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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Marzo 2006 Número 423 ISSN 0185-3716 Longevo Ben(emér)ito Fernando del Paso: Juárez en Noticias del imperio Victoriano Salado Álvarez: Dos episodios juaristas Teatro de Franz Werfel: Juárez y Maximiliano y Rodolfo Usigli: Corona de sombra Ralph Roeder: Juárez y su México Héctor Pérez Martínez: Juárez, el impasible Benito Juárez: Apuntes para mis hijos Juan de Dios Peza: “Las horas de mayor angustia de Juárez” Andrés Henestrosa sobre Las supuestas traiciones de Juárez, de Fernando Iglesias Calderón Salvador Novo: “Juárez, símbolo de la soberanía nacional”

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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Marzo 2006 Número 423

ISSN

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5-37

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Longevo Ben(emér)ito

■ Fernando del Paso: Juárez en Noticias del imperio■ Victoriano Salado Álvarez: Dos episodios juaristas■ Teatro de Franz Werfel: Juárez y Maximiliano

y Rodolfo Usigli: Corona de sombra■ Ralph Roeder: Juárez y su México■ Héctor Pérez Martínez: Juárez, el impasible

■ Benito Juárez: Apuntes para mis hijos■ Juan de Dios Peza: “Las horas de mayor angustia de Juárez”■ Andrés Henestrosa sobre Las supuestas traiciones de Juárez,

de Fernando Iglesias Calderón■ Salvador Novo: “Juárez, símbolo de la soberanía nacional”

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Longevo Ben(emér)ito Sumario

Juárez en Noticias del imperio 2Fernando del Paso

Dos episodios juaristas 5Victoriano Salado Álvarez

Juárez y Maximiliano 8Franz Werfel

Corona de sombra 12Rodolfo Usigli

Juárez y su México 15Ralph Roeder

Elevación 17Héctor Pérez Martínez

Apuntes para mis hijos 20Benito Juárez

Sobre Apuntes para mis hijos 21Josefi na Zoraida Vázquez

Las horas de mayor angustia de Juárez 22Juan de Dios Peza

Fernando Iglesias Calderón y la defensa de Juárez 23Andrés Henestrosa

Símbolo de la soberanía nacional 25Salvador Novo

Emancipador de la conciencia humana 27Hidalgo y Juárez 28

José María VigilJuárez 30

Justo SierraEl camino de Damasco 30

Ángel Pola

Fernando del Paso, escritor, recibió el premio Javier Villaurrutia en 1966 por José Trigo ■ Victoriano Salado Álvarez fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y autor de Episodios nacionales mexicanos ■ Franz Werfel fue poeta, novelista y dramaturgo checo, su nove-la La canción de Bernardette fue llevada al cine ■ Rodolfo Usigli compaginó sus actividades de dramaturgo con el servicio diplomático ■ Ralph Roeder, historiador estadounidense, dejó testimonio de su inclinación mexi-canista en Hacia el México moderno ■ Héctor Pérez Martínez, político y escritor, fue gobernador de Cam-peche de 1939 a 1943 ■ Benito Juárez fue presidente de la república y Benemérito de las Américas, y además se convirtió en personaje literario ■ Josefi na Zoraida Vázquez se ha ocupado de la historia política y diplo-mática mexicana del siglo xix ■ Juan de Dios Peza fue Ministro de la Guerra de Maximiliano y redactor de El eco de ambos mundos ■ Andrés Henestrosa, escritor, ensayista y periodista, escribió Los hombres que dispersó la danza ■ Salvador Novo, además de ser poeta, cronista y dramaturgo, fue profesor en las escuelas Nacional Prepa-ratoria y de Arte Dramático del inba ■ José María Vigil, periodista liberal, fue director de la Biblioteca Nacional de México de 1880 a 1909 ■ Ángel Pola, periodista chiapaneco, escribió en los periódicos El Nacional y El Monitor del Pueblo

La añoranza patriótica que resuena en el danzón lo dice todo: Juárez no debió de morir. Si bien la ruda angina de pecho acabó en 1872 con su existencia, en este mes en que cumple dos siglos de haber nacido queda claro que el indio zapoteco más célebre de nuestra historia ha vivido mucho más que los 66 años que consignan las biografías. Símbolo de tenacidad nacio-nalista, ejemplo supremo de habilidad política, milagro de su-peración personal, Benito Pablo Juárez García transformó a nuestro país en una escala suprahumana, confi rmando dos ras-gos esenciales del México moderno: la soberanía nacional y la laicidad del estado. No es difícil que el fce vea en esas dos nociones un origen lejano pero indudable de su vocación autó-noma, ecuménica, y no es difícil que La Gaceta sume este cohe-tón de papel a los jubilosos fuegos artifi ciales que invadirán los cielos mexicanos durante todo el año. Hemos organizado el festejo con textos que reafi rman su carácter de personaje lite-rario además de su condición de héroe histórico.

Fernando del Paso ofrece nuestro primer acercamiento al Juárez de tinta y papel. Hemos tomado del segundo tomazo de sus Obras el recorrido biográfi co con que, en Noticias del impe-rio, Del Paso presenta a don Benito, personaje que adquiere aún más corporeidad en los coloridos “episodios nacionales” de Victoriano Salado Álvarez con que continúa la entrega. Anec-dóticas y ejemplarmente narradas, esas dos viñetas presentan a un Juárez terrenal, humoroso a contracorriente de la evidencia histórica. La difi cultad para lidiar con un ser tan singular desde el escenario se nota en las obras de Franz Werfel y Rodolfo Usigli, pues en ambas el oaxaqueño es sólo una vaga presencia, un pivote en torno del cual gira la vida pero al que no se tiene acceso. Tal vez esa misma difi cultad para aprehender al hombre es la que evoca Ralph Roeder en el inicio de su monumental biografía juarista, gran libro grande en que la narración vale tanto como lo narrado. Es la misma inspiración de Héctor Pérez Martínez en su retrato de Juárez, el impasible, donde la palabra oportuna y entregada al vuelo lírico sirve para recons-truir (y embellecer) el pasado.

Como la casa ha lanzado al mercado una nueva edición de Apuntes para mis hijos, el texto sobre sí mismo en que Juárez aboga sin proponérselo por la tesis de que infancia (y un poqui-to más) es destino, presentamos su parte inicial, con un par de fragmento de la prologuista, Josefi na Zoraida Vázquez, y de quien preparó esta nueva versión, Héctor Cuauhtémoc Her-nández Silva. También de ese volumen procede la bucólica aventura del niño convertido en involuntario navegante, en palabras de Juan de Dios Peza. Otra obra de nuestro catálogo sirve para ponderar las polémicas en torno al legado juarista: en el texto introductorio a Las supuestas traiciones de Juárez, Andrés Henestrosa —otro oaxaqueño ilustre— sintetiza los denuestos de que el héroe de la Reforma fue blanco a comienzos del siglo pasado. Era tiempo de celebrar el primer centenario de ese 21 de marzo, fecha que no siempre ha sido tan bien aprovechada como en el discurso con que Salvador Novo encabezó los fes-tejos en 1966. Cuatro textos cercanos en el tiempo al falleci-miento del prócer permiten confi rmar la conversión de Benito Juárez, de astuto y severo político, en estatua de bronce o talla-da en piedra. Ojalá las páginas de esta gaceta sirvan para que esas esculturas muestren una sonrisa con trasfondo humano.

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Juárez en Noticias del imperioFernando del Paso

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Laura González Durán, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Pablo Martínez Lozada, Geney Bel-trán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla Ló-pez G., Alejandro Valles Santo To-más, Héctor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sierra (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizá-bal (Argentina), Julio Sau (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Agui-lar Asiain (Guatemala), Rosario To-rres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone, Cristóbal Henestrosa y Emilio Romano

IlustracionesTomadas de la reedición de Apuntes para mis hijos, de B. J., y de periódicos decimonónicos

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fon-do de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Las Noticias del imperio que Fernando del Paso transmite a sus lectores dicen mucho de Benito Juárez. Aunque no es el protagonista de la mayúscula obra delpasiana —que tampoco tiene por eje a Carlota sino a su locura—, el presidente de México entra y sale del libro como un demiurgo que prepara el fatal destino de Maximiliano. Del capítulo en que se contrastan las biografías del oaxaqueño y de Napoleón III hemos tomado las porciones dedicadas a la vida de Juárez, como introducción literaria a nuestro tema e invitación a la obra toda de Del Paso

En el año de gracia de 1861, México estaba gobernado por un indio cetrino, Benito Juárez, huérfano de padre y madre desde que tenía tres años de edad, y que a los once era sólo un pastor de ovejas que trepaba a los árboles de la laguna Encantada para tocar una fl auta de carrizo y hablar con las bestias y con los pájaros en el único idio-ma que entonces conocía: el zapoteca. […]

Un día, Benito Pablo abandonó a los parientes que lo habían recogido, a sus ove-jas y a su pueblo natal de Guelatao —palabra que en su lengua quiere decir “noche honda”— y se largó a pie a la ciudad de Oaxaca situada a catorce leguas de distancia, para trabajar de sirviente en una de las casas grandes, como ya lo hacía su hermana mayor, y más que nada para aprender. Y en esa ciudad, capital del estado del mismo nombre, y ultramontana no sólo por estar más allá de las montañas, sino por su mo-jigatería y sumisión a Roma, Juárez aprendió castellano, aritmética y álgebra, latín, teología y jurisprudencia. Con el tiempo, y no sólo en Oaxaca sino en otras ciudades y otros exilios, ya fuera por alcanzar un propósito en el que se había empecinado o por cumplir un destino que le cayó del cielo, también aprendió a ser diputado, go-bernador de su estado, ministro de justicia y de Gobernación, y presidente de la re-pública. […]

Vestido siempre de negro, con bastón y levita cruzada, don Benito Juárez leía y releía a Rousseau y a Benjamin Constant, formaba con éstas y otras lecturas su espí-ritu liberal, traducía a Tácito a un idioma que había aprendido a hablar, leer y escribir al mismo tiempo, como en el mejor de los casos se aprende siempre una lengua ex-tranjera, y comenzaba a darse cuenta de que su pueblo, lo que él llamaba “su pueblo” y al cual había jurado ilustrar y engrandecer y hacerlo superar el desorden, los vicios y la miseria, era más, mucho más que un puñado o que cinco millones de esos indios callados y ladinos, pasivos, melancólicos, que cuando era gobernador bajaban de la sierra de Ixtlán para dejar en el umbral de su casa sus humildes ofrendas: algunas palomas, frutas, maíz, carbón de madera de encina traído de los cerros de Pozuelos o del Calvario. Pero para otros, para muchos, Benito Juárez se había puesto una patria como se puso el levitón negro: como algo ajeno que no le pertenecía, aunque con una diferencia: si la levita estaba cortada a la medida, la patria, en cambio, le quedaba grande y se le desparramaba mucho más allá de Oaxaca y mucho más allá también del siglo en el que había nacido. Y por eso de que “aunque la mona se vista de seda mona se queda”, las malas lenguas le compusieron unos versitos:

Si porque viste de currocortar quiere ese clavel,sepa hombre, que no es la mielpara la boca del burro;huela, y aléjese dél… […]

Águeda, la santa que sostenía en una bandeja sus dos pechos cortados, le enseñó al niño Benito Pablo la letra “a”. Blandina mártir, que murió envuelta en una red, entre las patas y los cuernos de un toro, la letra “b”. Casiano de Inmola, al que sus propios

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discípulos dieron muerte acribillándolo con sus plumas de hie-rro, la letra “c”. Y a pesar de ello, a pesar de haber aprendido el abecedario en Las vidas y martirios de los santos, gracias a la paciencia y buenamor de su maestro, el lego pero casi fraile Salanueva, que estaba siempre vestido con el sayal pardo de los carmelitas descalzos, Benito Juárez, siendo ministro de justicia, expidió una ley que llevaba su nombre, Ley Juárez, y la cual, al poner término a la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos en los asuntos civiles, volvió a echarle leña al fuego de la vieja rencilla entre la iglesia y el estado, y que en esos días provocó, además de sangrientos combates, la expulsión de seis eclesiás-ticos, entre los cuales se encontraba el obispo de Puebla, Pela-gio Antonio de Labastida y Dávalos. Los angelopolitanos, que así se llamaban los que habían nacido o vivían en Puebla de los Ángeles, acompañaron por un buen trecho a sus obispos en su viaje al destierro, jerimiqueando. A pesar también de haber sido aplicado alumno del Seminario de Oaxaca cuando, antes de decidirse por la abogacía deseaba ser cura, y de haber jurado al protestar como gobernador de Oaxaca por dios y por los santos evangelios defender y conservar la religión católica, apostólica y romana y de encabezar sus decretos con el nombre de dios todopoderoso, uno en esencia y trino en persona, Be-nito Juárez —a quien Salanueva le había enseñado lo mismo los secretos del arte de encuadernar catecismos Ripalda, que el respeto y la veneración al nazareno del Vía Crucis que todas las tardes de todos los días pasaba frente a su casa—, siendo presi-dente de la república confi scó los bienes de la iglesia mexicana, abogó todos los privilegios del clero y reconoció todas las reli-giones. Por esta osadía, Juárez fue considerado por los conser-vadores mexicanos y europeos, y desde luego por el Vaticano y por el Papa Pío Nono futuro creador del dogma de la infalibi-lidad pontifi cia, como una especie de anticristo. Por no saber montar a caballo, ni manejar una pistola y no aspirar a la gloria de las armas, se le acusó de ser débil, asustadizo, cobarde. Y por no ser blanco y de origen europeo, por no ser ario y rubio que era el arquetipo de la humanidad superior según lo confi rmaba el Conde de Gobineau en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas publicado en París en 1854, por no ser, en fi n, siquiera un mestizo de media casta, Juárez, el indio ladino, en opinión de los monarcas y adalides del viejo mundo era incapaz de gobernar a un país que de por sí parecía ingobernable. Es verdad que el ministro americano en México, Thomas Corwin, exageraba cuando en una carta al secretario de estado William Seward le decía que en cuarenta años México había tenido treinta y seis formas distintas de gobierno, ya que en realidad era una sola, con raras y esporádicas excepciones: el militaris-mo. Y es verdad también que míster Corwin hacía mal las cuentas cuando afi rmaba que en esos mismos cuarenta años México había tenido sesenta y tres presidentes, porque no sólo habían sido menos, sino que entre esos menos hubo varios que volvían una y otra vez a la presidencia, y que eran como una fi ebre terciana que sufría el país. [...]

Tras más de dos meses de vejaciones durante los cuales se le confi nó y expulsó en forma alternada de varios pueblos, ciuda-des y rancherías, el licenciado Benito Juárez fue llevado al cas-tillo de San Juan de Ulúa. Construido con piedra múcar —una especie de coral— sobre el arrecife de La Gallega a la entrada del puerto mexicano de Veracruz, en tierra caliente donde la malaria y la fi ebre amarilla eran endémicas, la fortaleza de San Juan de Ulúa, último reducto de los españoles que la abando-

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naron hasta casi cuatro años después de consumada la indepen-dencia mexicana, le había costado muchos millones a España. Tantos, que cuentan que un día se le preguntó a uno de los mo-narcas españoles qué era lo que contemplaba, con su catalejo, desde El Escorial y el rey contestó que trataba de ver el castillo de San Juan de Ulúa: “tan caro le ha salido al tesoro español”, dijo, “que cuando menos deberíamos verlo desde aquí”. Trece años después de la retirada de los españoles, en octubre de 1838, la fortaleza capituló tras haber sido bombardeada por una escuadra francesa al mando del almirante Charles Baudin y de la que formaba parte el príncipe de Joinville, hijo de Luis Felipe de Francia y tío de la princesa Carlota de Bélgica, y quien reclamaba a nombre del gobierno francés una indemni-zación de seiscientos mil pesos en favor de ciudadanos france-ses residentes en el territorio mexicano, que se quejaban de la merma súbita o paulatina de sus capitales, debida a los emprés-titos forzosos, o robos legalizados, que con demasiada frecuen-cia decretaban las autoridades mexicanas para fi nanciar sus su-cesivas revoluciones y sus perpetuos desfalcos. Debido a que entre estas reclamaciones fi guraba la de un pastelero de Tacu-baya que diez años antes dijo haber perdido sesenta mil pesos de mercancía en éclairs, vol-au-vent, brazos de gitano y babas-au-rhum, a este primer confl icto armado entre Francia y Méxi-co se le llamó “La guerra de los pasteles”. En la defensa del puerto de Veracruz, perdió la pierna izquierda un general mexicano a quien alguna vez Benito Juárez, en sus tiempos de criado de casa grande en Oaxaca, había servido la cena, el mismo que ahora era el culpable de los maltratos sufridos por el indio, y de su próximo exilio: Antonio López de Santa Anna, quien había sido ya presidente de México cinco veces y que, tras de que su heroica pierna fuera enterrada con honores y desfi les, con lágrimas y lápida conmemorativa y con salvas y fan-farrias militares, sería presidente otras seis veces más. A veces héroe, a veces traidor, a veces las dos cosas al mismo tiempo, Santa Anna se levantó un día capitán y se acostó esa noche te-niente coronel durante la guerra de la independencia de México. General a los veintisiete años y Benemérito de la patria a los treinta y cinco, había sido condecorado por la fl echa de un indio en su primera campaña contra Tejas, la provincia mexicana que deseaba transformarse en república independiente. Héroe ya desde entonces, Santa Anna se hizo un poco más héroe cuando regresó a la provincia rebelde para tomar por asalto el fuerte del Álamo y obtener un sangriento triunfo —remember Goliat

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donde pasó a todos los prisioneros a cuchillo y a pólvora—, y un poco menos héroe cuando, vencido por las fuerzas de Sam Houston huyó a caballo y a pie, cayó en manos del enemigo tras el combate de San Jacinto y reconoció por miedo, por ob-tener la libertad o porque era sencillamente un hecho consu-mado, la existencia de la república de Tejas. Vuelto al poder después de que su pierna fuera desenterrada y arrastrada en las calles por el populacho, y presidente de México dos veces en el año de 1847 en el que culminó la invasión expansionista nor-teamericana con la cesión a los Estados Unidos de territorio mexicano con una superfi cie de más de un millón trescientos cincuenta mil kilómetros cuadrados que incluía las provincias de Nuevo México y de la Alta California —y que, agregada Tejas equivalía a la mitad del territorio nacional—, Santa Anna se convirtió en el gran traidor tras dejar la presidencia en manos de un interno para ponerse al frente de las tropas, ser derrota-do por el general Taylor en Sacramento y abandonar el país, lavándose las manos, pasando sin ser molestado, como Pedro por su casa, entre las propias fi las del enemigo: Santa Anna, se dijo, había recibido cuantiosas sumas de los norteamericanos para infl uir en la aprobación, por parte del congreso mexicano, del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que además de ratifi car la cesión del territorio, reafi rmaba los viejos lazos de amistad que unían a México y los Estados Unidos. Vuelto al poder a pesar de todo unos cuantos años después y transformado en dictador supremo y alteza serenísima, Santa Anna, si era posible, fue un poco más traidor todavía al fi rmar el Tratado de La Mesilla por medio del cual México le vendió a los Estados Unidos otros cien mil kilómetros cuadrados de territorio fronterizo […]

Allí, en uno de los calabozos de San Juan de Ulúa, a los que llamaban “tinajas” porque estaban situados bajo el nivel del mar y el agua rezumaba por los muros de piedra múcar para evaporarse casi al instante, pasó once días incomunicado el li-cenciado Benito Juárez, para ser llevado después a bordo del paquebote Avon donde los pasajeros hicieron una colecta para pagar su boleto hasta la primera escala, La Habana, de la cual se marchó poco después el licenciado rumbo a Nueva Orleans, la antigua capital de Louisiana donde conoció a otros mexica-nos liberales y entre ellos a Melchor Ocampo, discípulo como él de Rousseau y además de Proudhon, que sería después uno de sus más cercanos colaboradores, y al que tanto admiró Juá-rez por su clara inteligencia. Para ganarse la vida, Juárez torcía tabaco. Ocampo elaboraba vasijas y botellones de barro. Otros paisanos exiliados trabajaban de meseros si bien les iba, o de lavaplatos en un restaurante francés. De pie frente al mar, Juá-rez contemplaba la ancha desembocadura del Mississippi y esperaba al barco que le traería las cartas de su mujer y sus amigos. Margarita se había ido con los niños al pueblo de Etla, y allí la iba pasando con lo que les dejaba un pequeño comer-cio. Los amigos le pedían a Juárez que tuviera paciencia, le enviaban a veces algo de dinero, le reprochaban, algunos, que hubiera elegido a los Estados Unidos como lugar de exilio, le juraban que Santa Anna caería pronto del poder, esta vez para siempre. De espaldas al mar, Juárez seguía con la mirada el curso del Mississippi, el caudaloso río de los cuarenta tributa-rios que nacía muy lejos, en la región norte de Minnesota, y pensaba en una singular coincidencia: por la misma cantidad —quince millones de dólares— por la que México había cedi-do a los norteamericanos las provincias de Nuevo México y la Alta California, Napoleón el Grande había vendido a Estados

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Unidos lo que en 1803 restaba en poder de Francia —los dos millones trescientos mil kilómetros cuadrados de la cuenca oriental del Mississippi— de ese gigantesco territorio llamado la Luisiana en honor de Luis XIV, el Rey Sol. Así había crecido Estados Unidos, pagándole a Napoleón seis dólares cincuenta y seis céntimos por kilómetro cuadrado, y a México, once dó-lares con cincuenta y tres. Pero Juárez hacía cuentas: si se in-cluía a la república de Tejas, que se había perdido sin recibir un solo centavo de indemnización, los once dólares y fracción se reducían a seis. Bonito negocio.

