Manuel F. Lorenzo, La rebelión de las minorías, (2006)

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La rebelión de las minorías Manuel F. Lorenzo

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La rebelión de las minorías trata de analizar, siguiendo la modalidad del ensayismo histórico-filosófico, un fenómeno político y cultural de patente actualidad como es el creciente poder decisivo que en muchos aspectos están teniendo las minorías culturales. El titulo parodia, en cierto sentido, el famoso ensayo de Ortega y Gasset titulado La rebelión de las masas. Sin embargo, la tesis que se sostiene es que lo nuevo que está emergiendo hoy en el escenario social y mediático no es ya la rebelión de las masas, que tan acertadamente Ortega diagnostico para el siglo XX, sino que ahora, en el siglo XXI, el fenómeno socio-mediático en ascenso es otra rebelión, pero esta vez no tanto la de las masas sino la de las minorías

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A mi hijo Luis El contenido de este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso

escrito del titular de la propiedad intelectual.

© Manuel Fernández Lorenzo, 2006

I.S.B.N.: 978-1-84753-252-7

Edita: Lulu.com / Morrisville NC 27560 (North Carolina)

Printed in United States

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ÍNDICE

Introducción ……………………………………………………… 5

El ascenso de las minorías ………………………………………… 23

Fin de la historia …………………………………………………... 31

Triunfo del majismo ………………………………………………. 37

Deserción de las masas ……………………………………………. 43

La debilidad del pensamiento ……………………………………... 51

El hombre-minoría ………………………………………………... 55

Apocalípticos e integrados ………………………………………… 61

La aldea global …………………………………………………….. 67

Agrafismo e impiedad ……………………………………………... 79

La banalidad ………………………………………………………. 93

La universidad en peligro ………………………………………….. 103

¿Qién manda hoy en el mundo cultural? …………………………... 111

Teoría de la Universidad …………………………………………… 119

Superación de la escolástica ……………………………………….. 127

Conclusión ………………………………………………………... 141

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"Les élites sugiere una mera selección de los mejores,

una separación de la calidad. Las minorías se limitan

al mero reconocimiento de un hecho estadístico, a saber:

cierto tipo de hombre dotado de cierto número de facultades

se halla en minoría en el país", Salvador de Madariaga,

Ingleses, franceses y españoles, Edit.orial Sudamericana,

Buenos Aires, 1969, p. 179.

INTRODUCCIÓN Un nuevo fenómeno político-social comienza a arribar a nues-tras playas políticas provocando una profunda división en el país: la equiparación en derechos y consideración social de las minoritarias uniones entre homosexuales con las mayoritarias uniones hetero-sexuales. El actual gobierno de Zapatero parece estar dispuesto a que la voluntad de una minoría social homosexual se equipare a la mayoría heterosexual en la consecución de iguales derechos, inclui-dos los derechos de adopción y crianza de niños. El fenómeno ocurre en otros países y no es por ello privativo de España. Por ello para analizarlo a fondo es preciso ir más allá de la mera constatación de enfrentamientos con la Iglesia o con la mentalidad católica tradicional, etc., que sostiene una única forma valida de matrimonio, orientado a la procreación, etc. Pues dicho enfrentamiento no nos parece que sea un episodio más del tradi-cional choque entre reacción y progreso en la extensión de las libertades individuales o sociales. Se puede buscar otra explicación diferente y que además fue iniciada aquí en España antes que en otros países supuestamente más adelantados que nosotros en materia de pensamiento. Dicha explicación remite y pone de

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actualidad una de las obras del pensamiento español del siglo XX más leídas y traducidas: La rebelión de las masas de Ortega y Gasset. Las manifestaciones inmensas contra la Guerra con ocasión de la intervención militar de EEUU y sus aliados en Irak han vuelto a poner de actualidad un fenómeno que ya Ortega percibió en los años treinta del pasado siglo en la formación de aglomeraciones de muchedumbres en los sitios públicos que tratan de imponer y forzar, con su mera presencia y manifestación pública, posiciones políticas a gobiernos legitima y democráticamente constituidos, saltándose cualquier trámite de debate o discusión previa. La enjundia del fenómeno no reside, como ya lo vio Ortega, en que sean masas o muchedumbres las que ocupen ahora el lugar antes reservado a los reducidos intelectuales, estudiantes u obreros que hasta hace bien poco eran los únicos que ocupaban las calles para protestar. Pues el fenómeno de la masificación es en principio un fenómeno positivo en el sentido de que como consecuencia del desarrollo del liberalismo político y los avances técnico industriales, la parte de la población que hoy tiene acceso al disfrute del ocio y de las preocupaciones, que antes eran exclusivas de una minoría social de clase media y alta, es inmensamente mayor. De ello los propios gobiernos deberían ser los primeros en felicitarse. El problema no está aquí. El problema está en que, debido al creciente predominio de la demagogia sobre la democracia, deter-minados partidos políticos tienden a defender los principios de la democracia como una nueva forma de régimen absoluto en el que la democratización no tiene límites. Es decir, no entienden la de-mocracia al modo liberal, esto es como democracia con límites marcados por la separación y equilibrio de poderes que inventaron Locke y Montesquieu y que los griegos no conocieron en su práctica política, aunque si fueron ya entrevistas por dos de sus máximos filósofos, Platón y Aristóteles. Sino que la entienden como que el ser ciudadano de un país democrático hace a todo el mundo igual tanto en su derecho a votar, lo cual es ciertamente legítimo, como en cuanto a sus opiniones sobre todas las cosas sin límite ninguno. La masa se convierte así en rebelde e indócil pues le está permitido, por el carácter absoluto de la democracia, que cualquiera iguale su opinión con la de otro ciudadano cualquiera por muy sabio que este sea. De dicha igualación en cuestiones por naturaleza desiguales en su conocimiento y tratamiento, como puede ser lo

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que tiene que ver con materias de tipo moral y jurídico que, por muy científicamente que se presenten, son siempre prudenciales, resulta un ambiente de supresión de toda barrera crítica o prudente y de imperio del todo vale. Es entonces cuando la masa se encuen-tra desarmada ella misma por ceder al deseo de hacer lo que le viene en gana y no sujetarse prudencialmente a ninguna opinión que se presente mejor fundada o documentada que otra. En tal estado anímico una minoría bien organizada puede, acogiéndose a que, en determinadas cuestiones, todo es legítimo y da igual ocho que ochenta, conseguir que la mayoría acepte que derechos limita-dos por minoritarios se equiparen a todos los efectos y sin ninguna limitación con los derechos mayoritarios. En tal sentido se buscará que una lengua minoritaria hablada por centenares o miles de personas busque equipararse a todos los efectos con una lengua internacional hablada por millones o cientos de millones de per-sonas. O que grupos cuyas prácticas sexuales corresponden estadís-ticamente, con una frecuencia histórica y no meramente circuns-tancial, a una minoría social, pretenden equipararse con las conduc-tas sexuales mayoritarias que han marcado y siguen marcando la norma social. Si lo consiguen, por neutralización de las masas que se muestran indóciles a todo sentido común, presas de sus propia estupidez, habrán conseguido imponer una especie de tiranía, indi-cio de la cual es eso que se empieza a llamar lo “políticamente co-rrecto”. Uno de los síntomas de la tiranía es la arbitrariedad del déspota que conduce a actitudes que justifican los mayores caprichos o estupideces colindantes tantas veces con lo ridículo y lo cómico. Estupideces, sin embargo, que pueden resultar trágicas, pues mofarse de ellas irrita sobremanera a los tiranos. Seguir diciendo cuando se habla en español A Coruña o Lleida, en vez de La Coruña o Lérida, como hacen tantos locutores de radio o televisión debería llevarnos a decir London o Beijing en vez de Londres o Pekín. Pero no deja de ser chistoso recordar de modo políticamente correcto aquella famosa película de “55 días en Pekín” como “55 días en Beijing”. Y si se hace tal ridículo sólo es por el miedo a los nuevos tiranos. Platón ya detectó, ante la primera democracia histórica, la causa que la llevaría a su destrucción, la demagogia asambleista a que se prestaba la democracia directa que condenó a muerte al mejor ciudadano ateniense, Sócrates. Buscó como solu-ción primero una forma pura de gobierno, la aristocracia o gobierno de los mejores. Pero en su experimentada vejez, ante los

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problemas de encajar una forma pura en una realidad impura como la política, se inclinó por la mezcla diferenciada de varias formas como la monarquía con la democracia, la aristocracia con la demo-cracia, etc. Aristóteles, su discípulo, continuaría en esta dirección. En tal sentido ambos filósofos son precursores de las formas de-mocráticas modernas que incluyen la llamada separación de poderes, desconocida en la democracia griega. La democracia indirecta o representativa y la separación de poderes es lo que caracteriza la democracia moderna. Por ello cuando se pretende violentarla para transformarla en una tiranía encubierta se trata de desmontar la solución platónico-aristotélica, esto es la separación de poderes, politizando a la justicia o judicializando la política, rompiendo, en definitiva, el equilibrio en la separación de los poderes autonómicos. A todo esto estamos asistiendo en los últimos tiempos. Este libro, se gestó, mucho antes de que se manifestase con claridad lo que llamaremos el fenómeno de la “rebelión de las minorías”. Se gestó durante los días de la primera Guerra del Golfo. El comienzo del ataque de las tropas aliadas occidentales sobre territorio iraquí sorprendió a muchos y conmovió profun-damente a un mundo que seguía los acontecimientos minuto a minuto por los media. Retornaron entonces fantasmas que se creían ya enterrados: un nuevo Hitler, Sadàm, que con la anexión por la fuerza de Kuwait podría desatar la Tercera Guerra Mundial, etc. Luego todo resultó para todo el mundo, menos para los que lo padecieron en sus propias carnes, un pequeño fraude. Más que guerra aquello fue un aplastamiento de una rebelión imposible. En un famoso articulo publicado en The Guardian (11-1-1991), un intelectual francés, Jean Baudrillard, declaraba que la Guerra del Golfo nunca tendría lugar, ya que era únicamente una ficción de los media, una retórica de juegos de guerra imaginarios imposibles de convertirse en hechos. Baudrillard fue muy criticado cuando la guerra se desató realmente. Pero por otra parte aquello no era efec-tivamente una guerra total como la que algunos esperaban, pues como consecuencia del equilibrio atómico, la guerra ya no puede tener el carácter decisivo que tuvo para el curso histórico la Segunda Guerra Mundial. No era por tanto una guerra en ese senti-do. Ni siquiera podía ser un nuevo Vietnam, por la debilidad que mostraba ya el coloso soviético. Fue más bien una rebelión real, por supuesto, puesta en escena, en la escena sobre todo de los media, de

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un pequeño, aunque megalómano, déspota oriental, que consiguió atizar la paranoia latente de los occidentales hasta unos limites que rayaron el exceso. La paranoia, por supuesto, estaba justificada, por desatarse el conflicto en Oriente Medio y afectar directamente a los campos petrolíferos, reserva energética vital para los países más desarro-llados, pero también, indirectamente, para el resto del planeta. Además se producía en un momento en que, con el auge del isla-mismo, a partir sobre todo del triunfo de Jomeini, parece entrar en ebullición el magma árabe. Todo ello coincidía con la Perestroika soviética, asunto que hoy ya está dilucidado, aunque, por supuesto, siga persistiendo la nostalgia que algunos todavía sienten por la Guerra Fría. Y todo ello configuraba, a juicio de muchos, una situación de crisis mundial cuyo antecedente más familiar serian los años 30. Diagnóstico en parte verdadero por lo que veremos a lo largo de este ensayo, aunque no hay que olvidar que vivimos ahora, a diferencia de aquellos años, en la llamada Era Atómica, lo que dificulta extra-ordinariamente, y creemos que para bien, el estallido de un conflicto mundial similar a los de la primera mitad de este siglo. No obstante, ello no quiere decir que la situación actual no en-cierre nuevos y graves peligros. Graves porque como se ha obser-vado durante la Guerra del Golfo, a pesar de su corta duración y de su rápido y expeditivo desenlace, los fantasmas que entonces se agitaron, influyeron en multitud de decisiones que provocaron o pudieron provocar grandes males económicos, ecológicos, sani-tarios, etc. Y nuevos por el poder que consiguió arrogarse, sobre todo en el espacio del imaginario social, un líder de un pequeño país, representante a su vez, dentro de él, de una pequeña pero influyente minoría sunnita, la cual es hoy por hoy, tras la segunda Guerra del Golfo, la base de la Insurgencia y del terrorismo isla-mico en Irak. Un líder que se atribuyó por momentos la repre-sentación del mundo árabe, una representación más imaginaria que real, como se demostró con el desarrollo de los acontecimientos. Pero, precisamente, lo más interesante de todo ello reside, para nosotros, en esa extraña fuerza que, de repente y sin saber muy bien porqué, puede adquirir un poder tan pequeño y localizado en relación con el resto del mundo. El segundo acontecimiento que nos impulso en la continuación de este ensayo fue la partición de Yugoslavia. Aquí el problema no

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era ya el enfrentamiento de un país árabe contagiado de irreden-tismo contra la sociedad de masas representada por los aliados occidentales y sus intereses mundiales, sino que ahora se producía un choque entre las minorías de servios, bosnios y croatas ante el cual se mantuvieron como espectadores, perplejos al principio e interviniendo como una especie de bomberos y policía mundial bastante tarde, las grandes potencias occidentales. Sobre el conflic-to se han vertido ríos de tinta y por ello solo queríamos señalar la conexión que se estableció con el nazismo en el bárbaro trato dado a los prisioneros y en la llamada limpieza racial y el exterminio. Un fantasma, el del nacionalismo minoritario y fanático, que en otro sentido ya había sido agitado durante la Guerra del Golfo. Por ello nuestras reflexiones, que desgranamos aquí como una contribución a la búsqueda de la paz, de la verdadera paz y estabi-lidad del mundo, se han centrado en dibujar mediante el género ensayístico, las líneas principales, ya en gran parte tópicas, de una situación ascendente que ha sido larvada y gestada en los últimos 50 años, que está empezando a estallar en el caso de dichos conflictos y de otros que vinieron después, como las bombas del 11 de Marzo en Madrid o las posteriores de Londres, sin olvidar la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, por las razones de fondo que expondremos en lo que sigue. El fondo que quisiéramos poner en primer plano no es otro que el ascenso por todas partes al primer plano mundial de un dife-rencialismo que amenaza acabar con todas las conquistas históricas de progreso en la igualdad y en los derechos adquiridos en los países más desarrollados del planeta, como fruto de revoluciones y de transformaciones sociales seculares. Por todas partes surge el que llamaremos "hombre-minorìa", el minoritario, un tipo de indi-viduo, ya muy conocido por todos, que reivindica con saña y fuerza que raya en el fanatismo, el derecho a la diferencia, la liberación de las minorías oprimidas, etc. Gracias a este tipo de individuo la vida en todo el mundo se va haciendo progresivamente más difícil, confusa y encrespada. Toma el aspecto de una casa de locos en la que cada loco nos recita su tema como si fuese lo único importante, o al menos tan importante como el que más. Y todos parecen estar de acuerdo en que hay que fomentar lo autóctono, lo diferencial, marcar la frontera que nos separa de los demás, etc. Se busca la Diferencia y en este buscar es en lo único que se coincide.

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Este hombre-minoría, tal como veremos, es además un hombre volcado hacia el pasado, sobre todo hacia el local, hacia las historias locales, las micro-historias. Tiene un ego orgulloso, a veces excesi-vamente hinchado y, por ello, ni se imagina que pueda ser otra cosa diferente de lo que es. Se aferra a su circunstancia, por minúscula que sea, hasta el punto de que sus deberes y obligaciones sagradas para con ella le impiden soñar siquiera con aquellos derechos que, sin embargo, le alejarían de ella. En ello hay sin duda, se nos diría, nobleza, fidelidad a lo propio, autenticidad (Eigentlichkeit) heideg-geriana. Pero cuando la fidelidad es excesiva o acrítica, sostenida incluso por encima de la verdad, o sin referencia a ella, se cae fácil-mente en el sectarismo. No es casual por ello que cuando este tipo de hombre-minoría empieza a dominar socialmente, debido a la tendencia a la descentralización y regionalización que impone el propio desarrollo de las sociedades industriales en la era de la informática, vuelvan a retoñar y a pulular por doquier poderosos grupos minoritarios de todo tipo, desde la mafia secular pasando por la masonería tipo P-2 y derivados, hasta las sectas más vario-pintas que imaginarse pueda. Esta fidelidad a lo particular (la tierra, la raza, la tribu, la cultura, la identidad propia, etc.), que aparece muy claramente en el resurgir de los micro-nacionalismos actualmente de moda, está produciendo una peligrosa ceguera que nos puede llevar desde el necesario, imparable y conveniente reconocimiento de cierta autonomía a los particularismos hasta el más irracional e ilimitado principio de independencia que busca la atomización y el desmembramiento sin límite. Pues, aún admitiendo la necesidad de la descentralización de los Estados y las grandes estructuras demasiado homogeneizadoras, se debe tener en cuenta que la afirmación de las autonomías particularistas no debe de poner en peligro la supervivencia de al-gún tipo de estructuras más generales. Sin embargo este hombre-minoría, fruto de la última evolución tecnológica, aparece muchas veces aquejado de una especie de ombliguismo aldeano que le incapacita para interesarse por los problemas cuya solución requiere un radio de acción más amplio que su medio local, en un momento, precisamente, en el cual la comprensión de los intereses generales es vital en el planeta. Todo el mundo coincide hoy, además, en denostar y considerar agotados los ideales del viejo progresismo. No se trata ahora de hacer aquí una defensa de la Idea de Progreso, pues admitimos que

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ha envejecido. Está vieja, pero por agotarse en su constante dar frutos y no porque haya sido estéril. Es una Idea no obstante más profunda de cómo se suele presentar ahora y por ello, si debe ser criticada, merece que sea hecho esto con todos los reconocimien-tos. Solamente si se hace así podrá tal crítica merecer tal nombre. Pues lo fundamental de la confusión reside, por otra parte, en que se identifica alegremente progresismo con la defensa y conse-cución del igualitarismo propio de las sociedades de masas. Y en el momento en que se critica el igualitarismo como utópico, o como masificador y antihumano, cuando se intenta realizar sin límite alguno, se cree que se acaba a la vez con todo progresismo. Por ello nos parece necesario detenernos por un momento en aclarar esta cuestión. El igualitarismo social moderno es una ideología del siglo XIX. Tiene su origen ciertamente en la Revolución Francesa donde encontró su formulación más radical en "los iguales" de Babeuf; pero su cristalización ideológico social se lleva a cabo a lo largo del siglo XIX culminando en su gran extensión social y política en el siglo XX. Adopta diversas versiones o modalidades que configuran y contribuyen a la aparición de la “sociedad de masas”, en la cual se gestó la llamada por Ortega “rebelión de las masas”, cuya crista-lización más importante por su influencia histórica ha sido la del colectivismo igualitario propio del comunismo que triunfó en la U.R.S.S., en China y países satélites. La Idea de Progreso, sin embargo, es una Idea sobre todo del siglo XVIII, acuñada por Voltaire, Turgot, Condorcet, etc., antes de la Revolución. Y estos autores no son en principio sospechosos de igualitarismo rebelde, ni de ser padres precursores de la sociedad comunistas. Por el contrario, su influencia se ha recogido mejor en el tipo de sociedad moderna que triunfó en Francia y Estado Unidos, alcanzando en este último país la forma primera de la llamada “sociedad de masas”, tal como empezó a percibir a mediados del siglo XIX el liberal francés Alexis de Tocqueville en su obra La democracia en América. El progresismo está siempre subordinado al desarrollo del igua-litarismo pero, en la versión de la rebelión frente a los principios de las revoluciones liberales, tenidas por burguesas, llevada a cabo por el social-comunismo, tiende a la forma límite del colectivismo. EEUU e Inglaterra no padecieron este tipo de rebelión. Su esta-bilidad política ha sido clara y proverbial. Sin embargo, la

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“revolución del 48” y la Comuna de Paris , en el siglo XIX, fueron los primeros intentos de dicha “rebelión de masas” a los que Francia hizo frente impidiendo que triunfase este tipo de igualitarismo radical. En el siglo XX la “rebelión de las masas” triunfa inesperadamente en Rusia y, por influjo suyo, se extiende la rebelión social a Alemania, Italia, España, etc. Las dictaduras fascistas serán la respuesta dada en último término a las rebeliones violentas como la spartakista en Alemania o la “revolución del 34” en España, prólogos de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial respectivamente. El fascismo generó, como reac-ción, un tipo de hombre híbrido, dentro del llamado “hombre masa”, pues restringía los ideales socialistas al marco nacional. Dada la incompleta o atrasada modernización de los países donde se generó, adquirió un aspecto premoderno al querer volver a formas de sociedades, orgánicas y pre-liberales, que ensalzaban los ideales racistas jerárquicos y diferencialistas. En tal sentido el siglo XX no se ha quedado cruzado de brazos en su primera mitad, pues lo que emerge como nuevo en el siglo XX no son los igualitarismos, gestados ya en el XIX, sino los "diferencialismos", las ideologías llamadas nacionalistas: tanto el nazismo como el sionismo son movimientos que surgen a princi-pios de siglo en la decadente Viena, capital de un ya putrefacto Imperio Austro-húngaro. La <<Kakania>> (k.k, iniciales de kaiserlich-könoglich, Imperial-Real) de que hablaba Robert Musil en El hombre sin atributos1 tan bien retratada por Janik y Toulmin en La Viena de Wittgenstein 2 . Lógicamente las fuentes son anteriores. Así la Idea de un socialismo no igualitario, ligado a la Idea de Nación o Pueblo como entidad racial y por tanto diferencial es, para ser más preciso, de origen alemán. Aparece en Fichte, en sus Discursos a la nación alemana (1808)3. Fichte es el padre del socialismo alemán que arrastrará siempre un componente nacionalista, muy fuerte en el desarrollo que le dio el fundador de la social-democracia alemana, Ferdinand de Lassalle; componente nacionalista con el que Marx, quizás a causa de su herencia judía, nunca se llevó bien. Se ha visto en El

1 Janik & Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Taurus, Madrid, 1970. 2 Robert Musil, El hombre sin atributos, Seix Barral, Barcelona, 1970. 3 J.G. Fichte, Discursos a la nación alemana, Tecnos, Madrid,1988.

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Estado comercial Cerrado (1800)4 de Fichte, la prefiguración del Esta-do nacional, socialista y autárquico. Según Xavier León, "Fichte inaugura la tradición del socialismo gubernamental, burocrático, del cual Rodbertus, Lassalle, A. Wagner, Bismarck en cierta medida, serán, en Alemania, los grandes obreros (...); sería interesante hacer ver como esta tradición económica de la Alemania moderna ha tenido su origen en Fichte por la combinación de un ideal prusiano y de un ideal jacobino "

5 . Pero Fichte escribió los Discursos a la nación alemana para recti-ficar, en un sentido liberal y democrático, el verdadero nacio-nalismo que antecede al nazismo, el de sus contemporáneos román-ticos de Jena, en especial las Lecciones sobre Literatura y Arte (1803-1804) dadas por Augusto Schlegel en las que, como reacción a las Ideas revolucionarias venidas de Francia, - y de las que Fichte se convirtió en portavoz con su obra Contribución a la rectificación del juicio público sobre la Revolución francesa, publicada de forma anónima -, se glorificaba el teutonismo medieval, se renegaba del Protestan-tismo y la Revolución francesa y se anhelaba una vuelta al cesa-rismo imperial medieval de los alemanes6. Por ello, el Estado de Fichte, a nuestro juicio, prefiguraba más bien el Estado del Bienes-tar de la Socialdemocracia. Por el contrario, el Estado nazi tiene más que ver con las ensoñaciones reaccionarias del romanticismo. El nazismo fue derrotado finalmente por la convergencia de los esfuerzos bélicos tanto de las sociedades de masas no rebeldes, como eran los Aliados, como de las sociedades de masas rebeldes, la sociedad soviética. El diferencialismo racista del fascismo era igualmente peligroso y reaccionario para ambos bloques. Pero con la Guerra Fría el choque de sociedades liberales, en las que no triunfó la rebelión de las masas pero si ascendió la igualdad con la formación de amplias capas medias, y sociedades en rebelión, en las que dicha igualdad se impuso por abajo, por el empobrecimiento general, el conflicto se hizo más enconado que nunca. A la larga se vio como la rebelión imposible condujo al gran fracaso con el hundimiento económico del comunismo soviético. Dicha caída, que simbolizó la caída del Muro de Berlín, provocó un replan-

4 J.G.Fichte, El Estado comercial cerrado, Tecnos, Madrid,1991. 5 Xavier Leòn, Fichte et son temps, A.Collin, Paris, 1958, vol. 2, pgs.119-120. 6 Xavier León, Ibid., t.II, 2ª parte, pp., 61 ss.

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teamiento del sentido de la Historia que se había impuesto durante la Guerra Fría. El famoso artículo de Francis Fukuyama, ¿El fin de la historia?, proclamaba con certera previsión cuando comenzó la Perestroika de Gorvachov, que era el sistema democrático liberal surgido de las Revoluciones inglesa y francesa el triunfador final, y por tanto el que marcaba el modelo de sociedad, ciertamente perfeccionable, pero insuperable. En tal sentido la Revolución rusa quedaba reducida a un gran “motín”, a una rebelión que, aunque triunfó y logró mantenerse algo más de medio siglo, no habría conseguido que el nuevo tipo de organización de la sociedad, que se presentaba como alternativo al capitalismo democrático liberal, se consolidase como un modelo superior a aquel. El proletariado de los países del Este, para corroborarlo, inició su huida al Occidente, donde, frente a las tesis de Marx, el proletariado no se había depau-perado, sino que se habría integrado alcanzando el status de clase media. El viejo progresismo liberal del XVIII habría triunfado transformando tan profundamente la sociedad occidental que habría iniciado una nueva revolución tecnológico-industrial, la que abre la llamada era de la sociedad informatizada, cuyos inicios se sitúan en EEUU en los años 50. Revolución que habría sido deci-siva en la pugna de la Guerra Fría, pues el mundo soviético de la Era de Stalin habría quedado descolgado de ella al condenar por motivos ideológicos la nueva Lógica matemática iniciada por filó-sofos occidentales como, Frege y Bertrand Russell, Lógica que proporcionó la base simbólico operativa de los ordenadores, ade-más de condenar los desarrollos de la nueva biología en el llamado “caso Lyssenko”. Mucho se ha escrito sobre dicha revolución tecnológica. De todo ello destacamos el conocido libro de Alvin Toffler sobre el advenimiento de una Tercera Ola7, que anuncia el final de la sociedad industrial Clásica ligada a la Ilustración inglesa y francesa, y valoramos especialmente su intento de redefinir un nuevo progresismo que pasaría por la descentralización de los Estados industriales, posibilitada y exigida por la nueva revolución tecnológica que abre la informática, con el consiguiente debilita-miento relativo de los Estados centralistas surgidos de las Revolu-ciones modernas. El problema, como se verá, reside también en los límites y el sentido de dicha descentralización, en el sentido de

7 Alvin Toffler, La tercera ola, Plaza & James, Barcelona, 1982.

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hacer desaparecer la llamada Europa de los Estados para dar paso a la Europa de los pueblos, tal como pretenden los rebeldes minori-tarios. Tarea difícil entonces la que se nos presenta pues la supers-tición, el fanatismo religioso y el apoliticismo han llegado a ser compañeros inseparables del fenómeno de la rebelión de las minorías que intentaremos analizar. Hoy se observa ya, claramente, un retorno de lo religioso, en la peor quizás de sus manifestaciones históricas, el fundamentalismo islámico, pero también el cristiano y el judío. No se trata aquí, de hacer de nuevo anticlericalismo en el estilo de aquel viejo progre-sismo ateo de la Ilustración. De lo que queremos tratar es de un tema que está más allá de tales viejas polémicas religiosas. Y por ello adoptaremos un punto de vista filosófico, que no quiere decir no-confesional, sino más bien, que nos sitúa en otro plano que el de la polémica religiosa. No nos gusta polemizar. No creemos tampoco que esa sea en el fondo la misión de la filosofía. No entra-remos por tanto en polémicas, y no porque dudemos siquiera un momento de la importancia psicológica o social de tales polémicas, sino más bien porque no queremos desviarnos de nuestro tema filosófico, para el cual es más importante que la polémica sectaria y divisoria, el pensamiento de la mano abierta y del enriquecimiento de los puntos de vista. Lo único que queremos subrayar de entrada es que el auge de la religiosidad y, como contrapartida suya, del apoliticismo, va a ser visto aquí en tanto que esté intrínsecamente relacionado con el fenómeno de la rebelión de las minorías más radicalizadas. Hoy es cada vez más evidente que las minorías rebeldes más extremas han perdido el más mínimo sentido político. Pues si la política es, como se suele decir, "el arte de lo posible", el minoritario radical gritará aquello de "seamos realistas, pidamos lo imposible". Eso conlleva sin embargo la admisión de los milagros, la fe irracional, etc., elementos propios de un fanatismo religioso que pretende suplan-tar a todo sentido de la oportunidad, a toda sabiduría prudencial, sustituyendo ésta por un conocimiento propio de iluminados y de fundamentalistas. Pero no hay que olvidar que el exceso de luz elimina los contrastes, dándonos una imagen plana, sin relieve, pobre, y en el límite puede resultar también cegador. El método que este hombre-minoría sacraliza no es ya el de la Revolución, propio del hombre-masa, es el método de la Restau-ración, que consiste, en general, no en el cambio súbito y total de

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algo, sino en la Repetición, en la recuperación paulatina del sagrado esplendor pasado. Y esto en Europa sólo lo ha intentado y con el carácter de una fórmula general, un país, Alemania, que cuando alcanza la unificación nacional en el XIX sólo intenta diseñar su futuro como una Repetición del glorioso Sacro-Imperio-Roma-no-Germánico. El Tercer Reich de Hitler, a diferencia del Segundo Reich de Bismarck que sigue la inspiración de modernización liberal apoyándose en el luteranismo contra el catolicismo, se forja ideo-lógicamente recogiendo una tradición católica medieval esotérica de reencarnaciones en las que el principio del Führer se realiza: Hitler se presentaba como un antiguo Príncipe del Pueblo alemán redi-vivo: “El mismo Napoleón se vestía como un Carlomagno redivivo y Hitler (si me es posible citarlo en la misma comparación) hizo una expedición a la tumba de Enrique el Lobo donde inició relaciones para su <<encarnación>> futura. No cabe duda de que los nazis pensaron desde el principio substituir, en la menor ocasión que tuvieran, el título de Jefe que habían heredado por el de Príncipe del Pueblo. Sin embargo, esta ocasión no se presentó. Tampoco debe dudarse de que a los nazis les prestó gran ayuda la antigua idea del Salvador, por lo demás muy desvirtuada, y especialmente la visión más firme a la que aquélla se subordinaba, la del Tercer Reich”8. El intento franquista de restaurar la España imperial de los Reyes Católicos no resultó más que una mera imitación de ello, afortunadamente pronto abandonada. De ahí que algunos histo-riadores consideren que el fascismo de Franco era puro instru-mento de conveniencia en manos de un general que salió victorioso de una cruenta guerra civil. España, a la muerte de Franco, el cual consiguió impulsar de manera despótica, pero decisiva, el despegue de España como potencia industrial, restaura su pasado, la Monar-quía, pero adaptándolo a los nuevos tiempos, ahora llamados post-modernos, bajo la forma del respeto a las minorías (Autonomías) y a la vez buscando su integración en unidades supranacionales (Europa, Iberoamérica). En España acabó triunfando, con la transición a la democracia, favorecida muy de cerca por USA y Alemania, un modelo de Estado descentralizado que algunos confunden con un punto de 8 Ernst Bloch, “Aportaciones a la Historia de los orígenes del Tercer Reich”, publicado en Arnhelm Neusüss, Utopía, Barral Editores, Barcelona, 1971, p. 108.

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partida hacía el Estado Federal a lo alemán. Los que así piensan, incurriendo en ese mal español secular tan señalado, por el que cada generación de españolitos desconoce, por una razón o por otra, lo que hizo y dijo la generación anterior, olvidan la historia. Así se olvidan de que Ortega y Gasset, en algunos de sus discursos como diputado en Cortes, y en relación con la discusión de los Estatutos de Autonomía catalán y vasco, dejó aclarada magis-tralmente la diferencia entre el autonomismo y el federalismo9. Muy poco se ha señalado, por no decir que más bien se ha ignorado, cuando no silenciado, la semejanza profunda entre la nueva Consti-tución Autonómica española y el modelo autonómico teorizado y presentado por Ortega bajo el titulo de La redención de las provincias, como la única forma de regenerar la vida española. Sirva como botón de muestra este texto: "Separemos resueltamente la vida pública local de la vida pública nacional. Así lograremos poseer plenamente las dos. Organicemos a España en diez grandes comarcas: Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasco-navarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva (...). Yo imagino, pues, que cada gran comarca se gobierna a sí misma, que es autónoma en todo lo que afecta a su vida particular, más aún: en todo lo que no sea estrictamente nacional"10. No obstante todavía estamos en el inicio de las posibilidades que abre el modelo autonómico, aunque ya se están produciendo algunos fenómenos positivos que empiezan a impresionar más a los observadores extranjeros que a los propios españoles. Así, España le parece hoy al filósofo italiano Gianni Vattimo, por ejemplo, el país postmoderno por excelencia, por esa eclosión de las minorías: “Resultaría algo excesivo, desde luego, decir que he escrito los diferentes capítulos que componen este libro pensando en la España de hoy, pero la verdad es que la España de hoy es sin duda uno de los modelos de sociedad postmoderna, donde el carácter social parece poder brindarse también como una chance de emanci-pación (…). Durante los últimos años cuando menos, y quizá también porque la democracia es todavía relativamente joven en 9 Josè Ortega y Gasset, Discurso polìticos, Alianza Editorial, Madrid, 1974, pgs. 168-176 y 227 s.s 10 Josè Ortega y Gasset, “La idea de gran comarca o región”, en La redención de las provincias, O.C., Madrid,1966, t.11, p. 257. He defendido la figura de Ortega como padre filosófico de la ordenación territorial autonómica española que recoge la Constitución de 1978 en mi artículo “Idea leibniziana de una Constitución Autonómica para España en Ortega”, La última filosofía de Ortega y Gasset. En torno a la idea de principio en Leibniz, L. X. Alvarez y J. de Salas (edit.), Universidad de oviedo, 2003, pp. 255-289.

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este país, España, mucho más que París o Londres, y hasta puede que Nueva York incluso, ha sido efectivamente el lugar ideal donde se han dado cita todas las aventuras intelectuales de Occidente. A lo mejor decir esto resulta un poco exagerado, pero probablemente, como latino, no sea yo un observador del todo imparcial”11. Lo cierto es que aquí, en España, no ha triunfado la llamada por Ortega "rebelión de las masas", el igualitarismo, cuyo origen está en la “revolución del 48”, pues fue aplastado por las dictaduras militares de Primo de Rivera y de Franco. Además, la restauración de la Monarquía después de Franco no se hizo de forma simple-mente continuista, sino que se conjugó con la restauración de la democracia. Pero una democracia no homogénea ni masificada, sino diferencialista, según rezaba el grito popular de ¡amnistía, libertad, estatuto de autonomía!. Podría entonces hablarse, como hacen algunos, de la IIª Restauración, para definir este nuevo régimen político. Pero con ello se ocultaría la autentica novedad, que no es otra que la profunda diferencia entre una Iª Restauración decimonónica basada en el modelo centralista napoleónico de organización provincial igualitaria y el turno, a la inglesa, de dos grandes partidos en el poder y esta IIª Restauración en la que se rompe la organización provincial napoleónica y se sigue el criterio de grandes regiones que engloban territorios siguiendo semejanzas y lazos de carácter natural, histórico, económico, etc. De tal forma que si la Iª Restau-ración representó la máxima degeneración a que condujo nuestra decadencia, como creyeron los noventayochistas, la II Restauración representa el inicio de una regeneración nacional en la línea justamente que proponía Ortega, únicamente con los inevitables excesos de un bipartidismo que se resiste a perder influencia en las regiones autónomas, por un lado, y del nacionalismo separatista por el otro. En algunas autonomías, como Cataluña o el País Vasco, el bipartidismo ya tiene la batalla perdida, debiendo conformarse en quedar limitado a su peso decisivo para las competencias nacionales no transferibles y las internacionales; y ello se conjuga en dichas autonomías también con los excesos micro-nacionalistas de signo opuesto, que tienden al separatismo. Este último tipo de exceso es quizá el más preocupante, como se constata por la persistencia de la violencia terrorista ligada al nacionalismo separatista, aunque no

11 Gianni Vattimo, La sociedad transparente, Paidos, Barcelona, 1990, pgs. 67-68.

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se debe olvidar que no es el único. Pues la resistencia a transferir competencias por los viejos partidos centralistas supone un freno a la regeneración regional. Pero las restauraciones de las diferencias raciales o culturales, son tan utópicas o más que las rebeliones igualitarias, y por ello están abocadas al fracaso. Por ello tales intentos de nuevas restaura-ciones culturales, lingüísticas, etc., son preocupantes porque vivi-mos tiempos en que vuelve a agitarse en todo el mundo el fantasma del nacionalismo minoritario, del diferencialismo radical, etc. Y lo que es más peligroso, ahora lo hace bajo el marchamo progresista de una rebelión12. Por eso creemos estar ante un fenómeno similar, aunque de signo inverso, al de la famosa "rebelión de las masas" de la primera mitad del siglo XX. Ahora se trataría del posible inicio de una "rebelión de las minorías", cuyo origen ideológico está en el Romanticismo, que trata de romper de forma radical, en el caso más evidente del radicalismo etarra, el dificultosamente conseguido marco constitucional autonómico. Trataremos por tanto aquí del que nos parece el tipo de hombre en ascenso, el hombre-minoría, sucesor del hombre-masa tan magistralmente analizado y disec-cionado por Ortega y Gasset. Pero, como reza el dicho, contraria sunt circa eadem, entre la rebelión de las masas y la de las minorías, aunque opuestas, hay muchas semejanzas de fondo. Por ello hemos tratado de aprobé-charnos de estas semejanzas y hemos seguido al propio Ortega en sus análisis de forma paralela y muchas veces casi literalmente. Hemos utilizado su propia plantilla. Y no nos duele nada ir de la mano de un maestro en el genero del ensayo, porque además somos conscientes de que hacer filosofía en España a estas alturas exige ineludiblemente partir del inmenso y brillante trabajo ensa-yístico de Ortega. Pretender partir de cero, o de tradiciones posti-zamente importadas, aparte de ingratitud hacía el brillante trabajo de las generaciones que nos han precedido en la tarea de la modernización española, demuestra poca inteligencia de las cosas. Sin embargo hemos tomado a Ortega y a su famoso ensayo La rebelión de las masas también como un hilo conductor subterráneo que, sin perderlo nunca de vista, nos permitiese adentrarnos por las sombras y espesuras del nuevo laberinto neobarroco que dibuja 12 En una línea semejante a la que seguimos aquí, aunque centrándose más en las minorías sexuales, situamos el brillante libro de Alain Minc, Epîtres à nos nouveaux maîtres, Grasset, Paris, 2002.

