Martín Linares - Corrupta y Travestida

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Corrupta y travestidaHistorias de una ciudad velada

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Martín Linares

Corrupta y travestidaHistorias de una ciudad velada

Editorial Autores de Argentina

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© Martín Linareswww.martolinares.com

Ilustración de tapa: Laura GoriDiseño de tapa: Natalia Adami

ISBN: 978-987-1791-06-4

Editorial Autores de Argentinawww.autoresdeargentina.comE-mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Linares, Martín Corrupta y travestida. - 1a ed. - Don Torcuato : Autores de Argentina, 2013. 100 p. ; 20x14 cm.

ISBN 978-987-1791-06-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863

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Agradecimientos

A Marita, mi mujer, por ser mi sostén y mis alasA Vera, mi hija, por ser mi sueño y mi verdad

A mis hermanos Lorena y AndrésA mis suegros, cuñados y sobrinos

A los pocos, pero grandes amigosA María Laura Castro, coordinadora del taller Sueños y Letras, por su generosidad en las correcciones

A mis compañeros del tallerA Pat Chomnalez, por su honestidad

A Laura Gori, Natalia Adami y Rocío Souto, por haber embellecido con su arte estas tediosas páginas blancas y negras

A la salud de mi madre y a la memoria de mi padre

Con afecto, Martín

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Prólogo

Corrupta y travestida no es un libro de cuentos, es un laberinto que cuando menos se espera nos enfrenta a retazos de nuestra histo-

ria, retazos olvidados o siquiera advertidos pero que operan a diario definiendo nuestras certezas y dudas frente a la vida. Es en ese pasaje de libro a experiencia sensorial donde radica la imposición a su lectura sin descanso y dónde crece, palabra a palabra, la ansiedad que provoca el saber que allí hay una parte nuestra desnudada por la mirada de un otro.

Los personajes provocan desasosiego pero no extrañeza, toda vez que no son más que nuestro propio reflejo recortado en un tiempo y un espacio redefinido por la pluma de este autor irreverente, quien sin permiso nos cuenta quiénes somos y quiénes fuimos.

Él los ve desde un rincón de sus de sus cotidianeidades, ellos dialo-gan con él y lo hacen participe de sus derroteros. Es esta relación entre autor y personajes uno de los grandes aciertos de Linares, quien como un padre duro -aún cuando éstos lo emocionan- les exige conductas morales estrictas. A veces con tanto sarcasmo, otras con tanta indolen-cia y desidia por sus miserias y dolores que nos lleva a preguntarnos qué clase de padre es ese, mezcla de Dios creador y Dr. Frankenstein, pero más eficiente porque jamás pierde el control de sus bestias, que no llevan tuercas en las sienes, sino historias igualitas a las nuestras... Entonces la catarsis se produce natural y ferozmente, convirtiendo la relación entre el autor y nosotros, en otro acierto destacable.

Linares no niega ni esconde la satisfacción que le produce el des-nudar nuestras miserias y dolores, pero sobretodo de enrostrarnos que mejor que nosotros mismos él conoce cada detalle de nuestras histo-rias.

Historias de argentinos negadores que transitaron las calles de Munro en la época de su furor sin ver la moto bajo el tablado, de jóve-nes -que aún sin estar a bordo- se hundieron en el General Belgrano perdiendo en ese horror la inocencia, de transeúntes ensimismados que atraviesan las estaciones de trenes sin detenerse a observar rituales de amores imposibles, de esperanzados empedernidos que esperan el

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despertar de un coma “decidido”, de insensibles que siguen pensando en la Momia Negra como una malvada, sin siquiera imaginarse que escondía en sus entrañas la historia de un hombre que quizás aún sigue viviendo a unas pocas cuadras en una casa húmeda.

Este libro-laberinto compuesto por cuentos cortos, que manifies-tan el talento de decir con poco, es también un libro de la historia del país. Una historia de inmigración, de discriminaciones explícitas o so-lapadas, de familias patricias y villeras, de encumbramientos de ídolos de barro y de olvido de los desposeídos que a lo largo de dos centurias no han obtenido más que alguna solidaridad esporádica. En algunos recodos de ese encuadre histórico sentido -al son de musicalidades que van desde la cumbia a la ópera- la pluma de Linares parece darnos la posibilidad de vengar injusticias y pasado. Sin embargo, cuando esa sensación esperanzada alcanza su clímax nos encontramos cayendo a un abismo, en cuyo fondo el autor espera el golpe para luego reconfor-tarnos con algo de humor y mucho de ironía.

En síntesis, durante la lectura de estos cuentos, nuestras emociones son conducidas cuidadosa y amorosamente por alguien talentoso y con poder para hacernos reflexionar en profundidad como individuos y como parte de este particular colectivo que es el ser argentino.

Por último, valga destacar que por encima de sus capacidades lite-rarias -que le permiten hasta desarmar a su antojo un lunes de lluvia y enero- Martín Linares es un hombre sensible que al igual que nosotros puede ser desarticulado por sus amores y por cualquier RUPELAPIO.

Patricia Chomnalez

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Al enésimo

La casona tiene una galería ancha y muy fresca; la glorieta corta lon-gitudinalmente todo el ancho del terreno, repartiendo en sendos

hemisferios las caléndulas, lirios y demás retoños que solía vigilar mi madre.

Al final del corredor, reina soberano el viejo sillón mecedor en el que cavilo mi desesperación noche tras noche.

Hacia las cinco de la tarde, llevaba diecisiete; después perdí la cuen-ta. Es evidente que hoy tampoco pude llegar a la utópica meta de bajar a un atado diario, aunque se lo haya prometido a los cumpas del tute de los viernes.

Esa fue mi primera promesa, la segunda me la guardé para mí, por-que nadie lo sabe. ¡Bah! Abel sabe, pero se hace el sota y dice que no es nada importante.

No consigo dormir más de tres horas. Todo es su voz. Su voz en la galería, su voz en las paredes de la oficina, su voz en mi cabeza.

El error está en pensar en su cabello o en sus arrugas, o en sus pier-nas bellas. El elixir de la vida está en su sabrosa cadencia en el decir, en la expresividad del argumento, en la convincente solvencia de las pala-bras, en su timbre acertado y en esa erre afrancesada, como de lengua apretando el paladar que realza en mí la sensación de macho cabrío, de protector silencioso esperando entre las sombras.

Este es mi tercer Jack Daniels. Es verdad que el Tennessee no hace doler la cabeza como el bourbon. Los psiquiatras no entenderán nada sobre mujeres, pero con el whisky tienen el futuro asegurado.

Todo comenzó con un error, con esa maldita manía de no anotar en la agenda los números de los allegados, costumbre adquirida desde el mentado Proceso; y como a tía Hilda la llamo sólo para las fiestas de guardar, pobre vieja, mi equívoco al discar fue lo que me llevó a Ella.

Al instante de oír su voz, quedé pasmado, aún conservo un vie-jo teléfono a disco, nerviosamente, presioné la horquilla para cortar, aunque no podía bajar el auricular. O quizás, no quería hacerlo. Volví a discar y su voz reapareció esplendorosa; entonces decidí escuchar, sin hablarle, sin presionarla con la inutilidad de una pregunta o de un comentario desafortunado.

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A partir de allí se repitió la fórmula al enésimo. Mi llamado era res-pondido con una catarata de frases que me acercaban el edén al cuerpo; yo nunca respondí una palabra. No niego que esperé que ella pregunta-ra al respecto o que, alguna vez, pensé que no habría de prestarse ya a ese siniestro juego que se fue transformando poco a poco en obsesión.

Una adicción se cubre con otra. Jamás un adicto deja de serlo, sólo logra desprenderse de algo cuando otra cosa lo enmascara. Algo tal vez menos nocivo, quizás, tal vez con un mayor contenido espiritual, pero siempre se mantiene esa relación de dependencia. Yo soy adicto a su voz.

Esa voz que da sentido a esta vida de equívocos constantes y gritos de jefes, a máquinas de café y colectivos rebalsados, a esa maraña de ruidos inhóspitos que en definitiva es la vida.

El juego, en apariencia, es doble. Sospecho que ella también espera mis llamados (reconozco que en muchas ocasiones he llamado a las mismas horas, con idéntica respuesta) y provoca que mis expectativas se agiganten o diluyan según el caso. Ha sucedido que ante la requisito-ria abusiva de mi caudal de llamados, en lugar de escuchar su voz clara y serena, me haya preparado deliberadamente una vil estrategia para desarmarme. Ha puesto melodías inexorablemente bellas de Brahms o de Händel que resonaban vacías en mis oídos hasta que lastimado en mi ilusión, apagaba el aparato de un manotazo.

Hubo además una ocasión en la que permitió que otra persona in-miscuyera su podredumbre en nuestra relación tan armónica.

Aquella vez casi colapso, estrellé el teléfono a disco contra la pared y soporté la angustia de no llamarla durante dos días.

Ahora decidí tomar el toro por las astas y no volver a llamarla; aunque me cueste el whisky, las penurias y los dos atados diarios. No voy a claudicar. No quiero hacerlo, pues me debo integridad. Me debo el coraje de no arriesgar el corazón, pues ella lo sabe. Sabe que me va la vida en esos versos. Sabe que seré otro cuando levante el dedo de la horquilla y caiga en sus redes y me susurre al oído con su impiadoso gorjeo de Medusa:

—“Usted se ha comunicado con el conmutador de la Biblioteca Nacional Argentina…”

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“…Cada especie animal se multiplica en proporción a su propia subsistencia. Pero en una sociedad civilizada, es solo en los rangos inferiores de los pueblos

donde esa razón de subsistencia puede fijar límites a la multiplicación de la especie humana. Y no puede hacerse de otra forma que destruyendo una gran parte de los niños de los matrimonios

fructíferos”Adam Smith – La riqueza de las Naciones

La Casa de los Expósitos

La piel cetrina, las manos rugosas de separar junco de semilla y esa expresión desolada, arrasada, de cien años metidos dentro de veintitan-tos. Tan alejada de aquella promesa de tierra justa.

Lo tomó entre sus brazos como la primera, como la última vez. Besó sus manos y su frente, recorrió su cuerpo exacto, su torso desnu-do de querube sin alas y le juró lealtad a pesar de las distancias. Levantó sus manos lo más alto que pudo y le auguró con voz entrecortada: - Serás un gran hombre.

Y lo pasó al otro lado del molinete, allí donde el hombre sin rostro lo tomaría con un gesto de indisimulado desprecio.

Ella quiso mirar al hombre, quiso explicarle, llegó a decirle, casi gritarle: Se llama Seve…

-¡Indias de mierda! – recibió como respuesta – ¡Paren como conejos y después se desentienden de los guachos! – Y con la voz aún más alta y agresiva amenazó:

-¡Tomatelás antes de que llame a la Convalecencia!Un expósito es un expuesto, alguien que fue abandonado por po-

breza o por desidia. El frío edificio partía en dos la realidad entre pu-dientes y mendicantes.

Al menos el bebé no estaría a la intemperie, posible víctima de pe-rros callejeros hambrientos, de millares de pestes, de odios por su con-dición social; podría quizá hacerse una vida digna, vivir como un ser humano, no como un paria errante sin lugar al que volver.

El inmenso torno de madera giró y ella lo perdió de vista. El cartel que presidía al armatoste rezaba sobre el mármol con un sadismo es-peluznante: Mi padre y mi madre me arrojan de sí. La caridad divina me recoje aquí.

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Los abotinados se acercaron enseguida a guardar el orden y ella de-bió bajar la cabeza una vez más, bajo esa garúa que más que bendición pasó a ser mantón de martirio.

Las señoras que, entre miriñaques y sombrillas, recorrían la vieja Montes de Oca comenzaban a acostumbrarse a esa chusma, a ese desfi-le incesante de “mulatos y pardos” que encargaban a sus críos a la bue-na de Dios en el orfanato, y de estos horripilantes relatos se componía buena parte de sus tertulias y convites.

El cuerpo del hombre pobre sirve sólo para dos cosas: para dejar los huesos en la zafra hasta la muerte, o para morir en una guerra que le es ajena y de la que nunca obtendrá rédito alguno.

En cambio, la mujer sola tiene destino de burdel, mientras el cuero aguante pero, cuando el ochocuarenta no ve más negocio, es sólo la men-dicidad el camino de espera por la Parca.

-Alba– le canturreaba el patrón bueno, el que la sacó del pago chi-co–. -Albita, porque me iluminás el día. Siempre serás mi china.

-Siempre suya, patrón – decía Alba, sin mirarlo siquiera.Lástima que al viejo se le olvidó la promesa de amor eterno al en-

terarse del vástago que Albita llevaba adentro. Aquella fue su primera noche de frío y de Barracas Sur.

Con algo más de cuarenta años ya parecía tener dos vidas encima; el frío se calma con alcohol, al igual que las penas, el alcohol con llanto, el llanto con espera.

Al igual que la malaria y la fiebre amarilla, sarna e hipotermia son dolencias de la calle, y en eso andaba Doña Albita cuando por fin creyó que iba al cadalso.

Dos enormes hombres la levantaron de su banco sin mediar pala-bra y la subieron a un carro blanco; el grito de terror nunca salió de su boca, sólo estertores que decían que no había vida en esa vida. Y se dejó llevar, para qué alimentar esperanzas, pensó. Se encomendó al Señor de Mailín, por el almita de su bastardo hasta que la venció el sopor de un largo sueño.

Como volviendo de un letargo de años, Albita logró abrir los ojos en un estallido de congoja y desesperación. Estaba cobijada en una cama limpia, en un salón amplio y blanco, repleto de camas como la suya.

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Comprendió al fi n la escena, intentó incorporarse y, gesticulando espasmódicamente, quiso inquirir al joven de bata blanca que aguarda-ba a su lado, pero esa garganta no estaba preparada para emitir sonidos, después de tantos silencios.

-Señora, tranquila– le pidió el médico intentando reconfortarla tras esa muestra de dolor. –Usted estará bien dentro de unos días… Tómese un tiempo para descansar. Por cualquier cosa que necesite, mi nombre es Espósito, Severino Espósito.

Y aquella fue la primera vez que vi a mi madre sonreír.

Torno con campanilla de La Casa de Niños Expósitos, ex Hospital Casa Cuna

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Dos veces con la misma piedra

Debo partir de la premisa de que odio a mis vecinos. Aún sin co-nocerlos.

Los vecinos son personas a las que les ha tocado en suerte estar cer-ca de la intimidad de uno, no son familia, no son amigos. La cordialidad no tiene por qué ser amistad.

Nunca fui un tipo ordenado ni metódico, pero cuando falleció María Eugenia, hacen hoy exactamente ocho años, tuve que ingeniár-melas para que las chicas terminen el secundario y en el caso de Juanita, la facultad. Una vez que ellas dejaron el nido mi única compañía pasó a ser Hermes, mi mastín, el apoyo moral y la obligación de volver a casa cada noche. Al menos hasta hoy.

Cuando abrí esta tarde el portón del garaje para entrar el auto, Hermes no vino corriendo a mi encuentro, cosa que me sorprendió so-bremanera pues fue desde siempre su costumbre, pero no le di mayor relevancia, pues estaba ocupado y en estos días la cabeza se dispersa con más facilidad que otros.

Saludé dando las buenas tardes con corrección a mi vecina, como cada vez que llego, aunque esta vez nadie respondió desde el sillón mecedor de la casa de al lado. Sonreí y me sentí un tanto estúpido por haber saludado a una silla vacía.

Al cabo de una media hora, extrañado de no escuchar ruido alguno en el patio trasero , crucé el corredor y decidí ir a buscarlo con el fris-bee en la mano para jugar un rato y allí lo vi, rígido, muerto. Corrí a ver qué pasaba pero ya era tarde, Hermes había sido envenenado.

Estaba caído de bruces sobre el bebedero, con seguridad en un intento desesperado de calmar su dolor con agua. Su mandíbula estaba tan apretada que ni ejerciendo presión pude abrirla para ver si había in-gerido algo tóxico o algún dato que me permitiera esclarecer qué había sido lo que había sucedido con mi perro.

Lloré, es cierto, como hace tiempo no lo hacía. Me sentí sólo. Así es que me prometí indagar sobre su muerte y vengarme del asesino. No tuve fuerzas para sepultarlo aún, decidí entrar a la casa e intentar pensar con frialdad en cuál podía haber sido su destino.

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Comencé a hilvanar algunas hipótesis: ¿Quién más que un vecino desequilibrado podía haber cometido tal atrocidad?

Nunca pude quitarle a Hermes la mala costumbre de atacar las fre-sias y malvones de mi vecina de junto, Claudia, quién lo había corrido a escobazos en varias ocasiones. Por ende, ella aparecía al tope de mi lista. Algo en su cara de póker al repetir “buenas tardes” me perturbó siempre y además, ahora caía en cuenta, hoy no estaba sentada en su pórtico como cada día. ¿Sería tal vez para que no la descubriera en alguna actitud poco habitual?

Corrí la cortina que apunta al ligustro y la vi en sus quehaceres domésticos. Al menos, estaba allí. Tomé mi agenda e hice algunas ano-taciones al respecto.

También incluí al vigilador del rondín entre mis sospechosos. Tenía cierta debilidad por mi recién divorciada vecina. El ocio y un amplio ventanal son amigos a la hora de desenterrar historias ocultas, y a pesar de no ser un tipo curioso, había notado la recurrencia de sus visitas a horas y deshoras. Esta dupla, que parecía escapada de un grabado de Berni, bien podría haber urdido un plan maquiavélico para deshacerse de mi sabueso y de paso destruirme moralmente; cosa que, al parecer, consiguieron con eficiencia.

Subí a la terraza para tener un paneo más exacto de la vulnerabili-dad de mi casa y mi perro. Desde allí podía observar su cuerpo inerte, la extraña curvatura que describían sus extremidades. Quise encontrar algún sutil mensaje en su postura, en sus rasgos. Pude notar que para el momento en que Hermes había sido envenenado aún no había ter-minado su comida, la que veía aún en su plato; por lo tanto, tuve la certidumbre de que el hecho había ocurrido por la mañana, ya que él mismo racionaba sus porciones y reservaba comida que solía terminar un rato antes de que yo volviera del trabajo.

El aniversario de María Eugenia parecía no darle tregua a mi nece-sidad de terminar con el tema y darle cristiana sepultura al pobre perro, así que traté de sobreponerme y continué con mis reflexiones.

No tengo vecinos enfrente, sino el cercado divisorio del barrio que está a más de quinientos metros de las otras propiedades. Mis especu-laciones debían situarse en el otro flanco de la casa.

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En la vivienda contigua había vivido una mujer un tanto desquicia-da que solía gritar y amenazar constantemente a su hijo de tres años que lloraba sin parar y de la que, por fortuna, nada sabía desde hace ya un tiempo. El lugar estaba vacío, aunque en los últimos días había visto estacionada en su puerta una camioneta de reparaciones domés-ticas, por lo que supuse que estaban arreglando el lugar para volver a habitarlo.

Chalet de por medio, vive una mujer sola. No podría describir su fisonomía ya que las pocas veces en las que la he visto, bajaba o subía de un automóvil que solía esperarla a motor encendido y partía rauda-mente al finalizar la carrera que la depositaba en su lugar seguro.

Recordé que una mañana le había preguntado a Euge si esa mujer que se vestía con pilotos o sobretodos aún en los días más caluro-sos sería algún tipo de agente encubierto o algo siniestro a lo que ella me respondió con poético sarcasmo que se trataba seguramente de la “mujer de la bolsa” y luego, con su paciencia de docente científica, me explicó cuestiones irrecordables acerca de la fotofobia y la xerodermia. De todos modos esa explicación nunca me había satisfecho, y la ingre-sé en el listado de mis posibles enemigos.

Revisé la casa para buscar indicios de un ingreso furtivo con inten-ción de robo, elucubrando así la posibilidad de alguien que no estuviera teniendo en cuenta.

La caja fuerte estaba abierta, nada parecía faltar, aunque no podría asegurarlo. Llamé a la garita de seguridad y me dijeron que nada extra-ño había sucedido esa mañana. Me ofrecieron llamar a la policía a lo que me rehusé por completo. Necesitaba dilucidar yo mismo qué había sido lo que había ocurrido con Hermes, se lo debía.

Mi mente estaba bloqueada, no dejaba de preguntarme por qué ese día. Alguien que me conocía bien y sabía de mi dolor agudo al recor-darla se aprovechaba de esta fecha para hostigarme.

¿Habré sido tan mal vecino? Siempre creí comportarme con genti-leza al cruzarme con alguno de ellos.

En un ataque de furia destruí buena parte de la vajilla, y un par de candelabros antiguos dieron de lleno contra la puerta corrediza que lle-va al patio. Pateé todo lo que se interpuso en el camino y me dejé caer de rodillas ante el cadáver de mi amigo.

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Giré su cabeza hacia mí, como buscando su complicidad en ese juego macabro que debía terminar de una vez cuando, extrañamente, de su boca tiesa cayó parte de la comida que había quedado atrapada en su dentadura.

Una bolilla de dos centímetros de diámetro rodó hacia mis rodillas, la agarré con manos temblorosas y fui corriendo a buscar mis lentes; en el camino tropecé con la bolsa.

Ahí lo comprendí. No había habido robo, ni venganza, ni misterio. Simplemente había confundido el alimento balanceado con piedritas sanitarias.

