teca de casa: cómics de Astérix y del Pato Donald, libros infan-tiles editados en español por el Partido Comunista Chino (al-guien habrá de explicarme algún día la esquizofrenia ideológica de mi familia), La ópera de Kurt Pahlen y la Vida de los santos de Butler (ambos asequibles a mi estatura, si no inte-lectual, cuando menos física en uno de los libreros), la revista Cosmopolitan que mi madre —neuropsicóloga por formación y periodista por vocación pero también Chica Cosmo— compra con religiosidad catorcenal y a la que deberé a la postre los rudimentos más bien defi cientes de mi educación sexual.

También veo la tele, y esta noche dan uno de mis favoritos: “No Empujen”, de y con Raúl Ástor. Entre la sucesión de sketches se presenta uno, que las neiges d’antan me llevan a re-cordar más o menos así:

INTERIOR DE CLASE MEDIA. COMEDOR.Una familia —el padre, la madre y un niño latoso— comen jun-

tos. Los padres se afanan en alimentar al hijo remilgoso mientras le ofrecen la cuchara en la boca y le prodigan toda suerte de mimos:

MADRE¡A ver, m’hijito! ¡Un bocadito nada más!

HIJO (derribando la cuchara de un manotazo)¡No!

PADRE ¡Ándele, m’hijo! ¡A ver! ¿Quién es mi campeón que se come

toda su comida?

HIJO (sacando la lengua)¡Te odio! ¡Púdrete!

MADRE¡Ándale, Juanito! ¡Y te prometo que hoy sí te dejo quedarte

despierto para ver con cuál de sus cuatro galanes se queda Lu-cía Méndez!

PADRE¡Dicen que hasta va a salir encuerada! ¿A poco no nomás de

pensarlo ya te dan ganas de comer?

HIJO (escupiendo la comida)¡Caca!

MADRE (pacientísima)¡Está bien rico, Juanito! A ver: nomás una probadita…

HIJO (regodeándose en su maldad infi nita)¡Carlos Monsiváis!

El padre le suelta un fuerte manotazo.

PADRE (enfurecido, zarandeándolo)¡’Ora sí ya te cargó, chamaco del demonio! ¡Cuántas veces

tengo que decirte que no voy a tolerar que en esta casa se digan malas palabras!

¿Y quién es ese señor?, recuerdo haber preguntado. El gri-llo cantor, habrá sido la respuesta.

Yo entro en la vida de Monsiváis (es un decir)

Han pasado uno o dos años. Es verano y estoy de vacaciones. A fi n de que deje de atormentar por unas horas a mi pobre abuela, mi madre me invita a acompañarla al trabajo una ma-ñana. Me ha advertido, eso sí, que debo portarme impecable-mente bien, con lo que no logra sino sorprenderme. Y es que hoy hemos de ir a entrevistar al señor cuyo nombre mismo es (puesto que lo dicen en la tele debe ser cierto) una mala pala-bra. (O, para ser más exacto, dos.)

Es éste mi primer viaje a la Portales —“Yo no soy marxista: soy de la colonia Portales”, dicen que dijo un día Monsiváis— y he de confesar que el entorno no me impresiona de manera demasiado favorable. Tampoco la puerta —cuyo recuerdo me

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lleva hoy a recuperar una frase hecha (es decir hecha por los franceses con toda ironía): “alegre como puerta de prisión”— y menos aún el falsete (incluso a mis 8 ó 9 años me percato de que el dueño de la voz es un hombre) de quien, no bien escu-cha los toquidos, espeta un “Carlos no está… Soy su tía”. Mi madre se identifi ca, su interlocutor al otro lado de la puerta nos abre y, en efecto, ante mí se yergue no una viejecita sino un señor panzón, cano, despeinado, con la camisa mal planchada y unos anteojos enormes, pasados de moda incluso en esos 80 tempranos. Refunfuña algo —supongo que será un Holatere-sa— y nos hace pasar.

Mi recuerdo de la entrevista —que debe de haber sido para un medio impreso pues, por más que me esfuerzo, no caben camarógrafos en él— es inexistente. Mi memoria de la casa, sin embargo, es bastante vívida. Libros por todas partes. En los estantes de los libreros, desde luego, pero también apilados sobre éstos, regados en la superfi cie del escritorio de su estu-dio, vomitados por cajas de cartón, guardados —¿es éste un recuerdo imaginario o fi dedigno?— en el gabinete tras el espe-jo del baño. Objetos también. Muchos. Y, entre ellos, una co-lección de fi guritas articuladas de luchadores enmascarados. (¿O eran de luchadores sociales? Deben existir. Flash forward a mi vida adulta: después de todo, hace unas cuantas semanas mi ahijado quiso presumirme su action fi gure de ¡Sigmund Freud!) La cornucopia de la parafernalia, pues, la defi nición misma de

la palabra —que ya conozco para ese entonces: soy alumno del Liceo Franco Mexicano— bric-à-brac. Gatos que van y vienen por la minúscula habitación. (¿Existe ya Eva Siva? Lo ignoro. Evasiva —y coqueta— que es, se niega a consignar su edad en internet.) Papeles también, en intenso, inmenso desorden. Y, entronizado sobre ellos, otro gato. ¿Gato encerrado? Sí, pero también gato artifi cioso, más incluso que los demás. Gato Gar-fi eld de atigrado plástico anaranjado, cuya cola ha sido sustitui-da por un cable en espiral y cuyo lomo desprendible se revela la bocina de un teléfono.

—¿No te da vergüenza tener un teléfono de Garfi eld? —le espeto con la impudicia airada propia de la solemnidad infantil.

Mi madre se apresta a salvar el honor de la familia:—Pero, Nico, ¿cómo se te ocurre preguntarle eso a Carlos?

¡Si tú tienes uno idéntico!El dueño del gatófono asiste aparentemente inerme (e in-

demne) a nuestro intercambio.—Sí, pero yo tengo ocho años. ¡De veras! ¡Tan grandote y

con un teléfono de Garfi eld!No me da explicaciones pues no me las debe (ni me las de-

berá jamás). No me aclara, pues, que Garfi eld parece revelarse una suerte de alter ego suyo, que ambos son gruñones pero lú-cidos, que ambos detestan los lunes y a los perros, que ambos se sitúan a medio camino entre Balzac y Wilde. Tampoco me advierte que, cuando yo cultive barriga y dispepsia e ironía,

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llegaré a lamentar muchísimo haberme desecho de mi propio gatófono.

Desde ese día sospecho que Monsiváis me detesta. O que siquiera me desprecia. ¡Cuánta arrogancia la mía, Señor! (Y al Señor al que invoco es al mío. Al Señor Monsiváis, claro está.)

Intermezzo lírico

Nadie sabe ya que éste es el título en español que recibiera Easter Parade, gloriosa (y gloriosamente cursi) película musical de 1948, dirigida por Charles Walters y protagonizada por Judy Garland y Fred Astaire. Nadie, claro, salvo Carlos Mon-siváis, a quien, llegada mi adolescencia, creo ya conocer (y me equivoco, pero ésa es otra historia) bastante bien. ¿Qué ele-mentos tengo para cultivar tan errónea percepción? Que se ha hecho cada vez más amigo de mis padres —a mi padre lo co-noce desde que fueran compañeros de banca en la facultad de… ¿derecho?—, al punto de haber dedicado no pocos de sus domingos a sesiones de chisme, trivia y espaguetis con ellos. A veces los escuchaba hablar de cosas de adultos. Y si bien nom-bres como Octavio Paz o Mario Ramón Beteta eran frecuen-tes (por cierto: reparo ahora en que el sólo hecho de pronun-ciar hoy el nombre de Mario Ramón Beteta se antoja un ejercicio de añoranza kitsch, de nostalgie de la boue) también lo eran otros como Lotte Lenya, Paulette Goddard… o Judy Garland. Supongo, pues, que me enteré de la existencia de Easter Parade por boca de Monsiváis, que fue por él también que supe que su innoble título español es Intermezzo lírico y por él, fi nalmente —en homenaje y emulación de su erudición ecléctica y gozosa y agria y frívola e indispensable—, que ter-miné por aprenderme la letra de todas las canciones de Irving Berlin que incluye esa película, y a sumar a ellas el repertorio de Berlin todo (o casi) y, con él, los songbooks mismos de Cole Porter, de los Gershwin, de Rodgers y Hart, del resto de los compositores y letristas populares estadounidenses que dieran al teatro y al cine musical su sonido característico desde ese enclave físico pero, sobre todo, estético y emocional que fuera Tin Pan Alley.