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nuestro hombre-minoría. De tal forma las excursiones y explo-raciones libres que nos hemos permitido se enmarcan en una modalidad previa de análisis filosófico que nos parece merecedora de imitación. Otra cosa es, por supuesto, que la nueva situación mundial que tratamos de dibujar no haya podido, por razones de horizonte histórico, ser percibida con claridad por el propio Ortega y, por ello, en ella nos hemos movido según nuestro leal saber y entender, aunque intentando siempre, según lo que aquel consi-deraba cortesía del filósofo, arrojar claridad sobre ella hasta donde nos sea posible. Por lo demás vaya este libro asimismo como homenaje personal al Ortega intelectual y político, cuyas grandes dotes de legislador se han manifestado proféticas en el final de este siglo, homenaje he-cho con cierto retraso en relación con el pasado centenario de su nacimiento, y vaya a la vez como constatación de como se ha cumplido en este caso aquello de que la condena del profeta es no ser creído hasta que se cumple la profecía. Sólo ahora, cuando ve-mos realizarse ante nosotros sus Ideas sobre la Reforma Auto-nómica del Estado, nos embarcamos con pasión en la lectura atenta de sus Obras completas para poder aprovechar algunas de sus múlti-ples reflexiones con el fin de desarrollar otras que parecen especial-mente urgentes hoy. En la redacción de este libro he huido, deliberadamente y en lo posible, de la erudición y de las citas, verdadera plaga, hoy y siempre, para la auténtica filosofía. Este no es un Tratado, ni un estudio sociológico "en forma" sobre el hombre-minoría. Pretende ser un ensayo. En dicho género se permiten tales licencias. Y por ello confío en la benevolencia del lector y de la crítica. Con la es-peranza de que esta no me sea negada pongo este libro en sus manos.

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EL ASCENSO DE LAS MINORIAS El hecho quizás más importante, socio-culturalmente hablando, en la vida mundial de las últimas décadas nos parece que es el, ya tantas veces señalado, de la "revolución mediática", con la conver-sión que conlleva de la vida pública en algo próximo a lo que Mc Luhan llamó la "aldea global". Hecho que se ha traducido también en la irrupción de lo local, minoritario y periférico, antes relegado y que ahora prácticamente alcanza un grado de expresión inusitado, desplazando en muchos casos a lo tenido por valores centrales, universales, cosmopolitas, etc. Las diversiones antes llamadas pro-vincianas de los juegos y tertulias de casino, del teatro localista, a poder ser en lengua vernácula, de las películas costumbristas, de los espectáculos musicales étnicos, de los problemas de los emigrantes forasteros, de los ecos y cotilleos de la sociedad local, de las dispu-tas político-tribales, y sus necesidades de expresión, llenan hoy prácticamente los medios audiovisuales, o al menos acompañan continuamente a otros contenidos de tipo mayoritario o general, que si no han desaparecido totalmente, tienden a ser neutralizados progresivamente, al ser equiparados, para muchos efectos, con aquellos. Podría pensarse que esto es lo ideal y que, en definitiva, al fin se consigue una liberación largamente ansiada que posibilita la llamada, p. ej. por Gianni Vattimo, "Sociedad transparente", en la que se paga el precio de un cierto caos o desfondamiento de valores generales o universales, una caída en el provincianismo, para que se puedan manifestar libremente, y en condiciones de igualdad diferencial, determinados colectivos sociales tradicio-nalmente minoritarios o localistas (gays, feministas, nacionalistas, regionalistas, etc.). Las nuevas técnicas audio-visuales, con la frag-mentación en múltiples cadenas, permiten la manifestación de esta

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diversidad, que se repite a modo fractal. Y si no te gusta alguna de ellas, sólo tienes que cambiar de programa. Pero también es un hecho que anteriormente ninguno de estos colectivos, a pesar de que existían múltiples periódicos o incluso diversas cadenas de radio y televisión, tenían una presencia tan importante como la alcanzada en los últimos 20 años. Y no es que, como tales grupos, no existiesen antes. Existían, pero llevando una vida divergente. Cada uno ocupaba su lugar marginal, ciertamente, pero tales márgenes no se hallaban relacionados entre si. Ahora, sin embargo, aparecen tratando de relacionarse, de llegar a fórmulas comunes de unidad, aunque sea sólo coincidencia en el no coincidir, identidad en afirmar la diferencia, única forma de unidad dentro de los llamados grupos alternativos en los que conviven ecologistas, gays, feministas, regionalistas, micro-nacionalistas, etc. Pero, además, estos grupos no solamente aparecen bajo estas fórmulas, lo que podría entenderse como una política sensata de búsqueda de unidad frente a problemas comunes a las minorías integrantes, sino que curiosamente tratan de ser, no un mero complemento o rectificación de la política de las mayorías, natu-ralmente dominante en la democracia, que ciertamente les afecta negativamente, sino que tratan, muchas veces, de suplir a la propia mayoría, de convertirse en su alternativa. Y por ello se hacen ver tratando de ocupar en los medios de comunicación los lugares reservados hasta ahora a las mayorías. Se instalan de hecho en los lugares reservados en la democracia al personaje principal que ocupaba, naturalmente, hasta hoy la "primera plana". Las minorías han dejado por ello ya de ser el coro de la escena democrática para empezar a convertirse en los protagonistas. Ortega y Gasset, en su famoso ensayo publicado en los años 30 con el titulo de La rebelión de las masas, después de establecer que toda sociedad es siempre la unidad dinámica de dos factores, minorías y masas, definía así la clase del individuo masa: "Masa es todo aquel que no se valora a si mismo - en bien o en mal - por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás"13. De dicha definición se obtiene, por una simple trans-formación, la definición del término contrario al del individuo-

13 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, O.C., vol.. IV, Revista de Occidente, Madrid, 1966, p. 146.

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masa, que es el del individuo-minoría. Así tenemos, como defi-nición propuesta por nosotros, que minoritario es todo aquel que se valora a si mismo (bien o mal) por razones particulares, sintién-dose diferente de la mayor parte de los humanos, sin creerse, sin embargo, superior - pues minoría no es élite - y lleva con orgullo su diferencia con los demás. El propio Ortega escribe que: "en los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por si sólo excluye el gran número. Para formar una minoría, sea la que sea, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior a haberse cada cual singularizado, y es por tanto, en buena parte una coincidencia en no coincidir "14. Si para Ortega el hecho nuevo que rige la primera mitad del siglo XX es "la masa, que, sin dejar de serlo suplanta a las minorías "15, para noso-tros, por el contrario, y parodiándole, el hecho nuevo de la segunda mitad del siglo XX, se puede formular invirtiendo los términos: las minorías que, sin dejar de serlo, suplantan a las masas. No debemos olvidar sin embargo que Ortega habló también del hombre--medio: "lo decisivo en la historia de un pueblo es el hombre medio. Con ello no quiero ni mucho menos, negar a los individuos egregios, a las figuras excelsas, una intervención pode-rosa en los destinos de una raza. Sin ellos no habrá nada que merezca la pena. Pero cualquiera que sea su excelsitud y su perfec-ción, no actuarán históricamente sino en la medida que su ejemplo e influjo impregne al hombre medio (...), lo importante es que el nivel medio sea lo más elevado posible (...). La intervención del grande hombre es sólo secundaria e indirecta. No son ellos la realidad histórica, y puede ocurrir que un pueblo posea grandes individuos, sin que por ello la nación valga históricamente más"16. Ortega no identifica este hombre-medio con el hombre-masa, con el mediocre. Esto sería una identificación discutible, porque el hombre-masa, trasunto del mediocre, no es más que un heredero degenerado de la sociedad construida por la modernidad industrial, 14 Op. cit., p.145. 15 Ibid., p.147. 16 Ortega y Gasset, “La elección en amor”, en Estudios sobre el amor, Rev. de Occidente, 1964, pgs. 171-172.

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"el señorito satisfecho" y, como la actualidad nos enseña, el hombre de moda en la llamada sociedad post-industrial es el hombre-minoría. Nosotros reservaremos el concepto de hombre-medio, para un tipo de hombre hacia el que debe estar dirigida la mirada del hombre-minoría. Pero de esto hablaremos al final. Con lo dicho nos basta por el momento para obtener una formulación de un fenómeno social que ha pasado a primer plano filosófico, con el auge de la filosofía francesa post-estructuralista de la Diferencia, surgida al calor de las rebeliones estudiantiles sesenta-yochistas, para ir extendiéndose por todo el tejido social (grupos gays, feministas, nacionalistas-localistas, sectas, etc.) hasta alcanzar una masa critica suficiente como para convertirse en un fenómeno que empieza a poner en peligro el orden mundial vigente (conflicto palestino-judío, minorías balcánicas y bálticas, minorías separatistas españolas, etc.). Es preciso por ello constatar los cambios políticos que ha sufri-do la democracia en las últimas décadas que la han convertido en una democracia degenerada, atravesada de escándalos y de corrup-ciones, lo cual coincide en el tiempo con la imposición en todos los países desarrollados del modelo de la democracia americana, de la democracia igualitarista de masas, ya percibido por Alexis de Tocqueville el siglo pasado como diferente del modelo original francés17. Un modelo, el norteamericano, en el que también existen grandes ciudades y centros industriales, pero a diferencia de lo que fueron Londres, Paris, Berlín, las grandes ciudades norte-americanas, para usar una expresión de Ortega, son más cultivadas que cultivantes, lo cual configura una situación de una democracia sin Ideas nuevas, que vive de rentas y hace del final de las ideas o ideologías una virtud. La consecuencia necesaria que aparece, no ya como un abuso, sino como el uso debido que se desprende en tal situación, es la existencia de una hipo-democracia en la que, como reacción natural las minorías actúan ya sin ley, como lobbies o grupos de presión condenados a adoptar formas ilegales, por ser impresentables en una democracia, a formas propias de intereses minoritarios por esencia (poderes localistas, mafias, sectas, narco-traficantes, grupos terroristas, etc.), imponiendo por la fuerza y al margen de la ley, o por impotencia de la misma, sus aspiraciones minoritarias. Debido al fenómeno del absentismo electoral se dice 17 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Aguilar, Madrid, 1990.

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que en USA las elecciones no son representativas. En el fondo las elecciones más importantes no son las elecciones para renovar el Parlamento sino las presidenciales para renovar al Ejecutivo, al que se llama la Administración. Y la Administración lo que reparte son prebendas. Por ello las elecciones cada vez resultan más caras y se empiezan a admitir los donativos importantes de grupos de presión que luego, evidentemente, esperan se les pague con ciertas concesiones de obras importantes presupuestadas por la Administración. Se produce un fenómeno, del cual hoy se habla continuamente, de corrupción y falta de control democrático que recuerda mucho al fenómeno denominado "oligarquía y caciquismo" que llevó a la rápida degeneración de la democracia de la Primera Restauración española. Sobre todo cuando lo contemplamos a la luz del genial análisis que Ortega lleva a cabo en La redención de las provincias. En dicha obra se daba una visión crítica del régimen democrático de la Primera Restauración española en el que se resaltaba la rápida degeneración de tales instituciones debido al extremado fondo localista de la vida española, a causa del cual se producía un modelo deformado de régimen democrático, inauténtico y condenado al fracaso a largo y medio plazo por el crecimiento de las oligarquías y el caciquismo. Deformaciones que no son consideradas por Ortega como lacras o meros abusos circunstanciales del nuevo sistema implantado, y que podrían ser corregidos en el futuro a base de una renovación de la moralidad y las buenas costumbres, sino que exigían, nuevos usos y costumbres institucionales, una reforma profunda, un nuevo tipo de Constitución democrática, que el propone, al final del libro, como la organización Autonómica del Estado. Cualquiera que acuda a los análisis de los tratadistas políticos sobre el régimen norteamericano percibirá con asombro que las características esenciales que el filósofo español atribuía al funcio-namiento de la España de la Restauración, se encuentran renovadas y amplificadas en la vida política de USA. Así, p. ej., un tratadista clásico como Maurice Duverger18 , señala como característico de la sociedad norteamericana el individualismo económico-social y la debilidad del sector público, la suciedad, la inseguridad, la existencia de importantes bolsas de pobreza y la falta de urbanización en las 18 M. Duverger, Instituciones políticas y Derecho Constitucional, 5ª edición, Ariel, Barcelona, 1970.

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grandes ciudades (p. 327), la falta de planificación económica (p. 328), el conformismo de la sociedad y la debilidad del movimiento obrero revolucionario por la posibilidad de emigrar hacia el Oeste (p. 335); el "localismo" de la vida norteamericana, su introversión, el carácter orgulloso del americano medio, la influencia de la religión (pgs. 33-339), las profundas tendencias "antifederalistas" de los Estados (p. 340), la poca importancia real de las ideologías que hacen de los partidos, de cuadros y no de masas (p. 357), meras organizaciones para cosechar votos (p. 356); el localismo acentuado de los parlamentarios y el provincianismo de la opinión pública (p. 363); la corrupción legalizada a través de los grupos de presión (el lobbying) en la vida política (p. 359), el control de los votos y el "patronaje” (caciquismo) en las elecciones con el consecuente reparto (sistema de despojos) muy extenso de los puestos en la Administración (p. 369), que puede a veces afectar a todo un Estado dominando su maquinaria administrativa un solo hombre político que actúa como un jefe (boss) (Ibid.). De ello se deriva una ausencia de respeto ante el Estado y un exagerado culto al dinero. Todo lo cual le hace decir a Duverger que "las condiciones de la vida política son, pues, muy diferentes en los Estados Unidos y en Europa" (p. 336). Frase que nos recuerda la sensación de extrañeza y de desprecio que las democracias europeas del siglo XIX tuvieron con la Restauración española, a la que percibieron como diferente y difícilmente homologable con las suyas propias. Todo esta corrup-ción de la democracia americana habría empezado con el presidente Andrew Jackson19. Únicamente vemos como rasgo diferencial en la comparación con el régimen político de la Restauración española, además de la inexistencia de la compra descarada del voto y la institución de las elecciones primarias en los dos grandes partidos, el carácter técni-co-industrial de USA (p. 329) frente al ruralismo campesino de la España del XIX, señalado por Ortega. No obstante dicha impor-tancia de la técnica, ya reconocida, en dicha obra, por el propio Ortega como característica de Norteamérica, es enteramente com-patible con el localismo, pues convive con el característico populis-mo general de la sociedad norteamericana, el cual impregna hasta las clases dirigentes, siendo así el equivalente urbano-industrial del ruralismo campesino. Dicha importancia de la técnica, que ha 19 Ver A. G. Trevijano, Del hecho nacional a la conciencia de España. El discurso de la República, Temas de Hoy, Madrid, 1994, p. 258 s.s.

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convertido a USA en la Primera potencia atómica y de exploración aeroespacial, le ha proporcionado su rango imperial; aunque Duverger señala que no se debe olvidar que " los beneficios del imperialismo no constituyen la parte esencial de la riqueza norteamericana" (p. 332), como tampoco lo constituía ya para la España de la Restauración su relación, aun económicamente existente, con los países hispanoamericanos. Además, frente al federalismo anglosajón uniformador y excluyente, se contrapone cada vez más la exigencia de autonomía para las lenguas y culturas complementarias, como la hispana, en aquellos Estados donde la tradición lo exige o la numerosa población lo está pidiendo. Lo cual revitalizaría, sin duda, esa gran nación que tiene hoy un papel preponderante en los destinos del globo terráqueo, al incorporar una pluralidad cultural compatible con el mantenimiento de la unidad civilizatoria occidental. Es cierto que las minorías, que habían empezado a brotar y organizarse como tales, a principios de siglo, desertaron durante un tiempo de la vida pública o fueron aplastadas o mantenidas a raya por la "envidia igualitaria" de las masas en la democracia. Eso ocurrió ciertamente en el periodo de dominio del comunismo estalinista y del fordismo americano, es decir durante la Guerra Fría. Y en España durante el franquismo. En aquella época los intelectuales de izquierda todavía estaban subordinados a las masas y lo contrario se veía como una enfermedad infantil izquierdista o como nacionalismo fascista. Paulatinamente los intelectuales irán pasando a engrosar las filas nacionalistas, sobre todo de los na-cionalismos tercermundistas (Frank Fannon, Sartre, etc.). Y des-pués hacia los micro-nacionalismos y los regionalismos. Lo característico de hoy es que el minoritario fanático tiene ya la fuerza suficiente para afirmar el derecho al fanatismo, al funda-mentalismo, y trata de imponerlo por todos los medios. Si en la época de la rebelión de las masas ser diferente era indecente, en la época de la rebelión de las minorías, lo indecente es "estar integrado" en los gustos y costumbres de la sociedad de masas, del denominado Sistema20. Las minorías rebeldes desprecian todo lo

20 Un interesante retrato de la versión que el Sistema de la democracia oligárquica ha tomado en las últimas décadas en España nos la proporciona Mario Conde en El Sistema, Espasa Calpe, Madrid, 1994.

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nivelador, universalista, cosmopolita. Ahora lo que cuenta es sentir-se diferente y tratar de vivir al margen del Sistema, encarnación de Satán, poco más o menos.

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FIN DE LA HISTORIA Característico de estos últimos tiempos es también el grito sobre el "final de la Historia", o al menos su empequeñecimiento, su reducción al mínimo, lo que se plasma concretamente, p. ej., en la progresiva desaparición en los planes educativos de las enseñanzas histórico generales, antes tan abundantes. Hecho novedoso en la moderna civilización occidental que, si se ha caracterizado por algo ha sido por formular la tesis del Progreso histórico, como su seña de identidad que la diferencia de las culturas bárbaras o incluso de la civilización antigua. Si quisiésemos encontrar una situación similar habría que remi-tirse a las ideologías escatológicas, cuya cuna es el judaísmo, en las que se mantiene con fuerza secular la tesis de la venida del Mesías y el final de la Historia con la consecuente llegada a la Tierra Prome-tida. En este sentido se han revalorizado en el siglo en curso las filosofías utópicas y escatológicas orientadas hacia el futuro en una perspectiva mesiánico-judía que, dentro del marxismo de los años 30, han desarrollado pensadores como Ernst Bloch, Walter Benja-min, Marcuse, etc. Marxismo escatológico que pasa a primer plano con la rebelión estudiantil del 68, en la que estos autores son los textos oraculares en los que se inspiran los gauchistas sesenta-yochistas. De modo especial ha sido Walter Benjamin el único autor de entre estos que en los años 80 ha conseguido seguir aumentando su influencia, incluso después de haber pasado de moda el sesentayochismo, con todos sus ideólogos, los Marcuse, Althusser, etc. Ello se debe, a nuestro juicio, a que fue el que vio con más claridad la capacidad potencial de la Historia de la minoría judía pa-ra reformular modélicamente las perspectivas revolucionarias del

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marxismo heterodoxo y minoritario cuyas capacidades creativashabían sido cerradas por el estalinismo. La época de la rebelión de las minorías que intentamos analizar en este ensayo, es también la época del arte mínimal, del small is beautiful, de lo light, de las jergas y argots, etc. Lo trágico del asunto es que el consumo de estas creaciones minoritarias es masivo y normalizado, con lo que inmediatamente se desvirtúan, convir-tiéndose dicha creación en una impostura, en un producto kitsch, falsamente minoritario. Pero el imperio de las minorías, bajo el que empezamos a estar todos cada vez más sometidos, aunque tenga manifestaciones brutales y violentas como las del terrorismo, se aprovecha sobre todo de un estado psicológico que haya sus formulaciones, ya tópicas, en el auge de las llamadas "enfermedades mentales": la esquizofrenia, la paranoia, etc. Asimismo con el aumento de las depresiones, y la sensación, muy extendida, de impotencia alimentada por el imperio de la endémica corrupción oligárquica y el caciquismo mediático asfixiante. No se trata, sin embargo, de contemplar este sorprendente ascenso de las minorías, y no de las elites, a la superficie de la Historia con desdén o desprecio, por parte de quien sostenga una concepción de la historia cuyo protagonista principal fuesen las masas, las mayorías, los grandes pueblos, etc., organizados y dirigidos por una elite. Podría esta concepción mantener que la sociedad humana es sobre todo popular, hasta el punto de que sin aristocracia podría haber sociedad en un caso limite, p. ej. en la época barroca del siglo XVIII europeo, y más concretamente en la España goyesca donde manda lo nacional popular, en la que, como reconoce el propio Ortega, la aristocracia como clase dirigente ha muerto, sin que todavía la sustituya otra elite diferente, la burguesía; sin embargo resulta siempre posible también llamar sociedad, o "sociedad distinguida" a un grupo en el que está ausente el pueblo. La sociedad por autonomasia, en un estado normal, no obstante, presupone siempre una masa mínima, organizada o bien atribu-tívamente (diferencialismo) o bien distributívamente (igualitarismo), manteniendo un equilibrio. Pero no por ello se debe menospreciar el poder positivo y regenerador de las minorías, siempre que se mantengan dentro de sus limites y función en la historia, sin robar en ningún caso el papel protagonista a las masas, al pueblo. Si lo hacen, ello constitu-

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ye entonces un estado de rebelión destinado al fracaso, por irreal. Mientras esta rebelión no es reprimida se manifiesta como una rebelión equívoca, adoptando y simulando continuamente aires éticos que no pueden ocultar del todo un rastro de impostura. Las minorías desempeñan hoy papeles que antaño parecían estar reservados a las mayorías y sus grupos dirigentes; por otra parte, se han hecho indóciles frente a las masas democráticamente consti-tuidas. No las respetan, se burlan de los parlamentos, de las demo-cracias vigentes cada vez más americanizadas; aunque no siempre, con razón, pues estas, aunque sean realmente hipo-democracias, en las que se puede sostener que muchas veces el Parlamento delibera pero no legisla, por el privilegio disciplinario que se concede a las cúpulas de los partidos cuadro y a los grupos de presión a la hora de hacer las leyes, no dejan de ser democracias representativas. El problema ciertamente reside en que la democracia igualitaria con predominio del bipartidismo, condena a las minorías a las tinieblas extraparlamentarias. Pero estas tinieblas, y aquí está el hecho asombroso, han dejado de ser tales como consecuencia de la revolución de los media, los cuales, siguiendo una especie de atracción fatal, tienden a consi-derar que sus focos deben dirigirse más hacia lo novedoso, lo ilegitimo, lo privado, lo escandaloso, lo subterráneo, lo local, etc., que a lo legalmente representativo, público, normal y que se produce a la luz del día. No es noticia que un perro muerda a un hombre, pero si lo es lo contrario. Por ello todo lo nuevo, pero también lo espectacular, lo raro, lo perverso, lo invertido, etc., son merecedores de obtener las primeras planas. Por esa perversión, quizás consustancial a los media, estos - indi-rectamente, pues tampoco se trata de que busquen potenciar más allá de lo debido a lo nuevo, minoritario, raro, etc., sino que más bien buscan el dinero, la exclusiva, la publicidad -, han otorgado una presencia extraordinaria a las minorías en el espacio imaginario de la sociedad. Ello hace que éstas se sientan cada vez más dueñas de un poder que, surgiendo muchas veces de una fabulación, como cuando los micro nacionalismos se inventan un pasado histórico mítico (el Breogán del nacionalismo gallego), podría transformarse en algo real. Un poder que, ya por lo pronto, se traduce en que las minorías gozan, paulatinamente y cada vez más, de la publicidad que propor-cionan los medios de comunicación que habían sido inventados para atender las necesidades de expresión de las masas.

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Las minorías juveniles actuales, las llamadas tribus urbanas, sienten la necesidad de compartir también los gustos populares, gustos que rayan muy a menudo con lo espectacular. Pero no los toman de la masa popular sino de sus minorías, de las castas que existen asimismo dentro de lo popular; por ello se visten con cazadoras de chulo o de macarra, se disfrazan de metalúrgico o de camionero, dando lugar a un curioso fenómeno que socioló-gicamente se ha denominado "majismo" y que consiste en la imitación importada por las clases altas o medias no tanto de lo popular en general, cuanto de las minorías que se generan dentro de lo popular mismo. Gran parte, p. ej., de la música pop-rock es, más que popular, de inequívoco origen minoritario y castizo. Incluso la influencia de las minorías se ha traducido jurídicamente en la conquista de unos derechos que antes estaban reservados a las mayorías. El caso de las lenguas minoritarias, que tratan de conseguir, y consiguen muchas veces, un tratamiento legal o un apoyo oficial parejo a las lenguas mayoritarias, es suficien-temente elocuente. Y lo de menos es que todo esto se plantee como el resarcimiento de una injusticia histórica. Por otra parte, sin embargo, el hombre-minoría pide que se declare el fin de la Historia, puesto que ésta, con mayúsculas, es el escenario natural del hombre-mayoría, de los grandes pueblos. Las minorías regionalistas suelen interesarse, más que por lo que se llama histórico, por lo antropológico, pues muchas de ellas carecen de Historia documental, o cuando la tienen no ha sido decisiva para el desarrollo del curso histórico. Por ello sólo si se acaba la Historia se acabará el protagonismo secular del hombre-masa y podrá empezar el del hombre-minoría. Pero cuando se acaba la Historia, porque se abandona su punto de vista, la vida humana baja de ni-vel. El capitán se camufla de soldado, de soldado indócil e insu-miso, que pone en cuestión toda autoridad, toda jerarquía, todo mando. Se celebran las derrotas y no las victorias. El debilitamiento de la conciencia histórica posibilita, evidentemente, estas nuevas creencias. Sin embargo, más que el final de la historia, lo que se produce es una vuelta a su principio, a la época de la primera barbarie, al despotismo oriental. No es casualidad que en los años 60, a través de las minorías hippies, penetrase en Europa y E.E.U.U. la fuerte corriente orientalizante del Zen y la Meditación trascen-dental, hasta tal punto que la propia filosofía occidental, a la que se declaró muerta, iba siendo sustituida por estos sucedáneos filosó-

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ficos, emanados precisamente de grupos minoritarios, dirigidos por despóticos y poderosos gurús . Grupos minoritarios, iniciáticos, cuya unidad se basa en una "buena vibración", un estado de ánimo (feeling) por el cual un individuo se siente unido a un grupo de gente afín y solo a través de éste con el resto del mundo. Un tipo de organización vital que también se encuentra en la cultura individualista occidental, aunque de un modo marginal y excepcional y que caracteriza sin embargo la forma de organización normal de las culturas orientales. De ahí que sólo a partir de la irrupción del romanticismo, en el siglo pasado, se pueda decir que comienza un fuerte interés por esta mística oriental. Y así, en la segunda mitad del XX, la cultura occidental del área de influencia americana se continuó orienta-lizando, al menos en las minorías sociales detentadoras del "poder espiritual". Basta, por último, recordar la fascinación que ejerció, no hace mucho, todo lo japonés, hasta el punto de que se nos quería hacer creer que todos éramos ya un poco japoneses. Incluso el ideólogo norteamericano hoy más influyente es un japonés, el señor Fukuyama con su cantinela del Final de la Historia. Los que ven esto como una moda pasajera (antes el hippismo, ahora los samurais, Mischima incluido), están trivializando en realidad la cuestión. Porque no se trata de un mero influjo pasajero de Oriente sobre Occidente que, de vez en cuando, vendría bien para oxigenar la asfixiante y "materialista" civilización occidental. Pues, a nuestro juicio, Occidente no se ha orientalizado ni siquiera pasajeramente. Quizás empiece a hacerlo ahora. Por ello es preciso buscar el origen de la rebelión de sus minorías no en causas externas, sino en causas internas al propio Occidente. El ascenso de las minorías, junto con el descenso de la conciencia histórica, tiene lugar en Europa después de casi dos siglos de critica del progreso lineal y de reeducación de las minorías en el sentimentalismo, el "irracionalismo", etc., junto a un ascenso de su prestigio y poder económico y social plasmado p. ej. en el auge y sacralización, hasta extremos insospechados antes, de la figura del artista genial (Picasso, etc.). Todo ello coincide en muchos aspectos con rasgos de las culturas orientales (arte abstracto, sacralización del artista, primitivismo, etc.); y por esa co-incidencia es por lo que, por primera vez en el mundo moderno, el occidental culto entiende y simpatiza con la cultura oriental, que antes se le presentaba misteriosa y enigmática. No hay, por tanto,

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aquí, principalmente, una relación de influjo, de causalidad, sino que se trata de un encuentro por nivelación. O mejor aún, una especie de descubrimiento, como cuando Leibniz descubre, para el occidente racionalista, la civilización china: "Pero ¿quién habría de creer que existiese un pueblo en la tierra que, pese a nuestra opinión de que estamos avanzadísimos en el refinamiento de las costumbres, nos gana en las reglas que regulan la vida civil?. Sin embargo, observamos que así ocurre con los chinos, según los vamos conociendo mejor"21 . No obstante el oriente que aquí más nos afecta es el de la miste-riosa y castiza India, descubierto por los románticos y Schopen-hauer. En ambos casos el "encuentro" no es tal. Es un espejismo producido por una aproximación paralela de dos culturas que nunca se tocan. O se tocan en la inmensa oscuridad de orígenes quizás comunes, como los que puedan tener las aves y los reptiles. Y hay paralelismo porque la civilización occidental no es estruc-turalmente asimilable a las culturas orientales. De ahí la necesidad de la impostura post-moderna occidental para simular el "encuen-tro" y hacer como que reciben el influjo desde fuera, de igual a igual, cuando para ello han de pasar de aves a reptiles, han de estrechar previamente su mente a través de una infantilización del pensamiento que conduce, en el limite, a la Disneylandia cultural, como ha señalado, p. ej., Allan Bloom22 . Ha llegado a ser un tópico entre los europeos la atribución a Oriente de un refinamiento espiritual superior al de occidente. Sean estos europeos racionalistas o irracionalistas. En un caso la salva-ción se espera de la racionalista y burocrática China (Leibniz) y en el otro de la mística y caótica India (Schopenhauer). No conviene olvidar esta continuidad profunda entre dos corrientes filosóficas que generan respectivamente movimientos sociales de signo contra-rio. Leibniz está en los antecedentes de la Revolución francesa, episodio clave para entender la "rebelión de las masas" y Schopen-

21 Prólogo a Novissima sinica, en G. W. Leibniz, Escritos políticos, II, Centro de Estudios Constitu-cionales, Madrid 1985. 22 Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Plaza & Janés, Barcelona 1989.

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hauer está en los antecedentes del post-modernismo y de la actual "rebelión de las minorías". Contraria sunt circa eadem .

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TRIUNFO DEL MAJISMO El ascenso de las minorías se traduce, pues, en el imperio de los sentidos, de lo "irracional", en cuanto que significa una subida de todo el nivel prehistórico que permanecía oculto tras las aguas de la Historia, las cuales sólo dejaban ver la punta del iceberg. El final de la Historia en sentido absoluto es, sin embargo, absurdo, pues las ciudades, los Estados, todavía están ahí. Si tiene algún sentido debe entenderse como el descenso del nivel histórico hasta limites tales que hacen que se manifiesten actualmente realidades antes sumer-gidas. Descenso relativo y paradójico también en el sentido de que el nivel histórico baja por una superabundancia de conocimientos históricos de otras civilizaciones, como la hindú, la egipcia, la azteca, etc., que alcanzan un grado de saturación informativa tal que de él resulta una indiferencia, manifestada en que todo parece lo mismo. Es el tema del "eterno retorno de lo igual" de Nietzsche, aplicado a la Historia por Spengler en su famosa obra La decadencia de Occidente 23. Pero, como ya señaló Ortega, no hay tal decadencia sino más bien un cambio de perspectiva por el cual ahora vemos cosas que antes no veíamos. Se podría formular más precisamente ese cambio de perspectiva como lo que llamaremos un giro de 180°, una "inversión antropológica". Trataremos de explicarnos. El Hombre como “figura episté-mica”, según sostuvo Foucault, no existía antes del final del XVIII y, por tanto, "es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desapareciesen tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad 23 Ostwald Spengler, La decadencia de occidente, Espasa Calpe, Madrid, 1976.

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podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena"24 . La “muerte del Hombre” será entonces el grito que distin-guirá al inesperadamente fenecido filósofo francés. Había sido enunciada ya por Nietzsche la "muerte de Dios", el ateísmo. Ciertamente Nietzsche verá, p. ej. en el Libro V de El Gay Saber, ya en este proceso consecuencias negativas, pues "comienza a proyectar sus primeras sombras sobre Europa". Sin embargo es preciso recordar que el primer filósofo moderno que había conseguido desatar una "polémica sobre el ateísmo" fue Fichte, justamente al final del XVIII, la cual le costó la dimisión de su cátedra de la Universidad de Jena. Pero en Fichte el ateísmo tiene como contra-partida positiva la divinización de la Humanidad, como Ideal regulador, como Yo trascendental, pero no como Yo empírico. Cuando se produce realmente la "inversión antropológi-ca" es con su sucesor, Schelling, que pone (recordando a Espinosa) el punto de partida inmediato de la Filosofía en la Intuición intelectual. Con ella el filósofo, como bromeará después Hegel, se sitúa de un pistoletazo, más allá del Yo, en lo Absoluto. Pero Hegel, por tomarse a broma la inmediatez del Absoluto schellin-guiano, permanecerá ciego para las posibilidades que allí se abrían con la consideración, añadida posteriormente por Schelling mismo, de la Voluntad, algo que nos es absolutamente inmediato y pre-consciente y que Nietzsche empezará a llamar la Vida, como Principio o fundamento de todo ser (Wollen ist Ursein). Idea que Schopenhauer se encargará de desarrollar. Con la Fenomenología del Espíritu, Hegel regresó a posiciones fichteanas al restaurar lo Abso-luto como una meta, y no ya como un punto de partida; una meta sólo alcanzable en el limite de un progreso histórico teóricamente infinito, aunque, en la práctica, podría contemplarse su final en el Estado burocrático cuyo primer modelo era la Monarquía Prusiana. A esta ambigüedad Hegel se agarró como a un clavo ardiendo. De ahí arranca también Fukuyama, solo que en vez de la Monarquía prusiana es ahora la Democracia Americana. En Nietzsche, sin embargo, empieza a cristalizar una actitud critica contra ese Idealismo hegeliano, que se ha tematizado bajo el 24 Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1968, p. 375.

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rótulo de "inversión del platonismo": el hombre finito, empírico, de carne y hueso, no debe seguir mirando al futuro para orientarse por ese infinitamente lejano Ideal de una Santa Humanidad que nunca se alcanza, sino que debe dejar de ser Hombre para convertirse en Super-Hombre, para situarse en un punto de vista más allá del hombre, más allá del bien y del mal. Como escribe, p. ej., Gianni Vattimo: "El ultrahombre nietzscheano, en tanto que identificación de ser y sentido, tiene en si todas las características del espíritu absoluto hegeliano. Pero de un modo que comprende y resuelve las dos principales objeciones que se han hecho al absoluto hegeliano, la existencialista y la marxista. Este "espíritu absoluto" de Nietzsche se realiza en el individuo, que así no es ya concebido sólo como momento de una historia que se hace a través de él pero se decide por encima de su cabeza"25 . El superador del Hombre, es decir del humanismo idealista de Fichte y Hegel, deberá acostumbrarse a contemplar el mundo desde este nuevo punto de vista, más allá del cual no existe futuro, pues ya se está "más allá del bien y del mal"; desde él todo es un "eterno retorno de lo mismo" y el mayor acto humano es tener la voluntad suficiente para poder aceptarlo. Cuando se alcanza esta sabiduría se produce inmediatamente una inversión de todos los valores (Umwertung). Una especie de giro de 180° por el que se constituye un mundo en el cual el significado no transciende más allá de la vida o de la existencia finita. Un giro por el que la verdad del sujeto no será ya una kantiana Conciencia Trascendental, lejana o interior, que se realiza en un proyecto futurista interminable, sino el Cuerpo propio y exterior que debe adaptarse para sobrevivir y seguir siendo el mismo. Ello constituye una anticipación de la tesis heideggeriana del "Ser arrojado en el mundo" o de la tesis orteguiana del Yo atado a sus circunstancias. Dicho giro es lo que llamamos la Inversión Antropológica, por analogía con la llamada Inversión teológica que se produce durante los siglos XVI y XVII con la adopción del "punto de vista de Dios" por parte de Bruno, Descartes, Malebranche, Leibniz26 . Dicha Inversión consiste ahora en interpretar todos los fenómenos del mundo en clave antropológica, como producto de una voluntad de 25 Gianni Vatimo, El sujeto y la máscara, Península, Madrid 1989, p. 282. 26 Ver Gustavo Bueno, "La inversión teológica", Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972.

