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COMPENDIO DE SOCIOLOGÍA

POLÍTICA

Mario Gustavo Berrios Espezúa

2009

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Primera edición: 2009

2009 Mario Gustavo Berrios Espezúa

2009 Universidad Nacional de San Agustín. Escuela Profesional de Sociología

Ciudad Universitaria, Av. Venezuela s/n.

Impreso en Perú

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CONTENIDO

PRIMERA PARTE: POLÍTICA, CIENCIA POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA

POLÍTICA ................................................................................................................... 7

SEGUNDA PARTE: TEORÍA POLÍTICA .............................................................. 48

TERCERA PARTE: EL PODER POLÍTICO ......................................................... 333

CUARTA PARTE: TEORÍA DEL ESTADO ......................................................... 372

QUINTA PARTE: TEORÍA POLÍTICA MARXISTA .......................................... 455

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INTRODUCCIÓN

Uno de los temas de mayor interés dentro de la Sociología es la Política, y desde

tiempos antiguos ambas ciencias estuvieron siempre ligadas; en verdad sería un

absurdo negar la íntima relación, y en algunos casos dependiente relación de ambas.

Por lo anteriormente expuesto, es necesario que los profesionales en Sociología se

sumerjan en este mundo tan densamente teórico pero que repercute en la vida social

de todos, ese creemos es el objetivo principal del presente texto, introducir en el

lector el interés por la Política como ciencia y por la Sociología Política como rama

de la Sociología.

El presente texto está estructurado en cinco capítulos, todos ellos con material

bibliográfico y mención de los autores respectivos.

En el primer capítulo abordamos la disyuntiva de conceptualizar y diferenciar la

política, la ciencia política y la sociología política, para que de esta manera el lector

tenga una visión más concreta de lo que se pretende desarrollar en los capítulos

siguientes.

En el segundo capítulo, hacemos un repaso por la teoría política clásica, destacando

los aportes de Platón, Aristóteles, Maquiavelo y Hobbes; también y como no podía

ser de otra manera, desarrollamos de manera interesante algunos aportes del loa

grandes pensadores de la Sociología: Comte, Marx, Durkheim y Weber.

En el tercer capítulo se explica el tema del poder político como principal tema de

investigación dentro de la Ciencia Política y de la Sociología Política

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En el cuarto capítulo se presentan algunas ideas respecto a la teoría del estado, como

la principal representación de la sociedad.

Finalmente, asumimos el reto, aunque de manera insuficiente, de tratar de

desarrollar los puntos más importantes de la Teoría Política Marxista, sus principales

representantes y aportes a la Sociología Política contemporánea.

Realmente confiamos que el presente compendio sirva para formar una conciencia

más crítica, pero a la vez propositiva sobre los principales problemas políticos de

nuestro país, por parte de los lectores; por nuestra parte creemos que les será útil, en

especial a los estudiantes de Sociología.

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PRIMERA PARTE:

POLÍTICA, CIENCIA POLÍTICA

Y SOCIOLOGÍA POLÍTICA

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¿QUÉ ES LA POLÍTICA?

Mark E. Warren

Con respecto a nuestras concepciones de política, deberíamos preguntarnos si: a)

ayudan a clarificar nuestros intereses normativos en política; b) comprenden

visiones cotidianas de política, y c) definen el dominio de la política de forma que

sirvan para su explicación.

Quiero proponer al menos solmene: que los acontecimientos de las últimas dos

décadas han estado asociados a cambios en las expectativas de la ciencia política

para acabar superando la mayor parte de nuestras viejas definiciones, especialmente

las relativas a la concepción de los ámbitos y funciones de la democracia.

El ámbito de lo político cambia de forma vertiginosa, debido a las transformaciones

relativas a la naturaleza de los Estados y sus capacidades, a la politización de la vida

cotidiana, a las nuevas formas de reflexividad, al auge de la política de la identidad y

a las nuevas especies de interdependencias y desafíos globales.

I. ¿QUÉ DEBERÍA OFRECER UNA CONCEPCIÓN DE LA POLÍTICA?

Una concepción de la política debería: (a) ayudar a clarificar nuestros intereses

normativos en política; (b) articular las visiones cotidianas de política,

especialmente las dirigidas a los cambios en los dominios de la política así como a

sus límites variables y posibilidades normativas, y (c) definir el ámbito de la política

de modo tal que resulte lo suficientemente diferenciado como para que quede

justificada la definición.

Respecto a la primera consideración, hemos tendido a considerar que una noción de

política debería ser “crítica”. Esto es, debería sacar a la luz las potencias de

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humanización de la vida política, al tiempo que estar atenta a las generalizadas y a

menudo deshumanizadas relaciones de poder.

En segundo lugar, una definición de política debería ayudar a explicar el hecho de

que la política se encuentra, hoy por hoy, desbordada desde el punto de vista

institucional. La política está menos centrada en el Estado de lo que ha estado en un

pasado reciente; por una parte, se ha ido desplazando cada vez más hacia la sociedad

civil y hacia la economía, y, por otro lado, hacia relaciones globalizadas.

En tercer lugar, y muy relacionado con lo anterior, somos conscientes cada vez más

de que al ampliar nuestras definiciones de política para cubrir semejantes demandas

se corre el riesgo de destrozar la precisión explicativa que exigimos.

II. ¿QUÉ HA FALLADO EN LAS PRESENTES CONCEPCIONES DE

POLÍTICA?

La política no es “comportamiento”.

La política no es un “juego”.

La política no es una asignación.

La política no está limitada a la autoridad institucional.

La política no es coextensiva al poder.

La política no es coextensiva al conflicto.

La política no es coextensiva a la organización social o a la acción colectiva.

III. UNA DEFINICIÓN DE POLÍTICA

No voy a identificar nuevos atributos de la política sino sugerir que dos atributos

comúnmente identificados son necesarios y suficientes cuando se encuentran juntos:

a. Conflicto: La política constituye el subconjunto de las relaciones sociales

sujetas a presiones para asociarse con vistas a la acción colectiva, en un

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contexto de conflicto acerca de los medios, los objetivos o el ámbito de la

acción colectiva.

b. Poder: La política implica relaciones sociales en las cuales, como mínimo,

una de las partes pretende resolver un problema mediante el recurso al poder,

un poder que se traduce en control sobre los medios de coerción física, de

vida y bienestar o de interpretación de la identidad.

Reuniendo estas dos dimensiones, podemos definir la política como el subconjunto

de relaciones sociales caracterizadas por el conflicto sobre bienes, ante la presión

de asociarse con vistas a la acción colectiva, donde al menos una de las partes en

conflicto busca decisiones colectivamente vinculantes y sancionar decisiones por

medio del poder.

Pese a que habría mucho que decir acerca de esta intersección, lo realmente

importante es subrayar que al entender la política de este modo se hace justicia a las

tres clases de objetivos que he mencionado al comienzo de este artículo.

En primer lugar, esta conceptualización permite centrar de forma general nuestros

intereses normativos dentro de la política y, más específicamente, en la democracia.

En segundo lugar, este concepto de política es muy sensible a los cambios que

normalmente entendemos como “políticos”.

En tercer lugar, con respecto al concepto de política que apoya los objetivos

explicativos de la ciencia política, parece fácil constatar que resulta ventajoso

disponer de un concepto diferenciado y al mismo tiempo capaz de armonizar las

interpretaciones cotidianas en las que se ve envuelta la política a la hora de

constituirse en objeto de explicación de la ciencia política.

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IV. RESPUESTAS DEMOCRÁTICAS A LA POLÍTICA

Y por último, pero no por ello menos importante, la concepción de política que

propongo permite centrar nuestra atención en lo que denomino el ámbito de la

política suprimida, pues éste es el que genera nuevas cuestiones y disputas políticas.

La democracia es posible en la medida en que el poder está ampliamente distribuido,

pues ello dificulta su empleo como medio para resolver conflictos.

Existen dos formas genéricas de conseguir, limitar y distribuir el poder: la primera

implica la diferenciación (dispersión) del control sobre los recursos de poder.

La diferenciación cumple la función de dispersar el poder; y allí donde el poder se

encuentra disperso resulta más difícil que los partidos lo utilicen para suprimir el

conflicto político.

La igualación es el otro medio genérico para limitar el poder. Las estrategias e

instituciones que distribuyen los recursos de poder permiten que los que son

vulnerables se conviertan en jugadores, lo que de nuevo fuerza que los conflictos

salgan a la luz y que queden pocos medios de decisión no democráticos.

CONCLUSIÓN

La concepción de política que estoy proponiendo no es neutral: caracteriza la

política de un modo que sirve a los fines normativos de la teoría democrática al

especificar los ámbitos y funciones de las formas democráticas de toma de

decisiones. La democracia, en la descripción que aquí ofrezco, constituye el más

político de los sistemas políticos, y eso no es algo malo. Además, retomar las

cuestiones de definición permite mostrar que el futuro de la democracia depende

menos del futuro del Estado que de la identificación de ámbitos emergentes de la

política. Ahora bien, tanto si uno comparte o no esta agenda normativa, la

concepción de la política que propongo concuerda con las interpretaciones comunes

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de qué es lo político, así como con las inquietudes habituales que suscita la política.

Proporciona una concepción diferenciada de la política, una concepción que no

resulta trivial desde un punto de vista explicativo y que, al mismo tiempo, incorpora

el hecho de que nuestras sociedades están cada vez más politizadas, hasta el punto

de que cada relación social es hoy potencialmente política.

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CIENCIA POLÍTICA

Karl-Heinz Hillmann

Ciencia de la política, política científica o politología: ciencia que se ocupa de los

sistemas políticos, estructuras, instituciones y procesos de decisión, actuación y

desarrollo en el contexto de la dinámica histórica y de la diversidad cultural, con

especial atención a las concepciones del mundo, las ideologías, los sistemas de

valores, las normas, el poder y la dominación. La ciencia política ha evolucionado

de los antiguos saberes sobre el Estado a una ciencia social autónoma que, por el

hecho de recurrir a investigaciones sociales empíricas y encontrarse en el ámbito de

la sociología política, se halla estrechamente relacionada con la sociología.

Los comienzos y el posterior desarrollo de la ciencia política siguieron direcciones

opuestas. Como ciencia del Estado en el siglo XIX, ciencia auxiliar de los estados

autoritarios y de la burocracia. Imitando la orientación normativa de la filosofía

moral, encargada de la tarea de sacar a luz la ordenación de la naturaleza humana a

la comunidad política. Como ciencia experimental de carácter positivista, dedicada

sobre todo al análisis de las estructuras políticas formales, los sistemas, procesos y

mecanismos de actuación, con el fin de convertir en útiles los conocimientos sobre

“regularidades” políticas de cara a la predicción política y, por lo mismo, con miras

a las decisiones político-prácticas. Históricamente, se interesa por el desarrollo de

los esquemas explicativos de los fenómenos políticos mediante el análisis de su

génesis histórica. Desde el punto de vista dialéctico-crítico, la ciencia política

integra en su análisis los objetivos de la política, las relaciones sociales básicas y las

actitudes de interés.

El problema central de la ciencia política actual, de carácter especialmente empírico,

es la investigación sobre lo político, la actuación política y los sistemas políticos.

Para eso cuentan todas las formas e instituciones ligadas a las relaciones humanas

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que tienen algo que ver con el poder, el gobierno y la autoridad, en las que se

presentan los problemas de la libertad y de determinación exterior, la desigualdad en

el reparto de autoridad y la delimitación (determinada por otros) de las posibilidades

reales. Por tanto, la ciencia política se ocupa de todas las formas de acción y de

orientación, tanto individuales como colectivas, que dependen, por un lado, de la

conservación o de la transformación de los centros de decisión y, por otro lado, de la

participación, el control y la libertad en las decisiones. En particular, le son propios

los análisis sobre estructura, sistema y desarrollo de las instituciones políticas y

estatales, como gobierno, administración, parlamento, partidos, grupos de intereses,

elecciones, movimientos de masas y élites, procesos de formación de opinión y

decisión pública, programas políticos, ideologías, ideas, valores y dogmas, así como

relaciones internacionales y política exterior

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OBJETO Y MÉTODO DE LA CIENCIA POLÍTICA

Eduardo Andrade Sánchez

I. ¿QUÉ ESTUDIA LA CIENCIA POLÍTICA?

1. Concepto de Política

La política implica una forma específica de comportamiento humano que se

relaciona con el gobierno; con la dirección de una colectividad con ciertas pautas

para la acción de un grupo.

La esencia de la política, según Julien Freud, es la actividad social que se propone

asegurar por la fuerza, generalmente fundada en un derecho, la seguridad y la

concordia política de una unidad política, garantizando el orden en medio de las

luchas que nacen de la diversidad y de la divergencia de opiniones y de intereses.

Hirsch-Weber nos plantea la esencia de la actividad política como un conflicto de

intereses de diversos grupos sociales.

Para Deutsch la política es en cierto sentido la toma de decisiones por medios

públicos.

Política y Sociedad

Nos queda claro que la política es una actividad social, o sea, de una conducta

humana que se produce en el contexto de la sociedad, esto nos lleva a aprender el

concepto de la sociedad en el que se la ubica a la política como una actividad

concreta.

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La sociedad constituye un medio natural de la acción humana donde todos los

individuos estamos inmersos en este medio natural; los hombres aprenden, trasmiten

informaciones, es decir, el hombre desarrolla una serie de potencialidades las cuales

están orientadas hacia la dirección de los miembros que componen dicha sociedad.

A esta conducta determinada por esta vocación dirigente, lo consideramos como

conducta política y nos permite identificar entre el conjunto de acciones que definen

la sociedad.

Política y otras funciones sociales fundamentales

Política y Cultura

La política es una forma de cultura, sin embargo, la capacidad de creación ocupa

todos los ámbitos de la acción individual y colectiva, así, la cultura del lenguaje es el

arte, es ciencia, es arquitectura y también es política. La función del poder está

determinada por el contexto cultural que se fundamenta en la creencia y en ciertos

valores de diversas índoles, cuya percepción y conocimiento definen las actitudes de

los gobernados como de los gobernantes.

Política y religión

El fenómeno religioso constituye una respuesta de la capacidad humana para

comprender la realidad que la rodea y la condiciona, en todas las épocas este temor

a lo que conocemos ha estado vinculado de una u otra forma al ejercicio del poder

en el seno de la sociedad; la política ha figurado como instrumento al servicio de la

religión pero también, en muchos casos, la religión ha servido a propósitos de la

política.

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Las diferencias religiosas han servido para atentar a los propósitos de la hegemonía

y al mismo tiempo, los poderes políticos han sido puestos muchas veces en la

tesitura de sostener posiciones religiosas o teológicas.

Política y economía

El hombre se ve impelido muchas veces a una serie de actividades productivas que

generan recursos que le permiten sobrevivir frente al medio natural; la economía así

se convierte en un sistema de interacciones específicas tendientes a la satisfacción de

las necesidades. Su mecánica consustancial condiciona los procesos políticos.

Política y ciencia

La ciencia como realidad, pretende conocer las realidades, la ciencia de cierto modo,

está influida por la política casi del mismo modo de que la política está influida por

la ciencia. El hombre tiene el afán de conocer, pero también tiene el propósito de

poder y el poder resuelve muchas veces que es lo que se quiere o se pretende

conocer.

2. Ciencia política como ciencia que estudia al Estado

Estado: forma de organización social. Siendo este poder el que se impone a todos los

demás que se dan dentro del marco territorial en el que domina, han estimado

muchos autores que es justamente esta unidad territorial-poblacional delimitada por

la capacidad del poder que la gobierna, el objeto de estudio de la ciencia política.

3. El poder como objeto de la ciencia política

Poder: elemento característico de todo fenómeno político y en consecuencia el

objeto central de estudio de la ciencia política.

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4. Superación de la polémica

En realidad, ni el Estado, ni el poder pueden escapar al análisis de la ciencia política,

son dos de sus categorías fundamentales. El Estado es una forma de organización

que supone la estabilización del poder, el cual se impone sobre una colectividad dad,

cuya extensión y características quedan definidas por dicho poder. El estado es una

formación típica colectiva determinada y condicionada por un poder, pero el poder

es una concepción determinada finalmente por la ciencia política.

Resumiendo, el objeto de la ciencia política es el estudio de la formación, obtención,

ejercicio, distribución y aceptación del poder público; entendiendo por poder

público el que permite organizar autónomamente una colectividad determinada, la

cual en nuestro tiempo sume la forma que denominamos Estado.

II. ¿CUÁL ES LA FINALIDAD DE LA CIENCIA POLÍTICA?

Primero: Describir los fenómenos de que se ocupa: definir el contorno de dichos

fenómenos, sus peculiaridades, clasificarlos, compararlos y dar cuenta de la

frecuencia con la que se presentan y señalar las relaciones entre ellos.

Segundo: Tratar de interpretar, o sea, dar una explicación de los fenómenos

descritos.

Tercero: Enjuiciar o criticar los fenómenos.

III. EVOLUCIÓN DE LA CIENCIA POLÍTICA

Es muy antigua. Pese a que la existencia de la ciencia política como disciplina

académica es relativamente reciente, sus orígenes como marco de análisis del Estado

y del gobierno se remontan a tiempos lejanos.

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Su origen se ubica en Grecia y expone las preocupaciones de los pensadores clásicos

acerca de la organización y funcionamiento de la sociedad integrada y bajo un poder

exclusivo.

Ya en la antigua Grecia existía gran interés por conocer la naturaleza del Estado, sus

órganos de control y las funciones de sus ciudadanos. Platón, quien en su obra La

República presentó de forma utópica cómo debía ser la ciudad perfecta, fue uno de

los primeros filósofos políticos. No obstante, la mayor parte de los estudiosos

coincide en que Aristóteles fue el auténtico precursor de la ciencia política. Entre

otras aportaciones, su tratado Política sobre los diferentes regímenes anticipó el gran

esfuerzo que implica clasificar las formas del Estado y sigue ejerciendo una fuerte

influencia sobre esta ciencia.

Aristóteles se aproxima en mayor medida a la concepción de ciencia política,

mediante un método de observación y recuento de los fenómenos sociales. Hizo el

estudio de 158 constituciones de diferentes ciudades. Así Aristóteles es el fundador

de la ciencia política. En el ámbito de la cultura occidental, el pensamiento de

Aristóteles constituye un hito que marca las pautas para el desarrollo posterior del

pensamiento político.

Posteriormente, y a lo largo de los siglos, fueron muchos los autores que dieron vida

a la ciencia política: Marco Tulio Cicerón, san Agustín de Hipona, santo Tomás de

Aquino, Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jacques Rousseau,

Charles-Louis de Montesquieu, Immanuel Kant, Georg Wilhelm Friedrich Hegel,

Johann Gottlieb Fichte, Alexis de Tocqueville, Karl Marx, Friedrich Engels y

Friedrich Nietzsche. De sus respectivas concepciones surgieron algunas de las obras

claves en la paulatina configuración de la politología: El príncipe (1532, donde

Maquiavelo reseñó las condiciones que debían caracterizar al estadista), Leviatán

(1651, Hobbes expuso sus teorías acerca del surgimiento del Estado a partir del

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contrato social), Tratados sobre el gobierno civil (1690, defensa de Locke de los

conceptos de propiedad y monarquía constitucional), El espíritu de las leyes (1748,

Montesquieu defendió en sus páginas el principio de la separación de poderes), El

contrato social (1762, Rousseau revisó la cuestión del contrato social argüida por

Hobbes y Locke, y defendió la preeminencia de la libertad civil y la voluntad

popular frente al derecho divino de los soberanos), La paz perpetua (1795, Kant

concibió un sistema pacífico de relaciones internacionales basado en la constitución

de una federación mundial de repúblicas), Discursos a la nación alemana (1808,

Fichte inauguró en cierta medida el discurso del nacionalismo contemporáneo), La

democracia en América (1835-1840, Tocqueville reflexionó acerca del modelo de

democracia estadounidense) y el Manifiesto Comunista (1848, Marx y Engels

abordaron el estudio de la historia a partir del materialismo). En las páginas de estos

tratados, sus respectivos autores se ocuparon de la forma en que una sociedad puede

generar las condiciones necesarias para el bienestar de sus ciudadanos. En mayor o

menor medida, todos siguen vigentes, principalmente por ocuparse de valores como

la justicia, la igualdad, la libertad y el desarrollo de las cualidades humanas.

A pesar de estos esfuerzos para conseguir una disciplina realista y concreta, basada

en la objetividad y en la utilización de herramientas científicas, el tradicional estudio

especulativo y normativo siguió siendo la nota común hasta mediados del siglo XX,

momento en que el punto de vista científico empezó a dominar los análisis de la

ciencia política. La experiencia de quienes retornaron a la docencia universitaria

después de la II Guerra Mundial (1939-1945) tuvo profundas consecuencias sobre la

totalidad de la disciplina. El trabajo en los organismos oficiales perfeccionó su

capacidad al aplicar los métodos de las ciencias sociales, como las encuestas de

opinión, análisis de contenidos, técnicas estadísticas y otras formas de obtener y

analizar sistemáticamente datos políticos. Tras conocer de primera mano la realidad

de la política, estos profesores volvieron a sus investigaciones y a sus clases

deseosos de usar esas herramientas para averiguar quiénes poseen el poder político

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en la sociedad, cómo lo consiguen y para qué lo utilizan. Este movimiento fue

llamado conductismo porque sus defensores sostenían que la medición y la

observación objetivas se debían aplicar a todas las conductas humanas tal y como se

manifiestan en el mundo real.

Los adversarios del conductismo sostienen que no puede existir una verdadera

ciencia política. Objetan, por ejemplo, que cualquier forma de experimentación en

que todas las variables de una situación política estén controladas, no es ni ética, ni

legal, ni posible con los seres humanos. A esta objeción, los conductistas responden

que la pequeña cantidad de conocimiento obtenido de forma sistemática se irá

sumando con el tiempo para dar lugar a una extensa serie de teorías que explicarán

el comportamiento humano.

IV. PROBLEMA DE SU DENOMINACIÓN

Para muchos autores la ciencia política, no es sino una parte de la Sociología

Política –mismo objeto- estudio de la sociedad y de los fenómenos sociales. Para

algunos autores, no puede hablarse de una ciencia política sino de varias, ya que los

fenómenos políticos son de tan diversa naturaleza que deben ser estudiados por

diferentes ciencias, entonces se diría “ciencias políticas”.

Todas las denominaciones son sinónimos: ciencia política, politología, sociología

política, teoría política, etc.

V. MÉTODO DE LA CIENCIA POLÍTICA

La ciencia política, como ciencia social, se vale de múltiples instrumentos

conceptuales para llegar al conocimiento de los fenómenos que estudia.

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Dusan y Sidjanski afirman que la ciencia política utiliza toda la gama de

metodología de las ciencias sociales que va del método histórico y la encuesta

sociológica al método estadístico.

Tipo

Max Weber puso énfasis en este instrumento cognoscitivo señalando la importancia

de la formación de los tipos como esquemas que nos permiten encuadrar la realidad;

un tipo es un rol conceptual que empleamos para orientarnos en el conocimiento de

realidades.

Los tipos son aclaraciones conceptuales de la mente que nos permiten generar

criterios para clasificar las relaciones observadas.

Hipótesis

La formulación de teorías parte de un procedimiento que denominamos creación de

hipótesis, las cuales son solo suposiciones que hace el observador respecto a la

posible relación entre dos o más hechos observados.

Lo más que podemos decir es que un hecho está relacionado con otro, o sea que

aparecen conjuntamente, pero en la mayoría de los casos es imposible definir cuál de

ellos es consecuencia del otro.

Sistema

En un grado mayor de elaboración encontramos una múltiple interrelación de los

fenómenos sociales que nos obliga no solamente a inspeccionar la unión entre dos

acontecimientos sino a tratar de explicar una vinculación multilateral en la que los

fenómenos aparecen implicados.

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Es un entrelazamiento de hechos que se influyen recíprocamente de modo tal que

cuando uno de ellos sufre una variación, los demás padecen una transformación

correlativa.

Modelo

En la teoría política contemporánea se ha intentado producir un esquema conceptual

de los sistemas, y para ello se ha recurrido al concepto de modelo; el modelo se

pretende que produzca las características básicas de un sistema, de manera que

pueda ser fácilmente comprensible.

Existen 3 clases de modelos: los analógicos, los formales y los teóricos.

Método

Para realizar esta elaboración, que tienen como objeto hacernos comprender la

naturaleza y funcionamiento de los fenómenos políticos, la ciencia que estudiamos

puede acudir a una gran diversidad de métodos dependiendo de la situación concreta

que se pretenda analizar.

Por ello encontramos el método deductivo, comparativo e histórico.

El método dialectico, creado por Hegel y altamente desarrollado por Marx, asume

una posición dinámica al entender que el cambio constante supone que cada

fenómeno, de algún modo, se niega a sí mismo y de esta contradicción surge una

nueva realidad que a su vez produce otra.

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LA POLÍTICA Y LA CIENCIA POLÍTICA

Miquel Caminal

I. EL PROCESO POLÍTICO Y EL ANÁLISIS DE LA POLÍTICA

Los grandes cambios sociales y políticos han influido e influyen sobre el curso de

las ciencias sociales, proyectan nuevos objetos de estudio e investigación,

cuestionan metodologías que parecían consolidadas e, incluso, provocan el retorno

al punto cero de la epistemología.

No obstante, una sociedad tecnológicamente avanzada necesita una mayor capacidad

política de resolución de los conflictos sociales y de los problemas

medioambientales.

Wolin escribe que los teóricos de la política se han ocupado de prevenir, que no es

lo mismo que predecir. La prevención expresa compromiso y avisa ante posibles

futuros. La predicción expresa neutralidad y tiene intencionalidad científica ante el

futuro. La historia y las ciencias sociales nos muestra la necesidad de la primera (la

prevención) y los límites de la segunda (la predicción).

El análisis de la política nos permite acercarnos a la comprensión de lo sucedido y

de lo que acontece, teniendo en cuenta una doble consideración: la dependencia de

la información y el pluralismo inherente a la interpretación.

Del mismo modo, liberalismo y socialismo han sido (y continúan siendo) ideologías

emancipadoras de los movimientos sociales y políticos hasta que son prisioneros del

poder estatal que las monopoliza. Un Estado socialista totalitario, o un Estado liberal

autoritario suenan a contradicción. Pero son contradicciones que existen y han

existido.

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La desaparición de la URSS y la reunificación de Alemania han sido los

acontecimientos más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX. Nadie los

previó hasta que se hicieron evidentes.

La consideración de que la democracia liberal puede constituir el punto final de la

evolución ideológica de la humanidad, la forma final de gobierno y, como tal, el fin

de la historia, tiene todo el cariz de un nuevo dogmatismo historicista que tanto

censuraba Popper, aunque en este caso el desenlace metahistórico pudiera

satisfacerle.

El problema que debe resolver el politólogo es cómo comprender científicamente la

realidad política y sus procesos de cambio. Desde Platón hasta nuestros días las

grandes cuestiones de la política, como son, por ejemplo, la justicia, la libertad, la

igualdad, la república, la identidad o la tolerancia son recurrentes.

II. EL OBJETO DE LA CIENCIA POLÍTICA Y SU AUTONOMÍA

COMO CIENCIA SOCIAL

Las revoluciones metodológicas en la prehistoria de la ciencia política se

caracterizan por la delimitación del objeto. En este sentido se producen dos rupturas

esenciales: 1) la ruptura entre pensamiento político clásico y pensamiento político

moderno; 2) la separación entre pensamiento político y ciencia política. El

pensamiento político adquiere autonomía en la medida que se desprende de su

condicionante filosófico y teológico.

El príncipe como sujeto constituyente del Estado (Maquiavelo); la república como el

recto gobierno con poder soberano (Bodin); el estado “instituido por convenio o

pacto entre una multitud de hombres”, como unidad de poder absoluto en

representación de la colectividad (Hobbes); la compatibilidad entre el estado, como

unidad de poder, y la pluralidad de instituciones de gobierno reunidas bajo la

supremacía del poder legislativo (Locke); el Estado concebido como unidad y

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equilibrio de poderes (Montesquieu); el derecho como conciliación entre Estado y

sociedad (Kant); el Estado como superación de la sociedad dividida (Hegel); el

Estado como instrumento de dominación de una clase social (Marx). He aquí

algunas de las tesis centrales que han marcado la evolución del pensamiento político

moderno.

La aparición y desarrollo de la politología como ciencia social se ha producido en

mayor medida cuanto el Estado liberal ha avanzado hacia formas liberal-

democráticas. La razón es muy simple: la política, y su análisis como objeto de

estudio, tiene un carácter radicalmente distinto cuando la inmensa mayoría de sus

miembros están formalmente excluidos de toda acción política y, por supuesto, no se

les reconoce opinión con relación al gobierno. La politología no tiene un campo de

investigación determinado más allá del Estado como organización e institución de

gobierno.

El dualismo liberal entre estado y sociedad acentúa la dificultad de abrir camino al

nacimiento de la ciencia política.

La consecuencia lógica era el principio de representación política: los gobernantes

ejercen la política en representación de los gobernados para que estos puedan

dedicarse a lo suyo, es decir, a lo privado.

La democratización del Estado liberal crea las siguientes condiciones para el

nacimiento y desarrollo de una ciencia política: 1) la ampliación del derecho de

participación política y el reconocimiento del sufragio universal masculino con

independencia de la condición social; 2) el reconocimiento del pluralismo político y

de la posibilidad de impulsar, canalizar y organizar concepciones políticas distintas

con igual legitimidad para acceder al gobierno del estado; 3) la integración de las

clases sociales en el sistema político poniendo fin a la exclusión política de la clase

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obrera; 4) la configuración del Estado como sistema político cuyos actores

fundamentales son los partidos políticos.

III. LA POLÍTICA COMO CIENCIA

En estas circunstancias la ciencia política aparece como disciplina independiente, se

institucionaliza y nacen las primeras asociaciones que agrupan a los estudiosos y

profesionales de esta materia.

Entre 1870 y 1950 se produce un lento y largo proceso de delimitación del campo de

investigación de la ciencia política y, al mismo tiempo, de reconocimiento reciproco

y proyección pública de los cultivadores de esta disciplina.

Se podrían distinguir dos grandes tendencias: la concepción globalista, que vería en

el análisis político el punto de encuentro de otras ciencias sociales, y la concepción

secesionista, que cree en la imposibilidad de construir una ciencia política sin

identificar y separar su objeto específico.

Así, Eisenmann incluía a la ciencia política como una más entre las ciencias

políticas. Las demás eran la doctrina política, la historia política, la sociología

política y la ciencia del derecho.

El proceso de secesión de la ciencia política no ha sido fácil, especialmente en

Europa. Durante largos años ha vivido sin conseguir despegarse de la filosofía

política, la teoría del Estado y el derecho público. Así opinaba Jean Meynaud,

cuando hacía en las conclusiones 3 lagunas esenciales de la ciencia política para

adquirir un estatuto científico: 1) la ausencia de una relación precisa entre sus

diversos elementos; 2) la falta de teoría adecuada para un gran número de temas; y

3) la inexistencia de un marco general de referencia.

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P. Favre ha formulado unas premisas necesarias: 1) denominación reivindicada en

común; 2) acuerdo sobre el campo de investigación de la disciplina; 3) existencia de

instituciones de enseñanza e investigación concebidas como propias de la disciplina,

y 4) utilización de medios propios y diferenciados de difusión y dialogo científico

del área.

Política interior, política comparada y política internacional constituían los 3 ejes a

partir de los cuales se desarrollaba un área de conocimiento que tenía la sólida base

de un Estado-nación en plena expansión y hegemonía internacional. El gobierno (no

el Estado) era el objeto central de esta ciencia política concebida como teoría

empírica.

Ciencia política y filosofía política se hallan estrechamente ligadas, como ocurre en

las demás ciencias sociales. Para Friedrich es imposible todo análisis de los temas

básicos de la política sin partir de premisas filosóficas o teóricas y, a su vez, el

análisis empírico de los hechos puede conducir a la modificación de aquellas

premisas.

Fundándose en esta concepción metodológica, Friedrich circunscribe el objeto

nuclear de la política a la relación entre persona política y gobierno. Desde

Aristóteles hasta nuestros días la pregunta “política” por excelencia ha sido: ¿cómo

gobernarse bien?

En la medida que la comunidad es causa y efecto del hombre como ser social y

político, constituye un sistema de funciones relacionadas entres sí. Entre ellas, el

gobierno adquiere especial relieve porque afecta a toda la comunidad y está

investido de la autoridad suprema para ejercer 3 funciones esenciales: 1) creación de

normas; 2) resolución de conflictos; 3) adopción de medidas prácticas.

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Deutsch establece una relación directa entre política, gobierno y decisión pública:

“dado que la política es la toma de decisiones por medios públicos, se ocupa

primordialmente del gobierno, es decir, de la dirección y autodirección de las

grandes comunidades humanas. La palabra “política” pone de relieve los resultados

de este proceso en términos de control y autocontrol de la comunidad, ya sea ésta la

ciudad, el estado o el país”.

Robert Dahl elabora su propia concepción de sistema político, que define como “un

modelo constante de relaciones humanas que implican de forma significativa

relaciones de poder, de gobierno o de autoridad”.

La concepción más extensiva de la política sería la de Lasswell, que la entendía

como el conjunto de relaciones de poder, gobierno o autoridad, en cuyo caso la

ciencia política tendría por objeto de estudio de la formación y división del poder.

En el lado opuesto estaría la concepción intensiva de Aristóteles, quien vinculaba

política y gobierno de la polis, distinguiéndola de otras relaciones de autoridad,

como las establecidas entre amos y esclavos. Y, a un nivel intermedio, se situaría

Max Weber al comprender las relaciones de poder dentro de un espacio territorial

donde existe una autoridad central, el gobierno, legitimado por el uso exclusivo del

poder.

El Estado-nación, los federalismos, las crisis y transiciones de los sistemas políticos,

los efectos políticos del proceso de unión económica y monetaria, la ciudadanía y la

diversidad cultural, la constitución europea y tantas otras cuestiones forman parte de

la especificidad de una ciencia política europea, sin menoscabo de la

interdependencia y puntos de interés comunes con la ciencia política

norteamericana. Una ciencia política europea cuya base geopolítica es un continente

en plena ebullición y cambio histórico.

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Metodología política, historia de las ideas políticas, teoría política, política interior,

política comparada, política internacional, ciencia de la administración y análisis de

las políticas públicas constituyen las partes de un todo interdependiente que

definimos como ciencia política.

IV. LA DOBLE CARA DE LA POLÍTICA: LA POLÍTICA COMO

RELACIÓN DE PODERES Y LA POLÍTICA COMO GOBIERNO

El dilema está en circunscribir el objeto nuclear de la ciencia política en la teoría,

acción y procesos de gobierno en uno o varios sistemas políticos comparados dentro

del proceso político internacional, o bien en generalizar el objeto de la ciencia

política considerando la política como un fenómeno que se manifiesta en todos los

ámbitos de la vida social.

La política trata del poder; trata de las fuerzas que influyen y reflejan su distribución

y empleo; trata del efecto de esto sobre el empleo y la distribución de los recursos;

de la capacidad de transformación de los agentes sociales, los organismos y las

instituciones; no trata del gobierno, o sólo del gobierno.

Held y Leftwich, tienen varios aciertos en sus postulados, el primer acierto es la

crítica a la división moderna de lo que es “político”. La política se refiere, aquí, al

gobierno de la sociedad y los procesos que tienen relación con la formación,

mantenimiento y cambio de aquél.

El segundo acierto reside en la afirmación, conscientemente ideológica, que ve en la

división entre lo político y lo no político una estrategia que conduce a la abstención

política.

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La política está presente en todos los ámbitos de la vida económica, social y cultural,

en el dominio de lo público y, también, en el de lo privado. Pero no todos los

ciudadanos están en disposición, posibilidades y condiciones de intervenir e influir

de igual manera. Y, si el objeto central de la ciencia política está en descubrir y

explicar cómo se gobierna una sociedad determinada, no será posible avanzar en

esta dirección si no se trascienden las fronteras artificiales entre lo político y lo

económico, entre lo político y lo cultural. No existe un espacio puro de la política,

un reino reservado a la política, aunque el dualismo liberal bajo el predominio de lo

económico así lo haya entendido y propagado.

J. L. Cohen y A. Arato distinguen entre sociedad civil, sociedad económica y

sociedad política. La política esté presente en los 3 ámbitos autónomos e

interdependientes, pero se manifiesta de forma diferente en cada uno de ellos.

La sociedad moderna sólo es concebible como un ámbito territorial y social

interorganizativo dentro del cual el estado-organización tiene un papel dominante.

En el mundo actual es tan absurdo mantener la opinión de Easton: “ni el estado ni el

poder son conceptos que sirvan para llevar a cabo la investigación política”, como

sostener la contraria: “toda la investigación política es poder y es Estado. Habrá que

buscarse un punto de encuentro que explique la relativa autonomía del estado-

organización.

V. LA LIBERTAD Y EL PODER

La primera idea que se tiene del poder equivale a mandar. Ordenar de superior a

inferior lo que se ha de hacer o no hacer. La política y el poder son conceptos

interdependientes que afectan a la libertad de los individuos.

Podemos entender el poder de 2 maneras: 1) el poder entendido como dominio sobre

otros; 2) el poder entendido como la acción colectiva para alcanzar objetivos.

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Lukes distingue 3 enfoques del poder: el enfoque unidimensional, cuyo método

consiste en determinar con respecto a cada decisión qué participantes propusieron

alternativas que finalmente fueron adoptadas, vetaron alternativas propuestas por

otros o propusieron alternativas que fueron rechazadas; el enfoque bidimensional, se

basa en el control de la agenda política, o bien en la capacidad de crear o reforzar

aquellos valores sociales y políticos que delimitan el juego de los actores y las

prácticas institucionales; y, el enfoque tridimensional, plantea la cuestión clave de

los problemas latentes de la comunidad política, que identifican la contradicción

entre los intereses de aquellos a quienes excluye, con independencia de si estos

últimos tienen o no conciencia de su marginación o dominación.

Los 3 enfoques del poder mencionados relacionan la libertad de los individuos y de

sus acciones políticas con las instituciones que poseen autoridad para tomar

decisiones aplicables a toda la comunidad.

Finalmente, como señala Hanna Arendt, no es que el fin de la política se la libertad,

es que “el sentido de la política es la libertad porque la libertad o el ser libre está

incluido en lo político y sus actividades”

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POLÍTICA Y CIENCIA POLÍTICA

Luis Aznar

I. PRESENTACIÓN

A diferencia de la historia, la psicología o la economía, la palabra “política” remite

más directamente a un conjunto de preconceptos que complican su tratamiento: se

tiende a suponer, erróneamente por cierto, que la enseñanza de la “política” se

relaciona con tratar de imponer una idea o una ideología determinadas a los demás,

o peor aún, que la “política” tiene que ver con prometer y no cumplir las promesas o

directamente con abusar del poder. Y en segundo lugar, por el hecho de que la

política es un concepto muy difícil de definir y también de ubicar. En efecto,

algunos autores clásicos la han pensado como el arte de gobernar, otros como el

conjunto de los asuntos públicos, algunos como el poder, y otros, finalmente, como

la búsqueda de consensos.

II. REFLEXIONES PRELIMINARES

La política se refiere a aquellas decisiones que obligan a los miembros de una

determinada comunidad a accionar de acuerdo con los contenidos de las mismas, ya

que de no hacerlo se exponen a algún tipo de sanción.

La política, por lo tanto, obliga, genera conflictos y provoca comportamientos

orientados a solucionar conflictos.

Como consecuencia, casi por regla general los beneficiados tienden a desplegar

recursos a favor de su posición de privilegio (opiniones, argumentos, tradiciones,

mitos, influencia, coerción), y los perjudicados suelen tratar de mejorar su situación

a través de huelgas, revoluciones, lucha lectoral, reivindicaciones, resistencia, etc.

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Norberto Bobbio señala así una diferencia entre ciencia política en sentido amplio y

en sentido estricto:

La expresión ciencia política puede ser usada en un sentido amplio y no

técnico para denotar cualquier estudio de los fenómenos y de las estructuras

políticas, conducido con sistematicidad y con rigor, apoyado sobre un amplio

y cuidadoso examen de los hechos, expuesto con argumentos racionales. En

sentido más estricto y más técnico se utiliza para denominar un área bastante

bien delimitada de estudios especializados y en parte institucionalizados, con

cultores vinculados entre sí que se reconocen como “cientistas políticos”, la

expresión ciencia política indica una orientación de estudios que se propone

aplicar al análisis del fenómeno político en el límite de lo posible, es decir en

la medida en la cual la materia lo permite, pero siempre con el mayor rigor,

la metodología de las ciencias empíricas.

A su vez, un marco tan amplio admite y reconoce la necesaria colaboración para el

estudio de lo político entre la ciencia política y otras disciplinas, tales como la

historia contemporánea, la filosofía política y el derecho constitucional.

En el presente, la ciencia política es una disciplina específica reconocida por el resto

de las ciencias sociales y por la sociedad. Su campo disciplinar se ha ramificado en

áreas temáticas específicas que se ocupan de estudiar en forma pormenorizada

diferentes dimensiones del fenómeno político:

1) La Teoría Política que, a través del examen y la elaboración de las grandes

sistematizaciones, sigue buscando dar respuestas a las preguntas clásicas sobre

el poder, los conflictos, la autoridad, la justicia y la igualdad.

2) La Política Comparada que se centra en el análisis en espejo de estructuras y

procesos políticos de diferentes aéreas geográficas, países o regiones.

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3) Los Estudios Institucionales que tratan del papel que las diferentes instituciones

cumplen en el funcionamiento de los sistemas y regímenes políticos.

4) Los análisis de Opinión Pública, por ejemplo, en el análisis del comportamiento

electoral de los votantes o el cambio o la continuidad de las opiniones sobre

determinadas cuestiones de interés político.

5) Las Políticas Públicas, en cuanto al estudio de los procesos de elaboración,

ejecución y evaluación de las decisiones estatales.

6) Las Relaciones Internacionales, que trata sobre las relaciones entre Estados,

sobre la política exterior de los diferentes países y el accionar de entidades no

estatales transnacionales.

III. PODER, DOMINACIÓN Y POLÍTICA

3.1. El “poder” y la “política” de los clásicos

En este caso, debe quedar claro, sin ninguna duda, que el desarrollo que sigue en

este capítulo incluye básicamente una combinación crítica de saberes, posiciones y

puntos de vista generados por 2 pensadores clásicos, de peso propio y significativo –

Karl Marx (1818-1883) y Max Weber (1864-1920)- que posteriormente se retoman

como puntos de partida de numerosas derivaciones y puntos de vista

contemporáneos.

Consecuentemente se hace imprescindible realizar el estudio diacrónico, esto es,

dinámico e histórico, de lo que el propio Marx llamó las “relaciones sociales de

producción” y de las actividades de producción, pero también, y en extensión, de las

relaciones políticas y de las actividades políticas, esto es, de las relaciones respecto

del manejo del poder político. Se trata de explicar, por lo tanto, la capacidad que

tienen determinados actores sociales para llevar adelante 2 tareas fundamentales: a)

el decidir cursos de acción sin importar posibles resistencias por parte de otros, y b)

estar en condiciones de asegurar la reproducción de esas condiciones. Y en este

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sentido es necesario tomar en cuenta, como afirmaba Engels, que el poder político

de un grupo o de una clase descansa siempre en una función económica, social.

“Toda clase que aspire a implantar su dominación tiene que empezar conquistando

el poder político, para poder presentar su interés como el interés general”, en base

a lo cual adquiere un sentido particular la afirmación “…no digáis que el

movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás ningún movimiento

político que, al mismo tiempo, no sea social”.

De la obra de Max Weber (1894) se han seleccionado las argumentaciones que más

se relacionan con una conceptualización de lo político, y por lo tanto son analizadas

en particular las ideas de poder (la probabilidad de imponer la voluntad propia en

una relación social aun contra cualquier tipo de resistencia por parte de los otros

participantes de esa relación), dominación legítima (la probabilidad de que un

mandato, con contenido determinado, sea obedecido por un conjunto de personas en

base a la creencia de su legitimidad) y disciplina (la probabilidad de encontrar

obediencia a un mandato pero de forma pronta, simple y automática, basad en

actitudes arraigadas).

Y una aplicación directa de esta perspectiva emerge en el tratamiento del Estado

moderno pensado como una asociación política de base territorial, siendo una de sus

características definitorias la pretensión del monopolio del uso de la violencia

legítima por parte de su cuadro administrativo-burocrático.

“Todo Estado está basado en la fuerza… Se considera el estado como la única

fuente del “derecho” a hacer uso de la violencia. En consecuencia, para nosotros,

“política” significa esfuerzos para compartir el poder, o esfuerzos para influir

sobre la distribución del poder, ya sea entre estados o entre grupos dentro de un

Estado”

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Justamente, uno de los objetivos primordiales de los partidos políticos es ejercer

influencia sobre esa burocracia que goza de la autoridad y el poder políticos, y en lo

posible instalar a sus partidarios en ella. Es que su accionar está encaminado al logro

del poder social, lo que equivale a obtener la capacidad de influir sobre las

decisiones sociales, cualquiera que sea su contenido.

Lo que surge de posiciones como ésta y otras que se podrían citar es que la política

contemporánea consiste, en lo fundamental, en el manejo del poder y la dominación

en contextos societales en los que se ha desarrollado tanto un Estado moderno, como

un régimen político y un conjunto de dinamismos relacionados con la

inclusión/exclusión y las actividades políticas de diversos grupos y organizaciones

sociales.

3.2. Algunos desarrollos posibles y necesarios a partir de los clásicos

Se ha generalizado el uso de las 3 formas de hacer referencia a la política, presentes

en la tradición anglosajona. En primer lugar, la política en el sentido de polity. Con

ello se hace referencia a la “sociedad política”, la organización política, la forma y

las estructuras políticas en las que se desenvuelve la actividad política. Ello incluye

la identidad y los límites de la comunidad política, tanto en términos de territorio

como de población, comprendiendo a actores, procesos y el entramado institucional,

con sus funciones y personal específicos. En segundo lugar, la política en el sentido

de politics, es decir, el accionar político, los procesos anclados en el poder o con la

capacidad de influir sobre la acción de otros individuos. Incluye la naturaleza del

poder, su distribución y transmisión, su ejercicio y sus límites. En tercer lugar, la

política en el sentido de policy, es decir, el contenido y los resultados, las políticas

públicas, la política como plan de acción aplicado a la sociedad, que es pública

desde el momento en que la afecta con carácter universal y obligatorio.

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Guillermo O´donell entiende por Estado, no solo un conjunto de instituciones, sino

también el entramado de relaciones de dominación “política”, que sostiene y

contribuye a reproducir la “organización” de clases de una sociedad.

Oscar Oszlak, le asigna al estado los siguientes atributos: 1) capacidad de

externalizar su poder; 2) capacidad de institucionalizar su autoridad; 3) capacidad de

diferenciar su control; y 4) capacidad de internalizar una identidad colectiva.

IV. ENCRUCIJADAS EN EL DEBATE POLÍTICO Y SOCIAL

4.1. Sobre la autonomía de la política

Manuel Pastor desarrolla el siguiente argumento: “en principio, es preciso admitir

que “lo político” forma parte de lo social, ya que este ámbito es más general que

aquél. Resulta así que “lo político” es aquel ámbito de la sociedad en el que se

producen relaciones de poder, esto es, relaciones de mando y obediencia o bien se

trata de aquel ámbito en el que se dirimen los conflictos entre los grupos sociales por

los bienes colectivos. En otras palabras, un espacio de lucha de intereses no

exclusivamente formal y cuyo resultado es favorecer a unos con preferencia a

otros”.

4.2. Reflexiones básicas sobre el objeto de estudio

La perspectiva que guía la argumentación desarrollada en este capítulo se basa en

afirmar que las investigaciones de la ciencia política son estudios sustantivos y

metódicos, destinados a lograr grados apreciables de comprensión y explicación de

los sistemas de relaciones de poder y dominación en una sociedad determinada,

sobre todo de aquellos conectados con los problemas públicos.

Wolfang Abendroth y Kurt Lenk han compilado una obra en la que se encuentra

desarrollada la idea de que: “la tarea constitutiva de la politología se centra en el

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análisis de las condiciones del poder político, de sus formas concretas de

manifestación, así como de sus tendencias evolutivas. Los principales objetos de

investigación son: las relaciones entre el poder político y la sociedad; la

consolidación institucional del poder político en una forma de dominación política,

sobre todo en el estado moderno; el comportamiento político, en especial el proceso

formativo de la voluntad política”.

4.3. Lo público y la política

Juan C. Rey ha argumentado hace ya muchos años que “existe un alarga tradición de

pensamiento político, comúnmente denominado ´realista´, para la cual la política es

lucha o conflicto de intereses entre actores diversos, ya sea entre Estados, en el caso

de la política internacional, ya sea entre partidos, grupos o individuos en el caso de

la política nacional”

V. ACERCA DE LA HISTORIA, LA INCERTIDUMBRE Y EL ORDEN

POLÍTICO

5.1. Lecciones clásicas

“Muerte de los clásicos”, esto tiene una ventaja innegable: evita el trabajo de leerlos,

entenderlos, criticarlos y permite, consecuentemente, “superarlos”, por exclusión.

Cualquiera que sea la posición adoptada con respecto al desarrollo de la ciencia, no

puede negarse la necesidad del conocimiento de los paradigmas fundamentales, ya

sea para seguir desarrollando el camino iniciado por los fundadores o para abrir

nuevas perspectivas desde el rechazo crítico de lo dado.

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5.2. Teorías y realidad política

El punto de partida fundamental en la tarea de comprender la realidad política, sin

caer en la ilusión de lo inmediato y lo aparente, es el trabajo teórico-metodológico

de creación de categorías de análisis, del planteamiento de sus posibles relaciones y

de la elaboración de la puesta a prueba para la aprehensión de los procesos histórico-

sociales.

La posición que aquí se sostiene es que las categorías científicas de análisis deben

entenderse como la expresión teórica (formal-abstracta) de lo concreto-real, con lo

que queda así planteado el problema de la relación entre las categorías de análisis y

la realidad que intentan expresar.

5.3. Estado, sociedad civil y crisis

A partir de los señalamientos teóricos y metodológicos expuestos hasta aquí puede

plantearse el núcleo de la propuesta desarrollada en este trabajo: la investigación de

la génesis, la estructuración y la dinámica de los procesos político-sociales, de las

articulaciones entre Estado y sociedad civil, conectadas con la práctica, los intereses

y las estrategias de los individuos y los grupos sociales.

5.4. Política, contradicciones e incertidumbre

Uno de los primeros e importantes recaudos a tomar en el análisis de esta

problemática es tener presente que orden, en el sentido que se propone aquí, no

supone ausencia de conflicto. Por el contrario, se entiende y asume que todo orden

político refiere directamente a una estructuración histórica de las relaciones de poder

y dominación; construida socialmente y expresada teórica y jurídicamente como

intento y forma justamente de acotar al máximo posible los niveles de

incertidumbre. Un orden político no suprime la conflictividad, sino que intenta

procesarla institucionalmente.

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VI. SOBRE LA DISCUSIÓN DISCIPLINARIA, EL ESTADO Y EL

RÉGIMEN POLÍTICO

6.1. ¿Una nueva ciencia política?

Por lo común, se suele dividir esta reflexión sistemática en 4 grandes etapas:

Es el la Grecia clásica donde surgió el pensamiento organizado sobre la

política.

En la Edad Media, la política era vista como una dimensión interna de la vida

cristiana y moral.

Entre los siglos XV y XVIII, se abandona la visión teológica de la política.

La revolución burguesa y la revolución industrial hicieron ver al hombre que

todo es transitorio.

6.2. El posconductismo y el regreso remozado de antiguas tradiciones

Como lo ha señalado acertadamente Leonardo Morlino, los elementos constitutivos

de todo régimen político son:

1) Las estructuras de autoridad especializadas en la toma e implementación de

decisiones.

2) Las reglas del juego, normas y procedimientos.

3) Ideologías, valores y creencias institucionales.

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¿QUÉ ES LA SOCIOLOGÍA POLÍTICA? O ¿POR QUÉ NO

LLAMARLE CIENCIA POLÍTICA?

Carlos G. Shelly

Muchos autores coinciden en asegurar que existen unas fronteras muy tenues entre

la sociología política y la ciencia política, así que la respuesta a mi pregunta no será

sencilla. Para explicar qué es la sociología política, y tratar por tanto de diferenciarla

de la ciencia política, puede resultar operativo aportar en primer lugar una breve y

simple definición del término en su conjunto y posteriormente analizar

separadamente el significado de las dos palabras que lo componen.

La sociología política consiste, según Duverger, en el “análisis sociológico aplicado

a los fenómenos políticos”. Esta definición es, como ya advertí, muy simple, incluso

se podría considerar redundante y en consecuencia poco clarificadora. Resulta

necesario pues, afrontar por separado el debate sobre los dos términos relevantes de

la definición: análisis sociológico y política. Para ello seguiré el esquema trazado

por Cot y Mounier. Estos dos autores definen la política como la suma de los

estudios sobre el Estado y los estudios sobre el poder. Desde ese punto de vista, se

podría definir la sociología política como el estudio del Estado, sus instituciones y

las relaciones de poder que operan en un determinado sistema político. Semejante

definición es perfectamente asimilable a la que cualquier politólogo haría respecto

de su campo de estudio, entonces ¿qué es lo que diferencia a la sociología política de

la ciencia política? Según los propios Cot y Mounier es el empleo del método

sociológico.

La definición sigue siendo vaga, de hecho, un aspirante a politólogo como el que

escribe se siente tentado a pensar que si el método sociológico no es más que el

método científico nos encontramos ante lo que en ciencia política se denomina

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behavioralismo. En cualquier caso parece difícil arrojar más luz sobre la cuestión a

través definición así que intentaré hacerlo viendo de qué temas se preocupa.

Si seguimos el libro de Murillo dónde recoge diversos estudios sobre sociología

política encontraremos temas como el comportamiento político, la socialización

política, la opinión pública, el cambio social, el poder, la burocracia, el conflicto y la

revolución, los grupos de presión o la soberanía y entre los autores citados podemos

encontrar a Rokkan, Almond, Parsons, Weber, Lipset y muchos otros que, como ya

se aprecia en esta selección, proceden de diferentes disciplinas, básicamente la

sociología y la politología.

Una vez más, tanto en lo que se refiere a las temáticas como a los autores,

encontramos concomitancias importantes entre sociología política y ciencia política

que hacen difícil resolver de forma categórica la pregunta de esta recensión, visto lo

cual, uno se siente tentado de volver a empezar la obra anteriormente citada de

Duverger y concluir con su primera frase, “ciencia política y sociología política son

casi sinónimos”.

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SOCIOLOGÍA POLÍTICA

Karl-Heinz Hillmann

Sociología especial que, recurriendo a planteamientos, puntos de vista, conceptos y

teorías sociológicas, así como a métodos de sociología empírica, investiga los

fenómenos políticos. Constituye, a la vez, el puente que lleva a las ciencias políticas.

Parte de la concepción de que la política y el Estado no constituyen un mundo

separado, sino que están insertos de muy diversas maneras en la vida sociocultural.

Por consiguiente, la sociología política investiga las relaciones, las influencias

recíprocas y la interdependencia entre ideologías, sistemas de valores, intereses,

sistemas económicos, estructuras sociales, formaciones sociales y pautas de

conducta, por un lado, y orden político-estatal, sistemas de dominación, instituciones

y procesos de poder y decisión, por el otro lado. Un problema central lo constituyen

los supuestos y las consecuencias sociales de la acción estatal y política.

En concreto, la sociología política investiga:

a. El poder político, los sistemas de dominación y las bases de legitimación

social y cultural de la dominación política.

b. La aparición y el desarrollo de las ideologías políticas, las mentalidades, las

actitudes, las opiniones y los prejuicios en relación con determinadas

relaciones sociales y grupos de intereses y de dominación.

c. El problema de las élites (teoría de las élites, distintos tipos de élites en el

cambio social).

d. La burocracia y la burocratización.

e. Los partidos políticos.

f. Las contribuciones de los grupos de intereses y los grupos sociales a la

formación de voluntad política.

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g. Las influencias mutuas entre opinión pública y medios de comunicación de

masas, por un lado, y estructuras de influencia política y procesos políticos,

por el otro lado.

h. La relación entre cultura política, moral, normas, socialización y conducta y

estructuras generales de las tendencias ideológicas, valores socioculturales,

grupos sociales, organizaciones, instituciones y formas de conducta.

i. Las formas y la intensidad de la conducta política de los miembros de la

sociedad, que van del compromiso a la apatía, la conducta electoral, los

procesos de adaptación, las posibilidades de participación.

j. La influencia política de los nuevos movimientos sociales.

k. Los aspectos políticos de los procesos de intercambio cultural y las

tendencias al desarrollo de una sociedad mundial.

Los problemas de la sociología política suelen tratarse también en el ámbito de los

estudios de sociología de la economía, sociología de la familia, sociología de la

educación, sociología de las organizaciones y sociología del conocimiento.

Entre los precursores de la sociología política están Thomas Hobbes, Montesquieu,

Adam Ferguson, Alexis de Tocqueville y Karl Marx. El fundador propiamente dicho

fue Max Weber. Aportaciones particularmente importantes son las de sus discípulos

Karl Mannheim y Seymour Lipset. Tras la segunda guerra mundial, en Alemania la

sociología política fue revitalizada por la obra de Stammer.

A partir de la década de 1980, consolidada ya institucionalmente la sociología

política, los estudios de esta área específica del conocimiento lo comparten

sociólogos y politólogos.

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VISIÓN GENERAL DE LA SOCIOLOGÍA POLÍTICA

Maurice Duverger

Desde que los hombres reflexionan sobre la política, han oscilado entre dos

interpretaciones diametralmente opuestas. Para unos, la política es esencialmente

una lucha, un combate. Para otros, la política es un esfuerzo por hacer reinar el

orden y la justicia.

La adhesión a una u otra tesis viene en parte determinada por la situación social. Los

individuos y las clases oprimidas, insatisfechas, pobres, infortunadas, no pueden

considerar que el poder asegure un orden real, sino únicamente una caricatura de

orden, tras el que se halla enmascarada la dominación de los privilegiados; por lo

cual, para ellos la política es lucha. Los individuos y las clases afortunadas, ricas,

satisfechos, encuentran que la sociedad es armoniosa y que el poder mantiene un

orden auténtico; para ellos la política es integración. En las naciones occidentales,

los segundos han logrado más o menos persuadir a los primeros de que las luchas

políticas son sucias, malsanas, inmorales, y que los participantes en ellas no

persiguen más que interese egoístas con métodos dudosos. Desmoralizando de esta

guisa a sus adversarios se aseguran una gran ventaja. Toda “despolitización”

favorece el orden establecido, la inmovilidad y el conservadurismo.

En definitiva, la esencia misma de la política estriba en que es siempre y en todas

partes ambivalente. La imagen de Jano, el dios de las dos caras, es la verdadera

representación del poder y expresa la más profunda realidad política. El Estado es

en todas partes, al mismo tiempo, el instrumento de la dominación de ciertas clases

sobre otras, utilizado por las primeras en su ventaja con desventaja de las segundas,

y un medio de asegurar un cierto orden social, una cierta integración de todos en la

colectividad en aras del bien común. La proporción de uno y otro elemento es muy

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variable, según las épocas, las circunstancias y los países; pero los dos coexisten

siempre.

La idea de que la política es, por un lado una lucha, un combate entre individuos y

grupos, con vistas a la conquista de un poder que es utilizado por los vencedores en

provecho propio y en detrimento de los vencidos, y por otro, también, un esfuerzo

por realizar un orden social que beneficie a todos, es el fundamento esencial de

nuestra teoría de la sociología política. Sin embargo, esta teoría no es aceptada por

todo el mundo. Una de las más graves lagunas de la sociología política

contemporánea radica en la falta de una teoría de conjunto que sea admitida de

manera general por todos los especialistas.

La exposición de conjunto de la sociología política que intentamos aquí se centra

naturalmente en torno a la idea central de que el poder tiene una doble cara: a la vez

opresor e integrador.

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SEGUNDA PARTE:

TEORÍA POLÍTICA

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EL PENSAMIENTO POLÍTICO EN GRECIA

Carlos S. Fayt

I. PLATÓN

Platón (c. 428-c. 347 a.C.), filósofo griego, uno de los

pensadores más originales e influyentes en toda la

historia de la filosofía occidental.

Originalmente llamado Aristocles, Platón (apodo que

recibió por el significado de este término en griego, ‘el

de anchas espaldas’) nació en el seno de una familia

aristocrática en Atenas. Su padre, Aristón, era, al parecer, descendiente de los

primeros reyes de Atenas, mientras que su madre, Perictione, descendía de

Dropides, perteneciente a la familia del legislador del siglo VI a.C. Solón. Su padre

falleció cuando él era aún un niño y su madre se volvió a casar con Pirilampes,

colaborador del estadista Pericles. De joven, Platón tuvo ambiciones políticas pero

se desilusionó con los gobernantes de Atenas. Más tarde fue discípulo de Sócrates,

aceptó su filosofía y su forma dialéctica de debate: la obtención de la verdad

mediante preguntas, respuestas y más preguntas. Aunque se trata de un episodio

muy discutido, que algunos estudiosos consideran una metáfora literaria sobre el

poder, Platón fue testigo de la muerte de Sócrates durante el régimen democrático

ateniense en el año 399 a.C. Temiendo tal vez por su vida, abandonó Atenas algún

tiempo y viajó a Megara y Siracusa.

En el 387 a.C. Platón fundó en Atenas la Academia, institución a menudo

considerada como la primera universidad europea. Ofrecía un amplio plan de

estudios, que incluía materias como Astronomía, Biología, Matemáticas, Teoría

Política y Filosofía. Aristóteles fue su alumno más destacado.

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Con la intención de conjugar la filosofía y la posibilidad de aplicar reformas

políticas viajó a Sicilia en el año 367 a.C., para convertirse en tutor del nuevo tirano

de Siracusa, Dionisio II el Joven. El experimento fracasó. Platón todavía realizó un

tercer viaje a Siracusa en el 361 a.C., pero una vez más su participación en los

acontecimientos sicilianos tuvo poco éxito. Pasó los últimos años de su vida

impartiendo conferencias en la Academia y escribiendo. Falleció en Atenas a una

edad próxima a los 80 años, posiblemente en el año 348 o 347 a.C.

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PLATÓN: “LA REPÚBLICA”

George H. Sabine

La República (del griego polis - poleos que

significa ciudad- estado) es la más conocida e

influyente obra de Platón, el compendio de las

ideas que conforman su filosofía. Escrita en

forma de diálogo entre Sócrates y otros

personajes, como discípulos o parientes, se

estructura en diez libros, si bien la transición

entre ellos no corresponde necesariamente con

cambios en los temas de discusión. En este

libro, Platón discute cuál sería la mejor filosofía y organización del Estado, de tal

forma que éste fuera ideal. Para ello, hace que Sócrates opine sobre la forma de

educar a los hombres mientras instruye a los demás tertulianos. Las ideas clave

según el autor son la importancia de la educación de los guerreros para la posterior

defensa del Estado, la obligación moral de ejercer la justicia y, finalmente, declara

abiertamente que la república es la mejor opción para organizar un Estado.

Según parece, el Libro I fue escrito con anterioridad a todos los demás, quizás

alrededor del 395 a. C. Otro bloque, formado por los Libros II, III y IV, habría sido

escrito hacia el 390 a. C., antes del primer viaje de Platón a Sicilia. El tercer bloque

que incluye los Libros V al X, es, sin duda, bastante posterior, pues los escribió

Platón después de ese primer viaje a Sicilia, pero antes que el segundo,

probablemente hacia el 370 a. C.

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I. PERSONAJES

Sócrates, Glaucón, Polemarco, Trasímaco, Adimanto, Céfalo y Clitofonte.

Estado ideal: hay 3 clases de habitantes: gobernantes, guerreros, y campesinos y

artesanos. Cada una de las clases tiene una virtud característica:

a) Guardianes, gobernantes o filósofos: virtud: sabiduría. Función: gobernar.

b) Campesinos: virtud: valentía Función: defender al Estado

c) Artesanos: virtud: templanza. Función: realizar productos para que el resto se

mantenga.

Los guerreros son seleccionados por una serie de exámenes que se les toma a lo

largo de su vida. La 1º serie de estudios que Platón propone es la gimnasia y la

música como arte de las musas.

Las musas son nueve diosas. Cada una representa las ramas del saber: una de

astronomía; lo que hoy se llaman las ciencias del espíritu. Platón propone un

equilibrio entre el cuerpo y el espíritu y no debe sobresalir ninguna de las dos.

Luego de éstas, se pasa al estudio de las ciencias duras: astronomía, aritmética y

geometría. El sentido de su estudio es que de ellas saldrá el futuro gobernante, los

cuales deben aprender las ideas.

Pasada esta serie de exámenes, los que hayan aprobado pasan a ser guerreros y

después se dedicarán al estudio de la dialéctica.

A los 50 años, luego de participar en la administración del Estado se llegaría a ser

gobernante (los que llegaran a esa edad).

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Entre los guerreros y gobernantes existe una comunidad muy estrecha: de mujeres y

de hijos, pero no de familia. El cuerpo dirigente de la ciudad debe estar unido y, por

ello, qué mejor que compartir todos los bienes que puedan tener: entre los bienes se

encuentran las mujeres y los hijos, los cuales eran de todos.

Aristóteles dice que esto es ridículo porque las cosas que son de todos nadie se

preocupa por cuidarlas, pero no critica la idea de que las mujeres e hijos son

propiedades.

II. DEGENERACIÓN DE LAS FORMAS DE GOBIERNO

Sofocracia : gobierno de los sabios

Timocracia : gobierno de los guerreros

Oligarquía : gobierno de la clase alta

Democracia : gobierno del pueblo

Tiranía : gobierno de uno que no conoce la verdad

El Estado ideal de Platón es la sofocracia: gobierno de los sabios. Este gobierno no

es eterno: va a degenerar cuando los guerreros llegan al poder, pero los que han

privilegiado la gimnasia por la música y no han hecho el equilibrio que se encuentra

solo en los sabios.

Por ello, la timocracia es el gobierno de los guerreros. Estos llegan al gobierno no

necesariamente por un golpe de Estado, pero lo que importa es que ya no son lo que

eran antes. Esta timocracia sigue degenerando; ya no sólo no tienen sabiduría, sino

que también pierden la valentía. Viven de sus placeres. Tanto en la sofocracia,

timocracia como oligarquía, se trata de pocos.

Como en la oligarquía, son pocos y viven bien los que son muchos y viven mal, se

rebelan y se pasa a la democracia. La democracia no logra cumplir las expectativas:

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los pobres toman el gobierno, la situación se vuelve caótica y las riquezas no bastan

para satisfacer a todos, y por ello, el gobernante se vuelve tirano.

Tiranía: gobierno de uno solo que se mantiene en el poder por el miedo. Este poder

es dado por el pueblo, que le da su apoyo. Característica del tirano: gobernante único

no investido de autoridad religiosa. El tirano no es el gran sacerdote y gobierna de

una forma ruda.

Otros dos libros: "El político" y "Las leyes". En "Las leyes" toma una postura más

realista, porque ya no piensa en un estado ideal sino en el Estado que ve en su

tiempo. Sigue con la idea de la corrupción de la forma de gobierno. Esta cadena se

corrompe y se pasa de uno a otro. Esta cadena no es cíclica: de la tiranía se queda

allí.

III. FORMAS DE ESTADO

Utiliza dos variables: 1) el número de gobernantes, y 2) la ley

El número de gobernantes puede ser uno, pocos y muchos (muchos pero no todos).

La ley en un sentido de justicia.

NÚMERO DE

GOBERNANTES

DE ACUERDO

A LA LEY

EN CONTRA

DE LA LEY

Uno Monarquía Tiranía

Pocos Aristocracia Oligarquía

Muchos Democracia

(o República)

Demagogia

(o Democracia)

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Monarquía: un solo gobernante que gobierna de acuerdo a la ley. Cuando deja de

actuar de acuerdo a la ley, el gobierno se corrompe y por el abuso del poder se

convierte en tiranía.

Tiranía: el grupo de los notables se revelan y se pasa a la aristocracia.

Aristocracia: gobierno reducido de pocos nobles que actúa de acuerdo a la ley.

Cuando se corrompe y actúa en contra de la ley se pasa a la oligarquía. El pasaje de

la aristocracia a la oligarquía es la rebelión.

Oligarquía: siendo pocos viven bien y cuando los muchos pobres se rebelan

derrocan a la oligarquía y se pasa a la república.

Democracia: gobierno de muchos de acuerdo a la ley. Cuando se corrompe, se

convierte en una demagogia.

Democracia: tiene una connotación negativa y equivale a lo que hoy se llama

demagogia. Es el gobierno de muchos en contra de la ley, con caos y anarquía. Uno

de los líderes toma el gobierno y se torna una monarquía, que gobierna de acuerdo a

ley y el cuadro se repite.

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PLATÓN: “EL POLÍTICO” Y “LAS LEYES”

George H. Sabine

Las Leyes es un diálogo de Platón perteneciente a su época

de madurez. En él se expresan sus teorías acerca de la

política y la organización social de un modo más realista y

menos utópico que en diálogos anteriores (quizás influido

por sus experiencias con la política en Siracusa).

Al contrario que en la mayoría de los diálogos de Platón,

Sócrates no aparece en Las Leyes. Esto es porque el diálogo tiene lugar en Creta, y

Sócrates nunca aparece fuera de Atenas en los escritos de Platón. En lugar de

Sócrates, tenemos como protagonistas a un anciano ateniense (contrafigura del

propio Platón) y otros dos ancianos: un espartano (Megilo) y un cretense (Clinias)

de Cnoso.

El ateniense se une a los otros dos en su peregrinaje religioso al santuario de Zeus.

El diálogo completo tiene lugar durante esa jornada, emulado la acción de Minos, al

cual atribuyen los cretenses la redacción de sus antiguas leyes y que hacía este

camino cada nueve años para recibir instrucciones de Zeus.

Hacia el final del tercer capítulo, Clinias anuncia que tiene el encargo de establecer

las leyes de una nueva colonia cretense y que agradecería la ayuda del ateniense. El

resto del diálogo transcurre con los tres ancianos elaborando leyes para la nueva

ciudad, al tiempo que caminan hacia el santuario.

Las cuestiones tratadas en Las Leyes son, entre otras muchas:

La revelación divina de las leyes.

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El papel de la inteligencia en la legislación.

La relación entre filosofía, religión, y política.

El papel de la música, el ejercicio y la danza en la educación.

Ley natural y ley positiva.

El diálogo usa fundamentalmente las legislaciones ateniense y espartana

(lacedemonia) para que los dialogantes tengan presente un conjunto de leyes, más o

menos coherente, para la nueva ciudad de la que están hablando.

El primer punto que habría que resaltar sería la Epígrafe de Platón que reza lo

siguiente, “la mayor Injusticia consiste en la de parecer justo sin serlo”, queriendo

decir que es peor parecer justo sin obrar justamente a sabiendas. Una vez que

pasamos por esta primera idea de Justicia y de Injusticia en Platón, entraremos al

estudio de la primera definición de Justicia que nace en la República y que es la

siguiente: Justicia consiste en decir la verdad y en restituir a cada cual lo que de él se

haya recibido, definición que comenta Céfalo como sugerencia, la cual desde un

inicio no es válida para Sócrates sustentando su inconformidad de la siguiente

manera, “¿no será más bien justo o injusto según las cosas?. Así por ejemplo, si

alguien después de haber confiado sus armas a un amigo, se las reclamase habiendo

vuelto loco, todo mundo conviene en que ese amigo no debería devolvérselas, y que

si tal hiciera, cometería una Injusticia.” Por lo que en este caso, en el diálogo,

discrepa de lo que es la Justicia para Céfalo, encontrando más adelante que lo que

menta Céfalo como Justicia no está tan equivocado como Sócrates pensaba para la

idea de Platón.

Ahora bien, para Simónides la Justicia, como segunda definición en el libro de la

República es que lo propio de ésta “es dar a cada cual aquello que se le debe” , y que

podemos resumir o entender como devolverle a los enemigos lo que se les debe y

que no es otra cosa que el mal, y a los amigos hacerles el bien, lo cual parecería que

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en esta parte del texto se toma a la justicia como a la ley misma que sin más ni más

sería la Ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente) y que traducido a esta parte

del diálogo podríamos decir que es hacer bien por bien y hacer el mal por el mal, de

tal suerte, que a mi parecer la definición de justicia que se plantea en este punto es

un tanto cuanto rigorista y que deja de lado otros aspectos importantes que valdría la

pena analizar.

Esta segunda definición para Platón y para Sócrates es o parece ser que no es de

hombres que se digan sensatos, puesto que no es conforme a la verdad ya que no es

justo hacerle daño a nadie aun y cuando ese alguien nos hiciera daño.

Según las ideas de Platón, esta justicia no puede ser de nadie más que de los ricos y

poderosos, de tal suerte que, esta justicia se acomoda en cierto grado a un grupo

selecto en toda sociedad que hace Justicia solo para los que ellos quieren, y es

injusto para con aquellos que son sus enemigos o para los que no convienen a los

intereses de ese grupo.

A esto, Sócrates (idea socrática) dice, que es mayor el mal que recibe el injusto que

a quien se le comete la injusticia, y que por tal motivo no hay que devolver mal por

mal porque será mayor mal éste, que el recibir la propia injusticia y que el que

recibe la injusticia solo deberá de perdonar.

Ahora bien, encontramos una tercera definición de justicia dada por Trasímaco, que

dice “la Justicia no es otra cosa sino aquello que es ventajoso para el más fuerte”

explicando dicha definición con simples ejemplos. Entre ellos se encuentra el de los

estados, que son gobernados por los más fuertes, que hacen leyes en provecho

mismo y que en ellos la Justicia consiste en observar esas mismas Leyes y por lo

tanto la Justicia no es de nadie más que de aquel que tiene en sus manos la autoridad

traducida en el poder.

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Por lo que Platón trata de replicarle en tanto no piensa que eso que dice Trasímaco

sea Justicia, añadiendo que no sabe lo que realmente sea el hombre que gobierna,

porque este hombre no se propondrá un interés propio, sino el de sus súbditos

tratando de explicar lo que es el estado.

La idea de Trasímaco sigue siendo entonces adecuada al actuar del hombre, ya que

es cierto que el justo se hace odiar por sus amigos y allegados, porque no quiere

hacer por ellos más de lo que sea equitativo. De tal suerte que los débiles serán los

más justos y los injustos los más fuertes (por que pueden cometer las injusticias sin

que nadie les diga nada, y por duro que nos pudiera parecer esto es lo que se ve en la

vida cotidiana.

Es decir, que la Justicia es la ética de los débiles, o como diría Nietzsche que la

Justicia es la moral de los esclavos.

Otro ejemplo que se comenta en el diálogo es el hecho de que los ladrones vulgares

cuando son atrapados, son castigados con todo el rigor de la ley según el delito que

cometieron, pero un tirano que se ha hecho dueño y señor de los bienes, en lugar de

recibir su castigo aplicándole la Ley, se le premia o simplemente no se le reconoce

tal o cual crimen.

En resumen de lo anterior, diremos que las personas que desean que se haga o se

aplique la Justicia no es por temor de cometerla o por el bien de quien se cometa,

sino por el temor de sufrirla en sí mismo o para con los suyos.

Más adelante encontramos que para Platón la justicia se encuentra en los individuos

igual que en la sociedad, siendo más fácil encontrar la justicia en la sociedad que en

los individuos. Derivado del problema que existe entre la sociedad y el individuo

que permanece en ellos, ya que el hombre no es tan individual y no se encuentra tan

aislado del resto (son politicón / ser social por naturaleza) porque en alguna medida

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se encuentra hecho a imagen y semejanza de su comunidad y que visto desde la

lectura de Hegel nadie puede pasar por encima del espíritu del pueblo. Y por lo tanto

se debe de partir de la sociedad para encontrar la justicia o su significado.

Así es como en el dialogo encontramos el estudio o la indagación que hace Platón

sobre el origen de la sociedad humana, de tal suerte que explica el por qué es mejor

vivir una vida justa que una vida injusta, diciendo que es tan simple como que nadie

puede abastecerse por sí mismo y que se tiene la necesidad o se necesita del otro o

de muchos, incluso de muchas cosas (teoría naturalista). En este orden de ideas,

Platón entiende a la naturaleza como el lugar de donde se nace o como se nace, de

tal suerte que todos nacemos con diferentes aptitudes. Haciéndonos nuestras

necesidades iguales entre sí (las naturales), pero nuestras aptitudes nos diferencian, y

por lo tanto como decía Sócrates, cada quien debe dedicarse a lo que le conviene

(pudiendo ser éste el principio de que cada quien haga lo que le corresponde), es

decir, que cada quien produce lo mejor cuando para ello es lo más apto y es aquí el

punto en donde se entrelaza el concepto de que el hombre es un ser social por

naturaleza, por la necesidad del otro para cubrir sus propias necesidades.

La necesidad de los hombres es la natural y esta necesidad natural es la creada por el

hombre mismo, de tal suerte que el hombre crea sus necesidades y es naturaleza de

él hacerlo.

Y partiendo de esta naturaleza del hombre, no existe razón alguna para que exista

injusticia, ya que la sociedad realizará sus actividades como debe ser y por lo tanto

todo funcionará adecuadamente.

Entonces tenemos que la injusticia nace por el hecho de que el hombre no hace lo

que debe hacer por la misma necesidad que se crea de esa naturaleza humana y por

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atender a ella y no a sus necesidades naturales. A estas necesidades naturales creadas

del hombre, Platón las llamo "vicios" como motivos de la injusticia.

Ya que si una persona desarrolla o expresa odio, envidia u otro vicio se volcará

desmedidamente a realizar actos que vayan en contra de lo justo y con ello

violentará el orden en la Polis o en la sociedad, todo por alcanzar u obtener su

necesidad creada.

Por ello pensó en la idea del estado perfecto, idea que sigue desarrollando más

adelante describiendo en primer término lo que es un Estado sano y un Estado

enfermo.

Destacando que la educación podría ser lo más importante para poder tener un

estado justo en donde cada quien hiciera lo que le corresponde o lo que debe hacer,

y por lo tanto esto sería justicia para Platón, ya que todo llevaría un orden y nadie

realizaría actos que fueran en contra de este orden.

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LA REPÚBLICA

Platón

COLOQUIO SEGUNDO

Esto, amigos míos, me parece muy bien dicho. Pues verdaderamente debéis de tener

algo divino en vosotros si, no estando persuadidos de que la injusticia sea preferible

a la justicia, sois empero capaces de defender de tal modo esa tesis. Yo estoy seguro

de que en realidad no opináis así, aunque tengo que deducirlo de vuestro modo de

ser en general, pues vuestras palabras me harían desconfiar de vosotros y cuanto más

creo en vosotros, tanto más grande es mi perplejidad ante lo que debo responder. En

efecto, no puedo acudir en defensa de la justicia, pues me considero incapaz de tal

cosa, y la prueba es que no me habéis admitido lo que dije a Trasímaco creyendo

demostrar con ello la superioridad de la justicia sobre la injusticia; pero, por otra

parte, no puedo renunciar a defenderla, porque temo que sea incluso una impiedad el

callarse cuando en presencia de uno se ataca a la justicia y no defenderla mientras

queden alientos y voz para hacerlo. Vale más, pues, ayudarle de la mejor manera

que pueda.

Entonces Glaucón y los otros me rogaron que en modo alguno dejara de defenderla

ni me desentendiera de la cuestión, sino al contrario, que continuase investigando en

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qué consistían una y otra y cuál era la verdad acerca de sus respectivas ventajas. Yo

les respondí lo que a mí me parecía:

-La investigación que emprendemos no es de poca monta; antes bien, requiere, a mi

entender, una persona de visión penetrante. Pero como nosotros carecemos de ella,

me parece -dije- que lo mejor es seguir en esta indagación el método de aquel que,

no gozando de muy buena vista, recibe orden de leer desde lejos unas letras

pequeñas y se da cuenta entonces de que en algún otro lugar están reproducidas las

mismas letras en tamaño mayor y sobre fondo mayor también. Este hombre

consideraría una feliz circunstancia, creo yo, la que le permitía leer primero estas

últimas y comprobar luego si las más pequeñas eran realmente las mismas.

-Desde luego -dijo Adimanto-. Pero ¿qué semejanza adviertes, Sócrates, entre ese

ejemplo y la investigación acerca de lo justo?

-Yo lo lo diré -respondí-. ¿No afirmamos que existe una justicia propia del hombre

particular, pero otra también, según creo yo, propia de una ciudad entera?

-Ciertamente -dijo.

-¿Y no es la ciudad mayor que el hombre?

-Mayor -dijo.

-Entonces es posible que haya más justicia en el objeto mayor y que resulte más

fácil llegarla a conocer en él. De modo que, si os parece, examinemos ante todo la

naturaleza de la justicia en las ciudades y después pasaremos a estudiarla también en

los distintos individuos intentando descubrir en los rasgos del menor objeto la

similitud con el mayor.

-Me parece bien dicho -afirmó él.

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-Entonces -seguí-, si contempláramos en espíritu cómo nace una ciudad, ¿podríamos

observar también cómo se desarrollan con ella la justicia a injusticia?

-Tal vez -dijo.

-¿Y no es de esperar que después de esto nos sea más fácil ver claro en lo que

investigamos?

-Mucho más fácil.

-¿Os parece, pues, que intentemos continuar? Porque creo que no va a ser labor de

poca monta. Pensadlo, pues.

-Ya está pensado -dijo Adimanto-. No dejes, pues, de hacerlo.

XI. -Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la

circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de

muchas cosas . ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades?

-Ninguna otra -contestó.

-Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad

y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos

reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y

auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?

-Así.

-Y cuando uno da a otro algo o lo toma de él, ¿lo hace por considerar que ello

redunda en su beneficio?

-Desde luego.

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-¡Ea, pues! -continué-. Edifiquemos con palabras una ciudad desde sus cimientos. La

construirán, por lo visto, nuestras necesidades.

-¿Cómo no?

-Pues bien, la primera y mayor de ellas es la provisión de alimentos para mantener

existencia y vida.

-Naturalmente.

-La segunda, la habitación; y la tercera, el vestido y cosas similares.

-Así es.

-Bueno -dije yo-. ¿Y cómo atenderá la ciudad a la provisión de tantas cosas? ¿No

habrá uno que sea labrador, otro albañil y otro tejedor? ¿No será menester añadir a

éstos un zapatero y algún otro de los que atienden a las necesidades materiales?

-Efectivamente.

-Entonces una ciudad constará, como mínimo indispensable, de cuatro o cinco

hombres.

-Tal parece.

-¿Y qué? ¿Es preciso que cada uno de ellos dedique su actividad a la comunidad

entera, por ejemplo, que el Labrador, siendo uno solo, suministre víveres a otros

cuatro y destine un tiempo y trabajo cuatro veces mayor a la elaboración de Los

alimentos de que ha de hacer participes a los demás? ¿O bien que se desentienda de

los otros y dedique la cuarta parte del tiempo a disponer para él sólo la cuarta parte

del alimento común y pase Las tres cuartas partes restantes ocupándose

respectivamente de su casa, sus vestidos y su calzado sin molestarse en compartirlos

con Los demás, sino cuidándose él solo y por sí solo de sus cosas?

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Y Adimanto contestó:

-Tal vez, Sócrates, resultará más fácil el primer procedimiento que el segundo.

-No me extraña, por Zeus -dije yo-. Porque al hablar tú me doy cuenta de que, por de

pronto, no hay dos personas exactamente iguales por naturaleza, sino que en todas

hay diferencias innatas que hacen apta a cada una para una ocupación. ¿No lo crees

así?

-Sí.

-¿Pues qué? ¿Trabajaría mejor una sola persona dedicada a muchos oficios o a uno

solamente?

-A uno solo -dljo .

-Además es evidente, creo yo, que, si se deja pasar el momento oportuno para

realizar un trabajo, éste no sale bien.

-Evidente.

-En efecto, la obra no suele, según creo, esperar el momento en que esté desocupado

el artesano; antes bien, hace falta que éste atienda a su trabajo sin considerarlo como

algo accesorio.

-Eso hace falta.

-Por consiguiente, cuando más, mejor y más fácilmente se produce es cuando cada

persona realiza un solo trabajo de acuerdo con sus aptitudes, en el momento

oportuno y sin ocuparse de nada más que de él.

-En efecto.

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-Entonces, Adimanto, serán necesarios más de cuatro ciudadanos para la provisión

de Los artículos de que hablábamos. Porque es de suponer que el labriego no se

fabricará por sí mismo el arado, si quiere que éste sea bueno, ni el bidente ni los

demás aperos que requiere la labranza. Ni tampoco el albañil, que también necesita

muchas herramientas. Y lo mismo sucederá con el tejedor y el zapatero, ¿no?

-Cierto.

-Por consiguiente, irán entrando a formar parte de nuestra pequeña ciudad y

acrecentando su población los carpinteros, herreros y otros muchos artesanos de

parecida índole.

-Efectivamente.

-Sin embargo, no llegará todavía a ser muy grande ni aunque les agreguemos

boyeros, ovejeros y pastores de otra especie con el fin de que los labradores tengan

bueyes para arar, los albañiles y campesinos puedan emplear bestias para los

transportes y los tejedores y zapateros dispongan de cueros y lana.

-Pues ya no será una ciudad tan pequeña -dijo- si ha de tener todo lo que dices.

-Ahora bien -continué-, establecer esta ciudad en un lugar tal que no sean necesarias

importaciones es algo casi imposible.

-Imposible, en efecto.

-Necesitarán, pues, todavía más personas que traigan desde otras ciudades cuanto

sea preciso.

-Las necesitarán.

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-Pero si el que hace este servicio va con las manos vacías, sin llevar nada de lo que

les falta a aquellos de quienes se recibe lo que necesitan los ciudadanos, volverá

también de vacío. ¿No es así?

-Así me lo parece.

-Será preciso, por tanto, que las producciones del país no sólo sean suficiente para

ellos mismos, sino también adecuadas, por su calidad y cantidad, a aquellos de

quienes se necesita.

-Sí.

-Entonces nuestra ciudad requiere más labradores y artesanos.

-Más, ciertamente.

-Y también, digo yo, más servidores encargados de importar y exportar cada cosa.

Ahora bien, éstos son los comerciantes, ¿no?

-Sí.

-Necesitamos, pues, comerciantes.

-En efecto.

-Y en el caso de que el comercio se realice por mar, serán precisos otros muchos

expertos en asuntos marítimos.

-Muchos, sí.

XII. -¿Y qué? En el interior de la ciudad, ¿cómo cambiarán entre sí los géneros que

cada cual produzca? Pues éste ha sido precisamente el fin con el que hemos

establecido una comunidad y un Estado.

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-Está claro -contestó- que comprando y vendiendo.

-Luego esto nos traerá consigo un mercado y una moneda como signo que facilite el

cambio.

-Naturalmente.

-Y si el campesino que lleva al mercado alguno de sus productos, o cualquier otro de

los artesanos, no llega al mismo tiempo que los que necesitan comerciar con él,

¿habrá de permanecer inactivo en el mercado desatendiendo su labor?

-En modo alguno -respondió-, pues hay quienes, dándose cuenta de esto, se dedican

a prestar ese servicio. En las ciudades bien organizadas suelen ser por lo regular las

personas de constitución menos vigorosa a imposibilitadas, por tanto, para

desempeñar cualquier otro oficio.

Éstos a tienen que permanecer allí en la plaza y entregar dinero por mercancías a

quienes desean vender algo y mercancías, en cambio, por dinero a cuantos quieren

comprar.

-He aquí, pues -dije-, la necesidad que da origen a la aparición de mercaderes en

nuestra ciudad. ¿O no llamamos así a los que se dedican a la compra y venta

establecidos en la plaza, y traficantes a los que viajan de ciudad en ciudad?

-Exactamente.

-Pues bien, falta todavía, en mi opinión, otra especie de auxiliares cuya cooperación

no resulta ciertamente muy estimable en lo que toca a la inteligencia, pero que gozan

de suficiente fuerza física para realizar trabajos penosos. Venden, pues, el empleo de

su fuerza y, como llaman salario al precio que se les paga, reciben, según creo, el

nombre de asalariados. ¿No es así?

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-Así es.

-Estos asalariados son, pues, una especie de complemento de la ciudad, al menos en

mi opinión .

-Tal creo yo.

-Bien, Adimanto; ¿tenemos ya una ciudad lo suficientemente grande para ser

perfecta?

-Es posible.

-Pues bien, ¿dónde podríamos hallar en ella la justicia y la injusticia? ¿De cuál de

los elementos considerados han tomado su origen?

-Por mi parte -contestó-, no lo veo claro, ¡oh, Sócrates! Tal vez, pienso, de las

mutuas relaciones entre estos mismos elementos.

-Puede ser -dije yo- que tengas razón. Mas hay que examinar la cuestión y no

dejarla. Ante todo, consideremos, pues, cómo vivirán los ciudadanos así

organizados. ¿Qué otra cosa harán sino producir trigo, vino, vestidos y zapatos? Se

construirán viviendas; en verano trabajarán generalmente en cueros y descalzos y en

invierno convenientemente abrigados y calzados. Se alimentarán con harina de

cebada o trigo, que cocerán o amasarán para comérsela, servida sobre juncos a hojas

limpias, en forma de hermosas tortas y panes , con los cuales se banquetearán,

recostados en lechos naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán

vino, coronados todos de flores, y cantarán laudes de los dioses, satisfechos con su

mutua compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán más

descendencia que aquella que les permitan sus recursos.

XIII. Entonces, Glaucón interrumpió, diciendo:

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-Pero me parece que invitas a esas gentes a un banquete sin companage alguno .

-Es verdad -contesté-. Se me olvidaba que también tendrán companage: sal, desde

luego; aceitunas, queso, y podrán asimismo hervir cebollas y verduras, que son

alimentos del campo. De postre les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al

fuego murtones y bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este

modo, después de haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es

natural, a edad muy avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida

similar a la de ellos .

Pero él repuso:

-Y si estuvieras organizando, ¡oh, Sócrates!, una ciudad de cerdos, ¿con qué otros

alimentos los cebarías sino con estos mismos?

-¿Pues qué hace falta, Glaucón? -pregunté.

-Lo que es costumbre -respondió-. Es necesario, me parece a mí, que, si no

queremos que lleven una vida miserable, coman recostados en lechos y puedan

tomar de una mesa viandas y postres como los que tienen los hombres de hoy día.

-¡Ah! -exclamé-. Ya me doy cuenta. No tratamos sólo, por lo visto, de investigar el

origen de una ciudad, sino el de una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso.

Pues examinando una tal ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué

modo nacen justicia a injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera

ciudad es la que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si

queréis, contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que

nos lo impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con

esa alimentación y género de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda

especie, manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas , golosinas, y todo ello de

muchas clases distintas. Entonces ya no se contará entre las cosas necesarias

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solamente lo que antes enumerábamos, la habitación, el vestido y el calzado, sino

que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado, y será preciso procurarse oro,

marfil y todos los materiales semejantes. ¿No es así?

-Sí -dijo.

-Hay, pues, que volver a agrandar la ciudad. Porque aquélla, que era la sana, ya no

nos basta; será necesario que aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes,

que ya no estarán allí para desempeñar oficios indispensables; por ejemplo,

cazadores de todas clases y una plétora de imitadores, aplicados unos a la

reproducción de colores y formas y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y

sus auxiliares, tales como rapsodos, actores, danzantes y empresarios.

También habrá fabricantes de artículos de toda índole, particularmente de aquellos

que se relacionan con el tocado femenino. Precisaremos también de más servidores.

¿O no crees que harán falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros,

cocineros y maestros de cocina?

Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos en la primera ciudad,

porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también serán necesarios. Y

asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de todas clases, si es que la

gente se los ha de comer. ¿No?

-¿Cómo no?

-Con ese régimen de vida, ¿tendremos, pues, mucha más necesidad de médicos que

antes?

-Mucha Más .

XIV -Y también el país, que entonces bastaba para sustentar a sus habitantes,

resultará pequeño y no ya suficiente. ¿No lo crees así?

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-Así lo creo -dijo.

-¿Habremos, pues, de recortar en nuestro provecho el territorio vecino, si queremos

tener suficientes pastos y tierra cultivable, y harán ellos lo mismo con el nuestro si,

traspasando los límites de lo necesario, se abandonan también a un deseo de

ilimitada adquisición de riquezas?

-Es muy forzoso, Sócrates -dije.

-¿Tendremos, pues, que guerrear como consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa

sucederá, Glaucón?

-Lo que tú dices -respondió.

-No digamos aún –seguí- si la guerra produce males o bienes, sino solamente que, en

cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen las

mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades.

-Exactamente.

-Además será preciso, querido amigo, hacer la ciudad todavía mayor, pero no un

poco mayor, sino tal que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de salir a

campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto poseen y de

aquellos a que hace poco nos referíamos.

-¿Pues qué? -arguyó él-. ¿Ellos no pueden hacerlo por sí?

-No -repliqué-, al menos si tenía valor la consecuencia a que llegaste con todos

nosotros cuando dábamos forma a la ciudad; pues convinimos , no sé si lo recuerdas,

en la imposibilidad de que una sola persona desempeñara bien muchos oficios.

-Tienes razón -dijo.

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-¿Y qué? -continué-. ¿No lo parece un oficio el del que ti combate en guerra?

-Desde luego -dijo.

-¿Merece acaso mayor atención el oficio del zapatero que el del militar?

-En modo alguno.

-Pues bien, recuerda que no dejábamos al zapatero que intentara ser al mismo

tiempo labrador, tejedor o albañil; tenía que ser únicamente zapatero para que nos

realizara bien las labores propias de su oficio; y a cada uno de los demás artesanos

les asignábamos del mismo modo una sola tarea, la que les dictasen sus aptitudes

naturales y aquella en que fuesen a trabajar bien durante toda su vida, absteniéndose

de toda otra ocupación y no dejando pasar la ocasión oportuna para ejecutar cada

obra. ¿Y acaso no resulta de la máxima importancia el que también las cosas de la

guerra se hagan como es debido? ¿O son tan fáciles que un labrador, un zapatero u

otro cualquier artesano puede ser soldado al mismo tiempo, mientras, en cambio, a

nadie le es posible conocer suficientemente el juego del chaquete o de los dados si

los practica de manera accesoria y sin dedicarse formalmente a ellos desde niño? ¿Y

bastará con empuñar un escudo o cualquier otra de las armas a instrumentos de

guerra para estar en disposición de pelear el mismo día en las filas de los hoplitas o

de otra unidad militar, cuando no hay ningún utensilio que, por el mero hecho de

tomarlo en la mano, convierta a nadie en artesano o atleta ni sirva para nada a quien

no haya adquirido los conocimientos del oficio ni tenga atesorada suficiente

experiencia?