Es 1997 —tengo ya 22 años— y soy coordinador de produc-ción de la estación radiofónica en que la mujer que habrá de convertirse dos años más tarde en la mía se desempeña como directora de comercialización. No es mi novia todavía (con amasiatos ni soñar) pero le tengo echado ya el ojo. Y he aquí que se me presenta una oportunidad dorada: Monsiváis ha irrumpido en la ofi cina de ella, donde estamos enfrascados en un acuerdo más bien bobo (pero complicado) sobre patrocinios y tiempos de cabina. ¿Qué hace él aquí? Viene a grabar algunas de las mordaces y muy divertidas cápsulas radiofónicas con que contribuye a la programación de la estación. (Su productor, por cierto, lo padece. Y es que Carlos resulta tan buen escritor como mal locutor y, en términos de formalidad con la agenda, se revela de plano pesadillesco.) ¿Por qué ha entrado a esta ofi cina? Porque conoce a mi proyecto de amada —lleva una cierta amistad con su ex marido— y éste le ha parecido un mejor sitio para aguardar a que la cabina se desocupe que la impersonal sala de espera.

No bien se sienta Carlos, suena en la radio —infi ero que escuchábamos la propia estación— un estribillo a estas alturas desconocido para casi todo mundo, en voz de una soprano de talante y talento más bien afectados:

Too late now to forget your smile,The way we cling when we dance awhile,Too late now to forget and go onto someone new.

El recién llegado me lanza una mirada malévola:

—¿Cantante?—Jane Powell. ¿Película?—Royal Wedding. ¿Año?—1950. ¿Autores?—¿El director de la película? Charles Walters.—No: los autores de la partitura.

Yo, que me precio de mi erudición en materia de musicales cinematográfi cos clásicos, me quedo sin palabras. Ignoro quié-nes escribieron “Too Late Now” para que Jane Powell se la cantara a Peter Lawford y le consiguiera una nominación al Oscar a la mejor canción y la colocara en las listas de popula-ridad hace casi medio siglo.

—Alan Jay Lerner y Burton Lane —anuncia Monsiváis, triunfal.

Sabía que Alan Jay Lerner escribió las partituras de My Fair Lady y Gigi. Sabía que Burton Lane es el autor de la música de “Everything I Have Is Yours”, una de mis canciones favoritas, escrita originalmente para una película de Joan Crawford. Ig-noraba, sin embargo, que hubieran colaborado. Ignoraba, además, que lo hubieran hecho para esa cinta. Ignoraba, fi nal-mente, hasta entonces que el Monsiváis que es enciclopedia viviente de poesía hispanoamericana, de historia del cine y la historieta mexicanos, de literatura gringa y de gospel —esto en virtud de su formación protestante— fuera también un experto en comedia musical. Ignoraba también, desde luego, que como cantante —porque se ha puesto a cantar a dúo con la radio—, resulta descuadrado y casi monotonal, sí, pero sorprendente-mente afi nado.

Que Eunice haya decidido a la postre enamorarse de mí y no de él (al menos eso creo) es cosa que sólo puede explicarse por mi superior gusto para vestir.

Segundo acto

¿Quién o qué es Carlos Monsiváis? A tal cavilación nos entre-gamos mi padre y yo hace unos pocos días, a todo lo largo de una muy larga sobremesa. La pregunta no era gratuita: él debía dar una entrevista al día siguiente sobre el Monsiváis joven, yo me encontraba peligrosamente cerca de la fecha de entrega para este texto. Ambos, pues, nos veríamos obligados a decir quién o qué es Monsiváis en muy pocas palabras y dentro de muy poco tiempo. Veamos algunas de las ideas que desechamos por obvias y por manidas (aunque no por ello menos ciertas):

• Monsiváis es el cronista defi nitivo de la mexicanidad con-temporánea.

• Monsiváis es mucho mejor escritor de lo que quienes fes-tejan sus ocurrencias mediáticas le conceden.

• Monsiváis es una fi gura del panteón pop (su retrato, por tanto, debería fi gurar en su propia galería).

• Monsiváis es el hombre que ha dedicado su obra y su vida (como evidencia la paráfrasis hasta la saciedad del subtítulo de

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su ensayo biográfi co sobre Salvador Novo) a poner lo marginal en el centro.

• Monsiváis es un humorista.• Y, como la mayoría de los humoristas, es un moralista.• Monsiváis es, en efecto, un hombre de ocurrencias. • Pero también de ideas (sólo que expuestas de manera casi

siempre ingeniosa).• Monsiváis pierde, sin embargo, el sentido del humor

cuando cultiva la compasión.• Y lo recupera cuando cultiva su propia y enorme erudición.• Monsiváis es un experto en historia, en historia de las

mentalidades, en historia de la cultura, en historia de la cultura popular, en historia de la cultura pop, en historia del kitsch, en historia del camp. Ello, sin embargo, no hace de él un historia-dor sino un escritor versátil, prolífi co, infi nito.

• Monsiváis es un poco Oscar Wilde y un poco Chava Flo-res, un poco José Revueltas y un poco Ambrose Bierce.

• Monsiváis es, pues, muy mexicano pero muy gringo, muy hispano pero también muy anglosajón.

• Se ha dicho de Dios (lo dijo Voltaire), se ha dicho de Ma-rilyn (y no recuerdo quién lo hizo), lo digo ahora de Monsiváis: de no haber existido, habría sido necesario inventarlo (y es que nada más útil en términos sociales que su mezcla de concien -cia crítica, espejo deformante, trickster jungiano y duende carte-siano).

Y así seguimos por horas hasta que mi padre tuvo la ocu-rrencia (¿o fue más bien una idea?) de pronunciar el veredicto defi nitivo, que acaso sirva para defi nir a Monsiváis pero tenga el efecto secundario de ensoberbecerlo (un poco más):

Nada humano le es ajeno.

Alabado sea el Señor. G

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Qué, de lo que de veras importa en la vida del país, escapa a la mirada y la fulminante refl exión de Carlos Monsiváis. La nó-mina de sus asuntos sería la de los nuevos o no tanto grandes problemas nacionales: la lenta pero segura derrución de las instituciones que han sostenido un orden social y político y económico opresivo, la inalterabilidad de la familia y sus alta-res, la eternidad de la cucaracha kafkiana que renace cada vez transformada en dinosaurio, la infaltable autoridad de caci-ques, iletrados o ilustrados, que disciernen todo quién es quién en todas las capillas, la esencialidad de lo que sólo los no avisa-dos tomaban meramente como histórico, las nuevas formas de la cultura como rompimiento de ataduras, el resquebrajamien-to de cualquier forma de atavismo. Todos lo dicen admirados: Monsiváis tiene el don de la ubicuidad. Está en la capilla fúne-bre, en la presentación del libro, en la inauguración de tal muestra pictórica, en la marcha callejera, en el café de la extin-ta Zona Rosa, en el cóctel con celebridades que quién sabe qué diablos tendrían que hacer al lado suyo, en la librería, en la pantalla del televisor, en el homenaje a algún artista amigo, en los noticieros de la radio, en los promocionales de un canal de paga loando razonadamente a los gatos, en alguna capital sud-americana, en Alemania deslumbrando a los germanos con su conocimiento arqueológico y puntual del cine de aquel país. Ubicuo es, en efecto, y a la vez mira desde un panóptico. Pue-de comentar de casi todo con sorpresa y luces, con ironía a menudo (sobre todo en el periodismo estrictamente), muchas veces con seriedad y hondura (en sus ensayos de aliento ma-yor). Cuenta la leyenda que fue “niño catedrático”, whatever that means, y de lo que no hay duda es que muy pronto se con-virtió en una fi gura pública. Lo que le llevó años a Juan José Arreola y a Octavio Paz, por poner los ejemplos mayores, él lo alcanzó pasados apenas los veinte años: la gente de la calle sa-bía ya en los sesenta que aquel muchacho de mirada que quería esconderse y que lo registraba todo era Carlos Monsiváis, una inteligencia prodigiosa, una memoria sin par, poseedor de un fi lo formidable en sus expresiones, cada día más buscadas, y más localizables. ¿Con quién equipararlo?

Con José Emilio Pacheco coordinó la sección “Ramas Nue-vas” en la revista Estaciones que animó, en el segundo lustro de los cincuenta, el poeta Elías Nandino. Allí publicó ensayos —recuerdo uno sobre César Vallejo, escrito en un tono quebra-dizo, con fulguraciones ciertas— e inclusive al menos un sone-to (desconocido por el gran público por razones muy adivinables). Comenzaba entonces a instalarse, marginal y sus-tantivamente, en el corazón de la cultura mexicana. Fernando Benítez lo acoge en el suplemento La Cultura en México (que

luego dirigiría él mismo, auxiliado por escritores jóvenes bri-llantes), en cuyas páginas Monsiváis escribirá acerca de la tele-visión, a la que llama, con suerte irremisible, “la caja idiota”. Comenta sobre cine con insólito conocimiento, a partir de dos de sus prendas más notables: la memoria y la capacidad de análisis, en Radio Universidad. Escribe sobre muchísimos te-mas con asombrosa erudición, por ejemplo sobre los cómics (en la revista de aquella institución). Publica una antología de la poesía mexicana. En una serie inencontrable ahora da a co-nocer una suerte de autobiografía precoz. Todo parecía “muy pronto”, todo era “prematuro”.