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poder que los crea y los fundamenta. De ahí el ascenso del punto de vista etnológico y el surgimiento de la Antropología como disciplina que ya no estudia unidades del tipo de las Civilizaciones históricas, frutos de la Razón universal, sino unidades más peque-ñas, las llamadas Culturas bárbaras. Y las grandes Civilizaciones históricas no son más que casos especiales en los que se produce un cierre de culturas, un circulo cultural (Kulturkreis), en el sentido de Spengler. Se podría formular esta "inversión antropológica", desde un punto de vista social, como lo que se ha llamado "majismo". Lo que se traduce en que, a diferencia de lo que ocurría en los siglos XVII y XVIII, en los cuales se veía idealistamente lo humano en el espejo de las "clases altas", civilizadas, identificadas con el punto de vista de la Razón universal, etc., ahora en el XIX y XX se ve lo humano de forma realista y naturalista en las "clases bajas", en el pueblo ignorante pero vitalista. España en este aspecto ha sido madrugadora, pues ya vivió intensamente un anticipo de este "majismo" en la segunda mitad del XVIII. Ortega lo señaló en su momento: "durante el siglo XVIII se produce en España un fenó-meno extrañísimo que no aparece en ningún otro país. El entusias-mo por lo popular, no ya en la pintura, sino en las formas de la vida cotidiana, arrebata a las clases superiores. Es decir, que a la curiosidad y filantrópica simpatía sustentadoras del popularismo en todas partes, se añade en España una vehementísima corriente que debemos denominar <<plebeyismo>> (...). No logro comprender cómo este fenómeno no ha sido destacado y definido adecuada-mente, porque su tamaño - en extensión y dinamismo - es enorme, porque sus efectos duran hasta los primeros años del presente siglo - mi generación lo vivió aún plenamente durante su adolescencia - y porque no creo que haya acontecido en la historia de ningún otro pueblo nada parejo. Dondequiera la norma fue todo lo contrario: las clases inferiores contemplaban con admiración las formas de vida creadas por las aristocracias y procuraban imitarlas. La inver-sión de esta norma es la más autentica enormidad"27 . Justamente Goya con sus majas, chulos y manolas fue el genial notario que dio fe de ello. España entonces se "ilustró" en la época de Carlos III y sus inmediatos sucesores, a la manera rousseau-

27 J. Ortega y Gasset, Papeles sobre Goya y Velazquez, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid 1980, pgs. 294-5.

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niana, mientras que Francia siguió mayoritariamente modelos volterianos. Se llamó al modelo español romántico. Y ello es cierto si no se olvida que este movimiento nace en el seno de la propia Ilustración francesa, como reacción contradictoria contra ella, y constituye, con el tiempo, un modelo alternativo a la propia Ilustración. El mismo Goya alimenta su genio de esta contra-dicción. Pero el "majismo" que triunfó en la España goyesca es hoy un fenómeno que triunfa en todo el mundo. Es la post-modernidad que admira la Carmen de Mérimée. Tal cambio de perspectiva hace que no se sienta la época venidera, la post-modernidad, como un ascenso, tal como la veía el viejo "progresismo de masas", sino que, al perder el tono histórico, se vive al día y se valora lo efímero, el instante, el presente, etc. La post-modernidad grita el “no hay futuro” como la modernidad sostenía el “no hay pasado”. La post-modernidad no espera nada del futuro y vive al día, en sentido exactamente contrario a como la modernidad despreciaba el pasado como un tiempo oscurantista que debía ser dejado atrás y mirar a un futuro que se prometía radiante y lleno de esplendor. En el fondo, sin embargo, esta es una actitud inestable, porque los contenidos de esas efemérides instantáneas remiten casi siempre al pasado, a la tradición inmemorial, a la veneración del hacer lo que siempre se hizo. Se reaviva el mito de la Edad de Oro y se vuelve a lo clásico, pero bajo la forma costumbrista, castiza y chula. Tras la nostalgia por la barbarie que rezuman los Tristes trópicos de Levi-Strauss, resuena aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. La paradoja aparece cuando constatamos que al mismo tiempo estos tiempos nostálgicos y costumbristas están llenos de llamadas a la alegría, al carnaval y a la risa, a vivir el instante. El post-moderno radical es el que cree que su proyecto más positivo y vital es un proyecto alternativo, capaz de suplir a la modernidad tecnocrática, anglosajona, negativa y racionalista. Si buscase la complementa-riedad ya sería bastante. Y esto hay que decirlo claramente aquí, en España, país que cada vez se considera más y más como modelo de país post-moderno (Vattimo dixit). Modelo sin duda, pero ambiguo y enigmático. Por ello habría que decir que España es aproximada-mente "post-moderna" hoy, como Inglaterra fue "moderna" en el XVIII, o como lo fue la Francia de la III Republica. Es decir, no de modo radical. La modernidad radical la representó mejor la Rusia

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bolchevique, donde triunfó la “rebelión de las masas”. La post-modernidad radical la representará el país donde triunfe la "rebelión de las minorías". Y hasta el momento la antigua Yugoslavia es el ejemplo más claro de a donde conduce el radicalismo de la rebelión de las minorías.

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DESERCIÒN DE LAS MASAS El imperio de las minorías, el descenso de la conciencia histórica, el casticismo de la época, son los síntomas del bajo nivel de pensa-miento, amenazado de derrota, según Finkielkraut28 , producido por un angostamiento súbito de lo que se suponía sería la mundia-lización del proceso histórico. Las posibilidades que abrieron los mass media con su universalidad y simultaneidad produjeron el efec-to boomerang inesperado del relativismo cultural. Como escribe Vat-tímo: "los mass media, que teóricamente harían posible una informa-ción <<auténticamente a tiempo>> sobre todo lo que sucede en el mundo, podrían parecer, en efecto, una especie de realización concreta del Espíritu Absoluto hegeliano, es decir, de la perfecta autoconciencia de toda la humanidad por simultaneidad de lo que acontece, la historia y la conciencia del hombre. Bien mirado, críticos de inspiración hegeliana y marxista como Adorno, razonan, en realidad, pensando desde este modelo y basan su pesimismo en el hecho de que éste no se realiza como podría (en el fondo por culpa del mercado) o se realiza de un modo perverso y caricatu-resco (como en el mundo homogéneo, y puede que <<feliz>> también, dominado por el <<Gran Hermano>>, a través de la manipulación de los deseos). Pero la liberación de las muchas culturas y de las muchas Weltanschauungen, hecha posible por los mass media, ha desmentido, al contrario, el ideal mismo de una sociedad transparente: ¿qué sentido tendría la libertad de información, o incluso la mera existencia de más de un canal de radio y televisión, en un mundo en el que la norma fuera la reproducción exacta de la realidad, la perfecta objetividad y la total identificación del mapa con el terri-

28 Alan Finkielkraut, La derrota del pensamiento, Anagrama, Barcelona, 1987.

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torio?. De hecho, la intensificación de las posibilidades de infor-mación sobre la realidad en sus más diversos aspectos vuelve cada vez menos concebible la idea misma de una realidad. Quizás se cumpla en el mundo de los mass media una <<profecía>> de Nietz-sche: el mundo verdadero, al final, se convierte en fábula. Si nos hacemos hoy una idea de la realidad, ésta, en nuestra condición de existencia tardo-moderna, no puede ser entendida como el dato objetivo que está por debajo, o más allá, de las imágenes que los media nos proporcionan. ¿Cómo y dónde podríamos acceder a una tal realidad <<en-sí>>?. Realidad, para nosotros, es más bien el resultado del entrecruzarse, del <<contaminarse>> (en el sentido latino) de las múltiples imágenes, interpretaciones y reconstruc-ciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coordinación <<central >> alguna, distribuyen los media "29 . La apertura efectiva del horizonte vital del individuo humano a nivel planetario ha generado, además, como contrapartida, un debilitamiento y una inseguridad mental característica. El mundo se ha hecho pequeño en el espacio por la espectacular rapidez de los transportes y también se ha reducido en el tiempo gracias a los media que traen por así decir, con sus imágenes a velocidad instantánea, la "montaña a Mahoma", sin falta de que "Mahoma vaya a la montaña". Lo lejano y tardío se ha convertido en cercano y pronto a comparecer. Con ello se ha visto acrecentado, de forma inimaginable antes de que se inventase la televisión, o se desa-rrollase la informática, el caudal de información fresca y vívida. Hasta tal punto es esto así que la diferencia de un individuo ávido de información cultural en el siglo XIX y uno actual es de tal tamaño que provoca por si misma un cambio cualitativo. La comparación hay que centrarla no tanto en las informaciones mismas como en las posibilidades de informarse. Porque preci-samente, al ser tales posibilidades actualmente tan inmensas, lejos de despertar el deseo de alcanzarlas, lo matan antes de nacer, abrumado el sujeto ante una información interminable. Y por otra parte no sólo es este hecho puramente cuantitativo el más desta-cable. Pues, es quizás más importante aún el análisis de los propios media como medios. Unos medios que invierten paulatinamente, en una realización de lo que Nietzsche llamó la <<inversión de los va-lores>> (Umwertung), la jerarquía de valores antes predominante en 29 Gianni Vattimo, La sociedad transparente, pgs. 80-82.

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el tratamiento de la información. Y además la pervierten porque, para los media, noticia es lo que es nuevo, raro, exótico, minoritario. Noticia no es lo que ocurre normalmente, sino lo inesperado, lo invertido, lo anormal. De tal forma que la información, de grado o por fuerza, debe presentar gran parte de sus contenidos, y tendencialmente todos, como extraordinarios. El sensacionalismo resultante es así una especie de fase superior del imperialismo de los media. Es una perversión o rebelión de los media que se extralimitan en sus funciones. Un imperialismo mediático que se aprovecha de unas masas sumisas, las llamadas mayorías silenciosas, integradas después de la Segunda Guerra Mundial en el llamado Sistema del consumismo y del bienestar. Unas masas que han pasado de un estado de rebelión durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo, que trajo la Revolución Rusa, a un estado limite exactamente contrario, de sometimiento y abulia, definitivamente establecido tras la caída del Muro de Berlín, que pone fin a décadas de rebelión. Como consecuencia de esta integración de las masas, antes rebeldes, crece, como su reverso inevitable, la "rebelión de las minorías", que imponen su poder reticular aprovechándose de ese estado de postración en que han caído las mayorías, entontecidas por una torpe política de "entretenimiento". Una política fomentada por el Sistema establecido que arranca de la Revolución industrial inglesa, pero sólo triunfa a escala realmente mundial con la caída del Muro de Berlín. Un política que, como un arma de doble filo, se vuelve contra él. Hoy asistimos precisamente al divorcio creciente entre los media y el establishment político, al surgi-miento de un foso que se ensancha peligrosamente a partir del Watergate, cuando la prensa, un grupo socialmente minoritario y no legitimado por las urnas, consigue derrocar con métodos extra-parlamentarios a un presidente del país democrático más poderoso de la Tierra. Al margen de la bondad o maldad del asunto, lo interesante aquí es observar la capacidad impresionante que un grupo minoritario y, subrayamos, no legitimado por las urnas, tiene para secuestrar la voluntad popular. Una opinión pública, es cierto, ya previamente caciqueada, a través del bombardeo propagandís-tico, por las oligarquías políticas durante las elecciones. Los perio-distas hablarán de labor de limpieza y transparencia, necesaria ante la sucia y oscura corrupción y caciquismo en que había caído el go-

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bierno. Pero debe observarse aquí que la escoba que barre, "Ciudadano Kane" por medio, puede estar ella tan sucia como lo barrido. Pues el pecado de origen es, más que la limitación, el se-cuestro de la voluntad popular en un momento en que ésta se haya distraída y desmovilizada. El secuestro es un método de extorsión típico de los grupos minoritarios, desde el terrorismo armado al intelectual. El secuestro trata de legitimarse fundándose en una falsa conciencia, típica de minorías, que se auto-proclaman como salvadoras, extralimitán-dose en sus funciones. Dicha extralimitación se observa cuando del periodismo de información se pasa al de denuncia e inquisición, en una especie de reproducción simulada de un legislativo y de un poder judicial paralelos, aunque de papel. Secuestro justificado en parte, pues la rígida jerarquización de los grandes partidos, cada vez más necesaria, sin duda, para ganar las elecciones, han limitado grandemente, por vía de las listas cerradas y de las comisiones disciplinarias, la libertad parlamentaria, hasta el punto de que se puede decir aquello de que el parlamento hoy, representación máxima de la soberanía democrática, reina pero no gobierna, pues se limita, en general, a poner en escena y dar legitimidad política a las resoluciones previamente pactadas por las cúpulas de los partidos. Incluso el Estado nacional mismo es reo a su vez de instancias supranacionales: "Hoy el marco general de funciona-miento de la economía no está determinado principalmente por los gobiernos, sino por los bancos centrales de cada país, y éstos a su vez por una suerte de casta sacerdotal supra-nacional, de organización difusa pero coherencia inexorable (FMI, Banco Mundial, OCDE, reuniones de gobernadores de bancos centrales, etc.). En el caso de Europa, la creación de un banco central europeo (bajo una u otra forma), sustraído a controles demo-cráticos y dotado a un tiempo de una gran autonomía y una fuerte autoridad respecto de los Estados y de la propia autoridad comu-nitaria, significará la culminación de un proceso de creciente estan-queidad del poder que cuenta (en el doble sentido de que es el que hace las cuentas y al que hay que tomar de verdad en cuenta) dentro de un marco formalmente democrático. Pero en última instancia la construcción europea ha ido siguiendo esta senda: las instituciones representativas reinan pero no gobiernan" 30.

30 Pedro de Silva, Miseria de la novedad (El demiurgo en crisis), p. 140-141.

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Hoy los parlamentarios ejercen muy a menudo, una función tan decorativa como la de las monarquías constitucionales. Con ello no se quiere decir que su poder haya desaparecido completamente, como tampoco desaparece el poder del rey en las monarquías constitucionales. Solo se dice que está muy limitado. Los perio-distas cubren ese flanco de debate al que no puede llegar el parla-mento por el arma de doble filo de la férrea disciplina partidaria. Pues es claro que dicha disciplina y la legislación electoral que fomenta el bipartidismo, como modelo dominante de democracia política, han surgido para frenar las tendencias anárquicas de los parlamentos que podrían conducir al totalitarismo, como ocurrió en la alemana República de Weimar. Pero como contrapartida esas camisas de fuerza puestas a la voluntad popular impiden que los grandes partidos tengan la agilidad suficiente para reaccionar ante abusos de poder o casos de corrupción escandalosa. La prensa, libre de dichas disciplinas, se muestra mucho más ágil en la investi-gación y denuncia de los abusos de poder. Le basta con investigar y denunciar, con el riesgo siempre de caer en la calumnia. Pero la reciente experiencia española, en los gobiernos presi-didos por Felipe González, demuestra que, en lo fundamental, se han denunciado casos de corrupción y responsabilidades en abusos reales de poder que, por la salud pública de la democracia, debían ser depurados. Y el papel de denuncia era la prensa quien lo podía hacer mejor. Desde luego que la ejecución de las sentencias no la llevan a cabo los periodistas porque para eso está el brazo secular, que son los propios partidos, cuando reaccionan, y en ultima ins-tancia los jueces, otra minoría, o mejor, élite de altos funcionarios, cuyo poder tampoco está legitimado por las urnas, sino que surge de la cualificación técnico-jurídica. En tal sentido el papel de los llamados jueces estrellas ha crecido de forma paralela al protagonis-mo de los periodistas. Pero también debemos señalar que se está constituyendo la prensa como un poder, no ya cuarto, como se suele decir, sino segundo, un poder cultural, frente al poder po-lítico, como en la Edad Media la Iglesia lo era respecto al Empe-rador. Aún así, a lo más que puede llegar esta "rebelión de las mino-rías" periodísticas y judiciales, es a una especie de guerra de guerrillas, insuficiente todavía, desde un punto de vista estratégico, para ganar la guerra a las mayorías. Resultó curioso observar cómo en la pasada Guerra del Golfo, y más claramente en la actual Gue-

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rra de Irak, una minoría islámica fanatizada que disponía de un ejército de verdad, no puede más que llevar a cabo un desarrollo de tácticas de terrorismo combinado con propaganda y guerra psico-lógica ante los ejércitos aliados occidentales, no sólo más sofisti-cados sino también representantes, a través de la ONU, de las deci-siones de una inmensa mayoría planetaria. No obstante queremos dejar claro que en nuestro tiempo, a diferencia de la primera mitad del siglo, se puede decir que empieza a dominar culturalmente el hombre-minoría. Es el que continua-mente toma la iniciativa. En los países donde el secesionismo ha avanzado más, como en Italia (la Liga del Norte de Bossi, como reacción radical al poder corrupto de la mafia siciliana, a los escándalos del Vaticano y la logia masónica P-2, etc.) o en el País Vasco, Cataluña o Irlanda del Norte, se vive ante continuas amenazas de estos grupos. Pues las minorías tribales o secesionistas son tan poderosas que han creado la sensación de ser capaces de sustituir de hecho al poder institucional democrático. Y cuando consiguen sustituirlo dejan sin embargo una sensación de impo-tencia, conjugada a la vez con unos proyectos irreales de vida a largo plazo. Es lo propio del fanatismo: buscar la compensación de una impotencia, que en realidad se siente, con la formulación de utopías inalcanzables, que piden siempre la independencia imposi-ble de un pueblo minúsculo rodeado de Estados mucho más pode-rosos. El hombre-minoría, el secesionista fanático, es aquel que, por tener su vida llena de proyectos irrealizables, padece una impo-tencia que alimenta, en la mayor parte de los casos, un resenti-miento irredento. Pero ¿de dónde han salido estas minorías que ahora amenazan con ocupar los espacios del poder social y cultural que antes les estaban vedados?. El libro del antropólogo Marvin Harris, La cultura norteamericana contemporánea, ofrece abundantes da-tos sobre el origen y el creciente poder de las sectas y de otros grupos minoritarios en los propios E.E.U.U.: "Haría falta una pequeña guía telefónica para enumerar todos los Swamis, Gurus, Sris, Bubas, Babas, Bawas, Yogis, Yogas, Maharischis y Maharajis que empezaron a tener discípulos en Norteamérica, por no mencio-nar a todos los Jesus freaks grupos de encuentro, culto de ovnis y demás"31. 31 Marvin Harris, La cultura norteamericana contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 158.

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Bastarían estos datos que recoge el propio Harris para preocu-parse por el rápido ascenso social de estos grupos, con todo lo que ello implica como síntoma de fragmentación social. Son organiza-ciones sectarias que siguen un modelo oriental resultante de la mez-cla de la mística hindú con la agresividad ejecutiva nipona. Coctel explosivo en el que suele predominar, como no podía suceder de otra manera en estos tiempos, el sector de la distribución sobre el de la creación. La mística hindú es un producto con una tradición venerable que sólo espera una inteligente y agresiva campaña de ventas. De ahí que el componente japonés predomine sobre el hindú. Japón, cuyo milagro económico no deja de asombrar en Occidente, debe sin embargo mucho más a la imitación de Occi-dente que a un presunto desarrollo propio de una sabiduría ances-tral. Los japoneses, si son diestros en algo lo son precisamente en la imitación y reproducción a bajo coste de lo creado por otros, desde los transistores hasta el marketing. No obstante el dato que nos interesa no es tanto el aumento de las sectas en Occidente sino el creciente y fabuloso poder que consiguen detentar en muy poco tiempo entre las minorías. Porque eso indica que el terreno preparado por el excesivo conformismo y entontecimiento social, por parte de los gobiernos occidentales sobre todo, han dejado un campo abonado y listo para ser rápida y fácil presa de la epidemia sectaria.

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LA DEBILIDAD DEL PENSAMIENTO Resulta curioso observar que las propias elites de las minorías actuales, sus ideólogos o dirigentes más preclaros, tengan un nivel intelectual tan simple y dogmático31'. Es un hecho que guarda una perfecta simetría con el ensalzamiento de los valores intelectuales (la Razón, etc.) durante la "rebelión de las masas". Estos valores eran los de la cultura burguesa, cuyo banderín de enganche frente a la antigua nobleza era la lucha por la Igualdad. La Libertad, tal como se concebía en la Revolución francesa, tenia que ver esen-cialmente con la Igualdad y con la Fraternidad, dos formas en definitiva de igualdad, una ante la ley y otra ante los padres, aunque contradictorias y opuestas en muchos aspectos. Pero en el fondo de esa libertad, y como motor suyo, estaban los valores económicos, el valor-dinero como equivalente universal que todo lo iguala en una economía capitalista o el valor-trabajo al que todos están obligados en una economía comunista. Predominaba por ello la igualdad so-bre la fraternidad. En la "rebelión de las minorías", por el contrario, se ensalzan valores sentimentales (instinto, voluntad, deseo, etc.). Tales valores son los propios de las capas sociales populares o grupos marginales, cuyo grito frente al Sistema homogéneo e igualitario es el derecho a la Diferencia. La libertad consiste ahora en defender con orgullo y con pasión lo que nos hace diferentes socialmente y solo iguales fraternalmente ante una madre-patria, grande o chica, por razones no ya económicas sino que tienen que ver con la sangre, la raza, la cultura, etc. El derecho a la Diferencia se da, asimismo, según dos formas principales que, sin embargo, se oponen: se da como

31' Es elocuente, en tal sentido, el reciente libro de Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alícia, Temas de Hoy, Madrid, 2006.

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diferencia "agregada" (nacionalismos, racismos, etc.) o como "dife-rencia libre" o segregada (derechos sobre el propio cuerpo del indi-vidualismo hedonista, del feminismo, homosexuales, etc.). Dos for-mas de ser diferentes que se dan enfrentadas entre si y cuya mani-festación más próxima nos la ofrecen, p. ej., los choques del terro-rismo nacionalista con la cultura de la droga, propia del hedonismo individualista. Encontramos también aquí algo común que ya fue enunciado por Nietzsche, el cual curiosamente ha sido ensalzado tanto por los nazis como por las tribus universitarias de la rive gauche parisina. Tal fuente o fondo común es la Voluntad de Poder. En un caso para dominar a otros pueblos; en el otro para llegar a adue-ñarse del propio cuerpo. El filosofo de cabecera ahora ya no será Hegel o Marx, sino Schopenhauer o Nietzsche. Y la Idea recurrente no será tampoco el Espíritu absoluto ni la Lógica de la Historia, sino un Poder "irracional", voluble, generador de diferencias a veces sin razón ni fundamento. Se ha hablado por ello de "la derrota del pensamiento" (Finkiel-kraut), del "estrechamiento de la mente" (Allan Bloom), de la estu-pidez (Glucksman32). Incluso recientemente se puso de moda el llamado "Pensamiento débil" (Vattimo y tutti cuanti). Así escribe, p. ej., Allan Bloom: "el conocimiento que de si mismos tienen hippies, yippies, yuppies, panteras negras, prelados y presidentes, ha sido formado inconscientemente por el pensamiento alemán de hace medio siglo; el acento de Herbert Marcuse se ha convertido en un gangueo del Medio Oriente; la etiqueta echt Deutsch ha sido reem-plazada por una etiqueta made in América; y el nuevo estilo de vida americano se ha convertido en una versión disneylandia de la Repú-blica de Weimar apta para toda la familia"33 . El ascenso de las minorías conlleva, por este voluntarismo que lo caracteriza, una debilidad en su capacidad de pensar. No se vis-lumbra por ninguna parte la élite egregia con la que soñaba Ortega. Pero lo que si es constatable es que las nuevas minorías reseñadas están tomando el "poder espiritual" en el mundo como antesala del poder político en sentido estricto. Como si este mundo fuese un paraíso sin una historia que le precede. Una Historia que habría, por tanto, que conocer y digerir si se quisiera superar.

32 André Glucksmann, La estupidez. Ideologías del postmodernismo, Península, Barcelona, 1987. 33 Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, pags. 151-152.

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Pero una vez dicho esto es preciso comprender también las limitaciones de esta Historia. Limitaciones que son importantes además porque en el mediodía de la cultura moderna, en el siglo XVIII, ha sido engendrada la casta originaria y propugnadora de la "rebelión de las minorías": los románticos. La genealogía de las minorías rebeldes se detiene especialmente aquí. Como escribe Finkielkraut, "los filósofos de las luces se definían a si mismos como <<los apacibles legisladores de la razón>>. Dueños de la verdad y de la justicia, oponían al despotismo y a los abusos la equidad de una ley ideal. Con el romanticismo alemán, todo se invierte: como depositarios privilegiados del Volksgeist, juristas y escritores combaten en primer lugar las ideas de razón universal o de ley ideal. Para ellos, el término cultura ya no se remite al intento de hacer retroceder el prejuicio y la ignorancia sino a la expresión, en su singularidad irreductible, del alma única del pueblo del que son los guardianes"34. A ello no ha sido ajeno Rousseau, aunque bien es verdad que éste era ginebrino, fronterizo ya entre Francia y Alemania. Si este tipo de rebelde minoritario radical, que se ha gestado en la trastienda de la Ilustración, se ha desarrollado durante el siglo XIX, alcanzando su juventud iconoclasta y desesperada en las vanguardias artísticas de la primera mitad del XX, y su madurez en esta segunda mitad, en la que ha conseguido empezar a adueñarse y socavar, desde posiciones que recuerdan al cinismo antiguo, la cultura universitaria clásica, sobre todo desde el famoso mayo del 68. Si este tipo no encuentra algún límite a sus excesivas preten-siones, podremos observar como en el siglo XXI la Universidad, institución que ha permanecido hasta ahora en las antípodas del localismo, acaba por padecer un descenso de su nivel cultural. Pues la cultura y el pensamiento dentro del recinto universitario, se está contrayendo a dimensiones mínimas y caricaturescas. Precisamente el terreno no sólo ha sido abonado por la "barbarie del especia-lismo", diagnosticada por Ortega, y que aqueja a Departamentos positivistas o científicos de la Universidad. A ello es preciso añadir el debilitamiento de las Facultades criticas, neo-positivistas, espe-cialmente de la antigua Facultad de Filosofía, dinamitada en peda-zos (Filología, Historia, Geografía, Arte), con la consiguiente barba-rización y surgimiento inmediato de un dogmatismo localista,

34 Alan Finkielkraut, La derrota del pensamiento, p. 14.

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silvestre, intolerante y caldo de cultivo del fanatismo. Con ello el irracionalismo está servido. Pero de la Universidad trataremos más exténsamente al final.

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EL HOMBRE-MINORÌA En los últimos tiempos se está poniendo cada vez más de mani-fiesto, como venimos señalando, que la vida pública no está ya completamente dominada por el hombre-masa del que hablaba Ortega. Paradójicamente hoy empieza a dominar, al menos por sus iniciativas novedosas, el hombre por el que apostaba el propio Ortega: el hombre minoría, aquel que se cree diferente. Aunque ciertamente si Ortega levantase la cabeza constataría y reconocería una vez más como sus razonamientos filosóficos encaminados al ascenso de las minorías, sus sueños tan racionales, acaban produ-ciendo monstruos. Pues, ciertamente, Ortega no querría estas caóticas y vociferantes minorías. Seguramente diría aquello de "no es eso, no es eso". Pero que no las quisiera no es óbice para que resultaran así, como tantas veces en la historia se producen efectos inesperados. Aquí la cosa, para decirlo también orteguiánamente, "es tremebunda", pues la violencia de las minorías iguala en perver-sidad ética y en desprecio de los derechos humanos (Yugoslavia y Uganda por medio) a la masiva destrucción de la Primera y de la Segunda Guerras Mundiales. El minoritario, como venimos diciendo, se está poniendo al frente de los valores que rigen la vida del planeta. El hombre-minoría, se gestó ya en las entrañas de la Ilustración, como su hijo ilegítimo, al que en el XIX se llamará el hombre romántico. Era el buen salvaje rousseauniano al que se debería de dar otro tipo de Ilustración, la llamada "educación sentimental". Nuevo Jonás, que vivió en el vientre de la ballena durante más de siglo y medio hasta ser arrojado a las playas que surgieron al levantar los adoquinados bulevares parisinos durante el mayo del 68. El aspecto de este Jonás, que en los 80 recibe el marchamo pro-gresista, es ante todo el de alguien que vive una libertad marginal,

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propia de las frátrias. Si el hombre-masa se atrevía cada día a derri-bar un tabú académico-burgués, una costumbre sexual represiva o un viejo uso social más, el hombre-minoría ocupa sus días en res-taurar algún uso arcaico que ya se extinguió o está a punto de hacerlo. Desde aproximadamente 1800 el circulo de los románticos alemanes reunidos en Jena, en torno a Novalis, Schleiermacher, Schelling, etc., o los círculos ingleses de Byron y Schelley, comien-zan esta costumbre de vivir como tribus al margen de la Sociedad, tras las huellas de lo arcaico e inmemorial. Sin embargo lo hacen, en una lucha realmente heroica, a costa de su proscripción social. No se encuentran, como los sucesores del sesentayochismo, con un relativismo cultural puesto ante él por la propia UNESCO, ni con una ruptura del tabú cultural que representaba la división entre Civilización Occidental y Culturas Orientales. La ruptura de dicha frontera, siempre supuesta en la moder-nidad y jamás puesta seriamente en cuestión, se realizará no tanto por reducción a una igualdad común, cuanto por su relativización multiplicativa, hasta un punto crítico más allá del cual los árboles de las diferencias particulares no dejan ya ver el bosque que alojaba la diferencia originaria. Como afirma Jacques Derrida, uno de los prominentes defensores de la Filosofía de la Diferencia post-sesen-tayochista, la Diferencia originaria no existe pues "en el principio era la Repetición". La ruptura de la Diferencia originaria por el relativismo cultural abre el paso al "Todo vale", lo cual está en contradicción flagrante con el talante de las propias minorías más egregias de los románticos del pasado. El hombre-minoría actual aprende que todos los pueblos son culturalmente diferentes. Y sólo en eso coinciden. En nada positivo, sino negativo. Son iguales en tanto que son diferentes. La Idea de Igualdad se subordina a la Idea de Diferencia, por eso sólo se la reconoce como Repetición, como repetición de Diferencias. Tres principios habrían trabajado, después de la Segunda Guerra Mundial, para posibilitar esta situación: el triunfo de la socialdemo-cracia en occidente, los avances espectaculares de las Ciencias Humanas, sobre todo en los métodos de encuesta y prospección, y los media con toda la industria cultural que suponen. Con el primero la clase obrera deja de ser rebelde y se integra en el sistema demo-crático. Con el segundo las direcciones de los grandes partidos adquieren una carta de navegación política segura y suficientemente fiable. Con el tercero la propaganda alcanza una extensión y una

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profundidad nunca vistas. Son principios que proceden del siglo XIX, pero que se han implantado con fuerza sobre todo en la se-gunda mitad del XX. El siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, fue un siglo en el que culminaron y se consolidaron los ideales de la revolución burguesa, aumentando vertiginosamente el progreso en las condi-ciones materiales de vida de la gran masa, espoleado sin duda por la lucha heroica de las barricadas. En la primera mitad del XX asistimos a un periodo en que, por la propia "rebelión de las masas", se ponen en peligro esas conquistas, aunque finalmente se consolidan. Pero a la vez y precisamente por ello empieza a pasar a posición de vanguardia lo minoritario: movimientos vanguardistas en el arte, surgimiento del sionismo y del nazismo, de los grupos psicoanalíticos, de los "partidos de cuadros", germen de las nomen-claturas, etc. Parte de estas vanguardias minoritarias se encargarán de sofocar o reconducir la "rebelión de las masas", ofreciéndoles demagógicamente lo contrario de lo que pedían: en vez de igualdad, jerarquías; en vez de paz, guerras; en vez de arte popular, arte elitista; en vez de inteligencia, sentimentalismo; en vez de la "Tierra Prometida", la Economía de guerra o el Gulag. En la segunda mitad de este siglo las masas, pagada con creces su "rebelión", se integran con sabia resignación en el Sistema. Las élites, vanguardistas o no, han triunfado durante la llamada Guerra Fría. Nunca en la Historia anterior de la Humanidad se dio un momento en que ciertos individuos o grupos hayan tenido en sus manos un poder de destrucción tan impresionante, p. ej., el com-plejo de la industria militar atómica americana o soviética, o un poder económico tan grande en tan pocas manos (multinacionales), o una fama y publicidad tan inmensa en unos pocos artistas y deportistas (los Beatles dijeron ser más famosos que Jesucristo); o unos aparatos de organización partidaria o sectaria tan potentes y tan bien engrasados como los grupos políticos, religiosos, sindica-les, etc. Estas elites no son nuevas, pues existían ya, ciertamente, antes, pero se encontraban ordinariamente con un ambiente adverso frente al cual libraban un combate desigual y muchas veces hasta heroico. Pero las elites de la post-guerra no solamente se sienten seguras, sino que incluso sueñan con extender cada vez más su poder hasta dominar el mundo entero. Sueños que se han plasma-do en el mundo de la ficción artística desde el Doctor Mabuse de

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Fritz Lang, hasta El Péndulo de Foucault de Umberto Eco, pasando por la salvación encomendada a una elite extra-terrestre en Super-man o en los Encuentros en la Tercera fase, etc. Se alimenta con ello una creencia en el poder de ciertos indi-viduos, aumentado de una forma fantástica, los cuales se presentan fanáticamente como salvadores o destructores, en medio de una situación de equilibrio inestable que ha resultado así precisamente a causa de la propia rebelión de las masas. El elitista al encontrarse de pronto con semejante poder concentrado en sus manos cree que tal poder es producto única-mente de los esfuerzos de ciertos individuos geniales o distin-guidos, de cuya clase se considera miembro y tiende a olvidar que tales individualidades presuponen una división del trabajo social por una parte y por otra parte una Naturaleza que cada vez se muestra más, no sólo como un recinto energético limitado y agotable, sino también en un equilibrio ecológico sumamente frágil. En el "elitista" de este siglo que fracasa con el fascismo pero que triunfa con la Guerra Fría, encarnado ya en el dirigente soviético staliniano o en el self made man americano, podemos entonces de-tectar como rasgos dominantes la libre expresión de sus ilimitados deseos de poder junto con su contrapartida, el recelo y la sospecha en definitiva hacia la gran mayoría de "integrados" o de "hom-bres-masa" que son, de hecho, la condición de su existencia. Con ello tenemos la imagen psicológica de un individuo propenso a la paranoia, y, a consecuencia de ello, a hacer pasar sus deseos por la realidad. Pero las nuevas minorías radicales de este siglo, que están dando quebraderos de cabeza a tales elites, en tanto que no se conforman con imperar sobre las masas, sino que buscan el poder absoluto, tienen muchas veces una psicología, no ya de joven eróticamente agresivo - como ocurría a las elites fascistas, comunistas o senci-lamente tecnocráticas, correspondientes a las mayorías de la "rebelión de las masas" - sino de viejo impotente y frustrado. Tales individuos padecen un exceso de memoria cultural y en ellos, como en el viejo, la memoria pesa tanto que no deja volar a la imagi-nación, elemento esencial en la excitación erótica. Son decadentes y consideran que el mundo se ha vuelto loco a menos que se sigan sus consejos tradicionales.

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En las rebeliones contra el llamado Sistema suelen los nuevos ideólogos minoritarios buscar a estas amplias minorías asustadas y confusas que fueron fuertemente represaliadas en la Guerra Fría, como oficiales reclutando una tropa a la que utilizan de carne de cañón, en una guerra suicida contra el Sistema con el que se enfren-tan, no obstante la dificultad real de victoria sobre un enemigo tan desigual. Pues es tan difícil que las mayorías pasen por la concep-ción del mundo de los minoritarios, como que el camello pase por el ojo de la aguja. Abandonada a su capricho el ideólogo mino-ritario radical tiende siempre a empujar a las propias amplias mino-rías (no siempre muy numerosas) que se le pongan a mano enfren-tándolas con el Sistema y llevándolas a la "madre de todas las batallas", en un ejercicio de irredentismo que se trata de disimular con argumentos morales. De una moral construida sobre un fondo de insensibilidad, como corresponde a la otra cara del resenti-miento igualitario que se atribuye al Sistema nivelador de las dife-rencias.

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APOCALÌPTICOS E INTEGRADOS El hombre-minoría, como hacía el hombre-masa de Ortega, coincide con éste en no conocer limitación alguna en sus preten-siones. En esta segunda mitad del siglo, una vez integrada la masa rebelde por las elites tecnocráticas resultantes de la Segunda Guerra Mundial, las minorías empiezan a adoptar, cada vez más, aptitudes apocalípticas con ribete de moral izquierdista. Como testimonio de esta nueva configuración que adquiere la lucha social puede tomar-se como referencia el conocido libro de Umberto Eco, Apocalípticos e integrados35 . El apocalíptico es, en la mayor parte de los casos, el minoritario, el diferencialista que desprecia los mass-media como instrumentos de manipulación y embotamiento masivos. El que nunca está satisfecho y mantiene una constante y vigilante concien-cia critica. Pues, para él, la catástrofe es inminente, la revolución está pendiente y la manipulación se cierne sobre una Humanidad manejada y entontecida, desde oscuros despachos de la CIA o del KGB. En el fondo, como únicamente cree en si mismo, cree en la omnipotencia de otras minorías, las elites, minorías tecnocráticas que dirigen el Sistema. El mundo, para el hombre minoría, está programado por unas inteligencias diabólicas, satánicas. La para-noia es entonces inevitable. El minoritario apocalíptico es un tipo realmente nuevo, que solamente supera el miedo paranoico a las elites gobernantes del Sistema apelando a unas normas morales que considera relativas, aunque situadas más allá del sujeto, en una constelación de diferen-cias dadas en un plano de igualdad repetitiva que pueden rayar en el delirio. De ahí, que paradójicamente, al intentar escapar a la "caída en la inautenticidad" que supone la vida de la masa integrada, pero

35 Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Lumen, Barcelona, 1968.