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Oscilante

Fue para la época en que decidiste dejar de moverte, ¿te acordás, Alfredo?; porque a mí nadie me quita de la cabeza que vos lo de-

cidiste.Siempre tuviste ese temperamento tan fuerte, tan determinado. Me

acuerdo que decías que el movimiento es vida y que sólo el hacer cosas nos libra del ostracismo inicuo del ser (las recuerdo siempre, tus pala-bras dificultosas), nos libra de la vanidad.

Y todo el mundo te escuchaba; eras un poquito vanidoso después de todo, pero siempre coherente, y lo demostrabas haciendo montañas de cosas.

Salías trotando de Tribunales al estudio, deporte tres veces a la se-mana, los viernes me llevabas a bailar milonga a lo de Celia, los martes era el Círculo Literario, los cafés con los muchachos y hasta si me ente-ré de alguna secretaria arpía que pusiste en mi lugar por un par de horas al mes. Si, lo supe, siempre lo supe.

Pero ahora no viene al caso, porque ahora recuerdo intensamente ese día en que decidiste dejar de moverte. No hablaste más, tenías un rictus pálido, como de interrogación, como si de pronto no supieras que decir. Y me aterroricé.

Sabía que tu vida era el constante oscilar, tu única catarsis y de repente era mayo aunque estábamos juntos en ese cuarto iluminado de neón y olor a éter. Parecías postrado, inane, indefenso; ya sin las palabras que son a la vez escudo y espada.

Y yo no podía soportarlo. Me acuerdo que empecé por incorporar tu camilla una y mil

veces, con el control remoto, fingiendo la ilusión óptica de que final-mente te movías y sonreías; pero todo era fútil, siempre volvía ese tenso estado de quietud, esa suerte de rigor mortis en plena vida, ese desarraigo inmundo de la personalidad y el deseo.

Entonces, poco a poco, decidí demostrarnos que yo también podía lograr el movimiento. ¿Te acordás, mi vida? Siempre yo, tan temerosa, tan a tu lado.

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Y comencé por traerte fotos y mostrarte cómo era el pueblo cuan-do nos conocimos; te conté del Liceo de Señoritas y del rubor que me generó cuando te acercaste a pesar de las amenazas de mi celadora, y me hablaste al oído, y casi muero de vergüenza. ¿Te acordás, amor?

Y te recordé nuestra noche, nuestra primera noche, y los asados en lo de tía Beatriz, de los escapes furtivos al campo y del vientre vacío que nunca pudimos llenar.

Siempre y cuándo no vinieran esos llorones que tomaste por ami-gos, bobalicones desesperanzados con sus aullidos de por qué y sus ruegos a la Auxiliadora para que vuelvas en vos. Siempre y cuando no estuvieran ellos, me veía obligada a llenar los vacíos.

No fue tarea fácil, siempre fuiste muy instruido y exageradamente curioso.

Así es que, sin reparar en ello, comencé a cantarte mis canciones de adolescente, a repasar los pocos pasos de baile clásico que recordaba de la niñez, sólo para que sonrías; te recitaba los clásicos, tus favoritos.

El tiempo fue pasando sin apuro y las lamentaciones de amigos y familiares fueron siendo más esporádicas porque ya no veían espe-ranzas y, valga decirlo, todos extrañan y quieren más al muerto que al vegetal que aún no se decide.

Pero yo resistí, me animé a escribirte unos versos toscos, a contarte de actualidad y de los cuernos que la Estela le colocó al marido des-pués de tanto infierno; de tu mamá, que no pudo esperarte tanto y se fue antes que vos y de tantas otras cosas que tenía guardadas, con voz chiquitita, con el asombro de la gota que se ve parte de la catarata y no puede, ni sabe cómo, volver atrás.

Lo ilógico es que empecé a escuchar y dedicarle atención a mi voz pequeña, fui acostumbrándome a ella, a mis cosas; y parecía a veces que la vida recobraba un poco de ese movimiento cíclico del que tanto hablabas, y me hacía bien.

Un martes cualquiera decidiste despertar de tu letargo, cuando ya nadie lo creía, cuando ni siquiera yo lo esperaba. Las lágrimas en la co-misura de tus ojos y de los míos, y tu primer gracias, te acordás amor, tu primer gracias.

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Cómo es de sensato el mundo, así como las gotas de mercurio se van uniendo en su cercanía, el movimiento te esperaba y vos, de a poco, te le fuiste acercando.

Y tus amigos llorones te hicieron el lugarcito que te correspondía y todo comenzó a marchar como era antaño.

Y fue allí que lo comprendí.El movimiento es elíptico, con aceleraciones y peldaños, con pen-

dientes y con llanos, no es uniforme y dos cuerpos, por iguales o com-plementarios que parezcan, no pueden recorrer siempre la misma dis-tancia al mismo tiempo.

Ahí, lo recuerdo vívidamente, ahí lo comprendí.

Es por eso, mi amor, que creí imperioso que supieras estas palabras incomprensibles, quizá inconexas, que muerdo en voz chiquita mien-tras abordo el ferry, y comienzo a moverme.

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Nana para el abuelo que no fue

De mostacho siempre largo y recién peinado, Pedro maneja un taxi de la democracia nueva, aunque sólo sabe ser guerrero.

Acostumbrarse al sello rojo que denuncia SINDICALISTA en un legajo le acarreó, además de relegar a su familia, una larga búsqueda espiritual y cuatro atados de Parliament diarios que achicarán sus días hasta no cumplir los treinta y nueve.

Quizás fantaseó un poco al rememorar aquellos tiempos. La mente es inflacionaria en cuanto a recuerdos, pero ella recuerda muy bien, y lo vivió todo junto a él.

Después de todo, ella fue quién debió organizar campamentos doc-trinarios para hijos de subversivos, quién debió sobrevivir quincenas de treinta horas y parar la olla con lo que hubiera y ser también la anónima gran mujer detrás del anónimo gran hombre.

Pedro Clandestino repartía su tiempo como delegado en una fá-brica y como militante de un proscrito peronismo endeudado en mil candilejas y promesas incumplidas.

Tiempos de plomo, dirán algunos, de tomas de fábrica, de perse-cuciones por los techos del barrio y de amigos que de pronto ya no estaban. De salir de una “batida”, espalda contra espalda y a los tiros con Juancho, su gran camarada, de vindicar equivocaciones de otros.

Parecía un vikingo sobre dos ruedas, Pedro, y lo que recuerdo sobre lo que ella a veces me cuenta me lleva a Munro.

La localidad de Munro era un hormiguero en los setenta; llamada por años la Capital de la Indumentaria, se transformó en un gran polo fabril que atraía capitales de todo el país y con ello la lógica moviliza-ción obrera.

Los almuerzos de faena confundían uniformes grises, verdes y azu-les en un arco iris de resplandor industrial jamás vista y que nunca se repetiría. En las esquinas de Mitre y Malaver estaba la Unidad Básica en la que militaba Pedro.

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Una tarde de primavera, frente a dicho edificio se montó un esce-nario de madera, armado para que un grupo de artistas interpretaran el triunfo del Chacho, de Cafrune, o algún homenaje a la Abuela Vieja, esa madraza que perdió un hijo en cada injusticia histórica del país.

La juventud obrera se congregaría en plena calle al cabo de unas horas, cuando de pronto se oyó el ronroneo de un motor exigido por una carrera obligada.

La Royal Enfield 500 era una motocicleta rutera de gran envergadu-ra. Acelerada al máximo, zigzagueaba por Vélez Sarsfield continuando un raid de varios kilómetros de persecución hollywoodense sobre ve-redas anchas, irrumpiendo en la siesta del sábado.

La velocidad que traían auto y moto era muy elevada y el espacio para el escape era muy reducido, por lo que parecía que ambos se es-trellarían irremediablemente. Pero allí –ella lo vio todo– el Clandestino hizo lo impensado; como si se tratara de un doble de riesgo reclinó su cuerpo sobre uno de sus lados y derrapó con moto incluida por debajo de la plataforma desapareciendo de la vista de su captor.

El tablado estaba armado en todas las acepciones de la palabra, pre-parado por si llegaba la ocasión, y portaba como orgulloso estandarte, el bucólico rostro de un montonero de Peñaloza en el estrépito de la lucha.

Esa misma tarde, o tal vez alguna otra, los guardianes del fuego cristiano y decididamente humano se apostaron en el edificio pertene-ciente a la Municipalidad de Vicente López para abrir fuego sobre el filisteo, pero aún en esos tiempos de indefensión absoluta, decenas de brazos alzados defendieron a Pedro armando un paraguas humano que exigía una masacre, si se pretendía una matanza.

Su ingreso a las tristemente célebres Listas Negras lo obligaron a escabullirse al Brasil, ya con el mote de Chiche, y aunque regresó pron-to, nunca pudo reinsertarse al sistema laboral a causa de los famosos sellitos rojos.

Luego todo se hizo cuesta arriba y aprendió que algunos nacen con estrella y otros tantos, estrellados.

Se sabe que la historia la escriben los que vencen, pero en ocasio-nes, los dedos de la democracia cubren parcialmente las bocas llaman-do a silencio.

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Ahora soy yo quién fantasea al respecto. Por momentos sueño des-pierto y veo a mi padre conduciendo su taxi flamante por las calles del centro, de repente reparo en que las balas no lo tocan aunque le lluevan o quizás lo encuentro cigarro en mano, como un ángel del infierno, montando su Royal 500.

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Ancho de espaldas

Por la calle que lleva al río, en aquél municipio que sueña con ser el ombligo del mundo, en una casa húmeda y ruinosa, vive Rubén.

Cada mañana se lo puede ver sacando por sobre el enrejado verde su banqueta redonda, a la sombra del paraíso. Allí, en plena vereda, comienza el ritual y costumbre de cebar un mate eterno y pachorriento acompañado seguramente de algún bizcocho o alguna diligencia de la gente que tanto lo estima en el barrio.

El Ancho pelea con los olvidos, pero sobre todo con los recuerdos. Los recuerdos se lo llevan a diario y lo consumen lentamente como a una piedra de viejo encendedor a bencina. Los recuerdos son esquirlas incrustadas.

Pasa alguien en bicicleta y le grita: —¡Vamos Ancho todavía!. “Todavía”, piensa Rubén, que desde hace tiempo es solo Rubén y

no quisiera ser más el Ancho. “Podría haber sido almacenero o peón de fábrica”.

Rubén levanta la mano derecha como en aquellos tiempos y el ci-clista se va agradecido.

— ¡No aflojés, Maestro! -le dirán más tarde, y en un santiamén sus setenta y cinco años no son un estorbo porque su cabeza lo lleva al Hércules argentino y a esas caritas de pibes asombrados al otro lado de las cuerdas.

Ahora el Ancho se carga al Gitano y al Mongol de una sola brazada, hace un

momento estuvo en la lona y no había vestigios de que pudiera recuperarse, pero el bramido de la gente que fuera desde siempre incondicional para con él, ha logrado lo impensado. Se escucha el primer “¡Campeón, campeón!, El campeón nacional, es un bravo varón, es un hombre de honor, con un gran corazón”, y las manos alzadas y el agradecimiento y la multitud pidiendo más.

Las figuras se entremezclan y el mate se enfría, un perro multirra-cial se lleva un botín salado a hurtadillas y el viento lo sacude de su Arribeños natal a su realidad de vereda y espera.

Rubén nunca ha perdido la costumbre de las musculosas entalladas

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y, como aún ejercita, la ropa sigue marcando el torso trabajado y los bíceps que fueran de hierro.

— ¿Te puedo molestar con un autógrafo, Ancho, querido? Es para el pibe; le puse Rubén por vos, ¿sabés? Siempre fuiste mi ídolo.

“Los ídolos son de piedra”, piensa Rubén, pero no lo dice. Y a mano temblorosa agarra la lapicera y garabatea.

— ¿Te puedo ayudar en algo? — dice la voz y aunque el Ancho necesite tanto la ayuda, es un Titán y los titanes se la bancan solos.

—No, ¿que decís? No. ¿Cómo se llama el pibe?— Rubén, como vos.—Rubén, como yo, ¿eh? Andá, pibe, ¡no me vayas a dejar el colegio,

eh!—. Y al volver al mate está maniatado.

Tufic Memet, el que tira arena en los ojos, lo está estrangulando con su kufiyya, luego le trabará los brazos y castigará duro en las piernas, buscando que el campeón se arrodille a sus pies, pero no lo logrará. El rápido movimiento del molino hará que el rival retroceda y sienta toda la humanidad del Ancho sobre él, luego le aplicará el volantín y, en un veloz movimiento, el árabe se verá despatarrado sobre los brazos de un héroe que consulta con los chicos sobre su destino, y 1,2,3 Tufic fuera del ring y los puños al cielo de Peucelle. “Es el Hércules argentino, también lo llaman el Ancho, es varón muy noble y sencillo y a nadie le cede un tranco”.

Despierta de su ensueño Rubén, un par de purretes le piden que les muestre su gran brazo y él les sonríe risueño.

A dos cuadras está Centenario que es muy ruidosa, pero a unos ochocientos metros comienza la bajada hacia el río y a veces camina el paseo serpenteante, como para no pensar; camina pesado y lento y, a paso firme, llega hasta un club de provincia, cerquita de Entre Ríos pareciera.

El micro estuvo averiado y llegaron sobre el pucho a hacer la exhibición, pero mal dormidos y mal pagos, con traza de héroes deteriorados y enmohecidos. Entonces el Cortito los juntó a todos y les habló; les dijo que ya estaba cansado y que la pierna le estaba jugando una mala pasada y que iba a tener que largar por la diabetes. Que todo debería ser de Peucelle, ahora. Después de todo, el Ancho era capaz de voltear

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a tres con un solo brazo, y la gente lo quería; y aquella noche, entre llantos privados y risas, brindaron con nostalgia por el armenio y por el Ancho.

Cruje la banqueta demasiado, a veces Rubén la cambia por un ca-joncito de manzanas con un almohadón y, como constantemente lo saludan, tiene siempre dispuesto el pulgar arriba agradeciendo, aunque adentro duela un olvido ciego.

No todos saben que Rubén a veces no era el titán y le tocaba el destierro de ser por un rato la malvada momia negra, no el paladín de la justicia, sino aquél que supo ser el odiado villano que pusiera en jaque el reinado de Martín en un par de ocasiones. Hasta le sonaba raro escuchar los “buuu” y los gestos de desaprobación cuando aparecía en escena.

Los mismos ojos redondos que se llenaban de respeto y admiración al verlo entonces inquirían que el cuerpo del Rubén vendado diera un mal pasó y cayera desmoronado para el regocijo de “los buenos”; pero tanto como héroe o como villano, el pizzero de Comolocomo jamás paso desapercibido.

Hace un par de años, un productor televisivo decidió ponerle precio a la melancolía y tentó a los ex colosos con la idea de un programa ho-menaje a los inefables Titanes. Finalmente todo se desvirtuó, y terminó el elenco en pleno rellenando un mal programa deportivo y mostrando su lado más frágil y desdibujado. Rubén se encontró recreando viejas rutinas anquilosadas a fuerza de viejos y fofos músculos, rescatando del olvido mallas estiradas y descoloridas, como todos ellos.

Por primera vez Rubén sintió vergüenza, pues el Ancho ya no era el Ancho y los demás nada, sino, como diría el poeta, una mueca de lo que quisimos ser.

En reiteradas ocasiones, nos es imposible separar la quimera de la realidad y terminamos generando un hábitat ficticio en la gente que idolatramos, paseándola desde un alba que se supone eterna al peor ocaso. Debilidades propias o ajenas nos demuestran que aquél que es injustamente glorificado por lo grandioso que es en lo suyo, pasa a ser un títere desprestigiado cuando ya no le tenemos la consideración del caso.

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No es cuestión de compasión, ni de borrar un pasado tan valioso como viril, se trata de la conmoción que genera para nuestro adalid convivir con la sensación de que todo ha terminado, salvo cuando cada tarde después de la siesta, luego de la presentación eufórica de Di Sarli, por los chillones altoparlantes del club se escuche:

“Cuando sale a luchar se parece a un ciclón, el que quiera ganar dejará el cora-zón. ¡Y a la voz de ahura, arriba Rubén, arriba el campeón!”

Memorabilia- Martín Linares

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La frente en alto

De los once hijos que Felisa trajo al mundo, nueve lograron sobre-vivir a la pobreza extrema y a las sequías e inundaciones constan-

tes del Chaco Oriental.Todos los varones debieron migrar a su turno. Algunos de ellos a

Asunción, que ofrecía una mayor inserción laboral y económica y los restantes a la lejana Buenos Aires, donde podrían granjearse un trabajo digno para mantenerse y además enviar una pequeña remesa a la fami-lia para garantizar su subsistencia austera, de provincia.

Los Frentones era un lugar demasiado poco desarrollado para el trabajo masculino a fines de los años setenta. Las mujeres solían tra-bajar como lavanderas o como servicio doméstico en los escasos, pero acaudalados hogares de gente rica, exacerbadamente rica; dueña de los bosques y de las cabezas de ganado del lugar. Por ese motivo, las tres hijas de Felisa seguían viviendo en el pueblo, ayudando a su madre, aunque el momento de la migración le estaba llegando a la luz de sus ojos, Adolfito.

Adolfo Rafael Araoz, Fito para los suyos, era el menor de los once; el protegido de Felisa. Había nacido mucho tiempo después que los demás, “de chiripa”, solía decir su difunto padre, y había sido criado como el niño mimado, dentro de lo que la realidad permitía.

Fito tenía muy claro que debería emprender el éxodo al poder va-lerse por sí mismo, pero esa idea afectaba emocionalmente a su madre hasta alcanzar el impensado llanto. Después de todo, Felisa debió so-portar estoicamente el alejamiento físico de los otros cinco varones y se sentía falta de fuerzas para afrontar un nuevo abandono.

Hacia fines de marzo de 1981, llegó a la estafeta del pueblo el te-legrama que citaba a Adolfo a presentarse a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Jorge, el mayor de los hermanos, había evadido la orden fugando hacia el Paraguay, y ninguno de los demás había sido notificado para presentarse en el Destacamento.

Al mes siguiente, el tren que une las localidades de Río Muerto y Pampa del Infierno lo acercaría a Resistencia, lugar donde habría de presentarse para la revisión correspondiente.

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La novedad alteró gravemente a Felisa, pero Fito vio la posibilidad de comenzar una carrera en la milicia. Seguramente, al establecerse, podría enviar dinero a su madre y hermanas y eso lo enorgullecía.

El día de la partida Felisa no pudo despedirlo, tal era su desolación que prefirió encerrarse en el cuarto hasta que su hijo se fuera, para que no la viese llorar. Adolfo la consoló desde el otro lado de la puerta, se calzó su birrete y partió hacia la estación de trenes acompañado de sus tres hermanas.

Cuando hizo la revisión e hicieron su obligatorio corte de pelo al ras, Adolfo recordó a los antepasados del lugar, los guaycurúes; aque-llos que dieron nombre al pueblo de Los Frentones por la particular manera de rasurarse el cabello hasta la mitad de la cabeza.

Por primera vez, se sintió importante. Sería un soldado de la Patria, un colimba, pero soldado al fin. Evocó en un rezo a su madre y a su pueblo y partió desde el calor pegajoso del Chaco Húmedo hacia su destino, en el ventoso y helado Zapala.

Las primeras cartas eran esperanzadoras. Felisa las esperaba cada mañana a las nueve en punto en la terminal de ómnibus, aunque lle-garan cada mes o mes y medio. En ellas, Fito contaba lo bien que era tratado, las bromas y camaraderías con sus compañeros y hasta alguna anécdota sobre las salidas de franco con las lugareñas.

Felisa contestaba cada esquela con devoción, contaba al detalle su-cesos de su rutinaria vida y le daba partes sobre lo que sabía de sus otros hijos. Al finalizar la carta, siempre enviaba su amor de madre y le solicitaba que no olvidara escribirle, ya que las cuatro mujeres estaban orgullosas de su labor.

Hacia diciembre de ese año llegó una postal desde Puerto Madryn, deseándoles felicidades para el fin de año, luego hubo un prolongado silencio hasta febrero del 82, tiempo en que Adolfo le contó en una ex-tensa carta que habían redoblado las labores y que, al parecer, se trataba del final de su faena como soldado raso.

Le contó que creía que seguramente, al cabo de uno o dos meses, terminaría la conscripción y volvería al pueblo para pasar una tempo-rada antes de enlistarse definitivamente en el Ejército para defender a la Patria, tal como había aprendido en su corto tiempo en la Fuerza.

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A Felisa le volvió el alma al cuerpo al recibir noticias, aunque lo retó por una ausencia tan excesiva para con ella; le preguntó si necesitaba abrigo y si comía bien. Le deseó un pronto regreso y, aunque sabía que la carta tardaría en llegar y ser respondida, no dejó ni siquiera un día sin ir a la estación de micros a buscar la respuesta.

Los Frentones era un pueblo chico, una gran parte de los quebra-chos del antaño impenetrable bosque había sido talada y comenzaba a crecer incipientemente como ciudad desde que fuera ordenada como municipio, hacía sólo cinco años atrás. La Ruta Nacional Quince co-menzaba a acercar nuevos pobladores y algunos inversionistas que em-pezaban a cambiar poco a poco la realidad de desocupación del lugar. Esto hacía que Felisa comenzara a esperanzarse con la posible vuelta al pago de Adolfo y de sus otros cinco hijos.