Una noche Juárez y sus amigos fueron a ver a una troupe de minstrels que pasaba por Nueva Orleans, y que era un grupo de músicos blancos pintados como negros, que se movían como negros, hablaban y cantaban como negros y como negros toca-ban el banjo y los bones, que eran una especie de castañuelas hechas con dos trozos de las costillas de un animal. “No en-tiendo”, dijo Juárez. “Sí, el inglés es muy difícil de aprender”, dijo uno de los mexicanos que no había entendido a Juárez. Pero quien siempre sabía muy bien lo que Juárez quería decir era su amigo Melchor Ocampo, quien en algunas de esas tardes húmedas de los domingos en que paseaban por los muelles en mangas de camisa, hacía gala de todas sus culturas, incluyendo la política y la botánica. Ocampo el político proponía, como remedio de los males de México, que se llevara a cabo la Re-forma iniciada en los primeros años de la etapa independiente del país con la ocupación por parte del gobierno de las fi ncas destinadas a las misiones de las Filipinas y continuada por el presidente Gómez Farías sin éxito la primera vez, y con mejor fortuna la segunda, cuando decretó la incautación de los bienes de la iglesia para reunir fondos que sirvieran en la lucha contra la invasión americana, y Ocampo recordaba y citaba ejemplos y antecedentes históricos que le venían a la memoria en desor-den, como la nacionalización de los bienes del clero decretada en España en 1835 por un primer ministro liberal, la confi sca-ción de los bienes de la iglesia en Bohemia en el siglo xv como resultado de la revolución husita —que al fi n y al cabo sólo benefi ció a la clase noble, decía Ocampo— la desamortización llevada a cabo en Francia tras la revolución, y las medidas adoptadas por uno de los emperadores austriacos, José II, y que en realidad no lograron sino cambiar el capital de un bolsillo a otro de la iglesia, dijo Ocampo, porque el producto del remate de casi la mitad de los conventos, fue destinado a los curatos, con lo cual se comprueba que si José II no quería a los monjes, sin duda no tenía nada, o poco, contra los curas. Y Ocampo el botánico, amante de las plantas raras, a quien una vez se le vio hincarse y llorar ante unos lirios yucateros que crecían, solita-rios, en la estación de Tejería; cultivador de especies exóticas en su fi nca michoacana de “Pomoca” —anagrama de su ape-llido—, proponía, como remedio para la diarrea del Licenciado Benito Juárez, una pócima de fl ores de cabello de ángel tritu-radas en agua, o contaba cómo la pasión de la emperatriz Jose-fi na, la primera esposa del primer Napoleón, había sido una fl or de origen mexicano, la dalia excelsa, que ella había orde-nado sembrar en los jardines de Malmaison y prohibió que nadie más la cultivara en Francia, y cómo, después de que al-guien robó unas plantas y la dalia mexicana comenzó a apare-cer en otros jardines, Josefi na dejó de interesarse por ella y la desterró para siempre no sólo de Malmaison, ¿que le pare-ce? y excuse usted la rima, licenciado, sino también de su corazón. G

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Dos episodios juaristasVictoriano Salado Álvarez

El autor de los Episodios nacionales mexicanos era un prosista ducho. Sus reconstrucciones noveladas de pasajes y personajes de nuestra historia decimonónica son vívidas y felices. Presentamos aquí dos fragmentos, tomados de la reproducción facsimilar que publica el FCE

Con la familia enferma

Tras la noche toledana, el primer grito que se oyó fue el de mi estómago hambriento: “Desayuno”, pidió con tristes voces, como el herido de muerte pide “confesión”.

—¿Desayuno? —dijo mi hombre—. Lo tendrá usted en seguida. Pues qué, ¿cree usted que estamos en México, donde a las siete u ocho de la mañana apenas se van levantando lega-ñosos y malhumorados los mozos del café? Aquí se hila más delgado; vamos a la fonda y verá que nada hace falta. Veracruz es una ciudad pequeña y México un pueblo grande.

Nos refocilamos, pues, modestamente; tomamos un cuarti-to en el Hotel Diligencias, y me salí a la calle para ver de arre-glar el negocio principal que me llevaba.

Empecé por preguntar cuál era el palacio que habitaba Juá-rez y a qué horas daría audiencia. Don León se me rió en las barbas como si hubiera preguntado por la casa del sol.

—¿Palacio? Pero usted está delirando, compañero. ¡Qué palacio ni qué ocho cuartos! Juárez vive en una casa de tantas, en Puerta Merced, y allí entran y salen jarochas, comerciantes, negras de puro en boca, políticos y militares de todas clases. Aquí no hay las antesalas y los cumplidos del Palacio de Méxi-co, sino que cada cual entra, arregla sus asuntos y se marcha.

Así pasaba en efecto. La casa era amplia, aseada, con sus balcones que dejaban penetrar toda la luz, sus cortinas albean-tes, sus baldosas de mármol, sus corredores amplios y su fuen-te que derramaba agua a chorros, derramando también vida y bienestar.

Eran las siete cuando pasé nada más que a informarme de la hora más oportuna para hablar con el presidente.

—Ya está levantado su mercé, y voy a pasarle recado —me dijo una negraza que después supe se llamaba Petrona y que era algo parecido a intendenta de aquel albergue.

Juárez me recibió con perfecta amabilidad, tendiéndome la mano breve y bien formada y esbozando un amago de sonrisa que más bien sorprendí en sus ojos negros como capulines, que en sus mejillas y boca, pues le impedía el paso una cicatriz que se avanzaba hacia el lado izquierdo comunicando al rostro, a ratos, ligero dejo de burla, y a ratos seriedad mayor de la que era natural en él.

Una sola vez había visto al grande hombre (ahora le puedo llamar así, ¡ay!, sin que el mote parezca obra de adulación) y en circunstancias tan críticas, que pensé no se acordaría ya de mí ni de mi nombre.

Estaba don Benito sentado en un sillón cercano a una mesa donde se encontraban restos de un frugal desayuno, segura-

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mente ingerido de prisa, y al verme dijo invitándome a sen-tarme:

—Entendía que el señor comandante La Llana estaba a las inmediatas órdenes del señor Ministro de la Guerra y jefe del Ejército Nacional.

Le respondí refi riendo brevemente la causa de mi presencia en la siempre heroica, y al oír que llevaba cartas de Pancho Zarco, me preguntó con sumo interés:

—Y ¿cómo está el señor Zarco? ¿No se ha resentido su salud con la vida que se ve precisado a llevar?

Díjele que el valiente periodista rebosaba entereza; le conté su escapatoria última, que aún no conocía, y le vi dar muestras de grandísimo interés por la persona de mi amigo. Ya había yo sacado del fondo de mis cepillos los pliegos que llevaba para el presidente, y había él empezado a leerlos con suma atención, cuando se dibujó en la puerta la silueta de un hombre de me-diana estatura, moreno, de cabellera negrísima que le rozaba los hombros, de ojos chicos, nariz roma, boca enorme, pero de labios tan delgados que parecían una herida sangrienta en aquel rostro de líneas acentuadísimas. Era don Melchor Ocampo.

Me levanté del asiento ensayando una reverencia. Juárez le dijo alargándole un pliego de papel de seda:

—Esto para ti, de parte del amigo Zarco.Cogió don Melchor la carta y empezó a leerla en pie, acer-

cándose un poco a la ventana por donde se fi ltraba la claridad insolente de una mañana primaveral.

—Pancho —exclamó Juárez mirándome al rostro— dice que es usted amigo de plena confi anza y que le ha dado cono-cimiento de cuanto dicen las cartas de que fue portador.

—En efecto, señor —respondíle—; Zarco me estima, hace justicia a mi discreción y a mi decisión por la causa, y más honor del que merecen mis modestas aptitudes… Por eso dis-puso que leyera y si era posible tomara de memoria lo principal de las cartas que dirige a usted y a otras personas para el even-to de que cayera la correspondencia en poder del enemigo y que yo pudiera salvarme.

—Zarco no habría dado esa autorización a persona que no lo mereciera.

—Pancho —interrumpió a esta sazón Ocampo, que de se-guro estaba en lo que hablábamos Juárez y yo—, Pancho opina por el auxilio americano, pues está seguro de que no implica el paso riesgo ninguno para la nacionalidad.

—Pancho —contestó el presidente, y parece que le veo con el ademán verdaderamente solemne que tomó— es un joven lleno de prendas, pero joven al fi n. Nuestra causa es justa y sólo es materia de tiempo hacer que se enseñoree del ánimo de las gentes. ¿No hemos dicho mil veces dios y nuestro derecho? Pues aguardemos a vencer sin más que esos dos elementos… No hay para qué llamemos a nadie, con el riesgo de que des-pués nos exija el pago de su auxilio en cualquier forma humi-llante… quizás en la de la pérdida de nuestra nacionalidad.

—No abundo en tus temores, bien lo sabes —repuso

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Ocampo—; pero ya que tienes esa fe que traspasa montañas y que tan fi rmemente crees en el triunfo de nuestra causa, cuen-ta conmigo para acompañarte a donde vayas.

Miró don Benito a su ministro con cariño en que se confun-dían los caracteres de jefe, discípulo, amigo y aliado, y dirigién-dose a mí me dijo:

—Señor La Llana, Zarco me asegura que usted cuenta con amigos en el seno de nuestro grupo. Busque a las personas que le sean simpáticas y aguarde a que le llame… Entre tanto, ocu-pará un aposento en esta casa, pues no sería remoto que pron-to le necesitara.

Me incliné, salí del cuarto, pregunté a la patrona por el cubil donde se aposentara Guillermo Prieto, y allá me dirigí dispues-to a entablar larga y cariñosa charla con aquel viejo y excelente camarada.

A la puerta golpeaba un hombrecillo delgado de cuerpo, enjuto, moreno de rostro, bigote de cola de ratón, nariz delga-da y puntiaguda, melena que rebasaba la nuca y cuello largui-rucho. Por lo demás, el cuerpo, aunque no muy alto, era bien formado; el pecho y los brazos mostraban, a través de la ropa, convexidades que denunciaban a un Hércules, y los pies y las manos eran fi nos y elegantes.

Permanecí un rato mirando al muchacho aquel, que denun-ciaba a leguas en su apostura el tipo de andaluz, y al cabo logré reconocerle sin gran esfuerzo. Él también me vio con cara de gozo y me dijo

—Uté e de Jalico, o en Jalico lo conocí.—De Jalisco soy y en Jalisco tuve la satisfacción de conocer

al intrépido Antonio Bravo, el mismo que arrió la bandera del palacio de Guadalajara en aquella horrible jornada del año pasado.

—¿Y don Santito?—Ya usted lo sabe: trabajando sin cesar y levantando tro-

pas… A bien que ustedes deben estar de eso más enterados que yo, pues desde lo de Tacubaya no sé dónde anda nuestro jefe.

Entre tanto, Bravo había dejado de golpear la puerta aque-lla; mas en los pocos instantes en que dejábamos descansar a las lenguas, se oía desde dentro un ronquido que empezaba por el fortíssimo y concluía en el largo-assai o en el morendo más lánguido.

—Ejte maldito e Guillermo no va a tené aquí hajta el año prósimo… Misté que dormí a puerta cerrá en pleno junio y en pleno Veracrú, ni al diablo se le ocurre.

Entonces, perdiendo la paciencia, gritó por la cerradura:

—¡Guillermo, bruto!, ¡levántate o tiro a mojicone tu puerta!

Alguien contestó del interior cual-quier cosa que calmó la agitación de Bravo, y a poco vimos salir a Guillermo Prieto con cara de trasnochado, y diciéndonos de jovial talante:

—¡Habías de ser tú, gachuzo de los demonios!… ¡A las cinco me acosté y ya vienes a quitarme el sueño!… Juan Pérez de mi alma, seas bienvenido a esta heroica ciudad —y me es-trechó en sus brazos varias ocasiones seguidas. —Figúrense ustedes —continuó Guillermo— que me he pasado la noche…

—¿Etudiando? —preguntó Antonio.

¿Palacio? Pero ustcompañero. ¡Qué pocho cuartos! Juárcasa de tantas, en Pallí entran y salen comerciantes, negrboca, políticos y mclases. Aquí no haylos cumplidos del PMéxico, sino que carregla sus asuntos

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—Estudiando… humanidades —respondió Guillermo ba-jando los ojos.

—¡Ah, perdido! —¡Ah, pícaro!—Cabalmente acababa de llegar y de dormirme, soñando

que quitaba a una jarocha su cachirulo de oro, se lo pasaba por los crespos cabellos, y éstos se iban haciendo suaves, suaves hasta llegar a ser como una seda… Luego se tornaban castaños, después rubios, y al fi n se volvían de color de oro, como el propio cachirulo…

—Éjate e cachirulo…—Luego, peinándolos, salían oncitas de oro, centenes, me-

dias onzas, escuditos, reales y medios, todo de oro… como el cachirulo…

—¡Y dale!—Y con esos dinerales llenaba cajas y más cajas, pagaba

haberes atrasados, sobornaba generales, destruía ejércitos y ponía la Constitución sobre toda la mochería… pues ya uste-des saben que el dinero es nervio de la guerra.

—¿Y cuando despertaste…?—No tenía más que el cachirulo de oro fi no que me había

regalado una hembra de la Caleta… ¿Y al fi n te marchas, ga-chupín?

—Hoy a la dié.—¿Y a dónde, se puede saber? La Llana es de confi anza.—Aunque no lo juera; llevo órdene reservada, que he de

abrir en alta mar.—¡Caramba, qué misterioso anda el tiempo! Gachucito, no

me jagas rir…—Puej ya me verá en camino, y cuando el Dolphin sarga er

puerto, no deje de encomendarme a dios.—Así lo haré aunque indigno… Y tú, La Llana, ¿qué te

haces? ¿Vienes a quedarte con nosotros?—Ve a saber; por de pronto, aquí me instalo; pero será sólo

mientras me despachan con la respuesta a los pliegos que traje.—De modo que eres ahora…—Correo extraordinario.—Bien hayan lo mozo crúo y de arrejto.

—Ojalá que te quedaras entre noso-tros, Juanillo… Pero ¿qué digo? Ya tengo plan para que nos acompañes.

—Dime el planecito.—Es mi secreto, como dicen en las

novelas… Pero, en fi n, si me prometes ser callado, y no ir con el cuento a Anto-nio Bravo, te diré la cosa… ¿Tienes buena letra?

—Purísima, Torío.—Y de ortografía ¿cómo te sientes?—Lo necesario para no escribir arroz

con hache y caracoles con ka.—¡Espléndido! Ya está hecha tu carrera. —¿Mi carrera?—Sí; has de saber que hace ocho días murió don Mateo

Palacios, secretario privado de Ocampo, y está el pobre Mel-chor que no halla a qué santo encomendarse.

—Pues me convendría la placita.—Cuenta con ella, que si eso no puedo ofrecerte, no sé con

qué te obsequie.—¿Y pa mí no habría un lugarcito así, gachó?

d está delirando, alacio ni qué z vive en una uerta Merced, y rochas, s de puro en

litares de todas las antesalas y alacio de da cual entra, y se marcha

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—¡Qué ha de haber! Tú estás malquisto por gachupín.—Y e la verdá que don Melchó me ha cogío tema no ma que

por gachupín.—Y a fe que no tiene razón, pues Quijotes tan sinceros

como éste no los habrá: camina buscando dónde se pelea por la libertad, para ponerse a servirla… Pero déjenme, que tengo que desayunarme, que recoger el acuerdo y que acompañar a este mal sujeto para recomendárselo a los señores tiburones.

Y allí se quebró una taza.

Hidalguía mexicana y nobleza española

En aquella mañana se aguardaban grandes novedades en la casa de Puerta Merced. Se lavaba el mármol de los pisos, se sacu-dían los muebles, se abrían balcones y ventanas, y la feroz Pe-trona, la negra que había regañado a Juárez, repartía pescozo-nes a diestro y siniestro.

¿No he contado eso de la regañada a don Benito? Pues aquí va, tal como me la refi rió Fidel.Entró el gobierno constitucional a Veracruz una noche de

mayo, en medio del entusiasmo de aquel grande y generoso pueblo. Las muchachas arrojaban fl ores desde los balcones, los hombres gritaban vivas en las bocacalles, y una multitud entu-siasta y delirante seguía al cortejo… Llegó la comitiva a la casa que de antemano se había arreglado y se instaló luego que se hubieron marchado Zamora y sus amigos, que un rato acom-pañaron a don Benito y demás familia… enferma.

Juárez era cuidadosísimo con su persona, como no se acos-tumbraba en aquellos tiempos, en que se tenía como evangelio lo de “la cáscara guarda al palo”, “de cuarenta para arriba ni te cases, ni te embarques, ni te mojes la barriga”, “vale más que digan: allí va un puerco y no allí va un muerto”, y otros axio-mas de la tierra que servían para sistemar y arreglar la porque-ría nacional.

Don Benito, lo mismo entre el hielo en Paso del Norte que en el calor de Veracruz, acostumbraba levantarse a las seis y bañarse luego. La mañana siguiente a la de su llegada, salió a la azotehuela y pidió a una negra que por allí miró, le diera nueva

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agua; pero la mujerona, al ver un hombrecillo de mala traza, de tez cobriza, de aspecto humilde y maneras corteses, se fi guró topaba con un individuo de la más ínfi ma servidumbre.

—¡Vaya —le dijo—, un indio manducón que parece el im-prosulto! Si quiere agua, vaya y búsquela.

Juárez oyó impasible aquella letanía, y como se lo indicaba la negra, fue a buscar el agua que no tardó en encontrar.

Poco después, la comitiva toda, que ese día empezó su vida en común, aguardaba a Juárez. La negra procuraba saber quién de todos aquellos caballeros era el presidente, y a todo el que veía guapo, de estatura elevada o considerado de los demás, le hacía reverencia poniéndole la jeta más linda que tenía a la mano.

Por fi n, sale don Benito de su cuarto, y todos los que se encontraban formados a la puerta le hacen una inclinación de cabeza en respuesta a la que él les dirigió. Petrona, que reco-noció en aquel señor el mismo a quien había reñido, se confun-dió y entró llamándose con todas las frases más feas que halló a mano.

Sorprendidos los circunstantes, preguntaron la causa de aquella confusión, y el señor Juárez refi rió, riendo, la anécdota, que sirvió para que distinguiera y favoreciera a la negrita an-dando el tiempo.

Volviendo al asunto de los preparativos de aquella mañana, diré que la gente empezaba a llegar; pero sin que supiera qué embajador se recibiría, qué príncipe llegaría de visita ó qué personaje determinaría acompañarnos en nuestro cálido des-tierro.

Los comentarios comenzaban y no acababan.—Es un americano que viene a ofrecernos dinero y ca-

ñones.—Es un inglés que quiere conocer nuestras Leyes de Refor-

ma para aplicarlas en su tierra.—Es un embajador de S. S. Pío IX. —Aquí no entran de esos.—Será el loco Luis Terán, que viene de Oaxaca armado del

certifi cado de hombre morigerado que le expidió la priora del convento de Ixtlán.

—Será don Nacho Mejía, que vuelve de recibir el mando de manos de Iniestra.

—Será don Miguel Lerdo, que pide la venia para marcharse a extranjis.

—Que hable el Tío Cualandas —decían algunos señalando a Prieto y refi riéndose al saladísimo papel que redactaba mi amigo.

—Que hable Villalobos —y se dirigían a un sujeto delgadu-cho, piocha de cuatro hilos, bilioso, cara de pájaro y ojos de víbora.

Pero los dichos cesaron luego que hubo llegado el personal del gobierno. A poco, introducido por Prieto y Ruiz, entró el gachupincillo de marras, el bizarro Antonio Bravo, llevando en la mano una cachuchita y en el rostro un bochorno y una mor-tifi cación tan marcados, que me dio verdadera lástima verle.

Don Benito, desde lo alto de la plataforma, explicó que el gobierno estaba verdaderamente satisfecho del comportamien-to de Bravo, que corriendo mil riesgos y con sacrifi cio de su bolsillo había desempeñado una misión que se le había confi a-do, adquiriendo dinero, armamento y hombres en los términos que se le había dispuesto; que no pudiendo por entonces darle una muestra de lo mucho en que se estimaban sus servicios,

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había determinado el gobierno recibirle públicamente, hacien-do saber que la persona de Bravo le era particularmente grata.

El ibero se turbó y nada pudo contestar a aquellas frases con que él estimaba sufi cientemente pagados sus afanes. Subió, estrechó las manos a Juárez, y las habría besado si no las hubie-ra retirado a tiempo el presidente.

Quiso continuar por la derecha, estrechando las manos que se le extendían y los pechos que le saludaban entusiasmados, cuando se encontró con un rostro adusto y retraído.

—Señor —dijo Ocampo, que era el que hurtaba sus manos del contacto con las del héroe—, yo doy mi mano a mis ami-gos; pero sólo soy amigo de quien merezco serlo, porque le pago en moneda de afecto y consideración los que él me dis-pensa… Yo he sido lo sufi cientemente villano para hablar de un hombre a quien no conocía, sólo porque me era antipático su origen… Si usted quiere hacerme la merced de ser mi amigo, antes me ha de hacer la de perdonarme.

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Juárez y MaximilianoFranz Werfel

Bravo se había quedado parado y sin saber qué hacer, pero al oír aquello fue más grande su confusión. Trató de coger por sorpresa la diestra de Ocampo; pero éste, previéndolo, la es-condió de nuevo y le dijo:

—Veo que es usted tan generoso que conviene en perdonar-me; pero yo no debo aceptar su perdón si no es público y claro… Dígame, si quiere complacerme: “Melchor Ocampo, yo te perdono.”