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contenta, acabe por caer en una servidumbre hacia algo “trascen-dente”. Aunque estos valores trascendentes no vayan más allá de los compartidos por la pequeña tribu en la que se ve obligado a refugiarse ante las "olas de conformismo" que, quiera o no, los sacuden sin cesar. Y los valores tribales exigen una obediencia sin mácula, como única cura para el desasosiego. Nobleza obliga. El privilegio de sentirse diferente exige un esfuerzo permanente de iniciación y vigilancia critica. Exige una actividad que, cuando se lleva al límite, puede ser tan sofocante o más de la propia indivi-dualidad como la pasividad y atonía a la que son propensas las masas integradas. El apocalíptico se siente "noble" frente al "plebeyo" integrado. Noble significa el que se esfuerza, el que no descansa. El apocalíptico es por tanto un hombre de acción. Un asceta de la vida. El hombre que siempre dice no. Un ser negativo, un nihilista. El hombre-minoría radical es un tipo de nihilista que ha empezado a pasar a un plano cultural prominente en la segunda mitad de este siglo. Después de la Segunda Guerra Mundial se le ha dejado flotar a la deriva, menospreciando el hecho del creciente poder destructivo y especifico que hoy la civilización tecno-cientí-fica pone al alcance de cualquier grupo minoritario bien organizado y fanatizado. Y nos encontramos con que aquellos polvos han producido estos lodos (terrorismo, sectas poderosas, etc.). Pues estas minorías radicalizadas se han hecho absolutamente impermea-bles e indóciles, creyendo que se bastan a sí mismas. En todo el mundo se está notando cada vez más la incapacidad de entrar en razón de estos pequeños grupos salidos de madre que sueñan con retornar a "la madre de todas las batallas" y que tanto daño hácen y tan difíciles resultan de combatir por los medios convencionales. Pues la rebelión de estos grupos radicales, aunque en su forma más llamativa del cotidiano atentado terrorista del telediario, se revista con ropajes políticos o religiosos, es en el fondo una rebelión cuyas causas son de tipo ético y sentimental: es un problema no tanto de unas inteligencias cortas cuanto de unos corazones duros como la piedra. El activista minoritario y apocalíptico padece, por tanto, un "hermetismo sentimental", una incapacidad de sentir-con, de consentir a otros que no sean sus íntimos o gente de su tribu. Es por ello un impío, un ser incapaz de apiadarse o compadecerse del prójimo que no es de los suyos. Tiene el defecto inverso de aquel

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"hermetismo intelectual" que Ortega daba como característico de la "masa rebelde". Además si el hombre-masa, como dice Ortega, se siente per-fecto, satisfecho, y de ahí viene su pasividad, el hombre-minoría siente, por el contrario, su imperfección, la cual explica, aunque no justifica, su constante desasosiego y angustia. Pues el hom-bre-minoría no es, desde luego, tonto. Pero es algo quizás peor: es insensible. El "integrado" puede pecar de "tonto" pero responde ágilmente a los estímulos sentimentales (telenovelas, "culebrones", etc.). El apocalíptico permanece impasible, pero no tanto porque se reprima, sino porque apenas le cuesta trabajo. Su lucidez intelectual tiene como contrapartida su impiedad, el crecimiento constante en él de una incapacidad congénita o adquirida, de sentir y padecer lo ajeno. Y no hay modo de ablandar a este duro de corazón. No se trata tampoco de que este apocalíptico sea un ser absolu-tamente insensible. Por el contrario, y como ya dijimos más arriba, el hombre minoría, hoy culturalmente dominante, procede de una venerable tradición de defensores de la sentimentalidad (román-ticos, anarquistas, etc.). Pero lo característico en él es precisamente que su excesiva sensibilidad es más intensional que extensional. Pues está bloqueada y filtrada su propagación por el tan procla-mado y central derecho a la diferencia. Y aquí la diferencia puede llegar a traducirse en el límite en impiedad, de la misma manera que la igualdad llevada a su grado máximo hace aflorar el resentimiento o la envidia. De ahí el dominio que se extiende sobre la cultura post-moder-na del cinismo, el cual llega a ser tenido incluso por el máximo refinamiento ético alcanzado. Lo normal en la modernidad era que las minorías selectas, en una tradición muy ligada a la modernidad anglosajona y protestante, se declarasen racionales y les pareciese de mala educación manifestar abiertamente sus sentimientos. Quizás por temor a que de tanto reprimirlos les quedasen pocos o a que en realidad fuesen sentimientos impresentables. Las elites dominantes en la rebelión de las masas tenían más bien Ideas teóricas sobre el mundo de los sentimientos, pero en la práctica, lógicamente, trata-ban de no dejarse arrastrar por ellos. Nunca se les habría ocurrido, poner en práctica frente al sentimentalismo irracional de la masa un sentimentalismo diferencialista aunque igualmente irracional, lo mismo en la política que en la cultura. Tenían un sentido de sus propias limitaciones que les impedía caer en lo que consideraban

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una forma de ser vulgar, chabacana y de mal gusto. Creían que en las cuestiones del corazón todavía mandaba la razón. Hoy, por el contrario, las minorías o tribus post-modernas más o menos conscientes de su identidad grupal, manifiestan sin ningún tipo de rubor sus sentimientos más inmediatos sobre todo lo que ocurre, antes incluso del más mínimo análisis. Han perdido el uso de la razón. ¿Para qué razonar cuando se está convencido ya a priori de que la negritud sólo la puede conocer o sentir el que es negro o la vasqueidad el que es vasco?. Los razonamientos sólo aparecen, entonces como raciocinios a posteriori bajo el supuesto de un herme-tismo sentimental. Y por tanto de lo que se trata es, no ya de imponer la razón, sino de contagiar ese sentimiento, que, por otra parte se reconoce que no se puede imponer desde "fuera" si uno no está ya previamente "dentro". La razón, pues, por una parte se relativiza a la vez que, por otra parte, el sentimiento se absolutiza. Por ello hablar de relativismo cultural sin más es decir media ver-dad. Siempre cabe entonces el equivoco, esa forma de ambigüedad, calculada o no, que brota de la relativización de la razón. Pero, en realidad, el propio relativismo debe ser, a su vez, dialécticamente relativizado. Como escribe, p. ej., Gustavo Bueno, "la ontología dialéctica reconoce ampliamente las tesis del relativismo cultural. Sencillamente no concibe este relativismo como uniforme y simé-trico: entre las diversas culturas o sistemas culturales (lenguas, siste-mas de numeración, sistemas tecnológicos, etc.) median relaciones asimétricas en cuanto a los grados de potencia abarcadora. Unas culturas o sistemas culturales son más potentes que otros, pero en diversas líneas, y gracias a ello pueden ser analizados los unos por los otros"36 . El propio relativismo resulta así relativizado sin tener que volver a ningún tipo de absolutismo. Los sentimientos de estas nuevas elites no son en el fondo auténticos sentimientos, ni su despliegue demuestra verdadera vita-lidad. Quien quiera tener sentimientos auténticos necesita admitir una "lógica del corazón", con sus reglas de juego implícitas. No se puede hablar alegremente de sentimientos sin una lógica que los regule. Esta lógica es ciertamente una lógica no ya formal o mate-mática, sino material, vital si se quiere, pero no por ello menos rigurosa. Cuando falta la aceptación de esa lógica material, de esa

36 Gustavo Bueno, Nosotros y ellos, Pentalfa, Oviedo, 1990, p. 106.

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"lógica de los sentidos", es que no hay ni siquiera sentimientos. Se cae en un estado salvaje. El "salvajismo", incluso, no es tampoco un estado pre-lógico, como pensaba Levi-Brühl y en tal sentido se puede hablar de "pensamiento salvaje" (Levi-Strauss) y de "sentimiento salvaje". Pero la cuestión es si se puede hablar de ambos en sentido estricto. Es decir si no habría que decir más bien que el salvajismo debe caracterizarse por la ausencia de verdaderos "pensamientos" o "sentimientos", teniendo en cuenta que toda apelación a tales entidades presupone la existencia de un Yo. Pues los informes etnológicos abundan en la constatación de la ausencia de un "ego interior", hecho que se refleja en la falta de pronombres personales en el lenguaje de algunos primitivos salvajes. Por ejemplo, según Leenhardt en Do Kamo 37 , los canacos en lugar de decir "me duele la muela", dicen "en la muela dolor". Pero, volviendo a nuestro tema principal, lo que nos llama la atención en el mundo actual es el ascenso de los grupos minori-tarios radicales y del terrorismo. Son las manifestaciones más sobre-salientes provocadas por un tipo de hombre desalmado, sin escrú-pulos, que se cree iluminado por la pasión. Dispuesto a imponer sus deseos, sin pararse ante ningún humanitarismo sentimental burgués. Lo nuevo aquí es la renuncia a tener compasión. El terro-rista se desvela así como un analfabeto sentimental. Octavio Paz ligaba el origen del terrorismo al estado de impiedad que generó la "muerte de Dios", plasmado en la famosa frase de Dostoievsky "si Dios no existe todo está permitido". Una falacia completa, sin embargo, pues exige la admisión de presupuestos teológicos. Aunque prescindiésemos de tales presupuestos, como se hace des-pués de Feuerbach o Nietzsche, tampoco todo estaría permitido. Por ello, para nosotros, la clave del minoritario apocalíptico está, pues, en la impermeabilidad sentimental. El terrorista como caso limite del hombre-minoría tiene, sin duda, sentimientos, pero carece completamente de la capacidad de con-sentir algo más allá de su pequeño y fanatizado mundo. Es un fanático intolerante, no tanto de otras Ideas, cuanto de otras formas de sentir, de otras vivencias o creencias.

37 Leenhart, Do kamo, Eudeba, Buenos Aires, 1961.

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Tener una creencia implica poseer los sentimientos en que ésta se alimenta, y por ello, a su vez, admitir la existencia de un orden sentimental común, como base de lo que creemos. El terrorista, sin embargo, se siente perdido si admite la participación en ese orden, en la compasión fruto de la sentimentalidad común. De ahí que la rechace como signo de debilidad. El terrorista retrocede así a un estadio límite, a un estadio similar a aquel en que se sitúan los primitivos salvajes, previo a la adquisición de la personalidad, de la yoidad. Su hermetismo sentimental le lleva a actuar como el hombre cazador, al acecho, sólo o en un pequeño grupo, poniendo trampas y evitando por sistema el combate a campo descubierto. Esta concepción salvaje de la vida se contamina hasta el propio lenguaje. Así la propia conflictividad social se auto-designa cada vez más con terminología predatoria: el "tiburoneo" en la bolsa, la "mordida", la jungla del asfalto, etc. En el último siglo la forma política que ha representado la más alta voluntad de transparencia en los asuntos públicos ha sido la social-democracia. Con el tiempo se ha impuesto como prototipo de la actuación política a la luz del día. Transparencia que se hace posible con los mecanismos comunicativos de la sociedad mediá-tica. La socialdemocracia europea, o el capitalismo americano a lo Galbraith, admiten una convivencia, difícil sin duda, pero inevitable con los medios de comunicación, sin reducirlos enteramente a meros instrumentos de propaganda. Sin embargo cuando las formas políticas se han corrompido y debilitado lo suficiente, la función de los media ha dado un giro de 180º. De medios de expre-sión de masas están deviniendo cada vez más medios de expresión de minorías.

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LA ALDEA GLOBAL Es preciso insistir, llegados a esta altura del ensayo, en que la "rebelión de las minorías" de que venimos hablando tiene, como ya tenía también para Ortega la "rebelión de las masas", un carácter equívoco. No tanto porque sea sólo resultado de una confusión subjetiva, sino también porque la que es ambigua es la realidad misma. La confusión es, por ello, objetiva. Ambigüedad que elimina de raíz cualquier metafísica determinista de la Historia, pero que tampoco debería de dejar lugar al equívoco del "todo vale". La rebelión de las minorías parece, por un lado, abrir el camino para una nueva y más fraternal organización de la vida humana sobre el planeta, por la consideración que en general se empieza a sentir hacia los derrotados por la Historia del Progreso igualitario; pero también puede traer consigo una catástrofe de consecuencias incal-culables, sobre todo cuando se lleva todo esto al límite y se trata de redimir a un irredento. Por ello no es tánto cuestión de negar esta piedad por los marginados de la Historia progresista triunfante cuanto de considerar los limites de esa piedad. Porque lo mismo que los que se compadecen de las minorías argumentan su actitud aludiendo a los necesarios límites de todo progreso, los que se sienten progresistas no pueden dejar de señalar los límites de las piadosas restauraciones. Pues toda restauración es en el fondo una forma de acción. Y más precisamente de lo que denominaremos "acción directa a distancia", actitud típica, para decirlo llanamente, del aldeano que tira la piedra y esconde la mano. El progresismo igualitario se ha caracterizado más bien por lo contrario, por la "acción directa contigua ", por la lucha de las masas, en la calle, combatiendo a pecho descubierto, frente por frente. Las restaura- ciones, sin embargo, tienen algo de terrorífico, de regreso de fantas-

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mas o de noche de los muertos vivientes. Pues el terror cuando es verdadero prefiere también la acción pero, como los grupos terroristas actuales, como "acción a distancia", como una acción diferida en el tiempo� (la bomba con temporizador que permite la huida) y agazapada en el espacio social (el secuestro mimetizado en zulos, la utilización de adolescentes exentos de responsabilidad penal). En tal sentido, el regreso de instituciones caducas, lenguas muertas o en proceso de descomposición, costum-bres clásicas y oficios arcaicos, que se suponían ya definitivamente enterrados, producen una época de cultura barroca y abigarrada, pues estos restos, que parecen recobrar su antiguo esplendor, tienen que convivir y mezclarse con otras instituciones, costumbres y lenguas modernas que han llegado a ser irrenunciables. Ahora florece el gusto por lo complicado. Vale todo menos ser sencillo. La simplicidad, el funcionalismo y la transparencia moder-nas se ven acompañadas por un contrapunto oscurantista, no tanto, y como se piensa precipitadamente, para negarlas cuanto para dar-les seguramente más relieve. El corte del traje funcional del yuppie busca el contrapeso de la arcaica coleta vikinga, de los pendientes, pulseras y demás abalorios caprichosos. El árbol de los románticos enamorados, que había sido derribado con la nueva arquitectura funcionalista, rebrota transformado en tuberías a la vista que se retuercen por las fachadas de los edificios y hasta penetran en sus interiores. Ha pasado la época de la "autenticidad" existencialista y se vuelve a repetir con Nietzsche que "todo lo profundo busca la máscara". Y el pasado, en una “inversión antropológica”, vuelve a dominar sobre el futuro, cuando la Humanidad vuelve la vista atrás, horrorizada, como hace el ángel de Klee glosado por Walter Benjamin. Al hombre minoría que empieza a dominar hoy socialmente no le interesan ya, por supuesto, los clásicos principios de la Civiliza-ción, del Progreso, etc. Se interesa de momento aunque, no muy a fondo, contra lo que se supone, por las manifestaciones de su Cultura. Le interesan ciertamente la gaita, la barretina o la sardana, productos diversos arrojados por las culturas. Su interés se detiene folklóricamente en ellos. Normalmente la inmensa minoría de partidarios de la lucha por la Cultura frente a la Civilización realizan sus investigaciones sin salir del ámbito de los propios países civili-zados. Es un fenómeno que conocemos bien en España. Gustavo Bueno ha caricaturizado esta situación así: "... la transformación

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política de España en un "Reino de las autonomías", nos pone ante un escenario muy adecuado para la consolidación del punto de vista antropológico, en su sentido más popular (el que sucede al antiguo Folklore). En cierto modo el nuevo Reino español reproduce en miniatura la situación del antiguo Imperio en el cual una gran diver-sidad de naciones y culturas se encontraban reunidas por la Corona en una unidad política similar a aquella en la que se engendró y maduró la antropología inglesa del siglo XIX. Lo que eran los virreinatos de Nueva Granada o Nueva España, serán, a nuestros efectos, ahora las autonomías de Andalucía o Galicia. Ahora los antropólogos españoles podrán hacer "trabajos de campo" en Cáceres o en El Bierzo, como lo hubieran hecho antes (como lo hicieron los precursores de Bernardino de Sahagún o Diego Gon-zález Holquin) entre aztecas o incas"38 . El hombre-minoría es, paradójicamente también, un civilizado que se sumerge en un mundo primitivo sin salir de su civilizado país de origen. El minoritario "celta", p. ej., disfruta con la gaita creyéndola producto de una cultura céltica ancestral propia. Con ello desconoce, en el fondo, la gran dosis de artificialidad y mezcla que se da, y no como una cantidad despreciable, en las propias culturas. Desconoce por ejemplo ser víctima de una ideología alemana del siglo XIX, aliada del pangermanismo, que trata de resolver el enigma hispano por su reducción a uno de los pueblos que lo conquistaron, los celtas, olvidando otras culturas más primitivas de las que proceden precisamente, como ramas salidas de un tronco común, los arios (una rama del cual son los celtas) y los semitas, que en el siglo XX protagonizaron la tragedia nazi/judíos. Estanislao Sánchez-Calvo, un filósofo y erudito filólogo, que nació y vivió en Avilés durante la Restauración canovista, cuando esta 38 G. Bueno, Epílogo a Etnología y Utopía, Júcar, Madrid, 1987, p. 164. No obstante el pintoresquismo de muchas de estas investigaciones antropológicas, no debemos olvidar el mérito de la Monarquía al haber aceptado una constitución autonómica que pone límites al centralismo ya secular y tan esterilizante en la modernidad española. No se debe olvidar tampoco que la República no quiso aceptar la constitución autonómica del Estado cuando el propio Ortega como diputado la propuso en las Cortes Constituyentes, p.ej., en la noche del 25 al 26 de Septiembre de 1931, en un discurso publicado con el significativo título de "Federalismo y autonomismo" (recogido en J. Ortega y Gasset, Discursos políticos, Alianza Editorial, Madrid, 1974). La izquierda socialista y nacionalista en la República buscaba el federalismo y aceptaba los estatutos de autonomía en tanto que condujesen a un futuro federalismo, olvidando que el federalismo conduce a una mayor centralización del Estado y, además, exigía romperlo previamente. Exigía la guerra civil que fue lo que ocurrió efectivamente. Ese fue el reproche de Ortega y por eso dijo el famoso " no es eso, no es eso". La situación, por tanto, no puede ser más paradójica. Los republicanos y los críticos de la monarquía se acogen a un modelo de Estado centralista propio de la Segunda Ola, para decirlo en términos de Toffler, mientras que la propia monarquía impulsa un modelo de descentralización autonómica propio de la Tercera Ola.

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villa era la llamada "Atenas de Asturias", y la Universidad de Oviedo el foco intelectual más brillante de España, con Clarín a la cabeza, ya empezó a combatir en su libro poco conocido y menos entendido, Los nombres de los dioses39 , el pangermanismo. Con su tesis de la existencia de una civilización turaniana, toma-da de los propios sabios alemanes, ligada a las religiones más primarias, de la cual quedarían como vestigios los astures y vasco-nes. Pueblos claves estos en la configuración del curso histórico peninsular, por haber resistido casi indemnes a las invasiones de celtas, romanos, visigodos, árabes, etc., y haber mantenido vivo ese núcleo hispano antiquísimo, reconocido por Sánchez-Albornoz en su monumental España, un enigma histórico, que perdura en el cóctel de culturas peninsulares dándole un aroma peculiar y característico que hace de lo hispano algo culturalmente irreductible a lo ario o a lo semita. En tal sentido, el <<provincianismo universal>>, con el que se caracteriza a veces lo español, no es ni el nacionalista parti-cularista nazi ni el cosmopolitismo universal judío. Por ello el hombre-minoría actual es, en muchos aspectos que no se pueden escamotear, un civilizado que se ha disfrazado de algo que no es en el fondo, p. ej., el asturiano que se disfraza de celta para revivir, imaginativamente, aquellas culturas inmemoriales de sus ancestros, cuando sus verdaderas raíces últimas podrían ser, en el sentido que indica Sánchez-Calvo, turanianas, no arias. Y en el fondo también esto es lo realmente significativo y, en tanto que fraudulento, denunciable: la necesidad post-moderna del disfraz, del engaño, de la que son víctimas muchos de estos movimientos minoritarios radicales. Hoy se dice, con insistencia, que los progresos de la industria cultural y de los media están convirtiendo la civilización mundial en una "aldea global". Son las conocidas tesis de Mc Luhan. Y ello se ve por parte de ciertas minorías localistas como un argumento para justificar muchas veces sus mezquinas políticas de campanario, ya que, si la civilización y el refinamiento técnico nos llevan de nuevo a la aldea, pues ¡viva la aldea!. Por otra parte, y desde el bando contrario, se contempla este fenómeno con un pesimismo exa-gerado. Se cree que a la Civilización sucederá una vuelta a los modos y costumbres de las Culturas precivilizadas (agrafismo,

39 E. Sánchez-Calvo, Los nombres de los dioses, Enrique de la Riva, Madrid, 1884.

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pérdida del sentido histórico, etc.). Y en el fondo se cree también que los media podrían seguir funcionando una vez que hubiese peri-clitado todo interés por los contenidos civilizatorios. Pero, aún sin compartir el pesimismo exagerado que supone la desaparición del punto de vista civilizador en la "aldea global", podemos presuponer que aquí lo que menos cambia es la mirada civilizadora misma, aunque si cambia el lugar desde donde se mira. Para decirlo rápida-mente: cambia el tipo de mensaje, antes universalista, ahora particu-larista; pero no cambia el medio de representación que es un producto sofisticado de la civilización técnico-científica (televisión, radio, cine, discos, etc.). Y el medio también es mensaje. Pero es preciso señalar acto seguido que es muy dudoso que pueda subsistir la industria cultural, que tiene como condición de posibilidad su dimensión planetaria, si se apaga el interés por mantener una referencia universal. Las críticas al imperialismo americano son muchas veces sencillamente críticas a la existencia de ese mecanismo universalizador que conlleva la Civilización Occidental. Así lo señaló, un discípulo de Ortega, Julián Marías, hace años: "Muchas veces he expresado mi convicción de que muchas cosas que se consideran <<americanas>>, que se inter-pretan como signos de <<americanización>>, son simplemente lo actual, el siglo XX, que en los Estados Unidos se realiza un poco antes, con mayor intensidad y brillantez, como ocurría en Francia durante el siglo XVIII, cuando se interpretaba con ojos miopes <<galicismo>> o <<afrancesamiento>> todo lo que no era arcai-co "40 . Los actuales EEUU representan, para decirlo en términos del XVIII, el liberalismo democrático de masas que ha resultado vencedor contra el absolutismo soviético (democracia directa) o fascista (democracia orgánica), de una forma similar a como la Monarquía constitucional inglesa, John Locke por medio, se impuso a la Monarquía absoluta española y al absolutismo francés, resucitado por Napoleón tras la batalla de Trafalgar, que decide la posterior hegemonía de la marina inglesa. La España moderna, que en los dos últimos siglos, trata de reponerse de su caída de la cabeza de las naciones más avanzadas, cuya conexión con los Estados del Sur de USA, donde se esta haciendo la tecnología de la Tercera Ola, es privilegiada, no solo por razones históricas, sino 40 Julián Marías, Análisis de los Estados Unidos, Ed. Guadarrama, Madrid, 1968, pgs. 217-218.

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por la influencia actual de los hispanos, está llamada a representar un papel modélico por haber conseguido crear y desarrollar con estabilidad y éxito el primer modelo realmente existente de demo-cracia liberal que trata de separar los poderes nacionales y locales, para obtener una unidad nacional más fuerte, aunque hay ahora una amenaza de separatismo en algunas regiones. Una democracia que no está basada en un poder rígidamente centralizado, sino descen-tralizado y limitado por el creciente peso de las Comunidades Autónomas, que actuando como contrapeso y límite al poder central, pueden garantizar un equilibrio de poder que ponga freno a la corrupción y posibilite el imperio de la libertad, como sostenía clásicamente Montesquieu. España puede ofrecer también la filo-sofía explícita de esta transformación, como hemos señalado más arriba, en la figura de un filósofo, Ortega y Gasset, ya conocido en el panorama internacional, pero injustamente postergado. Y debe ofrecerla, porque USA, filosóficamente hablando, es un país más cultivado que cultivante. Pues lo interesante de Norte-américa no es precisamente la filosofía o en general la "cultura americana", de la que habla, p. ej., Marvin Harris como si ello fuese un producto original. Basta rastrear un poco en el pasado histórico para derivar los principios de esa presunta "cultura norteamericana" de la cultura vienesa finisecular o de la cultura de la República de Weimar, con acento de far west como decía Alan Bloom. Lo intere-sante de Norteamérica no son esos contenidos culturales sino el hecho de haberse convertido en un medio en el que encontraron un desarrollo y una implantación impresionantes, muy superior al de los países en que se originaron esas formas de vida. La cultura americana es legítima no tanto por méritos de invención, cuanto por méritos de administración de algo que la vieja Europa rechazó, o no pudo desarrollar, por una causa o por otra. Más que cultivante o creadora la cultura norteamericana, sobre todo la de sus grandes ciudades, Nueva York, San Francisco etc., es cultivada, pues la Norteamérica profunda del medio oeste es, como señala el tópico, poco amiga de los denominados intelectuales. Así como existen "genios creativos" existen "genios de la admi-nistración", genios que no necesitan la aureola de palabras como "creación", "originalidad", etc. El gerente o manager, - al que Ortega justamente dedicó una reflexión profunda en el tomo IX de sus Obras Completas -, ha sido encarnado en los últimos años mejor que por nadie por los norteamericanos. Con el auge de la social-

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democracia en Europa y la domesticación del liberalismo econó-mico en los E.E.U.U., tras la crisis de 1929, estos se han ido convirtiendo cada vez más en los grandes administradores, sobre todo, y para lo que aquí nos interesa, de la industria cultural con sus modas surgidas en cualquier parte del planeta pero que para extenderse a todo el mundo deben pasar por Nueva York, como en el siglo XIX pasaban por París. A diferencia de la cultura parisina que, a pesar de abrirse a una recepción cosmopolita, siempre man-tuvo una reserva de nacionalismo y vieja grandeur chauvinista, una especie de cosmopolitismo-nacionalista, la cultura norteamericana, por no tener una historia tan grandiosa que venerar, es más porosa y receptiva a todo lo exterior. Justamente porque no tiene interior. No hay un "alma nacional" yanqui en el mismo sentido en que la hay en los viejos pueblos europeos inventores del nacionalismo moderno: franceses, ingleses y alemanes. En USA el alma nacional es la Constitución. En la propia Europa los italianos o españoles no tuvieron ni tienen ya ese sentido chauvinista tan arraigado. En España el culto a la enseña nacional está muy limitado por el peso de las identidades regionalistas, como se puede observar en las manifestaciones deportivas en las que surge un ídolo o nuevo líder en una modalidad deportiva internacional, como en el caso del campeón del mundial de automovilismo Fernando Alonso, con las banderas de la Comunidad asturiana proliferando más que la propia enseña nacional. El "nacionalismo" español cuando ha sido positivo es cuando se ha volcado en empresas exteriores, cuando ha sido, al revés que el nacionalismo cosmopolita anglo-francés, un provincianismo uni-versal, con perjuicio de la propia España, como ocurrió con el Descubrimiento y Conquista de América. Finalizada la empresa exterior el nacionalismo pierde sentido. Sólo lo relanzará otra em-presa, la de la industrialización, primero la de la propia España hoy ya bien avanzada y posteriormente la de la Comunidad Ibero-americana, iniciada en las recientes décadas de la joven democracia autonómica por los grandes grupos bancarios e industriales que se están formando. El centralismo rígido, que recientemente representó la dictadura franquista, fue una vía hacia la industrialización forzada por las cir-cunstancias del fracaso previo de las fuerzas básicas que debían industrializar y modernizar el país. Unas fuerzas industriales débiles pues, a diferencia de lo que ocurrió en Francia o Inglaterra,

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hubieron de salir no de la burguesía sino de entre los mejores del pueblo, como fueron los llamados “indianos”, gracias a los cuales, tras la perdida de Cuba y Filipinas, con la repatriación de sus capitales, fue posible la creación de los grandes bancos, como el Hispano-Americano, que fueron elementos fundamentales en la creación de esa acumulación primitiva sin la cual no puede iniciarse la modernización industrial. Eran débiles sin embargo porque los poderes tradicionales del antiguo régimen y la mentalidad que creaban en el pueblo era la de verlos como “parvenus” o nuevos ricos. Sin los Indianos no hubiese avanzado decisivamente la indus-trialización, dada la debilidad de la burguesía catalana o vasca. Por eso en España, a diferencia de los ingleses no tenemos nada que agradecer en dicho sentido a la nobleza liberal, ni a diferencia de los franceses, al centralismo estatal iniciado por el Rey Sol y conti-nuado por la burguesía revolucionaria. Si acaso tenemos que agradecer indirectamente a la monarquía medieval que acabó descu-briendo y conquistando América, sin la cual no hubiese habido Indianos, a pesar de que dicha conquista tan inmensa se le llegara a atragantar a una potencia de naturaleza claramente pre-industrial como era entonces el llamado Imperio español. Los Indianos, esos hijos excelentes de las clases populares, que tuvieron que emigrar por ser abandonados por la entonces “madrastra” España, procedían principalmente de regiones norteñas, a las que llegaron a idealizar como madres de adopción: Asturias, Galicia, Cataluña, Cantabria, País Vasco. De ahí viene ese sentimiento fuertemente regional que hace que las banderas de dichas regiones sean vene-radas con una emoción mayor que la enseña nacional. Pues es cier-to que la Asturias y la Castilla medieval hicieron a España, pero la Castilla-Madrid del centralismo borbónico casi llega a deshacerla al cometer dos descomunales errores que llevan los nombres de Feli-pe V (afrancesamiento de España) y de Canovas del Castillo (anglo-sajonamiento de la monarquía). Dichos errores no empezaron a rectificarse hasta que comenzó a prender en España la semilla crítica de la necesidad perentoria de abandonar aquello de “la funesta manía de pensar” y comenzar a tratar de incorporarse a la vanguardia del pensamiento y la filosofía europeas. Los krausistas, con más voluntad que acierto, iniciaron dicho movimiento en el siglo XIX, seguidos de una serie de brillantes nombres como Clarín, Unamuno, Ortega y Gasset, entre otros.

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Con éste último culmina dicha tendencia de rechazo de lo anglo-francés y comienzo de la imitación de la entonces pujante cultura germana. Una tendencia que, a diferencia de las anteriores francó-foba y anglófila, logró pasar de la inicial imitación a la creación propia. Así a Ortega y Gasset, creo que no se le puede discutir la creación de la Idea filosófica del Estado Autonómico que hoy rige nuestros destinos. Deberían ciertos liberales que se han detenido en Jovellanos, en la Pepa o en Canovas, tratar de acercarse a la reno-vación y corrección profunda del pensamiento liberal español que Clarín y Ortega llevaron a cabo en temas hoy de tanta vigencia como los que se plasman en la actual Constitución. Hay, ciertamente, muchas semejanzas entre el Estado Autonó-mico y el Estado Federal germánico, como continuamente se pone de relieve por los comentaristas políticos, que señalan también la mayor descentralización de España en comparación con Alemania. Pero precisamente eso es así porque son dos tipos de Estado de naturaleza diferente, como lo son dos productos generadores de royalties que llevan la etiqueta made in Spain o made in Germany. De ahí que sólo el conocimiento de las bases ideológicas de donde sale el “autonomismo” como diferente del “federalismo” sea hoy tan urgente para evitar los peligros que nos acechan. Hoy la secesión de algunas regiones es el gran peligro. Por ello se hace necesario defender la actual Constitución Autonómica que mantiene una unidad de España, no rígidamente como hacían tanto la Restaura-ción canovista decimonónica como el franquismo, sino de una forma flexible y funcional, la única forma en que dicha unidad, basada dialécticamente en una nueva separación de poderes (que algunos no llamarían ya moderna, como la de Locke o Montes-quieu, sino post-moderna) entre lo nacional y lo regional-local permita una unidad política fuerte y viva, y no una mera fachada rígida de cartón piedra que, ante los futuros embates de un mundo que se está haciendo más y más problemático tras el 11M, se venga a bajo, como se empezó a cuartear la Restauración decimonónica con la crisis del 98, trayendo tras de sí dictaduras y guerra civil. Los E.E.U.U. son, como lo fue España durante siglos, un país de mezclas, de frontera (La Conquista del Oeste), un país de melting polt, de convivencia, no siempre pacífica, de razas y culturas muy diferentes por ocupar las franjas periféricas de la cultura europea. En ese sentido el cosmopolitismo americano es, como el español en el Renacimiento, auténticamente un provincianismo universal,

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porque no hay en él ni sombra de chauvinismo. En USA el alma nacional es la Constitución. Nosotros tuvimos un Padre Las Casas y los Norteamericános un Chomsky, con perdón, porque la comparación es ciertamente injusta en otros aspectos. Sartre decía, en algunos de los artículos que escribió durante su visita, como periodista, a los E.E.U.U. después de la Liberación de París, que allí no había burguesía, pues las ciudades americanas, a diferencia de las francesas, le parecían poblachones. Aspecto curiosamente comprar-tido con las ciudades españolas, islas cultivadas en medio de un mar rural, donde tras la piel del magnate se esconde el pelo de la dehesa, del cowboy. Que no hay burguesía quiere decir para un francés o un inglés que no hay centros donde triunfe la Razón con sus elites intelectuales, donde brillen y se cultiven los valores y preocu-paciones universales por encima de lo local, el arte, la cultura, la historia. En E.E.U.U. hay ciertamente una razón local, particular, provinciana, rural, que no se realiza simultáneamente por acuerdo o "contrato social", sino sucesivamente, como resultado del dominio de los diversos particularismos (España) o lobbies (E.E.U.U.), que suelen tener su "momento", pero sin que dispongan de mucho tiempo. Sólo en países de gran movilidad social, de mezclas, es posible esto. Las elites, o las minorías dominantes, son siempre provisionales, y además populistas, aplebeyadas, con lo que se conjuga un sentido muy popular de la democracia con un reparto continuo del poder, como fuente principal de promoción social rápida y espectacular, la del self made man . En este sentido Ortega infravaloró las capacidades de este tipo de sociedad americana de masas. Su principal error fue creerla incapaz para continuar el desarrollo científico41. No percibió Ortega que la ciencia cada vez se transformaba más en lo que ahora se llama big science, haciéndose inseparable de la tecnología. Y la facilidad para lo técnico si la había reconocido - ya lo señalamos más arriba - como rasgo característico de Norteamérica. Es cierto que Ortega podría referirse a que la aparición de grandes cientí-ficos, como la de grandes artistas, es algo que no se improvisa y requiere unas cualidades que solo se dieron en la vieja Europa. En tal sentido la ciencia norteamericana recurre a la importación de cerebros europeos como la famosa Liga de fútbol española recurre a las estrellas foráneas. Lo interesante del fútbol español es la

41 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, edic. cit., p. 198.

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potencia de su afición que permite mantener una alta financiación de tal deporte. Lo interesante de Norteamérica es la afición a la ciencia, propia del mundo anglosajón, que hace que la principal “Liga científica” se juegue hoy allí, aunque muchas de las estrellas sean importadas. En Ortega pesaba demasiado el prejuicio euro-centrista, en el sentido de considerar como países esencialmente Européos, sólo a los que ocupan su centro: Francia y Alemania. Los demás eran países periféricos que no tenían un papel esencial en la constitución europea, sino un papel de árbitro, como el caso de Inglaterra, o de centinela como España, etc. Sin embargo, a nuestro juicio, el centro o núcleo generador y fundamentador de Europa no es ninguna nacionalidad positiva, ningún Estado histórico determinado. Es el resultado de añadir, como el mismo Ortega reconoce, un "plus" de barbarie germana, a la civilización romana. Esa mezcla se desarrolla a través de diversos Estados políticos positivos; la Europa medieval, la Europa moderna y colonizadora, y por último la Europa post-moderna que al realizarse en un país-continente como USA, prácticamente se des-ruye como centro o núcleo geográfico bien definido. Con ello cae el euro-centrismo desvelándose como un auténtico prejuicio, como un obstáculo y está naciendo ya, sobre todo tras la caída del Muro de Berlín, el americano-centrismo. Y no porque haya desaparecido la Idea de Europa, sino porque su esencia se ha extendido hasta territorios inmensos y poderosos.

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AGRAFISMO E IMPIEDAD Volviendo hacia el desprecio del hombre-minoría por los verdaderos orígenes de esas culturas, que tanto se insiste en querer salvar, tal desinterés se ha extendido a los propios media. Así se refleja en el paso del carácter general de ilustración que tenia la prensa durante el siglo XIX, al tono de prensa de propaganda y sensacionalismo del siglo XX. En él se manifiesta la despreocu-pación creciente de los profesionales de estos medios con respecto a la cultura rigurosa. Lo que se plasma en el tratamiento frívolo de los temas, en la conversión del presentador de elemento auxiliar o mediático en creador de opinión profesional. La transformación de tantas tertulias anodinas en ceremonias de publicidad de artistas o políticos, que no brillan en especial por sus dotes de conversadores o de pensadores; la distribución de la cultura minimalista, la cultura al minuto en televisión, donde el tiempo manda, acuciado por la publicidad. Todo ello se reparte en un plan de falsa igualdad, haciendo tabla rasa del hecho de que ciertos temas requieren su tratamiento diferenciado. Así se llega al caso de que los industriales de la cultura son los que menos respetan a la propia cultura. La utilizan crematísticamente como entretenimiento, moda, o "seña de identidad". O al servicio de los grandes grupos industriales. El hombre-minoría tiende a pensar que la cultura en que ha nacido es tan delicada como la Naturaleza para un ecologista. Por ello debe ser mimada y protegida, sobre todo de aquello que huela a civilización y que él convierte en sinónimo de agresión conta-minante y letal. La cultura propia es vida, aunque sea vida enferma, mientras que la civilización igualitaria y niveladora es la muerte. Que sea vida enferma, necesitada de mimos y cuidados es, precisa-mente, un aliciente para este hombre-minoría que hace de la

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"socialidad" para hablar en términos de Maffesoli42 , de la frater-nidad solidaria y diferencial de los pequeños grupos, frente al iguali-tarismo indiscriminado y abstracto, un principio irrenunciable. Hay aquí, en la defensa de lo personal, algo ético, sin duda. Pero tampoco se debe olvidar que el culto a la personalidad carismática, en que se fundamenta dicha fraternidad, encubre una profunda impiedad, propia de quien, transfiere atributos divinos a lo que es humano. Pues con ello se produce un envenenamiento de la verda-dera fraternidad. Nietzsche situaba la "moral del resentimiento" en la base de la actitud cristiana, considerando al cristianismo como un movimiento igualitarista de masas. Max Scheler, en su conocida obra El resen-timiento en la moral 43 , criticó duramente esta posición considerando que tal diagnóstico no afectaba al catolicismo, aunque si al protes-tantismo. Resulta por ello curioso observar cómo en la época mo-derna, la Iglesia católica con sus misioneros, al menos la parte representada por Las Casas, misioneros españoles principalmente, está en el origen de ese interés por las culturas minoritarias, prote-giéndolas y tratando de salvarlas. Es curioso también observar cómo hay una conexión constante y más reciente de la Iglesia con los llamados movimientos nacionalistas minoritarios, como el caso irlandés, el vasco, el catalán, el corso,el bretón, las repúblicas bálticas, etc. Y esa actitud que en el albor de la modernidad era todavía minoritaria en la Iglesia parece que empieza a convertirse en asumible por la jerarquía en este siglo, sobre todo tras la llegada del Papa-móvil Woytila. Durante el papado de Juan Pablo II, la I-glesia se pone de parte de los movi-mientos pacifistas y minoritarios en la Guerra del Golfo, llegando a enfrentarse con las decisiones mayoritarias asumidas por la ONU: "... la Iglesia Católica está llamada a ejercer un liderazgo mucho más efectivo que las iglesias protestantes, y no sólo, en este caso, por la superioridad de su estructura organizativa mundializada que la permite compartir liderazgo con las más poderosas instancias polí-ticas (incluso, a veces, ejercerlo sobre ellas), sino porque el retroceso de la permisividad individual, y el reforzamiento de las instancias colectivas, tiende a favorecer las concepciones religiosas de raíz

42 Michel Maffesoli, E1 tiempo de las tribus, Madrid, 1991. 43 Max Scheler, El resentimiento en la moral, Rev. de Occidente, Madrid, 1927.