El banco de la sala de espera de la estación de buses parecía tomar la forma de Felisa, ya no soportaba las largas mañanas en su casa y montaba guardia desde el amanecer allí, para no perder detalle. Sin embargo los días pasaban monótonos y la mentada comunicación no llegaba nunca.

Felisa empezó a escuchar la radio para tener novedades porque al-guien le mencionó que, al parecer, el país entraría en guerra. No podía abstraerse de los dichos de Adolfo acerca de defender a la patria. No sabía de qué forma comunicarse con él pues le había escrito en reite-radas ocasiones sin obtener respuesta y no conocía modo de enterarse dónde podía estar su hijo y menos aún de saber cómo estaba.

“Las Malvinas son Argentinas”, comenzó a reclamar la gente del pueblo. Un pueblo más cercano en distancia y costumbres al paraguayo, pero identificado igualmente con la lucha y con la unión de un país que siempre los había dejado relegados. “Las Malvinas son Argentinas”.

A Felisa no le importaban las islas, ni el país. Quería saber de su hijo. Cada mañana en la estación era una daga que abría su pecho. El arribo del infame colectivo y la noticia que no llegaba eran la estocada final, una muerte por día.

El 30 de junio de 1982, mientras los pocos televisores mostra-ban imágenes del mundial de fútbol e intentaban acallar los murmu-llos sobre el hundimiento del General Belgrano, llegó el ómnibus a

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la estación. Felisa salió a su encuentro como cada mañana. Esperó el trámite previo en la estafeta de correos y fue a reclamar por enésima vez una suculenta carta que la calmara y le avisara cuándo la Patria iba a devolverle sano y salvo a su hijo.

“Usatorre, Felisa”, gritó por fin el empleado del correo. Felisa se adelantó y envuelta en lágrimas corrió a través del pasillo para obtener la buena nueva. Recibió el sobre y cayó de bruces, sus manos no pudie-ron con el peso del pequeño envío.

Desde siempre, supo Felisa que los telegramas jamás traen buenas noticias.

Lucía – Laura Gori

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Caída no tan libre

Ella me mira, (o al menos mira), desde lo más escarpado de la torre.Quieta, alta, pálida.

Su mirada impávida nada dice, como si esperase el golpe.Yo, absorto.

Desde abajo la distancia es insondable, miles de cuerpos nos separan.

Y aún así ella estira sus brazos y procura alcanzarme.Sus pies rozan la caída y ella impávida, quieta.

Basta con un golpe.Pero estira los brazos y al parpadear detiene su mirada en la nada.

Respira profundo, ella. Sólo falta el golpe.Ella y sus brazos abiertos.

Yo, absorto. Mi carrera es esperar el golpe.Cuando por fin su pie derecho se adelanta, buscando la ingravidez

o la redención.Su cuerpo cae, presa del abismo y la distancia insondable.

Los cuerpos se acercan.Ella mira, la caída la tragó y está a pocos metros del suelo.

Yo, absorto.Sólo falta el golpe.

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Caída no tan libre – Rocío Souto

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Inmolación de la inocencia

Benítez nunca lo supo, de más estaría que se entere ahora, pero lo he timado durante toda mi infancia y una pequeña parte de mi

adolescencia.El objetivo era simple, conciso; aparecer del lado opuesto. Lograr

que el pobre viejo me viera salir para no pedirme el carnet al volver a entrar. El método a utilizar era lo complicado. No podía repetirlo en demasía porque allí estaría indefectiblemente a su merced.

A esta altura resulta obvio, pero debo mencionar que nunca fui so-cio del club, aunque debo decir que disfruté de sus instalaciones tanto o más que cualquier socio y las cuidé como si se tratara de mis propios bienes.

Los métodos, insisto, requerían de paciencia y de variados recursos, los cuales eran íntegramente posibles por la capacidad imaginativa del grupo, resultante de horas de análisis y charlas en las que se intercam-biaban opiniones, gaseosa en mano y la seriedad a la que obliga un pequeño paquete de vainillas que se comparte entre varios.

Oscar fue, durante muchos años, sereno y cuida ovejas del jardín de infantes lindante; porque hay que decir que el 910 tenía esa atracción extra, las lanudas se paseaban en ese entonces por todo el terreno y eran adoradas por los críos que se colgaban del alambrado.

Oscar, decía, me ha visto mil veces merodeando el tapial del Club, hasta dar el salto justo y refugiarme en una hamaca, luego sentarme quizás en el arenero de la plazoleta triangular y allí iniciar la corrida definitiva a millones de palpitaciones, hasta llegar a la siempre abierta puerta del quincho.

Algunas veces, al tirar unas piedritas sobre la cabina, lográbamos que Benítez saliese a ver qué pasaba y nos diera esos tres segundos de ventaja imprescindibles para cualquier delito.

Otras, el improbable ronquido de una siestita veraniega que aso-mara de la oficina de seguridad era la luz verde para el furtivo ingreso. Era allí cuando nos paseábamos bailando, haciendo morisquetas o gol-peando de coté el vidrio, estremeciendo al cristiano en su entresueño y así lograr la adrenalina necesaria para contar la anécdota.

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Pero el objetivo final de la operación era adueñarse por la tarde del patio descubierto, el refugio de los que amábamos el fulbito. El gim-nasio era más difícil, casi la gloria. Había que esperar que no hubiese ninguna disciplina en curso y encontrar el portón entreabierto y con aires de suficiencia decirle a nuestro utilero amigo: - ¿Nos prestás una de básquet, Coco?

En cambio, tres pelotazos contundentes bastaban para que las chi-cas de patín o pelota al cesto vieran concluida su faena y debieran echar por tierra su instrumental a la llegada de los bárbaros que éramos entonces.

Debo aclarar que mi renuencia a hablar en singular se debe a la indivisa presencia de mi camarada, Ricardo. Sería honesto decir que, en realidad, yo fui su lugarteniente; pero como ambos fuimos de tran-co corto y pelota siempre al pie, el mote de Los de la Sede nos cayó pintado.

Nunca cambiábamos localías, el polideportivo era muy complicado para acceder y no necesitábamos publicidad. Recibíamos a todo el que se creyera apto para el cincocontracinco y rara era la vez que nos íbamos sin una sonrisa.

Esa tarde, cuando Matías recibió el cuarto caño en seis jugadas, comprendió que el día estaba perdido. No era la primera vez que la impotencia ante nuestro despliegue lo enervaba, porque además, can-chereábamos más de la cuenta.

Nuestro contrincante ocasional perdió entonces los estribos y reac-cionó con su peor gambeta. Cobardemente, munido de la vil mentira del foul de atrás y la consecuente ida al vestuario a mojarse, vengó su ira delatándonos.

Ver a Benítez fuera de la cabina, secundado por Ferreira y, nuestro afectuosamente apodado, Carita de Goma nos hizo caer en cuenta de la magnitud de la redada.

Y allí corrimos, Ricardo y yo, desaforadamente corrimos; quién sabe el castigo que puede imaginarse un pibe de once años capturado en semejante fechoría.

El llanto de la mamá impotente ante el malevo desafiante, la posi-bilidad de no formar parte de la sociedad forjada a base de mentiritas

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blancas, la expresión de burla del que podía darse el lujo de pertenecer a ella, y mil etcéteras.

Corrimos hacia la explanada de las piletas, esquivamos nenas en traje de baño y bicicletas estacionadas en la puerta del buffet, eludimos el movimiento del pelotari que ganaba el punto en la mesa de ping pong y finalmente redoblamos el esfuerzo rodeando el alambrado que separaba el quincho de las canchas de tenis.

-¿Sabés de qué me voy a jubilar yo, pibe? – solía decir Poroto – ¡De canchero! Y ahora nos miraba, curioso, Don Poroto. Parapetados como un par de francotiradores imberbes, sobre el techito de los ba-ños, cuchicheando el silencio.

Al cabo de dos horas la decisión fue abrumadora. En cincuenta pasos de apenas apoyar el pie, habíamos recorrido la distancia al tapial salvador y de allí a paso marcial por la calle Sánchez y luego Lorenzini hasta que las piernas no respondieron.

Una vez a salvo, recuperando el aliento en el Boulevard, nos sobre-vino una doble sensación: el alivio del escape y el infortunio de saber-nos fuera del nido, como con una nostalgia prematura.

En un intento por mantener la reputación, decidí escabullirme al día siguiente por última vez en el club; quería saber qué se decía, re-correr con pesadumbre de renuncia a ese, que había hecho mi lugar; hacerme cargo quizás de mis andanzas de pibe de barrio.

Miré a los ojos a Benítez, busqué su complicidad y le dije con voz entrecortada: -¿Qué pasó, Don? Dicen que se metieron unos pibes ayer…

Y Benítez, sonriendo, me contestó: –Quedate tranquilo, pibe, que con el jabón que se pegaron, esos dos

no vuelven más.

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Soledad de carancho

Un carancho no tiene por qué saber si se encuentra en La Pampa o en el norte de Entre Ríos, eso es seguro, lo que tiene más que cla-

ro es que sus paisajes habituales son los que lo defienden de enemigos inesperados y situaciones desconocidas.

Así transcurrió toda su vida, o al menos casi toda pues, este caran-cho común y silvestre, carroñero y pendenciero, aprovechador de ni-dos ajenos había sido desde siempre fiel a su compañera, desde aquella lejana infancia, debido a que su fama de especulador nunca interfirió con la monogamia propia de su raza y la entrega de este ave rapaz con su alma gemela.

Este caracara, al que bautizaremos Poliborus a falta de mejor mote, perdió a su compañera merced a un error de cálculo: El cuis reciente-mente atropellado en medio de la ruta cinco camino a Buenos Aires resultaba exquisito a la inseparable pareja que había aguardado pacien-temente sobre las torres de alta tensión hasta que alguna presa apare-ciera.

En medio de la comilona nuestro Poliborus divisó el raudo tranco de un rastrojero que se les abalanzaba a alta velocidad y gritó. Gritó con un graznido ronco y atemorizante, alertándola de lo que iba a su-ceder; pero ella, confiada en que su macho la defendería ante todo mal, no comprendió el codificado mensaje y terminó sus días incrustada en el paragolpes delantero de la camioneta, a pesar del brusco intento del conductor de evitarla y de la audaz maniobra que debió realizar para no volcar el vehículo.

El carancho voló en círculos, por su rostro descubierto de plumas parecía caerle una lágrima. Su expresión de ceño fruncido habitual pre-tendía no haber trasmutado, pero algo en su interior se había quebrado para siempre.

A pesar de haberse criado viendo y devorando entrañas, no pudo siquiera acercarse a su compañera. Ella yacía inane y despedazada y, con un gorjeo de dolor y sufrimiento, la despidió levantando vuelo lo más alto que pudo, hasta que sus alas se cansaron y ya no pudo avanzar.

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Poliborus se encontró sólo. Otros caranchos hacen bandadas de tres o cuatro pero él tenía todo lo que necesitaba con su carancha y nunca supo, ni quiso algo más.

Ensimismado y orgulloso, Poliborus permaneció seis días y sus no-ches encaramado en lo más alto de la copa triste y otoñal de un fornido caldén como esperando, casi sin comer, desesperanzado.

En las leyendas Tupí Guaraníes, la molienda de las plumas del ca-rancho generaba una fuerza mágica que permitía vencer a los enemigos más impensados; los Chiriguanos solían representarlo como a un héroe salvador de la aldea, pero en esta actualidad de rutas y camionetas nadie consideraría a un caracara como a alguien de confianza.

Poliborus supo que jamás tendría a nadie de su lado y que debería emprender una vida taciturna de recuerdos y dolor, o bien, fijarse nue-vos objetivos y tratar de resolver su problema concentrado en otros menesteres.

De ratos a vuelo corto, por momentos a paso veloz, el carancho recorrió cientos y cientos de kilómetros ruta arriba, alimentándose apenas lo necesario para sobrevivir hasta encontrar su oasis y rehacer su nido.

Su pico grueso y ganchudo le permitía cazar pequeños roedores y reptiles cuando no encontraba carroña reciente y su metro cuarenta de envergadura aterrorizaba más que nunca a las presas que alcanzaba. Así resultó sencilla su supervivencia a lo largo de dos tristes años en los que Poliborus dejó reservada siempre, al comer, una porción para su amada ausente.

Llegada una nueva primavera el carancho vio saciada su soledad y decidió conocer nuevos rumbos y comenzar una vida errante y nóma-da, quería devorar las vísceras de un mundo nuevo y ajeno y vengar así la desidia de su padecer, quería obtener venganza través del sufri-miento de otros para que vivieran en pelaje propio lo que es el dolor y la soledad. Frunció aún más el ceño y se adentró río abajo en planeo recto y autoritario, escudriñando cada nido, cada posible enemigo, cada probable presa.

Cuando algún pequeño hurón o pichón de benteveo no advertía su presencia, Poliborus hendía con artera precisión su pico espada sobre

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la víctima y la destrozaba sediento de revancha antes de comerla. Dejó de aguardar por carroña. Cazar, por el mismo placer de hacerlo, le re-sultaba suficiente y había veces en la que ni siquiera probaba bocado de su ocasional víctima, sino que le sobrevolaba en círculos por un rato y luego iba en búsqueda de algún otro desafortunado a quien capturar.

Los yacarés overos viven en comunidades de pequeños grupos. Se los puede ver frecuentemente en la zona del Litoral, aprovechando las subidas y bajadas de los ríos, debido que es en el cauce del mismo donde se aparean y desovan, aunque para la época en que los pequeños caimanes salen del huevo, las madres han formado un nido apartado del río en el cual brindarán protección a sus pequeñas crías por los primeros meses de vida.

De una camada de ocho huevos, la yacaré había puesto esperanzas de supervivencia y desarrollo sólo en tres o cuatro de ellos, aunque de-fendería con su vida a quién se acercara. Con su voluptuosidad de casi tres metros de largo, había sabido defender a crías anteriores que eran parte ahora de su cotidianeidad. Eran aquellos quienes le acercaban a diario las pequeñas presas y peces de los que solía alimentarse.

Poliborus avistó los huevos dos días atrás. El botín le interesaba y esperó pacientemente por el nacimiento del nuevo mártir.

Cuando finalmente se dieron las condiciones para la empresa, el carancho sobrevoló a pocos metros el nido y, al no descubrir potencial oposición, arremetió sin dudar contra el primero de los pequeños cai-manes que tuvo a vista, con la intención de arrastrarlo algunos metros y allí hincarle su poderosa cuchilla vengadora.

Acostumbrada a estas lides, la yacaré anticipó el movimiento, y al acercarse el carancho a su cría, se parapetó detrás de un matorral y de una sola cerrada de fauces dio cuenta del carancho y su faena.

Si bien los yacarés overos no comen caranchos, el instinto de madre logró que el predador fuera la víctima, y la “humanidad” de Poliborus quedara reducida al recuerdo. Quizás en un final esperado y propiciado por el propio caracara como corolario de un cruel y doloroso raid de rencores y desengaño.

Así pues, pequeño lector, probablemente encuentres en la vida co-tidiana resquemores como el del carancho, pero no cubras jamás la

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lealtad de una causa con desquites y represalias porque:

La soledad siempre es mala consejeray la venganza jamás es la salida

pues si su precio es también perder la vidael amor no fue la causa verdadera.

Esperando – Rocío Souto

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“No como todo lo que debo, pero debo todo lo que como…”

El lector

Cobraba relativamente bien y justo cuando estaba a punto de em-pezar a pagar las cuotas del auto, vio la colección de diccionarios

Inglés-Castellano que siempre quiso en su repisita.Y... bueno, la compró.Aunque casi nunca leía, creyó que los ciento cincuenta pesos esta-

ban bien gastados.Luego, al salir de su rutinario trabajo en una de las viejas oficinas

del Banco Angloamericano, apuntó hacia la galería de siempre a buscar un par de esos clásicos jeans de la marca que siempre usó, pero en Callao hay varias librerías y, ¡no vas a creerlo!, encontró la Enciclopedia de Aviación que ansiaba desde que era un mocoso correteando por Caseros. Obviamente quedó sin jeans y sin setenta pesos.

Así, gradualmente y sin notarlo, comenzó como catarsis una nece-sidad de poseer todos los libros que estuvieran a su alcance y leerlos inmediatamente en forma desesperada.

Y adiós psicóloga, TV Cable y gimnasio porque una primera edi-ción del Fausto de Estanislao del Campo lo conmovieron.

Su trajinar diario no lo dejaba disfrutar de la lectura, así que pidió una licencia en el trabajo rutinario, para hacerle frente a la impune Feria de Pulgas y se trajo a cuestas a Marechal y a Victoria Ocampo.

El dinero del alquiler se fue entre ideas de Huxley y Dostoievsky, en la Plaza Dorrego. Ya no había almuerzos, sólo cenas y cada vez más esporádicas.

El laburo lo perdió (lo entretuvo Cervantes).Le quedaban apenas diez pesos y salió de su escondrijo de San

Telmo para buscar un sándwich.Caminó por Paseo Colón, por Libertador, tomó por la 9 de Julio, y

sin quererlo llegó a ... Corrientes.¿Cómo evitarlas? Esas fantásticas librerías, atiborradas de conoci-

miento, tantas palabras, tanto hambre, tanto.

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Alfonsina y sus tragedias lo hicieron sentir mejor por un rato bajo la sombra del eucalipto mayor de la placita de Tribunales.

Hasta que el hambre reapareció.Lo encontró un gendarme, en la plaza, aferrado a un roído y amari-

llento ejemplar de La Ilíada.Como única protección y pertenencia, una enorme caja rebosante

de palabras y conocimiento.Había muerto de hambre.Y de frío.¡Pero qué biblioteca tenía!

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Pipo sabe

Pipo sabe lo que es vivir en una villa. O mejor aún, lo supo, porque le tocó el lugar a mitad de adolescencia.

Se había aprendido a criar en barriecito asfaltado, de clase media. Quizás deba decir clase un cuarto con ínfulas de dos tercios; lo que importa es que sin quererlo marcaba bien la diferencia.

Diferencia no premeditada, por cierto, pues Pipo hubiera preferido el anonimato, la confusión con el paisaje, la sensación efímera de per-tenencia a ese submundo que la sociedad no sólo no integra, sino que además desconoce.

Desconoce sus formas, su auto marginalidad.Aquél que crea que las villas son sólo un suburbio de “chorros y

faloperos”, nunca ha tenido la experiencia de encontrarse en una. Y no lo digo solamente por la cantidad de obreros y familias de bien que la habitan, sino por su tácito código de convivencia y de connivencia. Algo que los distingue como iguales ante los otros, los del asfalto.

La villa es, ante todo, una tierra de oportunidades y su característica indisoluble e inevitable, la violencia.

Tipo raro este Pipo, siempre fue menudito y retacón, lo cual no es provechoso en ese ámbito, pero llevaba ese paso tan erguido y victorio-so de aquél que consigue lo que quiere.

Además, tampoco era gran mérito granjearse algún amorío por la villa. Bastaba con comprar un vino o una cerveza bien helada y enfilar para el arroyo, (mierdero sería la palabra correcta, disculpe señora) allí bastaba el recitado de algún viejo tema de Dyango o Camilo Sesto y pum, éxito seguro.

Un distingo de la villa es que lo que se consuma, y lo que se consu-me también, es de inexorable conocimiento público y está al alcance de cualquier vecina que se precie.

Que el cornudo del Horacio llegó de manejar cuarenta horas del Paraguay y la enganchó a la Mercede con el almacenero, que la Gorda Paula tiene siete pibe y está gruesa de nuevo, cuánto tiene la Paula, ventisiete tiene queréscrer y parece una vieja.

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Macho es el que se trompeó con varios frente a una pibita que lo cuente, puto el que lee, macho el que sabe hacer patito más lejos en el arroyo.

Tanto hablar del arroyo, mejor contarlo. El “arroyo” era un descuidado afluente del Arroyo Morón, cóncla-

ve perfecto entre las periferias del tristemente célebre Campo de Mayo y el empalme de la Ruta Ocho; terrenos fiscales por los que se veían pasar desechos industriales de toda índole y, aseguran los que vivieron la inundación del 85, decenas de ataúdes buscando nuevos destinos desde el removido cementerio de Pablo Podestá.

Datos fidedignos de vecina pronta cuentan que en los fondos del fangal se erige un Rambler de vieja data que en su interior albergaría una pareja desafortunada.

Parece ser que al buen señor, jornalero de dieciséis horas diarias en el ferrocarril, comenzaron a notársele unas protuberancias similares a pequeñas astas, indisimulables y bien conocidas en el barrio todo. Las cuales lo tenían cansado hasta el hastío y decidió dar cuenta de ellas cuando tomó a su querida de otros tiempos en el auto y después de clausurar cuidadosamente las puertas, enfiló al susodicho arroyito al grito suicida de guerra, que en lugar de sonar banzai, dejó salir un estri-dente “abran cancha que ahí vienen la Puta y el Cornudo”.

Dicho lo cual, el Rambler dio de lleno con el fango manso y se pudo ver la última cara sonriente del malogrado impidiendo que la Puta pudiera escapar.

No estoy seguro de que así me la hayan contado, pero así me gusta recordar esta historia; plena de imágenes que indican que uno puede morir en la misma forma en la que vivió, en un abandono heroico, en un olvido pétreo del que se sale sólo cuando alguien echa mano a las anécdotas, en una tarde de mates y lluvia.

Bicho raro, el Pipo, Le contó a la Tany que se iba a Bariloche y ella que ni conocía el obelisco abrió los ojos bien grandotes y preguntó dónde quedaba, y cómo explicarle.