Había recibido de su madre una educación protestante. Sus primeras lecturas fueron de autores clásicos y de asuntos histó-ricos y de tema religioso. Con la Biblia pudo poner a prueba su memoria excepcional, al aprender parrafadas enteras de versí-culos. Pero la religión no lo cautivará (“Hasta ahora mi regis-tro de la religión ha sido a través de la literatura y del rechazo a la intolerancia”.) Se defi ne él mismo, como puede leerse en una entrevista con Elena Poniatowska, como un hombre “lai-co”. El religioso no es uno de los asuntos intelectuales que lo ocupan. En cambio, uno de sus grandes temas es la voracidad y el modo que tiene la Iglesia de inmiscuirse, en la guerra del poder, del control de las conciencias, y del dinero, en la vida social. Mientras algunos se defi nen a sí mismos como liberales, en las fi las del neoliberalismo de nuestro tiempo, Monsiváis mantiene una postura plenamente liberal en sus causas más profundas al señalar reiteradamente, con brillante machacone-ría, nunca importuna, la necesidad de que acabe aquella intru-sión, especialmente en el campo educativo. No es difícil ver qué se defi ende cuando se defi ende el laicismo: la libertad. Esa libertad, dicen los grupos proeclesiales o abiertamente los pro-pios prelados, se vería afectada por el carácter laico de la edu-cación escolar establecida constitucionalmente. La falacia es transparente, como ya en el siglo xix había advertido Altami-rano: en la familia, en sus casas, los niños pueden ser instruidos como quieran sus autoridades, pero a la vez el deber del Estado consiste en que el gobierno imparta una educación objetiva, ajena a creencias. Sólo así se asegura la libertad. Monsiváis no deja de advertir, al abordar estos asuntos, que aquellos grupos tienen a la larga perdida la guerra: la secularización de la vida social es irreversible. Pero las batallas continúan (escribo estas líneas, por ejemplo, mientras se discute en la Suprema Corte si es constitucional o no la posibilidad del aborto). Son batallas muy concretas, sostenidas por un combatiente herido que llega a ser rabioso. De esta misma manera hay que entender la idea de libertad: no como un concepto abstracto sino como una

Carlos Monsiváis, testigoJuan José Reyes

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fuerza creadora que se contrapone a cualquier limitación. Le dijo Monsiváis a Poniatowska: “Es importante que los sacerdo-tes, los obispos, los cardenales, den su punto de vista sobre lo que está pasando. Diversifi ca, matiza el panorama y están en su pleno derecho. Ahora bien, lo que dicen la mayor parte de las veces me resulta triste por los conocimientos políticos que ex-hiben, y por el proyecto de avasallamiento. No acepto, desde luego, la pretensión de la educación religiosa en las escuelas públicas, somos una sociedad laica y debemos seguir siéndolo. No acepto su oposición tajante, cada vez más vigorosa, al con-trol natal —que ahora llaman ‘supresión natal’, porque entre los requisitos de la sobrevivencia nacional incluyo al control demográfi co, y oponerse a éste en nombre de una justicia in-manente que le dará de comer a todos los niños que nazcan y les permitirá educación, desarrollo y posibilidades de empleo, es simplemente un disparate. No acepto los sojuzgamientos del cuerpo y apoyo la despenalización del aborto y las grandes campañas preventivas en el caso del sida y del uso del condón, y también estoy a favor de eliminar las presiones psicológicas, culturales y moraloides en contra de las minorías que legítima-mente ejercen su derecho. A fi n de cuentas me parecen bien las campañas religiosas en la televisión. Quienes vean esos progra-mas se edifi carán con sus mensajes y con sus comerciales. Eso no es problema, porque como sea la televisión comercial está al servicio de la Jerarquía. Otra cosa es la campaña de educa-ción sexual; el Estado tiene la obligación de presentar con én-fasis las posiciones científi cas, y no dejárselo todo al prejuicio más atrasado.”

Monsiváis no esta en contra de la religión sino de su expre-sión (“la fe me parece respetable”), que en no pocas ocasiones llega a la intolerancia, la cual a veces deviene violencia homicida (con frecuencia en contra de grupos de protestantes). A la vez su moral se despliega en un plano distinto de lo divino y el tin-glado de sus reglamentos. No puede defi nirse como un hombre religioso “ni doctrinaria ni programáticamente”. Es, en cambio, y tal vez por eso mismo, un hombre de principios; en tal senti-do su tiempo es el de la modernidad, sin prefi jos. Posee una

visión del mundo casada con los deberes sociales, orientada desde luego no sólo en contra de la intolerancia religiosa sino también de la política y la que prima en una cultura que avasalla los valores de lo otro, lo distinto. Tanto como aquella intoleran-cia lo horroriza el terrorismo y considera que Fidel Castro, le dice al chileno Xavier Gómez, “ya no es un mito revolucionario [sino que] es más bien la encarnación de la burocracia que, a nombre de la Revolución, domina un país”. Le parece “terri-ble” el proyecto del Che Guevara, quien habría sido “un profe-ta enaltecedor de las tragedias, y eso no lo concibo”.

En el otro lado, el lado donde está su propia posición moral, sitúa Carlos Monsiváis a Salvador Allende, el cual, más allá de sus errores probables, habría puesto en práctica una política que aliaba la democracia y el socialismo. No es difícil ver lo que Monsiváis piensa del régimen mexicano, un régimen de derecha que descansa, y los propala, en los principios de la intolerancia (religiosos, moraloides, uncidos a las prácticas y los fondos del capitalismo salvaje). Ese régimen persiste man-teniéndose al margen de la sociedad y su movimiento, sus rit-mos por completo novedosos. “La mexicana es una sociedad profundamente americanizada”, le dice Monsiváis al español Juan Cruz. Ha cancelado lo básico, puede ver cómo su nacio-nalismo se ha derrumbado y ha hallado refugio “en los com-portamientos rituales, en los entusiasmos deportivos y gastro-nómicos, en las tradiciones que se salvan del naufragio impuesto por la modernización salvaje… y en los núcleos del rencor contra el imperio”.

Esta sociedad que es muchas sociedades tiene un testigo y un protagonista de excepción. Monsiváis atestigua y testimonia en un rango casi enciclopédico. No habla de futbol porque, como dice Juan Villoro, si Dios es redondo él se reconoce ateo. Tampoco se ocupa de asuntos científi cos, que yo sepa. Pero todo lo demás del mundo de mexicano es captado por sus rayos equis (la literatura en primer término, la cultura, el cine, las ideas y su historia, la política, la música, las artes visuales, la arquitectura). Entre esos rayos relampaguea el humor. G

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Distraído, pues la concentración lo dispersa, recuerda un verso de Quevedo mientras la imagen de una vieja película invade con su atmósfera de luces secas la plataforma de una memoria geométrica, expansiva, que le permite admirarse con la arqui-tectura de las formas todas. Quieto, grave, rapidísimo, examina las últimas cuartillas antes de enviarlas a la redacción; duda, pero cómo decir que es una civilización la que titubea en las páginas, cómo discernir entre tanto, cómo borrar cuando son siglos los que a cada trazo se van dictaminando. A lo largo del día su sensibilidad sufre alteraciones, se dispara, se agudiza, se repliega, se torna permeable entre todas las esencias ya que su interés carece de asidero. Sin embargo hay que trabajar; hay tiempo, llega la calma, hay que ver el contexto, hay que regre-sar con cuidado y contemplar otras cosas; respira, poco a poco el contorno adquiere forma: poco a poco se van descubriendo los espectros, un poema defi nitivo, una novelística, un decreto, una controversia, ¿a qué corpus atender ahora?, ¿es acaso la historia de México un lugar del anaquel donde nos detendre-mos a merodear lo que resta de la tarde? Porque sólo un espí-ritu que no distingue sus propios límites, y sólo un pensamien-to que al avanzar va registrando los detalles, concibe la posibilidad de extenderse y observar, analizar, cuestionar, cons-truir una imagen de lo que va sucediendo. Afuera suceden co-sas, la ciudad es un animal noble creando hechicerías, la histo-ria tiene los pies deshechos de tanto caminar, de no parar a sorber un trago de agua. En el hotel los comensales han deci-dido vender la patria, en las cantinas se lloran las glorias de los héroes efímeros, el televisor no deja de educar a los dormidos y en las plazas se esconden los pedazos de las piedras paganas; la ciudad se fatiga, antes hubo que copiar la herrería francesa y que limpiar la sangre de quienes cayeron batidos por las balas. La ciudad está triste, la ciudad tiene su propia sensibilidad y tiene una esquina donde se escucha una canción que adormece el sentido con su veneno de alma muerta, puro amor perdido que es preciso recuperar. Y la ciudad ha ido platicando con el testigo los días y las noches de muchas décadas, y el testigo ha estado escuchando, ha ido remendando hilos antiguos, bordan-do nuevos. El testigo recuerda, vuelve a observar, respira las calles y hace un esfuerzo, porque la cuestión es ir ordenando, es brindarle un sistema milenario a esas calles y esas avenidas: ¿habrá la posibilidad de contemplar la ciudad y de saberla?, ¿habrá tiempo?, ¿será por eso que el testigo ha diseñado en el último medio siglo un mecanismo que permite distinguir la

manera en que la ciudad ha ido adquiriendo su semblante? Ya adoptado el ejercicio de reunir espejismos, ya asentada la devo-ción por el recuento, es posible que el tiempo y la memoria pacten una reconciliación urgente: entonces también será po-sible ir al día y al ayer de aquí y de un poco más allá; marginal pero siempre desde del centro juntando astillas, monitoreando voces y señales, apilando películas, diarios, gatos, fi gurillas, registrando los principales movimientos que determinan la fortuna del día que viene, del que ha pasado.