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comunitaria como la católica"44 . El intento de resurgimiento de la Iglesia, como un "poder espiritual" capaz de enfrentarse a los "poderes terrenales", recuerda los tiempos medievales, en los que la cultura dominante era una cultura ágrafa. Los púlpitos, como se dice, eran los media de enton-ces. La invención de la imprenta y la difusión masiva de la cultura a través de los libros ha sido más determinante quizás en el Cisma protestante que el problema de las Indulgencias. Pues la Iglesia entra en crisis, entre otras cosas, al no poder controlar la "Galaxia de Gutemberg". La imprenta permitió que se abriese camino el racionalismo científico hasta llegar a arrebatar el poder espiritual (enseñanza, cultura) que había detentado celosamente la Iglesia medieval. Con la edición de la Enciclopedia en la Ilustración se produce un punto de no retorno en el que se estrella la Contra-reforma del Barroco, y la cultura se pone bajo el manto protector del Estado laico surgido en la Revolución francesa. Los principios de la Cultura llegaron incluso a buscar su absolutización en el Idealismo alemán, cuando Hegel considera que es el Espíritu Abso-luto el que gobierna el Mundo encarnándose sucesivamente en diversas figuras fenomenológicas. En el contexto histórico-cultural de Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XIX, "la fuerte dominación intelectual del clero fue decreciendo desde que se creó, a principios de los años treinta, la British Association for the Advan-cement of Science. El progresivo establecimiento de élites profesio-nales dentro del movimiento científico originó la marginación de la clerecía de la actividad científica, al tiempo que la ciencia aparecía en el último tercio del siglo XIX poseyendo una función de prospe-ridad, de potencia económica y militar e incluso - en el caso de Huxley y Galton - de utilidad moral. El encontronazo - fuera, o no, exactamente como se cuenta - entre Huxley y el obispo Wilber-force, en 1860, durante el congreso de la British Association en Oxford constituye todo un símbolo de las relaciones cien-cia/religión en el siglo XIX; era el vapuleo de Wilberforce, repre-sentante de la Iglesia, un hombre de Dios, por Huxley, abogado de la nueva ciencia, el darvinismo: en un ambiente socialmente selecto, con damas incluidas, el obispo, buscando el flanco del pundonor familiar, preguntó a Huxley si como convencido evolucionista 44 Pedro de Silva, Miseria de la novedad (El demiurgo en crisis), p. 125.

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prefería considerarse descendiente de un mono por parte de padre o por parte de madre. La réplica de Huxley fue que prefería tener por antepasado a un mono que a un obispo que utilizaba su privilegiada posición social para pronunciarse sobre materias de las que no sabía nada en absoluto. Esta anécdota ha sido frecuente-mente aducida como símbolo, no sólo del conflicto entre darvinis-mo y Biblia, sino también de la victoria de la ciencia sobre la religión"45 . Pero en el siglo XX otro desarrollo científico-técnico, esta vez el genéricamente llamado de la reproducibilidad técnica de la imagen y el sonido (fotografía, cine, radio, televisión), dará lugar a una relativización del Espíritu Absoluto que pretendió encarnarse filo-sóficamente en la Enciclopedia de Hegel. El libro quedó desplazado como principal medio de transmisión de cultura en la sociedad y se produjo un curioso resurgir de medios de transmisión comple-tamente pasados. Con ellos rebrotan además las comunicaciones basadas en la oralidad y en la gestualidad. Rebrotan, pues, las anti-guas culturas ágrafas. La Iglesia católica, a punto de sucumbir en sus propios feudos de origen, Italia, España, Francia, etc., donde sociológicamente pierde poco a poco la mayoría, encuentra un inesperado balón de oxigeno, tratando de apuntarse al fomento de la cultura "mediática" con el Papa Woytila. La Iglesia no es, sin embargo, como se suele creer, una organización de masas del tipo de un partido político en el que se postulan principios de igualdad para organizar la sociedad. Es una organización en que se contemplan, ciertamente, a las grandes masas de gente, pero organizadas no igualitariamente, sino según una "fraternidad" que supone diferencias. En tal sentido la Iglesia quiso ser históricamente, como organización, una alternativa al Imperio romano. Y ese carácter de "movimiento alternativo" es el que la aproxima a la "rebelión de las minorías" que, según crece y se coordina, pretende confluir en movimientos alternativos ahora al “Imperio americano”. El problema está en que hay un gran equivoco en todo esto. Pues no se puede suponer que la nueva galaxia "mediática" susti-tuya, invalide o fagocite a la Galaxia de Gutemberg en el universo cultural. De la misma manera que las leyes de la Relatividad

45 Julian Velarde, El agnosticismo, Trotta, Madrid 1996, p. 22.

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einsteniana no invalidan, aunque si relativizan, las leyes de la Me-cánica clásica, se podría decir que la nueva cultura electrónica, predominantemente ágrafa, no invalída ni puede deshacerse de la cultura clásica libresca. Si se llegase a prescindir de esa cultura clásica, entonces se volvería de verdad al agrafismo, pero no ya al electrónico, sino al de los pueblos salvajes. De hecho, lo que ocurre es que tal cultura clásica está pasando por un serio peligro, pues los "sacerdotes" de las nuevas minorías tratan de sustituirla con otras culturas "clásicas" procedentes de mundos extraños o marginales al área de difusión helénica. La cultura clásica occidental es sustituida por otros "clásicos librescos" que van desde la Tora hasta el Coran o los textos védicos. El sio-nismo y el fanatismo islámico son ejemplos típicos de movimientos de hombres-minoría, organizados por castas de sesudos rabinos o ayatolás, castas impermeables a la democracia, en las que se sigue mirando hacia la Tierra Prometida o el Paraíso, pero como repe-tición del pasado. Son movimientos anti-futuristas, pues en ellos se vuelve con nostalgia la mirada hacia atrás. Hacia un pasado grandioso que, con buenas dosis de voluntarismo, se desea resuci-tar. Son movimientos de Restauración. De una restauración simu-lada, ficticia, como todo lo imposible. En realidad se está sembran-do la rebelión y la inestabilidad en el "magma árabe" que perma-necía dormido desde hace 500 años. El Estado judío empieza con un planteamiento conservador, de regreso a casa, y acaba introduciendo en su seno nuevas y revolu-cionarias formas de organización técnica de la producción (Kibutzs, etc.), que a su vez dan lugar, por contrapartida, al revolucionarismo palestino. Tanto la instauración del Estado de Israel como la de un posible Estado palestino, son pseudo-restauraciones históricas. No traen en realidad el pasado, el cual mal puede volver cuando ya no existe. De hecho acaban cayendo en los tópicos de las utopías futuristas, pero al revés. Son futurismos enmascarados de pátina histórica. Y, después de que la experiencia futurista del comunismo soviético ha mostrado sus tremendas limitaciones y tantos antiguos comunistas vuelven la mirada hacia la social-democracia o el liberalismo triunfante en las últimas décadas en Occidente, parece absurdo empeñarse en seguir manteniendo ese futurismo utópico enmascarado, cínicamente, de piedad por el pasado. Por un pasado que, por mucho que se rememore, no comparecerá. Pues la hora de la Historia moderna parece estar acercándose inexorablemente a un

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punto crítico, a un momento en que se impone con singular fuerza la idea de que sólo el presente existe, pues el pasado ya no interesa y el futuro aún no existe. La condición para que se conserve y extienda el Estado de bienestar, duramente conseguido - allí donde se ha conseguido -, reside en que no se sucumba al canto de sirenas de un pasado imaginario, como en las últimas décadas se resistió al canto de un futurismo no menos imaginario. Hoy está en auge el hombre-minoría. Pero lo que debe ponerse de manifiesto aquí, - en confrontaciones tan actuales como la de judíos/palestinos, que al fin y al cabo no son más que un reflejo fractal y explosivo de una situación que se reproduce en muchos otros niveles -, no es más que la percepción de que es tan hombre-minoría el palestino como el judío, a pesar de su aparente e innegable oposición. Desde el punto de vista profano de un Sistema civilizador que lleva en su seno, para bien o para mal, el episodio de la Ilustración, con su crítica de la religión, palestinos y judíos configuran una misma rebelión contra el Sistema mundial uniformador, la rebelión terca del hombre-minoría que se resiste, con tenacidad y coraje, a la mezcla y dispersión entre los otros grandes pueblos, absorbidos por la marea histórica que marca el nivel de la Civilización. La época actual representa en la historia moderna, por ello, el primer momento en que las minorías, sino egregias, si secularmente marginadas, parecen empezar a gobernar el mundo de la opinión pública, como se puede constatar cotidianamente en un mínimo análisis de los contenidos "mediáticos", que, con la proliferación de múltiples canales, tienden a ser cada vez más localistas, provin-cianos y dirigidos a audiencias relativamente minoritarias. Los media, si continúa dicha tendencia, acabarán rebautizándose como mínimal-media. El perfil psicológico que presenta el minoritario radical típico podría resumirse en lo siguiente: (l) es un individuo poseedor de un sentimiento trágico de la Historia, la cual se le aparece como la Historia benjaminiana de los derrotados, de los mismos perdedores de siempre, las minorías marginadas, masacradas, explotadas, exterminadas. etc. (2) Dicho sentimiento fomenta en tales individuos una actitud de-rrotista que les lleva a encontrar cierto regusto en la estetización del perdedor, en el beau geste, en el anti-héroe, en la exaltación del

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derrotado, como se hace clásicamente desde la Farsalia de Lucano. Este sentimiento le conduce a transformar toda derrota real en una victoria moral y a reclamar por tanto el poder moral con exclusivi-dad, en una reducción en el límite de los valores morales a aquellos que enmascaran una profunda insensibilidad, y que preparan el terreno para la insensibilidad del terrorista. (3) Esta actitud de derrotado le impide, por supuesto, el recurso manifiesto a la violencia represiva, que él mismo reputa como atributo exclusivo de los vencedores. Pero no le impide ejercer una violencia más sutil, una violencia anónima o enmascarada que se ejecuta a través de la "acción por pasiva" y que puede consistir simplemente en la provocación masoquista de la violencia ajena, que se busca para despertar dolorosos sentimientos de culpabilidad en el agresor, después de haberlo empujado hacia el progrom. Los acontecimientos posteriores al vil asesinato del concejal del Partido Popular en el Ayuntamiento de vasco de Ermua, Miguel Angel, estuvieron a un paso de provocar un asalto de las masas populares enfurecidas a los locales aberchales del barrio viejo de San Sebas-tián, reviviendo tradiciones muy hispanas de agotamiento de la paciencia y de la amplia tolerancia ante minorías que se vuelven extorsionadoras, mafiosas y criminales en este caso, o usureras como antaño en el caso de la minoría judía. Como escribe Eugenio Trías, "el papel de verdugo y víctima no tiene correspondencia necesaria en la escala de las jerarquías de poder, de manera que la víctima es muchas veces quien, sin dominar, ejerce y expresa el poder, incluso silenciosamente o a través del más absoluto mu-tismo"

46 . Dicha actitud de refugio en el victimismo sucede a otra anterior en la que se había perdido el norte de una violencia que en principio se consideraba legitima, como el prestamista considera legitimo cobrarse el préstamo ante un acreedor que, pudiendo cumplir, no devuelve lo prestado; pero llega un momento en que la avaricia le ciega para ver lo excesivo de sus pretensiones en determinados casos en los que el acreedor ya no puede, sin riesgo de su propia existencia, acceder a las pretensiones desmesuradas del prestamista, el cual inicia entonces una carrera de acciones judiciales que lo sitúan en una situación de terrible señor, en una 46 Eugenio Trías, Tratado de la Pasión, Mondadori, Madrid, 1988, p. 31.

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especie de ranking en el que se demuestra su poderío económico, disponiendo, sin temblarle el pulso, de vidas y haciendas ajenas, las cuales, en el fondo, considera como suyas. Es la justificación de la violencia anónima, en cuanto clandestina y enmascarada de los pistoleros justicieros - pues el usurero enmascara también sus pretensiones desmedidas de acto legal actuando a través del aparato de desahucio y embargo -, del terrorismo más vulgar con la que los diferentes grupos pugnan, como decía un personaje de Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo, por colocar sus siglas en las primeras planas de los periódicos o los primeros minutos de los telediarios. En dicha violencia se manifiesta un aspecto bizarro y monstruoso de ranking deportivo. Este tipo de individuo, por otra parte, es un rebelde que a fuerza de querer asumir todas las causas de los derrotados, - causas de signos tan diversos que se neutralizan a veces -, se convierte de hecho, y en el límite, en un "rebelde sin causa". Este personaje que pulula enseguida allí donde alguien sufre un agravio, sin importarle lo más mínimo si ese agravio es justificado o no, es una especie de descreído que se presenta como heredero de todas las rebeliones minoritarias, en tanto que meras rebeliones. Asume cualquier causa perdida, pero no ya como el que la sufre o la trabaja, sino más bien como el que la hereda. Es el heredero de todos los derrotados, de todos los desheredados, el deshacedor de todos los entuertos, que sólo puede aparecer al final de la Historia. Y su impostura reside precisamente, no en ser él mismo un agraviado, - que no lo es, pues tal individuo suele ser un privilegiado occidental -, sino en ser un mero presunto heredero, es decir, alguien que hace suyas una serie de derrotas y de ofensas ajenas que nunca sufrió. Es curioso observar en la Hispanoamérica actual, como ciertas minorías, muy radicales y que suelen ser descendientes de españoles, se identifican y hasta hacen suyas las derrotas sufridas por los indios aborígenes. Renuncian a la positiva herencia imperial o colonial por otra herencia puramente negativa y masoquista, la de los derrotados y exterminados, pero suplantándolos. Todo por los marginados, pero sin los marginados. En el fondo la cuestión sigue siendo heredar algo, ser hijo-de-algo, en la más rancia tradición del quijotesco hidalgo español. De ahí que su vida propenda al sueño, a la utopía o a la ficción. El final no puede ser otro que la fatuidad y la vanagloria, mascarones de proa que acaban ocultando un cora-zón endurecido por el cinismo y la impiedad del que no cree en na-

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die más que en la justicia de su brazo, del que sólo se libera, en el mejor de los casos, tras sufrir una única, aunque verdadera, derrota que le haga tomar pie y reconciliarse con la realidad. Detrás de Don Quijote puede surgir entonces, como sostenía Unamuno, Alonso el Bueno, el terrorista arrepentido. No se rasgue nadie las vestiduras, pues Don Quijote considerado en si mismo es el prototipo literario del rebelde restaurador de un mundo que nunca existió salvo en los libros de caballerías, del fanático del cual hablamos aquí, ejemplo literario sumo de ese individualismo atroz y ese gusto megalómano por diferenciarse que Cervantes captó en la España que conoció. El español, cuando no alcanza cierta serenidad senequista clásica, suele ser un fanático individualista. Por eso Don Quijote gustó tanto a los románticos. Como escribió Ortega: “Cervantes compuso en su Quijote la crítica del esfuerzo puro. Don Quijote es, como Don Juan, un héroe poco inteligente; posee ideas sencillas, tranquilas, retóricas, que casi no son ideas, que más bien son párrafos. Sólo había en su espíritu algún que otro montón de pensamientos rodados como los cantos marinos. Pero Don Quijote fue un esfor-zado: del humorístico aluvión en que se convierte su vida sacamos su energía limpia de toda burla. <<Podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible.>> Fue un hombre de corazón: ésta era su única realidad, y en torno a ella suscitó un mundo de fantasmas inhábiles”47 No obstante y a pesar de este antecedente literario, la supera-bundancia de "causas", muchas veces contradictorias entre si, y que deben ser asumidas por todo auténtico rebelde minoritario, es realmente un fenómeno nuevo que, como tal, sólo aparece en el siglo XX. En el XIX ya empezó a manifestarse un avance de las rebeliones minoritarias con los fenómenos del anarquismo utópico, sobre todo en su versión cantonalista. Pero en el siglo XX, la proli-feración y el aumento del poder de las minorías (micro-naciona-lismos), deja pequeñas a aquellas primeras que fueron aplastadas ya en el siglo XIX por los movimientos de masas de la revolución burguesa y liberal que abanderaba el espíritu ilustrado y unifor-mador. En este sentido muchas de las "revoluciones" del XX, posteriores a la Revolución rusa, como la china, la cubana, la vietnamita, etc., deberían ser reinterpretadas, tal como lo hizo

47 J. Ortega y Gasset, “Temas del Escorial”, Notas de andar y ver, Rev. de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 61.

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Ortega, como golpes de Estado, al menos en su fase jacobina. Son formas de rebelión minoritarias aunque, como reacción al fascismo, se recubran de una falsa conciencia de "rebelión de masas", igua-litaria, etc. Son formas mixtas, de transición entre la rebelión de las masas y la de las minorías. La Revolución China, en la que el Partido establece la Dictadura del Proletariado, encuadra masas obreras, pero muy minoritarias en relación con el campesinado. El Partido sustituye, dirige y es la representación ideológica indirecta de unas masas campesinas cuyos objetivos son fijados en una teoría marxista, no sólo que es extraña al campesinado, sino que incluso busca su subordinación como clase campesina a la dirección de una minoría, el proletariado industrial. Las "masas" en la Revolución china más parecen "carne de cañón", marionetas guiadas por la Nomenclatura o los nuevos mandarines, cuyos verdaderos enfren-tamientos decisivos tienen lugar en la Ciudad Prohibida ... para las masas. Es curioso observar cómo el propio lenguaje característico que generaron los comunistas usa términos propios de una lucha de sectas, más que de clases: "la banda de los cuatro", el "culto a la personalidad", "el Gran Timonel", etc. En Cuba la minoría es la minoría blanca orgullosamente nacionalista y antiamericana. Desde estas consideraciones habría que redefinir entonces al "rebelde sin causa", añadiendo la especificación filosófica de sin causa "material" o "formal". Pues allí donde el proletariado no era mayoritario, como China, ni siquiera tendenciálmente, no había entonces "materia" para una revolución socialista masiva. Aquí recordamos la opuesta apreciación de Marx y Engels frente a Lenin sobre las condiciones materiales para el triunfo de la Revolución en un país tan atrasado como la Rusia Zarista del XIX. Sin embargo se utilizaron las "formas", los lenguajes, técnicas de propaganda, ideologías, etc., ya disponibles de la Revolución francesa, - la cual no acaba en 1789, sino que continúa en 1848 y en la Comuna de París - encubriendo intereses de una minoría. Pero como no es posible la existencia de "formas separadas" y los revolucionarios no eran "ángeles puros", de hecho lo que ocurrió fue un conflicto con las doctrinas democráticas. Tal conflicto entre revolución burguesa y socialista habría que verlo como la oposición entre una forma de revolución, la burguesa, en la que se da una contradicción entre sus propuestas ideológicas, en el sentido de que cuanto más se alcanza la efectiva igualdad de los individuos (ascenso del nivel de vida de la población y bienestar, etc.) más lejana aparece la fraternidad y la solidaridad entre ellos y, por otra parte la revolución socialista o

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minoritaria en general en la que se antepone el objetivo de la solidaridad y de la fraternidad, que conlleva el reconocimiento de la diferencia (“a cada cual según sus capacidades”), al más lejano y utópico objetivo de la igualdad (“a cada cual según sus nece-sidades”). Y hay contradicción porque este último objetivo no es en absoluto utópico, como podría creerse. Se realizó precisamente en la llamada "sociedad consumista" o del bienestar, propia de los países capitalistas, en la que el "consumidor satisfecho" es la verdadera culminación de la "rebelión de las masas": “Realidad: el marxismo, quiere decirse, su programa político, se ha realizado ya, y forma parte de la estructura social y económica de los países desarrollados (...). La paradoja es que ese programa se cumplió en los países que no hicieron la revolución marxista (pero en los que Marx había predicho que concurrían las condiciones materiales para ella: Marx acertó al fin), mientras que la llamada revolución condujo en cambio a sociedades tiránicas (y, en consecuencia, antisocia-listas) en los países en que sí triunfó. Las cosas, estaba escrito, tie-nen una indeseable propensión a convertirse en su contrario"

48 . Contradicciones que nos hacen aparecer a las rebeliones de masas como rebeliones sin “causa formal”, pues desde tal punto de vista la revolución burguesa es impecable. Los socialistas lo único que le reprocharon siempre es precisamente que sólo se queda en las formas. Sin embargo, y paradójicamente, la democracia burgue-sa es la que ha conseguido unos grados mayores y efectivamente sostenidos de igualdad material en la satisfacción de las necesidades entre sus ciudadanos. Por otra parte las "rebeliones de las minorías" que priman la fraternidad hasta el límite, es decir hasta su materia-lización efectiva, plasmada en la tribalización creciente de la sociedad, conculcan continuamente y ponen en peligro esa igualdad real tan firmemente prometida. Pero lo que a nosotros nos interesa sobre todo en este ensayo es poner de relieve la contradicción flagrante de la rebelión minorita-ria. Pues lo grave del asunto es que este tipo de rebelión es el que, en esta segunda mitad de siglo, está adquiriendo más actualidad e importancia. Sobre todo por la impunidad de que gozan muchas veces sus adalides, debido a su mitificación por los medios de comunicación, los cuales, pónganse a favor o en contra, otorgan a sus acciones irracionales una publicidad y una resonancia que los 48 Pedro de Silva, op.cit., pp. 88-89.

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convierten en famosos protagonistas merecedores de un recono-cimiento social, aunque sea negativo, como ocurre con el terroris-mo. Reconocimiento de beligerancia ante el cual, cualquier anóni-mo juez no puede por menos que sentir su peso, a veces abruma-dor. Y el rebelde minoritario no hace más que alentar todo esto. Ortega consideraba que el "hombre masa", caracterizado como el "señorito satisfecho", jugaba a la tragedia49 . El "hombre-minoría" del que hablamos repite en cierto sentido la historia pero ahora jugando a la comedia, al surrealismo. Hay por tanto una afición común por la farsa, pero el minoritario radical, que en el fondo reivindica algo puramente formal (cambios de rótulos, lingüísticos, p. ej.), prefiere la fiesta, el simulacro, la saturnal, la “noche celta” y todo lo que representa un mundo de ensueño, porque cree falsamente, que su vida hasta el momento ha sido una tragedia, la tragedia de los desheredados. A pesar de que nunca en la Historia la vida ha sido menos dura y trágica para la mayoría de la población occidental desde el triunfo de la sociedad tecnológica. El mundo occidental, gracias a los electrodomésticos y otros adelantos téc-nicos, se ha convertido, en esta últimas décadas, en una sociedad entretenida y satisfecha, donde el mayor problema social sea quizás el hastío de tanta fiesta y diversión. Hoy en día, el entretenimiento, la industria del ocio, es una próspera y rentable actividad que, tantas veces, contribuye substan-cialmente a la economía de muchos países. Hasta la tragedia no puede más que revestirse de tintes cómicos cuando se presenta en sociedad. Así la proliferación de siglas de grupos terroristas en los últimos años puede ser tan surrealista y exótica como para que, p. ej., el Frente de Liberación de Armenia, o cualquier grupo chiíta, mate (por efectos indirectos claro) algunos madrileños en plena Gran Vía, que seguramente no saben dónde está Armenia ni que es lo que quieren los chiítas. El triunfo de la retórica por la retórica, del cinismo y de la impiedad más desvergonzada, sólo pueden "justificar" tales hechos. Todavía en la "rebelión de las masas" podía la retórica apelar a unos intereses mayoritarios y legítimos desde el punto de vista del progreso material. Pero cuando, justo detrás, las masas se evaporan

49 J. Ortega y Gasset, La rebeliòn de las masas, ed. cit. , p. 213.

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o no comparecen, el uso de la retórica es doblemente vacío y por ello resulta algo cómico, surrealista, aderezado con unas gotas de sangre y tragedia.

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LA BANALIDAD Podemos, a la altura de lo andado, reelaborar nuestras impre-siones de partida - ya que no tesis impecablemente demostradas, pues no se trata aquí de un tratado sino de un ensayo - , diciendo que la civilización occidental, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, ha concedido o está empezando a conceder el dominio cultural al hombre-minoría. Indirectamente este aspira al poder, con conciencia de ello desde finales del XIX. Minorías raciales, como los judíos, generaron entonces el llamado Sionismo, al tomar conciencia de la posibilidad de erigir un Estado étnico o cultural propio abandonando su dispersión milenaria. Justamente el catalizador para ello fue el ejemplo de los intelectuales: "Fue en París, en el año 1895, cuando Theodor Herzl concibió la idea de un Estado judío. <<Había asistido en calidad de corresponsal a la degradación publica de Alfred Dreyfus, había visto arrancar las charreteras a un hombre pálido que exclamaba: 'Soy inocente'. Y en aquel instante se había convencido, en lo mas hondo de su conciencia, de que Dreyfus era inocente y de que solo era acusado de esta abominable sospecha por el hecho de ser judío>>. A los ojos de Herzl, el caso demostraba la inutilidad absoluta de la expe-riencia asimilacionista. La Razón no era capaz de vencer el antise-mitismo, tara de las naciones retrogradas, atraso imborrable de las naciones más civilizadas. Los judíos sólo podrían llegar a estar tran-quilos en su propia casa, en una patria que les perteneciera" 50 . Los intelectuales eran, desde la Ilustración, las Elites que debían conducir al resto de la sociedad en la lucha por una sociedad más igualitaria y más justa. Eran los detentadores del nuevo “poder espi-

50 Alain Finkielkraut, El judío imaginario, Anagrama, Barcelona, 1982, p.157.

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ritual” que según Saint-Simon, por analogía con la sociedad medie-val, en la cual lo detentaban los teólogos, estaría integrado en la na-ciente sociedad industrial por los científicos, los artistas y los filó-sofos. En la época de la rebelión de las masas, el especialista cientí-fico ha acaparado para sí el prestigio de la intelectualidad. Ortega acuñó para él la definición de "bárbaro especialista". Otros han visto su figura positivamente. Así, p. ej., Michel Foucault: "Me parece que esta figura del intelectual "especifico" se ha desarrollado a partir de la Segunda Guerra Mundial. Es quizás el físico atómico - diciéndolo en una palabra, o más bien en un nombre: Oppen-heimer - quien ha servido de bisagra entre intelectual universal e intelectual especifico. Es porque tenia una relación directa y locali-zada con la institución y el saber científico por lo que el físico atómico intervenía; pero ya que la amenaza atómica concernía al género humano entero y al destino del mundo, su discurso podría también ser el discurso de lo universal"51 . En general la opinión actualmente vigente es que el intelectual-científico ha muerto. Pero la función que cumplía la ha heredado la segunda figura prevista por Saint-Simon, el artista popular que en-cabeza habitualmente las manifestaciones políticas (incluidos los conciertos por algún tipo de "causa") y es continuamente recla-mado por los media. En el interregno se ha podido producir la falsa impresión de que los especialistas pudiesen sustituir a los intelectuales. En realidad eran meros sucedáneos, pues tras la caída del Muro de Berlín, las estructuras ideológicas de propaganda reconstruidas durante la Guerra Fría, que se sustentaban en la contraposición ideológica capitalismo/comunismo, se vinieron aba-jo, faltas de sentido y entonces emergió la "voluntad de poder como arte" de la que hablaba Nietzsche: el artista filósofo post-moderno, que proclama el fin de las ideologías engañadoras y señala, tras dichas mascaras, por medio de las cuales las Ideas adquieren plasticidad, a la voluntad de poder, al deseo mismo como el verdadero motor de la historia. Con el se relativiza la verdad, base del poder del "intelectual", y se abre la puerta a un mundo de fábula en el que se pueden cumplir todos los deseos y en el que se mueve como pez en el agua el artista, ese ser que no ha perdido el contacto con lo primitivo, lo salvaje, fuente telúrica de inspiración.

51 "Verdad y Poder" en Sexo, Poder, Verdad. Conversaciones con Michel Foucault, Miguel Morey (ed.), Materiales, Barcelona, 1987, pgs. 229-230.

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En vez de los intelectuales ahora aparecen los juglares. Y entre estos los músicos dionisiacos son los primeros, pues ya para Schopenhauer la música se distingue del resto de las artes por ser expresión directa de la Voluntad. Del maridaje entre los media y el artista surge el marketing publi-citario y un autentico bombardeo musical: “Nietzsche, en parti-cular, trataba de abrir nuevamente las fuentes irracionales de la vitalidad, volver a llenar nuestro seco río con el líquido procedente de fuentes barbáricas, y , por ello, alentaba lo dionisíaco y la música que de ello derivaba. Este es el significado de la música rock. No insinúo que proceda de elevadas fuentes intelectuales. Pero se ha alzado hasta sus actuales cumbres en la educación de los jóvenes sobre las cenizas de la música clásica, y en una atmósfera en la que no existe ninguna resistencia intelectual ante el desenfreno de las pasiones más descarnadas”52. Y es precisamente esta técnica mediática, junto con la demo-craciasocial que facilito el acceso a las universidades a las minorías raciales, aquello que, según venimos diciendo, ha colaborado indi-rectamente al ascenso del hombre-minoría. Por minoría no enten-demos - queremos insistir en ello para evitar equívocos - ni la nobleza, ni la aristocracia, ni elites, ni nada de eso. No se trata aquí de una clase social, sino de un modo de ser social estadísticamente determinado. Nuestra tesis es que el hombre-minoría empieza a imperar culturalmente en las últimas décadas, a partir de movi-mientos juglarescos derivados del sesentayochismo tanto de Paris como de Berkeley. Es cierto que el poder social directo en la democracia lo ejerce, en último termino, la “opinión pública”. Es ella y no la "burguesía", o cosas por el estilo, la que impone actualmente, sobre todo tras la americanización de la democracia, los gustos y costumbres. Pero cada vez las impone más a través de sus propios localismos, como se puede comprobar en el predo-minio del "majismo", del que ya hablamos. Y dentro de esa "opinión pública", el grupo superior, la "aristocracia", los majos, son sin duda los artistas populares de los media: cantantes, estrellas de cine, deportistas, etc. El artista en tanto que se le supone como atributo esencial la originalidad y la naturaleza genial. No hace mucho, un famoso futbolista señalaba que el deporte era una 52 Allan Bloom, El cierre de la mente moderna, Plaza & Janes, Barcelona, 1989, p. 75.

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especie de derecho a la genialidad para los humildes. El artista en sentido amplio, por tanto, que "conecta" o comunica con su públi-co, el juglar y no ya el artista en sentido estricto, que asombra por su depurada técnica. El artista concebido como una fuerza de naturaleza agitadora, dionisiaca, un genio ideológico-comunicativo, es un producto del romanticismo, gestado ya en el barroco del XVII, donde por pri-mera vez aparece un "arte popular" moderno, el cual, entonces, fue visto por los críticos como un predominio del mal gusto, etc. Y el barroco más genuinamente popular fue, sin duda, el español, con el teatro popular de los corrales de comedia como arte supremo. Hasta tal punto que éste exigía construir una "nueva poética" que sustituyese a la aristotélica, de las tres unidades, por entonces aún vigente. El Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega fue un texto revolucionario en el sentido de que generó una transvaloración poética, una inversión, en muchos casos, del gusto clásico que todavía seguiría vigente en el teatro francés de Racine. Esta inver-sión, transvaloraciòn o "revolución artística" seguirá desarrollán-dose con los románticos, fanáticos admiradores del barroco español; y en el siglo XX con la aplicación de los "medios de reproducción técnica" al arte, se produce por fin la muerte del arte clásico y la victoria de artes absolutamente modernas, como la música electrónica y el cine. El cine es el caso paradigmático de un arte absolutamente moderno. Es, como lo llamo Adorno, la verda-dera positivización de la obra del arte total (Gesamtkuntswerk) que empezó a soñar el romántico Richard Wagner. En el arte moderno, pues, a la inversa de la ciencia moderna, donde se dio un proceso de creciente especialización, se da un proceso de creciente totalización, de tal forma que el artista, cada vez mas, asume papeles que rebasan sus funciones de dominador de unas técnicas específicas más o menos complejas. Hasta tal punto que esta hinchazón de la figura del artista, espoleada sobre todo por la atribución romántica de la "genialidad comunicativa" a ella en exclusiva, - ya para el Kant de la Critica del Juicio la ciencia no necesita de genios -, llegaría a ensombrecer y ocultar la esencial habilidad que caracteriza al arte, la cual en el pintor abstracto, p. ej., brilla por su ausencia. Dalí reprochaba, en definitiva, a este tipo de pintores, resumiendo su opinión en frase de doble sentido, que "no

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pintaban nada"53 . Frase irónica que manifiesta la crisis y el final de las artes clásicas, para las que basta un dominio individual de una técnica artesanal, sea pintura, escultura, literatura, etc. Pero, con el cine, el trabajo artístico pasa a la figura del director de un equipo de técnicos electrónico-fotográficos. Director que no tiene porqué dominar ninguna disciplina artesanal en particular, sino más bien tener un conocimiento general en el que se incluyan cuestiones de fotografía o de interpretación de los actores, etc. Sólo en los casos más eminentes, en los raros casos de cine artístico y no meramente comercial o propagandístico, se les atribuye una visión profunda de las cosas, un poder de mago (Hitchcock) o de filósofo ( Buñuel ). Y no es comparable esto al papel ideológico que desempeñó, p. ej., el novelista del siglo XIX, pues éste dominaba, al menos artesa-nalmente, un lenguaje, el francés, el inglés, el español o el ruso. Pero decir que el director de cine domina el "lenguaje cinemato-gráfico" es abusar de la metáfora. Pues no hay tal lenguaje. El cine se acerca más a la pintura por esa necesidad de predominio de la imagen plástica y de la acción por encima de la palabra, cuyo abuso lo aproxima al teatro. Por ello mismo el director no escribe normalmente el guión, necesitando, en la mayoría de los casos, de un dialoguista. Además los grandes directores suelen estar aseso-rados por realizadores técnicos, directores de fotografía, etc. En este sentido es en el que afirmamos que el artista cada vez se convierte más en alguien que debe tener principalmente algo que "comunicar", lo cual se realiza con el debido asesoramiento técnico. Las artes tradicionales como la pintura o la música no desaparecen, ciertamente, pero se realizan cada vez más a través de la repro-ducción técnica (fotografía, serigrafía, diseño, urbanismo, etc.). El artista deviene entonces un generalista, un comunicador, un "ideólogo", un sucedáneo de lo que era un intelectual. De ahí que asistamos a ese fenómeno tan extraño y, sin embargo, tan habitual, y por otra parte tan juglaresco, de que a un artista famoso se le pida opinión sobre todo, atribuyéndole una profunda sabiduría. El artista que ha resultado de todo este proceso es un personaje que, comparado con sus ilustres antecesores, posee un dominio insuficiente o, por lo menos, menor que aquellos, del oficio artístico propiamente dicho: hasta hay tenores de primera fila que no saben solfeo o famosos compositores del pop que no saben 53 Salvador Dalí, Los cornudos del viejo arte moderno, Tusquets, Barcelona, 1990.

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técnica musical de composición; pero posee, por contraposición una riqueza mayor de Ideas y tiene ante si muchos estilos artísticos disponibles y ya creados entre los que escoger para expresar dichas Ideas. Hace mucho tiempo ya que los pintores y los escultores no quieren ver cinceles ni pinceles. Para el artista contemporáneo será vital no especializarse en un arte particular, sea el manejo del pincel o del buril, sino intentar siempre realizar la Idea del "artista total" en tanto que genio. Y ciertamente se puede constatar, por otra parte, que el desarrollo más influyente del arte en estos últimos dos siglos ha estado en manos de estos artistas-comunicadores. Lo que resalta todavía más al considerar que el propio progreso del arte durante muchos siglos se ha realizado, salvo excepciones, a través de artes tradicionalmente separadas, gracias al trabajo lento y meticuloso de artesanos especializados. La "ópera total" de Wagner (músico, poeta, mago, filósofo, escritor, etc.) o el director de cine, desde Woody Allen hasta Almodovar, hace que el arte contem-poráneo acoja en su seno a un tipo de artista que ya no es un artesano, sino que brilla más bien por sus funciones ideológico-comunicativas, con un grupo social o una clase en ascenso, etc. ; y además le permite, con su éxito, ensombrecer la labor puramente técnico-artística, en un momento ciertamente en que la técnica se ha transformado, con la automatización informática, en un autén-tico juego de niños, germen de numerosas patologías y aberraciones artísticas. Esto conlleva una gran deformación en tanto que el arte se mide por su influencia en un público general ideológicamente orientado y no tanto ya por el juicio de los especialistas o críticos. Por otra parte el peligro que lo acecha constantemente es la demagogia, el "todo vale", el alejamiento de las disciplinas concretas y la creencia de que la "creatividad" es algo que existe al margen del dominio de unos oficios artesanales determinados o de unas, también deter-minadas, capacidades (imaginación, etc.) que deben ser cultivadas asiduamente. Como escribe Luis Buñuel en sus memorias, a propósito de su peculiar concentración cuasi deportiva en un Parador de turismo, previa a la preparación de algunos de sus guiones: "Al fin de una jornada de paseo y de trabajo, Jean-Claude Carriere, que colaboraba en el guión, me dejaba solo durante tres cuartos de hora. Luego, puntualmente, sus pasos sonaban en el suelo de baldosas de piedra, se sentaba frente a mí y yo tenía la obligación – así lo habíamos acordado, pues estoy convencido de que la imaginación es una facultad de la mente que puede

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ejercitarse y desarrollarse al igual que la memoria -, decía que yo tenía la obligación de contarle una historia, corta o larga, que hubiera inventado durante mis cuarenta y cinco minutos de ensoñación, que podía o no tener relación con el guión en que estábamos trabajando y ser cómica o melodramática, sangrienta o seráfica. Lo importante era contar algo"54. De ello resulta asimismo algo sorprendente desde un punto de vista social: la aparición de una elite de individuos que reemplazan en el dominio social a la elite del especialista científico, al que Or-tega bautizó como el nombre de "bárbaro especialista", que había introducido el cientifismo positivista. Ahora el nuevo monstruo correspondiente a la "rebelión de las minorías" en su fase jugla-resca, es el que podríamos llamar el nuevo trovador del pop, que ha "conectado" con un público heterogéneo y disperso, expresando sus deseos y aspiraciones. Tal sujeto no puede por menos que ser considerado como alguien dotado de una profunda sensibilidad, de un arte para captar ciertas vibraciones genéricas, arte que emana de la identificación simpatética más sofisticada con un público que, desde la revolución romántica, está cada vez más ausente, por la in-terposición entre él y el autor, de los "medios de reproducción técnica", unido ello con la posibilidad que conceden estos "medios" del disfrute en soledad o en pequeños grupos (la familia, los amigos ante el televisor, el vídeo, el disco, etc.) de las creaciones artísticas. En el arte clásico todavía era válida la distinción entre lo bello y lo feo, entre el buen gusto y la vulgaridad. Pero esta distinción no encaja ya en el arte contemporáneo, el cual no trata de expresar la belleza sin más, sino que incorpora a sus intereses la fealdad, aunque de una forma sofisticada, como lo "sublime" o lo "sinies-tro" 55. En su adolescente ingenuidad romántica Arthur Rimbaud ya había dicho: "La belleza se sentó en mis rodillas y me cansé de ella". El arte contemporáneo al mezclar la belleza con la fealdad, lo bello con lo sublime, corre por ello el peligro siempre de que resulte algo vulgar. El artista comunicador o "total" estaría tentado constantemente a tomar posiciones en otros temas ajenos al arte, como la política, la ciencia o la religión. Lo paradójico del asunto es que este

54 Luis Buñuel, Mi último suspiro, Plaza & Janes, Barcelona, 1982, p. 46. 55 Ver Eugenio Trías, Lo bello y lo siniestro, Ariel, Barcelona, 1988.