Pero después la Tany se le puso agria al Pipo y le dijo: Vos no sabés bailar cumbia, bailás Casino o Americano, pero no cumbia – la cara del Pipo se transformaba – si abrís las patas como si irías a parir…

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Le dolieron las palabras a Pipo y se fue con su cara de Gran Danés a otra parte y aunque después concluyera acerca de esa verdad, el agravio no sería perdonado, al menos no en dos semanas.

Se divertían Pipo y Tany, pero no podían enliarse demasiado, pues ella había demostrado una profusa vocación lésbica y esto, al contrario de lo que supone el encendido imaginario popular, la mostraba abso-lutamente reacia a compartir las experiencias del caso. Pero igual era divertido.

El equivalente a media manzana de la villa nunca fue ocupado con casas, desde el comienzo quedó asentado que el predio sería la canchita del barrio.

La canchita medía apenas algunos metros menos que los cien por sesenta y seis de Argentinos Juniors, por eso hacían falta buenos pul-mones, piernas ágiles y una buena dosis de insensatez y descaro; por-que a sabiendas se jugaba que, si pasaba la pelota, era muy común que el hábil encontrara una nueva extremidad alojada entre su tibia y peroné con el objetivo claro de marcar territorio. Y si el testarudo se levantaba furioso era pasible de la trompada, el navajazo al pómulo o aún peor, la bala sobrante de alguna reglamentaria afanada que espera-ba la ocasión propicia.

Al costado de la canchita estaba el sector de la taba. Cuántos golpes a la patrona y abandono de mocosos hechos de barro generaba ese juego. Siempre al más lúcido le tocaba en suerte ganarse una quincena y a los más adeptos a doblar el codo les tocaba el irremediable destino del culo.

Un culo feo, de gritos. Un culo de levantarse a las cuatro, comprar el diario y no almorzar, porque no alcanza el vento. Un culo de matrona apostadora que sobrevive del fiado de la Lucy y de que salga el 27 de una puta vez.

Culo sombrío, de miedo y de muerte.Y por detrás del espacio lúdico se emplazaba, majestuosamente de-

rruido, el edificio de la zona, el matadero. Matadero, curtiembre y lo que guste mandar; hacía venta al menu-

deo para los paisas de la zona y los restos iban derecho al arroyito.

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Un día jugaba Pipo a la pelota, con las precauciones del caso, y contempló una escena de criollo surrealismo. Tal vez por la poca habi-lidad del cuidador de turno, pero con la acción imprescindible de varios mocositos, se vio huir a mitad de campito a una desorientada vaca; con unos ojos inmensos llenos de pavor y la certidumbre del final, en una gesta por demás despareja.

Corría la vaca y detrás los pibes, fustigándola.Al instante el sol comenzó a reflejar las vainas de distintas cuchillas

expectantes; el desenvaine fue a un tiempo, como componente de una hábil coreografía. Como si se tratara de un circo romano, el círculo humano abrazó al cuadrúpedo, dejando en el centro la figura de la enorme y suculenta vaca gladiadora dispuesta a llevarse a la rastra al que se anime, en busca de un improbable escape.

Al increíblemente organizado, a los ojos de Pipo, baile de cuchillos que no iban destinados a herir al animal, sino a mantenerlo distraído se le agregó la sombra del verdadero verdugo; un matungo humano de dos metros de altura, experto evidente en esas lides, quien midió al ani-mal hasta que finalmente hendió de un puntazo artero las esperanzas de la víctima deshaciendo de un golpe la utopía vacuna de haber nacido en la India y no en esta tierra sudaca, indigna, de comevacas.

Lo siguiente se me ocurre inenarrable. La habilidad y agilidad de los lugareños para hacer incisiones so-

bre el cadáver reciente de la infortunada, organizando una surrealista y equitativa repartija entre los presentes que prestaban colaboración a la causa.

Cinco minutos bastaron para que no se hallara vestigio alguno del animal, ante la mirada vacuna de Pipo y la sonrisa de Tany: -Esto pasa siempre, mejor acostumbrate. Pero el plan de Pipo no era acostum-brarse, nada más lejos.

Decidió Pipo, que para ser de clase media, o quizás dos tercios, debería competir con sus mismas armas, con sus conocimientos, con su lenguaje y modos.

Para ello trazó un plan de acción que aparejaba estudios universi-tarios, novia y amigos de dos apellidos y una búsqueda laboral en un estrato afín, al que Pipo había sido infiel.

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Por tanto comenzó a estudiar, sus mañanas comenzaban a las seis y sus noches terminaban a la una; estudiaba Pipo el neoclasicismo, los paradigmas y las superestructuras, analizaba el franquismo y hasta bro-meaba con la cuadratura del círculo con sus nuevos camaradas.

Le interesó el materialismo histórico y los cafés interminables con revolucionarios que declamaban proezas a cumplir, sentados en algún bodegón de zona coqueta, entremezclándose, acercándose temeraria-mente a los dos tercios.

Aunque, cada noche, debiera ocurrir la metamorfosis, El saludo al pasar raudo, las Topper blancas, la calle de barro y la búsqueda de una comunión entre esos dos subconjuntos que ni se rozaban siquiera.

Anfibio intelectual, Pipo. Reptil en la tundra y pingüino en el desier-to, con la brecha cada noche más amplia.

Cada paso en la villa eran ojos y silencio, sólo ojos, observando cada paso en un silencio más sonoro cada noche. Y Pipo era una vaca en la canchita.

Era jueves, día de llegar algo más temprano, bajo del cientosetentay-seis con más ánimo y se cruzó con Alberto, un eventual compañero de canchita y le dijo: -Contame el domingo, Beto, que voy a poder.

Pero ya era tarde, la brecha era demasiado amplia, quizás el bisturí que abrió la herida fue su poco interés por ese submundo, ya no im-portaba.

Al llegar a su casa la encontró desolada. La puerta destrozada a pa-tadas. Todo lo que no se habían llevado, lo habían destruido.

Las paredes orinadas, el mensaje en la pared “Tomatelá por las vue-nas” y la sensación indefectible de que en la vida real los opuestos no se atraen sencillamente como en la ley de Faraday.

Rescató lo poco aún salvable y se decidió a tomar por asalto a los dostercios. Se interesó por la cultura, aprendió a hacer radio, visitó tea-tros, se rodeó de bullicio, recorrió hasta el hartazgo las callejuelas del centro, se casó, se reprodujo y fue feliz.

Probó las mieles de la vocación verdadera, consolidó su discurso de clase media instruida y trocó su ideario combativo por una soñada realidad de confort en cuotas.

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“Los hombres que más sueñan son los que mejor se alimentan”, creyó recordar a Marcuse, o quizás al Negro Rada y ahí nomás palpó la suerte que siempre supo y nunca quiso. La suerte del que se confunde vagamente entre otros millares de uniformes de fajina gris. Suerte del que anhela moldear en su propia rutina de obrero de fábrica una ima-gen idealizada del gran proyecto nunca concretado que siempre fue.

Empezar a recorrer las mañanas nuevas a la misma hora en la que antes serpenteaba la vuelta del itinerario nocturno, descubrir las vir-tudes de una tortilla parrillera en plena estación de Lourdes, doblar el lomo a cuenta y voluntad del patrón.

Y desde allí, disfrutar de los grandes beneficios de un anonimato no buscado, anonimato moldeado a gusto propio. Anonimato de hijos creciendo sanos, de poco huevo por el colesterol, de ahondarse en mi-llones de innecesarias necesidades que lo despertarán y adormecerán a gusto hasta que una mañana templada comprenderá que no es eficaz luchar, sino mecerse en el oleaje.

Como aquel Cornudo que decidió ser hasta el final lo que siempre fue: un cornudo.

El viejo Pipo ahora amanece antes que el gallo, se baña y rasura, como todos los demás. Toma dos mates, compra el diario y silba un tango llorón. Cumple el horario, sube al tren y vuelve a casa, como todos los demás.

Lo que sí, ahora le dio por escribir cuentos.

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Bienvenida seas(a Malena)

Y llegó nomá la chancleta, Don Zenón, llegó pa’ la víspera, como pa’ no perderse la farra.

Yo le auguro pan y tierra.Si usté supiera, yo la vide así de huachita nomá, de algunas horitas.

Si sabrá que después se ponen altas y coquetas pa’ resquemor de los padres.

La imaginaba blanca, capaz rulienta, o negra y lacia; pero qué me va a importar, podría ser verde, si total es sangre. Y la sangre tira, cómo no va a tirar.

Ahí la vide, con los deditos finos y los ojitos medio entreabiertos, como de pasar sin pedir permiso y me dije: - ¡Pucha! Que si hay un Barba, me la premió bien a la gringuita esta.

Así la imaginé, puro cachete. Con ese olor a pan salidito del horno que traen los recién llegados.

Yo le auguro estrella y viento.Me persigné agradecido, sabe. Cómo maula es que saben justito

como vos los querés. Será que algo de magia tiene.Ahura habrá que apurar las navidades. Mandó el Cristo un angelito

nuevo para que nos despabile.Pa’ que nos quite esa mugre pegajosa, ese musgo de ayer y pa’ que

haga de la familia un solo hombre; o mejor mujer, que sabe comer amor y parir buenaventura.

Que la bravura del vientre moquee felicidad eterna.Yo le auguro cosecha y paz.

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Acuarela simplicista acerca de los estereoti-pos de la idiosincrasia nacional en acto único

La escena se desarrolla en un bodegón tradicional de inmigrantes españoles en Argentina. Banderines alegóricos a fechas patrióticas y clubes de fútbol

de España, sillas de madera con altos respaldos y mesas pequeñas con mantelería oscura.

Cuatro amigos sentados en la mesa central conversan mientras cenan una pi-cada y toman algunas bebidas alcohólicas. Frente a ellos, el mostrador del bar, atendido por el dueño y mozo. Varios parroquianos beben acodados en la barra.

Darío.— Estás loco, hermano, con vos no se puede hablar. Gritás porque no tenés argumentos.

Hugo.—Será así, pero mal que te pese nunca pueden terminar un gobierno porque los voltean los peronchos, desde el ’45 que es igual, y después dicen que la derecha es la que llamaba a los milicos. Si cada vez…

Darío.— ¡No saben ni gobernarse ellos! Hacen una macana atrás de la otra. Para lo único que sirven es para poner palos en la rueda, ninguno aporta una solución. Son gorilones, ¡igual que vos!

Hugo.— ¿Gorilas? ¿Sabés lo que es un gorila, energúmeno?Víctor.— Paren, che. Siempre lo mismo con ustedes. Cortenlá.Hugo.— No voy a permitir que este proveedor de planes sociales

truchos me diga Gorila. Informáte primero, aprendé algo de historia, ¿querés?

Marcos.— Dale, Huguito, siempre lo mismo. Dejalo que hable. Si no tiene noción…

Darío (interrumpiendo).— ¿Yo no tengo idea, gil? Si fueron ustedes los que empezaron con los planes con la mugre esa que fue la Caja PAN.

Hugo.— Ja, ja, ja. Lo crucifican al viejo porque hizo asistencialismo cuando estuvo realmente jodido. Adentro de las villas, uno por uno se entregaba. Ahora los que transan los planes son los municipales que son todos punteros y encima…

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Darío.— ¡No tenés idea de lo que es el trabajo social, vos! Yo estuve la vez pasada en La Plata y ví como…

Los parroquianos y el dueño del bar comienzan a mirar nerviosamente el posible desenlace violento de la trifulca

Víctor.— Es verdad, yo vi todo ese trabajo cuando fueron las inun-daciones y estaban…

Darío.— ¡Callate, perejil, dejáme hablar! ¿Qué sabrás vos de tra-bajo social? ¡Mientras yo pateo la calle vos terminás tu carrerita en la UADE, sinvergüenza! ¡Andá a mirar cómo está la UBA!

Hugo (a los gritos).— Diezmada, porque los que están ahora son todos unos chorros

Darío.— Diezmada porque la hicieron pelota ustedes, que tuvieron veinte años la manija y la reventaron. Le pagaban dos mangos a los docentes y nodos y los cargos políticos se llenaron de guita.

Hugo.— Yo lo que digo es que se hacen los zurdos y tienen fuer-za de choque propia. Igualito que las Juventudes Hitlerianas en pleno apogeo nazi.

Darío.— ¿Me llamaste Nazi, basura? ¡Te voy a matar!Marcos.— ¡No, no, loco, paren la moto! Vinimos a saludar a Víctor,

no a hacer bardo acá, ¡cortenlá!Darío.— Es verdad. Víctor, perdoná. Después te llamo. No sopor-

to a los idiotas. Nos vemos.

Víctor está triste y enfurecido. La reunión se desboca y hubiera preferido un cli-ma ameno. El gallego de la barra escolta al ofendido Darío hasta la salida. Alzan las copas en un intento de brindis pacifista y buscan cambiar el tema.

Víctor.— Che, ¿puede ser un poco de paz? No sé por qué discuten de política, ¡Siempre lo mismo…!

Hugo.— Dale, hablemos de Independiente, ¿querés? Estás conten-to ahora que garparon para no descender ¿no?

Marcos, que nunca opina de política, acusa recibo.

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Marcos.— ¿Quién garpó, salame? El Rojo levantó un montón y está mucho mejor. Aparte es un grande, un club con historia…

Hugo.— Sí. ¡Historia en comprar campeonatos! Ja, ja, ja. Como en el 2002, que si no lo compran se van a la B.

Marcos.— ¡Calláte, bostero! ¡Vos hablás de comprar e inventaron los promedios por ustedes! Se acababa el negocito de “la mitad más uno”, ¡qué mentira, por Dios!

Hugo.— Papá, tenemos seis Libertadores y tres Intercontinentales. ¡El mejor equipo del mundo! ¿De qué promedios me hablás?

Víctor.— Afuera podrá ser, pero en casa manda el Millo, 33 cam-peonatos. ¡Lejos, el más grande! Ni en cien años nos alcanzan…

Hugo.— ¡Ja, si! Tienen el campeonato que Boca jamás va a disputar. ¡El de la B! ¡El mismo que va a ganar Independiente en dos o tres años!

Marcos (furioso, agarrando su morral en gesto de retirarse).— Mejor cor-tála, que me vas a hacer calentar. ¡Y vos no me querrías ver caliente!

Hugo.— ¡Ay, cómo tiemblo! ¡Tagarna! Corren en todos lados uste-des, equipo chico, ¡tirapiedras!

Marcos (abalanzándose sobre Hugo).— Te voy a matar, me tenés po-drido.

Víctor intenta separarlos. Golpea una mesa y se derrama un vaso de vino.Hugo.— ¡A quién vas a matar vos, caniche! Hugo tira una trompada al aire y es hábilmente inmovilizado por el Gallego.Gallego (ofuscado).— ¡Se me van todos de acá porque llamo a la

policía, gilipollas!Hugo.— No, gaita. No te calentés. No valen la pena. Mejor me

voy yo — Hugo busca mantener la compostura . — ¡Feliz cumple, Vittorio! Te veo mañana en la oficina.

Marcos.— Andate, gil, andate, ¿Qué sabrás vos?Víctor.— Pará, pará un poquito, loco. Dejen vivir, ¡cómo puede ser!Marcos (cambiando el semblante, intentando ser cordial).— Tenés razón

Vic, tenés toda la razón. Ya se fueron este par de salames. Contáme, ¿cómo viene el tema del derpa?

Víctor.— Bien, enfilado, el problema es que la dueña quiere otra garantía. Una de capital. Dice que tiene miedo de que la acuesten con un fardo de guita, que ya le pasó.

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Marcos.— Y, si, seguro. Diez a uno de que es judía, ¿no? Rusos de miércoles, son todos iguales.

Víctor (comienza a indignarse nuevamente).— ¿Y ahora qué problema tenés con los judíos? ¿Vos también tenés ganas de pelear, ahora?

Marcos.— No, problemas, no. Pero entre nosotros, son todos unos turros, siempre quieren sacar algo más…

Víctor (levantando ofuscado el tono de voz).— Ceci es judía y no es nin-guna turra. Se supone que vos ibas a ser testigo de mi casorio, así que si tenés algún problema decímelo ahora, así nos ahorramos angustias.

Marcos.— Todo bien, papá. Ella será muy distinta, lo que vos quie-ras; pero hoy tenía urgencias y ni siquiera vino. Si no fuera por tus amigos, pasás tu cumpleaños solo.

Víctor (gritando).— ¡Pero, tarado! ¡La Bobe está de última y fue al hospital a verla! Yo debería estar allá y no acá con ustedes que me ar-man una cena para poder pelearse a gusto.

Marcos.— No seas salame. Además, ¿La Bobe? Jajaja. ¿Te vas a cortar el prepucio también, así sos más de la familia? ¡No te imagino sin agarrar guita los sábados! Jajaja.

Víctor (contrariado).—¿Por qué me buscás? No, no me voy a cortar nada y vos sos un prejuicioso de mierda, ni sé por qué hablo con vos.

Marcos apela a lo que considera su mayor virtud, el sarcasmo en lugar de los gritos.

Marcos.— ¿Yo, prejuicioso? Jajaja. ¿No sos vos quién raja a los evangelistas los sábados a la mañana gritándoles que sos macumbero?

Víctor.— Es distinto, ellos te vienen a hinchar las pelotas a tu casa aunque no te interese lo que te dicen…

Marcos.— ¿Distinto a quienes? ¡Si la rusita también te quiere cam-biar la cabeza! Dale, ¡cortatelá, mandá a tus pibes a la ORT y todos felices! Menos vos, claro, que en breve te vas a dar cuenta de que sos un dominado.

Víctor.— ¡Sos un estúpido! Tomatelá porque te voy a terminar dan-do una trompada.

Marcos.— Hacé lo que quieras, papá. Es tu vida, juntate con los pastores y olvidate de tus amigos. Te vas a quedar solo. Chau, Jacobo, que termines bien el día.

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Víctor (levantándose furioso de la silla, se da cuenta de que es el único que queda en la mesa).— ¡Sabés dónde te podés meter el discursito ese…!

Los parroquianos se han ido y la única persona que queda en el lugar es el Gallego. Lo mira con ojos preocupados desde el otro lado de la barra.

Víctor (para sí).— Mejor solo que mal acompañado. ¡Qué manga de porquerías! Yo no sé para que les hago el caldo gordo a estos tres tarados. Feliz cumpleaños, ¡estoy más tirado que zapato viejo!

Víctor cae en cuenta de que todos los comensales se han ido sin pagar los gastos. Víctor.— ¡Uy, Dio! ¡Estos canutos se fueron y no tengo un

mango…! Busca desesperado en su billetera Víctor.— Gaita, gaita, ¿cuánto es todo? ¿Cuatro gambas? ¿Querés

creer que estos guachos no me dejaron ni un cobre? Estoy re corto de fondos, para colmo. Hagamos algo, te dejo los ciento veinte que tengo encima y mañana sin falta te completo el resto, ¿dale?

Gallego (entremezclando su tono español con el criollo canyengue).— ¿Tu me quieres caminar a mí? Hace treinta años que tengo el boliche y ya me las conozco todas…

Víctor.— Pero no, Josecito, me conocés de toda la vida. Si me traía el abuelo acá, ¿te acordás? Tendría diez años yo y ya venía. Toda una vida, Gaita. Me dejaron en la ruina estos guanacos, en mi cumpleaños.

Gallego.— Vale, pero que no se te haga costumbre, ¿eh? Por esta vez pasa…

Víctor.— OK. Gracias Gaita. Mañana vengo y te traigo eso. Cuidate, José, te veo tempranito.

Víctor se levanta, acomoda la silla y se dirige a la puerta. Revisa con la vista ese lugar al que fue tantas veces y con el que se ha sentido identificado desde chico. Resopla Víctor, abre la puerta, sale a la calle y farfulla como con bronca.

Víctor.— Dios te lo pague, Gallego. Igual, no pensaba volver a este sucucho de morondanga.

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“…La T, señora mía, es la cruz más miserable. Porque no permite al reo siquiera

mantener su cabeza erguida, más no sea para aguardar

su propia muerte.”

Madera de bastardos

La anciana, que hasta ese momento le sonreía expectante, cambió drásticamente la expresión de su rostro cuando lo vio nuevamente

hurgando entre las cintas.—Ya le he dicho en varias oportunidades que eso no está a la venta,

joven —le dijo respetuosamente, pero marcando distancia– Son obje-tos personales de mi difunto padre. Sólo le pido que respete tres cosas: el sable, las cintas y su invaluable colección de pipas.

—¿Para que querría yo un montón de pipas usadas? —espetó con un resoplido Norman Verea—. Nada más monótono que una pipa, aún para los coleccionistas…

Los Suarez Robles eran una familia patricia en Santiago del Estero. Los sucesores de Don Miguel Rebollo Céspedes Suarez Robles conta-ban sin empacho sus andadas en las guerras de colonización del Nuevo Mundo. Hablaban de su inteligencia al plantear las batallas y su impie-dad al momento de asesinar a las bestias que poblaban inicialmente el continente. Rememoraban los tiempos en que, en honor a su desem-peño militar, le ofrecieron la extensión territorial que quisiera: “Hasta donde le den los ojos, Almirante”. Y Suarez Robles sabía mirar bien lejos.

Jamás le importó al Almirante si sus tierras eran pobladas por to-nocotés, tobas o sanavirones; si hubiera un ápice de rebeldía, la espada se encargaría de aplacarlo. Bajo este régimen se sucedieron varias ge-neraciones.