Distraído, porque la concentración lo dispersa, ha creado una industria crítica capaz de observar los desplazamientos de una sociedad siempre rápida: sus luchas sociales, su universo político, su vida cotidiana, su quehacer artístico; y si la historia avanza en ágiles segmentos, el testigo piensa en bloque, dotán-donos de bibliotecas, referencias y resúmenes. Todo en él es una táctica intelectual para frecuentar el todo; un juego avasa-llador de recopilación y escrutinio, curador de usos y conven-cionalismos que ya hace mucho se ha convertido en lector y editor de la cultura nacional. Por adhesión avanza, por supre-sión se detiene, inscribe para fi jar y lee para descartar; leyendo integra, escribiendo aísla. Guiado por un ansia de absoluto, abolió la discriminación al interior de los centros del conoci-miento, instaurando la igualdad entre las mil maravillas de la lagunilla y las últimas resoluciones de los oligarcas: ¿conocer por acumulación o conocimiento que se acumula? Lo imagina-rio opera, lo real determina, y todo lo demás debería ser lite-ratura, sin embargo el hotel Regis se desploma una mañana de 1985; en el Nuevo Aguascalientes hay que armarse para las letrinas; los sindicatos se agilizan para llenar las calles; hace falta una nueva revisión para los tesoros de Frida; en algún estado se ha prohibido la minifalda y un puñado de ladrones pretenden devolver el crudo a manos extranjeras; ¡que viva José Alfredo Jiménez y sus determinantes decasílabos!, ¡viva la diso-lución emocional que disgrega el gusto en papeles, grabados, decretos, manifi estos!, ¡viva el político que nos brinda la joya nuestra de cada día! Y esta monumental empresa no podría ser otra que la búsqueda de una identidad para los que están cerca, para quienes están sujetos a esa torrencial marea de aconteci-mientos que llamamos país o continente. Un ideario de liber-tad y rebeldía lo guían como a un rector de la gran universidad de las palpitaciones sociales, cuya tarea es seguir a los hombres en sus expresiones más diversas, extrayendo lo que nos ayuda a identifi carnos. Porque si una idea (la R. que por exclusión de-

Distraído, pues la concetración lo dispersa, el testigoLeopoldo Lezama

Me propongo imaginar a un hombre de quienhubiesen aparecido acciones tan extremadamente distintas

que, si le supongo un pensamiento, no lo habrá más amplio.

Salvador Elizondo a propósito de Leonardo Da Vinci

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pura) ha venido dibujando en prólogos, artículos y libros es la de libertad, libertad de pensamiento, libertad individual y co-lectiva, libertad del interés y del gusto, libertad de conocer una tradición, un origen, una identidad. Crítico del poder, de los muchos poderes, inmoralista capacitado, ahora repele la into-lerancia religiosa de José María Morelos y Pavón, ahora las medidas irracionales de provida, ahora un decreto de Felipe iii que exige a los obispos deshacerse de todos los libros heréticos desembarcados en las Indias para garantizar la pureza de la enseñanza; no está de más recordar que ha mucho que la for-mación de los individuos ya no está en manos del monopolio de la fe y la trascendencia. Un liberal de los últimos tiempos, acaso de los únicos defensores actuales del Estado laico y de los gigantescos logros de La Reforma frente a la barbarie retrógra-da de la nueva derecha. Y porque ser mexicano es educarse, más vale estar al tanto de todo, de casi todo. Un intelectual con espíritu ilustrado defensor de los valores cívicos, la pluralidad de culto, los derechos humanos; un intelectual que ha venido edifi cando la noción de sociedad y progreso, una sola, y que busca continuamente ofrecer herramientas culturales para comprender una sociedad que se construye. Estudia lo general para llegar armado a lo particular y viceversa.

Un estudioso de las letras que ha visto el nacimiento y el crecimiento de diversas generaciones y corrientes literarias, buen lector de poesía, purista del lenguaje cuando quiere, ba-rroco por necesidad, periodista por costumbre, olvidado críti-co de cine, imitador prodigioso, cantante por vocación, docu-mentado contestatario, sociólogo celoso, antropólogo discreto, caricaturista fi no de farsantes y traidores, historiador por iner-cia, corrector de estilo de corte Paradiso, devoto de la crónica quizá por aquello de que hay que imitar y no corregir a la na-turaleza, costumbrista renovado, descriptor admirable de am-bientes, personajes, situaciones y grupos, maestro de la ironía, le ha confi scado bienes a la realidad y los ha devuelto al erario

público en literatura; ha esculpido una Nación y la ha mostra-do profunda, frívola, espectacular, huidiza, acongojada, poéti-ca, deslumbrante, ridícula. Y su pluma, algo más que muchísimo y menos que todo, a fuerza de expandirse se ha vuelto de consul-ta, de “fondo común” como pensaba Barreda que había de ser la educación. Indefi nible, portavoz informado de las capas múlti-ples, ha entendido lo popular y lo ha vuelto museo cultísimo y sencillo, donde lo brutal y lo bello, lo íntimo y lo de todos, ha ido quedando expuesto. De su familia espiritual sin duda Vol-taire, sin duda Novo, sin duda los maestros liberales del siglo xix (política, literatura… periodismo, amor por el saber), pero el testigo se parece más a un pensador del México del último medio siglo, a su lenguaje, su geografía anímica, su imaginario popular, su periodismo, su literatura.

Curioso hasta el límite felino, busca armar el rompecabezas infi nito del sentir colectivo: la luz va ordenando las cosas como si se tratase de recuerdos, el recuerdo se vuelve luz precisa, el re-cuerdo se detiene y organiza, cimienta períodos, retiene épo-cas, platica con las ruinas, protesta, propone rutas.

Con un estilo propio, ya muy suyo, complejo que no com-plicado, sintético, sutilmente agresivo cuando la situación lo requiere, ha perseguido, desarrollado y alimentado una poética de la sociedad, lo mismo en los murales de Rivera, en Al fi lo del agua y en las cintas de Buñuel que en un estribillo de Agustín Lara. Y se ha dado cuenta de que el conjunto se refl eja en el fragmento, que la verdad es lo social, lo social es la verdad, y que un sentido de pertenencia sólo puede adquirirse yendo hacia atrás y hacia delante en las interminables manifestaciones de la conciencia y la creatividad de un pueblo.

Distraído, pues la concentración lo dispersa, se le entrecor-ta la voz por no dejar de cantar boleros; no atiende al teléfono, vuelve a las páginas, se levanta, le da de comer a sus gatos… mañana quizá le de tiempo de redactar la Enciclopedia de la cul-tura popular del México moderno. G

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* Carlos Monsiváis, Imágenes de la tradición viva, fce /Landucci/ unam, México, 2006.

Las tradiciones televisivas*Carlos Monsiváis

Los televidentes en el génesis

Si se quieren fechas aproximadas, la primera generación de televidentes en México nace, se consolida y se desvanece en el periodo 1952 y 1960. Su rasgo peculiar es el deslumbramiento que la guaracha profetiza: “La televisión/ pronto llegará, / yo te cantaré / y tú me verás”. A los espectadores los vuelve con prontitud feligreses lo ya experimentado ampliamente en Nor-teamérica, el universo de imágenes sorprendentes o reiterati-vas, de chistes y lágrimas, de gestos que nacen para ser repro-ducidos fi elmente, de implantación (avasalladora) de lugares comunes, de políticos que se desplazan ante las cámaras de los noticiarios como al frente de una procesión . Esta “generación del asombro reverencial”, cada año alcanza su cima con las Mañanitas del 12 de diciembre, transmitidas desde la Basílica de Guadalupe y, de preferencia, entonadas por Jorge Negrete, Pedro Infante y Pedro Vargas.