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"individuo genial", que tiene opiniones para todo, que no admite ningún tipo de frontera o compartimento estanco, donde no pueda penetrar su poder, y que por lo tanto, es lo más opuesto al verda-dero artista, acabaría, sin embargo, convertido, él mismo, en un ser especial, perteneciente a una casta minoritaria, enmascarada de aristocracia artística, la de los individuos geniales, gozando de una excelsitud que, en otro tiempo, fue atribuida a la divinidad. Y este es uno de los peligros que acechan al arte actual. Un síntoma más del contagio producido por el desarrollo de la fase juglaresco-sesentayochista de la "rebelión de las minorías" de que hablamos. Tal estupidez y vulgaridad se ha transmitido hoy a los llamados "grandes artistas", genios del marketing y de la comunicación, tras los cuales son arrastrados una legión de grandes potentados y mecenas, periodistas y políticos, gentes influyentes en la "aldea global", ávidos de participar en exclusiva del aura, o del glamour, que rodea a tales individuos. Así como para Ortega los bárbaros especialistas eran una manifestación del imperio de las masas, podemos hoy decir, a la inversa, que tales "genios comunicadores", "generalistas banales", representan y configuran el imperio de las minorías y su banalidad contribuye directamente a la crisis y confusión por la que atraviesa actualmente la cultura en los grandes países desarrollados. El arte ha entrado en su crisis quizás más honda en este siglo. Una crisis que nos gustaría que fuese positiva, que fuese una crisis de crecimiento y no de agotamiento. Pero difícilmente podrá salir algo bueno de ella manteniendo el hermetismo de sus repre-sentantes, pues la "genialidad" de estos amenaza convertirse en un cascarón vacío de contenido. Ese generalismo genialoide que, partiendo del arte, impregna toda la vida social está provocando el abandono de lo que antes se llamaba "el oficio", el conocimiento que se adquiere con la práctica diaria, rutinaria, incluso cere-moniosa. Así se da la paradoja de que nunca hubo tantos creativos, diseñadores o artistas como hoy, pero nunca tan pocos poseyeron realmente el oficio de pintor, escultor o escritor, que, como venimos diciendo, han caído en manos de especialistas que cumplen funciones auxiliares. En este sentido se da una abundancia de enmascaramientos y de vocaciones desviadas que encubren una carencia grave de voca-ciones artísticas. Lo cual es malo incluso para el que crea que en el Arte ya está todo inventado y solo queda el eclepticismo y la

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combinación de estilos. Pues en tal caso la genialidad actual se revela como una impostura cuando se la asocia todavía a origina-lidad, novedad, etc. Por otra parte, la nueva combinación de estilos no exime de un conocimiento, aunque sea mínimo, de las habilida-des que están a la base de dichos estilos. No tenemos pues nada contra el mestizaje de estilos propio de un arte fronterizo, ni contra el mestizaje en general. El Arte actual, como la Filosofía, - en la que también se observa una perdida de oficio semejante - parece no poder escapar a la mezcla. Mejor dicho, parece que ha alcanzado en este siglo XX la civilización moderna su límite creador interno y, por tanto, la hora de la mezcla. Pero en la buena mezcla, como en un buen coctel, no vale mez-clarlo todo, no vale todo. Es preciso una mesura, un conocimiento metódico de las diferentes variaciones o combinaciones que deben ser, establecidas y probadas en cada caso. Este predominio social del arte da una coloración característica a muchas de las justifica-ciones reivindicativas de los grupos radicales. La equiparación de los pequeño con lo bello (small is beautiful), tan discutible en si mis-ma, pues la tesis clásica no se refiere tanto a lo pequeño cuanto a lo limitado y armónico dado a escala humana; o dicho operativa-mente, - tal como sostiene Kant en su Analítica de lo Bello, en la Crítica del Juicio -, a lo abarcable como un todo por la contemplación humana. Lo minoritario no es bello en tanto que es pequeño, sino en tanto que se da a escala del cuerpo humano. Por tanto toda esa utilización del arte para impulsar y alimentar la rebelión minoritaria no debe olvidar que lo minoritario por si mismo no necesariamente es más valioso estéticamente hablando, y a la inversa que el arte mismo actual es un arte que va asociado a la producción de la bana-lidad con vistas a una sociedad altamente consumista y acrítica ante la que comparece un tipo de artista cuya supuesta genialidad le exi-me hasta del conocimiento artesanal del oficio.

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LA UNIVERSIDAD EN PELIGRO En la época en que Ortega publicó La Rebelión de las masas esta-ban ya en el poder el comunismo soviético y el fascismo italiano con su proclamada estatolatria. Ortega vio en esta divinización del Estado el peligro. El fascismo, como el comunismo soviético - aunque por reacción a él - tomó al liberal Hegel, haciendo las adap-taciones pertinentes, como el ideólogo de esta estatolatrìa. Las ideologías totalitarias, derrotadas en la Segunda Guerra Mundial y liquidadas por derribo con la Perestroika soviética, han dejado de ser sin duda ya el mayor peligro. Fueron en su tiempo, como predijo Ortega, un castigo (dictaduras fascistas y comunistas) a la "rebelión de las masas". Pero en esta segunda mitad del siglo se ha generado un peligro igualmente grande, a consecuencia de todas las criticas que se han dirigido al Estatalismo centralista. Dicho peli-gro reside en que se está girando al extremo contrario y se observa ya claramente desde la rebelión estudiantil del 68, una tendencia poderosísima que busca la divinización de todo lo que se opone al Estado burocrático, nuevo Satán bautizado ahora genéricamente como el Sistema. El anti-totalitarismo, queriendo o sin querer, ha abierto el camino a lo que se empieza ya a denominar la "tribali-zación de la sociedad", según Michel Maffesoli. Tribalización que consiste en la idealización de los micro-grupos del tamaño de la familia, tribus, clubes, sectas, etc., poseedores de un poder difuso, marginal, reticular y nómada, que configuran unos dispositivos sociales peculiares, - analizados p. ej. por la llamada Filosofía de la Diferencia (Derrida, Deleuze y en parte Foucault) -, de una potencia tal que ahora el Estado aparece ante estos nuevos análisis sociológicos y filosóficos "post-modernos" como la simple punta de un iceberg. Ahora resulta que el Poder de las masas estata-

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lizadas era un espejismo, pues cuando se escarba en los limites del Estado se descubre una panoplia de micro-estructuras y redes sociales por las que se distribuye fragmentariamente el Poder, las cuales son en realidad aquello que el Poder tiene de más positivo, quedando así reducido el propio Estado a algo negativo, a un mero aparato de represión y prohibición. El descubrimiento cuasi-arqueológico de estos canales fronte-rizos, de estos pasadizos o alcantarillas del Poder, llevó a la consta-tación del poder de las rebeliones minoritarias, coyunturales y específicas, especie de guerrilla acampada en una tierra de nadie entre el Estado y la Sociedad, que golpea por sorpresa y que nunca da la cara. Si la forma peculiar de la acción de masas es la violencia a la luz del día, que resume perfectamente el linchamiento, como señala Ortega, viendo por ello en Norteamérica, de donde dicha práctica justiciera tomó su nombre, el paraíso de las masas, la forma peculiar que tienen de actuar las minorías es a través del terror que desatan las acciones encubiertas, la violencia anónima, que se tapa la cara con una capucha y deja su firma escrita con enigmáticas siglas. Pero de la Norteamérica sudista también procede la imagen del Ku-Klus-Klan, los métodos racistas que aterrorizan con la caperuza y las siglas. Por ello podríamos decir que Norteamérica es también madre de la violencia minoritaria, del localismo, del lobby, de los Al Capone y demás "padrinos", minorías incluso devotas de la elitista ópera, como en el caso de la mafia. Algo que está emer-giendo en este siglo por debajo del decorado de la americana democracia de masas. No obstante, lo que nos llama podero-samente la atención es que la violencia indirecta de estos grupos minoritarios va acompañada, últimamente y sobre todo en el caso de los grupos más politizados, de una retórica del pacifismo. Si la violencia era, según Ortega, la retórica de la "rebelión de las masas", el pacifismo se ha convertido, lleva camino de ello, en la retórica de la "rebelión de las minorías". Por lo menos el pacifismo de los media. Pero volviendo a nuestro tema, el peligro más inmediato de esta tribalización general afecta, a nuestro juicio, no tanto ya al Estado, directamente y a corto plazo, cuanto a instituciones que le son para-lelas. Sobre todo aquellas que son detentadoras del tradicional-mente llamado "poder espiritual", como las instituciones educativas desde la escuela a la Universidad. En tal sentido se han manifestado ampliamente en los últimos tiempos los síntomas de la degradación

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de la enseñanza en la escuela y los institutos, con la perdida de autoridad del profesorado, etc. Sobre ello se ha escrito abun-dantemente y es un tema que en España nos afecta especialmente. Pero dicha degradación no se queda ahí y está comenzando a afectar, según creemos, a la Universidad. A una Institución de origen medieval que acabó liberándose, en el siglo XIX, como "poder espiritual", del clero eclesiástico. Si el Estado moderno es una de las glorias de la Civilización Occidental, la Universidad lo es de su Cultura. Como señala el propio Ortega, la nave del Estado "fue fabricada en la Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles, gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de responsabilidad"56 . La Universidad arranca también de otra clase especial de hombres, los monjes, de extracción humilde en su mayoría, admirables por su simplicidad, por su sentido de la obediencia, por el ensueño social-mente irresponsable que constituye la vida contemplativa. Sin ellos no se hubiesen recogido, conservado y transmitido los tesoros de la cultura antigua grecorromana que, recibida a través de los árabes, ha posibilitado el esplendor de la cultura europea. Dotados de grandes virtudes intelectuales, los monjes medieva-les han sido, sin embargo, poco razonables. Para decirlo kantiána-mente, vivían del entendimiento (Verstand) más que la Razón (Vernunft). De ahí que una de sus glorias haya sido la Escolástica, en la que brillan las distinciones sutiles, sin duda, pero que, vista en su conjunto, no deja de ser toda ella una endiablada, y muchas veces ridícula, logomaquia. En cierto sentido esa inflación del Entendi-miento, meramente contemplativa, conlleva una gran dosis de irracionalidad práctica. Los nobles no inventaron la pólvora, deján-dola en manos de aquellos primeros burgueses que, con su artillería y con los banqueros que la financiaron, acabaron con los caballeros de la triste figura. Pero los monjes tampoco inventaron la imprenta, dejándola en manos también de aquellos mismos burgueses, los cuales sí supieron alimentar con ella un verdadero "ejército intelectual". En tal ejército destaca aquel gentil-hombre que partió con tan buen pie, Descartes, con el cual se inició clara y distinta-mente el desmantelamiento de la filosofía escolástica medieval. La Escolástica medieval perdió la batalla al establecer su estra-tegia como defensa de una fe dogmática, cuando las armas y el 56 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, ed. cit. p. 223.

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poder de la filosofía residían, desde los griegos, en la crítica dialéctica, tal como la redescubrieron más tarde los filósofos alemanes, sobre todo Fichte y Hegel. Si, como señala Ortega, Napoleón redescubrió el secreto de la guerra militar al defender la prioridad de la agresión sobre la defensa, Fichte, su contem-poráneo, rescató el secreto de la guerra ideológica: la dialéctica. Y la ejerció desde la Universidad de Jena, de donde fue expulsado, hasta la Universidad de Berlín, a la que contribuyó a fundar. Hegel consagraría efectivamente esta forma dialéctica de pensar hacién-dola oficial en las instituciones educativas prusianas. Pues así como el Estado moderno es una técnica de administración y orden públi-co, según Ortega, la Universidad, estructura compleja y paralela a él, se podría definir asimismo como una técnica pero de la adminis-tración del "mundo espiritual" y de su ordenamiento público. El Antiguo Régimen era por ello la Alianza del Trono y del Altar que incluía el control de la Universidad medieval, algo que muchas veces se olvida. Tales instituciones llegan a fines del XVIII en una situación precaria e internamente conflictiva, a causa del creciente poder social de una burguesía que se siente marginada de ellas. En el caso de la Universidad la formulación más clara de esta crisis la hizo Kant en su escrito El conflicto de las facultades. Pero en el caso del Estado de la monarquía Absoluta, señala el propio Ortega muy acertadamente que, "comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración. El Estado carolingio era, claro está, mu-cho menos pudiente que el de Luis XIV; pero, en cambio, la socie-dad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna"57 . Con la Revolución inglesa y francesa se edifica el Estado burgués y democrático. Pero la "revolución filosófica" correspon-diente tiene lugar en Alemania. Napoleón marginó a sus antiguos amigos filósofos (Destutt de Tracy, Cabannis, etc.), llamándolos despectivamente "ideólogos". Pero aún cuando no le interesara otorgar el poder espiritual de la revolución a la Filosofía, pues sostenía que "un cura me ahorra cien gendarmes", no pudo impedir que esta fructificase en Prusia, lejos de París, como si el "poder terrenal" y el "poder espiritual" necesitasen de nuevo mantener una distancia similar a la que se dio en la antigüedad entre la sede papal (Roma) y la del emperador (Constantinopla). División de poder que 57 J. Ortega y Gasset, op. cit.,. p. 224.

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fue confirmada en los orígenes de Europa por Carlomagno, como heredero del Imperio romano. Después de 1848 dice Ortega, Europa se despide de las revolu-ciones58. Sólo permite las rebeliones o golpes de Estado. Y es curioso constatar una opinión paralela en la historia de la filosofía contemporánea. Esta es que después del mal llamado Idealismo alemán no cabe ya la posibilidad de nuevas revoluciones filosóficas (en filosofía el equivalente de la Revolución es el Sistematismo, resultante de la revolución copernicana planteada en el problema del conocimiento por Kant y desarrollado por ese tiempo en Alemania), que superen tal planteamiento. Mal llamado idealismo pues lo que los alemanes descubrieron frente a los griegos fue precisamente que la Idea no es el ser originario como formulaba Platón, sino que dicho ser originario, según el maduro y tardío Schelling, es la Voluntad, lo contrario precisamente de la Idea. Por eso Heidegger reconocía que en este filósofo y no en Hegel como se sostiene equivocadamente, al "pensador propiamente creativo y que más lejos llega en toda esta edad de la filosofía alemana"59 El intento del longevo y proteico Schelling, considerado en su época como el Platón de la modernidad, - intento del que hemos tratado en otro lugar60 -, llega precisamente hasta la Revolución de 1848, origen de las rebeliones de masas posteriores, cuyos distur-bios todavía contempló el viejo Schelling desde el balcón de su casa berlinesa. Por eso, después de Schelling y Hegel, a Marx, a Schopenhauer o a Kierkegaard, sólo les queda la posibilidad de las inversiones, ya que Hegel, desvirtuando a su antecesor Schelling, había restaurado el platonismo con su divinización de la Idea. En cierto sentido esto es verdad, pues en el siglo XX ya no es posible seguir manteniendo la concepción idealista hegeliana. Pero ello no quiere decir que después de Schelling o Hegel la Filosofía se acabe. Se acaban más bien sus pretensiones idealistas o de mixtificación logomáquica. Pero quedan abiertas entonces las puertas para la Filosofía positiva, realista, para el amor al saber

58 J. Ortega y Gasset, "El ocaso de las revoluciones", en El tema de nuestro tiempo, Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1987, pgs. 152 ss. 59 M. Heidegger, Schelling y la libertad humana, trad. de Alberto Rosales, Monte Avila Editores, Venezuela, 1985, p. 40. 60 M. Fdez. Lorenzo, La última orilla. Introducción a la Spätphilosophie de Schelling, Pentalfa, Oviedo 1989.

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realmente existente, para el establecimiento de nuevos Sistemas que suponen verdaderas novedades respecto a los antiguos sistemas. Con ello se comienza a tomar conciencia, por fin y realmente, de una Filosofía europea moderna que vaya más allá de la Antigua en tanto que indague ya no el Ser, sino el fundamento del Ser platónico-aristotélico, los motores que impulsan y alimentan a la Idea platónica, mero Ser-ante-los-ojos que decía Heidegger, y que fueron formulados por Schopenhauer como la Voluntad de vivir, como necesidades económicas por Marx, como logros del progreso científico por Saint-Simon . Fichte, Schelling y sobre todo Hegel, desarrollaron su labor más brillante en la por entonces creada Universidad de Berlín, elevando su trabajo de funcionarios del Estado prusiano a la categoría de un sacerdocio laico. Pero la Universidad es ante todo, desde su origen no ya productora, legisladora, o juez del saber, -en cuyo caso tendría razón Jacques Derrida en su interpretación de la pérdida del monopolio del saber que ha sufrido desde la época de Kant, al pasar la producción del saber a aquellas academias científicas, que eran marginales en el XVIII, pero que en el XX se han convertido en los grandes centros de investigación aerospacial de U.S.A., de la extinta U.R.S.S. o de las multinacionales61 -, la Universidad ni siquiera tuvo el monopolio del saber en la época de Kant, pues una cosa es el saber académico (Schulbegriff) y otra el mundano (Welt-begriff), como lo distinguía el propio Kant62. Y el monopolio escolar, de gestionar, programar y distribuir el saber no lo ha perdido todavía; al contrario, la crisis actual que atraviesa es más bien causada por exceso demanda que lleva a la masificación del alumnado y por exceso de oferta que provoca la proliferación inusitada de los saberes científicos. La Universidad es pues, desde su origen, receptora y transmisora del saber. Para dicha tarea se requiere un arte especial. Por ello en la Edad Media el núcleo de la Universidad era la llamada Facultad de Artes, en la que el filósofo era realmente el "artista de la razón", como dirá después Kant. El peligro aumenta cuando se quiere

61 Ver J. Derrida, La filosofía como institución, Granica, Barcelona, 1984, sobre todo el cap. titulado "Kant: el conflicto de las facultades". 62 I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, ed. Schmidt, Felix Meiner Verlag, Hamburg, 1956, A 838-840, B 866-868.

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hacer de ella una institución productora, legisladora y juez de un saber que será después extendido a una sociedad tenida por ignorante. La Universidad entonces debe pronunciarse y producir discursos sobre la paz, la guerra, lo divino y lo humano. La rebelión universitaria que estalló en el 68, abriendo una crisis de la que no se ha salido todavía, es la forma más alta que alcanzó la violencia y la acción directa de las minorías en la Universidad. A través de los claustros universitarios, las minorías sueñan alcanzar una dignidad de la que constitutivamente carecen. Bajo el imperio de las minorías radicalizadas se corre el peligro de aplastar la independencia y la posibilidad misma del pensamiento individual en la Universidad, pues la tribalización actual es una máquina productora de fanáticos, cínicos y estúpidos. Una manifestación de ello es el debilitamiento, cuando no la supresión, de la Filosofía, alma tradicional de la institución en sus orígenes, y que ha aportado sus figuras más brillantes, desde Santo Tomás a Hegel, pasando por Kant. La Filosofía no ocupa ya en el siglo actual la tarea central de gestora de las inquietudes que hierven en los distintos ámbitos del saber. Ha sido neutralizada varias veces, a lo largo de este siglo, por el fanatismo de diferentes tribus (nazis, estalinistas, sesentayochistas, especialistas, minorías radi-cales, etc.). Y si la Universidad, despojada de la Filosofía, no tritura, asimila, y transmite el pensamiento que continuamente se produce por todas partes en una sociedad científico-industrial, la primera perjudicada es la sociedad misma, que, desorientada y confusa, cae presa de un estado de debilidad mental, - el famoso "estrecha-miento de la mente americana" del que habla Allan Bloom -, en el que florece la frivolidad, lo chabacano y todo tipo de banalidades. Terreno abonado para el alimento de tantas sectas y grupos minoritarios, para los cuales la tribalización universitaria hace el trabajo, queriendo o sin querer, de una quinta columna.

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¿QUIEN MANDA HOY EN EL MUNDO CULTURAL? Si la Civilización europea (Inglaterra, Francia), como repite incansablemente Ortega, ha producido en último término la "rebelión de las masas", la Cultura europea (Alemania), no nos cansaremos nosotros ahora de repetir, ha puesto en marcha, con no menor necesidad, la "rebelión de las minorías". Y así, tal como hay un aspecto positivo y otro negativo en la rebelión de las masas, según señala el propio Ortega, hay un pro y un contra en la de las minorías. Por una parte, la rebelión de las minorías tiene que ver con la espectacular diversificación en la transmisión y recepción cultural que en los últimos años han posibilitado los media: proliferación de los canales y ondas en radio y televisión, televisión por cable, micro-audiencias, etc. Pero, por otra parte, conlleva dicha rebelión una perversión profunda de los valores éticos ligados a la esfera personal, con las consecuencias de impiedad, resen-timiento, cinismo, etc., perversiones que hemos analizado más atrás. La pregunta orteguiana acerca de ¿quién manda en el mundo? planteada en su obra La rebelión de las masas, debe ser precisada aquí añadiéndole la aclaración "en el mundo cultural". De esa forma creemos que los análisis de Ortega son certeros, al menos para el siglo XIX y gran parte del XX. Nuestra pregunta se ceñirá, sin embargo, solo al "mundo cultural" un mundo que suponemos paralelo al político, y por tanto, distinto de él, aunque con muchas semejanzas y correspondencias y en el que parece estar poniéndose en juego, como ya ocurrió otras veces, la futura hegemonía social: "Lo cierto, en todo caso, es que el ámbito de la cultura, en el sentido más extenso, que comprende el mundo del conocimiento y del lenguaje, la información, la comunicación, la imagen, la estética, el universo de las formas o el sistema de alegorías, se configura co-

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mo el verdadero campo de juego - o de batalla - por la hegemonía social, y las confrontaciones que en él se producen, y sus desenlaces, influyen y modifican el statu quo social y la carac-terización misma del sistema"63. Ortega, cuando trata de explicar lo que entiende por "mandar", sigue la estrategia de resaltar el carácter "espiritual" o "cultural" del mando político, para suavizar, o bien para oscurecer, el carácter de violencia física que destaca especialmente en las opiniones más comunes sobre el mismo. Y así dice que el mando político no descansa nunca en la fuerza, sino al revés. Mandar no es empujar. Ortega busca pues la fundamentación del mando físico en el mando espiritual. Y para ello aproxima la institución estatal a la eclesiástica hasta confundirlas en el origen: "Todo mando primitivo tiene un carácter "sacro" porque se funda en lo religioso, y lo religioso es la forma primera, bajo la cual aparece siempre lo que luego va a ser espíritu, idea, opinión; en suma: lo inmaterial y ultrafísico. En la Edad Media se reproduce con formato mayor el mismo fenómeno. El Estado o Poder público primero que se forma en Europa es la Iglesia, con su carácter especifico y ya nominativo de "poder espiritual". De la Iglesia aprende el Poder político que él también no es originariamente sino poder espiritual, vigencia de ciertas ideas, y se crea el Sacro Romano Imperio. De este modo luchan dos poderes, igualmente espirituales, que no pudiendo diferenciarse en la sustancia - ambos son espíritu -, vienen al acuerdo de instalarse cada uno en un modo del tiempo: el temporal y el eterno. Poder temporal y poder religioso son idénticamente espirituales; pero el uno es espíritu del tiempo - opinión pública intramundana y cambiante -, mientras el otro es espíritu de eternidad - la opinión de Dios, la que Dios tiene sobre el hombre y sus destinos"64 . Pero vayamos a lo que nos interesa: la relación entre el poder político, el Estado, y la Universidad, en cuanto que, a nuestro juicio, fue en ella donde originariamente se nucleó el moderno "poder espiritual" de las sociedades industriales. Precisamente en el origen de este poder espiritual observamos que la Universidad se oponía sordamente a la Iglesia, en cuanto constituía una estructura totalizadora que, en la Edad Media, absorbía e incluía multitud de 63 Pedro de Silva, op.cit., p. 150. 64 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, pgs. 233-234.

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aspectos religiosos y políticos. Y cuando en el siglo XX se anuncia el fin de la Universidad moderna, ya muy degenerada ciertamente por la lacra del especialismo derivada del predominio de las ciencias naturales, fin o destrucción que el nazismo intentó llevar a cabo, ésta es consecuencia del choque con el Estado totalitario nazi, en cuanto estructura que ha absorbido asimismo multitud de funcio-nes religiosas o para-religiosas: el carisma del Führer, etc.: "en los años que median entre 1831 y 1933 se desarrolló, básicamente en el ámbito de la Universidad, la ciencia en lengua alemana, que tuvo una indiscutible aceptación mundial. El sistema educativo alemán había creado las condiciones adecuadas para su progreso. Bajo el nombre de "Universidad Humboldt", el sistema fue conocido e imitado en todo el mundo. Fue también la época de la Bildung o "cultura" en el sentido especial de la palabra alemana, y la de un renacimiento cultural de la burguesía que no destruiría la derrota de 1918. Por el contrario, en 1933, la cultura se vio conmocionada por el nuevo rumbo de los acontecimientos, con el recorte de la autonomía de las facultades y la remodelación de la Humboldt, para hacer de ella el santuario de la ideología del Estado nazi. Ludwig Curtius habla de la "destrucción del carácter de la universidad alemana por el nacional socialismo"65 . Con el intento de destrucción o crisis de la Universidad clásica moderna, es decir, del "modelo Humboldt", crisis que se repite en París y Berkeley en el 68, ahora a consecuencia de grupos activistas de raigambre comunista, los universitarios pierden asimismo el Poder cultural que ejercían en el mundo social. ¿Quién le sucede entonces? o ¿hacia dónde se desplaza ese poder?. Según se dice, hacia el intermediario, hacia el periodista, goebbelsiano o no, el hombre de los media que pasa a ocupar un lugar de protagonista en la transmisión cultural. Su tarea de mediador se ejercita, también, en una doble direc-ción. Pues no sólo absorbe muchas funciones de la Universidad clásica, como son la divulgación, la propia enseñanza incluso, sino que al mismo tiempo absorbe también gran parte de los espacios de presentación tradicional del Poder político e incluso del religioso. Los media son el espacio al que progresivamente se trasladan parte de los antiguos espacios del poder: Parlamentos, Palacios, Iglesias, etc. Pues en los casos en que Mahoma no va a la montaña tele- 65 Herbert Schnädelbach, Filosofía en Alemania, 1831-1933, Cátedra, Madrid, 1991, p. 33.

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visiva, entonces los palacios, parlamentos y templos se transfor-man en platós, con la entrada de las cámaras, los micrófonos, el ir y venir de los fotógrafos, etc. El periodista, en cuanto tal, no tiene capacidad académica suficiente para digerir la alta cultura ni tampoco legitimidad para legislar en política. Su poder consiste más bien en presentar en forma digerible la información o en hacer como que legisla sobre la opinión, ante un público medio que, en la democracia, es el soberano. En tal sentido la función que cumple hoy el periodismo es para-filosófica y para-política. Kant definía al verdadero filósofo como el "artista de la Razón". Y sólo hoy, cuando se tiende a identificar Razón con lenguaje, "decir" o "discurso", e incluso con lenguaje simbólico, los artistas de la palabra o expertos en la imagen que más llegan a un pueblo que no lee son, sin duda, los perio-distas televisívos o radiofónicos. Insistimos en que el periodista no es, estrictamente hablando el filósofo. Pero no debe considerarse absurda del todo tal compara-ción, pues fue precisamente en el siglo XX cuando por primera vez se hizo una "gran filosofía" casi exclusivamente en los periódicos. Y fue sobre todo en España, con Unamuno, Ortega y D'Ors, etc. A Ortega se le reprochaba, por parte de la crítica filosófica profesoral, el no escribir realmente libros de filosofía, sino una filosofía periodística de pequeños artículos, en un estilo impresionista que, a todo lo más, por acumulación, podía llegar al ensayo filosófico. Con el paso del tiempo se ha ido agrandando la figura de estos filósofos a la vez que decae el "libro" como media principal, despla-zado por los media periodísticos. Por eso mismo el periodismo se hace más generalista, más filosófico, aunque lleno de una filosofía banal, tendiendo a entrometerse en todas las esferas de la vida, llegando incluso a aquellas tenidas, hasta hace poco, por más recónditas. Ya no queda tema ajeno a la Prensa. Nada que sea noticiable le es ajeno. Y de la misma manera que antaño el filósofo luchaba por extender las luces de la Razón hasta los secretos o arcana teológicos, hoy la Prensa trata de introducir su "luz y taquígrafos" sobre todo en los arcana políticos. El periodista y el filósofo se nos presentan así como dos figuras que se corresponden, que tienen mucho en común, aunque por otra parte se oponen. Ortega mismo, p. ej. en "Sobre el poder de la

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prensa"66, a pesar de su ligazón con la industria periodística, que le viene ya de familia, no puede reprimir de cuando en cuando sus in-vectivas contra los periodistas, y como contrapartida, hacer la defensa de aquellos a los que la Prensa fustiga, los llamados sujetos con "mala prensa". Pues los que tienen "buena prensa" generan en él una desconfianza similar a la que producen los intelectuales de partido o los ideólogos oficiales. La Prensa le parece superficial, no sólo por serlo constitutivamente, al tener que vivir al día, sino sobre todo por no estar, en su tiempo, a la altura de las circunstancias. Como contrapartida Ortega tendrá "mala prensa" en su época como filósofo 1° de España y 5° de Alemania, que no tiene Ideas, sino "ocurrencias", etc. Y sin embargo, cuando se contempla el pasado siglo, no se puede negar un entrecruzamiento, que no se dio antes, entre Prensa y Filosofía. En el sentido de que la primera inicia una inquisición hacia lo recóndito, hacia la trastienda de lo público, y la segunda dirige su atención ya no tanto hacia profundidades o interioridades insondables (el cogito, la mente, el yo, etc.) cuanto a lo superficial y externo (la existencia, el Ser-en-el-mundo, la vida cotidiana, etc.). La Prensa por contra busca, sobre todo en las últimas décadas, la información “nouménica”, aquella que, aunque no la podamos confirmar con plena certeza, no por ello se deja de comunicar públicamente acogiéndose al famoso off the record. Es esta situación la que plantea una crisis dentro del tradicionalmente llamado "poder espiritual", cuyo sistema central ha sido durante siglos la Universidad. No es que podamos decir que esta haya dejado de "mandar" o de influir. Pero si podemos constatar que no está muy segura de ello, tal como se pone en evidencia con el tema recurrente de la "crisis de la Universidad", y, por extensión, del sistema educativo general. De ahí los numerosos artículos y libros sobre la muerte de la Universidad, la crisis de la cultura, el "estrechamiento de la mente norteamericana", etc. Como escribió el propio Ortega "en la escuela, cuando alguien notifica que el maestro se ha ido, la turba parbular se encabrita e indisciplina. Cada cual siente la delicia de evadirse a la presión que la presencia del maestro imponía, de arrojar los yugos de las normas, de echar los pies por alto, de sentirse dueño del propio destino. Pero como quitada la norma que fijaba las ocupaciones y las tareas la turba

66 J. Ortega y Gasset, O.C., t. 11.

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parbular no tiene un quehacer propio, una ocupación formal, una tarea con sentido, continuidad y trayectoria, resulta que no puede ejecutar más que una cosa, la cabriola" 67 . Cuando la Universidad flaquea, entonces la llamada filosofía mundana o popular se estira, dándose, con gran autosuficiencia aires de victoria, entrando a saco y pescando en río revuelto. Y el nuevo tipo de hombre que predomina actualmente, el minoritario, es el que esencialmente impulsa este proceso levantisco, y no ya "las masas" que por lo general permanecen ajenas a estas batallas culturales. Aunque si la Universidad decae, propiamente la filosofía mundana no hace falta que se eleve pues le basta con quedarse como está para experimentar una elevación relativa. Eso mismo denota, sin embargo la incapacidad para crear un poder cultural alternativo. Por ello tratan a todo más, estos nuevos "filósofos populares", de crear instituciones vicarias (la columna en el periódico o la tertulia televisiva) desde las que se pontifica, a más de ocupar al mismo tiempo, y con mayor o menor cinismo, lo que quede de la Universidad caída, con la habitual presencia en las tertulias radiofónicas o televisivas de profesores universitarios que no son, por lo general, precisamente los más sabios, sino lo mejor conectados, por razones políticas, con los grandes complejos mediáticos. Ortega pedía, por el contrario, que la Prensa dejase concurrir en su propio espacio la colaboración critica de otras instancias como las políticas o las universitarias. Pero la verdad es que ni el representante político, ni el profesor universitario, - ya no digamos el sacerdote -, parecen gozar hoy, en general, de una gran credibilidad en cuanto tales, en la opinión pública, debido a la crisis que atenaza a sus respectivas corporaciones: la crisis ideológica que afecta a los grandes partidos políticos y hace que apenas se distin-gan realmente sus programas, como apenas se diferencian las marcas de detergentes, y por otra parte la crisis a que la barbarie del especialismo ha conducido a los profesores, convertidos en verda-deros monumentos a la incultura general, que todo lo resuelven atrincherándose en su parcela de saber y apelando al talismán del especialismo y de los <<expertos>>. En los curas ya no se cree; a los políticos no se les distingue y a

67 J. Ortega y Gasset, La rebeliòn de las masas, p. 237.

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los científicos no se les entiende. Sólo se cree, se distingue y se entiende a los periodistas. Si Clarín, Ortega, Unamuno, D'Ors, etc. consiguieron establecer y mantener durante años una relación con el público, sobre todo a través de la prensa diaria, no fue en su calidad de profesores o de escritores, sino más bien por sus dotes periodísticas. Ortega mismo llegó a reconocerlo: "tal vez no sea yo más que un periodista"68 . Inventaron entre todos un tipo de expresión filo-sófica adaptada a las circunstancias, que engranó, aunque no sin problemas, con la gran máquina de la prensa, que fue la que empe-zó realmente a hacer de la filosofía en España un poder social, todo lo modesto que se quiera, pero inédito en su historia. Para la posteridad son y serán cada vez más filósofos que periodistas. Pero, en su tiempo, su labor de intermediarios, de presentadores, anima-dores o excitadores culturales, fue la fundamental.

68 J. Ortega y Gasset, Misión de la Universidad, O.C., t. IV, p. 352.

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TEORÌA DE LA UNIVERSIDAD El periodismo sube, culturalmente hablando, porque baja la Universidad, reduciéndose muchas funciones de ésta al nivel mínimo que representa el periodismo, con las consecuencias de banalidad y superficialidad que hemos visto. Pero para poder decir que la Universidad está a la baja es preciso tener antes claro lo que era ésta. Incluso podría resultar precipitado entender este bajón como síntoma de decadencia y muerte. Clásicamente se entiende que la Universidad estaba formada en esencia por cuatro Facultades: la Facultad de Teología, la de Medicina, la de Derecho y la de Filosofía. Es conocido también que Kant, en su escrito El conflicto de las facultades, recoge esta clasifica-ción clásica separando las Facultades en dos niveles: el de las facul-tades superiores (Medicina, Teología y Derecho) y el de la facultad inferior: la Facultad de Filosofía, que trataba esencialmente de la disciplina histórica, tanto de la historia natural como de la civil. Siguiendo esta idea Fichte corrigió a Kant asignando al filósofo la tarea de “historiógrafo de la razón” y no la de “artista de la razón”, más cercana a la del mero escolástico. Además Kant consideraba que las Facultades superiores eran "la derecha" de la Universidad en tanto que se regulaban por una norma o un dogma establecido y la Facultad inferior, la filosófica, era "la izquierda" de la Universidad en tanto que sólo buscaba la verdad. Es interesante constatar que Ortega, en su Misión de la Univer-sidad, redefinía el contenido de la Facultad de Filosofía a través de la Idea de Cultura: "Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee" 69; reinterpretaba así la Facultad de Filosofía como una Facultad de Cultura. Para Ortega, por supuesto, lo esencial del 69 J. Ortega y Gasset, Ibid., p. 341.