Antonio se resistía, buscaba fórmulas de acomodo, pero al fi n hubo de transigir, y de pronunciar con voz de doctrino que recita una lección: “Melchor Ocampo, yo te perdono.”

El grande hombre estrechó entre sus brazos al español, le dio muchas y muy cariñosas enhorabuenas y se ofreció su amigo para siempre.

El concurso aplaudía, lloraba y ponía en las nubes la lealtad de Ocampo y la modestia de Bravo, declarándolos dignos el uno del otro por sus almas hermosísimas. G

¿Tanta fuerza dramática tendrá Juárez que no es fácil ponerlo en la escena? En Juárez y Maximiliano, el indio zapoteca es un espíritu al que se invoca pero que nunca aparece. Escuchemos qué se dice de él en la primera escena

Residencia del gobierno del presidente republicano Benito Juárez, en Chihuahua, en el norte de México. Una ofi cina pública desnuda y bastante maltratada que data del régimen español y tiene en la parte de atrás unas ventanas con arcos, altas y con mucho fondo, cuyos vidrios rotos están remendados con papel. Las puertas están cubiertas de cartelones, manifi estos y edictos que siempre terminan con el grito de guerra en mayúsculas ¡viva la república! Hay a la izquierda una puerta cubierta con colchas arregladas precipitadamente y a la derecha otra grande que da a un corredor exterior. Una mesa, es-critorio ofi cial, ha sido colocada cerca de la luz y en ella está sentado trabajando el abogado elizea, secretario del presidente. En el banco de madera donde la gente se sienta a esperar, está encogido y con la mirada fi ja, el diputado de la ciudad de Chihuahua. clark, corres-ponsal de guerra de El Heraldo de Nueva York, se pasea a lo largo de la pieza con toda tranquilidad.

clark ¡Con mil demonios, señor! Este ilustre y venerado señor don Benito Juárez, parece ser un mito. (elizea se encoge de hombros para indicar que no puede evitar-lo. clark sigue con palabra clara y precisa.) Tengo las más urgentes cartas de presentación de Washing-ton. ¡Como si yo necesitara recomendación alguna! Son una mancha en mis quince años de honroso tra-bajo de reportero. Al principio todo lo vi muy fácil, pero ahora he tenido que andar siguiéndole la pista a este retiro secreto del gobierno legítimo. De San Luis a Saltillo, de Saltillo a Monterrey, y de regreso

del mar a este basurero que nadie puede pronunciar, Chi…

elizea ¡Chihuahua! Pronúncielo usted como su Chicago.clark ¿Qué? ¿Este muladar? No hay nada en Chicago

como este agujero, ¿y por qué esta retirada? Bazaine está a mucha distancia. No hay combates, no hay emociones, no hay aventura para nosotros. Estoy luchando por obtener una entrevista para mi perió-dico con el ciudadano presidente. ¡Una entrevista! No puedo ni aun ver al señor Juárez, ni por amor, ni por dinero, ¿Existe realmente semejante persona?

elizea El presidente quiere que lo dejen solo. Trabaja día y noche.

clark Oiga usted, mire. Mi jefe me está escribiendo cartas amenazadoras. El público quiere acción en vez de descripciones de paisajes. Las noticias de las más importantes batallas de nuestra guerra llegaron al norte sin difi cultad alguna. Y aquí estoy en México, sin tener nada que comunicar. Puedo perder mi empleo si no me consigue usted esta entrevista, mister Elizea.

elizea ¡Paciencia! Todavía están los generales con el señor presidente.

clark Ya han estado con él dos horas y el gabinete estuvo ahí el doble del tiempo.

elizea Están tomando grandes resoluciones. El tiempo es corto y tienen que salir de nuevo hoy en la noche. Vienen desde muy lejos.

clark ¿Desde dónde? ¿Quién lo sabe? De todos modos este señor Juárez es un genio en retirada… ¿Por qué no sofocó la villana invasión de Veracruz en el momento del desembarque? Volar los transportes, destruir los caminos, quedarse donde estaba y dejar

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que los condenados franceses se pudrieran de fi e-bre amarilla. Eso hubiera sido un plan adecuado, pero sólo desperdicia sus oportunidades, abandona los fuertes de la bahía sin un disparo y deja la puer-ta abierta a las hordas de pantalones rojos de Luis Napoleón y del orgulloso Habsburgo.

elizea (Continuando con su trabajo.) Hay que dejar que maduren las enfermedades.

clark Sí, si se empeña usted en morir de ellas. La monar-quía, mi ilustre abogado y amigo, es cosa peligrosa para gentes sin cultura. Es tan endemoniadamente aparatosa.

elizea Hubo otro hombre que se creyó también bastante grande para ser emperador de México. Las balas de siete soldados lo dejaron listo.

clark ¿Iturbide? También era un militar aventurero, gente de fuera. Maximiliano, mi querido señor, es un Habsburgo, hermano o primo de cada uno de los monarcas de Europa —¡que el diablo se los lleve!, pero estas cosas producen una impresión aquí. Deles usted solamente una apariencia de legitimi-dad y un poco de brillo cortesano.

elizea ¡Legitimidad! Moctezuma, verdadero emperador de México, fue también muerto por las fl echas de sus súbditos indios.

clark (Deja de pasearse.) Don Benito Juárez es indio. ¿No es verdad? ¿Azteca?

Elizea Azteca. Sí, eso es. Azteca puro.el diputado de chihuahua (Que hasta este momento ha tenido

la vista fi ja al frente, se levanta y con devoción se opri-me el sombrero contra el pecho. Es un viejo mestizo, intensamente moreno.) Perdonen ustedes señores, nuestro presidente no es de raza azteca, sino de la zapoteca.

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clark ¿Y qué diferencia hay?diputado (Perplejo porque su cerebro elemental se ve forzado a

una defi nición.) Los aztecas eran muy buenos pero la sangre de los zapotecas es diferente. (Se queda en silencio, asombrado de su misma opinión.)

elizea Sí, son los más implacables de nuestros indios.diputado Tengo un amigo comerciante en el sur, que conoce

a una persona cuyo padre tenía empleado al señor Juárez como un dependiente en su tienda. (Suena un timbre, elizea se levanta rápidamente y sale por la puerta de las cortinas.)

clark (Al diputado.) ¡Ah! Usted sabe cosas de la niñez de este grande hombre. ¿No es verdad?

diputado (Saca penosamente la historia de su propio silencio.) Nuestro presidente es descendiente de unos pobres ganaderos. El encargado de la tienda le daba pan y trabajo. Más tarde lo mandó a la escuela, con los padres. Tenía una inteligencia despierta y por eso lo quisieron preparar para obispo.

clark ¿Qué? ¿Juárez, enemigo mortal de la iglesia, el hombre que dictó las leyes de reforma para confi s-car las propiedades religiosas, Juárez, un teólogo?

diputado Conoce a sus demonios por todos los lados.clark (Murmurando.) ¿Y éste es el hombre que no me

dejan entrevistar?diputado (Desde lo profundo de su dolorosa experiencia.) Donde

está no hay cautiverio.

(Pausa)

(mariano escobedo, riva palacio y porfi rio díaz, generales republicanos, entran por la puerta que da a la ofi cina del presidente, seguidos de elizea. No llevan los brillantes y fantásticos uniformes de los ofi ciales del Ejército Imperial de México, escobedo y riva

Franz Werfel es un poeta, novelista y dramaturgo judío que nació en Praga en 1890; recibió buena educación en la capital bohemia; se interesó tempranamente en las letras y publicó dos libros de versos, uno en 1911 y otro en 1913, antes de salir, durante la guerra de 1914, a pelear al lado de los poderes centrales en el frente ruso. Escribió dos novelas: Verdi, novela de la ópera y El hombre que venció a la muerte. Es autor de tres dramas: El canto del macho cabrío, Taciturno, y Juárez y Maximiliano.

Conozco solamente el primero y el último, que colocan a Werfel entre los dramaturgos de más fuerza y mejor equi-po dramático de los contemporáneos. Estas dos piezas han sido presentadas en Nueva York por The Theatre Guild, asociación que tan inteligentemente y con tanto heroísmo ha logrado levantar el nivel intelectual y el gusto de los públicos de la urbe fantástica.

Caracterización humana y ampliamente católica; situa-ciones dramáticas poderosamente intensas; diálogo natura-lista, ágil y policromado; interés progresivamente creciente; sensibilidad extraordinariamente fi na; imaginación rica y tendencias revolucionarias, fi rmes y bien orientadas, son las características de Werfel.

Y sobre todas esas cosas una noble piedad que limpia y

purifi ca por su trascendencia universal; una piedad no por el caso accidental y efímero, sino por toda nuestra mísera vida, alienta en los personajes, vibra y relumbra y a veces atrue-na y ensordece. Y dentro de esta piedad el relincho de los potros indómitos de una reivindicación social y la luz de la aurora de la esperanza de algo mejor. “El canto del macho cabrío” es un símbolo revolucionario de fuerza potente y de ardimiento, y en las últimas palabras de la obra es piedad para la madre y suprema esperanza, cuando en la creencia de que todo se ha perdido de un hijo cuya monstruosidad física lo privó de todo derecho, una mujer dice: “Te equivo-cas madre. Aún está en el mundo. Llevo un hijo suyo en las entrañas.” Este monstruo es la fuerza que mueve el drama y, sin embargo, no aparece en escena, como no aparece Juárez en Juárez y Maximiliano, a pesar de ser también la fuerza impulsora de la acción.

La obra cuya traducción ofrezco, tiene la opinión euro-pea actual sobre la tragedia del Habsburgo que comenzó en Miramar y terminó en Querétaro. En materia de fi delidad histórica, por lo demás nunca exactamente comprobable a pesar de que en casos como el presente la documentación ha sido meticulosa, la pieza se permite libertades episódicas, pero es honrada en el dibujo de los caracteres principales.

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palacio llevan simples uniformes militares con chaqueta larga, gruesos pantalones grises con tiras rojas y botas Wellington. Sola-mente porfi rio díaz lleva la camisa roja Garibaldi —que se ha vuelto también en México el símbolo de la revolución republicana—, un cinturón y el sombrero nativo nacional. Es un hombrecito cente-lleante con facciones extremadamente recogidas y un fi no bigote im-perial. Debe verse mucho más joven que riva palacio y que el sombrío y barbado escobedo. Los generales se dirigen al frente del escenario. elizea, que ha entrado con los generales, introduce a la sala de trabajo del presidente, guiándolo hacia la derecha, al dipu-tado. Vuelve inmediatamente y se retira al nicho de una ventana con el reportero.)

riva palacio ¿Están ustedes agotados como yo, caballeros? El cerebro del viejo es como una máquina. A mí me duele la cabeza.

díaz No me impresiona a mí en esa forma. Para mí es como una mujer a la que uno teme y adora.

escobedo Todos estamos orgullosos de usted, mi general, y lo que es más, no estamos celosos.

díaz Somos más admirados por la inspiración que nada cuesta, que por el precio de penas infi nitas. Es una de las ironías de la vida…

clark (Aproximándose a los generales.) Tengo el alto honor de dirigirme a los más grandes generales de la repú-blica. (Los generales lo ven hostilmente.) Los Estados Unidos y la Casa Blanca ven con amistad y fraternal cariño la lucha heroica del pueblo mexicano contra la invasión extranjera y la monarquía impuesta por la fuerza. ¿Me van ustedes a permitir algunas pre-guntas, caballeros? Estoy seguro. Hay un clamor en Nueva York pidiendo noticias.

escobedo (Irónico.) Riva Palacio, usted es el ilustrado entre nosotros; contéstele.

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riva palacio ¿Quién se atreve a hablar cuando Porfi rio Díaz está presente?

clark ¿Van ustedes a incorporarse a sus tropas ahora?díaz Puedo recitarle a usted de memoria la lista de mis

tropas. Un capitán, dos subalternos, un trompeta, ocho hombres.

clark Por el amor de dios, eso es una broma.díaz Procedo con la más amarga sinceridad. Dígale usted

a los Estados Unidos que no estamos poniendo en escena una interesante comedia, que estamos peleando por nuestras vidas.

clark Pero caballeros, ¿y todas estas noticias sobre los ejércitos republicanos?

riva palacio El enemigo los llama rebeldes y bandidos.clark ¿No al ejército?escobedo Los franceses acabaron con el último en Oaxaca.clark Dicen que han exagerado la fuerza de Bazaine y

Maximiliano.díaz No, en absoluto. Tienen a su mando cuarenta mil

franceses, belgas y austriacos. Los mejor preparados ofi ciales de Europa para entrenar a nuestras gentes para la guerra de asalto.

clark No pueden estar las cosas tan malas. Los mejores hombres están del lado de ustedes, excelencia. Los genios militares, los verdaderos patriotas, y además la protección de los primeros revolucionarios del mundo. La amistad de Garibaldi.

díaz Está usted equivocado. Nuestros mejores estrate-gas, el general Uraga y el general Vidaurri, son los amigos queridos de Maximiliano y los patriotas se están arañado unos a otros para obtener su Orden de Guadalupe ¿Garibaldi? Sí, pero ¿dónde está Garibaldi?

clark ¿De modo que el archiduque es popular?

El uso de uno que otro artifi cio melodramático no compro-mete la dignidad de la obra ni pone en peligro su integridad arquitectónica que no puede ser otra que la de todo drama histórico, a saber, una sucesión panorámica de aconteci-mientos previamente conocidos, que permite observar la acción del héroe sobre ellos y la de ellos sobre el héroe, para describir el carácter de éste. La unidad de carácter del héroe es la unidad de acción de la pieza.

Werfel, de acuerdo con la verdad, pinta a Maximiliano como el hombre débil y a Juárez como el hombre fuerte. Siente piedad por los enamorados de Miramar, pero lo deslumbra la rígida entereza del hombre de ébano; aquellos representan las ambiciones humanas ante una categoría de la existencia: la libertad, simbolizada por Juárez. El confl icto se desarrolla entre estas dos fuerzas y vence la más fuerte, la ineludible, la universal, Juárez. Maximiliano y Carlota desfi -lan hacia la muerte y hacia la locura al son del alarido de pie-dad del autor que sólo se acalla para dejar oír el estrépito del mazo de la libertad que empuña el brazo poderoso del indio; y entre estas dos fi guras y bajo el límpido cielo de México, la bajeza de Labastida, la grosería de Bazaine, la histeria de Agnes Salm, la gallarda hidalguía de Porfi rio Díaz, la cobar-de traición de López, la venerable devoción de Herzfeld y

Basch, la adoración lastimosamente candorosa de Mejía, la pérfi da intriga política… y los campos llenos de sangre.

Juárez era el hombre; Labastida, símbolo del clero católico, la ambición terrena, el mal que aplastó y mancilló lo que hubo de limpio y alado en los rasgos humanos de aquella loca aventura; pero de aquel bello archiduque, poeta rubio y soñador, cándido como un niño, a veces soberbia-mente malcriado, que quiere echar mano de una utopía paradójica y sentimental para salvar un imperio de cartón recortado en Francia y pegado con la goma del régimen católico apostólico mexicano, y de aquella celeste consorte, fi na y hermosa, cuya esterilidad encauza hacia otro rumbo su ambición y quiere hacer de Maximiliano el hijo que de él no pudo tener, de aquella pareja de amantes, tal vez pre-gunten algunos con el poeta:

Y el ser bello en la tierra encantada,y el soñar en la noche iluminada,y la ilusión de soles diademada,y el amor…fue nada…¿nada?… G

Enrique Jiménez D.

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díaz (Honrado y sincero) La gracia y la distinción siempre impresionan en México.

clark ¿Dicen que es enteramente libe-ral?

díaz Cuento de hadas europeo con el cual cada príncipe borda su entra-da en escena.

clark ¿Es verdad, señor general, que Maximiliano le hizo a usted algu-nas proposiciones?

díaz Cuando estuve prisionero. Primero me invitó a una entrevista. Como no fui, me envió su carruaje para llevarme a una audiencia secreta. La tercera vez se tomó la molestia de venir a verme. Tres veces lo rechacé, pero de todos modos me honró con su retrato. El presiden-te también recibió uno. Uno muy grande con una dedicatoria.

clark ¿Qué cosa decía?elizea “La sabiduría de la enemistad es la reconciliación”

y luego “Maximiliano”, en grandes letras negras debajo.

clark ¿Y Juárez?elizea Le estudió la cara exactamente dos minutos. Lo

dejó y dijo: “El hombre se retrata”.clark ¿Tiene el presidente republicano conciencia com-

pleta de su difícil posición?díaz Más completa que la que tiene Maximiliano.clark (Fija la mirada.) ¿Qué cosa va a hacer?riva palacio Su pregunta es impertinente. Felizmente no

podemos contestarla. Los generales partimos hoy en la noche al sur, al este y al oeste. (Le enseña un carta cerrada.) Vea usted estas órdenes selladas. Cada uno de nosotros tiene uno de esos misteriosos sobres. Lea usted éste.

clark (Lee.) “No se abrirá antes de llegar al puesto designa-do”.

riva palacio Este sobre contiene el futuro de México. (Unas cuantas fi guras ansiosas aparecen por la puerta grande.)

clark ¿No le espanta a usted, señor general, ser enviado así a la incertidumbre y a un peligro desconocido?

díaz Ésa es la gloria que tiene, hombre. Prefi ero cabalgar en la espesa niebla de la mañana que puede levan-tarse sobre cualquier cosa. El pensamiento es de Juárez, la acción de los jóvenes. Por su calma, no hay locura que yo no cometiera.

clark Juventud, ¡América es tuya!diputado de la ciudad (Entra, mortalmente pálido, por la puer-

ta de la izquierda, que deja abierta.) Ya lo sabía yo. (A la gente que está esperando.) Estamos perdidos. Maña-na se nos va el presidente. Él, el gobierno, todos se van al norte, a la frontera. Nos abandonan a nuestra suerte. Los franceses vienen, se vengarán en noso-tros, matarán a nuestros hijos. ¡Oh, oh! ¿Qué nos va a pasar?

(Gritos y lamentaciones.)

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díaz Quietos, ciudadanos. Ustedes están seguros, uste-des serán protegidos… no hay que temer… ¡Viva la república! (Suavemente, a los generales.) Caballeros, vamos a exhibirnos en las calles.

escobedo Bueno, vamos.díaz ¡A la plaza, ciudadanos! ¡Viva la república!

(Intensos gritos.)

(Los generales, el DIPUTADO y los ciudadanos salen.)

(Gritos.) ¡Viva la república!clark ¿De nuevo a la frontera? Las cosas van muy mal.elizea Usted y yo no podemos juzgar eso.clark ¿Pero…?elizea Un buen saltarín toma un gran impulso.clark Bastante impulso. ¿Dónde estaremos mañana? Mi

jefe habrá de tener paciencia. Primero haré un ensa-yo sobre su carácter.

elizea ¿Qué?clark Ya tengo el título, “El brujo de la revolución”. ¿Qué

le parece?elizea Bueno, pero inverosímil. El señor Juárez es el sen-

tido común mismo. Mire usted.clark (Se aproxima con curiosidad, mira a través de una

rendija y se retira al frente del escenario violentamente espantado y humillado. Servilmente.) Por dios, me miró.

elizea No lo estaba viendo a usted.clark Yo no tengo miedo, pero el corazón me late deses-

peradamente.elizea No lo vio a usted, está descansando.clark ¿Con esos ojos fi jos?elizea No está dormido, ni está despierto, descansa. Como

es su costumbre después de una gran tensión ner-viosa.

clark Creo que me las tendré que arreglar sin la entre-vista.

telón G

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Corona de sombraRodolfo Usigli

La frustrada emperatriz Carlota califi ca con estos términos la condena anímica que le depara el destino. También en esta obra, Juárez es sólo una presencia, un antagonista fantasma del Maximiliano que de algún modo lo estima

Una como procesión de sombras, guiada por la luz de las velas encen-didas, pasa de derecha a izquierda. Se ilumina la escena al entrar en el salón de la izquierda, primero, un lacayo con el candelabro; detrás maximiliano, detrás miramón y lacunza. Otras fi guras confusas quedan atrás.

maximiliano Buenas noches, señores.

El lacayo sale, las sombras pasan del centro a la derecha y desapare-cen. Se corre el telón parcial sobre el salón de la derecha. miramón y lacunza se inclinan para salir.

maximiliano No, quedaos, general Miramón. Quedaos, señor Lacunza.