COLOQUIO OCTAVO

I. -Muy bien. Hemos convenido, ¡oh, Glaucón!, en lo siguiente. En la ciudad que

aspire al más excelente sistema de gobierno deben ser comunes las mujeres,

comunes los hijos y la educación entera e igualmente comunes las ocupaciones de la

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paz y la guerra; y serán reyes los que, tanto en la filosofía como en lo tocante a la

milicia, resulten ser los mejores de entre ellos.

-Convenido -dijo.

-También reconocimos esta otra cosa: que, una vez hayan sido designados los

gobernantes, se llevarán a los guerreros para asentarles en viviendas como las antes

descritas, que no tengan nada exclusivo para nadie, sino sean comunes para todos. Y

además de estas viviendas dejamos arreglada, silo recuerdas, la cuestión de qué clase

de bienes poseerán.

-Sí que me acuerdo -dijo- de que consideramos necesario que nadie poseyera nada

de lo que poseen ahora los otros , sino, en su calidad de atletas de guerra y

guardianes, recibirían anualmente de los demás, como salario por su guarda, la

alimentación necesaria para ello estando, en cambio, obligados a cuidarse tanto de sí

mismos como del resto de la ciudad .

-Dices bien -respondí-. Pero, ¡ea!, ya que hemos terminado con esto, acordémonos

de dónde estábamos cuando nos desviamos hacia acá para que podamos seguir de

nuevo por el mismo camino.

-No es difícil -dijo-. En efecto, empleabas , como si ya hubieses expuesto todo lo

referente a la ciudad, poco más o menos los mismos términos que ahora , diciendo

que considerabas como buenos a la ciudad tal como la que entonces habías descrito

y al hombre semejante a ella, y eso que, según parece, podías hablar de otra ciudad y

otro hombre todavía más hermosos. En todo caso, decías que, si ésta era buena, las

demás habían de ser por fuerza deficientes. Y, en cuanto a las restantes formas de

gobierno, afirmabas , según recuerdo, que existían cuatro especies de ellas y que

valía la pena que las tomáramos en cuenta y contempláramos en sus defectos, así

como a los hombres semejantes a cada una de ellas, para que, habiendo visto a todos

éstos y convenido en cuál es el mejor y cuál el peor de ellos, investigáramos si el

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mejor es el más feliz y el peor el más desgraciado o si es otra cosa lo que ocurre . Y,

cuando te preguntaba yo que cuáles son esos cuatro gobiernos de que hablabas, en

esto te interrumpieron Polemarco y Adimanto y entonces tomaste tú la palabra en

una digresión que te ha llevado hasta aquí.

-Me lo has recordado -dije- con gran exactitud.

-Pues ahora permite, como si fueras un luchador, que te vuelva a coger en la misma

presa y, cuando yo te pregunte lo mismo, intenta decir lo que antes ibas a contestar .

-Si puedo -dije.

-Pues bien -dijo-, por mi parte estoy deseando oír cuáles son los cuatro gobiernos de

que hablabas.

-Nada cuesta decírtelo -respondí-, pues aquellos de que hablo son los que tienen

también su nombre: el tan ensalzado por el vulgo, ése de los cretenses y

lacedemonio ; el segundo en orden y segundo también en cuanto a popularidad, la

llamada oligarquía, régimen lleno de innumerables vicios; sigue a éste su contrario,

la democracia, y luego la gloriosa tiranía, que aventaja a todos los demás en calidad

de cuarta y última enfermedad del Estado. ¿O conoces alguna otra forma de

gobierno que deba ser situada en una especie claramente distinta de éstas? Porque

las dinastías y reinos venales y otros gobiernos semejantes no son, según creo, más

que formas intermedias entre unas y otras como las que pueden hallarse en no menor

cantidad entre los bárbaros que entre los griegos.

-Sí, son muchas y extrañas las que se mencionan -dijo.

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LA TIMOCRACIA

-¡Ea, pues! -dije yo-. Intentemos exponer cómo podrá nacer la timocracia de la

aristocracia. ¿O no está claro el hecho de que ningún gobierno cambia sino cuando

se produce una disensión en el seno mismo de aquella parte que ocupa los cargos, y,

por muy pequeña que sea esta parte, es imposible que se produzca ningún

movimiento mientras ella permanezca acorde ?

-Tal sucede, en efecto.

-¿Pues cómo -dije- podrá darse un movimiento en nuestra ciudad, oh, Glaucón, y por

dónde comenzarán a estar en desacuerdo los auxiliares con los gobernantes y los de

cada una de estas clases con sus propios compañeros? ¿O quieres que, como

Homero , roguemos a las Musas que nos digan «cómo surgió en un principio» la

discordia y que nos las imaginemos empleando, cual si hablaran seriamente, el

lenguaje elevado de la tragedia cuando lo que hacen es jugar y divertirse con

nosotros como con niños ?

-¿Cómo?

-Del modo siguiente. «Es difícil que haya movimientos en una ciudad así

constituida; pero, como todo lo que nace está sujeto a corrupción, tampoco ese

sistema perdurará eternamente, sino que se destruirá. Y se destruirá de esta manera :

no sólo a las plantas que crecen en la tierra, sino también a todos los seres vivos que

se mueven sobre ella les sobreviene la fertilidad o esterilidad de almas y cuerpos

cada vez que las revoluciones periódicas cierran las circunferencias de los ciclos de

cada especie, circunferencias que son cortas para los seres de vida breve y al

contrario para sus contrarios.

Ahora bien, por lo que toca a vuestra raza, aquellos a quienes educasteis para ser

gobernantes de la ciudad no podrán, por muy sabios que sean y por mucho que se

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valgan del razonamiento y los sentidos, acertar con los momentos de fecundidad o

esterilidad, sino que se les escapará la ocasión y engendrarán hijos cuando no

deberían hacerlo. Pues para las criaturas divinas existe un período comprendido por

un número perfecto; y para las humanas, otro número, que es el primero en que,

habiendo recibido tres distancias y cuatro límites los incrementos dominantes y

dominados de lo que iguala y desiguala y acrece y aminora, estos incrementos hacen

aparecer todas las cosas como acordadas y racionales entre sí. De aquello, la base

epítrita, acoplada con la péntada y tres veces acrecida, proporciona dos armonías: la

una, igual en todas sus partes, siendo éstas varias veces mayores que cien; y la otra,

equilátera en un sentido, pero oblonga, comprende cien números de la diagonal

racional de la péntada, disminuido cada uno en una unidad, o de la irracional,

disminuidos en dos, y cien cubos de la tríada. He aquí el número geométrico que de

tal modo impera todo él sobre los mejores o peores nacimientos; y cuando por

ignorancia de esto, emparejen extemporáneamente vuestros guardianes a las novias

con los novios, sus hijos no se verán favorecidos ni por la naturaleza ni por la

fortuna. De entre ellos los mejores serán designados por sus predecesores; pero, tan

pronto como hayan ocupado a su vez los cargos de sus padres, comenzarán, como

indignos que serán de ellos, por desatendernos ante todo a nosotras, a pesar de ser

guardianes, y tener en menos estima de la debida a la música en primer lugar y luego

a la gimnástica, como consecuencia de lo cual se apartarán de nosotras vuestros

jóvenes. De resultas de ello serán designadas como gobernantes personas no muy

aptas para ser guardianes ni para aquilatar las razas hesiodeas que se darán entre

vosotros : la de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro. Y, al mezclarse la férrea

con la argéntea y la broncínea con la áurea, se producirá una cierta diversidad y

desigualdad inarmónica, cosas todas que, cuando se producen, engendran siempre

guerra y enemistad en el lugar en que se produzcan. He aquí la raza de la que hay

que decir que nace la discordia dondequiera que se presente.»

-Y reconoceremos -dijo- que tienen razón en su respuesta.

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-Nada más natural -dije-, puesto que son Musas.

-¿Y qué dicen las Musas después de esto? -preguntó.

-Una vez producida la disensión -dije yo-, cada uno de los dos bandos tiró en distinta

dirección: lo férreo y broncíneo, hacia la crematística y posesión de tierras y casas,

de oro y plata; en cambio, las otras dos razas, la áurea y la argéntea, que no eran

pobres, sino ricas por naturaleza, intentaban llevar a las almas hacia la virtud y la

antigua constitución. Hubo violencias y luchas entre unos y otros y por fin un

convenio en que acordaron repartirse como cosa propia la tierra y las casas y

seguirse ocupando de la guerra y de la vigilancia de aquellos que, protegidos y

mantenidos antes por ellos en calidad de amigos libres, iban desde entonces a ser,

esclavizados, sus colonos y siervos.

-También yo creo -dijo- que es por ahí por donde empieza ese cambio.

-¿Y esa forma de gobierno -pregunté- no será un término medio entre la aristocracia

y la oligarquía?

-En efecto.

IV -Así se hará, pues, el cambio. Pero ¿cómo será el régimen que le siga? ¿No es

evidente que, por ser un término medio, imitará en algunas cosas al anterior sistema

y en otras a la oligarquía, pero teniendo algo que le sea peculiar ?

-Así es -dijo.

-En el respeto de los gobernantes y la aversión de la clase defensora de la ciudad

hacia la agricultura, oficios manuales y negocios y en la organización de comidas

colectivas y la práctica de la gimnástica y los ejercicios militares, ¿en todo esto

imitará al régimen anterior?

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-Sí.

-Y en lo de no atreverse a llevar sabios a las magistraturas por no poseer ya personas

de esa clase que sean sencillas y firmes, sino más mezcladas en su carácter, e

inclinarse hacia otros seres fogosos y más simples, más aptos para la guerra que para

la paz, y tener en gran aprecio los engaños y ardides propios de aquélla y hallarse

durante todo el tiempo en pie de guerra... ¿No serán peculiares del sistema muchos

de los rasgos semejantes a éstos?

-Sí.

-Codiciadores de riquezas -dije yo- serán, pues, los tales, como los de las

oligarquías, y adoradores feroces y clandestinos del oro y la plata, pues tendrán

almacenes y tesoros privados en que mantengan ocultas las riquezas que hayan

depositado en ellos y también viviendas muradas, verdaderos nidos particulares en

que derrocharán mucho dinero gastándolo para las mujeres o para quien a ellos se

les antoje.

-Muy cierto -dijo.

-Serán también ahorradores de su dinero, como quien lo venera y no lo posee

abiertamente, y amigos de gastar lo ajeno para satisfacer sus pasiones; y se

proporcionarán los placeres a hurtadillas, ocultándose de la ley como los niños de

sus padres, y eso por haber sido educados no con la persuasión, sino con la fuerza, y

por haber desatendido a la verdadera Musa, la que va unida al discurso y a la

filosofía, honrando en más alto grado a la gimnástica que a la música.

-Es ciertamente una mezcla de bien y mal -dijo- ese sistema de que hablas.

-Sí que es una mezcla -dije-. Pero hay en él un solo rasgo sumamente distintivo y

debido a la preponderancia del elemento fogoso: la ambición y el ansia de honores.

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LA OLIGARQUÍA

-El que sigue a aquel sistema es, según creo, la oligarquía.

-Pero ¿a qué clase de constitución -dijo- llamas oligarquía?

-Al gobierno basado en el censo -dije yo-, en el cual mandan los ricos sin que el

pobre tenga acceso al gobierno.

-Ya comprendo -dijo.

-¿Y no habrá que decir cómo se empieza a pasar de la timarquía a la oligarquía?

-Sí.

-Pues bien -dije yo-, hasta para un ciego está claro cómo se hace el cambio.

-¿Cómo?

-Aquel almacén -dije yo- que tenía cada cual lleno de riquezas, ése es el que pierde

al tal gobierno, porque comienzan por inventarse nuevos modos de gastar dinero y

para ello violentan las leyes y las desobedecen tanto ellos como sus mujeres.

-Natural -dijo.

-Luego cada cual empieza, me imagino yo, a contemplar a su vecino y a quererle

emular y así hacen que la mayoría se asemeje a ellos.

-Es natural.

-Y a partir de entonces -dije yo- avanzan cada vez más por el camino de la riqueza y,

cuanto mayor sea la estima en que tienen a ésta, tanto menor será su aprecio de la

virtud. ¿O no difiere la virtud de la riqueza tanto como si, puestas una y otra en los

platillos de una balanza, se movieran siempre en contrarias direcciones ?

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-En efecto -dijo.

-De modo que cuando en una ciudad son honrados la riqueza y los ricos, se aprecia

menos a la virtud y a los virtuosos.

-Evidente.

-Ahora bien, se practica siempre lo que es apreciado y se descuida lo que es

menospreciado.

-Tal sucede.

-Y así aquellas personas ambiciosas y amigas de honores pasan por fin a ser amantes

del negocio y la riqueza; y al rico le alaban y admiran y le llevan a los cargos,

mientras al pobre le desprecian.

-Completamente.

-Y entonces establecen una ley, verdadero mojón de la política oligárquica, en que

determinan una cantidad de dinero, mayor donde la oligarquía es más fuerte y menor

donde es más débil, y prohíben que tenga acceso a los cargos aquel cuya fortuna no

llegue al censo fijado; y esto lo logran o por la fuerza y con las armas o bien, sin

llegar a tanto, imponiendo por medio de la intimidación ese sistema político.

LA DEMOCRACIA

-Nace, pues, la democracia, creo yo, cuando, habiendo vencido los pobres, matan a

algunos de sus contrarios, a otros los destierran y a los demás les hacen igualmente

partícipes del gobierno y de los cargos, que, por lo regular, suelen cubrirse en este

sistema mediante sorteo .

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-Sí -dijo-, así es como se establece la democracia, ya por medio de las armas, ya

gracias al miedo que hace retirarse a los otros.

XI. -Ahora bien -dije yo-, ¿de qué modo se administran éstos? ¿Qué clase de sistema

es ése? Porque es evidente que el hombre que se parezca a él resultará ser

democrático.

-Evidente -dijo.

-¿No serán, ante todo, hombres libres y no se llenará la ciudad de libertad y de

franqueza y no habrá licencia para hacer lo que a cada uno se le antoje?

-Por lo menos eso dicen -contestó.

-Y, donde hay licencia, es evidente que allí podrá cada cual organizar su particular

género de vida en la ciudad del modo que más le agrade.

-Evidente.

-Por tanto este régimen será, creo yo, aquel en que de más clases distintas sean los

hombres.

-¿Cómo no?

-Es, pues, posible -dije yo- que sea también el más bello de los sistemas. Del mismo

modo que un abigarrado manto en que se combinan todos los colores, así también

este régimen, en que se dan toda clase de caracteres, puede parecer el más hermoso.

Y tal vez -seguí diciendo-habrá, en efecto, muchos que, al igual de las mujeres y

niños que se extasían ante lo abigarrado, juzguen también que no hay régimen más

bello.

-En efecto -dijo.

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-He aquí -dije yo- una ciudad muy apropiada, ¡oh, mi bendito amigo!, para buscar en

ella sistemas políticos.

-¿Por qué?

-Porque, gracias a la licencia reinante, reúne en sí toda clase de constituciones y al

que quiera organizar una ciudad, como ahora mismo hacíamos nosotros, es probable

que le sea imprescindible dirigirse a un Estado regido democráticamente para elegir

en él, como si hubiese llegado a un bazar de sistemas políticos, el género de vida que

más le agrade y, una vez elegido, vivir conforme a él.

-Tal vez no sean ejemplos lo que le falte -dijo.

-Y el hecho -dije- de que en esa ciudad no sea obligatorio el gobernar, ni aun para

quien sea capaz de hacerlo, ni tampoco el obedecer si uno no quiere, ni guerrear

cuando los demás guerrean, ni estar en paz, si no quieres paz, cuando los demás lo

están, ni abstenerte de gobernar ni de juzgar, si se te antoja hacerlo, aunque haya una

ley que te prohíba gobernar y juzgar, ¿no es esa una práctica maravillosamente

agradable a primera vista?

-Quizá lo sea a primera vista -dijo.

-¿Y qué? ¿No es algo admirable la tranquilidad con que lo toman algunas personas

juzgadas ? ¿O no has visto nunca en este régimen a hombres que, habiendo sido

condenados a muerte o destierro, no por ello dejan de quedarse en la ciudad ni de

circular, paseando y haciendo el héroe , por entre la gente, que, fingiendo no verles,

hace caso omiso de ellos?

-A muchos -dijo.

-¿Y su espíritu indulgente y nada escrupuloso, sino al contrario, lleno de desprecio

hacia aquello tan importante que decíamos nosotros cuando fundamos la ciudad,

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que, a no estar dotado de una naturaleza excepcional, no podría ser jamás hombre de

bien el que no hubiese empezado por jugar de niño entre cosas hermosas para seguir

aplicándose más tarde a todo lo semejante a ellas, y la indiferencia magnífica con

que, pisoteando todos estos principios, no atiende en modo alguno al género de vida

de que proceden los que se ocupan de política, antes bien, le basta para honrar a

cualquiera con que éste afirme ser amigo del pueblo?

-Muy generosa ciertamente -dijo.

-Estos, pues -dije-, y otros como éstos son los rasgos que presentará la democracia; y

será, según se ve, un régimen placentero, anárquico y vario que concederá

indistintamente una especie de igualdad tanto a los que son iguales como a los que

no lo son.

-Es muy conocido lo que dices -respondió.

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ARISTÓTELES: IDEALES POLÍTICOS

George H. Sabine

Aristóteles nació en 384 AC en Estagira. Era hijo de

Nicómaco, médico del rey de Macedonia. Por su padre,

adquirió un entrenamiento en anatomía. Hizo

disecciones, lo cual ilustra el método analítico que

emplea en La política. Fue alumno y seguidor de Platón.

En este par de datos hay referencias muy importantes

para comprender su filosofía. La influencia de Platón,

frente a la cual Aristóteles llega a adoptar una posición

crítica y la experiencia de la medicina, que llevan al filósofo a cuestionar las

abstracciones y sumergirse en el mundo de la diversidad de los seres naturales y la

necesidad de una observación. Una revaloración del ojo.

Aristóteles provenía de una familia de médicos. Desde ahí su cercanía con la

experiencia, con la inspección cuidadosa de los órganos vitales de los seres vivos. Se

ha visto en Aristóteles el fundador de la biología. Se cuenta que su discípulo

Alejandro Magno, en sus viajes de campaña, solía enviarle especímenes de

organismos exóticos. La ciencia política de Aristóteles parece así una extensión de

su zoología. Aristóteles observaba los bichos políticos, los clasificaba, analizaba sus

estructuras y sus cambios. Aristóteles fue un coleccionista. Su curiosidad lo llevaba

a almacenar animales, plantas, ideas, cosas. Como coleccionista, agrupaba

inteligentemente: clasificaba. Su colección es el mundo. En el terreno de la

observación política llegó a reunir 158 constituciones de otras tantas ciudades

griegas y bárbaras.

Las ciencias para Aristóteles son conocimiento de las formas. La ciencia política, el

conocimiento de las formas políticas. La concepción del mundo en Aristóteles,

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como se sabe es teleológica. Todo es determinado por sus fines. La materia es jalada

por sus metas. Hay por ello un constante movimiento, un flujo incesante hacia el fin.

Según Aristóteles todo movimiento se dirige hacia un fin. “La naturaleza es fin”

apunta en las primeras páginas de La política. O, como apunta unos párrafos más

adelante: “la naturaleza no hace nada en vano.” La naturaleza se desenvuelve desde

un estado de potencia hasta uno de acto. La ética aristotélica tiene ese mismo sello.

La bondad de las cosas no está determinada en el acto mismo sino en cuanto que

conduce al bien del hombre. “Todo arte y toda indagación, toda obra y toda elección

parecen apuntar a algún bien; por lo que el bien ha sido definido con acierto como

aquello a lo que tienden todas las cosas.” El bien se define en función de la meta. Es

la ciencia política, que no encuentra frontera con la ética, la razón que logra

aprehender el contenido del Bien. Para encontrar el criterio de bondad no puede

aislarse al hombre sino sumergirlo en su contexto natural: la sociedad. La ética y la

política son hermanas: ambas se ocupan de la “ciencia práctica de la felicidad

humana.”

¿Cuál es el fin de la vida? La felicidad responde Aristóteles. Felicidad que se

alcanza a través de la virtud. Y ésta se alcanza a través de la educación. El

entendimiento de la ética es un proceso para entrenar el juicio. Es una práctica del

sentido común. La felicidad ha de convertirse en un hábito, en una segunda

naturaleza. La virtud para Aristóteles no es innata sino producto de la educación. La

virtud es la práctica de la moderación. La valentía, por ejemplo, es la virtud que se

clava entre dos vicios: la temeridad y la cobardía. El exceso y el defecto. La virtud

está, pues, en el justo medio. Este punto no puede detectarse con herramientas

semejantes a los de las matemáticas, por ello Aristóteles no llega a proporcionar una

regla exacta para trazar las fronteras del exceso y el defecto. El filósofo de Estagira

examina las virtudes de la valentía, la templanza, la liberalidad, la magnificencia, la

grandeza de alma, el buen carácter o benevolencia, la disposición afable en

compañía, el ingenio y la modestia. Aristóteles también enfatiza que la moralidad de

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los actos depende de su carácter voluntario. Sólo las acciones voluntarias pueden ser

alabadas o culpadas. Una acción no es voluntaria cuando se efectúa en situaciones

de compulsión o de ignorancia. La compulsión cubre los casos en que el agente no

es realmente un agente. ¿Cómo nace el Estado? Ese es uno de los grandes temas de

la filosofía política. Ya veíamos que para Platón el Estado podría nacer de una hoja

en blanco, como germinación de la inteligencia. Para entender la verdadera

naturaleza del Estado, plantea Aristóteles, es importante descomponer esa compleja

estructura en sus partes: del individuo al barrio, del barrio a la polis. La conclusión

es clave: el Estado no es artefacto, no es ni puede ser la invención de nadie; es el

desarrollo de la naturaleza. Los hombres no pueden ser artificialmente segregados

de la comunidad, puesto que son criaturas naturalmente destinadas a la vida política.

Es la necesidad no la voluntad la que causa el Estado. La polis es una necesidad del

hombre ya que no es una criatura que pueda satisfacerse a sí misma. Para satisfacer

sus necesidades lleva el sello de un instinto que lo empuja hacia la sociabilidad. La

felicidad no puede alcanzarse en soledad. La humanidad no puede alcanzarse en

soledad. De ahí la famosa formulación aristotélica: “el hombre es por naturaleza un

hombre político.” Quien carece de ciudad está por debajo o por encima del hombre.

Puede ser bestia o dios. Nunca un hombre.

La ciudad es una de las cosas que existen por naturaleza, y que el hombre es por

naturaleza un animal político; y resulta también que quien por naturaleza y no por

casos de fortuna carece de ciudad está por debajo o por encima de lo que es el

hombre.

El signo de la politicidad del hombre es la palabra. Puede haber otros animales

gregarios, sólo el hombre se comunica. El lenguaje: lo más humano, lo menos

individual. Producto, secreción de la comunidad quizá. Es el lenguaje lo que

distingue al animal político de las bestias. La palabra deslinda bien del mal, lo justo

y lo injusto. Y esa percepción constituye la familia y la ciudad. Es importante insistir

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en el planteamiento aristotélico. La polis no se forma con individuos: Es la polis la

constituye al hombre. La ciudad es anterior a la familia y a cada uno de nosotros,

dice. “El todo, en efecto es necesariamente anterior a la parte. Destruido el todo

corporal no habrá ni pie ni mano a no ser en sentido equívoco, como cuando se

habla de una mano de piedra; algo semejante será la mano de un cuerpo en

corrupción.” El individuo no se basta, requiere de la colectividad para ser.

Aristóteles atribuye al diseño natural la estructura social. Hay, pues, hombres

nacidos para mandar y hombres nacidos para ser mandados. No es la convención, no

es la voluntad la que acomoda a los hombres en el plano social. La naturaleza

manda. De la desigualdad en el trabajo Aristóteles asumió una desigualdad en la

condición humana.

El libre manda al esclavo, el macho a la hembra y el varón al niño, aunque de

diferente manera; y todos ellos poseen las mismas partes del alma aunque su

posesión sea de diferente manera. El esclavo no tiene en absoluto la facultad

deliberativa; la hembra la tiene, pero ineficaz, y el niño la tiene, pero imperfecta. De

aquí que quien manda deba poseer en grado de perfección la virtud intelectual (pues

su función, considerada absolutamente, es la del arquitecto, y el pensamiento es

arquitecto), y cada uno de los demás en el grado que le corresponda.

Para una vida feliz es necesario asegurar el sustento material y para ello es

indispensable que existan gentes que se concentren plenamente a la satisfacción de

las necesidades materiales y que abandonen, por lo tanto, cualquier esperanza para el

ocio. Y es ese tiempo el espacio para la práctica de la virtud y la participación

política. Los esclavos se convierten así en herramientas a disposición de los

ciudadanos. Son “cosas animadas.” El ciudadano es el hombre que participa

alternativamente en el gobierno y en el ser gobernado. Un hombre que tiene el

derecho de asistir a la asamblea y formar parte de los tribunales. Quienes carecen del

tiempo necesario para dedicarse a estas labores están, pues, excluidos. El ciudadano

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que, como hemos visto es porción subordinada de la ciudad, ha de estar en sintonía

con su comunidad. Así se plantea en el segundo capítulo del Libro Tercero si es la

misma virtud la del hombre bueno y la del buen ciudadano. Si hay diversos arreglos

comunitarios, la virtud del ciudadano debe estar en consonancia con su

‘constitución.’ Concluye Aristóteles:

Es evidente, por tanto, que quien es buen ciudadano puede no poseer la virtud por la

que se dice hombre de bien.

Se encuentra en esta cápsula una señal del futuro: la moral política y la moral

ordinaria caminan por caminos distintos. Hay aquí, pues, un adelanto discreto pero

evidente del maquiavelismo. No se han separado totalmente, están conectados pero

apuntan a rumbos diferentes. Una de las herencias más perdurables de la Política es

la clasificación de las formas de gobierno. Aristóteles estableció un doble criterio

clasificatorio. Por una parte dividió los gobiernos según un criterio cualitativo: si

atienden al interés colectivo o no. Después planteó un criterio cuantitativo: si

gobierna uno, varios o muchos. De esta forma llegó a la siguiente tipología.

1. Formas puras. Son aquellas que practican la justicia. Monarquía: gobierno

ejercido por una sola persona en beneficio colectivo Aristocracia: gobierno

ejercido por una minoría selecta (los mejores) en beneficio colectivo

Democracia: gobierno ejercido por la mayoría de los ciudadanos en beneficio

de la comunidad.

2. Formas impuras. Son aquellas formas corrompidas o degeneradas que

solamente toman en cuenta el interés de los gobernantes. Tiranía: el gobierno

de una persona en su propio beneficio. Oligarquía: gobierno de una minoría

en perjuicio de la mayoría Demagogia: el gobierno de la mayoría que oprime

a las minorías.

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De ese cuadro sigue la pregunta sobre la mejor forma de gobierno. Pero el

acercamiento de Aristóteles a las cosas políticas lo conduce a matizar la pregunta.

No se puede hablar de una forma ideal de gobierno sin atender a las circunstancias.

“No se ha de considerar sólo la constitución mejor, sino también la que es posible.”

Y la mejor forma de gobierno se debe adaptar a tiempo y sitio. Es por ello que el

filósofo debe ser juicioso: conocer lo que puede prosperar políticamente dentro de

un escenario dado. No ha de fantasear sobre la más hermosa política imaginable sino

la forma política aplicable a la circunstancia. Aristóteles formula la pregunta clásica:

¿cuál será la mejor forma de asociación política? El discípulo de Platón no aspira ya

a la ciudad utópica sino a una organización posible a partir de los datos que aporta la

experiencia. Con esta idea en mente, Aristóteles penetra en territorios sociológicos.

Es indispensable atender a la estructura de clases para comprender la dinámica

interna de las ciudades. La influencia de estos grupos es determinante. Quien quiera

entender la política ha de ver la sociedad y, en particular, la estructura de la

propiedad. Para Aristóteles la propiedad tiene una dimensión moral. El análisis se

complica, como advierte Sabine. Primero la distinción entre política y ética (virtud

ciudadana, virtud del hombre), luego estructura política y estructura social.

La diferencia, ya lo hemos visto tiene la absolución de la naturalidad. La ciudad se

atrofiaría con la unidad absoluta que propone el comunismo platónico. La ciudad es,

por naturaleza, pluralidad. En un mismo sentido se pronuncia sobre la estructura de

la propiedad. Una ciudad requiere un cierto grado de propiedad comunitaria. Sin

cosas en común no hay ciudad. Pero esa base comunitaria no puede abarcarlo todo.

El compartir propiedad genera conflictos. Por ello, muy aristotélicamente,

Aristóteles propone una combinación entre propiedad en común y propiedad

individual.

La ciencia política de Aristóteles se funda en descripción. Pero no se queda ahí: es

un conocimiento que debe apuntar hacia el mejoramiento de la vida política. Una

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terapia. Es por ello que el médico ha de comenzar desde el cuerpo que tiene frente a

sí. Ante el enfermo no buscará la escultura o la poesía: busca la salud. De ahí la

importancia de los órganos sociales: las clases. Buscando salud llega a la defensa de

la racionalidad de la ley y la templanza de la moderación social. La ley es la razón

desprovista de pasión, dice Aristóteles en una famosa fórmula. La imparcialidad de

la ley asigna una moralidad a las decisiones de los magistrados que de otra manera

nunca tendrían. “Ni siquiera el gobernante más sabio puede prescindir de la ley, ya

que ésta tiene una calidad impersonal que ningún hombre, por bueno que sea, puede

alcanzar.” Obedecer a la norma es obedecer a una estructura racional no a los

apetitos de algún hombre. Sin ley, el capricho. Aristóteles rechaza la analogía de su

maestro sobre la libertad del artista. El gobierno de la ley es el gobierno de la razón.

Si la razón ha de gobernar a cada hombre, debe también gobernar al gobernante. El

soberano en última instancia ha de ser la razón desapasionada, la ley.

La legalidad puede contribuir a la virtud de la ciudad. Pero no la garantiza. La

monarquía podrá ser un gobierno idóneo si se encuentra el filósofo sabio y prudente

que la sostenga y en donde una familia fuera claramente superior al resto. Pero es

muy raro que esta familia y este hombre tan claramente sobresaliente aparezca en la

ciudad. Por ello apunta que, en términos generales, la aristocracia es una mejor

forma de gobierno pues sería el mando de personas excelentes. Pero la forma más

estable de gobierno de la que se tiene noticia, según Aristóteles es aquella que es

socialmente moderada, es decir, aquella en donde predomina la clase media.

La inestabilidad de las ciudades se debe a un ánimo revolucionario que la

desigualdad cultiva. Cuando la ciudad se levanta sobre los polos de la riqueza o la

pobreza no hay estabilidad posible. Es por ello que el arreglo que debe procurarse es

aquel que no sea extremoso puesto que si se exagera la democracia o la oligarquía,

brotará la chispa revolucionaria.

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El manual aristotélico de salud política incluiría seguramente los siguientes

consejos:

a) Formar un gobierno adecuado a las circunstancias; b) Tener una ciudad lo

suficientemente grande como para bastarse a sí misma (autárquica) pero no tan

grande como para hacer impracticable el gobierno; c) Fortalecer la clase media; d)

Establecer un arreglo que combine el talento virtuoso de los ciudadanos y el trabajo

eficiente de trabajadores que satisfagan las necesidades materiales de los hombres

libres; e) Instituir un sistema en el que la ley regule las relaciones entre los hombres;

f) Establecer un buen sistema educativo que enaltezca las virtudes.

Todo esto conforma un complejo programa de moderación. Moderación por las

dimensiones de la ciudad, por atención a las circunstancias, por un clima de equidad

social y moderación moral, por la templanza del derecho, por el entrenamiento de la

virtud. Técnicas todas de moderación política.

Las revoluciones son enfermedades del cuerpo político. El estadista puede

prevenirlas si es que entiende las razones que conservan la salud de cada régimen.

Así habrá, incluso, medidas para mantener la estabilidad de la tiranía. En el Libro V

de La política, Aristóteles, da, en efecto, consejos para tiranos.

Las tiranías se conservan de dos maneras muy opuestas. Una de las cuales es la

tradicional y según ella rigen el gobierno la mayoría de los tiranos. ... Son los

mencionados antes para la conservación, en lo posible, de la tiranía: truncar a los

que sobresalen y suprimir a los orgullosos; no permitir comidas en común, ni

asociaciones, ni educación, ni ninguna cosa semejante, sino vigilar todo aquello de

donde suelen nacer los sentimientos: nobleza de espíritu y confianza; no debe

permitir la existencia de escuelas ni otras reuniones escolares, y debe procurar por

todos los medios que todos se desconozcan lo más posible a otros (pues el

conocimiento hace mayor la confianza mutua) Y debe procurar que los que residen

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en la ciudad estén siempre visibles y pasen el tiempo en sus puertas (pues así no

pasará inadvertido en absoluto lo que hacen, y se acostumbrarán a ser humildes al

estar siempre sometidos)

También las medidas de la democracia extrema son todas también propias de la

tiranía: la autoridad de las mujeres en sus casas para que delaten a los hombres, y

licencia a los esclavos por la misma razón, pues ni los esclavos ni las mujeres

conspiran contra los tiranos, y al vivir bien, necesariamente son favorables a las

tiranías y a las democracias; el pueblo, en efecto, también quiere ser un monarca.

Por eso el adulador es honrado en ambos regímenes: en las democracias el

demagogo (el demagogo es el adulador del pueblo), y entre los tiranos los que se

comportan con ellos de manera humillante, lo cual es obra de la adulación. De

hecho, por esto la tiranía es amiga de los malos, pues les agrada ser adulados, y esto

nadie que tenga un libre espíritu noble podría hacerlo, sino que las personas nobles

aman o en todo caso no adulan.

El estadista para Aristóteles, dice Sabine, está inmerso en los asuntos políticos. “No

puede modelarlos con arreglo a su voluntad, pero puede aprovechar las posibilidades

que los acontecimientos le ofrecen.”

La separación de la virtud del ciudadano y la virtud del hombre y el ánimo científico

de Aristóteles lo llevan hasta la comprensión de la dinámica política desprendida del

criterio moral. Así llega a analizar con sorprendente frialdad los medios que los

tiranos emplean para conservar su poder. Aristóteles se convierte, incluso, en

consejero de tiranos. Sugiere evitar que la sociedad se organice en su contra,

mantenerla en la ignorancia y en perpetua competencia.

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ARISTÓTELES: REALIDAD POLÍTICA

George H. Sabine

El punto de partida de la política Aristotélica es la Persona

ya que todo pensamiento político parte desde esta

concepción.

Aristóteles se centra en un análisis de la realidad, cosas

prácticas, ya que ve en los hechos y realidades (causa-

efecto) un orden lógico. La lógica es instrumental en el estudio político de

Aristóteles.

Analiza la política no solo como instrumento de poder sino que lo relaciona con

valores.

El fin o bien último al que aspira el hombre es la felicidad (eudaimonia). Y ese es

justamente el fin para el cual se constituye esa comunidad llamada pólis. La

dialéctica de las esferas de autosufiencia, en última instancia, busca congregar una

comunidad de individuos adecuados para que cada cual pueda, si quiere, ser feliz.

Es por esto que se debe entender a la ciudad vista como un todo y la comunidad

como sus partes, por lo cual es factible decir que es visto como el todo anterior a las

partes. Aquí cabe citar a Tucìdides que en 3 palabras lo definió como “andrès gar

polis” lo cual significa “son los hombres los que son la polis”.

Dichas partes (hombres) poseen una naturaleza social que está basada en tres

características principales: en primer término se trata acerca de la posesión de la

palabra, en efecto, el hombre es comunal porque es un animal que posee palabra

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racional (zoon lógon ejon). Si el hombre, a través de la palabra articulada, declara lo

justo y la justicia, por ejemplo, es para enunciar una relación entre los hombres.

En segundo término se refiere a la naturaleza del hombre que es vista como un

animal político y social, katá physin. En este punto se trata de esclarecer que la

característica social y política del hombre es por naturaleza y no por convención

humana, por lo cual la comunidad (polis) también es producto de la naturaleza.

El tercer término está vinculado con la ética, que dice relación con la percepción de

la actividad humana donde existe un respeto a la justicia, que es justamente la buena

utilización de la razón.

Estas tres características dan la concepción del zoon koinon (animal en comunidad)

y su grado máximo de civilización se denomina zoon politikon (animal político),

este ultimo va mas allá del “simple” hecho de comunidad y comunicación, esta

apuntado a la preocupación insoslayable por los asuntos públicos y políticos de la

polis. La polis entonces se entiende como el espacio público por excelencia debido a

que es el grado máximo de participación, los que participaban eran los ciudadanos y

a su vez, ciudadanos eran considerados los “seres pensantes” ya que esgrimían el

perfecto uso de la razón. El buen uso de la razón era aquel que estaba en post del

bien común y el buen uso de la justicia a través de las leyes; tomando en

consideración Justicia y Libertad como pilares de la sociedad helénica.

La polis también contaba con otras características de orden instrumental, tales como

“igualdad ante la ley” (isonomía), y la igualdad en el uso de la palabra en las

asambleas políticas (isegoría). La libertad supone la isegoría, en consecuencia la

libertad no se establece sin igualdad; la cual se resguarda en la isonomía. En el

ámbito económico, la autarquía jugaba un rol fundamental, es decir, que permite que

factores externos a la polis no afecten a la autodeterminación; reflejado en la

autonomía (en cuanto a leyes y ciudadanía).

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El ideal Aristotélico fue siempre el gobierno con arreglo a normas jurídicas y nunca

el despótico, ni siquiera en el caso de que fuese el Despotismo Ilustrado del filosofo-

rey. En consecuencia, Aristóteles acepto desde un principio el punto de vista de las

leyes, de que en todo estado bueno el soberano ultimo debe ser la Ley y no ninguna

persona.

Es por esto que libertad es vista como la posibilidad de deliberación en el total de la

polis, en donde los que no participaban (idiom) eran considerados un Dios o una

bestia.

Aristóteles, acepta la supremacía de la norma jurídica como marca distintiva del

buen gobierno y no solo como una desgraciada necesidad.

La participación del pueblo en las tareas del Estado era directa y casi todos los

cargos tenían una duración muy breve y eran designados por sorteo; a excepción de

los que requerían algunos conocimientos y aptitudes bien definidos, como, por

ejemplo, los de tesoreros y estrategos, que se cubrían por elección. Es por esto que

los valores máximos de los ciudadanos estaban dados en la virtud del saber mandar

y obedecer, porque así los ciudadanos podrían conocer el gobierno desde ambas

perspectivas. En donde el que manda debe actuar con prudencia (phronesis).

Hasta este punto se puede concluir que Hombre y Sociedad (vista como comunidad)

presentan una relación simbiótica, ya que la polis es un fin en sí misma, y es

exclusivamente ahí donde los ciudadanos pueden alcanzar la felicidad.

Aristóteles, realiza una tipología de regímenes en base a dos criterios fundamentales

que son el cuantitativo y cualitativo, en donde la relación está dada por quienes

poseen el poder (uno, pocos, muchos) y por su orientación hacia el bien común.

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Si el régimen está en manos de uno y está enfocado a la realización del bien común,

se denomina Reinado o Monarquía; y su degeneración o transgresión del bien

común se designa Tiranía.

Si el régimen está en manos de algunos y está enfocado a la realización del bien

común, se denomina Aristocracia; y su degeneración o transgresión del bien común

se designa Oligarquía.

Si el régimen está en manos de muchos y está enfocado a la realización del bien

común, se denomina Politeia o democracia recta; y su degeneración o transgresión

del bien común se designa Democracia corrupta.

Aristóteles señala que el mejor régimen es la Monarquía debido a que la toma de

decisiones recae en una sola persona, pero a la vez esta se degenera muy

rápidamente hacia el peor régimen de todos “Tiranía” el cual no está orientado hacia

el bien común y todas las riquezas son concentradas de forma individualista a

diferencia de los otros regímenes donde el bien común beneficia a pocos o a

muchos.

Es por esto que cabe señalar la relevancia que hace referencia Aristóteles sobre el

factor cuantitativo en post de los fines.

Por lo cual Aristóteles plantea para que exista la estabilidad de los regímenes es

necesario el surgimiento de una clase media (justo medio), en donde sostiene lo

vigoroso de esta clase basado en la concentración de las virtudes

(Ciudadanos virtuosos), lo cual conlleva una perspectiva equilibrada al analizar la

realidad, ya que los pertenecientes a la clase media, en teoría, no codician a los

ricos, como la vez no repudian a los más desposeídos.

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Este elemento intermedio debe ser fuerte debido a que este es el que más obedece a

la razón y hace buen uso de esta.

Cuando existe esa clase de ciudadanos, forma un grupo lo bastante grande para dar

al estado una base popular, lo bastante desinteresado para hacer responsables a los

magistrados y lo bastante selecto para evitar los males del gobierno de las masas.

En conclusión el estado surge a partir de la naturaleza social y política del hombre,

en donde el estado debe entregar todas herramientas necesarias para así poder

alcanzar sus fines y así vivir armónicamente en comunidad

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LA POLÍTICA

Aristóteles

LIBRO I

CAPÍTULO I

ORIGEN DEL ESTADO Y DE LA SOCIEDAD

Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino

en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca

hacen nada sino en vista de lo que les parece ser buen ser bueno. Es claro, por tanto,

que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más

importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las

asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama

precisamente Estado y asociación política.

No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey,

magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer que

toda la diferencia entre éstos no consiste sino en el más y el menos, sin ser

específica; que un pequeño número de administrados constituiría el dueño, un

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número mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es de

suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos

autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es

personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito,

sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.

Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio

nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo

compuesto a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes

del conjunto. Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado,

reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar

algunos principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de

hablar. En esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y seguir

atentamente su desenvolvimiento es el camino más seguro para la observación.

Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden

nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en

esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los

demás animales y en las plantas existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser

formado a su imagen.

La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos

seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y

de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus

facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta

suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.

La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la mujer y la del

esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace

se parece a los cuchillos de Delfos fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser

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no tiene más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando

sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros, la mujer y el

esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha

creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos

otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:

«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,

puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.

Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer,

son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso:

«La casa, después la mujer y el buey arador»;

Porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y

permanente es la familia, y Corondas ha podido decir de los miembros que la

componen «que comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se

calentaban en el mismo hogar».

La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que

no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la

familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores,

«han mamado la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los

primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están

aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la

autoridad real, puesto que en la familia el de más edad es el verdadero rey, y las

colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por

esto, Homero ha podido decir:

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«Cada uno por separado gobierna como señor a sus

mujeres y a sus hijos.»

En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la

común opinión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los

pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los

hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se

los representaban a imagen suya.

La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede

decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades

de la vida, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.

Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras

asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es

precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su

completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un

hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de

los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la

vez, un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un

hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive

fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un

ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse

aquellas palabras de Homero:

«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»

El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra,

porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.

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Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás

animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque

la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre

exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor,

y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir

estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida

para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre

tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal,

lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación

constituye precisamente la familia y el Estado.

No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre

cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una

vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por

una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada

del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que

realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede

decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un

mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su

superioridad sobre el individuo es que, si no se admitiera, resultaría que puede el

individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las

partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su

independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un

bruto o un dios.

La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación

política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que

cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el

último cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que

la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría

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y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la

virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del

amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla

de vida para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que constituye el

derecho.

LIBRO III

CAPÍTULO V

DIVISIÓN DE LOS GOBIERNOS

Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor

supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo,

o una minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría,

o la mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura

necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno sólo, sea el de

la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su

fin, puesto que, una de dos cosas, o los miembros de la asociación no son

verdaderamente ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el

provecho común.

Cuando la monarquía o gobierno de uno sólo tiene por objeto el interés general, se le

llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con

tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la

denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque

el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por

último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe

como denominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama

república. Estas diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior

puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una mayoría no

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puede designársela por ninguna virtud especial, si se exceptúa la virtud guerrera, la

cual se manifiesta principalmente en las masas; como lo prueba el que, en el

gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los

que tienen armas son en él ciudadanos.

Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado; la

oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La

tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la

oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el

de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general.

Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia

de cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando

observamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho

práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no

omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su

verdadera luz.

La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno sólo, que reina como señor

sobre la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la

demagogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos.

Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del

Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y,

recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría

relativamente a los ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a causa de la

superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía,

las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad

mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el

nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen

los empleos, y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en

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mayoría, son los señores. Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de constitución

que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los

pobres forman la minoría; siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que

hayamos dejado de comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política?

Pero la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la

mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en

las democracias; porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los

pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más

arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la democracia de

la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en manos de

los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las

de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que generalmente

los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la riqueza pertenece a pocos,

pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre ricos y

pobres.

Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la

demagogia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un

cierto derecho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto

punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la

igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo,

sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un

derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si

se hace abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo.

Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y partes, y ordinariamente es uno

mal juez en causa propia. El derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo

mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Moral, se concede sin

dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se

trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que

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se juzga muy mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros son

expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de

un lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en

todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen

absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo capital.

Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la

participación de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus

propiedades, y los partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón;

porque no sería equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una

tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a

la primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la asociación política tiene

por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino también su

felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre esclavos o entre otros

seres que no fueran hombres, los cuales no forman asociación por ser incapaces de

felicidad y de libre albedrío. La asociación política no tiene tampoco por único

objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones mutuas,

ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y

los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían

ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus

convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de

una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para

todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en

punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que

puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver

recíprocamente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas

que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que

la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este

título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación política

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vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose

apenas de ella por la unidad de lugar; y la ley entonces sería una mera convención; y

no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, «otra cosa que una garantía de los

derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personales

de los ciudadanos». La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento

localidades diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto;

ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad

única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí

matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación civil. O

si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos de los otros,

pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que

tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las relaciones

mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el

número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los

cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá todavía una

ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en este caso los lazos de la

sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una asociación es tal

que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga

contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la unión no

son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego,

evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la

garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio;

estas condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad exista; pero

aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación

del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de

habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma.

Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de domicilio y

sin el auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha dado lugar en los Estados a las

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alianzas de familia, a las fratrias, a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se

reúnen los ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la benevolencia,

sentimiento que arrastra al hombre a preferir la vida común; y siendo el fin del

Estado el bienestar de los ciudadanos, todas estas instituciones no tienden sino a

afianzarle. El Estado no es más que una asociación en la que las familias reunidas

por barrios deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las comodidades de la

existencia; es decir, una vida virtuosa y feliz. Y así la asociación política tiene,

ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida

común. Los que contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en

el Estado una parte mayor que los que, iguales o superiores por la libertad o por el

nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política; y mayor también que la que

corresponda a aquellos que, superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos, sin

embargo, en mérito.

Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los

pobres opiniones tan opuestas sobre el poder, no han encontrado ni unos ni otros

más que una parte de la verdad y de la justicia.

LIBRO VI

CAPÍTULO XI

TEORÍA DE LOS TRES PODERES EN CADA ESPECIE DE GOBIERNO

PODER LEGISLATIVO

Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno por uno,

remontándonos a los principios mismos en que descansan todos.

En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el legislador, si es entendido,

ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente. Una vez bien organizadas estas tres

partes, el Estado todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente

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diferenciarse sino en razón de la organización diferente de estos tres elementos. El

primero de estos tres elementos es la asamblea general, que delibera sobre los

negocios públicos; el segundo, el cuerpo de magistrados, cuya naturaleza,

atribuciones y modo de nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo

judicial.

La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la guerra, y a la

celebración y ruptura de tratados; hace las leyes, impone la pena de muerte, la de

destierro y la confiscación, y toma cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir

necesariamente uno de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el

cuerpo político, o encomendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o más

magistraturas especiales; o distribuirlas, atribuyendo unas a todos los ciudadanos y

otras a algunos solamente.

El encomendarlas a la generalidad es propio del principio democrático, porque la

democracia busca sobre todo este género de igualdad. Pero hay muchas maneras de

admitir la universalidad de los ciudadanos al goce de los derechos que se refieren a

la asamblea pública. Pueden, en primer lugar, deliberar por secciones, como en la

república de Telecles de Mileto, y no en masa. Muchas veces todos los magistrados

se reúnen para deliberar; pero como son temporales sus cargos, todos los ciudadanos

llegan a serlo cuando les llega su turno, hasta que todas las tribus y las fracciones

más pequeñas de la ciudad los han desempeñado sucesivamente. El cuerpo todo de

los ciudadanos se reúne entonces sólo para sancionar las leyes, arreglar los negocios

relativos al gobierno mismo y oír la promulgación de los decretos de los

magistrados. En segundo lugar, aun admitiendo la reunión en masa, se la puede

convocar sólo cuando se trata de alguno de estos asuntos: de la elección de

magistrados, de la sanción legislativa, de la paz o de la guerra, y de las cuentas

públicas. Se deja entonces el resto de los negocios a las magistraturas especiales,

cuyos miembros son, por otra parte, elegidos o designados por la suerte de entre la

masa de los ciudadanos. Se puede, también, reservando a la asamblea general la

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elección de los magistrados ordinarios, las cuentas públicas, la paz y las alianzas,

dejar los demás negocios, para cuya resolución son indispensables luces y

experiencia, a magistrados especialmente escogidos para conocer de ellos. Resta,

por último, un cuarto modo, según el cual la asamblea general tiene todas las

atribuciones sin excepción, y los magistrados, no pudiendo decidir nada

soberanamente, sólo tienen la iniciativa de las leyes. Este es el último grado de la

demagogia, tal como existe en nuestros días, correspondiendo, como ya hemos

dicho, a la oligarquía violenta y a la monarquía tiránica.

Estos cuatro modos posibles de asamblea general son todos democráticos.

En la oligarquía, la decisión de todos los negocios está confiada a una minoría, y

este sistema admite igualmente muchos grados. Si el censo es muy moderado, y por

lo mismo son muchos los ciudadanos que pueden inscribirse en él; si se respetan

religiosamente las leyes sin violarlas jamás; y si todo individuo incluido en el censo

tiene parte en el poder, la institución oligárquica en su principio, se convierte en

republicana por la suavidad de sus formas. Si, por el contrario, no todos los

ciudadanos pueden tomar parte en las deliberaciones, pero todos los magistrados son

elegidos y observan las leyes, el gobierno es oligárquico como el primero. Pero si la

minoría, dueña soberana de los negocios generales, se constituye por sí misma,

haciéndose hereditaria y sobreponiéndose a las leyes, tendremos necesariamente el

último grado de la oligarquía.

Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se pone en manos de

algunos magistrados, quedando encomendado a la masa de los ciudadanos el

derecho de intervenir en las cuentas generales del Estado, y estos magistrados tienen

la decisión de los demás negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por

la suerte, el gobierno es aristocrático o republicano. Si se acude a la elección para

ciertos negocios y para otros a la suerte, ya entre todos, ya entre los candidatos

incluidos en una lista, o si la elección y la suerte recaen sobre la universalidad de los

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ciudadanos, entonces el sistema es, en parte, republicano y aristocrático, y en parte,

puramente republicano.

Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la organización del cuerpo

deliberante, y cada gobierno lo organiza según las relaciones que acabamos de

indicar.

En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se cree hoy más

digno de este nombre que todos los demás, en otros términos, en la democracia en

que la voluntad del pueblo está por encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno,

en interés de las deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las

oligarquías. La oligarquía se sirve de la multa para obligar a concurrir al tribunal a

aquellos cuya presencia estima necesaria. La democracia, que da una indemnización

a los pobres que desempeñan funciones judiciales, debería seguir el mismo método

respecto de las asambleas generales. Conviene a la deliberación que tomen parte en

ella todos los ciudadanos en masa, para que se ilustre la multitud con las luces de los

hombres distinguidos y éstos aprovechen lo que por instinto sabe la multitud.

También podría tomarse un número igual de votantes por una y por otra parte,

procediéndose después a su designación por elección o por suerte. En fin, en el caso

en que el pueblo supere excesivamente en número a los hombres políticamente

capaces, podría concederse la indemnización, no a todos, sino sólo a tantos pobres

como sean los ricos, y eliminar a todos los demás.

En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos individuos de

entre la generalidad, o constituir una magistratura, que por cierto existe ya en

algunos Estados, y cuyos miembros se llaman comisarios o guardadores de las leyes.

La asamblea pública en este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos

magistrados. Este es un medio de dar a las masas voz deliberativa en los negocios,

sin que puedan atentar en lo más mínimo a la constitución. También es posible

conceder al pueblo únicamente el derecho de sancionar las disposiciones que se le

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presenten, sin que pueda decidir nunca en sentido contrario. Por último, se puede

conceder a las masas voz consultiva, dejando la decisión suprema a los magistrados.

En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al adoptado al

presente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe ser soberana cuando

absuelve y no cuando condena, debiendo recurrirse en este último caso a los

magistrados. El sistema actual es detestable; la minoría puede soberanamente

absolver; pero cuando condena, abdica de su soberanía y tiene siempre cuidado de

someter el fallo al juicio del pueblo entero.

No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero soberano del

Estado.

DEL PODER EJECUTIVO

A la cuestión de la organización de la asamblea general debe seguir la relativa a las

magistraturas. Este segundo elemento de gobierno no presenta menos variedad que

el primero desde el punto de vista del número de sus miembros, de su extensión y de

su duración. Esta duración es tan pronto de seis meses o menos, como de un año o

mayor. ¿Los poderes deben conferirse con carácter vitalicio, por largos plazos, o

según otro sistema? ¿Es preciso que un mismo individuo pueda ser reelegido

muchas veces, o podrá serlo sólo una vez, quedando para siempre incapacitado para

optar a él? Y en cuanto a la composición de las magistraturas, ¿de qué miembros se

han de componer?, ¿quién los nombrará?, ¿en qué forma se han de designar? Es

preciso conocer todas las soluciones posibles de estas diversas cuestiones, y

aplicarlas en seguida según el principio y la utilidad de los diferentes gobiernos. Por

lo pronto, es difícil precisar lo que debe entenderse por magistraturas. La asociación

política exige muchas clases de funcionarios, y sería un error considerar como

verdaderos magistrados a todos aquellos que obtienen este o aquel poder, ya sea por

elección, ya por la suerte. Los pontífices, por ejemplo, ¿no son una cosa distinta de

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los magistrados políticos? Los directores de orquestas, los heraldos, los

embajadores, ¿no son también funcionarios electivos? Pero ciertos cargos son

eminentemente políticos y obran en una esfera dada de hechos, o sobre el cuerpo

entero de los ciudadanos, como, por ejemplo, el general que manda a todos los

miembros del ejército, o sobre una porción solamente de la ciudad, como sucede con

los inspectores de mujeres o de los niños. Otras funciones pertenecen, por decirlo

así, a la economía pública; por ejemplo, la que desempeña el intendente de víveres,

que es un funcionario también electivo. Otras, en fin, son serviles, y se confían a

esclavos cuando el Estado es bastante rico para pagarles.

Por regla general, las funciones que dan derecho a deliberar, decidir y ordenar

ciertas cosas, son las que constituyen las únicas y verdaderas magistraturas. Yo me

fijo principalmente en la última condición, porque el derecho de ordenar es el

carácter realmente distintivo de la autoridad. Esto, por otra parte, importa poco, por

decirlo así, para la vida ordinaria; porque nunca se ha disputado sobre la

denominación de los magistrados, quedando así reducida la cuestión a un punto de

controversia puramente teórico.

¿Cuáles son las magistraturas esenciales a la existencia de la ciudad? ¿Cuál es su

número? ¿Cuáles aquellas que, sin ser indispensables, contribuyen, sin embargo, a

que tenga una buena organización el Estado? He aquí una serie de preguntas que

pueden hacerse con motivo de cualquier Estado, por pequeño que se le suponga. En

los grandes, cada magistratura puede y debe tener atribuciones que son propias y

peculiares de ella. Lo numeroso de los ciudadanos permite multiplicar los

funcionarios.

Entonces, ciertos empleos no son obtenidos por un mismo individuo sino mediando

largos intervalos, y a veces sólo se alcanzan una vez. No puede negarse que un

empleo está mejor desempeñado cuando la atención del magistrado se limita a un

solo objeto, en vez de extenderse a una multitud de asuntos diversos. En los

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pequeños Estados, por el contrario, es preciso centralizar las diversas atribuciones en

algunas manos; siendo los ciudadanos muy pocos, el cuerpo de los magistrados no

puede ser numeroso. ¿Cómo sería posible encontrar sustitutos? Los pequeños

Estados necesitan muchas veces las mismas magistraturas y las mismas leyes que los

grandes; sólo que en los unos los cargos recaen frecuentemente en unas mismas

manos, y en los otros esta necesidad sólo se reproduce de largo en largo tiempo.

Pero no hay inconveniente en confiar a una misma persona muchas funciones a la

vez, con tal que estas funciones no sean por su naturaleza contrarias. La escasez de

ciudadanos obliga necesariamente a multiplicar las atribuciones conferidas a cada

empleo, pudiendo entonces compararse los empleos públicos a esos instrumentos

que prestan usos distintos y que sirven al mismo tiempo de lanza y de antorcha.

Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos indispensables en todo

Estado y el de los que, sin ser absolutamente necesarios, son, sin embargo,

convenientes. Partiendo de este dato será fácil descubrir cuáles son los que se

pueden reunir sin peligro en una sola mano. También deberán distinguirse con

cuidado aquellos de que puede encargarse un mismo magistrado según las

localidades, y aquellos que en todas partes podrían reunirse sin inconvenientes. Y

así, en cuanto a policía urbana, ¿debe establecerse un magistrado especial para la

vigilancia del mercado público y otro magistrado para otro lugar, o basta un solo

magistrado para toda la ciudad? La división de las atribuciones ¿debe hacerse

teniendo en cuenta las cosas o las personas? Me explicaré: ¿es preciso que un

funcionario, por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y otros de la

inspección de las mujeres y de los niños?

Examinando el punto con relación a la constitución, puede preguntarse si la clase de

funciones es en cada sistema político diferente, o si es en todas partes idéntica. Así,

¿en la democracia, en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las

magistraturas elevadas son las mismas aunque no estén confiadas a individuos

iguales y ni siquiera semejantes? ¿No varían según los diversos gobiernos? ¿En la

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aristocracia, por ejemplo, no están en manos de las personas ilustradas; en la

oligarquía, en las de los hombres ricos; y en la democracia, en las de los hombres

libres? ¿No deben algunas magistraturas organizarse sobre estas diversas bases? ¿No

hay casos en que es bueno que sean las mismas, y casos en que es bueno que sean

diferentes? ¿No conviene que, teniendo las mismas atribuciones, sea su poder unas

veces restringido y otras muy amplio?

Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de un sistema: tal

es la de las comisiones preparatorias tan contrarias a la democracia que reclama un

senado. Ni tampoco es menos cierto que se necesitan funcionarios análogos

encargados de preparar las deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo.

Pero si estos funcionarios son pocos, la institución es oligárquica; y como los

comisarios no pueden ser nunca muchos, la institución pertenece esencialmente a la

oligarquía. Pero dondequiera que existen simultáneamente una comisión y un

senado, el poder de los comisarios está siempre por encima del de los senadores. El

senado procede de un principio democrático; la comisión, de un principio

oligárquico. El poder del senado queda también reducido a la nulidad en aquellas

democracias en que el pueblo se reúne en masa para decidir por sí mismo todos los

negocios. El pueblo toma ordinariamente este cuidado cuando es rico, o cuando con

una indemnización se retribuye su presencia en la asamblea general; entonces,

gracias al tiempo desocupado de que dispone, se reúne frecuentemente y juzga de

todo por sí mismo. La pedonomía, la gineconomía y cualquiera otra magistratura

especialmente encargada de vigilar la conducta de los jóvenes y de las mujeres son

instituciones aristocráticas y no tienen nada de populares; pues ¿cómo se va a

prohibir a las mujeres pobres salir de sus casas? Tampoco tiene nada de oligárquica;

porque ¿cómo se puede impedir el lujo a las mujeres en la oligarquía?

Pongamos aquí fin a estas consideraciones, y veamos ahora de tratar de la institución

de las magistraturas de una manera fundamental.

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Las diferencias sólo pueden recaer sobre tres términos diversos, cuyas

combinaciones deben dar todos los modos posibles de organización. Estos tres

términos son: primero, los electores; segundo, los elegibles; por último, la manera de

hacer los nombramientos. Estos términos pueden presentarse bajo tres aspectos

diferentes. El derecho de nombrar a los magistrados puede pertenecer, o a la

universalidad de los ciudadanos, o sólo a una clase especial. La elegibilidad puede

ser el derecho de todos, o un privilegio unido a la riqueza, al nacimiento, al mérito o

a cualquier otra condición; en Megara, por ejemplo, estaba reservado este derecho a

los que habían conspirado y combatido para destruir la democracia. En fin, la forma

del nombramiento puede variar desde la suerte hasta la elección. Además, pueden

combinarse estos modos de dos en dos; con lo cual quiero decir que para sus

magistraturas puede hacerse el nombramiento por una clase especial, al mismo

tiempo que para otras por la universalidad de los ciudadanos; o bien que la

elegibilidad será, respecto de unas un derecho general, al mismo tiempo que será,

respecto de otras, un privilegio; o, en fin, que para éstas serán nombrados a la suerte

los que las han de desempeñar, y para aquéllas, por elección. Cada una de estas tres

combinaciones puede ofrecer cuatro modos: primero, todos los magistrados son

tomados de la universalidad de los ciudadanos por medio de la elección; segundo,

todos los magistrados son tomados de la universalidad de los ciudadanos por medio

de la suerte; tercero y cuarto, aplicándose la elegibilidad a todos los ciudadanos a la

vez, puede verificarse esto sucesivamente por tribus, por cantones, por fratrias, de

manera que todas las clases vayan pasando por turno; quinto y sexto, o bien la

elegibilidad puede aplicarse a todos los ciudadanos en masa, adoptando uno de estos

modos para unas funciones y otro modo para otras. Por otra parte, siendo el derecho

de nombrar privilegio de ciertos ciudadanos, los magistrados pueden tomarse, y es el

séptimo modo, del cuerpo entero de ciudadanos por medio de la elección; octavo,

del cuerpo entero de ciudadanos, por medio de la suerte; noveno, de entre cierta

parte de ciudadanos, por medio de elección; décimo, de cierta porción de

ciudadanos, por medio de la suerte; undécimo, se puede nombrar para ciertas

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funciones, según la primera forma; y duodécimo, para otras según la segunda, es

decir, aplicar al cuerpo entero de los ciudadanos la elección para unas funciones, la

suerte para otras. He aquí, pues, doce modos de instituir las magistraturas, sin contar

las combinaciones compuestas.

De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la elegibilidad

para todas las magistraturas concedida a todos los ciudadanos, sea por suerte, sea

por elección; o, simultáneamente, designando para una función por suerte y para otra

por elección. Si son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino

sucesivamente, y el nombramiento ha de recaer ya en uno de la generalidad de los

ciudadanos, ya en algunos privilegiados, por suerte o por elección, o por los dos

medios al mismo tiempo; o también si para unas magistraturas se nombra de entre la

masa de ciudadanos, y otras están reservadas a ciertas clases privilegiadas, con tal

que esto se haga por los dos modos a la vez, es decir, unas por suerte y por elección

otras, la institución en todos estos casos es republicana. Si el derecho de nombrar de

entre todos los ciudadanos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se

proveen unas por suerte, otras por elección, o de ambos modos a la par, en este caso

la institución es oligárquica, siéndolo el segundo modo más que el primero. Si la

elegibilidad pertenece a todos para ciertas funciones, y sólo a algunos para otras, sea

por suerte, sea por elección, el sistema en este caso es republicano y aristocrático.

Cuando la designación y la elegibilidad están reservadas a una minoría, es un

sistema oligárquico, si no hay reciprocidad entre todos los ciudadanos, ya se emplee

la suerte o los dos modos simultáneamente; pero si los privilegiados se nombran de

entre la universalidad de ciudadanos, el sistema no es ya oligárquico. El derecho de

elección concedido a todos y la elegibilidad sólo a algunos constituyen un sistema

aristocrático.

Tal es el número de combinaciones posibles, según las especies diversas de

constitución. Podrá verse fácilmente qué sistema conviene aplicar a los diferentes

Estados, qué modo de instituciones debe adoptarse para las magistraturas y qué

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atribuciones se les debe asignar. Entiendo por atribuciones de una magistratura el

que corra una, por ejemplo, con las rentas del Estado, y otra con su defensa. Las

atribuciones pueden ser muy variadas, desde el mando de los ejércitos hasta la

jurisdicción para entender en los contratos que se celebren en el mercado público.

DEL PODER JUDICIAL

De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta hablar de los

tribunales. Seguiremos los mismos principios al hacer el estudio de sus diversas

modificaciones.

Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres puntos: su

personal, sus atribuciones, su modo de formación. En cuanto al personal, los jueces

pueden tomarse de la universalidad o sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto

a las atribuciones, los tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al

modo de formación, pueden ser creados por elección o a la suerte.

Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de tribunales. Son ocho:

primera, tribunal para entender en las cuentas y gastos públicos; segunda, tribunal

para conocer de los daños causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los

atentados contra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las demandas de

indemnización, tanto de los particulares como de los magistrados; quinta, tribunal

que ha de conocer en las causas civiles más importantes; sexta, tribunal para las

causas de homicidio; séptima, tribunal para los extranjeros. El tribunal que entiende

en las causas de homicidio puede subdividirse, según que unos mismos jueces o

jueces diferentes conozcan del homicidio premeditado o involuntario, según que el

hecho es o no confesado, aunque haya duda sobre el derecho del acusado. En el

tribunal criminal puede admitirse una cuarta subdivisión para los homicidas que

vengan a purgar su contumacia; tal es, por ejemplo, en Atenas el tribunal de los

Pozos. Por lo demás, estos casos judiciales se presentan muy raras veces, hasta en

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los Estados muy grandes. El tribunal de los extranjeros puede dividirse según que

conoce de las causas entre extranjeros y nacionales. En fin, la octava y última

especie de tribunal entenderá en todas las causas de menor cuantía, cuyo valor sea

de una a cinco dracmas o poco más. Estas causas, por ligeras que sean, deben ser

sustanciadas como las demás, y no pueden someterse a la decisión de los jueces

ordinarios.

No creemos necesario extendernos más sobre la organización de estos tribunales y

de los encargados de las causas de homicidio y de las de los extranjeros; pero

hablaremos algo de los tribunales políticos, cuya viciosa organización puede

producir tantos disturbios y revoluciones en el Estado.

Si la universalidad de los ciudadanos es apta para el desempeño de todas las

funciones judiciales, los jueces pueden ser nombrados todos por suerte o todos por

medio de la elección. Si está limitada su aptitud a algunas jurisdicciones especiales,

los jueces pueden ser nombrados unos por suerte y otros por elección. Además de

estos cuatro modos de formación, en los que figura todo el cuerpo de ciudadanos,

hay igualmente otros cuatro para el caso en que la entrada en el tribunal sea el

privilegio de una minoría. La minoría, que conoce de todas las causas, puede ser

igualmente nombrada por elección o por suerte, o también puede, a la vez, proceder

de la suerte respecto de unos asuntos y de la elección respecto de otros. En fin,

algunos tribunales, aun teniendo atribuciones en todo semejantes, pueden formarse

unos por suerte y otros por elección. Tales son los cuatro nuevos modos que

corresponden a los que acabamos de indicar.

Aún pueden combinarse de dos en dos estas diversas hipótesis. Por ejemplo, los

jueces para ciertas causas pueden tomarse de la masa de los ciudadanos, y los jueces

para otras pueden tomarse de determinadas clases, o bien pueden tomarse de ambos

modos a la vez, componiéndose los miembros de un mismo tribunal, de modo que

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salgan unos de la masa, otros de las clases privilegiadas, ya por suerte, ya por

elección, o ya por ambos modos simultáneamente.

He aquí todas las modificaciones de que es susceptible la organización judicial. Las

primeras son democráticas, porque todas ellas conceden la jurisdicción general a la

universalidad de los ciudadanos; las segundas son oligárquicas, porque limitan la

jurisdicción general a ciertas clases de ciudadanos; y las terceras, por último, son

aristocráticas y republicanas, porque admiten a la vez a la generalidad y a una

minoría privilegiada.

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NICOLÁS MAQUIAVELO

Carlos S. Fayt

Nacido en Florencia el 3 de mayo de 1469,

Maquiavelo comenzó trabajando como funcionario

y empezó a destacar cuando se proclamó la

república en Florencia en 1498. Fue secretario de

la segunda cancillería encargada de los Asuntos

Exteriores y Guerra de la república. Maquiavelo

realizó así importantes misiones diplomáticas ante

el rey francés (1504, 1510-1511), la Santa Sede (1506) y el emperador (1507-1508).

En el transcurso de sus misiones diplomáticas dentro de Italia, conoció a muchos

gobernantes italianos, y tuvo ocasión de estudiar sus tácticas políticas, en especial

las del eclesiástico y militar César Borgia, que en aquella época trataba de extender

sus posesiones en Italia central. Entre 1503 y 1506 Maquiavelo reorganizó las

defensas militares de la república de Florencia. Aunque los ejércitos mercenarios

eran habituales en aquella época, él prefirió contar con el reclutamiento de tropas del

lugar para asegurarse una defensa permanente y patriótica. En 1512, cuando los

Medici, una familia florentina, recuperó el poder en Florencia y la república se

desintegró, Maquiavelo fue privado de su cargo y encarcelado durante un tiempo por

presunta conspiración. Después de su liberación, se retiró a sus propiedades cercanas

a Florencia, donde escribió sus obras más importantes. A pesar de sus intentos por

ganarse el favor de los Medici, nunca volvió a ocupar un cargo destacado en el

gobierno. Cuando la república volvió a ser temporalmente restablecida en 1527,

muchos republicanos sospecharon de sus tendencias en favor de los Medici. Murió

en Florencia, el 21 de junio de ese mismo año.

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Sus obras fundamentales son Discursos sobre la primera década de Tito Livio, El

Príncipe, El arte de la guerra, una Historia de Florencia y un Proyecto de

Constitución para Florencia.

En Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Maquiavelo expone sus

pensamientos sobre la república romana y se muestra amante de la libertad. En El

Príncipe, en cambio, trata de la monarquía, particularmente referida a los príncipes

nuevos. Este constituye la primera teoría de cómo se adquiere, cómo se conserva y

cómo se pierde el poder. Por último, el arte de la guerra tiene indudable interés

político, porque en ella desarrolla integralmente su pensamiento sobre la necesidad

de que existan ejércitos nacionales, como instrumentos para el establecimiento y la

defensa de la unidad territorial.

Nos inclinamos a considerar El Príncipe como un llamado a la unidad italiana.

Mariano de Vedia y Mitre afirma que el pensamiento de Maquiavelo es

democrático.

El Príncipe, es una teoría del Poder. Complementariamente, una técnica acerca del

uso de la astucia y la violencia, del fraude y de la infidelidad política.

El príncipe, principal obra escrita por Nicolás Maquiavelo y uno de los más

influyentes tratados en el posterior desarrollo de la teoría o ciencia política.

Redactado en 1513, no fue publicado hasta 1532, cinco años después de haber

muerto su autor. Además de su interés histórico, constituye un interesante ejemplo

de la prosa escrita en italiano durante el siglo XVI.

A lo largo de sus 26 capítulos, Maquiavelo propuso las condiciones que habían de

caracterizar a un príncipe, entendida esta figura como la cabeza o jefe del Estado.

Pese a que en el fondo es un escrito acerca del Estado mismo (Maquiavelo llegó a

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pensar en titularlo El principado), las tesis que en él desarrollaría el escritor italiano

hicieron que finalmente prevaleciera la identificación de los conceptos Estado y

príncipe, en tanto que, de existir entre ambos alguna relación de subordinación, ésta

favorecería al alto dignatario antes que a la entidad política. Ésa es la principal idea

postulada en la obra: debe ser el príncipe quien, con su actuación, modele la esencia

de su principado.

En El príncipe quedaron establecidos algunos términos y doctrinas que, pese a las

múltiples críticas que posteriormente recibirían, han pasado a formar parte del

vocabulario político más común. Maquiavelo eximía a los gobernantes de la

sujeción a principios o normas emanadas de la moral o la ética. La justificación de

los medios empleados para la consecución de los fines deseados otorgaba a la ‘razón

de Estado’ el carácter de principio de rango superior. La obra está profundamente

determinada por el contexto histórico en que fue concebida. La atomización política

que caracterizaba a la Italia del siglo XVI devino en la necesidad de requerir la

actuación de estadistas poderosos, que

consolidaran un Estado fuerte y unificado. Por este

motivo, Maquiavelo reivindicaba al gobernante

una política exterior agresiva; la guerra debía

constituirse en instrumento básico de su política

exterior para la constitución de su principado. En

este último sentido, también reseñaba la

importancia que, en la organización de un Estado, debía tener su ejército, el cual,

para ser efectivo, tendría que estar integrado por los propios ciudadanos, y nunca por

tropas mercenarias.

El príncipe, que tuvo en César Borgia y Fernando II el Católico sus modelos

inspiradores, generó una intensa influencia desde el mismo momento de su

publicación, lo cual se comprende si se tiene en cuenta que precedió al periodo

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histórico de formación de los respectivos estados nacionales europeos. Ha sido

traducido a gran número de lenguas.

¿Es mejor ser amado que temido, o al revés? La respuesta es que sería deseable ser

ambas cosas, pero como es difícil que las dos se den al mismo tiempo, es mucho

más seguro para un príncipe ser temido que ser amado, en caso de tener que

renunciar a una de las dos'. Desde su punto de vista, el gobernante debería

preocuparse solamente del poder, y sólo debería rodearse de aquellos que le

garantizaran el éxito en sus actuaciones políticas. Maquiavelo creía que estos

gobernantes podían ser descubiertos mediante la deducción, a partir de las prácticas

políticas de la época, así como de épocas anteriores.

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MAQUIAVELO

Norberto Bobbio

Maquiavelo aborda las formas de gobierno tanto en El Príncipe como en los

Discursos sobre la primera década de Tito Livio. El primero es de política militante,

el segundo de teoría política, más separado de los acontecimientos de la época.

Según Maquiavelo: “Todos los Estados, todas las dominaciones que ejercieron y

ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados”.

El principado corresponde al reino, la república abarca tanto la aristocracia como la

democracia. Esta es la diferencia sustancial: los “varios” pueden ser pocos o

muchos, de allí que en el ámbito de las repúblicas se distingan las aristocráticas y las

democráticas; pero esta segunda distinción ya no está basada en una diferencia

esencial. Dicho de otro modo: o el poder reside en la voluntad de uno solo, y se tiene

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el principado, o el poder radica en una voluntad colectiva, que se expresa en un

colegio o en una asamblea, y se tiene la república en sus diversas formas.

Un Estado bien ordenado no puede tener más que una u otra constitución.

En la distinción neta entre principados y repúblicas no hay lugar para “los Estados

intermedios”, porque estos Estados sufren del mal que es característico de los malos

Estados: la inestabilidad. Estos Estados son inestables por la misma razón por la

cual en los partidarios del Estado mixto, como Polibio, son inestables las formas

simples, es decir, porque en ellos y no en las formas simples se produce más

fácilmente el paso de una forma a otra. Se puede sostener que no todas las

combinaciones entre las diversas formas de gobierno son buenas, es decir, son

verdaderos y propios gobiernos mixtos.

La primera distinción tratada en El Príncipe es entre principados hereditarios, en los

cuales el poder se transmite con base en una ley constitucional de sucesión, y

principados nuevos, en los que el poder es conquistado por un señor que antes de

conquistar aquel Estado no era “príncipe”.

En cuanto a los principados hereditarios, Maquiavelo dice que los hay de dos

especies: “De dos modos son gobernados los principados conocidos. El primero

consiste en serlo por su príncipe asistido de otros individuos que, permaneciendo

siempre como súbditos humildes al lado suyo, son admitidos, por gracia o por

concesión, en clase de servidores, solamente para ayudarle a gobernar. El segundo

modo como se gobierna se compone de un príncipe, asistido de barones, que

encuentran su puesto en el Estado, no por la gracia o por la concesión del

soberano, sino por la antigüedad de su familia”.

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El criterio de distinción entre estas dos especies de principados es claro: hay

príncipes que gobiernan sin intermediarios, cuyo poder es absoluto con la

consecuencia de que los súbditos son con respecto a él “siervos”, incluso aquellos

que por concesión graciosa del soberano lo ayudan como ministros; hay príncipes

que gobiernan con la intermediación de la nobleza, cuyo poder no depende del rey

sino que es originario.

En cuanto a los principados nuevos, a los que se dedica la mayor parte del libro,

Maquiavelo distingue cuatro especies de acuerdo con el diverso modo de conquistar

el poder: a) por virtud; b) por fortuna; c) por maldad (es decir por violencia), y d)

por el consenso de los ciudadanos. Estas cuatro especies se disponen en parejas

antitéticas: virtud-fortuna, fuerza-consenso. Maquiavelo entiende por virtud la

capacidad personal de dominar los acontecimientos y de realizar, incluso

recurriendo a cualquier medio, el fin deseado; por fortuna, entiende el curso de los

eventos que no dependen de la voluntad humana.

La diferencia entre los principados adquiridos por virtud y los logrados por fortuna

está en que los primeros duran más, los segundos, en los cuales el príncipe nuevo

llega más que por lo propios méritos personales por circunstancias externas

favorables, son lábiles y están destinados a desaparecer a corto tiempo.

El criterio para distinguir la buena política de la mala es el éxito; el éxito para un

príncipe nuevo se mide por su capacidad de conservar el Estado. Bueno es el tirano

que a pesar de haber conquistado el Estado mediante delitos terribles, logró

conservarlos. Mal tirano es el que logró mantener el Estado poco tiempo. Los dos

príncipes fueron crueles, pero la crueldad de uno fue usada, para los fines del

resultado, que es lo único que cuenta en política, bien, de manera útil para la

conservación del Estado; la crueldad del otro no sirvió para el único objetivo al que

un príncipe debe apegar sus acciones, que es mantener el poder.

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Una proposición de este tipo es un claro ejemplo del conocido principio

maquiavélico “el fin justicia los medios”. ¿Cuál es el fin de un príncipe? Es

mantener el poder. El juicio sobre la bondad o maldad de un príncipe no parte de los

medios que utiliza, sino solamente del resultado que, no importando los medios de

que se valga, obtiene.

Sobre las repúblicas, habla extensamente en los Discursos sobre la primera década

de Tito Livio: “Algunos de los que han escrito de las repúblicas distinguen 3 clases

de gobierno que llaman principado, notables y popular, y sostienen que los

legisladores de un Estado deben preferir el que juzguen más a propósito”

Maquiavelo plantea la sucesión de constituciones, de acuerdo con la cual toda

constitución buena degenera en la correspondiente mala, en el siguiente orden:

gobierno de uno, de pocos y de muchos.

También Maquiavelo cree que el historiador puede prever los acontecimientos

futuros a condición de que sea agudo y profundo, para poder explicar los sucesos del

pasado.

El supuesto de la formulación de leyes históricas es el reconocimiento de la

constancia de ciertas características de la naturaleza humana.

La comprensión de las leyes profundas de la historia no solamente sirve para prever

lo que sucederá, sino también, aunque parezca una contradicción, para prevenirlo, es

decir, para poner remedio al mal, si es un mal lo que la ley permite prever. La

secuencia de las 6 constituciones demuestra que todas son “perjudiciales”, no sólo

aquellas tradicionalmente malas, sino también las buenas a causa de su rápida

degeneración. Pero el hombre no sería el ser parcialmente libre que es si no fuese

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capaz, una vez descubierto el mal, de inventar un remedio. Así pues, el remedio al

fracaso de las constituciones simples existe, y es el gobierno mixto.

El objetivo que Maquiavelo se propone al elogiar el gobierno mixto es exaltar la

constitución de la república romana. Después de la expulsión de los reyes, Roma se

convirtió en una república, pero conservó la función real con la institución de los

cónsules.

Tómese en cuenta que las constituciones que no son mixtas habían sido llamadas,

poco antes, “perniciosas” y “perjudiciales”. Cuando la república romana era

aristocrática, aunque contaba con la presencia de los cónsules, no era perfecta. Sólo

con la institución de los tribunos de la plebe, que representan el elemento popular,

alcanza, junto con lo completo de la mezcla de las tres constituciones simples, la

perfección. La perfección de un gobierno mixto consiste en la capacidad de durar

por largo tiempo.

De acuerdo con tal afirmación, no es la armonía sino el conflicto, el antagonismo, lo

que establece las condiciones de la salud de los Estados y el primer requisito de la

libertad.

El gobierno mixto ya no es solamente un mecanismo institucional, es el reflejo (la

superestructuta) de una sociedad determinada: es la solución política de un problema

–el del conflicto entre las partes antagónicas- que nace en la sociedad civil.

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MAQUIAVELO

George Sabine

Aproximadamente desde el siglo XIII, la recuperación del Derecho Romano común

propició la puesta en práctica de varias teorías jurídicas contenidas, principalmente,

en el Digesto y en el Pandectas de época justinianea. Entre los más famosos

comentadores jurídicos bajomedievales se encuentran Cino de Pistoia y Bartolus de

Sassoferrato, quienes fundamentaron con sus sentencias el poder absoluto de los

monarcas. Ambos comentadores establecieron, en primer lugar, que el rey debía

reinar en su reino sin ninguna traba u oposición (Rex est imperator in regno suo),

además de ser ajeno a las leyes (Rex est solutus legis) y que la capacidad legislativa

y judicial se hallaba intrínseca a su persona (Quod principi placuit legis habet

vigorem). Como consecuencia de ello, la voluntad regia quedaba legitimada como

fuente de creación de leyes y ordenanzas de gobierno (oficio real), con una esencia

estrictamente unilateral y en la que se creaba una relación eterna y sagrada en el

binomio rey-súbdito. En España, cabe destacar la enorme labor legislativa del rey

Alfonso X el Sabio (1221-1284), que estableció la base jurídica de la futura

monarquía española absolutista mediante su labor de fijación normativa,

especialmente en el Espéculo y, naturalmente, en Las Siete Partidas.

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Sin embargo, el absolutismo tuvo a su principal teórico en la figura del italiano

Nicolás Maquiavelo, quien estableció con su obra El príncipe los presupuestos

ideológicos del absolutismo. La principal novedad del pensamiento humanista con

respecto al anterior medieval estribaba en el hecho de que la voluntad regia

absolutista era necesaria para garantizar la paz y la seguridad del pueblo, por lo que

se establecía una especie de contrato entre el rey y sus súbditos en la que estos

transferían sus derechos a cambio de las garantías sociales. Con ello se pasaron a

conformar las monarquías absolutistas de la época moderna, en la que se trataron de

abolir todos los privilegios, inmunidades y consideraciones jurídicas especiales

(como fueros o franquicias) procedentes de épocas anteriores.

Entre el siglo XVI y el siglo XVIII el desarrollo del absolutismo fue amplísimo,

especialmente en las monarquías europeas. En el plano político, el sistema de

gobierno fomentó la centralización de los estados y la unificación territorial,

apoyándose frecuentemente en sentimientos clasistas para llevar a cabo un férreo

control de los órganos de poder. En este sentido, cabe destacar los reinados de toda

la época del denominado Imperio español que, posteriormente, fueron sustituidos

por una casa real francesa paradigma del absolutismo: los Borbones. Tras la subida

al trono español de Felipe V (1700), los logros de los reyes franceses, especialmente

de Luis XIII se transplantaron al resto de países europeos, siempre bajo el prisma de

igualar la sociedad de tipo estamental en una misma obediencia.

Con la llegada del siglo XVIII, el absolutismo conoció incluso un movimiento de

renovación: el Despotismo Ilustrado. El lema "todo para el pueblo pero sin el

pueblo" definía claramente las intenciones de esta corriente, en la que se volvía a

hacer especial hincapié en el carácter contractual que definía la relación rey-súbdito

pero que no negaba la evidencia básica del poder real, como era su descendencia

divina. Además del ejemplo paradigmático del Rey Sol, Luis XIV francés, en

España destaca el gobierno de Carlos III.

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Sin embargo, ya en esta misma época comenzaron a propagarse las primeras críticas

contra este sistema, principalmente debidas a la existencia de un grupo social en

clara ascendencia, la burguesía, que no encontraba hueco en dicha política para

transformar su control económico en político. La irrupción del liberalismo acotó a

aquellas bases ideológicas contrarias a la trasnochada (según su opinión) teoría que

hacía descender el poder soberano en una deidad. Así pues, panfletos, pasquines y

sociedades contra el absolutismo comenzaron a propagarse por Europa en los

últimos años del siglo XVIII y, sobre todo, durante todo el siglo XIX. Naturalmente,

hay que citar obligatoriamente el movimiento de la Revolución francesa (1789)

como ejemplo de lucha contra el absolutismo, pese a lo cual aún siguió vigente en

casi todos los ámbitos de gobierno de la decimonovena centuria. Las luchas de los

miembros de la burguesía contrarios al absolutismo tuvieron su punto más álgido en

los años 1820, 1830 y 1848, años en los que el absolutismo fue criticado desde todas

las posiciones imaginables y que finalizaron con la deposición de tales regímenes y

sus sustitución, bien por regímenes autoritarios (fascistas o comunistas) o bien por

democracias puras (repúblicas) o monarquías constitucionales (parlamentarias, como

en el caso español).

A principios del siglo XVI, los papas fueron por fin capaces de consolidar su

autoridad política en los Estados Pontificios y convertirse por primera vez en

auténticos príncipes territoriales. Pero en aquellos mismos años, Martín Lutero hizo

del rechazo al papado parte integral de la Reforma. Con creciente vehemencia,

calificó al papa de anticristo, no tanto por su supuesta mundanidad y corrupción

como por su fracaso al no proclamar la doctrina de la justificación por la fe. En

1534, el rey Enrique VIII de Inglaterra hizo que el Parlamento le declarara cabeza de

la Iglesia de Inglaterra, quitándole al papa este derecho. Aunque los diferentes

reformadores protestantes se diferenciaban en muchos temas, todos coincidieron en

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la creencia de que el papado era una institución perniciosa, y al menos, nada

esencial.

La respuesta católica a la Reforma empezó con el papa Pablo III (1534-1549).

Procuró nombrar a hombres prestigiosos para formar el colegio cardenalicio, intentó

garantizar un papado moralmente recto en el futuro. El Concilio de Trento (1545-

1563) no consideró la misión del papa en la Iglesia, aunque formuló la mayoría de

las doctrinas y prácticas de la moderna Iglesia católica.

El centro del pensamiento de Maquiavelo lo constituye el problema político: cómo

puede constituirse un nuevo estado y cómo puede conservarse. Para la instauración

de un estado son importantes las virtudes de un individuo; para la conservación del

mismo son importantes sobre todo las cualidades (virtù) del pueblo. Pero hay que

tener presente que el concepto de virtud en Maquiavelo está muy lejos de significar

algo parecido a su homónimo cristiano. En él "virtud" tiene el significado de los

antiguos: capacidad y fuerza, la cual puede dar pie a comportamientos (justificados

según él, tratándose de política) que sin duda serían condenados por la ética

cristiana. Para conseguir el éxito, quien quiere fundar un nuevo estado deberá

emplear su fuerza y su astucia sin dejarse entorpecer por escrúpulos morales, hasta

el punto de utilizar la crueldad y el engaño para sus propios fines contra quien se

oponga a los mismos. Además, no duda en considerar que la propia religión puede

ser manipulada en favor de esos intereses, dado que la aprobación religiosa favorece

el cumplimiento de los pactos y compromisos que se han establecido en el interior

de un pueblo, disminuyendo así los litigios entre los sujetos.

El príncipe, principal obra escrita por Nicolás Maquiavelo y uno de los más

influyentes tratados en el posterior desarrollo de la teoría o ciencia política.

Redactado en 1513, no fue publicado hasta 1532, cinco años después de haber

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muerto su autor. Además de su interés histórico, constituye un interesante ejemplo

de la prosa escrita en italiano durante el siglo XVI.

A lo largo de sus 26 capítulos, Maquiavelo propuso las condiciones que habían de

caracterizar a un príncipe, entendida esta figura como la cabeza o jefe del Estado.

Pese a que en el fondo es un escrito acerca del Estado mismo (Maquiavelo llegó a

pensar en titularlo El principado), las tesis que en él desarrollaría el escritor italiano

hicieron que finalmente prevaleciera la identificación de los conceptos Estado y

príncipe, en tanto que, de existir entre ambos alguna relación de subordinación, ésta

favorecería al alto dignatario antes que a la entidad política. Ésa es la principal idea

postulada en la obra: debe ser el príncipe quien, con su actuación, modele la esencia

de su principado.

En El príncipe quedaron establecidos algunos términos y doctrinas que, pese a las

múltiples críticas que posteriormente recibirían, han pasado a formar parte del

vocabulario político más común. Maquiavelo eximía a los gobernantes de la

sujeción a principios o normas emanadas de la moral o la ética. La justificación de

los medios empleados para la consecución de los fines deseados otorgaba a la ‘razón

de Estado’ el carácter de principio de rango superior. La obra está profundamente

determinada por el contexto histórico en que fue concebida. La atomización política

que caracterizaba a la Italia del siglo XVI devino en la necesidad de requerir la

actuación de estadistas poderosos, que consolidaran un Estado fuerte y unificado.

Por este motivo, Maquiavelo reivindicaba al gobernante una política exterior

agresiva; la guerra debía constituirse en instrumento básico de su política exterior

para la constitución de su principado. En este último sentido, también reseñaba la

importancia que, en la organización de un Estado, debía tener su ejército, el cual,

para ser efectivo, tendría que estar integrado por los propios ciudadanos, y nunca por

tropas mercenarias.

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El príncipe, que tuvo en César Borgia y Fernando II el Católico sus modelos

inspiradores, generó una intensa influencia desde el mismo momento de su

publicación, lo cual se comprende si se tiene en cuenta que precedió al periodo

histórico de formación de los respectivos estados nacionales europeos. Ha sido

traducido a gran número de lenguas.

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DISCURSOS SOBRE LA PRIMERA DÉCADA DE TITO

LIVIO

Nicolás Maquiavelo

Lo que se pretende lograr con este escrito es dar cuenta de lo que Nicolás

Maquiavelo nos dice en el fragmento de sus “Discursos sobre la primera década de

Tito Livio”. Éste planteará entre dichas páginas como debe ser ordenada una

República con miras hacia la perfección, y nos explicará la importancia de que ésta

sea permanente. Nos mostrará qué es bueno y qué es malo a la hora de formar una, y

como se conforma ésta desde el origen de las ciudades. Para esto nuestro autor

recurrirá a algo que para él es de suma importancia, y que hasta el momento, no

muchos habían tomado en cuenta a la hora de ordenar una Republica: la Historia.

Maquiavelo tomará ejemplos del pasado y planteará lo importantes que estos son

para que en la actualidad, los que gobiernen, formen un Republica perfecta. El

ejemplo más paradigmático, y que asociará a la Republica más cercana a la

perfección, será Roma. Dado que la extensión de este escrito será corta, me centraré

en lo fundamental, y me limitaré ante las ejemplificaciones que nuestro autor hace

con respecto a ésta.

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En un primer lugar, Maquiavelo nos hablará de los principios de cualquier ciudad, y

de lo importantes que estos son para su porvenir. Según éste “todas las ciudades son

edificadas, o por los hombres nativos de el lugar en que se erigen, o por

extranjeros”. En el primer caso, esto sucede si muchos habitantes dispersos dentro

de un área se sienten inseguros por algún tipo de adversidad. Al tiempo de esto, se

reunirán y se pondrán al mando de un hombre cuyo liderazgo sea mayor. Así

formarán una ciudad. En el segundo caso, es cuando las ciudades son edificadas por

forasteros, o por algún hombre libre que dependa de otros.

Los fundadores, tema importante para Maquiavelo, ya que en estos se encuentra

parte importante del futuro y estabilidad de la República, deben ser virtuosos y crear

un orden nuevo para la misma, el cual tenga como mayor finalidad la permanencia

de ésta. La fortuna de la ciudad fundada “será más o menos maravillosa según

hayan sido más o menos virtuosos sus principios”. La virtud de estos se conocerá

gracias a dos señales: la elección del lugar y la ordenación de las leyes. Para

Maquiavelo la más prudente elección respecto de esto será “establecerse en lugares

fértiles, siempre que esa fertilidad se reduzca a los debidos limites mediante las

leyes”. Finalmente, éste nos destacará la importancia de que el origen de la ciudad

sea libre, esto será importante a la hora de ver una República duradera.

Seguido de todo lo anterior, nuestro autor nos hablará sobre los tipos de gobierno

que puede haber, y como a través de estos se puede llegar a un orden en la República

que nos asegure la permanencia de ésta. Según Maquiavelo hay tres clases de

gobiernos: el monárquico, el aristocrático y el popular. Estos por si mismos no

tienen cosas malas, salvo su gran facilidad para corromperse. “El principado

fácilmente se vuelve tiránico, la aristocracia con facilidad evoluciona en oligarquía,

y el gobierno popular se convierte en licencioso sin dificultad”. Planteada esta

facilidad de perversión, Maquiavelo nos mostrará como cada uno de estos

gobiernos, si funcionan por separado, caen en un infinito circulo de la corrupción.

Esto no puede ser tolerado a la hora de buscar un República permanente y libre. “De

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modo que, conociendo este defecto, los legisladores prudentes huyen de cada una de

estas en estado puro, eligiendo un tipo de gobierno que participe de todas (…)” Por

tanto, para seguir en busca de la República perfecta, nuestro autor plantea que las

constituciones de tipo mixtas son las indicadas.

Posteriormente Maquiavelo hará una defensa de Roma, y más propiamente a los

tumultos ocurridos en ella, los cuales dieron origen a los tribunos de la plebe. Todo

esto, para destacar la importancia de la creación de leyes que regularicen las

tensiones entre los hombres. Esto es importante, ya que por primera vez en el texto

podemos ver la noción de que el hombre es malo por naturaleza, y que si actúa bien,

es por necesidad. Por tanto, y dado que a menor oportunidad el hombre actúa

perversamente, se necesitan leyes que regulen a todos los hombres dentro de la

República; “las leyes los hacen buenos”. Solo así se podrá garantizar la

permanencia de ésta. Maquiavelo valorará la tención que existió entre los grandes y

el pueblo romano, ya que solo así, pueden nacer leyes que aboguen por la libertad de

ambos.

En cuanto a la libertad, y el tema siguiente que nuestro autor abordará, se sitúa justo

en la problemática de ¿dónde se resguardará la libertad, y en que manos éste

resguardo será manos perjudicial para la República? Ante esto, lo que nuestro autor

nos planteará, estará de la mano a la siguiente interrogante: ¿Dónde será mejor este

resguardo, en los que temen perder lo adquirido (los grandes) o los que quieren

adquirir (los pobres)? Para Maquiavelo, y a pesar de que piense que en ambos casos

pueden producirse problemas, es preferible que sea un resguardo dado por los que

quieren adquirir. Ya que estos tendrán menos ambición, y lucharán más propiamente

para mantener su libertad, y no para otros múltiples fines de adquirir.