La Primera Generación Teleadicta se divierte con lo que sea, porque lo que sea es el arribo del cine “sin problemas” a la sala, la recámara o la habitación única. Si el cine divulga tramas y escenarios más sofi sticados, la actitud iniciática ante la televi-sión es casi forzosamente pueril, por imponerlo así la novedad del medio. El que no fuere como niño… no gozará del espectácu-lo de la lucha libre, los teleteatros, el humor a pastelazos, las series norteamericanas dobladas (Hopalong Cassidy, El llanero solitario, I Love Lucy), las series donde los efectos especiales son en sí mismos cuentos de hadas, las fantasías campiranas (Así es mi tierra), y los noticiarios que ensalzan el régimen y las buenas costumbres (entiéndase por esto las alabadas entre bostezos y abjuraciones instantáneas). “Noticia transmisible no es que un hombre muerda a un perro, sino que un hombre alabe volun-tariamente al Señor Gobierno.”

En la primera etapa, lo sobresaliente es el aprendizaje del fervor. La “generación del asombro” acepta prácticamente lo que se le da, y no pone reparos ante las escenografías de mala muerte, los chistes que debieron ahogarse en la garganta, la ausencia de ritmo televisivo (no hay modelos discernibles), la solemnidad, los actores y las actrices nonatos, la incompetencia desmedida, aquello que por desdicha —para usar la frase em-blemática de la censura— “sí puede entrar a su hogar”. Lo que se ve es lo de menos, lo maravilloso es la existencia del apara-to, las imágenes “domiciliadas”. Y la estupefacción se acrecien-ta con las transmisiones del futbol que reinventan el deporte al

convertirlo en un hecho casero, y reducen al estadio a las pro-porciones de la miniatura agrandada por la pasión. Añádanse los noticieros que mundializan la información (la guerra de Corea o el confl icto de Suez son ya “exotismo cotidiano”), y, corona de lágrimas, ténganse en cuenta las telenovelas, que trastocan el sentido del melodrama fílmico al devolverlo a las técnicas del folletín y su legión de enigmas y episodios climá-ticos que se disuelven con rapidez en la memoria. Más que el humor no apto para adultos y las series de folclor rancherizado, a la televisión la “nacionalizan” las telenovelas, al proclamar lo obvio: lo más entretenido y por lo mismo lo más divertido es lo vinculado al melodrama que es el lenguaje de la familia.

De consecuencias e inconsecuencias

Entre otras de sus consecuencias notorias, la televisión:

—Irrumpe y trastorna los hábitos hogareños, que ya nunca se recompondrán, es decir, que renunciarán a la ortodoxia de la vida familiar. Al cambiar el uso del tiempo libre, la familia misma se modifi ca casi sin decirlo, porque se reinventan drás-ticamente sus hábitos de conversación, de entretenimiento, de jerarquías visuales.

—Se desgastan velozmente varias de las fortalezas del tradi-cionalismo, al extinguirse el aislamiento del mundo (“el castillo de la pureza”) con el solo trámite de encender un aparato. En lo declarativo, la moral conservadora se mantiene hasta cierto punto, pero en la práctica rigen las relaciones entre la comodi-dad (la inversión del tiempo libre en las horas frente al aparato) y las tradiciones. No pregunten quién gana.

—Se modifi ca el habla colectiva al restringirse y ajustarse el vocabulario, se convierte a los anuncios comerciales en los es-tímulos del día (la publicidad como la utopía nunca muy secre-ta), y en ofi cios y reuniones amistosas los temas inevitables son los programas del día anterior. Si el cine mexicano entrega una imagen de conjunto del país, la televisión (sobra decir que pri-vada) fragmenta trágicamente la experiencia.

—Al cine y a la radio los espectadores y los oyentes le deben la introducción general al entorno planetario, y la televisión reafi rma este “asomarse al mundo” de un modo envolvente. Se afi rma lo inevitable (la americanización, el modelo único de modernización), y se transforman las costumbres con énfasis unitario. Poco a poco la tolerancia —en su nivel de compren-sión indiferente de otros modos de vida— se fi ltra como at-mósfera cotidiana, mientras se divulga una legión de compor-tamientos desconocidos (la ironía aplicada a uno mismo, por

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ejemplo). Especialmente en provincia (que así se llama toda-vía), la televisión es el adversario que hace a un lado la misa de siete, las veladas familiares, las sensaciones de quietud vesper-tina, el deambular por las calles como el cóctel nómada. Al imponerse la televisión, el costumbrismo va siendo cada vez más un acto devocional de la memoria.

En la variedad está el gasto

A la “generación del asombro” la sucede, si se quiere algún nombre, la “generación de la rutina entusiasta”, en el periodo 1960-1968. Asimilado el shock de la tecnología, los telespecta-dores aún no se consideran titulares de derechos ante el mono-polio televisivo. Falta para la llegada del zapping, y ni siquiera se tiene el recurso con que cuenta el cinéfi lo: ausentarse de las salas, elegir por criterio o intuición. La televisión es la única diversión a salvo de la violencia urbana, el “contagio moral” y la voluntad de los espectadores. Moraleja: si la programación no te divierte, te toca transformar tu idea de la diversión, por-que la tele no va a cambiar.

La censura es implacable, pero se acepta con algo más que resignación: la empresa sabe mejor que nosotros lo convincen-te para la familia porque sin la televisión ya no hay familias urbanas, y en las casas no existe la dispensa de la oscuridad de los cines. Mientras se desarrolla el placer por la telenovela, se acentúa la defi nición implícita de televidente: la persona que acepta lo que le dan, porque al hacerlo se siente superior a las generaciones anteriores, que ya hubiesen querido el aparato en las horas de su tedio infi nito. Persisten las series norteamerica-

nas (unas cuantas excelentes, como Dimensión desconocida o The Twilight Zone), el humor aún certifi ca el infantilismo del públi-co, se fi ja el primer criterio canónico de las telenovelas (las “clásicas”, como Gutiérritos, Simplemente María, Ave sin nido), y se matiza el pasmo “religioso” ante la televisión. Ya no se ve-nera lo asombroso sino lo inevitable.

La telenovela es la Casa Chica o Grande del espectador, no tanto la trama de sus vidas posibles o imposibles sino la otra familia, la que vive en los escenarios convincentes, la que sufre con estilo y entre muebles carísimos, la que padece por una hora las desventuras que, en la realidad, la mayoría de los es-pectadores juzgaría irrelevantes. Y el melodrama clásico se extingue con los cuatrocientos o quinientos capítulos de que puede constar una telenovela, donde, además, la intensidad narrativa se desvanece durante los comerciales. La censura prohíbe la sensualidad y el sexo, pero, ante las situaciones “di-fíciles” que apenas se insinúan, los televidentes transforman el comentario en chisme (al fi n y al cabo es la otra familia) y lo que no pasa en la pantalla chica transcurre en las habladurías sobre los personajes. “Se ve que no era virgen, ¿tú le creíste?” Por eso, a la telenovela se le dedican cinco horas al día, y El derecho de nacer, María Isabel, Los ricos también lloran, El malefi cio y Cuna de lobos disponen en su momento climático de treinta o cuaren-ta millones de espectadores, sólo en México.

Se experimenta poco. Hay casos límite, por ejemplo los programas del cómico Manuel Valdés el Loco, que le pierde el miedo a la cámara, desafía, improvisa a partir de chispazos e infl uye ampliamente en el sentido del humor colectivo. Pero son excepciones.

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Noticiario informativo

El 1 de septiembre de 1950 se inicia formalmente la televisión mexicana, al transmitir xhtv-Canal 4 el cuarto Informe Presi-dencial de Miguel Alemán. El 21 de marzo de 1951 se inaugu-ra el Canal 2, propiedad de Emilio Azcárraga Vidaurreta. El 10 de mayo de 1952 comienza xhgc-Canal 5, dirigido por Guiller-mo González Camarena. En 1955, al fusionarse los canales 2, 4, y 5 surge Telesistema Mexicano que paulatinamente se ex-tiende en el país. En 1958 comienzan las telenovelas, con Senda prohibida, de Fernanda Villeli. El 8 de enero de 1972 inicia sus labores Televisa, resultado de la unión de Telesistema Mexica-no y Televisión Independiente. Sus directivos son Emilio Azcá-rrga Milmo, Rómulo O´Farril y Miguel Alemán Velasco.