Hacia 1826, la familia fue beneficiada con la famosa Ley de Enfiteusis promulgada por el entonces presidente, Bernardino Rivadavia, lo que generó la triplicación del territorio que los Suarez Robles ostentaban. Esto les valió una gran posición social y toda la alcurnia que gustasen adquirir.

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Pero la época de buenaventura llegaría a su fin hacia el 1900, tiempo en que el único heredero de la fortuna dilapidaría en malos negocios, juergas y apuestas la gran hacienda que habían conquistado sus ante-pasados.

Cuando Leonel Suarez Robles se suicidó tras ser perseguido duran-te meses por sus acreedores, su único legado fue una esposa desvalida, treinta años menor que él, una niña de apenas un año y una casa derrui-da, que rebalsaba de recuerdos familiares.

La viuda debió comenzar a rematar propiedades y posesiones para poder subsistir y alimentar a su hija.

Cuando Verea se enteró de la trágica historia de los Suarez Robles recién volvía de finalizar unos negocios en Catamarca. Había logrado obtener un auténtico cinematógrafo Lumière, conocía su funciona-miento y ansiaba conseguir películas que pudiera reproducir en él. Así que sin mayores dilaciones, se presentó a María de las Mercedes, única heredera del viejo imperio:

—El sable me interesa también. Podría usted decirme el por qué de ese arma enmarcada en la pared, ¿verdad?

—Es algo personal, disculpe. Puedo ofrecerle parte del mobiliario quizá. Tal vez algo sea de su interés.

—Señora mía —dijo cortésmente— le he comprado toda la co-lección de armas antiguas. El trabuco de mano español, la Gr Long, las escopetas Morison y muchas otras cosas. Comprendo el recelo que Usted guarda con los elementos personales, pero el caso es que poseo un cinematógrafo antiguo y no he podido conseguir películas de la época, como las que tiene usted sobre ese armario y…

—No diga más, Verea. Sé muy bien que usted tiene buenas inten-ciones, pero no estoy dispuesta a ceder con ese material, aunque eso me cueste la ruina. Es algo vergonzoso. Me refiero al hecho de tener que despojarme de tantos recuerdos, pero esas cintas eran lo único que mi padre adoraba en este mundo. Solía encerrarse en su taller y mirar esos rollos por horas. Nunca supimos que contienen, ni tampoco me interesa saberlo, pero es una decisión tomada que estarán en esta casa por siempre.

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Ese era el cuarto desplante por el material fílmico, y un nuevo revés ponía a Verea al borde del hartazgo. Necesitaba esos fotogramas, no por su contenido, del que estaba seguro no tenía ningún valor cientí-fico, sino para poder volver a la vida el baluarte que le significaba el Lumière. Decidió entonces realizar una jugada arriesgada, pidió a la señora que le vendiese un antiguo bahiut de cedro que se distinguía por su porte en la gran sala de estar.

Cuando María de las Mercedes se distrajo, tomó uno de los rollos de cinta del aparador y lo guardó dentro del primer cajón de su flaman-te adquisición. Sin ánimos de estafarla, pagó a la mujer casi el doble del precio solicitado, alegando que el mueble lo valía y que no quería sentirse mal al respecto.

Verea hizo transportar el pesado mueble en carreta mientras presu-roso, apuró su Ford T “a bigotes” hasta el viejo casco de estancia en el que vivía y adaptaba para montar un museo en la emergente ciudad de Santiago. Al entrar, buscó de inmediato el aparato y descubrió con gran desilusión que había que realizar algunos ajustes en el mismo antes de poder lograr la proyección del filme.

Decidió sentarse y disfrutar un brandy por su victoria. Contempló curioso un pequeño grabado que traía la lata en la que venía guardada la película. Nabucco, decía. La ansiedad lo devoraba pero dejó el asunto para el día siguiente.

Los primeros fotogramas mostraban, viéndolos a trasluz en un complicado enjambre de lupas, a un hombre corpulento, de amplios bigotes y con insignias de tipo militar diseminadas en su vestimenta. Verea volvió al trabajo y no descansó hasta lograr que el Lumière pu-diese proyectar la cinta.

La primera imagen lo devastó. El corpulento hombre miraba a la cámara con gestos vehementes, como de esclarecimiento sobre lo que estaba por suceder. La música de Verdi subía en intensidad y aparecía en escena un aborigen arrodillado, atado de pies y manos, mirando al suelo en actitud de trágica espera.

El hombre del filme gesticulaba indignado, gritando palabras mu-das que resonaban ausentes en la cabeza de Verea. Finalmente, en gesto adusto y salomónico, como si se tratara de algún tipo de ritual,

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impactaba con su sable en la nuca del infortunado nativo, quién caía desplomado sobre su propia humanidad.

Los veinte minutos de la cinta completaban monstruosidades simi-lares, cargadas de un cinismo que helaba la sangre. Nabucco sonaba en su esplendor y el “Va Pensiero” culminaba con una pasión sublime el sangriento espectáculo de la muerte espuria.

Verea estuvo al borde del vómito en varias oportunidades y rompió a llorar desconsoladamente.

Decidió volver a la casa de los Suarez Robles y vengar de alguna forma las vejaciones de las que había sido testigo involuntario. Para ese momento María de las Mercedes habría notado la ausencia de la cinta y estaría esperando, quizás, a que él volviera al lugar.

Norman fue a la repisa donde estaban las armas que le había com-prado a los Suarez Robles y tomó una pistola de gran calibre. Mientras revisaba su carga, vio una pequeña leyenda en la que no había repara-do al comprarla. En la parte inferior de la culata se podía leer Falstaff. Corrió al aparador y comprobó que todas las armas tenían su correlato en alguna obra de Verdi, así que inmediatamente supo el contenido de las demás películas.

Arrancó su Ford T y llegó a la casa del horror. Golpeó la aldaba pero nadie contestó.

Verea pudo ver un movimiento en una ventana y disparó su arma contra la cerradura de la puerta principal.

Entró de un empellón y comenzó a gritarle a la anciana que apare-ciera pues de lo contrario habría de matarla como había visto hacer en la película que se había llevado.

La mujer salió de su escondite llorando y pidiendo misericordia. Quiso acercarse a Norman para rogarle, pero éste le dio una fuerte bofetada que la dejó inconsciente.

Al volver en sí, María de las Mercedes Suarez Robles estaba siendo arrastrada de su cabellera, escaleras arriba, hacia el piso que contenía los valores de su familia.

Cuando hubieron llegado a la habitación de los recuerdos, la mujer gimiendo desolada buscó mirarlo a los ojos, adivinando su propio des-

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tino. Trató de contener sus lágrimas y con toda la entereza que le fue posible le preguntó:

— ¿Qué quiere de mí? No soy más que una mujer desgraciada ¿Qué pretende?

—¡El sable! ¡Quiero el sable! ¡¿Cuánto dinero quiere por ese mal-dito sable?!

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Visita después de una tormenta

El sábado suele ser todo más relajado, no suele preocuparnos tanto la hora; así es que lo tomamos con calma, sabiendo la importancia

que tenía quedarnos hasta el final, hasta que la tarea estuviese completa.Distinto fue el jueves, que era día laboral y nos tocó en suerte reco-

rrer el Barrio Libertador de noche y con custodia policial, para llevarles algo, por poco que fuera, a los que habían perdido tanto.

Se dijo hasta el hartazgo que se trataba de algo anormal, que no había llovido así en más de cien años, que no era lógico que sucediera. Como si los desastres naturales (o no tanto) se guiaran por la lógica, como si eso pudiera interesarle en algo al que aún tiene el agua en las rodillas y la ha tenido hasta el cuello.

El sábado fuimos a Villa Urquiza, ya no estaban anegados, pero sí desprotegidos. Sobre las dos camionetas y el jeep viajaban unos cuantos colchones y en el interior todo lo que la solidaridad y la com-prensión pudieran embolsar en miles y miles de gestos desprendidos.

Sabíamos que nos estaban esperando; un montón de rostros do-lidos que igualmente sabían dibujar sonrisas nos salieron al paso con agradecimientos y necesidad de mantener viva la esperanza. Los ali-mentos se entregaron primero, luego los enseres de limpieza e higiene personal, más tarde se repartiría la ropa y promediando la faena, los colchones.

¡Un colchón, la diva de la noche! ¡Un colchón, el deseo más pedido! Un colchón para que tres pibes duerman, en turnos o amontonados, mientras padres y abuelos chupan un mate amargo de bronca hasta que todo pase. Es ahí cuando casi todo se torna superfluo, un colchón seco que nos dé un descanso.

Pero antes de vaciar las camionetas se repartía la ropa; codo a codo y sin dormir desde hacía días, los voluntarios levantaban las prendas una a una y las ofrecían en mano a quién las requiriera.

- Allá, para la abuela – decía alguien, y la anciana en silla de ruedas ofrecía su media sonrisa como tributo.

– Vos, nena, esto te queda. ¡Abríguense que mañana van a hacer siete grados!

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Y las bolsas de consorcio se sucedían una tras otra buscando paliar la repentina ausencia, el abrigo urgente, el mimo piadoso.

Entre la muchedumbre reunida en plena calle había varias criatu-ras que apenas caminaban. Era la una de la madrugada y esos ojitos asombrados combatían el sueño a puro deseo de encontrar entre las bolsas algo que les fuera propio, algo para abrazar y sentirse seguros. La magia irrumpe, no consulta, y ese sábado la magia se mostró como una enorme bolsa disparadora de sueños y sonrisas.

Una gigantesca coneja emergió y sus orejas apuntaron a una niña de unos tres años quién, absorta, abrió su boca de par en par, con los ojos fijos en su futura mejor amiga. Al fin obtuvo la retribución en ese abra-zo empalagoso que tanto necesitaba y que los grandes no percibían en su desesperación por obtener pertrechos de primera necesidad.

Seguidos de la coneja se asomaron un cowboy, perritos, osos, dados con números, princesas y hasta un almohadón en forma de guitarra. Cada juguete parecía diseñado para el chico que se aproximaba y todos ellos recibieron su premio. Un consuelo, tal vez, por resistir abnegados y en un profundo anonimato la sensación de ya no poseer.

Así como el agua misma, aquellos que vieron cubiertas sus necesi-dades mínimas se alejaron agradecidos, dejando tras de sí un sonoro silencio de resignación. Las voces se fueron acallando y los voluntarios al fin se dieron tregua para un merecido descanso.

Quedaba sólo un instante reflexivo, para un abrazo o una palabra esperanzadora pues, aquellos voluntarios no eran otra cosa que pares de los damnificados. Personas sin una formación específica en soco-rrismo, gente común con una inmensa vocación de ayuda que vio en la humilde contribución que pudiera realizar un punto de partida para gestar un mundo menos injusto.

Había algo particular en el cielo esa noche. Cerré la puerta de la camioneta y le pedí a Daniel que paráramos a comprar puchos. Me preguntó si había cenado, porque en su casa todavía quedaba algo de pizza.

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María en ochenta líneas

La estación de Montemarani es muy concurrida durante todo el día. Terminal obligada para los trabajadores del “centro” y para la lle-

gada a los arrabales, hogar de aquellos a los que les molesta tanto ruido.En la estación hay una antesala muy amplia que tiene salida a la

calle principal y una singular bajada hacia los subterráneos de la ciudad. También dispone de una enorme máquina dispensadora de ositos de peluche y un muy bien puesto kiosco, con alegres colores y un diseño juvenil.

María es quién atiende el kiosco. María no es alegre, ni juvenil y mucho menos bien puesta.

María añora los años en que el ruido no era tanto y ella podía sen-tarse con su ovillo a tejer escarpines para el hijo que nunca tuvo.

Los transeúntes, siempre los mismos..., creo que se llama Jorge ese doctor de sombrero, siempre pastillas de menta; o Ethel, todos los días diario en mano pidiendo un yogurt. Ay que se me hace tarde y no llego al tren. Rutina, sólo rutina.

Cada nueve minutos el pitido agudo de la máquina y un nuevo tren que se escapa a los cantones.

María quiere escapar.—Creo que faltaban, sí, tres minutos para que arrancara el servicio

de las 06:50 y yo estaba...bueno lo cierto es que Él entró.

Él era un hombre fornido, de rasgos fuertes, morocho, joven, ale-gre, juvenil y muy bien puesto.

María se detuvo y lo miró.Él se acercó.María detuvo su respiración.El se acerco más y la beso profundamente, como nunca nadie había

besado a María, con pasión, con ardor.María se echó hacia atrás, sin comprender. Entonces Él depositó un crisantemo blanco en la mano de su don-

cella y se marchó, sin más, al tren de los suburbios.

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María quedó impactada, con el rostro desencajado. Tanto que un par de chicuelos aprovecharon la situación para robarle una gran table-ta de chocolate que era la diva del mostrador.

Olió su flor, tenía un aroma tan especial, tan alegre, tan juvenil...Suspiró María y se dejó caer sobre el taburete, suspiró y se dijo por

Dios, quién es este hombre.Un día, y otro día y otro más se repetía la misma historia, Él nunca

le hablaba, ni tampoco escuchaba lo que María quería decir; sólo la be-saba y depositaba en la mano temblorosa el crisantemo blanco.

María se devanaba los sesos, ¿Cómo se llamará?, ¿Qué edad ten-drá?— formulando toda clase de hipótesis— ¿Adónde irá? ¿Por qué me besa?

Y todos los días a las 06:47, llegaba Él, con su beso y su flor.¿Se llamará Camilo?—se preguntaba— ¿Mauricio, Esteban? ¿será

mudo, quizá?

La rutina había cambiado. Si bien los días eran iguales, al menos tenían el momento del dulzor amargo de ese encuentro. Pero era muy poco, pero era necesario.

La mañana del paro de transportes María desesperó. Recorrió la amplia antesala, hasta buscó la calle con lluvia, pero no lo encontró pues no había tren que tomar.

¡Qué día triste aquél, para María!, ¡que desolación!—¡Malditos rateros, no intenten robarme porque les ira mal...!Pero el día siguiente remendó las cosas y María volvió a su enso-

ñación, a la cápsula del amor fugaz; amor, sí, amor, qué otra cosa sino.

Estaba enamorada, enamoradísima y se miraba al espejo, como ha-cía tiempo no se descubría. ¡Y se veía tan fresca, tan juvenil, tan bien puesta!

Ese miércoles se cumplía un año de la aparición de Él en su vida. Ese día sería especial, Ella lo tomaría de las manos, lo apretaría contra su pecho tibio y le diría cuánto lo amaba.

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Pero Él nunca llegó. Y Ella lloró sin cesar, aunque pensando que mañana quizás...

La semana transcurrió sin novedad y los días eternos, de aire vicia-do, arrancaban el ensueño a María y la retraían a esos tiempos infelices que ya creía olvidados.

Así María, con el corazón oprimido, se ajaba y marchitaba junto a su última flor.

Ya no era colorida, ni juvenil, ni bien puesta. Y hasta el servicio de las 06:50 se había cancelado hasta las siete. ¡Espurios!, ¡Malnacidos!

La estación de Montemarani se horrorizó por completo y la amplia antesala se llenó de caras que no comprendían. La dispensadora de peluches no fue la atracción principal y casi única de las miradas, aque-lla mañana.

Los trabajadores del “centro” desaceleraron y llegaron tarde a sus trabajos al ver a María.

Colgando, de espaldas, con el rostro desencajado y un crisantemo teñido de negro en sus manos rígidas.

Nadie podía creerlo, parecía tan colorida, tan juvenil, tan...Luego de los lutos correspondientes, un comerciante amigo decidió

colocar una placa en la antesala que rezaba: “a María, la que espera, que encuentres la paz y el sosiego que no encontraste en la tierra”.

Y cada día a las 06:47, aunque ya no haya trenes, atraviesa el salón un hombre fornido y de rasgos fuertes que al ver la placa de María, se arrodilla un instante y deja un crisantemo blanco...y una lágrima.

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Plaza Constitución (canción)

Hombre hundido en su gabán,recordando cuando el pannunca faltaba en la mesa.

Melodías de un mundo mejor,la fiera con su rumor

de estar cercando a la presa.

(Y la sensación de ser nada, nadando en la nadacayéndose al sol

qué catedral indiferente, no piensa en la genteque llora tu amor)

Sólo se hace pie estando lejoste dijo llorando

te beso y me alejo.Los días no son días sino meses

y si no aparecesme siento más viejo.

Guardando el olor a estaciónla plaza Constitución

se va vaciando de voces.Roces con la furia legal,el bien se parece al mal

y el pobre paga los costes.

(Y la sensación de ser nada, nadando en la nadaquemándose al sol

qué catedral indiferente, no piensa en la genteque llora tu amor)

Mis recuerdos son de ficción,mi casa es de cartón

mis perros flacos, sin dientes.

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Un cigarro que alguien tiró,una botella de alcohol,su foto vieja, sonriente.

El sarro de la angustia no sale.Los llantos a maresse han ido secando.

Veintitrés de abril otra vez,es fácil perder la fe.

Y hoy traigo un arma en la mano.

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MANLIBA

Mi barrio era un jardín. Desde siempre. O al menos durante sus primeras cuatro décadas. Un jardín florido y pródigo en colores

y fragancias. Gardenias y cipreses, eucaliptos y begonias, narcisos, pa-raísos y otras tantas joyas que arrebolaban las tardes lentas. El crujir de las hojas cien veces barridas en cada mañana otoñal, mezclado con el aroma de anémonas y azaleas que, atolondradas o adormecidas, logra-ban florecer al otro lado del calendario.

Pero en la década del “noventa” hicieron crisis, al parecer, muchas lógicas morales. Desaprensivamente, con aire de alcurnia arrebatada quién sabe a qué linaje oscuro, se empezaron a observar en el común de la gente ciertas actitudes de desprecio, rayanas en el desperdicio; despojo de las buenas costumbres, acotamiento de los tiempos libres y un vaciamiento progresivo de intereses y de los métodos necesarios para su obtención.

Junto a la maraña tecnológica que se empezó a importar (y a lograr que nos importe) se nos avecinó una gigantesca montaña de basura inexistente hasta ese momento, producto del consumo descabellado de toda esa andanada de nuevas necesidades.

Dicho esto puedo afirmarte, mi querido Julio, que ésta y sólo ésta es la causal de que hayamos tenido que pagar el pato conviviendo con semejante mugre.

Al principio los residuos se acumulaban en ordenadas y respetuosas bolsas negras de consorcio que, aunque afeaban los frentes, conserva-ban esa dignidad propia de barrio residencial que se precie. Más tarde, los cestos pasaron a ser muestrarios de marcas de supermercados, pero pasado un tiempo comenzó la desidia: ramas taladas en cualquier mo-mento del año desperdigadas por el centro de las bocacalles, ríos de verdín provocados por las recurrentes aguas estancas de las atiborradas bocas de alcantarilla, cajas de cartón sobresaliendo de los canastos y finalmente rastros de yerba y naranjas exprimidas en las esquinas de las veredas que antiguamente refulgían de aroma a jacarandá.

Nuestros vecinos, Julio, son protagonistas. Siempre. Cada vez que una amenaza se cierne sobre el barrio, se encolumnan por los mismos

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intereses y reclaman, vociferan y patean, proclaman y gestionan y, como un Cabildo Abierto, plantean problema y solución a quién co-rresponda.

Entenderás, hermano, que el reclamo airado al Intendente del Partido y su comitiva no se hizo esperar y demandaron del más brillan-te ingenio del administrador para la resolución del conflicto. Faltaba más.

Así fue como nuestro edil se puso al frente de una guerra sin cuar-tel contra los furibundos enemigos, virtuosos de la suciedad, quienes inefablemente lograban corromper la limpieza de nuestro barrio con unos pañales sucios por aquí, con piezas de telgopor desgranado hecho miles de bolillas por allá, con más árboles caídos y restos de indicado-res de tránsito más allá.

Las brigadas delictivas se volvieron un escándalo. En un momento parecía que los corruptores del orden se hubieran apropiado de los mismos vecinos quienes, viéndose impunes en el medio de una batalla que los tenía como “los buenos”, dejaban su podredumbre mezclada con la de la chusma ensuciadora.

Intendente y Concejales trabajaban a destajo para combatir seme-jante plaga. Médicos, enfermeros y veterinarios organizaban cruzadas solidarias de salud para prevenir enfermedades derivadas del contacto con la basura y sus vectores, como son los roedores, cucarachas y cier-tas alimañas presentes en los lugares golpeados por la miseria. Cuerpos parapoliciales de vecinos organizados se parapetaban en los costados más proclives a la pauperización como ser: el pasaje que comunica la Escuela 28 con la Iglesia, los fondos del Batallón 601, los frontispicios de los cada día más saturados edificios de nuestra querida y arbolada ex Wernicke, etcétera.

Así comenzaron a verse en muchas paredes, en estructura de graffiti y a modo de anónima amenaza al contaminador, sentencias tales como: “Severas multas para el que ensucie este lugar”, “No sea basura, no se tire aquí” o la más radical “Te encuentro tirando algo acá y te remacho a patadas”.

Acusaciones cruzadas y álgidas discusiones se suscitaban en la puerta de cada colegio, en el hall del Cine Helios y en la sede del club,

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donde un mitin semanal reunía a los más encendidos oradores quienes portaban carpetas con varios identikits con rostros de los probables Agentes de la Mugre y verborrágicas difamaciones de los entonces lla-mados doble agentes, pregoneros de la limpieza pero artífices de la lenta pero efectiva decoloración del barrio.