Lo siguiente que tratará Maquiavelo aludirá a la posibilidad de crear un orden en la

República que pueda terminar con la enemistad entre el pueblo y el senado. Este

tema llevará rápidamente a nuestro autor a identificar dos organizaciones de

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republica que es pertinente analizar para esto: un pueblo extenso, numeroso y

poderoso como Roma, o uno menor en habitantes con estrechos límites y bien

resguardado como Esparta. En el primer caso, hay que dar lugar a tumultos y

disensiones (es inevitable), ya que sin un gran número de hombres armados no

podría perdurar la República. En el segundo caso, el cual, no tiene un gran número

de hombres, ni mayor expansión territorial, tan solo queda ver todas las maneras de

evitar la conquista y permanecer con la República. Por tanto, tales tensiones entre

bandos son mayores en el primero de los órdenes dado la cantidad de hombres que

éste contiene. A pesar de esto, Maquiavelo mostrará preferencia por el primer orden,

ya que, si una republica por necesidad debe expandirse, y es del segundo orden, lo

más probable es que llegue a ruinas. Esto no quiere decir que Maquiavelo no

identifique ciertos defectos en el primer orden.

Otro tema que destacará nuestro autor será el de la importancia de las acusaciones

públicas, las cueles tendrán dos efectos importantísimos: el primero, lograr que el

ciudadano acusado, por medio de la acusación no intente nada contra el Estado, y el

segundo, que se ofrece un camino para desfogar los humores. Por estos dos efectos,

nada puede hacer más estable a una republica que ellos. La importancia de que sea

público es fundamental, ya que si las acusaciones y problemáticas se resolvieran

solo privadamente, las garantías de justicia y libertad serian menores.

Seguido de esto, y ya habiendo mostrado que las acusaciones son positivas para la

República, destaca que las calumnias son perniciosas. Esto se debe a que las

calumnias, como no tienen pruebas que las avalen, no tienen necesidad de testigos ni

otras pruebas, de modo que cualquiera puede ser calumniado. Esto se contrapone a

las acusaciones, ya que éstas necesitan de pruebas que las avalen. Por tanto, nuestro

autor nos dirá que hay que castigar duramente a los calumniadores para mantener el

orden de la República. Las calumnias promueven divisiones, y con esto, la caída de

la misma.

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Posteriormente, y en relación a la organización de la República, nuestro autor nos

sugiere tener en cuenta que; “para organizar la republica es imprescindible estar

solo en el poder (…)”. “Es necesario que sea uno sólo aquél de cuyos métodos e

inteligencia dependa la organización de la ciudad” En cuanto a esto, Maquiavelo

hace ver su más célebre frase; “el fin justifica los medios”, ya que nos plantea, con

el ejemplo de Rómulo, que no importa el uso de violencia mientras que no sea para

estropear. Si se es prudente y virtuoso, hay que velar por la permanencia de la

republica, y si la violencia implica esto, tiene que ser usada.

Ya que sabemos que la organización de una República se sostiene bajo la unidad,

nuestro autor aborda el problema de los tiranos, y los muestra como infames y

detestables, hombres que destruyen religiones, dividen reinos y republicas, y

muchos otros adjetivos peyorativos que son contrarios al organizador que vela por el

bien de la República ante todo.

Después de esto, tratará un tema importante a la hora de lograr que una República

prevalezca: la religión. Dentro de la República es importante que haya una religión a

la cual las personas teman y obedezcan, esto ayudará a que dentro de la misma se

genere un orden más efectivo. Para los legisladores es fundamental recurrir a Dios,

ya que, de esta forma, el pueblo confiará más en los designios que estén

relacionados a éste. De una u otra forma, para que la republica se mantenga, la

religión es importante a la hora de aprovecharla como un recurso ordenador y

unificador. Nuestro autor planteará, posterior a estos planteamientos, que si se quiere

mantener una estado incorrupto, es necesario que la religión sea incorrupta, ya que si

lo es, necesariamente provoca corrupción en la República. Por último, y además de

los fines plenamente sociales y políticos, es necesario usar la religión en una de las

partes que sustenta a la República: lo militar. Lo militar debe valerse de esto para

inspirar confianza en sus combatientes, debe incentivarlos a la victoria por medio de

augurios. Estos muchas veces, si no es siempre, serán encausados para el bien y la

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permanencia, “pues este método adivinatorio no tenía otro fin que hacer que los

soldados confiasen en la victoria, y de esta confianza casi siempre nace la victoria”

Por último, Maquiavelo, nos sugerirá la problemática de dar orden nuevamente a

una ciudad corrupta. Nos plantea que cuando la materia está corrupta, es muy difícil

que algo cambie, de hecho ni siquiera buena leyes y órdenes son capaces de

devolverle a la ciudad una libertad permanente. En ocasiones puede pasar que llegué

un gran hombre que reorganice la ciudad, pero la corrupción es tal, que apenas

muere, la ciudad vuelve a corromperse. Por tanto Maquiavelo pone en gran relieve

la importancia de que la ciudad tenga un origen libre, el cual tiene que permanecer,

ya que a la mínima caída que una República tenga, el porvenir puede ser nefasto.

Así, y como último tema a tratar, Maquiavelo, a través del ejemplo de Roma, hace

hincapié en la importancia de las sucesiones que gobiernen en la República desde su

fundación. La clave de que un republica permanezca y no caiga en ruinas, es que la

virtud que posean los que gobiernen, sea equiparada a la gran virtud el fundador.

Perfectamente el que sucede a un virtuoso puede tener un gobierno estable sin

necesidad de ser virtuoso, pero es gracias a la gran virtud de su antecesor, ya que

después de éste, la República caerá. Finalmente, las ciudades bien organizadas desde

un comienzo, tienen necesariamente bueno sucesores, ya que la elección de estos, no

es por herencia, ni por engaños, sino por libre votación para el hombre más

excelente.

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EL PRÍNCIPE

Nicolás Maquiavelo

CAPÍTULO II

CUÁNTAS CLASES HAY DE PRINCIPADOS Y POR CUÁLES MEDIOS SE

ADQUIEREN

Pasaré aquí en silencio las repúblicas, a causa de que he discurrido ya largamente

sobre ellas en mis discursos acerca de la primera década de Tito Livio, y no dirigiré

mi atención más que sobre el principado. Y, refiriéndome a las distinciones que

acabo de establecer, y examinando la manera con que es posible gobernar y

conservar los principados, empezaré por decir que en los Estados hereditarios, que

están acostumbrados a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad en

conservarlos que cuando son nuevos. El príncipe entonces no necesita más que no

traspasar el orden seguido por sus mayores, y contemporizar con los

acontecimientos, después de lo cual le basta usar de la más socorrida industria, para

conservarse siempre a menos que surja una fuerza extraordinaria y llevada al exceso,

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que venga a privarle de su Estado. Pero, aun perdiéndolo, lo recuperará, si se lo

propone, por muy poderoso y hábil que sea el usurpador que se haya apoderado de

él. Ejemplo de ello nos ofreció, en Italia, el duque de Ferrara, a quien no pudieron

arruinar los ataques de los venecianos, en 1484, ni los del papa Julio, en 1510, por

motivo único de que su familia se hallaba establecida en aquella soberanía, de

padres a hijos, hacía ya mucho tiempo. Y es que el príncipe, por no tener causas ni

necesidades de ofender a sus gobernados, es amado natural y razonablemente por

éstos, a menos de poseer vicios irritantes que le tornen aborrecible. La antigüedad y

la continuidad del reinado de su dinastía hicieron olvidar los vestigios y las razones

de las mudanzas que le instalaron, lo cual es tanto más útil cuanto que una mudanza

deja siempre una piedra angular para provocar otras.

CAPÍTULO VII

DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN CON FUERZA

AJENAS O POR CASO DE BUENA FORTUNA

Los que de particulares que eran se vieron elevados al principado por la sola fortuna,

llegan a él sin mucho trabajo, pero lo encuentran máximo para conservarlo en su

poder. Elevados a él como en alas y sin dificultad alguna, no bien lo han adquirido

los obstáculos les cercan por todas partes. Esos príncipes no consiguieron su Estado

más que de uno u otro de estos dos modos: o comprándolo o haciéndoselo dar por

favor. Ejemplos de ambos casos ofrecieron entre los griegos, muchos príncipes

nombrados para las ciudades de la Iona y del Helesponto, en que Darío creyó que su

propia gloria tanto como su propia seguridad le inducía a crear ese género de

príncipes, y entre los romanos aquellos generales que subían al Imperio por el

arbitrio de corromper las tropas. Semejantes príncipes no se apoyan en más

fundamento que en la voluntad o en la suerte de los hombres que los exaltaron, cosas

ambas muy variables y desprovistas de estabilidad en absoluto. Fuera de esto, no

saben ni pueden mantenerse en tales alturas. No saben, porque a menos de poseer un

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talento superior, no es verosímil que acierte a reinar bien quien ha vivido mucho

tiempo en una condición privada, y no pueden, a causa de carecer de suficiente

número de soldados, con cuyo apego y con cuya fidelidad cuenten de una manera

segura. Por otra parte, los Estados que se forman de repente, como todas aquellas

producciones de la naturaleza que nacen con prontitud, no tienen las raíces y las

adherencias que les son necesarias para consolidarse. El primer golpe de la

adversidad los arruina, si, como ya insinué, los príncipes creados por improvisación

carecen de la energía suficiente para conservar lo que puso en sus manos la fortuna,

y si no se han proporcionado las mismas bases que los demás príncipes se habían

formado, antes de serlo.

Con relación a estos dos modos de llegar al principado, el valor o la fortuna, quiero

traer dos ejemplos que la historia de nuestra época nos suministra; son a saber: el de

Francisco Sforcia y el de César Borgia. Francisco, de simple particular que era, llegó

a ser duque de Milán, tanto por su gran valor como por los recursos que su ingenio

podía suministrarle, y, por lo mismo, conservó sin excesivo esfuerzo lo que había

adquirido con sumos afanes. César, llamado vulgarmente el duque de Valentinois,

no logró sus Estados más que por la fortuna de su padre, y los perdió apenas la

fortuna le hubo faltado, no sin hacer uso entonces de todos los medios imaginables

para retenerlos, y de practicar, para consolidarse en los principados que la fortuna y

las armas ajenas le habían procurado, cuanto puede practicar un hombre prudente y

valeroso. Ahora bien: he dicho que el que no preparó los fundamentos de su

soberanía antes de ser príncipe podría hacerlo después, poseyendo un talento

superior, aunque esos fundamentos no pueden formarse, en tal caso, más que con

muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros para el edificio. Si, pues,

se consideran los progresos del duque de Valentinois, se verá que había preparado su

dominación futura y no juzgo inútil darlos a conocer, toda vez que no me es posible

presentar lecciones más útiles a un príncipe nuevo que las acciones del segundo

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Borgia. Si sus instituciones no le sirvieron de nada, no fue culpa suya, sino de una

extremada y extraordinaria malignidad de la suerte ciega.

Alejandro VI quería elevar a su hijo el duque a un gran dominio, y veía, para ello,

fuertes dificultades en lo presente y en lo futuro. Primeramente, no sabía cómo

hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la Iglesia, y cuando volvía sus

miras hacia un Estado de la Iglesia preveía que el duque de Milán y los venecianos

no consentirían en ello, pues Faenza y Rímini, que él quería cederle ante todo,

estaban ya bajo la protección de los últimos. Veía, además, que los ejércitos de

Italia, y especialmente aquellos de que le hubiera sido dable servirse, se hallaban en

poder de los que debían temer el engrandecimiento del Papa, y mal podía fiarse de

tales ejércitos, mandados todos por los Ursinos, por los Colonnas o por allegados

suyos. Era menester, por tanto, que se turbase este orden de cosas y que se

introdujera el desorden en los Estados de Italia, a fin de que le fuera posible

apoderarse con seguridad de una parte de ellos. Y lo fue, a causa de encontrarse en

una coyuntura en que, movidos de razones particulares, habían decidido los

venecianos conseguir que los franceses volvieran otra vez a Italia. No sólo no se

opuso a ello, sino que facilitó semejante maniobra y se mostró favorable a Luis XII,

al sentenciar la disolución de su matrimonio con Juana de Francia, de suerte que

aquel monarca llegó a Italia con la ayuda de los venecianos y con el consentimiento

de Alejandro VI, y no bien hubo llegado a Milán, cuando el Papa obtuvo para él

algunas tropas para la empresa que había meditado sobre la Romaña, la cual le fue

cedida a causa de la reputación cobrada por el rey. Habiendo por fin adquirido el

duque aquella provincia, y aun derrotado a los Colonnas, quería conservarla e ir

adelante, pero se le presentaban dos obstáculos. El uno se hallaba en el ejército de

los Ursinos, de que se había servido, pero de cuya fidelidad desconfiaba, y el otro

consistía en la oposición que Francia podía hacer a ello. Por una parte, temía que le

faltasen las armas de los Ursinos, y que no sólo le impidiesen seguir conquistando,

sino que también le quitasen lo que ya había adquirido. Por otra parte, temía que el

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rey de Francia siguiera a su respecto el mismo proceder que los Ursinos. Su recelo

hacia los últimos se fundaba en que cuando, después de haber tomado a Faenza

asaltó a Bolonia, los vio obrar con tibieza. En cuanto al monarca francés,

comprendió lo que podía esperar de él cuando, después de haberse apoderado del

ducado de Urbino, atacó a Toscana, pues aquél le hizo desistir de la empresa. En

situación semejante, resolvió el duque no depender más de la fortuna y de las armas

ajenas, a cuyo efecto comenzó debilitando hasta en Roma las facciones de los

Ursinos y de los Colonnas, y ganando a cuantos nobles le eran adictos. Los hizo

gentilhombres suyos, los honró con elevados empleos y les confió, según sus

prendas personales, varios mandos o gobiernos, con que extinguió en ellos, a los

pocos meses, el espíritu de facción a que se hallaban adheridos y su afecto se volvió

por entero hacia el duque. Después de esto, aceleró la ocasión de arruinar a los

Ursinos, no sin haber dispersado antes a los partidarios de los Colonnas, que se le

tornaron favorables, y a quienes trató mejor. Habiendo advertido muy tarde los

Ursinos que el poder del duque, y el del Papa como soberano, acarreaba su ruina,

convocaron una Dieta en Magione, país de Perusa. De ello resultó contra el duque la

rebelión de Ursino, como también los tumultos de la Romaña en infinitos peligros

para él, dificultades todas que superó con el auxilio de los franceses. Luego que

hubo recuperado alguna consideración, no fiándose ya de ellos, ni de las demás

fuerzas que le eran extrañas, y no queriendo verse en la necesidad de probarlos de

nuevo, recurrió a la astucia y supo encubrir sus maniobras en grado tamaño que los

Ursinos, por mediación de Paulo, solicitaron una reconciliación. No ahorró recursos

serviciales para asegurárselos, regalándoles caballos, dinero, trajes vistosos, y ello

con tal suerte que, aprovechándose de la simplicidad de su confianza, acabó por

reducirlos a caer en su poder en Sinigaglia. Aprovechó la coyuntura para destruir a

sus jefes, convirtió a los que les seguían en otros tantos amigos de su persona y

proporcionó así una sólida base a su dominación sobre la Romaña y sobre el ducado

de Urbino, con lo cual se ganó la voluntad de todos sus pueblos, que, bajo su

gobierno, comenzaron a disfrutar de un bienestar por ellos hasta entonces

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desconocido. Y como esta parte de la vida del duque merece estudiarse, y aun

imitarse por otros príncipes, no quiero dejar de exponerla con alguna especificación.

No bien ocupó la Romaña, la halló mandada por señores inhábiles, que más habían

despojado que corregido a sus gobernados y que más habían dado motivo a

desuniones que a convergencias, por lo que en la provincia abundan los latrocinios,

las contiendas y todo linaje de desórdenes. Para remediar tamaños males estableció

en ella la paz, la hizo obediente a su príncipe, le impuso un Gobierno vigoroso, y

envió allí por presidente a Ramiro d’Orco, hombre severo y expeditivo, en quien

delegó una autoridad casi ilimitada, y que en poco tiempo restableció el sosiego en

la comarca, reconcilió a los ciudadanos divididos y proporcionó al duque una grande

consideración. Más tarde, empero, juzgó el duque que la desmesurada potestad de

Ramiro no convenía allí ya, y temiendo que se tornara muy odiosa, erigió en el

centro de la provincia un tribunal civil, presidido por un sujeto excelente, y en el que

cada ciudad tenía su defensor. Le constaba, además, que los rigores ejercidos por

Orco habían engendrado contra su propia persona sentimientos hostiles. Para

desterrarlos del corazón de sus pueblos y ganarse la plena confianza de éstos, trató

de persuadirles de que no debían imputársele a él aquellos rigores, sino al genio duro

de su ministro. Y para acabar de convencerles de ello determinó castigar al último, y

una mañana mandó dividirle en dos pedazos y mostrarle así hendido en la plaza

pública de Cesena, con un cuchillo ensangrentado y un tajo de madera al lado. La

ferocidad de espectáculo tan horrendo hizo que sus pueblos quedaran por algún

tiempo tan satisfechos como atónitos.

Pero volviendo al punto de que he partido, digo que al encontrarse el duque muy

poderoso, asegurado de los peligros de entonces en gran parte, armado en la

necesaria medida, libre de las armas, de los vecinos que podían inferirle daños, y

ansioso de continuar sus conquistas, le restaba, con todo, el temor a Francia.

Sabedor de que el rey de esta nación, que se había dado cuenta algo tardíamente de

sus propias torpezas, no permitiría que el duque se engrandeciese más, se echó a

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buscar nuevos amigos. Desde luego, tergiversó con respecto a Francia cuando las

tropas de esta nación marcharon hacia el reino de Nápoles contra el ejército español

que sitiaba a Gaeta. Su intención era asegurarse de ellas, y el acierto habría sido

rápido si Alejandro VI hubiera vivido aún.

Tales fueron sus precauciones en las circunstancias del momento. En cuanto a las

futuras temía, ante todo, que el sucesor de Alejandro VI no le fuera favorable y que

intentase arrebatarle lo que le había dado aquél. Para precaver este inconveniente ~

imaginó cuatro recursos, conviene a saber: 1) extinguir las familias de los señores a

quienes había despojado, a fin de quitar al Papa los socorros que ellos hubiesen

podido suministrarle; 2) ganarse a todos los hidalgos de Roma, para oponerlos como

freno al Pontífice, en la misma capital de sus Estados; 3) atraerse, hasta el límite de

lo posible, al sacro colegio de los cardenales; 4) adquirir, antes de la muerte de

Alejandro VI, dominio tamaño, que se hallara en estado de resistir por sí mismo al

primer asalto, cuando no existiera ya su padre. Practicados por el duque los tres

primeros recursos, tenía conseguido su fin principal, al morir el Papa, y el cuarto

estaba ejecutándolo. Había hecho perecer a cuantos pudo coger de aquellos señores

a quienes despojara, y se le escaparon pocos. Había ganado a los hidalgos de Roma

y adquirido grandísimo influjo en el sacro colegio. En cuanto a sus nuevas

conquistas, después de haber proyectado erigirse en señor de la Toscana, veía a Pisa

bajo su protección, y poseía a Perusa y a Biombino. Como tras ello no se creía

obligado a guardar más miramientos con los franceses, y de hecho no les guardaba

ninguno, por haberles despojado los españoles del reino de Nápoles, y porque unos y

otros estaban forzados a solicitar su amistad, se echaba sobre Pisa, lo cual bastaba

para que Luca y Siena le abriesen sus puertas, sea por celos contra los florentinos

(que carecían de medios para evitarlo), sea por temor de la venganza suya. Si esta

empresa le hubiera salido acertada, y si se hubiese puesto en ejecución el año en que

murió Alejandro VI, habría adquirido tan grandes fuerzas y tanta consideración que

por sí mismo se hubiera sostenido, sin depender de la fortuna y del poder ajeno, pues

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todo ello dependía ya de su dominación y de su talento. Pero Alejandro VI murió

cinco años después de haber comenzado el duque a desenvainar su espada y cuando

sólo el Estado de la Romaña estaba consolidado. Los demás permanecían vacilantes

e indecisos, hallándose, además, el duque entre dos ejércitos enemigos muy

poderosos y viéndose últimamente asaltado por una enfermedad mortal. Sin

embargo, valía tanto, poseía tanta inteligencia, sabía tan bien cómo puede ganarse o

perderse la voluntad de los hombres, y se había creado en tan poco tiempo

fundamentos tan sólidos, que si no hubiera tenido por contrarios a aquellos ejércitos

y le hubiesen ido mejor las cosas, habría triunfado de todos los demás obstáculos. La

prueba de que tales fundamentos eran buenos es perentoria, puesto que la Romaña le

aguardó sosegadamente más de un mes, y, moribundo ya, no tenía nada que temer

de Roma. Aunque los Ursinos, los Vitelis y los Vagniolis habían ido allí, no

emprendieron nada contra él. Si no pudo hacer Papa a quien quería, al menos

impidió que lo fuese aquel a quien no quería. Pero si al morir Alejandro VI hubiese

gozado de robusta salud, habría hallado facilidad para todo. El día en que Julio II fue

nombrado Papa me dijo que había calculado cuanto podía acaecer una vez muerto su

padre y hallándole anticipado remedio, pero que no había pensado en que pudiera

morir él mismo entonces.

Después de haber resumido todas las acciones del duque y de haberlas comparado

unas con otras, no me es posible condenarle, y aun me atrevo a proponerle por

modelo a cuantos la fortuna o ajenas armas elevaron a la soberanía. Con las

relevantes prendas que poseía y las profundas miras que abrigaba no podía

conducirse de diferente modo. No encontraron sus designios más impedimentos

reales que la brevedad de la vida de su progenitor y su propia enfermedad. Así, el

que en un principado nuevo necesite asegurarse de sus enemigos, ganarse amigos

repetidamente, vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse amar y temer de los

pueblos, obtener el respeto y la fidelidad de los soldados, sustituir los antiguos

estatutos por otros recientes, desembarazarse de los hombres que pueden

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perjudicarle, ser a la vez severo, agradable, magnánimo y liberal, y conservar la

amistad de los monarcas, de suerte que éstos le sirvan de buen grado, o no le

ofendan más que con mucho miramiento: el que en tal caso se halle, no encontrará

ejemplo más fehaciente que el proceder del duque, por lo menos hasta la muerte de

su padre. Su política cayó luego en graves faltas, sobre todo cuando, al ser

nombrado el sucesor de Alejandro VI, dejó el duque hacer una elección contraria a

sus intereses en la persona de Julio II. No le era posible la creación de un Papa de su

gusto, pero teniendo como tenía la facultad de impedir que éste o aquél fuesen

Papas, no debió permitir nunca que se le confiriera el Pontificado a ninguno de los

cardenales a quienes había ofendido, o que tuviesen motivo de temerle (los hombres

ofenden por miedo o por odio), y que eran, entre otros, los de San Pedro, San Jorge,

Colonna y Ascagne. Elevados una vez todos los demás al Pontificado, estaban en el

caso de temerle, excepto el cardenal de Ruán, a causa de su fuerza, puesto que

contaba con el apoyo del reino de Francia, y con los cardenales españoles, con los

que se había aliado, y a los que había hecho varios favores. Por ende, el duque debió

ante todo, conseguir que el Papa hubiera sido un español, y, a no lograrlo, debió

permitir que se eligiese al cardenal de Ruán, y no al de San Pedro. Cualquiera que

crea que los nuevos beneficios hacen olvidar a los eminentes personajes las antiguas

injurias, camina errado. De donde se infiere que, en aquella elección, el duque

cometió una falta, y tan grave, que ocasionó su ruina.

CAPÍTULO VIII

DE LOS QUE HAN LLEGADO A SER PRÍNCIPES COMETIENDO

MALDADES

Supuesto que aquel que de simple particular asciende a príncipe, lo puede hacer

todavía de otros dos modos, sin deberlo todo al valor o a la fortuna, no conviene

omita yo tratar de uno y de otro de esos dos modos, aun reservándome discurrir con

más extensión sobre el segundo, al ocuparme de las repúblicas. El primero es

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cuando un hombre se eleva al principado por una vía malvada y detestable, el

segundo cuando se eleva con el favor de sus conciudadanos. En cuanto al primer

modo, la historia presenta dos ejemplos notables: uno antiguo y otro moderno. Me

ceñiré a citarlos, sin profundizar demasiado la cuestión, porque soy de parecer que

enseñan bastante por sí solos si cualquiera estuviese en el caso de imitarlos.

El primer ejemplo es el del siciliano Agátocles, quien, habiendo nacido en una

condición, no sólo común y ordinaria, mas también baja y vil, llegó a empuñar, sin

embargo, el cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había llevado en todas las

circunstancias una conducta reprensible. Pero sus perversas acciones iban

acompañadas de tanto vigor de cuerpo y de tanta fortaleza de ánimo, que habiéndose

dedicado a la profesión de las armas, ascendió, por los diversos grados de la milicia,

hasta el de pretor de Siracusa. Luego que se vio elevado a este puesto resolvió

hacerse príncipe, y retener con violencia, sin debérselo a nadie, la dignidad que le

había concedido el libre consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse

entendido sobre el asunto con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia

con su ejército, juntó una mañana al Senado y al pueblo en Siracusa, como si tuviera

que deliberar con ellos sobre cosas importantes para la república y, dando en aquella

asamblea a los soldados la señal convenida, les mandó matar a todos los senadores y

a los ciudadanos más ricos que allí se hallaban. Librado de ambos estorbos de su

ambición, ocupó y conservó el principado de Siracusa, sin que se encendiera contra

él ninguna guerra civil. Aunque después fue dos veces derrotado, y aun sitiado, por

los cartagineses, no solamente pudo defender su ciudad, sino que, además, dejó una

parte de sus tropas custodiándola, y marchó a actuar a África con otra. De esta

suerte, en poco tiempo libró a la cercada Siracusa, y puso en tal aprieto a los

cartagineses, que se vieron forzados a tratarle de potencia a potencia, se contentaron

con la posesión de África, y le abandonaron enteramente a Sicilia. Donde se

advierte, reflexionando sobre la decisión y las hazañas de Agátocles, que nada o casi

nada puede atribuirse a la fortuna. No por el favor ajeno, como indiqué más arriba,

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sino por medio de los grados militares, adquiridos a costa de muchas fatigas y de

muchos riesgos, consiguió la soberanía, y, si se mantuvo en ella merced a multitud

de acciones temerarias, pero llenas de resolución, no cabe, ciertamente, aprobar lo

que hizo para lograrla. La traición de sus amigos, la matanza de sus conciudadanos,

su absoluta falta de religión, son, en verdad, recursos con los que se llega a adquirir

el dominio, mas nunca gloria. No obstante, si consideramos el valor de Agátocles en

la manera como arrostró los peligros y salió triunfante de ellos, y la sublimidad de su

alma en soportar y en vencer los acontecimientos que le eran más adversos, no

vemos por qué conceptuarle como inferior al mayor campeón de diferente especie

moral a la suya. Por desdicha, su inhumanidad despiadada y su crueldad feroz son

maldades evidentes que no permiten alabarle, como si mereciera ocupar un lugar

eminente entre los hombres insignes. Pero repito que no puede atribuirse a su valor o

a su fortuna lo que adquirió sin el uno y sin la otra.

El segundo ejemplo, más inmediato a nuestros tiempos, es el de Oliverot de Fermo.

Educado en su niñez por su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste más

tarde en la tropa del capitán Pablo Viteli, a fin de que allí llegase, bajo semejante

maestro, a alguna alta graduación en las armas. Habiendo muerto después Pablo, y

sucediéndole en el mando su hermano Viteloro, a sus órdenes peleó Oliverot, y

como, amén de robusto y valiente, era inteligentísimo, llegó a ser en breve plazo el

primer hombre de su ejército. Juzgando entonces cosa servil su permanencia en él,

confundido entre el vulgo de los capitanes, concibió el proyecto de apoderarse de

Fermo, con ayuda de Viteloro y de algunos ciudadanos de aquella ciudad que

amaban más la esclavitud que la libertad de su país. Para mejor llevar a cabo su plan

escribió, ante todo, a su tío Juan Fogliani. En la carta le decía ser muy natural, al

cabo de tan prolongada ausencia, que quisiera abrazarle, ver de nuevo su patria,

volver a Fermo y reconocer en algún modo su patrimonio. Le añadía que, en efecto,

regresaba, pero que, no habiéndose fatigado, durante tan larga separación, más que

para adquirir algún honor y deseando mostrar a sus compatriotas que no había

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perdido el tiempo en tal respecto, creía deber presentarse con cierto atuendo,

acompañado de amigos suyos, de varios servidores y de cien soldados de a caballo.

Por ende, le rogaba hiciera de modo que los ciudadanos de Fermo le acogiesen con

distinción «atendiendo a que semejante recibimiento no sólo le honraría a él mismo,

sino que redundaría también en gloria del tío, su segundo padre y su primer

preceptor». Juan no dejó de hacer los favores que solicitaba, y a los que le parecía

ser acreedor su sobrino. Procuró que los ciudadanos de Fermo le recibiesen con gran

honra, y le alojó en su palacio. Oliverot, luego de haberlo dispuesto todo para la

maldad que había premeditado, dio en el palacio un espléndido banquete, al que

invitó a Juan Fogliani y a las personas de más viso de la población. Al final del

convite, y cuando conforme al uso de entonces, se departía sobre cosas de que se

habla comúnmente en la mesa, Oliverot hizo recaer diestramente la conversación

sobre la grandeza de Alejandro VI y de su hijo César Borgia, como asimismo sobre

sus empresas. Mientras él respondía a los discursos de los otros, y los otros

contestaban a los suyos, se levantó de repente, manifestando ser aquella una materia

de que no debía hablarse más que en apartado sitio, y se retiró a un cuarto particular,

al que Fogliani y las demás personas de viso le siguieron. Apenas se hubieron

sentado allí cuando, por salidas ignoradas de ellos, entraron diversos soldados, que

los degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Terminada la matanza, Oliverot

montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar al primer magistrado en su propio

alcázar, y los habitantes de Fermo, poseídos de súbito e inaudito temor, se vieron

obligados a obedecerle, y a formar un nuevo Gobierno, del que se constituyó

soberano. Desembarazado por tal arte de todos aquellos hombres cuyo descontento

podía serle fatal, fortificó su autoridad con nuevos estatutos civiles y militares, de

suerte que, por espacio del año que conservó su soberanía, no sólo se mantuvo

seguro en la ciudad de Fermo, sino que además, se hizo respetar y temer de sus

vecinos, y hubiera sido tan perdurable como Agátocles, si no se hubiese dejado

engañar por César Borgia, cuando, en Sinigaglia, sorprendió éste, como indiqué ya,

a los Ursinos y a los Vitelios. Aprehendido con éstos el propio Oliverot en aquella

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ocasión, un año después de su parricidio, le ahorcaron en compañía de Viterolo, que

había sido su mentor de audacia y de maldad.

Podría preguntarse por qué Agátocles, Oliverot y algún otro de la misma especie

lograron, a pesar de tantas traiciones y de tamañas crueldades, vivir largo tiempo

seguros en su patria, y defenderse de los enemigos exteriores, sin seguir siendo

traidores y crueles. También podría preguntarse por qué sus conciudadanos no se

conjuraron nunca contra ellos, al paso que otros, empleando iguales recursos no

consiguieron conservarse jamás en sus Estados, ni en tiempo de paz, ni en tiempo de

guerra. Creo que esto dimana del uso bueno o malo que se hace de la traición y de la

crueldad. Permítame llamar buen uso de los actos de rigor el que se ejerce con

brusquedad, de una vez y únicamente por la necesidad de proveer a la seguridad

propia, sin continuarlos luego, y tratando a la vez de encaminarlos cuanto sea

posible a la mayor utilidad de los gobernados. Los actos de severidad mal usados

son aquellos que, pocos al principio, van aumentándose y se multiplican de día en

día, en vez de disminuirse y de atenerse a su primitiva finalidad. Los que se atienen

al primer método, pueden, con los auxilios divinos y humanos, remediar, como

Agátocles, su situación, en tanto que los demás no es posible que se mantengan. Es

menester, pues, que el que adquiera un Estado ponga atención en los actos de rigor

que le es preciso ejecutar, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin

de no verse obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos,

tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente, haciéndoles bien.

El que obra de otro modo, por timidez o guiado por malos consejos, se ve forzado de

continuo a tener la cuchilla en la mano, y no puede contar nunca con sus súbditos,

porque estos mismos, que le saben obligado a proseguir y a reanudar los actos de

severidad, tampoco pueden estar jamás seguros con él. Precisamente porque

semejantes actos han de ejecutarse todos juntos porque ofenden menos, si es menor

el tiempo que se tarda en pensarlos; los beneficios, en cambio, han de hacerse poco a

poco, a fin de que haya lugar para saborearlos mejor. Así, un príncipe debe, ante

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todas las cosas, conducirse con sus súbditos de modo que ninguna contingencia,

buena o mala, le haga variar, dado que, si sobrevinieran tiempos difíciles y penosos,

no le quedaría ya ocasión para remediar el mal, y el bien que hace entonces no se

convierte en provecho suyo, pues lo miran como forzoso, y no sé lo agradecen.

CAPÍTULO XV

POR QUÉ COSAS LOS HOMBRES, Y ESPECIALMENTE LOS

PRÍNCIPES, MERECEN ALABANZA O VITUPERIO

Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus amigos y con sus

súbditos. Muchos escribieron ya sobre esto, y, al tratarlo yo con posterioridad, no

incurriré en defecto de presunción, pues no hablaré más que con arreglo a lo que

sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin hacer indicaciones útiles para quienes las

comprendan, he tenido por más conducente a este fin seguir en el asunto la verdad

real, y no los desvaríos de la imaginación, porque muchos concibieron repúblicas y

principados, que jamás vieron, y que sólo existían en su fantasía acalorada. Hay

tanta distancia entre saber cómo viven los hombres, y cómo debieran vivir, que el

que para gobernarlos aprende el estudio de lo que se hace, para deducir lo que sería

más noble y más justo hacer, aprende más a crear su ruina que a reservarse de ella,

puesto que un príncipe que a toda costa quiere ser bueno, cuando de hecho está

rodeado de gentes que no lo son no puede menos que caminar hacia un desastre. Por

en e, es necesario que un príncipe que desee mantenerse en su reino, aprenda a no

ser bueno en ciertos casos, y a servirse o no servirse de su bondad, según que las

circunstancias lo exijan.

Dejando, pues, a un lado las utopías en lo concerniente a los Estados, y no tratando

más que de las cosas verdaderas y efectivas, digo que cuantos hombres atraen la

atención de sus prójimos, y muy especialmente los príncipes, por hallarse colocados

a mayor altura que los demás, se distinguen por determinadas prendas personales,

que provocan la alabanza o la censura. Uno es mirado como liberal y otro como

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miserable, en lo que me sirvo de una expresión toscana, en vez de emplear la

palabra avaro, dado que en nuestra lengua un avaro es también el que tira a

enriquecerse con rapiñas, mientras que llamamos miserable únicamente a aquel que

se abstiene de hacer uso de lo que posee. Y para continuar mi enumeración añado:

uno se reputa como generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa por cruel, y otro

por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a sus promesas; uno

por afeminado y pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno por humano, y otro por

soberbio; uno por casto, y otro por lascivo; uno por dulce y flexible, y otro por duro

e intolerable; uno por grave, y otro por ligero; uno por creyente y religioso, y otro

por incrédulo e impío, etc.

Sé (y cada cual convendrá en ello) que no habría cosa más deseable y más loable

que el que un príncipe estuviese dotado de cuantas cualidades buenas he

entremezclado con las malas que le son opuestas. Pero como es casi imposible que

las reúna todas, y aun que las ponga perfectamente en práctica, porque la condición

humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para

evitar la infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para

preservarse, si puede, de los que no se la harían perder. Si, no obstante, no se

abstuviera de los últimos, quedaría obligado a menos reserva, abandonándose a

ellos. Pero no tema incurrir en la infamia aneja a ciertos vicios si no le es dable sin

ellos conservar su Estado, ya que, si pesa bien todo, hay cosas que parecen virtudes,

como la benignidad y la clemencia, y, si las observa, crearán su ruina, mientras que

otras que parecen vicios, si las practica, acrecerán su seguridad y su bienestar.

CAPÍTULO XVI

DE LA LIBERTAD Y DE LA MISERIA

Comenzando por la primera de estas prendas, reconozco cuán útil resultaría al

príncipe ser liberal. Sin embargo, la liberalidad que impidiese le temieran, le sería

perjudicial en grado sumo. Si la ejerce con prudencia y de modo que no lo sepan no

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incurrirá por ello en la infamia del vicio contrario. Pero, como el que quiere

conservar su reputación de liberal no puede abstenerse de parecer suntuoso, sucederá

siempre que un príncipe que aspira a semejante gloria, consumirá todas sus riquezas

en prodigalidades, y al cabo, si pretende continuar pasando por liberal, se verá

obligado a gravar extraordinariamente a sus súbditos, a ser extremadamente fiscal, y

a hacer cuanto sea imaginable para obtener dinero, Ahora bien: esta conducta

comenzará a tornarlo odioso a sus gobernados, y, empobreciéndose así más y más,

perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal suerte que después de haber

perjudicado a muchas personas para ejercitar una liberalidad que no ha favorecido

más que a un cortísimo número de ellas, sentirá vivamente la primera necesidad y

peligrará al menor riesgo. Y, si reconoce entonces su falta, y quiere mudar de

conducta, se atraerá repentinamente el oprobio anejo a la avaricia.

No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud

de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser

notado de avaricia, porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando

observen que, gracias a su parsimonia, le bastan sus rentas para defenderse de

cualquiera que le declare la guerra, y para acometer empresas, sin gravar a sus

pueblos. Por tal arte, ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada,

y cuyo número es inmenso, al paso que no es avaro más que con aquellos a quienes

no da nada, y cuyo número es poco crecido. ¿Por ventura no hemos visto, en estos

tiempos, que solamente los que pasaban por avaros lograron grandes cosas, y que los

pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la fama

de liberal para llegar al Pontificado, no pensó posteriormente (especialmente al

habilitarse para pelear contra el rey de Francia) en conservar ese renombre. Sostuvo

muchas guerras, sin imponer un solo tributo extraordinario, y su continua economía

le suministró cuanto era necesario para gastos superfluos. El actual monarca español

(Fernando, rey de Aragón y de Castilla) no habría llevado a feliz término tan

famosas empresas, ni triunfado en tantas ocasiones, si hubiera sido liberal. Así, un

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príncipe que no quiera verse obligado a despojar a sus gobernados, ni que le falte

nunca con qué defenderse, ni sufrir pobreza y miseria, ni necesitar ser rapaz, debe

temer poco incurrir en la reputación de avaro, puesto que su avaricia es uno de los

vicios que aseguran su reinado. Si alguien me objetara que César consiguió el

imperio con su liberalidad y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos

porque pasaban por liberales, le respondería yo que, o estaban en camino de adquirir

un principado o lo habían adquirido ya. En el primer caso, hicieron bien en pasar por

liberales, y, en el segundo, les hubiese sido perniciosa la liberalidad. César era uno

de los que querían conseguir el principado de Roma. Pero, si hubiera vivido algún

tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios costosos, habría

destruido el imperio.

¿Esforzarán que con sus ejércitos hicieron grandes cosas, y que tenían, sin embargo,

nombradía de muy liberales?. Replico que, o el príncipe dispersa sus propios bienes

y los de sus súbditos, o dispone de los bienes ajenos. En el primer caso, debe ser

económico, y, en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad. El

príncipe que, con sus ejércitos, va a efectuar saqueos y a llenarse de botín, y a

apoderarse de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus

soldados, que no le seguirían sin ese estímulo. Puede entonces mostrarse

ampliamente generoso, puesto que da lo que no es suyo, ni de sus soldados, como lo

hicieron Ciro, Alejandro, César, y ese dispendio que en semejante ocasión hace con

los bienes ajenos, lejos de dañar a su reputación, le agrega una más resaltante. Lo

único que puede perjudicarle es gastar sus propios bienes, porque nada hay que

agote tanto como la liberalidad desmedida. Mientras la ejerce, pierde poco a poco la

facultad misma de ejercerla, se torna pobre y despreciable, y, cuando quiere evitar su

ruina total por la tacañería, se hace rapaz y odioso. Ahora bien; uno de los

inconvenientes mayores de que un príncipe ha de precaverse es el de ser

menospreciado aborrecido. Y, conduciendo a ello la liberalidad, concluyo que la

mejor sabiduría es no temer la reputación de avaro, que no produce más que infamia

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sin odio, antes que verse, por el gusto de gozar renombre de liberal, en el brete de

incurrir en la nota de rapacidad, cuya infamia va acompañada siempre del odio

público.

CAPÍTULO XVII

DE LA CRUELDAD Y DE LA CLEMENCIA, Y DE SI VALE MÁS SER

AMADO QUE TEMIDO

Descendiendo a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe

ha de desear que se le repute por clemente y no por cruel. Advertiré, sin embargo,

que debe temer en todo instante hacer mal uso de su demencia. César Borgia pasaba

por cruel, y su crueldad, no obstante, reparó los males de la Romaña, extinguió sus

divisiones, restableció allí la paz, y consiguió que el país le fuese fiel. Si

profundizamos bien su conducta, veremos que fue mucho más clemente que lo fue el

pueblo florentino cuando permitió la ruina de Pistoya, para evitar la reputación de

crueldad en orden a las familias Panciatici y Cancellieri, que tenían a la ciudad

dividida en dos partidos y enteramente asolada con sus contiendas. Y es que al

príncipe no le conviene dejarse llevar por el temor de la infamia inherente a la

crueldad, si necesita de ella para conservar unidos a sus gobernados e impedirles

faltar a la fe que le deben, porque, con poquísimos ejemplos de severidad, será

mucho más clemente que los que por lenidad excesiva toleran la producción de

desórdenes, acompañados de robos y de crímenes, dado que estos horrores ofenden a

todos los ciudadanos, mientras que los castigos que dimanan del jefe de la nación no

ofenden más que a un particular. Por lo demás, a un príncipe nuevo le es dificilísimo

evitar la fama de cruel, a causa de que los Estados nuevos están llenos de peligros.

Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de Dido, observando que su Estado era

un Estado naciente, puesto que hace decir a aquella soberana:

Res dura et regni novitus me talia cognut

Moliri, et late fines custode tueri.

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Un tal príncipe no debe, sin embargo, creer con ligereza en el mal de que se le avisa,

sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo atemorizarse. Su

obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin

que mucha confianza le haga confiado, y mucha desconfianza le convierta en un

hombre insufrible. Y aquí se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que

amado. Respondo que convendría ser una y otra cosa juntamente, pero que, dada la

dificultad de este juego simultáneo, y la necesidad de carecer de uno o de otro de

ambos beneficios, el partido más seguro es ser temido antes que amado.

Hablando in genere, puede decirse que los hombres son ingratos, volubles,

disimulados, huidores de peligros y ansiosos de ganancias. Mientras les hacemos

bien y necesitan de nosotros, nos ofrecen sangre, caudal, vida e hijos, pero se

rebelan cuando ya no les somos útiles. El príncipe que ha confiado en ellos, se halla

destituido de todos los apoyos preparatorios, y decae, pues las amistades que se

adquieren, no con la nobleza y la grandeza de alma, sino con el dinero, no son de

provecho alguno en los tiempos difíciles y penosos, por mucho que se las haya

merecido. Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar, que al que se

hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo de la gratitud, que, en

atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda ocasión de interés

personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad política se mantiene

siempre con el miedo al castigo inmediato, que no abandona nunca a los hombres.

No obstante, el príncipe que se hace temer, sin al propio tiempo hacerse amar, debe

evitar que le aborrezcan, ya que cabe inspirar un temor saludable y exento de odio,

cosa que logrará con sólo abstenerse de poner mano en la hacienda de sus soldados y

de sus súbditos, así como de despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de

éstas. Si le es indispensable derramar la sangre de alguien, no debe determinarse a

ello sin suficiente justificación y patente delito. Pero, en tal caso, ha de procurar,

ante todo, no incautarse de los bienes de la víctima porque los hombres olvidan más

pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio. Si sus inclinaciones le

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llevasen a raptar la propiedad del prójimo, le sobrarán ocasiones para ello, pues el

que comienza viviendo de rapiñas, encontrará siempre pretextos para apoderarse de

lo que no es suyo, al paso que las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados

son más raras, y le faltan más a menudo.

Cuando el príncipe esté con sus tropas y tenga que gobernar a miles de soldados, no

debe preocuparle adquirir fama de cruel, ya que, sin esta fama no logrará conservar

un ejército unido, ni dispuesto para cosa alguna. Entre las acciones más admirables

de Aníbal, resalta la que, mandando un ejército integrado por hombres de los países

más diversos, y que iba a pelear en tierra extraña, su conducta fue tal que en el seno

de aquel ejército, tanto en la favorable como en la adversa fortuna, no hubo la menor

disensión entre los soldados ni la más leve iniciativa de sublevación contra su jefe.

Ello no pudo provenir sino de su despiadada inhumanidad, que, juntada a las demás

dotes suyas, que eran muchas y excelentes, le hizo respetable por el terror para sus

hombres de armas, y, sin su crueldad, no hubieran bastado las demás partes de su

persona para obtener tal efecto. Poco reflexivos se muestran los escritores que, a la

vez que admiran sus proezas, vituperan la causa principal que las produjo. Para

convencerse de que las demás virtudes suyas le hubieran resultado insuficientes en

última instancia, basta recordar el ejemplo de Escipión, hombre extraordinario si los

hubo, no sólo en su tiempo, mas también en cuantas épocas sobresalientes

conmemora la historia. En España, sus ejércitos se sublevaron contra él únicamente

a causa de su mucha clemencia, que dejaba a sus guerreros más libertad que la que

la disciplina militar podía permitir. De tan extremada clemencia le reconvino en

pleno Senado, Favio, acusándolo de corruptor de la milicia romana, y alegando que

destruidos los locrios por un lugarteniente de Escipión, éste no los había vengado, ni

castigado siquiera la insolencia de dicho lugarteniente. Todo esto derivaba de su

natural blando y flexible, que él llevó hasta el punto de que, al disculparse de ello en

el Senado, dijo que muchos hombres sabían mejor no cometer faltas que corregir las

de los demás. Si con semejante temperamento, hubiera conservado el mando, habría

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alterado a la larga su reputación y su nombradía. Pero, como laboró después bajo la

fiscalización del Senado, desapareció de su carácter cualidad tan perniciosa, y aun la

memoria que de ella se hacía, fue causa de que se convirtiese en gloria suya. De

donde infiero que amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe,

debe el último, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él, no en lo que depende

de los otros, y únicamente ha de evitar que se le aborrezca, como llevo dicho.

CAPÍTULO XVIII

DE QUÉ MODO DEBEN GUARDAR LOS PRÍNCIPES LA FE PROMETIDA

¡Cuán digno de alabanza es un príncipe cuando mantiene la fe que ha jurado, cuando

vive de un modo íntegro y cuando no usa de doblez en su conducta! No hay quien

no comprenda esta verdad, y, sin embargo, la experiencia de nuestros días muestra

que varios príncipes, desdeñando la buena fe y empleando la astucia para reducir a

su voluntad el espíritu de los hombres, realizaron grandes empresas, y acabaron por

triunfar de los que procedieron en todo con lealtad. Es necesario que el príncipe sepa

que dispone, para defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El primero es

propio de hombres, y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero

como a menudo no basta el primero es preciso recurrir al segundo. Le es, por ende,

indispensable a un príncipe hacer buen uso de uno y de otro, ya simultánea, ya

sucesivamente. Tal es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos

autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de ellos, y particularmente

Aquiles, fueron confiados en su niñez al centauro Quirón, para que les criara y los

educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa sino que tuvieron por

preceptor a un maestro que era mitad hombre y mitad bestia, o sea que un príncipe

necesita utilizar a la vez o intermitentemente de una naturaleza y de la otra, y que la

una no duraría, si la otra no la acompañara.

Desde que un príncipe se ve en la precisión de obrar competentemente conforme a la

índole de los brutos, los que ha de imitar son el león y la zorra, según los casos en

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que se encuentre. El ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de

los lazos, y la zorra sola no es suficiente, porque no puede librarse de los lobos. Es

necesario, por consiguiente, ser zorra, para conocer los lazos, y león, para espantar a

los lobos; pero los que toman por modelo al último animal no entienden sus

intereses. Cuando un príncipe dotado de prudencia advierte que su fidelidad a las

promesas redunda en su perjuicio, y que los motivos que le determinaron a hacerlas

no existen ya, ni puede, ni siquiera debe guardarlas, a no ser que consienta en

perderse. Y obsérvese que, si todos los hombres fuesen buenos, este precepto sería

detestable. Pero, como son malos, y no observarían su fe respecto del príncipe, si de

incumplirla se presentara la ocasión, tampoco el príncipe está obligado a cumplir la

suya, si a ello se viese forzado. Nunca faltan razones legítimas a un príncipe para

cohonestar la inobservancia de sus promesas, inobservancia autorizada en algún

modo por infinidad de ejemplos demostrativos de que se han concluido muchos

felices tratados de paz, y se han anulado muchos empeños funestos, por la sola

infidelidad de los príncipes a su palabra. El que mejor supo obrar como zorra, tuvo

mejor acierto.

Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en disimular y en

fingir. Los hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad en tanto grado, que

el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar. No quiero pasar en

silencio un ejemplo fehacientísimo. El papa Alejandro VI no hizo jamás otra cosa

que engañar a sus prójimos, pensando incesantemente en los medios de inducirles a

error y encontró siempre ocasiones de poderlo hacer. No hubo nunca nadie que

conociera mejor el arte de las protestas persuasivas ni que afirmara una cosa con

juramentos más respetables, ni que a la vez cumpliera menos lo que había

prometido. A pesar de que todos le consideraban como un trapacero, sus engaños le

salían siempre al tenor de sus designios, porque, con sus estratagemas, sabia dirigir a

los hombres.

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No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice mención,

pero conviene que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que, si las posee

realmente, y las practica de continuo, le serán perniciosas a veces, mientras que, aun

no poseyéndolas de hecho, pero aparentando poseerlas, le serán siempre

provechosas. Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y aun serlo. Pero le es

menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que, en

caso preciso, sepa variar en sentido contrario. Un príncipe, y especialmente uno

nuevo, que quiera mantenerse en su trono, ha de comprender que no le es posible

observar con perfecta integridad lo que hace mirar a los hombres como virtuosos,

puesto que con frecuencia, para mantener el orden en su Estado, se ve forzado a

obrar contra su palabra, contra las virtudes humanitarias o caritativas y hasta contra

su religión. Su espíritu ha de estar dispuesto a tomar el giro que los vientos y las

variaciones de la fortuna exijan de él, y, como expuse más arriba, a no apartarse del

bien, mientras pueda, pero también a saber obrar en el mal, cuando no queda otro

recurso. Debe cuidar mucho de ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de

su boca, lleven impreso el sello de las virtudes mencionadas, y para que, tanto

viéndole, como oyéndole, le crean enteramente lleno de buena fe, entereza,

humanidad, caridad y religión. Entre estas prendas, ninguna hay más necesaria que

la última. En general, los hombres juzgan más por los ojos que por las manos, y, si

es propio a todos ver, tocar sólo está al alcance de un corto número de privilegiados.

Cada cual ve lo que el príncipe parece ser, pero pocos comprenden lo que es

realmente y estos pocos no se atreven a contradecir la opinión del vulgo, que tiene

por apoyo de sus ilusiones la majestad del Estado que le protege. En las acciones de

todos los hombres, pero particularmente en las de los príncipes, contra los que no

cabe recurso de apelación, se considera simplemente el fin que llevan. Dedíquese,

pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si logra

con acierto su fin se tendrán por honrosos los medios conducentes a mismo, pues el

vulgo se paga únicamente de exterioridades y se deja seducir por el éxito. Y como el

vulgo es lo que más abunda en las sociedades, los escasos espíritus clarividentes que

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existen no exteriorizan lo que vislumbran hasta que la inmensa legión de los torpes

no sabe ya a qué atenerse. En nuestra edad vive un príncipe que nunca predica más

que paz, ni habla más que de buena fe, y que, de haber observado una y otra, hubiera

perdido la estimación que se le profesa, y habría visto arrebatados más de una vez

sus dominios. Pero creo que no conviene nombrarle.

CAPÍTULO XIX

EL PRÍNCIPE DEBE EVITAR QUE SE LE MENOSPRECIE Y SE LE

ABORREZCA

Habiendo considerado todas las dotes que deben adornar a un príncipe, quiero,

después de haber hablado de las más importantes, discurrir también sobre las otras,

al menos de un modo general y brevemente, estatuyendo que el príncipe debe evitar

lo que pueda hacerle odioso y menospreciable. Cuantas veces lo evite, habrá

cumplido con su obligación, y no hallará peligro alguno en cualquiera otra falta en

que llegue a incurrir. Lo que más que nada le haría odioso sería mostrarse rapaz,

usurpando las propiedades de sus súbditos, o apoderándose de sus mujeres, de lo

cual ha de abstenerse en absoluto. Mientras no se guite a la generalidad de los

hombres sus bienes o su honra, vivirán como si estuvieran contentos, y no hay ya

más que preservarse de la ambición de un corto número de individuos, ambición

reprimible fácilmente de muchos modos.

Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero, afeminado,

pusilánime e irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse de semejante

reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus actos se advierta

constancia, gravedad, virilidad, valentía y decisión. Cuando pronuncie juicio sobre

las tramas de sus súbditos, determínese a que sea irrevocable su sentencia.

Finalmente, es preciso que los mantenga en una tal opinión de su perspicacia, que

ninguno de ellos abrigue el pensamiento de engañarle o de envolverle en intrigas. El

príncipe logrará esto, si es muy estimado, pues difícilmente se conspira contra el que

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goza de mucha estimación. Los extranjeros, por otra parte, no le atacan con gusto,

con tal, empero, que sea un excelente príncipe, y que le veneren sus gobernados.

Dos cosas ha de temer el príncipe son a saber: 1) en el interior de su Estado, alguna

rebelión de sus súbditos; 2) en el exterior, un ataque de alguna potencia vecina. Se

preservará del segundo temor con buenas armas, y, sobre todo, con buenas alianzas,

que logrará siempre con buenas armas. Ahora bien: cuando los conflictos exteriores

están obstruidos, lo están también los interiores, a menos que los haya provocado ya

una conjura. Pero, aunque se manifestara exteriormente cualquier tempestad contra

el príncipe que interiormente tiene bien arreglados sus asuntos, si ha vivido según le

he aconsejado, y si no le abandonan sus súbditos, resistirá todos los ataques

foráneos, como hemos visto que hizo Nabis, el rey lacedemonio.

Sin embargo, con respecto a sus gobernados, aun en el caso de que nada se maquine

contra él desde afuera, podrá temer que se conspire ocultamente dentro. Pero esté

seguro de que ello no acaecerá, si evita ser aborrecido y despreciado, y si, como

antes expuse por extenso, logra la ventaja esencial de que el pueblo se muestre

contento de su gobernación. Por consiguiente, uno de los más poderosos

preservativos de que contra las conspiraciones puede disponer el soberano, es no ser

aborrecido y despreciado de sus súbditos, porque al conspirador no le alienta más

que la esperanza de contentar al pueblo, haciendo perecer al príncipe. Pero cuando

tiene motivos para creer que ofendería con ello al pueblo, le falta la necesaria

amplitud de valor para consumar su atentado, pues avizora las innumerables

dificultades que ofrece su realización. La experiencia enseña que hubo muchas

conspiraciones, y que pocas obtuvieron éxito, porque, no pudiendo obrar solo y por

cuenta propia el que conspira, ha de asociarse únicamente a los que juzga

descontentos. Mas, por lo mismo que ha descubierto a uno de ellos, le ha dado pie

para contentarse por sí mismo, ya que al revelar al príncipe la trama que se le ha

confiado, bástale para esperar de él un buen premio. Y como de una parte encuentra

una ganancia segura, y de otra parte una empresa dudosa y llena de peligros, para

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que mantenga la palabra que dio a quien le inició en la conspiración será menester, o

que sea un amigo suyo como hay pocos, o un enemigo irreconciliable del príncipe.

Para reducir la cuestión a breves términos, haré notar que del lado del conjurado

todo es recelo, sospecha y temor a la pena que le impondrán, si fracasa, mientras que

del lado del príncipe están las leyes, la defensa del Estado, la majestad de su

soberanía y la protección de sus amigos, de suerte que, si a todos estos preservativos

se añade la benevolencia del pueblo, es casi imposible que nadie sea lo bastante

temerario para conspirar. Si todo conjurado, antes de la ejecución de su plan, siente

comúnmente miedo de que se malogre, lo sentirá mucho más en tal caso, pues, aun

triunfando, tendrá por enemigo al pueblo, y no le quedará entonces ningún refugio.

Sobre esto podría citar infinidad de ejemplos, pero me ciño a uno solo, cuya

memoria nos trasmitieron nuestros padres. Siendo Aníbal Bentivoglio (abuelo del

Aníbal de hoy día) príncipe de Bolonia, le asesinaron los Cannuchis (1445), familia

rival suya, a continuación de una conjura, y cuando estaba todavía en mantillas su

hijo único Juan. Naturalmente, éste no podía vengarle, pero el pueblo se sublevó

acto seguido contra los asesinos y les mató atrozmente. Fue un efecto lógico de la

simpatía popular que los Bentivoglio se habían ganado en Bolonia por aquellos

tiempos, simpatía tan grande, que, no disponiendo ya la ciudad de persona alguna de

dicha casa que, muerto Aníbal, pudiera regir el Estado, y habiendo sabido los

ciudadanos que existía en Florencia un descendiente de la misma familia, hijo de un

modesto artesano, fueron en busca suya, y le confirieron el mando de su comunidad,

que rigió de hecho hasta que Juan llegó a edad de gobernar de derecho por sí mismo.

De donde se deduce que un príncipe debe inquietarse poco de las conspiraciones,

cuando le manifiesta buena voluntad el pueblo, al paso que si éste le es contrario, y

le odia, le sobran motivos para temerlas en cualquier ocasión y de parte de cualquier

individuo.

Los príncipes sabios y los Estados bien ordenados cuidaron siempre tanto de

contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de

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reducirlos a la desesperación. Es esta una de las cosas más importantes a que debe

atender el príncipe. Uno de los reinos mejor concertados y gobernados de nuestra

época es Francia. Se halla allí una infinidad de excelentes estatutos, el primero de

los cuales es el Parlamento y la amplitud de su autoridad, estatutos a que van unidas

la libertad del pueblo y la seguridad del rey. Conociendo el fundador del actual

orden político la ambición e insolencia de los nobles, juzgando ser preciso ponerles

un freno que los contuviese, sabiendo, por otra parte, cuánto les aborrecía el pueblo,

a causa del miedo que les tenía y deseando sin embargo sosegarlos no quiso que

quedase a cargo particular del monarca esa doble tarea. A fin de quitarle esta

preocupación, que podía repartir con la aristocracia, y de favorecer a la vez a los

nobles y al pueblo, estableció por juez a un tercero, que, sin participación directa del

monarca, reprimiera a los primeros y beneficiase al segundo. No cabe imaginar

disposición alguna más prudente, ni mejor medio de seguridad para el príncipe y

para la nación. Y de aquí infiero la notable consecuencia de que los príncipes deben

dejar a otros la disposición de las cosas odiosas, y reservarse a si mismos las de

gracia, estimando siempre a los nobles, pero sin hacerse nunca odiar del pueblo.

Al considerar la vida y la muerte de diversos emperadores romanos, quizá crean

muchos que existen ejemplos contrarios a mi opinión. Tal César, en efecto, perdió el

imperio, y tal otro fue asesinado por los suyos, conjurados contra él, a pesar de haber

procedido con rectitud y mostrado magnanimidad. Proponiéndome responder a

semejante objeción, examinaré las dotes personales de aquellos emperadores, y

probaré que la causa de su ruina no se diferencia de la misma contra la que he

querido preservar a mi príncipe, y haré cuenta de ciertas cosas que no han de omitir

los que leen las historias de tales épocas. Para ello me bastará limitarme a los

Césares que se sucedieron en el imperio desde Marco Aurelio hasta Maximino, es

decir, Marco Aurelio, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Septimio Severo, su hijo

Caracalla, Máximo, Heliogábalo, Alejandro Severo y Maximino.

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Notemos, ante todo, que en principados de otra especie que el suyo, apenas hay que

luchar más que contra la ambición de los grandes y contra la violencia de los

pueblos, mientras que los emperadores romanos tropezaban, además, con un tercer

obstáculo, la avaricia y la crueldad de los soldados, obstáculo de tan difícil

remoción, que muchos se desgraciaron en ello. No es, en efecto, fácil contentar a la

vez a los soldados y al pueblo porque el pueblo es amigo del descanso y lo es

asimismo el príncipe de moderada condición, al paso que los soldados quieren un

príncipe que tenga espíritu marcial, y que sea rapaz, cruel e insolente. La voluntad

de los soldados del imperio era que su príncipe ejerciera sobre la plebe tan funestas

disposiciones, para obtener una paga doble, y para dar rienda suelta a su codicia, de

lo cual resultaba que los emperadores a quienes no se consideraba capaces de

imponer respeto al ejército y al pueblo, quedaban siempre vencidos. Los más de

ellos, especialmente los que habían ascendido a la soberanía en calidad de príncipes

nuevos, conocieron cuán arduo resultaba conciliar ambas cosas, y abrazaron el

partido de contentar a los soldados, sin temer mucho ofender al pueblo, por casi no

serles posible obrar de otro modo. No pudiendo los príncipes evitar que les

aborrezcan unos cuantos, han de esforzarse, ante todo, en que no les aborrezca el

mayor número. Pero, cuando tampoco les es dable conseguir este fin, deben

precaverse, mediante todo linaje de expedientes del odio de la clase más poderosa.

Así, aquellos emperadores que, en razón de ser nuevos, necesitaban de

extraordinarios favores, se apegaron con más gusto al ejército que al pueblo, lo cual

se convertía en su beneficio o en su daño, según la mayor o menor reputación que

sabían conservar en el concepto de sus tropas. Tales fueron las causas de que

Pertinax y Alejandro Severo, a pesar de ser tan moderados en su conducta, tan

amantes de la justicia, tan enemigos de la crueldad, tan buenos y tan humanos como

Marco Aurelio, cuyo fin fue feliz, tuviesen, sin embargo, uno muy desdichado.

Únicamente Marco Aurelio vivió y murió venerado de todos, por haber sucedido al

emperador por derecho hereditario, y por no hallarse en la necesidad de portarse

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como si debiera su trono al ejército o al pueblo. Dotado, por otra parte, de muchas

virtudes que le hacían respetable, contuvo siempre al ejército y al pueblo dentro de

justos límites, y no fue aborrecido ni despreciado nunca. Por el contrario, Pertinax,

nombrado emperador contra la voluntad de los soldados, que, bajo el imperio de

Cómodo, se habían habituado a la vida licenciosa, quiso reducirlos a una vida

decente, que se les hacía insoportable, lo que engendró en ellos odio contra su

persona, odio a que se unió el desprecio, a causa de ser viejo, y, en los comienzos de

su reinado, le asesinaron sus tropas. Este ejemplo nos pone en el caso de observar

que el príncipe se hace aborrecer tanto con nobles como con perversas acciones, y

por eso indiqué que, si quiere conservar sus dominios, se halla con frecuencia

obligado a no ser bueno. Si la mayoría de hombres (grandes, soldados o pueblo) de

que necesita para sostenerse, está corrompida, debe seguirle el humor, y contentarla,

pues las nobles acciones que entonces realizara, se volverían contra él mismo.

Alejandro Severo era un hombre de bondad tamaña, que, entre las demás alabanzas

que se le prodigaron, se encuentran las de que, en los catorce años que reinó, no hizo

morir a nadie sin juicio. Empero, habiéndose conjurado en contra suyo el ejército,

pereció a sus golpes, por haberle tornado despreciable su fama de hombre de genio

débil, y que se dejaba gobernar por su madre.

Comparando las buenas prendas de aquellos príncipes con el carácter y con la

conducta de Cómodo, Septimio Severo, Caracalla y Maximino, hallamos a los

últimos sumamente rapaces y crueles. Para contentar a los soldados, no perdonaron

al pueblo injuria alguna, y todos, menos Septimio Severo, murieron

desgraciadamente. Pero éste poseía tanto valor, que, conservando en favor suyo el

afecto de los soldados, pudo, aun oprimiendo al pueblo, reinar con toda felicidad.

Sus dotes le hacían tan admirable en el concepto de unos y del otro, que los primeros

le admiraban hasta el paroxismo, y el segundo le respetaba y permanecía contento.

Pero, como las acciones de Septimio Severo tuvieron tanta grandeza cuanta podían

tener en un príncipe nuevo, quiero mostrar brevemente cómo supo diestramente

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ejercer de león y de zorra, lo cual es indispensable a un soberano, como ya llevo

dicho. Habiendo conocido Septimio Severo la cobardía de Desiderio Juliano, que

acababa de hacerse proclamar emperador, persuadió al ejército, que estaba bajo su

mando en Esclavonia, a que haría bien en marchar a Roma, para vengar la muerte de

Pertinax, asesinado por la guardia pretoriana. Queriendo con tal pretexto mostrar

que no aspiraba al imperio, arrastró a su ejército contra Roma, y llegó a Italia, antes

que nadie se hubiese enterado siquiera de su partida. Entrado que hubo en Roma,

forzó al Senado, atemorizado, a nombrarle emperador, y fue muerto Desiderio

Juliano, al que se había conferido aquella dignidad. Después de este primer principio

le quedaban a Septimio Severo dos dificultades que vencer, para constituirse en

señor de todo el Imperio. La primera estaba en Oriente, donde Níger, jefe de los

ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador. La segunda se hallaba en

Bretaña, y era su fautor Albino, que también aspiraba al imperio. Juzgando peligroso

declararse a la vez enemigo de uno y de otro, resolvió engañar al segundo, mientras

atacaba al primero. Al efecto, escribió a Albino para decirle que, habiendo sido

elegido emperador por el Senado, quería repartir con él aquella dignidad. Hasta le

envió el título de César, después de haber hecho declarar al Senado que Septimio

Severo tomaba por asociado a Albino, el cual tuvo por sinceros todos aquellos actos,

y les prestó su adhesión. Pero, no bien Septimio Severo hubo vencido y muerto a

Níger, y regresado a Roma, se quejó de Albino en pleno Senado, alegando que aquel

colega, poco reconocido a los beneficios que recibiera de él, había intentado

asesinarle a traición, por lo que se veía obligado a ir a castigar su ingratitud. Partió,

pues, para Francia a su encuentro y le quitó el imperio con la vida. Donde se ve que

Septimio Severo era a la vez un león ferocísimo y una zorra muy astuta, que

consiguió que le temiesen y le respetaran todos, sin que le aborreciesen los soldados.

No se extrañará, por ende, que, aun siendo príncipe nuevo, lograse conservar un

imperio tan vasto. Su grandísima reputación le preservó del odio que hubieran

podido tomarle los pueblos, a causa de sus rapiñas.

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Pero su mismo hijo Caracalla, que se hacía llamar Alejandro y Antonio el Grande,

fue también un hombre excelente en el arte de la guerra. Poseía bellísimas dotes, que

le atraían la admiración de los pueblos y el amor de los soldados. Estos le querían,

por ser un guerrero que sobrellevaba hasta el último límite todo género de fatigas,

despreciaba los alimentos delicados, y desechaba las satisfacciones de la molicie.

Pero le hicieron extremadamente odioso a todos sus continuas matanzas, pues, en

muchas ocasiones, había hecho perecer una gran parte del pueblo de Roma y todo el

de Alejandría, sobrepujando su ferocidad y su crueldad a cuanto se había visto hasta

entonces. El temor que por él se sentía alcanzó a los mismos que le rodeaban, y un

centurión le mató en presencia de su propio ejército. Con cuyo motivo conviene

notar que semejantes atentados, cuyo golpe parte de un propósito deliberado y tenaz,

no puede el príncipe evitarlos en modo alguno, porque al que tiene en poco la vida

no le asusta dar a otro la muerte. Pero el príncipe no debe temer demasiado perecer

de este modo, porque tales agresiones son rarísimas, y únicamente ha de cuidar de

no ofender gravemente a ninguno de los que emplea, y en especial a los que tiene a

su lado y a su servicio, como lo hizo Caracalla, que abandonó la custodia de su

persona a un centurión, a cuyo hermano había mandado matar ignominiosamente, y

que a diario amenazaba con vengarse. Temerario hasta ese punto, Caracalla no podía

menos de ser asesinado, y lo fue.

Vengamos ahora a Cómodo, a quien tan fácil le hubiera sido conservar el trono,

puesto que lo había adquirido, por herencia, de su padre. Le bastaba seguir las

huellas de éste para contentar al pueblo y a los soldados. Pero, hombre de genio

brutal, de condición perversa y de rapacidad inaudita, ejercitó ésta sin tasa sobre el

pueblo, y, para favorecer al ejército, lo lanzó al libertinaje. Todo ello junto le tornó

odioso al pueblo, y los soldados empezaron a menospreciarle, cuando le vieron

rebajarse hasta el extremo de ir a luchar con los gladiadores en los circos, y de hacer

otras cosas vilísimas y poco dignas de la majestad imperial. Aborrecido por una

parte y despreciado por otra, se conjuraron contra él, y le asesinaron.

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Maximino, cuyas cualidades me queda por exponer, fue un hombre muy belicoso.

Elevado al imperio por algunos ejércitos disgustados de la molicie de Alejandro

Severo, a quien antes aludí, no lo poseyó mucho tiempo, porque le hacían

menospreciable y aborrecible dos cosas. Era la primera su bajo origen, pues había

guardado rebaños en Tracia, lo cual nadie ignoraba, y le atraía general vilipendio. La

otra era su reputación de hombre sanguinario. Durante las dilaciones de que usó

después de su elección al imperio, para trasladarse a Roma, y tomar allí posesión del

trono, ordenó a sus prefectos que cometiesen todo género de crueldades en las

provincias. Indignado todo el mundo, así de la ruindad de su abolengo como del

miedo que su ferocidad engendraba, resultó de esto que el África se sublevó contra

él, y que luego el Senado, el pueblo romano e Italia entera conspiraba contra su

persona. Su propio ejército, que estaba acampado bajo los muros de Aquilea, y que

no acababa de tomar esta ciudad, juró igualmente su ruina. Fatigado de su crueldad,

y temiéndole menos, desde que le veía con tantos enemigos, le mató atrozmente.

Evito hablar de Heliogábalo, de Máximo y de Juliano, que, despreciables en un todo,

perecieron muy poco después de elevados a la soberanía, y vuelvo a las

consecuencias de este discurso, arguyendo que los príncipes de nuestra era no

experimentan ya tanto esa dificultad de contentar a las tropas por medios

extraordinarios. A pesar de los miramientos que con ellas están obligados a guardar,

aquella dificultad se allana bien pronto, porque ninguno de nuestros príncipes tiene

ningún cuerpo de ejército, que, por su larga residencia en las provincias, se

amalgame con las autoridades y con las administraciones de éstas, como lo hacían

las legiones del imperio romano. Si convenía entonces contentar más a los soldados

que al pueblo, era porque los primeros podían más que el segundo. Hoy día, los

términos se han invertido, y conviene contentar más al pueblo que a los soldados,

porque aquél posee más poder que éstos. Hago excepción, sin embargo, del sultán de

Turquía y del soldán de Egipto. El sultán, rodeado continuamente, como prenda de

su fuerza y de su seguridad, de doce mil infantes y de quince mil caballos, y que no

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hace caso alguno del pueblo, se ve obligado a conservar en sus guardias el afecto

hacia su persona. Sucede lo mismo con el soldán, que tampoco atiende en nada al

pueblo, y cuya fuerza está depositada por entero en sus soldados, que ha de procurar

no le pierdan cariño. Por cierto que el Estado del soldán es diferente de todas las

soberanías, y que se asemeja no poco al Pontificado cristiano, que no es principado

hereditario, ni nuevo. No heredan la soberanía los hijos del príncipe difunto, sino un

particular elegido por hombres que tienen facultad para ello. Sancionado de

inmemorial este orden, el principado del soldán no puede llamarse nuevo, y no

presenta ninguna de las dificultades que existen en las soberanías nuevas. El

príncipe es nuevo, pero las constituciones de semejante Estado son antiguas, y están

constituidas de modo que le reciban en él como si fuera poseedor suyo por derecho

hereditario.

Volviendo al asunto, digo que, cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto,

verá que el odio, o el menosprecio, o ambas cosas juntas, fueron la causa de la ruina

de los emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué, habiendo obrado

parte de ellos de una manera, y otra parte de la manera contraria, sólo dos

correspondientes cada uno a cada manera, tuvieron un fin dichoso, mientras que los

demás tuvieron un fin desastrado. Comprenderá, en fin, por qué Pertinax y

Alejandro Severo quisieron imitar a Marco Aurelio, no sólo en balde, sino en

perjuicio suyo, por no considerar que el último reinaba por derecho hereditario, al

paso que ellos eran príncipes nuevos. Igualmente les fue adversa a Caracalla, a

Cómodo y a Máximo su pretensión de imitar a Septimio Severo, por no hallarse

dotados del valor suficiente para seguir sus huellas en todo. Así, un príncipe nuevo

en una soberanía nueva no puede, sin peligro, imitar las acciones de Marco Aurelio,

y no le es fácil, ni indispensable, imitar las de Septimio Severo. Debe, pues, tomar

de éste cuantos procederes le sean necesarios para fundar y asegurar bien su Estado,

y de aquél lo que hubo en su conducta de conveniente y de glorioso, para conservar

un Estado ya fundado y asegurado.

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CAPÍTULO XXI

QUÉ DEBE HACER UN PRÍNCIPE PARA ADQUIRIR BUENA FAMA

Nada granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las acciones

raras y maravillosas. De ello nos presenta nuestra edad un admirable ejemplo en

Fernando V, rey de Aragón y actualmente monarca de España. Podemos mirarle casi

como a un príncipe nuevo, porque, de rey débil que era, llegó a ser el primer

monarca de la cristiandad, por su fama y por su gloria. Pues bien: si consideramos

sus empresas las hallaremos todas sumamente grandes, y aun algunas nos parecerán

extraordinarias. Al comenzar a reinar, asaltó el reino de Granada, y esta empresa

sirvió de punto de partida a su grandeza. Por de contado, la había iniciado sin temor

a hallar estorbos que se la obstruyesen, por cuanto su primer cuidado había sido

tener ocupado en aquella guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles

pensar incesantemente en ella, les distraía de cavilar y maquinar innovaciones

durante ese tiempo, y por tal arte adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver,

mucho dominio, y se proporcionaba suma estimación. Pudo en seguida, con el

dinero de la Iglesia y de los pueblos, sostener ejércitos, y formarse, por medio de

guerra tan larga, buenas tropas, lo que redundó en pro de su celebridad como

capitán. Además, alegando siempre el pretexto de la religión, para poder llevar a

efecto mayores hazañas, recurrió al expediente de una crueldad devota, y expulsó a

los moros de su reino, que quedó así libre de su presencia. No cabe imaginar nada

más cruel y a la vez más extraordinario que lo que ejecutó en ocasión semejante.

Después, bajo la misma capa de religión, se dirigió contra África, emprendió la

conquista de Italia, y acaba de atacar recientemente a Francia. Concertó de continuo

grandes cosas, que llenaron de admiración a sus pueblos, y que conservaron su

espíritu preocupado por las consecuencias que podían traer. Hasta hizo seguir unas

empresas de otras de gran tamaño, que no dejaron tiempo a sus gobernados ni

siquiera para respirar, cuanto menos para urdir trama alguna contra él.

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Es también un expediente muy provechoso para el príncipe que imagine, en la

gobernación interior de su Estado, cosas singulares, como las que se cuentan de

Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que una persona realizó, en el orden

civil, una acción poco común, ya en bien, ya en mal, es menester encontrar, para

premiarla, o para castigarla, un modo notable, que dé al público amplio tema de

conversación. El príncipe debe, ante todas las cosas, ingeniarse para que cada una:

de sus operaciones políticas se ordene a procurarle nombradía de grande hombre y

de soberano de superior ingenio. Y asimismo se hace estimar, cuando es

resueltamente amigo o enemigo de los príncipes puros, es decir, cuando sin timidez

se declara resueltamente en favor del uno o del otro. Esta resolución es siempre más

conveniente que la de permanecer neutral, porque si dos potencias de su vecindad se

declaran la guerra entre si, no es posible que ocurra más que uno de estos dos casos:

o que, vencedora la una, tenga motivo para temerla después, o que ninguna de ellas

sea propia para infundirle semejante temor. En un caso, como en el otro, le

convendrá declarar guerra franca a alguna de ellas. En el primero, si no la declara,

será el despojo del vencedor, lo que agradará en gran manera al vencido, y no

hallará a ninguno que se compadezca de él, ni que vaya a socorrerle, ni siquiera que

le ofrezca un asilo. El vencedor no quiere amigos sospechosos, que no le auxilien en

la adversidad, y el vencido no acogerá al neutral, puesto que se negó a tomar las

armas, para correr las contingencias de su fortuna.

Habiendo pasado Antíoco a Grecia, de donde le llamaban los etolios, para echar de

allí a los romanos, envió un embajador a los acayos, para inducirles a permanecer

neutrales, mientras rogaba a los otros que se armasen en favor suyo. Esto fue materia

de una deliberación en los consejos de los acayos. El enviado de Antíoco insistía en

que se resolviesen a la neutralidad. Pero el diputado de los romanos, que estaba

presente, le refutó por el siguiente tenor: “Se os dice que el partido más sabio para

vosotros, y más útil para vuestro Estado, es que no intervengáis en la guerra que

hacemos, en lo cual se os engaña. No podéis tomar resolución más contraria a

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vuestros intereses, porque, si no intervenís en nuestra guerra, privados entonces de

toda consideración, e indignos de toda gracia, infaliblemente serviréis de premio al

vencedor.” Note bien el príncipe que quien le pide la neutralidad no es amigo, y que

lo es, por el contrario, quien solicita que se declare en su favor, y que tome las armas

en defensa de su causa. Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del

momento retrasan a menudo el rompimiento de su neutralidad, pero también a

menudo caminan hacia su ruina. Cuando el príncipe se declara generosamente en

favor de una de las potencias beligerantes, si triunfa aquella a la que se une, aunque

ella posea una gran fuerza, y él quede a discreción suya, no tiene por qué temerla,

pues le debe algunos favores, y le habrá cogido afecto. Los hombres, en ocasiones

tales, no son lo bastante cínicos para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría

en oprimir al que les ayudó. Por otra parte, los triunfos nunca son tan prósperos que

dispensen al vencedor de tener algún miramiento a la justicia. Si, por el contrario, es

derrotado aquel a quien el príncipe se une, conservará su consideración, contará con

su socorro en caso posible para él, y será el compañero de su fortuna, que puede

mejorar algún día.

En el segundo caso, esto es, cuando las potencias que luchan una contra otra son

tales que el príncipe nada tenga que temer de la que triunfe, cualquiera que sea,

habrá, por su parte, tanta más prudencia en unirse a una de ellas, cuanto por este

medio concurra a la ruina de la otra, con ayuda de la misma que, si fuera discreta,

debiera salvarla. Siendo imposible que con el socorro del aludido príncipe no

triunfe, su victoria no puede menos de ponerla a disposición de aquél. Y es necesario

notar aquí que cuando un príncipe quiere atacar a otros, ha de cuidar siempre de no

asociarse a un príncipe más poderoso que él, a menos que la necesidad le obligue a

hacerlo, como queda indicado, puesto que si dicho príncipe triunfa se convertirá en

esclavo suyo en algún modo. Ahora bien: los príncipes deben evitar, cuanto les sea

posible, quedar a discreción de los otros príncipes. Los venecianos se aliaron con los

franceses para luchar contra el duque de Milán, y esta alianza, de la que hubieran

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podido excusarse, causó su ruina. Pero si no cabe evitar semejantes alianzas, como

les sucedió a los florentinos cuando con el Papa fueron, con tres ejércitos reunidos, a

atacar la Lombardía, entonces, a causa de las razones que llevo apuntadas, conviene

a un príncipe unirse a los otros. Por lo demás, ningún Estado crea poder nunca, en

tal circunstancia, tomar una resolución segura. Piense, por el contrario, que no puede

tomarla sino dudosa, por ser conforme al curso ordinario de las que no trate uno de

evitar jamás un inconveniente, sin caer en otro. La prudencia estriba en conocer su

respectiva calidad, y en tomar el partido menos malo.

Ha de manifestarse el príncipe amigo generoso de los talentos y honrar a todos

aquellos gobernados suyos que sobresalgan en cualquier arte. Por ende, debe

estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión y oficio, agrícola,

mercantil o de cualquier otro género, y hacer de modo que, por el temor de verse

quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer al Estado, y que, por el

miedo a los tributos, no se persuadan a dedicarse a negocios diferentes. Debe,

además, preparar algunos premios para quien funde establecimientos útiles, y para

quien trate, en la forma que quiera, de multiplicar los recursos de su ciudad.

Finalmente, está obligado a proporcionar fiestas y espectáculos a sus pueblos, en las

fechas anuales que estime oportunas. Como toda ciudad se halla repartida en tribus

municipales o en gremios de oficios, le conviene guardar miramientos con estas

corporaciones, reunirse a veces con ellas en sus juntas, y dar en éstas ejemplo de

humildad y de munificencia, conservando, empero, inalterablemente la majestad de

su clase, y cuidando que, en tales casos de popularidad, no se humille su dignidad

regia en manera alguna.

CAPÍTULO XXVI

EXHORTACIÓN PARA LIBRAR A ITALIA DE LOS BÁRBAROS

Después de haber meditado sobre cuantas cosas acaban de exponerse, me he

preguntado a mí mismo si existen ahora en Italia circunstancias tales que un príncipe

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nuevo pueda adquirir en ella más gloria y si se halla en la nación cuanto es necesario

para proporcionar a aquel a quien la naturaleza hubiera dotado de un gran valor y de

una prudencia poco común la ocasión de introducir aquí una nueva manera de

gobernar por la que, honrándose a sí mismo, hiciera la felicidad de los italianos. La

conclusión de mis reflexiones en la materia es que tantas cosas parecen concurrir en

Italia al beneficio de un príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura

más propicia para semejante empresa. Porque si, como ya dije, fue necesario que el

pueblo de Israel estuviera esclavo en Egipto para que pudiese apreciar el valor y los

raros talentos de Moisés, que los persas gimiesen bajo el duro dominio de los medos

para que conociesen la grandeza y la magnanimidad de Ciro, que los atenienses

experimentasen los inconvenientes de la vida errante y vagabunda para que

comprendiesen vivamente la magnitud de los beneficios de Teseo, así también, para

apreciar el mérito de un libertador de Italia, ha sido preciso que ésta se haya visto

traída al miserable estado en que está ahora. Sus habitantes, en efecto, se han

encontrado más ferozmente vejados que el pueblo de Israel, más cruelmente

maltratados que los persas, más extensamente dispersados que los atenienses. Sin

jefes y sin estatutos, han sufrido de los extranjeros todo género de robos, despojos,

desgarramientos, vejaciones, desolaciones y ruinas.

Aunque en los tiempos corridos hasta hoy se haya notado en este o en aquel hombre

algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios para la

redención de Italia, no tardó en advertirse que la fortuna no le acompañaba en sus

más sublimes acciones, antes le reprobaba de una manera tal que, continuando la

nación exánime, aguarda todavía un salvador que la cure de sus heridas y que ponga

fin a los destrozos y a los saqueos de la Lombardía no menos que a los pillajes y a

las matanzas del reino de Nápoles. La vemos rogando a Dios que le envíe a alguno

que la redima de las crueldades y de los ultrajes que los bárbaros le infirieron. Por

abatida que esté, la encontramos en disposición de seguir una bandera si hay quien

la despliegue y enarbole. Pero en el día no encontramos en qué elemento prestigioso

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podría poner sus esperanzas si no es en la ilustre casa a que pertenecéis. Vuestra

familia, elevada por el valor y por la suerte a los favores de Dios y de la Iglesia, a la

que ha dado un príncipe en la persona del insigne León X, es la única capaz de

emprender nuestra redención. Ello no os será difícil si tenéis presentes en el ánimo

las acciones y los ejemplos de los eminentes príncipes que he nombrado. Aunque los

varones de su temple hayan sido raros y maravillosos, no por eso fueron menos

hombres, y ninguno de ellos tuvo tan propicia ocasión como la del tiempo presente.

Sus empresas no fueron más justas ni más fáciles que la que os indico, y Dios no les

fue más favorable de lo que es a vuestra causa. Nunca sobrevino justicia tan

sobresaliente, porque una guerra es legítima por el mero hecho de ser necesaria, y es

un acto de humanidad cuando no queda esperanza más que en ella. Ni cabe facilidad

mayor siendo grandísimas las disposiciones de los pueblos y con tal que éstas

abarquen algunas de las instituciones que por modelo os propuse.

Fuera de estos socorros, sucesos extraordinarios y sin ejemplo parecen dirigidos

patentemente por Dios mismo. El mar se abrió, la nube os mostró el camino, la peña

abasteció de agua, el maná cayó del cielo. Todo concurre al acrecentamiento de

vuestra grandeza, y lo demás debe ser obra propia vuestra. Dios no quiere hacerlo

todo, para no privarnos de nuestro libre albedrío ni quitarnos una parte de la obra

que en nuestro bien redundará. No es sorprendente que hasta la hora de ahora

ninguno de cuantos italianos he citado haya sido capaz de llevar a cumplido término

lo que cabe esperar de vuestra esclarecida estirpe. Si en las numerosas revoluciones

de nuestro país y en tantas maniobras guerreras pareció siempre que se había

extinguido la antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que no eran

buenas sus instituciones y de no haber nadie que supiera inventar otras nuevas. Nada

honra tanto a un hombre recién elevado al dominio político como las nuevas

instituciones por él ideadas, las cuales, si se basan en buenos fundamentos y llevan

algo grande en sí mismas, le hacen digno de respeto y de admiración.

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Actualmente no carece Italia de cuanto es preciso para introducir en ella formas

militares legales y políticas de toda especie. Lo sobra valor, que, aun faltándole a los

jefes, permanecía con eminencia en los soldados. En los desafíos y en los combates

de un corto número de contendientes, los italianos se muestran superiores en fuerza,

destreza e ingenio a sus enemigos. Si no se manifiestan así en los ejércitos, la única

causa estriba en la debilidad de sus capitanes, pues los que la conocen no quieren

obedecer, y cada cual cree conocerla. Hasta nuestros días no hubo, en efecto, varón

alguno de bastante prestancia por su valor y por su fortuna para que los otros se le

sometiesen de modo incondicional. De aquí proviene el que durante tan largo

transcurso de tiempo y en tan crecida abundancia de guerras hechas durante los

veinte últimos años, siempre que se dispuso de un ejército exclusivamente italiano,

se desgració sin remisión, como se vio primero en Faro y sucesivamente en

Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri. Si, pues, vuestra ilustre casa

quiere imitar a los perínclitos varones que libertaron sus provincias, ante todas cosas

será bien que os proveáis de ejércitos únicamente vuestros, ya que no hay soldados

más fieles que los propios, y, si cada uno en particular es bueno, todos juntos serán

mejores desde que se vean asistidos, mandados y honrados por su príncipe.

Conviene en tal concepto proporcionarse ejércitos de esa índole, a fin de poder

defenderse de los extranjeros con una bizarría genuinamente italiana.

Aunque las infanterías suiza y española tienen fama de terribles, adolecen una y otra

de un defecto capital, a causa del cual un tercer género de tropas no solamente las

resistiría, sino que lograría vencerlas. Los suizos temen a la infantería contraria

cuando se encuentran con una que pelea con tanta obstinación como ellos, y los

españoles resisten con suma dificultad los asaltos de la caballería. Por ello se ha

visto a la infantería suiza abrumada por la española, y a ésta realizar esfuerzos

increíbles, casi sobrehumanos, para sostenerse contra los ataques de la caballería

francesa. Por más que no poseamos todavía la prueba íntegramente experimental del

hecho, algo de eso se vio en la batalla de Ravena, cuando los infantes españoles

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llegaron a las manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que

las suizas. Los españoles, ágiles de cuerpo y escudados por sus brazaletes,

penetraron por entre las picas de los alemanes, sin dejarles medio alguno posible de

defensa, y a no haberles embestido la caballería los hubieran acuchillado a todos.

Así, una vez reconocido el inconveniente de ambas infanterías, cabe imaginar una

nueva que resista bien a la caballería y a la que no amedrenten las fuerzas de la

misma arma, lo que se conseguirá no de esta o de aquella nación de combatientes,

sino cambiando el modo de guerrear. Se trata de invenciones que, tanto por novedad

como por sus beneficios, darán reputación y procurarán gloria a un príncipe nuevo.

Después de tantos años de expectación inquietante, Italia espera que aparezca, al fin,

su redentor en el tiempo presente. No puedo expresar con cuánta fe, con cuánto

amor, con cuánta piedad, con cuántas lágrimas de alegría será recibido en todas las

provincias que han sufrido los desmanes de los extranjeros. ¿Qué puertas estarían

cerradas para él? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué italiano no le

seguiría? Todos se hallan cansados de la dominación bárbara. Acepte, pues, vuestra

ilustre casa este proyecto de restauración nacional con la audacia y con la confianza

qne infunden las empresas legítimas, a fin de que la patria se reúna bajo vuestras

banderas y de que bajo vuestros auspicios se cumpla la predicción del Petrarca: El

valor pelear á con furia, y el combate será corto, porque el denuedo antiguo aún no

ha muerto en los corazones de los italianos.

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THOMAS HOBBES

Carlos S. Fayt

Thomas Hobbes es el más célebre de los teóricos

del absolutismo.

Sus obras: “Tratado sobre los primeros

principios”, “Los elementos de la ley natural y

política” y “Leviatán o la materia, forma y poder

de una República eclesiástica y civil”.

Al descubrir la naturaleza del hombre artificial, dice Hobbes, me propongo

considerar: 1) la materia de que consta y el artífice, es decir al hombre; 2) cómo y

por qué pactos se instituye, cuáles son sus derechos y el poder justo o la autoridad

justa de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o aniquila; 3) qué es un gobierno

cristiano; y 4) por último, qué es el reino de las tinieblas.

El deseo, el temor, la esperanza, esto es, las pasiones, son las mimas en todos los

hombres. Lo que varían son los objetos de esas pasiones pero no su esencia.

Hobbes es estrictamente un mecanicista, y así surge de todo su pensamiento. Tiene

una concepción pesimista de la naturaleza humana, a la que considera egoísta,

insaciable, guiada por el interés y la utilidad, con tendencia instintiva a la

dominación y a la guerra. El placer es el bien; el dolor es el mal. Procurar bien y huir

del mal son manifestaciones necesarias conforme a la razón. El supremo bien es la

vida. El mal irremediable, la muerte.

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Los hombres son iguales por naturaleza y tienen igual derecho sobre todas las cosas

necesarias para la conservación de la vida.

El hombre no es un ser social por naturaleza, sino por accidente. Su inclinación

natural es la dominación, la guerra.

La justicia consiste en el cumplimiento de la convenciones. Es propia del Estado

político (o civil) y no del estado de naturaleza, donde no hay distinción entre lo mío

y lo tuyo ni noción de lo justo o injusto.

Hobbes considera que el poder de un hombre consiste en sus medios presentes para

obtener algún bien manifiesto futuro. Puede ser original o instrumental.

Poder natural es la eminencia de las facultades del cuerpo o de la inteligencia. Son

instrumentales aquellos que se adquieren mediante los antedichos, o por fortuna, y

sirven como medios e instrumentos para adquirir más, lo que los hombres llaman

buena suerte.

El mayor de los poderes humanos es el que se integra con los poderes de varios

hombres unidos por el consentimiento en una persona natural o civil; tal es el poder

de un Estado.

Hobbes sostiene que los hombres son iguales por naturaleza, tanto en las facultades

del cuerpo como en las del espíritu, considerados en conjunto.

En la naturaleza del hombre hay 3 causas principales de discordia. Primera, la

competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa

a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad;

la tercera para lograr reputación. La primera hace uso de la violencia para

convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la

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segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes,

como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de

subestimación.

Hobbes define al derecho natural como la libertad que cada hombre tiene de usar su

propio poder como quiera, para la conservación de su propia vida; y por

consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como

los medios más aptos para ese fin. Por libertad entiende la ausencia de impedimentos

externos, que reducen parte del poder del hombre de hacer lo que quiera. En cuanto

a ley natural, Hobbes la define como un precepto o norma general, establecida por la

razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su

vida o privarle de los medios de conservarla.

La condición del hombre, según Hobbes, es una condición de guerra de todos contra

todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada,

de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida

contra sus enemigos.

Leyes de la naturaleza:

1º. “Cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de

lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las

ayudas y ventajas de la guerra”

2º. “Que uno acceda, si los demás consienten también y mientras se considere

necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar a este derecho a

todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás

hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo”

3º. “Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. En esta ley natural

reside la justicia”

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I. EL ESTADO EN EL PENSAMIENTO HOBBESIANO

En el pensamiento de Hobbes, el fin del Estado es la seguridad. Expresa Hobbes que

el único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la

invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, es conferir todo su poder y

fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales por pluralidad

de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad.

El Estado puede definirse: “Una persona de cuyos actos una gran multitud, por

pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al

objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue

oportuno, para asegurar la paz y la defensa común”. El titular de esta persona se

denomina soberano, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que lo

rodean es súbdito suyo.

Ninguna cosa que el soberano haga puede constituir injuria para ninguno de sus

súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. Nada que haga el

soberano puede ser castigado por sus súbditos. El soberano es el único juez de lo que

es necesario para conservar la paz y la defensa de los súbditos.

El poder de defensa reside en el ejército y la potencialidad de un ejército consiste en

la unidad de mando. De ahí que quien tiene el poder soberano sea siempre

generalísimo.

Las diferentes formas de gobierno son sólo 3: monarquía, aristocracia o democracia,

según que el poder soberano esté en manos de un hombre, de una parte de una

asamblea o de toda una asamblea. Hobbes se muestra partidario de la monarquía.

Sentando el principio que entre las distintas formas de gobierno no existe diferencia

de poder sino de conveniencia o aptitud para realizar sus fines.