Televisa es —para usar un término modesto— omnibarcan-te: cuenta con un número considerable de estaciones de radio, entre ellas la xew y la xeq, un conjunto de marcas disqueras, el Estadio Azteca y el equipo América de futbol, una compañía de cine, participación en muy diversas empresas. En 1965 se inau-gura el Pájaro Madrugador, el primer satélite del grupo, con la transmisión de una pelea de box. Ya para 1968 hay dos millones de televisores en el país, y un gasto anual en publicidad de 40 millones. Y gracias, sobre todo, a la telenovela y a determina-dos programas cómicos, Televisa se expande en América Lati-na. Su otro gran asidero son los juegos de futbol.

Políticamente, Televisa responde a los designios de la Era del pri. Se agrede a la oposición y se magnifi can los actos ofi -ciales (“Soy un soldado del pri”, afi rma Emilio Azcárrga Mil-mo). Durante el movimiento estudiantil de 1968, se invisibiliza a los estudiantes y se defi enden los actos del gobierno de Gus-tavo Díaz Ordaz, y esto, más que ningún otro hecho, determi-na el fi n de la credulidad. Eso no desencadena fugas masivas de televidentes sino el desencanto que se vuelve, casi institucio-nalmente, el recelo de los vencidos, no por arrinconado menos existente. La feligresía se vuelve, y ya en zonas del deporte y el espectáculo, la fanaticada.

No obstante la censura “moralista” y política, se opone la modernización de la sociedad y le debe bastante al medio que, como sea, fi ltra o arraiga otras conductas y normaliza otra vida doméstica. Según la tradición paradójica o típica, nada pone al día una sociedad con tanta rapidez como la imitación.

“Un momentito y luego empezamos o seguimos o fi nalizamos, da lo mismo”

De 1960 a 1990 el ritmo de la televisión mexicana es constante, no muy imaginativo, sujeto a la censura, imitativo a grados de

disciplina férrea. Ya no milagro sino hecho tecnológico, la te-levisión es lo inevitable: todos poseen un aparato y a éste le dedican el tiempo que, por lo general, antes tampoco se le dedicaba a la lectura. Van surgiendo opciones, canales que compiten con Televisa sin mayor fortuna, y de cualquier mane-ra, al incrementarse las opciones se da el salto del “monoteís-mo” televisivo al “politeísmo”: el monitoreo o zapping resulta muy pronto el ejercicio compulsivo: “A ver qué más hay”.

Un conocimiento se agrega: la tradición televisiva, de im-portancia no disminuible, tiende a desvanecerse y sólo se afi r-ma en un punto: la idea de niñez es ya dependencia de la pan-talla chica. Ahora, evocar la infancia es decir: “Yo no me perdía ese programa” y, si el auditorio se deja, repetir cálidamente las rutinas. En la memoria más antigua quedan, digamos, Enrique Alonso Cachirulo o Don Gato y su Pandilla o Clavillazo o Viruta y Capulina o Régulo y Madaleno o el Club del Hogar o El Club Quintito. Esto es la televisión: la tradición más viva de las gene-raciones infantiles. Y los adultos tienden a ser desagradecidos, porque la importancia del medio electrónico no benefi cia per-durablemente a sus componentes. Así, en un momento dado, el animador Paco Malgesto entrevista a intelectuales y boxea-dores, narra las corridas de toros, presenta las variedades, y propicia, en suma, el chiste: “La televisión es la antigua radio con el retrato de Paco Malgesto”. Y luego este animador es el recuerdo desvaído de una época. Lo ingrato, si constante, dos veces televisivo.

Durante un periodo es impresionante la fuerza que alcan-zan, por ejemplo, Los Polivoces (“¡Ahí Madre!”), Héctor Suárez (“No hay, no hay”), Pompín Iglesias (“¡Qué bonita familia!”), Clavillazo (“De pura uva nomaaaás”), el programa Siempre en Domingo, conducido por Raúl Velasco (“Aún hay más”), el no-ticiero de Jacobo Zabludovsky, el humor para “la chiquillada” de Chabelo y Ricardo González Cepillín. En este periodo, antes de que un proceso muy selectivo del dvd comience a recoger telenovelas y programas cómicos, no se concibe la revisión metódica de logros y etapas de la televisión mexicana, la crítica sistemática todavía no existe, y —en materia de recapitula-ción— si la suerte de las estrellas se estaciona en el limbo del recuerdo, ya nada les toca a las segundas fi guras que luchan por dejarse ver en los programas y en los pasillos de las televisoras: “Se me hace tu cara conocida / ¿Y qué se habrá hecho de aque-lla muchacha tan guapa que salía en la serie que te gustaba tanto?”

La gran tradición televisiva es el olvido. Imagen eres y en sombra del control remoto te convertirás. G

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Carlos Monsiváis cumple setenta años. Su primera crónica la escribió a los 14 años, entonces, se diría que durante el último medio siglo ha sido testigo crítico de los cambios sociales, cul-turales y políticos del país. Pero en modo alguno ha sido sólo un testigo, Monsiváis interviene en las discusiones centrales y es protagonista frecuente de las más variadas sesiones de inter-pretación: desde los debates políticos hasta los futbolísticos. En

Los rituales del caos escribió: “La pesadilla más atroz es la que nos excluye defi nitivamente”; el plural es justo, porque si toda-vía hay alguien que no lo ha leído, no existe mexicano que no lo haya visto o escuchado y en este sentido, se quiera o no, Monsiváis es parte de nuestra biografía.

Lo cual hace cada vez más difícil entrevistarlo, por un lado se corre el riesgo de creer que leerlo es conocerlo, uno tiene ganas

Sobre el paraíso, el infi erno y la sociedad civilEntrevista con Carlos MonsiváisDaniel Rodríguez Barrón

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de preguntarle hasta por la familia (la de uno, no la de él), y por el otro, existe la tentación parricida: ¡dichoso aquel que tenga una pregunta que Monsiváis no pueda responder! Sin embargo, como subraya el propio Monsiváis en la respuesta fi nal de esta entrevista, ninguno de los extremos es válido. Siempre hay que intentar entrevistarlo como si fuera la primera vez.

Jorge Ibargüengoitia escribió un libro titulado Instruc-

ciones para vivir en México, ¿qué instrucciones daría Carlos Monsiváis para vivir en el México del siglo XXI?

Ojalá tuviera el talento literario de Ibargüengoitia, el autor de ese clásico impagable, Los relámpagos de agosto, donde la Re-volución Mexicana se asoma al relajo de haber sido y al dolor de ya no ser. No me atrevo a diseñar unas Instrucciones para vivir en México en este debut del siglo. En todo caso, la prime-ra instrucción sería “No aceptes instructor alguno. O te quiere vender una plaza en un reality show o te ofrece un curso de Auto-ayuda para triunfar en la vida sin necesidad de haber nacido”. ¿Qué instrucciones se requieren ahora, que no sean recomendaciones para conservar el espíritu de aventura sin que tengas que salir de casa por las noches? ¿Cómo seleccionar las noticias que no depriman o cómo obtener empleo de una vez y para siempre? El mundo de ahora no admite reglas porque si alguna diera resultado no las andarían repartiendo gratis.

¿La ironía es una suerte de revancha ciudadana?La revancha ciudadana o social se da en lo fundamental a

través de otros géneros del humor que se educa a sí mismo sobre la marcha: el choteo, la parodia, el sarcasmo, sobre todo el sarcasmo, el sarcasmo que es la típica invención de términos: donde dice grandeza debe decir ridículo caricatural; donde dice Háganme caso, debe decir ¿qué está diciendo? La iro-nía, en principio, exige otras técnicas y lecturas cuidadosas donde los lectores se vuelven cómplices felices y coautores. El choteo, la parodia, el sarcasmo, la imitación, son géneros que llegan con frecuencia a lo deleitoso, y al respecto véanse los poemas políticos de Renato Leduc, el sarcasmo que rodea a las declaraciones políticas desafortunadas (del tipo de “En la ctm somos más marxistas que el Papa”, de Ignacio Zúñiga en 1973, cuando llevaba 25 años de dirigente juvenil de la ctm), la pa-rodia bien ejecutada es un retrato de primer orden, pero la ironía es algo distinto, porque no pretende ningún tipo de conclusiones.

¿Qué escritor le interesa por su uso de la ironía?Hay un buen número de escritores que me apasionan y me

divierten enormemente por su maestría irónica. Cito en desor-den: Mark Twain (muchísimo de su obra, en especial Las aven-turas de Huckleberry Finn), James Thurber (sus Fábulas de nues-tro tiempo siguen siendo admirables), Evelyn Waugh (Decline and Fall y Scoop son novelas perfectas), P.G. Wodehouse (sus relatos de Jeeves son notables), Dickens (dentro de los escena-rios trágicos, siempre hay tiempo para personajes cómicos, para ya no hablar de Pickwick Papers), Salvador Novo (sus cró-

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nicas deben leerse despacio así no se pierden sus gemas iróni-cas), Borges, desde luego, Il miglior fabbro de la ironía. En fi n, reconozco desde ahora lo fragmentario de mi lista. Lo que he leído de Karl Kraus me autoriza para califi carlo de un genio del sarcasmo. Ahora Juan Villoro es un joven maestro de la ironía, y entre los periodistas destaco al colombiano Daniel Samper.