Los dos se inclinan.

miramón Su majestad debe de estar muy fatigado. Mañana habrá tantas ceremonias que…

maximiliano No sé bien por qué, general, pero sois la única persona, con Lacunza, que me inspira confi anza para preguntarle ciertas cosas. Ya sé que sois leal —otros lo son también—; pero nunca les preguntaría yo esto. (miramón espera en silencio.) Será porque sois europeo de origen como yo. Bearnés, es decir, franco. Habéis sido presidente de México, ¿no es verdad?

miramón Dos veces, sire.maximiliano Y eso no os impidió llamarme a México para

gobernar.miramón No, majestad.maximiliano ¿Por qué? (Pausa.) Os pregunto por qué.miramón Pensaba cuál podría ser mi respuesta sincera,

sire. Nunca pensé en eso. Hay motivos políticos en la superfi cie, claro.

maximiliano ¿Aceptasteis la idea de un príncipe extranjero sólo por odio a Juárez?

miramón No, sire.maximiliano ¿Entonces?miramón Perdone Vuestra Majestad, pero todo se debe a

un sueño que tuve.maximiliano ¿Podéis contármelo?miramón No sé cómo ocurrió, sire, pero vi que la pirá-

mide había cubierto a la iglesia. Era una pirá-mide oscura, color de indio. Y vi que el indio había tomado el lugar del blanco. Unos barcos se alejaban por el mar, al fondo de mi sueño, y

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entonces la pirámide crecía hasta llenar todo el horizonte y cortar toda comunicación con el mar. Yo sabía que iba en uno de los barcos; pero también sabía que me había quedado en tierra, atrás de la pirámide, y que la pirámide me sepa-raba ahora de mí mismo.

maximiliano Es un sueño extraño, general. ¿Podéis descifrar su signifi cado?

miramón Me pareció ver en este sueño, cuando desperté, el destino mismo de México, señor. Si la pirá-mide acababa con la iglesia, si el indio acababa con el blanco, si México se aislaba de la infl uen-cia de Europa, se perdería para siempre. Sería la vuelta a la oscuridad, destruyendo cosas que ya se han incorporado a la tierra de México, que son tan mexicanas como la pirámide de hom-bres blancos que somos tan mexicanos como el indio, o más. Acabar con eso sería acabar con una parte de México. Pensé en las luchas intes-tinas que sufrimos desde Iturbide; en la des-confi anza que los mexicanos han tenido siem-pre hacia el gobernante mexicano; en la traición de Santa Anna, en el tratado Ocampo-Mc Lane y en Antón Lizardo. En la posibilidad de que, cuando no quedara aquí piedra sobre piedra de la iglesia católica, cuando no quedara ya un solo blanco vivo, los Estados Unidos echaran abajo la pirámide y acabaran con los indios. Y pensé que sólo un gobernante europeo, que sólo un gobierno monárquico ligaría el destino de Méxi-co al de Europa, traería el progreso de Europa a México, y nos salvaría de la amenaza del norte y de la caída en la oscuridad primitiva.

maximiliano (Pensativo) ¿Y piensan muchos mexicanos como vos, general?

miramón No lo sé, majestad. Yo diría que sí.lacunza Todos los blancos, majestad.miramón Tomás Mejía es indio puro, y está con nosotros.

maximiliano pasea un poco.

maximiliano Quiero saber quién es Juárez. Decídmelo. Sé que es doctor en leyes, que ha legislado, que es masón como yo; que cuando era pequeño fue salvado de las aguas como Moisés. Y siento den-tro de mí que ama a México. Pero no sé más. ¿Es popular? ¿Lo ama el pueblo? Quiero la verdad.

miramón Señor, el pueblo es católico, y Juárez persigue y empobrece a la iglesia.

lacunza Señor, el pueblo odia al americano del norte, y Juárez es amigo de Lincoln.

miramón Juárez ha vendido la tierra de México, señor, y el pueblo, además, ama a los gobernantes que

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brillan en lo alto. Juárez está demasiado cerca de él y es demasiado opaco. Se parece demasiado al pueblo. Ése es un defecto que el pueblo no perdona.

lacunza Señor, el pueblo no quiere ya gobernantes de un día, y Juárez buscaba la república.

miramón El mexicano no es republicano en el fondo, señor. Su experiencia le enseña que la república es informe.

lacunza El mexicano sabe que los reyes subsisten en Europa, conoce la duración política de España, y aquí, en menos de medio siglo, ha visto desba-ratarse cuarenta gobiernos sucesivos.

maximiliano Iturbide quiso fundar un imperio.miramón Se parecía demasiado a España, señor, y estaba

muy cerca de ella. Por eso cayó.maximiliano Decidme una cosa: ¿odia el pueblo a Juárez,

entonces?

Los mira alternativamente. Los dos callan.

maximiliano Comprendo. Juárez es mexicano. Pueden no quererlo, pero no lo odian. Pero entonces el pueblo me odiará a mí.

miramón Nunca, señor.lacunza El pueblo ama a vuestra majestad.maximiliano ¿Me ama a mí y ama a Juárez? Eso sería una

solución, quizás: Juárez y yo juntos.miramón ¿Se juntan el agua y el aceite? El pueblo no os lo

perdonaría nunca.maximiliano Si el pueblo nos amara a los dos, ¿no sería posi-

ble ese milagro?lacunza Nunca, señor.maximiliano Pero vosotros sois mexicanos y me aceptáis y me

reconocéis por vuestro emperador. Los que me buscaron en Miramar también lo eran. ¿Os aleja-ríais de mí si Juárez se acercara? (Los dos hombres callan.) Si el pueblo odia a los Estados Unidos del Norte, ¿cómo puede amar a Juárez? Comprendo bien: Juárez es mexicano. Pero si se acercara a mí, eso os apartaría. Luego entonces, vosotros, toda vuestra clase, que está conmigo, lo odia.

miramón No lo odiamos señor. No queremos que la pirámide gobierne, no queremos que muera la parte de México que somos nosotros, porque no sobramos, porque podemos hacer mucho.

maximiliano Como ellos.miramón Yo no odio a Juárez, señor. Lo mataría a la pri-

mera ocasión como se suprime una mala idea. Pero no lo odio.

maximiliano Pero lo mataríais. No me atrevo a comprender por qué. Decidme, ¿por qué lo mataríais?

lacunza Porque Juárez es mexicano, majestad.maximiliano Ése era el fondo de mi pensamiento: la ley del

clan. Adiós, señores.

Los dos hombres se inclinan y van a salir.

maximiliano Me interesan mucho vuestros sueños, general Miramón. Si alguna vez soñáis algo sobre mí,

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no dejéis de contármelo, os lo ruego. Señor Lacunza, quiero leer mañana mismo las leyes de reforma, y escribir una carta a Juárez. Buscadme a Juárez.

lacunza y miramón levantan la cabeza con asombro. maximiliano los despide con una señal, y salen después de inclinarse. Solo, maximi-liano pasea un momento. Se oye, de pronto, llamar suavemente a la segunda puerta izquierda. maximiliano va a abrir. Entra carlota.

maximiliano ¡Tú!carlota No podría dormir hoy sin verte antes, amor mío.

(En tono de broma.) ¿Vuestra majestad imperial está fatigada?

maximiliano Mi majestad imperial está molida. ¿Cómo está vuestra majestad imperial?

carlota Enamorada.

Se toman de las manos, se sientan.

maximiliano ¿Satisfecha por fi n?carlota Colmada. Tengo tantos planes, tantas cosas que

te diré poco a poco para que las hagamos todas. Ya no hay sueños, Max, ya todo es real. Verás qué orden magnífi co pondremos en este caos. Tendremos el imperio más rico, más poderoso del mundo.

maximiliano El más bello desde luego. Me obsesiona el recuerdo del paisaje. He viajado mucho, Carla, pero nunca vi cosa igual. Las cumbres de Mal-trata me dejaron una huella profunda y viva. Sólo en México el abismo puede ser tan fasci-nante. Y el cielo es prodigioso. Se mete por los ojos y lo inunda a uno, y luego le sale por todos los poros, como si chorreara uno cielo.

carlota Max, ¿recuerdas ese grito que oímos en el cami-no? Yo lo siento todavía como el golpe de un hacha en el cuello: “¡Viva Juárez!” Por fortuna mataron al hombre, pero su voz me estrangula aún.

maximiliano (Levantándose) ¿Qué dices? ¿Lo mataron?carlota Oí sonar un tiro a lo lejos.maximiliano ¡No! ¡No es posible! Tendré que preguntar… Va

a tirar de un grueso cordón de seda.carlota (Levantándose y deteniendo su brazo) ¿Qué vas a

hacer?maximiliano A llamar, a esclarecer esto en seguida. ¡No, no,

no! No es posible que nuestro paso haya dejado tan pronto una estela de sangre mexicana. ¡No!

carlota (Llevándolo) Ven aquí, Max, ven, siéntate. Quizás estoy equivocada, quizá no hubo ningún tiro —quizás el hombre escapó.

maximiliano ¡Carla!

Se deja caer junto a ella, cubriéndose la cara con las manos.

carlota ¿Si no hubiera escapado oiría yo su grito aún? Tienes razón, Max, no es posible. No puede haber pasado eso.

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maximiliano No, ¡no puede haber pasado!

Ella lo acaricia un poco; él se abandona. Pausa.

carlota Max, escuché involuntariamente al principio, deliberadamente después, tu conversación. ¿Para qué quieres escribir a Juárez?

maximiliano (Repuesto) Éste es el país más extraordinario que he visto, Carlota. Ahora puedo confesarte que todo el tiempo, en el camino, al entrar en la ciudad, a cada instante sentí temor de un atentado contra nosotros. Hubiera sido lo normal en cualquier país de Europa. Pero he descubierto que aquí no somos nosotros quienes corremos peligro: son los mexicanos, es Juárez. Por eso quiero escribirle.

carlota ¿Qué dices?maximiliano Quiero salvar a Juárez, Carlota. Lo salvaré.carlota Max, olvida a ese hombre. No sé por qué, pero

sé que lo odio, que será funesto para nosotros. Tengo miedo, Max.

maximiliano ¿Tú, tan valiente? La princesa más valiente de Europa. ¿O conoces a otra que se atreviera a esta aventura? No, amor mío, no tengas miedo. Tú me ayudarás. Nosotros salvaremos a Juárez.

carlota ¡Oh, basta, Max, basta! No he venido a hablar de política contigo, no quiero oír hablar nunca más de ese hombre. Olvidemos todo eso.

maximiliano Es parte de tu imperio.carlota Esta noche no quiero imperio alguno, Max. He

sentido de pronto una horrible distancia entre nosotros: estaremos juntos y separados en el trono y en las ceremonias y en los bailes; ten-dremos que decirnos vos, señor, señora. ¡Oh, Max, Max! Nunca ya podremos irnos juntos de la mano y perdernos por los jardín como dos prometidos o como dos amantes.

maximiliano ¡Mi Carlota, mi emperatriz!carlota No me llames así, Max. Carla, como antes. Dime,

Max, ¿no podremos ser amantes ya nunca?maximiliano ¿Y por qué no?carlota ¿No nos separará este imperio que yo he querido,

que yo he buscado? ¿No tendré que arrepentirme un día de mi ambición? ¿No te perderé, Max?

maximiliano (Acariciándola) ¡Loca!carlota No. ¿Acaso no vi cómo te miraban estas mexi-

canas de pies asquerosamente pequeños, pero de rostros lindos? Todas te miraban y te deseaban como al sol.

maximiliano ¿Me haces el honor de estar celosa? Por ti acepté el imperio, Carlota; pero ahora sólo por ti lo dejaría. Vayámonos ahora mismo, si tú quieres, como dos amantes. (Sonríe ampliamente.) Qué cara pondrían mañana los políticos y los cor-tesanos si encontraran nuestras alcobas vacías y ningún rastro de nosotros. ¡Cuántos planes, cuántas combinaciones, cuántas esperanzas no se vendrían abajo! ¡Sería tan divertido!

carlota Si hablas en serio, Max, vayámonos. Te quiero más que al imperio. Me persigue todavía aquella horrible canción en italiano…

14 la Gaceta

maximiliano (A media voz) “Massimiliano, non te fi dare…”carlota No sigas, ¡por favor!maximiliano (Mismo juego, soñando) “Torna al castello de

Miramare”. (Reacciona.) No podemos volver, Carla. Tú tenías razón: nuestro destino está aquí.

carlota Si tú quieres volver, no me importará dejarlo todo, Max.

maximiliano (Tomándole la cara y mirándola hasta el fondo de los ojos) ¿Quieres volver tú, renunciar a tu imperio? Di la verdad.

carlota No; Max. Hablemos con sensatez. Yo lo quería y lo tengo; es mi elemento, me moriría fuera de él. Pero soy mujer y no quiero perderte a ti tampoco, ¡júrame…!

maximiliano ¿Desde cuándo no nos bastan nuestra palabra y nuestro silencio? Sólo los traidores juran. (La acaricia.) Hace una noche de maravilla, Carla. ¿Quieres que hagamos una cosa? (Ella lo mira.) El bosque me tiene fascinado. Chapultepec, lugar de chapulines. Quisiera ver un chapulín: tienen un nombre tan musical… (Se levanta, teniéndola por las manos.) Escapemos del imperio, Carlota.

carlota ¿Qué dices?maximiliano Como dos prometidos o como dos amantes.

Vayamos a caminar por el bosque azteca cogidos de la mano. ¿Quieres? (La atrae hacia él y la hace levantar.)

carlota ¡Vamos! (Se detiene.) Max…maximiliano ¿Amor mío?carlota He estado pensando. … No quiero perderte

nunca, de vista. ¿Sabes qué haremos ante todo? (maximiliano la mira, teniendo siempre su mano.) Haremos una gran avenida, desde aquí hasta el palacio imperial.

maximiliano Es una bella idea; pero, ¿para qué?carlota Yo podré seguirte entonces todo el tiempo,

desde la terraza de Chapultepec, cuando vayas y cuando vuelvas. ¡Dime que sí!

maximiliano Mañana mismo la ordenaremos, Carla. Vamos al bosque ahora.

carlota Con una condición: no hablaremos del imperio, te olvidarás para siempre de Juárez.

maximiliano No hablaremos del imperio. Pero yo salvaré a Juárez.

carlota (Desembriagada) Hasta mañana, Max.maximiliano ¡Carlota ! Espera.carlota ¿Para qué? Has roto el encanto. Yo pienso en ti

y tú piensas en Juárez.maximiliano No podemos separarnos así, amor mío. Vamos,

te lo ruego.

Le besa la mano; luego la rodea por la cintura con un brazo. Ella apoya su cabeza en el hombro de él. En la puerta de la terraza, Car-lota habla.

carlota Quizás sea la última vez.

Salen. La puerta queda abierta. Un golpe de viento apaga los velones semiconsumidos. Cae el telón G

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Juárez y su MéxicoRalph Roeder

Juárez y su México, el colosal recuento biográfi co de Ralph Roeder que forma parte de nuestro catálogo, es no sólo una biografía sino un estupendo relato, en que la prosa literaria sirve tanto como la enumeración y el análisis de hechos. Presentamos aquí el inicio de la obra

De repente el camino se empina. Subimos lentamente, apega-dos a la espalda de la montaña, bordeando una barranca abrup-ta y deteniéndonos dondequiera que brota un hilo de agua, para refrescar al motor, ya al rojo blanco. La máquina humana también pide un respiro: el indígena que maneja el viejo ca-mión de carga, aunque acostumbrado desde los tiempos inme-moriales a caminar sin descanso, no alcanza a vencer la resis-tencia del motor y aprovecha la pausa para tragar, a su vez, el agua que corre incansable por el muslo de la montaña. Pero hay que llegar a las minas antes del anochecer; estamos apenas al pie de la cuesta y seguimos arrastrándonos hacia arriba. Los compañeros respaldan el ascenso con su silencio: cada palabra pesa, y ni una se pronuncia hasta ganar la cumbre. Entonces el panorama nos corta la voz. Los indígenas nos invitan a despe-dirnos de Oaxaca. Allá abajo, en la profundidad del valle, ape-nas si las cúpulas de la ciudad lejana evocan un vago recuerdo de la vida humana que va perdiéndose en el horizonte; y al volver la vista hacia adelante, se perfi la, no menos profundo y vago, un laberinto de valles y montañas multiplicándose en con-fusión caótica, donde las peñas se encumbran hasta mostrarse inaccesibles: la cuna del hombre cuyo origen venimos buscan-do y cuyas huellas han dejado en su tierra una impresión tal que a toda esta región se le llama la Sierra de Juárez.

Aquí, en la cumbre, el camión corre entre dos mundos: aquel de la convivencia humana queda atrás; el otro que se aproxima parece despoblado, pero ya se vislumbra nuestra meta y los indígenas nos señalan, perdido entre las mil vertien-tes de una serranía lejana y visible sólo para sus ojos, algo que será San Pablo Guelatao. Nos miran sin curiosidad. No com-prenden por qué vamos allá, mas como somos gente de razón, suponen que será para conocer la laguna Encantada. La laguna Encantada es una de las mil maravillas de la región; no así el hombre. Tan poco les importa la memoria de aquel que nació ahí o de hombre alguno que pasó ya a mejor vida, que al evocar su nombre, se callan: claro que lo conocen, pero sólo como un remoto coterráneo de los muertos, y volviéndonos la espalda, se olvidan luego de su presencia y de la nuestra, lo mismo que de todo lo ignoto entre la cuna y la tumba.

Así cruzamos la cumbre y bajamos al otro mundo. El cami-no huye cuesta abajo en las sombras de la selva tupida, serpean-do como un arroyuelo seco entre las vertientes oscuras, orillan-do de vez en cuando un caserío desierto, casi indistinguible del lodo y de la vegetación que lo reclaman, y desvaneciéndose luego en el vacío que lo devora. La vastedad del mundo que nos envuelve nos empequeñece y nos aleja de nuestros seme-jantes: de convivientes que fueron se vuelven viandantes que

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nos acompañan y nos abandonan, bajando y buscando uno tras otro la soledad propia que cada quien conoce en algún rincon-cillo suyo de la sierra; y seguimos la vía solitaria, tierra adentro, hacia la meta invisible. Sólo la palpitación del motor surca el silencio, y al llegar al fondo del valle, hasta ese jadeo sordo se calma y se acalla poco a poco, y el pulso del presente se pierde en la pasividad impenetrable del pasado. Una vez, nos detene-mos para entregar víveres a una mujer que se despide de un hombre en el camino. El hombre se aleja rápidamente, rumbo a Oaxaca, sin mirar atrás, y la mujer se queda llorando allí mismo, indiferente al encargo depositado a sus pies. A la sierra, tan pobre, le falta un hombre más, y ella, mientras pueda, de-tiene sus recuerdos.

Al cabo de seis horas de peregrinación por montes y valles, nos toca el turno de pisar la tierra taciturna. Al atardecer, el camión nos descarga en una aldea desierta y sigue subiendo hacia las minas que son su destino. No hay nadie a la vista y, al vagar a nuestro antojo, nos damos cuenta con sorpresa de que la tierra conoce al hombre. De entre las casas brotan los mo-numentos: aquí, un plinto; allí, una estatua; en la sala munici-pal, el retrato del presidente: todo nos habla tácitamente del hijo de Guelatao, menos los vecinos, ahuyentados al parecer por su presencia. Poco a poco, sin embargo, los vecinos apare-cen, de regreso de sus labores en el campo, y al enterarse del objeto de nuestro viaje, nos dan la bienvenida y nos presentan con sus descendientes, que no alcanzan a comprender qué in-terés tengamos en su parentesco con el antepasado de tanto renombre. ¿Recuerdos? Nos miran atónitos. “Pero… no está-bamos en el mundo entonces”, protestan en un tono no exento de reproche. Descendientes de Juárez sí lo son; pero de la sexta

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Jnnascq e

s

generación y de una rama colateral; y en esta existencia monó-tona e invariable, sin novedad, sin memoria, no les queda ni un tenue hilo de tradición familiar que les ligue con aquel parien-te remoto que se fue con los tiempos idos y que acaba de re-gresar hace poco a su tierra, sobre un pedestal, transformado en estatua. La ignorancia conserva la continuidad y la curiosi-dad rompe la liga frágil. Hace más de un siglo que el tiempo ha intervenido, y más que el tiempo, la estatua, tan extraña como nosotros y casi tan intrusa, mirando al horizonte como un solitario turista de bronce. Ya lo sabemos: el culto es algo importado por los de afuera e impuesto a un pueblo que tiene con la efi gie sólo una relación fortuita y fi cticia.

Mortifi cados por su ignorancia y des-concertados por la nuestra, los ancianos nos mandan a la escuela. La escuela con-memora al hombre mejor que la estatua, perpetuando con un retorno vivo el an-helo del muchacho que huyó de su pue-blo en pos del saber: hoy en día sesenta jóvenes de la sierra concurren a las aulas; los anima el mismo afán de conquistar con los conocimientos el dominio de la vida; pero por sus mismos adelantos la escuela señala, tan terminan-temente como la estatua, el vuelo irrevocable del tiempo. Claro que los jóvenes conocen a Juárez, pero de la misma ma-nera que nosotros, embalsamado en los libros, y con mayor razón les parece peregrina la idea de venir de tan lejos para buscar su presencia aquí. ¡Si todo el mundo conoce a Juárez!

—De nombre, sí, pero ¿el hombre?—Pues, ahí está, en el jardín.—Pero ¿antes de transformarse en estatua?—¡Hombre! ¿Quién sabe?—¡Muchacho como ustedes!—¿Como nosotros? ¡Ay, señor! ¡Cosas del otro mundo son

éstas!Sin embargo, siendo jóvenes, nada les parece imposible y de

repente recuerdan que efectivamente hay algunos datos de su niñez conservados en el archivo del pueblo. Arrastrados por un impulso de curiosidad colectiva, los muchachos, el maestro y los vecinos nos acompañan a la sala municipal, donde intenta-mos el último recurso. Ya es noche, pero para complacernos el alcalde enciende una vela, saca el registro y busca la cuartilla en que un anciano dejó constancia por escrito, hace cuarenta años, de lo poco que por tradición oral se recordaba todavía del mu-chacho, en 1902; no tiene, pues, nada de nuevo ni de original nuestra obsesión; ya otros han explorado el plácido olvido de San Pablo Guelatao y dejado sus hallazgos para satisfacer o para acallar para siempre a sus sucesores. Sentados a la mesa y rodea-dos por la concurrencia silenciosa y respetuosa, leemos los breves renglones que encierran las reminiscencias de su niñez, todavía insepultas en aquel tiempo; y convencidos al fi n de que con nuestra quimérica curiosidad no logramos más que minar las nubes, nos levantamos, dispuestos a confesar que, en verdad, hemos venido a la sierra para conocer la Laguna Encantada.