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Hobbes distingue entre el Estado por institución, aquél en que el poder soberano se

origina en el contrato, y el Estado por adquisición, aquél que se adquiere por la

fuerza, por el temor a la muerte o a la servidumbre.

En todos los Estados, el poder soberano debe ser absoluto y encontrarse en

condiciones de protegerse a sí mismo de la sedición y a sus súbditos de la guerra

civil.

En cuanto a la libertad de los súbditos, distingue entre libertad natural y libertad

civil. La primera puede definirse como la ausencia de oposición, es decir, de

impedimentos externos para el movimiento.

La libertad civil, en cambio, radica solamente en aquellas cosas que en la regulación

de sus acciones ha predeterminado el soberano.

Tanto si el Estado es monárquico como popular, la libertad siempre es la misma.

Si el soberano ordena un hombre que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no

resista a quienes lo ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la

medicina o de cualquier otra cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene la

libertad para desobedecer.

Sostiene Hobbes que los Estados no pueden soportar la dieta, ya que no estando

limitados sus gastos por sus propios apetitos sino por sus accidentes externos y por

los apetitos de sus vecinos, los caudales públicos no reconocen otros límites sino

aquellos que requieran las situaciones emergentes.

El soberano representa al Estado, es el legislador. El soberano de un Estado no está

sujeto a las leyes civiles, ya que teniendo poder para hacer y revocar las leyes,

puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución haciendo otras nuevas.

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En cuanto a las condiciones requeridas en un buen juez, ellas son: una correcta

comprensión de la principal ley de la naturaleza, llamada equidad; el desprecio de

innecesarias riquezas y preferencias; ser capaz de despojarse así mismo, en el juicio,

de todo temor, miedo, amor, odio y compasión, y, por último, paciencia para oír,

atención diligente en escuchar y memoria para retener, asimilar y aplicar lo que se

ha oído.

Los Estados padecen enfermedades: insuficiencia de poder soberano, presencia de

doctrinas sediciosas, etc.

Hobbes alude a la disolución del Estado. Cuando en una guerra, exterior o intestina,

los enemigos logran una victoria final, entonces, según Hobbes, el Estado queda

disuelto y cada hombre en libertad de protegerse a sí mismo por los expedientes que

su propia discreción le sugiera.

La función del soberano debe estar dirigida a procurar el bien y la seguridad del

pueblo, proveyendo a la instrucción, promulgación y ejecución de buenas leyes.

II. EVALUACIÓN Y CONCLUSIÓN

Lo vivo del pensamiento de Hobbes está en su teoría del Estado, del poder y de la

autocracia.

Las cuestiones vinculadas al poder de dominación y a la obediencia de los súbditos

adquieren suprema importancia y motivan el amor al orden que trasunta toda su

obra. En esencia, su tratado es la justificación racional de un Estado fuerte y de un

gobierno absoluto, utilizando instrumentalmente como base doctrinaria la teoría del

pacto social, el estado de naturaleza y el estado civil. Utiliza el método deductivo

matemático.

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Hobbes es el teórico por excelencia de la soberanía absoluta, ilimitada, omnipotente.

Según Theimer el rasgo fundamental de cualquier ideal absolutista es la incapacidad

del pueblo para gobernarse así mismo. Por ignorancia, necedad o egoísmo. En el

pensamiento de Hobbes el único que tiene auténtica dimensión humana es el

soberano, el hombre o la asamblea que está en ejercicio del poder soberano y por

tanto este es lo esencial del Estado.

El Estado nacional se edifica con 4 elementos intrínsecamente contradictorios: el

derecho divino de los reyes, los derechos de la conciencia, la razón y la propiedad. Y

ellos gravitan en el sistema de Hobbes quien procura conciliarlos en un orden

coherente.

En conclusión, El Leviatán es la primera gran justificación de la dictadura. Hobbes

es uno de esos singularísimos pensadores que desafían cualquier tentativa de

interpretación en términos de características nacionales, o en los de cualquier

escuela o moda del pensamiento.

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HOBBES

Norberto Bobbio

Hobbes es el más grande filósofo político de la época moderna antes que Hegel.

Obras políticas: Los elementos de la ley natural y política (1640), De cive (1642 y

1647) y Leviatán (1651).

Hobbes no acepta dos de las tesis que han caracterizado durante siglos la teoría de

las formas de gobierno: la de la distinción entre formas buenas y malas, y la del

gobierno mixto.

Para Hobbes el poder soberano es absoluto; si no lo es, no es soberano.

El vínculo que une a los súbditos con las leyes positivas, o sea, las leyes

promulgadas por el soberano, no tiene la misma naturaleza que el lazo que relaciona

al soberano con las leyes naturales, es decir, con las dictadas por Dios. Si el

soberano no respeta las leyes naturales, nadie puede obligarlo y castigarlo. Las leyes

naturales son para el soberano solamente reglas de prudencia que le sugieren

comportarse de cierta forma si quiere alcanzar un fin determinado. Mientras el juez

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de la conducta del súbdito es el soberano, de la conducta del soberano el único juez

es él mismo.

La razón por la cual los individuos salen del estado de naturaleza para entrar en el

Estado, es que el de naturaleza se resuelve en un estado de conflicto permanente.

Para Hobbes el derecho de propiedad existe solamente en el Estado y mediante la

tutela que de él hace tal Estado. Únicamente el Estado puede asegurar la existencia

de la propiedad privada.

El razonamiento de Hobbes es riguroso: la distinción entre formas buenas y malas

parte de la distinción entre soberanos que ejercen el poder de acuerdo con las leyes y

soberanos que gobiernan sin respetar las leyes con las que están obligados. El mal

soberano es quien abusa del poder que se le ha confiado.

Según Hobbes, no existe ningún criterio objetivo para distinguir al buen rey del

tirano, etc. Los juicios de valor, o sea, los que usamos para decir que algo está bien o

mal, son juicios subjetivos que dependen de la “opinión”.

El tirano es un rey que no cuenta con nuestra aprobación; el rey es un tirano que

tiene nuestra aprobación.

No hay nada que decir sobre la definición del despotismo: por despotismo todos los

escritores entienden la forma de dominio en la que el poder del príncipe sobre sus

súbditos es de la misma naturaleza que el poder del amos sobres sus esclavos.

Hobbes únicamente habla de conquista y de victoria: no dice que si la guerra que se

gana debe ser justa. ¿Cómo se puede distinguir una guerra justa de una injusta? Lo

que finalmente determina la justicia de la guerra es la victoria.

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El fundamento del poder despótico es el mismo consenso de quien se somete. El

Estado surge de un pacto que los individuos establecen entre ellos y que tiene el

objetivo de obtener la seguridad de la vida mediante la sumisión reciproca a un solo

poder.

Como se ha dicho, otra característica de la soberanía es la indivisibilidad, de la que

deriva la segunda tesis hobbesiana, que nos interesa comentar: la crítica de la teoría

del gobierno mixto.

Para Hobbes, un punto inamovible es que el poder soberano no puede ser dividido

más que a riesgo de destruirlo. Incluso considera como una teoría sediciosa a la que

afirme que el poder soberano es divisible, y que un gobierno bien ordenado debería

prohibirla.

El razonamiento hobbesiano es de una simplicidad ejemplar: si efectivamente el

poder soberano está dividido, ya no es soberano, si continúa siendo soberano quiere

decir que no está dividido, lo cual significa que la división solamente es aparente.

Para Hobbes, el inconveniente del gobierno mixto es precisamente el de llevar a

consecuencias opuestas a las que se habían imaginado sus partidarios: inestabilidad.

El gobierno mixto es comparado con algo monstruoso.

La crítica de Hobbes va contra la separación de las principales funciones del Estado

y de su asignación a órganos diferentes. La sobreposición de la teoría de la

separación de poderes y de la del gobierno mixto, sucede únicamente porque se

busca hacer coincidir la tripartición de las funciones principales del Estado.

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El gobierno mixto perfecto es aquel gobierno en el cual la misma función, entiendo

la función principal, la legislativa, es ejercida habitual y conjuntamente por las tres

partes que componen el Estado.

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THOMAS HOBBES

George Sabine

Thomas Hobbes (5 de abril de 1588 — 4 de diciembre de 1679), fue un filósofo

inglés, cuya obra Leviatán (1651) estableció la fundación de la mayor parte de la

filosofía política occidental. Es el teórico por excelencia del absolutismo político.

Hobbes es recordado por su obra sobre la filosofía política, aunque también

contribuyó en una amplia gama de campos, incluyendo historia, geometría, teología,

ética, filosofía general y ciencia política.

Más tarde diría respecto a su nacimiento: "El miedo y yo nacimos gemelos", dado

que su madre dio a luz de forma prematura por el terror que infundía la Armada

Invencible española acercándose a costas británicas.

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Ha sido considerado a lo largo de la Historia del pensamiento como una persona

oscura, de hecho en 1666 en Inglaterra se quemaron sus libros por considerarle ateo.

Posteriormente, tras su muerte, se vuelven a quemar públicamente sus obras. En

vida Hobbes tuvo dos grandes enemigos contra los que mantuvo fuertes tensiones: la

Iglesia de Inglaterra y la Universidad de Oxford. La obra de Hobbes, no obstante, es

considerada como línea de ruptura con la Edad Media y sus descripciones de la

realidad de la época son brutales. Estuvo siempre en contacto con la Real Sociedad

de Londres, sociedad científica fundada en 1660.

La época de Hobbes se caracteriza por una gran división política la cual confrontaba

dos bandos bien definidos:

Monárquicos: que defendían la monarquía absoluta aduciendo que la

legitimidad de ésta venía directamente de Dios.

Parlamentarios: afirmaban que la soberanía debía estar compartida entre el

rey y el pueblo.

Hobbes se mantenía en una postura neutra entre ambos bandos ya que si bien

afirmaba que la soberanía está en el rey, su poder no provenía de Dios. El

pensamiento filosófico de Hobbes se define por enmarcarse dentro del materialismo

mecanicista, corriente que dice que sólo existe un "cuerpo" y niega la existencia del

alma. También dice que el hombre está regido por las leyes del Universo. En estos

dos conceptos su pensamiento es parecido al de Spinoza, sin embargo se diferencia

en gran medida de éste al afirmar que el hombre es como una máquina, ya que según

Hobbes, el hombre se mueve continuamente para alcanzar sus deseos; este

movimiento se clasifica en dos tipos: de acercamiento, el hombre siempre se acerca

a las cosas que desea y de alejamiento, el hombre se aleja de las cosas que ponen en

peligro su vida. Así dice que la sociedad está siempre en movimiento.

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Escribió Leviatán, un manual sobre la naturaleza humana y como se organiza la

sociedad. Partiendo de la definición de hombre y de sus características explica la

aparición del Derecho y de los distintos tipos de gobierno que son necesarios para la

convivencia en la sociedad. Considera al Estado como un acuerdo natural entre los

poderosos o gobernantes y los súbditos que beneficia a ambos.

Su visión del estado de naturaleza anterior a la organización social es la "guerra de

todos contra todos", la vida en ese estado es solitaria, pobre, brutal y breve. Habla

del derecho de naturaleza, como la libertad de utilizar el poder que cada uno tiene

para garantizar la auto conservación. Cuando el hombre se da cuenta de que no

puede seguir viviendo en un estado de guerra civil continua, surge la ley de

naturaleza, que limita al hombre a no realizar ningún acto que atente contra su vida o

la de los otros. De esto se deriva la segunda ley de naturaleza, en la cual cada

hombre renuncia o transfiere su derecho a un poder absoluto que le garantice el

estado de paz. Así surge el contrato social en Hobbes. Junto con los Dos Tratados

sobre el Gobierno Civil de John Locke y El contrato social de Rousseau, el Leviatán

es una de las primeras obras de entidad que abordan el origen de la sociedad.

Aunque la fama de Hobbes se debe esencialemte a sus teorías políticas y sociales, su

filosofía constituye la más completa doctrina materialista del siglo XVII.

El universo es concebido como una gran máquina corpórea, donde todo sigue las

estrictas leyes del mecanicismo, según las cuales, cualquier fenómeno ha de

explicarse a partir de elementos meramente cuantitativos: la materia (extensión), el

movimiento y los choques de materia en el espacio.

"El universo es corpóreo. Todo lo que es real es material y lo que no es material

no es real" (Leviatán).

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Este fragmento del Leviatán resume la filosofía materialista de Hobbes,

estrechamente vinculada a una postura determinista del mundo que postula que

todos los fenómenos del universo se hallan determinados inexorablemente por la

cadena causal de los acontecimientos. Nada surge del azar; todo acontecer es el

resultado necesario de la serie de las causas, y, por lo tanto, podría ser anticipado,

previsto.

El determinismo de Hobbes se fundamenta en un método racionalista de carácter

matemático y geométrico (el método analítico-sintético de Descartes), que parte de

la hipótesis de que las partes de un todo (materiales, engendradas y entendidas como

causas) han de descomponerse y explicar el conjunto o las partes en su totalidad. La

teología queda excluida del ámbito de la filosofía (por no estar compuestas sus

partes de elementos corporeos engendrados), abarcando exclusivamente la

geometría, una filosofía de la sociedad y la física, aunque esta última únicamente

pueda proporcionar conocimientos basados en la mera probabilidad, no necesarios,

como posteriormente defenderá el más consecuente y radical de los empiristas

ingleses: David Hume.

La antropología de Hobbes se fundamentará también en el materialismo. Criticando

el dualismo cartesiano, denunciará el paso ilícito del "cogito" a la "res cogitans".

Del "pienso" puede deducirse únicamente que "soy", de lo contrario, de la

proposición "yo paseo" se seguiría análogamente la existencia de una "substancia

ambulante", lo cual es ciertamente un absurdo. El hombre es un cuerpo y, como tal,

se comporta a la manera como lo hacen el resto de los cuerpos-máquinas. El

pensamiento o la conciencia no es una substancia separada del cuerpo: la "entidad"

corporal que somos, y su conocimiento de las cosas proviene y se reduce a la

sensación. En polémica con la teoría aristotélica de la sensación, Hobbes postula que

ésta ha de explicarse también a partir de postulados mecanicistas, como producto de

los movimientos de los cuerpos (materia). El apetito y la aversión (repugnancia)

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provocan determinados movimientos y acciones en los cuerpos denominados

emociones. Los sueños y la imaginación son explicados, así mismo, como

reacciones a una gran variedad estímulos (corporales), tanto externos como internos.

La libertad humana y el libre arbitrio (albedrío) de la voluntad quedan subordinados

y limitados por el feroz determinismo de Hobbes. Ambos están condicionados por

los movimientos de los cuerpos externos.

La filosofía pólítica y la teoría social de Hobbes representan una evidente reacción

contra las ideas descentralizadoras (parlamentarismo) y la libertad ideológica y de

conciencia que proponía la Reforma, en la que él avistaba el peligro de conducir

inevitablemente a la anarquía, el caos y la revolución, de forma para él fue necesario

justificar y fundamentar la necesidad del absolutismo como política ideal con la que

soslayar dichos "males". Es inevitable instaurar una autoridad absoluta cuya ley sea

la jerarquía máxima y tenga que ser obedecida por todos sin excepción.

El Estado es un "artificio" que surge para remediar un hipotético estado de

naturaleza en el que los hombres, guiados por el instinto de supervivencia, el

egoísmo y por la ley del más fuerte (la ley de la selva), se hallarían inmersos en una

guerra de todos contra todos que haría imposible el establecimiento de sociedades

(y una cultura) organizadas en las que reinara la paz y la armonía. Sin un Estado o

autoridad fuerte sobrevendría el caos y la destrucción (la anarquía), convirtiéndose

el hombre en un lobo para los otros hombres, según la célebre frase de Hobbes:

"homo hominis, lupus".

La propia naturaleza nos otorga una razón que nos provee de ciertas "leyes

naturales" que son como "dictados de la recta razón sobre cosas que tienen que ser

hechas o evitadas para preservar nuestra vida y miembros en el mismo estado que

gozamos". Por ello, el hombre encuentra dentro de sí la necesidad de establecer unas

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leyes que le permitan vivir en paz y en orden; necesidad que se realiza mediante un

pacto o contrato social mediante el cual, los poderes individuales se transfieren a "un

solo hombre" o a "una asamblea de hombres": el Estado o Leviatán que, como el

monstruo bíblico, se convierte en el soberano absoluto y cuyo poder aúna todos los

poderes individuales.

El Estado se presenta así como algo artificial, opuesto a la naturaleza humana, pero

susceptible de garantizar la supervivencia de todos a costa de la pérdida de su

autonomía y libertad. Aunque Hobbes estuvo a favor de la libertad religiosa e

ideológica y favoreció el proceso de secularización de Europa, no obstante defendió

el poder absoluto y casi autófago del Estado, a cuyos intereses ha de subordinarse

toda minoría. Hobbes representa el orden propio del conservadurismo, en el cual, el

todo social armonioso ha de estar por encima y subordinar cualquier acción u

apetencia individual.

Como forma óptima de gobierno defendió la monarquía, desaconsejando cualquier

reparto entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

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LEVIATÁN, O LA MATERIA, LA FORMA Y EL PODER DE

UN ESTADO ECLESIÁSTICO Y CIVIL

Thomas Hobbes

1. EL ESTADO DE NATURALEZA

CAPÍTULO XIII: DE LA CONDICIÓN NATURAL DE LA ESPECIE

HUMANA RESPECTO A LA FELICIDAD Y A LA MISERIA

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y

mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más

fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así, cuando todo se toma en

cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante

considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno

que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza

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corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por

maquinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo

peligro que él.

Y en lo que toca las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas sobre

palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por normas generales

e infalibles llamada ciencia, que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no

siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia)

cuando buscamos alguna otra cosa) encuentro mayor igualdad aún entre los

hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a

igual tiempo se acuerda igualmente a todos los hombres en aquellas cosas a que se

aplican igualmente. Lo que quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más

que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en

mayor grado que el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos

pocos otros, a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos,

aprueba. Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque pueden reconocer que

muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente

creerán, sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su

propia inteligencia a mano, y la de los otros hombres a distancia. Pero esto prueba

que los hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues

generalmente no hay mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el que

cada hombre se contente con lo que le ha tocado.

De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar

nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa,

que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia

su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación)

se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí

donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre,

si alguien planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, puede esperarse de

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otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y

privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el

invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero.

No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua

que la anticipación; y esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como

pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerla en

peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere, y lo

generalmente admitido. También porque habiendo algunos, que complaciéndose en

contemplar su propio poder en los actos de conquista, los que van más lejos de lo

que su seguridad requeriría, si otros, que de otra manera se contentarían con

permanecer tranquilos dentro de límites modestos, no incrementasen su poder por

medio de la invasión, no serían capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo

sólo a la defensiva. Y, en consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre

hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle permitido.

Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien, considerable

pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos

ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le valore a la altura que se

coloca el mismo. Y ante toda señal de desprecio o subvaloración es natural que se

esfuerce hasta donde se atreva (que, entre aquellos que no tienen un poder común

que los mantengan tranquilos, es lo suficiente para hacerles destruirse mutuamente),

en obtener de sus rivales, por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el

ejemplo.

Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre.

Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria.

El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; y

el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de

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las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para

defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una

opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su

persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre.

Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder

común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama

guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la guerra no

consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde

la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la

noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la

naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no

está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en

conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la

disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de

lo contrario. Todo otro tiempo es paz.

Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre

es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en que los

hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza

y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto

de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni

navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción

confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha

fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni

letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de

muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y

corta.

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Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas cosas que la

naturaleza disocie de tal manera los hombres y les haga capaces de invadirse y

destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia, desee, no confiando en

esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la misma por experiencia. Medite

entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus

puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa,

y esto sabiendo que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño

que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de

sus conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando

echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad sus acciones como lo

hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza

del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado.

No lo son tampoco las acciones que proceden de estas pasiones, hasta que conocen

una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede

hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará.

Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de guerra; y yo

creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay muchos lugares

donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos lugares de América, con la

excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la natural

lujuria, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la brutal manera que antes

he dicho. De todas formas, qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder

común al que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen

degenerar, en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un

gobierno pacífico.

Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que los hombres particulares

estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo, en todo tiempo,

los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su independencia, en

continuo celo, y en el estado y postura de gladiadores; con las armas apuntando, y

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los ojos fijos en los demás; esto es, sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las

fronteras de sus reinos e ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una

postura de guerra. Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue

de ello aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.

De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que

nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e justicia, no tienen allí

lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia.

La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la

injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían

estar en un hombre que estuvieras solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones.

Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente

también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción

entre mío y tuyo; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto

tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición

en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una

posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón.

Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el

deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza

de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre

los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que

en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto

en los dos siguientes capítulos.

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2. EL DERECHO NATURAL Y LAS LEYES NATURALES

CAPÍTULO XIV: LAS DOS PRIMERAS LEYES NATURALES Y LOS

CONTRATOS

El derecho natural, que los escritores llaman comúnmente ius naturale, es la libertad

que cada hombre tiene de usar su propio poder, como él quiera, para la preservación

de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida y, por consiguiente, de hacer toda

cosa que su propio juicio, y razón, conciba como el medio más apto para que ello.

Por libertad se entiende, de acuerdo con la significación apropiada de la palabra, la

ausencia de impedimentos externos, impedimentos que a menudo pueden arrebatar a

un hombre parte de su poder para hacer lo que le plazca, pero no pueden impedirle

usar del poder que le queda, de acuerdo con lo que le dicte su juicio y razón.

Una ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o regla general encontrada por la

razón, por la cual se le prohíbe al hombre hacer aquello que sea destructivo para su

vida, o que le arrebate los medios de preservar la misma, y omitir aquello con lo que

cree puede mejor preservarla, pues aunque los que hablan de este tema confunden a

menudo ius y lex, derecho y ley, éstos debieran, sin embargo, distinguirse, porque el

derecho consiste en la libertad de hacer o no hacer, mientras que la ley determina y

ata a uno de los dos, con lo que la ley y el derecho difieren tanto como la obligación

y la libertad, que en una y la misma materia son incompatibles.

Y es por consiguiente un precepto, por regla general de la razón, que todo hombre

debiera esforzarse por la paz, en la medida en que espere obtenerla, y que cuando no

pueda obtenerla, pueda entonces buscar y usar toda la ayuda y las ventajas de la

guerra, de cuya regla la primera rama contiene la primera y fundamental ley de

naturaleza, que es buscar la paz, y seguirla, la segunda, la suma del derecho natural,

que es defendernos por todos los medios que podamos.

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''De esta ley fundamental de naturaleza, por la que se ordena a los hombres que se

esfuerce por la paz, se deriva esta segunda ley: que un hombre esté dispuesto,

cuando otros también lo están tanto como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en

pro de la paz y defensa propia que considere necesaria, y se contente con tanta

libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra el mismo.

Renunciar al derecho de un hombre a toda cosa es despojarse a sí mismo de la

libertad de impedir a otro beneficiarse de su propio derecho a lo mismo, pues aquél

que renuncia, o deja pasar su derecho, no da a otro hombre un derecho que no

tuviera previamente, porque no hay nada a lo cual no tuviera todo hombre derecho

por naturaleza, sino que simplemente se aparta de su camino, para que pueda gozar

de su propio derecho original, sin obstáculo por parte de aquél, no sin obstáculo por

parte de un otro, por lo que el efecto para un hombre de la falta de derecho de otro

hombre no es sino la equivalente disminución de impedimentos para el uso de su

propio derecho original.

Un derecho es abandonado ya sea por simple renuncia a él o por transferencia a un

otro. Por simple renuncia, cuando no le importa en quien recaiga el consiguiente

beneficio. Por transferencia, cuando su intención es que el consiguiente beneficio

recaiga en alguna otra persona o personas determinadas. Y de un hombre que en

alguna de estas maneras haya abandonado o entregado su derecho se dice entonces

que está obligado o sujeto a no impedir a aquellos a los que se concede o abandona

dicho derecho a que se beneficien de él, y que debiera y es su deber no dejar sin

valor este acto propio voluntario, y que tal impedimento es injusticia y perjuicio, por

ser sine iure, por haber sido el derecho anteriormente renunciado, o transferido.

La transferencia mutua de un derecho es lo que los hombres llaman contrato. (...)

También puede uno de los contratantes entregar por su parte la cosa contratada, y

dejar que el otro cumpla con la suya en algún tiempo posterior determinado,

confiando mientras tanto en él, y entonces el contrato por su parte se llama pacto o

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convenio, o ambas partes pueden contratar ahora para cumplir más adelante, y en

tales casos el cumplimiento de aquél que, gozando de confianza, tiene que cumplir

en el futuro, se llama cumplimiento de promesa, o de fe, y la falta de cumplimiento

(si es voluntaria) violación de la fe. Cuando la transferencia de un derecho no es

mutua, sino que una de las partes transfiere con la esperanza de ganar por ello

amistad o servicio de otro o de sus amigos, o con la esperanza de ganar reputación

de caridad o magnanimidad, o para librar su mente del dolor de la compasión, o con

la esperanza de una recompensa en el cielo, esto no es un contrato, sino obsequio,

donación, gracia, palabras que significan una y la misma cosa.

CAPÍTULO XV: DE LAS OTRAS LEYES NATURALES

De aquella ley de naturaleza por la que estamos obligados a transferir a otro aquellos

derechos que si son retenidos obstaculizan la paz de la humanidad, se sigue una

tercera, que es ésta: que los hombres cumplan los pactos que han celebrado, sin lo

cual, los pactos son en vano, y nada sino palabras huecas. Y subsistiendo entonces el

derecho de todo hombre a toda cosa, estamos todavía en la condición de guerra.

Y en esta ley de naturaleza se encuentra la fuente y origen de la justicia, pues donde

no ha precedido pacto, no ha sido transferido derecho, y todo hombre tiene derecho

a toda cosa y, por consiguiente, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha

celebrado un pacto, entonces romperlo es injusto, y la definición de injusticia no es

otra que el no cumplimiento del pacto, y todo aquello que no es injusto es justo. (...)

Por tanto, antes de que los nombres de lo justo o injusto puedan aceptarse, deberá

haber algún poder coercitivo que obligue igualitariamente a los hombres al

cumplimiento de sus pactos, por el terror a algún castigo mayor que el beneficio que

esperan de la ruptura de su pacto y que haga buena aquella propiedad que los

hombres adquieren por contrato mutuo, en compensación del derecho universal que

abandonan, y no existe tal poder antes de que se erija una República.

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Así como la justicia depende del pacto previo, así depende la gratitud de una gracia

previa, es decir, donación previa, y es la cuarta ley de naturaleza, que puede ser

concebida en esta forma: que un hombre que reciba beneficio de otro por mera

gracia se esfuerce para que aquél que lo haya dado no tenga causa razonable para

arrepentirse de su buena voluntad, pues nadie da más que con la intención de

procurarse a sí mismo un bien, porque el dar es voluntario, y en todo acto voluntario

el objeto es para todo hombre su propio bien.

Una quinta ley de naturaleza es la diferencia, es decir, que todo hombre se esfuerce

por acomodarse al resto de los hombres. Para entenderlo podemos considerar que

hay en la aptitud de los hombres para la sociedad una diversidad natural que surge

de su diversidad de afectos, de forma semejante a lo que vemos en las piedras que se

ponen juntas para construir un edificio, pues así como la piedra que por su aspereza

e irregularidad de figura quita más espacio a las otras que el que ella misma llena y

que por su dureza no puede ser fácilmente pulida, obstaculizando así la

construcción, es desechada por los constructores como no beneficiosa y

perturbadora, así también un hombre que por su aspereza natural se esfuerce en

retener aquellas cosas que le son superfluas y que son para otros necesarias y que, a

causa de lo testarudo de sus pasiones, no pueda ser corregido, tiene que ser

abandonado o expulsado de la sociedad, como obstáculo para ella. Pues dado que se

supone que todo hombre, no sólo por derecho sino también por necesidad natural, se

esforzará todo lo que pueda para obtener aquello que es necesario para su

conservación, aquel que se oponga a esto por cosas superfluas es culpable de la

guerra que de ello se seguirá, y hace, por tanto, aquello que es contrario a la ley

fundamental de naturaleza, que ordena buscar la paz. Los observantes de esta ley

pueden ser llamados sociables (los latinos les llaman commodi), y los opuestos a

ella testarudos, insociables, perversos, intratables.

Una sexta ley de naturaleza es ésta: que ante garantía para el tiempo futuro, un

hombre debiera perdonar las ofensas pasadas de aquellos que, arrepentidos, lo

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desean, pues el perdón no es más que el otorgamiento de paz, que, si otorgada a

aquellos que perseveran en su hostilidad, no es paz, sino temor, pero no otorgada a

aquellos que garantizan el tiempo futuro, es señal de aversión a la paz y, por tanto,

opuesta a la ley de naturaleza.

Una séptima es: que en las venganzas (esto es, en la retribución de mal por mal) los

hombres no miren la magnitud del mal pasado, sino la magnitud del bien por venir,

por lo que nos está prohibido castigar con otro fin que la corrección del ofensor o la

guía de otros, pues esta ley es consecuente con la que le precede, que prescribe el

perdón por seguridad ante el tiempo futuro.

Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, atan a un deseo de que

tuvieran lugar, pero in foro externo, esto es, a ponerlas en acto, no siempre, pues

quien fuera modesto y tratable, y cumpliese todo cuanto prometiere, en tiempo y

lugar donde ningún otro hombre lo hiciese, no haría sino hacerse presa de otros y

procurar su propia y cierta ruina, contra la base de toda ley de naturaleza, que tiende

a la preservación de la naturaleza. Y además, aquel que teniendo suficiente

seguridad de que otros observarán las mismas leyes con respecto a él, no las observe

él mismo, no busca la paz, sino la guerra y, por consiguiente, la destrucción de su

naturaleza por violencia. Las leyes de naturaleza son inmutables y eternas, pues la

injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad, el favoritismo de

personas y demás no pueden nunca hacerse legítimos, porque no puede ser que la

guerra preserve la vida y la paz la destruya. Las mismas leyes, dado que obligan

solamente a un deseo, e intención, son fácilmente observables, pues para ello no

requieren otra cosa que intención; el que intenta cumplirlas, les da cumplimiento, y

aquel que da cumplimiento a la ley es justo. Y la ciencia de ellas es la verdadera y

única filosofía moral, pues la filosofía moral no es otra cosa que la ciencia de lo que

es bueno y malo en la conservación y sociedad humana. Bueno y malo son nombres

que significan nuestros apetitos, y aversiones, que son diferentes en los diferentes

caracteres, costumbres y doctrinas de los hombres.

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4.EL CONTRATO SOCIAL Y EL GOBIERNO DEL ESTADO

CAPÍTULO XVII: DE LAS CAUSAS, ORIGEN Y DEFINICION DE UN

ESTADO

La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el

dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que

los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por

añadidura, el logro de una vida más armónica, es decir, el deseo de abandonar esa

miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia

necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible

que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y

a la observancia de las leyes de naturaleza.

Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en

suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas,

cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia,

contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al

orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la

espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo

alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa

cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si

no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad,

cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña,

para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres

han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un

comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el

botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras

leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a

los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las

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familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más

grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad, y bajo el pretexto de

peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores,

justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos,

mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades

posteriores se recuerdan con honor tales hechos.

No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa

seguridad, porque cuando se trata de reducidos números, las pequeñas adiciones de

una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para

acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para

confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto

número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando

la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le

determine a intentar el acontecimiento de la guerra.

Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus

particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni

protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque

discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los

individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan

mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como

consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto

acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se

hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudiéramos

imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia

y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya,

podríamos suponer igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y

entonces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en

absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.

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Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida

durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante

un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque

obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después,

cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo,

otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de

sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.

Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en

forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las

criaturas políticas) y no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos,

ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que

considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por

qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto: Primero, que los

hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas

no, y a ello se debe que entre los hombres surjan por esta razón, la envidia y el odio,

y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.

Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque

por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio

común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los

demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es eminente.

Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no

ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en

cambio, entre los hombres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y

capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por

reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquélla, con lo cual acarrean

perturbación y guerra civil.

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Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen voz, en cierto modo, para darse a

entender unas a otras sus sentimientos, necesitan este género de palabras por medio

de las cuales los hombres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación

con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o

disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento

entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.

Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño y, por

consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En

cambio el hombre se encuentra más conturbado cuando más complacido está porque

es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduria y controlar las acciones de quien

gobierna el Estado.

Por último, la buena inteligencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es

solamente por pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente,

que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y

obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus

acciones hacia el beneficio colectivo.

El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la

invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte

que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y

vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea

de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades

a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres

que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se

reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien

representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad

comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y

sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una

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unidad real de todo ello en una y la misma persona instituida por pacto de cada

hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y

transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí

mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y

autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida

en una persona, se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Ésta es la generación de

aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios

mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.

Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en

el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es

capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y

para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero. Y en ello consiste la

esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran

multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno

como autor al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos, como lo

juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se

denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le

rodean es SÚBDITO suyo.

Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como

cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos,

siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete sus

enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el

otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para someterse

a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser

protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de

Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición.

En primer término voy a referirme al Estado por institución

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5. LA SOBERANÍA

CAPÍTULO XVIII: DE LOS DERECHOS DE LA SOBERANÍA POR

INSTITUCION

Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen

y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se

le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir,

de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como

los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese

hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de

vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.

De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades de aquel o

de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo

reunido.

En primer lugar, puesto que pactan, debe comprenderse que no están obligados por

un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En consecuencia, quienes

acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar

como propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto

nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su

permiso. En consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden

sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una

multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre

o a otra asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada

uno, a considerar como propio y ser reputados como autores de todo aquello que

pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su soberano.

Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar

el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres

han dado la soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo

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deponen toman de él lo que es suyo propio y cometen nuevamente injusticia. Por

otra parte si quien trata de deponer a su soberano resulta muerto o es castigado por él

a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo, ya que

es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un

hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es

también injusto por esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su

soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres sino con Dios,

esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de

alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de

Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios es una

falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es

sólo un acto de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.

En segundo lugar, como el derecho de representar la persona de todos se otorga a

quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no del

soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte

del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una

infracción, puede ser liberado de su sumisión. Que quien es erigido en soberano no

efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto, porque o bien

debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto

singular con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible,

porque hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos

singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la

soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado por uno de ellos como

infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho

en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Además, si uno o

varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su institución,

y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretenden que no hubo

semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la

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controversia; en tal caso la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los

hombres recobran el derecho de protegerse a sí mismos por su propia fuerza,

contrariamente al designio que les anima al efectuar la institución. Es, por tanto,

improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente. La opinión

de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional,

procede de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los

pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener,

constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es

decir, de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen

la soberanía, y cuyas acciones son firmemente mantenidas por todos ellos, y

sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos. Pero cuando se hace

soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que

semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio

que afirme, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para

sustentar la soberanía con base en tales o cuales condiciones, que al incumplirse

permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano. Que los hombres

no advierten la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno

popular, procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno

de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía,

de cuyo disfrute desesperan.

En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes,

quien disiente debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse, reconocer todos

los actos que realice, o bien exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si

voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la asamblea,

declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito)

de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón si rehúsa mantenerse

en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al

pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente

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o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la

condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede

eliminarlo sin injusticia.

En cuarto lugar, como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos

los actos y juicios del soberano instituido, resulta que cualquier cosa que el soberano

haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de

injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de

otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en

virtud de la institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el

soberano, y, por consiguiente; quien se queja de injuria por parte del soberano,

protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe

acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno

mismo es imposible. Es cierto que quienes tienen poder soberano pueden cometer

iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de estas palabras.

En quinto lugar, y como consecuencia de lo que acabamos de afirmar, ningún

hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o castigado de otro modo por

sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de su

soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo.

Como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene

derecho al fin lo tiene también a los medios, corresponde de derecho a cualquier

hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los

medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e

impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquier cosa que

considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad,

evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la

paz y la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma.

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En sexto lugar, en consecuencia, es inherente a la soberanía el ser juez acerca de qué

opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente,

en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres,

cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los

libros antes de ser publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus

opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de los

actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada

debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por

vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser

verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es

cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y

maestros circulan, con carácter general, falsas doctrinas, las verdades contrarias

pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de

una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en

ocasiones suscitar la guerra. En efecto, quienes se hallan gobernados de modo tan

remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una opinión, se

hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de

hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los

preludios de la batalla. Corresponde, por consiguiente, a quien tiene poder soberano,

ser juez o instituir todos los jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria

para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra civil.

En séptimo lugar, es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas

en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué

acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos.

Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder

soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen

derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por

consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder

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soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de

propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legítimo e ilegítimo en las

acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular,

aunque el nombre de ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles de

la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus

leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.

En octavo lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír

y decidir todas las controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o

natural, con respecto a los hechos. En efecto, sin decisión de las controversias no

existe protección para un súbdito contra las injurias de otro; las leyes concernientes

a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el apetito natural y

necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su

fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha

instituido todo Estado.

En noveno lugar, es inherente a la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con

otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es para el bien público, y qué

cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y cuánto

dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes.

Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus

ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un

mando, mando que a su vez compete al soberano instituido, porque el mando de las

militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente,

aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano

es siempre generalísimo.

En décimo lugar, es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros,

ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz como en la guerra. Si, en

efecto, el soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa común,

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se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él

considere son más adecuados para su propósito.

En undécimo lugar, se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u

honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a

cualquier súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe

ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más conducente para estimular los

hombres a que sirvan al Estado, o para apartarlos de cualquier acto contrario al

mismo.

Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres asignarse a sí

mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo

que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en

definitiva, de guerras, hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un

enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un módulo oficial para la

capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y

que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Pero

siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado,

sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía.

Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia

y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las

reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.

Éstos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son los signos

por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres

está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente,

incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del

patrimonio y de las personas de los infantes herederos; de tener opción de compra en

los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas

por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos.

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Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la capacidad de

juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar

moneda, la militia es inútil; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se

rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los

mencionados derechos, veremos al presente que la conservación del resto no

producirá efecto en la conservación de la paz y de la justicia, bien para el cual se

instituyen todos los Estados.

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SOCIOLOGÍA Y POLÍTICA EN AUGUSTE COMTE

Mario Berrios Espezúa

El presente artículo que presento, no tiene por objetivo elevar a los altares de la

ciencia a un hombre, ni mucho menos dilapidarlo por su forma de pensar; sino, la

única finalidad de este breve ensayo, es presentarle al lector tanto las debilidades

como las fortalezas de este personaje.

Junto con Karl Marx, Émile Durkheim y Max Weber; Auguste Comte representa

uno de los 4 pilares fundamentales de la Sociología Clásica que debe ser estudiado y

debatido.

I. RESEÑA BIOGRÁFICA

Auguste Comte, cuyo nombre completo es Isidore

Marie Auguste François Xavier Comte, nació en

Montpellier, Francia el 19 de enero de 1798 y murió en

París, 5 de septiembre de 1857. Se le considera creador

del positivismo y de la disciplina de la Sociología

aunque hay varios sociólogos que solo le atribuyen

haberle puesto el nombre.

Tras asistir a la escuela en su ciudad natal, Comte fue

admitido en la École Polytechnique de París. La École

Polytechnique fue un centro que se adhirió al progreso e ideales republicanos

franceses. En 1816, la École cerró para reestructurarse. Los estudiantes iban a poder

solicitar su readmisión en una fecha posterior. Así Comte tuvo que salir de la École

y continuar sus estudios en la Facultad de Medicina de Montpellier. Cuando la École

reabrió sus puertas, Comte no solicitó la readmisión.

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Comte, que a los 14 años había anunciado que no creía ni en Dios ni en el Rey,

pronto vio las diferencias infranqueables que le separaban de su familia católica y

monárquica. Así que decidió volver a París ganándose la vida gracias a pequeños

trabajos. Amante de la Matemática y de la Astronomía, fue entonces cuando Comte

se convirtió en alumno y secretario de Claude Henri de Rouvroy, Conde de Saint-

Simon, quien introdujo a Comte en la sociedad intelectual. En 1824, Comte dejó a

Saint-Simon, por diferencias infranqueables.

Comte sabía ahora lo que quería hacer: trabajar en el estudio de la filosofía del

positivismo. Trabajo que publicó bajo el nombre "Plan de traveaux scientifiques

nécessaires pour réorganiser la société" (Plan de trabajos científicos necesarios para

reorganizar la sociedad) (1822). Sin embargo fracasó en el intento de mantener una

posición académica. Su vida diaria dependió de mecenas y de la ayuda económica

de sus amigos.

Se casó con Caroline Massin, pero se divorció en 1842. Comte era conocido como

un hombre arrogante, violento e irritable. En 1826 tuvo que ser ingresado en un

hospital de salud mental, pero lo abandonó sin haber sido curado -estabilizado por

Massin- para poder seguir trabajando en su "Plan". Entre ese momento y su

divorcio, publicó los seis volúmenes de su “Cours de Philosophie Positive”. (Curso

de Filosofía Positiva)

Desde 1844, Comte amó a Clotilde de Vaux, una relación que se mantuvo en estado

platónico. Tras su muerte en 1846 este amor devino casi religioso, y Comte se vio a

sí mismo como fundador y profeta de una nueva "religión de la humanidad". Publicó

cuatro volúmenes de "Système de politique positive" (Sistema de política positiva)

(1851 - 1854), que constituía un esfuerzo más práctico por ofrecer un plan magno

para la reorganización de la sociedad.

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Auguste Comte murió el 5 de septiembre de 1857.

II. SUS ORÍGENES ACADÉMICOS

Habitualmente se considera a Auguste Comte como el fundador de la sociología. En

rigor, él es el inventor de la palabra, contra su voluntad, porque en un principio

había bautizado a su disciplina como "física social", término que a su juicio

simbolizaba mejor sus intenciones de asimilar el estudio de los fenómenos sociales a

la perspectiva de las ciencias naturales.

En el año de 1838, Lambert Adolphe Jacques Quételet, escribió “Essai des physique

sociales” (Ensayo sobre Física Social), razón por la cual Comte, que ya había

escrito los primeros tomos de su Curso de Filosofía Positiva usando este nombre

(Física Social), decide cambiarle a Sociología, para evitar la vergüenza propia de

creer a alguien plagiador del nombre de otro autor.

Pero más allá que la expresión introducida por él eternice a Comte como el padre de

la sociología, el conde Claude Henri de Saint-Simon (1760-1825) puede reivindicar

ese carácter con mejores títulos. Para algunos historiadores y sociólogos, Comte no

haría más que plagiar -dándole un sentido más conservador- a la teoría

saintsimoniana.

De hecho ambos autores estuvieron en estrecha relación: Comte fue secretario de

Saint-Simon entre 1817 y 1823 y colaboró con él en la redacción del Plan de las

operaciones científicas necesarias para la reorganización de la sociedad, trabajo en el

que se sostenía que la política debía convertirse en "física social", cuya finalidad era

descubrir las leyes naturales de la evolución de la sociedad. Esta "física social" haría

ascender al estudio de la sociedad a la tercera etapa por la que tienen que pasar todas

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las disciplinas: la positiva, culminación de los dos momentos anteriores del espíritu

humano, el teológico y el metafísico.

Esta vinculación con Comte -quien señaló siempre su deuda con de Maistre y de

Bonald- parece chocar con una imagen difundida de Saint-Simon como precursor

del socialismo, como "socialista utópico". En primer lugar, cabe señalar que el

pensamiento de Saint-Simon está plagado de tensiones internas que alternativamente

pueden ofrecer una perspectiva revolucionaria o conservadora. En segundo lugar no

es al propio Saint-Simon a quien se debe adscribir al socialismo utópico sino sobre

todo a sus discípulos, en especial Bazard y Enfantine, quienes entre las revoluciones

del 30 y del 48 del siglo XIX, avanzaron resueltamente en una dirección social y

política anticapitalista. En Saint-Simon se fusionan elementos progresivos y

conservadores. Por un lado, admiraba el orden social integrado del medioevo, pero

por el otro ha quedado en la historia del pensamiento como un teórico del

industrialismo y como un profeta de la sociedad tecnocrática. Tenía sobre la

"escuela retrógrada", como la llamaba, de de Maistre y de Bonald un doble juicio.

Por un lado -dice- han establecido "de una manera elocuente y rigurosa" la

necesidad de reorganizar a Europa de manera sistemática, "necesaria para el

establecimiento de un orden de cosas sosegado y estable". Por otro lado, al intentar

"restablecer la tranquilidad" reconstruyendo el poder teológico, y al señalar que "el

único sistema que puede convenir a Europa es aquel que había sido puesto en

práctica antes de la reforma de Lutero" yerran totalmente, pues "al sentido común

repugna directamente la idea de retroceso en civilización". La pasión dominante del

sentido común es "la de prosperar mediante trabajos de producción y (...) por

consiguiente no puede ser satisfecha más que mediante el establecimiento del

sistema industrial".

El conocimiento científico deberá ocupar en la nueva sociedad el papel que la fe

religiosa ocupaba en la sociedad antigua. El sistema industrial del futuro será

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gobernado autoritariamente por una élite integrada por científicos y por

"productores", en los que Saint-Simon agrupa tanto a los capitalistas como a los

asalariados. Esta élite aseguraría la unidad orgánica de la sociedad, perdida tras la

destrucción del orden medieval, con la Ciencia ocupando el lugar de la Religión, los

técnicos el de los sacerdotes y los industriales el de los nobles feudales. Esta

concepción, ciertamente, tiene muy poco que ver con el socialismo, utópico o

científico. Su mérito es haber reconocido en las leyes económicas el fundamento de

la sociedad. Esta conexión del análisis social con el análisis económico se acentuará

con la influencia que sobre él ejercen los “Nuevos principios de Economía Política”

de Sismondi (1773-1842), publicados en 1819. En ese texto, uno de los pilares del

anticapitalismo romántico, Sismondi señala que la finalidad de la economía política

es estudiar la actividad económica desde el punto de vista de sus consecuencias

sobre el bienestar de los hombres. De allí arrancan, ambiguamente, nuevas

preocupaciones de Saint-Simon sobre la situación de las clases más pobres, aun sin

llegar al nivel de las formulaciones sismondianas que reconocen la existencia de un

conflicto despiadado en el interior de la clase de los "productores", entre asalariados

y propietarios.

Esta apertura la ensancharán sus discípulos que, en 1828, tres años después de la

muerte de Saint-Simon, crean la escuela saintsimoniana y comienzan a desarrollar

una tarea que violentará en mucho las conclusiones del maestro.

En 1825 Francia había sido sacudida por una primera crisis general: las

consecuencias sociales del sistema industrial comenzaban a estar a la vista y entre

1830 y 1848 la lucha de clases sacudirá al país. Los saintsimonianos cambiarán de

auditorio: ya no escribirán para los industriales sino, preferentemente, para los

intelectuales y para el pueblo, aunque no siempre con buena fortuna. Ideas que no

aparecían en Saint-Simon, como la de lucha de clases o críticas violentas a la

propiedad privada y a la nueva explotación capitalista son comunes en sus textos,

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ellos sí adscriptos al socialismo utópico. En su sistema de pensamiento, economía,

sociedad y política aparecen íntimamente relacionadas en una visión crítica y

totalizadora.

La autonomía de la sociología será finalmente fundada por Comte. A más de un

siglo de publicadas sus obras, ellas adolecen para el lector contemporáneo de una

antigüedad insanable; el contacto con ellas es, hoy, una tarea de “arqueólogos”.

III. DESARROLLO DE SU OBRA SOCIOLÓGICA

Comte no hace más que resumir ideas ya circulantes en su tiempo e integrarlas a un

discurso pomposamente "totalizador". Sin Saint-Simon y sus intuiciones quedaría

muy poco de Comte, cuya tarea fundamental consistió en depurar al saintsimonismo

de sus tensiones utopistas y enfatizar sus contenidos conservadores. El objetivo de

sus trabajos -Curso de filosofía positiva (1830-1842) y Sistema de política positiva

(1851-1854)- es contribuir a poner orden en una situación social que definía como

anárquica y caótica, mediante la construcción de una ciencia que, en manos de los

gobernantes, pudiera reconstruir la unidad del cuerpo social. Su deuda con de

Bonald y de Maistre era explícita, pero del mismo modo que Saint-Simon, difería

con "la escuela retrógrada" en cuanto no creía en la posibilidad de una restauración

puntual de "l'ancien régime". (El antiguo régimen)

El rasgo principal que distingue a Comte de Saint-Simon es que se fija más en la

nueva sociedad científica, más que en la sociedad industrial. Se distinguió de su

maestro en que para él la explicación del porque la sociedad está tan alejada del

modelo ideal no reside en problemas estructurales. Para Comte el problema es que la

educación y los valores provocan los desgarros y las divisiones. Por tanto su

propuesta fue la utilización de la "física social", más tarde Sociología, aplicando un

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tratamiento científico a los problemas sociales. Quizá en este comienzo de la

Sociología, Comte fue algo ingenuo en sus planteamientos, pero sin duda fue uno

de los precursores de esta ciencia social. Cabe destacar que las teorías de Comte

tienen un carácter fuertemente eurocentrista.

Comte incorpora a su discurso la idea de la evolución y del progreso, pero, en tanto

conservador, suponía que los cambios debían estar contenidos en el orden. La

sociedad debía ser considerada como un organismo y estudiada en dos dimensiones,

la de la Estática Social (análisis de sus condiciones de existencia; de su orden) y la

de la Dinámica Social (análisis de su movimiento; de su progreso). Orden y

Progreso se relacionan estrechamente. El primero es posible sobre la base del

consenso, que asegura la solidaridad de los elementos del sistema. El segundo, a su

vez, debe ser conducido de tal manera que asegure el mantenimiento de la

solidaridad, pues de otro modo la sociedad se desintegraría.

Tal conocimiento permitiría a los gobernantes acelerar el progreso de la humanidad

dentro del orden. La nueva política positiva sólo podría ser aplicada por una élite

autoritaria; así, Comte habría de enviar su libro al zar Nicolás I de Rusia, "jefe de los

conservadores de Europa", señalándole que sus teorías estaban básicamente

pensadas para la autocracia. El mismo Comte se autoproclamó, hacia el final de sus

días, como el papa de una nueva religión, la positiva.

En esta línea, la filosofía de Comte posee una clara intención de reforma social en el

contexto de las consecuencias de la Revolución Francesa. Comte postula que la

reforma no puede realizarse exitosamente sino precede una reforma teórica. Comte

opone el ‘orden’ a la ‘revolución’ lo cual lo aproxima a los filósofos de la

Restauración, pero se separa de ellos a buscar el orden en el ‘progreso’, no en la

vuelta al pasado.

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Es posible que sea Augusto Comte quien mejor represente al positivismo, tanto que

podría ser considerado su fundador.

En la teoría sociológica se discute el Positivismo sobre todo desde Comte, quien, de

acuerdo con las necesidades técnicas y económicas de la antigua burguesía liberal y

de los inicios de la sociedad industrial, quería desligar la Sociología como ciencia

positiva, de la Metafísica filosófica y de la tradición místico-religiosa (ciencia

negativa)

El Positivismo, desde entonces, renuncia a las grandes interpretaciones y a los

intentos de valorar las estructuras sociales y los procesos evolutivos. Intenta más

bien, bajo el principio de la neutralidad axiológica y basándose en los métodos de

las ciencias de la naturaleza, comprender “objetivamente” el ser social en sus

distintas dimensiones y variables.

El término positivo hace referencia a lo real, es decir, lo fenoménico dado al sujeto.

Lo real se opone a todo tipo de esencialismo, desechando la búsqueda de

propiedades ocultas características de los primeros estados.

En conjunto, la ciencia positiva, puede describirse por:

1. Proponer un nuevo modelo de racionalidad científica.

2. Mantenerse dentro del terreno de los ‘hechos’, entendiendo esto último no

tanto los datos inmediatos de los sentidos sino las relaciones entre dichos

datos, esto es las ‘leyes’ científicas. Las leyes dejan de ser ‘hechos’ para

transformarse en ‘generalizaciones a cerca de los hechos’.

3. Agnosticismo, se desprecia la metafísica en tanto que considera

incognoscible todo lo que se encuentra más allá de los hechos.

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4. La ciencia es la única guía para la humanidad y tomando los ideales de la

ilustración, confía en el progreso indefinido.

5. El valor de la ciencia se subordina a la función práctica del saber y es

relativizado en su sentido histórico.

6. Representa la ideología burguesa en tanto defiende el utilitarismo.

Puede afirmarse así que los ideales del positivismo coinciden parcialmente con los

de Bacon, quien intentó recoger los primeros resultados de la revolución industrial.

Pero el positivismo fue también un intento para remediar los conflictos sociales del

siglo XIX.

Hay, en el positivismo, una relación notable con el empirismo, en tanto valoran la

información que proviene de la experiencia. Pero hay una clara diferencia, para el

positivismo es, sin dudarlo, un realismo: los sentidos toman contacto con la realidad

y las leyes de la naturaleza expresan con conexiones ‘reales’ y no simplemente

hábitos subjetivos.

Uno de sus aportes más significativos, y que hasta la actualidad es usado por la

totalidad de sociólogos, es lo referente a la metodología sociológica.

Comte identificaba explícitamente 3 métodos sociológicos básicos, 3 modos

fundamentales de hacer investigación social con el fin de obtener un conocimiento

empírico del mundo social real, estos son: La observación, que dice, debe hacerse

guiada por una teoría y, una vez hecha, debe ser conectada con una ley; La

experimentación, la cual considera más adecuada para otras ciencias que para la

Sociología, la única excepción posible la constituye un experimento natural en el

que las consecuencias de algo que sucede en un lugar, son observadas y comparadas

con las condiciones en lugares en los que un evento así no sucedió; finalmente, La

comparación, que Comte la divide en 3 subtipos: comparación de las sociedades

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humanas con la de los animales inferiores, comparación de las sociedades en

diferentes zonas del mundo, y, comparación de los diferentes estadios de las

sociedades en el transcurso del tiempo.

Aunque Comte escribió sobre la investigación, generalmente se dedicó a una

especulación o teorización dirigida a descubrir las leyes invariantes del mundo

social.

Tal vez su aporte más importante es la conocida ley de los 3 estadios, la cual el

mismo Comte la resume de esta manera:

"Consiste esta ley que en cada una de nuestras concepciones principales, cada

rama de nuestros conocimientos, pasa sucesivamente por tres estadios teóricos

diversos: el estadio teológico o ficticio; el estadio metafísico o abstracto; el estadio

científico o positivo. (...) En el estadio teológico, el espíritu humano, va ha dirigir

esencialmente sus investigaciones hacia la naturaleza íntima de los seres, las

causas primeras y finales de todos los efectos que percibe, en una palabra, hacia

los conocimientos absolutos, se representa los fenómenos como producidos por la

acción directa y continuada de agentes sobrenaturales, más o menos numerosos,

cuya intervención arbitraria explica todas las aparentes anomalías del universo. En

el estadio metafísico, que no es en el fondo sino una simple modificación general del

primero, se substituyen los agentes sobrenaturales por fuerzas abstractas... En fin,

en el estadio positivo, es espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener

nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y el destino del universo y a

conocer las causas íntimas de los fenómenos, para dedicarse únicamente a

descubrir, mediante el empleo bien combinado del razonamiento y de la

observación, sus leyes efectivas."

Augusto Comte, Curso de filosofía positiva, 1830

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En realidad, la idea de evolución es la del desarrollo sucesivo de un principio

espiritual de acuerdo con el cual la humanidad pasaría por tres etapas, la teológica,

la metafísica y la positiva. Esta última sería capaz de sintetizar los polos de orden

inmóvil y de progreso anárquico que caracterizaron a las dos primeras etapas. La

etapa positiva marcaría según Comte la llegada al estadio definitivo de la

inteligencia humana y colocaría, en una nueva categorización jerárquica de las

ciencias, a la sociología en la cima de ellas. La sociología o física social, esto es, "la

ciencia que tiene por objeto el estudio de los fenómenos sociales considerados con el

mismo espíritu que los astronómicos, los físicos, los químicos o los fisiológicos, es

decir, sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento es el objeto especial

de investigación".

La humanidad en su conjunto y el individuo como parte constitutiva, está

determinado a pasar por tres estadios sociales diferentes que se corresponden con

distintos grados de desarrollo intelectual: el estadio teológico o ficticio, el estadio

metafísico o abstracto y el estadio científico o positivo.

Este tránsito de un estadio a otro constituye una ley del progreso de la sociedad,

necesaria y universal porque emana de la naturaleza propia del espíritu humano.

Según dicha ley, en el estadio teológico el hombre busca las causas últimas y

explicativas de la naturaleza en fuerzas sobrenaturales o divinas, primero a través

del fetichismo y, más tarde, del politeísmo y el monoteísmo. A este tipo de

conocimientos le corresponde una sociedad de tipo militar sustentada en las ideas de

autoridad y jerarquía.

En el estadio metafísico se cuestiona la racionalidad teológica y lo sobrenatural es

reemplazado por entidades abstractas radicadas en las cosas mismas (formas,

esencias, etc.) que explican su por qué y determinan su naturaleza. La sociedad de

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los legistas es propia este estadio que es considerado por Comte como una época de

tránsito entre la infancia del espíritu y su madurez, correspondiente ya al estadio

positivo. En este estadio el hombre no busca saber qué son las cosas, sino que

mediante la experiencia y la observación trata de explicar cómo se comportan,

describiéndolas fenoménicamente e intentando deducir sus leyes generales, útiles

para prever, controlar y dominar la naturaleza (y la sociedad) en provecho de la

humanidad. A este estadio de conocimientos le corresponde la sociedad industrial,

capitaneada por científicos y sabios expertos que asegurarán el orden social.

Estos planteamientos sobre los estadios en Comte, se pueden resumir en la siguiente

tabla:

ESTADIO

DESARROLLO

DE LA VIDA

MATERIAL

UNIDAD

SOCIAL

TIPO DE

ORDEN

SENTIMIENTOS

PREDOMINANTES

Teológico Militar Familia Doméstico Cariño

Metafísico Legalista Estado Colectivo Veneración

Positivo Industrial Especie

(Humanidad) Universal Benevolencia

Nicolás Timasheff La Teoría Sociológica, 1961

Comte es considerado uno de los padres de la Sociología. Al clasificar las Ciencias,

él ubica en primer lugar a las más abstractas y menos complejas. Así, primero

aparece la Matemática; luego la Mecánica, la Astronomía, la Física, la Química y la

Biología; y, por último, la Sociología, que en su época aún no existía y cuya

necesidad de creación él reclamaba. Como entiende que sólo hay hombre en

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sociedad, no hace lugar a la Psicología, cuyo contenido entiende que se reduce al de

la Biología o al de la Sociología.

Comte quería devolverle a Occidente la unidad y armonía que le había dado la fe en

la Edad Media. Pero como entendía que ese fundamento ya no era viable, pensó en

la Ciencia como nuevo polo de atracción y factor de unidad. Sin embargo, con el

tiempo vio la necesidad de recurrir a la Filosofía (fundó la Filosofía Positiva) y a la

Religión (fundó la Religión Positiva, de la que se declaró Papa). Su Religión de la

Humanidad sustituye el amor a Dios por el amor a la Humanidad, que incluye a los

ya fallecidos, los vivos y los que nacerán.

Finalmente, los últimos días de su vida los pasó tratando de organizar su religión, de

la cual él sería el Sumo Pontífice, y los sociólogos serían los sacerdotes de la

humanidad.

IV. POLÍTICA, PODER Y DERECHO

La vida moral exige y necesita de una comunidad humana propicia, de un régimen

sociocrático, vuelto hacia el culto de la Humanidad (sociolatría). La sociología

plantea y hace viable la solución de este problema, dado su esencial cometido.

Ante todo, la sociología demuestra que la evolución de las ciencias trae consigo la

sociedad industrial. Comte ve en la industria, en efecto, la organización científica

del trabajo (la tecnificación de éste); organización, por cierto, que acarrea el

aumento de la riqueza y la concentración de los obreros en las fábricas. Pero con

ello, agrega el filósofo, “la vida industrial crea clases mal vinculadas entre sí, ya que

falta un impulso que posea la generalidad suficiente para coordinar todo, y esto

constituye, justamente, el problema principal de la civilización moderna, que sólo al

positivismo le es dable realizar”.

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Para la nueva sociedad industrial las formas tradicionales de gobierno son

inapropiadas: ni la monarquía ni la democracia son adecuadas para ello. Precisa un

inédito régimen político en el cual poder espiritual y poder temporal marchen de

consuno. El primero estará formado por sacerdotes y sabios en una corporación que

ejerza la dirección religiosa, moral y científica en el Estado.

El poder temporal se ejercería por jefes industriales. Comte habla de un triunvirato

como órgano supremo del gobierno. En vez de abogados, hasta ahora encargados de

la política, las decisiones y la ejecución de ellas es tarea de hombres de la Banca, la

industria, la agricultura y el comercio. El triunvirato estaría encargado de nombrar a

los otros funcionarios e intérpretes de los preceptos jurídicos, que, a decir verdad,

nada tienen que ver con el supuesto derecho natural, forjado por la filosofía anterior.

El derecho natural es para Comte una entidad metafísica. Quienes lo aceptan

incurren mutatis mutando en la ilusión semejante de los que aceptan la noción de

causa como explicación científica. Hay algo más: la legislación ha de estudiarse de

manera inseparable del hecho sociológico del consensus. “El derecho como libertad

ilimitada debe ser eliminado del lenguaje político”. La vida cívica tiene fundamento

moral y educativo.

V. CONTRIBUCIONES POSITIVAS

Comte fue indiscutiblemente el primer pensador que utilizó el término

Sociología, sea cual fuese su motivación, con o sin intención, pero así es.

Comte definió la Sociología como una ciencia positiva, es decir en busca de

los hechos reales, observables.

Comte enunció los 3 principales métodos sociológicos que continúan siendo

usados sabiamente en sociología: observación, experimentación y

comparación.

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Comte diferenció la estática social (estructura social) de la dinámica social

(cambio social).

Comte definió la sociología en términos macroscópicos y la definió como el

estudio de los fenómenos colectivos.

Comte no se contentó con desarrollar una teoría abstracta, sino que trató de

integrar teoría y práctica.

Comte estableció una de las primeras divisiones del desarrollo social, en su

famosa ley de los 3 estadios: Teológico, Metafísico y Positivo.

VI. DEBILIDADES BÁSICAS DE SU TEORÍA

χ La teoría de Comte se vio claramente comprometida por su propia vida

privada.

χ Comte pareció experimentar un creciente proceso de pérdida de contacto con

el mundo real, prueba de ello es su ingreso a un centro de salud mental.

χ Comte también fue perdiendo progresivamente contacto con el trabajo

intelectual de su tiempo, ya que consideraba que por “salud mental” no

debían leerse otros libros que no fuesen los que él escribía.

χ Comte no hizo contribuciones originales.

χ Comte desarrollaba modos de pensar y de investigar cualquier cosa que se le

venía a la mente.

χ La concepción “extravagante” y “colosal” que Comte tenía de sí mismo le

condujo a una serie de disparates ridículos.

χ Comte sacrificó muchas de las ideas que había defendido cuando se dedicó

posteriormente a la religión positivista.

Si bien es cierto que en la actualidad, casi ya nadie lee los libros de Comte, no sólo

por su antigüedad, sino porque es una tarea difícil encontrar uno en nuestro medio,

labor que denomino “arqueología sociológica”, debemos tener en cuenta que no

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podemos menospreciar la obra de ningún autor, por muy antiguo o en desuso que

parezca, por el contrario, quizás en estos “viejos” podamos encontrar alguna

respuesta o un nuevo planteamiento a la explicación de la realidad social actual.

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SISTEMA DE POLÍTICA POSITIVA O TRATADO DE

SOCIOLOGÍA QUE INSTITUYE LA RELIGIÓN DE LA

HUMANIDAD

Auguste Comte

I. MISIÓN DEL POSITIVISMO. CIENCIA Y POLÍTICA

En esta serie de visiones sistemáticas sobre el positivismo, caracterizaré primero sus

elementos fundamentales, después sus bases necesarias y finalmente su

complemento esencial. Por somera que deba ser esta triple apreciación, espero que

baste para superar definitivamente las prevenciones excusables más empíricas. Todo

lector bien preparado podrá constatar de este modo que la verdadera doctrina

general, que aún parece no poder satisfacer más que a la razón, no es en el fondo

menos favorable al sentimiento, e incluso a la imaginación.

El positivismo se compone esencialmente de una filosofía y de una política,

necesariamente inseparables, como formando la una la base y la otra el fin de un

sistema universal, en el que la inteligencia y la sociabilidad se hallan íntimamente

combinadas. En efecto, por una parte, la ciencia social no es sólo la más importante

de todas, sino que sobre todo proporciona el único lazo, a la vez lógico y científico,

que desde ahora soporta el conjunto de nuestras contemplaciones reales. Ahora bien,

esta ciencia final, aún menos que cada una de las ciencias preliminares, puede

desarrollar su carácter verdadero con una exacta armonía general con el arte

correspondiente. Mas por una coincidencia, en modo alguno fortuita, su fundación

teórica se halla inmediatamente después de una destinación práctica, para presidir

hay día la total regeneración de Europa Occidental. Y, por otra parte, a medida que

el curso natural de los acontecimientos caracteriza la gran crisis moderna, la

reorganización política se presenta cada vez más como necesariamente imposible sin

la reconstrucción precedente de las opiniones y de las costumbres. Una

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sistematización real de todos los pensamientos humanos constituye, pues, nuestra

primera necesidad social, análogamente referente al orden y al progreso. La

realización gradual de esta vasta elaboración filosófica hará surgir espontáneamente

en todo el Occidente una nueva autoridad moral, cuyo inevitable ascendiente

instaurará la base directa de la reorganización final, uniendo los diversos pueblos,

adelantados mediante una misma educación general, que suministrará en todas

partes, tanto en la vida pública como en la privada, principios fijos de juicio y de

conducta. Así es como el movimiento intelectual y la conmoción social, cada vez

más solidarios, conducirán, a partir de ahora, a la élite de la Humanidad al

advenimiento decisivo de un verdadero poder espiritual, a un tiempo más consistente

y más progresivo que aquel cuyo esbozo admirable intentó prematuramente la Edad

Media.

Tal es, pues, la misión fundamental del positivismo, generalizar la ciencia real y

sistematizar el arte social.

II. LA FILOSOFÍA, GUÍA DE LA POLÍTICA

La verdadera filosofía se propone sistematizar, en la medida de lo posible, toda la

existencia humana, individual y sobre todo colectiva, contemplada simultáneamente

en los tres órdenes de fenómenos que la caracterizan –pensamientos, sentimientos y

actos- . En todos estos aspectos, la evolución fundamental de la humanidad es

necesariamente espontánea, y la apreciación exacta de su desenvolvimiento natural

es lo único que puede aportarnos la base general de una sabia intervención. Pero las

modificaciones sistemáticas que podemos introducir en ella tienen, sin embrago,

suma importancia, para disminuir mucho las desviaciones parciales, los retrasos

funestos y las grandes incoherencias, propias de un impulso tan complejo, si quedase

totalmente abandonado a sí mismo. La realización continua de esta indispensable

intervención constituye el dominio esencial de la política. Sin embargo, su verdadera

concepción no puede emanar jamás sino de la filosofía, que perfecciona sin cesar la

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determinación general de aquella. En relación con este común destino fundamental,

el servicio propio de la filosofía consiste en coordinar entre sí todas las partes de la

existencia humana, con el fin de reducir el concepto teórico a una unidad total. Una

síntesis tal sería real sólo en cuanto representa exactamente el conjunto de relaciones

naturales, cuyo estudio juicioso se convierte así en condición previa de esta

construcción. Si la filosofía intentase influir directamente sobre la vida activa por

otro camino, distinto de esta sistematización, usurparía malignamente la misión

necesaria de la política, único árbitro legítimo de toda evolución práctica. Entre estas

dos funciones principales del gran organismo, el vínculo continuo y la separación

normal residen a la vez en la moral sistemática, que constituye naturalmente la

aplicación característica de la filosofía y la guía general de la política.

III. FUERZA POLÍTICA, NÚMERO O RIQUEZA.

Las ideas gobiernan el mundo, pero la inteligencia y el afecto, o sea el poder

espiritual, requiere del poder temporal o material. Todos los que se sientan adversos

a la proposición de Hobbes, sin duda hallarán extraño que, en lugar de ofrecer la

fuerza como base del orden político, se quisiera levantar este último sobre la

impotencia. Ahora bien, eso sería, sin embargo, lo que pudiera resultar de su vana

crítica, de acuerdo con el análisis fundamental de los tres elementos, inherentes a

todo poder social. Pues faltando una autentica fuerza material, nos veríamos

obligados a recibir del espíritu y del corazón las bases primitivas que estos endebles

elementos nunca pueden aportar. Aptos sólo para modificar dignamente un orden

preexistente, no podrían cumplir ninguna función social allí donde la fuerza material

no hubiera comenzado por crear adecuadamente un régimen cualquiera.

De tal suerte, el único principio de cooperación, sobre el cual reposa la sociedad

política propiamente dicha, suscita naturalmente el gobierno que debe mantenerla y

desarrollarla. Un poder tal aparece, en verdad, como esencialmente materia, pues

resulta siempre de la grandeza o de la riqueza. Mas precisa reconocer que el orden

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social jamás puede tener otra base inmediata. El célebre principio de Hobbes sobre

el dominio espontáneo de la fuerza constituye, en el fondo, el único paso capital que

hasta ahora ha dado, desde Aristóteles hasta mí, la teoría positiva del gobierno. Pues

la admirable anticipación de la Edad Media respecto de la división de los dos

poderes se debió, dentro de un orden favorable, más al sentimiento que a la razón; lo

que después resistió la discusión hasta que yo tomé el asunto. Todos los odiosos

reproches que soportó la concepción de Hobbes se originaron exclusivamente en su

fuente metafísica, y en la confusión radical que en ella se manifiesta luego estrella

apreciación estática y la apreciación dinámica que ya no sería posible diferenciar.

Pero esta doble imperfección habría culminado, con jueces menos malévolos y más

esclarecidos, en una mejor apreciación tanto de la dificultad como de la importancia

de esta luminosa reseña, que sólo podía ser utilizada en la medida adecuada por la

doctrina del positivismo.

IV. SOCIOCRACIA Y SOCIOLATRÍA

La base general de la sociedad industrial es la dualidad de poderes, según ya se ha

dicho: el poder espiritual y el poder temporal, como lo ha sido en las sociedades

pasadas. Pero su régimen de gobierno será la sociocracia. De esta suerte la herencia

teocrática antigua, fundada en el nacimiento, queda reemplazada por la herencia

sociocrática. La forma y la práctica de la sociocracia dispensará espontáneamente de

recurrir con frecuencia a los medios de excepción destinados a la transición final,

como son las rectificaciones aportadas de manera artificial a la distribución natural

de los bienes por suscripciones o, al contrario, por confiscaciones.

La nueva sociedad positiva estará impregnada, además, en la religión de la

humanidad. Los actos de sus miembros han de ser continua expresión de veneración

y servicio del Gran Ser, ya que la felicidad reside en unirse a la humanidad. Si pues,

la teocracia y la teolatría reposan sobre la teología, la sociología constituye, sin lugar

a dudas, la base sistemática de la sociocracia y la sociolatría.

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V. EL GOBIERNO DE LA SOCIEDAD POSITIVA

El gobierno en la sociedad positiva se ejerce por el gran sacerdote de la humanidad,

con su corporación de sacerdotes y sabios positivistas. Se trata de la suprema

dirección religiosa, científica y moral, con intervención en los asuntos políticos. En

cada república particular el supremo poder temporal se lleva a cabo por los jefes de

la industria y la agricultura. Existe un triunvirato a la cabeza de tal poder, integrado,

naturalmente, por los tres principales hombres de empresa, dedicados,

respectivamente a las operaciones comerciales, manufactureras y agrícolas. Su

inicial tarea es el designar a los demás funcionarios, intérpretes de las leyes y

agentes de poder.

Es nocivo el sistema electivo popular, como lo muestra la disolución anárquica de

Occidente. La mejor fórmula es la designación sucesoria. El digno órgano de una

función cualquiera es siempre el mejor juez de su sucesor, cuya designación ha de

someterse a su correspondiente e inmediato superior. La herencia teocrática antigua

fundada en el nacimiento, es reemplazada por la herencia sociocrática.

Amar, saber, querer y poder, se convierten en atributos respectivos de los cuatro

servicios necesarios cuya separación y coordinación caracterizan la madurez del

Gran Ser.

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MARX

Norberto Bobbio

En ningún lugar de su inmensa obra aparece algún interés de Marx por la tipología

de las formas de gobierno, que hasta ahora hemos visto siempre presente en los

escritores políticos anteriores. Marx no escribió ninguna obra dedicada

expresamente al problema del Estado, tan es así que la teoría política marxista deber

ser deducida de pasajes, generalmente breves, tomados de obras de economía,

historia, política, literatura, etc. Además, me parece que una razón intrínseca del

escaso interés de Marx (y del mismo Engels, aunque escribió una obra completa

sobre el Estado) por la tipología de las formas de gobierno radica en su característica

concepción negativa del Estado. Marx considera al Estado como un puro y simple

instrumento de dominación, tiene una concepción que yo llamo técnica del Estado

para oponerla a la prevaleciente concepción ética de los escritores anteriores, de los

que el máximo representante ciertamente es el teórico del “Estado ético”. Muy

brevemente los dos elementos principales de esta concepción negativa del Estado en

Marx son: a) la consideración del Estado como pura y simple superestructura que

refleja la situación de las relaciones sociales determinadas por la base social, y b) la

identificación del Estado con el aparato o los aparatos de los que se vale la clase

dominante para mantener su dominio, razón por la cual el fin del Estado no es un fin

noble, como la justicia, la libertad, el bienestar, etc., sino pura y simplemente es el

interés específico de una parte de la sociedad, no el bien común, sino el bien

particular de quien gobierna que, como hemos visto, siempre ha hecho considerar un

Estado que sea expresión de una forma corrupta de gobierno.

Marx entiende por “superstición política” toda concepción que por sobrestimar al

estado terminó por hacerlo un “Dios terrenal”, al que debemos sacrificar incluso la

vida en nombre del interés colectivo, que sólo el estado falsamente representa. Si se

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toma esta expresión en su significado profundo, se podría decir que la teoría del

Estado de Marx representa el fin de la superstición política (aunque no hay que

olvidar a Maquiavelo, para quien el Estado era, al igual que para Marx, pura y

simplemente un instrumento de poder). Para Marx el poder político es el poder de

una clase organizado para oprimir con él a otra.

Lo que cuenta para Marx y Engels (lo mismo que para Lenin) es la relación real de

dominio, que es la que hay entre la clase dominante y la dominada, cualquiera que

sea la forma institucional con la que esté revestida esta relación.

Engels, después de reafirmar la tesis de que el Estado es el Estado de la clase más

poderosa, agrega que en tiempos excepcionales en los que las clases antagónicas

tienen fuerzas casi iguales, el poder estatal puede asumir el papel de mediador entre

las clases y adquirir una cierta “autonomía” frente a ambas, y entre los ejemplos

destaca “el bonapartismo del primero y especialmente del segundo imperio que se

valió del proletariado contra la burguesía y de la burguesía contra el proletariado”.

Con el ascenso del dictador al poder la burguesía renuncia al poder político, pero no

al poder económico; se podría decir que en ciertos momentos de graves tensiones

sociales, el único medio que le queda a la clase dominante para mantener su poder

económico es la renuncia momentánea, es decir, hasta que el orden sea restablecido,

a su poder político directo. Mientras en el Estado representativo el centro del poder

estatal es el parlamento, del que depende el poder ejecutivo, en el Estado

bonapartista el poder ejecutivo margina al poder legislativo y se apoya en el

“espantoso cuerpo parasitario” de la burocracia. Sin embargo, este cambio de

papeles no modifica la naturaleza del Estado que siempre es un Estado de clase y es,

en cuanto Estado, el portador de un poder despótico.

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Lo que cambia es el titular del poder político, mas no la naturaleza despótica del

estado. El Estado, cualquier Estado, por su índole, en cuanto Estado, es despótico: al

cambiar la forma de gobierno se modifica la manera de ejercer el poder, pero no la

sustancia de éste. En suma, la categoría del despotismo, que hasta ahora indicó un

tipo de Estado y comúnmente (con excepción de los fisiócratas) un tipo degenerado

de Estado, en el lenguaje de Marx adquiere un sentido general y sirve para indicar la

esencia misma del Estado.

Lenin admite que las formas de los Estados burgueses son extraordinariamente

diversas, y que la transición al comunismo no puede, naturalmente, por menos de

proporcionar una enorme abundancia y diversidad de formas políticas, esto es

importante, ya que reconoce que a pesar de ello el Estado esencialmente siempre es

una dictadura de clase, en el primer caso de la burguesía, en el segundo del

proletariado.

Me parece que los principales temas de la “mejor” forma de gobierno de acuerdo

con Marx pueden ser resumidos de la siguiente manera: a) supresión de los llamados

“cuerpos separados” (como el ejército y la policía), y su transformación en milicias

populares; b) transformación de la administración pública, de la “burocracia” (contra

la que Marx escribió desde su juventud páginas feroces), en cuerpo de agentes

responsables y revocables al servicio del poder popular; c) ampliación del principio

de elección y por tanto de la representación (siempre revocable) a otras funciones

como la de juez; d) eliminación de la prohibición de mandato imperativo (que era un

instituto clásico de las primeras constituciones liberales) e institución para todos los

elegidos del mandato imperativo, es decir, de la obligación de atenerse a las

instrucciones recibidas por los electores bajo la pena de revocación; y e) amplia

descentralización, de manera que se reduzca al mínimo el poder central del estado.

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Baste decir aquí que lo que Marx propone no es tanto la democracia directa, en el

sentido estricto de la palabra, o sea, la forma de democracia en la que cada cual

participa personalmente en la deliberación colectiva (como sucede en el

referéndum), sino la democracia electiva con revocación de mandato, esto es, la

forma de democracia en la que el elegido tiene un mandato limitado por las

instrucciones recibidas de los electores y es removido de su cargo en caso de

inobservancia.

Ciertamente para Marx la mejor forma de gobierno es, a diferencia de todos los

escritores anteriores, la que permite el proceso de extinción de cualquier posible

forma de gobierno, es decir, que da lugar a la transformación de la sociedad estatal

en una sociedad no estatal. A esta forma de gobierno corresponde el Estado que

Marx llama “Estado de transición” (o sea, de transición del Estado al no-Estado), y

desde el punto de vista del dominio de clase es el periodo de la “dictadura del

proletariado”.

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MARX Y EL MATERIALISMO DIALÉCTICO

George H. Sabine

Marx suprimió de la teoría de Hegel el supuesto de que las naciones son las

unidades efectivas de la historia social, y sustituyó la lucha de las naciones por la

lucha de las clases sociales. Así eliminó del hegelianismo sus cualidades distintivas

como teoría política y lo transformó en un nuevo y poderoso tipo de radicalismo

revolucionario. El marxismo se convirtió en progenitor de las formas más

importantes de socialismo de partidos en el siglo XIX y después, con muy

importantes modificaciones, del comunismo actual.

En importantes aspectos, la filosofía de Marx continuó la de Hegel. En primer lugar,

Marx siguió creyendo que la dialéctica era un eficaz método lógico, el único capaz

de demostrar una ley de desarrollo social y, en consecuencia, su filosofía como la de

Hegel fue una filosofía de la historia. En segundo lugar, para Marx como para Hegel

la fuerza impulsora del cambio social es la lucha y el factor determinante, en última

instancia, es el poder. La lucha tiene lugar entre clases sociales más bien que entre

naciones y el poder es económico más que político, siendo el poder político en la

teoría de Marx una consecuencia de la situación económica. Pero ni para Marx ni

para Hegel la lucha por el poder era susceptible de un arreglo pacífico para mutuo

beneficio de las partes contendientes.

Según la teoría marxista, el proletariado es una de las clases fundamentales en la

sociedad capitalista; que carece de propiedad sobre los medios de producción y se ve

obligada a vender su fuerza de trabajo para proporcionarse los medios de

subsistencia. El proletariado surgió en el seno de la sociedad feudal. El desarrollo

del capitalismo está acompañado de la descomposición de la pequeña producción

mercantil, del empobrecimiento de los campesinos y artesanos, que engrosan las

filas del proletariado; su explotación aumenta en grado inconmensurable con el

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desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo. La conciencia de clase del

proletariado madura en el proceso de la lucha de clases. A través de este proceso, se

lograría detener el proyecto de dominación capitalista para llegar, en el pensamiento

de Marx, a una verdadera historia de la humanidad.

El materialismo dialéctico es considerado por la mayoría de los marxistas como la

base filosófica del marxismo. Como su nombre indica, es una combinación de la

dialéctica hegeliana y el materialismo filosófico de Ludwig Feuerbach, Karl Marx y

Friedrich Engels. Emplea los conceptos de tesis, antítesis y síntesis para explicar el

crecimiento y desarrollo de la historia humana. Aunque Hegel y Marx nunca

emplearon dicho modelo de tesis, antítesis, síntesis en sus planteamientos, es ahora

empleado comúnmente para ilustrar la esencia de dicho método.

En su labor política y periodística Marx y Engels comprendieron que el estudio de la

economía era vital para conocer el devenir social. Fue Marx quien se dedicó

principalmente al estudio de la economía política una vez que se mudó a Londres.

Marx se basó en los economistas más conocidos de su época, los británicos, para

recuperar de ellos lo que servía para explicar la realidad económica y para superar

críticamente sus errores.

Vale aclarar que la economía política de entonces trataba las relaciones sociales y

las relaciones económicas considerándolas entrelazadas. En el siglo XX esta

disciplina se dividió en dos.

Marx siguió principalmente a Adam Smith y a David Ricardo al afirmar que el

origen de la riqueza era el trabajo y el origen de la ganancia capitalista era el

plustrabajo no retribuido a los trabajadores en sus salarios. Aunque ya había escrito

algunos textos sobre economía política (Trabajo asalariado y capital de 1849,

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Contribución a la Crítica de la Economía Política de 1859, Salario, precio y

ganancia de 1865) su obra cumbre al respecto es El Capital.

El capital ocupa tres volúmenes, de los cuales sólo el primero (cuya primera edición

es de 1867) estaba terminado a la muerte de Marx. En este primer volumen, y

particularmente su primer capítulo (Transformación de la mercancía en dinero), se

encuentra el núcleo del análisis marxiano del modo de producción capitalista. Marx

empieza desde la "célula" de la economía moderna, la mercancía. Empieza por

describirla como unidad dialéctica de valor de uso y valor de cambio. A partir del

análisis del valor de cambio, Marx expone su teoría del valor, donde encontramos

que el valor de las mercancías depende del tiempo de trabajo socialmente necesario

para producirlas. El valor de cambio, esto es, la proporción en que una mercancía se

intercambia con otra, no es más que la forma en que aparece el valor de las

mercancías, el tiempo de trabajo humano abstracto que tienen en común. Luego

Marx nos va guiando a través de las distintas formas de valor, desde el trueque

directo y ocasional hasta el comercio frecuente de mercancías y la determinación de

una mercancía como equivalente de todas las demás (dinero).

Así como un biólogo utiliza el microscopio para analizar un organismo, Marx utiliza

la abstracción para llegar a la esencia de los fenómenos y hallar las leyes

fundamentales de su movimiento. Luego desanda ese camino, incorporando

paulatinamente nuevo estrato sobre nuevo estrato de determinación concreta y

proyectando los efectos de dicho estrato en un intento por llegar, finalmente, a una

explicación integral de las relaciones concretas de la sociedad capitalista cotidiana.

En el estilo y la redacción tiene un peso extraordinario la herencia de Hegel.

La crítica de Marx a Smith, Ricardo y el resto de los economistas burgueses residen

en que su análisis económico es ahistórico (y por lo tanto, necesariamente idealista),

ya que toman a la mercancía, el dinero, el comercio y el capital como propiedades

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naturales innatas de la sociedad humana, y no como relaciones sociales productos de

un devenir histórico y, por lo tanto, transitorias. Junto con la teoría del valor, la ley

general de la acumulación capitalista, y la ley de la baja tendencial de la tasa de

ganancia, son otros elementos importantes de la economía marxista.

La lucha de clases es concepto que intenta explicar el conflicto entre clases sociales

que forma parte de la teoría y perspectiva marxista -tanto convencional como

heterodoxa-, así también forma parte de la apreción socialista libertaria o anarquista

aunque con diverso matiz.

Según Karl Marx la lucha entre las clases sociales es el motor de la historia. Es decir

que la transición (violenta o paulatina) entre distintas formas de gobierno, de

producción, de relaciones jurídicas, etc. es producto de la lucha social entre distintas

clases de la sociedad.

Marx mismo escribe (con Engels) en el Manifiesto del Partido Comunista: “La

historia (escrita) de todas las sociedades existentes hasta ahora es la historia de la

lucha de clases”.

La palabra entre paréntesis refleja la nota al pie que Engels agregó posteriormente,

haciendo notar que en las sociedades primitivas no existía la división en clases

sociales.

El propio Marx diría respecto a la lucha de clases, en una carta a Joseph

Weydemeyer, del 5 de marzo de 1852, que: “...no me cabe el mérito de haber

descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre

ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el

desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la

anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar:

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1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de

desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a

la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que

el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases...”

La noción de Marx de la clase, no tiene nada que ver con las castas hereditarias, ni

son exactamente las clases sociales en el sentido sociológico (la escuela de Max

Weber, por ejemplo) de clases alta, media y baja (que generalmente son definidas en

términos del ingreso cuantitativo o de la riqueza-prestigio-poder). En vez de ello,

Marx concibe la pertenencia a una clase según la relación que se tiene con los

medios de producción.

En la sociedad capitalista las dos clases principales son el proletariado y la

burguesía. Existen otras clases, tales como la pequeña burguesía, que comparten

características de las dos clases principales y ocupan una posición intermedia. Pero

según Marx es el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, la lucha de clases

entre ambos, el que representa la continuidad de las luchas de clases anteriores

(esclavos contra esclavistas, los siervos contra los señores feudales) y es el principal

movilizador de los cambios sociales dentro de la sociedad capitalista.

Según Marx el antagonismo entre las clases sociales puede terminar de dos maneras:

1. La victoria de la clase oprimida.

La ruina de la sociedad entera y todas sus clases.

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CARTA A JOSEPH WEYDEMEYER

Karl Marx

Londres, 5 de marzo de 1852

...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia

de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo,

algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta

lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas.

Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases

sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que

la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que

esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas

las clases y hacia una sociedad sin clases...

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MANIFIESTO DEL PARTIDO COMUNISTA

Karl Marx y Friedrich Engels

2. PROLETARIOS Y COMUNISTAS

¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?

Los comunistas no forman un partido aparte de los demás partidos obreros.

No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del

proletariado. No profesan principios especiales con los que aspiren a modelar el

movimiento proletario.

Los comunistas no se distinguen de los demás partidos proletarios más que en esto:

en que destacan y reivindican siempre, en todas y cada una de las acciones

nacionales proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el proletariado,

independientes de su nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en

que se mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el

interés del movimiento enfocado en su conjunto.

Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre

en tensión de todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a

las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros

y los resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás

partidos proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado,

derrocar el régimen de la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.

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Las proposiciones teóricas de los comunistas no descansan ni mucho menos en las

ideas, en los principios forjados o descubiertos por ningún redentor de la

humanidad. Son todas expresión generalizada de las condiciones materiales de una

lucha de clases real y vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a

la vista de todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco

ninguna característica peculiar del comunismo.

Las condiciones que forman el régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a

cambios históricos, a alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la Revolución francesa abolió la propiedad feudal para instaurar

sobre sus ruinas la propiedad burguesa.

Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad en general, sino

la abolición del régimen de propiedad de la burguesía, de esta moderna institución

de la propiedad privada burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen

de producción y apropiación de lo producido que reposa sobre el antagonismo de

dos clases, sobre la explotación de unos hombres por otros.

Así entendida, sí pueden los comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición

de la propiedad privada.

Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto

del trabajo y del esfuerzo humano, esa propiedad que es para el hombre la base de

toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.

¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís

acaso a la propiedad del humilde artesano, del pequeño labriego, precedente

histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo

de la industria lo ha hecho ya y lo está haciendo a todas horas.

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¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad?

No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre

de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a

condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su

explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este

antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a

contemplar los dos términos de la antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el

proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en

marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en

rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la

sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.

Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a

todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una

riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de

la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de

víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero

asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir

viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este

régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear

medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen

de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás

hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de

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apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan

sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de

incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado

será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del

obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la

comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva

al capital toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y

personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la

personalidad y la libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver

abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa.

Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de la producción, el

librecambio, la libertad de comprar y vender.

Desaparecido el tráfico, desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La

apología del libre tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que

entona nuestra burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la

emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante

la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de producción y de

la propia burguesía.

Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de

vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve

décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no

existir para esas nueve décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos

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reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria

condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.

Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a

eso es a lo que aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en

capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en

que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no

existe.

Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el burgués, el

capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a

destruir.

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único

que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.

Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará toda actividad y reinará la

indolencia universal.

Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se habría estrellado contra el

escollo de la holganza una sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no

adquieren y los que adquieren, no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en

fin de cuentas, a una verdad que no necesita de demostración, y es que, al

desaparecer el capital, desaparecerá también el trabajo asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de apropiación y producción

material, se hacen extensivas a la producción y apropiación de los productos

espirituales. Y así como el destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués,

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a destruir la producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir

la cultura en general.

Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que convierte en una máquina a la

inmensa mayoría de la sociedad.

Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa partiendo de

vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que

esas mismas ideas son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de

producción, del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de

vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las

condiciones materiales de vida de vuestra clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron la idea

interesada de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de

condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de la producción, descansa

sobre leyes naturales eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya

perecido la propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que

no os podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.

¡Abolición de la familia! Al hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas,

hasta los más radicales gritan escándalo.

Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual, la familia burguesa? En el capital,

en el lucro privado. Sólo la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la

palabra; y esta familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de

relaciones familiares de los proletarios y en la pública prostitución.

Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al desaparecer su

complemento, y que una y otra dejen de existir al dejar de existir el capital, que le

sirve de base.

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¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la explotación de los hijos por sus

padres? Sí, es cierto, a eso aspiramos.

Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad de la familia, suplantando la

educación doméstica por la social.

¿Acaso vuestra propia educación no está también influida por la sociedad, por las

condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos directa en

ella de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas

los que inventan esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen

es modificar el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la

clase dominante.

Esos tópicos burgueses de la familia y la educación, de la intimidad de las relaciones

entre padres e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran

industria va desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los

hijos en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.

¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro la burguesía entera,

pretendéis colectivizar a las mujeres!

El burgués, que no ve en su mujer más que un simple instrumento de producción, al

oírnos proclamar la necesidad de que los instrumentos de producción sean

explotados colectivamente, no puede por menos de pensar que el régimen colectivo

se hará extensivo igualmente a la mujer.

No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar con la situación de la

mujer como mero instrumento de producción.

Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de indignación, henchida de alta

moral de nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada colectivización de las

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mujeres por el comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en

implantar lo que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.

Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con tener a su disposición a las

mujeres y a los hijos de sus proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-,

sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.

En realidad, el matrimonio burgués es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo,

podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir este hipócrita y recatado

régimen colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y abierta, de la

mujer. Por lo demás, fácil es comprender que, al abolirse el régimen actual de

producción, desaparecerá con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra,

y que se refugia en la prostitución, en la oficial y en la encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la

nacionalidad.

Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No

obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político,

su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un

sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la

burguesía.

Ya el propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la

uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida que

engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos

nacionales.

El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de

los proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones

primordiales de su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo

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la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de

unas naciones por otras.

Con el antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad

de las naciones entre sí.

No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo

desde el punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.

No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las condiciones de vida, las

relaciones sociales, la existencia social del hombre, cambian también sus ideas, sus

opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una palabra.

La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la

producción espiritual con la material. Las ideas imperantes en una época han sido

siempre las ideas propias de la clase imperante .

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más

que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han

germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban

las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas

fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las

ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba

desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces

revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no

hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo

ideológico.

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Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc.,

aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de

perennidad, y que por debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una

moral, una filosofía, una política, un derecho.

Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como la libertad, la

justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la

sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas

verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a

interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de

antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una

parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado.

Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a

despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes,

formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no

desaparezca radicalmente.

La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen

tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a

romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas

tradicionales.

Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía

contra el comunismo.

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Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del

proletariado al Poder, la conquista de la democracia .

El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía

de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en

manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y

procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las

energías productivas.

Claro está que, al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción

despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de

medidas que, aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e

insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un gran resorte propulsor y de

las que no puede prescindiese como medio para transformar todo el régimen de

producción vigente.

Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente, en todos los países.

Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser

aplicadas con carácter más o menos general, según los casos .

a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a

los gastos públicos.

b Fuerte impuesto progresivo.

c Abolición del derecho de herencia.

d Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.

e Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con

capital del Estado y régimen de monopolio.

f Nacionalización de los transportes.

g Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción,

roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.

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h Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales,

principalmente en el campo.

i Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir

borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.

j Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo

infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la

educación con la producción material, etc.

Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de

clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado

perderá todo carácter político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder

organizado de una clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve forzado a

organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al

Poder; mas tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza

el régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que

determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia

soberanía como tal clase.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá

una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo

de todos.

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LA IDEOLOGÍA ALEMANA

Karl Marx y Friedrich Engels

1. EL ESTADO, LA LUCHA DE CLASES Y EL COMUNISMO

Esta plasmación de las actividades sociales, esta consolidación de nuestros propios

productos en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control,

que levanta una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es uno

de los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico

anterior, y precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y

el interés común, cobra el interés común, en cuanto Estado, una forma propia e

independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo

tiempo, como una comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los

vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribual, tales como la

carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses

y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de las clases, ya

condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno

de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay una que domina sobre todas

las demás.

De donde se desprende que todas las luchas que se libran dentro del estado, la lucha

entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de

sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas

reales entre las diversas clases. Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire

a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado,

condicione en absoluto la abolición de toda forma de sociedad anterior y de toda

dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para

poder presentar su interés como el interés general, cosa a que en el primer momento

se ve obligada.