Usted ha escrito sobre María Félix, sobre Agustín Lara,

sobre la lucha libre ¿cómo se interesó por la cultura po-pular?

Me interesa la cultura popular y mucho menos la cultura de masas, si vale el distingo. En lo básico, la cultura popular urba-na se crea antes del auge televisivo, María Félix, Pedro Infante, Cantinfl as, Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Pedro Armen-dáriz, Daniel Santos, Celia Cruz, Beny Moré, el bolero, la canción ranchera, el danzón. Los personajes del Arrabal no tienen deudas profundas con la televisión, son producto del convenio entre fuerzas por así decirlo menos dueñas de los hogares el día entero: el cine, la industria del disco, la radio, las giras artísticas.

Además, los grandes personajes de esta cultura popular son a un tiempo transparentes y enigmáticos: ¿qué quiere decir y de qué quiere desdecirse Cantinfl as?, ¿hasta qué punto María Félix sobrevive al desastre artístico de muchas de sus películas gracias a su conversión periódica (en fotos y poses) en obra de arte?, ¿qué es la esencia de las cumbres de la cultura popular: el temperamento y la actitud, o las habilidades específi cas de actrices, actores, cantantes?

También hay que reconocerlo, esa cultura popular lo ha impregnado todo con bastante más fuerza que la cultura de masas que sojuzga la vida cotidiana pero carece de misterios. Y allí está el caso de la lucha libre, ahora uno de los signos de la nación, no el espectáculo sino las variedades de la máscara.

El cine fue una forma de educación sentimental para su generación, ¿lo sigue siendo actualmente?

Para mi generación cultural el cine fue simultáneamente educación sentimental, educación artística (la estética del fi lm noir) por ejemplo, educación política, el primer equivalente todavía confuso pero potente de la cultura literaria, el eje defi -nitorio. Véanse los casos de Manuel Puig, Sergio Pitol, Gui-llermo Cabrera Infante, Edgardo Cosarinski, Carlos Fuentes, y antes de ellos de Borges, Juan Carlos Onetti (que algo o mu-cho le debe al fi lm noir, como Puig al melodrama, Cabrera Infante a los apuntes mentales del cinéfi lo, Fuentes a la varie-dad de personajes al parecer secundarios y Sergio Pitol a los excéntricos tipo Peter Lorre y Sidney Greenstreet). Sin la pre-sencia tutorial del cine sería muy distinta la literatura de dos o tres generaciones aunque, insisto, en ellas es siempre literario el punto de vista.

Ahora intervienen varios factores también de primer orden: el rock (el ritmo de la vitalidad sexual), el reordenamiento de las sen-saciones; mtv y la dispersión de la mirada; la pérdida del papel centralísimo de la poesía en la mayoría de los lectores.

¿Recuerda el momento en que se interesó por las cau-sas perdidas? ¿En la participación en un plantón, en una marcha?

No tuve que ir a las causas perdidas, me esperaban en la religión familiar (protestante), en mi condición de niño libres-

co, en el hecho de que en la pubertad el acontecimiento polí-tico que más me afectó fue la Guerra Civil de España. Luego, acudieron puntualmente otras causas perdidas y, antes de se-guir, aclaro mi defi nición del término: para mí causas perdi-das son aquellas que, provistas de razones éticas y morales esencialmente justas, tienen en contra a los poderes, a los me-dios de información, a las legiones del prejuicio, a la inercia de las sociedades. No hablo de causas perdidas para siempre, sino del ritmo lento con que se van imponiendo. Allí está el caso de los derechos de gays, lesbianas, transexuales. La causa ha avanzado notoriamente pero persisten los crímenes de odio, la imposición de los prejuicios, la burla, el maltrato a los enfer-mos de sida y vih. Y en cuanto a causas perdidas una que me atañe muy en serio es la defensa de los derechos de los anima-les. Por ejemplo, las torturas en las corridas de eso que llaman “arte taurino”. Una multitud que festeja la tortura de un ser vivo me desagrada ampliamente.

¿Cuáles son sus crónicas preferidas? Citaría un buen número. En México, en el siglo xx, tres

ejemplos primordiales: Martín Luis Guzmán por El águila y la serpiente, el gran libro de crónicas de la Revolución; Salvador Novo por sus crónicas de los sexenios, de prosa tan magnífi ca como inimitable, y Elena Poniatowska por La noche de Tlatelol-co y Fuerte es el silencio. De otros países, sigo leyendo a John Reed (México insurgente y Días que conmovieron al mundo), Nor-man Mailer (Los ejércitos de la noche). El Tom Wolfe de los ini-cios, Joan Didion, y en América Latina, la tradición es impre-sionante: el portentoso José Martí, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, Enrique Gómez Carrillo, Alejo Carpentier, César Vallejo, hasta llegar ahora a las gran-des crónicas literarias de José Emilio Pacheco y los magnífi cos delirios de chileno Pedro Lemebel.

¿Por qué en la poesía mexicana el sentido del humor es prácticamente inexistente, a pesar de ejemplos como el de Salvador Novo?

No estoy tan seguro de lo prácticamente inexistente. Le cito ejemplos: la ironía en la poesía de Alfonso Reyes o en la de Carlos Pellicer, el sarcasmo levísimo de Renato Leduc (“Dia-léctica sucinta de un sabio calamar, que sólo siendo feo se puede ser genial”), los poemas de la etapa última de Rosario Castellanos, las anotaciones de Gerardo Deniz, Hugo Gutié-rrez Vega, Gabriel Zaid, Ricardo Yañez. Novo es un gran ejemplo, pero a él le puedo gritar: “¡No estás solo! ¡No estás solo!”, en lo que al humor poético se refi ere. Y por lo pronto, convendría revisar en América Latina al ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, de ironía fi nísima, y al gran poeta humorís-tico de Venezuela Aquiles Nazoa.

¿Cuál es su idea del paraíso: una librería de viejo, una película del llamado cine de oro o la ciudad de México cuando usted era adolescente?

Hoy, mi idea del paraíso, es una librería de viejo de la calle Donceles donde va a recoger un sobre un personaje de Gra-ham Greene o de John LeCarré, un fi lm con Tin Tan, Vitola, Oscar Pulido y Mantequilla, y la vida nocturna de la década de 1950: ¡Oh, el Tenampa, donde los gays fraternizaban a la luz del repertorio de José Alfredo Jiménez: “Di que vienes de allá, de un mundo raro”!

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Usted ha dicho que la idea del pecado fue un tema cetral de su niñez y que de alguna forma seguía rigiéndolo como adulto. ¿Qué opinión le merece el hecho de que el papa Benedicto XVI haya reabierto las puertas del infi erno?

No tengo por qué discrepar del juicio del máximo dirigente de una religión que nunca ha sido la mía. Éste es asunto de sus creyentes. Creo que ahora, apenas ahora, la noción del pecado nada me dice, como también, es de suponerse, ya afecta a muy poca gente, la que está en todo su derecho al creer en los Nue-vos Círculos, en los peroles de azufre y los tridentes. En fi n, la teología se ha ido de la vida cotidiana y la ha reemplazado la Autoayuda, esa teología del Dios caído que memoriza consejos para trepar en la vida.

¿Existe una sociedad civil en México o es sólo una es-peranza democrática? Algunos dicen que sólo la han visto una vez, los días posteriores al terremoto de 1985.

Hay desde luego la sociedad civil en aumento, por fragmen-tos y ya con frecuencia enarbolado causas opuestas. Si se logra la coexistencia pacífi ca o, me pondré al día, si se consigue una “sociedad de mínima convivencia”, todos nos benefi ciaremos.

Pero sé que surgen movimientos independizados de los go-biernos y los partidos políticos, y sé que, con distintos grados de éxito y de permanencia, se advierten movilizaciones en todo el país.