Camino a la escuela, donde nos invitan a pernoctar, pasa-mos un pequeño charco oscuro, que ya habíamos visto de día sin sospechar que fuera una maravilla, pero que resulta ser la laguna legendaria. No nos atrevemos a investigar el misterio que encierra; a los misterios hay que respetarlos y dejarlos en

Descendientes de pero de la sexta gerama colateral; y emonótona e invarisin memoria, no letenue hilo de tradique les ligue con aremoto que se fueidos y que acaba dpoco a su tierra, sotransformado en e

16 la Gaceta

las tinieblas. Antes de retirarnos, nos despedimos de la estatua. Ahí está, la única autoridad competente que nos dice la última palabra: “Saber es ser”. Aquí donde empezó a ser, no queda del hombre más que el molde vacío: la sustancia viva se ha escurri-do para siempre. El camino a San Pablo Guelatao no conduce a ninguna parte, y sólo al emprender el viaje de regreso a Oaxaca y seguir sus huellas en sentido contrario, tendrá razón el recorrido y la vía recordará al viandante.

Como la biografía es una amalgama de los conceptos que tiene el protagonista acerca de sí mismo y de los que se for-man de él los demás, seria menester iniciarla con una página en blanco a no ser por un fragmento autobiográfi co compuesto por Juárez para la ilustración de sus hijos. El valor de esta memoria —que quedó trunca— consiste menos de los datos que nos proporciona que de aquella revelación íntima que, tratándo-se de cualquier hombre y sobre todo de

un hombre tan discutido, será siempre la verdad más verídica. Pero los Apuntes para mis hijos son las reminiscencias del hom-bre hecho, que desde tiempo atrás había perdido contacto con su origen en la sierra, y que revivía su niñez con el desprendi-miento de la madurez: relación escueta de los datos, la revela-ción íntima se desprende de la narración breve y reticente de los hechos mismos.

Dos fechas perduraron en su memoria. La primera la tomó prestada de las partidas del libro parroquial. Su nacimiento el día 21 de marzo de 1806 hubiera pasado inadvertido, si el niño se hubiese despertado del sueño prenatal, al igual que cual-quiera otra criatura del campo, sin otro testigo que el equinoc-cio de primavera; pero al día siguiente su padre, su madrina y su abuelo paterno lo llevaron cuesta arriba, hasta Santo Tomás Ixtlán, donde el párroco lo bautizó y lo registró en el Libro de la Vida con el nombre de Pablo Benito Juárez. Reconocida la condición legal de nacido, los demás datos materiales que si-guieron al baño bautismal quedaron también fuera del alcance de sus recuerdos. […] Conoció su nación y el ciclo normal de la vida indígena —nacer, morir; bautismo, entierro; dispersión, adopción—, pero dentro de la órbita inmemorial nacía ya el anhelo de superarla, y con el despertar de ese afán se inician sus propios recuerdos.

La exactitud de su memoria queda plenamente confi rmada —salvo en un pequeño detalle— por los recuerdos de los ancianos, recogidos en el registro municipal. Centenarios o casi centenarios, se acordaban de que aún en aquella remota época el pueblo tenía una escuela, regida por un indígena, y que el muchacho asistía a las clases todos los días antes de salir al campo; pero si hay alguna discrepancia respecto a la escuela, no hay ninguna respecto al educando. “Muy dedicado al estudio —dice el registro—, demostró aplicación y prove-cho en las letras. Su carácter fue obediente, reservado en sus pensamientos, y en general retraído; tuvo amigos, pero muy pocos; y demostraba con ellos formalidad y cordura.” Hasta en el campo siguió ensayando su vocación, y con tanta asiduidad que no le extrañaba a nadie verlo “subir a un árbol y arengar al rebaño en su lengua natural zapoteca”.

uárez sí lo son; eración y de una esta existencia ble, sin novedad, queda ni un ión familiar uel pariente

con los tiempos regresar hace bre un pedestal, tatua

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Pero su vocación siguió muy eventual, y la oportunidad de llegar a ejercerla en la ciudad se retrasaba siempre. Su tío era hombre de pocos recursos: “Sus intereses se reducían —según el registro municipal— a un pequeño rebaño de ovejas y a un solarcito junto a la laguna.” Sin más ocupación que contar o acrecentar su rebaño, la ambición más insomne cabeceaba, y el muchacho era obediente. Los años pasaron sin novedad y la vida hubiera seguido siempre igual, a no ser por la proximidad de la Laguna Encantada. […] Vigilando y evangelizando a sus ovejas sin provecho, veía transcurrir los días monótonos, los meses tras-humantes, los años interminables, sin vislumbrar el otro mundo ni en el trasfondo de la laguna, ni en las ramas de un árbol.

A los doce años no estaba más cerca de Oaxaca. Su tío no solía separarse de él, ni el muchacho tampoco de su tío; y si sólo de ellos se tratase, tal vez nunca se hubiera dado con una solución del problema; pero cierto día les vino en su ayuda una oveja.

La segunda fecha que se perpetuó en su memoria quedó grabada imborrablemente en su conciencia: no sólo el año, sino el mes, el día de la semana y la hora del día. “Era el miér-coles 17 de diciembre de 1818. Me encontraba en el campo, como de costumbre, cuando acertaron a pasar, como a las once del día, unos arrieros conduciendo unas mulas rumbo a la Sie-rra. Les pregunté si venían de Oaxaca; me contestaron que sí, describiéndome, a mi ruego, algunas de las cosas que allí vie-ron.” ¡Curiosidad fatídica! Pasada la recua, de repente se dio cuenta de que le faltaba una oveja y, peor aún —ya que los males no suelen venir solos—, se acercó “otro muchacho más grande y de nombre Apolonio Conde. Al saber la causa de mi tristeza, refi rióme que él había visto cuando los arrieros se llevaron la oveja.” No faltaba más, y pensando en la cara del tío, “ese temor y mi natural deseo de llegar a ser algo, me de-cidieron a marchar a Oaxaca”. Con el transcurso de los años,

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ElevaciónHéctor Pérez Martínez

la pena que le costó abandonar a su pueblo y a su tío quedó siempre viva.

El registro municipal conserva otra versión de la calamidad. “El día 16 de diciembre de 1818, distraído con sus amigos de infancia, descuidó el rebaño, y éste habiendo causado daño en una sementera ajena, le detuvieron para la respectiva indemni-zación de él. Asustado el joven Juárez por esto, no quiso hacer-se presente a su tío, por lo severo que era; ausentándose desde luego de la población con rumbo a la capital del estado, sin más elementos que sus mismos presentimientos; pero amoroso como era, quiso regresar varias veces a su hogar, impidiéndolo su carácter enérgico y resuelto, por lo que continuó su viaje a Oaxaca, refugiándose con una hermana suya, Josefa Juárez, que servía en la casa de don Antonio Maza, de origen español.”

Ambas versiones llevan el sello de la misma verosimilitud. Los ancianos comprendieron tanto sus sentimientos como sus presentimientos, y con éstos termina también su testimonio. “Éstos son los únicos datos que se han podido recoger de la tradición. Sus demás datos biográfi cos son generalmente co-nocidos y apreciados en la Historia.” Por eso el alcalde puso al pie del relato tres palabras que sintetizan todo lo anterior: Guelatao de Juárez. La misma brevedad del relato basta para revelar, en ambos casos, la verdad de sus años verdes. Su tierra no era más que el fondo de su vida, y el transcurso de sus pri-meros doce años, el preludio al día en que, obedeciendo al encanto de la ruta, siguió huyendo por montes y valles, fuera de la inmensidad avasalladora de las montañas, fuera de la so-ledad sin resonancia de los valles, hacia la ciudad soñada donde, en una sociedad nueva y desconocida, se descubrió a sí mismo y nos conoció a nosotros. Para la biografía, San Pablo Guelatao es el punto de origen; para la Historia, el punto de partida es Oaxaca. G

En Pérez Martínez se amalgaman política y literatura, pues a su carrera política hay que sumar una obra literaria elegante y perdurable, como comprobará quien siga leyendo Juárez, el impasible, biografía que a más de 50 años de haberse publicado conserva su garra

La mañanita brinca sobre la sierra y rueda al plan; se tiñen los caminos de un azul gaseoso. El cielo descubierto, profundo. Olor de rocío que se levanta de la selva, y en el aire húmedo y quebradizo, el silencio.

Los caminos bajan al valle. Por las mañanas claras se atisba, a lo lejos, un vago perfi l de torres. Los caminos suben a la sie-rra. La sierra de Ixtlán, en Oaxaca, inextricable, majestuosa. Hacia levante, por leguas, la costa. Hacia adentro, por leguas también, la selva. Los escarpes, las laderas, organizan el paisaje. Y por entre laderas y barrancas, suaves, azules aún, los caminos se inician lentamente.

Por uno de estos caminos, entre San Pablo Guelatao e Ixtlán, una tropa alza polvo de plata. Tres indios: levantados de alas los sombreros de palma; zamarra de manta cruda; blancos calzones anudados a los tobillos. Por la frente descienden, en pequeños chorros, los cabellos negros sobre la piel negra. A la espalda, el machete providencial; en bandolera, un calabazo lleno de agua. Marchan incansables, con ese paso del indio, entre trote y huida.

Atrás se anuncian, por el rojo de las enaguas, las mujeres. Tres mujeres; una de ellas, anciana ya, repite y sostiene el trote. La más joven, sobre la espalda, en medio del paréntesis negro de sus trenzas, carga un bulto movedizo y bullente. Lo lleva amarrado al pecho y a la cintura. Ella se inclina en la carrera y el bulto se hace perpendicular. Silencio. El silencio de los in-dios se agudiza cuando bajan al pueblo.

En el camino se enfrentan con bandadas de arrieros. Enton-ces los indios se lanzan hacia la cuneta; sostienen en el fi lo del camino rápidos equilibrios, y pasan los carros y las recuas entre

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restallidos de látigos, bárbaras tracciones de las mulas y una canción soez.

Los indios no hablan; los indios no miran; los indios esca-pan con su trote y su silencio. Amanecido ya llegan a Ixtlán. Les reciben las calles polvosas y los laureles del atrio parro-quial. Una llamada de campanas vuela sobre el caserío. Alguna beata discurre por los callejones empuñando su breviario. Los indios se santiguan, se descubren; las indias se santiguan y se cubren. Blancos calzones y rojas enaguas entran a la casa de dios. La menor de las indias desata el lienzo que une a su cuer-po el bulto de la espalda; es cuando un llanto incontenible pone azoros en el beaterio y sonrisas indulgentes en el rostro de santo Tomás, patrono de Ixtlán. Los indios respiran el humo del copal y recuerdan, de modo inconsciente, las brutales cere-monias de su culto; ceremonias que vivirán latentes en ellos por los siglos de los siglos. Alguien desgarra un amén en los labios. La iglesia se puebla rumores. El más anciano de los in-dios sube al presbiterio y habla tímidas y misteriosas palabras con el sacerdote. Vuelve a poco a su querencia. Y el sacerdote, ido un instante, regresa con su estola y su libro, su cirio y su gravedad. La más joven de las indias deshace el bulto por com-pleto. Un indito negro, un pequeño ídolo abre los ojos y la fuente del llanto. Llora con ese llanto rabioso y sin márgenes de los niños; un lloro que se apaga para reanudarse en una nota más alta; que declina y sube y, de improviso, cesa. El sacerdote baña la mínima testa con el agua de un Jordán ideal; pone en los labios, abiertos por el grito, un poco de sal graciosa; úngelo al fi n.

Mágicas palabras aseguran a los indios que el ídolo es ya un cristiano. Y en un revuelo de linos y alpacas, el vicario, acom-pasado, va a la sacristía. Sobre una página en blanco de su re-gistro, la pluma, meticulosa, rasguea un acta “En la iglesia pa-rroquial de Santo Tomás Ixtlán, en veintidós de marzo del año mil ochocientos seis. Yo, don Ambrosio Puche, vicario de esta doctrina, bauticé solemnemente a Benito Pablo, hijo de Mar-celino Juárez y de Brígida García, indios del pueblo de San Pablo Guelatao, perteneciente a esta cabecera; sus abuelos paternos son: Pedro Juárez y Justa López; los maternos, Pablo García y María García; fue madrina Apolonia García, india casada con Fran-cisco García, y le advertí su obligación y parentesco espiritual, y para constancia lo fi rmo con el señor cura. Mariano Cor-tabarría. Ambrosio Puche”.

Los indios, entretanto, temblorosos y aturdidos, cruzan el atrio, no sin haber reforzado el cepo de las Animas con una moneda de plata. Frente a la iglesia está el mercado. Marcelino Juárez compra y envuelve en su pañuelo unos granos de sal. Acaso Josefa Juárez, su hija, hermana mayor de Benito, desee aquellas cuentas ver-des. Brígida García, la madre, lleva en sus brazos, dormido, al idolillo negro.

Los callejones en pendiente; el cabo de pueblo: una cruz ador-nada con papeles y colorines; piedrecillas al pie de la cruz para que el genio de los caminos alivie la andadura. Y la tropa vuel-ve a remontarse a la sierra.

San Pablo Guelatao les acoge señero, miserable. Nada ha cambiado —nada cambiará— en él. Los caminos, en esta hora, descoloridos, grises. Sobre las montañas las nubes dibujan una

San Pablo Guelatadescripción sentimhuele a azahar y tiuna laguna: la Enccarrizales y patos eAmianto y plata poSan Pablo Guelataestá en la montañaBenito será hijo pr

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caperuza. Aire frío y violento. Un pueblo de indios, un pueblo familiar para los Juárez y los García: mugre en los jacales y hambre en las bocas. Paz. La paz de los pueblos indígenas que esperan la voz de los dioses viejos, rotos, desaparecidos, no olvidados. Los dioses que velan en la sangre.

San Pablo Guelatao, para una descripción sentimental, huele a azahar y tiene cerca una laguna: la Encantada; carriza-les y patos en el día. Amianto y plata por las noches. San Pablo Guelatao, también, está en la montaña, y de la montaña Benito será hijo predilecto. La sierra penetra en él; la hosquedad, la abruptez se adueñarán de este niño que no oye nunca una can-ción, que se despierta en medio de la más auténtica naturaleza, sin las prerrogativas de su infancia, sucio de pobreza.

La vida se arrastra para el niño en el patio del jacal, en com-pañía de un perro de orejas mansas, canelo él. Marcelino Juá-rez rompe primero el alba; desata en el corral su yunta y va tras los bueyes que, sabedores del camino, trepan los senderos del pueblo rumbo a la milpa. Brígida García pone a hervir el maíz, tuesta el café, y a la inminencia del canto de las gallinas, hurga la paja de los nidos, buscando, gambusina, el grande grano de oro dentro del cascarón de los huevos.

Benito pasa así tres años, amparado contra la sierra por el ambiente de su choza; pero una tarde sus ojos sorprenden un drama. Marcelino, que no ha salido con la luz, que permanece quieto sobre los petates, gime con voces opacas. Brígida quema pociones en la lumbre y las comadres cruzan el jacal pronun-ciando voces de conjuro. Por la noche los hachones dan un tinte sombrío al cuadro. Bajo una estampa de la Guadalupana se consume una velilla. Y al tramontar la noche, los lloros de las mujeres subrayan la presencia de la muerte.

Benito, iniciado ya en la lengua zapoteca, debe haber com-prendido el turbión de lamentos de su madre. Las hermanas, Josefa y Rosa, empequeñecidas, negras como él, dentro de los huipiles de manta. Brígida enmudece luego, pero acaricia con manos doloridas su vientre abultado.

Después del entierro todo se reanuda igual para el niño. Sólo falta la sombra del indio grande y el roce de sus labios en los cabellos hirsutos del infante.

Vienen los abuelos al jacal. Juárez no adivina el misterio de esos silencios pro-longados de sus familiares, ni las miradas angustiosas que dirigen al vientre de su madre. El perro renueva sus saltos.

Otro cuadro, todavía de más miseria, le sorprenderá pronto. Inútil, el niño va con las hermanas por las calles de San Pablo Guelatao en un deambular sin fi n, sólo por alejarlo de la casa materna, en donde Brígida está en trance, y al llegar al

jacal, esa tarde, en que como ninguna otra el sol mañoso em-borronaba de rojo los montes, su abuela, sarmentosa y trágica en sus lágrimas, recibe a los niños en sus brazos. Un vagido anuncia un nuevo ser. El llanto denuncia a un ser menos.

La orfandad de Juárez se inicia con un reparto. Josefa, Rosa y Benito se quedan con los abuelos. María Longinos, la nueva hermana, es entregada a Cecilia García.

“Tuve la desgracia —escribirá Juárez en Apuntes para mis hijos— de no haber conocido a mis padres, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y

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ne cerca ntada; el día. las noches. , también, y de la montaña dilecto

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Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi herma-na María Longinos, niña recién nacida, pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mi tía materna, Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos; mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López, del pueblo de Santa María Tahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez, del pueblo de Ixtlán, y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque mis demás tíos: Bonifacio Juárez había muerto, Maria-no Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de edad.”

Se traza así el destino. Bajo la tutela, Benito se ve compelido a la lucha: “como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué a las labores del campo.”

Estas labores se concretan al pastoreo. Se arma al niño de un látigo y se le entregan las ovejas serreras. Un perro y el paisaje serán sus amigos hasta que descubra ese instrumento musical, emblema de los pastores: la fl auta. Entretanto, en su lengua nativa, subido a un árbol, dirige largos discursos a las bestias y se le abre el corazón a la naturaleza. Cuando la sole-dad del llano pesa sobre él, su inteligencia, tan primitiva como realista, buscará algo en que entretener sus largas evasiones. Y así da con la fl auta, y entonces el diálogo ya no se dice en pa-labras, sino en fugas de notas.

El niño inventa una música de raíces religiosas: un canto a los elementos que presiden su vida; cantos, también, epitalá-micos, cuando los borregos acometen a las hembras y el pas-

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tor siente lo recio del amor; cantos armoniosos cuando es el sol padre del paisaje, y canciones aromáticas y tristes al decli-nar la luz.

Juárez utiliza la fl auta como un vehículo de expresión más que como a una compañera. Las ovejas le rodean en esos atar-deceres que infl uyen en el indio e imprimen en la música algún ritmo animal, elevado en una línea que parte el aire y se desva-nece en él.

Para construir sus fl autas, el pastor abandona un día sus ovejas y se acerca al borde de la laguna Encantada, donde cre-cen los carrizos. Corta una caña y se sienta en la tierra húmeda. Con la navaja rompe el barniz del cilindro vegetal y marca luego el sitio en que los agujeros vendrán más tarde a hacer sonoro el aire.

Y así no se da cuenta de cómo el viento baja de la monta-ña impetuoso. Los carrizales, tejidos en compactas murallas, oponen a la violencia del aire la misma superfi cie obstinada de un velamen, y una porción de tierra, la misma en que el niño talla su fl auta, se desprende de la ribera y se hace lago adentro llevada en las olas como una barca.

El niño acaricia el canuto musical. Lo lleva a los labios y ensaya primero una escala. Sus dedos se despegan para abrir los agujeros, ágilmente. Las notas rompen la ya serena soledad del lago. Los últimos vuelos del aire se llevan, valle arriba, estas notas iniciales, desajustadas, falsas acaso, pero que en los oídos de la naturaleza acechante cautivan el paisaje.

Entonces el infantil artista ataca sus melodías monorrítmi-cas. La inspiración le brota no del fondo de la carne, sino del alma de su raza que vela en la profundidad del cuerpo. Es un indio: panteísta. Según que su mirada atraviesa las capas de la atmósfera azul, o bien se detiene en los picachos de la sierra, la canción se aligera o brutaliza, se hace diáfana, ondula; notas agudas, casi acuáticas, dicen que el indio vuelve los ojos al lago, y notas desgarradas, sollozantes, anuncian que el niño se cobi-ja en su desgracia.

Cuando el poema musical se agota el niño se alza y se con-templa prisionero de un milagro. El islote está anclado a media laguna. Con la tarde, las ovejas se destacan en el llano, peque-ñitas y blancas; y por los cerros, en un vago prestigio de plata, sube la luna, cuando el sol rueda en el horizonte.

El azoro desnuda de sonrisas la boca del niño. La realidad de su situación le hace soltar la fl auta tras la que vuela la mano instantáneamente, tomándola en el mismo gesto de asirse a un amuleto. Los ojos se le entrecierran; el rostro, impasible. Y el niño es testigo de cómo el campo se tiñe en los colores magos de su crepúsculo, cómo las nubes desparecen, cómo van salien-do las estrellas, cómo la laguna se llena de murmullos, cómo, implacable, adviene la noche.

Benito se lanza sobre la tierra en un abrazo enternecido, pero sin lágrimas; muerde la fl auta de tiempo en tiempo, y el aire modula notas aisladas y dramáticas. Tal serenata le ador-mece.

Culmina la noche sensual de las zonas templadas. Los ner-vios de la naturaleza estallan en lo negro. En el campo, las ovejas tiemblan de soledad.

Pero la mañana le sorprende. Un vientecillo tempranero impulsa el islote hacia la ribera. Salta el niño a tierra fi rme, y camino de su hato una alegría desconocida, de libertad primi-tiva, le inspira una canción al sol, vieja como el mundo.