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Precisamente porque los individuos sólo buscan su interés particular, que para ellos

no coincide con su interés común, y porque lo general es siempre la forma ilusoria

de la comunidad, se hace valer esto ante su representación como algo “ajeno” a ellos

e “independiente” de ellos, como un interés “general” a su vez especial y peculiar, o

ellos mismos tienen necesariamente que enfrentarse en esta escisión, como en la

democracia. Por otra parte, la lucha práctica de estos intereses particulares que

constantemente y de un modo real se enfrenten a los interese comunes o que

ilusoriamente se creen tales, impone como algo necesario la interposición práctica y

el refrenamiento por el interés “general” ilusorio bajo la forma del Estado. El poder

social, es decir, la fuerza de producción multiplicada, que nace por obra de la

cooperación de los diferentes individuos bajo la acción de la división del trabajo, se

les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación voluntaria, sino

natural, no como un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al

margen de ellos, que no saben de dónde procede ni adónde se dirige y que, por tanto,

no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas

de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad de los actos de los hombres y

que incluso dirige esta voluntad y estos actos. Con esta “enajenación”, para

expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse

partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder

“insoportable” es decir, en un poder contra el que hay que sublevarse es necesario

que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente “desposeída” y, a la

par con ello, en contradicción con un mundo existente de riquezas y de cultura, lo

que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza productiva, un alto

grado de su desarrollo, y de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas

(que entraña ya, al mismo tiempo, una existencia empírica dada en un plano

histórico-universal, y no en la vida puramente local de los hombres) constituye

también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se

generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par,

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la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la inmundicia

anterior; y, además, por que sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas

lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual por una

parte, el fenómeno de la masa “desposeída” se produce simultáneamente en todos

los pueblos (competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las

conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales,

empíricamente mundiales, en vez de individuos locales.

El comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción “coincidente” o

simultáneamente de los pueblos dominantes, lo que presupone el desarrollo de las

fuerzas productivas y el intercambio universal que lleva aparejado.

Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que

haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento rela que

anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se

deprenden de la premisa actualmente existente.

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LA SOCIOLOGÍA POLÍTICA DE ÉMILE DURKHEIM: LA

CENTRALIDAD DEL PROBLEMA DEL ESTADO EN SUS

REFLEXIONES DEL PERÍODO 1883–1885

Graciela Inda

Es indudable que las obras más conocidas y discutidas de la producción de Émile

Durkheim (1858–1917), considerado un clásico de la sociología académica surgida

en Europa en el curso del siglo XIX, son contemporáneas o posteriores a De la

división del trabajo social y a la Contribución de Montesquieu a la constitución de

la ciencia social, trabajos presentados en 1893. En contraste, los textos anteriores a

ese año, sólo recientemente difundidos a nivel internacional y en su inmensa

mayoría no traducidos al español, han recibido escasa atención por parte de

comentaristas e intérpretes, concentrados en sus obras de más largo aliento (De la

división del trabajo social —1893—, Las reglas del método sociológico —1895—,

El suicidio —1897—, Las formas elementales de la vida religiosa —1912—, etc.).

En los últimos años, las tareas que realizan la Société d'études durkheimiennes

asociada con el British Centre for Durkheimian Studies y la Bibliothèque electrónica

Paul–Émile–Boulet de l'Université du Québec a Chicoutimi (Canadá) han facilitado

las investigaciones, al impulsar la difusión de los escritos menos conocidos de

Durkheim. Entre ellos, se encuentran las intervenciones correspondientes al lapso

1883–1885, objeto de nuestro análisis.

Con algunas excepciones (Lacroix, Giddens, Steiner, Lukes), las obras dedicadas al

estudio de la vida y obra de Émile Durkheim ni siquiera mencionan los escritos y

discursos anteriores a 1893, y menos aún los realizados con anterioridad a 1885, sin

duda los más tempranos de la reflexión durkheimiana. Además, por lo general,

cuando se los considera es bajo una forma más bien anecdótica o biográfica, sin

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ninguna pretensión de sistematización o de reconstrucción del sistema de preguntas

que los sostiene.

Bajo el supuesto de que la naturaleza de la sociología durkheimiana no se agota en

la referencia a sus obras mayores, me propuse un recorrido crítico y exhaustivo por

sus descuidadas primeras cavilaciones teóricas y políticas.

Con la intención de desentrañar la problemática (el sistema de preguntas, vacíos,

respuestas y preocupaciones) que habita el pensamiento temprano de Durkheim, se

analizaron los textos correspondientes (mencionados en la bibliografía), buscando

determinar: ¿cuáles son los tópicos e interrogantes más sobresalientes?, ¿qué objeto

de investigación construye paulatinamente el joven profesor francés en ellos?, ¿de

qué manera, esto es, recurriendo a qué teorías o conceptos, procede al tratamiento de

dicho objeto?, ¿en vinculación con qué posiciones políticas o de clase concretas?

Bernard Lacroix, autor de uno de los análisis más rigurosos de los últimos tiempos

sobre la obra durkheimiana, considera que la mayoría de los estudios sobre el

pensamiento del sociólogo francés desconoce la importancia y la impronta

propiamente política de sus preocupaciones originales. Agrego lo siguiente: en el

contexto de una construcción sociológica amplia y diversa, que por lo general coloca

en un plano secundario o directamente evita o menosprecia el abordaje de los

problemas políticos, del poder y del Estado, en los ensayos, reseñas bibliográficas,

discursos y cursos anteriores a su tesis doctoral de 1893, puede detectarse, por el

contrario, un marcado interés de Durkheim por los problemas propios de la

sociología política y, sobre todo, por el Estado.

I. LOS PRIMEROS BOSQUEJOS (1883–1884)

En 1879 el joven Durkheim ingresa, luego de un período de preparación que le

demandó tres años, a la Escuela Normal Superior. En ella, según cuenta Harry

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Alpert, germina un "verdadero renacimiento filosófico", una especie de despertar

intelectual tras el régimen "represivo y asfixiante" del Segundo Imperio

Napoleónico.

Pese a esa efervescencia intelectual, la mirada que tiene Durkheim sobre el medio

académico que lo rodea no es de admiración. Critica tempranamente el carácter

superficial, literario y místico de las discusiones que tienen lugar en la Escuela. Cree

que se le da excesiva importancia a la retórica ociosa y que se dejan de lado la

precisión y la investigación especializada que deben caracterizar a los trabajos

científicos y filosóficos. Los estudiantes y la mayoría de los profesores buscan,

según sus palabras: “(... ) no la exactitud del análisis y el rigor de la prueba, es decir,

las cualidades que hacen al científico y al filósofo, sino un tipo de talento literario de

especie bastarda que consiste en combinar las ideas de manera semejante a como el

artista combina imágenes y formas: para encantar al gusto y no para satisfacer la

razón; para despertar impresiones estéticas y no para expresar cosas”.

Dada esa insatisfacción ante el estado de la disciplina filosófica se comprende la

decisión que toma Durkheim entre 1882 y 1883, en los días de su graduación:

dedicarse al estudio científico de los fenómenos sociales. "Fue entre el primer

proyecto de lo que iba a convertirse en La división del trabajo, en 1884, y su primer

borrador en 1886 cuando, a través de un análisis progresivo de su pensamiento y de

los hechos (... ) llegó a ver que la solución del problema pertenecía a una nueva

ciencia: la sociología". Lo anterior, en un momento en que la sociología no

constituye una disciplina autónoma, es más, ni siquiera es vista con buenos ojos.

En 1895 Durkheim lo dice de esta forma:

“Cuando, hace unos diez años, decidimos dedicarnos al estudio de los fenómenos

sociales, la cantidad de gente que se interesaba por estos problemas era tan

restringida en Francia que, a pesar de la gran benevolencia con la que fueron

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recibidos nuestros primeros intentos, no encontramos en ningún lado los consejos y

la ayuda que necesitábamos para evitar largos titubeos y para que nuestras

investigaciones fuesen más sencillas. En especial, en el medio universitario, la

sociología era objeto de un verdadero descrédito (...)”.

Ahora bien, ese descrédito no dura mucho. En poco tiempo más, en el medio

intelectual francés, se estudiará el positivismo científico procedente de Augusto

Comte, creador del neologismo "sociología".

Cabe destacar con énfasis que el interés de Durkheim por la sociología no nace de

un problema meramente disciplinar, sino que es producto de su compromiso con el

frágil Estado republicano de su tiempo. Quiere una ciencia que proporcione las

directrices "morales" para la consolidación de la Tercera República, que sirva de

orientación a la conducta política. En sus primeras reflexiones se muestra

obsesionado por la cuestión de la unidad nacional.

Primer indicio. Como mencioné, alrededor de 1882, según refiere su sobrino Mauss,

Durkheim empieza a definir el campo temático de sus investigaciones. Estudiar las

relaciones entre el individualismo y el socialismo constituye la primera formulación

de su proyecto. "Los términos utilizados marcan la imprecisión del pensamiento:

remiten a un enfoque filosófico muy general que buscaba confrontar lo que en ese

momento se consideraba como dos modos antagónicos de organización social y

política (el individualismo, que refería al liberalismo político y sobre todo al

liberalismo económico y el socialismo, en relación con las doctrinas que ponían

énfasis en la primacía del Estado o de cualquier otro centro regulador de la vida

social)". El novel profesor es plenamente consciente de que la cuestión de la

amplitud de intervención del Estado es esencial para distinguir entre dos propuestas

de organización de las sociedades modernas: la de los socialistas y la de los

liberales.

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También en 1882, en el mes de marzo, Durkheim asiste a una conferencia dictada

por Ernest Renan en la Sorbonne, la cual lleva por sugestivo título: ¿Qué es una

nación? En 1885 todavía la tiene en mente, pues en la reseña que escribe sobre una

obra del alemán Schäeffle la menciona en la bibliografía.

Avancemos en nuestro recorrido. Egresado de la Escuela Normal, es nombrado

profesor de filosofía, cargo que desempeña en los liceos de Sens, Saint Quentin y

Troyes entre 1882 y 1887 (con la excepción del año académico 1885–1886 en que

obtiene una licencia para avanzar en su formación y viaja a Alemania). En el

discurso que dirige en 1883 a los alumnos del Liceo de Sens sobre El papel de los

grandes hombres en la historia (cuya reproducción es, hasta donde sé, el escrito más

temprano que puede encontrarse de Durkheim), discute abiertamente la tesis

presentada por Renan en sus Dialogues philosophiques, según la cual los "grandes

hombres" son el "fin propio de la humanidad".

El tono aristocrático y el desinterés por la "felicidad de las masas" que conlleva la

tesis renaniana desagradan al joven Durkheim. "El mundo no está únicamente hecho

en vista de los grandes hombres. El resto de la humanidad no es simplemente la

tierra sobre la cual crecen esas flores raras y exquisitas. Todos los individuos, por

humildes que sean, tienen el derecho de aspirar a la vida superior del espíritu". El

tema de fondo: una nación no es el producto de uno o dos grandes hombres, que un

día están y luego pueden faltar repentinamente; es, por el contrario, "la masa

compacta de ciudadanos". Lo que debe importar a la nación toda, insiste Durkheim,

no es el progreso de una "pequeña aristocracia cerrada y celosa" sino el de la

"cultura media de espíritu" que la masa "está en estado de recibir".

Si es falsa la teoría que posterga a la masa, lo es también aquella que sacrifica al

genio en pos de la muchedumbre. Es la aparición de un gran hombre, exponente de

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una existencia superior, la que proporciona una meta para los esfuerzos de todos, la

que estremece a la muchedumbre inmóvil y la pone a trabajar para alcanzar un ideal

superior. Tampoco hay que pensar que invariablemente los grandes hombres

absorben las fuerzas de la nación: esto sólo sucede cuando el hombre de genio vive

en una "soledad orgullosa". Siempre y cuando no se aíslen en su superioridad,

desempeñan un papel crucial a los ojos de Durkheim: encarnan un ideal, lo

convierten en una meta por la cual vale la pena rechazar los "placeres fáciles y

vulgares". "Respetar la superioridad natural de ciertos prohombres, sin perder la

dignidad y el respeto que se deben a sí mismos: así deben ser los 'futuros ciudadanos

de nuestra democracia'", concluye.

En resumen, las preguntas que se plantea Durkheim leyendo a Renan son: ¿qué es

una nación?, ¿cómo fortalecerla?, ¿debe apoyarse sólo en unos pocos héroes o, por

el contrario, debe nutrirse de la masa del pueblo? Estudia a Renan, no porque le

subyuguen las respuestas que éste proporciona, las que le parecen inaceptables,

como hemos visto, sino porque comparte el interrogante que éste formula en torno a

la unidad nacional, inquietud compartida que remite, desde luego, a la sucesión de

conflictos que jaquean desde 1875 la autoridad del Estado republicano francés.

Primeros indicios entonces de la bisoña problemática durkheimiana de la integración

nacional.

En los años 1883 y 1884, el joven profesor Durkheim dicta sus primeros cursos

sobre filosofía. En ellos diserta sobre el objeto, método y teorías propias de la

filosofía y de la psicología, sobre la lógica y su metodología, sobre la metafísica y,

finalmente, sobre la moral. Los deberes cívicos aparecen aquí planteados como un

problema propio de la "moral", entendida ésta como forma de disciplina social,

como modalidad de inculcación de valores sociales sólidos.

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La moral aparece subdividida en "moral teórica" (tratamiento de la ley moral, de la

responsabilidad moral, del deber y del bien, de la verdad) y "moral práctica"

(compuesta por la moral individual, la moral doméstica o familiar, la moral cívica y

los deberes generales de la vida social).

De las lecciones impartidas por el joven Durkheim en los cursos dictados en el Liceo

de Sens importa especialmente la Lección 64. En ella diserta sobre la moral cívica

definida como aquella parte de la moral práctica "(...) que determina los deberes que

tienen los individuos cuya reunión forma una nación”.

La organización de la sociedad requiere que el cuidado de los "intereses comunes"

esté a cargo de personas especialmente abocadas a esta función. "Estas personas

constituyen el gobierno. Este gobierno está armado de diferentes poderes. Para que

esos poderes no sean peligrosos, es preciso que estén divididos entre diversas clases

de personas: he aquí el principio de la división de poderes". Los poderes

constitutivos del gobierno, dice Durkheim retomando las reflexiones de

Montesquieu, son tres: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Hacer las leyes que

regirán a la sociedad, aplicarlas y reprimir las violaciones a esas leyes empleando

penas, son las tareas que corresponden a cada uno de esos poderes.

Tal es la división de tareas, pero ¿cuál es la "función del gobierno"?, ¿cuál es su

misión? La función de un gobierno es doble: debe proteger a los ciudadanos, los

unos de los otros, y al mismo tiempo conducir a la sociedad a la realización de su

"propio fin". Cada sociedad —en esto Durkheim es categórico— tiene un fin que le

es propio, intereses que le son propios: los intereses de Francia no son idénticos a los

de Inglaterra o a los de Alemania. En este reconocimiento de que corresponde al

Estado llevar a la sociedad al logro de su fin propio puede identificarse un

acercamiento sorprendente, aunque fugaz, con la sociología del Estado weberiana,

que realza la capacidad organizadora y de conducción del poder estatal moderno.

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La sociedad "delega" a ciertos individuos el poder de dirigirla a su propio fin,

continúa Durkheim. Identificar ese fin, seleccionar los medios más adecuados para

realizarlo dadas las circunstancias, preparar esos medios, son tareas propias de la

ciencia. Un cierto número de personas está especialmente encargado de llevar

adelante ese conjunto de ocupaciones.

Se encuentran esbozados en este curso cuatro elementos claves de la concepción

durkheimiana del Estado. 1) La referencia al papel protagónico de la ciencia y de la

especialización en la definición de las funciones estatales. 2) Una posición acerca de

la relación Estado–sociedad: el Estado nace de la sociedad, por delegación. A esta

definición, que supone que la sociedad existe primero para después dar origen al

Estado, puede llamársela tesis sociocéntrica (por oposición a las tesis

estadocéntricas, que hacen derivar la sociedad del Estado). De esta tesis deriva

Durkheim un principio importante: el Estado está sujeto a un "control perpetuo" por

parte de la nación que le da la vida. 3) La proclamación de intereses específicos a

cada nación. Si bien hay una definición general del Estado en torno a dos funciones

básicas: cuidar de la ciudadanía y conducir la sociedad al logro de su fin, la

determinación de cuál es ese fin no corresponde al Estado, lo precede, corresponde a

la sociedad nacional que le da origen. 4) La identificación Estado–gobierno. Los

contornos del Estado coinciden totalmente con los del gobierno, compuesto de tres

poderes (ejecutivo, legislativo, judicial). Puede hablarse así de una definición

restringida de la materialidad institucional del Estado.

Con la formulación de 1883–1884 Durkheim pretende explícitamente rechazar dos

teorías sobre las funciones del gobierno en las sociedades modernas. 1) La "teoría

socialista", que considera que todos los ciudadanos "pertenecen al Estado" en tanto

abdican de su individualidad al incorporarse a la sociedad y según la cual el

gobierno conduce a la sociedad a un fin, a un objetivo, que los miembros que la

componen pueden compartir o no. Se trata para Durkheim de una teoría "obviamente

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inmoral", puesto que menoscaba al individuo, reduciéndolo a un mero instrumento

que la sociedad utiliza para llegar a sus fines. 2) La "teoría liberal o individualista",

que sostiene que "la sociedad es una abstracción" y que son supremos los fines

individuales. La función del gobierno es proteger a los ciudadanos, evitar que se

dañen entre sí, salvaguardar la individualidad de cada uno. Sólo cuando peligra el

respeto por la libertad individual puede el gobierno ejercer su autoridad o intervenir

en la vida social. Esta visión —sostiene—, si bien no desatiende la ley moral que

dicta respetar al individuo, es contraria a los intereses de la sociedad.

Más arriba señalé que para el joven sociólogo, el Estado, en tanto "resulta del

pueblo", en tanto es producto de la nación, no puede tener un poder absoluto. ¿Cuál

es el límite del poder del Estado? El Estado nunca puede "disminuir la personalidad

del ciudadano". Luego de mencionar las funciones del gobierno y de decir que "debe

disponer de los poderes suficientes para poder cumplirlas", agrega Durkheim:

“Pero en el ejercicio de esos poderes, deberá encerrarse dentro de cierto límite; su

acción en el país deberá parar en un cierto momento: no deberá jamás atentar contra

la personalidad de los ciudadanos. Puede exigir de ellos las acciones indispensables

a la vida social, pero no deberá ir más lejos, descender sobre las conciencias para

imponer tal o cual opinión. El pensamiento deberá permanecer siempre libre,

sustraído de la acción del gobierno, y disponer libremente de todos los medios

necesarios a su expresión. Todo gobierno deberá respetar la libertad de

pensamiento: poco importa el nombre de las doctrinas y sus consecuencias teóricas;

todas tienen el derecho de ver el día, y qué debe acarrear el triunfo de unas y el

aplastamiento de otras, esa es la discusión, en la que no deberá intervenir una fuerza

externa. Lo cual sería, por otro lado, un medio ineficaz; se puede retardar un tiempo

el advenimiento de una idea, pero no tardará en reaparecer; las ideas sólo mueren

cuando son falsas, la persecución en su contra les da fuerza. Por supuesto, no se trata

aquí más que de la libertad de pensar y de expresar; la libertad de actuar por los

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medios más o menos morales para difundir ese pensamiento es del dominio de la

legislación”.

En una sociedad democrática, las obligaciones de los ciudadanos hacia el Estado se

circunscriben a obedecer la ley, pagar impuestos, hacer el servicio militar y votar.

Está claro que nuestro sociólogo no reflexiona sobre los deberes ciudadanos en

abstracto: los inscribe en una forma determinada de organización política, la

democrática. Tenemos entonces que los deberes ciudadanos dependen de la forma,

democrática o no, que adopte el Estado. Queda señalado aquí otro tema que

interesará crecientemente a Durkheim: el de la oposición entre los Estados

democráticos y los absolutistas o despóticos. O mejor dicho: entre las sociedades

democráticas y las despóticas, puesto que son ellas las que engendran tal o cual tipo

de Estado.

Sin duda, un problema que atraviesa toda la producción durkheimiana, desde las

primeras reseñas hasta los escritos de la guerra, es el de la democracia. La intención

de este clásico de la sociología francesa de delimitar el poder que legítimamente

puede ejercer el Estado moderno se traduce en una serie de máximas: el Estado no

puede sojuzgar a los individuos, no puede perseguir fines independientes de los fines

individuales, debe gozar de una obediencia consentida y razonada, debe permitir y

fomentar el accionar de asociaciones intermedias que limiten su tendencia a la

centralización, debe comunicarse con la sociedad mediante la elaboración de

representaciones cada vez más racionales y específicas, debe proceder a eliminar el

derecho de herencia y otros privilegios para impulsar una mayor igualdad de las

relaciones sociales, debe organizar y regular la vida económica para evitar los

estados anómicos y de falta de cohesión social que tanto daño causan a los

individuos, debe tender a la pacificación de las relaciones internacionales.

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De todas maneras, el gobierno es ejercido por unos pocos y su función es pensar por

la sociedad. Las críticas durkheimianas a la idea de una "nivelación democrática"

son ácidas y persistentes. Una vida pública protagonizada por una multitud de

individuos que expresan su opinión sobre la cosa pública sin estar informados ni

preparados adecuadamente sólo puede conducir al caos. Es preciso, recalca el

sociólogo, que la representación política reproduzca la organización profesional. La

democracia sólo puede consistir en la máxima comunicación entre la conciencia

reflexiva del Estado y los estados sociales semiinconscientes.

Volvamos a los años que nos ocupan, aquéllos inaugurales de la producción

durkheimiana. El sufragio, dice el joven intelectual, no es solamente un derecho de

los ciudadanos: es también un deber. Los ciudadanos deben ocuparse de los

"intereses comunes", y es mediante el voto que esos intereses pueden expresarse.

Abstenerse de votar por razones particulares, por ejemplo, es imperdonable. El

"interés general" no puede ser sacrificado en nombre del interés particular.

La observancia de la ley es "muy natural" en una sociedad democrática puesto, que

la ley fue hecha por los ciudadanos, que deben cumplirla. Entonces, ¿la minoría

tiene derecho de desobedecer una ley con la que no está de acuerdo? No: si tuviera

ese derecho, la sociedad estaría en riesgo de "disolución". En una democracia,

caracterizada por la libre expresión de las ideas, la minoría no debe recurrir a la

fuerza bruta y la desobediencia para hacer triunfar sus ideas.

Uno y otro deber, el de votar y el de respetar la ley, quedan enmarcados en la

incipiente problemática de la cohesión social, de la necesaria unidad nacional.

Preocupado por consolidar la inconsistente República, Durkheim siente la urgencia

de establecer una ideología laica y liberal, una moral cívica que forme respetuosos

ciudadanos republicanos.

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En ese contexto, y tras la indeleble resonancia de la derrota francesa en la guerra

franco–prusiana de 1870–1871, Durkheim pergeña una clara defensa de la

nacionalidad. Su justificación de la obligación de realizar el servicio militar, por

ejemplo, se asienta en esa idea de defensa de la nación. Defensa que más tarde

tomará carácter político explícito en ciertos gestos de nacionalismo militante y en

una intensa actividad de propaganda durante la primera guerra mundial. "De todos

los impuestos el más noble y el más obligatorio es el de la sangre. ¿Llegará el día en

que todas las nacionalidades se fundan en una República Universal? Es posible. Pero

por el momento los hombres están divididos en sociedades rivales, que a menudo

tienen que luchar".

II. LAS RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS DE 1885: UNA MATRIZ DE

PREGUNTAS

En 1885, mientras se prepara para viajar a Alemania, Durkheim ingresa como

colaborador de la Revue Philosophique y escribe varios análisis sobre literatura

sociológica reciente. Su primera participación consiste en una reseña del primer

volumen de la obra del alemán Albert Schäffle (socialista de cátedra y organicista),

titulada Bau und Leben des Sozialen Körpers: Erster Band. La cuestión de la nación

acapara de nuevo la atención del joven profesor: el volumen reseñado es un análisis

de las "naciones actuales" y de sus "principales elementos".

En su lectura de Schäffle, Durkheim encuentra algunas nociones que serán luego

centrales en sus análisis. Una de ellas es la que considera que la sociedad es un ser

con vida propia que no debe ser identificada sin más con un organismo. Las

metáforas organicistas —dice— son útiles a la sociología, pero ésta debe estudiar su

objeto propio utilizando un "método nuevo". También comparte la idea de que los

miembros de las sociedades humanas se encuentran unidos, no por un "contacto

material", sino por "lazos ideales". La nación, advierte, es una "organización de

ideas".

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Encara el texto de Schäffle como un voraz aprendiz. Pretende, ante todo, "reproducir

el movimiento general de ese bello análisis", tan rico en observaciones, de gran

erudición. En su opinión, constituye un progreso científico que puede contribuir a

edificar el "futuro de la sociología francesa". Le critica su "eclecticismo", que no

atine a ser totalmente consecuente con su definición de la sociedad como ser con

vida independiente y haga concesiones al individualismo. También su "robusta fe en

la razón y en el futuro de la humanidad": la "razón no cura todos los males", dice

Durkheim; no podemos esperar que la armonía social repose en el hecho de que

millones de hombres, que las masas enormes que conforman nuestros pueblos,

tengan a cada instante la fuerza de atención, la razón necesaria para impulsar los

intereses comunes. Además, si reemplazáramos los instintos y los hábitos del

"hombre ordinario" por una conciencia plena, por una pura razón, éste no

comprendería la "grandeza del patriotismo" ni la "bondad del sacrificio".

Reitera así su idea del discurso de 1883 de que es imposible (e indeseable) que la

razón alcance a todos los individuos que forman una sociedad. Son los lazos

invisibles de la solidaridad los que mantienen unidos a la nación, y es esta noción la

que prefiere destacar al referirse a la doctrina de Schäffle. En efecto, destaca como

un aporte de esta doctrina la consideración de la riqueza de una nación como algo

más que un simple acervo material. La riqueza es un "símbolo". Expresada en

monumentos históricos, obras literarias, etc., es el lazo que une las conciencias que

componen la nación, es el medio que transmite las ideas de un espíritu a otro, de una

generación a otra.

La perspectiva de Schäffle destaca que además de los elementos anatómicos

(Estado, órganos intermediarios, etc.) existen "tejidos sociales" destinados a

conectar entre sí las "células sociales", a reunirlas en "masas compactas y

coherentes" protegidas de "toda disolución de la unidad nacional". Estos lazos

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sociales, amorfos y carentes de funciones especiales, se irritan ante la "menor

excitación". El patriotismo es un buen ejemplo de esta especie: en tiempos de paz

duerme en el "fondo de las conciencias", pero cuando estalla la guerra nos gana a

todos. Evidentemente, estas ideas calan hondo en el joven Durkheim.

Esos lazos sociales que fundan la nación entrelazándose de "mil maneras" son,

según Schäffle, la unidad de origen, de territorio, de intereses, de opiniones, de

creencias religiosas, de instintos de sociabilidad, de tradiciones históricas y de

lengua. Si uno de ellos se encuentra debilitado, los demás se encargan de sostener la

cohesión nacional. Un pueblo que presentara esos ocho caracteres "puros de toda

mezcla", que se caracterizara por un patriotismo exclusivo, que honrara su pasado

histórico, que tuviera una perfecta unidad lingüística, religiosa, económica y

política, formaría una nación sólida, "inquebrantable", que ninguna fuerza enemiga,

interna o externa, podría someter. Pero, razona el sociólogo alemán, pagaría un alto

precio por su solidez: ésta sólo puede ser mantenida mediante una "enorme

centralización" y por un "gobierno opresivo hacia adentro y belicoso hacia fuera".

Actualmente, es preciso alcanzar un equilibrio entre la afirmación de la vida

nacional y la creciente importancia del cosmopolitismo y las relaciones

internacionales.

En la lectura que Durkheim hace del texto de Schäffle reaparecen con nitidez tanto

la identificación de Estado y gobierno como la tesis sociocéntrica del Estado. Si la

sociedad nacional es de tal forma, el gobierno que le corresponde es de tal otra.

Incluso en este texto va más allá y precisa esta tesis al tratar la cuestión de la

autoridad de las leyes. En efecto, las leyes no deben su existencia a la "sola voluntad

del legislador": son "inmanentes a la sociedad". El Estado no crea las leyes, como a

veces se dice, asegura Durkheim. El derecho y la moral son simplemente

"condiciones de la vida común"; es el pueblo quien los elabora. El legislador

constata y formula resoluciones preparadas por la opinión pública. De todas formas,

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el papel del Estado es "indispensable": sin la intervención del legislador, el derecho

no subsistiría más que como una costumbre "semi inconsciente", "imprecisa".

También aflora una tesis sobre el Estado que habrá de tener importancia en los

desarrollos teóricos posteriores, sobre todo en De la división del trabajo social

(1893): existe una estrecha vinculación entre la división del trabajo y el Estado. Bien

mirada, esta tesis es hija de aquella más general que hemos nombrado tesis

expresiva del Estado. Durkheim va sumando elementos y profundizando su

concepción del Estado nacional moderno dentro de una misma línea de

investigación.

Aun en una masa homogénea se establece alguna "diferenciación", ya que los

individuos se agrupan de manera de cumplir las funciones necesarias a la vida

común. De esta manera, se constituyen "tejidos nuevos", que se distinguen de los

anteriores en que cada uno tiene una forma determinada y una función. Tienen una

vida propia, independiente. Schäffle menciona cinco tejidos de esta segunda especie,

cada cual con su función específica: el emplazamiento físico de los diferentes

órganos (sistema óseo), los tejidos protectores o epidermis (policía, por ejemplo),

tejidos encargados de alimentar los elementos anatómicos del cuerpo social (vasos

capilares), tejidos encargados de poner a cada órgano en posición de actuar frente al

exterior o sistema muscular (flota, armada, etc.) y, finalmente, los tejidos nerviosos

encargados de transmitir los símbolos que sirven a la transmisión de las ideas.

Luego de atender a los tejidos constitutivos de la nación, le llama la atención a

Durkheim la noción de Schäffle de "conciencia colectiva", en tanto realidad

diferente de las conciencias particulares. ¿Cuántas ideas y sentimientos son de

nosotros mismos? Pocos, dice Schäffle. Ninguno de nosotros habla una lengua de

autoría propia: la encontramos totalmente elaborada. Las reglas de pensamiento, los

métodos de la lógica aplicada, todas nuestras riquezas provienen de un "capital

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común". ¿En qué consiste la "conciencia nacional"? Es una "conciencia de

conciencias" que condensa toda la vitalidad del presente y del pasado, contesta

Schäffle. A Durkheim la respuesta le satisface:

“(...) Para saber cómo las unidades sociales actúan unas con otras, no tenemos más

que abrir los ojos. Podemos así afirmar que una conciencia colectiva no es otra cosa

que un sistema solidario, un consenso armónico. He aquí la ley de esta organización.

Cada masa social gravita en torno de un punto central, está sometida a la acción de

una fuerza directriz, que regula y combina los movimientos elementales, y que

Schäffle llama la autoridad. Las diferentes autoridades se subordinan a su vez las

unas a las otras y es así como, de todas las actividades individuales, resulta una vida

nueva, a la vez una y completa”.

Este vínculo entre los elementos constitutivos de la nación y la fuerza de la

"autoridad" impresiona a Durkheim. Podemos aventurar que, de la mano de

Schäffle, se formula una pregunta decisiva: esa autoridad que desempeña un papel

de primer orden en el mantenimiento de la unidad nacional, ¿es la autoridad del

Estado? o ¿se trata más bien de una autoridad que se encarna en parte en el Estado y

que lo sobrepasa? Lo cierto es que "La autoridad puede estar representada por un

hombre, por una clase, o por una fórmula. Pero, de una forma u otra, es

indispensable. ¿En qué se convertiría la vida individual sin su intervención? Sería el

caos".

Tras admitir que no puede haber vida social sin autoridad, sin un freno a los

impulsos individuales, no tarda Durkheim en enfrentar otra interrogación crítica:

¿puede la autoridad basarse por completo en la fuerza? La autoridad encuentra

obediencia cuando se cree en ella: su poder proviene de la "fe", que puede ser "libre"

o "impuesta". Cabe esperar que con el "progreso" esa fe en la autoridad sea cada vez

más "inteligente" y más "clara", pero ella "no desaparecerá jamás".

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La fe en la autoridad es esencial. Si utilizando la violencia o artimañas se lograra

"ahogarla por un tiempo", o bien la "nación se descompondría", o bien no tardaría en

ver renacer "nuevas creencias". Pero estas nuevas creencias, surgidas bajo la

"necesidad de vivir", serían más "falsas" y menos "maduras" que las anteriores. No

podemos, dice Durkheim, saber y hacer todo "por nosotros mismos": la fe es un

"axioma" que se confirma todos los días.

La autoridad sería funesta si es tiránica. Es necesario que cada uno pueda criticarla y

someterse a ella libremente. Si se reduce la masa a una obediencia pasiva terminará

por resignarse a ese rol humillante, devendrá poco a poco una especie de materia

inerte que no resistirá más la acción (...), masa a la que será a partir de entonces

imposible arrancar la menor chispa de vida. Ahora bien, ¿qué constituye la fuerza de

un pueblo? La iniciativa de los ciudadanos, la actividad de las masas. La autoridad

dirige la vida social, pero no la crea ni la reemplaza. Ella coordina los movimientos,

pero los supone.

Si el "despotismo" reina durante largo tiempo, no puede "galvanizar la nación". Por

el contrario, en las democracias el pueblo tiene en reserva una energía latente, viva,

que aflora en los "momentos de peligro".

En conclusión, la unidad nacional, por un lado, depende del sentido de solidaridad,

es producto de compartir una lengua, una historia, una religión, una cultura, unos

valores; por otro, necesita de la autoridad basada en la fe. Una y otra hipótesis, la

que dicta que la base de la nación son las creencias comunes y la que funda en el

ejercicio de una autoridad centrípeta la cohesión nacional, se articulan

cómodamente: la autoridad no puede ser tiránica, debe respetar las creencias, las

ideas patrióticas; en suma, los tejidos que unen las células sociales en una masa

compacta; al mismo tiempo, la autoridad no puede dejar de existir: sería el caos.

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Las conclusiones de Schäffle sobre los órganos de la nación también impresionan a

Durkheim. En esta lectura, otra revelación, otra idea fuerte de su teoría política: la

de las corporaciones.

Los órganos, formados por la reunión de tejidos, están subdivididos según dependan

de la "iniciativa privada" ("asociaciones") o de la "acción colectiva"

("corporaciones"). Para Schäffle, las corporaciones son el agente por excelencia de

la actividad nacional, pues mientras las asociaciones son transitorias, como los

individuos, los grandes intereses sociales "son eternos"; sólo muy lentamente se

modifican y deben, además, ser protegidos de las bruscas fluctuaciones y de las

revoluciones. Es necesario que se encarnen en una institución que pueda vivir una

vida propia y desarrollarse a través de las distintas generaciones. Cuando se

suprimen las corporaciones pueden pasar dos cosas: o se desata una lucha egoísta en

la que triunfan los más fuertes, quedando el resto en la miseria (individualismo), o

bien interviene el Estado, que toma en sus manos los "intereses generales" que no

han sabido organizarse y defenderse, sustituye las corporaciones y termina

inmiscuyéndose en todos los detalles de la vida común ("socialismo despótico").

Entre estos abismos oscilan hoy las naciones civilizadas, remata Schäffle, señalando

además que no hay otro medio de escapar a esos peligros que "restaurar las

corporaciones", no tal como existían en la Edad Media, cosa imposible, sino bajo

una forma nueva, menos estrecha y más adaptada a la "vida móvil" actual y a la

"extrema división del trabajo".

Como es sabido, Durkheim no permanecerá indiferente a esta preocupación por

definir la naturaleza de las corporaciones adecuadas a los tiempos modernos.

Instancias que median entre el individuo y el Estado (los "abismos" que menciona

Schäffle), construidas sobre los condicionamientos dictados por la división social

del trabajo (en efecto, se tratará de organizaciones profesionales), las nociones que

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elaborará Durkheim años más tarde sobre las corporaciones responderán a las

exigencias planteadas por Schäffle.

Sigamos con nuestro recorrido. En el mismo año, 1885, Durkheim reseña otra obra

para la Revue philosophique. Se trata del libro La propiedad social y la democracia,

del filósofo y sociólogo francés Alfred Fouillée, publicado en Francia en 1884.

Conocido en el medio intelectual por sus repetidos intentos por reconciliar teorías

aparentemente opuestas, Fouillée pretende en esta ocasión acercar dos doctrinas: el

"socialismo" y el "individualismo".

Con este análisis, Durkheim muestra que no ha dejado de pensar en el problema de

la intervención del Estado en la economía, cuestión decisiva para definir dos

maneras diferentes de organización social: la individualista y la socialista.

¿Qué lee Durkheim en el texto de Fouillée?

El Estado es una "máquina demasiado masiva" para todas las operaciones que

requiere la producción. Es incapaz de adaptar la producción a los "mil

matices" de la demanda y de fijar el valor de los objetos y de los ingresos.

Pero si el Estado no es todo, no es preciso concluir que el Estado es nada.

Tiene "funciones económicas" y "obligaciones determinadas" (salud, etc.). Si

bien no puede por sí mismo producir ni distribuir la riqueza, puede y debe

reglamentar la circulación. En suma, debe obstaculizar la "desigualdad

monstruosa" en la distribución de las riquezas.

Son posibles y deseables ciertas "reformas". Si no se puede suprimir la renta

de la tierra, al menos se podría reservar un beneficio para el Estado, "es decir,

para todo el mundo". Mediante mecanismos como la concesión de parcelas,

la implementación de impuestos al capital, podría crearse un fondo de

asistencia universal. La caridad es para el Estado un "estricto deber de

justicia", una de las "cláusulas tácitas del contrato social". La sociedad, dice

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Fouillée, no puede exigir el respeto de la propiedad más que si asegura a cada

uno sus medios de existencia.

La masa no sólo desea participar de la potencia material; también quiere su

parte del poder político. "La sociedad es una asociación, una especie de

sociedad anónima en la que todos los interesados deben ser consultados sobre

la dirección de la empresa; el sufragio universal no es más que el ejercicio de

ese derecho. Por último, la sociedad es un organismo que para moverse debe

conocerse a sí mismo. El sufragio universal es el mejor medio de que dispone

la nación para tomar conciencia de ella misma", sostiene enfáticamente

Fouillée. En el momento del voto, cada ciudadano representa a la nación

entera, toma parte de la vida intelectual y voluntaria del cuerpo político.

Hay que reconocer que el mecanismo democrático del voto contiene ciertas

antinomias: entre la mayoría y la minoría, entre la calidad y la cantidad. Pero

hay una solución: por medio de la educación, se pueden atenuar esas

contradicciones. Todos podrán participar del poder político sin peligro alguno

cuando cada uno tenga su parte del "capital intelectual", que es un bien social.

No hay que olvidar que la meta de la educación pública no consiste en

entrenar trabajadores o contables para las fábricas, sino "ciudadanos para la

sociedad". La enseñanza debe ante todo "moralizar", formar individuos que

superen las miradas egoístas y los estrechos intereses materiales, o sea, seres

aptos para la vida en común. Nociones de economía social y política, de

filosofía de las ciencias, del arte, de la historia, y sobre todo, filosofía social y

política; también una "instrucción cívica superior": tales son los contenidos

mínimos que debe contemplar una enseñanza que no debe reducirse a las

matemáticas.

A diferencia del análisis que hace de la propuesta teórica de Schäeffle, el estudio

que realiza Durkheim de la mencionada obra de Fouillée contiene críticas de peso.

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En ellas afloran algunas pistas que conducen a la reconstrucción de su posición

teórica de entonces.

Nuestro joven profesor reprocha a Fouillée, en primer lugar, su apresurada

refutación del socialismo. Fouillée, basándose en una lectura de Schäeffle que a

Durkheim le parece equivocada, identifica sin más al socialismo con el despotismo y

la supresión de la libertad individual. En realidad, dice Durkheim, Schäeffle

desprecia la idea de una sociedad en la que el Estado absorba por completo la

actividad nacional, en la que la masa de los ciudadanos sólo sea "materia maleable y

dócil en manos de un gobierno todopoderoso". Le parece tan monstruosa como la

idea de un organismo en el que la sangre, para circular, o el estómago, para digerir,

pidan instrucciones al cerebro. Esto no es socialismo, advierte Durkheim, es

"hipercentralización administrativa", que el mismo Schäeffle denuncia no como un

mal que nos depara el futuro, sino como un mal presente que es necesario remediar.

Además, las reformas que Fouillée pregona le parecen a Durkheim poco eficaces en

tanto desconocen la "naturaleza orgánica" de la sociedad. Dice, por ejemplo, que si

la tierra es un monopolio, no cambiará de naturaleza al circular más rápidamente su

propiedad, su distribución seguirá siendo desigual. Además, la conformación de un

fondo de asistencia universal no es más que una "vaga esperanza". En fin, las

reformas propuestas no disminuirían la desigualdad de fortunas. Sólo lograrían

"perturbar el juego regular del mecanismo social" y "lanzar al Estado a la batalla de

los intereses". Torcerían los resortes naturales, pero no los sustituiría: reducirían la

marcha de la máquina, pero no la mejorarían.

La doctrina política de Fouillée también desconoce que la sociedad es un organismo.

Es imposible que un elector represente a la nación toda: un ciudadano aislado sólo

puede conocer una "parte insignificante" de la inmensa sociedad que lo rodea. Y la

instrucción no puede "hacer milagros", no puede lograr que todos los ciudadanos

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abracen una representación adecuada del "sistema enorme de las acciones y de las

reacciones sociales".

Además, siempre según Durkheim, olvida Fouillée la existencia de la división del

trabajo en las sociedades modernas. "Si la sociedad es un organismo, el trabajo está

dividido", entonces cada uno tiene una tarea especial y es imposible que todos los

individuos puedan desempeñar la misma función al mismo tiempo. En la "sociedad

ideal" de Fouillée, ironiza Durkheim, en el día del voto, el contenido de todas las

conciencias individuales es idéntico, todos se asemejan. En lugar de células vivas y

subordinadas unas a otras, no hay más que átomos yuxtapuestos.

No hay duda: Durkheim insiste en tratar de aprehender la naturaleza de la nación, y

la del Estado, y también sus formas de organización. Procede por tanteos, agregando

nuevas preguntas a su pesquisa. ¿Hasta dónde debe llegar la intervención del Estado

en la vida económica? ¿En qué consisten el liberalismo y el socialismo en tanto

formas de relación Estado–sociedad? ¿Es necesaria una educación ciudadana?, ¿de

qué tipo?, ¿con qué alcances? ¿En qué fundamentos descansa la democracia?,

¿cómo funciona? ¿Qué forma de centralización del poder político es adecuada a la

moderna división del trabajo? ¿Cuál es la fuerza de las acciones del Estado? ¿Puede

el Estado producir cambios sociales de importancia o tiene una eficacia sumamente

limitada?, o en otras palabras, ¿el cambio social es inherente a las sociedades o es

producto de una planificación consciente del órgano estatal?

Hasta ahora, Durkheim tiene más preguntas que respuestas. No toma partido en

forma decidida. Pero si aceptamos que las preguntas son el horizonte de posibilidad

de un esquema teórico, que incluso puede pensarse como un conjunto de respuestas

(o de silencios) a determinadas interrogantes, esas interpelaciones constituyen un

significativo punto de partida. Por otra parte, no todas son preguntas sin respuestas:

la noción de integración social es ya un elemento clave de la construcción del objeto

Estado en el discurso durkheimiano.

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Cuando califica la perspectiva de Fouillée como una "utopía" similar a la de muchos

"socialistas de cátedra", fundamenta su posición apelando lisa y llanamente a la

noción de cohesión social. Una sociedad en la que la armonía social resulta del

acuerdo espontáneo de voluntades, una democracia en la que el reino de la igualdad

de condiciones no impide que cada cual acepte las superioridades naturales como

felices excepciones, constituye una organización "absolutamente precaria". Una

sociedad que no esté "firmemente cementada", corre peligro de ser llevada por la

"primera tormenta". La cuestión que deja pendiente es ¿bajo qué condiciones una

sociedad está "firmemente cementada"?

En el número siguiente de la Revue philosophique, Durkheim somete a análisis los

Grundriss der Soziologie, del sociólogo Ludwig Gumplowicz. Entra de esta forma

en contacto con uno de los exponentes del darwinismo social y renombrado "teórico

del conflicto" en el campo de la sociología académica alemana.

"Todo el mundo social está dominado por una ley, respecto de la que todas las otras

no son más que corolarios, y que puede ser formulada así: todo grupo tiende a

subordinar a los grupos vecinos para explotarlos en su beneficio". Tal es la máxima

que según Gumplowicz debe sustentar todo estudio sociológico. Cuando dos hordas

se conocen, cada una busca dominar a la otra, y la lucha comienza. Pero esta lucha

no conduce al aplastamiento de los más débiles. Los ganadores se esfuerzan por

obtener de los vencidos los máximos servicios posibles. Como resultado ya no hay

dos grupos independientes, sino uno dividido en dos clases: la de los amos y la de

los esclavos.

Tal es el origen, tal es la esencia del Estado. Ya que el Estado no es otra cosa que el

conjunto de las instituciones destinadas a asegurar el poder de una minoría sobre una

mayoría. Pero esta sociedad rudimentaria no tarda en complicarse. Ni los amos ni

los esclavos conocen el arte de embellecer la vida; ni unos ni otros saben sacar todo

el provecho posible de las enormes fuerzas de que disponen. Pero hay en otro lugar

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pueblos que ya poseen esta ciencia y que distinguen el gusto de los negocios y el

espíritu de comercio. El amor por la ganancia los atrae a este país totalmente nuevo.

Como se los necesita, se los deja entrar y venir en libertad. Al principio, no son más

que huéspedes de paso, pero poco a poco se establecen, otros vienen a continuación,

y es así que, por la infusión lenta de una tercera raza se forma una clase nueva,

intermediaria entre las otras dos. Es el tercer estado, Mittelstand. La sociedad está

constituida en sus rasgos esenciales: sin embargo, el trabajo de organización no ha

terminado todavía. En el interior de esas tres clases se forman divisiones y

subdivisiones nuevas, y todos estos grupos se disputan violentamente el poder. La

lucha por la dominación, Der ewige Kampf um Herrschaft, es el hecho fundamental

de toda la vida social. Y hoy como ayer, esta lucha es salvaje porque es ciega. Nada

de escrúpulos. Nada de honradez. La moral de los individuos no está hecha para las

sociedades.

Si la lucha por la dominación es el principio básico de la vida en sociedad, si la

moral de los individuos es decididamente antisocial, entonces, ¿la vida social es una

guerra perpetua de todos contra todos, un estado de revolución permanente? No es

ésta la conclusión a la que arriba Gumplowicz.

El medio social imprime a los individuos ideas y sentimientos favorables a la

conservación de la sociedad, una moral para la sociedad. Existen lazos invisibles que

nos atan al grupo del que formamos parte y que nos hacen sus "instrumentos

dóciles". Tomar conciencia de "esta subordinación necesaria" es la "mejor

dirección" que podemos seguir. Ahora bien, en las sociedades complejas, en la

misma medida en que hay grupos diferentes, hay morales diferentes y superpuestas.

Hay una moral para cada clase y profesión, y también una moral "verdaderamente

nacional", común a todo el pueblo. Todas esas morales están en conflicto

permanente. Pero hay una instancia que asegura el orden entre esos elementos

heterogéneos: el derecho.

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De la misma manera, dice Gumplowicz, que la moral constriñe a cada individuo a

participar de la unidad social, el derecho establece las reglas de la competencia. "Es

el tratado de paz que pone provisoriamente fin a la guerra de clases: no hace más

que traducir y sancionar los resultados de la lucha". Todo cambio en la situación de

los elementos sociales entraña cambios en el orden jurídico, repercute en las

conciencias y suscita una moral nueva. La moral surge del derecho, pero a su vez el

derecho carece de fuerza si no se apoya en una moral, es decir, si no "hunde sus

raíces en el corazón de los ciudadanos".

No tarda en escenificarse ante las palabras de Gumplowicz una contienda

estratégica: ¿el Estado es producto de la lucha o del consenso? ¿Y si en lugar de

representar el interés general es instrumento de una clase? Durkheim está

convencido de que la creencia de los sujetos subordinados es esencial en el ejercicio

de la autoridad, y de que ésta siempre debe ser planteada en el marco de la nación,

pero ¿la lucha por el poder y la división en clases no desempeñarán algún papel en la

conformación del Estado?

Lo cierto es que en esta reseña Durkheim no dice ni una palabra que nos permita

obtener una respuesta abierta a esa pregunta que, sin duda, debió suscitar la lectura

de Gumplowicz. Mientras que critica explícitamente otros aspectos del enfoque

propuesto por el teórico del conflicto, se cuida de refutar explícitamente la

definición, polémica por cierto, del Estado como poder de una minoría.

Sin embargo, pueden reconocerse algunas pistas de que dicha definición no lo

seduce (como, por ejemplo, el hecho de que al comenzar la reseña Durkheim declare

lisa y llanamente que no acepta ni los principios, ni el método, ni la mayoría de las

conclusiones de Gumplowicz) y, además, sabemos de la conformidad que presta a la

hipótesis de Schäeffle de que la nación se basa en la cohesión de sus elementos.

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De todas maneras, la perspectiva de Gumplowicz, tal como la presenta Durkheim,

no se opone por completo a la de Schäeffle. En ambas la integración social ocupa un

lugar de peso; la diferencia radica principalmente en que mientras en la propuesta de

Schäeffle la cohesión es un rasgo inherente, espontáneo, podríamos decir, de la vida

nacional, en la de Gumplowicz, les corresponde a la moral y al derecho subsanar el

conflicto reinante en la vida social. Se trata, no obstante, de una diferencia

importante: lo que está en juego es precisamente la cuestión de si es imprescindible

la intervención de una instancia estatal (el derecho, en este caso) para el

mantenimiento del orden social.

Durkheim reconoce la necesidad de una autoridad en la sociedad, pero busca sus

fundamentos, no en la existencia de una lucha entre las clases, sino en su concepción

de los hombres como seres abocados a la satisfacción de sus instintos egoístas, si es

que nada los constriñe.

Esta autoridad es ante todo social; es una autoridad más amplia que la propiamente

estatal. Es más, la segunda emana de la primera, como hemos visto.

Aun así, permanece irresuelta en la lectura durkheimiana la cuestión de la naturaleza

específica del Estado, pues aun considerando que la nación que da vida al Estado

debe ser un conjunto integrado (tesis que Durkheim comparte), podría pensarse que

a posteriori el Estado, en lugar de representar a la nación, sirve a una minoría o se

aleja de los intereses comunes persiguiendo algún fin propio u obedeciendo alguna

lógica interna.

Lo central es que, según Durkheim, la evolución social no ocurre como piensa

Gumplowicz, sino "exactamente al revés": no de afuera hacia adentro, sino del

interior al exterior. El estudio de los fenómenos "sociológico–psíquicos" no es un

"simple apéndice de la sociología": es su sustancia. Sólo si actúan inicialmente en

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las conciencias individuales, pueden las guerras, las invasiones, la "lucha de clases"

tener una influencia en el desarrollo social. En última instancia, los cambios sociales

provienen de una fuerza inmaterial, inaprensible: las conciencias. He aquí una

conclusión que no dejará de surtir efectos precisos en la caracterización del Estado:

será definido más adelante, no como armazón material, sino como órgano del

pensamiento colectivo, como conciencia precisa del cambio social. Otro elemento

entonces de la paulatina construcción del objeto de reflexión llamado Estado.

También ensaya, en medio de su discusión con Gumplowicz, una definición propia

de "moral social". Sin pretender precisión, dice, puede decirse que la moral social

tiene como función esencial lograr que viva de la manera más íntima posible, la

mayor cantidad posible de hombres sin recurrir a la "presión externa", o sea, sin

recurrir a la fuerza del Estado.

De esta forma, reafirma su opinión de que, si bien no es concebible la vida social sin

una autoridad que ponga coto a las apetencias individuales, la creencia en dicha

autoridad es absolutamente indispensable, puesto que no puede basarse por entero en

la coacción física. Y es la moral la encargada de infundir esa fe, de mantener al

mínimo la "presión externa". Entonces, la moral es todo lo que constituye fuente de

integración, todo lo que fuerza al hombre a regular su conducta por encima de su

egoísmo. En este contexto, el Estado (el gobierno) es una presión externa que entra

en acción cuando dicha moral social no alcanza.

III. CONCLUSIONES

En los ensayos, reseñas bibliográficas, discursos y cursos del lapso 1883–1885

puede detectarse una marcada preocupación por el problema específico del Estado

nacional. Más aún, en sus primeros trabajos, la pregunta por el rol que le cabe al

Estado en la organización social es crucial, incluso determinante del conjunto de la

problemática que los caracteriza. Miembro de la pequeña burguesía

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antirrevolucionaria que vive la ocupación de Francia y las diversas experiencias de

revueltas populares, el joven Durkheim está encandilado por la cuestión de la unidad

nacional y también por el problema de la democracia en las sociedades modernas.

Si bien hay más progresos en el terreno de la interrogación que en el de la

producción de conceptos, en las intervenciones que practica Durkheim entre 1883 y

1885 quedan ya dibujados los vértices de un esquema teórico: la cohesión de la

nación, problema de primer orden, depende principalmente de la moral social (las

creencias, las costumbres, los hábitos, la fe, que arraigados en el corazón de la

sociedad nacional, constituyen reglas de conducta) y secundariamente de la

actuación de un Estado (la coacción física combinada con la fe en la autoridad, la

"fuerza directriz" que regula y combina los movimientos elementales).

El problema central que formula Durkheim en torno al Estado es el de su papel en la

cohesión nacional; ahora bien, ¿qué dispositivos conceptuales, qué principios pone

en juego en estas primeras cavilaciones para dar cuenta de él? Resumo:

El Estado es un producto emergente de la sociedad. Expresa la vida social

que le da origen. De este postulado general se desprenden otros. 1) La tarea

del legislador, y la del gobernante en general, se limita a constatar y dotar de

claridad las resoluciones elaboradas por la opinión pública. 2) Existe una

relación entre la división del trabajo social y la organización estatal. 3) Si

bien el Estado tiene la misión de conducir a la nación, la determinación de los

objetivos por cumplir no corresponde a dicho Estado, sino a la nación, al

pueblo que le sirve de sustento.

Los hombres, de no mediar alguna instancia exterior a ellos mismos, se

entregan a la satisfacción de "placeres fáciles y vulgares". La coacción

encuentra así su justificación en una concepción filosófica de la naturaleza

humana.

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El Estado tiene básicamente dos funciones: proteger a los ciudadanos (ya que

librados a sí mismos se dañarían) y "conducir a la sociedad a la realización de

su fin".

Existe un conjunto de intereses común a la nación toda, y el Estado tiene el

deber de representarlo.

La nación es, ante todo, un conjunto que se mantiene unido merced a una

multiplicidad de "lazos ideales", no necesariamente racionales: hábitos,

costumbres, sacrificios, amor patriótico.

El Estado cae en el absolutismo cuando no respeta la libertad de pensamiento

de los ciudadanos, cuando absorbe a los individuos. Y si se impone durante

largo tiempo, la unidad nacional corre peligro.

En las democracias, los ciudadanos participan en la elaboración de las leyes;

por ende, están obligados a cumplirlas. También tienen otras tres

obligaciones: votar para expresar sus intereses comunes, pagar los impuestos

necesarios al sostenimiento del Estado y hacer el servicio militar para

defender a su nación.

La autoridad, decisiva para el mantenimiento del orden social, no puede

basarse exclusivamente en la coacción, en la fuerza. Es imprescindible que

exista una fe en ella (fe que será cada vez más racional, pero no por ello

menos necesaria). Sin esta creencia en la autoridad, la nación caería en la

descomposición y el caos.

Pero la obediencia a la autoridad no puede ser pasiva: si no hay iniciativa de

las masas, si no hay acción ciudadana, la nación se transforma en "materia

inerte".

Los cambios sociales, entre los que pueden incluirse los políticos, provienen

principalmente de una fuerza inmaterial: "las conciencias".

Tales elementos, íntimamente relacionados entre sí en tanto que están articulados

por la problemática de la integración nacional en la que se insertan, ¿constituyen

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pinceladas aisladas, luego abandonadas, o por el contrario, son retomados y

profundizados en los trabajos venideros? A partir de 1886, Durkheim se convence

de que el poder estatal y la acción política son impotentes para conjurar los

conflictos que prometen desgarrar la unidad social francesa y pierde así el interés

por explicar sus determinaciones. En efecto, el objeto de investigación durkheimiano

se desplaza desde la cuestión de la naturaleza del Estado y su función integradora a

la de los fundamentos de la coacción u obligación social. El centro de la escena pasa

a ser ocupado por el problema de la autogeneración de la solidaridad social,

compuesta básicamente de ideas, normas y sentimientos comunes a la sociedad en

su conjunto, que se transmiten de generación en generación. La "morfología" de la

sociedad, el "sustrato", se transforma en el eje de las investigaciones durkheimianas,

quedando los fenómenos políticos desnudos de especificidad y peso propio, pues

pasan a estar por completo determinados por la estructura de la sociedad. La obra de

1893 sobre la función moral de la división del trabajo social es la culminación de

este precoz desplazamiento iniciado en 1886.

Por otra parte, en los primeros escritos de Durkheim, conformados muchas veces por

reseñas de obras de pensadores de su época que constituyen algo así como "lecturas

críticas en voz alta", aparecen preanunciadas y esbozadas posiciones teóricas y

metodológicas que adquieren cada vez más fuerza: la idea de la sociedad como

entidad moral indivisa y superior, la trascendencia de la solidaridad social, la crítica

al socialismo revolucionario y a los economistas liberales, la importancia de una

enseñanza moral para la integración nacional, etc.

Por lo visto, a pesar del escaso interés que han despertado en la literatura

especializada, los escritos juveniles de Durkheim contienen elementos teóricos,

metodológicos y exhiben posturas políticas cuyo conocimiento resulta de gran valor

para conocer cabalmente el pensamiento de este clásico de la sociología académica.

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POLÍTICA Y ESTADO EN MAX WEBER

María Celeste Gigli Box

Las líneas que siguen proponen un sumario recorrido en las ideas de Política y

Estado en Max Weber. En esta empresa, pretendemos cotejar el trascendente

aporte de la sociología política weberiana a la Ciencia Política. Claro que la

complejidad de los conceptos seleccionados puede hacer de este escrito una

aproximación asintótica en detrimento de su verdadera importancia y

magnitud. Intentaremos utilizar la síntesis como valor y tratar los conceptos en

tres instancias. En la primera, viendo lo que Weber entiende por ellos con la

mayor precisión y literalidad. En la segunda, exponiendo el tratamiento de

algunos teóricos sobre el tema. Y en la tercera, nos atreveremos

insolentemente, a hacerle decir a Weber ideas que no dijo directamente, pero

que sirven para trabajar sus abordajes. Derivaremos -desde lo que Weber dijo

acerca la política, pero no a fines de definirla-, afirmaciones que puedan

seguir completando ese concepto. Mas es imposible comenzar sin hacer una

serie de aclaraciones preliminares. Éstas fundamentan la elección de los tópicos:

I. FUNDAMENTANDO LA ELECCIÓN

Trataremos esta cuestión siguiendo una progresión concéntrica que

avance desde las decisiones más generales hacia las más particulares. Por y

para esto, creemos dable justificar la elección del autor: Weber ha sido un

teórico pródigo en su labor y solidez argumental. Pero, reparar en la

erudición del autor, no necesariamente acredita la legitimidad de un

desarrollo conceptual. Por ello, es la utilidad de sus conceptos lo que hace que

su erudición, además de admirable, devenga en fructífera. Es dable comentar que

nuestro interés por la obra de Weber tiene dos etapas. Fue primeramente

motivada por su rol fundador en la Teoría Social moderna. Pero en un segundo

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tiempo, nuestro interés por Weber se vio redimensionado por el hecho de

relacionarlo con los llamados “realistas políticos del siglo XX”, como su

traductor al francés Julien Freund; el alemán Carl Schmitt, y el prolífico

Raymond Aron. Weber participó de los tiempos que precedieron a esta coyuntura

política e intelectual. De este modo, su sociología política, se torna una

herramienta de análisis en la Teoría Política realista alemana y francesa de

principios del siglo XX. “Este” Weber se ha vuelto para nosotros una consulta

obligada para la Teoría Política.

Continuemos con los motivos del recorte que realizaremos en su sociología

política: nos centraremos en los conceptos de Política y por Estado. Los motivos

de la elección son muy simples. Acontece que muchas veces se aborda la

producción teórica de un autor de modo global, acarreando que importantes

conceptos –muchas veces, en la base de la teorización–, sin suficiente precisión

en toda su extensión. En nuestro caso actual, existe el agravante del salto

disciplinal: en la Ciencia Política, suelen utilizarse categorías de la sociología

política weberiana como meras definiciones para ilustrar de un modo más a la

Política y al Estado, sin reparar en la riqueza conceptual de las dos nociones

tienen en sí mismas, y por ende, en el aporte que pueden realizar al análisis

del fenómeno político. Otro motivo para nuestra elección, es el tratamiento de

estos términos que a veces abunda en la academia politológica; lo que hallamos

–al menos–, objetable. Referiremos sólo los más groseros y frecuentes. La

noción de política, aparece abordada como simple aproximación. Así, se la

menciona en plano secundario para continuar con otras categorías de la

sociología política weberiana. Esta falta de tratamiento –tarea dejada a la

Sociología en general o a la Sociología Política en particular–; es un caro

precio. En el mejor de los casos –cuando se solamente se mencionan los

conceptos de Política y Estado en Weber–, no se evitan otros problemas.

Entre ellos, podemos ver la indiferencia al tratar nociones efectivamente

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articuladas en la economía conceptual del autor –algo que no puede omitirse.

Pero aquí no termina todo: encontramos quienes no reparan en las diferentes

implicancias que tiene la idea en sí misma. En otras palabras, que una noción

sólo sea mencionada por el autor con escaso desarrollo, no implica escasa

precisión; ni motivo para reparar –aunque lo haya hecho su mentor someramente

en esa idea. Así, reconstruir, repensar, contraponer y así dinamizar el concepto

de Política y/o Estado en Weber, lo estimamos necesario.

Un ejemplo claro es la noción de estado: El hecho de reducir [recortar]

abusivamente su definición a una frase mecánica [=“aquél que tiene el

monopolio legítimo de la fuerza”] que muchos politólogos repiten cual frase

hecha sin reparar en la importancia del aporte de Weber a esta noción como el

definir al Estado no por los fines sino por los medios. Mencionar –sin

remarcar– esta distinción, es lo que debe evitarse.

Es dable señalar que definir estas dos nociones, no pretende –en lo absoluto–

suponer que eso es todo lo que tiene Weber para decirnos acerca de la

Política y el Estado. Aspiramos remarcar con esta [brevísima] presentación de

conceptos, la importancia que creemos debería tener Weber en la Teoría Política.

Por esto, terminamos estas objeciones con dureza: en pocas palabras, la Ciencia

Política no sólo repara superficialmente en las nociones de Política y Estado

en Weber, sino que muchas veces repara poco en la Sociología Política y

Jurídica de Max Weber. Tal vez, hasta repare menos de lo que debería en Max

Weber y ya…

II. WEBER [POR WEBER] Y LA POLÍTICA

Comenzaremos con lo que Max Weber entiende por política. Él sostiene que

abordar el concepto es reparar en su extensión; siendo para él, toda clase de

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actividad humana directiva autónoma. De este modo, comienza por verla desde

la dirección –o bien la influencia sobre esa dirección- de una agrupación

política. Esta rama del quehacer humano, trae de suyo la aspiración a

participar del poder y/o influir en el reparto del poder. El mismo Weber aclara

que esta definición se vincula con el sentido común: algo recibe la adjetivación

de “político” en relación a un espacio, relación, acción o decisión que

implique los intereses que giran alrededor del reparto, de la conservación o el

traspaso del poder. El que hace política ambiciona al poder, como medio para

el logro de otros fines (ideales o egoístas). Weber sentencia que el que hace

política aspira al poder, ya sea al servicio de otros fines, o poder “por el poder

mismo” (y gozar del sentimiento de prestigio que confiere). Pero para seguir

aproximándonos a lo que Weber entiende por Política, debemos reparar en una

palabra que ha concebido como una definición esencial. Nos referimos a la

noción de lucha. También afirma concisamente: “lo realmente importante es que

para el liderazgo político, en todo caso, sólo están preparadas aquellas personas

que han sido seleccionadas en la lucha política, porque la política es, en esencia,

lucha” (El destacado es nuestro).

Ahora bien, ¿qué entiende Weber por ella? Sostiene que: “debemos entender

una relación social de lucha cuando la acción se orienta por el propósito de

imponer la propia voluntad contra la resistencia de la otra u otras partes. Se

denominan «pacíficos» aquellos medios de lucha en donde no hay violencia

física efectiva. La lucha «pacífica» llamase «competencia» cuando se trata de

la adquisición formalmente pacífica de un poder de disposición propio sobre

probabilidades deseadas también por otros. Hay competencia regulada en la

medida en que esté orientada, en sus fines y medios, por un orden determinado.

A la lucha (latente) por la existencia que sin intenciones dirigidas contra otros,

tiene lugar, sin embargo, tanto entre individuos como entre tipo de los

mismos, por las probabilidades existentes de vida y de supervivencia, la

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denominamos «selección»: la cual es «selección social» cuando se trata de

probabilidades de vida de los vivientes, o «selección biológica» cuando

se trata de probabilidades de supervivencia de tipo hereditario. Entre las formas

de lucha existen las más diversas transiciones sin solución de continuidad […]

Toda lucha y competencia típicas y en masa, llevan a la larga, no obstante las

posibles intervenciones de la fortuna y el azar, a una «selección» de […] las

condiciones personales requeridas […] para triunfar la lucha. Cuales sean esas

cualidades –si la fuerza física o la astucia sin escrúpulos, si la intensidad en

el rendimiento espiritual o meros pulmones y técnicas demagógicas, si la

devoción por los jefes o el halago de las masas, si la originalidad creadora o la

facilidad de adaptación social, si las cualidades extraordinarias o cualidades

mediocres […] aparte de […] las cualidades […] hay que encontrar aquellos

ordenes por los que la conducta, ya sea tradicional, ya sea racional […] se orienta

la lucha. Cada uno de ellos influye en las probabilidades de la selección social.

No toda selección social es una «lucha» en el sentido admitido. selección social

significa […] que determinados tipos de conducta […] cualidades personales,

tienen más probabilidades de entrar en una determinada relación social

(como «amante», «marido», «diputado», «funcionario», «contratista de

obras», «director general», «empresario», etc.) […] sólo hablaremos de

«lucha» cuando se de una autentica «competencia». […] un orden pacifista de

rigurosa observancia sólo puede eliminar ciertos medios y determinadas objetos y

direcciones de lucha. Lo cual significa que otros medios de lucha llevan al

triunfo en la competencia (abierta) o -en el caso en que se imagine a ésta

eliminada (lo que sería posible de modo teórico y utópico)- en la selección

(latente) de las probabilidades de vida y de supervivencia; y que tales medios

habrán de favorecer a los que de ellos dispongan, bien por herencia, bien por

educación […] pues las «relaciones» sólo existen como acciones humanas de

determinado sentido. Por tanto, una lucha o selección entre ellas significa que

una determinada clase de acción ha sido desplazada en el curso del tiempo

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por otra, sea del mismo o de otros hombres”. Luego de esta definición no

queda más por agregar acerca de las referencias de Weber a la noción de

Política.

III. WEBER [POR OTROS] Y LA POLÍTICA

Es necesario reparar ahora en los diversos análisis que han dado a los tópicos

seleccionados quienes han tratado la obra weberiana. Antonhy Giddens, sentencia

que sus escritos políticos tienen su origen en un intento de analizar las

condiciones que rigieron la expansión del capitalismo industrial en la Alemania

posbismarkiana. Cuando Weber comenzó a acercarse a la política, encontró el ala

liberal de la burguesía alemana en declive, lo que se podía atribuir al resultado

de la caída de Bismark. Weber abogaba por la defensa de los intereses del

“estado-potencia”. Opinaba que Alemania había logrado su unidad mediante la

afirmación de su poderío ante la rivalidad internacional. Eran los tiempos de la

Weltpolitik como el destino de Alemania. Por otro lado, es dable comentar como

Giddens aclara que lo específicamente importante como trasfondo político y

económico en la obra de Weber, es el retraso del desarrollo alemán.

Procurando buscar en otros autores para agregar a lo dicho por Giddens,

Raymond Aron, ha sostenido que el “proyecto” weberiano se propuso

comprender su coyuntura en la perspectiva de la Historia Universal, o bien,

hacerla comprensible, en la medida en que esta tiende a la situación actual

–lo que es lo mismo desde la vista complementaria. Aron sostiene que

Weber –como Maquiavelo– es uno de los teóricos que se interesan en la

sociedad a partir del verdadero interés, que es el de la cosa pública. La

comparación se completa cuando el autor sentencia que Weber soñaba con ser

estadista, y sólo fue un consejero del príncipe y, [como siempre pasa –agregamos

nosotros] un consejero al que no se escuchaba… Giddens en referencia a esto,

sostiene que Weber evitó cualquier implicación por la que atribuyeran al

poder las cualidades éticas o estéticas que posee la concepción de poder para

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algunos. Él dijo: “el simple político de poder puede conseguir grandes

resultados, pero de hecho su labor no lleva a ninguna parte y carece de sentido”.

Esta es la modalidad de Realpolitik que caracterizó a las vacilantes directrices

políticas seguidas en la Alemania guillermina. Por nuestro lado, podríamos

sintetizar la idea de Giddens como una Weltpolitik que no aprendió las lecciones

de la Realpolitik bismarkiana. En lo que hace a la concepción política de

Weber, Aron sostiene que podríamos definirlo como un nacional- liberal. Si

bien no era un liberal en el sentido norteamericano, tampoco fue un

demócrata francés. Weber ponía la grandeza de la nación y el poder del Estado

por encima de todo. Esto no implica, según Aron, que creyera en la voluntad

general o en el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, ni en la

ideología democrática. Su parlamentarización era más una cuestión de mejora

de la calidad de los jefes políticos que una cuestión de principio. Giddens

sostiene que Weber expresó sus simpatías por algunos de los dogmas del

liberalismo clásico e incluso el socialismo; pero tanto su punto de partida en

política como intelectual señaló que “conceptos como el de voluntad del

pueblo… no son sino ficciones”, o bien “sería vana ilusión creer que sin los

logros de la era de los Derechos del Hombre cualquiera de nosotros, incluso los

más conservadores, podrían vivir su propia vida”. Dentro de este tópico, hay algo

muy importante para tener en cuenta en función del “mapa ideológico” de sus

tiempos, y que influye en su concepción de política (y de Estado, también):

Giddens se refiere a su énfasis en la influencia independiente de lo “político”

como algo opuesto a lo “económico”. Las dos modalidades de teoría

sociopolítica eran el liberalismo y el marxismo, que se muestran de acuerdo

en minimizar la influencia del Estado, y ven a lo político como secundario

y derivado. El marxismo reconoce la importancia del Estado en el

capitalismo, pero es una expresión de la asimetría de los intereses de clase,

modalidad social que “desaparecerá” en el socialismo. Claro que las dos

áreas del accionar humano –economía y política–, se diferencian: la

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primera, hace a la satisfacción de necesidades que determina la organización

racional. La segunda, al dominio ejercido por un hombre o por varios sobre

otros. Si bien esto hace al “Weber-teórico”, podemos ver las cuestiones que

siguen en perspectiva de sus concepciones políticas: Aron rescata el artículo de

Eugène Fleishmann en donde se aprecian las dos influencias de Weber por Marx

y Nietzsche. De este artículo se nominó a Weber el “Marx de la burguesía” y

“nietzscheano mucho más que demócrata”. Así, se derribaba a Weber del

pedestal de “padre de la democracia alemana”. Aron rescata esto acreditándolo,

ya que afirma que hay que entender a Weber como un nacionalista que no

se limitaba a la grandeza soberana de un estado nacional. Lo preciso es ver

que llegaba a lo que hoy llamaríamos “imperialismo”. Esto lo destacó Lukács

(que opinaba que la democracia era para Weber sólo una medida técnica

destinada a facilitar un funcionamiento más adecuado del imperialismo). Y,

por cierto, para Giddens, Weber no dio nunca un sentido normativo al

“imperialismo” (de igual forma que el “poder”) ya que no constituía un fin, sino

un medio en la Weltpolitik. Tomemos ahora algunas palabras de los tratadistas

que hacen a la política en esencia. Weber concebía un espacio mundial donde las

naciones luchan en un orden que es siempre de conflicto latente o explícito.

La lucha y el conflicto son permanentes e implacables. Esto hace que el

poder sea al mismo tiempo un medio y un fin, por ser el único que posibilita la

seguridad. Esto implica, para Giddens, que la Política no se aparecía a Weber

como algo derivado (de ahí que para Weber, la invocación de entidades

abstractas como la “bondad” o la “amistad entre los pueblos” fuesen absurdas,

ya que la política equivalía a conflicto).

Hemos mencionado la concepción de la política como una lucha. Aron expresa

que la noción de lucha (kampf), juega un rol esencial, ya que las sociedades no

son para Weber un conjunto armonioso: Es decir, están constituidas por luchas,

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como por acuerdos. El tratadista asevera que el combate es una relación social

fundamental. Así, una situación de duelo, se torna importantísima la

orientación recíproca de los duelistas…simplemente, porque su existencia

depende de esto. La relación social de lucha es definida por el deseo de los

contendientes por prevalecer –incluso con la resistencia del otro. Esta idea de

lucha, en función de la coyuntura internacional de la Weltpolitik, no escapaba al

conflicto. Más aquella, no era en lo absoluto lo que Guillermo II hizo de ella:

Weber culpó a éste de las desgracias de Alemania luego de la primera

conflagración mundial. Esto está relacionado con el “proyecto” de sistema

político weberiano al parlamentarizarlo. La mediocridad diplomática del II

Reich era producto de la falta de vida parlamentaria y del reclutamiento de

incompetentes. Y la crítica no era sólo hacia el gobierno. Weber también

criticaba al pueblo alemán por su inclinación a la obediencia pasiva, por la

aceptación de un régimen tradicional con lo que denominaba un monarca

“diletante”… esto era indigno de un pueblo que debe asumir la primacía

mundial.

En este sentido, el traductor francés de Weber, Julián Freund, opina con respecto

a la política que concibe Weber, que cabe definir a la política como la

actividad que reivindica para la autoridad establecida sobre el territorio el

derecho de la dominación, con la posibilidad de emplear en caso de necesidad

la fuerza o la violencia (ya sea para defender el orden interno o para defenderse

de amenazas exteriores). En suma, la actividad política consiste en el juego que

intenta incesantemente formar, desarrollar, entorpecer, desplazar o trastocar las

relaciones de dominación.

IV. WEBER [POR WEBER] Y EL ESTADO

Como adelanta el título de este apartado, repararemos en lo que Weber

concibe por “Estado”. Por él, Weber entiende a: “un instituto político de

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actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro

administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la

coacción física para el mantenimiento del orden vigente. Dícese de una acción

que está políticamente orientada cuando y en la medida en que tiende a influir en

la dirección de una asociación política; en especial a la apropiación o

expropiación, a la nueva distribución o atribución de los poderes

gubernamentales”. En este momento, Weber hace una aclaración muy

importante: “no es posible definir una asociación política –incluso el

«estado»–, señalando los fines de la «acción de la asociación». Desde el

cuidado de los abastecimientos hasta la protección del arte, no han existido

ningún fin que ocasionalmente no haya sido perseguido por las asociaciones

políticas; y no ha habido ninguno comprendido entre la protección de la

seguridad personal y la declaración judicial del derecho que todas esas

asociaciones han perseguido. Sólo se puede definir, por eso, el carácter

político de una asociación por el medio –elevado en determinadas circunstancias

al fin en sí- que sin serle exclusivo es ciertamente específico y para su esencia

indispensable: la coacción física (la negrita es nuestra).”

Weber prosigue definiendo el concepto de estado: “en correspondencia con el

moderno tipo del mismo, ya que en su pleno desarrollo es un producto moderno.

Éste se caracteriza por ser un orden jurídico y administrativo –cuyos preceptos

pueden variarse- por el que se orienta la actividad –«acción por asociación»- del

cuadro administrativo (a su vez regido pro preceptos estatuidos) y el cual

pretende validez no sólo frente a los miembros de la asociación […] sino también

respecto de toda acción ejecutada en el territorio a que se extiende la dominación

[…] el que hoy sólo exista coacción «legítima» en tanto que el orden estatal

la permita o la prescriba […] este carácter de monopólico del poder estatal es

una característica tan esencial de la situación actual como lo es su carácter de

instituto racional y de empresa continuada”.

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Cuando Weber se dedica al estado racional como asociación de dominio

institucional, es contundente: “no existe apenas tarea alguna que una

asociación política no haya tomado alguna vez en sus manos, ni tampoco

puede decirse […] que la política haya sido siempre exclusivamente propia de

aquellas asociaciones que se designan como políticas, y hoy como Estados

[…]”. Así, “si sólo subsistieran construcciones sociales que ignoraran la

coacción como medio, el concepto de Estado hubiese desaparecido […] se

hubiera producido […] la «anarquía». Para Weber, este Estado es una relación de

dominio. Así, los hombres que forman parte de ese estado y que serán los

«dominados» encontrarán el fundamento de su obediencia –y el tiempo que

dure la misma-, estará motivado por una justificación interior [los

fundamentos de la legitimidad: los «tipos de legitimidad weberiana»]. Esta

dominaron se apoya también en los medios externos, o sea la coacción física”.

Los tipos de “motivos” que tienen los dominados para obedecer al estado –sea

éste un patriarca o bien un estado moderno–; es decir, los tipos de

legitimidad; son un factor importantísimo en la sociología weberiana. También

son una herramienta teórica útil para mostrar el fenómeno de la

legitimidad política allende el derecho político. Pero no son ellos los desarrollos

teóricos que pretenden estas líneas. Así que continuemos con los medios

externos, necesarios para justificar cualquiera de los tres tipos de dominación,

ya que son fundamentales para dar curso a lo privativo de la noción de estado

–la coacción física. Por ello, nos detendremos un momento en desarrollar esta

cuestión. Veamos: El empleo físico de la coacción, implica dos cuestiones

previas para darse curso: un cuerpo administrativo, y también los

medios materiales de administración. El primero, representa a la empresa política

externamente, pero se halla ligado a la obediencia y no sólo por causa de la

legitimidad, sino también por la retribución material personal y el honor social.

En el caso del Estado moderno, los privilegios de clase y el honor del

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funcionario, constituyen la paga, y el temor a perderla constituye el fundamento

último y decisivo de la solidaridad de este cuerpo con el soberano. En el caso de

los elementos materiales, la posesión de ellos, diferencia a los ordenamientos

estatales en dos tipos: si los funcionarios poseen la propiedad de los medios de

administración; o no. En este último caso, el cuerpo administrativo se

encuentra “separado” de los medios de administración, y será el soberano

el que –en el ejercicio de medios materiales–, dirija los primeros.

Ateniéndonos específicamente a las características de los medios administrativos

en el Estado moderno, Weber afirma que su desarrollo, se inicia a partir del

momento en que comienza la expropiación por parte del ejercicio del poder a

aquellos portadores de poder administrativo (desde medios para la guerra hasta

las finanzas que dan existencia al estado). Weber ve este proceso como un

conjunto, en conjunto con el surgimiento de la empresa capitalista –en donde

se expropió también a los productores independientes. Weber nos da una buena

síntesis para lo dicho. Él sentencia: “el Estado moderno es una asociación

de dominio de tipo institucional, que en el interior de un territorio ha

tratado con éxito de monopolizar la coacción física legítima como instrumento

de dominio, y reúne a dicho objeto los medios materiales de explotación en

manos de sus directores pero habiendo expropiado para ello a todos los

funcionarios de clase autónomos, que anteriormente disponían de aquellos

por derecho propio, y colocándose a sí mismo, en lugar de ellos, en la

cima suprema”. En relación a la materialización del Estado que Weber estaba

contemplando en su país, lo concebía como el criterio definitivo para la

guía de la política, ya que es “organización terrenal del poder de la nación”.

De este modo, es el portador y el sujeto de la nación alemana. Con respecto a la

Nación, ésta queda convertida así en el último punto de referencia de todos los

objetivos política, y es el factor configurador de la misma. Para Weber, el

elemento decisivo de una nación, por tanto, está en su referencia al poder

político. En otras palabras, una comunidad cultural, étnica, lingüística no es para

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Weber una “nación” si no tiene realmente una aspiración al poder político.

V. WEBER [POR OTROS] Y EL ESTADO

Comenzaremos con los abordajes que ha realizado Giddens, quien opina

que Weber a diferencia de otros pensadores contemporáneos, resalta por encima

de todo la capacidad del Estado para reivindicar, por medio de la fuerza, un área

territorial concreta. El tratadista sigue afirmando que en la sociología weberiana,

la organización del Estado racional–legal se aplica para extraer un paradigma

general del avance de la división del trabajo en el capitalismo moderno. Es

importante destacar que según Weber las circunstancias históricas de Europa

Occidental son únicas, ya que han fomentado el desarrollo del Estado

racional, con una condición fundamental –entre otras– que ha facilitado la

aparición del capitalismo moderno de occidental. En esta progresión, veamos

ahora, el tratamiento que hace Julián Freund acerca de la noción de Estado

Weberiana. Al carácter específico del Estado -la coacción física-, se le agregan

otros rasgos: de una parte, comporta una racionalización del Derecho con

sus consecuencias, que son la especialización del poder legislativo y judicial.

También, el Estado se erige como la institución política encargada de proteger

la seguridad de los individuos y asegurar el orden público. Por último, se

apoya en una administración racional, fundada en reglamentos explícitos que

le permite intervenir en los campos más diversos, desde la educación hasta

la salud, la economía e incluso la cultura. Para terminar, dispone de una

fuerza militar permanente. Freund comenta cómo Weber pone en perspectiva

el fenómeno político en general, al ver que lo privativo del Estado, –el uso

legítimo de la violencia–, ha pertenecido también a grupos distintos de

dicha unidad política: desde la comunidad doméstica, pasando por las

corporaciones o el feudalismo. Estas instituciones no tuvieron el rigor del

Estado moderno, ya que en otros tiempos, la unidad política constituyó un

grupo (Verband) y sólo en nuestros días adopta el rostro de una institución

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(Anstalt) rígida. Por lo tanto, para captar el fenómeno político (y no sólo al

“Estado”), es necesario explicar la naturaleza específica del grupo político. El

mando es por naturaleza el factor de organización del grupo; en la actualidad

se ejerce por lo general tomando como base la organización estructurada,

debido a la presencia de una administración, de un permanente aparato de

coacción, de reglamentos racionales, etc., que son garantías de la comunidad de

la actividad política. Sin embargo, para el autor, esta situación sólo es

característica del Estado moderno y no de la política en general, puesto

que han existido grupos políticos sin ninguna administración instituida y

otros en los que el servicio político quedaba asegurado por esclavos o por

individuos ligados personalmente al soberano.

Para concluir, nos gustaría extractar una idea de Anthony Giddens que –si

bien no está referida sólo al tratamiento de la idea de Estado en Weber–, puede

resultar concluyente para las líneas que se han expuesto. Así, el autor opina

que “una crítica satisfactoria de la sociología política de Weber debe tener

un carácter político e intelectual a un tiempo. Es decir, debe examinar

detalladamente, la dependencia del contexto histórico concreto, y las

debilidades lógicas de sus formulaciones teóricas. Para el marxismo, la

producción weberiana se reduce a una manifestación de la cultura burguesa, y

para los intérpretes “ortodoxos” weberianos, se debe destacar la idea de

separar a Weber totalmente de sus compromisos políticos. Giddens prosigue:

“cada una de ellas afirma lo que no pasa de ser un axioma; debe ser cierto que la

obra de cualquier gran pensador social expresa el contexto social y político

concreto en el que vivió, pero también encarna concepciones susceptibles de

una aplicación generalizada”.

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VI. WEBER [¿AFRENTADO POR NOSOTROS?] Y LA POLÍTICA

En este acápite nos proponemos hacer lo “científicamente incorrecto”:

Haremos decirle a Weber, cosas que el mismísimo Weber… pues, no dijo. Al

menos, no lo hizo directamente… Un atinado justificativo para esto podría ser

que, de hecho, que no-será-la-primera-vez-que- alguien-haga-esto… pero lo

únicamente cierto es –científicamente, repetimos–, no encontramos

justificativo legítimo para este accionar, así que no forzaremos uno

minimamente creíble. Para este cometido, nos proponemos trabajar con la

obra “Ciencia y Política”. De ella extraeremos algunas ideas que consideramos

pueden hacernos repensar el concepto de Política mencionado ut supra. En todas

ellas, Weber esta hablando acerca de la Política, por lo que no está

definiéndola, sino caracterizándola. Algunas de estas ideas, amplían y

precisan el concepto expuesto, es por ello que decidimos trabajarlas.

Veamos: Weber comienza planteando la política como una esfera del quehacer

humano, que tiene ciertos beneficios para quien la utiliza/ejerce. Esto es muy

certero, ya que el sentimiento de poder es el primer móvil para acercarse a ella.

Weber define concreta y completamente esta situación: “Tener la conciencia de

poder influir la conducta de las personas, que se es parte del poder que las

somete y que se puede influir en la Historia, hace de los que participan en política

se definan con respecto a ella”. Lo cierto es que la idea de la política como una

parte del quehacer humano, es una noción que Weber comparte con los “realistas

políticos” de principios del siglo XX. La concepción de atracción por la política

en función de la posesión de poder (y no en función de un criterio teleológico

de cualquier índole –material o ética- como suelen definir los “no realistas”),

le permite a Weber algo muy importante, algo que muchos teóricos envidiarían.

Nos referimos pues, a no caer [muchas veces inconscientemente] en validaciones

morales acerca del quehacer político -y en definiciones también. Ellas tienen que

ver con “tentaciones” intelectuales, filtraciones de la ideología del autor,

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tergiversaciones apologéticas de “acerca de lo que es bueno/cierto/mejor en

política”, y demás problemas con los que chocaría cualquier pretensión de

definir pseudo-ontológicamente a la Política. En concreto, iremos lejos, muy

lejos: Weber hace realismo intelectual de la Política (si y sólo sí entendida como

realista). Weber prosigue: [≈] Podemos encontrar tres cualidades que los

políticos deben portar: pasión (en el sentido de la «positividad», de la devoción a

una causa); sentido de la responsabilidad y sentido de las proporciones (es

decir, la habilidad de que la realidad actúe sin perder la calma y la

«capacidad de distanciarse de las cosas y de los hombres»). Lo rescatable es

que para Weber, el «instinto de poder» es normal en el político, pero pierde la

«objetividad» cuando se embriaga con esto. El «pecado» del político es la falta

de objetividad y la irresponsabilidad. La causa está en que un demagogo,

preocupado por consustanciarse [en exceso] con la causa, atenta contra su

objetividad y a buscar la apariencia del poder en vez de poder real. También su

falta de responsabilidad lo lleva a descuidar la finalidad y a contentarse con el

poder por el poder mismo. Por otro lado, el «político de poder» desemboca en

vías muertas y su indiferencia frente al significado de la acción humana, hace que

no repare en la relación entre el espíritu trágico de toda acción y sobre todo de

la acción política. La causa a cuyo servicio se ha de poner el poder es una

cuestión de fe. Siempre debe existir alguna forma de fe, sea que ésta sea fe en

el «progreso», en cualquier sentido, sea que sirva a metas nacionales o

internacionales, éticas, religiosas o culturales, sea que persigan «ideales» o

meros fines materiales. Si falta la fe los éxitos políticos se hacen vacuos. [≈]

[Este será uno de nuestros mayores atrevimientos…] ¿Hablar de los políticos,

no nos está haciendo hablar de la Política en algún sentido? Nos explicamos:

Weber define el perfil del político en función de su fin, es decir, poder

participar, hacer y ser un actor de la Política. Pues bien, la definición de ese

rol, nos está diciendo cómo es la aquella. [Si esto pudiere ser aceptado],

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podríamos afirmar que la Política, no es precisamente el espacio de la

racionalidad, ni de la fría calculación de medios y fines, ni la articulación

de intereses armónica. Si un político debe portar pasión, es porque su

mella tiene una cuota de irracionalidad (diferente de connotaciones

románticas, ya que entendemos aquélla en clave nietzscheana). Hablamos de

la pasión que se mezcla con una causa, atravesada por una dimensión

polemológica, en donde luchan contendientes, en clave de oposición, de

acción, características todas, que dependen del poder como efector y facilitador

de cada una de ellas para llegar a su fin. Weber dice, literalmente: “la

«fuerza» de una «personalidad» política implica, ante todo, la posesión de esas

cualidades”. ¿Estamos acordando que la política es una fuerza irrefrenable cual

pincelada nietzscheanas? No, claro que no. Por lo menos, pienso no tanto. La

Política, para Weber se hace con la cabeza y no con el alma. ¿Una

cabeza “racional”? No, necesariamente. ¿Un alma apasionada sin

contención? Tampoco. Mejor afirmaremos un “equilibrio” entre ambas. Claro

que la política no es una “guerra total” en el sentido clausewitziano. No. Y por

ello podemos articular el sentido de la responsabilidad que amenizará tales

contiendas. El no vivir en un estado continuo de apasionamiento dará curso al

sentido de las proporciones. Así la Política sin pasión está muerta, y la

política sin responsabilidad y proporción nos mataría. Creo que está idea que–

le–hacemos–decir–a– Weber, respeta la noción de lucha [“pasión”] pero da lugar

a la continuidad de esa lucha –por el “límite” de la responsabilidad y la

proporción que no la transforma en una lucha total. Weber dice literalmente

[…] El pacifista que actúa evangélicamente se verá obligado a abandonar las

armas o a rechazarlas, como se recomendó en Alemania para terminar todas las

guerras. El político, en cambio, dirá que el medio más seguro de desacreditar la

guerra para el futuro previsible sería una paz que mantuviese el statu quo.

Entonces los pueblos se hubieran preguntado para qué servía la guerra. Se la

hubiese reducido al absurdo, lo cual ahora es imposible, pues al menos para

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una parte de los vencedores la guerra habrá resultado políticamente

rentable. Y la responsabilidad por esto recaerá en la actitud que nos

imposibilitaba toda resistencia por nuestra parte. Ahora, a consecuencia de la

ética absoluta, una vez pasado el período de cansancio, quedará desacreditada

la paz, no la guerra. […]. Siendo sintéticos: diría que esto es realismo de

máxima concentración, ahora, de estilo weberiano. Usaremos estas líneas que

hablan acerca de la guerra para decir algo de la Política. Esto nos plantea una

realidad política de eterno e insalvable conflicto (interno o externo – como en

este caso). Pero también tiene algunas concepciones del realismo de la

coyuntura teórica de Weber que debemos aclarar. Tanto Freund como Aron

rescatan la idea de suponer que el principio de la paz no era distinto del de la

guerra. Así, la defensa de la agresión externa, es una actividad más del

gobierno. Y vemos en este párrafo dicha idea: la Política siendo una contienda

permanente, no descansa en momentos de “armonía” sino que es continua

tensión. En síntesis, traspolando la idea de amigo–enemigo schmittiana al

ámbito interno, la damos por sentada –como hizo Freund–, y la tamizamos

por la “ética de la responsabilidad/proporcionalidad” weberiana a manos del

político que permitirá que esta lucha no sea una guerra absoluta. Por otro lado,

encontramos una idea típicamente weberiana en aquello de: “no sólo el bien

engendra el bien y no sólo el mal engendra el mal”. En concreto, puede

llegar el momento en que la sinceridad y la bondad comprometan la

realización de los objetivos políticos… tanto porque esa bondad esté basada

en una ética absoluta, tanto porque termine por confundir medios con fines o

pretenda un estado que repare en doctrinas/ideas/aspiraciones que no son

ya…políticas. Pertenecen a otro orden. No nos interesa afirmar cuál, pero

seguramente este no es el “político” para Weber.

Weber sigue: […] “Consideremos, por ultimo, el deber de decir la verdad.

Este deber es incondicional en la ética absoluta. […] El político descubrirá

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que de este modo no se producirá la verdad sino su oscurecimiento, con el

abuso y las pasiones desencadenadas; decidirá que sólo una investigación

completa, metódica e imparcial puede resultar fructífera, y que cualquier otra

conducta sólo puede acarrear, para la nación, consecuencias que no podrían

remediarse en varias décadas. Pero la ética absoluta no se preocupa por estas

«consecuencias».

Toda acción éticamente orientada puede seguir una de dos máximas

fundamentales: la «ética de la convicción» o la «ética de la responsabilidad». […]

ha y un abismo entre actuar por una o por otra. […] cuando se actúa según la

ética de la convicción y las consecuencias son malas, el agente de esa acción no

se sentirá responsable de ellas sino que las atribuirá al mundo, a la estupidez de

los hombres o a la voluntad divina. […] la ética de la convicción debe

derrumbarse, aparentemente, ante el problema de la justificación de los medios

por el fin. […] vemos repetidamente que los que actúan según la ética de la

convicción se convierten repentinamente en profetas milenaristas. El que actúa

según la ética de la convicción no tolera la irracionalidad del mundo. Si se hacen

concesiones al principio de que el fin justifica los medios, es imposible

conciliar una ética de la convicción con una ética de la

responsabilidad, así como es imposible establecer éticamente qué fines pueden

justificar tales o cuales medios. […] (El destacado es nuestro). Unas pocas

palabras sobre esto (sólo como “disparador” ya que pretendemos que la

pregunta hable por sí misma): ¿es Weber un maquiaveliano?

Para Weber […] la especificidad de todos los problemas éticos de la política está

determinada por su medio peculiar, la violencia legítima en manos de

agrupaciones humanas […]. Sin persignarse, sin sonrojarse, sin contradecirse,

Weber plantea que la ética de la política no es otra que…la de sí misma. Esto no

es tautología, y por ello queremos afirmar que la ética de la política es la de la

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lucha, la de la polémica, la que no borra el conflicto, pero tampoco lleva a éste

hasta que se vuelva en contra de la política misma y haga desaparecer a los

contendientes.

Continua: […] Quien se vale de la violencia para cualquier fin, y esto es lo que

hacen todos los políticos, está expuesto a sus consecuencias específicas. Esto es

especialmente válido para el cruzado, religioso o revolucionario. El que quiere

imponer por la fuerza la justicia absoluta en el mundo necesita seguidores, un

«aparato» humano. Para que el aparato funcione, debe ofrecerle los necesarios

premios internos y externos. En las condiciones de la lucha de clases moderna,

los premios internos consisten en la satisfacción del odio y de las ansias

de venganza y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y de la pasión seudo

ética de la auto- justificación; o sea, hay que denigrar a los adversarios y

acusarlos de herejía […] ¿Podemos agregar algo a la última oración?