¿Y la izquierda, usted se considera gente de izquierda?Sí, desde luego, y todavía más si le hago caso al hate mail que

me llega de gente de la derecha. Sin embargo, un sector de la izquierda no me consideraría siquiera aliado remoto: no creo que Fidel Castro encabece la mayor democracia del mundo, no califi caría jamás a grupos terroristas de “movimientos sociales en armas” o de “fuerzas contendientes”, discrepo de muchísi-mos métodos de Hugo Chávez. Al respecto, le cuento un epi-sodio. En la segunda marcha contra la invasión de Iraq, de pronto un grupo como de diez estudiantes me comenzaron a gritar: “¡Mierda, mierda!”, señalándome y agregando vivas a Fidel Castro y, por vías alternas u homofóbicas, al machismo. Luego me informaron que eran de la uam y asistían a las clases de un oscuro profesor radicalísimo. De la escena extraje una conclusión: ni la ultraderecha ni la ultraizquierda deben gober-nar país alguno. G

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Cuando descubrí Palabras Malditas en la red, encontré textos provocadores y normalmente bien escritos. Una página de la que desconocía su origen, pero en español y que atrapó mi atención. De entonces a hoy, cuatro años, el trabajo y las ganas de hacer de esta comunidad maldita ha logrado: contar con colabo-radores de España, Argentina, Chile, Portugal, Perú, Ecuador y México. Gen-te talentosa, que en la gama de cuento, entrevistas, poesía, ensayos, artículos de opinión, reseñas de libros, de música, de cine y artes visuales, han abordado te-mas que ocupan sus mentes en esta era de instante global, soluble, y que señala de alguna manera un compromiso con la escritura y con el entorno.

Hace tres años dio inicio un proyecto adicional, alojado en www.palabrasmal-ditas.net, Radio Efímera, que como su nombre lo dice, parecía más un experi-mento que la real posibilidad de la sub-sistencia. Inició con Moon Rider, un hombre joven, que está hecho para inte-ractuar y cohabitar con las máquinas, y mejor que eso, rompió la barrera del pronóstico, pues de un programa de dos horas, se llegó a extender hasta ocho horas, seguido por los cibernautas. Lle-garon otros programas y hace más de un año, Palabras Malditas recibió un apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las

Artes, así que los colaboradores tuvieron que ponerse más serios en las cosas que hacen y ponerse plazos. Entonces surgió el programa Tripulación Nocturna, los martes, de 22 a 24 horas, al que se invita a escritores, editores, fotógrafos, diseña-dores, científi cos, especialistas en cine… En fi n, gente de diversas disciplinas, para que durante dos largas horas, que se hacen pocas, charlen de dos cosas, de su obra y de sí mismos. Una de las opor-tunidades que brinda la red es la canti-dad de oferta existente, así que no pue-des perder al escucha, y como en las obras de teatro, debes saber si le modifi -cas el guión o le continúas, y éste ya es el segundo año de Tripulación Noctur-na, con un corte desenfadado y colo-quial, cómodo para el escucha y despro-visto de poses, donde el medio nos permite emplear sobrenombres o pseu-dónimos, para dejar nuestros atavismos.

El 14 de diciembre pasado se presen-tó un proyecto más, y quizá sea el pri-mer producto no alojado en la red: un CD-ROM interactivo. Sergio González Rodríguez y Luis Alberto Ayala Blanco se atrevieron a exponer su prestigio con esta idea, que rescata lo mejor de Pala-bras Malditas y Radio Efímera, en un objeto que se ensarta en el procesador para ver imágenes sugestivas, así como leer lo mejor de un concurso de cuento

que se llevó a cabo en una convocatoria a la que llegaron 265 participantes, dan-do su lugar a los primeros tres —del primero al tercero: Javier Terrones Her-nández con “Entre Demonios”; José Abdón Flores con “París era una mier-da”, e Iztel Saucedo Villarreal con “Ace-cho”, además de 37 historias más. Tam-bién cuenta con trabajos inéditos de los personajes que colaboran de forma per-manente con una columna en “Infi er-no”; poesía leída y escrita; además de una selección de algunos de los progra-mas de Tripulación Nocturna, entre los que destacan varios buenos escritores invitados que se desvelaron y dejaron lo mejor de ellos. Aquí van algunos nom-bres: Sergio González Rodríguez, Ro-man Gubern, Mario Bellatin, Mario Cruz, Eduardo Antonio Parra, Carmen Boullosa, Alberto Barrera y Gerardo de la Torre.

En la Internet se experimenta, y he aquí el primer producto-objeto de Pala-bras Malditas y Radio Efímera. Habría que colocarlo en una caja del tiempo, para que lo encuentren aquellos que nos han de sobrevenir. Eso sí, tal vez para entonces, y como nuestra Radio Efíme-ra, no exista en qué reproducirlo; mues-tra, una vez más, del tiempo que vivi-mos. G

CD-ROM Palabras malditasLa Sexy Editora

www.palabrasmalditas.net

Page 34: Mayo 2008 Número 449 Monsiváis 70 · del libro El nombre del juego es Posada de Hugo Hiriart, de próxima reimpresión en el fce. Ilustración de portada de Ulises Culebro, tomada

32 la Gaceta número 449, mayo 2008

Vidas de fantasmasLuis Jorge Boone

Alejandro Pérez Cervantes, Murania, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2007.

Una región donde pequeños misterios comulgan entre sí; personajes rotos por anómalas experiencias oníricas donde se cifran oscuros destinos; un conjunto de cuentos montados sobre una estructura novelesca; túneles subterráneos que unen las historias: accidentes, imágenes que devienen puentes. Alejandro Pérez Cervantes (Saltillso, 1973) hace coinci-dir estos y otros aciertos narrativos en un deslumbrante primer libro.

Bajo el signo de dos colosales narra-dores del Deep South el autor logra erigir un universo terrible, cruel e intenso. La prosa violenta y lírica del libro así como la dimensión hollywoodense de ciertas escenas clave se antojan próximas a los de los libros de Barry Gifford. Los esce-narios de road movie, así como la digni-dad trágica de sus protagonistas (en la que conviven la inocencia de los seres sencillos y la locura de las almas ator-mentadas) acercan a Murania a la litera-tura de Sam Shepard.

Ambientes hostiles donde la existen-cia es precaria, bares donde se gestan clandestinos géneros musicales, enamo-ramientos que nacen con mala estrella, revistas literarias de un solo número, disqueras fantasma, pueblos que desapa-recerán: todo en estas páginas tiene la divisa de lo frágil. Aún las personas de carne y hueso semejan fantasmas que se esfuman con la luz adversa.

Siete de los ocho cuentos centrales del libro están escritos con la fórmula de la biografía: fechas y lugares de naci-miento y muerte delimitan historias;

datos generales dibujan una semblanza del personaje (a la vez que encierran ciertas claves genealógicas para desen-trañar la crónica de su caída); y un hecho central, desgraciado y oscuro, hace que los malos presagios se concreten para que un instante después el mundo se derrumbe.

Murania, un nombre, una clave. “Es el olvido. Un camino de polvo. Una ca-mioneta. Un cine ambulante. Es la faz de plata de una muchacha en la oscuri-dad. La veta visible de mineral que atra-viesa una montaña como una lanza sa-grada atraviesa el cuerpo de un gigante dormido.” Palabra que remite siempre a un sueño desecho (es decir, una pesadi-lla), y nombra a una revista literaria perdida en el pasado, una canción que nadie puede tocar o un cenicero de cris-tal cuyas astillas tientan al suicido.

Una carveriana sensación de amenaza inminente e indeterminada agobia a los personajes, desarraigados que sólo en-cuentra sosiego en la negación de sí mismos; por ello, cuando toman cons-ciencia de su destino y se arrojan a él, algo los transfi gura: “Ugarte intuyó las monstruosidades incubadas en la perso-na de su viejo amigo. Como si un ánima venida de otro mundo se hubiera insta-lado en la cáscara corporal del envejeci-do aprendiz de poeta”.

Lauro Zavala: golpeador y carnicero profesional con ambición literaria pero sin talento, cuyo descenso empezó cuan-do de niño enfrentó ese gran abismo de los traileros nocturnos: la caída horizon-

tal de la carretera desierta. Apolonio Ugarte: poeta escaso e inmigrante ilegal que se enamora de una mujer a quien sólo ve una vez, y a quien un delirio vi-sionario lo hace recorrer todos los vía crucis del bracero paria. Allison O’Brien: princesa en harapos, dama que aparece “como un hada buena o el fantasma de una mujer asesinada salvajemente”; niña desolada y femme fatal consumida bajo el peso de un sueño erótico incumplido. Valek Walkuski: inmigrante polaco en-cargado de construir un homenaje gi-gantesco y demencial al legendario indio Caballo Loco: tallar una escultura mo-numental suya que tardará varias gene-raciones en ser terminada.

Estos y otros personajes encuentran en sus sueños la clave imposible de una felicidad que la vida se empeña en ne-garles, cruzan fronteras tras objetivos inalcanzables; comparten la fatalidad del abismo que guardan en su corazón.

La esquizofrenia y los sueños com-parten un carácter fragmentario. Sobre estas dos formas de ordenar la realidad están entretejidas las biografías que con-forman Murania, tapiz urdido con histo-rias inoculadas por la locura —donde cada vida minúscula guarda el germen de su propia destrucción, y juntas con-forman un complejo muestrario de la desgracia—. Y la vida se revela sucesión de territorios ignotos, que habrán de recorrer los personajes sólo para enfren-tar el fi n que les ha sido anunciado ya desde el principio. G