Ese día Benito prueba la amargura del látigo. G

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Apuntes para mis hijosBenito Juárez

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Empieza a circular con nuestro sello una nueva edición de este texto autobiográfi co, con prólogo de Josefi na Zoraida Vázquez y trabajo de edición y compilación de textos de Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva, María del Carmen Berdejo Bravo y Eugenio Reyes García

En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Gue-latao de la jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María Longinos, niña recién nacida, pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos; mi hermana María Jose-fa casó con Tiburcio López del pueblo de Santa María Yahui-che; mi hermana Rosa casó con José Jiménez del pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque de mis demás tíos, Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juá-rez era aún menor de edad.

Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta donde mi tierna edad me lo permitía, a las labo-res del campo. En algunos ratos desocupados mi tío me ense-ñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano, y como entonces era sumamente di fícil para la gente pobre y muy especialmente para la clase indí gena adoptar otra carre-ra científi ca que no fuese la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estu-diase para ordenarme. Estas indicacio-nes y los ejemplos que se me presenta-ban de algunos de mis paisanos que sa-bían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros que ejercían el mi-nisterio sacer dotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba para tomarme mi lección yo mismo le llevaba la disciplina para que me castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedica ción al trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto como el mío, que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela, ni siquiera se hablaba la len-gua española, por lo que los padres de familia que podían cos-tear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxa-ca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas

El deseo fue supery el día 17 de diciey a los doce años dfugué de mi casa ya la ciudad de Oaxllegué en la nochealojándome en la cAntonio Maza en María Josefa serví

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particulares a condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Éste era el único medio de educación que se adoptaba general-mente no sólo en mi pueblo sino en todo el distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel distrito. Entonces, más bien por estos hechos que yo palpaba, que por una refl exión madu-ra de que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la ciudad podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me llevase a la capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier otro motivo, no se resol-vía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez me llevaría.

Por otra parte, yo también sentía repugnancia de separar-me de su lado, dejar la casa que había amparado mi niñez y mi orfandad, y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías pro-fundas que la ausencia lastima marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad nueva y desconocida para mí, para pro-curarme mi educación. Sin embargo, el deseo fue superior al sentimiento y el día 17 de diciembre de 1818 y a los doce años de mi edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca a donde llegué en la noche del mismo día, alojándo-me en la casa de don Antonio Maza en que mi her mana María Josefa servía de cocinera. En los primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la grana,1 ganando dos reales dia-rios para mi subsistencia mientras encontraba una casa en qué servir. Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía el ofi cio de encuadernador y empastador de libros. Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francis-

co y aunque muy dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de Feijoo y las epístolas de san Pablo eran los libros fa-voritos de su lectura. Este hombre se lla-maba don Antonio Salanueva, quien me recibió en su casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a escribir. De este modo quedé estable-cido en Oaxaca en 7 de enero de 1819.

El camino de la educación

En las escuelas de primeras letras de aquella época no se ense-ñaba la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de me-moria el Catecismo del padre Ripalda era lo que entonces forma-ba el ramo de instrucción primaria. Era cosa inevitable que mi educación fuese lenta y del todo im perfecta. Hablaba yo el idio-

or al sentimiento bre de 1818

e mi edad me marché a pie ca a donde del mismo día, sa de don ue mi her mana de cocinera

1 Se refi ere a la grana cochinilla, insecto que se cría en las nopale-ras y de donde se saca un color rojo (grana) para tintes. Era la indus-tria colonial oaxaqueña más importante.

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ma español sin reglas y con todos los vicios con que lo hablaba el vulgo. Tanto por mis ocu paciones, como por el mal método de la enseñanza, apenas escribía, después de algún tiempo, en la cuarta escala en que estaba dividida la enseñanza de escritura en la escuela a que yo concurría. Ansioso de concluir pronto mi ramo de escritura, pedí pasar a otro establecimiento creyendo que de este modo aprendería con más perfección y con menos lentitud. Me pre senté a don José Domingo González, así se llamaba mi nuevo preceptor, quien desde luego me preguntó en qué regla o esca la estaba yo escribiendo. Le contesté que en la cuarta… “Bien —me dijo—, haz tu plana que me presentarás a la hora que los demás presenten las suyas.” Llegada la hora de costumbre presenté la plana que había yo formado conforme a la muestra que se me dio, pero no salió perfecta porque estaba yo apren diendo y no era un profesor. El maestro se molestó y en vez de manifestarme los defectos que mi plana tenía y ense-ñarme el modo de enmendarlos, sólo me dijo que no servía y me mandó castigar. Esta injusticia me ofendió profundamente no menos que la desigualdad con que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la Escuela Real, pues mientras el maestro en un [cuarto] separado enseñaba con es-mero a un número determinado de niños, que se llamaban de-centes, yo y los demás jóvenes pobres como yo estábamos rele-gados a otro departamento bajo la dirección de un hombre que se titulaba ayudante y que era tan poco a propósito para enseñar y de un carácter tan duro como el maestro.

Disgustado de este pésimo método de enseñanza y no ha-biendo en la ciudad otro establecimiento a qué ocurrir, me re-solví a separarme defi nitivamente de la escuela y a practicar por mí mismo lo poco que había aprendido para poder expre-sar mis ideas por medio de la escritura aunque fuese de mala forma, como lo es la que uso hasta hoy.

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Sobre Apuntes para mis hijos

Entretanto, veía yo entrar y salir diariamente en el Colegio Seminario que había en la ciudad a muchos jóvenes que iban a estudiar para abrazar la carrera eclesiástica, lo que me hizo re-cordar los consejos de mi tío que deseaba que yo fuese ecle-siástico de profesión. Además, era una opinión generalmente recibida entonces, no sólo en el vulgo sino en las clases altas de la sociedad, de que los clérigos, y aun los que sólo eran estu-diantes sin ser eclesiásticos, sabían mucho, y de hecho ob-servaba yo que eran respetados y considerados por el saber que se les atribuía. Esta circunstancia, más que el propósito de ser clérigo, para lo que sentía una instintiva repugnancia, me deci-dió a suplicarle a mi padrino (así llamaré en adelan te a don An-tonio Salanueva porque me llevó a confi rmar a los pocos días de haberme recibido en su casa) para que me permitiera ir a estudiar al Seminario, ofreciéndole que haría todo esfuerzo para hacer compatible el cumplimiento de mis obligaciones en su servicio con mi dedicación al estudio a que me iba a consa-grar. Como aquel buen hombre era, según dije antes, amigo de la educación de la juventud, no sólo recibió con agrado mi pen-samiento sino que me estimuló a llevarlo a efecto diciéndome que teniendo yo la ventaja de poseer el idioma zapoteco, mi lengua natal, podía, conforme a las leyes eclesiásticas de Amé-rica, ordenarme a título de él sin nece sidad de tener algún pa-trimonio que se exigía a otros para subsistir mientras obtenían algún benefi cio. Allanado de ese modo mi camino entré a estu-diar gramática latina al Semina rio en calidad de capense,2 el día 18 de octubre de 1821, por supuesto, sin saber gramática castellana, ni las demás materias de la educación primaria. Desgraciadamente, no sólo en mí se notaba ese defecto sino en

2 Alumno externo de los colegios religiosos.

Josefi na Zoraida Vázquez

A diferencia de otros países, en México son pocos los polí-ticos que escriben memorias, lo que impide que podamos entrar en el mundo que vivieron y conocer la razón de sus decisiones. Los Apuntes para mis hijos escritos por don Beni-to Juárez son muy breves para ser memorias, pero dan una idea clara de trayectoria humana y política del hombre que contribuyó a la consolidación de la república.

Benito Juárez, al darse cuenta de lo extraordinaria que había sido su experiencia, se decidió a describirla en sus Apuntes para subrayar la importancia de la educación como medio para transformar la vida de los seres humanos, un buen ejemplo para sus hijos y para otros mexicanos. Él sabía que la enseñanza le había permitido desafi ar el destino que prometían las condiciones precarias en las que había nacido, aunque para lograrlo había necesitado de voluntad y tenacidad. En un lenguaje sencillo y directo, los Apuntes nos relatan los principales acontecimientos de su vida y los obstáculos que tuvo que vencer, al tiempo que nos trasmi-ten la imagen que don Benito tenía de sí mismo.

Escritores, historiadores y políticos subrayan siempre

que Juárez era “indio”, lo que soslaya sus cualidades perso-nales y sensibilidad que le permitieron transformarse para estar a tono con las ideas de su tiempo. Por sus propias palabras, sabemos de su procedencia indígena, pero para el momento en que escribe sus Apuntes, es indudable que se considera un liberal mexicano. […] El papel fundamental que tuvo ha hecho que su fi gura nunca haya dejado de cau-sar controversia. Sus principios liberales y su permanencia de 14 años en la presidencia le ganaron enemigos. Nosotros tenemos que juzgarlo como estadista. No fue el héroe de bronce de las estatuas, sino un hombre con grandes virtu-des y muchas pasiones, cuya voluntad le permitió sobresalir entre sus contemporáneos. Su gran ambición era ver un México obediente de las leyes y en goce de sus libertades. Aunque por la foto que se reproduce siempre, parezca insensible, don Benito como nativo de la sierra oaxaqueña era alegre y gustaba de la música y el baile. Pero era austero, como persona que conocía la pobreza de la mayoría de los mexicanos. Por su correspondencia podemos saber que era buen padre y esposo, al que el destino le permitió disfrutar pocos momentos de paz en ese ambiente sencillo de clase media que vemos en sus habitaciones de Palacio Nacional. Lo importante para la historia es la fi rmeza con que sorteó momentos muy difíciles en la vida de México, lo que hace importante, la lectura de los Apuntes para mis hijos. G

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los demás estudiantes, general mente por el atraso en que se hallaba la instrucción pública en aquellos tiempos.

Comencé pues mis estudios bajo la dirección de profesores, que siendo todos eclesiásticos, la educación literaria que me daban debía ser puramente eclesiástica. En agosto de 1823 concluí mi estudio de gramática latina, habiendo sufrido los dos exámenes de estatuto con las califi caciones de Excelente. En ese año no se abrió curso de artes y tuve que esperar hasta el año siguiente para empezar a estudiar fi losofía por la obra del padre Jaquier; pero antes tuve que vencer una difi cultad grave que se me presentó y fue la siguiente: luego que concluí mi estudio de gramática latina mi padrino manifestó grande interés porque pasase yo a estudiar teología moral para que el año siguiente comenzará a recibir las órdenes sagradas. Esta indicación me fue muy penosa, tanto por la repugnancia que tenía a la carrera eclesiástica, como por la mala idea que se tenía de los sacerdo-tes que sólo estudiaban gramática latina y teología moral y a quienes por este motivo se ridiculizaba llamándolos “padres de misa y olla” o “Larragos”. Se les daba el primer apodo porque por su ignorancia sólo decían misa para ganar la subsistencia y no les era permitido predicar ni ejercer otras funciones que

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Las horas de mayor angustJuan de Dios Peza

Este texto fue publicado en 1904 por Juan de Dios Peza en la obra Epopeyas de mi Patria, que el escritor dedicó a su hijo al sentir la “obligación de [hablarle] algo del pasado en que surgieron, se sacrifi caron y murieron en defensa de la causa del pueblo muchos hombres dignos de ser imitados y enaltecidos”.

El autor provenía de una familia conservadora que apoyó el gobierno de Maximiliano. A la muerte del emperador y triunfo de los republicanos la familia se exilió; el joven Peza, fi el a sus convicciones ideológicas, permaneció en el país y recibió con júbilo el triunfo del partido encabezado por Benito Juárez, quien se convirtió en su máximo héroe y ejemplo íntegro de lo que debía ser un servidor público.

Peza tuvo la fortuna de conocer a su ídolo y de reci-bir apoyo directo de él para continuar sus estudios en la Escuela Preparatoria, institución remodelada por el régi-men de Juárez para desarrollar una educación liberal y

requerían instrucción y capacidad; y se les lla maba “Larragos”, porque sólo estudiaban teología moral por el padre Larraga. Del modo que pude manifesté a mi padrino con franqueza este inconveniente, agregándole que no tenien do yo todavía la edad sufi ciente para recibir el presbiterado nada perdía con estudiar el curso de artes. Tuve la fortuna de que le convencieran mis razones y me dejó seguir mi carrera como yo lo deseaba.

En el año de 1827 concluí el curso de artes habiendo sos-tenido en público dos actos que se me señalaron y sufrido los exámenes de reglamento con las califi caciones de Excelente ne-mine discrepante,3 y con algunas notas honrosas que me hi cieron mis sinodales.

En este mismo año se abrió el curso de teología y pasé a es tudiar este ramo, como parte esencial de la carrera o profe-sión a que mi padrino quería destinarme, y acaso fue esta la razón que tuvo para no instarme ya a que me ordenara prontamente. G

3 Frase en latín que signifi ca sin discrepancia, por unanimidad, es decir, que no hubo desacuerdo entre los profesores que le examinaron para aprobarlo.

ia de Juárez

Aún estaba el águila en el nido. El hombre que más tarde había de culminar en nues tra historia como salvador de nuestra se-gunda independencia, era un chiquillo que hablaba en idioma zapoteco y vivía en la humildísima cabaña donde pobre e igno-rado naciera.

Cerca de su jacal se extendía un lago que retrataba el diá-fano y azul cielo que cobija la sierra de Ixtlán en el estado de Oaxaca.

En el lago, adherido a la orilla, surgía un carrizal, donde el

niño indio cortaba las cañas, y algunas tardes se entretenía en arrancarles, para arrojarles al agua, las verdes y carnudas hojas.

Alguna vez se internó en el macizo de verdura, tratando con infantil codicia de cortar la caña más larga y más delgada que cautivó sus ojos.

El carrizal yacía sobre una gruesa capa de tierra y era mo-vible como las antiguas chinampas de que nos hablan los his-toriadores.

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científi ca. Político y literato, Juan de Dios Peza fue una de las mejores plumas del país y digno miembro del primer grupo de preparatorianos que egresaron de aquella casa de estudios.

La mayoría de los pasajes de Epopeyas de mi Patria tratan sobre Juárez y las luchas de los liberales contra sus enemigos políticos. El propósito pedagógico de instruir por medio de la ejemplaridad histórica es evidente en cada una de las páginas labradas por el escritor, donde la admiración por aquellos dirigentes, su entereza y responsabilidad ante la nación, a costa incluso de su vida, son subrayados para que los miembros de las nuevas generaciones (como su hijo) no sólo recordaran los eventos trascendentales, sino también los imitaran y asumieran el compromiso que tenían ante la realidad de su país y el progreso de la sociedad. G

Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva

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Divertíase el chicuelo en tronchar el carrizo que más le gus-taba, cuando uno de esos vientos huracanados que sacuden los pinos en las serranías agrestes, empujó aquella chinampa hacia el centro del lago, con tal velocidad que, cuando el niño quiso librarse del peligro de saltar en tierra, le fue imposible porque ya se encontraba muy lejos de la orilla.

Midió con sus ojos brillantes y negros la inmensa distancia, y convencido de que todo esfuerzo para salir de su extraña barca era inútil, siguió con estoica indiferencia arrancando una tras otra las verdes hojas de la caña codiciada.

El viento, cada vez más fuerte, impelió la chinampa hasta el lejano y opuesto lado de aquella laguna; pero allí era impo sible bajarse, porque sólo había pantanos inmensos.

Caía la tarde, y desde el sitio donde encalló la chinampa, el niño logró ver su jacal nativo como un pequeño punto negro perdido en el horizonte.

Todo era soledad y silencio.Se hundió el sol tras las crestas de la sierra, reinó la oscuri-

dad de la noche; el aire frío y húmedo rizaba apenas las aguas del lago, y el chiquitín, de pie entre las cañas, ni encontraba lugar donde acostarse, ni el sueño le cerraba los ojos, ni el miedo le contraía el semblante, ni un grito de desesperación se escapaba de su pecho.

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Fernando Iglesias CalderóAndrés Henestrosa

Las primeras luces de la mañana lo encontraron en la mis ma actitud en que se quedó ante el último crepúsculo.

El niño sentía hambre y sed, y de vez en cuando masculla ba algún tierno cogollo de cañaveral y lo escupía sobre el lago, mirando al distante punto negro, el jacal, que hoy la república guarda como un monumento de gloria.

Y corrieron las horas; el sol llegó a la mitad de su carrera y declinó hasta hundirse de nuevo en el horizonte.

En plenas tinieblas sopló de nuevo un viento fuerte, y cuan-do el indio niño miró en su derredor, estaban por todas partes retratadas en el lago las estrellas del cielo.

Sintió, después de algunas horas, que el carrizal se detuvo contra algo macizo y fi rme; permaneció quieto; esperó la albo-rada y entonces con júbilo, saltó a la orilla.

¡Estaba salvado!El jacal quedaba a larga distancia, pero llegó a él corriendo

y refi rió en su dulce lengua zapoteca su triste aventura.“Ésas fueron las horas de mi mayor angustia”, decía el gran

Benito Juárez a su hermano político don José Maza, que fue quién me refi rió esta historia… “Pues dios miró con ojos de piedad a nuestra patria —respondió don José—, porque si el ca rrizal no vuelve impelido por los vientos, acaso no habría habido leyes de Reforma ni segunda independencia.” G

n y la defensa de Juárez

El FCE cuenta en su catálogo con Las supuestas traiciones de Juárez, de Fernando Iglesias Calderón: este fragmento del prólogo sirve para explicar en parte el fuego que, a comienzos del siglo XX, cruzaron quienes querían demoler toda estatua de Juárez y diversos historiadores liberales

Si está escrita, no recuerdo haberla leído. La conozco referida por José E. Iturriaga, quien la oyó del propio Fernando Iglesias Calderón. La anécdota es hermosa, y es ejemplar: transparenta y defi ne a sus protagonistas: dos hombres a quienes la historia y el destino conduce a subordinarlo todo a dos máximos amo-res: el amor a la patria y el amor a la Verdad. Y los dos salen engrandecidos de la dramática cita de la historia y del destino.

Cuando estaba recién publicado el libro de Francisco Bul-nes, se presentó en casa de Fernando Iglesias Calderón —calle de Atenas núm. 24—, sin anuncio ni cita, el general Porfi rio Díaz. El sirviente le abrió la puerta. Dio aviso de que en la sala se encontraba el presidente de la república, Iglesias Calderón trabajaba a esas horas en su biblioteca, en ropas caseras. No sólo encontró inusitado el caso, sino que le produjo una violen-ta contrariedad. Y vestido como estaba, sin cuidarse de su desaliño indumentario, se dispuso a afrontar el desagradable encuentro.

—¿Qué hace usted en esta casa? —preguntó Iglesias Calde-rón—. Le ruego que la abandone en el acto —agregó con fi r-meza.

—Yo soy el presidente de México —dijo sereno Porfi rio Díaz—. Y he venido a pedirle que responda al libro de Fran-cisco Bulnes, pues sólo usted puede hacerlo con acierto y con verdad. Su condición de historiador, de patriota, de liberal y de hijo de José María Iglesias, así lo acreditan y lo hacen esperar.

—Pero yo no soy empleado suyo, ni su escribano, ni su amanuense, ni nada… Si lo hiciera, sería cosa mía, cuando

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conpi c

a in, t

creyera oportuno hacerlo, y no a petición, sugerencia y orden suya.

—Con eso me basta —respondió Porfi rio Díaz, al tiempo que abandonaba la casa de Fernando Iglesias Calderón.

Es el remoto origen de Las supuestas traiciones de Juárez.La obra de Bulnes, El verdadero Juárez y la verdad sobre la

intervención y el imperio, fue publicada en 1904, con el avieso, aunque a la postre frustrado propósito, de reducir las glorias de Juárez, cuando faltaban dos años para el centenario de su naci-miento. La reacción que produjo entre amigos y enemigos fue enorme y ruidosa, lo que a más de asegurar su difusión acrecen-tó la fama de un autor que de ese modo se atrevía con una de las glorias nacionales, si no era que con la máxima gloria nacional.

La polémica, casi toda ella reducida en los primeros días a injurias, declaraciones, diatribas, insultos, permitió a Bulnes fáciles victorias y ocasión para burlarse de los progresos de lo que él llamó la idiotez nacional, a la vez que su libro afi rmaba la apariencia y califi cación de irrefutable y de historia verdade-ra. “Propúseme —dice Fernando Iglesias Calderón— esperar a que la polémica que se anunciaba pusiera de manifi esto los errores contenidos en dicho libro y en la injusticia de los car-gos hechos a Juárez con fundamento en los tales errores; y sólo en caso de que la polémica resultara defi ciente, terciar en el debate, como constante defensor de la verdad.”

Poco tiempo después, el editor Santiago Ballescá planeó la edición de un libro en el que en una serie de monografías, de una manera razonable y completa, se refutara a Bulnes. Para ello invitó a historiadores y literatos, en esa hora los más distinguidos, entre ellos a Iglesias Calderón, Carlos Pereyra y Victoriano Salado Álvarez. En el reparto de los temas, le fue asignado a Iglesias Calderón el de las supuestas traiciones. El proyecto de Ballescá no tuvo efecto, pero los tres autores referidos escribieron las monografías que a cada uno se había encomendado. Acaso pudiera agregarse a esos nombres el de Genaro García, aunque Iglesias Calderón no lo mencione y cuyo libro, Juárez. Refutación a Francisco Bulnes (1904), tiene las características que el editor Ballescá señaló para las monografías que se pro-puso.