Weber dice: […] Los premios externos son la aventura, la victoria, el botín, el

poder y los favores. El jefe y su éxito dependen por completo del

funcionamiento de este aparato y, por tanto, no de sus propios motivos. Debe

pues asegurar que esos premios se concedan permanentemente a sus

seguidores. De este modo, el real resultado de su acción no depende de él, sino

que está determinado por los motivos morales de sus seguidores, que son

predominantemente viles […] el que quiere hacer política, y sobre todo el que

quiere hacer política como profesión, debe comprender esta paradoja ética […].

Y aquí la Política como fenómeno real de la vida humana se completó: es decir,

¿la política la hacen los políticos? ¿La guían sólo ellos? ¿Atañe sólo a los que

luchan directamente o a todos los que acompañan a éstos? Bien creemos que a

todos… ¡Perdón! Weber cree que a todos, y nosotros no hacemos más que

aseverarlo. Sigue diciendo: […] Debe saber que es responsable de lo que él

mismo puede llegar a ser, bajo el dominio de esa paradoja. Repito que quien hace

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política se entrega a las fuerzas diabólicas que rondan en torno a toda violencia.

Los grandes virtuosos del amor por la humanidad y la bondad, de Nazaret, de

Asís, no operaron con los medios políticos de la violencia. […] el que busca la

salvación de su alma y de la de los demás, no debe buscarla a través de la

política, pues el trabajo específico de la política sólo puede realizarse mediante la

violencia […]. Una vez más: la política es lucha, es violencia, es conflicto.

¿Y por esto es “nefasta”? ¡No! Es política, y ya. Weber continúa: […] Si se

intenta la «salvación del alma» en una lucha ideológica, según una pura ética

de la convicción, entonces el objetivo puede resultar perjudicado y

desacreditado para muchas generaciones, debido a la carencia de

responsabilidad por las consecuencias. El que actúa así no tiene conciencia

de las fuerzas diabólicas que están en juego. Estas fuerzas son implacables y

generan consecuencias que afectan tanto a la acción como a la intimidad del

político y frente a las que se verá impotente, si no las comprende. […] «el

diablo sabe por viejo, hazte viejo y lo comprenderás»”[…].

¿Será el diablo viejo, y sólo la vejez la que puede permitirnos comprenderlo?

¿Será la política –a su modo–, y sólo la política real la que nos permitirá

comprenderla? ¿Es válida nuestra analogía?

Prosigue Weber […] claro que la política se hace con la cabeza, pero no sólo

con la cabeza. Sólo se puede decir que en esta época de excitación (y la

excitación no es siempre una pasión auténtica) comienzan a surgir

repentinamente políticos de convicción que comunican la consigna: «el

mundo es estúpido y abyecto, pero yo no. La responsabilidad por las

consecuencias no recae sobre mí, sino sobre aquellos para quienes el trabajo y

cuya estupidez o cuya vileza yo aniquilaré» […] charlatanes que no saben lo

que dicen, y que sólo se emborrachan con sensaciones románticas. […] una

ética de la convicción y una ética de la responsabilidad no son elementos

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contrapuestos, sino complementarios y que al unísono han de formar al hombre

auténtico, al hombre que puede tener «vocación por la política». En estas

alternativas no está contemplada la posible acción del que tiene realmente

vocación política, pues la política es precisamente una dura y lenta penetración

de un material resistente, y para esto necesita a la vez pasión y mesura […]”

Como si lo dicho fuera poco, continua: “pues la política es precisamente una

dura y lenta penetración de un material resistente, y para esto necesita a la

vez pasión y mesura”. Otra buena definición para ella. Definición puramente

weberiana. Y aquí no le hicimos decir nada al autor.

Finaliza Weber “[…] Pero para esto el hombre debe ser tanto un dirigente como

un héroe. E incluso los que no son ni dirigentes ni héroes deben armarse con esa

fortaleza de corazón que capacita para tolerar la destrucción de toda esperanza; en

caso contrario, ni iquiera se logrará realizar lo que actualmente es posible. Sólo

tiene vocación para la política el que posee la seguridad de no quebrarse cuando,

en su opinión, el mundo resulte demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo

que él ofrece. Sólo tiene vocación para la política el que frente a todo esto

puede responder: «sin embargo». Es difícil para nosotros comentar esto…

Hemos utilizado las últimas líneas para hacerle–decir–a–Weber–lo–que–

Weber–no– dijo. Curiosamente, ahora, Weber–lo–dijo–todo. Y por cierto, el

destacado es nuestro.

Pensábamos que… si cabe la pregunta… es idealismo lo que hay atrás de esta

última idea en Weber? No lo sabemos a ciencia cierta, pero ¿Podría ser este

[supuesto] “idealismo final” un buen “cierre” para el realismo weberiano y todo

realismo? De hecho, los que nos jactamos de realismo extremo para analizar la

política… ¿Estamos dispuestos a aceptar [por un momento, o definitivamente, de

ser necesario] esta tesis? Después de todo: ¿Por qué no? ...tal vez eso nos

serviría para comprender qué es la política… una vez más.

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VII. BREVE COMENTARIO FINAL

Pues bien, largo recorrido hemos pasado. Para esbozar una conclusión de

ello, atengamos primero a la noción de Política en Weber. Bastante hemos dicho

en este último final y él sólo fue realizado con la pretensión de mostrar todo lo

que tiene Weber para aportarnos acerca de aquella. Si algo –a todo lo

dicho–, resta; es una última idea que en lo inmediato comentaremos: A

lo largo de nuestro abordaje heurístico para armar estas líneas, hemos

encontrado algunas notas fundamentales para retener, acerca de lo que Weber

entiende por política. Por un lado, ella es una lucha. Por otro lado [sin

olvidar que esto está muy influenciado por la coyuntura política de su tiempo]

se necesita un líder carismático, un jefe partidario. Éste deberá aprender en la

práctica las capacidades que todo estadista debe tener: coraje para decidir,

audacia, fe (en él mismo, en la causa y la capacidad de inspirarla).

Cotejando esto, podemos decir que es la lucha como tal la que define al

estadista. El estadista no es más que un actor más de ese “juego” que es la

política. Y, como todo jugador, debe entrar a escena respetando las reglas del

juego: podrá accionar en distinto curso de acuerdo se lo dicte su ética de la

responsabilidad o de la convicción (o ambas). Pero algo está dado: el conflicto

eterno. La lucha. La FUERZA. Esta es la clave: LA FUERZA. No la

doctrina, ni el fin. Al que piensa la política teleológicamente, Weber le

contesta que no “introduzca un palo en la rueda de la historia”. La política se

juega a nivel de la FUERZA, no de los fines. FUERZA que también esté

presente en el Estado moderno [aunque no sólo en él], y que le dé su

especificidad. MEDIOS, NO FINES PARA WEBER. Tanto en la política, que es

fuerza para la lucha, como en la lucha como manifestación de la fuerza. Tanto

en el Estado, que precisa fuerza para su establecimiento, y éste implica la

fuerza. Esto hace del Estado moderno una organización política como a

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cualquier otra –en tiempo y espacio diferentes–, que debe arrogarse ese

monopolio legítimo de la FUERZA. (Nótese que usamos la expresión “fuerza” y

no “violencia” porque la violencia implica la materialización de la agresión, la

fuerza implica a esto último, pero también puede manifestarse como disuasión,

por ejemplo). La Política es sólo eso. El Estado es sólo eso. Para Weber… claro.

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CAPÍTULO I :POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA EN EL

PENSAMIENTO DE MARX WEBER

Anthony Giddens

Max weber nació en 1864, entró en contacto con muchas

de las principales figuras del Mundo académico y

político prusiano, incluidos Treitschke, Knapp Dithey y

Mommsen.- la gase crucial d ela historia alemana en la

que bajo el liderazgo de Bismarch, el país se convirtió

por fin en un estado – nación centralizado. Hermann

Baungarten produjeron en Weber un sentimiento

ambivalente en relación a las consecuciones de

Bismarck.

Lo primeros escritos académicos de Weber trataban cuestiones de historia

económica y del derecho, percibió en la estructura económica social, más tarde

identificaría en la formación del capitalismo en la Europa post medieval, Weber

pudo participar en discusiones e intercambio de ideas con un grupo de jóvenes

economistas e historiadores a los que debía hacer frente Alemania en su transición al

capitalismo Industrial.

Weber desarrolló algunas de las conclusiones a las que había llegado al estudio de

las condiciones agrarias y las relacionó específicamente con los problemas políticos

y económicos de Alemania.

Esta Situación provocaba la influencia de trabajadores polacos procedentes del este

Weber amenazaba la hegemonía de la cultura alemana en aquellas regiones en las

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que había sido fuerte...Desde 1897 estuvo incapacitado por una aguda depresión que

le obligo a abandonar totalmente el trabajo académico.

La ética es la identificación de los orígenes históricos de esta conciencia burguesa,

Weber estuvo sujeto a dos indinaciones conflictivas hacia la vida pasiva y disciplina

del intelectual el país se encontraba dominada por una élite agraria tradicional.

I. LOS TEMAS PRINCIPALES DE LOS ESCRITOS

POLÍTICOS DE WEBER

Durante la mayor parte del siglo XIX Alemania fue detrás de Gran Bretaña y

Francia por lo que hace referencia a la falta de unificación política. La revolución

Industrial en Gran Bretaña tuvo lugar en una sociedad en la que habían creado orden

social como dijo Marx.

Alemania llego a la unificación política como consecuencia de una política agresiva

expansionista fomentada por Bismarck.

Estado potencia como el fundamento necesario de la política Alemana había

corregido su poder frente a las rivalidades internacionales.- Los Junkers proseguían,

Weber estaban en decadencia y no podían seguir monopolizando la vida política de

la Sociedad.

La clase obrera estaba dirigida por un grupo de diletantes de periódico a la cabeza

del Partido Social Demócrata, La Burguesía continuaba siendo temido y apolítico.

Weber rechazaba además la concepción clásica de la democracia directa que la masa

de la población participa en la toma de posiciones, la creación de una nueva forma

de monopolio permanente Weber vio la posibilidad de un poder Burocrático

incontrolado, Weber compartía las aspiraciones nacionalistas del partido

conservador pero rechazaba tanto el fervor místico, frente a las exigencias de un

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sufragio democrático por parte del partido social demócrata, Weber pensaba que

una de las principales causas del estancamiento del desarrollo político Aleman se

encontraba en la insistencia dogmática en el marxismo por parte de los líderes de

SPD.

Veremos entonces que el socialismo que la socialdemocracia jamás conquistará

permanentemente las ciudades del estado sino por el contrario el estado va a

conquistar el partido socialdemócrata, no oculta los sentimientos positivos que le

inspiraba una guerra grande y maravillosa. Weber se mostró pesimista acerca de las

posibilidades de una victoria alemana, pero en el contexto de los cambios

ocasionados por la guerra en el carácter de la política alemana Weber plantea un

análisis de las condiciones necesarias para la realización de un sistema

parlamentario en Alemania y no lo que él mismo había bautizado de

constitucionalismo fraudulento al gobierno, Weber reiteraba pero especialmente en

Alemania, el principal problema al que se enfrentaba la formación del Liderazgo

político era del control de despostismo burocrático así el jefe militar moderno dirigió

las batallas desee su despacho.

Un líder de un partido posee las cualidades carismáticas necesarias para adquirir y

mantener la popularidad de las masas que permitió el éxito electoral, Weber

conducía, era de vital importancia que estuviera basado en el sufragio universal,

Weber sostenía que el presidente de la futura republica alemana debería ser

plebiscitario, elegido por las masas de la población y no por el parlamento cláusula

que finalmente aparecería en la conquista de la constitución de weinar en parte

gracias a la influencia del mismo weber.

Es muy interesante la actitud de Weber en relación a las posibilidades de establecer

un gobierno socialista como resultado de la revolución alemana ya que nos permitió

subrayado los temas principales de su análisis político.

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Weber critico durante las actividades de la extrema izquierda en 1918 y 1919 auque

estaba dispuesto a aceptar la viabilidad de una limitada sociedad a economía

calificada de narcótico y de intoxicantes las esperanzas de una trasformación radical

de la sociedad, el movimiento obrero en Alemania reiteraba Weber solo puede tener

futuro dentro de un estado capitalista solo un gobierno burgués podía obtener los

créditos extranjeros necesarios para la transformación y recuperación económica

seria pronto derribada por la intervención militar de los victoriosos países

occidentales lo cual traería como consecuencia una reacción como la que nunca

hemos visto y entonces el proletariado tendrá que asumir los cortes, la ética

protestante y el espíritu de la capitalismo en síntesis contenida los siguientes

supuestos:

- La aristocracia junker era inevitable una clase decadente .

- El poder democrático no se solucionaba en absoluto.

- El establecimiento de un gobierno democrático no aboliría no reduciría el

dominio del hombre por el hombre como tampoco lo haría la sociedad.

- El omento de estado nación debería ser el objetivo prioritario.

- Todo político, en ultimo instante implicaba luchas por el poder no podía

haber conclusión final para estar luchas.

II. EL CONTEXTO POLÍTICO DE LA SOCIOLOGÍA DE

WEBER

Weber representa una respuesta al capitalismo tardío Weber es el retraso del

desarrollo alemán, el interés de Weber por el capitalismo sus presupuestos y sus

consecuencias en sus escritos sociológicos como el resultado en buena medida de

una preocupación por los problemas específicos a los que debía ser frente la

sociedad alemana en la primeras fases del desarrollo industrial.

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El análisis de Weber le llevo a conclusiones sin embargo que ni la hegemonía se

podía explicar en términos estrictamente económicos eran esferas de poder políticos

enraizados en relaciones tradicionales, la unificación política del país que hizo

Alemania por primera vez una gran potencia en Europa, la ética protestante combina

y proyectada a una nivel, mas general varias de la implicaciones que Weber derivo

en sus interpretaciones de la cuestión agraria y de su relaciones con la política

alemana, la postura metodológica de Weber tal como fue elaborado durante el curso

de 1904-1905 se apoyaba justamente en Rickert y en la dicotomía.

entre hecho y valor, básico en la filosofía de este ultimo a estas confesiones

metodológicas al marxismos weber añade su valoración de las características

especificas del desarrollo económico y político de Alemania.

En el calvinismo, sin embargo Weber veía un impulso religiosos mas no

conservador, si no revolucionario, el calvinismo al probar el ascetesismo mundano

sirvió para defender y desprenderse del tradicionalismo que había caracterizado las

anteriores formaciones económicas, el protestamiento legítimo el estado como un

medio de violencia, como en particular el tema clave de los escritos de Weber lo

constituye su énfasis en la influencia independiente de la política por oposición a la

economía.

el estilo del liberalismo de 1848 a los ojos de weber estaba obsoleto en el contexto

de la postunificación de Alemania la situación presente caracterizaba por la

hegemonía política de una clase económica y en decadencia en el exterior,

Alemania se encontraba rodeada de estados poderosos, la unificación de Alemania

se había conseguido a través de la afirmación del poder militar prusiana frente a las

otras grandes naciones europeas que consideran el moderno estado nación

básicamente como una institución moral, weber enfatiza por encima de todo la

capacidad del estado de reclamar mediante el uso de la fuerza, un área territorial

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definida de estado moderno era una asociación obligatoria con base territorial y

monopolizada dentro de sus fronteras.

La organización del estado racional legal, en la sociología de Weber se utilizo para

derivar un paradigma general del proceso de la división del trabajo en el capitalismo

moderno, el desarrollo político de Alemania se integraba en si concepción general

del vencimiento del capitalismo occidental y de las probables consecuencias el

surgimiento de sociedades socialistas en Europa no solo por que una economía

capitalista necesitaba de una organización burocrática si no también por que la

socialización de la economía conduciría mayor expansión de la burocracia afectos

de coordinación la producción de acuerdo con una central.

Weber llegaba a esa misma conclusión por media del análisis del proceso de

expropiación en la división del trabajo, al análisis de Weber la interacción de tres

elementos principales: la oposición de los terratenientes feudales, poder burocrático

incontrolado por parte de funcionarios estables, la falta de liderazgo político.

Las circunstancias históricas de la Europa occidental según Weber, era única en sus

fomentos del desarrollo del estado racional con su burocracia de expertos.

En todos los estados modernos se necesitaban por su puesto estas dos formas de

democracia en la Burócrata: Los funcionarios administrativos y políticos la

Burócrata tenía que cumplir con sus obligaciones de manera imparcial no tenía nada

que ver con las exigencias más básicas de la acción política.

El dominio tradicional y legal por otra parte constituía ambas formas de administrar

ordinario, el líder carismático pregona crea y exige obligaciones , el estado se

convertía otra vez en una democracia sin líder el dominio de los políticos

profesionales sin vocación.

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III. EL MARCO SOCIOLÓGICO DEL PENSAMIENTO

POLÍTICO DE WEBER

El modelo Alemán tuvo una profunda influencia en el pensamiento de Weber pero

también enfoco mejor y formuló mas sistemáticamente su evaluación del desarrollo

político de Alemania dentro del marco abstracto del pensamiento que desarrollaría

desde principios de siglos.

La postura que Weber adoptó en estas cuestiones, por tanto, negaba la identificación

del libre albedrío con lo irracional es importante subrayar que, de acuerdo con este

esquema metodológico lo moral aparece separado de lo racional, el punto de vista

metodológico de Weber dependía por tanto del establecimiento de ciertas

polaridades entre subjetividad y objetividad entre racionalidad e irracionalidad el

concepto de Weber de racionalización era un concepto complejo en el que tenía 3

tipos de fenómeno; lo que identificaba, crecimiento de la racionalidad, Weber

identifica varias esferas fundamentales de la vida social cada uno de estos 3 aspectos

a la racionalización promovido por el capitalismo tuvo consecuencias a la que

Weber atribuyo una significación esencial al analizar el orden político moderno la

intelectualización característica del capitalismo de acuerdo con Weber se encontraba

ligado al racionalismo de la conducta humana en el segundo sentido.

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TERCERA PARTE:

EL PODER POLÍTICO

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PODER

Karl-Heinz Hillmann

Según la conocida definición de Max Weber, “la oportunidad, dentro de una relación

social, de llevar a cabo la propia voluntad, incluso con oposición, sin que importe en

qué se apoya dicha oportunidad”. Las relaciones de poder pueden darse tanto entre

individuos y grupos, como entre organizaciones, sociedades y Estados. Las causas

de la aparición del poder son múltiples y deben buscarse en la situación histórica o

social específica. La etología, a partir de experimentos con animales, intenta

demostrar que la obtención del poder, como resultado de la afirmación de uno

mismo, es un estímulo general para las relaciones sociales. El poder se puede basar

en la superioridad personal, física o psíquica, en el carisma, en los conocimientos, en

la mayor información o en el prestigio; en la capacidad exclusiva de disponer sobre

bienes escasos y apreciados (propiedades, patrimonio); o en una superior capacidad

de organización. El poder tiene la tendencia a institucionalizarse como autoridad,

siempre y cuando no se movilicen las fuerzas contrarias, que neutralizan el poder

con un contrapoder. Según Talcott Parsons, el poder constituye el medio de

interacción específico del subsistema político de la sociedad; es necesario para el

mantenimiento del orden social y de la sociedad competitiva.

En todos los órdenes sociales basados en la libertad personal, la democracia y el

mutuo control social, existe el problema de cómo puede delimitarse el poder y

hacerlo previsible, mediante el derecho, las leyes y la constitución, mediante la

autoridad repartida y equilibrada y los controles públicos, así como una información

y educación política mejores. Las investigaciones sociológicas sobre grupos,

estructuras de organizaciones reales y sistemas constitucionales intentan establecer

las discrepancias que existen entre relaciones institucionales de autoridad y

dominación, por un lado, y las relaciones fácticas de ascendiente y poder, por el otro

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lado, y analizar la dinámica y las estrategias que existen para obtener, ceder y

mantener el poder (eficacia, persuasión, manipulación de la conciencia, presión

social, terror), la concentración de poder y la lucha contra el mismo.

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CARACTERÍSTICAS DEL PODER POLÍTICO

Norberto Bobbio

La palabra política se emplea para designar la esfera de las acciones que tienen

alguna relación directa o indirecta con la conquista y el ejercicio del poder.

El poder es entendido como la capacidad de un sujeto de influir, condicionar y

determinar el comportamiento de otro individuo.

Desde la antigüedad el tema de la política ha estado relacionado con el tema de las

diversas formas de poder del hombre. La tipología clásica transmitida a lo largo de

los siglos es la que se encuentra en La Política de Aristóteles, el cual distingue 3

formas típicas de poder con base en la sociedad en la que se aplica: el poder del

padre sobre los hijos; del amo sobre el esclavo; y del gobernante sobre los

gobernados. Este último es el poder político, o sea el que se ejerce en la polis -

ciudad- comunidad autosuficiente de individuos que conviven en un territorio.

La relación política es una de las muchas formas de poder existentes entre los

hombres y se caracteriza recurriendo a 3 diferentes criterios. La función que

desempeña, los medios de que se sirve y el fin que persigue.

¿Cuál es el fin de la acción política? Ha sido transmitido durante siglos hasta llegar a

nuestros días -la afirmación de que el fin de la política es el bien común- entendido

como el bien de la comunidad, diferente del bien personal. El buen gobierno es el

que se interesa por el bien común.

El criterio más adecuado para distinguir el poder político de otras formas de poder, y

por consiguiente, para delimitar el campo de la política y de las acciones

correspondientes, es el que atiende a los medios de los que las diferentes formas de

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poder se sirven para obtener los efectos deseados: el medio del que se sirve el poder

político, si bien en última instancia a diferencia del poder económico y del poder

ideológico, es la fuerza. El poder económico se vale de la posesión de bienes

necesarios. El poder ideológico se vale o se basa en la posesión de ciertos saberes

inaccesibles para la mayoría, para ejercer una influencia en la conducta ajena e

inducir el comportamiento del grupo para actuar de una forma en lugar de otra.

I. POLÍTICA Y SOCIEDAD

Toda acción política es una acción social; pero no toda acción social es política. La

política es una de las grandes categorías en las que se divide el universo social,

aquella en la que tienen efecto las relaciones entre individuos, se forman grupos de

sujetos y se desarrollan relaciones entre grupos. La distinción del poder político con

respecto al económico y al ideológico permite delimitar la esfera de las relaciones y

de los grupos políticos con respecto a las dos esferas vecinas, aunque las fronteras

son flexibles.

Aristóteles al inicio de La Política al decir que el hombre es un animal político,

pretende decir que el hombre no puede vivir más que en sociedad, a diferencia de

otros animales.

Una autonomía relativa de la esfera intelectual, en la que se elaboran los

instrumentos del consenso o del disenso, ahora se ha vuelto un hecho constante de

las sociedades intelectual y políticamente avanzadas. Esto no niega que en la época

contemporánea no haya reaparecido el monopolio del poder ideológico por parte del

poder político en tipos de Estado, donde por la supresión de la dialéctica entre la

esfera donde se elaboran las ideas y la esfera en la que es practicado el monopolio de

la fuerza legítima, son llamados totalitarios. Pero se trata de regímenes, que en

referencia al proceso de formación de las sociedades pluralistas nacidas en la época

de la secularización, van contra la corriente por que suprimen las diversas esferas

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relativamente autónomas; incluso la económica –que representa el terreno en el que

se forma y desarrolla la democracia.

“El poder sobre las cosas comprende, también, el poder sobre los hombres y este

pasa a través del poder sobre los objetos”

Con la emancipación de la esfera religiosa frente a la política, da pie por lo menos

en una primera época a la tesis de la preponderancia de la primera sobre la segunda;

así la emancipación de la esfera económica con respecto a la política tiene por

consecuencia la afirmación de la subordinación del poder político al económico, tal

afirmación se volvió patrimonio del pensamiento, mediante la conocida tesis

marxista, según la cual, las instituciones políticas y jurídicas son la superestructura

en referencia a la base de las relaciones económicas.

II. POLÍTICA Y MORAL

Delimitada conceptual e históricamente, la esfera de la política con respecto a la

espiritual y la económica, se presenta el problema no menos clásico de las relaciones

entre política y moral. Este problema es planteado desde la perspectiva deontológica

o del deber ser, y no desde la ontología, o del ser.

¿Cuál es el espacio que ocupa la acción política en el universo social? Se despeja en

la determinación de la naturaleza de la acción política.

¿Cómo debe conducirse quien actúa políticamente? Si hay reglas de conducta que

distinguen la acción política de otras formas de comportamiento.

Se considera que el problema en su expresión más grave nació con la formación de

los grandes Estados territoriales modernos, en los que mediante la conducta de los

detentadores del poder, la política se muestra cada vez más como el espacio en el

que se desenvuelve la voluntad del poder.

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III. POLÍTICA Y DERECHO

Mientras el problema de la relación entre las esferas política y económica es un

problema de delimitación de campos, que aquí ha sido reconstruido como

delimitación de dos esferas de ejercicio del poder a través de diferentes medios; y el

problema de la relación entre moral y política es un problema de distinción entre dos

criterios de valoración de las acciones; ahora el problema de o entre política y

derecho es una cuestión muy compleja de interdependencia recíproca. Cuando por

derecho se entiende un conjunto de normas u orden normativo, en el que se

desenvuelve la vida de un grupo organizado, la política tiene que ver con el derecho

bajo dos puntos de vista: en cuanto la acción política se lleva a efecto a través del

derecho, y en cuanto el derecho delimita y disciplina la acción política. Bajo el

primer aspecto, el orden jurídico es producto del poder político, donde no hay poder

capaz de hacer valer las normas impuestas por él, recurriendo en última instancia a

la fuerza, no hay derecho, se habla de derecho positivo y no natural.

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EL PODER

Carlos S. Fayt

I. CONCEPTO

El poder es un fenómeno social, producto de la interacción humana. Consiste en la

relación se subordinación, esta relación requiere la presencia de dos términos: el

mando y la obediencia; esta relación puede darse entre dos o más individuos o bien

entre un grupo o comunidad.

En cuanto fenómeno social es el despliegue de una fuerza, potencia o energía

proveniente de la vida humana social o interacción humana.

II. EL PODER POLÍTICO: TEORÍA

El poder político se diferencia de cualquier otro por la esfera de su actividad, su

modo de influir en la conducta humana. Los individuos se someten a él, y le prestan

obediencia en virtud de creer en su legitimidad, no pudiendo resistir su acción.

Según Burdeau bajo el nombre de poder se designan 2 cosas:

Las múltiples formas históricas que ha revestido la autoridad.

La energía que en toda sociedad política asegura su coherencia y

desenvolvimiento.

Burdeau: “El poder es una fuerza al servicio de una idea”.

El poder como encarnación del dinamismo de la representación es el intermediario

entre la representación del orden y las reglas sociales.

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III. DEFINICIONES, DISTINGOS

El poder político es siempre un poder dominante. La posibilidad de resistir su

coacción no existe.

Respecto a las definiciones estas se pueden agrupar en 5 grandes bloque:

1º Como relación de mando y obediencia:

a. Gabriel tarde: “El poder es el privilegio de hacerse obedecer”

b. Max Weber: “Probabilidad de ser obedecido”

c. Bertrand de Juvenel: “El poder reposa sobre la obediencia”

2º Como voluntad:

a. Jellinek: “El poder es una voluntad de ordenación y ejecución, caracterizada

como dominante”

3º Como energía:

a. Hauriou: “El poder es una libre energía que asume la empresa de gobierno

de un grupo humano por la acción continua del orden y el Derecho”

b. Burdeau: “Libre energía al servicio de una idea de Derecho”

4º Como fuerza:

a. Vedia y Mitre: “Fuerza jurídica de coacción”

5º Como potencia ética o espiritual: “Principio motor que dirige y establece en un

grupo humano el orden necesario para que realice su fin”

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IV. PODER POLÍTICO Y FORMA DE ESTADO

La unidad del estado es resultado de la organización y la organización es

cooperación ordenada y realizada.

En toda organización social existen 4 elementos: 1) un obrar social, 2) un ámbito

espacial y temporal, 3) una ordenación, y 4) una dirección.

Estos elementos en la organización estatal son:

1. Un obrar social : la población o comunidad nacional

2. Un ámbito espacial

y temporal : el territorio

3. Una ordenación : el Derecho

4. Una dirección : el Poder.

La forma política moderna (el Estado) se caracteriza por la institucionalización del

poder, el que se encuentra moralmente determinado por las ideas de soberanía y de

dominación legal.

El elemento poder, en su relación con los restantes elementos de la estructura de la

organización, determina la forma política.

5. PODER JURÍDICO O DE AUTORIDAD

Se caracteriza por ser un poder de dominación derivado del poder constituyente a

través de la ordenación constitucional.

El poder de dominación, atribuido al conjunto de órganos que forman el núcleo de

dirección en el Estado, es un poder de dominación legal o jurídico.

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EL PODER DEL ESTADO

André Hauriou

I. EL CARÁCTER GENERAL DEL PODER

El fenómeno del poder no se manifiesta sólo cuando el Estado aparece, tiene un

carácter más general que esta forma de organización política.

Con carácter general el poder “es una energía de la voluntad que se manifiesta en

quienes asumen la empresa del gobierno de un grupo humano y que les permite

imponerse gracias al doble ascendiente de la fuerza y de la competencia. Cuando

no está sometido más que por la fuerza, tiene el carácter de poder de hecho, y se

convierte en poder de derecho por el consentimiento de los gobernados”.

De esta definición salen 4 proposiciones que son el análisis de este estudio:

1º El poder es inherente a la naturaleza humana.

2º Es creador de organizaciones sociales.

3º Comporta en sí dos elementos: el elemento “dominación” y el elemento

“competencia”.

4º En el grupo en que se ejerce, sufre normalmente una evolución que transforma de

poder de hecho, en poder de derecho.

EL PODER ES INHERENTE A LA NATURALEZA HUMANA. La aptitud y el

gusto por el poder son cualidades naturales del espíritu humano. Esta comprobación

de que el poder es inherente a la naturaleza humana no se considera explicación

suficiente acerca del origen del mismo.

Existe un problema acerca del fundamento filosófico del poder, al respecto hay 2

respuestas principales:

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1º La doctrina del origen divino del poder. A su vez, esta teoría ha tenido 2 formas

sucesivas:

a. La doctrina del derecho divino sobrenatural. Por Bossuet, quien afirma que

Dios elige por sí mismo a los gobernantes y los inviste de los poderes

necesarios para conducir los negocios humanos. Compatible con la

monarquía absoluta, fue abandonada en general después de la Revolución

Francesa.

b. La doctrina del derecho divino providencial. Por Joseph de Maistre y Louis

de Bonald, que explica que el poder forma parte del orden providencial del

mundo; puesto a disposición de los gobernantes por medios humanos.

Permite la justificación del poder democrático, del poder que se ha apropiado

del pueblo, como también la del poder ejercido por una élite o por un jefe

único.

2º La doctrina del origen popular del poder. Nació en épocas en que la fe era

profunda todavía. En el siglo XVII, el jesuita Belarmino enseñaba: “Depende de la

multitud constituir un rey, unos cónsules o unos magistrados. Y si se presenta una

causa legítima, la multitud puede transformar una realeza en aristocracia o en

democracia y viceversa…”, además “jamás el pueblo delega el poder hasta el punto

de no conservarlo en potencia y poder…”

Con estas afirmaciones se refiere al origen mediato o secundario del poder, para él,

la fuente del poder inmediata o primaria permanece en la divinidad, efectuándose en

tres momentos: Dios autor del poder, multitud que atribuye el poder, y los

gobernantes que lo reciben y lo ponen en obra.

En el siglo siguiente, J. J. Rousseau afirma que el poder no pertenece mediata, sino

inmediatamente a la sociedad, en ella se encuentra su origen y su fundamento, los

gobernantes lo reciben únicamente de ella.

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El origen del poder está fundamentado en la obediencia de los súbditos, establecer

barreras que impidan que el poder se haga absoluto, despótico, el poder no debe

ejercerse más que en interés de la comunidad. La creencia en el origen divino del

poder, autoridad como la haría el mismo Dios, en beneficio del interés de la

comunidad. Si el poder viene del pueblo, resulta muy lógico exigir que se ejerza en

interés de la comunidad, es decir, del pueblo mismo.

EL PODER ES UN CREADOR DE ORGANIZACIONES SOCIALES. El

ejercicio del poder por los gobernantes debe considerarse como una empresa.

El carácter de empresa cuando llega al poder una formación ministerial nueva en un

país en el que las instituciones funcionan con normalidad.

EL PODER COMPORTA EN SÍ DOS ELEMENTOS: EL ELEMENTO

DOMINACIÓN Y EL ELEMENTO COMPETENCIA. No hay equipo en el poder

que no tenga una cierta voluntad de dominación y cuya autoridad, aunque se

encuentre con respaldo de la opinión pública, que no tenga cierta voluntad de

dominación. El gobierno de un grupo humano exige con frecuencia medidas que

deben ejercitarse con carácter colectivo y si esto se ve amenazado, deben ser

suprimidos y no pueden serlo más que mediante la coacción.

Al lado del poder de dominación se encuentra la competencia, esta especie de

autoridad que acompaña a la competencia hace que los mandatos de la autoridad

encuentren obediencia sin necesidad de recurrir a la coacción. La competencia ocupa

el primer puesto y el segundo le corresponde a la dominación.

EL PODER, EN EL GRUPO EN QUE SE EJERCE, SUFRE NORMALMENTE

UNA EVOLUCIÓN QUE LO TRANSFORMA DE PODER DE HECHO EN

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PODER DE DERECHO. Resulta raro el establecimiento de la autoridad política en

el seno de un grupo con el consentimiento de todos los miembros del mismo.

Generalmente el poder se impone por la fuerza, o es instalado por una minoría

activa, los demás individuos soportan pasivamente la autoridad.

En particular, en el marco del Estado, poder nuevo a consecuencia de una revolución

o de un golpe de Estado. En tal hipótesis, nos encontramos en un poder de hecho o

gobierno de hecho.

El poder de hecho se caracteriza por el predominio de los instintos de dominación

sobre la competencia, el pueblo lo soporta pero no lo acepta.

Los gobiernos de hecho, si quieren subsistir, sufren una evolución que tiende a

orientar su actuación hacia los intereses del grupo, a subordinar los instintos de

dominación a la autoridad y a la competencia.

Los hombres en el poder se dejan penetrar por la idea de servicio a prestar, de

empresa a realizar.

El poder es progresivamente aceptado por los gobernados y se transforma en poder

de derecho. Este consentimiento proporciona el fundamento político o la

justificación política de la autoridad. Permite conceder una presunción de

legitimidad al poder en ejercicio, significa que el poder se ejerce en interés de

aquellos a quienes se dirige.

Lo que se acepta es la institución en cuyo nombre mandan los gobernantes.

En el antiguo régimen lo aceptado por los súbditos era la institución de la corona, en

nombre de la cual mandaba el rey y sus ministros, lo que permitía:

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1º Una transmisión del poder sin perturbaciones, y

2º Una presunción de legitimidad a favor de los mandatos del poder.

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EL PODER

Luis Sánchez Agesta

I. EL PODER POLÍTICO. CONCEPTO

La acción política se expresa como una energía espiritual y material capaz de

configurar un orden positivo de derecho que ajusta y resuelve las tensiones y

conflictos de valores e interese de los hombres que conviven en un grupo; la acción

política que se expresa como poder es, según la afortunada expresión de Hauriou,

una empresa, un esfuerzo, una aventura.

En la estructura de la acción política distinguimos 3 elementos:

1º La energía impulsora del poder que configura la misma comunidad política en la

medida en que determina la obediencia.

2º El fin de la paz y los objetivos concretos que el poder se propone, el poder es,

pues, un principio directivo hacia unas metas.

3º El poder político como energía social gobierna ordenando una pluralidad de

conductas individuales, su función es coordinar estas conductas, es también por un

principio de unificación y coordinación.

Según Hauriou: “El poder es una libre energía que, gracias a su superioridad, asume

la empresa de un gobierno”.

De acuerdo a este análisis, la teoría del poder en el cuadro de una constitución

entraña 3 partes esenciales: el poder como impulso y decisión eficaz; los objetivos

que se propone, como término, y el orden, realizado a través del derecho como

instrumento y nexo.

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En cuanto ese bien público es en último término un bien humano, la conexión del

poder con la libertad del hombre en formas especificas de derecho, da lugar a un

régimen político.

II. EL PODER COMO IMPULSO

a. Poder objetivo y poder de autoridad.

El poder es una causa, una energía, un impulso que como tal tiende a producir un

efecto; acto de poder es en general aquel que influye en la conducta de otro o de

otros hombres, pero el poder no es una casusa en el orden de la naturaleza física,

sino, en el orden moral de la existencia humana. El movimiento que genera el

impulso, del poder, no se transmite a través de un efecto mecánico sino por medio

de la sumisa voluntad. No manda quien quiere, sino quien puede. El fundamento

sociológico del poder es, en su raíz, racional, pero en sus manifestaciones concretas

aparece ligado a un cuadro complejísimo de motivaciones psicológicas; puede ser

independiente el poder social organizado y eminentemente el poder del Estado se

funda en una acumulación y articulación técnica de incentivos racionales y

psicológicos.

b. El poder objetivo

Son motivaciones típicas de obediencia objetiva a un poder:

La obediencia por temor:

La motivación de la obediencia no está determinada por el derecho a mandar

de quien lo hace, ni por las razones en que el mandato se funda, sino

simplemente, por el temor a la sanción que se adivina tras el precepto

imperativo o que claramente lo acompaña.

La obediencia por hábito o por automatismo psicológico:

Las reacciones connaturalizadas por el hábito dan esa densidad de obediencia

social que permiten el normal desenvolvimiento del orden; la simple

presencia de un signo o de un uniforme que se respetan por hábito.

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La obediencia por indolencia como disposición de un hombre a dejar hacer a

otro lo que le molestaría hacer por sí mismo.

Supone una falta de interés o una resistencia a aceptar una responsabilidad;

nos e obedece a la mejor voluntad, sino a la más activa; el político es

normalmente más resuelto, más dispuesto a aceptar la responsabilidad de una

decisión.

La sumisión al poder por sustitución o delegación:

Una es la autoridad y otra el brazo que la ejerce.

III. EL PODER DE AUTORIAD

Al poder legitimo de quien ejerce el poder como un derecho tienen un fundamento

racional, la autoridad es un titulo o cualidad moral que hace que el mandato sea

moralmente vinculante para quien acepta este título.

IV. EL PODER DEL ESTADO COMO PODER INSTITUCIONALIZADO

En una comunidad política las relaciones de poder son un elemento jurídico de la

estructura de la comunidad; el poder se localiza y se ejerce sobre un territorio y

sobre unas personas determinadas, es la esfera del poder; como pretende un

monopolio de poder coactivo, es la orden del poder: la ordenación misma de ese

poder los distribuye entre distintas agencias de decisión y en la medida en que el

Estado coexiste con otros grupo en los que también se dan relaciones de poder.

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PODER

Mario Stoppino

I. DEFINICIÓN

La palabra p. designa la capacidad o posibilidad de obrar, de producir efectos. En

sentido específicamente social, es la capacidad del hombre para determinar la

conducta del hombre: p. del hombre sobre el hombre.

El estudio del p. social, es relevante sólo en cuanto se convierta en un recurso para

ejercitar p. sobre el hombre.

Como fenómeno social el p. es pues una relación entre hombres. Se trata de una

relación tríadica: La persona o el grupo que lo retiene; la persona o el grupo al que

están sometidos; y la esfera del p. La esfera del p. puede ser más o menos amplia y

más o menos claramente delimitada.

II. EL PODER ACTUAL

Cuando la capacidad de determinar la conducta de otros es puesta en juego, el p., de

simple posibilidad se transforma en acción, en ejercicio del p. Asía es que podemos

distinguir entre el p. como posibilidad, o p. potencial, y el p. efectivamente ejercido,

o p. actual. El p. actual es una relación entre comportamientos. Consiste en el

comportamiento de A que trata de modificar la conducta de B, en el comportamiento

de B, en el cual se concreta la modificación de la conducta querida por A, así como

en el nexo intercorriente entre estos dos comportamientos.

III. EL PODER POTENCIAL

El p. potencial es la capacidad de determinar los comportamientos ajenos. El p.

potencial es una relación entre aptitudes para actuar: por una parte A tiene la

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posibilidad de tener un comportamiento tendiente a modificar la conducta de B; por

otra, si esta posibilidad es puesta en juego es probable que B tenga el

comportamiento en el cual se concreta la modificación de la conducta deseada por

A.

IV. EL PAPEL DE LAS PERCEPCIONES SOCIALES Y DE LAS

EXPECTATIVAS

El p. no deriva simplemente de la posición o del uso de ciertos recursos sino también

de la existencia de determinadas actitudes de los sujetos implicados en la relación.

Entre estas actitudes están las percepciones y las expectativas que se refieren al p.

Las percepciones o imágenes sociales del p. ejercen una influencia sobre los

fenómenos del p. real.

En lo que se refiere a las expectativas se debe decir que en un determinado ámbito

de p. el comportamiento de cada actor es determinado en parte por las previsiones

del actor relativas a las acciones futuras de los otros actores y a la evolución de la

situación en su conjunto.

V. MODOS DE EJERCICIO Y CONFLICTUALIDAD DEL PODER

Los modos de ejercicio del p. son múltiples: desde la persuasión hasta la

manipulación, desde la amenaza de un castigo hasta la promesa de una recompensa.

La coerción puede ser definida como un alto grado de constricción. Ella implica que

las alternativas de comportamiento a las que se enfrenta B (que la sufre) son

alteradas por las amenazas de sanciones de A (que la ejerce).

El problema de la conflictualidad del p. tiene que ver con los modos específicos a

través de los cuales se determina la conducta ajena.

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El resentimiento es, junto con el antagonismo de las voluntades, la segunda y

principal matriz de la conflictualidad del p.

VI. LA MEDICIÓN DEL PODER

Tenemos necesidad de comparar entre sus diversas relaciones de p. y de saber si una

relación de p. es, al menos grosso modo, mayor o menor que otra. Se plantea así el

problema de la medición de p. Un modo de medir el p. es el de determinar las

diferentes dimensiones que puede tener la conducta que es su objeto. Una primera

dimensión del p. está dada por la probabilidad de que el comportamiento deseado se

verifique. Una segunda dimensión está constituida por el número de hombres

sometidos al p. Una tercera dimensión consiste en la que he llamado la esfera del p.

Una cuarta dimensión del p. está dada por el grado de modificación de la conducta

de B que A puede provocar dentro de una cierta esfera de actividades. Una quinta

dimensión puede estar constituida por el grado en el que el p. de A restringe las

alternativas de comportamiento que quedan abiertas para B.

VII. EL PODER EN EL ESTUDIO DE LA POLÍTICA

No existe prácticamente relación social en la cual no esté presente la influencia

voluntaria de un individuo o de un grupo sobre la conducta de

otro individuo o grupo. El campo en el cual el p. adquiere el

papel más importante es el de la política.

Para Max Weber, las relaciones de mandato y obediencia más

o menos continuas en el tiempo tienden a basarse no

solamente en fundamentos materiales o en la pura costumbre de obedecer que tienen

los sometidos sino también y principalmente en un especifico fundamento de

legitimidad. De este poder legítimo, Weber individualizó tres tipos: el p. legal, el p.

tradicional y el p. carismático. El p. legal, característico de la sociedad moderna, se

funda en la creencia de la legitimidad de ordenamientos estatuidos que definen

expresamente el papel del detentador de P. La fuente del p. es, pues la “ley”. El

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aparato administrativo del p. es el de la burocracia. El p. tradicional se basa en la

creencia del carácter sacro del p. existente “desde siempre”. La fuente del p. es,

pues, la “tradición”. El aparato administrativo es de tipo patriarcal. El p. carismático

se basa en la sumisión efectiva a la persona del jefe y al carácter sacro, la fuerza

heroica, el valor ejemplar o la potencia del espíritu y del discurso que lo distinguen

de manera excepcional. El aparato administrativo es escogido sobre la base del

carisma y de la entrega personal.

Después de Weber, una de las principales corrientes que han dado vida la ciencia

política es la de Harold Lasswell, quien sostiene el estudio del p. como un fenómeno

empíricamente observable. Lasswell vio en el p. el elemento característico del

aspecto político de la sociedad. Lasswell examinó las relaciones que existen entre p.

y personalidad.

VIII. MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN EMPÍRICA

Un primer método de investigación es el método posicional. Consiste en identificar

las personas más importantes en aquellos que tienen una posición formal de vértice

en las jerarquías públicas y privadas más importantes de la comunidad. El mayor

valor de esta técnica es su gran simplicidad. Su defecto es que no es para nada

seguro que el p. efectivo corresponde a la posición ocupada formalmente.

Otro método de investigación por los sociólogos es el estimativo. Se funda en el

juicio de algunos miembros de la comunidad estudiada que, por las funciones o

misiones que desempeñan, son considerados buenos conocedores de la vida política

de la comunidad misma. Este método es relativamente económico y de fácil

aplicación.

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Un tercer método de investigación, usado por los politólogos, es el decisional. Se

basa en la observación o en la reconstrucción de los comportamientos efectivos que

se manifiestan en el proceso decisional público.

Ninguno de los métodos de investigación es capaz de individualizar en modo

suficientemente confiable la distribución conjunta del p. en la comunidad.

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LA CODICIA DEL PODER POLÍTICO

Phillipe Braud

La teoría democrática considera la representación política como la relación entre

mandantes (los electores) y mandatarios (los electos por sufragio universal). Sería

importante establecer cómo va a ser tratada o desfigurada dicha voluntad popular.. .

En realidad, la voluntad popular como fenómeno ideológico no existe. Los electores

están motivados por racionalidades singulares (que, por otro lado, no pueden

controlar con facilidad) y de las cuales es ilusorio querer extraer una "síntesis". En

oposición a esto, la teoría democrática resta importancia a algo esencial: la

existencia de un "stock" de empleos atractivos que despierta codicia. Los

candidatos, atraídos por los dividendos que aquéllos proporcionan en términos de

poder, notoriedad o estatus simbólico, se disputan enérgicamente los mandatos

electivos sometidos a renovación. La búsqueda de una ganancia individualizable

tiene como contrapartida una innegable utilidad social puesto que los electores, es

decir los gobernados, van a encontrarse en situación de ser escuchados, y aun

cortejados, por los aspirantes al poder.

Los elegidos por sufragio universal no son representativos de sus electores en el

sentido de reproducir fotográficamente las estratificaciones sociales de toda la

población. El fenómeno queda bien identificado en sus aspectos demográficos o

socieconómicos: los jóvenes de menos de treinta años, por ejemplo, las mujeres, los

obreros o los agricultores, etc., marcadamente subrepresentados. De igual manera, se

admite habitualmente que dichas distorsiones tienen incidencias concretas en el

lenguaje político, en la toma de compromiso de intereses sociales, en la definición

de las preocupaciones gubernamentales. ¿Son más representativos desde el punto de

vista psicológico y caracterológico? No hay duda de que una pregunta así parezca

insólita e inclusive provocadora. Sin embargo, el análisis no puede ser menos que

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mutilado si no se trata la naturaleza y las formas de la codicia del poder. En efecto,

nadie puede imponerse en política sino a condición (necesaria, pero no suficiente) de

desearlo intensamente. No basta con tener las capacidades intelectuales requeridas o

pertenecer a los medios sociales con acceso a ella: se necesita una ambición fuerte y

perseverante.

El estudio del fenómeno puede ser esclarecedor en dos direcciones. Revela los

sistemas efectivos de gratificaciones ofrecidos por la democracia pluralista a los

representantes. En contrapartida, la selección de los tipos caracterológicos y de los

estilos psicológicos de comportamiento que implica, influye en el funcionamiento

real del régimen político; mucho más puesto que la vida política está muy dominada

por problemas de comunicación, enfrentamientos de simbologías. El estilo de la

democracia pluralista (lenguaje, pero también modos de funcionamiento de

decisiones) extrae de allí gran parte de su particularidad irreductible.

I. UN EXTRAÑO MERCADO

En una democracia pluralista, los cargos representativos se logran en elecciones

competitivas.

Una larga tradición erudita asimila esta situación a un mercado. Empresarios

dotados de capital político (candidatos y partidos) proponen bienes a los

consumidores-electores, haciéndoles promesas ventajosas. Según ciertas reglas, en

el mercado político, va tomando forma una oferta: la de los profesionales de la

política, poseedores de un capital al que hacen producir, y una demanda: la de los

electores en busca de satisfacciones.

La presentación de esta noción conlleva serios inconvenientes. Sin duda, en un nivel

de generalidad, es parcialmente esclarecedora. El mercado connota una doble

dimensión de competencia entre los productores y de transacción mutuamente

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ventajosa entre productores y consumidores. Por supuesto, la analogía empresarial

explica la competencia política entre los candidatos; pero rápidamente cambia de

dirección. No nos detendremos en tratar aquí los aspectos ambiguos del concepto de

capital político, viciado de un sustancialismo latente. Por el contrario, señalaremos

el riesgo de introducir dos enfoques importantes. La metáfora del mercado electoral

sugiere la existencia de una "demanda". Ahora bien, suponiendo que exista (y

cuando existe), lo menos que podemos observar es su naturaleza bien distinta de la

que analizan los economistas. En la misma perspectiva, la idea de transacción entre

los candidatos (que hacen promesas) y los electores (que esperan satisfacciones),

sólo es aproximativa si no totalmente errónea en algunos aspectos. Atribuye al

electorado un cálculo costos-beneficios que no vale para el conjunto de los

ciudadanos que votan, y sobre todo, parece situar en el mismo plano la conducta de

las dos partes, como si dependieran de la misma regla de comportamiento:

maximizar una utilidad.

La lógica de los candidatos: obtener una ganancia

Se observa que el candidato codicia los cargos que implican ventajas concretas e

individualizables. Ante todo en el nivel material, la conquista de los cargos electivos

facilita la profesionalización del hombre político. Los más importantes, en el sentido

estricto, son también verdaderos empleos porque exigen total dedicación y son

remunerados. La retribución correspondiente a un intendente (de una gran ciudad) o

la dieta de un parlamentario, y más aún si se acumulan, los liberan de toda

preocupación de continuar con una actividad profesional lucrativa. A diferencia de

quienes tienen cargos muy modestos, aquellos representantes tienen la posibilidad

de dedicar todo su tiempo de trabajo al ejercicio de sus funciones. A esto se suman

facilidades logísticas (secretaría, teléfono, automóvil para la función. . .) más o

menos relevantes según la etapa de la carrera en la que se hallen. Desde este punto

de vista, el intendente de una gran ciudad, los presidentes de consejos generales, de

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comisiones parlamentarias y, por último, los ministros disponen de recursos

incomparables con respecto a los de un simple diputado o senador.

La conquista de cargos electivos constituye la principal vía de acceso a los procesos

institucionales de la decisión política. Sin duda, el ejercicio de la competencia

legislativa de un parlamentario, es en definitiva bastante limitado en las esferas

donde reina la disciplina de voto.

Su libertad de opinión es casi nula en los sistemas bipartidarios o bipolares estables,

y sólo encuentra cierta importancia allí donde son inestables las mayorías de

gobierno y fluctuantes las mayorías de ideas. La utilidad secundaria del voto de un

diputado de espíritu independiente o rebelde crece con la precariedad de la mayoría

instalada, como lo demuestra frecuentemente el funcionamiento de la democracia

israelí. El representante, por el contrario, puede ejercer competencias más tangibles

de decisión, como primer magistrado de una ciudad, presidente o portavoz de una

comisión parlamentaria, jefe de un departamento ministerial. Por último, hay que

recordar el efecto multiplicador de inversión (institucional) ligado a la conquista de

un cargo electivo. En materia de calidad, los electos, con frecuencia, deben sesionar

en numerosos consejos directivos, ya sea de establecimientos públicos (economía,

educación, salud, defensa), o en instituciones nacionales con vocación deontológica

(prensa, audiovisual, informática, investigación científica). Por más que su

competencia jurídica sea de decisión o sólo de consulta, son excelentes trampolines

para observar y adquirir las nociones de sociología práctica que saben aprovechar

los más dinámicos.

Sin embargo, si esos beneficios son algo insignificantes, las mejoras de orden

simbólico son muy importantes, en dos sentidos. Ante todo, porque confieren a esos

"empleos" muy particulares, una característica atractiva específica; pero además

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porque condicionan la capacidad de reproducir y aun aumentar la calidad de

representante.

La notoriedad es el primer beneficio de este tipo. Constituye un recurso político

excepcional, puesto que está definida como la aptitud para focalizar la atención del

público y de los medios de comunicación masiva. No sólo porque en la sociedad

contemporánea la comunicación masiva, en todas sus formas, juega un papel

decisivo, sino también porque la vida política se ordena alrededor de una

jerarquización en la posibilidad de expresarse. Por ejemplo, un líder de primera línea

que quiera repetir un mensaje insignificante, siempre dispondrá de mayor cobertura

periodística que el oscuro militante pletórico de ideas inteligentes. Dentro de la

inmensa cantidad de canales posibles para manifestarse, el acceso directo al público

está facilitado por la calidad del representante. La victoria electoral del intendente o

del diputado fue un suceso y la prensa local no puede ignorarla. En su calidad de

integrante de la vida institucional, participante en las ceremonias públicas y

considerado responsable de las decisiones más importantes para la colectividad

correspondiente, el electo siempre dispone de sencillas justificaciones para que se

hable de él. Se instala, entonces, un proceso dinámico, autorreproductor, que

contribuye a explicar tanto la rapidez de algunos ascensos como la estrechez relativa

del mundillo de las "personalidades conocidas". Sin duda, la repetición de dicha

situación por parte del representante se ve afectada por diversos elementos: la

eventual acumulación de cargos, los vínculos positivos con los medios de

comunicación masiva, o por el contrario, el hostigamiento al que debe habituarse.

Sin embargo, al superar cierto umbral de notoriedad adquirida, los medios no

pueden ignorar al representante. La competencia en el seno de la prensa, escrita o

audiovisual, genera su propia lógica de emulación entre los periodistas que no deben

ser los últimos en tratar un tema que sus colegas tratarán de todas formas. No

pueden correr el riesgo de despertar en el público el sentimiento de "que se le oculta

algo", es decir no brindar nada acerca de lo que otros se ocupan por cubrir

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periodísticamente. Pues los órganos rivales son la referencia real de todo medio de

comunicación.

Esta dinámica de notoriedad automantenida constituye un elemento significativo de

rigidez en el acceso a la representación y tiende a erigir la clase política en un

mundo relativamente cerrado,en donde el envejecimiento biológico juega al final un

papel tan importante como el envejecimiento político. Salvo excepciones

(¡notorias!), sólo los contrincantes con buena notoriedad podrán desafiar a los

candidatos salientes. Además, se necesita que el rótulo partidario y la coyuntura

electoral les sean favorables.

La autoridad legítima. Más aún que la notoriedad, la autoridad legítima es el

beneficio simbólico a la vez esencial y específico de un cargo representativo.

Después de la elección, el que habla deja de ser un simple individuo o el delegado

de intereses particulares. Quienes hablan a través de él son "los ciudadanos"

(categoría ennoblecedora y universalizada). La victoria electoral cambia,

bruscamente, el alcance de un discurso. Antes individual o minoritario, pasa a ser

mayoritario, lo que, en el sistema de las creencias democráticas es el equivalente

funcional de la propia voluntad popular. Intrínsecamente, la autoridad legítima es

una cualidad que se divide mal. El derecho de un electo a expresarse en nombre de

toda la ciudad (intendente) o de la jurisdicción (diputado) queda ratificado en el

hecho de que sus argumentos no son discutibles por una autoridad de legitimidad

equivalente. Como es imposible verificar inmediatamente la adecuación entre la

palabra del representante y las supuestas aspiraciones de los representados, esta

incesante identificación se hace creíble y pronto "natural" a la vista de la audiencia.7

Por más limitado e insignificante que parezca, va a operarse un proceso de

ratificación de la palabra del electo; influye en los posibles opositores,

imponiéndoles compensar con cuidado su inferioridad inicial (argumentos con

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demostración más sólida, agresividad mejor dotada, trabajo de campo

particularmente intenso).

Si, en cambio, el electo no es el único que puede hablar en nombre de los

conciudadanos de su jurisdicción, su autoridad se atenúa. Desde esta óptica, éste es

el inconveniente de los modos plurinominales de escrutinio excepto cuando la lista

está encabezada por un líder indiscutible (en las municipales). En las elecciones

(legislativas o europeas) de los sistemas de representación proporcional, no sólo se

agranda la distancia entre el electo y sus electores sino que ninguno de ellos puede

jugar a fondo el juego de la identificación exclusiva con los representados, aunque

simbólicamente sea conveniente hacerlo. Por ejemplo: en un mismo departamento,

los electos de la oposición tienen una legitimidad idéntica a los de la mayoría; de allí

resulta que en caso de contradicciones en la expresión se debilita la autoridad

legítima de todos. En efecto, el mito de la adecuación entre la palabra del

representante y las expectativas (o silencios) de los representados deja de estar

"protegido". Por lo tanto, el cargo electivo implica directamente la competencia. ¿A

qué precio y con qué fin se persigue dicho cargo? Una respuesta cínica consistiría en

decir que algunos desean conquistar un cargo "a cualquier precio". Se trataría de los

oportunistas totales, sin prejuicio de opinión, lenguaje o método; que prometen a los

electores lo que quieren oír; que se enrolan en el partido electoralmente más

redituable. . En realidad, esta categoría no puede existir en estado puro puesto que,

una actitud de ese tipo, frente a las normas socio-culturales de la democracia, daría

resultados negativos.

Para reunir los sufragios necesarios, hay que asumir con sentimiento (o al menos dar

la impresión de hacerlo) dos categorías de discursos. El primero toma como objetivo

las expectativas concretas, pragmáticas de diversas categorías de solicitantes:

quienes esperan que la victoria del candidato provoque un cambio positivo o la

consolidación de un orden favorable.

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Pueden ser individuos aislados, militantes o adeptos, o mandatarios de grupos de

intereses que desean poner condiciones a cambio de un apoyo electoral. El segundo

discurso se sitúa, por el contrario, en el nivel de los valores y de las creencias.

Efectúa variaciones sobre los temas de interés general libertades, solidaridad, lucha

contra las desigualdades, etc. El discurso sobre los valores depende de una exigencia

de ubicación en el tablero político: es necesario que haya una neta distinción entre

los mensajes de los candidatos; pero también está influido por las lógicas del

sufragio universal que imponen declinar el apego a valores similares, más allá de las

innumerables contradicciones de intereses que inevitablemente están presentes en el

electorado.

Cualquiera sea el tipo de escrutinio (local o nacional), la intensidad de la coyuntura

(baja o alta), el estilo personal del candidato (pragmático o lírico) y, por supuesto,

las opciones del partido, hay dos exigencias que siempre se manifiestan: expresar la

diversidad de aspiraciones particulares, afirmar la unidad proyectiva de todo el

grupo. No basta con prometer aliviar la carga impositiva en las familias o las

empresas. También hay que mostrar inclinación por las grandes causas. En efecto, es

conveniente compensar la lógica parcelaria de las promesas demasiado particulares

ya que destruye el vínculo social. Para ello, el lenguaje debe apuntar, en cada uno de

los destinatarios, al ideal del Yo y no únicamente a la pesada carga de la realidad.

El llamado a las emociones aglutinantes, expresado en un lirismo accesible, alimenta

permanentemente las fórmulas mágicas insoslayables en el lenguaje político, las

solemnes exhortaciones a preservar la unidad del país, ganar la batalla del

desarrollo, cumplir con el deber de solidaridad, fortalecer la justicia social, etc. El

verdadero hombre político debe satisfacer, a la vez, intereses (que dividen) y dejar

soñar con el ideal (que reúne si crea la ilusión de creencias comunes).

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De esta manera, cualesquiera sean las motivaciones individuales que llevan al

candidato a ambicionar un cargo, la situación de mendigo de votos lo obliga a

prometer atención a intereses, aspiraciones, expectativas que no le pertenecen. El

discurso de "abnegación por el bien público" está en el centro de todo lenguaje

electoral. Debe ocultar o, por lo menos, volver a dar su "verdadero" sentido a las

estrategias individuales. El representante no busca (¡!) beneficio personal en sus

actividades políticas. Como máximo, podrá admitirse en algunas culturas políticas

que lo que hace es recompensar, además, una brillante eficiencia. En cambio, le está

permitido admitir —pocos se privan de ello— que la política lo reconforta, pero

siempre en un contexto de abnegación, de apasionante entrega de sí.

La lógica de los electores: ¿obtener una ganancia u ocupar un espacio?

No se trata aquí de retomar la discusión de las grandes categorías de modelos

explicativos del comportamiento electoral y menos aún de opinar en favor de tal o

cual escuela. Por el contrario, nuestro objetivo será tal vez insistir sobre la parte de

indecisión que subsiste en el centro de todo análisis del "¿por qué votan?". La gran

dicotomía que vive la sociología electoral sobre este tema es bien conocida. ¿El

elector se comporta como consumidor racional que, en una situación de información

imperfecta, trata de optimizar sus beneficios, teniendo en cuenta la estructura de la

oferta? O bien, ¿está socialmente "predispuesto", en favor de una opción política

determinada, por su medio de pertenencia, sus universos de referencias? En la

primera hipótesis, nos inclinaremos a señalar la importancia de los factores

(políticos) coyunturales; en la segunda, insistiremos sobre todo en los determinantes

sociológicos. Todo esto puede resumirse en la siguiente alternativa: ¿Elección

racional o presiones del entorno?

Los sondeos de opinión proporcionan respuestas imperfectas a estas preguntas.

Efectivamente, es imposible que tales materiales aclaren, de manera no superficial,

la secuencia de las operaciones mentales que terminan en el acto de votar, primero, y

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luego en la elección operada entre los candidatos. Ante todo, porque los

cuestionarios de encuesta solicitan demasiados los resultados de una racionalización;

además parten de una opción metodológica implícita según la cual los encuestados,

en el mismo instante en que responden, podrían reconstituir con precisión el

encadenamiento causal, lo que psicológicamente es infundado.11 Pero a partir de la

observación de la "situación" vivida por los electores, es posible identificar grupos

de gratificaciones capaces de motivarlos. De lo anteriormente dicho, parecen

desprenderse dos proposiciones:

1. La perspectiva de sacar provecho materializable a partir del voto y, por lo tanto,

optimizar intereses, sólo abarca a una (¿pequeña?) minoría de electores. En este

argumento se basan los numerosos cuestionamientos hechos a los modelos

consumistas o las teorías del actor racional.

Resumamos algunas objeciones más directamente ligadas a la situación que se

observa. Los beneficios, inmediatamente individualizables por el elector, de una

victoria de su candidato, siguen siendo excepcionales. Los principales ejemplos

abarcan los negocios públicos convenidos con empresas, el otorgamiento de

facilidades jurídicas (licencias de utilización) o la asignación de empleos

discrecionales a simpatizantes. La alternancia, a nivel nacional, sin duda permite

recompensar la fidelidad de militantes (nombramientos en la alta función pública y

el sector público o en funciones de asesores). En cifras relativas, es importante con

respecto a la cantidad de cargos jerárquicos de un partido, pero insignificante con

respecto a la población electoral. De la misma manera, al efectuar consultas locales,

sobre todo en ciertas ciudades, el peso relativo de las promesas de empleos públicos

puede ser coyunturalmente importante, ya que sirven para establecer redes de

clientela. Pero las exigencias originadas en las situaciones jurídicas obtenidas son

tales que un revés electoral no permite disponer discrecionalmente de dichas

prebendas, inmediatamente después de la victoria.

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Agreguemos que las respuestas favorables del representante a las múltiples

peticiones de los solicitantes no necesariamente son recompensadas por un apoyo

efectivo el día del escrutinio.

Por supuesto, nada lo excluye, pero tampoco nada lo garantiza, en virtud del secreto

de voto. Lo que sigue siendo cierto es la familiaridad que se crea, con el tiempo,

entre electos y solicitantes, lo que hace que éstos deseen que se mantenga el statu

quo político. La promesa de medidas generales o sectoriales (por ejemplo,

disminución del peso fiscal para la pequeña y mediana industria, aumento de las

jubilaciones, desgravación de la nafta, etc.), si se concreta, produce efectos

cualquiera sea el comportamiento electoral de las personas beneficiadas. Por lo

tanto, el ciudadano no encuentra, en el cálculo puramente racional una razón

suficiente para ir a votar.

Matemáticamente, tiene un peso ínfimo, y si gracias al voto de los otros se adopta la

política benéfica, ella lo será también para aquél (ésta es la paradoja del votante).

La dificultad e inclusive la imposibilidad de identificar los beneficios

individualizables de una política global confunde el cálculo costos-beneficios. Esta

dificultad depende de numerosos factores; entre ellos, la multiplicidad de los medios

de pertenencia no es el menor. Supongamos que el pequeño comerciante se alegra

con el anuncio de una medida que lo beneficia; sin embargo, abarca otras

"identidades sociales" como usuario de servicios públicos, propietario endeudado de

una residencia secundaria, padre de alumno o conductor de auto. Probablemente, en

algunas de estas facetas tendrá razones para no compartir otros aspectos de la

política encarada. A esto se agregan la incertidumbre acerca del discurso de los

políticos, obligados a utilizar lenguajes equívocos para seducir (o no chocar) a capas

sociales muy diferentes. La dispersión sociológica de los electorados es a la vez

causa y consecuencia de esa confusión.

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Aunque el análisis de sus programas fuera encarado por los electores, es irrealizable:

demasiadas informaciones necesarias carecen de confiabilidad; entran en juego

demasiados parámetros complejos que no podrían profundizarse en un lenguaje

electoral necesariamente simplificador. Sin embargo, esa imposibilidad efectiva no

impide a ciertos electores alimentar la ilusión de haber realizado un cálculo racional;

lo que puede producir efectos de realidad.

Anthony Downs, un pionero en este tipo de análisis, reconocía que el cálculo costos-

beneficios, realizado por el elector, formaba parte de los elementos no

materializables, ni tampoco individualizables; por ejemplo, la perpetuación y no el

derrumbe del sistema político. Mancur Olson también admitía la existencia de otros

estímulos para la acción colectiva, además de la búsqueda de bienes materializables

llevada a cabo por el individuo.19 Estas declaraciones ponen de manifiesto los

límites de los análisis exclusivamente "economicistas" o "individualistas", aun

cuando expliquen una parte de ciertos comportamientos electorales: el voto de los

adeptos, el voto útil (en perjuicio de un partido ideológicamente más cercano, pero

sin posibilidades); las diferencias de comportamiento según la magnitud de lo que

entra en juego, la naturaleza de los escrutinios, el carácter incierto del resultado.

2. La atribución de consideración a presiones simbólicas, ligadas al ejercicio de

múltiples roles (por ejemplo, el de ciudadano en una cultura política determinada),

echa luz a la "parte oscura" de los comportamientos sociales. Si la pertenencia a una

clase y más aún (lo que es significativo) el grado de integración religiosa se

encuentran relacionados con el voto, no significa que los electores puedan deducir

de allí expectativas políticas precisas. Tratándose del factor clase social, la hipótesis

sería débil. Esta noción remite a medios socioprofesionales heterogéneos con

intereses muy diversificados, y a veces hasta antagonistas. Remite además a un

elemento subjetivo: la conciencia de clase y universos de representaciones

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simbólicas (valores, creencias, referencias) constituidos por variadas subculturas.

Con más razón, la pertenencia religiosa no permite, como tal, hacer valer en el

escenario político intereses mayores, surgidos de preferencias racionales.

Clase social o religión juegan el papel de "marcadores de identidad". El definirse

como obrero o jefe, católico practicante o judío, significa solidarizarse con una

comunidad de pertenencia; se refiere, aunque confusamente, a valores particulares;

expresa, en definitiva, fidelidad a una simbología, e inclusive a instituciones

representativas (CGT, Iglesia católica, etc.). Este hábito, o más aún, estas

"disposiciones socialmente constituidas" se construyen como conclusión de procesos

de socialización dentro de los cuales actúan diversos dispositivos de presiones

simbólicas (micropresiones del medio familiar o socioprofesional, arraigo de la

escuela y de los medios de comunicación, efectos producidos por las imágenes de sí

mismo proyectadas por el entorno, etc.). Además, los electores son interpelados en

su calidad de ciudadanos. El ir a votar es un acto especialmente "recomendado",

inculcado socioculturalmente, a través de todo un proceso que lo erige en acto de

gran importancia política y moral. Se lo presenta en la escuela, pero también a

través de la prensa y del conjunto de candidatos en campaña, con las características

de una prueba importante que mide el grado de interés general; de allí que se obligue

moralmente a cumplir el deber electoral. Se lo describe como la máxima

oportunidad de "hacerse oír" a aquellos ciudadanos que se sienten olvidados y de

demostrar la capacidad de "participar", a aquellos que se sienten ignorantes, inútiles,

pasivos. Se trata de considerar al voto como el ejercicio de un derecho. Dicho

proceso de inculcación responde a exigencias.

Esquemáticamente, podemos observar tres categorías: el interés de los candidatos y

electos en desplazar a los electores, puesto que la doxa democrática establece un

vínculo entre la participación y la legitimidad; el interés de los beneficiarios del

clima democrático pluralista en saber que los amplios estratos sociales gozan de

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libertad de expresión; por último, el interés de que todas las capas sociales apoyen

la estabilidad puesto que el derrumbe de la legitimidad democrática abriría un

período de incertidumbre. Así se comprende mejor por qué la clase política exalta,

particularmente, el papel de "ciudadano responsable"; por qué el conjunto de los

medios de comunicación masiva al igual que las capas intelectuales son partidarios

de las creencias y valores de la sociedad democrática. Por último, se observa que, en

los países democráticos, participan más las capas sociales con mayor estatus

económico o cultural. En cambio, como lo demostró Alain Lancelot, el

abstencionismo está, en parte, relacionado con un bajo grado de integración social,

lo que implica una deficiente internalización de las normas que obligan a votar.

El mayor efecto de este formidable arraigo cultural es hacer gratificante un acto que,

por otra parte, no es muy exigente. El hecho de ir a votar toma poco tiempo y no

exige un coraje particular en las democracias consolidadas. Muchos ciudadanos

poco informados, poco atentos, son, sin embargo, concienzudos votantes, influidos

por los procesos sociales de movilización. Al ejercer su prerrogativa, ante todo o

solamente, tratan de justificarse, es decir, jugar su papel según el código político-

cultural vigente. Se justifican también por el sentido que dan a la orientación política

de su voto. Los electores poco politizados, que dieron sus votos al mismo partido,

manifiestan receptividad a los signos sumamente codificados emitidos por dicho

partido: juicios de valor muy generales acerca de la responsabilidad individual, la

solidaridad social, la superioridad de público o privado; apreciaciones convergentes

sobre acontecimientos, líderes, percibidos como atractivos o repulsivos;

representaciones análogas del perfil que se espera de un "buen" mandatario. Los

electores aprendieron a reconocer dichos signos, que requieren una profunda

adhesión de tipo ético, en su calidad de referencias culturales gracias a las cuales, en

un escenario político confuso, logran situarse claramente con una identidad

coherente y unificada. El supervisor asalariado, que a su vez es esposo de una

comerciante, contribuyente pero también padre de alumno y usuario de servicios

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públicos, podría tener dificultad para distinguir las prolongaciones políticas

racionales de esta madeja de intereses contradictorios. El día de las elecciones,

podría refugiarse en un voto que lo revalorice, construido para él por el lenguaje del

partido con el que simpatiza: "artesano de la transformación", "defensor de las

conquistas sociales", "fiel al presidente"..., etc.

Por más que los partidos políticos tengan tendencia ecuménica, se diferencian entre

sí "explotando" un registro de valores, con credibilidad o aplicación particular.

Cuanto más se pongan de manifiesto las diferencias entre los partidos, más

posibilidades habrá de conseguir el favor del electorado. En cambio, la actual

confusión de los marcadores simbólicos contribuye a debilitar la fidelidad y, como

corolario, a hacer más inestables los comportamientos electorales e inclusive a

provocar la defección por abstención. En efecto, el elector se priva de una

gratificación ética esencial. A este aspecto del voto se agrega cierta cantidad de

beneficios simbólicos secundarios, más o menos apreciables según el nivel de

educación y politización. La tranquilidad de haber extendido un cheque en blanco al

mejor representante posible (o al menos malo, en un esquema de pensamiento

desfavorable a la política) conforma a la fracción más pasiva del electorado, la

menos inclinada por los juegos y encrucijadas de la política. Para los demás, será el

placer activo de identificarse con una gran causa: la construcción de Europa o la

lucha contra las desigualdades, el triunfo de los derechos humanos o de la justicia

social... Al respecto, observemos que los candidatos a elecciones nacionales utilizan

con insistencia, un discurso ético de revalorización. Se hace referencia, sin

implicancia opresiva, a la "mejor parte" del elector: el amor a la libertad, el rechazo

a las exclusiones, el sentido de progreso y de modernidad, etc. De esa manera, se

encuentra reconocido en su estatus de ciudadano esclarecido; así siente la impresión

de evadirse un instante de sus "mediocres" preocupaciones domésticas o

profesionales; así puede experimentar la existencia de un "lenguaje común" al más

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alto nivel con millones de sus conciudadanos, evitando antagonismos, conflictos de

intereses o malentendidos de lenguajes que, en realidad, los separan.

Bajo múltiples facetas aparece, entonces, la otra dinámica del elector. Movilizado, el

ciudadano poco politizado juega su papel sin hacer el cálculo costos-beneficios,

como querrían los teóricos del mercado político.

Los políticos experimentados lo saben con claridad, o actúan intuitivamente. Deben

ofrecer a los electores un papel que los seduzca. Hacer una campaña eficaz consiste

en movilizar a fondo simbologías que faciliten la identificación con el partido (o con

el candidato) portador de valores reconocidos: solidaridad, justicia, responsabilidad,

eficacia, etc. Pero el proceso de movilización debe disimular los resortes

emocionales reales en los que se funda. Es necesario que sigan respetándose las

apariencias de un intercambio puramente político, entre la expresión de expectativas

y la promesa de una acción a cambio. Pero esa relación sólo se formula

explícitamente en el discurso de los candidatos: "Si usted vota por mí, sus

condiciones de vida podrán mejorar..., el porvenir de sus hijos estará asegurado...,

etc." La disimetría fundamental de los términos del "intercambio" no debe ser

tratada.

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CUARTA PARTE:

TEORÍA DEL ESTADO

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ESTADO, PODER Y GOBIERNO

Norberto Bobbio

I. PARA EL ESTUDIO DEL ESTADO

Las disciplinas históricas

Para el estudio del Estado las dos fuentes principales son:

- La historia de las instituciones políticas

- La historia de las doctrinas políticas.

Debido fundamentalmente a la dificultad que presenta la recopilación de las fuentes,

la historia de las instituciones se desarrolló después que la historia de las doctrinas,

por lo que son producto de una reconstrucción, deformación e incluso idealización.

La primera fuente para el estudio autónomo de las instituciones frente a las doctrinas

está constituida por los historiadores: un ejemplo de esto es la reconstrucción de la

historia y del ordenamiento de las instituciones romanas realizadas por Maquiavelo,

basándose en los estudios históricos de Tito Livio (famoso historiador romano).

Posterior al estudio de la historia viene el estudio de las leyes que regulan las

relaciones entre gobernantes y gobernados, entendidas como el conjunto de normas

que constituyen el derecho público (también una categoría doctrinal). Las primeras

historias de las instituciones del derecho escritas por juristas que frecuentemente

experiencia en los asuntos del Estado. Hoy la historia de las instituciones se ha

emancipado del estudio de las doctrinas y ha ampliado el estudio de los

ordenamientos civiles más allá de las formas jurídicas que les han dado forma;

orienta sus investigaciones hacia el análisis del funcionamiento concreto en un

período histórico determinado, y ha avanzado del estudio de institutos

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fundamentales (abarcativos) a institutos particulares (individuales, que conforman

una parte del todo).

Filosofía política y ciencia política

El Estado es estudiado en sí mismo, en sus estructuras, funciones, elementos,

órganos, como un sistema complejo considerado a sí mismo y en sus relaciones con

otros sistemas contiguos. Hoy, convencionalmente, el inmenso campo de

investigación está dividido entre dos disciplinas didácticamente diferentes: la

filosofía política y la ciencia política.

En la filosofía política están comprendidos tres tipos de investigación:

a)- Sobre la mejor forma de Gobierno o sobre la óptima república.

b)- Sobre el fundamento del Estado o del Poder Político

c)- Sobre la esencia de la categoría de lo político o de la politicidad

Mientras que por ciencia política entendemos una investigación en el campo de la

vida política que satisfaga estas tres condiciones:

a)- El principio de verificación o de falsificación como criterio de aceptabilidad

de sus resultados.

b)- El uso de técnicas de la razón que permitan dar una explicación causal en

sentido fuerte y también en sentido débil del fenómeno indagado.

c)- La abstención o abstinencia de juicios de valor, la llamada “avaluatividad”.

Obsérvese que la filosofía política como búsqueda de la óptima república no tiene el

carácter de evaluativo. No pretende explicar el fenómeno del poder, sino justificarlo,

operación que tiene por objeto calificar un comportamiento como lícito o ilícito, lo

que no se puede hacer sin remitirse a valores. Esta se fundamenta en que la

investigación de la esencia política se aleja de toda verificación o falsificación, y

como tal no es ni verdadera ni falsa.

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Punto de vista jurídico y punto de vista sociológico

Además de poder realizarse un análisis filosófico y científico del tema del Estado,

éste también puede ser abordado desde un punto de vista sociológico y desde un

punto de vista jurídico. Es con Jellinek (1910) que se introdujo en las teorías del

Estado la distinción entre doctrina sociológica y doctrina jurídica del Estado. El

punto de vista jurídico proviene de la concepción del Estado como órgano de

producción jurídica (o sea de normas jurídicas) y como ordenamiento jurídico. (Es

decir, el Estado es él mismo un conjunto ordenado de normas y además el órgano

que las produce). Esta concepción había dado lugar a la tecnificación del derecho

público y ésta a la consideración del Estado como persona jurídica, lo cual volvió

necesaria la distinción.

El punto de vista sociológico proviene del hecho de que el Estado también es una

forma de organización social y como tal no puede ser separado de las relaciones

sociales. Con esta distinción, el punto de vista jurídico quedó reservado a los

juristas, que durante siglos habían sido los principales tratadistas del Estado, y el

sociológico a los sociólogos y demás estudiosos de la sociedad.

Para Jellinek la visión sociológica del Estado se ocupa de “la existencia objetiva,

histórica y natural del Estado”, mientras que la visión jurídica se ocupa de las

“normas jurídicas” que se manifiestan en esa existencia real del Estado.

Esta distinción de Jellinek fue reconocida por Max Weber, quien también sostuvo la

necesidad de distinguir ambos puntos de vista. Weber basa esta distinción en la

doble validez que tienen las normas: la validez ideal, de la que se ocupan los

juristas, y la validez empírica, de la que se ocupan los sociólogos.

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Funcionalismo y marxismo

Entre las teorías sociológicas del Estado, dos son las que han ocupado mayor

espacio: la teoría marxista y la teoría funcionalista (proveniente de Parsons).

La concepción marxista distingue en toda sociedad dos momentos [aspectos]: la

base (o estructura) económica y la superestructura. Las instituciones políticas, el

Estado –que es el tema que nos interesa- pertenecen a la superestructura. La base

económica o relaciones económicas, que consisten en una determinada forma de

producción, es el momento determinante de la superestructura y por tanto del

Estado. Es decir que ambos momentos no son puestos en el mismo nivel en cuanto a

su capacidad de influir en el desarrollo de la sociedad y en el paso de una sociedad a

otra.

La teoría funcionalista concibe a la sociedad dividida en cuatro subsistemas. Cada

uno de ellos se caracteriza o distingue por las funciones que desempeña para la

conservación del equilibrio social, y cada una de estas funciones son igualmente

importantes para dicho objetivo. Al subsistema político le corresponde la función

de…, lo cual quiere decir que la función política es una de las funciones

fundamentales del sistema social, a diferencia de la teoría marxista que ve lo político

condicionado por lo económico (si bien es cierto que el condicionamiento no es

mecánico sino dialéctico). En todo caso, el subsistema al que se le atribuye una

función preponderante es el subsistema cultural, porque la fuerza cohesiva de todo

grupo social dependería de la adhesión a los valores y a las normas.

Otro aspecto en el que se diferencian ambas teorías es que mientras la teoría

funcionalista está dominada por el tema del orden, la teoría marxista lo está por el

tema de la ruptura del orden, por el paso de un orden a otro. Mientras la primera se

preocupa de la conservación social, la segunda se preocupa por el cambio social.

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En los últimos años, el punto de vista que ha terminado por prevalecer en las teorías

sociológicas del Estado es la representación sistémica del Estado, derivada de la

teoría de sistemas. En ella se presenta la relación entre las instituciones políticas y el

sistema social como una relación demanda-respuesta, en donde la función de las

instituciones políticas es dar respuesta a las demandas de la sociedad, convertir las

demandas en respuestas. De esta manera se establece un proceso de cambio o

evolución permanente en la sociedad, que puede ser gradual cuando existe

correspondencia entre demanda y respuesta, o puede ser brusco cuando hay una

acumulación de demandas sin respuestas que hacen interrumpir el circuito; al no

lograr las instituciones políticas dar respuestas a las demandas sufren un proceso

brusco de transformación que puede llegar a derivar en su cambio completo.

Estado y sociedad

La relación de ambas fue el objetivo de toda consideración sobre la vida social del

hombre sobre el hombre como animal social.

Hobbes además del capítulo sobre la familia y la sociedad patronal hay también un

capítulo sobre las SOCIEDADES PARCIALES grecamente llamadas SYSTEMS.

Para Hegel el estado es un momento culminante del espíritu objetivo, culminante en

cuanto resuelve y supera los 2 momentos anteriores de la familia y de la sociedad

civil.

Visto desde el punto de vista marxista con la emancipación de la sociedad civil-

burguesa y desde el sentido saintsimoniano la sociedad industrial frente al Estado.

De parte de los gobernantes o de los gobernados

Otra posición que puede analizarse respecto a la clasificación de los diversos tipos

Estados se refiere a la relación política fundamental: gobernantes- gobernados.

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Considerando esta relación política como una relación específica entre dos sujetos

de los cuales uno tiene el derecho de mandar y el otro de obedecer (excepto en una

concepción democrática radical donde gobernante y gobernado se identifican

idealmente una sola persona y el gobierno se resuelve en el auto gobierno), el

problema del Estado puede ser tratado desde el punto de vista del gobernado: ex

parte principis (de la parte del príncipe) o ex parte populi (de la parte del pueblo).

En realidad, por una larga tradición los escritores políticos han tratado el problema

del Estado principalmente desde el punto de vista de los gobernantes. El cambio de

esta tendencia se presenta al inicio de la época moderna con la doctrina de los

derechos naturales que pertenecen al individuo. Estos derechos son anteriores a la

formación de cualquier sociedad política y por tanto de cualquier estructura de poder

que la caracteriza. A diferencia de la familia y las sociedad patronal, la sociedad

política comienza a ser entendida fundamentalmente (anteriormente también había

estado en la época clásica) como un producto voluntario de los individuos que

deciden con un acuerdo recíproco vivir en sociedad e instituir un gobierno.

Althusius, uno de los mayores exponentes de esta perspectiva, define que la política

parte de los hombres y se mueve a través de la obra de los hombres hacia la

descripción de la comunidad política. Por el contrario, el punto de partida de

Aristóteles es exactamente lo opuesto: “…el Estado existe por naturaleza y es

anterior a cualquier individuo”

Las implicancias de este nuevo punto de partida son:

Libertad de los ciudadanos y no del poder de los gobernantes

El bienestar, la prosperidad, la felicidad de los individuos tomados uno por

uno, y no solamente la potencia del estado

El derecho de resistencia a las leyes injustas, y no solo el deber de obediencia

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Articulación de la sociedad política en partes inclusión contraopuestas ( los

partidos no son considerados como facciones que dañan el tejido del Estado)

División y contraposición vertical y horizontal de los diferentes centros de

poder y no únicamente el poder en concentración y centralización

El mérito de un gobierno que debe buscarse más en la cantidad de derechos

de los individuos que en los poderes del gobernante

La mayor expresión de esta nueva tendencia al reconocimiento de que el

gobierno es para los individuos y no los individuos para el gobierno, son las

Declaraciones de derechos norteamericanas y francesas.

II. EL NOMBRE Y LA COSA

Origen del nombre.

La palabra “Estado” se impuso por la difusión del Príncipe de Maquiavelo, pero la

palabra no fue introducida por el mismo. Investigaciones muestran que el paso del

significado común del término status de “situación” a “Estado” en el sentido

moderno de la palabra, ya se había dado mediante el aislamiento del primer término

en la expresión “status rei pubblicae”.

Con Maquiavelo el término sustituyó los términos tradicionales con los que había

sido designada hasta entonces la máxima organización de un grupo de individuos

sobre un territorio en virtud del poder de mando: civitas, en griego y res publica en

Roma.

En los tiempos de Maquiavelo, el término civitas pasó a ser inadecuado para

representar la realidad de los ordenamientos políticos que territorialmente se

extendían mucho más de los límites de la ciudad. Esta necesidad de disponer de un

término más adecuado para representar la situación real fue más fuerte que el

vínculo de una larga y reconocida tradición. Así el término Estado pasó de ser un

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término genérico de situación a un significado específico de posesión permanente y

exclusiva de un territorio y de situación de mando sobre sus habitantes.

Argumentos a favor de la discontinuidad

El problema del nombre “Estado” es importante porque no solo representa la

introducción de un nuevo término sino que significa la introducción de un nombre

nuevo para una realidad nueva: el Estado moderno debe considerarse como una

forma de ordenamiento diferente de los ordenamientos anteriores, por lo que ya no

puede ser llamado con los nombres antiguos.

La definición de este cambio se relaciona con otro problema: Cual es el origen del

Estado. Entre los historiadores de las instituciones que han descrito la formación de

los grandes estados territoriales sobre la disolución y la transformación de la

sociedad medieval y los de la época moderna, y por lo tanto a considerar que el

Estado como una formación histórica que no solo no ha existido siempre, sino que

nació en una época reciente.

Sin embargo, la cuestión de si el Estado existió siempre o si se puede hablar del

mismo solo a partir de una cierta época es un asunto que depende de la definición

del Estado de que se parte (de lo amplia o restringida de la misma). Por lo tanto, el

problema real para entender el problema político es encontrar semejanzas o

diferencias entre el Estado moderno y los ordenamientos anteriores. Quien prime las

diferencias estará a favor de la discontinuidad de los ordenamientos, y quien se

centre en las analogías en detrimento de las primeras, optara por la continuidad

Argumentos a favor de la continuidad

La constatación de que algunos escritos utilizados para la descripción de

ordenamientos políticos antiguos son eficientes para el análisis de estructuras

políticas modernas.

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Uno de ellos es el tratado de política de Aristóteles orientado al análisis de la ciudad

griega que no ha perdido nada de su eficiencia descriptiva y explicativa con

respecto a los ordenamientos políticos que se fueron dando de entonces a la fecha.

La definición que el mismo Aristóteles da de constitución en su época que permite

análisis comparados con los ordenamientos políticos modernos. O el análisis de los

cambios de las formas de gobierno que propone en su libro V, aun vigente.

Otro ejemplo es el de Maquiavelo que, como dijimos, comentó la historia romana

como un estudioso de política para derivar enseñanzas practicas aplicables a los

estados de su tiempo.

¿Cuando nació el Estado?

Respecto a este tema encontramos dos tesis:

Una que entiende al Estado como una comunidad que nace de la disolución

de una comunidad primitiva basada en vínculos de parentesco y de la

formación de comunidades más amplias derivadas de la unión de muchos

grupos familiares por razones de sobrevivencia interna (sustentación) y

externa (defensa)

La otra, considera que el nacimiento del Estado señala el inicio de la época

moderna, que representa el paso de la época primitiva a la época civil.

Para Engels, el Estado nace de la disolución de una sociedad gentilicia basada en las

relaciones familiares, y el nacimiento del Estado señala el paso de la barbarie a la

civilización (civilización es usado russonianamnte con una connotación negativa).

Esta tesis se distingue por una interpretación económica: sobre la propiedad privada.

Para Engels en las sociedades primitivas rige la propiedad colectiva. Con el

nacimiento de la propiedad privada nace la división del trabajo y provoca una

división de la sociedad en clases (propietarios y desposeídos). Con esta división de

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clases nace el Poder político y el Estado, cuya función es la de mantener el dominio

de una clase sobre la otra incluso recurriendo a la fuerza y por tanto de impedir que

la sociedad dividida en clases se transforme en un estado de anarquía.

III. EL ESTADO Y EL PODER

Teorías del Poder

En estos últimos años los estudiosos de los fenómenos políticos han abandonado el

término “Estado” para sustituirlo por uno más comprensivo “Sistema político”. Lo

que el Estado y la política tienen en común es la referencia al fenómeno del poder.

Del griego fuerza, potencia y autoridad, nacen los nombres de las antiguas formas de

gobierno aristocracia, democracia, monarquía, oligarquía, entre otras.

No hay teoría política que no parta de alguna manera, directa o indirectamente, de

una definición de poder y de un análisis del fenómeno de poder. Tradicionalmente el

Estado es definido como el portador del poder supremo. Las teorías del Estado se

entrelazan con las teorías de los tres poderes ( Legislativo, ejecutivo y judicial) y de

sus relaciones.

El problema del poder ha sido presentado bajo tres aspectos con base en los cuales

se puede distinguir tres teorías fundamentales del mismo: sustancialista, subjetiva y

racional.

Una interpretación sustancialista es la que hace Hobbes. Según la cual “el

poder del hombre son los medios que tiene en el presente para obtener algún

aparente bien en el futuro”. Estos medios pueden ser dotes naturales (fuerza,

inteligencia) o bien adquiridos (riqueza). Que sea uno u otro no cambia el

significado, entendiendo el medio como algo que sirve para alcanzar el objeto

de nuestro deseo. Bertrand Russell sostiene que el poder consiste en la

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“producción de efectos deseados” y puede adoptar tres formas: Poder físico,

poder biológico o dominio económico y mental.

Una típica interpretación subjetivista del poder es la expuesta por Locke,

quien por poder no entiende la cosa que sirve para alcanzar el objetivo, sino

la capacidad del sujeto de obtener ciertos efectos.

La interpretación más utilizada es la que se refiere al concepto relacional de

poder, y para la cual, por poder se debe entender una relación entre dos

sujetos de los cuales el primero obtiene del segundo un comportamiento que

este, de otra manera, no habría realizado.

La más conocida es la de Robert Dahl: “ La influencia (concepto más amplio que

abarca al del poder) es una relación entre actores, en la que uno de ellos induce a los

otros a actuar de un modo en el que no lo harían de otra manera”.

Las formas del poder y del poder político

Debemos distinguir ahora el poder político de todas las otras formas que puede

asumir la relación de poder.

La tipología clásica transmitida durante siglos es la que se encuentra en la Política

de Aristótele, donde se distinguen tres tipos de poder con base en el criterio de “la

esfera en la que se ejerce”:

El poder del padre sobre el hijo.

El poder del amo sobre el esclavo.

El poder del gobernante sobre los gobernados

También se pueden distinguir bajo el criterio de “diferente sujeto que se beneficia

del ejercicio del poder”:

El poder paternal es ejercido en interés de los hijos.

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El patronal en interés del amo

El político en interés de quien es gobernado ( de donde se derivan las

formas corruptas de régimen político, donde el gobernante, convertido en tirano

únicamente gobierna para su provecho)

El estudio de Locke se distingue del de Aristóteles por el diferente criterio de

diferenciación. Locke utiliza el criterio de legitimidad y distingue:

El poder de un padre es un poder cuyo fundamento es natural en cuando se

deriva de la procreación.

El poder patronal es el efecto del derecho de castigar a quien se ha hecho

culpable de un delito grave y por lo tanto es acreedor a una pena igualmente

grave como la esclavitud.

El poder civil, está fundado en el consenso manifiesto y tácito de quienes son

sus destinatarios.

Los dos criterios, el aristotélico, basado en el interés, y el Lockiano, fundado en el

principio de la legitimidad son útiles para distinguir el poder político como debería

ser y no como es, las formas buenas de las formas corruptas.

El “poder político” se identifica con el ejercicio de la fuerza y es definido como “el

poder que para obtener los efectos deseados tiene derecho a servirse, si bien en

última instancia, de la fuerza”. Para la definición de poder político el uso de la

fuerza física es la condición necesaria, pero no suficiente.

Lo que distingue al Estado de la Iglesia es el ejercicio de la fuerza, pero una

controversia igualmente decisiva para la definición del poder político es la que

observa como contraopuestos los reinos al imperio universal y las ciudades a los

reinos. Aquí el problema es otro, No es el del derecho de usar la fuerza, sino la

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exclusividad de este derecho. Quien tiene el derecho exclusivo de usar la fuerza

sobre un determinado territorio es el soberano.

Hegel señala que “una multitud de hombre puede darse el nombre de Estado

solamente si están unidos por la defensa común de todo lo que es su propiedad”.

Weber define el Estado como el detentador del monopolio de la coacción física

legítima.

Para Kelsen, el Estado es una organización política porque es un ordenamiento que

regula el uso de la fuerza.

Las tres formas de poder

El poder toma tres formas:

Poder político, como aquel que está en posibilidad de recurrir en última

instancia a la fuerza (Y es capaz de hacerlo porque detenta su monopolio). Es

una definición que se refiere al medio del que se sirve quien detenta el poder

para obtener efectos.

Poder económico, es el que se vale de la posesión de ciertos bienes. La

posesión de los medios de producción reside en una enorme fuente de poder

de parte de quienes los poseen frente a los que no los poseen.

Poder ideológico, es el que sirve de la posesión de ciertas formas de saber,

doctrinas, conocimientos, incluso solamente de información para ejercer

influencia en el comportamiento ajeno e inducir a los miembros del grupo a

realizar o dejar de realizar una acción.

Lo que tienen en común estas tres formas de poder es que ellas contribuyen

conjuntamente a instituir y mantener sociedades desiguales divididas en fuertes y

débiles, en ricos y pobres o en sapientes e ignorantes.

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IV. EL FUNDAMENTO DEL PODER

El problema de la legitimidad

Una vez admitido que el poder político es el poder que dispone del uso exclusivo de

la fuerza surge la siguiente pregunta: ¿Puede la fuerza ser suficiente para hacerlo

aceptar? ¿Puede un poder político existir basándose sólo en la fuerza? Esta pregunta

puede tener respuestas diferentes debido a que se puede interpretar de dos formas.

Una forma de interpretarla es la siguiente: si ese poder político basado sólo en la

fuerza “puede existir” en el sentido de “si es posible o no”, es decir si puede darse

en la realidad o no, si es factible que dure en el tiempo. La otra forma de

interpretarla es si “puede existir” en el sentido de “si debería existir”, si es legítimo,

si es lícito. En el primer caso se la interpreta como una pregunta sobre lo que el

poder es y en el segundo caso como una pregunta sobre lo que debería ser. El

problema que plantea la pregunta se puede ver entonces como un problema de

efectividad, o como un problema de legitimidad.