Varios arrestos debió realizar la entonces flamante Policía Municipal. Hasta debió impedir por la fuerza y con premura un intento de lincha-miento cuando un histórico arrojador de objetos varios fue acusado de abandonar, en uno de los pocos baldíos que aún quedaban, una colec-ción completa de discos de vinilo de la vieja nueva ola.

Hacia los comienzos del nuevo siglo, debo decirte, la situación se salió desmesuradamente de control y tomó ribetes de una violencia tan inusitada que llegó a ser reflejada por todos los matutinos y los debutantes canales de noticias a toda hora, con sus repeticiones hasta el hartazgo en los mentados resúmenes de cada treinta minutos. Pero justo en el momento en que el País comenzaba a enterarse de nuestra lucha intestina contra la suciedad, una nueva tendencia contracultural comenzó a gestarse.

Un vecino, José Jesús Garmendia, en su devoción por la Virgen del Rosario, decidió consagrarle su garaje como agradecimiento por lo que consideró un milagro recibido, cumplido en la recuperación de un hijo enfermo. Por tal motivo, José destinó un pedestal humilde conteniendo una gran imagen de la Virgen, con una cápsula vidriada y una buena iluminación, para rendir su tributo justo en las puertas de su casa. La ochava de la casa de José se ubicaba en la esquina de la ex calle Aviador Udet, donde la propiedad se extendía por doce metros y la ex calle Aviador Post, sobre la cual esgrimía veinticinco metros de un profuso ligustro siempre bien mantenido.

La sorpresa la comunicó en Asamblea el vigilador de la cuadra, al comprobar tres semanas en las que dicha esquina no se había visto afectada por ninguna turba y, en lugar de basura, aparecían muestras de una profunda veneración y respeto a un símbolo religioso tan aprecia-do como es la Virgen del Rosario.

Rascándose la cabeza y ante la imperiosa necesidad de alguna nue-va sugerencia que pudiese controlar la situación en las calles, el señor

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Intendente decidió una vez más tomar las riendas de lo que a priori consideró la mejor solución posible. Ella consistía en un experimento, una nueva forma de ataque, pero ésta vez apelando a una sensibilidad más humana, en lugar del castigo o el apercibimiento apuntaba a la reflexión y al parafraseo kantiano sobre lo bello y lo sublime.

Así fue que, con un veloz reflejo político y basándose en la concep-ción católica de la República a la que se ajusta nuestra Constitución; mandó construir cuatro peldaños idénticos al de José, cargados todos ellos de una formidable emoción litúrgica en puntos estratégicos del barrio. Obtuvo así la certidumbre de que, donde hubiere un ícono re-ligioso, el lugar estaría libre por siempre de los sucios y de su mugre. Entendió así nuestro futuro Presidente que la mejor arma para lograr la armonía era vislumbrar un nuevo mundo, uno más espiritual, un mundo de regocijo.

El precio a pagar fue el éxodo de toda institución o colegio laico que pudiese poner en peligro la calma. Los viejos debimos declarar los títulos de nuestras bibliotecas y algunos de ellos nos fueron reti-rados para no sembrar nuevas posiciones; los jóvenes que quisieron continuar viviendo en el barrio debieron cultivarse en algún precepto religioso y las amistades que quieran ingresar deberán certificar un re-nunciamiento ético apuntado al Bienestar de Nuestra Comunidad.

Es por eso, Julio, amigo; que la otrora calle Balbín hoy se llame Del Sagrado Corazón o la ex Matienzo haya devenido en Avenida Trinidad, o tantas otras hayan cambiado sus nombres ayer destinados a flores y aviadores a los actuales motes dogmáticos.

No esperaba, seguramente, nuestro entonces Intendente que las demás religiones, cultos, creencias y las mal llamadas sectas pudieran interesarse tanto por un proyecto emancipador e integrador de razas y castas; basado en la sinergia de todas las formas conocidas del renacer espiritual del Hombre y de su perfecta comprensión del entorno como parte indisolublemente necesaria para la Vida.

Existen hoy 947 pedestales destinados al acercamiento entre el hombre y su credo, en una superficie de 2.4 kilómetros cuadrados, lo que equivale a un monolito cada veinticinco metros y treinta centíme-tros, o cuatro por cuadra.

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Por cierto, sabrás que descreo bastante del Perogrullo organizado tan a sabiendas. De todos modos, ya no vivo en Ballod y Alas, Julito, sino en Lutero veintidós ochenta, entre Candomblé y Krishnamurti, y lo que antaño fuera Ciudad Jardín, sabrás, es ahora el Jardín de los Buenos Hombres.

Si me preguntás si esto era lo que esperaba para el futuro de nuestro barrio, te juro que no lo sé. Supongo que mis nietos se encargarán de darle forma a esta gran vasija vacía.

Mientras tanto, de la basura, no quedan ni rastros.

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“Jamás me conformaría con ser un hombre de letras. Lucho, por todos los medios, por convertirme en un hombre de palabra”

Defensa del croto

Yo sé que me dicen crotoporque ando desalineado,

porque uso timbos gastadosy los pantalones rotos.

La barba no me la cortome afeito si es por encargo

de pibe usé pelo largoy hoy piel seca es lo que aporto.

A mi bici no la lustroporque no es para hacer facha

me salva la mala rachaque el auto me dio en disgustos.

Dicen de mí muchas cosas,y cuando el pibe no almuerza,

lo hacen comer a la fuerza:¡Viene el hombre de la bolsa!

Es verdad que algunos perrosse me han hecho muy amigos,

es que yo comparto abrigoy a ellos no los aterro.

Soy miope desde hace ratoy a los anteojos les huyo,

no me gustan los chamuyosy soy de comer barato.

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Me rehúso a las pavadasy a las yapas ventajeras

el valor está en la esperay no tanto en la llegada.

Hace un tiempo alguien me dijouna sabia apreciaciónel destino de estación

no es para tipos prolijos.

The cyclist – Laura Gori

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“El mejor gladiador inventa patrias, para no convertirse en mercenario…”

Carbunclo

Decidí emboscarlo, tomarlo por sorpresa. Es decir, tuve que ha-cerlo, porque a esta altura ya éramos varios los que andábamos

tras él.Costó poco localizarlo, como si los eventos tomaran un curso lógi-

co y esperable; y si bien la búsqueda fue corta, la espera resultó inter-minable.

Enero de otoño adelantado, noches al desnudo de la brizna y la bendición de la lluvia intermitente, casi evasiva, tan necesaria para mi provecho.

Caminé cada noche, los pasos dolieron como cilicio abriendo carne de carne, pero fui paciente, debía ser eficaz.

En varias ocasiones debí burlarlos a ellos, a los otros buscadores; fingía ser un buscado de poca monta, prefería la mueca de desprecio por mi simplicidad a develar mi negocio. Y no me notaron.

Excepcionalmente debí mostrar el colmillo pues la tensa calma me carcomía, pero cuidando las formas, con el morbo oculto y las garras bien guardadas.

Hasta que llegó el momento.Lo vi desgraciado y sólo, al borde de una tosquera; se veía tan inde-

fenso que hasta corrí con el riesgo de no enfrentarlo. Los depredadores somos así, cuando la presa es fácil, la emoción se disipa; necesitamos el rigor de la lucha encarnizada, el olor a víctima, el sudor frío del vic-timario.

Debía advertirlo, prepotearlo, mostrarle mi desidia.Fue entonces cuando vino a mí mi peor designio, mi falta de ga-

llardía, el desamor de no anticipar mis movimientos, de darle tregua a una lucha de iguales. Y me abalancé sobre él, cuerpo a cuerpo, despia-dadamente.

Mi objetivo estaba en su frente, era un tesoro que él no merecía ni había soñado tener, pero que llevaba orgulloso al igual que lo habían hecho sus ancestros.

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Tuve que sujetar la vaina de mi daga con los dientes, con los brazos contusos por el esfuerzo, hasta que, por fin, lo abrasó la muerte ines-perada en el filo de mi estaca.

Después, todo fue más preciso. La incisión duró unos segundos y al tomar mi diadema, no pude sino ver su rostro. Rostro de dragón noble, de protector de objetos de otros mundos, y fue allí que comprendí su venganza.

En su gesto adusto de Dragón, entendí que era mi turno, que deja-ría de ser perseguidor para ser La Bestia, que debería entregarme a una vida errante, al escondite eterno, a ser presa de una lenta persecución y de una inerte caza.

Cavallo – Laura Gori

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Deuda sagrada

Vos sabías que en algún momento te iba a tocar pagarla. Ahora es tu turno, teníamos un trato. Contá primero, si querés. Cerrá los ojos, contá hasta

cinco. Vas a ver que el tiempo vuela. Después, todo va a ser más fácil. Hacelo

Ceferino me había perseguido durante toda la secundaria, yo cono-cía sus propósitos y los esquivaba a toda hora. No me gustaba pasar tiempo a solas con él. Cada vez que terminaban las clases de Educación Física, me daba la sensación de que me había estado observando todo el tiempo.

Un día lo encontré husmeando entre mi ropa, dentro del bolso, y lo increpé:

—¿Qué estás haciendo? ¿Qué querés de ahí?—Vos sabés— me dijo. Y yo sabía.Nuestra relación se volvió complicada. Éramos grandes amigos y

compartíamos mucho, pero ambos sabíamos acerca de la tensión que podía generarse ante un comentario desafortunado, un guiño de ojos con Normita, la panadera o, aún peor, la posibilidad de que algún com-pañero de internado haya ingresado pornografía y la diseminara por todo el salón.

Alguna vez me inquirieron dos de mis compañeros sobre qué hacía yo con el puto ése, si me gustaba la carne de chancho y todas esas es-tupideces; yo siempre respondí que, por lo que sabía, Ceferino era bien machito, aunque jamás me lo creyeron.

El día en que terminamos los estudios, Ceferino me apartó y me dijo que tenía algo muy importante que confesarme:

—Voy a estudiar para cura. Yo viví y sentí para vos durante todos estos años, pero ya me convencí de que jamás seré retribuido. No te culpo, entiendo de qué se trata. Aunque sé que vos también sentís algo por mí, aunque no lo sepas explicar, entendé que te pertenezco, pero si alguna vez necesitas algo de mí, sabé bien que voy a cobrarme el favor.

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Me dio un fuerte abrazo y se alejó con lágrimas en los ojos.Quedé dolido. Comprendí que estaba perdiendo al amigo más leal.

No lo volví a ver en los siguientes veinticinco años, hasta las navidades pasadas.

Cuando Camila enfermó, visité todos los médicos que pude, tomé nota de cualquier “medicina alternativa” que pudiera hallar, estudié en libros e Internet acerca de esa rara y ultrajante enfermedad que la con-sumía.

Atravesamos juntos todas las instancias de degeneramiento del cuer-po y de la psiquis; síntomas, dolores y cuestionamientos. Queríamos aprovechar todo el tiempo que nos fuera dado juntos.

Hicimos un viajecito al sur, donde nos habíamos conocido. Visitamos teatros, museos y todo con lo que nos identificáramos.

Con treinta y cuatro años, Camila subió por primera vez a una mon-taña rusa. Yo lo había hecho en varias ocasiones pero ella, que temía demasiado, entendió que temer era sólo una opción y decidirse es al-canzar pequeñas libertades.

Hace apenas tres meses, decidió abandonar los cuidados paliativos. Me dijo que ya estaba preparada y que no era necesaria tanta perorata hasta que se cumpliera su tiempo.

Yo insistía por todos los medios en que no se dejara caer, hasta que alguien me recomendó ir a ver a un cura sanador. “El Santo”, le decían en Villa Esperanza.

Una mañana soleada cargué a Camila en la camioneta y recorrimos los trescientos kilómetros de ripio para ver al Padre.

Al llegar encontramos una capilla y un pequeño retiro en el que vivía el sacerdote. Una larga fila de creyentes se acercaba los domingos. El cura oficiaba misa y luego se aproximaba, uno por uno, a todos los que necesitaban de un milagro; más no fuera, el de la misericordia. Aguardamos varias horas hasta que, finalmente, nos llamaron.

Yo estrechaba la cintura de Camila. Nunca había sido creyente, pero aceptaba gustosa cualquier tipo de ayuda que pudiésemos encontrar.

Al entrar en el pequeño recinto, vi una Hermana preparando una infusión y de pie, con cara pálida y asombrada, a Ceferino.

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Nada había cambiado. Vino corriendo hasta mí y me dio un fuerte abrazo. Me preguntó fugazmente cómo había estado. Le resumí que el amor de mi vida se estaba muriendo y que estábamos desesperados.

Su rostro se puso serio de repente, como si una multitud de años y vivencias le hubieran azotado el cuerpo.

—Entiendo— dijoPor primera vez reparó en Camila, tomó sus manos y le preguntó

de sus dolores. Le dio de beber la infusión mientras le preguntó si es-taba dispuesta a aceptar el destino que Dios había preparado para ella. Camila le respondió que confiaba plenamente.

Ceferino pidió que me retirara y que volviera en una hora. Su asis-tente se dirigió a las personas que aguardaban y les dijo que el Padre iba a demorarse.

Salí a tomar aire. Evoqué imágenes de la infancia y su inocencia. Encendí un cigarrillo y esperé hasta que Camila apareció en la puerta.

Me acerqué a Ceferino, estreché su mano y le dije que añoraba aque-llos tiempos. Me pidió que fuéramos a casa a descansar, que cuando tuviéramos novedades importantes lo fuéramos a ver. Le agradecimos y volvimos a la quinta.

Poco a poco comencé a percibir una mejoría en Camila y temí que se tratara del llano final que antecede a la muerte; pero el tiempo trans-currió y las primeras mejorías se confirmaron con un importante retro-ceso en su enfermedad.

Un par de meses después, decidimos visitar a Ceferino para ofre-cerle en retribución aquello con lo que pudiéramos contribuir para su causa.

Los miércoles el caudal de gente era mucho menor. Al llegar salu-damos efusivamente a la asistente de Ceferino. Ella celebró el milagro y se persignó, a la vez que nos decía que era momento de estar juntos y cuidarnos mutuamente.

Mientras aguardábamos, le pregunté a la mujer acerca de la obra de Ceferino y de cómo ayudarlo. Me dijo que desde hacía un corto tiempo lo notaba confuso, malhumorado; cosas que ella no le conocía a pesar de sus largos años juntos.

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Ceferino salió de su austero púlpito y nos recibió. Primero quiso hablar a solas con Camila. A la media hora la despidió y le dijo que aguardara en la camioneta.

Me preguntó si era feliz y le respondí que mi vida con Camila siem-pre había sido maravillosa. Le pregunté lo mismo y me dijo que había hallado su pequeña felicidad hablando con Dios y ayudando a la gente que se acercaba espontáneamente. Me reveló que ya no le importaba la vida material y que si aún no se había quitado la vida era porque él, un pequeño hombre, no podría, ni debería ir en contra de la voluntad celestial.

Dicho esto, abrió un pequeño cajón de su escritorio y sacó un arma. Me quedé inmóvil, pensé que en ese momento mi vida iba a acabar.

Ceferino tomó mi brazo con virulencia, me obligó a agarrar el arma entre mis manos y se apuntó en la sien.

—Es la única forma de cubrir tu deuda. Salvándome. Vos sabías que en algún momento te iba a tocar pagarla. Ahora es tu turno. Teníamos un trato. Contá primero, si querés. Cerrá los ojos, contá hasta cinco. Vas a ver que el tiempo vuela. Después, todo va a ser más fácil.

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Ofensa (a Jorge Rafael)

Bruma, tus ojospresencia demoníaca en banquillo

hueca mueca de pedantería sin resolución ni remordimiento.

Al otro lado, cadenashedores de prisión confusa, de razón difusa

búsqueda incesante e insoportable y sin encuentros.

Clama el martillo condena al culpablese yerguen en duelo treinta mil cadenas con dientes de azufre sonríe el demonio

y altivo argumenta suciedad y guerra.

Los años pasaron y hasta los gusanosque ayer deglutieron sangre de inocenciase apiñan cercanos a tu cuerpo inmundoy esperan el turno de vengar tu ofensa.

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Cuchitril

Teníamos unos dieciséis, quizás diecisiete años cuando Roque here-dó esa casa. Fue en un momento inmejorable porque estábamos

empezando a ganar una independencia inusitada para esa edad. Los dos habíamos hecho changas durante la adolescencia, luego a Roque se le complicó seguir estudiando porque tenía que dar una mano en la economía familiar y tuvo que dejar en tercer año. Yo seguía estudiando mientras vivía con mis viejos, pero entre ambos bancábamos los gastos del bulo.

El lugar era un departamento tipo casa, bastante derruido, que ha-bía pertenecido a su abuelo. El tipo era medio raro; bohemio y noc-turno, a veces se iba de rumba y aparecía tiempo después preguntando cómo íbamos en el colegio.

Tanta era su vida social que nadie se extrañó cuando un día cual-quiera desapareció literalmente del mapa.

Como Roque no lo apreciaba demasiado, fuimos prudentes durante el primer mes y luego nos instalamos con nuestras torres de compacts y posters.

A las dos semanas, nos habíamos provisto de televisión y de unos sillones esquineros que la vecina había sacado a la calle.

Pintamos de rojo el único muro sano y picamos los ladrillos de las paredes húmedas para darle un tono rústico al ambiente, que preten-díamos que fuera nuestra sede de andanzas y una seductora trampa para amigas, vecinas, conocidas y mamás que estuvieran buenas.

Tengo que reconocer que mi hermano de leche tenía siempre me-jores y más frecuentes botines que los que tenía yo, tal vez por eso sea yo quién cuenta la historia.

Lo cierto es que el “depto” tenía un gran ambiente a la entrada, en la que hemos organizado recitales en vivo para un selecto auditorio de quince borrachines amigos.

Un biombo dividía al living de una diminuta cocina que jamás se utilizaba; un enorme baño con tina y una única habitación con cama king size, cortesía del padre de Roque, completaban el lugar.

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Sobre la pared del living que daba al baño había un pequeño espacio muerto de un metro de altura por casi dos de ancho, lugar que había quedado reservado como bajo escalera hacia la losa del techo.

La escalera nunca había sido construida, por lo tanto cerramos el hueco con una madera tipo durlock detrás de la cual se escondían el pequeño frigobar, regalo de mi tía Silvia, y la humilde alacena barra depósito de bebidas varias, para que estas nunca estuvieran expuestas a amigotes indeseables que pudieran hacer peligrar el equilibrio en nues-tra balanza de activos. Aquél espacio pasó a llamarse desde entonces el cuchitril.

Dicen que los caballeros no tenemos memoria, así que resumiré que aquella casa fue receptáculo de toda clase de correrías, legales y no tanto, durante un lapso superior a los diez años, tiempo en el cual, poco a poco, fuimos sentando cabeza.

Una noche, Roque me llamó y me dijo que tenía que hablar con-migo sobre algo importante. Salí preocupado, pensando que habría algún problema considerable por el tono apesadumbrado de su voz al teléfono.

Llegué al departamento, agarré dos cervezas bien frías del cuchitril y me preparé para el mazazo:

—Gordo —me dijo Roque— tengo que serte franco. Vos la co-nocés a Melisa. Hace rato que andamos juntos y la pasamos bien. Yo estoy medio cansado de tanta movida y me quiero ir a vivir con ella. Acá. ¿Qué pensás?

Le dije que estaba bien, que era lógico, que en algún momento se tenía que terminar. Le mentí que estaba muy contento por su gran paso y algunos sarcasmos que me hicieron superar la emoción agria de abandonar el nido, al menos por un rato.

— Perfecto. ¿Cuándo se piensan mudar juntos?— El sábado, a la mañana. Mi suegro nos da una mano con la chata,

¿viste?— Ah, el sábado. Okey. Pero mirá que no estoy porque… tengo

que acompañar a mi vieja— mentí nuevamente.

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Dejé la cerveza a medio terminar, puse ruidosamente la llave so-bre la mesa y me despedí arguyendo que tenía examen a la mañana siguiente.

Por unos meses, no aparecí por la casa. Cuando finalmente decidí ir a visitarlos, percibí que Roque y Melisa la habían reciclado con un toque decididamente femenino.

Una luminosidad inédita en el living; una enorme biblioteca blo-queaba el cuchitril devenido en desván de cosas en desuso. Una mesa ratona sostenía centros de mesa con piedritas de colores, un alga falsa flotaba en gel que intentaba asemejar una playa desierta y un desagra-dable gato dorado levantaba una y otra vez su brazo izquierdo llaman-do a la suerte.

Melisa me ofreció un café, yo me comporté con cortesía y le dije a esa horrenda bruja, quién luego deviniera en una de mis mejores amigas, que había necesitado un período prudente para hacer el luto.

El tiempo fue pasando, yo conocí a Marité y empezamos a salir de a cuatro y a conocernos mejor durante los últimos años.

A mediados de octubre, Roque me contó que el tío, hermano de su padre y también heredero del departamento había vuelto del extranje-ro en bancarrota y le exigía la venta del inmueble para poder afincarse de nuevo en el país; en tono altanero y con facilidad para emprender altercados a gritos.

Finalmente, después de varias acaloradas discusiones, lograron po-nerse de acuerdo y, al parecer, el tío dejó de presionarlo con la venta de la casa.

De ser parte de su realidad cotidiana, el tío de Roque pasó a ser el recuerdo de alguien exasperante, que había venido a interrumpir la paz familiar y del que nada sabíamos desde algunos meses. Cada tanto, preguntábamos por el hombre, pero Roque contestaba desinteresado.