Fue esta la circunstancia que llevó a Iglesias Calderón a publicar Las supuestas traiciones de Juárez, en forma de cartas, antes que el libro, en El Tiempo, que di-rigía Victoriano Agüeros, periódico y escritor de tendencias marcadamente opuestas a Juárez, y en algunos otros periódicos liberales de la capital, como El Diario del Hogar, de Filomeno Mata, y luego reproducidas en otros de provin-cia: El Correo de Jalisco de Guadalajara, El Correo de Sotavento de Tlacotalpan, La Voz del Norte de Saltillo y El Espectador de Monterrey.

Mientras tanto, la discusión crecía y se embrollaba. La apari-ción de Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma (1805), en que Bulnes agregaba a los cargos anteriores otros nuevos, si po-sible más graves, relacionados con los incidentes de Antón Li-zardo y el Tratado McLane-Ocampo, presentándolos en forma aparatosa e impresionante, hizo que Iglesias Calderón amplia-ra el plan de su libro, pues los cargos, por su propia índole, quedaban bajo el tema de las supuestas traiciones.

No quería Iglesiasy en eso coincide Pereyra, que fueraciega, la adhesión instinto a que aludlos que releven desino la crítica históde la historia, armen documentacióndocumento solo, scon que se manejaocurrir que siendodocumentos, la his

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Eso evitó que este volumen de sus “Rectifi caciones históri-cas” apareciera como eran los deseos del autor, el mismo día de la celebración del centenario del natalicio de Juárez, 1906, sino un año más tarde, 1907, pero sin que por ello perdiera su ca-rácter de homenaje centenario. Más aún: lo ratifi ca en el pró-logo. “Me complazco —dice— en ratifi carlo al escribir estas líneas, hoy, primer aniversario, dentro de su segunda centuria, del natalicio de tan gran patriota.”

Fernando Iglesias Calderón fue hijo de José María Iglesias. Era nieto, hijo y sobrino de soldados y civiles republicanos. Las diferencias entre Iglesias y Díaz determinaron la conducta del hijo, que se mantuvo hasta el fi nal contrario al general Díaz y a su sistema político, como lo atestiguan la anécdota referida y el hecho de haberse negado a formar parte de la comisión en-cargada de organizar los actos de homenaje a Juárez en el centenario de su nacimiento. En compensación, apresuró la edición de su libro, que, como ya está dicho, formó parte de aquellos homenajes.

En la refutación a Bulnes y a todos sus partidarios, secuaces, epígonos, concurren muchas circunstancias favorables, que explican y propician su efi cacia y su venturoso éxito. Iglesias Calderón era un historiador, un amante de la verdad, un patrio-ta, que tenía legítimo orgullo de las hazañas y glorias de su pueblo. Era hijo de uno de los hombres cuyas responsabilidades no podían ser ajenas a la acción de Juárez durante el periodo a que se contrae la historia por él escrita. No sólo a Bulnes, sino a los demás enemigos de Juárez, de México y de su padre, dio respuesta y refutó con pasión, elemento también válido y nece-sario al historiador, con tal de que la sepa gobernar y sea aque-lla pasión fría que dijo el fi lósofo. “Mis ‘Rectifi caciones’ —es-cribió, en efecto— están inspiradas en la verdad y gobernadas por la razón.” En el proceso que levanta a Bulnes ante el tribu-nal de la historia, se ve impelido a contradecir, reducir y aun a negar la autoridad de historiadores y escritores tenidos por ar-dorosos liberales y maestros consagrados. “Quita un laurel mal puesto y nadie logra de nuevo colocarlo”, escribió Manuel

Márquez Sterling.No fue fácil, sin embargo, para Igle-

sias Calderón reducir la cuestión a sus términos históricos. Mucha tinta y mucho papel se habían consumido en la contienda. En su contra se habían aliado los enemigos naturales de Juárez, así como algunos antiguos juaristas, ahora colocados en la nueva administración, cuando no desertores de las fi las libera-les desde antes del triunfo republicano, cuando las disensiones entre Juárez y los generales Jesús González Ortega y Por-fi rio Díaz. Para defenderse, para justifi -car su deserción, o por error de entendi-

miento, se pusieron del lado de Bulnes, acaso sin proponérselo deliberadamente.

Tampoco pasó por alto los errores, debilidades y omisiones de los amigos, compañeros y partidarios de Juárez. Lo hizo con Guillermo Prieto, que era su padrino de bautismo, y sin quitar-le honradez, fama y gloria, condenó aquella su funesta y mal-hadada inclinación de confi arlo todo a su memoria. Con toda valentía lo dijo todo, y consignó los documentos probatorios, en briosos, severos, inclementes y gallardos razonamientos,

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en alegatos muy bien armados. Lo hizo con Ignacio Mariscal y con Matías Romero, embajador de Juárez en Washington. Como Mariscal se dejara decir en el brindis del Auditorium (Chicago, iii, 1899), que la derrota de la Intervención se debió a la benéfi ca infl uencia y al auxilio de los Estados Unidos —cosa completamente falsa, como lo reconocieron entonces, después y ahora, no sólo publicistas nacionales, sino también ilustres norteamericanos, lo mismo políticos que historiadores, literarios y biógrafos—, Iglesias Calderón escribió, para refu-tarlo pormenorizadamente, El egoísmo norteamericano durante la intervención francesa (1905). En el fragor del proceso, en el lúcido arrebato, siempre encuentra el testimonio que busca. Una cita de Luis Pérez Verdía, historiador irrefutable, parece resumir esa parte de la discusión. “No fue la diplomacia ame-ricana —vino a decir Pérez Verdía—, sino el cañón de Sadowa, el que dio al mariscal Bazaine la orden de retirada de las tropas francesas.” […]

No quería Iglesias Calderón, y en eso coincide con Carlos Pereyra, que fueran la admiración ciega, la adhesión partidista, el instinto a que aludió Bulnes, los que releven de culpa a Juá-rez, sino la crítica histórica, el fallo de la historia, armados y fundados en documentación científi ca. No el documento solo, sino el criterio con que se maneja, pues suele ocurrir que sien-do verdaderos los documentos, la historia resulta falsa. Y eso fue lo que Iglesias Calderón y otros historiadores hicieron para invalidar la aparatosa argumentación de Francisco Bulnes: ma-nejar con criterio histórico los documentos.

Mucha insidia, mucha argucia, todos los recursos de la fala-cia y la sofi stería se han usado para dar a la mentira apariencias de verdad en la lucha por derribar a Juárez del pedestal que le ha levantado la gratitud nacional. Los partidarios y defensores de Juárez, y más que sus defensores y partidarios, los amantes de la verdad, esto es, los historiadores, han tenido que desplegar una mayor habilidad, vigilia y entendimiento para atajar la falsedad y la patraña tan espectacularmente urdidas. Uno de ellos, tal vez el que mejor aprovechó el monte de papeles escri-tos al respecto, fue Fernando Iglesias Calderón. […]

Iglesias Calderón sólo por excepción pierde la compostura. A lo largo de centenares de páginas se mantiene ecuánime, respetuoso de la dignidad de los hombres, de su derecho a discrepar y a pensar libremente, aunque en el ejercicio de esos sagrados derechos yerre. La mentira deliberada, la mala fe, lo

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Símbolo de la soberanía naSalvador Novo

sublevan y remueven sus naturales impulsos de levantar la voz, o proferir malas palabras. Pero se contiene: hace la guerra porque no la puede rehuir, la hace señor de sus pasiones, y hasta pudiera decirse que la hace con alegría. La fi gura paterna lo preside todo. A ella se vuelve cuando el enemigo, empeñado como él en ganar la partida, parece que gana terreno y le asiste la razón. Y esto es apurar los recursos de la lógica, aprovechar la erudición que con los años y los estudios ha acumulado, para salvar, de la aparente victoria del sofi sta, los fueros de la verdad, que es su arma ofensiva y defensiva: su espada y su escudo. […]

El libro en que se funda toda la fama de Bulnes, El verdade-ro Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio, contiene entre líneas más de un juicio acerca de la era porfi riana, o por-fi riato, y acerca de la clase conservadora, tan graves como los cien que creyó acumular contra Juárez y sobre la causa de la república, que es la del progreso en nuestros días. Pero la clase que le pagaba se lo perdonó, sólo porque por su pluma tomaba desquite y desahogo. Porfi rio Díaz, conocedor profundo de los hombres y las cosas de su tiempo y de su pueblo, no; y es fama que le dijo a Bulnes cuando éste le ofreció un ejemplar del fa-moso panfl eto, que esperaba que alguna vez escribiera otro que se llamara El verdadero Díaz. En efecto, Bulnes lo escribió. Y ¿no hemos visto ya que Porfi rio Díaz pidió a Fernando Iglesias Calderón que lo refutara, porque era el único que podía hacer-lo con verdad?

El verdadero Juárez produjo una conmoción nacional, insis-timos. Centenares de artículos, folletos, libros, libelos, panfl e-tos, salieron de nuestras prensas para atacar, sin lograrlo, aquel sacrilegio: un estado de ánimo previo y latente, el resentimien-to de la clase vencida, encontró en las páginas de Bulnes su confi rmación, aunque en la fi la opuesta no causaron mella: la devoción juarista se afi rmó, la estatua del héroe creció más de un palmo y se multiplicó al recibir del propio gobierno de Por-fi rio Díaz consagración nacional. Y se puede decir que el héroe y el patricio, el iconoclasta y el panfl etario, quedaron frente a frente: el uno, con la Constitución y la bandera en las manos, y en los labios el himno; y el otro, con su libro en la mano. Al grupo, agréguese a Fernando Iglesias Calderón, autor de Las supuestas traiciones de Juárez, a la que jamás objetó Bulnes de manera sistemática, ni se confesó vencido, pese a la declaración de que lo haría si la victoria no quedaba de su parte. Y no quedó. G

cional

Éste es un discurso pronunciado en el palacio nacional el 19 de julio de 1966, con motivo de las anuales, y no siempre tan afortunadas, exaltaciones de la memoria de Juárez

Si consciente de mi carencia de dotes oratorias, he aceptado el honor de pronunciar hoy lo que en mis labios no podrá alcan-zar la altura de un discurso, es porque siento que acercarse a la

fi gura de Juárez no necesariamente entraña en quien lo haga la vocación del panegírico, ni la dudosa felicidad de la elocuencia. No exige el patricio las nubes de un incienso que instale entre él y quien eleve la mirada a la claridad imperturbable, de su perfi l, una distancia que los divorcie, mientras aroma su rela-ción con perfumes de muerte. Ni acercarse a él presupone la jactancia de que al cúmulo de brillantes exégesis que el respeto y la admiración universales han allegado al estudioso de nues-

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tra historia para documentar la minuciosa disección de su vida y de su obra, pudiera una voz débil y una pluma modesta agre-gar un elogio que ya no se haya dicho, o contribuir un dato que no sea conocido.

Fechas, libros y estatuas: si bien, en su estatismo, son ger-men y votivas lámparas que preservan y delegan de una en otra generación de mexicanos el culto y el recuerdo; si son el atala-ya y el ejemplo de una existencia cumplida y cimera, no cons-tituyen ciertamente la única perdurable presencia de Juárez entre nosotros. Son como las coronas fúnebres depositadas sobre el mármol de su reposo. Son concreción y símbolo del amor que los mexicanos de ayer le tuvieron; de la admiración que los extranjeros le profesaron. Se le tributan —en la cere-monia, en el panteón o en el plúteo de las bibliotecas—; son en las fechas cívicas como llamadas de honor; y se apagan los dis-cursos, o se empolvan los libros, mientras nos reintegramos a una vida que, en apariencia, al restituirnos a un siglo que Juá-rez ya no alcanzó, le instala en un pretérito reverenciado y muerto.

Pero ¿es así? ¿No está Juárez aún vivo y presente en la patria que hoy lo recuerda, entre nosotros, que visitamos su recinto?

Pienso, al contrario, que nos es imposible, en 1966, diso-ciar el presente nuestro y el pasado suyo, que en nuestros días asume una clara, vigorosa continuidad; que es marcha acelera-da y sin tregua en el camino que él desbrozó para México: el camino que él recorrió, trazando al hacerlo la confi guración material y espiritual, eterna por ende, de la patria.

Indio zapoteca: de la raza que labró en piedra los milagros de Mitla y de Monte Albán, podemos imaginarlo como el des-pertar, como el surgimiento de la más antigua y auténtica si-miente racial: como al mexicano que por sangre, lo es más que los iniciadores de una Independencia criolla y mestiza. Nacido en los montes, como las fuerzas mágicas de la naturaleza: como los dioses —los trece dioses zapotecas— en quienes el niño pastor ya no creía, porque se apresuraron a revelarle otros. Cuando el niño va a pie desde la sierra hasta la ciudad —desde Guelatao hasta Oaxaca—, la patria ha dado con él el primer paso en confi gu-rarse en la mente y en el corazón del estudiante, del abogado, del gobernador. Allí permanece, madura, toma concien-cia de sí mismo y de sus deberes.

Cuando hoy hallamos natural y plau-sible que la educación impartida por el estado se complemente con los desa-yunos escolares, estamos ya lejos, y por paradoja, cada vez más cerca, de una realización que se inspira en sus lúcidos raciocinios. Es el gobernador oaxaqueño quien primero percibe que el atraso no puede cancelarse con la instrucción, si ésta no se acompaña con la abolición de la miseria: “El hombre que carece de lo preciso para alimentar a su familia, ve la instrucción de sus hijos como un bien muy remoto, o como un obstáculo para conseguir el sustento diario. En vez de destinarlos a la escuela, se sirve de ellos para el cuidado de la casa o para alquilar su débil trabajo personal, con que poder aliviar un tanto el peso de la miseria que lo agobia. Si ese hombre tuviera algunas comodidades; si su trabajo diario le produjera alguna utilidad, él cuidaría de que sus hijos se educaran y recibieran una instrucción sólida

De nuevo, a partirde 1863, el mapa da trazarse bajo las carruaje en que pesoberanía: San LuiMonterrey, Paso dmás dramático ni gla imagen de este iirreductible, símbode la soberanía nacen su éxodo por suy por un puñado d

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en cualquiera de los ramos del saber humano. El deseo de saber y de ilustrarse es innato en el corazón humano. Quíten-se las trabas que la miseria y el despotismo le oponen, y él se ilustrará naturalmente, aun cuando no se le dé una protección directa.”

Hoy, el gobierno de la revolución ha llevado hasta sus últi-mas consecuencias este temprano pensamiento de Juárez. El señaló el primero causas y males; y en la medida de los escasos recursos de su tiempo, acudió a remediarlos. Es clara ahora la supervivencia cumplida de su esquema de redención, cuando de acuerdo con las leyes —el arma invencible que él esgrimió siempre, después de forjarla con el acero de su inteligencia y de su intuición, en el yunque de la voluntad popular—; cuando de acuerdo con las leyes de una constitución que es hija robus-ta de la de 1857, el hombre, el ciudadano, ya no carece de lo preciso para alimentar a su familia, ni ve como un bien muy re-moto la instrucción de sus hijos, ni éstos alquilan su débil tra-bajo personal. En la Ley del Trabajo; en el Seguro Social; en la protección de la infancia; en la diversifi cación de la enseñanza y en su tecnifi cación, se realizan hoy, como en el árbol frondo-so se multiplica y cumple el sueño críptico de la milagrosa se-milla, los ideales de Juárez.

Cuando hoy vemos a la mujer compartir derechos y deberes cívicos y sociales con el hombre, estamos también asistiendo a la realización de un programa suyo de gobierno, que preconi-zaba “formar a la mujer, con todas las recomendaciones que exige su necesaria y elevada misión, es formar el germen fecun-do de regeneración y mejora social”.

Cuando aún no extendía hasta la capital de la república el trazo de la patria, nacida en su persona en la sierra de Guelatao y asentada para una primera fl oración en el almácigo de Oaxa-ca, ya desde ahí y desde entonces percibía la necesidad de inte-grar, de las partes, el todo de un país a la sazón escindido por alcabalas, distanciado por falta de caminos, y ajeno a un mundo en el que debía conquistar un sitio. “Yo veo que es fácil —es-cribió— destruir las causas de esa miseria. Facilitemos nuestra

comunicación con el extranjero y con los demás estados de la república, abrien-do nuestros puertos y nuestros caminos; dejemos que los efectos y frutos de pri-mera necesidad, de utilidad, y aun los de lujo, se introduzcan sin gravámenes ni trabas; y entonces lo habremos logrado todo.”

Pero si su intuición le hacía avizorar desde la provincia las magnitudes de la patria y los horizontes del mundo; y en la provincia poner a prueba la bondad de su visión de estadista, no tardaría en ampliarla hasta la capital: en vincularse a

los latidos del corazón liberal con que los constituyentes del 57 se esforzarían en galvanizar la inercia rígida de un México, si libre ya de las cadenas políticas, aún aterido por las espirituales: un México que aún no se encontraba a sí mismo: que aún no aprendía a distinguir a los hombres perecederos y mutables, de los programas, que sólo depurados en leyes son capaces de conjugar las duras experiencias del pasado, asentarse en ellas y erigirse en faros asomados al porvenir.

La Constitución del 57 irradia como un sol nuevo a ilumi-nar los ámbitos de una patria convulsa y desangrada. Los años

el 31 de mayo México va uedas del egrina su , Saltillo, l Norte. Nada andioso que dio adusto e o y encarnación onal, seguido gabinete leales

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siguientes van a integrarla. Y será Benito Juárez quien, al reco-rrerla, la engrandezca con su presencia, y se engrandezca al contacto errabundo de la dispersión de esa patria. Jalapa, la prisión de San Juan de Ulúa, La Habana —y Nueva Orleans—. Es el destierro; pero es también el contacto con otro país, ve-cino, empeñado asimismo en consolidarse, y amigo reconcilia-do. La patria se amplía y delimita, mirada a la distancia de la esperanza. A ella se puede regresar y servirla humildemente desde Acapulco hasta el triunfo liberal. Pronto vuelve Juárez a peregrinar, y con ello, a llevar consigo el escudo y la espada de la legalidad: a Querétaro, a Guanajuato, a Guadalajara, a Coli-ma, a Manzanillo. Las puertas que pedía que se abrieran, lo reciben en Veracruz —y las leyes de reforma son promulgadas: las que serán cimiento inconmovible del México soñado en Oaxaca.

De nuevo, a partir del 31 de mayo de 1863, el mapa de México va a trazarse bajo las ruedas del carruaje en que pere-grina su soberanía: San Luis, Saltillo, Monterrey, Paso del Norte. Nada más dramático ni grandioso que la imagen de este indio adusto e irreductible, símbolo y encarnación de la sobe-ranía nacional, seguido en su éxodo por su gabinete y por un puñado de leales. A las torpes ambiciones locales que habían antes dividido al país, se sumaba ahora la agresión extranjera, con todos los recursos materiales del triunfo, a enajenarlo. “Y pues lo tenéis todo, falta una cosa: dios” —pudo exclamar mu-chos años después el poeta—; Juárez, errabundo, sabía que Napoleón III lo tenía todo; pero que faltaba el único dios en quien él creía: la ley, la legitimidad, la soberanía emanada de la voluntad popular.

Y la ley se impuso y triunfó. Y a su conjuro, obró el milagro

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Emancipador de la concieEl Federalista

de consolidar, unifi cada, la patria republicana, perdurable, digna y capaz de realizar los más altos sueños del hombre austero que había señalado con dedo infl exible las rémoras que la frenaban; y que había estipulado la fi rmeza de los prin-cipios que habrían de superar, en paz y en concordia, aquellas rémoras.

“En estas circunstancias —confía el benemérito en una carta a don Basilio Pérez Gallardo— una sola cosa puede con-solarme… y es el convencimiento de que no pasarán ya perdi-das para los mexicanos las lecciones de la experiencia; y que unidos como hermanos por el vínculo poderoso de las ideas, sabremos utilizar con acierto la enseñanza de lo pasado al pen-sar en el porvenir.”

Así lo ha hecho el México en que Juárez pervive —raíz del árbol que la revolución fortaleció, sin adulterarlo, con su san-gre—. Nuestro México no olvida su pasado cuando avanza, fi rme, hacia el porvenir.

“Cátedra insigne de México” —llamó a Guelatao de Juárez el candidato Díaz Ordaz al visitarla el 14 de enero de 1964. Cátedra, en efecto, permanente, de legalidad, fórmula interna-cional de convivencia: El señor presidente de la república cifró en aquella ocasión el concepto que hoy he intentado dirimir ante ustedes al invitarles a asomarnos, a percibir en el aire de libertad y de progreso que respiramos, la vigencia de Juárez.

Dijo entonces el señor Presidente —y yo no podría expre-sarlo mejor para concluir—: “Juárez y México están fundidos para siempre. Pronunciar el nombre de uno implica pronun-ciar el nombre del otro. México, antes de Juárez, no era sino un alboroto de facciones; después de Juárez, fue simplemente, la patria.” G

ncia humana

Hemos recuperado este y los siguientes textos de La prensa valora la fi gura de Juárez, estudio y compilación de Carlos J. Sierra que la Secretaría de Hacienda publicó en 1963. Este artículo se atribuye a la redacción El Federalista, diario en el que apareció el 18 de julio de 1874

Las grandes ideas, para convertirse en grandes realidades, ne-cesitan encarnarse en alguna de esas individualidades podero-sas que aparecen de tiempo en tiempo en la historia, y que son, por decirlo así, guías más bien que servidores de la causa eter-na del progreso humano. Uno de los fenómenos históricos más raros es el de la concentración en un solo hombre de estas dos misiones, con una de las cuales basta para sobrepasar el límite de las fuerzas morales de una personalidad sola: la iniciación y la ejecución de un movimiento político, social o religioso.