La filosofía política clásica ha dado respuestas a esta pregunta abordando el tema

como un problema de legitimidad. Esta filosofía niega que un poder únicamente

fuerte pueda ser justificado, independientemente de que sea capaz de durar. Para

que el poder político sea legítimo, esté justificado, tiene que tener un fundamento

ético o jurídico. Precisamente durante siglos, en base a este carácter ético o jurídico,

se ha hecho la distinción entre poder político bueno y malo, legítimo e ilegítimo,

entre rey y tirano (en tanto usurpador). Así por ejemplo:

Los diversos principios de legitimidad

Esta concepción según la cual el poder político es legítimo si tiene un fundamento

ético o jurídico, ha dado lugar a la formulación de distintos principios de

legitimidad. Se pueden identificar seis, que se agrupan de a dos (opuestos entre sí)

en base a tres principios unificadores a los que apelan: la Voluntad, la Naturaleza y

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la Historia. Los dos principios que apelan a una voluntad superior son los

mencionados por Mosca: el poder que deriva de la voluntad de Dios y el poder que

deriva de la voluntad del pueblo. Los principios que se refieren a la Naturaleza son:

la naturaleza como fuerza originaria y la naturaleza como orden racional. El primer

principio significa que el derecho de mandar de unos y el deber de obedecer de otros

deriva del hecho de que naturalmente hay (tanto individuos como pueblos) fuertes y

débiles, sabios e ignorantes, aptos para mandar y aptos para obedecer. El segundo

principio significa fundar el poder en la capacidad del soberano (o sea el que

gobierna) para aplicar las leyes de la razón. Por ejemplo, para Locke, a fin de

cumplir y respetarse las leyes naturales, no habría necesidad de ningún gobierno si

todos los hombres fueran racionales. Los dos principios que apelan a la Historia son:

la historia pasada y la historia futura. El principio de la historia pasada instituye

como fuente de legitimación la fuerza de la tradición: el soberano legítimo es quien

ejerce el poder desde tiempos inmemoriales. La referencia a la historia futura es un

principio de legitimación de poder que está por constituirse (a diferencia del

anterior que legitima el poder constituido). Lo que justifica el nuevo poder político

(y en general el nuevo orden) que busca establecerse, es su representación por parte

de los revolucionarios como algo necesario, inevitable y más avanzado

axiológicamente que el anterior.

De los seis criterios algunos son más favorables al status quo, y otros más favorables

al cambio. De una parte, el principio teocrático, el apelo a la naturaleza como fuerza

originaria, la tradición. De otra, el principio democrático del consenso, el apelo a la

naturaleza ideal, el progreso histórico.

Legitimidad y efectividad

Con el advenimiento del positivismo jurídico el problema del fundamento del poder

cambió totalmente. Mientras para las teorías anteriores el poder debe estar apoyado

por alguna justificación ética para poder durar (y en consecuencia la legitimidad es

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necesaria para la efectividad), con las teorías positivistas sólo el poder efectivo es

legítimo. La legitimidad es simplemente un estado de hecho. (Entonces: para la

escuela clásica el poder es legítimo si tiene un fundamento o justificación ética. Para

los positivistas el poder es legítimo si es eficaz).

Esto no quiere decir que un poder político reconocido como eficaz no pueda ser

sometido a juicios axiológicos (valorativos) de legitimidad que puedan llevar

gradualmente al incumplimiento de las normas (es decir a la deslegitimación ya

desde el punto de vista de la eficacia). Pero hasta tanto la ineficacia no llegue al

punto de traducirse o convertirse en eficacia probable de un ordenamiento

alternativo, a pesar de que sea ilegítimo desde el punto de vista ético sigue siendo

legítimo desde el punto de vista de la efectividad.

Dentro de la escuela del positivismo jurídico, el tema de la legitimación ha llevado a

buscar las razones de la eficacia. En esa búsqueda surge la teoría weberiana de las

tres formas de poder legítimo. Precisamente con ella Weber intenta comprender las

diferentes razones por las que se forma la relación mandato-obediencia del poder

político. Los tres tipos de poder legítimo son: el poder tradicional, donde el motivo

de la obediencia es la creencia en la sacralidad de la persona del soberano,

sacralidad que deriva de la fuerza de lo que siempre ha sido; el poder racional, en el

que el motivo de la obediencia deriva de la creencia de la racionalidad del

comportamiento conforme a las leyes (las cuales establecen una relación impersonal

entre gobernante y gobernado); y el poder carismático, basado en la creencia en las

dotes extraordinarias del jefe.

V. ESTADO Y DERECHO

Los elementos constitutivos del estado

Los 3 elementos constitutivos del pueblo, el territorio y de la soberanía.

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“El Estado es un ordenamiento jurídico para los fines generales que ejerce el poder

soberano en un territorio determinado al que están subordinados necesariamente los

sujetos que pertenecen a él”

Para Kelsen el poder soberano se vuelve el poder de crear y aplicar el derecho en un

territorio y hacia un pueblo.

El territorio se convierte en el límite de validez espacial del derecho del Estado y el

pueblo se vuelve en el límite de validez personal del derecho del Estado mientras

que la soberanía es que se puede hacer todo lo que el rey desee menos transformar

un hombre en mujer o se tiene tanto poder pero no se puede hacer que una mesa

coma pasto.

El gobierno de las leyes

¿Es mejor el gobierno de las leyes o el gobierno de los hombres?

Aristóteles plantea si es conveniente o no ser gobernados por el mejor hombre o por

las mejores leyes.

Uno de los puntos fundamentales de la doctrina política medieval es la

subordinación del príncipe a la ley.

“El rey no debe estar subordinado a ningún hombre sino a Dios y a la ley ya que es

la ley la que lo hace rey”

¿Pero de donde vienen estas leyes a los que debería obedecer el propio gobernante?

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1º Que por encima de las leyes puestas por los gobernantes hay otras leyes que no

dependen de la voluntad de los gobernantes –leyes naturales- (leyes no escritas y

leyes comunes)

2º Que al inicio de un buen ordenamiento de leyes hubo un hombre sabio EL GRAN

LEGISLADOR que por la leyenda de LICURGO anunció que se iba al oráculo y

que no se cambiasen la leyes hasta que él regrese y nunca volvió.

Limites internos

En principio no quiere decir que el poder del príncipe no tenga límites, las leyes que

se refiere al principio son las leyes positivas, leyes puestas por la propia voluntad del

soberano quien no está sometido porque nadie puede dar leyes a sí mismo.

Para Bodin las leyes naturales y divinas que todos los príncipes del mundo estan

sujetos a ellas pero también limitados a las leyes fundamentales del reino. El que

viola las leyes naturales y divinas es un tirano ex parte execitt; y el que viola las

normas fundamentales es usurpador ex defecto tituli.

Para Bodín “No hay nada público allí donde no hay nada privado y los Estados han

sido ordenados por Dios”.

Para unos y otros el poder del rey debe estar limitado que solamente por la

existencia de leyes superiores que nadie pone en discusión sino también por la

existencia de centros de poder legítimos como las órdenes y estados.

Según MONTESQUIEU para que no se pueda abusar del poder es necesario que EL

PODER FRENE AL PODER.

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Los limites externos

Ningún estado está solo. Hay 2 tipos:

1º Derivan de las relaciones entre gobernantes y gobernados LIMITES INTERNOS

2º Derivan de las relaciones entre los estados LIMITES EXTERNOS

La tendencia actual hacia la formación de estados o de constelaciones de estados

cada vez más grandes (los llamados superpotencias) implica un aumento de los

limites externos de los estados que son absorbidos en el área mas grande y una

desaparición del estado universal; esta solamente tendría limites internos y ya no

limites externos.

VI. FORMAS DE GOBIERNO

Tipologías Clásicas

En las tipologías de la forma de gobierno se toma en cuenta la estructura de poder y

la relación entre los diversos órganos a los que la constitución asigna el ejercicio del

poder.

Las tipologías clásicas de las formas de gobierno son:

1) La de Aristóteles: basado en el número de gobernantes

monarquía o gobierno de uno, cuya forma corrupta es la tiranía

aristocracia o gobierno de pocos, cuya forma corrupta es la oligarquía

república o gobierno de muchos, en democracia ???

2) La de Maquiavelo: basa su diferencia en el gobierno de uno solo (una persona

física) y el gobierno de una asamblea ( un cuerpo colectivo)

monarquía

república: incluye tanto democracias como aristocracias

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3) La de Montesquieu

monarquía

república

despotismo: gobierno de uno solo pero sin leyes ni frenos, forma degenerada

de la monarquía.

Montesquieu también define otro criterio de clasificación para su enumeración: los

principios que inducen a los sujetos a obedecer. El honor en las monarquías, la

virtud en las repúblicas, el miedo en el despotismo. Este criterio hace pensar las

diferentes formas de poder legítimo de acuerdo con Weber. Weber como

Montesquieu ubican los diferentes tipos de poder distinguiendo las diferentes

posibles posiciones de los gobernados frente a los gobernantes, la diferencia entre

uno y otro radica en el hecho de que Montesquieu se preocupa por el

funcionamiento de la máquina del Estad y Weber por la capacidad de los

gobernantes para obtener obediencia.

La tipología de Montesquieu fue usada por Engels para delinear el curso histórico de

la humanidad que habría pasada de una fase primitiva de despotismo (nacimiento de

los estados orientales) a la época de repúblicas democráticas.

La única innovación interesante producida desde las clasificaciones anteriores es la

de Kelsen, quien critica como superficial la tipología de Aristóteles basada en el

número y propone como criterio los diversos modos en el que una constitución

regula la producción del ordenamiento jurídico. Estos modos pueden ser creados:

Desde arriba o heterónoma: cuando los destinatarios de las normas no participan

en la creación de las misma

Desde abajo o autónoma: si participan

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Monarquía y república

La distinción que resistió más tiempo es la monarquía – república, de Maquiavelo.

Aunque llegó extenuada hasta nuestros días debido a la caída de la mayor parte de

los gobiernos monárquicos después de la primera y segunda guerra mundial. El

estado moderno, nace, crece y se consolida como estado monárquico.

La primera república, después de la de Roma, que adopta una constitución

monárquica es Estados Unidos. En la misma el jefe no es hereditario sino electivo.

Poco a poco, la distinción entre monarquía y república pierde relevancia porque la

primera pierde su significado original. En un primer momento, monarquía es el

gobierno de uno solo; república, en el sentido maquiavélico, el gobierno de muchos

o con más precisión, de una asamblea. En los últimos tiempos en las monarquías, el

peso del poder se ha desplazado del rey al parlamento. De esta manera la monarquía

se vuelve primero constitucional y luego parlamentaria, transformándose en una

forma de gobierno diferente de aquella para la cual la palabra había sido acuñada y

usada durante siglos: es una forma mixta, mitad monarquía y mitad república.

De esta manera, la “república” adquiere también un nuevo significado, que ya no es

el de Estado general, y tampoco el de gobierno asambleario contraopuesto al

gobierno de uno solo, sino es el de una forma de gobierno que tiene una cierta

estructura interna, incluso compartida con la existencia de un rey.

Así, respecto a la relación entre los poderes legislativo y el poder del gobierno,

podemos establecer la distinción entre gobierno:

Presidencial: rige una clara separación entre ambos poderes, separación basada en

la elección directa del presidente de la república, que también es jefe de gobierno, y

en la responsabilidad de los miembros del gobierno frente al presidente de la

república y no frente al parlamento.

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Parlamentario: existe un juego recíproco entre gobierno y parlamento, distinción

entre jefe de estado y de gobierno, elección directa del jefe de Estado de parte del

parlamento y responsabilidad del gobierno frente al parlamento que se empresa

mediante el voto de confianza y desconfianza.

Otra de las características de las nuevas formas de gobierno es la inclusión de los

sistemas de partidos, que influyen particularmente en el régimen de la separación de

poderes.

Otras tipologías

Tomando como criterio de distinción de la clase política (conjunto de personas que

detentan efectivamente el poder político) según Gaetano Moscase pueden distinguir

las siguientes formas de gobierno:

Según la formación: clases cerradas y abiertas

Según la organización: clases autocráticas, cuyo poder viene de arriba; y

democráticas, cuyo poder viene de abajo

Tomando como punto de referencia el sistema político (conjunto de las relaciones de

interdependencia entre los diversos entes que juntos contribuyen a desempeñar la

función de mediación de los conflictos, de cohesión de grupo y de defensa frente a

los grupos), Almond y Powel distinguen, con base en el criterio de diferenciación

de roles y autonomía de subsistemas otros sistemas políticos que caracterizan las

sociedades primitivas, sociedades feudales, monarquías y repúblicas.

Gobierno mixto

Este es superior a otros absolutos por el hecho de que, según Polibio, “cada órgano

permite obstaculizar a los otros o colaborar con ellos” y “ ninguna de las partes

excede su competencia”.

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Por otro lado, los teóricos del absolutismo argumentan que los gobiernos mixtos,

debido a su inestabilidad, pueden llevar a un estado a la ruina.

VII. LAS FORMAS DE ESTADO

Estado y no-Estado

Se ha mencionado anteriormente que se pueden distinguir las diferentes formas de

Estado en base a dos criterios principales: el histórico y el del grado de expansión

del Estado frente a la sociedad. Ahora analizaremos este segundo criterio de

clasificación de las formas de Estado.

El Estado se ha debido enfrentar siempre al no-Estado, esto es, a la esfera religiosa

(en el sentido amplio que comprende lo ideológico) y a la esfera económica. La

presencia del no-Estado (bajo cualquiera de sus dos formas) siempre ha constituido

un límite a la expansión del Estado. Como este límite varía de Estado a Estado

constituye un criterio útil de diferenciación de las formas históricas de Estado.

Con el advenimiento del cristianismo, el no-Estado deja de ser sólo un ideal (como

era por ejemplo para los estoicos la república universal) y se vuelve una institución,

una realidad, con un poder propio y verdadero que afirma su superioridad sobre los

poderes terrenales. Esto se expresa en el principio de San Ambrosio: “el emperador

está dentro de la iglesia y no por encima de ella”. [ver principios semejantes en el

libro]. A partir de entonces la relación entre la sociedad religiosa y la sociedad

política se vuelve un problema permanente para la historia europea.

Siglos después, con la formación de la clase burguesa que pretende liberarse del

Estado absolutista, el poder económico se distingue del poder político. En ese

proceso, el no-Estado se afirma como superior al Estado, y esto ocurre tanto en la

doctrina de los economistas clásicos como en la marxista.

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Estado máximo y estado mínimo

Decíamos que la mayor o menor expansión del Estado sobre el no-Estado constituye

un criterio de clasificación de las formas de Estado. De acuerdo a este criterio se

pueden distinguir dos tipos ideales en general: el Estado que asume tareas que el no-

Estado reivindica para sí y el Estado indiferente o neutral. En particular, en el caso

de la esfera religiosa, el criterio permite distinguir el Estado confesional y el Estado

laico; y en el ámbito de la esfera económica permite distinguir Estado

intervencionista y Estado abstencionista.

El Estado confesional es aquel que asume una determinada religión como religión

del Estado y se preocupa del comportamiento religioso de sus súbditos controlando

sus actos externos, sus opiniones, sus escritos, etc. De la misma manera, pero en el

ámbito de lo económico, el Estado intervencionista no considera que le son ajenas

las relaciones económicas y se adjudica el derecho de regular la producción y la

distribución de los bienes. Así, tanto el Estado confesional como el Estado

intervencionista pueden coincidir con la figura del Estado eudemonológico propia

del siglo XVIII, es decir, del Estado que propone como fin la felicidad de sus

súbditos.

Como contraposición aparece el Estado liberal, que es laico en la esfera religiosa y

abstencionista en la esfera económica. También el Estado liberal es definido como

Estado de derecho en el sentido de que no tiene otro fin más que el de garantizar el

desarrollo independiente de la libertad religiosa y de la libertad económica.

Ahora bien, ¿cuál es la significación, cuáles son las implicancias, qué representa este

proceso? El proceso de secularización y de liberación, que se dan paralelamente,

expresan la crisis de una concepción paternalista del poder y una transformación

histórica del Estado. Es un proceso de desmonopolización tanto del poder

ideológico como del poder económico, quedándole al Estado el monopolio de la

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fuerza para asegurar la libre circulación de ideas y de bienes. Sin embargo, en

realidad este proceso no fue tan lineal como creyeron los escritores liberales del

siglo pasado. Tanto el Estado confesional como el Estado intervencionista han

vuelto a reaparecer bajo otra forma: el Estado confesional bajo la forma de Estado

doctrinal, es decir un estado que tiene doctrina (por ejemplo el fascismo), y el

Estado intervencionista bajo la forma de Estado socialista y también de Estado

social, el cual interviene sólo en la distribución y no en la producción, y es

promovido por los partidos socialdemócratas (léase: barnizados con una sola tenue

capa de pintura socialista)

VIII. EL FIN DEL ESTADO

La concepción positiva del estado

Según Engels el Estado así como ha tenido un origen va a tener un final.

1º ESCRITORES CONSERVADORES: La crisis del Estado no logra hacer frente a

la demanda que provienen de la sociedad civil provocadas por el mismo.

2º ESCRITORES SOCIALISTAS Y MARXISTAS: La crisis del Estado capitalista

no logra dominar el poder de los grandes grupos de interés en competencia entre sí.

Por lo tanto la crisis del estado es la crisis de un determinado tipo de Estado más no

la terminación del Estado.

FIN DEL ESTADO = concepción negativa

La concepción positiva del Estado de la cual Aristóteles es el autor y la concepción

racional que va desde Hobbes, Spinoza y Rosseau hasta Hegel está dominada por la

idea de que fuera del Estado subsiste el mundo de las pasiones desencadenadas o

intereses antagonistas e inconciliables.

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A la concepción positiva del Estado le corresponde una concepción negativa del no

Estado y se dan 2 versiones que se refuerzan mutuamente.

1º El no Estado es una fase superable

2º Condición en la que el hombre puede recaer

Los Estados existentes son imperfectos pero perfectibles

El estado como mal necesario

Existen 2 concepciones negativas:

1º Estado como mal necesario

2º estado como mal no necesario (fin del estado)

1º No estado – Iglesia es necesario como remedio al pecado porque la masa es

malvada y debe ser mantenida a raya con el miedo.

Para Montesquiu esto es el principio del despotismo, Robespierre opina que si la

agregamos virtud sería el principio de un gobierno revolucionario y Hobbes tiene

una visión pesimista del hombre que abandonado a sí mismo es el lobo del otro

hombre.

Concluyen diciendo que es mejor el Estado que la Anarquía

2º No Estado – Sociedad civil

Bajo forma de libre mercado muestra la pretensión de restringir los poderes del

Estado, el Estado como mal no necesario asume la figura del Estado mínimo; común

denominador de los mayores expresiones del pensamiento liberal.

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Por lo tanto el Estado como ente Suprafuncional debe tener tarea de coordinación no

de dominio.

El estado como mal no necesario

El ideal de la sociedad sin estado es un ideal universalista.

Estado máximo instrumento de la opresión del hombre sobre el hombre.

El Anarquismo imagina una Sociedad sin Estado ni leyes basada en la espontánea y

voluntaria cooperación de los individuos asociados libres e iguales.

Es decir una sociedad sin opresores ni oprimidos se basan en una concepción

optimista del hombre diametralmente opuesta a aquella que invoca el Estado fuerte

para domar a la bestia salvaje.

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ESTADO

Andrés Malamud

I. PRESENTACIÓN

¿Qué tienen en común China, Estados Unidos, Francia, Australia, Suiza, Jordania y

Mónaco? La respuesta parece simple: los siete son Estados soberanos, reconocidos

como tales por sus contrapartes del sistema internacional y miembros de la

Organización de las Naciones Unidas (ONU). Y sin embargo, las diferencias entre

ellos son enormes.

Con 1.300 millones de habitantes, un quinto de la humanidad, China es la nación

más poblada del mundo y la cuarta por extensión territorial. Su historia se extiende

desde el principio de los tiempos y no reconoce fundadores; su construcción se fue

desarrollando casi naturalmente durante siglos hasta moldear al gigante actual, y sus

tendencias de crecimiento le auguran la posición de mayor economía planetaria

hacia mediados del siglo XXI.

En contraste, la historia de los Estados Unidos no ocupa más de cinco siglos, de los

cuales apenas la mitad transcurrieron como Estado independiente. La principal

potencia mundial en la actualidad no emergió “naturalmente” sino que fue

“inventada” por un grupo de hombres que, aún hoy, es venerado bajo el rótulo de

“padres fundadores”. Sus pobladores, sus religiones y su lengua de uso oficial se

originaron fuera de su territorio, en el cual se produjo la mezcla de ingredientes que

le confirió su singularidad. Francia, por su parte, constituye el prototipo del Estado-

nación. Francés es el nombre del ciudadano de la república y del idioma que en ella

se habla. A pesar de que el Estado francés es un producto de la guerra y la conquista,

su capacidad homogeneizadora disolvió diferencias y creó una unidad simbólica de

gran fortaleza, aunque hoy esté en crisis. Si los Estados Unidos fueron inventados

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mediante un contrato constitucional, Francia fue fundada inicialmente por una

monarquía absoluta y consentida posteriormente por la ciudadanía revolucionaria.

Otros casos ofrecen peculiaridades dignas de mención. Australia tiene un gobierno

parlamentario cuyas autoridades son democráticamente electas, pero su jefe de

Estado es… ¡la reina de Inglaterra! Lo mismo sucede con Canadá y Nueva Zelanda.

A pesar de compartir el símbolo máximo del Estado, es decir su jefe, estos países

son soberanos e independientes. Suiza, por su lado, está constituida por 23 unidades

subnacionales o cantones que gozan de autonomía sobre un amplio rango de

políticas públicas y cuyas comunas ejercen el derecho de otorgar la ciudadanía.

Jordania es un país de Medio Oriente “diseñado” por Gran Bretaña en 1922 e

independiente desde 1946, y su denominación completa (Reino Hachemita de

Jordania) contiene el nombre del linaje árabe al que los británicos le entregaron el

territorio y que aún lo gobierna. Mónaco, finalmente, es también un Estado

“familiar” en el sentido de que su soberanía legal dependió hasta 2002 de la

supervivencia de la dinastía gobernante, los Grimaldi. Este país de sólo treinta mil

habitantes no tiene ejército ni moneda propia y no cobra impuestos a particulares,

siendo su primer ministro un ciudadano francés designado por el monarca a

propuesta del gobierno de Francia.

En síntesis, puede decirse que China es un Estado ‘natural’, Estados Unidos un

Estado ‘autoinventado’, Francia un ‘Estado-nación’, Australia un Estado

‘heterocéfalo’, Suiza un Estado ‘poliestatal’, Jordania un Estado ‘heteroinventado’ y

Mónaco un ‘microestado familiar’. El objetivo de este capítulo es explicar qué

tienen en común casos tan diferentes como para que todos ellos sean

manifestaciones del mismo concepto. Las siguientes secciones tratan sobre la

definición del Estado, la formación del Estado moderno, su implantación en

América Latina, su desarrollo y tipos contemporáneos, el surgimiento y

funcionamiento del sistema interestatal, la relación del Estado con la integración

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regional, las principales escuelas teóricas que se han dedicado a su análisis y,

finalmente, las transformaciones y desafíos en curso.

II. EL CONCEPTO DE ESTADO

En la senda de Norberto Bobbio, Gianfranco Poggi propone entender al Estado

como la manifestación institucionalizada de una de las tres formas de poder social:

el poder político. Poder social implica que, en todas las sociedades, “algunas

personas aparecen clara y consistentemente más capaces que otras para perseguir

sus objetivos; y si éstos resultan incompatibles con los promovidos por los demás,

aquéllas personas se arreglan para ignorar o superar las preferencias ajenas. Más

aún, suelen ser capaces de movilizar, en función de sus propios designios, la

energía de los demás incluso contra su voluntad”. En función de los recursos que

utiliza para concretarse, el poder social se divide en tres categorías: económico,

ideológico (o normativo) y político. “El poder económico se vale de la posesión de

ciertos bienes, escasos o considerados escasos, para inducir a quienes no los

poseen a adoptar cierta conducta, que generalmente consiste en desarrollar alguna

forma de trabajo… El poder ideológico se basa en el hecho de que ideas de una

cierta naturaleza, formuladas… por personas que gozan de cierta autoridad y

expuestas en forma apropiada, pueden ejercer influencia sobre la conducta de otros

individuos… El poder político, finalmente, se asocia a la posesión de recursos

(armas de cualquier tipo y potencia) por medio de los cuales puede ejercerse

violencia física. En sentido estricto, el poder político es poder coercitivo”. Esta

forma de conceptualizar el poder social no es nueva: ya Aristóteles se refería a la

polis como compuesta antropomórficamente por quienes producían (el estómago),

quienes combatían (el corazón) y quienes pensaban y, por lo tanto, debían gobernar

(la cabeza). Metáforas sobre la historia de las civilizaciones entendida en términos

de tres tipos de actores, a saber guerreros (o administradores de violencia),

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mercaderes (administradores de dinero) y misioneros (administradores de ideas o

valores), abundan en la literatura tanto artística como académica. La novedad de la

tripartición ofrecida por Bobbio, que reconoce antecedentes en las clases,

estamentos y partidos de Max Weber, es que otorga primacía al poder político (o

agonista, en términos de Aristóteles) y no al ideológico (o arquitectónico).

Se trata de una concepción que se pretende realista en vez de normativa.

El Estado es un fenómeno ubicado principalmente dentro de la esfera del poder

político. Más precisamente, como ya se dijo, encarna la forma suprema de

institucionalización del poder político. Institucionalización implica rutinización de

reglas y comportamientos, y abarca generalmente procesos como despersonalización

y formalización de las relaciones sociales. Un proceso de institucionalización puede

generar estabilidad y aumentar las condiciones de previsibilidad, pero también

puede fomentar la rigidez y obstaculizar la adaptación ante nuevos desafíos. Aunque

en la historia ha habido Estados que se adaptaron a los cambios de su entorno y otros

que perecieron en el intento, la supervivencia genérica del Estado (en cuanto forma

suprema de organización política) demuestra su éxito en esta tarea. Tarea paradójica

que se resume, en palabras de Poggi, “a fortalecer, y al mismo tiempo domesticar,

la coacción organizada”.

La imperiosidad analítica de definir al Estado se torna más evidente cuando se

repara en que éste no constituye un objeto material sino una abstracción conceptual.

Esta característica es común a otros fenómenos políticos, ya se trate de

procedimientos (como la democracia) u organizaciones (como los partidos). Sin

embargo, el caso del Estado es más equívoco porque los efectos de su existencia se

materializan de forma muy evidente, por ejemplo en la presencia de la burocracia

pública, de un puesto fronterizo o de una guerra interestatal. Por ello, es preciso no

confundir manifestaciones visibles del Estado, como sus instituciones y su territorio,

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con sus manifestaciones menos evidentes como las relaciones sociales que expresa y

cristaliza.

Etimológicamente, la noción de Estado deriva del latín status, que significa posición

social de un individuo dentro de una comunidad. Alrededor del siglo XIV, el uso del

término pasó a referirse a la posición de los gobernantes, distinguiéndolos de

aquéllos sobre quienes gobernaban. La identificación entre el Estado y quienes lo

dirigían se tornó evidente en los trabajos de los escritores renacentistas, de quien

Nicolás Maquiavelo es el ejemplo más acabado: su obra maestra, El príncipe,

identifica al gobernante con el territorio, el régimen político y la población que

domina. Unos años más tarde, Juan Bodino acuñó el concepto moderno de soberanía

para describir al soberano (el monarca) como un gobernante no sujeto a las leyes

humanas sino sólo a la ley divina.

Para Bodino, la soberanía era absoluta e indivisible pero no ilimitada, ya que se

ejercía en la esfera pública pero no en la privada. La soberanía se encarna en el

gobernante pero no muere con él sino que se perpetúa, inalienable, en el Estado que

lo sobrevive. La idea de que el Estado reside en el cuerpo de sus gobernantes

alcanzó su más clara expresión en los labios de uno de ellos, Luis XIV de Francia,

cuando afirmó sin sutilezas que “el Estado soy yo”. El último paso hacia la

consagración del Estado como cumbre del poder absoluto lo dio Thomas Hobbes en

el siglo XVII con su Leviatán, en el que formulaba tres enunciados que distinguirían

al Estado moderno de sus versiones previas: los súbditos deben lealtad al Estado en

sí mismo y no a sus gobernantes; la autoridad estatal es definida como única y

absoluta; y el Estado pasa a considerarse como la máxima autoridad en todos los

aspectos del gobierno civil. Hobbes es considerado el primer teórico del absolutismo

estatal, al que justifica por contraposición al estado de naturaleza. Este último es la

condición hipotética de la humanidad previa al contrato social que da origen al

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Estado; en palabras de Hobbes, consiste en una “guerra de todos contra todos” en

que “la vida es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”.

La conceptualización hobessiana aún permea la teoría contemporánea del Estado.

Incluso la definición más difundida y aceptada (aunque también contestada), la de

Max Weber, es su tributaria. El aporte más innovador de Weber consistió en definir

explícitamente al Estado no por la función que cumple sino por su recurso

específico, la coerción, también llamada fuerza física o violencia. El argumento es

que no existen funciones específicas del Estado: todo lo que éste hizo a lo largo de la

historia, también lo hicieron otras organizaciones. El Estado es, en esta óptica, “una

organización política cuyos funcionarios reclaman con éxito para si el monopolio

legítimo de la violencia en un territorio determinado”. La violencia, aclara Weber,

no es el primer recurso ni el más destacado sino el de última instancia, aquél con el

que el Estado cuenta cuando todos los demás fallaron. Funcionarios (o burocracia),

monopolio de la violencia, legitimidad y territorio: estos son los elementos

fundamentales de su definición, a los que algunos autores agregaron los conceptos

de nación y ciudadanía. La identificación de los individuos con el Estado mediante

sentimientos nacionalistas constituye el otro lado de la moneda: así como, en última

instancia, el Estado tiene el derecho de disponer sobre la vida de sus ciudadanos, así

bajo ciertas condiciones éstos están dispuestos a dar su vida por el Estado. Esto se

manifiesta especialmente en tiempos de guerra, cuando el esfuerzo de movilización

militar suele ser acompañado por la población que se galvaniza detrás de los

objetivos estatales.

En resumen, la violencia constituye el medio específico del Estado. Sin embargo,

ello no resulta necesariamente evidente en el día a día de sus ciudadanos. Así, Niklas

Luhmann reconoce la trascendencia e impacto social de la violencia pero afirma que

“ese fenómeno es sobrepasado en su significación para la sociedad por la

institucionalización de la legitimidad del poder. La existencia cotidiana de una

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sociedad resulta afectada en mucha mayor medida por el poder normalizado a

través de la ley que por el empleo brutal del poder”.

La presencia y efectividad del Estado no siempre se percibe a partir de sus

instrumentos, como la violencia, sino de sus efectos, en particular el orden político.

Ello ha llevado a Samuel Huntington a afirmar que “la principal diferencia entre

países concierne no su forma de gobierno sino su grado de gobierno. La distancia

entre democracia ydictadura es menor que la diferencia entre aquellos países cuya

política encarna consenso, comunidad, legitimidad y estabilidad y aquéllos que

carecen de estas cualidades”. De esta suerte, “los Estados Unidos, Gran Bretaña y

la Unión Soviética tienen diferentes formas de gobierno, pero en los tres sistemas el

gobierno gobierna… [Si las autoridades toman una decisión], la posibilidad de que

la administración pública la implemente es alta”. Aunque Huntington utiliza la

palabra gobierno y no Estado, parece claro que se está refiriendo al concepto que

aquí se analiza. En una disposición lineal de las formas de orden político entre dos

polos, anarquía por un lado y tiranía por otro, esta definición parece situar al Estado

más cerca de la tiranía que de su opuesto. Por cínico que pueda parecer, es un hecho

que la anarquía resulta objeto de rechazo universal por parte de quienes la sufren,

mientras la historia abunda en ejemplos de tiranías que gozaron del apoyo de

importantes sectores de la población bajo su tutela.

III. LA FORMACIÓN DEL ESTADO MODERNO

El Estado tal como lo conocemos es un fenómeno relativamente reciente. En

palabras de Hall e Ikenberry, “la mayor parte de la historia de la humanidad no ha

sido agraciada por la presencia del estado”. El término se utiliza comúnmente para

referirse a la estructura de gobierno de cualquier comunidad política, sobre todo a

partir del surgimiento de las civilizaciones mesopotámicas alrededor del año 3800

AC. Sin embargo, es sólo a partir del siglo XVII que se desarrolla, primero en

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Europa y más tarde en otros continentes, lo que puede definirse como Estado

moderno o Estado nacional. Hasta entonces, las formas de gobierno predominantes

habían sido el imperio, la ciudad-estado y comunidades más reducidas como

principados y obispados. El imperio, en contraste con el Estado, es no sólo

territorialmente expansivo sino, idealmente, excluyente: en el límite, aspira a la

conquista y absorción de su entorno. La ciudad-estado, por su parte, no goza de

completa soberanía sino que la comparte con otras ciudades o la subordina a

imperios a cambio de protección. De todos modos, tanto los imperios como las

ciudades-estado se parecen al Estado moderno más que a las comunidades tribales

que los antecedieron históricamente, dado que no se estructuran exclusivamente

sobre lazos de sangre y familia sino que reflejan también relaciones impersonales.

Las primeras organizaciones preestatales surgieron, junto con la escritura y las

primeras ciudades, en el Asia Menor, en particular en la región delimitada por los

ríos Tigris y Eufrates (actualmente Irak). Existe coincidencia en la literatura respecto

a que fue la transición desde formas nómades de subsistencia, típica de los

cazadores-recolectores, a prácticas sedentarias derivadas de la agricultura

organizada la que generó las condiciones para el surgimiento del Estado. Fue la

creciente inmovilidad geográfica propia de las sociedades agrarias la que permitió el

desarrollo de infraestructuras capaces de proyectar poder sobre un territorio

específico y delineado. Los trabajos de irrigación, así como los árboles de dátiles y

olivos primero y los cultivos de arroz y cereales más tarde, fijaron a los productores

a la tierra tornando posible la imposición fiscal centralizada. Esta transición

socioeconómica, y su correlato institucional, se produjo primero en la Mesopotamia,

luego en América Central, el valle del Indo, China, Perú y finalmente se extendió, a

lo largo de varios siglos, por todo el planeta.

En sus etapas iniciales, el ejercicio del poder estatal sobre su población era

largamente despótico. Sin embargo, el ejercicio de la coacción en sociedades más

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numerosas y complejas, cuyos integrantes ya no estaban ligados únicamente por

lazos de sangre, requería un nuevo principio de legitimidad: ése fue el rol de la

religión. El recurso a la autoridad divina permitió la consolidación del dominio

estatal. En paralelo se produjo un crecimiento sostenido de la organización militar,

necesaria para custodiar el territorio y, a la vez, mantener el orden interno. El

maridaje entre el Estado y la fuerza militar sería desde entonces indisociable.

Los Estados forman sistemas interestatales dado que, durante su etapa formativa,

compiten por territorio y población influenciando mutuamente su destino. Por eso,

siempre surgen en grupos. El sistema de Estados que prevalece actualmente tomó

forma en Europa a partir del año 1000 DC y se extendió durante los siguientes cinco

siglos hacia otras regiones, eclipsando los sistemas interestatales que hasta entonces

se centraban en China, India, Persia y Turquía. El proceso a través del cual se

formaron los Estados europeos es narrado por Tilly de esta manera: “los hombres

que controlaban medios concentrados de coerción (ejércitos, flotas, fuerzas

policiales, armas) comúnmente intentaban usarlos para extender el rango de

poblaciones y recursos sobre los que ejercían su dominio. Cuando no encontraban a

nadie con un control equivalente de los medios de coerción, conquistaban; cuando

los encontraban, hacían la guerra. Algunos guerreros lograron ejercer un control

estable sobre la población de territorios significativos, ganando acceso rutinario a

parte de los bienes y servicios producidos en ese territorio: así se transformaron de

conquistadores en gobernantes”. Enfrentados con las exigencias de los vencedores,

los gobernantes de menor fuste debieron decidir entre someterse a sus designios o

arriesgarse a la guerra. De este modo, la guerra o la preparación para librarla

condicionaron todas las actividades de gobierno a la necesidad de extraer de la

sociedad los medios necesarios (hombres, armas, provisiones o dinero para

comprarlos) para conquistar o perecer. La forma organizativa que los Estados

emergentes asumieron en Europa dependió fundamentalmente del tipo de recurso

que predominaba en la región que controlaban. En áreas con pocas ciudades y

predominio de la agricultura, la coerción directa jugó un papel mayor tanto en la

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producción de recursos como en su extracción por los Estados nacientes; en áreas

con muchas ciudades y predominio comercial, en el que prevalecía la producción y

el intercambio orientado al mercado, las formas de dominación fueron más capital-

intensivas que coerción-intensivas. Estas diferentes estrategias extractivas se

reflejaron en los diversos caminos seguidos por los Estados europeos en su

desarrollo, hasta que aquéllos que consiguieron mantener ejércitos permanentes

fijaron los términos de la guerra y acabaron con sus vecinos menos exitosos. Dos

ejemplos arquetípicos de formación estatal son Francia y Alemania. En el primer

caso, la centralización temprana del poder en París permitió la penetración posterior

en el resto del territorio, al tiempo que las sucesivas guerras libradas con quienes

resistían el avance estatal fueron definiendo las fronteras del nuevo Estado. En el

segundo caso la acumulación de capital se hallaba dispersa entre varias ciudades, lo

que llevó a Prusia, una de las regiones alemanas menos desarrolladas, a sostenerse

en su capacidad de organización militar para unificar tardíamente a la nación.

La difusión del Estado como forma de organización política se exportó desde

Europa al resto del mundo por medio de la conquista y la dominación colonial. En

América Latina, África, la mayor parte de Asia y Oceanía, las potencias europeas

definieron límites territoriales y centralizaron la autoridad de gobierno en función de

sus propias rivalidades en el Viejo Mundo. Así, la mayor parte de los Estados

africanos y de Medio Oriente son producto del trazado de mapas realizado por los

conquistadores sin demasiada consideración por la realidad en el terreno. En estos

países, las fronteras separan etnias y lenguas similares al mismo tiempo que agrupan

etnias y lenguas diferentes.1 Sin embargo, y pese a la crítica feroz realizada por los

movimientos independentistas y sus sucesores, la organización estatal y la

delimitación realizada por los europeos se mantuvieron intactas en la mayor parte

del globo. Semejante resiliencia prueba que esta estructura no sólo trasciende a sus

creadores sino que goza de una fortaleza superior a la de sus alternativas. Sin

embargo, su difusión planetaria es más reciente de lo que el éxito permite inferir:

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sólo a partir de la Segunda Guerra Mundial la mayor parte del territorio mundial se

encuentra organizado en Estados formalmente independientes cuyos gobernantes

reconocen, casi sin excepciones, el derecho a existir de los demás Estados.

IV. LA FORMACIÓN DEL ESTADO EN AMERICA LATINA

En el siglo XV había en Europa alrededor de 1500 proto-estados o comunidades

políticas que reclamaban algún tipo de independencia; en 1900, su número se había

reducido a 25. Semejante proceso de centralización del poder se produjo como

resultado de conflictos armados, mediante los cuales los Estados más poderosos

fueron absorbiendo a los menos exitosos. Sólo aquéllos que lograron movilizar

grandes fuerzas armadas y controlar efectivamente su propio territorio consiguieron

sobrevivir la revolución militar, consistente en la apropiación pública de los medios

militares, la expansión colosal de ejércitos y logística y la justificación nacionalista

de las campañas bélicas. Las guerras contribuyeron a concentrar el poder dentro de

cada Estado, tanto en relación con las periferias geográficas como con las clases

sociales. Este mecanismo funcionó, por ejemplo, tanto en manos del Estado

prusiano, que consolidó tanto su dominio sobre los demás Estados alemanes como

sobre su propia aristocracia, como de la Francia absolutista y la Inglaterra de la

Restauración. En América Latina, sin embargo, la guerra no tuvo los mismos

efectos.

La conquista y la colonización española se organizaron tempranamente en dos

virreinatos, el de Nueva España o México (1535) y el de Perú (1542). Más tarde

éstos se subdividieron creándose dos más, el de Nueva Granada (1717) y el del Río

de la Plata (1776), además de algunas capitanías generales. Luego de las guerras de

la independencia, desatadas hacia principios del 1800, la América hispánica

continuó fragmentándose a partir de sucesivos conflictos hasta conformar los

dieciocho Estados de la actualidad. Un caso destacado es la división de las

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Provincias Unidas del Río de la Plata, cuyas nuevas autoridades con sede en Buenos

Aires no consiguieron mantener al Alto Perú (Bolivia), Paraguay y la Banda

Oriental (Uruguay) unidos en el Estado que sucedió al Virreinato del Río de la Plata.

La anarquía de la guerra, que en Europa dio lugar a la imposición del orden

mediante la monopolización de la violencia, en América Latina fomentó la

fragmentación territorial y la creación de Estados despóticamente fuertes pero

infraestructuralmente débiles. La causa, argumenta Miguel Centeno, es que fueron

guerras de un tipo incorrecto libradas en contextos inapropiados.

La definición de “guerras de tipo incorrecto” engloba tres criterios. En primer lugar,

no fueron guerras de conquista sino de seguridad interna; su objetivo era asegurar el

control del poder central, no redefinir los bordes territoriales. En segundo lugar, no

fueron guerras movilizadoras que contribuyesen a crear sentimientos de ciudadanía,

sino que las clases dominantes preferían enviar al frente de batalla a miembros de las

clases subalternas antes que a sus propios hijos. Finalmente, no fueron guerras

galvanizadoras de la identidad nacional, ya que entre las partes en conflicto no había

diferencias culturales, lingüísticas o religiosas como las que avivaron los conflictos

europeos.

Por su parte, el concepto de “contexto inapropiado” también tiene tres componentes.

El primero es la fragmentación regional: sólo América del Sur, sin contar México,

América Central y el Caribe, duplica la superficie de toda Europa. Siendo además un

continente menos poblado y más accidentado geográficamente, las posibilidades de

interacción entre las diferentes regiones fueron históricamente muy limitadas, sea

para el comercio o para la guerra. El segundo componente es la composición social:

en contraste con Europa, las divisiones étnicas entre los grupos dominantes y los

grupos subalternos, sobre todo de origen indígena o africano, llevaron a las primeras

a recelar antes una revuelta social que una invasión extranjera. El tercer componente

es la división entre las elites: dado el perfil de mercaderes antes que guerreros que

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ostentaban los sectores gobernantes, la economía se sobrepuso a la política y las

rivalidades a la cooperación.

La conjunción de los factores mencionados, tanto en lo que hace al tipo de guerra

como al contexto en el que tuvieron lugar, llevó a una “combinación desastrosa”: la

de autoridades políticas regionales con ejércitos supranacionales. Uno de los casos

destacados es el de José de San Martín, comandante desde 1813 de un ejército que

no respondía a la autoridad formal de un país independiente (Argentina no lo sería

hasta 1816) sino a autoridades locales instaladas en Buenos Aires y con las que tenía

frecuentes conflictos. En 1820, ya liberado Chile, envió a Buenos Aires su renuncia

como comandante del ejército, pese a lo cual continuó su campaña libertadora hasta

Perú, país del que se convirtió en efímero gobernante. Las guerras de independencia

habían concluido, pero la estabilización de los nuevos Estados estaba lejos de

concretarse. El fracaso de esta combinación llevó a Centeno a sugerir que la

formación estatal en América Latina reconoce más paralelos con el proceso de

disolución del Imperio Austro-Húngaro que con el de unificación territorial liderado

por Prusia.

Hubo, en cambio, “una clara diferencia entre el inestable proceso de construcción

del estado en los países vecinos y la consolidación política de Brasil. La legitimidad

del gobierno se aseguró por la perduración en el poder de un miembro de la Casa

de Braganza que, ante la invasión del ejército napoleónico a Portugal, trasladó su

sede a Brasil. La continuidad del orden monárquico se explica también por la

aspiración de las elites brasileñas a formar un estado centralizado, algo que la vía

republicana podría impedir u obstaculizar”. Aunque no faltaron las tendencias

autonómicas, el orden monárquico, el temor a una revuelta de los esclavos y los

acuerdos para compartir el poder entre elites nacionales y regionales evitó un

proceso de fragmentación como el que se observó en la América hispánica. La

esclavitud y la monarquía acabarían respectivamente en 1888 y 1889, pero la

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organización federal se mantendría como característica permanente del Estado

brasileño. Las relaciones de Brasil con sus vecinos se caracterizaron por el conflicto

y una identidad diferenciada, aunque la delimitación temprana de sus fronteras, a

inicios del siglo XX, llevó a que las rivalidades no escalaran militarmente. El Estado

brasileño pudo así desarrollarse orientado hacia adentro, hasta que en la década de

1980 una nueva estrategia de inserción en el mundo derivó en una reaproximación a

la región sudamericana.

Cuando analiza la formación del Estado argentino, Oscar Oszlak operacionaliza

conceptos de Weber y Tilly y, al mismo tiempo, complementa e ilustra algunos de

los análisis desarrollados por Centeno. Para ello parte de la definición de

“estatidad”, o condición de “ser Estado”. Esta condición supone la adquisición, por

parte de una entidad en formación, de cuatro propiedades: “(1) capacidad de

externalizar su poder, obteniendo reconocimiento como unidad soberana dentro de

un sistema de relaciones interestatales; (2) capacidad de institucionalizar su

autoridad, imponiendo una estructura de relaciones de poder que garantice su

monopolio sobre los medios organizados de coerción; (3) capacidad de diferenciar

su control, a través de la creación de un conjunto funcionalmente diferenciado de

instituciones públicas con reconocida legitimidad para extraer establemente

recursos de la sociedad civil, con cierto grado de profesionalización de sus

funcionarios y cierta medida de control centralizado sobre sus variadas

actividades; y (4) capacidad de internalizar una identidad colectiva, mediante la

emisión de símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia y solidaridad social

y permiten, en consecuencia, el control ideológico como mecanismo de

dominación”.

En algunos casos latinoamericanos como Brasil, Perú y México, el aparato

institucional colonial estaba lo suficientemente desarrollado en la época de la

independencia como para resultar de utilidad a los nuevos gobernantes. Esta

continuidad compensó parcialmente los factores físicos, étnicos y culturales que

dificultaban el proceso de integración nacional. En el Río de la Plata, en cambio, “el

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aparato administrativo colonial no llegó a desarrollar un eficaz mecanismo

centralizado de control territorial. Más aún, subsistieron en las diversas localidades

órganos político-administrativo coloniales que tendieron a reforzar el marco

provincial como ámbito natural para el desenvolvimiento de las actividades sociales

y políticas”. Hasta aquí el análisis es coincidente con el de Centeno, aunque luego

toma un cariz más económico cuando se afirma que “sólo en presencia de un

potencial mercado nacional –y consecuentes posibilidades de desarrollo de

relaciones de producción capitalista— se allana el camino para la formación de un

estado nacional”. Esta conclusión, que reconoce cierta influencia del marxismo,

asocia al Estado con el mercado más que con la violencia. Sin embargo el análisis no

llega a tornarse unidimensional, como demuestra la tipología sobre las modalidades

de penetración estatal que Oszlak presenta a continuación.

La penetración estatal, es decir la difusión del poder central a través del territorio

nacional, se manifestó a través de cuatro modalidades. Cabe alertar que ésta es una

distinción analítica, ya que en la práctica se encontraban generalmente imbricadas o

superpuestas. La modalidad “represiva supuso la organización de una fuerza militar

unificada y distribuida territorialmente, con el objeto de prevenir y sofocar todo

intento de alteración del orden impuesto por el estado nacional… [La] cooptativa

incluyó la captación de apoyos entre los sectores dominantes y gobiernos del

interior, a través de la formación de alianzas y coaliciones basadas en compromisos

y prestaciones recíprocas… [La] material presupuso diversas formas de avance del

estado nacional, a través de la localización en territorio provincial de obras,

servicios y regulaciones indispensables para su progreso económico… [La]

ideológica consistió en la creciente capacidad de creación y difusión de valores,

conocimientos y símbolos reforzadores de sentimientos de nacionalidad que tendían

a legitimar el sistema de dominación establecido”.

Suele considerarse a 1880 como el año de la consolidación del Estado argentino.

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Alrededor de esa fecha se produjo una serie de acontecimientos que garantizarían el

control, por parte del gobierno central, de cuatro factores fundamentales del poder

estatal: los recursos, la violencia, el territorio y la legislación civil. En el primer

caso, la federalización de la ciudad de Buenos Aires (es decir, su separación de la

provincia del mismo nombre para tornarse capital federal) implicó la

nacionalización del puerto y la aduana, fuentes cruciales de recaudación fiscal que

aseguraron la viabilidad financiera de las autoridades federales. En el segundo caso,

la exitosa represión de la rebelión liderada por el gobernador bonaerense Carlos

Tejedor en rechazo a la elección presidencial de Julio Argentino Roca, que culminó

en la aprobación de una ley que prohibía las milicias provinciales, legitimó

definitivamente el monopolio federal de la violencia. En el tercer caso, la elección

como presidente del militar que había comandado las expediciones de conquista de

las tierras patagónicas simbolizó la expansión del control estatal hasta los confines

territoriales del país. Por último, la victoriosa disputa con la Iglesia Católica por el

control público de los registros civiles y la secularización de la educación permitió

que el Estado se independizara de la tutela ideológica de una poderosa institución

trasnacional.

Prácticamente despoblado hasta la década de 1880, cuando se inicia la inmigración

masiva, el desarrollo posterior del Estado argentino se basó en una estructura

económica que se desplegó dos etapas. Entre la organización nacional y la crisis

mundial de 1930, la producción nacional se centró en el campo y se orientó hacia el

mercado mundial, definiendo lo que se llamó modelo agroexportador. A partir de

entonces, diversos proyectos nacionalistas estimularon una producción basada en la

industria y orientada hacia el mercado interno. Se conoció como el modelo de

industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y, en los años subsiguientes,

encontraría su sostén intelectual en la Comisión Económica para América Latina

(CEPAL) de las Naciones Unidas. Este modelo impulsó una mayor intervención

estatal en la economía, tanto en la esfera de la producción como en la de la

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distribución, pero se agotó antes de lograr sus objetivos autárquicos y desarrollistas.

Como en los demás países del Cono Sur, la crisis económica generó un nuevo tipo

de autoritarismo caracterizado por la intervención estatal sobre la sociedad con el fin

de reestructurarla y no simplemente reequilibrarla. Guillermo O’Donnell (1982)

acuñó el concepto de Estado burocrático-autoritario para describir estos regímenes,

que se impusieron en Argentina entre 1966-1973 y 1976-83, en Brasil en 1964-

1984, en Chile en 1973-1990 y en Uruguay en 1973-1989. Su aspecto central fue el

carácter tecnoburocrático, que se manifestó en una orientación eficientista de la

gestión estatal. El énfasis otorgado a los programas de racionalización del sector

público contrastó con otras formas de autoritarismo prevaleciente en América

Latina, en particular las de tipo tradicional y carismático-populista. A partir de la

década de 1980 la democracia retornaría en forma escalonada, pero la crisis fiscal

era anterior al cambio de régimen y lo sobreviviría.

V. EL DESARROLLO CONTEMPORÁNEO Y LOS TIPOS DE ESTADO

El Estado contemporáneo se ha desarrollado en dos etapas: el Estado de derecho y el

Estado social o de bienestar. Hasta fines del siglo XVII en Inglaterra y XVIII en

Francia, el tipo de Estado predominante era absolutista: se caracterizaba por la

ausencia de límites al poder del monarca y por la inexistencia de separación entre

esfera pública y privada El absolutismo se extendió por todo el continente europeo y

también se desplegó dos etapas: en la primera preponderó una orientación

confesional, mientras en la segunda prevaleció el espíritu de la Ilustración.

Inicialmente, el Estado y todo lo que en él había, personas incluidas, eran propiedad

del gobernante. Derechos que hoy son considerados individuales, como el de

profesar una religión o sostener ideas propias, no eran admitidos sino que

correspondían a la jurisdicción del señor. Contra este sistema se alzaron algunos

súbditos y pensadores, el más notorio de los cuales fue John Locke, en defensa de

una sociedad en que los individuos gozaran de derechos inalienables localizados

fuera del alcance del poder. El Estado de derecho es la forma clásica que asumió la

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organización estatal a partir de las conquistas que el liberalismo fue arrancando al

absolutismo a partir del siglo XVII. Estas conquistas comprenden la tutela

tradicional de las libertades burguesas, es decir la libertad personal, la religiosa y la

económica, e implican un dique contra la arbitrariedad del Estado. El Estado social o

welfare state se desarrolló más tarde, entre fines del siglo XIX y mediados del XX, y

representa los derechos de participación en el poder político y la riqueza social

producida. Mientras la primera forma reflejaba la organización capitalista temprana

y dio lugar a un Estado garantista, pasivo y del cual debe protegerse al ciudadano, la

segunda expresaba al capitalismo de la revolución industrial madura y de la cuestión

social y se encarnó en uno intervencionista, activo y protector del ciudadano.

La antítesis del Estado de derecho es el Estado totalitario. Encarnado en los

regímenes fascista de Benito Mussolini, nazi de Adolfo Hitler y soviético de José

Stalin, se desarrolló en el siglo XX utilizando las tecnologías de comunicación de

masas para transmitir la ideología oficial y manufacturar el consenso popular. La

ideología totalitaria aspira a construir un Estado que todo abarque y controle, y

según Hannah Arendt constituye una nueva forma de gobierno más que una versión

actualizada de las tiranías tradicionales. Por su parte, el Estado gendarme o Estado

mínimo se contrapone al Estado de bienestar: formulada en el siglo XIX, es una

doctrina en que las responsabilidades gubernamentales se reducen a su mínima

expresión, de tal modo que cualquier reducción ulterior desembocaría en la

anarquía. Las tareas de este gendarme incluyen la seguridad policial, el sistema

judicial, las prisiones y la defensa militar, limitándose a proteger a los individuos de

la coerción privada y el robo y a defender el país de la agresión extranjera. En la

práctica, sin embargo, un Estado tan limitado es difícil, si no imposible, de

encontrar.

La transición entre el Estado de derecho y el Estado de bienestar se inició en

Alemania durante el gobierno de Otto von Bismarck. Entre 1883 y 1889, el

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“Canciller de Hierro” implementó los primeros programas de seguro obligatorio

contra la enfermedad, la vejez y la invalidez. Las leyes regulando los derechos

laborales también se difundieron en esta época, sobre todo a partir de la experiencia

inglesa, e hicieron pie en la Europa central y nórdica. De este modo se fue abriendo

una alternativa al liberalismo, paradójicamente con el objetivo de hacer frente al

avance del socialismo. Efectivamente, a lo largo del siglo XIX los derechos sociales

eran implementados en oposición a los derechos civiles y políticos, en el sentido de

que el “derecho a la supervivencia” asegurado por la asistencia estatal requería en

contraprestación la renuncia del pobre a todo derecho civil o político, como en

Inglaterra, o la prohibición de asociarse a partidos u organizaciones socialistas,

como en Alemania.

La concepción de la asistencia estatal como un derecho en vez de una dádiva o

compensación por la confiscación de otros derechos surge en Inglaterra a principios

del siglo XX, se torna viable a partir del crecimiento masivo del aparato estatal

experimentado entre las dos guerras mundiales y se concreta finalmente a partir de

los años cuarenta, cuando la legislación británica reconoce el carácter universal del

derecho a la protección contra situaciones de dependencia de larga duración. A

partir de la segunda posguerra el Estado de bienestar, que pretende garantizar

ingresos mínimos, alimentación, salud, educación y vivienda a todos los ciudadanos

no como caridad sino como derecho político, se difunde al resto de los países

industrializados. Utilizando como fundamento intelectual “la economía del lado de

la demanda” preconizada por John Maynard Keynes, esta transformación del Estado

implicó un importante aumento del gasto público como proporción del producto

bruto nacional, el crecimiento y complejización de las estructuras administrativas

encargadas de los servicios sociales, el empleo y las obras públicas. Durante las

primeras tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, primero la

reconstrucción y luego el crecimiento portentoso de las economías occidentales

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permitió que la ampliación de los ingresos estatales financiase los crecientes costos

fiscales.

A partir de la década de 1970, sin embargo, la crisis derivada de los shocks

petroleros, originados en la decisión de los Estados productores de retener el

producto hasta cuadruplicar su valor, provocó una aceleración inflacionaria que

redujo la capacidad financiera de los Estados consumidores. A continuación se

analiza el ascenso y declinación del Estado de bienestar.

Según T. H. Marshall, apunta Gloria Regonini, en la historia de las sociedades

industriales “se distinguen tres fases: la primera, alrededor del siglo XVIII, se

caracteriza por la lucha por la conquista de los derechos civiles (libertad de

pensamiento y expresión, etc.); la siguiente, alrededor del siglo XIX, tiene como

centro la reivindicación de los derechos políticos (de organización, propaganda y

voto entre otros) y culmina en la conquista del sufragio universal. Es precisamente

el desarrollo de la democracia y el aumento del poder de las organizaciones

obreras lo que origina la tercera fase, caracterizada por el problema de los

derechos sociales cuya resolución es considerada un prerrequisito para la

concreción de la plena participación política”. Aunque algunos autores acentúan el

peso de los factores ideológicos en el desenvolvimiento del Estado de bienestar,

investigaciones más recientes tienden a subrayas el papel desempeñado por los

factores económicos. Así, la causa principal para la difusión de los derechos sociales

es el pasaje de la sociedad agraria a la sociedad industrial. Si bien es verdad que las

diferencias políticas y culturales pueden explicar ciertos márgenes de variación entre

las políticas adaptadas por los Estados industrializados, también resulta claro que el

desarrollo industrial aparece como la única constante capaz de generar el problema

de la seguridad social asociado con el surgimiento del Estado de bienestar. Tan

interesante resulta la diversidad existente entre los Estados de bienestar europeos y

estadounidense como la constatación de que la proporción de producto bruto

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nacional utilizada para objetivos sociales crece en función del desarrollo económico,

por lo que la retórica de los “modelos de Estado de bienestar” encubre que la

principal diferencia se encuentra entre países en desarrollo y países fuertemente

industrializados, y no entre variedades de estos últimos.

En cualquier caso, la crisis fiscal del Estado de bienestar derivada de la inflación

producida por los shocks petroleros y por el aumento de la demanda, así como del

envejecimiento poblacional que disminuye la cantidad de contribuyentes y aumenta

la de receptores, ha contribuido a eclipsar el debate sobre sus variedades. El

surgimiento del welfare state es generalmente entendida como una difuminación de

los límites entre Estado (o política, o esfera pública) y sociedad (o mercado, o esfera

privada) tal como se concebía en la sociedad liberal. Durante la década de 1960, la

nueva relación es percibida en términos de equilibrio y estabilidad. A partir de

entonces, sin embargo, dos enfoques se disputan la interpretación de la crisis. Por un

lado, un grupo de autores considera que el Estado de bienestar implica la

estatalización de la sociedad. Para esta visión, los beneficios sociales provistos por

el Estado acarrean el peligro de tornar extremadamente dependientes a los

individuos, por lo que es necesario reforzar la resistencia de la sociedad civil para

evitar el avasallamiento de la política. Por otro lado, un segundo grupo de autores

considera que el proceso observado es el contrario: la socialización del Estado. Para

esta visión, la ideología igualitaria difundida por el Estado de bienestar genera un

exceso de demandas sociales que las instituciones públicas no consiguen procesar.

La receta, entonces, es por un lado reducir las demandas y por el otro fortalecer las

instituciones. Sea cual fuere la interpretación, los hechos indican que pese a la crisis

los Estados occidentales tienen actualmente un peso en la sociedad como nunca

antes en la historia, al menos en lo que se refiere a producción y distribución de la

riqueza. La evidencia es que, en los países de la Organización para la Cooperación y

el Desarrollo Económico (OCDE) que reúne a los países más desarrollados del

mundo, los ingresos estatales en 2000 se aproximaban al 40% del producto bruto

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interno y los gastos se acercaban al 50%. Al mismo tiempo, y pese al entusiasmo

que generan las tesis de la globalización, la actividad económica relacionada con el

comercio internacional sigue siendo relativamente baja (no más del 17% de la

actividad económica mundial en 1996, apenas por encima de la marca registrada en

1913), lo que significa que la mayor parte de la actividad económica se sigue

desarrollando dentro de los mercados domésticos. Por eso, la relación entre Estado y

mercado o, en otras palabras, entre Estado y desarrollo económico sigue siendo muy

estrecha.

En la visión de Peter Evans, uno de los teóricos más conocidos del ‘retorno del

Estado’, “las teorías sobre el desarrollo posteriores a la Segunda Guerra Mundial,

que surgieron en las décadas del ‘50 y el ‘60, partieron de la premisa de que el

aparato del estado podría emplearse para fomentar el cambio estructural. Se

suponía que la principal responsabilidad del estado era acelerar la

industrialización, pero también que cumpliría un papel en la modernización de la

agricultura y que suministraría la infraestructura indispensable para la

urbanización. La experiencia de las décadas posteriores socavó esta imagen del

estado como agente preeminente del cambio, generando por contrapartida otra

imagen en la que el estado aparecía como obstáculo fundamental del desarrollo. En

África, ni siquiera los observadores más benévolos pudieron ignorar que en la

mayoría de los países el estado representaba una cruel parodia de las esperanzas

poscoloniales… Para los latinoamericanos que procuraban comprender las raíces

de la crisis y el estancamiento que enfrentaban sus naciones no era menos obvia la

influencia negativa del hipertrófico aparato estatal”. Esta imagen del Estado como

problema fue, en parte, consecuencia de su fracaso para cumplir las funciones que se

le habían fijado y las expectativas que había generado. A lo largo de las décadas de

1970 y 1980, entonces, los análisis neoutilitaristas y las políticas neoliberales

alcanzaron su apogeo proponiendo la retirada del Estado y su substitución por el

mercado.

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A partir de fines de los ’80, sin embargo, los problemas provocados por la

implementación de programas de ajuste estructural y la confirmación de que los

mercados, como los Estados, también desarrollan fallas condujeron a una tercera ola

de ideas acerca del Estado.

En términos de Dani Rodrik, los mercados no se “crean, regulan, estabilizan ni

legitiman” solos sino que requieren instituciones que definan reglas de interacción,

las implementen y aseguren el cumplimiento de los contratos. La nueva visión, más

ecléctica, postulaba que para fomentar el desarrollo el Estado podía ser tanto

problema como solución dependiendo de la forma que adquiriese su relación con la

sociedad. Según Evans, “la esencia de la acción del estado radica en el intercambio

que tiene lugar entre los funcionarios y sus sustentadores. Los funcionarios

requieren, para sobrevivir, partidarios políticos, y estos, a su vez, deben contar con

incentivos suficientes si no se quiere que desplacen su apoyo a otros potenciales

ocupantes del estado”. Los funcionarios tienen, a grandes rasgos, dos formas de

generar esos incentivos: mediante la provisión de bienes colectivos o mediante la

entrega directa de beneficios y rentas públicas a sus partidarios. En el primer caso, el

Estado cumple una función positiva sobre el desarrollo económico; en el segundo, lo

obstaculiza. Un modelo recibe el nombre de “Estado desarrollista”, el otro de

“Estado predatorio”. El hecho de que se implante uno u otro depende de la relación

que se traba entre Estado y sociedad: si el Estado es excesivamente autónomo le

resultará difícil movilizar los recursos sociales por la senda del desarrollo; si es

excesivamente dependiente o colonizado por algunos grupos, la apropiación privada

de las rentas públicas tornará la economía rentista e improductiva. La fórmula del

Estado desarrollista, aquél que extrae excedentes pero ofrece a cambio bienes

colectivos, es la “autonomía enraizada”, en el sentido de que el Estado no se aísla de

la sociedad sino que combina un alto grado de autonomía con una interacción fluida

con actores socioeconómicos estructurados. Los casos arquetípicos de Estados

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desarrollistas son los del este asiático, en particular Japón, Corea y Taiwán, mientras

que los ejemplos más representativos del Estado predatorio se encuentran en África

y se encarnan, por ejemplo, en Zaire.

En los últimos años, sin embargo, la tendencia ha sido la de catalogar a Estados

como los africanos como fallidos antes que predatorios. La idea subyacente es que, a

la larga, estas entidades no consiguen siquiera garantizar los privilegios de los

sectores gobernantes.

Un Estado fallido se caracteriza por tres características: “la ruptura de la ley y el

orden producida cuando las instituciones estatales pierden el monopolio del uso

legítimo de la fuerza y se tornan incapaces de proteger a sus ciudadanos (o, peor

aún, son utilizadas para oprimirlos y aterrorizarlos); la escasa o nula capacidad

para responder a las necesidades y deseos de sus ciudadanos, proveer servicios

públicos básicos y asegurar las condiciones mínimas de bienestar y de

funcionamiento de la actividad económica normal; en la arena internacional, la

ausencia de una entidad creíble que representa al estado más allá de sus

fronteras”. Las fallas del Estado, sin embargo, no siempre se presentan juntas y de

forma absoluta. Por el contrario, una cuestión clave consiste en distinguir grados. La

etiqueta “Estado fallido” suele utilizarse en casos en los que un umbral razonable de

falla ha sido superado, aunque hay casos de estiramiento conceptual que agrupa

casos notoriamente diferentes. Existen casos evidentes de colapso extremo como los

de Somalia, Liberia o Haití durante la década pasada, en que la sociedad civil y la

autoridad política se desintegraron y una situación hobbesiana que recordaba al

estado de naturaleza prevaleció. La mayoría de los casos, sin embargo, enfrenta

situaciones menos drásticas y la dimensión de la incapacidad estatal varía entre un

área y otra. Un serio problema analítico reside en el hecho de que estos casos son

prácticamente indistinguibles de la situación de muchos, si no la mayoría, de los

países pobres, que sufren de debilidad institucional y brechas de capacidad. Algunos

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análisis procuran refinar este concepto, generando categorías más detalladas que

permitan apreciar diferencias entre los casos. La Agencia para el Desarrollo

Internacional de los Estados Unidos (USAID), por ejemplo, hace la distinción entre

Estados fallidos, en vías de fallar, frágiles y en recuperación. Por su lado, las

Naciones Unidas tienen una agencia para los Países Menos Desarrollados (LDCs),

que agrupa cincuenta países que cumplen tres criterios: bajo ingreso per capita, bajo

desarrollo humano (se mide nutrición, salud, educación y analfabetismo) y alta

vulnerabilidad económica. La lista más elaborada de Estados fallidos, si bien

polémica, fue desarrollada en 2005 por la revista especializada Foreign Policy y es

actualizada anualmente desde entonces. En ella se enumeran veinte Estados

colapsados que, o bien son incapaces de mantener el orden en su territorio sin

intervención externa, o bien controlan una parte del territorio pero sin capacidad

efectiva más allá de la capital o regiones centrales. Trece de estos Estados se

encuentran en África, cinco en Asia, uno en Oceanía y uno en América (Haití). La

lista agrega otros veinte Estados a los que califica “en peligro”, y a continuación

veinte más que se encontrarían en una posición de frontera. A pesar de la polémica

generada por esta publicación, sus resultados son útiles a efectos comparativos

(aunque no tanto conceptuales).

Lo contrario de un Estado fallido, es decir un Estado exitoso o efectivo, no se

correlaciona necesariamente con una concentración excesiva de poder. Al contrario,

la “fuerza” o capacidad de un Estado presenta al menos dos dimensiones. ¿Qué

significa la expresión “Estado fuerte”? Michael Mann propuso una distinción entre

los poderes despóticos e infraestructurales del Estado. Los poderes despóticos son

mayores cuando puede actuar coactivamente sin restricciones legales o

constitucionales. Los poderes infraestructurales se refieren a la habilidad del Estado

para penetrar en la sociedad y organizar las relaciones sociales. En estos términos, el

Estado absolutista francés del siglo XVIII era estructuralmente más débil que su

rival británico. Aunque el primero disponía de un amplio margen de arbitrariedad

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para ejercer el poder, su capacidad para movilizar a la sociedad y extraer de ella

recursos y apoyo eran muy inferiores al del gobierno británico.

Del mismo modo, ya durante el siglo XX, Gran Bretaña y Estados Unidos se

demostraron más efectivos que sus enemigos nazis y soviéticos a la hora de asegurar

respaldo interno y movilizar para la guerra. La eficacia de un Estado depende de la

estabilidad y capacidades de su aparato administrativo, y ello es función de la

legitimidad doméstica y la profesionalización burocrática. En última instancia, la

administración pública es la forma cotidiana en que el Estado organiza el orden

social.

VI. EL SISTEMA INTERESTATAL

Como ya se mencionó, a lo largo de la historia los Estados surgieron en grupos.

Esto significa que la formación de un Estado implica siempre un sistema interestatal,

sea preexistente o simultáneo. La mayor parte de los estudiosos de relaciones

internacionales considera que el actual sistema interestatal nació en 1648, cuando un

conjunto de potencias europeas acordó lo que se conoce como Paz de Westfalia,

poniendo fin a la Guerra de los Treinta Años. Los principales signatarios de los dos

tratados que sellaron la paz fueron la Francia católica, la Suecia protestante y el

Sacro Imperio Romano (Germánico), además de España, Holanda, la Confederación

Helvética (Suiza) y varios principados alemanes. El conflicto que había llevado a la

guerra remitía al derecho que se arrogaban los emperadores germánicos para decidir

la religión que se profesaba en sus territorios. Los principios que la literatura deriva

usualmente de este acuerdo son tres: la soberanía de los Estados y su derecho a la

autodeterminación, la igualdad legal entre Estados y la no intervención en los

asuntos internos de otro Estado. Éstos son los principios que rigen aún hoy el

derecho internacional, por lo que el sistema interestatal actual suele denominarse

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“sistema westfaliano”. Sin embargo, algunos autores revisionistas aseguran que

estos principios no proceden de los tratados referidos. Por el contrario, argumentan,

ninguno de ellos menciona la palabra soberanía. Además, las autoridades del Sacro

Imperio Romano se reservaban el derecho de deponer a los príncipes inferiores

cuando los considerara en falta. Asimismo, los tratados establecían que Francia y

Suecia se reservaban el derecho de intervenir en los asuntos internos del Imperio en

caso de que los acuerdos fueran violados. Para esta visión, antes que establecer la

soberanía los tratados tenían como función mantener el status quo, garantizando que

la autonomía de los proto-estados menores, si bien alta, continuara limitada por las

leyes, cortes y constituciones de los Estados mayores –y no fueran, por lo tanto,

soberanos. En cualquier caso, la interpretación que se difundió posteriormente

aceptó el principio “cuius regio, eius religio”, significando que en cada territorio la

religión del rey sería también la de sus súbditos. De ese modo, se acabó al mismo

tiempo con la doctrina que afirmaba que a un rey en el cielo correspondía un único

rey en la tierra y con la legitimidad de la religión como fundamento de la

intervención en los asuntos de otros Estados.

El principio de igualdad jurídica entre los Estados se encuentra hoy en vigencia y no

hay visos de que vaya a cambiar próximamente. La realidad de los hechos, sin

embargo, suele contradecir la normatividad del derecho. En la práctica, los Estados

no son políticamente iguales: los hay más poderosos y más débiles, desarrollados y

subdesarrollados, democráticos y despóticos. Las características de las unidades

afectan al sistema, aunque las teorías de política internacional no se ponen de

acuerdo sobre de qué modo lo hacen. Algunas consideran inmutable la estructura de

relaciones interestatales más allá de eventuales cambios en la distribución de poder

entre los Estados, mientras otras sostienen que el tipo de organización interna de los

Estados puede alterar el patrón de relaciones internacionales. Para los primeros,

llamados realistas, lo que cuenta es el poder estatal relativo, medido principalmente

en términos político-militares. Para los segundos, llamados liberales, también es

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determinante el grado de interdependencia entre los países, las instituciones

internacionales y el régimen político doméstico. Los realistas proclaman que la

primera regla de las relaciones interestatales es el equilibrio del poder, que lleva a

los países a realizar alianzas para contrapesar la amenaza de Estados o alianzas más

poderosos. Los liberales, en cambio, defienden la teoría de la paz democrática, que

afirma que las democracias no hacen la guerra entre sí y, por lo tanto, abren el

camino para relaciones interestatales basadas en la cooperación antes que el

conflicto. En cualquier caso, ambos enfoques aceptan que los Estados no son iguales

en la práctica aunque lo sean en la norma.

Para entender el carácter cambiante del Estado resulta conveniente desagregar sus

funciones que, a diferencia de su medio específico, varían con el tiempo. Stephen

Krasner ha identificado cuatro dimensiones de la soberanía estatal. La soberanía

doméstica se refiere a la autoridad del Estado al interior de sus fronteras, en relación

con su propia sociedad. Soberanía interdependiente se refiere a la habilidad de las

autoridades estatales de controlar los flujos transfronterizos de bienes, servicios,

capitales y personas. Soberanía legal internacional se refiere al reconocimiento

jurídico de que goza un Estado bajo la ley internacional. Finalmente, soberanía

westfaliana se refiere a la exclusión de actores externos en la operación del sistema

político doméstico. Esta formulación permite especificar con mayor precisión lo que

los Estados pueden y no pueden hacer. Así, los Estados más débiles suelen aparecer

muy abajo en todos los rankings excepto en el de soberanía legal, mientras que los

más poderosos se posicionan bien en tres dimensiones pero exhiben niveles más

altos de interdependencia, lo que disminuye su soberanía en ese aspecto. Incluso

casos atípicos como el de Taiwán, que goza de soberanía doméstica y westfaliana

pero prácticamente carece de soberanía legal internacional, son mejor aprehendidos

mediante este análisis desagregado.

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Las identidades nacionales son otro aspecto crítico de la sociedad que modela y

constriñe al Estado y su relación con el ambiente. Un mundo de mercados abiertos

puede ser una ventaja para Estados con un tipo particular de identidades nacionales,

pero constituir una amenaza para otros. El nacionalismo puede orientarse cívica o

étnicamente. El nacionalismo cívico es una identidad grupal basada en el

compromiso con un credo político nacional, sea éste basado en valores como la

igualdad o instituciones como la constitución. Para esta concepción, la raza, religión,

lengua, género o etnia no definen el derecho de los ciudadanos a pertenecer a la

comunidad. El nacionalismo étnico, en contraste, sostiene que los derechos de los

individuos y su participación en la comunidad son heredados, basados en lazos

raciales o étnicos. Las dos versiones de nacionalismo recién definidas constituyen

tipos ideales, y las identidades nacionales reales se localizan en posiciones

intermedias del continuo que une un polo con el otro. Sin embargo, la evidencia

histórica indica que las variaciones a lo largo de ese continuo tienen efectos

importantes sobre las políticas internas y externas de los Estados. Las ventajas del

nacionalismo cívico, manifiestas en el desempeño de los países occidentales en

general y de los Estados Unidos en particular, se deben en parte a que los conflictos

derivados de las divisiones étnicas o religiosas son procesados en el ámbito de la

sociedad civil, removiéndolos de la arena política y evitando que esas tensiones se

transmitan al aparato del Estado. El nacionalismo cívico sería así una fuente de

cohesión social, estabilidad política, capacidad estatal y, consecuentemente, poder

militar.

Si durante el periodo de la Guerra Fría el mundo podía dividirse en tres en función

de su alineamiento con los Estados Unidos, la Unión Soviética o ninguno de los dos,

a partir de entonces la división más mencionada es la que separa a los países

desarrollados (generalmente localizados en el hemisferio norte) y a los

subdesarrollados o emergentes (mayormente en el hemisferio sur). Sin embargo, los

acontecimientos militares de la última década han ido delineando una nueva

frontera: aquélla que separa a los Estados que se adecuan a las reglas de la

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comunidad internacional y aquéllos que las desafían o se mantienen al margen. Para

estos últimos se ha desarrollado el concepto de “Estado canalla” o recalcitrante

(rogue state). El término se aplica a Estados considerados amenazantes para la paz

mundial, lo que habitualmente incluye estar gobernados por regímenes autoritarios

que restrinjan los derechos humanos, patrocinar el terrorismo y fomentar la

proliferación de armas de destrucción masiva como Corea del Norte e Irán. Su

utilización, sobre todo por parte del gobierno de Estados Unidos, es peyorativa y su

validez resulta controvertida, en particular para quienes cuestionan la política

exterior norteamericana.

VII. EL ESTADO Y LA INTEGRACIÓN REGIONAL

El Estado contemporáneo está sujeto a dos tipos de tensiones: las hay de

fragmentación y de integración. Las tensiones de fragmentación tienen causas

fundamentalmente políticas y se relacionan con el resurgir de los nacionalismos

subestatales; las de integración reconocen motivaciones principalmente económicas

vinculadas con el proceso de globalización.5 En esta sección se analiza una de las

respuestas que, primero en Europa y luego en otras regiones del mundo, algunos

Estados han elaborado para hacer frente al cambio de escala generado por la

creciente integración de los mercados mundiales: la integración regional. Ésta puede

ser entendida como un intento de reconstruir las erosionadas fronteras nacionales a

un nivel más elevado. Por lo tanto, cabría interpretarla como una maniobra

proteccionista por parte de aquellos Estados que no pueden garantizar por sí mismos

sus intereses y objetivos. De alguna manera, esto recuerda el enfoque contractualista

de la génesis estatal. Siguiendo la línea de pensamiento, hay quienes argumentan

que las regiones devendrán nuevos Estados a la manera en que federaciones

actuales, como Suiza y Estados Unidos, surgieron a partir de la unión voluntaria de

unidades políticas preexistentes. Otros, en cambio, sostienen que los bloques

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regionales estarán siempre subordinados a sus Estados miembros y no los

substituirán.

En términos estrictos, la integración regional consiste en “el proceso por el cual los

estados nacionales ‘se mezclan, confunden y fusionan con sus vecinos de modo tal

que pierden ciertos atributos fácticos de la soberanía, a la vez que adquieren

nuevas técnicas para resolver sus conflictos mutuos’. A esta definición clásica de

Ernst Haas sólo nos resta añadir que lo hacen creando instituciones comunes

permanentes, capaces de tomar decisiones vinculantes para todos los miembros.

Otros elementos –el mayor flujo comercial, el fomento del contacto entre las elites,

la facilitación de los encuentros o comunicaciones de las personas a través de las

fronteras nacionales, la invención de símbolos que representan una identidad

común– pueden tornar más probable la integración, pero no la reemplazan”.

La integración económica entre dos o más países admite cuatro etapas. La primera

es la zona de libre comercio un ámbito territorial en el cual no existen aduanas

domésticas; esto significa que los productos de cualquier país miembro pueden

entrar a otros sin pagar aranceles, como si fueran vendidos en cualquier lugar del

país de origen. La segunda etapa es la unión aduanera que establece un arancel a ser

pagado por los productos provenientes de terceros países; ello implica que los

Estados miembros forman una sola entidad en el ámbito del comercio internacional.

La tercera etapa es el mercado común, unión aduanera a la que se agrega la libre

movilidad de los factores productivos (capital y trabajo) a la existente movilidad de

bienes y (eventualmente) servicios; tal avance requiere la adopción de una política

comercial común y suele acarrear la coordinación de políticas macroeconómicas y la

armonización de las legislaciones nacionales. Finalmente, la unión económica

consiste en la adopción de una moneda y política monetaria únicas. A medida que el

proceso avanza, la integración económica derrama sus efectos sobre la arena

política.

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En particular, la movilidad de personas y la necesidad de establecer políticas

comunes alimentan las controversias políticas y generan la necesidad de tomar

decisiones que exceden el ámbito técnico o económico. Por ello, los procesos de

integración regional pueden compararse con los de unificación estatal, aunque existe

una distinción crucial: los primeros son siempre voluntarios, los segundos raras

veces lo han sido.

Los procesos históricos de construcción estatal (state-building o nation-building)

han sido usualmente conducidos por líderes que gobernaban una de las entidades

políticas que formarían el nuevo Estado. El ministro Cavour –bajo el reinado de

Víctor Manuel II en Italia— y el canciller Bismarck –en la corte de los Hohenzollern

en Alemania— constituyen paradigmas clásicos de este fenómeno. En cambio, en

los procesos contemporáneos de integración regional el rol de los jefes de gobierno

aparece opacado.

Así, cuando se cita a los padres fundadores del caso más exitoso, la Unión Europea

(UE), se menciona a funcionarios como Jean Monnet, Robert Schuman o Jacques

Delors, de los cuales sólo Schuman ejerció brevemente la conducción de un

gobierno nacional –y no fue desde ese cargo que logró sus mayores éxitos. La menor

visibilidad de los jefes de gobierno se debe, en parte, a la naturaleza voluntaria de la

integración regional, que no deja lugar a la imposición de pautas y tiempos por parte

de un Estado sobre los otros.

La Unión Europea (UE) constituye el bloque regional más avanzado. Ha superado el

estadio de mercado común y se consolida como unión económica y monetaria,

aspirando también a transformarse en una unión política. Institucionalmente, ha

desarrollado una compleja estructura de gobernancia en niveles múltiples,

combinando supranacionalismo con intergubernamentalismo, unanimidad con regla

de la mayoría, y supremacía de la ley comunitaria con el principio de subsidiariedad.

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Presenta una poderosa Corte de Justicia que ha sido crucial para el avance de la

integración, un Parlamento cuyos miembros son directamente elegidos por el pueblo

europeo desde 1979 y una Comisión Ejecutiva con importante autonomía. Estas tres

instituciones son supranacionales, lo que significa que no responden a los gobiernos

de los Estados miembros. Por el contrario, el Consejo Europeo y el Consejo de la

Unión Europea son entes intergubernamentales, integrados por miembros de los

poderes ejecutivos nacionales. Los cinco órganos componen la cúpula de la

estructura institucional de la UE.

Por su parte, la integración en América Latina evolucionó en tres etapas, aunque

sólo la última produjo resultados duraderos. Hacia el final de la década del ‘50 y

principios de la del ‘60, surgieron la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio

(ALALC) y el Mercado Común Centroamericano (MCCA), cuyo temprano éxito

pronto se convirtió en fracaso.6 La segunda etapa se inició a fines de los ‘60, cuando

se fundaron la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y la Comunidad del Caribe

(CARICOM), que correrían la misma suerte que sus antecesoras. La tercera etapa se

inició a partir de las transiciones democráticas en la década del ‘80, cuando la región

asistió con renovadas esperanzas al relanzamiento del MCCA y de la CAN, a la

transformación de la ALALC en Asociación Latinoamericana de Integración

(ALADI) y a la creación del Mercosur. Integrado por Argentina, Brasil, Paraguay y

Uruguay, el Mercosur alcanzó notables progresos en términos de comercio

intrarregional e inversiones durante sus primeros siete años de vida, aunque

posteriormente una sucesión de crisis domésticas y un inadecuado nivel de

institucionalización mellaron su desempeño y le fueron restando relevancia.

La integración regional es estudiada desde dos perspectivas: por un lado, la de la

integración propiamente dicha en cuanto proceso de formación de nuevas

comunidades políticas; por el otro, la de los mecanismos a través de los cuales esas

nuevas comunidades se gobiernan. En el primer caso, las dos principales teorías

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contemporáneas, el intergubernamentalismo liberal y la gobernancia supranacional o

neofuncionalismo, consideran a la sociedad como punto de partida de la integración.

Ambos enfoques sostienen que el incremento de las transacciones trasnacionales

genera un aumento de interdependencia que, a la larga, conduce a los protagonistas

del intercambio (principalmente empresarios y firmas) a solicitar a las autoridades

nacionales o trasnacionales que adapten regulaciones y políticas a las nuevas

necesidades generadas durante el proceso. Ambos enfoques, por lo tanto, comparten

un concepto de integración cuyo impulso se basa en la demanda. El

intergubernamentalismo liberal concibe la integración regional como el resultado de

la decisión soberana de un grupo de Estados vecinos.7 Según este enfoque, los

Estados promueven la cooperación internacional para satisfacer las demandas de sus

actores domésticos relevantes. El resultado previsto es el fortalecimiento del poder

estatal, que mantiene la opción de retirarse de la asociación, y no su dilución en una

entidad regional. El intergubernamentalismo liberal define la interdependencia

económica como condición necesaria de la integración. A medida que la

liberalización comercial aumenta la magnitud del comercio exterior, especialmente a

nivel intra-industrial, las demandas por una mayor integración se incrementan. En

este marco, las instituciones regionales son concebidas como mecanismos que

facilitan la implementación de acuerdos, antes que como actores autónomos o como

arenas de acción colectiva. A pesar de la relevancia que este enfoque adjudica a los

Estados nacionales, la decisión de compartir o delegar soberanía es considerada

inevitable si se pretende alcanzar y sostener mayores niveles de intercambio.

Por su lado, la gobernancia supranacional concibe la integración regional como un

proceso que, una vez iniciado, genera una dinámica propia. Este enfoque enfatiza la

importancia de los actores supranacionales, que son creados por la asociación

regional pero se tornan luego sus impulsores al fomentar ciertos mecanismos

latentes de retroalimentación. La gobernancia supranacional destaca la participación

de cuatro actores centrales en el avance de la integración europea: los Estados

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nacionales, los empresarios trasnacionales (transnational transactors), la Comisión

Europea y la Corte de Justicia. Las dos últimas son instituciones supranacionales

que no existen, o no tienen peso, en otros bloques regionales. Por lo tanto, fuera de

la UE sólo es esperable la interacción entre Estados nacionales y empresarios

trasnacionales. Además, en el caso europeo los actores involucrados demandan

preferentemente reglas generales antes que decisiones puntuales, lo que ha generado

una dinámica de construcción institucional única en su tipo.

En lo que respecta a la gobernancia de la UE, tanto las competencias de los

gobiernos nacionales y las instituciones europeas como la relación entre estas

últimas son difusas y ambiguas. Los ejecutivos nacionales cumplen un rol clave, y la

mayor parte del lobby se realiza a través de ellos; pero también la Comisión y el

Parlamento Europeo (y, en algunos casos, el Tribunal de Justicia) constituyen

blancos selectos de la presión de gobiernos subnacionales y grupos sectoriales que

buscan promover sus intereses por todos los canales disponibles, dando lugar a un

proceso que ha sido denominado gobernancia en múltiples niveles. Mientras algunos

autores afirman que la “europeización” implica la transferencia de poder estatal al

nivel regional de gobierno, otros sostienen que, por el contrario, bien podría reforzar

los Estados nacionales. La mayoría, sin embargo, concuerda en que ha tendido a

sustraer temas de política interior del debate doméstico, llevándolos al terreno del

Poder Ejecutivo.

A diferencia de la experiencia europea, en América Latina los procesos de

integración lanzados se han caracterizado por la ausencia o debilidad de intereses

trasnacionales. En consecuencia, han sido los Estados nacionales los que han

decidido los tiempos y formas de las estrategias de regionalización. Esta modalidad,

que puede ser definida como integración basada en la oferta, constituye la regla y no

la excepción entre países en vías de desarrollo.

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Al analizar, al interior de los Estados nacionales, qué actores e instituciones han

provisto de dirección y liderazgo a los procesos de integración, los poderes

ejecutivos se destacan con nitidez por sobre otros actores domésticos. En América

Latina, los parlamentos y los tribunales nacionales han sido usualmente arrastrados o

mantenidos al margen. En consecuencia, los bloques regionales se han caracterizado

por un magro nivel de participación de la sociedad civil y sus representantes y por

un bajo grado de institucionalización. La autonomía de los jefes de gobierno en la

esfera de política exterior ha sido reconocida en la literatura sobre el tema.

Schlesinger, por ejemplo, señala que aun en los Estados Unidos, cuyo mecanismo de

frenos y contrapesos procura el equilibro entre las tres ramas del gobierno, “fue a

partir de la política exterior que la presidencia imperial consiguió su impulso

inicial”. A su vez, Weaver y Rockman afirman que los dispositivos institucionales

que concentran el poder tienden a desempeñarse mejor en las areas de dirección

(steering) que aquellas que difunden el poder –las que, por su lado, son más

eficientes en las tareas de mantenimiento de rumbo y representación política. La

concentración del poder es más funcional para la toma de decisiones, y el poder se

concentra en el ejecutivo más que en las otras ramas de gobierno. Esto ha permitido

que algunos jefes de gobierno tomaran iniciativas a favor o en contra de la

integración regional sin necesidad de someter sus decisiones a la aprobación de

eventuales actores de veto (veto players).

Finalmente, la integración regional se relaciona con el tamaño de los Estados. ¿Qué

factores explican la supervivencia de microestados como Mónaco o Andorra?

¿Cómo es posible que Luxemburgo sea tan viable y mucho más próspero que la

India, cuando ésta tiene 1.270 veces la superficie del primero y 2.350 veces su

población? La respuesta que proponen Alberto Alesina y Enrico Spolaore vincula la

escala del mercado y la capacidad de defensa con la homogeneidad de las

preferencias. El argumento es que el tamaño de un Estado es la consecuencia de dos

fuerzas opuestas: el beneficio de la economía de escala (y de la seguridad militar) y

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el costo de la heterogeneidad de preferencias. Un Estado puede darse el lujo de ser

pequeño cuando su nivel de integración en un mercado mayor, sea regional o global,

le permite especializarse aumentando su eficiencia económica, a la vez que lo

protege de amenazas militares. Un Estado grande, en cambio, puede sostenerse

sobre su mercado interno y garantizar su propia defensa, pero la mayor

heterogeneidad de preferencias dificulta la toma de decisiones y puede, en última

instancia, amenazar la integridad estatal. La integración regional es, entonces, un

mecanismo que permite que algunas decisiones sean mantenidas al nivel de los

Estados nacionales, donde las preferencias son más homogéneas, mientras las

transacciones económicas y la defensa son transferidas al más eficiente nivel

regional.

VIII. TEORÍAS DEL ESTADO

Si la definición del concepto de Estado es controvertida, la teorización del fenómeno

lo es aún más. ¿Qué “causa” al Estado? En otras palabras, ¿cuáles son las razones

por las que esta organización, y no otra, surge y evoluciona? Para algunos, la

respuesta es la búsqueda de estabilidad política; para otros, la garantía de la

explotación económica; para los de más allá, el resultado más o menos espontáneo

de la interacción entre personas y grupos. Aún para quienes comparten un acuerdo

mínimo sobre los fines y funciones de la organización estatal se abre un segundo

interrogante: ¿cómo funciona el Estado? A pesar de que la definición más difundida

destaca el papel de la violencia como recurso constitutivo, los componentes

económico e ideológico de la dominación estatal no deben ser subestimados.

Los enfoques teóricos que pretenden responder a estas cuestiones se pueden agrupar

en tres grandes vertientes: el pluralismo, el marxismo y el elitismo.

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Las teorías pluralistas abrevan en concepciones liberales de la sociedad y se

desarrollaron principalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Surgieron en

Europa como una reacción contra el absolutismo, y en América como una respuesta

práctica al problema de limitar el poder del nuevo estado constitucional. Como en

los casos que se verán a continuación, existe una fuerte imbricación entre elementos

explicativos y normativos. El pluralismo concibe al poder como disperso en la

sociedad más que concentrado en el Estado. A diferencia del liberalismo extremo,

sin embargo, no supone que el poder está fragmentado entre todos los individuos

sino, principalmente, entre un conjunto de grupos más o menos autoorganizados.

Estos grupos organizan la sociedad, y sus identidades y acciones constituyen un

elemento crucial de la estructura política. El pluralismo se transformó en la corriente

dominante de la ciencia política estadounidense luego de la Segunda Guerra

Mundial. Robert Dahl lo describió de esta manera: “Las políticas gubernamentales

más importantes son tomadas mediante negociación, persuasión y presión en un

número considerable de puntos del sistema político –la Casa Blanca, las

burocracias, el laberinto de las comisiones parlamentarias, las cortes federal y

estaduales, las legislaturas y ejecutivos estaduales, los gobiernos locales. Ningún

único interés político organizado, sea partido, clase, región o grupo étnico, podría

controlar todos estos sitios”. Las teorías pluralistas no constituyen utopías

armonicistas ni niegan el conflicto, pero su foco está en el equilibrio y la capacidad

de balance y contrapeso entre los grupos, existentes o potenciales. El Estado,

escasamente teorizado en la literatura clásica norteamericana que se refiere a él

como “gobierno”, es percibido como un actor en principio neutral que recibe las

demandas de los grupos y procura arbitrar entre ellos. Esta visión benigna y

relativamente ingenua entró en crisis en la década del ’60 con la lucha por los

derechos civiles, generando un replanteamiento teórico que dio nacimiento al

neopluralismo. Charles Lindblom se acerca a las visiones marxistas cuando acepta

que los grupos que representan al capital gozan de una posición privilegiada

respecto de otros grupos, y no sólo por su mayor poder de lobby sino por su

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situación estructural dentro de la sociedad. Sin embargo, esta perspectiva sigue

relegando al Estado a un rol, si no secundario, reactivo. Una de las críticas más

sólidas realizadas contra los argumentos pluralistas es desplegada por Steven Lukes.

Lukes argumenta que la falencia principal del pluralismo es su limitación a estudiar

el poder observable, descuidando los procesos más sutiles a través de los cuales los

sectores dominantes manipulan el consenso y tornan prescindible la coerción directa

–por lo tanto, no la eliminan sino que la vuelven invisible. En cualquier caso, en la

década de 1960 dos paradigmas holistas substituyeron gradualmente a aquéllos

basados en el agente. Por un lado, el enfoque sistémico (y en particular el

estructuralfuncionalismo) soslayaron al Estado y lo remplazaron por el sistema

político, concepto orientado hacia el equilibrio y cuya aplicación favorecía la

comprensión del status quo pero no la del cambio político. Por otro lado, los

abordajes marxistas también relativizaron el papel del Estado en cuanto lo

consideraban predeterminado por la lucha de clases, aunque a diferencia del enfoque

sistémico procuraron explicar el conflicto en vez de la estabilidad política.

Colin Hay afirma que la característica más paradójica de la teoría marxista sobre el

Estado es que… no existe. El motivo principal es la naturaleza intervencionista,

normativa y prácticamente, del pensamiento marxista, cuyo propósito no es

simplemente entender al Estado sino eliminarlo. Medida a partir de esta concepción,

“la teorización marxista sobre el estado no puede considerarse exitosa”. Sin

embargo, pensadores marxistas han aportado importantes análisis a la reflexión que

van más allá de la conocida definición de Karl Marx y Friedrich Engels en el

Manifiesto del Partido Comunista de 1848, cuando afirmaron que “el estado

moderno es el comité de administración de los negocios de la burguesía”. El mismo

Weber reconoce la contribución de León Trotsky citando su afirmación de que

“todo estado está basado en la fuerza”.