—No, no sé nada. Asumo que habrá vuelto a España, porque no volvió a llamar.

Marité y yo nos casamos, ella quedó embarazada y el mes pasado nos juntamos los cuatro a cenar y contarles las buenas nuevas.

— Tengo algo que decirte —le dije a Roque visiblemente emocio-nado— ¡Vas a ser tío!

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— Ja, ja, ja. No te puedo creer. ¿Sabés algo? ¡Vos también! Y ade-más… Nos vamos a mudar.

Hice un esfuerzo para que mi cara de felicidad no se viera pálida de pronto. Me sentí viendo una película repetida.

— Perfecto. ¿Cuándo se piensan mudar?— El sábado, a la mañana. Mi suegro nos da una mano con la chata,

¿viste?— Ah, el sábado. Okey. Esta vez voy a estar.

Tenían que mudarse sin dilaciones porque el comprador se presen-taría junto con el veedor del crédito hipotecario justo en el momento en que comenzábamos la mudanza.

— ¿Te acordás cuando picamos esta pared? —le dije risueño a Roque—. Éramos unos pibes.

— Sí, me acuerdo. Ahí había un poster de Janis Joplin y allá, el sillón de la vieja de al lado.

Mientras movíamos los muebles, aparecían las anécdotas que com-partíamos con el veedor del banco.

Cuando hubo que mover la biblioteca, Roque me hablaba de otras cosas, interrumpiendo un recuerdo precioso que yo quería comentar. Parecía nervioso con la mudanza, balbuceaba algo que yo no llegaba a comprender.

— ¿Y esto? —pregunté extrañado, como pidiendo súbitamente una explicación—. ¿Cerraste el cuchitril?

La cara de Roque se transformó por completo. Sus ojos, inyectados de furia, exigían que me callara. Aunque yo no los entendía.

— ¿Y el frigobar? ¿Cuándo tapaste ese hueco?— ¿Qué hueco? —me gritó desmesuradamente, como si lo hubiese

acusado de un horrendo crimen—. ¿Qué cuchitril? Acá nunca hubo un agujero, ¿entendiste? Desde que me mudé acá, eso es una pared tapiada.

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Umbilical

Bosquejo altares y refriegasbosquejo tiempos nuevos, de disfrute

bosquejo intimidades compartidasy te imagino.

Bosquejo ojos mirando desde el ombligobosquejo palmas pequeñas que no aplauden

bosquejo llantos que no son dolory te arrullo.

Bosquejo juegos con aroma a independenciabosquejo voces que se agravan a su tiempo

bosquejo rastros de experiencia y desparpajoy me apego a vos.

Bosquejo tus proyectos e idealesbosquejo tus amarras desatadasbosquejo tus altares y refriegas

y te extraño.

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De visita en Buenos Aires

Me encontré realmente perdido. Aún no domino bien el idioma y, cuando finalmente acerté el nombre de la Florida Straβe, inten-

té pasar desapercibido y recorrer a gusto propio, y lejos de los tours comerciales, la peatonal que entiendo el centro mismo de la enorme Ciudad de Buenos Aires.

Diré que el torbellino lógico de un miércoles a las once de la ma-ñana, en un lugar tan transitado, me arrastró corriente abajo por las enormes galerías y centenares de locales del paseo.

Mi vida de retiro en Bremen, alejada de tanto ruido, me generaba mil incertidumbres de cómo sería el compulsivo melodrama en una urbe tercermundista poblada tan ampliamente.

Soy sacerdote, mantengo una vida apartada, de amplia lectura y tar-des apacibles. Pero quería darme el gusto, una vez en la vida, de ver in situ la tierra del fútbol, la de los famosos carasucias; la patria de Diego Maradona.

Al llegar a Florida, busqué arboledas, balcones fragantes y bailarines de tango callejero; artistas del balón y bandoneones. Hasta sonreí al ver una gran sede de nuestra teutona ADIDAS dando inicio al porteño re-corrido. La multitud me abrazaba indecisa, atropelladora, vituperando gritos a través de miles de teléfonos móviles activados al unísono.

“Liberamos celulares”, escuché y me pregunté de qué hablaría la señorita. Quizás habría reclusos y esta gente se ofreciera a defenderlos. Busqué el significado de “celular” en mi Collins Alemán-Castellano y descubrí que además de “móvil”, los celulares portan reos desde las comisarias a centros de detención masivos, así que retrocedí cauteloso.

— Tango, tango —gritaba una mujer bastante entrada en años, mascando de costado un cigarrillo encendido. Estaba en las antípodas de mi imagen idealizada de “La Morocha”; se recostaba, cuando nadie pasaba cerca, y escupía con insistencia junto a una vidriera. —Tango, tango —se me acercó a pesar de mi sotana, y garabateé un:

— Gracias, señorita, no bailo. Me tropiezo haciendo el ocho, pero puedo mirarla a Usted.

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— Viejo miserable —entendí, aunque este fue el primero de los insultos que me profirió.

— Cambio, cambio. Cambio Real —El muchacho gritaba arrabale-ro y miraba hacia arriba, nunca a los ojos.

—Cambio, change —me dijo. Y yo le agradecí porque me mostra-ba una gran galería que decía Iglesia Universal; pero yo no necesitaba cambiar de credo. Si bien soy luterano, tengo un profundo respeto por las demás creencias. Mientras me empujaba hacia una escalera, una chi-ca de lentes me tomaba de la mano, apartándome.

— Venga, abuelo. No se acerque a los arbolitos, lo van a estafar.— ¿Arbolitos? No entiendo. No he visto arbolitos, sólo baldosas y

comercios.— No, vayasé de ese lugar. Está lleno de guanacos. Cuando lo ven

distraído, lo zarpan.— ¿Zarpar? ¿Cómo en un barco? —. No comprendía en absoluto

lo que la adolescente me quería decir. ¿Guanacos aquí? ¿No tienen pu-mas o ñandúes? Yo leí que en la pampa sólo había vacas.

— En La Pampa no hay nada, Padre. Viento nomás. El resto es desierto. Lo dejo porque estoy a mil y los cuervos no esperan. Cuídese.

Miré a mi alrededor y las caras se me antojaron escudriñadoras. Sentía que todos me miraban. Debía cuidarme de los guanacos y de los árboles; de los reclusos y los cuervos. Hasta de las morochas.

Se me acercó demasiado un hombre con campera, arrinconándome contra un local de cueros y talabartería. Me señalaba con su dedo y me decía: ¿Dollars? Yo tenía la respiración entrecortada. “Euros” —res-pondí, mientras me rodeaba con un brazo firme.

Logré darme vuelta , y dos orientales me dieron folletos de comida. Un lawyer de traje dudoso me ofrecía la mano libre del maletín para charlar en un café. Retrocedí sobre mis pasos, buscando algo amigable y reconocible.

Grité, pero mis gritos se perdieron en la inaudible marea que gri-taba sus propias penas y negocios. Corrí desaforadamente. Esquivé baches repletos de obreros, salté decenas de puestos de feria, me vi mezclado en una turba de manifestantes con pancartas pidiendo liber-tad para presos políticos.

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Giré por una calle aledaña cuyo nombre nunca supe hasta que por fin di de lleno con la fachada de esta confitería.

Mein Freund, rezaba la marquesina, Mi Amigo. Pedí un strudel y un té en hebras. La camarera me vio agitado y me ofreció un teléfono. Llamé al hotel y pedí que, al día siguiente, fuera por mí un tour con guías en mi idioma y que por favor tuvieran la gentileza de venirme a buscar.

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PeonzaRompiendo la madrugadaestá el peón en sus labores,no lo detienen doloresni si hay escarcha pegada.

En el campo nada es nuevo:tiene quién siempre ha tenido,

pa’l pobre mate cocido,pa’l señor arte en un huevo.

Se va el trompa en camioneta,haya sol o caiga el agua,

y atrás, cargando su guagua,va la china en bicicleta.

Pedirle al rico el calvariode entender al hombre a pataes más raro que una ratadiciendo el abecedario.

Cuando hay que arreglar la arrobay da menos la balanza

aunque el ragú ciña panzas,jamás pide y nunca roba.

Hay fiesta porque es domingo,y temprano la peonada

va armando la carbonadapara olvidarse del gringo.Silos, alambre y hacienda

del patrón, de todos modos,“pero el cielo es para todos”dice el bracero y se enmienda:

“Fiel al que te da trabajoya seas viejo o mancebo,

pero a no tragarse el cebosólo por estar abajo. Vendrán días, acordate,

que entiendan que la riquezaestá en compartir la mesa,china, chicharrón y mate.”

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Un hombre de confianza

Lo contraté para que asesinara a mi hermana. Sin rodeos. Sin vaci-laciones.

Había escuchado buenas historias acerca de este flaco rubiecito, siempre pulcro y bien vestido.

Le pregunté si tenía algún problema con eso y respondió que no. Lo cité en la oficina, porque no me gusta arreglar los detalles por teléfono.

— ¿Cuánto querés? —le pregunté.— Creo que en el negocio, nadie mejor que usted sabe cuánto cues-

ta este trabajo, Don Carlos.— Está bien. Mi plata, mis reglas. No la quiero más en el medio.

No necesito violencia, ni marcar ningún territorio. Es más, si hacemos algo con lo que me pueda cubrir el seguro, mejor. Así esto se paga sólo.

Sabiendo que el pibe quería ser de mi círculo, fingí irme un poco de boca, como justificándome.

— Caí en una timba complicada —le dije—. Y las mujeres empeo-ran todo, ¿sabés?

— No diga más —se apuro a decir—. Hace tiempo que espero la oportunidad de ser sicario suyo.

El resto de la reunión, permaneció callado. Le hablé de los lugares propicios e hicimos números.

— Cincuenta ahora, para preparar todo. Las otras cien lucas, cuando ya esté cocinado.

Se fue contento. Lo vi callado, serio. Había escuchado que desde pibe era de ley. Creí que por fin tendría un hombre en quién confiar.

Me llamó al día siguiente:— Carlos, usted siempre descansa en Las Leñas, ¿verdad? ¿Por qué

no se toma unos días, así no lo molestan, y de paso yo tengo más op-ciones?

— Me parece bien, Rubio. Estaba pensando en irme. No quiero que me cuentes nada, la lloraremos a cajón cerrado. No ando con ganas de descomponerme.

— Delo por hecho —dijo, y cortó.

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Mi resort favorito en Mendoza está en la base del cerro. Tiene unas aerosillas propias que llegan hasta la cumbre misma en no más de doce minutos. Estaría yo a mitad de ascenso cuando sentí la vibración de mi celular: “LISTO”

Llegué a la cima y me deslicé montaña abajo de un tirón, como en mis mejores épocas . Ni bien logré llegar al bar, pedí un champagne del bueno para brindar con mi cita. Estaba satisfecho con mi doble éxito.

Una vez que me comunicaron la noticia de que mi hermana mayor había sido muerta a puñaladas en plena calle, con una saña indescripti-ble, comprendí que debería limpiarlo también a él.

Después de todo, si aquél muchacho había tenido la frialdad de asesinar con semejante crueldad a su propia madre, entonces, ya no lo podía considerar un hombre de confianza.

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Cáscaras

Pasa ella en fragancia virginaly el pulso de él aceleraal descubrirladoblar la esquina, ensimismadaprístina ensoñación.Abordarla como fuere, reto del juegorespirar su propio aireentrecortarlo.Distraída espera, mueca torvadesidia y quijada arrogantenavaja apretada que ebulle en el bolsillo.Rutina de estruendoy un gozo sólo, el de élel indecible.Ella, dolor de inocencialínea roja baja desde el cuello.Gritos, ella, apagadosbestiales, él, vaivenessexo macho.Luego baldío cuerpo bolsa todo en uno.

Televisor encendido corrobora titularcómo se llamó,qué edad tenía.

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A mARCElo, por su honradez y bonhomía.

El Paraíso

Empapado de sudor nervioso está el hombre. Húmedo de una hu-medad tensa. Espasmódicamente pronuncia sus primeras pala-

bras, meditadas, tartamudeadas, sinceras.El auditorio se pone de pie por primera vez, aguardando la llegada

postrera de un embelesamiento planificado. Él levanta su mano izquierda y, con sus ojos cerrados, dibuja una

silueta con una varita imaginaria.El cello construye una maquinaria aceitada como un reloj, percu-

diendo al clavecín en un sincopado bajo continuo. Las luces encan-decen y se evaporan atendiendo a la necesidad visual de la música. El zapato del hombre golpea firmemente el proscenio y semeja un millar de caballos galopando en el desierto.

Sus manos crispadas buscan un vuelo de paloma abrazando una libertad que lo abrasa; el violín solloza una suave melodía, similar a un paseo sobre nubes, hasta que al fin la virulencia de trombones y cornos anuncian la ineludible victoria arrasadora.

El pequeño mortal es un gigante que gestualiza horrores y trage-dias con respiración jadeante y entrecortada. Pasión y dolor que duele y apasiona a quién observe. Ahora es desmesuradamente grande el hombre; ahora es tormenta y júbilo. Grita y sonríe; abre los brazos y agradece a la Clásica Música.

El hombre despierta de su ensueño. Comprende que se ha expues-to ante un millar de personas que, atónitas, han escuchado el relato tanto o más que a la música. Allí, comprende su condición humana y lo inabarcable de su fe lo hace desplomarse contra el suelo, agitado y extasiado hasta el hartazgo, como cada noche, ante cada audiencia.

El musicólogo carga con una mochila que lo asfixia. Su doble con-dición de hombre de libros, taciturno, estudioso, inseguro, no siempre sabe lidiar con su lado histriónico y extrovertido y, aunque le resulte pedante decirlo, famoso. El éxito no es solo reconocimiento gratuito.

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Conlleva una eterna disposición de sonrisa y agradecimiento a cual-quier mecenas que sugiera un convite.

El hombre sabe que el sonido más límpido y áureo se oye hacia la cúpula del teatro. Sabe que en el “gallinero” en el cual se agolpan los tipos de a pie, los que no tienen la economía abierta para un par de plateas, se produce la mágica comunión de las armonías.

Una sinergia todopoderosa invade el espíritu de una indecorosa li-bertad, libertad de vuelo; impía realidad en la que un fagot deja de ser un instrumento musical para transformarse en escudo contra el inva-sor. La cercanía de la coda es el sable que cortará la espesura del bosque y declamará un grito desaforado e impúdico donde concluirá la Obra.

Hoy el hombre está nervioso en el hall del teatro, aunque sólo sea un espectador. Es consciente de que cuando intente ir escaleras arriba hasta el último piso, alguien lo interceptará y con un gesto enérgico, aunque amable, lo conducirá al sector de palcos, que le corresponde.

Así es que, dubitativo, repasa una vez más su plan: Cuando ingrese finalmente al palco, colgará su abrigo y reposará en la parte trasera del habitáculo para evitar ser visto antes de que el director chasquee los dedos y con un grandilocuente movimiento haga sonar la orquesta. Luego sujetará nerviosamente sus rodillas y, para evitar sospechas de sus contertulios, describirá en el aire pequeños y cadenciosos movi-mientos, como cuando él enseña, y se dejará ensoñar por unos pocos minutos.

Cuando considere que su compañía no es notada, caminará delica-damente hacia atrás, tomará su paletó y cerrará con estudiada mesura la puerta del palco. Se detendrá unos segundos, sosteniendo la misma respiración entrecortada de sus actuaciones y dará dos pasos firmes hacia la base de la escalera. De un respingo, se asirá del pasamanos y en un adagio, correrá los primeros escalones y, con un jadeante deseo de libertad, será testigo y parte del movimiento que antecede al poema de Schiller. Cubrirá su rostro con el abrigo al llegar al entrepiso y molto vivace correrá escaleras arriba, con su jadeo, su puntero y su escasa cabellera. Y una vez allí, en el centro del Paraíso, que venga aquel que en la Tierra pueda llamar suya siquiera un alma, rodeado de una pequeña multitud incomprensiva, alegres como vuelan sus soles, a través de la espléndida

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bóveda celeste, sacará la batuta escondida entre sus ropas y dirigirá por fin la Obra Sublime hasta el éxtasis final: y todos los hombres serán hermanos bajo tus alas bienhechoras.

Conmovido y feroz, respirará ese aura etérea y se dejará llevar por Euterpe y su flauta. Así perderá su aspecto mundano y se convertirá en música.

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El Pozo

Julito cometió un crimen horrendo. Arrepentido, no está; pero es consciente de que actuó mal. Lo del susto se le pasó de la raya y, antes de darse cuenta, sus manos

se juntaron a pesar de que había un cuello entre ellas.Julio no es novato a la hora de quitarle la respiración a las chicas;

así entró a la tribu, y se siente cómodo en esa. Pero esta vez sabe que se equivocó fiero, se metió con alguien al que no le cabe un grano de arroz en el plato. Alguien más loco que él.

La idea de ir en cana lo conmueve, salir esposado y con cara de loco por la tele y, cuando algún cobani se distraiga, afanarle la nueve y car-garse a cuestas un par de polis, algo heroico. Pero sabe que el encierro no es para él, de sobra lo han charlado con el Chupa. Lo mejor sería cuarenta balazos por bando, a lo Bonzo, y espichar en el medio de la calle, pero con orgullo. Preso, ni a palos: “Si cae uno nuestro, caerán cuatro de ellos.”

La noche siempre le fue amiga a Julio, siempre algo se curte, siem-pre hay un papo a mano. Pero esta noche es distinta, parece una noche de ojos. Cada estrella, un ojo que lo mira serio. Ningún ojo se guiña, todas las estrellas, con mirada fija.

Julio está nervioso. Nadie lo batió, porque ya estaría la yuta arriba suyo; pero está esa picazón rara, como si algo anduviera mal. Nadie se arrima a la casa del Julio, raro. Nunca faltan los garroneros. Se ani-man al portón y le dicen: “Tarugo, tenés algo pal vinito, que me quedé rengo”, y Julio, que es un buen Tarugo, les convida vino y pega. Y los desabrigados se van contentos, cuando no quedan ojos y el sol castiga. Pero hoy no hay nadie. A veces los borrachos hacen alguna changa o dan serenatas con el Chucho, pero ya es tarde y deberían haber vuelto.

“¿Por qué me fui de mambo?, piensa Julio en voz alta, si era una torcacita de frágil. Pero una vez que arrancás… “

Los pensamientos son recuerdos de muchas caras y obligan a Julio a pegar un fondo blanco que acabe el vino que ya está caliente. Mientras se sirve otro vaso, prepara la base, por si vienen los pibes de chorear.

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Pero pasa otra hora y nada, nadie se acerca. Parece un leprosario la casa del Julio.

“¿Me habrá vendido ese gordo vigilante? Encima me debe un ca-nuto, balbucea como si hablase con alguien, ¿Dónde están Johnny y los pibes?”

Pasa la noche en vela y nadie viene. Julio no puede pegar un ojo y está reloco por la mezcolanza de frula y vino con speed. No tiene nada a mano. El celular se ha quedado sin batería y lo revolea, caliente, al techo de chapa. Camina a un lado y al otro, y lo único que encuentra es una pala ancha.

Empieza a cavar, su padre era pocero y le enseño el oficio cuando el aún no era un bardo. Cava, Julio, y en unas horas el pozo es más alto que él.

Cae rendido de cansancio y se abandona al sueño y al silencio. Silencio que se prolonga, y al despertar, mil ojos otra vez; que lo miran feo, desde arriba. Nada para comer, no hay nadie. Julio se clava otra pepa, busca la escalera del cuartito del fondo y la pone a un costado del pozo que crece. Cava y toma vino caliente. Clava otro ácido y cava toda la noche.

El pozo es grande, se podría hacer flor de asado ahí adentro, pero Julio sigue cavando aunque se haya vuelto día y la picazón sea de temor y de mugre.

“Preso, nunca, se dice el leproso Julio, nadie viene, ni los garroneros.”El Tarugo busca en el bolsillo y se fuma, de a poco, los dos porros

que le quedan. La última pepa le flasheó que él era un cordero. Un buen asadito para los pibes que lo quieren bien. Busca el encendedor, Julio, y corta. Corta la primera madera que encuentra en la oscuridad del pozo.

El fueguito está lindo. Julio tiene miedo.

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Pibes-sin-culpa

Tomar el Roca a la noche en sus últimos vagones es lacerante. Hazaña de los que corremos el último minuto del día con la nece-

sidad imperiosa de alcanzar la mole, que nos llevará de regreso.Tomar el Roca a la noche significa despertar a un mundo del que

somos virtualmente ajenos. Un mundo inextricable para quienes no conocemos el paño:

Niñas de edades de oropel mancillando su infancia, viendo desa-rrollar su carácter sensual y trocándolo por sexualidad casi explícita, padrillos de doce años, “capangas” de los más pequeños, sucios y san-guinolentos que aún tienen en sus manos pequeñas, hechos un bollo, los últimos ejemplares de “LA RAZON, A VOLUNTAD”. ¿Quién tiene la Razón? ¿Quién, la voluntad de entender?

Parece desaprensivo, casi arrogante querer diferenciarse. Tomar aire entre las vociferaciones e insultos, amenazas y juegos infantiles, trabajo forzado y pocos dientes, el olor a carroña en los dedos flacos, el trabajo mal pago y mal visto.