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hombre es la cultura o razón histórica. De ahí la asignación de este nuevo contenido a la Facultad filosófica. Pero, además, propone hacer de esta Facultad el núcleo de la Universidad y de toda la enseñanza superior70 . En cierto modo esto era volver al origen, a la Universidad medieval en la que la Teología era la facultad rectora, pero proponiendo ahora que dicha rectoría pase a ser desempeñada por la Cultura, la cual reside en las llamadas Humanidades, como una especie de gracia laica que salva del naufragio vital. No en vano la Cultura puede ser vista como una secularización de la Gracia santificante 71. Este núcleo de la Universidad, que Ortega detecta, se habría realizado esencialmente, en un curso histórico dialéctico, uno de cuyos episodios centrales es Hegel, el cual identificó la Filosofía con el Saber (Wissenschaft) anunciando así su consumación y muerte. Veredicto que resuena en el inicio de la filosofía contemporánea a través de Marx, Nietzsche o Heidegger. Ortega ha tenido el mérito a nuestro juicio de reaccionar con claridad ante la irracionalidad de tal suceso planteándose la tarea de hacer renacer la Filosofía, que yacía oculta tras las cenizas hegelianas, a través de la Idea de Cultura. No obstante después de la II Guerra Mundial parece como si el Poder nucleante o crítico, supuestamente vacío en la Universidad tras la "muerte de la Filosofía", pasase a ser ocupado por las Facultades de Ciencias Naturales, que intentarían desplazar en 70 J. Ortega y Gasset, Ibid., p. 344. 71 Ver p. ej. Gustavo Bueno, "El reino de la Gracia y el reino de la cultura", El Basilisco n° 7, 1991. Asimismo su polémico libro El mito de la cultura, Ed. Prensa Ibérica, Barcelona, 1996. La Idea ya había sido expuesta por Ortega: “El concepto y la palabra cultura, como ocupación del hombre con las letras, las artes, la filosofía, las ciencias, surgió en el humanismo y fue el humanista español Luis Vives el primero que metaforiza el cultivo del campo o agricultura para decir cultura animi. Pero esta cultura humanista era más bien jardinería. Se consideraba que las letras y las ciencias tenían un valor por sí, pero ese valor era el de un ornamento. La cultura era un añadido a la vida que la engalanaba. A esta interpretación ornamental de la cultura sucede otra en el siglo XVIII. La fe religiosa ha dejado de ser vigente en las minorías europeas. Dios era el valor supremo, lo que en absoluto vale por sí. Al irse Dios de las mentes su hueco divino es llenado precisamente con la cultura. Se piensa que el hombre logra su plena dignidad, participa en el valor supremo cuando se pone al servicio de la cultura divinizada. Es curiosa la constancia con que en la historia se presencia el hecho de que el hueco de una cosa inyecta en la nueva que viene a llenarlo los atributos de la antigua. La cultura no tiene nada que ver con Dios, por lo menos con el Dios de la fe religiosa. Es un sistema de actividades puramente intrahumanas. Sin embargo, al suplantar a Dios y alojarse en el alvéolo de su ausencia, se convirtió en Dios. Esta es la actitud de Kant, como lo ha sido de todo el siglo siguiente. En las minorías más caracterizadas de Europa, al cristianismo sucede el culturalismo. Mi generación fue todavía educada en esta actitud teológica ante la cultura. La ilâha illallah… No había más Dios que la cultura, y Hermann Cohen, su profeta” ( J. Ortega y Gasset, “Sobre un Goethe bicentenario”, O.C., t.VI, Taurus, Madrid, 2006, pp. 554-5).

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prestigio y autoridad a las tradicionales "Facultades superiores", y por las Facultades de Ciencias Humanas que tratarían de desplazar a la que Kant llamaba la "Facultad inferior", la de Filosofía. Pero tal sustitución era y es imposible, como muestra el hecho de que rápidamente se tuviese que rebautizarlas como "dos culturas"72 . Pues, ciertamente son dos trozos que proceden, burocráticamente, de la antigua Facultad de Filosofía que al disociarse han perdido su sentido y derivan hacia un especialismo que las transforma y asimila cada vez más a las Escuelas politécnicas, en las que los intereses por la cultura, cuando existen, suelen ser oblicuos. En el fondo tales Facultades de Ciencias Naturales y Humanas, son casos de derivación o de transfugismo administrativo, más justificado en unos casos que en otros, de la de Filosofía. Esto es más evidente en el caso de las últimas porque se han separado recientemente de la Facultad de Filosofía. Pero todavía en la primera mitad de este siglo, en España, los contenidos de las ciencias naturales y de las matemáticas se explicaban en la Facultad de Filosofía como contenidos de la Filosofía natural. En las Facultades de Ciencias Humanas suele haber, de relleno y cuando la hay, una película de Ideas filosóficas que no se quieren reconocer como tales, por miedo a debilitar su precario estatuto de cienti-ficidad continuamente puesto en cuestión. Por otra parte la investigación científica ha llegado a ser una realidad tan compleja y costosa que cada vez tiene menos que ver esencialmente con la Universidad y más con los grandes complejos tecnológico-militares o los laboratorios de las multinacionales, etc. Y cuando los científicos quieren dar una visión sintética de algún tema, que rebase el ámbito de la categoría en la que son especia-listas, alcanzan un nivel filosófico, que no es lo mismo que un nivel de mero sintetizador o generalista, cuando lo alcanzan, propio del materialismo presocrático. Las Ciencias humanas en las últimas décadas se han adherido, como a un clavo ardiendo, al marxismo, en tanto que éste se declaraba "científico", huyendo también de la Filosofía, al menos en la tradición positivista engelsiana, que tanto influyó en la II Internacional. Con el "derrumbe" del "socialismo real" y la reciente Perestroika, su autoengaño no podrá sostenerse por mucho tiempo.

72 Ver C. P. Snow, Las dos culturas y un segundo enfoque, Alianza Editorial, Madrid, 1977.

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Las ciencias naturales, o no-humanas, si incluimos a las matemáti-cas y a la lógica, han sido asistidas en su nacimiento en los siglos XVII y XVIII por la Filosofía, desde Descartes a Leibniz. Pero, rápidamente, con el positivismo, han tratado de abandonar la Filosofía hasta que su primera gran crisis seria (relatividad, quantos, nueva lógica, etc.) les ha hecho, al menos en sus cabezas más eminentes (Einstein, Russell), volver la mirada hacia la Filosofía. Pero estas miradas se hacen ya desde una distancia que presupone la ruptura contemporánea del bloque ciencia-filosofia, que tiene como consecuencia asimismo la reducción de la ciencia a fines tecnológicos. Ninguno de ambos candidatos, ciencias naturales o humanas, tiene virtualidad, por ello, para ocupar el núcleo de la Universidad. Pues las ciencias humanas, tras el derrumbe del marxismo, no están en condiciones de seguir manteniendo su cien-tificidad “revolucionaria”, y las ciencias naturales tienen hoy su núcleo de investigación en instituciones extra-universitarias. Pero habría que plantearse seriamente el supuesto fundamental que late en todo esto: ¿es cierto que la Universidad está en decadencia y debe resignarse a desaparecer convirtiéndose en un conglomerado burocrático de Escuelas técnicas?. ¿No será aparente tal decadencia?. ¿No será, más bien, una crisis de crecimiento, una reestructuración en parte traumática y con ciertos riesgos, sin duda, pero que es condición previa de paso a un orden de organización superior o diferente al de las antiguas Facultades, un orden nuevo que parece iniciarse, p. ej., a través de la creación de grandes Depar-tamentos multi-facultativos?. Lo que entonces estaría en decadencia es el criterio facultativo como unidad organizativa de las disciplinas universitarias. Y estaría en crisis por el desgaste y la impotencia a que ha conducido el proyecto imperialista de las principales facultades, prestas a someter, en vano, a las demás, generando conflictos permanentes. Habrá que disociar la Idea de Universidad de la de Facultad, pues puede haber Universidades sin Facultades, como se puede constatar en el caso de las recientes Universidades de Verano. Aunque sea algo relativo, pues el profesorado de estos cursos se recluta, en su mayoría, en las Universidades facultativas de invierno. Es curioso observar no obstante, como estas Univer-sidades de Verano, en las que, al menos en España, se paga muy cara la servidumbre al poder político y social con el protagonismo que se concede a políticos y famosos, han provocado una mayor

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presencia de los profesores universitarios en los media, justamente también por el interés general que ofrecen los temas que en ella se tratan. En tal sentido dichas Universidades funcionan como elementos de dinamización que contrarrestan el superficial tratamiento que los media suelen dar a los temas culturales que tratan. Lo ideal seria que tal modelo de Universidad, el cual permite una menor buro-cratización académica y una mayor capacidad de elección, por parte de los alumnos, de las materias y profesorado según su calidad, prestigio o interés y no por obligación, lo ideal sería que se introdujese en la propia Universidad de Invierno, para que la presencia de ésta en los media fuese normal y no estacional. Además de esto sería mejor todavía, desde luego, convertir este tipo de Universidad de Verano - que hasta ahora es una institución marginal con respecto a la Universidad y que además arrastra el mal de la politización, el especialismo y el sensacionalismo de los protagonistas mundanos (deportistas, políticos, comediantes, etc.) - en la verdadera Universidad. O, mejor dicho, en el núcleo central de ella, por el que debían pasar, al menos durante un periodo de su vida universitaria, como aquel que tiene que atravesar un periodo estacional en su desarrollo, todos los estudiantes, dejando como entorno suyo las enseñanzas propiamente profesionales (médicos, abogados, ingenieros, etc.). Así como los mahometanos tienen que peregrinar alguna vez en su vida a La Meca, para ganar con más seguridad su salvación en la otra vida, los estudiantes deberían pasar por lo que debería ser la Meca Universitaria, la Cultura o las llamadas Humanidades, durante algún curso para que, con el conocimiento de las visiones generales que allí se les ofrecen, puedan después en su vida de post-gra-duados, encontrar algún asidero que les ayude a no naufragar ante los embates de su futura existencia como especialistas. Es una solución al menos para que la mayoría no caiga en la barbarie de tantos especialistas o en las generalizaciones banales y arbitrarias de tantos gurús y demagogos. Pues gran parte de lo que se llama la "crisis de las ideologías", la "debilidad del pensamiento", el "estrechamiento de la mente", etc., se debe a que la Universidad ha perdido prestigio y presencia en el mundo social. El nazismo se aprovechó, ya en los años 30, de la infección positivista que debilitaba a la Universidad. Los estu-diantes sesentayochistas se aprovecharon del rebrote neo-positivista

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en las Humanidades durante la post-guerra, para golpearla igual-mente, pero ahora desde la izquierda maoísta y comunista radical. Pero el cese del influjo cultural de la Universidad, comparado con lo que fue la Universidad medieval o la moderna, modelo Humboldt, no sólo no ha provocado que se sustituya esa influencia por la de otras instituciones educativas o sabias, como las Acade-mias u otras agrupaciones socio-culturales, sino que ha generado una desmoralización general, hasta el punto de que nadie pretende en serio sustituirla. Así, haciendo de la necesidad virtud se sostiene el "viva el olvido", el elogio de la debilidad de pensamiento, de la retórica superficial, etc. Incluso los propios miembros componen-tes de la Universidad, profesores y alumnos, no escapan a tal desmoralización. Pero la solución, tampoco es resistir sin más. Pues si se sigue así mucho tiempo, aguantando la Universidad lo que el resto de la sociedad le eche, a través de las presiones externas, de los políticos o de la prensa, el resultado será el envilecimiento. Será mejor estimar y apoyar los intentos de recuperar dicha influencia perdida. Solamente cuando se empieza a tomar en serio la interdisciplinariedad, y aparecen los Departamentos inter-facultativos, se empieza a caminar hacia una Idea de la Universidad que rebasa el nivel meramente facultativo. Se apunta entonces, como en la reciente L.R.U. española, hacia la superación de las Facultades tradicionales con la constitución de unas unidades distintas, los Departamentos, definidos no ya "epistemológica-mente", por su "facultad de conocer" un objeto - lo que implica toda una concepción idealista de un yo psicológico o trascendental, de un Sujeto que se apropia de un Objeto, etc. -, sino que ahora se establecen unas definiciones topológicas (cada Departamento agrupa a una o más Áreas de conocimiento próximas), unas definiciones más operativas, pues las "disciplinas" ya no tratan de "Objetos", sino de Áreas, campos del saber, de ámbitos de realidad roturados por ellas, etc. Desde luego que puede haber conflictos entre Departamentos. Pero estos no son conflictos en los que se ponga en cuestión el huevo, la cosa misma, como en el "conflicto de las Facultades", sino más bien el fuero. Es decir, admitiendo que las unidades del saber no tratan de "Objetos" distintos, sino "Áreas" distintas de una misma superficie (la realidad fenoménica, material, etc.), los conflictos que surgen son de frontera, de límites territoriales. Y el que discute una frontera está concediendo beligerancia al otro, al

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reconocer al menos su existencia positiva, aunque sea para tratar de invadirlo. La Universidad post-moderna, entonces, se descentraliza, toma la forma de un Estado Autonómico, cuya existencia será más importante y viva en tanto que reconociendo las fronteras natu-rales, realmente existentes y no producto de una mera clasificación administrativa, que diferencian los distintos ámbitos del saber, elimine progresivamente, sin embargo, el férreo corsé centralista de la Facultad dominante de turno, para que así sus miembros, estudiantes y profesores, puedan asimilar y ofrecer, respectiva-mente, aquello que más les interese. Todo ello, por supuesto dentro de unos limites mínimos de interconexión que eviten situaciones de monopolio u otras deformaciones. El universitario así descrito tiende cada vez más a explorar un ámbito propio sin perder de vista al resto de los ámbitos del saber. Ya no será, por tanto, el "provinciano" que se quede con su "objeto" facultativo. Pero la verdadera frontera sólo existe entre dos entidades positi-vas y no entre un objeto y su sombra. Y esa "positividad" nos remite, a su vez, a la Idea de Ámbito. Pues la frontera es frontera en tanto que hay ámbitos diferentes en los que habitan unos seres "ambiciosos" que tratan de envolver, rodear y absorber a otros. La línea imaginaria que separa un objeto y su sombra no puede ser cruzada. Ello constituiría una tarea imposible, como si alguien quisiese pisar la propia y huidiza sombra. Ocurre lo mismo cuando se llama frontera a un abismo insondable, pues este, en tanto que es insondable, no es más que una especie de sombra. La "crisis de la Universidad" podemos reexponerla ahora como una crisis de crecimiento envolvente de las antiguas Facultades, que quedan inmersas y sometidas a estructuras del saber de más amplio alcance. No se trataría por ello tanto de que desaparezcan tales Facultades cuanto que sus conflictivas fronteras y competencias sean dirimidos según las Áreas de competencia efectivamente rotu-radas por las ciencias, y no apelando a una división facultativa metafísica, lo que permite, por primera vez en su historia, que la Universidad sea plenamente unidad y diversidad del saber real-mente existente. Pues si la Universidad no se convierte en una entidad interfacul-tativa y mediadora, existiendo in medias res, no podría competir en la lucha social por orientar la opinión pública, disputando el "poder

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cultural" a los media, los cuales se caracterizan precisamente por ser entidades en las que se mezclan no sólo los contenidos (un poco de todo), sino también los propios media a través de grandes trust diri-gidos por émulos del Ciudadano Kane. La Universidad debe por ello adquirir la fisonomía de un trust cultural que ofrezca también contenidos generalistas, aunque rigurosos y no banales. Si no lo hace sólo le quedará declarar su impotencia entre el griterío de los apocalípticos y la apatía de los integrados.

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SUPERACIÒN DE LA ESCOLÀSTICA La Universidad no existía, sin embargo, en el mundo antiguo. Es una institución genuinamente europea, no es grecorromana ni árabe. Pues los griegos lo que introdujeron fue la Escuela, cuyo modelo eminente eran las Escuelas filosóficas (milesias, pitagóricas, la Academia, el Liceo, la Stoa, etc.). De las dificultades de naci-miento que tuvo la Universidad es prueba el que naciese de la mano de la Escolástica. Pero enseguida se revuelve y continúa su camino en el Renacimiento con los choques de la nueva ciencia de Galileo y la Inquisición, aunque, como ya vimos, nuevos males la acecharon también después (conflictos entre Facultades en la época de Kant, etc.). El Escolasticismo entonces es, para nosotros, una recaída en los modos culturales de los antiguos, aunque, como toda repetición de algo muerto, no sea más que pálida figura. Pero figura al fin y al cabo, pues tampoco hay por qué idolatrar excesivamente a los dichosos antiguos. Como escribió David Hume: “Consideremos la ciega sumisión con que los filósofos antiguos aceptaban las doctrinas de los maes-tros, en cada escuela particular, y nos convenceremos de que si esa filosofía tan servil hubiera durado cien siglos, pocos beneficios podríamos haber esperado de ella. Hasta los eclépticos, que surgie-ron durante la era de Augusto y que profesaban la libertad de elegir, de entre todas las sectas doctrinales, aquello que más les gustara, fueron, en conjunto, tan dependientes y esclavizados como cual-quiera de sus hermanos: no buscaban la verdad en la Naturaleza, sino en lo que decían las diferentes escuelas; pensaban que era ahí donde debía encontrarse necesariamente, aunque no unida en un cuerpo, sino dispersa en varias partes. Con el resurgimiento del saber, aquellas sectas de estoicos, epicúreos, platónicos y pitagóri-cos nunca pudieron ya recobrar su prestigio o autoridad. Y, al mis-

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mo tiempo, el ejemplo de su caída hizo que los hombres no se sometieran ya con tan ciego servilismo a las nuevas sectas que han intentado después ejercer un ascendiente sobre ellos”

73 . Ahora bien, ¿qué era entonces la Escuela, tal como la entendían los griegos y romanos?. Se suele decir que lo característico de los primeros sabios griegos, como tales sabios, fue la racionalización de un Cosmos mitologizado. La aplicación de la racionalidad de la Geometría para tratar de entender el Mundo: es el famoso tema del tránsito del Mito al Logos, el tránsito de una prehistoria mitológica, abigarrada, barroca y dionisiaca, hacia el nacimiento de una Razón (Logos) geométrica clara y apolínea. El Mundo deja de ser el huevo de una serpiente y comienza a ser visto como una figura geométrica (un cilindro, una circunferencia, una esfera, etc.), rodeada por un caos (agua, fuego, aire) producto del vacío turbulento que deja la Gran serpiente o el elefante del cuento hindú al desaparecer. Un caos que lo envuelve y, como el animal divino desaparecido, cícli-camente lo devora. Lo único que podemos conocer científicamente de la realidad es entonces lo que tiene de geometrizable, de racional y lógico. Las civilizaciones anteriores a los griegos (caldeos, egipcios, etc.) no desconocían por supuesto este tipo de racionalidad. Pero lo característico de los griegos frente a ellos es que por primera vez consiguieron cerrar y acotar formalmente un trozo de realidad por procedimientos puramente racionales, pues la Geometría como ciencia se constituyó con ellos en su forma clásica. El "cierre" del espacio geométrico conllevó entonces, a posteriori, una segregación de la matriz mitológica. Y en tal sentido el Logos llega a ser pura y simplemente en su desarrollo límite, la negación del Mito. El Cosmos racional, geometrizado, es entonces un pedazo de realidad que se separa del resto merced a las hipótesis, a los axiomas, a las definiciones, a los principios, etc. Principios que, según Platón, sólo remonta la Filosofía pero no las Ciencias. Hasta Aristóteles la filosofía griega se debate en la lucha entre dos principios, el Ser y el No-Ser, el Amor y el Odio, lo racional y lo irracional, etc. Con él la lógica se convierte en el Organon de la Filosofía. Logos apofántico. Aquí se detuvieron los griegos. Y los romanos tampoco fueron más allá. Sin embargo hubo alguna 73 David Hume, “Sobre el surgimiento y progreso de las artes y las ciencias”, incluido en Sobre el suicidio y otros ensayos, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 85.

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excepción, algún intento de barruntar algo más allá. De buscar un Logos que no se redujese al Logos apofántico. Fue el caso eminente del hispano-romano Séneca, influido por el estoicismo medio de Panecio, el cual se aproximó mucho al Logos (Verbo) cristiano, que para la mentalidad greco-romana era cosa poco menos que de locos e ignorantes. En toda la Historia de la Filosofía antigua sólo hay, quizás, dos cabezas que han visto con claridad esa naturaleza profunda y ambigua del Logos: Panecio de Rodas y Séneca. Dos filósofos hu-manistas, si se nos permite la exageración. De Panecio nos quedan, de sus obras, solo noticias indirectas y sobre ellas se han hecho varias reconstrucciones e interpretaciones de su pensamiento que impulsó extraordinariamente Pohlenz en los años treinta del pasado siglo. Pero sobre Séneca no caben muchas dudas. Sobre todo no cabe duda acerca de su claridad en cuestiones morales, en una época turbulenta en la que también parecía valer todo. Como escribió María Zambrano, "Séneca tiene una gran claridad, su pensamiento no necesita ser desvelado, como en general el de los estoicos"74 . Séneca vivió en un momento en que la autoridad del Cesar, de la mano de Nerón, era conducida a una de las más bajas cotas de dignidad, a la par que la dignidad sobrante buscaba refugio en una figura paralela en poder y majestad al Cesar, y que entonces todavía estaba en sus primeros pasos: la figura del Papa, vicario de Cristo. El poder espiritual pareció, por un momento, escaparse de las manos del Emperador. Pero aún no se había desarrollado una insti-tución lo suficientemente fuerte que lo representase, como la encar-nada por la Iglesia triunfante después de Constantino. Había entonces, por tanto un vacío de Poder espiritual. Los emperadores posteriores, sobre todo Adriano, o más tarde Marco Aurelio, volverán a recuperar, aunque por poco tiempo, toda la majestad y grandeza política y espiritual con que será recordado por la Historia el Imperio romano. Entonces los filósofos, como escribió Renan, habían accedido al "Poder espiritual": “Después de algunos siglos la filosofía griega llevaba a cabo la educación de la alta sociedad romana; casi todos los preceptores eran griegos; la educación se efectuaba en griego. Grecia no cuenta victoria más

74 María Zambrano, El pensamiento vivo de Séneca, Cátedra, Madrid 1987, p. 16.

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bella que la lograda de ese modo por medio de sus pedagogos y de sus profesores. La filosofía asumía cada vez más el carácter de una religión; tenia sus predicadores, sus misioneros, sus directores de conciencia, sus casuistas. Los grandes personajes mantenían, junto a ellos, un filósofo familiar, que era al mismo tiempo su amigo intimo, su consejero, el guardián de su alma. De ahí una profesión que tenia sus espinas y para la cual la primera condición era un exterior venerable, una bella barba, una manera de llevar el manto con dignidad”75 . A partir del siglo III todo ese poder entraría en crisis, culmi-nando con la división del Imperio. Será precisamente el Cristianis-mo en Occidente quien recogerá la herencia de ese poder cultural y filosófico a través de los Padres de la Iglesia y de San Agustín. Por ello fue el siglo II un pequeño periodo histórico de grandeur, una especie de periodo culminante que constituye, por ejemplo, para el historiador Mommsen, la época más feliz de la Historia humana. Sin embargo no se debe olvidar que tal época fue, hablando en términos histórico-filosóficos, un paso atrás, una restauración de la filosofía griega, un intento por tanto, de eludir, mirando hacia atrás, el reto que empezaba a significar el cristianismo. Hoy lo comprendemos mejor porque ya conocemos el final de la película romana. Pero en su momento muy pocos lo vieron así. Séneca fue quizás el filósofo romano que más empeño puso en asimilar la novedad que representaba el cristianismo (se creó incluso una leyenda en torno a una ficticia correspondencia entre Séneca y San Pablo). Novedad que como siempre ocurre, cuando es verdadera novedad, para bien o para mal, suele ser incom-prendida por la mayoría, por el sentido común vigente. Séneca, a diferencia de Panecio, no sistematizó nunca su filosofía. De ahí que juzgando por el estilo sus obras dijese Calígula que éran "arena sin cal". Aunque en realidad represente mejor ese dicho español de "una de cal y otra de arena", pues para él no es el Logos principio del Mundo, sino sólo su medida. Como escribe María Zambrano, "... a lo que regresa Séneca es a la antigua fe de Heráclito de la razón como medida entre contrarios, la armonía de los contrarios. Y al ser la razón medida y armonía, la ley queda casi

75 E. Renan, Marco Aurelio y el fin del mundo antiguo, Buenos Aires, 1965, pgs. 25-26.

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imposible de fijarse. De ahí que la verdadera medida no pueda encontrarse en un dogma, sino en un hombre concreto que percibe con su armonía interior la armonía del mundo. Es una cuestión de oído, una virtud musical la del sabio; es una actividad incesante que percibe, y es un continuo acorde. Es, en suma, un arte. La moral se ha resuelto en estética y como toda estética tiene algo de inco-municable"76 . Séneca guió su conducta con ese nuevo sentido de la vida que vislumbraba. Y su coherencia le llevó a la muerte. Pero, incluso quien trata de entender su filosofía comparándola con el estilo socrático, no entenderá gran cosa. Pues Séneca es la contrafigura de Sócrates, el padre de la filosofía griega. Su filosofía tiene en común con la de éste el estar muy mezclada con su vida, una vida que también terminó trágicamente. La simple imitación de Sócrates le hubiera alejado del Poder y, sobre todo, le hubiera impedido colaborar con un tirano como Nerón. No obstante esta actitud suya, tan mal entendida por sus críticos antiguos (Tácito, Suetonio, Dión, Casio, etc.) encierra un misterio que no es otro que su intento de conquistar, de asimilar los nuevos valores, cargados de futuro, que se abrían paso con los cristianos. Así en Séneca se abre paso, frente al socratismo, la Idea de Humanidad, imponiéndose por encima de la distinción griegos-bárbaros, la cual habría bloqueado el desarrollo del poder cultural griego. En Séneca se anticipa por tanto la moderna Idea de Humanidad. Fue como dice María Zambrano, "el último sabio antiguo y el primer intelectual moderno"77 . No es casual el culto que le tributa el último Diderot (Essai sur les règnes de Claude et Néron et sur les moeurs et les écrits de Sénèque), el cual pone a Séneca en el lugar que antes ocupaba Sócrates en su devoción. Tal Idea de Humanidad conlleva consigo un "poder espiritual" que escapa al poder imperial ciuda-dano, cual un recinto inviolable donde se preserva la dignidad del individuo, en un orden ya no humano, sino divino, cuya jus-tificación y estructura interna, sin embargo, no se establecería ideológicamente hasta el Concilio de Nicea, en el que se formula el dogma de la Trinidad, clave de bóveda del Cristianismo. Según Saint-Simon, esta separación de poderes político y espiritual se

76 M. Zambrano, op. cit. p. 45. 77 M. Zambrano, op. cit. p. 33.

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instaura en Europa por primera vez con Carlomagno. Este nuevo orden supra-político era difícil de entender para la mentalidad grecorromana, pues ¿cómo podría justificarse que un hombre fuese a la vez Dios sin dejar de ser hombre?, ¿qué género de misteriosa unidad es esa? Al margen de estos problemas que no podemos abordar aquí, lo que nos interesa subrayar es la Idea del Individuo universal, que se abre camino en Séneca. Idea que viene del estoicismo, componente esencial, sin duda, en el filósofo hispano-romano. Pero no se debe olvidar que, contra el tópico al uso, la simpatía de Séneca por los cristianos es muy poco estoica. Pues el cristianismo, a diferencia del estoicismo cosmopolita, es esencialmente una ideología apolítica o para-política. No en un sentido absoluto, ciertamente, pues en el mundo europeo tendría gran importancia su colaboración en el origen de las monarquías nacionales. Pero si en relación con el mundo grecorromano, que no rebasó esencialmente el nivel de la polis, de la ciudad. El cristia-nismo es un movimiento anti-urbano, anti-Político. Los cristianos van a las ciudades populosas a hacer proselitismo, a "pescar almas" o se esconden en sus subterráneos (catacumbas). La prueba de ello es que cuando triunfan y acceden al Poder organizan la vida ceno-bítica y monacal en el campo. La Idea de una cultura universal, tal como la entendemos hoy, no tenía sentido en la antigüedad, en la que la cultura era ciudadana, civilizada, frente a la incultura y barbarie montaraz. Además en cada ciudad, - o al menos en las más importantes -, había varias escuelas filosóficas que disputaban entre si, ofreciendo cada una lo que hoy llamaríamos una enseñanza integral. Residuo fósil de ellas son esas escuelas soteriológicas que, como los neo-gnósticos o similares, re-surgen hoy precisamente cuando se debilita la Universidad. Había, por tanto, cierta unidad cultural, pero admitida sólo por una escuela y rebatida por otras. En la Universidad medieval sucede más bien lo contrario: hay una unidad cultural establecida por los dogmas, pero una diversidad de tratamientos facultativos. Todo el saber se orienta hacia la Summa, hacia la unidad, en la que se deben integrar los resultados de los análisis arrojados por las distintas Facultades. Cuando hay una Facultad superior, indiscutida, como la de Teología en la Edad Media, será la Summa Teológica de Santo Tomás. Cuando hay conflicto como en el XVIII, será la Enciclopedia organizada según un orden neutral alfabético de Diderot . En la modernidad cada vez estará más claro que la verdadera

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competencia generadora de conflictos es la que se da entre Facul-tades. Y no ya entre Escuelas que, propiamente, no existen como en el mundo antiguo. Se hablará, más que de Escuelas, de Ordenes (dominicos, franciscanos, agustinos, etc.) o de corrientes filosóficas (racionalismo, empirismo, idealismo, etc.). Pero no se debe confundir este tipo de desarrollo más dinámico del saber, con el carácter esencialmente estático que tenían las Escuelas antiguas. Sólo por este estatismo se puede entender que la Academia plató-nica o el Liceo aristotélico continúen como tales durante tantos siglos hasta que el emperador Justiniano las cierre. No se puede, por ello, hablar en el mundo moderno de la Universidad tomista o hegeliana. Precisamente por el carácter dinámico y conflictivo de la institución que admite la diversidad en su seno, pero sólo sucesiva-mente y no de forma simultánea. Por ello no se debe olvidar que la Universidad es diferente de la Escuela antigua. Y que en ella es sin duda una parte esencial la Fa-cultad. Pero la esencia no es, sin embargo, el núcleo, lo consti-tuyente de la Universidad. Pues el núcleo es lo que impropiamente se denomina Facultad de Filosofía. Impropiamente porque algunos filósofos como Kant la sitúan al margen del conflicto de las Facultades superiores de Teología, Medicina o Derecho, como una Facultad "inferior", que lleva la cola o la antorcha a las otras, pero que por ello mismos no camina a su lado como una igual. No obstante otros filósofos, como Schelling, - en un largo párrafo que nos permitimos reproducir -, se acerca más al problema cuando, polemizando con Kant, considera impropio hablar, en sentido estricto, de una Facultad de Filosofía: " En la medida en que las ciencias alcanzan, mediante el Estado y en él, una existencia verdaderamente objetiva y se convierten en poder, se llaman las corporaciones para cada una de ellas en especial Facultades. Para señalar lo necesario de las mismas, unas con otras, será especial-mente útil el escrito de Kant, El conflicto de las Facultades, en el que parece haber contemplado esta cuestión desde puntos de vista muy parciales; así es evidente que la Teología, en la que se ha hecho objetivo lo más intimo de la Filosofía, debe ser la primera y superior; en la medida en que lo ideal es la potencia superior de lo real, se deduce que la Facultad de Derecho debe preceder a la de Medicina. En lo que se refiere a la filosófica, mi afirmación es que no hay ninguna, ni debe haberla, y la prueba de ello es que aquello que es todo no puede ser precisamente, debido a esto, nada en particular (en cualquier caso, la Filosofía debe ser una asociación

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libre). La Filosofía misma es la que se hace objetiva en las tres ciencias positivas, no obstante no se hace objetiva en su totalidad mediante ninguna de ellas. La verdadera objetividad de la Filosofía en su totalidad es solamente el Arte; por tanto, no podría haber, en caso alguno, ninguna Facultad filosófica sino una Facultad de las artes. Solamente que hay que precisar que las Artes no pueden ser nunca un poder externo y tampoco pueden ser privilegiadas ni limitadas por el Estado (este es el caso de las tres primeras ciencias. Solamente a la Filosofía es deudor el Estado de una libertad no condicionada, a no ser que la quiera destruir totalmente, lo que seria la mayor desgracia para el resto de las ciencias). No hay, por tanto, más que asociaciones libres para el Arte, y este era también, en las universidades anteriores, el sentido de las ahora llamadas facultades filosóficas que se llamaban Collegium Artis, exactamente igual que los miembros de las mismas eran artistas. Esta diferencia de la facultad filosófica del resto de las otras se ha conservado hasta ahora, de tal manera que aquellas no formaban como éstas a profesores privilegiados (Doctores) tomados, por el contrario, también para el servicio del Estado, sino a maestros (Magistros) de las Artes libres"78 . La Facultad de Artes de que habla Schelling recuerda mucho a la que Ortega, en Misión de la Universidad, denomina Facultad de Cultura. Es como si la Universidad hubiese recorrido un ciclo histórico marcado por tres edades: la Edad dogmatica medieval, asociada al predominio de la Teología, la Edad conflictiva o crítica, en la que encuentra esta última una seria oposición de la Facultad de Filosofía, que minará su poder; pero de dicha pugna saldrá vencedor un tercero, las Facultades de ciencias positivas, derivadas de una rama de la Facultad de Filosofía, la sección de Filosofía Natural, a las cuales se han asimilado posteriormente la Facultad de Medicina y la de Derecho acogidas bajo el manto de la cientificidad. Con tal cientificización de la Universidad, ésta, a la vez que la ciencia se vincula estrechamente al armamento y a la industria, será sometida directamente al Estado y a la sociedad económica, lo que conducirá inexorablemente a intentos de controlarla, utilizarla o 78 F.W.J. Schelling, Lecciones sobre el método de los estudios académicos, ed. de M. Antonia Seijo Castroviejo, Editora Nacional, Madrid 1984, pgs. 129-130.

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maniatarla sometiéndola predominantemente a criterios extra-universitarios de formación de especialistas para las diversas profe-siones de la vida económica, o para la investigación enteramente práctica que precisan las empresas industriales en su competencia económica. Con ello la Universidad entra en crisis como organismo autónomo y ve peligrar su tradicional libertad de enseñanza e investigación de la verdad, cuyo origen estaba en su fundación medieval al socaire de un poder religioso separado entonces del político. Como reacciones a esta utilización se han producido dos grandes crisis ya históricas, asociadas a dos grandes filósofos: la crisis de la Universidad alemana que represento el polémico rectorado de Heidegger en la Universidad de Friburgo durante el nazismo y la posterior crisis sesentayochista impulsada por la influencia de Sartre en su acercamiento al comunismo. Recientemente ha sido subrayada esta relación: "Recordemos que Heidegger, en el discurso del rectorado, había diseñado el escenario de una ruptura de época, de un segundo comienzo de la historia de la humanidad; todos estaban invitados a ser testigos y colaboradores de un acto decisivo en la gigantomaquia de la historia del ser. Pero en su caso apenas sale de allí otra cosa que una lucha contra la universidad de los profesores funcionarios.(...) Esta lucha en torno a una <<nueva >> universidad posee cierta semejanza con la revuelta estudiantil de 1968. Heidegger se presenta abiertamente al estilo del movimiento de la juventud, como cabeza de lanza de los estudiantes revolucionarios, que están << en marcha >>. Con pantalones cortos y cuello vuelto, arremete contra los manguitos y los trajes talares. Heidegger pone en juego a los representantes nacionalsocialistas de los estudiantes en las organizaciones gremiales contra los profesores funcionarios, y apoya la independencia de los asistentes. Es la hora de los Privatdozenten, que pueden abrigar alguna esperanza. Heidegger procura que también sea consultado el personal no docente. (...) Para Heidegger la desvirtuación del dominio de los profesores funcionarios significaba la continuación de su lucha contra el idealismo burgués y contra el espíritu moderno de la especialización positivista. También este impulso retornará en la revuelta estu-diantil de 1968. Aquello contra lo que Heidegger luchaba entonces es lo que los estudiantes de 1968 llamaban <<idiotas espe-

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cializados>> (Fach-idioten)"79 . Aunque Heidegger se apartó pronto de este movimiento. Ambos intentos, uno promovido desde ideologías fascistas y otro desde el comunismo radical, dieron lugar a una serie de violentos episodios que van desde la quema de libros del nazismo hasta la ocupación violenta por los estudiantes del 68 del entorno de la Sorbona; ambos como respuesta primitiva, utópica y pura-mente voluntarista, a la pretensión de subordinar las libertades de la Universidad a los intereses del mercado de trabajo, etc. Y no se debe olvidar que es un tema aun pendiente, pues entre leguleyos, burócratas y tecnócratas han arrinconado en muchos países, sobre todo en USA y en lo que fue la URSS, lo que quedaba de la Universidad, su núcleo originario, la extraña Facultad de Filosofía. Pero, volviendo a lo que separa a las Facultades universitarias de las Escuelas antiguas, es preciso recordar que una diferencia muy importante radica en el modo de su constitución. En las Escuelas filosóficas antiguas sólo había un maestro (escolarca) al que los escolares debían someterse. Incluso las Escuelas estaban pensadas para la vida teorética y su finalidad no era esencialmente la ense-ñanza. Pero el origen de la Universidad está en un contrato libre entre profesores y alumnos, de tal forma que la pluralidad simul-tánea de maestros es parte esencial de la Universidad. La vida puramente teorética y contemplativa jerarquizada estaba además mejor asegurada en las instituciones monásticas. Los maestros medievales dependían entonces esencialmente de una audiencia que era masiva. Mientras Platón estuvo rodeado en su Academia por unos pocos fieles, Abelardo llenaba las amplias aulas de gentes arre-batadas a su antiguo maestro Guillermo de Champeaux. La Universidad desde el principio tenía el aspecto de ser una empresa de profesores y alumnos que estaban dispuestos a defender sus intereses ligados a la formación profesional, exigida por el resurgir de la vida ciudadana, frente a terceros tan impor-tantes como la Iglesia o el Estado. En este sentido la Universidad en su origen era todo lo democrática que podía ser, pues los estudiantes elegían a sus profesores, tenían derecho de huelga, etc. La enseñanza era un plebiscito cotidiano (la disputa). De ahí que la Universidad, como institución social que es, no existe de una vez 79 Rüdiger Safranski, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, Barcelona, 1997, pp. 303 s.s.