Uniendo los dos extremos de la vida pública de Benito Juá-rez se palpa este resultado: inició, sancionó y consumó la vic-toria de la emancipación de la conciencia humana en su país, como Guillermo de Orange, como Jorge Washington, las dos

personalidades más completas de la historia; Juárez fue un hombre necesario. Fue un corolario obligado de una de esas grandes leyes que rigen el desarrollo social de la especie huma-na, leyes misteriosas, cuya vaga analogía con las leyes físicas percibimos tan sólo, pero que, teniendo por el eje el espíritu del hombre y por perímetro la perpetua transformación de las cosas y la inanidad de la muerte, sólo nos revelan por algunas series de realidades concretas, como el infi nito espacio en el cual nos sentimos vivir, pero que no alcanzaremos a percibir jamás.

La teoría de los hombres necesarios, en la cual creemos con la misma inquebrantable convicción que en el progreso fi nal de los pueblos, sólo puede inducirse de los hechos innegables. Los gérmenes de las ideas modernas en México datan sin duda de la formación misma de la sociedad actual en el siglo xvi; pero qué lenta, qué laboriosa ha sido esa marcha, y cuán lejos estábamos de una organización defi nitiva de esos principios, cuando estalló 1a revolución de Ayutla. Esta revolución misma, que parecía ser un sacudimiento incontrastable de nuestra secular apatía y que respondía a uno de los movimien-

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tos más profundos de la opinión de que hay ejemplo en nues-tros anales, amenazó ruina al otro día del triunfo, gracias a un defecto de nuestro carácter nacional, el espíritu de transac-ción, hecho carne en el hombre desgraciado que regía enton-ces nuestros destinos.

Era preciso, y parecía imposible, que se levantara de entre aquel génesis de un nuevo periodo, un gran carácter, una inte-ligencia que concibiera simplemente el derecho, que no supie-ra distinguir un término medio entre el deber y la convenien-cia, y una voluntad que fuera una con-ciencia

Tal fue Juárez.Esta inquebrantable fi rmeza, que al-

gunos, no sin probabilidades de acertar, consideran extraña al temperamento peculiar de nuestra raza, había de re-presentar un papel decisivo en nuestros destinos.

Ahora ya podemos empezar a juzgar de aquella situación. Ya nos separa de ella mucho tiempo, y sobre todo, mucha sangre; podemos ser imparciales, puesto que hemos vencido. No encontrarán eco en la cavidad de esa tumba augusta las de-clamaciones banales que nos pintan a la república de enton-ces como una Babilonia clerical: mucho de eso había, porque el hombre que puede dominar y no necesita trabajar, es decir, el fraile, se encuentra obligado fatalmente a todas las torpezas y a todas las corrupciones; pero aun cuando así no hubiera sido; aun cuando aquellos soldados hubieran sido honrados y bravos como unos espartanos; aun cuando aquellos clérigos hubieran llevado la santa vida de Vicente de Paul, la lucha debía venir; era aquella la lucha por la vida: no se trataba de una autonomía precaria, mantenida gracias a la mayor o menor utilidad de un vecino formidable, ni de vestirnos de un nacionalismo jactan-cioso, que más parecía inspirado por una suerte de provincia-lismo de campanario, que por el culto santo y puro de la patria; no: se trataba de asimilarnos las condiciones de progreso de la moderna vida social; se trataba de quitar trabas a la inteligen-cia, para que no muriera atrofi ada; se trataba de quitar trabas a la conciencia, para que no pereciera en la asfi xia; se trataba de emancipar al hombre como instrumento de producción, de trabajo y de libertad; para eso no necesitábamos que los opre-sores fueran más monstruosos; bastaba con que todas las con-

¡Qué papel el de Juhoras supremas! Yllegó a un llamamireacción en agoníaaquel que por desgFrancia llevó al troespíritu esencialmerapaz de su familiade aquel indígena altura de un mito!

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Hidalgo y JuárezJosé María Vigil

ciencias abdicaran en la conciencia de un solo hombre; bastaba que todas las libertades abdicaran en la libertad de un tirano solo (y este era el dogma religioso y social de la época), para que la colisión fuera inevitable, para que la dignidad humana despertase un día en el corazón de los siervos; y aquel día de incontrastable fuerza debía ser el último del régimen colonial, prolongado mucho más acá de nuestra independencia.

¡Qué papel el de Juárez en esas horas supremas! Y cómo, cuando llegó a un llamamiento de la reacción en agonía el

auxilio de aquel que por desgracia de la Francia llevó al trono imperial el espíri-tu esencialmente aventurero y rapaz de su familia, la personalidad de aquel in-dígena sublime creció a la altura de un mito! Era que el espíritu de nuestra na-cionalidad despertaba; era que latía por vez primera el corazón de una patria, bajo la mano austera y fi rme de Juárez, sí, por la vez primera, porque entonces la patria no signifi caba un mote encu-bridor de nuestro raquítico orgullo, sino

que era la frase simbólica del derecho humano en combate con todos los ultrajes; por vez primera, porque era aquella la gran batalla de la reforma, convertida en guerra de independencia; era la defensa del trabajo libre, convertida en defensa del te-rritorio; era la bandera de un partido que se convertía en es-tandarte de una nacionalidad; era que el sostén de una nacio-nalidad era la expresión de la eterna lucha por la libertad del hombre.

Todas nuestras esperanzas, nuestra fe, nuestro intenso dolor formaron un pedestal gigantesco y sombrío, como si hubiera sido hecho con las rocas ensangrentadas de nuestras montañas, a la fi gura serena de Juárez; en la hora del triunfo, cuando un destello del sol reverberó sobre aquella base indestructible, sobre aquella frente de bronce, comprendió el mundo lo que ese hombre era, lo que esa personalidad signifi caba; la repúbli-ca recogió como en un haz divino todos los destellos de su alma, y los dispersó en derredor de aquella cabeza augusta.

En medio de ese apoteosis, entre aquella fulguración inten-sa, la misión de Juárez, como representante de la humanidad, concluyó. Ni un solo recuerdo amargo se evoca hoy en derre-dor de su sepulcro. Le vemos bajar entre aquel triunfo inmen-so, no a la tumba, sino a la memoria inmortal de la patria. G

árez en esas cómo, cuando nto de la el auxilio de acia de la o imperial el

nte aventurero y la personalidad ublime creció a la

El Monitor Republicano albergó una columna de José María Vigil, que el 18 de julio de 1880 la dedicó a los pilares de la independencia mexicana. En el sumario respectivo daba cuenta de la “Inauguración de un monumento. Merecido tributo de gratitud popular. Principio y fi n de la revolución mexicana. Hidalgo y Juárez”

El domingo último tuvo lugar la inauguración del monumento decretado a la memoria del ilustre ciudadano Benito Juárez. Fiestas de esta naturaleza honran grandemente a los pueblos en que tienen lugar, porque indican que en el fondo del cora-zón humano existe inextinguible el sentimiento de la gratitud, que se manifi esta de mil maneras hacia los hombres que han consagrado su existencia en bien y mejora de sus semejantes.

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El señor Juárez es uno de esos hombres excepcionales, cuyo nombre se haya identifi cado con los acontecimientos más im-portantes de nuestra historia. De humilde origen, como la mayor parte de los héroes de la humanidad; de una raza que lleva todavía sobre sí el profundo sello que imprimió la mano del conquistador, supo por la sola fuerza de su genio alzarse a una inmensa altura, en que dominando las tempestades revolu-cionarias, sin sentir vértigos ante los insondables abismos que a sus plantas se abrían, no temió desafi ar las iras de los poderes tradicionales que dominaban la sociedad, ni afrontar el empuje de na-ciones poderosas, que habían resuelto destruir en nuestro país la libertad repu-blicana, comprometiendo gravemente el principio de la independencia.

Juárez tenía una vasta inteligencia, pero no fue ese su principal mérito. El secreto de su gloria se encuentra en la incontrastable fe de su corazón de pa-triota, en esa especie de intuición que poseen ciertos hombres sobre los altos destinos que tienen que llenar, y que los conserva serenos en medio de los mayo-res peligros, cual si una voz misteriosa les dijera que ningún temor deben abrigar, porque han venido al mundo con una misión que nada les impedirá cumplir. César tranquilizando con su fortuna al barquero en medio de la tem-pestad; Napoleón penetrando en medio de los combates con la seguridad de no haberse fundido la bala que le había de herir, son notables ejemplos de esa fe que tiene algo de fatalismo, que acompaña siempre a los hombres superiores, al acometer y consumar las grandes empresas que una vez han concebido.

Diríase que esos seres privilegiados, que reúnen a la vez el valor del caudillo, la fe del apóstol y la abnegación del mártir, reconcentran en su alma como en inmenso foco, todas las as-piraciones legítimas de la sociedad en que viven; que escuchan, interpretan y encarnan las quejas de las clases desheredadas, los derechos desconocidos por los felices de la tierra, las esperanzas que sonríen en un porvenir lejano, y las cóleras que hierven en las esferas sociales donde sólo se ha sabido padecer y sufrir duran-te una larga serie de generaciones.

Hombres de sentimiento y de acción, tal vez ignoran ellos mismos la magni-tud de las empresas que llevan a cabo. Naturalezas esencialmente sintéticas, abarcan en su conjunto las situaciones, descubren y generalizan las causas más ocultas, y salvando los límites de la lógi-ca y del tiempo, llegan de un salto a sus resultados más tras-cendentales, como sí una fuerza interior los impulsara fuera de las vías comunes que trabajosamente recorren el político y el estadista.

Mientras que el sabio pesa, analiza y descompone en el si-lencio de su gabinete los grandes problemas sociales, perdién-dose a menudo en las quimeras que forja su propia inteligencia y echando por el camino menos verosímil, los hombres de genio como Juárez remontan el vuelo a regiones inexploradas,

Almas de bronce, ecebaron en ellas la todas las pasiones vque no temen vaciaal verse profundamun poder que son icomprender y de ma las preocupacionealzaron sin vacilar lde la oleada que amsumergirlos

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y obedeciendo a un instinto que no los engaña, precipitan la marcha de los acontecimientos, imprimiéndoles la dirección más adecuada al fi n que se proponen.

Dos fi guras presenta nuestra historia que parecen vaciadas en el mismo molde, pues ofrecen una grande analogía en los rasgos prominentes de sus caracteres respectivos. Esas dos fi gu-ras son Hidalgo y Juárez. Ambos consagrados a tareas pacífi cas,

no había motivo para aguardar de ellos esa energía indomable, ese valor heroico que se necesita para encabezar los gran-des movimientos sociales. Almas de bronce, en vano se cebaron en ellas la envidia, el odio, todas las pasiones viles y rastreras que no temen vaciar su veneno, al verse profundamente heridas por un poder que son incapaces de comprender y de medir. Superiores a las preocupa-ciones de su época, alzaron sin vacilar la frente en medio de la oleada que amena-zaba sumergirlos, y cuando más tremen-das rugían las tempestades a sus plantas, fi jaban de hito en hito la mirada de águi-la en el sol de justicia eterna que inunda-ba su inspirada frente. Hidalgo y Juárez son el principio y el fi n, el alfa y el omega

de la revolución mexicana, y al través de medio siglo se dan las manos como dos genios gemelos que nacieron de la misma idea y encarnaron el mismo sentimiento.

No es, pues, de extrañar que Hidalgo y Juárez sean los dos hombres más queridos del pueblo mexicano, que ve en ellos sus representantes más fi eles, las personifi caciones más acaba-das de sus deseos, de sus sufrimientos y de sus esperanzas; y no es de extrañar tampoco que las clases privilegiadas, las fac-ciones que enarbolaron en todos tiempos la bandera del retro-ceso y del absolutismo, no puedan pronunciar aquellos nom-bres sin sentir los calambres del odio, las contorsiones epilép-ticas del rencor que no olvida ni perdona. Esas clases jamás olvidarán ni perdonarán a Hidalgo, que haya lanzado el grito

de rebelión contra el derecho divino que mantenía aherrojada a la colonia, ni a Juárez que haya roto el último eslabón de la cadena que ligaba a México con las tradiciones de la edad media. Hidalgo y Juárez continuarán, pues, siendo el tema de estudios apasionados en que se em-plearán preferentemente plumas empa-padas en la hiel del despecho y de la impotencia.

En cambio, la gratitud de los pueblos emancipados, de los siervos convertidos en ciudadanos, de las multitudes resti-

tuidas al goce de derechos inalienables, fi jará una mirada en-ternecida en esos dos astros de primera magnitud que brillan en nuestro cielo político; y en las épocas de duda, de oscuridad y abatimiento, el pueblo mexicano pronunciará los nombres de Hidalgo y de Juárez como los de dos genios tutelares, que desde las regiones de ultratumba velan sobre los destinos de la patria e inspiran a sus buenos hijos la fe, la constancia y la ab-negación que ellos poseyeron en grado heroico, a fi n de que su obra sea llevada a feliz término. G

vano se nvidia, el odio,

iles y rastreras su veneno, nte heridas por capaces de edir. Superiores s de su época, frente en medio enazaba

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JuárezJusto Sierra

Biógrafo apasionado de Juárez, Justo Sierra publicó el 21 de julio de 1872, en El Federalista y con dedicatoria a Emilio Castelar, este panegírico, en que el dolor personal se funde con la estimación histórica

El más grandioso periodo de nuestra historia nacional acaba de cerrarse con el mármol de un sepulcro. ¡Juárez ha muerto!

Intérpretes de la juventud liberal que ama en vuestra voz la personifi cación más elocuente de las democracias latinas, hemos querido asociarnos al duelo del país entero, hemos que-rido que, al pasar defi nitivamente a la posteridad, el nombre del patricio sellase vuestra carta de ciudadanía mexicana, y para nuestra gloria y para vuestra honra, colocamos sobre esa frente de gigante vuestro laurel de bronce.

Vos lo sabéis: el que ha muerto encarnó en México el adve-nimiento de las ideas redentoras de nuestro siglo; su impasible fi gura se destaca en el horizonte matinal de la Reforma, como un dedo de granito escribiendo la profecía de muerte en medio de la orgía lúgubre de la reacción. Cuando ese raquítico soña-dor del mal (Napoleón III), que concibió desde su trono bizan-tino el designio de desenterrar el cadáver de la tradición mo-nárquica de su tumba impura, profanó con sus legiones nuestra tierra americana, Juárez tuvo la suerte de representar el princi-pio de las nacionalidades, reconquistadas por el derecho y conservadas por la libertad, contra el hombre que si pensaba restaurarlas por el pueblo quería guardarlas para los césares; fue el derecho de América a vivir, a respirar libre y soberana, desde donde engarzasen congelados cristales el eje imantado de los polos, hasta su cíngulo tropical, bordado por las conste-laciones y cerrado por el sol; tierra peligrosa era la que dejaba

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El camino de DamascoÁngel Pola

correr a torrentes por los canales respiratorios de sus cordille-ras de oxígeno generador de la fi ebre de la libertad; el día bri-llaba tanto en América, que empezaba a iluminar las tinieblas europeas. Era nuestro cenit, una aurora en ultramar. Y tembla-ron los asfi xiadores del género humano.

La marea de la invasión subió amenazadora; todo quedó hundido, todo, exceptuando la rompiente en que se abrigó el arca santa de la república; todas las frentes se inclinaron, todas, exceptuando la frente de Juárez, que permaneció, ante el hun-dimiento de nuestra autonomía, erguida como sólo puede er-guirse la conciencia ante la fatalidad.

Y de ese escollo jamás quebrantado, tras la invasión que huía, de campanario en campanario, se precipitó nuestra águi-la anidando en los picos volcánicos de nuestra sierra, sublimes campanarios de los Andes americanos.

Vos lo sabéis, vos que lo habéis proclamado así en la tribuna, al par que Victor Hugo en Patmos, y en Caprera, Garibaldi, el Ruy Díaz de la era nueva.

Y por eso Juárez ha conquistado el derecho de hacer de la bandera mexicana su paño mortuorio.

Mañana se levantará en Europa, contra ese gran recuerdo, la grita de los asalariados del odio. Os damos, tribuno, la pala-bra en defensa nuestra. Decidles que tenemos mucho amor a nuestra patria, para no santifi car las virtudes del que ha muer-to, y mucho orgullo para no arrojar sobre sus faltas el manto de nuestras glorias.

Entretanto, al cerrar de la tumba junto a la cual suenan con eco tan solemne las palabras constancia y fe, hacemos ardientes votos por la república española, que será hija de vuestra fe y de vuestra constancia.

Salud y fraternidad. G

El 18 de julio de 1902 apareció en El Imparcial, de la ciudad de México, este artículo que no es tanto una celebración juarista como un intento por explicar el cambio profundísimo en la imagen que el modesto niño zapoteco tuvo de su propio destino

San Pablo Guelatao es un pueblito asentado en la rama Orien-tal de la Sierra Madre, a 55 kilómetros de la ciudad de Oaxaca. Su perímetro mide 20 950 metros y el número de sus habitan-tes asciende a 354. Sus casas son de adobe y teja; y sus edifi cios principales dos iglesias de arquitectura moderna, el Palacio

Municipal, el panteón y un portal, donde están las escuelas de niños y de niñas y la biblioteca pública. En el centro del pobla-do hay un jardín, y junto, una laguna de 80 metros de diáme-tro, cuyas aguas límpidas y serenas cambian de colores por quién sabe qué artes: unas veces son claras; otras negras; otras coloradas; otras de color café; en fi n, pasan y repasan por mil matices. Por esto la denominan laguna Encantada. Frondosos y altos fresnos ciñen sus riberas y hacen delicioso el lugar, donde las familias celebran días de campo y verbenas, y discu-rren en los de fi esta al toque de la música del pueblo.

El clima es tropical y templado. Se producen el limón, el naranjo, el mango y la caña; el durazno, la pera y otras frutas.

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Sus habitantes viven de la agricultura y la horticultura. Cose-chan maíz, frijol, arveja, lechuga, rábano, tomate, cebolla, ajo y col. Siembran en primavera y en otoño, pero la primavera siempre es de regadío. El acueducto llega al río Hiloovetoo, afl uente del río grande de Ixtlán.

En este pueblito hay dos cosas, que son las más grandes: una choza, en contraste con lo demás del caserío, situada a 50 me-tros del palacio municipal, y una estatua, que destaca en el jardín. La estatua representa a un indio que nació en la choza: a Pablo Benito Juárez.

De este indio, ejemplar peregrino de energía, cuyos padres fueron Marcelino Juárez y Brígida García, quedan de pie toda-vía gentes de su sangre: María Ruiz, de edad 100 años, mujer de Justo Juárez, primo hermano de Marcelino, y sus hijos Ruperto, Juan y Anastasio, que cuentan respectivamente 50 y 65 años. Vive también Felipe García de 90, primo de Pablo Benito Juárez. Dice Felipe que éste su primo, quedó huérfano de padres cuando rayaba en los ocho años; Marcelino falleció en el portal del palacio de gobierno de Oaxaca, en una de sus idas para vender fruta, y descansa en el Patrocinio. Brígida, en Guelatao y yace en uno de los templos.

No le dejaron recurso alguno a Benito, sino su trabajo, que fue siempre su sostén. Entonces buscó refugio en el hogar de su tío Bernardino, de índole recta y severa, que tenía por inte-reses un solar contiguo a la Laguna Encantada y un rebaño de ovejas. El huérfano dedicóse a su cuidado. Antes del pastoreo, entraba en la escuela particular de Domingo García, nativo del lugar. Después, arreaba a sus animalitos. A veces, trepado a un árbol, les peroraba en su lengua, en zapoteco.

Un día, el miércoles 16 de diciembre de 1818, por andar ju-gando con uno de sus amiguitos de infancia no advirtió que su rebaño había entrado a saco en una sementera. El propietario tomó en rehenes a las ovejas, en tanto no le fuese reparado el daño. Perdido de ánimo el pastorcito y puesta su considera-ción en la severidad de su tío, huyó del pueblo y tomó camino

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de Oaxaca. Iba el pobrecillo con sólo su ropa en el cuerpo: sombrerito de palma, camisa y calzoncitos de manta y cacles. A trechos, parecía detener el paso para escuchar la voz de su conciencia en la lucha sostenida entre el amor a su hogar y el temple de su carácter. Así, con estas tempestades en su alma, hermosa y pura, llegó a la ciudad y paró en la casa de don An-tonio Maza, español y amo de su hermana Josefa. Éste fue su camino de Damasco.

A poco de transcurrir tiempo, Josefa le puso a servir con don Antonio Salanueva, tercero descubierto de la 3a orden de San Francisco y encuadernador de libros. Cerca de este buen hombre completó su instrucción primaria, y en seguida se matriculó en el colegio Seminario, en que había dos cátedras de gramática, una de fi losofía, una de teología moral y otra de teología dramática.

El 8 de enero de 1827 abrió sus puertas el Instituto de cien-cias y artes del estado, y él fue uno de los primeros alumnos: se inscribió en la 8a. aula, que era la de derecho natural y civil, desempeñada por el licenciado José María Arteaga.

La noche del jueves 30 de julio de 1829, en el instituto, de-fendió en acto público estas tesis de derecho:

1] Los poderes constitucionales no deben mezclarse en sus funciones.

2] Debe haber una fuerza que mantenga la independencia y el equilibrio de estos poderes.

3] Esta fuerza debe residir en el tribunal de la opinión pú-blica.

El 12 de agosto de 1830, en el mismo plantel, sostuvo pú-blicamente estas otras conclusiones:

1] La elección directa es más conveniente en el sistema re-publicano.

2] Esta elección se hace tanto más necesaria cuanto más ilustración haya en el pueblo.

¿Todo esto no revela al pontífi ce impasible y perseverante de la república y la reforma? G

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