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Las tres corrientes más importantes en que se dividen los pensadores marxistas son

la gramsciana, la instrumentalista y la estructuralista.

Antonio Gramsci, pensador italiano de la primera mitad del siglo XX, continuó la

reflexión de Lenin sobre el Estado y la revolución. El pensador y activista ruso

concebía la revolución como un acto esencialmente destructivo y violento, que

acabaría con el Estado burgués remplazándolo por mecanismos de control

proletario. Aunque Gramsci compartía la visión del Estado como agente de la

explotación capitalista y de la acción revolucionaria como forma de combate, su

visión del Estado no lo limitaba a un aparato represivo sino que lo entendía como

productor de hegemonía. Este concepto, clave en el pensamiento gramsciano,

implicaba que en sociedades complejas (como las de Europa occidental) y no

gelatinosas (como las de Europa oriental) a la clase dominante no le bastaba con

controlar los medios de coerción sino que necesitaba presentar sus propios valores

como normas sociales. La universalización de los valores de la clase dominante se

naturaliza tornándose “sentido común”, contribuyendo a obtener el consenso, y no

sólo la sumisión, de los gobernados.

Los instrumentalistas, y los estructuralistas, por su parte, protagonizaron uno de los

debates más encendidos dentro del marxismo en la década de 1970. A partir de la

publicación del libro de Ralph Miliband, El estado en la sociedad capitalista, el

debate subsiguiente con Nicos Poulantzas giró en torno de la concepción del Estado

como instrumento de la clase dominante, en el caso de Miliband, o como emergente

autónomo de la estructura de clases, en el caso de Poulantzas. En otros términos,

unos concebían al Estado como aparato ocupado y administrado por personal al

servicio de la burguesía y que, por lo tanto, podría eventualmente servir a diferentes

amos si cambiasen las relaciones de fuerza, mientras que los otros lo interpretaban

como una organización capitalista por definición y no por conquista y, por tanto,

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incapaz de ser redimido (o siquiera entendido) como instrumento voluntario de una

clase social.

En los últimos años una visión más ecléctica (en términos de la escuela en análisis

podría llamarse dialéctica) ha asumido posiciones dominantes en la literatura

marxista. Su principal exponente es Bob Jessop, cuya conceptualización del Estado

no es determinista sino estratégica o relacional. Jessop pretende superar el dualismo

entre agencia y estructura, es decir entre quienes sostienen que los actores sociales

construyen la sociedad que habitan y quienes argumentan que son construidos por

ella, y para eso apela a un abordaje contingente que se aparta de un hábito arraigado

en la tradición marxista. Jessop defiende una “mutua determinación” entre clases y

Estado, cuya interacción deja abierta la posibilidad de múltiples desenlaces. La

disyuntiva sobre si el Estado moderno es, como quería Miliband, “el Estado en una

sociedad capitalista” o, a la forma de Poulantzas, “un Estado capitalista” es

superada, pero al costo de renunciar definitivamente a una teoría marxista del

Estado, ya que se abandona la “necesidad histórica” de su eliminación.

La mayoría de las interpretaciones pluralistas (o evolutivas) y marxistas abordan la

cuestión del Estado desde una óptica sociocéntrica en vez de Estadocéntrica. En

consecuencia, el desarrollo estatal es muchas veces entendido de modo determinista,

como derivado de procesos sociales autónomos a los que refleja

epifenoménicamente. Desde mediados de la década de 1980, sin embargo, un nuevo

enfoque se ha propuesto “traer al estado de vuelta”, abrevando en trabajos de Max

Weber y otros autores para quienes un fenómeno político es mejor explicado por

causas políticas que de otra naturaleza. Esto no significa cambiar el locus del

determinismo, transfiriéndolo de la sociedad al Estado, sino entender al Estado

como sujeto y no mero objeto del poder. Abrevando en ideas provenientes de

autores clásicos como Gaetano Mosca, Wilfredo Pareto y Robert Michels, este

abordaje ha sido denominado elitista o realista organizacional, y entre sus

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principales cultores se encuentran Theda Skocpol y Michael Mann. La intención es

resaltar que el Estado puede colocarse al servicio de una clase social que lo utilice

en su propio provecho, pero más habitual es encontrarlo trabajando para sí mismo en

el sentido de procurar beneficios para quienes gobiernan (en su acepción más

amplia, abarcando tanto a representantes electos como a funcionarios

administrativos) y no sólo para quienes se dice representar o para la sociedad en su

conjunto.

IX. CONSIDERACIONES FINALES (SOBRE LOS DESAFÍOS DEL

ESTADO)

La política contemporánea se desarrolla en dos arenas: la doméstica y la

internacional. En la primera el principio organizador es la jerarquía; en la segunda,

la anarquía. Así como anarquía no significa necesariamente caos sino ausencia de

subordinación y superordenación entre unidades, jerarquía no implica

necesariamente despotismo sino presencia de una autoridad a la que se le reconoce

la última instancia de decisión. La existencia de una autoridad de última instancia

permite que la administración de conflictos se procese de manera radicalmente

distinta según ocurra dentro o fuera del Estado. En el interior existe lo que se llama

“triada jurídica”: en caso de conflicto entre dos o más partes, cualquiera de ellas

puede recurrir a un tercero imparcial que tiene la competencia inapelable de

adjudicar la razón, es decir, decidir sobre la querella. La presencia de un juez o

árbitro institucionaliza jurídicamente el conflicto, expropiando de la sociedad la

posibilidad de hacer justicia por mano propia. Parafraseando a Hans Kelsen, la

norma es una combinación de enunciado con sanción, y el monopolio estatal de la

violencia es el único que puede garantizar la sanción sin la cual el enunciado sólo

tiene valor moral. En contraste con el derecho nacional, la ausencia de jerarquía

suprema más allá del Estado relativiza la posibilidad de desarrollo del derecho

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internacional. Aunque éste existe y tiene vigencia efectiva en áreas como

jurisdicción marítima y comunicaciones transfronterizas, su cumplimiento no está

garantizado por una autoridad de última instancia sino por la buena fe y la relación

costo/beneficio percibida como resultado de la cooperación. Por eso, en áreas clave

de las relaciones internacionales el mecanismo de resolución de conflictos es la

diplomacia y no el derecho. La diplomacia consiste en una negociación entre partes

en ausencia de un tercero con capacidad de imponer su mediación.

El Estado, entonces, traza una línea divisoria contundente entre dos formas de

procesar conflictos. Sin embargo, hubo en el pasado otras asociaciones políticas que

cumplieron un rol semejante. Es válido entonces preguntarse por qué el Estado, en

cuanto forma suprema de organización del poder político, ha suplantado exitosa y

establemente a sus alternativas premodernas. Gianfanco Poggi ofrece una respuesta

que promete satisfacer tanto a racionalistas como a constructivistas. Desde un

enfoque racionalista, el Estado consiste en el arreglo estructural más adecuado para

responder a requerimientos funcionales. En otras palabras, es el medio más eficiente

para alcanzar determinados fines – como, por ejemplo, la acumulación y

domesticación del poder político. Desde un enfoque constructivista, por otro lado, el

Estado tiende a construir expectativas cognitivas y normativas que refuerzan su

propia legitimidad y otorgan sentido al orden social, garantizando su reproducción

mediante la creación e institucionalización de valores colectivos. En cualquier caso,

el Estado contemporáneo constituye una de las máximas expresiones de la

modernidad, etapa histórica y concepto filosófico caracterizados por postular a la

razón como principio supremo de legitimidad. Aparece, por ello, fuertemente

asociado a un conjunto de fenómenos vinculados con esta tradición, entre los cuales

se destacan el capitalismo como forma de organización de la producción, la ciencia

como forma de producción y legitimación del conocimiento y el individualismo

liberal como principio moral universal.

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A lo largo de los siglos, lo que ha diferenciado al Estado de otros actores sociales y

políticos ha sido su rol en la provisión de seguridad. Esto se debe a su condición de

monopolizador legítimo de la violencia. Es concebible, sin embargo, que el principal

clivaje del siglo XXI divida al mundo entre regiones en que la organización estatal

prevalece y zonas en las que falla o fracasa, dando lugar a lo que se ha llamado

“espacios no gobernados”. Aún así, “los estados siguen siendo los principales

vehículos organizaciones del orden político moderno”. Ninguna otra organización

política, sea local, regional, trasnacional o global, se ha siquiera aproximado a la

capacidad de asegurar la lealtad y legitimidad normativa del Estado. En

consecuencia, es fundamental distinguir entre hechos reales, que muestran Estados

colapsados en varias regiones del planeta, y argumentos menos fundamentados, que

aducen que la decadencia es global y perceptible incluso en Occidente.

El argumento sobre la declinación estatal sugiere que la supremacía del Estado como

centro de autoridad, en vigor durante tres siglos, está siendo cuestionada por

alternativas crecientes e irreversibles. Una de ellas es la globalización, proceso que

torna irrelevante la localización territorial de las firmas multinacionales y les

permite transferir capitales de un país a otro como si no existieran fronteras. Si los

Estados nacionales justificaban su existencia en tanto reguladores y legitimadores de

mercados nacionales, la creación de un mercado global los volvería prescindibles o,

al menos, subordinados.

La segunda alternativa no ataca a los Estados por arriba sino por abajo: es la

resurrección de los nacionalismos, que con el reclamo de independencia para

diversas comunidades lingüísticas o religiosas impugna el derecho a existir de

Estados plurinacionales. Quienes subestiman esta amenaza y dan por seguro que en

treinta años países como España, Canadá, Bolivia o Bélgica seguirán existiendo,

harían bien en recordar que hace sólo treinta años la Unión Soviética parecía el

Estado más monolítico del mundo y Yugoslavia era mencionada como un modelo de

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socialismo autogestionado; hoy, en cambio, existen quince países surgidos del

vientre soviético y seis provenientes de la federación yugoslava, con la posibilidad

de que pronto surja el séptimo, Kosovo.

Los dos argumentos expuestos son sugestivos, pero engañan más de lo que

iluminan. En primer lugar, el grado de globalización real ni siquiera se acerca al

extremo imaginado por quienes la consideran imparable: en los países de la OCDE,

es decir los más industrializados, el comercio exterior total (importaciones más

exportaciones) ronda el 30% del producto bruto interno. Esto significa, a grandes

rasgos, que cerca del 85% de lo que se produce nacionalmente se orienta a los

mercados internos. Aun con ligeras variaciones, las tasas de inversión reflejan un

patrón similar –para no hablar del factor trabajo, cuya movilidad en pocas

oportunidades alcanza los dos dígitos pese al aumento reciente de las migraciones

internacionales.

En cuanto a las reivindicaciones nacionalistas, debe reconocerse que su impacto y

suceso están en ascenso en los últimos años, como manifiesta el aumento del

número de países independientes (existían 74 en 1945 y son 193 en la actualidad).

Pero una cosa es que un país se divida y otra, muy diferente, que los nuevos Estados

tengan menos poder que su predecesor. Si alguna vez Cataluña se independizara de

España, la emergente República Catalana tendría seguramente más autoridad que la

que detenta actualmente el gobierno autonómico y, probablemente, no menos que la

que hoy ostenta Madrid. Más países no significan menos Estado.

Ciertamente, es preciso reconocer que hay Estados más débiles que en el pasado: los

hay fallidos, como Haití; con conflictos internos militarizados, como Colombia; y

quebrados, como Argentina en 2001. Pero al mismo tiempo hay otros más poderosos

que nunca. Aunque no consiga estabilizar Irak, Estados Unidos logró invadirlo en

pocas semanas. Nadie cuestiona la capacidad de China y otros grandes países para

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controlar a su población y su territorio. Y, como ya se dijo, entre los miembros de la

OCDE, el gasto estatal alcanza aproximadamente el 50% del producto bruto interno.

Organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, comunidades

subnacionales (o supranacionales, como la Unión Europea) y empresas

trasnacionales llegaron para quedarse. Para desplazar al Estado, sin embargo, les

queda un largo trecho por recorrer.

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MUNDIALIZACIÓN, IMPERIALISMO Y ESTADO-NACIÓN

Jaime Osorio

I. INTRODUCCIÓN

El capitalismo es la primera organización económica y social que presenta una

vocación mundial.

La conformación del capitalismo como sistema mundial constituye un proceso en el

cual es posible distinguir diversas etapas. La mundialización refiere a una etapa

particular dentro de este proceso.

Distinguimos entre mundialización e imperialismo, en tanto refieren a procesos de

naturaleza distinta, aunque interdependientes, en el actual estadio del capitalismo.

II. MUNDIALIZACIÓN E IMPERIALISMO

Mundialización e imperialismo son dos categorías referidas a procesos que van

estrechamente relacionados. Primer, por ubicarse en el mismo nivel de análisis: el

sistema mundial capitalista. Segundo, porque se potencian y condicionan

mutuamente.

La existencia de una economía mundial es requisito para que emerja el

imperialismo, predominio del capital monopólico y del capital financiero; la

exportación de capitales y el reparto del mundo.

La mundialización da cuenta de una etapa particular dentro del proceso de

constitución del sistema mundial.

En su fase imperialista, la naturaleza expansiva del capitalismo se potencia.

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Los cambios económicos en la reproducción monopólica y financiera tienen

consecuencias políticas de significación, particularmente en el campo estatal.

III. LAS BASES DE LA MUNDIALIZACIÓN

En el proceso expansivo, Immanuel Wallerstein distingue 3 “momentos”: El primero

fue el periodo de su creación original, entre 1450 y 1650. El segundo fue el de la

gran expansión, de 1750 a 1850. La tercera expansión se produjo en el periodo de

1850-1900. Fue el primer sistema histórico cuya geografía abarcó el globo

terráqueo.

En la mundialización se conjugan los siguientes elementos:

El fin del largo ciclo expansivo capitalista desde fines de los años sesenta del

siglo XX.

La mundialización se ha visto favorecida por los adelantos en materia de

comunicaciones y transporte.

El capital ha impuesto una profunda derrota al trabajador, con el

debilitamiento a su vez de sus organizaciones políticas y sindicales.

El capitalismo ha ganado un campo de acción planetario que nunca había

conocido.

IV. CARACTERÍSTICAS DE LA MUNDIALIZACIÓN

Todas las fases del ciclo del capital se segmentan y relocalizan por la

economía mundial, en una dimensión nunca antes conocida, bajo la forma de

capital-dinero, capital productivo y capital-mercancías.

Los movimientos, contradicciones y límites propios del capital le dan a este

proceso una impronta particular.

Las crisis del capitalismo tienden a mundializarse.

Enorme movilidad alcanzada por el capital financiero.

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Samir Amin señala que las economías imperialistas pueden decaer en materia

productiva, pero seguirán siendo hegemónicas mientras mantengan el dominio en el

campo financiero.

V. LA MUNDIALIZACIÓN Y EL ESTADO

La suerte del Estado en el actual periodo de expansión del sistema mundial

capitalista se basa sobre 2 temas que constituyen el núcleo central de este debate:

a. El Estado nacional: ¿obstáculo a la mundialización?

Vidal Villa expone: “El principal obstáculo que se opone a la mundialización

económica en nuestros días es la pervivencia de los Estados “nacionales” y que

dificultan la homogeneización mundial”. Osorio discrepa de esta idea.

El Estado como instancia de fuerza de capitales nacionales, que operan

mundialmente, para alcanzar objetivos de inversión y/o apropiación de materias

primas y apertura de mercados en el plano mundial.

El capitalismo reclama un sistema mundial, pero esa vocación sólo ha podido

llevarla adelante sobre la base de establecer espacios-fronteras (los Estados-nación)

que impulsan y al mismo tiempo limitan aquella vocación.

b. Estado-nación y soberanía

Se refiere a la pérdida de soberanía estatal en la etapa de mundialización, que en sus

formulaciones extremas señalan el fin del Estado-nación y el surgimiento de

instancias estatales supranacionales: el Estado del “ultraimperialismo”.

Al respecto se plantean 2 ideas:

Primero, es necesario distinguir entre soberanía de jure y soberanía de facto.

Segundo, el capitalismo funciona sobre la base de un sistema interestatal,

caracterizado por “jerarquías” y “desigualdades”.

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En el capitalismo, como sistema mundial, siempre ha existido un ejercicio desigual

de la soberanía, siendo mayor en las naciones imperialistas o centrales y menor en

las naciones dependientes o periféricas.

Lo que realmente se pone en cuestión es la centralidad del Estado en materia de

poder político, ante el surgimiento de nuevos centros de decisión.

Se destaca la enorme injerencia ganada por organismos financieros internacionales.

El Estado se nos presenta en este cuadro como una entidad frágil y débil ante

procesos y nuevos actores que lo rebasan y que limitan su soberanía.

VI. DE CENTROS Y PERIFERIAS

Las divisiones geográficas entre el centro y la periferia ya no son suficientes para

dar cuenta de las divisiones globales ni de la distribución de la producción, ni de la

acumulación. Ya no es posible demarcar amplias zonas geográficas como el centro y

la periferia, el Norte y el Sur.

Las líneas de división y jerarquía ya no estarán determinadas por fronteras

nacionales o internacionales estables, sino por límites fluidos infra y

supranacionales.

Desde una reformulación de la teoría de la dependencia, centro y periferia son las

dos caras de un único y mismo proceso: la expansión del capitalismo como sistema

mundial.

Tanto en el mundo imperialista como en la periferia, quienes detentan el poder se

atrincheran en el Estado, logrando con ello que sus intereses puedan presentarse

como intereses de “la nación”, cuando no de la humanidad, y potenciar desde allí su

fuerza para impulsarlos.

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EL ESTADO EN EL CENTRO DE LA MUNDIALIZACIÓN

Jaime Osorio

I. INTRODUCCIÓN

¿Qué es lo que acontece con el Estado en tiempos de mundialización? ¿Se erosiona?,

¿se debilita o, por el contrario, se fortalece?

II. DEL EJERCICIO DESIGUAL DE LA SOBERANIA EN EL SISTEMA

MUNDIAL CAPITALISTA

Existen 3 categorías-procesos que es necesario diferenciar: Estado, Estado-nación y

soberanía

Estado es la condensación de las relaciones de poder político que atraviesan a la

sociedad, las que permiten que determinados agrupamientos humanos, sea por

medios coercitivos o consensuales, impongan sus intereses.

Estado-nación es la entidad que reclama fronteras establecidas para el ejercicio del

poder político sobre un territorio, y el control de los medios de violencia por la vía

del establecimiento de ejércitos permanentes y de la policía.

La soberanía es la capacidad estatal de decidir con autonomía, en el interior y hacia

el exterior, sin condicionamientos establecidos por otros Estados o entidades. La

razón central del Estado-nación es cumplir con las tareas del poder político en

territorios determinados.

III. UNA MIRADA A LA HISTORIA

Los Estados de América Latina siempre gozaron de una condición soberana bastante

limitada.

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En los casos de las economías de enclave, el estado funcionó como instancia

negociadora y recaudadora de impuestos frente a las empresas extranjeras que

controlaban la explotación de las materias primas y alimentos, y como gendarme

que velaba por la paz interior.

En el caso de las economías de control nacional, la propiedad por capitales locales

de los principales rubros de exportación permitió a esos sectores y al Estado

mantener márgenes de soberanía superiores a los casos anteriores, pero también

acotados.

La presencia de soberanías restringidas constituye una característica constitutiva de

los Estados latinoamericanos y de las regiones dependientes en general.

IV. SOBERANÍA DÉBIL Y PODER POLÍTICO FUERTE

Para que las clases dominantes de los países y las regiones periféricas ejerzan

soberanía es requisito que cuenten con proyectos de nación autónomos frente a los

proyectos de las clases dominantes del mundo central.

El ejercicio acotado de la soberanía no ha mermado el ejercicio de un férreo poder

político por parte de las clases dominantes latinoamericanas a fin de impulsar sus

proyectos. Ello ha sido posible porque tales proyectos mantienen fuertes puntos de

confluencia con los intereses de las clases dominantes del mundo central o imperial.

V. ¿ESTADOS O SEMIESTADOS EN LA PERIFERIA?

La “precariedad” de algunas instituciones y estructuras o las “deformaciones”

presentes en el mundo dependiente son un signo de la forma en que estas regiones y

sociedades debieron organizarse en el campo económico y político para responder a

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los requerimientos de expoliación y dominio, constitutivos de la naturaleza de ese

sistema.

El supuesto semi-Estado-nación es el tipo de Estado que requieren los intereses

sociales internacionales y locales que profetan del mundo que el capital construye.

Estado fuerte y Estado-nación débil son las dos caras de un Estado que reclama un

poder político férreo y soberanías restringidas en la organización política de la

periferia.

VI. EL ESTADO Y LOS NUEVOS ACTORES INTERNACIONALES

Masas cuantiosas de capital se mueven las 24 horas del día. Sin embargo, la creación

de circuitos por donde fluyen estos capitales es una cosa, y otra distinta es que se

desplacen sin control, así como suponer que sus ganancias no terminan

concentrándose en sectores sociales, regiones y Estados específicos.

La condición de dependencia (o periferia) no es solamente un problema externo. La

presión de unos Estados para abrir fronteras a los movimientos especulativos y la

incapacidad o falta de voluntad de otros para fijar topes o impuestos a ese tipo de

transacciones y movimientos, forman parte de esta lógica.

El capital financiero no responde a intereses estatales. La masa de recursos

dinerarios y de papeles que se mueven hoy tiene su base en naciones del mundo

desarrollado.

De las 13 principales casas financieras y de inversiones a nivel mundial en la

actualidad, 11 son estadounidenses y las otras 2 son europeas.

De las 500 compañías más grandes del planeta según su capitalización en el

mercado, 48% son de los Estados Unidos, 30% pertenecen a países de la Unión

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Europea y 10% a Japón. La transnacionalización no rompe con el vínculo entre el

poder que tales empresas desarrollan y sus Estados nacionales.

Para los grandes capitales del mundo central y para los sectores sociales que

dominan en los Estados dependientes, es de vital importancia fortalecer la capacidad

política estatal, propiciando incluso un renovado interés de sectores empresariales

por tomar directamente en sus manos la dirección estatal.

La actual etapa de mundialización expresa la neoologarquización de los Estados, en

donde fracciones, sectores y grupos sociales reducidos, ligados a la banca y a alas

grandes corporaciones industriales y de servicios, han asumido el poder político para

organizar el sistema mundial a la medida de sus intereses. Los grandes actores

políticos de esta etapa de la mundialización son así los Estados neooligraquizados, y

no un capital financiero “desterritorializado”, las corporaciones multinacionales o

los organismos financieros internacionales.

No deja de ser paradójico que se afirme que “el imperio no establece ningún centro

de poder”, sino que “es un aparato descentrado y desterritorializado de dominio”.

VII. LO NUEVO EN LA MUNDIALIZACIÓN

Los espectaculares avances en materia de comunicaciones y trasportes han permitido

que el capital financiero de forma a una densa red de relaciones y de poder

económico y político que engloba al planeta.

Esta red de instituciones económicas, político-militares e ideológicas; con la

creación de lo que se ha dado en llamar “la fábrica mundial”; con políticas

mundiales controladas por los organismos financieros internacionales; y con

extensas cadenas y eslabones en el campo de las comunicaciones, incide, sin

embargo, en el campo político en una función vertical: de operación y/o mediación

del dominio y del poder de Estados y de clases.

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En el plano político la mundialización redefine el dato histórico del ejercicio

desigual de la soberanía en el sistema mundial, y hace del Estado-nación un actor

fundamental.

La mundialización capitalista sólo ha podido alcanzar los niveles actuales, y podrá

seguir avanzando apoyada en el Estado-nación.

VIII. EL ESTADO Y LA COMPLEJIDAD SOCIETAL

Una de las características de las sociedades modernas es la constitución de

sociedades policéntricas, con el surgimiento de un conjunto de subsistemas.

La cultura, la ciencia, la religión, los medios de comunicación de masas, el sistema

educativo, la familia, el sistema jurídico, etc., constituyen espacios de organización

de la vida social con un papel primordial en este planteamiento.

El punto fundamental en esta visión es discutir el cuestionamiento explícito al papel

del Estado como centro ordenador de la vida política, en tanto se le caracteriza como

un subsistema más, dentro de muchos otros.

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QUINTA PARTE:

TEORÍA POLÍTICA MARXISTA

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TEORÍA POLÍTICA MARXISTA O TEORÍA MARXISTA DE

LA POLÍTICA

Atilio A. Borón

La reflexión política marxiana debe, por derecho propio y legítimamente, ocupar un

lugar destacadísimo en la historia de las ideas políticas y, más aún, constituirse en

uno de los referentes doctrinarios primordiales para la imprescindible refundación de

la filosofía política en nuestra época.

I. HUNTINGTON Y BOBBIO

La opinión más difundida considera a Marx como un economista político, tal vez

como el “gran rebelde” entre los economistas políticos clásicos. Otros, sin embargo,

lo consideran como un sociólogo, mientras que no pocos dirán que fue un

historiador. Casi todos, además, coinciden en caracterizarlo como el más grande

profeta de la revolución. Autores tan disímiles como Joseph Schumpeter y Raymond

Aron, por ejemplo, señalan reiteradamente este carácter multifacético del fundador

del materialismo histórico. En efecto, Marx incursionó en cada uno de estos campos,

pero ¿cómo olvidar que primero y antes que nada fue un brillante filósofo político?1.

Sin embargo, hubo que esperar que pasara poco más antípodas de la tradición

marxista; nos referimos al teórico neoconservador Samuel P. Huntington, quien en

su famoso libro en las sociedades en cambio se hace eco del sentir predominante en

esta materia, al decir que un error muy frecuente es el de considerar a Lenin cuenta

los aportes realizados por el primero para la comprensión de –y de una teoría del

partido, y gran teórico (y práctico) de las revoluciones. Huntington refleja así, desde

la derecha, una opinión que es ampliamente compartida inclusive en los medios de

izquierda (Huntington, de un siglo de su muerte para que el nombre de Marx

comenzara a resonar en los rancios claustros de la filosofía política. Reseñar las

causas de este lamentable extravío excedería con creces los objetivos de este artí-

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culo. Bástenos con recordar la opinión de un intelectual ubicado en las El orden

político como un discípulo de Marx. Huntington asegura que, si se toman en la

acción sobre– la vida política, Marx es apenas un rudimentario predecesor de Lenin,

el gran sistematizador de una teoría del estado, inventor 2002). Su venturoso retorno

se relaciona, sin duda, con el agotamiento y la pérdida de relevancia de la filosofía

política convencional; pero fue la provocativa pregunta formulada por un gran

pensador italiano como Norberto Bobbio –una suerte de “socialista liberal” en la

tradición de Piero Gobetti–, quien a mediados de los años setenta preguntaba “si

existe una teoría política marxista”, la que abriría la puerta a la recuperación del

Marx filósofo político.

En efecto, ¿cómo responder ante esa pregunta? La contestación de Bobbio, como era

de esperarse, fue negativa y mucho más rotunda que la de un teórico neoconservador

como Huntington. Si, para este último, Marx no tenía una teoría política, para

Bobbio, por su parte, ni Marx ni ningún marxista –como Lenin, por ejemplo– habían

desarrollado algo digno de ese nombre. No sólo Marx sino todo el marxismo carecía

de una teoría política. Su argumento podría, en lo sustancial, sintetizarse en estos

términos. No podía existir una teoría política porque Marx fue el exponente de una

concepción “negativa” de la política, lo que, unido al papel tan notable que en su

teorización general se le asignaba a los factores económicos, hizo que no prestara

sino una ocasional atención a los problemas de la política y el estado. Si, además de

lo anterior, prosigue el profesor de Turín, se tiene en cuenta que su teorización sobre

la transición post-capitalista fue apenas esbozada en las dispersas referencias a la

“dictadura del proletariado”, y que la sociedad comunista sería una sociedad “sin

estado”, puede concluirse, dice Bobbio, que no sólo no existe una teoría política

marxista sino, más aún, que no había razón alguna para que Marx y sus discípulos

acometieran la empresa de crearla, si se tienen a la vista las preocupaciones intelec-

tuales y políticas que motivaban su obra.

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Según nuestro entender, la respuesta de Bobbio es equivocada y, en cuanto tal,

insostenible. Lo es en el caso de la reflexión específicamente marxiana, y lo es

mucho más cuando dicho veredicto se refiere al marxismo como una gran tradición

teórico-práctica. Suponer que autores de la talla de Engels, Kautsky, Rosa

Luxemburgo, Lenin, Trotsky, Bujarin, Gramsci, Mao, entre tantos otros, fueron

incapaces de enriquecer en un ápice el legado teórico del fundador del marxismo en

el terreno de la política –o de aportar algunas nuevas ideas, en el caso de que Marx

no hubiera producido absolutamente nada en este terreno– no es sino un síntoma del

arraigo que ciertos prejuicios anti-marxistas tienen en la filosofía política y las

ciencias sociales en su conjunto, y ante los cuales ni siquiera un talento superior

como el de Bobbio se encontraba adecuadamente inmunizado.

Un segundo aspecto que debe ser considerado al analizar la respuesta bobbiana

remite al uso indistinto que hace este autor cuando confunde “negatividad” con

“inexistencia”. Ambos términos no son sinónimos y, por tanto, decir que una teoría

sobre algún tema en particular es “negativa” no significa que la misma sea

inexistente, sino que la valoración que en dicha teoría se hace de su objeto de

indagación es negativa. Sostendremos en lo sucesivo que un argumento que subraye

la negatividad de ciertos aspectos de la realidad de ninguna manera autoriza a

descalificarlo como teoría. Y, en este sentido, pese a su concepción “negativa” de la

política y el estado, Marx ha escrito cosas sumamente interesantes sobre el tema. Se

puede estar o no de acuerdo con ellas, pero su estatura intelectual las coloca en un

plano no inferior a las teorías que produjeran las más grandes cabezas de la historia

de la filosofía política en el siglo XIX. ¿Por qué colegir que esas ideas de Marx no

constituyen una teoría? Bobbio no nos ofrece una argumentación convincente al

respecto. Nos parece que, más allá de los méritos que indudablemente tiene el

diagnóstico bobbiano sobre la parálisis teórica que afectara al marxismo durante

buena parte del siglo XX, su conclusión no le hace justicia a la amplitud y

profundidad del legado teórico-político de Marx.

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Finalmente, es preciso señalar que resulta inadmisible buscar una “teoría política

marxista” sin que tal pretensión entre en conflicto con las premisas epistemológicas

fundantes del materialismo histórico. Es decir, la pregunta por la existencia de una

teoría “política” marxista sólo tiene sentido cuando se la construye a partir de los

supuestos básicos de la epistemología positivista de las ciencias sociales,

irreductiblemente antagónicos a los que presiden la construcción teórica del

marxismo. Según esa visión, dominante en las ciencias sociales, la teoría política se

encargaría de estudiar, en su espléndido aislamiento, la vida política, al tiempo que

la sociología estudiaría la sociedad, y la economía estudiaría la estructura y

dinámica de los mercados, dejando de lado toda consideración de “factores

exógenos” como la política y la vida social. Esta bárbara escisión de la realidad –

propia del pensamiento fragmentador y reificador del modo de producción

capitalista, y en el cual el fetichismo de la mercancía inficiona todas sus

representaciones mentales– es incompatible con las premisas fundantes de la

tradición marxista. Veamos, entonces, cómo se puede concebir la reflexión sobre la

política y lo político desde el marxismo.

II. SOBRE LA SUPUESTA “DESERCIÓN” DEL MARX

FILOSÓFICO-POLÍTICO

Como señala Umberto Cerroni, la “leyenda de los dos Marx” se inicia con la

popularización de las tesis de Louis Althusser quien, en su obra, distingue entre el

Marx “humanista e ideológico” de la juventud y el Marx “científico” de la madurez.

Para Althusser, la crítica a las categorías centrales de la filosofía política hegeliana

realizada por el joven Marx no es todavía “marxista”. El verdadero Marx, para el

filósofo francés, sería el de la madurez, el “científico” que culmina luminosamente

su complicado periplo intelectual con un impecable análisis del capitalismo.

Debemos señalar, en principio, que está muy desafortunada escisión producida por

la interpretación althusseriana contradice explícitamente la visión de Marx sobre su

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propio derrotero intelectual, y lleva a Althusser a desvalorizar la obra teórico-

política del joven Marx, que es arrojada por la borda bajo la acusación de “hu-

manista” e “ideológica”. En esta obra, Althusser fulmina toda la producción

intelectual del Marx anterior a la “ruptura epistemológica” de 1845; el Marx

“científico” sería, en cambio, aquel que asomaría, en Londres, después de dicha

ruptura.

En la actualidad, ese tajante rechazo del legado teórico del joven Marx suena

escandaloso, al igual que la deplorable separación entre un Marx “ideológico” y un

Marx “científico”. Cerroni observa con razón que el dogmatismo althusseriano

dejaría fuera del patrimonio teórico del marxismo “nada menos que la crítica

metodológica a Hegel [y] el primer gran esbozo de una crítica al estado

representativo”, plasmados en textos tales como la Crítica de la filosofía del derecho

de Hegel, La cuestión judía y los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Ecos

lejanos y transmutados del estructuralismo althusseriano se oyen también en la obra

de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y, en general, los exponentes del mal llamado

“post-marxismo” –mal llamado porque los autores que se identifican bajo esa

etiqueta no son continuadores y desarrolladores de la obra teórica de Marx, sino

partidarios de un modelo teórico desarrollado después de Marx y en oposición a él.

Es evidente que para esta corriente la “superación” del marxismo es un asunto de

ingenio retórico, y que se resuelve en el terreno del arte del buen decir. No caben

dudas de que el marxismo habrá de ser superado algún día, pero esto no es un

problema que se resuelve en el plano de las controversias teóricas, sino en el terreno

mucho más concreto de la práctica histórica de las sociedades. Para que tal

superación se produzca será necesario sepultar primero a la sociedad de clases, tarea

nada sencilla por cierto.

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Es preciso, por consiguiente, destacar la unicidad del trabajo filosófico-político de

Marx y, a partir de ese punto, retomar el diálogo con Bobbio. Dice nuestro autor que

Marx sabía muy bien lo que aparentemente ignoran ciertos marxistas: que la

filosofía de la burguesía como clase en ascenso no era, no podía ser, el idealismo

alemán, sino el utilitarismo inglés. Pese a ello, en su reflexión filosófico-política

Marx optó por dedicarse casi exclusivamente a Hegel, un filósofo excéntrico, según

Bobbio, y cuyas laboriosas elucubraciones poco o ninguna relevancia poseían a la

hora de pretender descifrar la cosmovisión de la burguesía y sus urgencias políticas.

Dos son los errores que encontramos en esta afirmación del autor italiano. Es cierto

que la filosofía política burguesa de mediados del siglo XIX fuera de Alemania, y

muy principalmente en Inglaterra, consideraba prioritarios los temas que

obsesionaban a su “clase de referencia”, es decir, la burguesía. De ahí que asuntos

tales como el individualismo, la identificación del bien con lo útil, el placer y el

dolor como móviles de la conducta humana, y la cuestión del disciplinamiento

social, ocupasen un lugar tan prominente en la agenda del utilitarismo inglés. De ahí

también la íntima conexión existente entre esta corriente filosófica y el pensamiento

de dos de los padres fundadores de la Economía Política: David Ricardo y Thomas

Malthus. Pero esto no autoriza a sentenciar la irrelevancia de la obra filosófico-

política de Hegel.

Por otra parte, no es verdad que Marx dedicara su tiempo casi exclusivamente al

examen del sistema filosófico hegeliano. Las teorías de los padres fundadores de la

economía clásica fueron objeto de su meticuloso estudio, y no tan sólo en los

aspectos relacionados con sus componentes económicos: Marx prestó mucha

atención, por ejemplo, a las consideraciones éticas y morales de autores como Adam

Smith (cuya Teoría de los sentimientos morales era conocida por Marx), el ya

mencionado Malthus y, en menor medida, Jeremy Bentham y los Mill, padre e hijo.

Marx entendía que era imposible comprender las actividades económicas al margen

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del complejo haz de mediaciones sociales, políticas, simbólicas y culturales que las

sustentaban. Desarrollemos ambos puntos por separado.

En primer lugar, es correcto decir que la teoría hegeliana no produce una radiografía

adecuada de la ontología de los estados capitalistas. Sin embargo, no por ello deja de

cumplir una crucial función ideológica: nada menos que mostrar al estado burgués

como la esfera superior de la eticidad y la racionalidad de la sociedad moderna,

como el ámbito donde se resuelven civilizadamente las contradicciones de la

sociedad civil. En otras palabras, mostrar al estado como este desea ser visto por las

clases subordinadas. Si bien la crítica marxiana se concentró preferentemente en la

obra de Hegel, faltaría a la verdad quien adujera que la reflexión teórico-política de

Marx apenas se circunscribió a realizar un “ajuste de cuentas” con su pasado

hegeliano. Incluso en los primeros años de su vida, Marx incursionó en una crítica

que, sobrepasando a Hegel, tomaba como blanco los preceptos fundantes del

liberalismo político, pero no como ellos se plasmaban en tal o cual libro, sino en su

fulgurante concreción en la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos

del Hombre y del Ciudadano. En un texto contemporáneo a los dedicados a la crítica

de Hegel –nos referimos a la ya citada Cuestión judía– Marx desnuda sin

contemplaciones los insuperables límites del liberalismo como filosofía política. En

términos gramscianos, podríamos decir que mientras el utilitarismo suministraba los

fundamentos filosóficos que la burguesía necesitaba en cuanto clase dominante, el

hegelianismo hizo lo propio cuando esa misma burguesía se lanzó a construir su

hegemonía. Por consiguiente, no es poca cosa que Marx haya tenido la osadía de

desenmascarar esta estratégica función ideológica y legitimadora cumplida por el

hegelianismo, así como los alcances de la filosofía política liberal. Pese a su alegada

“excentricidad”, la reflexión de Hegel constituía un aporte mucho más importante

que el de los utilitaristas para la justificación del estado burgués. Este último mal

podía legitimarse apelando a los cálculos diferenciales de placer y displacer

ofrecidos por Jeremy Bentham, mientras que la concepción del estado –de un estado

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de clase, recordemos– como expresión y garante de los intereses universales de la

sociedad, y como árbitro neutro en el conflicto de clases, ofrecía, y aún ofrece, un

argumento mucho más convincente para dicha empresa. En suma: Marx no se

equivocó al elegir como blanco preferente de sus críticas a Hegel.

Por otra parte, es preciso que tengamos en cuenta el clima de época. La lenta

descomposición de la formación social feudal había abierto un período de

incertidumbre ideológica que empezó a clausurarse con la aparición de nuevas

teorizaciones surgidas en el campo de la burguesía. Así, el filósofo político

holandés, nacido en Rotterdam y residente la mayor parte de su vida en Inglaterra,

Bernard de Mandeville, publicaría en 1714 un libro de excepcional importancia: La

fábula de las abejas, o los vicios privados hacen la prosperidad pública (1982), texto

en el cual el interés egoísta es resignificado, en abierta oposición a las doctrinas y

costumbres medievales, como conducente a la felicidad colectiva. Sin embargo, la

fórmula indudablemente más aclamada del exacerbado individualismo de la época

se resume en la famosísima metáfora de la “mano invisible” que popularizaría, más

de medio siglo después, Adam Smith. El impacto de la misma ha sido tan fuerte que

ha permeado el conjunto de las teorías económicas, sociológicas y filosóficas de su

autor, quedando indisolublemente unida al nombre de su creador, como si en ella se

agotara toda la riqueza de su análisis. Cabe señalar que Smith problematiza en no

pocas ocasiones la supuesta mecánica de la “mano invisible” aludiendo

explícitamente a las contradicciones y conflictos sociales que atraviesan la nueva

sociedad. Smith menciona repetidamente, y con un claro talante crítico, la tendencia

prácticamente irresistible de los terratenientes, patronos y mercaderes a conspirar

para esquilmar a los consumidores y los trabajadores ante la ausencia de una

efectiva regulación gubernamental. No obstante, la idea de la “mano invisible”

encuentra una justificación de ultima ratio en la certeza de que su operación habrá de

conducir a un orden social en el cual los actores, todos ellos, se verán beneficiados.

Para el filósofo moral de la Ilustración escocesa era evidente que, bajo un sistema

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predominantemente librecambista, los individuos accederían a una vida mejor por

comparación a aquella que les ofrecía un sistema de regulaciones mercantilistas

como el que prevalecía en Inglaterra durante el siglo XVIII. La meridiana claridad

de autores como Adam Smith, John Locke y David Ricardo, y de sus contribuciones

superadoras de las visiones predominantes en su época, se desvanece cuando sus

declarados discípulos presentan ese instrumental teórico bajo la forma de un

abigarrado manto de conceptos y categorías que los entronizan como profetas de un

capitalismo cada vez más salvaje. Pero, dejando esto de lado, digamos que con la

publicación de La riqueza de las naciones se cierra, con una sólida y majestuosa

argumentación filosófica, económica e histórica, el hiato abierto por la crisis de las

filosofías medievales, para otorgar al nuevo “sentido común” de la naciente sociedad

capitalista un formidable estatus teórico.

Tomando lo anterior en consideración, las razones por las que el joven Marx concibe

a la política de la sociedad burguesa –en realidad, la política de toda sociedad de

clases– como una esfera alienante y alienada, y como algo “negativo,” parecerían

ahora ser suficientemente claras. Su reformulación de la dialéctica hegeliana y su

crítica al sistema de Hegel le permiten descubrir una falla fundamental en la

reflexión filosófico-política del profesor de Berlín: su renuncia a elaborar teóri-

camente la densa malla de mediaciones existentes entre la política, el estado y el

resto de la vida social.

Situar la originalidad del marxismo, por lo tanto, en el campo del análisis socio-

económico, como lo hiciera Bobbio, lleva a este autor a incurrir en un equívoco

similar al que cometiera el por entonces teórico marxista italiano Lucio Colletti

(lastimosamente “reconvertido” después a las huestes del neofascismo liderado por

Silvio Berlusconi) al afirmar que, incluso en la teoría del estado, la contribución

realmente decisiva del marxismo se limita exclusivamente a la exposición de las

condiciones económicas necesarias para la extinción del orden estatal. El solo

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planteamiento de la cuestión desde una perspectiva que escinde radicalmente lo

económico de lo político, como hace Colletti, instala a este autor conceptualmente

en la “jaula de hierro” de la tradición liberal. No sorprende, en consecuencia, que

remate su argumentación sosteniendo que todo discurso acerca de las vinculaciones

entre dominación y explotación, o entre lo político y lo económico, cae fuera del

campo de la teoría política “en sentido estricto”.

Sin embargo, y ya para finalizar este punto, no está de más aclarar que nuestro

rechazo de la desvalorización del legado marxiano en la teoría política, en la clave

que proponen Bobbio o Colletti, no nos puede llevar tan lejos como para adherir a

una tesis que se sitúa en sus antípodas. Nos referimos a la planteada por el

historiador inglés Robin Blackburn, para quien lo verdaderamente original de la

teoría marxista no se encuentra en la filosofía ni en la economía, sino en el campo de

la política. Sin menospreciar el aporte de la obra teórico-política de Marx, creemos

que la teorización que se plasma en El Capital (la teoría de la plusvalía; la del

fetichismo de la mercancía y, en general, de la economía capitalista; la de la

acumulación originaria; etc.) se encuentra mucho más desarrollada y sistematizada

que la que advertimos en sus reflexiones políticas. Si a estas Marx les dedicó los

turbulentos años de su juventud y algunos momentos de su vida adulta, a la

economía política le cedió los 25 años más creativos de su madurez intelectual.

III. EL ESCÁNDALO DE LA POLÍTICA

El punto de partida de nuestra reflexión sobre el carácter “negativo” de la política en

Marx exige repensar su significado como una actividad práctica en el conjunto de la

vida social. En relación a esto, identificaremos tres tesis fundamentales del filósofo

de Tréveris, que aún hoy conservan su capacidad para escandalizar a la filosofía

política.

La crítica radical de la religión y del “cielo” de los ciudadanos –es decir, del

estado y de la vida política en general– sólo puede ser tal a condición de ir

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acompañada de una simultánea crítica del “valle de lágrimas” terrenal donde

desfallecen productores y trabajadores. Sería difícil exagerar la importancia y

la actualidad de esta tesis, toda vez que el saber convencional de la filosofía

política en sus distintas variantes –el neocontractualismo, el comunitarismo,

el republicanismo y el libertarianismo– persiste en volver sus ojos hacia la

política y hacia el cielo de la vida pública, con total prescindencia de lo que

ocurre en el embarrado suelo de la sociedad burguesa y en las estructuras

opresivas y explotadoras de la economía capitalista. El aire de irrealidad y de

fantasía que preside sus argumentaciones encuentra en esta omisión su razón

de fondo.

De acuerdo con lo establecido en la tesis onceava sobre Feuerbach, la

filosofía no puede ser un saber meramente especulativo. Tiene una tarea

práctica inexcusable y de la que no debe sustraerse: transformar el mundo en

que vivimos, desenmascarando y poniendo fin a la auto-enajenación humana

en todas sus formas, sagradas y seculares. Para cumplir con su misión, la

teoría debe ser “radical”, es decir, ir al fondo de las cosas, al hombre mismo

como producto social y a la estructura de la sociedad burguesa que lo

constituye como sujeto alienado. La teoría debe “decir” cuál es la verdad y

denunciar todas las mentiras del orden social prevaleciente.

En las sociedades clasistas, la política es la principal –si bien no la única–

esfera de la alienación, y, en cuanto tal, espacio privilegiado de la ilusión y el

engaño. El estado “realmente existente” –no el postulado teóricamente por

Hegel, sino aquel contra el cual Marx tuvo que enfrentarse en sus escritos

juveniles– es en realidad un complejo dispositivo institucional puesto al

servicio de intereses económicos bien particulares, y garante final de una

estructura de dominación y explotación que la política convencional jamás

pone en cuestión.

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Una vez comprobado el carácter irremisiblemente clasista de los estados, y

certificada la radical invalidación del modelo hegeliano del “estado ético,

representante del interés universal de la sociedad”, el joven Marx se abocó a la tarea

de explicar las razones del extravío teórico de Hegel. ¿Qué fue lo que hizo que una

de las mentes más lúcidas de la historia de la filosofía incurriera en semejante error?

Simplificando un razonamiento bastante más complejo, diremos que la respuesta de

Marx se construye en torno a esta línea de razonamiento: si en Hegel la relación

“estado/sociedad civil” aparece invertida, ello no ocurre a causa de un vicio de

razonamiento del filósofo, sino que obedece a compromisos epistemológicos más

profundos, cuyas raíces se hunden en el seno mismo de la sociedad burguesa, como

años más tarde tendría ocasión de argumentar Marx al examinar el problema del

fetichismo de la mercancía. En otras palabras, si Hegel invirtió la relación “esta-

do/sociedad civil” haciendo de esta un mero epifenómeno de aquel, fue porque en el

modo de producción capitalista todo aparece invertido: las mercancías aparecen ante

los ojos de la población como si concurrieran por sí mismas al mercado, y la

sociedad civil aparece ante los ojos de los comunes como una simple emanación del

estado. Hegel no fue inmune al proceso de fetichización universal que caracteriza a

la sociedad burguesa.

Sin embargo, más allá de estas críticas, es preciso señalar un mérito fundamental de

la obra de Hegel: fue él quien planteó por primera vez de manera sistemática –y no

sólo en la Filosofía del derecho sino también en otros escritos, como la Filosofía

real– la tensión entre la dinámica polarizante y excluyente de la sociedad civil, en

realidad de la economía capitalista, y las pretensiones integradoras y universalistas

del estado burgués. No pudo resolver esa contradicción, pero su señalamiento abrió

la puerta por la cual, tiempo después, se internaría el joven Marx. Nos parece,

entonces, que Bobbio no pondera en sus justos términos el valor de esta aportación

hegeliana. Por eso, si bien su observación de que en el siglo XIX el “centro de

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gravedad” de la filosofía política no estaba en Alemania sino en Inglaterra es

correcta, su subestimación de la contribución de Hegel a la filosofía política no lo es.

Es más, podría afirmarse, sin temor a exagerar, que Hegel es el primer teórico

político de la sociedad burguesa que plantea una visión realista y descarnada de la

sociedad civil estructuralmente escindida en clases sociales, y cuya incesante

dinámica remata en una irresoluble polarización. Hegel observó con agudeza y

preocupación ese rasgo, al punto tal que, superando las estrecheces del utilitarismo y

el laissez-faire predominantes en Inglaterra, abogó premonitoriamente por una

esclarecida intervención estatal para contrarrestar la creciente polarización que ge-

neraba la sociedad burguesa. Para Hegel, el abismo que separaba ricos de pobres

planteaba un grave problema económico, político y moral, toda vez que debilitaba

irreparablemente los fundamentos mismos de la vida estatal, fuente de toda eticidad

y justicia. Son estas consideraciones las que, finalmente, convierten a Hegel en una

suerte de precoz antecesor filosófico del keynesianismo.

La atenta lectura que el joven Marx realiza del texto hegeliano lo coloca en una

región teórica inexplorada, de contornos muy poco conocidos: en los bordes de la

filosofía política y a las puertas de la economía política. En los bordes, porque la

reflexión del profesor de la Universidad de Berlín había demostrado dos cosas: la

íntima conexión existente entre la política y el estado y, por otra parte, ese

tumultuoso reino de lo privado que se subsumía bajo el equívoco nombre de

“sociedad civil”; y la futilidad de teorizar sobre aquellos temas al margen de una

cuidadosa teorización sobre la sociedad en su conjunto y, muy especialmente, sobre

los fundamentos materiales del orden social. Y a las puertas de la economía política,

porque si se quería trascender la mera enunciación de la relación, punto hasta el cual

había llegado Hegel, era preciso avanzar en la exploración de la anatomía de la

sociedad civil y, para esa empresa, el arsenal conceptual y metodológico disponible

en la filosofía política era claramente insuficiente. Era indispensable echar mano a

una nueva “caja de herramientas” teóricas, a un novísimo instrumental que, no por

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casualidad, había desarrollado una nueva ciencia, la economía política, en el país

donde las relaciones burguesas de producción habían alcanzado su forma más pura y

desarrollada: Inglaterra. Hacia allí se dirigió Marx.

IV. ¿EXISTE UNA TEORÍA POLÍTICA MARXISTA?

Estamos en condiciones, ahora, de retornar a nuestro punto de partida: la pregunta

bobbiana acerca de la existencia de una teoría política marxista. Tal como lo

anticipáramos, según Bobbio no existe tal teoría en el marxismo, y esto por tres

razones básicas: por el interés excluyente de los teóricos marxistas en dilucidar las

cuestiones inmediatas relacionadas con lo que se suponía sería una inminente

conquista del poder, lo que relegaba a un segundo plano el examen de las temáticas

más generales del estado capitalista; por el carácter transitorio y, sobre todo, breve

que se presumía tendría el estado socialista; y por efectos de lo que Bobbio

denominara “el modo de ser marxista” en el período histórico posterior a la

Revolución Rusa y, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial.

El resultado de esta combinación sitúa a Bobbio en una posición no demasiado

distante del diagnóstico que Perry Anderson propone en su obra Consideraciones

sobre el marxismo occidental. Según Anderson, el fracaso de la revolución en

Occidente y la consolidación del estalinismo en la Unión Soviética impulsaron a la

reflexión teórica marxista a alejarse rápidamente del campo de la economía y la

política para refugiarse en los intrincados laberintos de la filosofía, la estética y la

epistemología, siendo la obra de Antonio Gramsci la más notable excepción del

período.

Ahora bien: la forma misma en que Bobbio se plantea la pregunta remite

inequívocamente a una perspectiva incompatible con los planteamientos

epistemológicos fundamentales del materialismo histórico. En función de tales

planteamientos, redoblamos la apuesta del filósofo italiano al sostener que no sólo

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no hay sino que no puede haber una teoría “política” marxista. ¿Por qué? Porque

para el marxismo ningún aspecto o dimensión de la realidad social puede teorizarse

al margen –o con independencia– de la totalidad en la cual dicho aspecto se consti-

tuye. Es imposible teorizar sobre “la política”, como lo hacen la ciencia política y el

saber convencional de las ciencias sociales, asumiendo que ella existe en una

especie de limbo puesto a salvo de las prosaicas realidades de la vida económica. La

“sociedad”, a su vez, es una engañosa abstracción que no tiene en cuenta el

fundamento material sobre el cual se apoya. La “cultura” entendida como la

ideología, el discurso, el lenguaje, las tradiciones y mentalidades, los valores y el

“sentido común”, sólo puede sostenerse gracias a su compleja articulación con la

sociedad, la economía y la política. Como lo recordaba reiteradamente Antonio

Gramsci, las separaciones precedentes sólo pueden tener una función “analítica,” ser

recortes conceptuales que permitan delimitar campos de reflexión a ser explorados

de un modo sistemático y riguroso, pero que de ninguna manera pueden ser

pensados –en realidad, reificados- como realidades autónomas e independientes. Se

convierte “una distinción metodológica” como la que separa la economía de la

política, advierte Gramsci, “en una distinción orgánica y presentada como tal”.

Es por eso que los beneficios que tiene esta separación analítica de las “partes” que

constituyen el todo social se cancelan cuando el analista “reifica” esas distinciones y

cree, o postula, como en la tradición liberal-positivista, que los resultados de sus

planteamientos metodológicos adquieren vida propia y se constituyen en “partes”

separadas de la realidad, “sistemas” (como en Parsons o Luhman) u “órdenes”

(como en Weber) comprensibles en sí mismos con independencia de la totalidad que

los integra y por fuera de la cual no adquieren su significado y función. Al proceder

de esta manera, la vida social termina teóricamente descuartizada en una pluralidad

de sectores autosustentables: la economía, la sociedad, la política y la cultura son

hipostasiadas y convertidas en realidades autónomas, cada una de las cuales requiere

una disciplina especializada para su estudio. Este ha sido el camino seguido por la

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evolución de las distintas “ciencias sociales”: la economía estudia la vida económica

haciendo abstracción de sus contenidos sociales y políticos; la sociología estudia la

sociedad, despreocupada de las distintas manifestaciones de lo social en los terrenos

de la economía y la política; y los politólogos se entretienen elaborando ingeniosos

juegos conceptuales en los cuales la política es explicada por un conjunto de

variables políticas. Conclusión: nadie entiende nada y las ciencias sociales hoy se

enfrentan, en su absurdo aislamiento, a una crisis terminal.

Como sabemos, la desintegración de la “ciencia social” –que instalaba, por ejemplo,

en un mismo territorio a Adam Smith y Karl Marx, en tanto poseedores de una

visión integrada y multifacética de lo social incompatible con cualquier

reduccionismo– dio lugar a numerosas disciplinas especiales, todas las cuales hoy se

hallan sumidas en graves crisis teóricas, y no precisamente por obra del azar. Frente

a una realidad como esta, la expresión teoría “política” marxista no haría otra cosa

que convalidar, desde la tradición del materialismo histórico, el frustrado empeño

por construir teorías fragmentadas y saberes disciplinarios que, desde su

unilateralismo, deforman la “realidad” que pretenden explicar. No hay ni puede

haber una “teoría económica” del mercado o del capitalismo en Marx; tampoco hay

ni puede haber una “teoría sociológica” de la sociedad burguesa. Lo que debe haber,

y afortunadamente hay, es un corpus teórico totalizante que unifique diversas

perspectivas de análisis sobre la sociedad contemporánea, ninguna de las cuales

puede, por sí sola, iluminar satisfactoriamente un aspecto aislado de la realidad. Es

este, precisamente, al rasgo distintivo del materialismo histórico.

V. POLÍTICA, SOCIEDAD DE CLASES Y ALIENACIÓN

Resumiendo: la concepción “negativa” de la política en Marx tiene como uno de sus

fundamentos la teoría de la alienación. En efecto, este identificó la existencia de un

conjunto de prácticas, instituciones, creencias y procesos mediante los cuales la

dominación de clase se coagulaba, reproducía y profundizaba. Hallazgo fundamental

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que por sí solo le asegura a Marx un sitial de privilegio en la historia de la filosofía

política. El corolario de su indagación condujo a nuestro autor a concluir que la

política y el estado, lejos de ser lo que Hegel decía, eran en cambio estratégicas

instancias de la alienación que contribuían a encubrir la explotación del trabajo

asalariado y, de ese modo, a preservar una sociedad radicalmente injusta. El análisis

marxiano despojó al estado y la vida política de todos los ornamentos sagrados o

sublimes que los ennoblecían ante los ojos de sus contemporáneos, y los mostró en

su desnudez de clase. Es por eso que la lucha política no es para Marx un conflicto

que se agota en las ambiciones personales o se motiva en los más elevados

principios doctrinarios, sino que tiene una raíz profunda que se hunde, a través de

una cadena más o menos larga de mediaciones, en el suelo de la sociedad de clases.

Desaparecida esta, la política pasa a ser otra cosa y necesariamente adquiere una

connotación diferente.

¿Qué significaría, entonces, el “fin de la política” en Marx? Para responder este

interrogante es preciso subrayar que su visión de la futura sociedad sin clases no es

(como aún hoy aseguran sus detractores) algo gris, uniforme e indiferenciado. Este

es el paisaje que pintan los adversarios de Marx, o los filósofos que celebran la

eternidad del capitalismo. A los ojos del marxista, la sociedad sin clases se revela en

cambio como una vistosa acuarela en la cual las identidades y las diferencias étnicas,

culturales, lingüísticas, religiosas, de género, de opción sexual, estéticas, etc., serán

potenciadas una vez que hayan desaparecido las restricciones que impiden su

florecimiento: la sociedad de clases y la explotación clasista. De lo que se trata, por

lo tanto, es de potenciar estas diferencias cuidando empero que no se conviertan en

renovadas fuentes de desigualdades y/o de opresión social. En otras palabras, hay

una diferencia estratégica que no debe potenciarse ni favorecerse: la diferencia de

clase. Todas las demás son bienvenidas. El “progresismo burgués”, en cambio,

desarrolla un falaz, por indiscriminado y abstracto, argumento a favor de las

diferencias, que alienta la creciente polarización clasista de nuestras sociedades. En

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otras palabras: debe haber límites al florecimiento de las diferencias. Hay una

especie de diferencia que es socialmente dañina y debe ser eliminada: la diferencia

clasista.

De lo que se trata, en síntesis, es de aquilatar las contribuciones que el planteamiento

epistemológico marxista está en condiciones de efectuar para el desarrollo de la

filosofía política. La perspectiva totalizadora del marxismo y su exigencia de

traspasar las estériles fronteras disciplinarias en pos de un saber unitario e integrado,

que articule en un solo cuerpo teórico la visión de las distintas ciencias sociales,

encierran la promesa de una comprensión más acabada de la problemática política

de la escena contemporánea. En este sentido, una aportación decisiva de Marx a la

filosofía política se encuentra en su reivindicación de la utopía.

La consecuencia de esta imprescindible recuperación de la utopía es doble: por una

parte, coloca a los filósofos políticos frente a la necesidad no sólo de ser críticos

implacables de todo lo existente, sino de proponer también nuevos horizontes hacia

donde la humanidad pueda avanzar. Por la otra, pone al descubierto la raíz

profundamente conservadora de todos aquellos que renuncian a hablar de la buena

sociedad. Sin este horizonte utópico, la filosofía política se convierte en un saber

inofensivo e irrelevante, en una lastimosa justificación del orden social existente.

Como conclusión, entonces, debemos rechazar la pregunta acerca de la existencia de

una teoría “política” marxista, subrayando su incompatibilidad con las premisas

mismas de la concepción epistemológica del marxismo. Esa pregunta puede

formularse en relación con la teorización weberiana, o la de la escuela de la

“elección racional”, o neo-institucionalista, porque es congruente con sus

presupuestos epistemológicos. Es decir, la pregunta de Bobbio es inconducente y

errónea en el caso del marxismo, pero es válida para las otras tradiciones de

pensamiento. Aceptarla en el caso del marxismo significaría nada menos que admitir

un reduccionismo por el cual la política se explicaría mediante un conjunto de

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“variables políticas” tal y como se ve en la ciencia política conservadora. A todas

luces esto constituye una opción completamente inaceptable.

Contrariamente a lo que sostienen tanto los “vulgomarxistas” como sus no menos

vulgares críticos de hoy, lo que distingue al marxismo de otras corrientes teóricas en

las ciencias sociales –recordar a Lukács– no es la primacía de los factores

económicos, ni políticos, sino el punto de vista de la totalidad. Si alguna

originalidad puede reclamar con justos títulos la tradición marxista es su pretensión

de construir una teoría integrada de lo social en donde la política sea concebida

como la resultante de un conjunto dialéctico –estructurado, jerarquizado y en

permanente transformación– de factores causales, sólo algunos de los cuales son de

naturaleza política, mientras que muchos otros son de carácter económico, social,

ideológico y cultural.

Lo que hay en el marxismo, en realidad, es algo epistemológicamente muy diferente:

una “teoría marxista” –es decir, totalizante e integradora– de la política, que integra

en su seno una diversidad de factores explicativos, que trascienden las fronteras de

la política, y que combina una amplia variedad de elementos procedentes de todas

las esferas analíticamente distinguibles de la vida social. Así como desde el

marxismo no hay, ni puede haber, una teoría “económica” del capitalismo o una

teoría “sociológica” de la sociedad burguesa, tampoco hay, ni puede haber, una

teoría “política” de la política. Lo que hay es una teoría que plantea una reflexión

integral sobre la totalidad de los aspectos que constituyen la vida social, superadora

de la fragmentación característica de la cosmovisión burguesa. Que dicha teoría no

haya alcanzado los niveles de sofisticación que se encuentran en El Capital, o que no

posea un grado de desarrollo análogo al que encontramos en la obra de Marx en

relación con el funcionamiento de la economía capitalista, no significa que no exista

una teoría marxista sobre la política. Existe y su situación actual mal podría ser

juzgada como rudimentaria. Es indudable que un esfuerzo muy serio deberá hacerse

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a los efectos de contar con una teorización más adecuada y satisfactoria sobre los

distintos aspectos que hacen a la vida política y el orden estatal en las sociedades

capitalistas. Pero este reconocimiento no podría nunca rematar en la lisa y llana

negación de los planteamientos y las perspectivas analíticas que sobre la vida

política de las sociedades capitalistas se fueron acumulando a lo largo del último

siglo y medio a partir de las pioneras investigaciones de Marx sobre el tema.

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EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

Lenin

CAPITULO I - LA SOCIEDAD DE CLASES Y EL ESTADO

I. EL ESTADO, PRODUCTO DEL CARÁCTER

IRRECONCILIABLE DE LAS CONTRADICCIONES DE CLASE

Ocurre hoy con la doctrina de Marx lo que ha solido ocurrir en la historia repetidas

veces con las doctrinas de los pensadores revolucionarios y de los jefes de las clases

oprimidas en su lucha por la liberación. En vida de los grandes revolucionarios, las

clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la

rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de

mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos

inofensivos, canonizarlos, por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola

de gloria para "consolar" y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de

su doctrina revolucionaria, mellando su filo revolucionario, envileciéndola. En

semejante "arreglo" del marxismo se dan la mano actualmente la burguesía y los

portunistas dentro del movimiento obrero. Olvidan, re legan a un segundo plano,

tergiversan el aspecto revolucionario de esta doctrina, su espíritu revolucionario.

Hacen pasar a primer plano, ensalzan lo que es o parece ser aceptable para la

burguesía. Todos los socialchovinistas son hoy -- ¡bromas aparte! -- "marxistas". Y

cada vez con mayor frecuencia los sabios burgueses alemanes, que ayer todavía eran

especialistas en pulverizar el marxismo, hablan hoy ¡de un Marx "nacional-alemán"

que, según ellos, educó estas asociaciones obreras tan magníficamente organizadas

para llevar a cabo la guerra de rapiñal!

Ante esta situación, ante la inaudita difusión de las tergiversaciones del marxismo,

nuestra misión consiste, ante todo, en restaurar la verdadera doctrina de Marx sobre

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el Estado. Para esto es necesario citar toda una serie de pasajes largos de las obras

mismas de Marx y Engels. Naturalmente, las citas largas hacen la exposición pesada

y en nada contribuyen a darle un carácter popular. Pero es de todo punto imposible

prescindir de ellas. No hay más remedio que citar del modo más completo posible

todos los pasajes, o, por lo menos, todos los pasajes decisivos, de las obras de Marx

y Engels sobre la cuestión del Estado, para que el lector pueda formarse por su

cuenta una noción del conjunto de las ideas de los fundadores del socialismo

científico y del desarrollo de estas ideas, así como también para probar

documentalmente y patentizar con toda claridad la tergiversación de estas ideas por

el "kautskismo" hoy imperante.

Comencemos por la obra más conocida de F. Engels: "El origen de la familia, de la

propiedad privada y del Estado", de la que ya en 1894 se publicó en Stuttgart la

sexta edición. Conviene traducir las citas de los originales alemanes, pues las

traducciones rusas, con ser tan numerosas, son en gran parte incompletas o están

hechas de un modo muy defectuoso.

"El Estado -- dice Engels, resumiendo su análisis histórico -- no es, en modo alguno,

un Poder impuesto desde fuera a la sociedad; ni es tampoco 'la realidad de la idea

moral', 'la imagen y la realidad de la razón', como afirma Hegel. El Estado es, más

bien, un producto de la sociedad al llegar a una determinada fase de desarrollo; es la

confesión de que esta sociedad se ha enredado con sigo misma en una contradicción

insoluble, se ha dividido en antagonismos irreconciliables, que ella es impotente

para conjurar. Y para que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos

en pugna, no se devoren a sí mismas y no devoren a la sociedad en una lucha estéril,

para eso hízose necesario un Poder situado, aparentemente, por encima de la

sociedad y llamado a amortiguar el conflicto, a mantenerlo dentro de los límites del

'orden'. Y este Poder, que brota de la sociedad, pero que se coloca por encima de ella

y que se divorcia cada vez más de ella, es el Estado".

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Aquí aparece expresada con toda claridad la idea fundamental del marxismo en

punto a la cuestión del papel histórico y de la significación del Estado. El Estado es

el producto y la manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de

clase.

El Estado surge en el sitio, en el momento y en el grado en que las contradicciones

de clase no pueden, objetivamente, conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado

demuestra que las contradicciones de clase son irreconciliables.

En torno a este punto importantísimo y cardinal comienza precisamente la

tergiversación del marxismo, tergiversación que sigue dos direcciones

fundamentales.

De una parte, los ideólogos burgueses y especialmente los pequeñoburgueses,

obligados por la presión de hechos históricos indiscutibles a reconocer que el Estado

sólo existe allí donde existen las contradicciones de clase y la lucha de clases,

"corrigen" a Marx de manera que el Estado resulta ser el órgano de la conciliación

de clases. Según Marx, el Estado no podría ni surgir ni mantenerse si fuese posible

la conciliación de las clases. Para los profesores y publicistas mezquinos y filisteos -

- ¡que invocan a cada paso en actitud benévola a Marx! -- resulta que el Estado es

precisamente el que concilia las clases. Según Marx, el Estado es un órgano de

dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del

"orden" que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las

clases. En opinión de los políticos pequeñoburgueses, el orden es precisamente la

conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra. Amortiguar los

choques significa para ellos conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos

medios y procedimientos de lucha para el derrocamiento de los opresores.

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Por ejemplo, en la revolución de 1917, cuando la cuestión de la significación y del

papel del Estado se planteó precisamente en toda su magnitud, en el terreno práctico,

como una cuestión de acción inmediata, y además de acción de masas, todos los

socialrevolucionarios y todos los mencheviques cayeron, de pronto y por entero, en

la teoría pequeñoburguesa de la "conciliación" de las clases "por el Estado". Hay

innumerables resoluciones y artículos de los políticos de estos dos partidos saturados

de esta teoría mezquina y filistea de la "conciliación". Que el Estado es el órgano de

dominación de una determinada clase, la cual no puede conciliarse con su antípoda

(con la clase contrapuesta a ella), es algo que esta democracia pequeñoburguesa no

podrá jamás comprender, La actitud ante el Estado es uno de los síntomas más

patentes de que nuestros socialrevolucionarios y mencheviques no son en manera

alguna socialistas (lo que nosotros, los bolcheviques, siempre hemos demostrado),

sino demócratas pequeñoburgueses con una fraseología casi socialista.

De otra parte, la tergiversación "kautskiana" del marxismo es bastante más sutil.

"Teóricamente", no se niega ni que el Estado sea el órgano de dominación de clase,

ni que las contradicciones de clase sean irreconciliables. Pero se pasa por alto u

oculta lo siguiente: si el Estado es un producto del carácter irreconciliable de las

contradicciones de clase, si es una fuerza que está por encima de la sociedad y que

"se divorcia cada vez más de la sociedad", es evidente que la liberación de la clase

oprimida es imposible, no sólo sin una revolución violenta, sino también sin la

destrucción del aparato del Poder estatal que ha sido creado por la clase dominante y

en el que toma cuerpo aquel "divorcio". Como veremos más abajo, Marx llegó a esta

conclusión, teóricamente clara por si misma, con la precisión más completa, a base

del análisis histórico concreto de las tareas de la revolución. Y esta conclusión es

precisamente -- como expondremos con todo detalle en las páginas siguientes -- la

que Kautsky . . . ha"olvidado" y falseado.

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II. LOS DESTACAMENTOS ESPECIALES DE FUERZAS

ARMADAS, LAS CARCELES, ETC.

"En comparación con las antiguas organizaciones gentilicias (de tribu o de clan) --

prosigue Engels --, el Estado se caracteriza, en primer lugar, por la agrupación de

sus súbditos según las divisiones territoriales". . . A nosotros, esta agrupación nos

parece 'natural', pero ella exigió una larga lucha contra la antigua organización en

'gens' o en tribus. "La segunda caracteristica es la instauración de un Poder público,

que ya no coincide directamente con la población organizada espontáneamente

como fuerza armada. Este Poder público especial hácese necesario porque desde la

división de la sociedad en clases es ya imposible una organización armada

espontánea de la población. . Este Poder público existe en todo Estado; no está

formado solamente por hombres armados, sino también por aditamentos materiales,

las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia

no conocía. . ."

Engels desarrolla la noción de esa "fuerza" a que se da el nombre de Estado, fuerza

que brota de la sociedad, pero que se sitúa por encima de ella y que se divorcia cada

vez más de ella. ¿En qué consiste, fundamentalmente, esta fuerza? En destacamentos

especiales de hombres armados, que tienen a su disposición cárceles y otros

elementos.

Tenemos derecho a hablar de destacamentos especiales de hombres armados, pues el

Poder público propio de todo Estado "no coincide directamente" con la población

armada, con su "organización armada espontánea".

Como todos los grandes pensadores revolucionarios, Engels se esfuerza en dirigir la

atención de los obreros conscientes precisamente hacia aquello que el filisteísmo

dominante considera como lo menos digno de atención, como lo más habitual,

santificado por prejuicios no ya sólidos, sino podríamos decir que petrificados El

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ejército permanente y la policía son los instrumentos fundamentales de la fuerza del

Poder del Estado. Pero ¿puede acaso ser de otro modo?

Desde el punto de vista de la inmensa mayoría de los europeos de fines del siglo

XIX, a quienes se dirigía Engels y que no habían vivido ni visto de cerca ninguna

gran revolución, esto no podía ser de otro modo. Para ellos, era completamente

incomprensible esto de una "organización armada espontánea de la población". A la

pregunta de por qué ha surgido la necesidad de destacamentos especiales de

hombres armados (policía y ejército permanente) situados por encima de la sociedad

y divorciados de ella, el filisteo del Occidente de Europa y el filisteo ruso se

inclinaban a contestar con un par de frases tomadas de prestado de Spencer o de

Mijailovski, remitiéndose a la complejidad de la vida social, a la diferenciación de

funciones, etc.

Estas referencias parecen "científicas" y adormecen magníficamente al filisteo,

velando lo principal y fundamental: la división de la sociedad en clases enemigas

irreconciliables.

Si no existiese esa división, la "organización armada espontánea de la población" se

diferenciaría por su complejidad, por su elevada técnica, etc., de la organización

primitiva de la manada de monos que manejan el palo, o de la del hombre

prehistórico, o de la organización de los hombres agrupados en la sociedad del clan;

pero semejante organización sería posible.

Si es imposible, es porque la sociedad civilizada se halla dividida en clases

enemigas, y además irreconciliablemente enemigas, cuyo armamento "espontáneo"

conduciría a la lucha armada entre ellas. Se forma el Estado, se crea una fuerza

especial, destacamentos especiales de hombres armados, y cada revolución, al

destruir el aparato del Estado, nos indica bien visiblemente cómo la clase dominante

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se esfuerza por restaurar los destacamentos especiales de hombres armados a s u

servicio, cómo la clase oprimida se esfuerza en crear una nueva organización de este

tipo, que sea capaz de servir no a los explotadores, sino a los explotados.

En el pasaje citado, Engels plantea teóricamente la misma cuestión que cada gran

revolución plantea ante nosotros prácticamente de un modo palpable y, además,

sobre un plano de acción de masas, a saber: la cuestión de las relaciones mutuas

entre los destacamentos "especiales" de hombres armados y la "organización armada

espontánea de la población". Hemos de ver cómo ilustra de un modo concreto esta

cuestión la experiencia de las revoluciones europeas y rusas.

Pero volvamos a la exposición de Engels. Engels señala que, a veces, por ejemplo,

en algunos sitios de Norteamérica, este Poder público es débil (se trata aquí de

excepciones raras dentro de la socíedad capitalista y de aquellos sitios de

Norteamérica en que imperaba, en el período preimperialista, el colono libre), pero

que, en términos generales, se fortalece:". . . Este Poder público se fortalece a

medida que los antagonismos de clase se agudizan dentro del Estado y a medida que

se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes; basta fijarse en

nuestra Europa actual, donde la lucha de clases y el pugilato de conquistas han

encumbrado al Poder público a una altura en que amenaza con devorar a toda la

sociedad y hasta al mismo Estado". Esto fue escrito no más tarde que a comienzos

de la década del 90 del siglo pasado.

El último prólogo de Engels lleva la fecha del 16 de junio de 1891. Por aquel

entonces, comenzaba apenas en Francia, y más tenuemente todavía en Norteamérica

y en Alemania, el viraje hacia el imperialismo, tanto en el sentido de la dominación

completa de los trusts, como en el sentido de la omnipotencia de los grandes bancos,

en el sentido de una grandiosa política colonial, etc. Desde entonces, el "pugilato de

conquistas" ha experimentado un avance gigantesco, tanto más cuanto que a

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comienzos de la segunda década del siglo XX el planeta ha resultado estar

definitivamente repartido entre estos "conquistadores en pugilato", es decir, entre las

grandes potencias rapaces. Desde entonces, los armamentos terrestres y marítimos

han crecido en proporciones increíbles, y la guerra de pillaje de 1914 a 1917 por la

dominación de Inglaterra o Alemania sobre el mundo, por el reparto del botín, ha

llevado al borde de una catástrofe completa la "absorción" de todas las fuerzas de la

sociedad por un Poder estatal rapaz.

Ya en 1891, Engels supo señalar el "pugilato de conquistas" como uno de los más

importantes rasgos distintivos de la política exterior de las grandes potencias. ¡Y los

canallas socialchovinistas de los años 1914-1917, en que precisamente este pugilato,

agudizándose más y más, ha engendrado la guerra imperialista, encubren la defensa

de los intereses rapaces de "su" burguesía con frases sobre la "defensa de la patria",

sobre la "defensa de la república y de la revolución" y con otras frases por el estilo!

III. EL ESTADO, ARMA DE EXPLOTACION DE LA CLASE

OPRIMIDA

Para mantener un Poder público aparte, situado por encima de la sociedad, son

necesarios los impuestos y las deudas del Estado. "Los funcionarios, pertrechados

con el Poder público y con el derecho a cobrar impuestos, están situados -- dice

Engels --, como órganos de la sociedad, por encima de la sociedad. A ellos ya no les

basta, aun suponiendo que pudieran tenerlo, con el respeto libre y voluntario que se

les tributa a los órganos del régimen gentilicio. . ." Se dictan leyes de excepción

sobre la santidad y la inviolabilidad de los funcionarios. "El más despreciable

polizonte" tiene más "autoridad" que los representantes del clan; pero incluso el jefe

del poder militar de un Estado civilizado podría envidiar a un jefe de clan por "el

respeto espontáneo" que le profesaba la sociedad.

Aquí se plantea la cuestión de la situación privilegiada de los funcionarios como

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órganos del Poder del Estado. Lo fundamental es saber: ¿qué los coloca por encima

de la sociedad? Veamos cómo esta cuestión teórica fue resuelta prácticamente por la

Comuna de París en 1871 y cómo la esfumó reaccionariamente Kautsky en 1912:

"Como el Estado nació de la necesidad de tener a raya los antagonismos de clase, y

como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de estas clases, el Estado lo es,

por regla general, de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante,

que con ayuda de él se convierte también en la clase políticamente dominante,

adquiriendo así nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida. .

." No fueron sólo el Estado antiguo y el Estado feudal órganos de explotación de los

esclavos y de los campesinos siervos y vasallos: también "el moderno Estado

representativo es instrumento de explotación del trabajo asalariado por el capital. Sin

embargo, excepcionalmente, hay períodos en que las clases en pugna se equilibran

hasta tal punto, que el Poder del Estado adquiere momentáneamente, como aparente

mediador, una cierta independencia respecto a ambas". . . Tal aconteció con la

monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, con el bonapartismo del primero y

del segundo Imperio en Francia, y con Bismarck en Alemania.

Y tal ha acontecido también -- agregamos nosotros -- con el gobierno de Kerenski,

en la Rusia republicana, después del paso a las persecuciones del proletariado

revolucionario, en un momento en que los Soviets, como consecuencia de hallar se

dirigidos por demócratas pequeñoburgueses, son ya impotentes, y la burguesía no es

todavía lo bastante fuerte para disolverlos pura y simplemente.

En la república democrática -- prosigue Engels -- "la riqueza ejerce su poder

indirectamente, pero de un modo tanto más seguro", y lo ejerce, en primer lugar,

mediante la "corrupción directa de los funcionarios" (Norteamérica), y, en segundo

lugar, mediante la "alianza del gobierno con la Bolsa" (Francia y Norteamérica).En

la actualidad, el imperialismo y la dominación de los Bancos han "desarrollado",

hasta convertirlos en un arte extraordinario, estos dos métodos adecuados

paradefender y llevar a la práctica la omnipotencia de la riqueza en las repúblicas

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democráticas, sean cuales fueren. Si, por ejemplo, en los primeros meses de la

república democrática rusa, en los meses que podemos llamar de la luna de miel de

los "socialistas" -- socialrevolucionarios y mencheviques -- con la burguesía, en el

gobierno de coalición, el señor Palchinski saboteó todas las medidas de restricción

contra los capitalistas y sus latrocinios, contra sus actos de saqueo en detrimento del

fisco mediante los suministros de guerra, y si, al salir del ministerio, el señor

Palchinski (sustituido, naturalmente, por otro Palchinski exactamente igual) fue

"recompensado" por los capitalistas con un puestecito de 120.000 rublos de sueldo

al año, ¿qué significa esto? ¿Es un soborno directo o indirecto? ¿Es una alianza del

gobierno con los consorcios o son "solamente" lazos de amistad? ¿Qué papel

desempeñan los Chernov y los Tsereteli, los Avkséntiev y los Skóbelev? ¿El de

aliados "directos" o solamente indirectos de los millonarios malversadores de los

fondos públicos?

La omnipotencia de la "riqueza" es más segura en las repúblicas democráticas,

porque no depende de la mala envoltura política del capitalismo. La república

democrática es la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo, y

por lo tanto el capital, al dominar (a través de los Pakhinski, los Chernov, los

Tsereteli y Cía.) esta envoltura, que es la mejor de todas, cimenta su Poder de un

modo tan seguro, tan firme, que ningún cambio de personas, ni de instituciones, ni

de partidos, dentro de la república democrática burguesa, hace vacilar este

Poder.Hay que advertir, además, que Engels, con la mayor precisión, llama al

sufragio universal arma de dominación de la burguesía. El sufragio universal, dice

Engels, sacando evidentemente las enseñanzas de la larga experiencia de la

socialdemocracia alemana, es "el índice que sirve para medir la madurez de la clase

obrera. No puede ser más ni será nunca más, en el Estado actual".

Los demócratas pequeñoburgueses, por el estilo de nuestros socialrevolucionarios y

mencheviques, y sus hermanos carnales, todos los socialchovinistas y oportunistas

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de la Europa occidental, esperan, en efecto, "más" del sufragio universal. Comparten

ellos mismos e inculcan al pueblo la falsa idea de que el sufragio universal es, "en el

Estado actual ", un medio capaz de expresar realmente la voluntad de la mayoría de

los trabajadores y de garantizar su efectividad práctica. Aquí no podemos hacer más

que señalar esta idea mentirosa, poner de manifiesto que esta afirmación de Engels

completamente clara, precisa y concreta, se falsea a cada paso en la propaganda y en

la agitación de los partidos socialistas "oficiales" (es decir, oportunistas). Una

explicación minuciosa de toda la falsedad de esta idea, rechazada aquí por Engels, la

encontraremos más adelante, en nuestra exposición de los puntos de vista de Marx y

Engels sobre el Estado "actual ".

En la más popular de sus obras, Engels traza el resumen general de sus puntos de

vista en los siguientes términos: "Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha

habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del

Estado ni del Poder estatal. Al llegar a una determinada fase del desarrollo

económico, que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases,

esta división hizo que el Estado se convirtiese en una necesidad. Ahora nos

acercamos con paso veloz a una fase de desarrollo de la producción en que la

existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte en

un obstáculo directo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan

inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases, desaparecerá

inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la

producción sobre la base de una asociación libre e igual de productores, enviará toda

la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de

antiguedades, junto a la rueca y al hacha de bronce".

No se encuentra con frecuencia esta cita en las obras de propaganda y agitación de la

socialdemocracia contemporánea. Pero incluso cuando nos encontramos con ella es,

casi siempre, como si se hiciesen reverencias ante un icono; es decir, para rendir un

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homenaje oficial a Engels, sin el menor intento de analizar qué amplitud y

profundidad revolucionarias supone esto de "enviar toda la máquina del Estado al

museo de antiguedades". No se ve, en la mayoría de los casos, ni siquiera la

comprensión de lo que Engels llama la máquina del Estado.

IV. LA "EXTINCION" DEL ESTADO Y LA REVOLUCION

VIOLENTA

Las palabras de Engels sobre la "extinción" del Estado gozan de tanta celebridad y

se citan con tanta frecuencia, muestran con tanto relieve dónde está el quid de la

adulteración corriente del marxismo por la cual éste es adaptado al oportunismo, que

se hace necesario detenerse a examinarlas detalladamente. Citaremos todo el pasaje

donde figuran estas palabras: "El proletariado toma en sus manos el Poder del

Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado.

Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado y destruye toda

diferencia y todo antagonismo de clases, y, con ello mismo, el Estado como tal. La

sociedad hasta el presente, movida entre los antagonismos de clase, ha necesitado

del Estado, o sea de una organización de la correspondiente clase explotadora para

mantener las condiciones exteriores de producción, y por tanto, particularmente para

mantener por la fuerza a la clase explotada en las condiciones de opresión (la

esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el

modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la

sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la

clase que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado

de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en nuestros

tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en

representante efectivo de toda la sociedad, será por sí mismo superfluo.

Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener en la opresión;

cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha por la

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existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los

choques y los excesos resultantes de esta lucha, no habra ya nada que reprimir ni

hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión, el Estado.

El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de

toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la

sociedad, es a la par su último acto independiente como Estado. La intervención de

la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo tras

otro de la vida social y se adormecerá por sí misma. El gobierno sobre las personas

es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de

producción. El Estado no será 'abolido'; se extingue. Partiendo de esto es como hay

que juzgar el valor de esa frase sobre el 'Estado popular libre' en lo que toca a su

justificación provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta

absoluta de fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser

considerada la exigencia de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de

la noche a la mañana" ("Anti-Dühring " o "La subversión de la ciencia por el señor

Eugenio Dühring", págs. 301-303 de la tercera edición alemana).

Sin temor a equivocarnos, podemos decir que de estos pensamientos sobremanera

ricos, expuestos aquí por Engels, lo único que ha pasado a ser verdadero patrimonio

del pensamiento socialista, en los partidos socialistas actuales, es la tesis de que el

Estado, según Marx, "se extingue", a diferencia de la doctrina anarquista de la

"abolición" del Estado. Truncar así el marxismo equivale a reducirlo al oportunismo,

pues con esta "interpretación" no queda en pie más que una noción confusa de un

cambio lento, paulatino, gradual, sin saltos ni tormentas, sin revoluciones. Hablar de

"extinción" del Estado, en un sentido corriente, generalizado, de masas, si cabe

decirlo así, equivale indudablemente a esfumar, si no a negar, la revolución.

Además, semejante "interpretación" es la más tosca tergiversación del marxismo,

tergiversación que sólo favorece a la burguesía y que descansa teóricamente en la

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omisión de circunstancias y consideraciones importantísimas que se indican, por

ejemplo, en el "resumen" contenido en el pasaje de Engels, citado aquí por nosotros

en su integridad.

En primer lugar, Engels dice en el comienzo mismo de este pasaje que, al tomar el

Poder del Estado, el proletaria do "destruye, con ello mismo, el Estado como tal".

"No es uso" pararse a pensar qué significa esto. Lo corriente es ignorarlo en absoluto

o considerarlo algo así como una "debilidad hegeliana" de Engels. En realidad, en

estas palabras se expresa concisamente la experiencia de una de las más grandes

revoluciones proletarias, la experiencia de la Comuna de París de 1871, de la cual

hablaremos detalladamente en su lugar. En realidad, Engels habla aquí de la

"destrucción" del Estado de la burguesía por la revolución proletaria, mientras que

las palabras relativas a la extinción del Estado se refieren a los restos del Estado

proletario después de la revolución socialista. El Estado burgués no se "extingue",

según Engels, sino que "es destruido" por el proletariado en la revolución. El que se

extingue, después de esta revolución, es el Estado o semi-Estado proletario.

En segundo lugar, el Estado es una "fuerza especial de represión". Esta magnífica y

profundísima definición de Engels es dada aquí por éste con la más completa

claridad. Y de ella se deduce que la "fuerza especial de represión" del proletariado

por la burguesía, de millones de trabajadores por un puñado de ricachos, debe

sustituirse por una "fuerza especial de represión" de la burguesía por el proletariado

(dictadura del proletariado). En esto consiste precisamente la "destrucción del

Estado como tal". En esto consiste precisamente el "acto" de la toma de posesión de

los medios de producción en nombre de la sociedad. Y es de suyo evidente que

semejante sustitución de una "fuerza especial" (la burguesa) por otra (la proletaria)

ya no puede operarse, en modo alguno, bajo la forma de "extinción".

En tercer lugar, Engels, al hablar de la "extinción" y -- con frase todavía más

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plástica y colorida -- del "adormecimiento" del Estado, se refiere con absoluta

claridad y precisión a la época posterior a la "toma de posesión de los medios de

producción por el Estado en nombre de toda la sociedad", es decir, posterior a la

revolución socialista.

Todos nosotros sabemos que la forma política del "Estado", en esta época, es la

democracia más completa. Pero a ninguno de los oportunistas que tergiversan

desvergonzadamente el marxismo se le viene a las mientes la idea de que, por

consiguiente, Engels hable aquí del "adormecimiento" y de la "extinción" de la

democracia. Esto parece, a primera vista, muy extraño. Pero esto sólo es

"incomprensible" para quien no haya comprendido que la democracia también es un

Estado y que, consiguientemente, la democracia también desaparecerá cuando

desaparezca el Estado. El Estado burgués sólo puede ser "destruido" por la

revolución. El Estado en general, es decir, la más completa democracia, sólo puede

"extinguirse".

En cuarto lugar, al establecer su notable tesis de la "extinción del Estado", Engels

declara a renglón seguido, de un modo concreto, que esta tesis se dirige tanto contra

los oportunistas, como contra los anarquistas. Además, Engels coloca en primer

plano la conclusión que, derivada de su tesis sobre la "extinción del Estado", se

dirige contra los oportunistas. Podría apostarse que de diez mil hombres que hayan

leído u oído hablar acerca de la "extinción" del Estado, nueve mil novecientos

noventa no saben u olvidan en absoluto que Engels no dirigió solamente contra los

anarquistas sus conclusiones derivadas de esta tesis. Y de las diez personas restantes,

lo más probable es que nueve no sepan qué es el "Estado popular libre" y por qué el

atacar esta consigna significa atacar a los oportunistas. ¡Así se escribe la Historia!

Así se adapta de un modo imperceptible la gran doctrina revolucionaria al

filisteísmo dominante. La conclusión contra los anarquistas se ha repetido miles de

veces, se ha vulgarizado, se ha inculcado en las cabezas del modo más simplificado,

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ha adquirido la solidez de un prejuicio. ¡Pero la conclusión contra los oportunistas la

han esfumado y "olvidado"!

El "Estado popular libre" era una reivindicación programática y una consigna

corriente de los socialdemócratas alemanes en la década del 70. En esta consigna no

hay el menor contenido político, fuera de una filistea y enfática descripción de la

noción de democracia. Engels estaba dispuesto a "justificar", "por el momento", esta

consigna desde el punto de vista de la agitación, por cuanto con ella se insinuaba

legalmente la república democrática. Pero esta consigna era oportunista, porque

expresaba no sólo el embellecimiento de la democracia burguesa, sino también la

incomprensión de la crítica socialista de todo Estado en general. Nosotros somos

partidarios de la república democrática, como la mejor forma de Estado para el

proletariado bajo el capitalismo, pero no tenemos ningún derecho a olvidar que la

esclavitud asalariada es el destino reservado al pueblo, incluso bajo la república

burguesa más democrática. Más aún. Todo Estado es una "fuerza especial para la

represión" de la clase oprimida. Por eso, todo Estado ni es libre ni es popular. Marx

y Engels explicaron esto reiteradamente a sus camaradas de partido en la década del

70.

En quinto lugar, en esta misma obra de Engels, de la que todos citan el pasaje sobre

la extinción del Estado, se contiene un pasaje sobre la importancia de la

revolución violenta. El análisis histórico de su papel lo convierte Engels en un

verdadero panegírko de la revolución violenta. Esto "nadie lo recuerda". Sobre la

importancia de este pensamiento, no es uso hablar ni siquiera pensar en los partidos

socialistas contemporáneos estos pensamientos no desempeñan ningún papel en la

propaganda ni en la agitación cotidianas entre las masas. Y, sin embargo, se hallan

indisolublemente unidos a la "extinción" del Estado y forman con ella un todo

armónico. He aquí el pasaje de Engels:

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". . . De que la violencia desempeña en la historia otro papel [además del de agente

del mal], un papel revolucionario; de que, según la expresión de Marx, es la partera

de toda vieja sociedad que lleva en sus entrañas otra nueva; de que la violencia es el

instrumento con la ayuda del cual el movimiento social se abre camino y rompe las

formas políticas muertas y fosilizadas, de todo eso no dice una palabra el señor

Dühring. Sólo entre suspiros y gemidos admite la posibilidad de que para derrumbar

el sistema de explotación sea necesaria acaso la violencia, desgraciadamente, afirma,

pues el empleo de la misma, según él, desmoraliza a quien hace uso de ella. ¡Y esto

se dice, a pesar del gran avance moral e intelectual, resultante de toda revolución

victoriosa! Y esto se dice en Alemania, donde la colisión violenta que puede ser

impuesta al pueblo tendría, cuando menos, la ventaja de destruir el espíritu de

servilismo que ha penetrado en la conciencia nacional como consecuencia de la

humillación de la Guerra de los Treinta años. ¿Y estos razonamientos turbios,

anodinos, impotentes, propios de un párroco rural, se pretende imponer al partido

más revolucionario de la historia?" (Lugar citado, pág. 193, tercera edición alemana,

final del IV capítulo, II parte).

¿Cómo es posible conciliar en una sola doctrina este panegírico de la revolución

violenta, presentado con insistencia por Engels a los socialdemócratas alemanes

desde 1878 hasta 1894, es decir, hasta los últimos días de su vida, con la teoría de la

"extinción" del Estado? Generalmente se concilian ambos pasajes con ayuda del

eclecticismo, desgajando a capricho (o para complacer a los detentadores del Poder),

sin atenerse a los principios o de un modo sofístico, ora uno ora otro argumento y

haciendo pasar a primer plano, en el noventa y nueve por ciento de los casos, si no

en más, precisamente la tesis de la "extinción". Se suplanta la dialéctica por el

eclecticismo: es la actitud más usual y más generalizada ante el marxismo en la

literatura socialdemócrata oficial de nuestros días. Estas suplantaciones no tienen,

ciertamente, nada de nuevo; pueden observarse incluso en la historia de la filosofía

clásica griega. Con la suplantación del marxismo por el oportunismo, el eclecticismo

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presentado como dialéctica engaña más fácilmente a las masas, les da una aparente

satisfacción, parece tener en cuenta todos los aspectos del proceso, todas las

tendencias del desarrollo, todas las influencias contradictorias, etc., cuando en

realidad no da ninguna noción completa y revolucionaria del proceso del desarrollo

social.

Ya hemos dicho más arriba, y demostraremos con mayor detalle en nuestra ulterior

exposición, que la doctrina de Marx y Engels sobre el carácter inevitable de la

revolución violenta se refiere al Estado burgués. Este no puede sustituirse por el

Estado proletario (por la dictadura del proletariado) mediante la "extinción", sino

sólo, por regla general, mediante la revolución violenta. El panegírico que dedica

Engels a ésta, y que coincide plenamente con reiteradas manifestaciones de Marx

(recordaremos el final de "Miseria de la Filosofía" y del "Manifiesto Comunista"

con la declaración orgullosa y franca sobre el carácter inevitable de la revolución

violenta; recordaremos la crítica del Programa de Gotha, en 1875, cuando ya habían

pasado casi treinta años, y en la que Marx fustiga implacablemente el oportunismo

de este programa), este panegírico no tiene nada de "apasionamiento", nada de

declamatorio, nada de arranque polémico. La necesidad de educar sistemáticamente

a las masas en esta, precisamente en esta idea sobre la revolución violenta, es algo

básico en toda la doctrina de Marx y Engels. La traición cometida contra su doctrina

por las corrientes socialchovinista y kautskiana hoy imperantes se manifiesta con

singular relieve en el olvido por unos y otros de esta propaganda, de esta agitación.

La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una

revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de

todo Estado, sólo es posible por medio de un proceso de "extinción".

Marx y Engels desarrollaron estas ideas de un modo minucioso y concreto,

estudiando cada situación revolucionaria por separado, analizando las enseñanzas

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sacadas de la experiencia de cada revolución. Y esta parte de su doctrina, que es,

incuestionablemente, la más importante, es la que pasamos a analizar.

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