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para siempre, sino que está haciéndose o deshaciéndose, según represente o no, a la fecha, una empresa interesante. Las Escuelas filosóficas de la antigüedad, al estar sometidas a la dirección de un escolarca, en el cual coincidían la dirección admi-nistrativa y la doctrinal, podían desde el principio lanzarse a una búsqueda ilimitada del saber, sin división del trabajo doctrinal en Facultades, ni nada por el estilo. Todo dependía de la capacidad o genialidad del maestro escolarca. A diferencia suya las Univer-sidades, como formas de organización del saber más complejas, que rebasan las capacidades de un individuo, han tenido que seguir en su desarrollo una serie de etapas históricas hasta roturar todo el campo del saber. En Europa el proceso de constitución de la Universidad ha pasado esencialmente por tres momentos: un primer momento propiamente medieval en el que se agrupan los saberes más próximos en Facultades, presididos por la Facultad de Teología. Un segundo momento o Edad crítica, en el que empiezan a surgir con-flictos entre dichas Facultades, al sentirse extrañas y enemigas unas de otras. No obstante sigue habiendo unidad, aunque sea la unidad dialéctica de la guerra o del conflicto, sobre todo entre la Facultad de Filosofía y la de Teología. Después surgirá el conflicto dentro de la propia Facultad de Filosofía entre ella y su sección de Filosofía Natural, que se transformará con el tiempo en la Facultad de Ciencias, la cual querrá, con la ayuda del positivismo triunfante, reducir a la de Filosofía a sierva o auxiliar suya. Y un tercer momento que parece abrirse en el siglo XX, en el cual se busca una unidad orgánica que medie en el conflicto y que solucione las disputas. Surge así, en dicho contexto, la Idea orteguiana de una Universidad cuyo centro debe estar ocupado por una Facultad de Cultura, tal como lo expone en Misión de la Universidad. Pero esta Idea no ha conseguido imponerse y mientras tanto prevalece un modelo, todavía positivista, de una Universidad "interfacultativa" o "transfacultativa". Su prototipo sería el llamado Modelo John Hopkins, en alusión a la Universidad americana del mismo nombre. Pero no se debe olvidar que ese núcleo o fondo originario, esa Naturaleza o Fisis que está en el origen de la Universidad, que a la vez constituye y atraviesa su estructura facul-tativa, es la Filosofía. Si se suprime ésta, como se está corriendo el peligro de hacerlo, las diversas Facultades o Departamentos caerían progresivamente en un especialísmo zombie y la Universidad como

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institución relativamente independiente sería fagocitada por otras instituciones sociales poderosas, como el propio Estado o las gran-des empresas, grupos religiosos, etc., como de hecho ya está ocu-rriendo con la proliferación de universidades privadas, a la americana, sostenidas por poderosos grupos económicos del más variado pelaje. Pero quizás sea más difícil que ocurra en Europa, donde históricamente surgió la Universidad. Es, además, muy peli-groso que ocurra en el momento mismo que asistimos a la consti-tución política de la Unidad europea. Si la Comunidad Europea puede diferenciarse de otros Estados continentales como USA, la URSS o China, es precisamente porque en su Historia ha sido esen-cial la presencia de la Filosofía, integrada en una Universidad que actuó como guía y catalizador del proceso social. Por ello, volviendo a la tesis central de todo este libro, podría-mos decir que la grave crisis en que se sumerge hoy el mundo cultural, que se manifiesta principalmente en lo que denominamos la "rebelión de las minorías", parodiando e invirtiendo respecto a nuestro tiempo, el diagnóstico que Ortega dio al suyo, tiene una de sus claves en la crisis de la Universidad. Las causas de ello son varias y hemos intentado en lo escrito discernir algunas. Una de las mayores es la pérdida de la hegemonía cultural que, secularmente, la Universidad ejerció sobre el resto de la sociedad. Y no ya sobre la Sociedad, tal como se insinúa en tantos y tantos cursos del tipo "Universidad y Sociedad", etc., como si la Universidad no fuese ella misma una parte de la Sociedad, como si los universitarios fuesen una especie de marcianos. Pero a tal pérdida de hegemonía ha sucedido una dispersión del poder cultural, una fragmentación que incluso algunos univer-sitarios post-modernos, haciendo de la necesidad virtud, pretenden santificar. Y lo harán hasta que tal fragmentación amenace con destruir la propia Universidad. Entonces, y sólo entonces acabarán seguramente maldiciendo el sacrosanto "fragmentarismo" de moda. Pero nosotros no podemos esperar que eso ocurra, y por eso con-sideramos al fragmentarismo como un mal síntoma que exige, si no se quieren las aludidas consecuencias, hacer lo posible por reordenar los fragmentos y reconstruir el puzzle o rompecabezas ante el que nos encontramos. Pues tal reconstrucción sucesiva a la previa destrucción (o de-construcción) que ya experimentó en 1933 y en 1968, nos ofrecerá seguramente un nuevo orden cultural. Hoy el peligro viene de los micro-nacionalismos regionalistas.

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La cultura universitaria no funciona cuando no dispone de una organización sistemática que la coordine y organice. Y esto lo han ofrecido tradicionalmente los filósofos apoyándose en una de las Facultades tradicionales frente a las demás. Pero hoy el tradicional "conflicto de las Facultades" se encuentra agotado. Pues se está generando un tipo de organización de la Universidad que trasciende la Facultad. Esta se ha vuelto una división arbitraria ante el increíble rebasamiento de los tradicionales límites del saber. La interdiscipli-nariedad se ha impuesto y de ahí la necesidad de crear Departa-mentos transfacultativos. Síntoma de tal devaluación es la manía de erigirse en Facultad muchos de los recién llegados: Facultad de Físi-cas, de Biológicas, de Exactas, de Geografía e Historia, de Filología, de Psicología, etc. Pero todos estos "facultativismos" son producto, en el fondo, de resentimiento encubierto en la manía por la igualdad a toda cos-ta, o del delirio de grandeza. Con ellos no se reconstruye la Uni-versidad, sino que se destruye, se fracciona, se fragmenta, al no ad-mitirse la existencia de una cabeza cultivante, no meramente culta, e iluminadora para las demás, como se destruyó el califato con los reinos de taifas. La reconstrucción de la Universidad sólo la puede llevar a cabo la única que ha sido Facultad y al mismo tiempo no lo ha sido propiamente: la Filosofía. La construcción pues de una Universidad Interfacultativa, pero en la que se conceda un lugar preeminente a las Humanidades, o a la Cultura en el sentido orte-guiano, es la tarea del presente por la que creemos debe luchar la Filosofía. Es la única empresa que puede poner fin al auge desmesurado de la contra-cultura, de la cultura de la banalidad y de lo efímero, que siendo tarea apropiada para los media, se convierte sin embargo en un monstruo peligroso, el cual amenaza devorarlo todo cuando falla la visión a medio o largo plazo tradicionalmente suministrada por la Universidad.

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CONCLUSION El mundo se ha quedado sin cultura de referencia, precisamente por un exceso de culturas. Pues, tras el "todas las culturas valen", reza el corolario inevitable del "ninguna cultura vale", el lema de la contra-cultura que encierra la pedestre aspiración de una vida sin cultura. Muerte pues por exceso que confluye, en el resultado, con la incultura más trivial que produce la escasez. Ya pueden por ello hablarnos del rescate de viejas culturas en vano, pues tal rescate, cuando no hay una estructura cultural de referencia, es una tarea tan imposible como arar en el mar. La rebelión de las masas había conducido a transformar a la juventud en una plataforma, incluso en una especie de chantaje en tanto que se mitificaba y adulaba lo juvenil. La rebelión de las minorías por el contrario, parece querer hacer su agosto con lo viejo. Si el joven tardío quiere vivir siempre del crédito, el viejo prematuro se afana en ahorrar. No hay pues, que tirar nada aunque se encuentre en un estado cutre y desvencijado y sea comple-tamente inútil. Todo vale. Si el espíritu joven aspira a vivir siempre la aventura, el viejo prematuro quiere ser pensionista a los 30 años, jubilado anticipado, etc. Hay una búsqueda desesperada por el enraizamiento, quizás como reacción al desarraigo que produjo la sociedad de masas. Pero este enraizamiento, cuando es demasiado radical, conduce al inmovilismo, a una cultura pequeña, cotidiana, de andar por casa, con acento, pero sin amplitud de miras, sin grandeza. Hoy se habla mucho del triunfo de las clases medias, de la aura mediocritas, denotando con ello al "hombre medio". Pero bajo este término peyorativo, sobre todo por su mala prensa, se oculta en realidad la caricatura en negativo del tipo de hombre realmente de-

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cisivo en la Historia, del hombre en el que se alcanza el nivel medio de un movimiento. Ortega hablaba también, como señalamos al principio de este ensayo, del hombre-medio, el cual era para él "lo decisivo en la historia de un pueblo". No estaría de más recordar aquí aquello tan aristotélico de que "la virtud está en el medio". Pero al hombre-medio de la hora actual, en este caso al minoritario mediador y no radical, no se le espera. Sólo se utiliza su caricatura, su ridiculización como arma arrojadiza entre tirios y troyanos. Sin embargo a nosotros nos parece que en él, en el nivel de mesura y de conciencia de los límites de la rebelión minoritaria que alcance este tipo de hombre, está la única esperanza. Pero de ello no podemos tratar ahora y aquí. Nos pareció más conveniente y urgente dibujar la faz ascendente del hombre-minoría radical como contraste sombrío del degenerado hombre-masa. No sabemos hasta qué punto lo hemos conseguido. Quede pues para otra ocasión lo más difícil de hacer hoy, el elogio del verdadero hombre-medio, del “provinciano universal”; mientras tanto, cuando oigáis que a alguien le cargan el sambenito de mediocre, pastelero, etc., pensad que quizás sea verdad, que su mediocridad sea la de un hombre-masa, pero que también os quepa la duda de si no estaréis sacrificando a alguien que, en función del verdadero contenido de esa "mediocridad", el minoritario mesurado, el regionalista que no presume de lo que carece, que no presume de nacionalista, tal vez esté llamado a ser decisivo en las difíciles y futuras tareas que se nos avecinan. Para finalizar queremos remitirnos a un tema que, de la misma manera que señalamos en la introducción a la cuestión de las minorías sexuales por su candente actualidad, tiene así mismo una actualidad y una importancia mucho mayor, pues afecta a las bases mismas de nuestra convivencia política. Se trata de la discusión abierta sobre la necesidad de cambiar o no nuestra actual Consti-tución política. Una Constitución que consagra la división entre un poder central y unos poderes locales a los que afectan aspectos de lenguas o culturas minoritarias. Dicha división ha sido presentada en las últimas décadas como un modelo de mesura y consenso, fruto del pacto y de la voluntad de solucionar verdaderamente problemas históricos y sociales que habrían lastrado trágicamente los intentos de modernización de nuestro país. Esa mesura se haya en la actual Constitución política que nos rige, gracias ciertamente a las fuerzas políticas constituyentes de la llamada transición a la de-

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mocracia, pero también, como señalamos más arriba, a la signi-ficativa aportación filosófica de nuestro mayor filósofo del siglo XX, Ortega y Gasset. Hace bien poco se cumplió ya un cuarto de siglo de vigencia de la actual Constitución política que rige y organiza, como gran marco político, la vida española. Desde 1978 hasta la fecha ha pasado un trecho de tiempo lo suficientemente largo para hacer un balance, por somero que este sea, del significado tan positivo que ha tenido dicho texto y puede seguir teniendo si, dado que hoy ya no dependemos de que el Rey sea inteligente u obtuso, la sabiduría del pueblo, que es quien lo decide con su voto, la sostiene y defiende. Porque se empiezan a oír voces muy fuertes entre una parte de los partidos políticos, sobre todo los que representan a las izquierdas y los nacionalismos periféricos, que piden una reforma de la Constitución que la afectaría precisamente en lo que se puede considerar que ha sido el mayor de sus aciertos: la solución autonómica para vertebrar y organizar la persistente multiplicidad y variedad regional que ha caracterizado a España a lo largo de su extensa historia. Por mi edad no pertenezco propiamente a la generación que tuvo la tarea política de elaborar y aprobar dicha Constitución, pues por aquellos años yo estaba todavía haciendo el Servicio Militar y un cuartel, con un ejercito todavía mayoritariamente franquista, no era el lugar más apropiado para tal clase de preocupaciones. Fue mucho más tarde, en la época en que gobernó Felipe González, cuando caí en la cuenta de la importancia de la Constitución. Fue entonces cuando, leyendo las obras completas de Ortega y Gasset, me topé con algunos escritos suyos, muy poco citados en los fastos y conmemoraciones que los propios socialistas y el diario El País, del cual era fundador un hijo del filósofo, hicieron del centenario del nacimiento de Ortega. Fastos y conmemoraciones en los que pude ver, con gran sorpresa, que la Idea de la Organización Autonómica del Estado, que representa lo más llamativo y original de la actual Constitución, había sido expuesta, defendida y desarrollada por el propio Ortega en la prensa, en forma de libro (La redención de las provincias), y hasta en sus discursos en las Cortes durante la elaboración de la constitución de la II República (“Federalismo y autonomismo”, “El Estatuto catalán”) En dichas intervenciones defendió el filósofo, como si de un nuevo John Locke o un Montesquieu se tratara, la necesidad de que la nueva

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organización política que se necesitaba para reformar y regenerar políticamente el país se basara en una división o separación clara de los asuntos nacionales y de los locales o regionales. En esto coinci-día entonces Ortega con la izquierda y los nacionalistas periféricos, mientras que la derecha era, y siguió siendo durante la dictadura de Franco, centralista, esto es partidaria de que tanto los asuntos nacionales como los locales se decidiesen en Madrid. La derecha había sido centralista y partidaria del absolutismo monárquico desde los Reyes Católicos. Pero en el siglo XIX tomó conciencia, tras las experiencias revolucionarias de sus vecinos y rivales ingleses y franceses, de la necesidad de modernizarse. El intento se hizo durante la llamada Restauración decimonónica. Para ello se copió, siguiendo al parecer los consejos del gran ilustrado asturiano, Gaspar Melchor de Jovellanos, el modelo inglés de monarquía democrática centralista. Así se hizo la Constitución libe-ral de 1876. Pero tal régimen político no consiguió modernizar el país, produciendo las conocidas lacras de la oligarquía, el caci-quismo, fraude electoral, etc., denunciadas por Joaquín Costa. Con el golpe militar de Primo de Rivera se acabó el experimento democratizador. Ortega dedica entonces, durante los años 20-30 una serie de artículos periodísticos (publicados en la II Republica como libro con el titulo de La redención de las provincias) a analizar minuciosamente las causas de dicho fracaso. Encuentra que en España, a diferencia de Francia o Inglaterra, los únicos intereses que mueven a los españoles son los puramente locales. Pero el localismo, en política, es un defecto. Una Constitución centralista como la de la Restauración, que ignora los asuntos locales, no funcionó. Por ello Ortega propone el Estado Autonómico, como una nueva forma de organización que trata de hacer de tal defecto localista una virtud a través de la separación clara y bien estudiada de las Competencias que deben quedar centralizadas y las que no. Durante la discusión del Estatuto catalán en la Republica se opuso a la confusión que los partidos de izquierda introducían entre Autonomismo y Federalismo, en tanto que el primero no discute sobre la Soberanía, que se considera indivisible, sino sobre las Competencias o atribuciones de dicha soberanía, mientras que el segundo, el federalismo, gira princi-palmente en torno a la soberanía. Sólo el Autonomismo conlleva siempre descentralización política, mientras que el Federalismo puede resultar fuertemente centralizador, pues esa es su tendencia

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histórico efectiva. Es necesario recordar esto hoy cuando una parte importante de la izquierda empieza a hacer demagogia diciendo que el Federalismo no es incompatible con el Autonomismo - la gene-ralización autonómica fue propuesta por franquistas reformistas, aunque la Idea estaba tomada de Ortega, como saben los estudio-sos del tema:“También (Torcuato) Fernández Miranda, cuando advierte del peligro de plantear el problema autonómico como un problema de soberanía, hace suyo el razonamiento del filósofo ma-drileño: <<Pero esto, como ya demostró Ortega en las Cortes constituyentes de 1932, ¿puede plantearse en términos de sobe-ranía? No es necesario afirmar la soberanía para afirmar que determinadas entidades tienen derechos propios que tienen que ser reconocidos (...) Si se plantea la cuestión en términos de soberanía naturalmente se agrava el problema. Volveremos a no entendernos, como decía Ortega y Gasset hace ya cuarenta y seis años, y agra-varemos el problema>>”80. Ortega comprendió que autonomismo y federalismo no solo son diferentes sino que, en la cuestión de la descentralización, son opuestos. De ahí que la petición de reformar la actual Constitución en lo que concierne a la Organización Autonómica del Estado para sustituirla por una Organización Federal nos parezca muy grave. Pues la mejor honra que pueden hacer los españoles al pensador más importante que ha tenido España en la primera mitad del siglo XX, el siglo en que el país se industrializa y deja de ser agrario, es respetar lo que es la parte más positiva de su gran influencia, la vertebración autonómica de España. Y la mejor forma de honrar la Constitución en sus bodas de plata es recordar y leer los textos en que la engendró su padre filosófico, quién no tuvo, antes de morir, la dicha de verla rigiendo los destinos de los españoles. Por ello, la reciente polémica que se está abriendo en los medios político-mediáticos acerca de la conveniencia o no de reformar la vigente Constitución española, motivada por las intenciones expre-sadas por el actual gobierno en relación con la reforma del Estatuto de Cataluña, está necesitada de intervenciones que puedan dar un

80 Xacobe Bastida, La nación española y el nacionalismo constitucional, Ariel, Barcelona 1998, p.128. Por mi parte he desarrollado más ampliamente la influencia de Ortega como verdadero padre filosófico de lo más significativo de la actual Constitución en un articulo, citado más arriba, titulado “Idea leibniziana de una Constitución Autonómica para España en Ortega”, publicado en Lluis X. Alvarez y Jaime de Salas, La última filosofía de Ortega y Gasset, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Oviedo, 2003, pp. 255-289.

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contexto histórico y filosófico que rebase el estrecho margen ligado a la política del día a día en que habitualmente se desarrolla. En tal sentido debemos recordar, en primer lugar, que la actual Consti-tución es la primera Constitución liberal democrática que más éxito ha tenido a partir de su implantación, en comparación con intentos anteriores similares. Pues la única que la gana todavía en duración fue la Constitución de la Restauración decimonónica. Pero dicha Constitución no se sostuvo en la libertad de voto sino en la compra del voto por los caciques oligarcas como en su tiempo fue denun-ciado por Joaquín Costa y los noventayochistas, lo cual condujo a una crisis política que trajo como resultado la dictadura de Primo de Rivera. Aquella Constitución liberal fracasó a juicio de Ortega, expresado en La redención de las provincias, porque no era más que una imitación de la Constitución inglesa que no tenía en cuenta las características diferenciales propias de la sociedad española. La Constitución Autonómica actual también es presentada por algunos como una imitación de la Constitución federal alemana tal como se refleja en opiniones varias y hasta en editoriales de prensa: “La organización de España como un Estado autonómico en la Constitución de 1978, copiando en cierto modo el actual modelo alemán (aunque la trayectoria histórica de ambos estados sea muy diferente), trató de crear mecanismos para superar las tensiones territoriales que se manifestaron a partir de finales del siglo XIX ”(La Nueva España, 8-9-2004, p. 2). Si fuese así podríamos echarnos a temblar porque nos esperaría otro Primo de Rivera a la vuelta de la esquina de la primera crisis mundial que se presente. Pero no hay tal imitación. El autonomismo no es una imitación del federalismo. Es una vía nueva, inventada por un filósofo liberal español, Ortega y Gasset, que trata de evitar tanto el modelo de Constitución liberal centralista a la inglesa o francesa, como el modelo liberal federalista de la vigente Constitución alemana de Bonn. La Constitución actual, en su rasgo más característico del Titulo VIII, es única en tanto que ofrece una nueva solución en la orga-nización territorial del Estado democrático. No es un federalismo capitidisminuido o vergonzante, pues el federalismo supone que las partes, los estados o Länder, son soberanas y se unen cediendo soberanía. Por el contrario, las Autonomías no pueden ceder sobe-ranía sencillamente porque no la tienen. Sólo pueden pedir que el Estado central, que existe previamente a ellas, como producto de muchas guerras y enfrentamientos históricos, les traspase o no

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competencias sin tocar la soberanía que es indivisible. Además no todas las competencias se pueden traspasar sin poner en riesgo la existencia de la unión que garantiza el único soberano, el Estado central. Por ejemplo el mando del ejercito, la política exterior, la justicia, etc. Por ello autonomismo no es federalismo. Por supuesto que tampoco es centralismo. Centralismo lo hubo en España, no tanto desde los Reyes Católicos, cuanto desde Felipe V, el primer Borbón, en la forma de una monarquía centralista absoluta. Con la Restauración decimonónica se ensayó una monar-quía constitucional, aunque igualmente centralista, en la que se seguía decidiendo todo en Madrid, la cual condujo a los desastres del 98 y al enconamiento de las tendencias separatistas vasca y catalana. El actual modelo autonómico, que algunos llaman displi-centemente del “café para todos”, ignorando las discusiones y puntos de vista filosófico políticos que están detrás, es un modelo que fue instaurado, tras el largo paréntesis del centralismo bona-partista de Franco, por la propia monarquía en su segundo intento de adaptarse al régimen democrático-liberal. Pues el Rey apoyó a Torcuato Fernández-Miranda y a Suárez contra el franquista bun-querizado Arias Navarro. Y el ministro que impulso el autono-mismo del café para todos fue un ministro de Adolfo Suárez, Clavero Arévalo. Los socialistas asumieron y desarrollaron el auto-nomismo en los posteriores gobiernos de Felipe González, aunque vistas las dudas que les sobrecogen ahora con Zapatero, parece que actuaron más con sentido táctico que estratégico. Y esto es lo grave del asunto. Pues la Constitución liberal autonómica sólo fue defendida en la II República por los intelectuales reformistas que militaban en la Agrupación al Servicio de la República o por el grupo reformista de Melquíades Álvarez. Ni siquiera el liberal Aza-ña, enfrentado con Ortega, la defendió, pues era un liberal al viejo estilo centralista jacobino. Un desencuentro trágico en la llamada tercera España que con-tribuyó a la bipolarización y el enfrentamiento sin límite entre las otras dos. Azaña no se conformaba con ser político y pretendía imponer su poder en el mundo intelectual. Ortega era a su vez un filósofo que pretendió influir en la política de su tiempo, sin conse-guirlo a plena satisfacción. La Constitución actual representa sin embargo el triunfo de las Ideas de Ortega, del autonomismo frente al viejo centralismo. Un triunfo que es de la tercera España, la reformista y que ha llevado al pueblo con su voto a expulsar de la

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esfera política a las otras dos. Es, además, una Constitución con una fuerte base filosófica racio-vitalista. Podrán seguir desarro-llándose aspectos particulares en función de lo experimentado hasta la fecha o introduciendo cambios sin tocar las paredes maestras que establece su filosofía. Pero lo que si sería muy peligroso y decep-cionante es tratar de cambiar el modelo autonómico por una copia o imitación del modelo federal alemán. Pues España es un país con una personalidad histórica y cultural tan fuerte que no le valen las imitaciones, como ya se comprobó con Felipe V y con la Restauración decimonónica. Debía inventar su camino de modernización. En dicha línea la democracia auto-nómica liberal es la realidad vigente de una España que por fin se acerca al grupo de cabeza europeo. Pero es preciso recordar que como innovación histórica no la inventó el pueblo, ni fue producto del azar. Sólo alguien con conocimientos filosóficos, históricos, políticos, etc., como Ortega y Gasset pudo construir una nueva for-ma de Constitución que adecuándose como el guante a la mano a las peculiaridades hispanas, rivalizase con los modelos de Consti-tución política de Francia, Inglaterra o Alemania. Por eso Ingla-terra, que ha demostrado en circunstancias difíciles ser un pueblo de una gran inteligencia política, aunque no lo diga, está copián-donos el modelo con sus propuestas de descentralización para Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Ojalá esta vez no triunfe de nuevo el odio a la inteligencia para regocijo de nuestros colegas y a la vez rivales europeos y se respete el acierto de aquel gran legislador. Cosa difícil pues, de un tiempo a esta parte, se ha comenzado a hablar profusamente de federalismo en relación con la Constitución que actualmente nos rige. Pero, como es habitual en España, por lo que sea, se habla de ello con poco rigor. Y, sobre todo, se le hace una higa a los conceptos más elementales de la filosofía política acuñados por los clásicos. Bien es cierto que los articulistas de relumbrón, o de ocasión, que pueblan las paginas más influyentes de los diarios suelen ser personas, por lo que se ve, poco doctas en cuestiones filosóficas. Parece que los “científicos sociales” imitasen en esto a los “científicos naturales”, los cuales cada vez son más indoctos en temas filosóficos debido, en gran parte, al creciente especialismo que, será muy bueno y necesario para el avance de la investigación científica pero que, como una plaga, está dañando seriamente la enseñanza y la cultura general. Queda poca gente de

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esa que antes se decía que tenía una sólida cultura general, la cual incluía como una parte importante la cultura filosófica. Y esto se hace notar cuando se discute de conceptos tan generales como el antes mentado del “federalismo”. En tales discusiones se remite al origen de las Ideas que condujeron a la actual descentralización autonómica situándolas en la 1ª República, en la que se habría ensa-yado la Idea de una España federal bajo la influencia del anar-quismo de Pi y Margall. Como en España esto suele ser recurrente, basta con remitirnos a los tiempos de la otra República, de la Segunda, para ver como Ortega y Gasset ya arremetió contra ese federalismo difuso que ahora emerge de nuevo :“No fue para mí una sorpresa grande, pero fue confirmación dolorosa, ver que en uno de los temas más graves que nos plantea al presente el destino, el de la autonomía regional, existía una extrema confusión de ideas y que, apenas comenzaba la campaña electoral, en la propaganda, en el mitin, en el periódico y hasta en esta misma Cámara se padecía, en general, una lamentable confusión entre ambos principios (Ortega se refiere a la confusión entre federalismo y autonomismo). Y esta confusión es gravísima, porque cualesquiera que sean mis preferencias para unos y otros principios, corremos el riesgo - lo vamos a correr dentro de un instante - de decidirnos por el más radical, por un principio que va a reformar las últimas entrañas de la realidad histórica española, cuando el pueblo mismo ignora el sentido de esa tremenda reforma que en él se va a hacer. Esto es lo que yo lamento, lo que yo deplo-ro y de lo que empiezo a protestar. Es preciso claridad sobre este punto”81. Y refiriéndose precisamente a Pi y Margall, continúa: “Bajo el nombre de federalismo, no tengo para qué aludir al conjunto de pensamientos sustentados por Pi y Margall y el pequeño grupo de sus adeptos. Ese federalismo, que no ha sido puesto al día desde hace sesenta años, es una teoría histórica sobre la mejor organi-zación del Estado. Ni es tiempo ahora, ni tengo yo porqué ocupar-me de discutir teoría más respetable por la calidad de sus fieles que por el rigor y agudeza de su sistema; antes, y por encima de ese federalismo, está el hecho de la forma jurídica del Estado federal, que una vez y otra ha aparecido en la historia del Derecho político mismo; a ese hecho de la forma jurídica del Estado es a lo que me 81 J. Ortega y Gasset, Discursos políticos, Alianza Editorial, Madrid, 1990, pp. 170-171.

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refiero cuando hablo de federalismo. Pues bien, confrontándolo con el autonomismo, yo sostengo ante la Cámara, con calificación de progresión ascendente hasta rayar en lo superlativo, que esos dos principios son: primero, dos ideas distintas, segundo, que apenas tienen que ver entre sí; tercero, que, como tendencias y en su raíz, son más bien antagónicas. Conviene, pues, que la Cámara antes decida esta cuestión con plena claridad”82. Continúa Ortega con una clara delimitación del federalismo y del autonomismo que consideramos necesario recordar aquí por su claridad en tiempos de tanta y renovada confusión: “El autono-mismo es un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión. Dado ese Estado, el autonomismo propone que el ejercicio de ciertas funciones del Poder público - cuantas más mejor - se entreguen, por entero, a órganos secundarios de aquel, sobre todo con base territorial. Por tanto, el autonomismo no habla una palabra sobre el problema de la soberanía, lo da por supuesto, y reclama para esos poderes secundarios la descentralización mayor posible de funcio-nes políticas y administrativas. El federalismo, en cambio, no supo-ne el Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados pre-existentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Propone que Estados independientes y soberanos cedan una porción de su soberanía a un Estado nuevo integral, quedándose ellos con otro trozo de la antigua soberanía que permanece limitando el nuevo Estado recién nacido. Quien ejerza ésta o la otra función del Poder público, cual sea el grado de descentralización, es para el federalismo como tal, cuestión abierta, y de hecho los Estados federales presentan en la historia, en este orden, las figuras más diversas, hasta el punto de que, en principio, puede darse perfectamente un Estado federal y, sin embargo, sobremanera centralizado en su funcionamiento”83 . Si tenemos en cuenta esto, en una situación hoy diferente al de la II República, pero en la que algunos intentan reformar la Constitución en un sentido federalista, porque erróneamente entienden que ya es federal o cuasi-federal, habría que ver que la actual Constitución, en su titulo que afecta a la reorganización autonómica del Estado, que es el que le da su personalidad, no se 82 J. Ortega y Gasset, Ibid. p.171. 83 J. Ortega y Gasset, Ibid., pp. 171-172.

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puede entender sin su trasfondo filosófico, el cual tiene que ver más con Ortega que con Pi y Margall. Pues la imposición del lla-mado “café para todos” fue obra del ministro Manuel Clavero, a la sazón ministro para las Regiones en el Gobierno de Adolfo Suárez, el cual estaba bajo la influencia del filósofo liberal madrileño y muy lejos del anarquismo de Pi y Margall. Por ello venimos sosteniendo la necesidad de que se tengan en cuenta el punto de vista filosófico de Ortega a la hora de entender la Constitución actual y no dejarlo todo en manos de los especialistas en Derecho Constitucional por-que, desgraciadamente, los que salen en los medios, están demos-trando ser bastante ignorantes en cuestiones filosóficas. Es como si la división de poderes que Locke y Montesquieu, filósofos por supuesto, conceptualizaron, la dejásemos en manos de especialistas en discutir cuestiones de detalle, sin duda muy importantes, pero que no pueden ser planteadas perdiendo de vista las Ideas filosó-ficas básicas sobre las que descansan. Los anglosajones y los franceses suelen estar orgullosos de sus ancestros filosóficos y citan y celebran bastante a Locke o a Mon-tesquieu. Aquí parece que nos pasa lo contrario. Hay un desdén manifiesto de los políticos y los opinadores más influyentes hacia la filosofía en general y en este caso hacia Ortega y Gasset. No es de extrañar que gentes de Izquierda Unida, incluyendo a expertos catedráticos, incurran en ello, pues a Ortega se le pone inquisito-rialmente el sambenito de fascista y ya está. Lo que resulta más sorprendente es que gentes de otras formaciones políticas, más próximas al liberalismo, acaben comulgando con las ruedas de molino del izquierdismo más irresponsable. Desde luego la derecha tampoco es que se entere de mucho, por lo menos por lo que se puede observar en su olvido de Ortega a la hora de debatir estas cuestiones. Pero no por ello deja de sorprenderme esta cuestión que se quiere añadir a aquella consideración general que hacen otros de que en España es muy frecuente aquello de tener que defender lo obvio. La democracia liberal española, que tanto ha costado edificar, se enfrenta, en estos tiempos, con una de sus mayores pruebas, la de resistir a las tendencias secesionistas de vascos y catalanes. Resistir no es permanecer en el inmovilismo, como torcidamente insisten algunos, tratando así de desacreditar a un partido como el PP que es prácticamente el único que hoy defiende el régimen de las Autonomías generalizadas que la actual Constitución introdujo.

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Digo Autonomías generalizadas y no particularistas. Pues, aunque ya en la Constitución de la II República, como recuerda Maragall, fue Cataluña la que pidió el Estatuto, lo hizo con espíritu particu-larista, pues no pensaba precisamente que se extendiese a las demás regiones de forma general. Fue precisamente Ortega y Gasset, del que Maragall ni se acuerda, el que en sus brillantes Intervenciones en las Cortes republicanas, pidió la generalización del sistema autonómico según un plan que ya había meditado y expuesto antes del propio advenimiento de la Republica. Lo que pidió Maragall, en su controvertida actuación como pre-sidente del gobierno catalán, ya se llevó a cabo en la II Republica y como todos debería saber, el intento de romper España fue una de las causas importantes que llevaron a la Guerra Civil. La otra fue la España roja, la de la revolución social. Pero las desigualdades socia-les se aminoraron notablemente con la potente industrialización que tuvo lugar durante el franquismo y los ideales revolucionarios izquierdistas se desinflaron tras la caída del Muro de Berlín. No obstante, la organización del Estado que Ortega pedía no se llevó a cabo hasta los tiempos de la transición política que cristalizaron en la actual Constitución. Y, a diferencia de lo que ocurrió en los años treinta, en los últimos 25 años de vigencia de la Constitución no hubo enfrentamientos trágicos similares, sino más bien un significa-tivo avance en la aproximación de España a los niveles de indus-trialización y riqueza de nuestros vecinos europeos tradicional-mente más desarrollados que nosotros. Por ello no deja de ser preocupante que, por presión de unas minorías muy minoritarias, pero que precisa el actual presidente español, señor Zapatero, para mantenerse en el Gobierno, caiga quien caiga, se quiera alterar sustancialmente un pacto constitucional que es la solución encon-trada a un largo conflicto que marcó para mal la modernización de España desde la entronización de el borbón Felipe V y su famosa Guerra de Sucesión frente al aspirante Carlos de Habsburgo. Pues el régimen autonómico es una vía media entre el centralismo afran-cesado de Felipe V y el régimen foral que subsistía con los Austrias. La labor unificadora de los Reyes Católicos no fue precisamente la de la centralización del territorio en torno a Castilla, pues es sabi-do lo del “tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando”, sino la de superar las diferencias seculares que habían marcado la larga oposición medieval entre árabes y cristianos con los judíos por el

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medio. La liberalidad de los Reyes Católicos consistió en no expulsar a toda la inmensa población que había sido por siglos musulmana o judía, como habría hecho un nazi, sino darles la oportunidad de quedarse si se convertían. Hoy sabemos que, en general, solo una minoría entre los judíos, la de los que se con-vertían solo de cara a la galería y de forma fingida para mantener sus privilegios, practicando en secreto su antigua religión, fue ciertamente perseguida de forma cruel e indignante y expulsada. Por otra parte la minoría musulmana, los moriscos, por el miedo al terror de la entonces poderosa y amenazante piratería turca en el Mediterráneo, fue asimismo expulsada. Pero la España resultante con los Reyes Católicos es una mezcla de cultura goda y mora, que lejos de casar mal creó algo fronterizo y nuevo, lo español, que ya no es ni moro ni germánico, eso tan inconfundible que expresa el sonido de una guitarra española. Fue esa unidad de opuestos la que hizo entonces tan poderosa a España. Detrás de un español si se rasca un poco aparece muchas veces el moro que llevamos dentro. De la misma manera que detrás de un ingles aparece un pirata vikingo. Basta recordar a Drake. Pues como señalaba Walter Scott, en Inglaterra las grandes luchas de facciones siempre se han saldado a la larga con un gran pacto de integración como fue el resulto de las luchas entre sajones y normandos, o de la Guerra de las dos Rosas, con los Tudor, o de la de católicos y protestantes con la Gloriosa. Tampoco los ingleses encontraron una solución perfecta, como se manifiesta en que aún colea esta última oposición en el caso irlandés. En España, la gran oposición que marco la modernidad fue la que engendró el centralismo que adquiere Castilla con los Bor-bones, a imitación de Francia, pero que desgraciadamente aquí no funcionó, pues la influencia de las ideas modernas que predominó en Paris y que la convirtieron en un foco de influencia y atracción cultural para toda Francia, no se dio en Madrid, donde siguieron teniendo una gran poder los monjes inquisidores que se oponían a cualquier proyecto modernizador. Por eso España en el siglo XIX alcanzó una situación verdaderamente lamentable cristalizando a final de siglo la rebelión de algunas importantes provincias contra el madrileñismo y centralismo de la restauración canovista. Dicha re-belión es la que llevó, ya a Clarín y después a Ortega, a buscar una solución integradora que renunciando al centralismo absolutista, que tan mal había funcionado en España, no cayese en el extremo

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contrario de desunión y disgregación anárquica. De ahí surgió la solución autonómica intermedia, que es flexible y no inamovible ciertamente en muchas cuestiones, pero que se apoya sobre unos quicios que no se pueden tocar sin echarla a bajo. Dichos quicios son, por ejemplo, la unidad territorial, el ejército común garante de dicha unidad y de la soberanía, la justicia, la política exterior. Si como parece, la primera pieza que piden en serio los vascos de Ibarreche, es la del ejercicio pleno y último de las competencias judiciales, y los socialistas parecen dispuestos a concedérsela, estaríamos entrando en una tergiversación de la Constitución y en una deriva independentista que llevaría al choque y al conflicto inevitable. Pues dicha materia es sumamente sensible para el ciudadano común que ante la indefensión que supone una justicia particularizada puede reaccionar con motivada furia. No digamos ya si de lo que se trata es concederles competencias en lo que concierne a las relaciones exteriores. Ante dichas extralimi-taciones de una minoría de españoles recalcitrantes, que es lo que son al fin y al cabo los secesionistas catalanes y vascos, lo mismo que esos norteamericanos que se pasan a las filas de Bin Laden para fastidiar a su propio país, el gobierno debe defender la Constitución usando si es preciso los mecanismos represivos que la propia Constitución tiene previstos. Aunque mucho nos tememos que los únicos que podrían pre-sionar efectivamente en dicha dirección, los socialistas que todavía confían en el autonomismo como solución tanto frente al centra--lismo rígido como al federalismo disgregador, debido a la rigidez organizativa de las propias organizaciones políticas actuales, se vean impotentes y sin capacidad real de cambiar el rumbo catastrófico del actual gobierno. De ahí el peligro de que ante la contumacia zapaterista empiecen a resurgir en la derecha los partidarios de la vuelta al centralismo absolutista de Madrid y de la vuelta al enfren-tamiento de las dos Españas, después de eliminar del terreno político a la España autonomista, la tercera en discordia. Es preciso recordar a Machado: “españolito que vienes al mundo, librete Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Y es preciso señalar que el poeta no se refería sólo a una España como la única buena, que no era maniqueo.

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