Parece arrogante buscar un paisaje afuera, no querer mirar la reali-dad de cascotazos de esta Buenos Aires corrupta y travestida. Sacar la nariz por la ventana y acudir a una nostalgia futura o utópica, necesaria falacia que sepa poner verdad sobre lo que nos mienten los ojos.

Escena violenta, sentimiento de no pertenencia, tomar el Roca a la noche es sentirse húmedo y nocivo; es recoger con cara de buena gente las injusticias del “sistema” que trocó la pobreza en miseria y que nos regala en andas a un pibe mutilado de piernas estirando la mano, repitiendo por millonésima vez que los cinco o diez centavos lo harán cenar esta noche.

Sin anestesia. Cruzo vistazos con gente petrificada. El desfiladero abarca odios, orfandad, abandono, mierda en todas sus formas. Hasta el perenne caparazón que hemos formado para no sentirnos expuestos cede y se abre un hueco.

Al instante las voces internas que se contraponen, dos argumentos igualmente irrebatibles, eternos:

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— Si no cortamos con eso de apiadarnos de la desgracia ajena, ESTE NEGOCIO NO VA A ACABARSE NUNCA. Porque ¿quién puede negar que, mayormente, los chicos son forzados a mendigar (o a trabajar, en el mejor de los casos), mientras los adultos, padres, madres, tutores y demás se pasean cual contralores observando que ninguno se descarrile a la hora de la recaudación? ¿En cuántas oportunidades los has visto, acostados en andenes, borrachos y abandonados, maltratan-do a quienes ganan su sustento? He visto una madre fajando al crío por haberse comido un alfajor en un subte; su hermano lo había delatado.

Es indignante, es infrahumano, es denigrante. Y aún peor, es inago-table. Se trata de un recurso perfectamente renovable.

Y mientras pensás en el negocio que representa el tráfico de senti-mientos se te revuelve el intestino al imaginar tu segunda opción: Las barbaridades y bajezas que van a propinarle a este pobre mocoso sucio y mal nutrido si no llega a la cifra mínima requerida por su fiolo. Sí, su cafishio, su proxeneta. O acaso la violencia que ejercen estos indivi-duos no los convierte en prostituidores1. Prostituyen la inocencia, la niñez y la dignidad.

Queda la imagen detenida: Los cinco o diez centavos son lo menos importante de la escena. Las alternativas son los golpes o el negocio. A cada paso, en cada vagón de tren, te toca decidir nuevamente, frente a cualquiera de estos pibes-sin-culpa.

1 Definición aún no aprobada por la RAE, pero exigida en foros mundiales para la penalización de los llamados “clientes” en toda forma de prostitución.

Chico esperando cargar en el ya clausurado “Tren Blanco” Cortesía: Wordpress.com

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A Marita, mi mujer, por ser coautora y corresponsable

de mis dos grandes sueños.

La isla homónima

Cada tanto la vista se le nublaba y debía desempañar los lentes; en cada foto se recreaba una vieja historia y ella, que a veces se nega-

ba a los recuerdos, necesitaba hoy de esas antiguas instantáneas.Le costó reconocerse en la polaroid blanco y negro, rodeada de pri-

mos, en el aquél campo de Tío Quicho; con una maraña de rulos mota y trepada en los árboles de la siesta. Paseó sus ojos por una playa y una niña de cuatro años suplicaba, temerosa, la presencia de algún adulto que la guiase a su sombrilla de seis colores.

Más tarde se vería ataviada de damita antigua, con un amago de puchero ante la crueldad de que la maestra le cambiara la pareja de baile de sus amores y en un juego de hermanos donde buscaba la Isla Homónima, alrededor del globo terráqueo, en un sinfín de complicida-des. Luego el sepia le ganó el corazón y allí sí pudo reconocerse plena-mente en la sonrisa de su madre, una madre sonriente y despreocupada que siempre sabía dónde estaban sus retoños.

Enjugó una nueva lágrima y bajó la vista. El álbum le proponía verse diplomada, embarazada y madre; pero su mente se posaba en la quietud de su esposo. Una quietud sin expresiones, que la ha venido atormentando durante el último año. La fecha era especial, pero sus fuerzas no tolerarían otro esfuerzo en vano. Bajar las escaleras peldaño a peldaño y ver otra vez esos ojos fijos, perdidos en ninguna parte. Era preferible quedarse en cama, a pesar de que el living estuviera lleno de amigos incondicionales, y rememorar otros tiempos.

Aparecieron los viajes, los actos escolares, la casa propia y en cada espejo del tiempo, una celda de memoria contando historias, atrapando aromas, destilando silencios y euforias.

“En cada foto, sonrisas” —pensó— “No hay llanto en una imagen muerta”

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Un golpeteo de pasos exagerados la devolvió por un segundo a la realidad, uno de sus nietos correteaba escaleras arriba, planeando un avión de sueños que sólo sabe subir. Se le escapó una sonrisa y retomó su ensueño. Álbum de bodas; las caras de los mismos de siempre, que aún resisten estoicos en el living, la danza del vientre a punto de gestar, con su amiga del alma, en un épico vaivén de cuatro bailarinas; la barba rala de él.

Se acercó al espejo y busco esa sonrisa, la de antes. Intento evocar un gorjeo de amanecer en un lago del sur, o un camping de San Pedro, pero esa mueca ya no se le brindaba. Había sido muy feliz con esposo, hija y una multitud de sobrinos, pero la actualidad la prefería hoy como una simple aspirante a viuda.

La mente volvía a la misma imagen rígida, aunque ella se empeñara en borrarla. Lograr que ese gesto grotesco de entrega nunca hubiera existido y ser feliz con él para siempre. Con la indignación intacta pasó fugazmente auto, fiesta de quince, su rol de suegra. Su rol de abuela era inevitablemente bello, sólo podía arrancarle lágrimas felices. El mayor, los mismos ojos del abuelo; la menor, aquellos rulos mota y la sonrisa de esas primeras fotos.

Apartó la vista y se maldijo. Hundió su cabeza bajo las almohadas para no difundir su llanto. Pensó en cosas innombrables, en mereci-mientos y miserias compartidas. Soñó despierta con ser lo suficiente-mente fuerte para desconectar ese maldito aparato y dejarlo ser. Por una vez, por una maldita vez, y que sucediera lo que tenga que suceder, pero no tenía esa fuerza.

De pronto escuchó un estruendo en la escalera. Y gritos. Gritos con llanto. Llantos con mocos colgando y la vieja puerta de madera que se abrió de un empellón y dejó ver los pequeños ojos húmedos de su hija y escuchar su voz resquebrajada de sufrimiento en un aullido primal:

— Mamá, ¡es el viejo! ¡abrió los ojos y pidió verte a vos!

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ANAQUEL DE

JUEGOS

LICENCIAS – RECREOS – TRAVESURAS

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Lunes con lluvia y enero en Buenos Aires

La intención de la siguiente es redactar un texto que pueda entenderse (aunque esté con grandes errores de ortografía), pero que el “Word” no los marque en rojo. Te invito a escribir un par de

líneas con estas características. Podés encontrar este texto y pegarlo en tu Word desde la dirección:

www.martolinares.com.ar

Como comen zar el día con una son risa esta gris es las seis del a mañana y ay que ira trabajar enzima se quejan ceban uno días

afuera hilos desvergonzados le dicen ala cámara quedes gracia va hallo ver y yo acá inmunda mente con finado sentado des ayunando un café frío por que hoy todo esta frío y no me puedo levan tarde la cama

Vasta que asomé una pie afuera y seguro encuentro una baldosa flo-ja queme deja el pan talón ala mi seria y me a cuerdo de mi vieja queme decía nunca uses pan talones claros con llover y seguro por qué que dan las manchas de barro pero no se por que las Díaz de lluvia nunca encuentro pan talón es os curo si aman o y termino usan do el ver de de gabardina hiel chofer de miércoles meter mina manchan dopan talón zapatos y guantes si guantes por que hoy ase frío

En sima de todo la viejas con su par aguas yo respeto mucha las viejas pero se con vierten enseres vi les cuando tienen un paraguas aga-cha la cabeza y corre tea par ese que no le sin porta rana da y te llevan puesto y caminan por a bajo del os te chito sino entiendo por que si de todas forma sellas llevan el paraguas y yo voy si nada y mi can pera de yin se en papa y me tras pasa la agua

Entrara al trabajo tan poco es fácil todos te mira con cara de por Dios este idiota que le pasa que se bien e todo mojado y voz con bron-ca mejor quena diez ce te cruce en el me dio por que si no

Hora cito ora sito pega el grito mi jefa y hay tengo que poner le cara de simpatía ay quepa Garín puestos pero ha esta ora si toda vía esta cerrado no in porta con viene que llegues temprano por quedan poco números y el vereda ti ene mil do sientas baldosas flojas son cada ves mas oyó las pi soto das

Me vaya en el subte mejor por la lluvia hilos patinazos pero par ese que todo elegimos hoy el subte y no se por que si a dentro del colectivo no llueve pe roen subte llego mas ve los mente.

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Abría que pasar por el mercado pero por Dios ay tan tos carritos lo días de lluvia pero no in porta por que mientras aré la cola el aire condi-cionado me se cala ropa mojada y me boya ir duro pero seco igual que dan pocas cuadras de yo ver y baldosas pero cuan do llegó ala puerta de casa me esta es pera ando mi mujer de cien pre con mito halla en suma no y el pasa y se cate es tan las torta fritas calentita esperan dote y el mate sito apunto y que lindo que llueva falta ría el techo de chapa hila felicidad seria completa.

Under the rain – Laura Gori

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A los de la ribera

Sólo una cosa les digomuy queridos hijos nuestrosaprended de sus maestrosy escuchad estas palabras

que aunque parezcan macabrasconservan aún el sentido.

Es acerca de ese arteque fútbol es bien llamado

pues es, castellanizado,el pie con la bola juntos

pero al hablar estos asuntosse entabla un diálogo aparte.

Futboleros son los viejosque iniciaron el deporte

aunque algunos no soportenel ser derrotados siempre.

Y que no cambie su templeescuchar estos consejos.

Siempre han estado presentesa pesar de los reveses

unos llamados “xeneises”que del balón son la historia,

situados en la memoriay el corazón de la gente.

Esta gloria argentina,contrincantes tiene varios.Figuran “los millonarios”

entre otros tantos, mezclados,que en el pasar de los años,

se han convertido en “gallinas”.

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Sin ofender los invitoa que piensen fríamentepues hoy repite la gente

con el rigor de una verdad.Acepten la paternidad

de Boca Juniors, el mito.

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Letanía 3.0

Qué vacía está mi cuenta, sin tus tuitssin esas fotos que me enviabas multimedia,

sin ese abrazo virtual, cada mañana,que hacía que el mouse temblara en mi muñeca.

Te busco en Instagram, en Flickr, en Facebook,el Google Earth, en la terraza de tu casa;

el Counter Strike combate insomnios por las noches,y por las tardes busco tu aura entre la web.

Convidame un Candy Crush, yo te lo ruego,abrime un Skype adonde ver tus ojos negros.

Hoy quiero abrir tu blog, pintar tu muroy ni un “me gusta” un comentario me posteás.

Enviame un texto, un pad de notas, un “Emilio”,un iconito, la D y dos puntos, más no sea.Hasta me armé una mascota de Gaturropara fingir que compartimos vida juntos.

Logueáme una vez más, de despedida.Yo sé que ha muerto mi esperanza de encontrarte,

pues tarde descubrí, mi noche triste,que me gasté todo el prepago de Internet.

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Para ese sol que me ha devuelto la fe, y que ha completado en felicidad nuestras vidas.

A mi hija, Vera.

¡Un Rupelapio suelto!

Estoy lumamijuvisado, me pasó la semana por encima, porque re-sulta…

Esperen, ustedes no saben que significa lumamijuvisado, ¿verdad? Casi me olvido. Significa que a uno le ha pasado una semana tan rápi-damente que no ha tenido tiempo ni de atarse bien los cordones, que ya amaneció otra vez y hay que salir corriendo al trabajo o al colegio.

¿Y de dónde salió esa palabra? Claro, es que no conocen a mi hija, Melitona.

Meli va a cumplir ocho en octubre y tiene una profesión desde los dos años: inventar palabras. Pero, ojo, no cualquier palabra. ¡Nombres de cosas que no tenían nombre! Y como yo anoto todas las palabras nuevas, en cualquier momento saco un libro escrito en Melitonés. Nadie excepto nosotros, va a saber qué dice.

Recuerdo que cuando era chiquita nos hacía buscar “shimanes” por todas partes. Con Mamá (que se llama así desde que nació Melitona) nos devanábamos los sesos por saber de que se trataba pero… ¡los shimanes cambian de forma y de color todo el tiempo! A veces eran transparentes o verdes a pintitas, y un día de invierno frío congelante, le agregué sin darme cuenta un shimán al té con miel y casi me lo trago. ¡Qué indigestión me habría agarrado!

Papá, o sea yo, quién cuenta la historia, me llamo así desde que nació Melitona. Me gusta ir todas las mañanas pedaleando a mi trabajo en mi bicicleta naranja, mientras pienso en bromas para gastarles a mis compañeros durante el día.

En casa, las tareas están bien divididas. Mamá es una supercientífica que sabe pronunciar palabras de más de veinte letras sin equivocarse jamás, Melitona inventa las palabras que Mamá no conoce o necesita en forma urgente y yo las utilizo para contar chistes. Eso sí, nadie ha logrado jamás hacerme caer en una broma. Soy demasiado listo.

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Hace dos semanas, mientras Mamá buscaba en sus enciclopedias supercientíficas la definición de una palabra muy nicoresapalidomento-sa, Melitona vino corriendo desde su cuarto a abrazarme, con lágrimas en los ojos y una expresión de terror que nunca le había visto.

— ¿Qué sucede Meli? – le pregunté con toda la dulzura que un pa-dre lumamijuvisado puede un jueves —¿Te asustaste con algo?

—No, Papá, no importa. Voy a estar bien— Contame qué te pasa, hija. –le dije – Quizás te pueda ayudar.— Es que me da miedo – comenzó a decir, pero se detuvo por

temor a que yo me riese – es que…— Es que vio algo que la tiene asustada, Papá – intervino Mamá

– es eso. Desde hace varios días, pero no se anima a decírtelo porque todo el tiempo estás haciendo bromas y esto es serio.

— Uh, bueno. Perdón –le dije afligido- a veces me paso de gracio-so…, pero descuidá que no voy a reírme de lo que me digas. Además, si te tiene mal, es para preocuparse.

— Contale, Meli — dijo Mamá, tan seria que me recordó a la direc-tora de la primaria, hace como mil doscientos años atrás.

— Es que, Papá no te rías, es que ví…— ¿Qué viste, mi Cielo?— ¡Un Rupelapio suelto!Cualquier otro Papá habría sonreído y hubiera preguntado: ¡¿Un

qué?! Pero yo estaba advertido de la costumbre de Melitona a buscar la palabra perfecta para definir algo nuevo.

— ¡Ajá!, ¿y cómo es? – le pregunté calmadamente. – ¿Es algo grande?

— No sé, Papá, no sé. Depende de cuándo lo veo. Si es de noche, parece más grande.

— ¿No será algo que soñas, mi vida? –pregunté no sé por qué, pues ya sabía la respuesta.

— ¡No! ¡No lo sueño! – y girando hacia Mamá le lloriqueó: — ¡Viste que no iba a creerme! Y volvió a llorar desconsoladamente

“con lágrimas de verdad”, cómo si le hubiéramos puesto un plato de acelga y zapallo como postre.

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— Si que te cree – la consoló Mamá – Todavía no sabe bien qué pasa, pero pronto se va a dar cuenta.

— Esperen –dije yo — ¿Dónde viste ese Rupelapio? ¿Qué tamaño tiene?

Melitona seguía llorando, así fue que agarré mi chancleta de espan-tar bichos feos y entré primero al baño, luego a su habitación, después al lavadero, pero no encontré nada raro.

Esa noche pidió dormir con nosotros, cosa que hacía más de cuatro años que no pasaba. Me quedé preocupado.

A la mañana siguiente, mientras tomábamos un rico mate con jen-silobres en la cocina con Mamá, me pidió que estuviera atento porque habría que echar al Rupelapio, de otra forma ninguno de nosotros iba a poder dormir tranquilo.

Empecé poniendo un pedacito de queso cuartirolo en una tram-pera, pero sólo conseguí arrancarle tres bigotes a mi perra Cuesminga que era fanática del quesito y trató de robárselo mientras dormíamos. El problema era que no sabía a que tipo de bicho nos enfrentábamos.

Cada vez que le preguntaba, ella comenzaba a llorar. A veces me decía que tenía patas como de pollo u orejas como de ratón, pero la mayoría de las veces me decía solamente que era grande, como un pe-rro grande y feo, como un bicho bien feo.

Cuando Melitona se iba a dormir, Mamá y yo revisábamos bajo su cama, en el placard, en las lámparas colgantes del comedor y hasta adentro del baño.

Sabíamos que si el Rupelapio existía, en algún momento se iba a descuidar e íbamos a cazarlo.

El miércoles pasado cenamos sopa de letras y arroz con cuescue-

sitos, livianito porque el jueves sería un día largo. Entonces, sucedió.Melitona estaba en su cuarto. Mamá y yo aún estábamos levanta-

dos cuando escuché el grito. Un grito terrorífico, de esos que te dejan duro como cuando jugás a la mancha congelada. Dejé mi libro y salí corriendo. Entré en la habitación con la chancleta para bichos feos en mi mano derecha.

— ¡Ahí! —gritó Melitona —. ¡Debajo de la frazada!

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El temor me invadió a mí también y lamenté no tener a mano la chancleta de Abuelo, que es tres números más grande. Corrí poquito a poco la frazada y, en una tremenda muestra de valentía, levanté la chancleta y… ¡Ahhhhhhh! ¡Encontré al RUPELAPIO!

Atados con un cinturón viejo estaban: Ratón, Urraca, Pato, Elefante, Laucha, Almohadón, Pollo, Iguana y Orca, todos mirándome con die-ciséis ojos de peluche y una multitud de patas y alas: R.U.P.E.L.A.P.I.O.

Me quedé helado, chancleta en mano y con una expresión de no entender nada que se ve que era muy graciosa, porque cuando levanté la vista y las vi a las dos juntas, Mamá y Melitona, riéndose a carcajadas, comprendí que por primera vez me habían agarrado en una broma.

— ¡Caíste, Papá! ¡Caíste! — y las dos bailaban contentas y se cho-caban las manos porque, finalmente, le habían pagado al bromista con su misma moneda.

— ¡Estuvo buenísimo! — les tuve que decir, pues fue una gran bro-ma. Las abracé y bailamos juntos. Me enseñaron que no debo molestar a los otros, si no me gusta ser molestado.

Ahora, me he convertido en un señor serio de lunes a viernes, pero los sábados a la mañana nos escondemos detrás de los árboles de la plaza y…

¡Asustamos con RUPELAPIO a los que pasan!

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Glosario

• Bobe: (Fam). Abuela de origen hebreo.• Canyengue: (Popular, lunfardo). Se refiere al andar del compadrito,

del arrabalero, por oposición al hombre educado o al tango de salón.

• Caracara: Carancho, ave de presa.• Cobani: (Popular) Policía .• Croto: Individuo sin ocupación fija que merodea las estaciones

de tren. Se los conoce así debido a una ordenanza del gobernador bonaerense José Crotto, en 1920, que les permitía a los braceros viajar a la faena del campo sin abonar boleto.

• Cuchitril: (Popular, despectivo) Habitación o vivienda pequeña.• Derpa: (Lunfardo) Departamento de soltero.• Frula: (Popular) Droga, generalmente, cocaína.• Garronero: (Popular, lunfardo) Pedigüeño, aprovechador.• Kufiyya: Pañuelo tradicional árabe.• La nueve: (Popular) Se entiende por la “nueve milímetros”, arma

reglamentaria de la Policía.• ochocuarenta: Proxeneta, explotador de mujeres.• Papo: (Popular) Vagina• Pepa: (Popular) Ácido lisérgico (LSD)• Peronchos: Despectivo para peronistas, seguidores de Perón.• Querube: Querubín, ángel.• Reloco: (Popular) Muy drogado, acelerado.• Straβe: (Alemán) Calle, paseo.• Tagarna: (Familiar)Tarado, tonto.• Telgopor: (en Argentina) Poliestireno expandido• Vino con speed: Mezcla de bebida alcohólica con una bebida ener-

gizante

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Índice

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9Al enésimo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .11La casa de los Expósitos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13Dos veces con la misma piedra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17Oscilante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21Nana para un abuelo que no fue. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25Ancho de espaldas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .29La frente en alto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33Caída no tan libre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37Inmolación de la inocencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .39Soledad de carancho. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43El lector. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .47Pipo sabe. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .49Bienvenida seas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55Acuarela simplicista acerca de los estereotipos de la idiosincrasia na-cional en acto único. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57Madera de bastardos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63Visita después de una tormenta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69María en ochenta líneas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .71Plaza Constitución. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75MANLIBA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77Defensa del croto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83Carbunclo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85Deuda sagrada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .87 Ofensa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91Cuchitril. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .93Umbilical. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97De visita en Buenos Aires. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .99Peonza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .103Un hombre de confianza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105Cáscaras. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107

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El Paraíso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .109El pozo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .113Pibes-sin-culpa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115La isla homónima. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

ANAQUEL DE JUEGOS

Lunes con lluvia y enero en Buenos Aires. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121A los de la ribera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123Letanía 3.0. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125¡Un rupelapio suelto!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127

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