Maldita mi ciudad - Saco de Huesos...

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Maldita mi ciudad

Miguel Martín CruzGema del Prado Marugán

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Créditos:

Maldita mi ciudad

Primera edición digital: junio 2016Código: 9785400038635050079

Autor: Gema del Prado Marugán y Miguel Martín Cruz

Ilustración de portada: Pedro Belushi

Prólogo: Óscar Pérez VarelaMaquetación y diseño: Kachi Edroso y Miguel Puente

Corrección de estilo: Juan Ángel Laguna EdrosoEditor: Juan Ángel Laguna Edroso

Edición: Saco de huesosPaseo Fernando el Católico, 59. ED 5A

CP 50006 Zaragozawww.sacodehuesos.com

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Prólogo

ema y Miguel, Miguel y Gema... Estoy un pocoharto de los halagos que reciben estos dos,

sinceramente.G

Siempre que encuentran tiempo para enviaralgún texto a un concurso es lo mismo: que si hanmezclado detalles de la realidad más cercana en losque nadie había reparado con el tipo de fantasíasque sus personajes verían a las tres de la mañana enun canal perdido de la tele, que si ambos conceptosempastan perfectamente y consiguen un estilonuevo, que si conocen muy bien los temas que tratany los mezclan de modo vanguardista controlandotanto la construcción como el ritmo narrativo, que sino se burlan de la miseria de sus personajes sino queles dan voz, que si encuentran lo extraordinario en locotidiano, que si premios como favoritos de loslectores, que si esto que si lo otro...

Vale, sí, todo eso es verdad. Es cierto que a ninguno de los cuatro millones de

sus conciudadanos se nos había ocurrido nadaparecido, que tienen una visión única y han

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inventado una forma diferente a cualquiera anteriorde codificar la realidad del aquí y ahora, lo cual ledeja a uno sin referentes para encuadrarles, porqueno vale la documentación que uno encuentre sobrerealismo sucio o mágico, género negro o fosco,psicogeografía o tono ballardiano, fantasía o cienciaficción, esperpento o picaresca... Hay algo de todoeso en sus relatos, pero lo que escriben es un tipo dehistorias que han inventado ellos y que no existíaantes, no es ficción derivativa de ningún tipo. En esesentido, lo único que se puede aportar aquí es que eltítulo de este su primer libro recuerda, no sé si amodo de declaración de intenciones, cerrando uncírculo a la vez que ellos abren otro, o porcasualidad, al de la última gran obra de los autoresde fantástico a cuatro manos más apreciados:Ciudad Maldita, de Arkadi y Boris Strugatski.

Tras el éxito de sus relatos por separado, Miguel yGema crearon juntos un detective de lo sobrenaturalque era también un punto de vista único para loslectores desde dentro del contexto. Enseguida, supersonaje Solo se convirtió en el más popular de lasantologías españolas y, en los foros, los lectorespreguntan a menudo por sus nuevos casos. Elcarismático investigador asoma brevemente por las

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páginas siguientes, pero de un modo discreto, acasocediendo los focos a la auténtica protagonista dellibro por respeto a ella. Parece que va a terminarsiendo un referente ineludible del fantástico actual,así que yo cité a Solo en uno de mis relatos. Pensabaque la dupla iba a enviarme una legión decobradores para exigirme que les pagase derechos deautor pero, en lugar de eso, me encargaron unprólogo, y en esas estamos.

No es que les tenga envidia como escritores, nimuchísimo menos; eso es una leyenda negra. Dehecho, ni siquiera estoy insinuando que no seanbuena gente. Conocí a Gema y Miguel en una cena yparecían una pareja agradable y sensata. Lo que pasaes que no había quien entendiese por qué Madrid leshabía entregado a esos dos la tutela de Solo. Al fin yal cabo, en esta obra, los autores nos advierten sobreMadrid, como si la ciudad fuera una mala mujer a laque no conviene acercarse: en el barrio, el panaderohabla de sus oscuros orígenes y estos siguenafectando a matrimonios que nunca debieroncelebrarse; esconde en secreto sus reuniones conmillonarios vestidos de gris; se ríe de losadolescentes frikis que la miran de soslayo mientrashacen como que leen libros de Lovecraft con

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solamente un poco menos de saña que de losrepresentantes públicos que se disputan el poseerla;se encapricha de animales peligrosos que despuésabandona; descuida a quienes dependen de ella y noes capaz de intimar con nadie salvo por su propiobeneficio. Nunca la tendrás aunque la veas a cadapaso, lo saben los drogadictos que esperantemblorosos en la estación de Pitis, las vagabundasque empujan carros misteriosos y los que vendenceniceros hechos con latas oxidadas desde sus acerasen Gran Vía. Cuando no hay verbena, se entretieneen botellones por los bajos de Argüelles y utiliza a laspersonas arruinando vidas sin apenas inmutarse. Esdespiadada, amoral, supersticiosa y sucia.

Miguel y Gema la conocen mejor que nadie,saben sus motivaciones y lo que piensa en cadamomento. Ellos han reparado en los gestos que lahacen diferente a cualquier otra, en las señales queocultan sus pintadas, las luces con las que intenta darun aspecto menos amenazante en Navidad, lossecretos que arrastra por la M-30... Gema y Miguelhan encontrado poesía en la música que escuchadesde el móvil con los patinadores del Retiro o laFuente del Berro, y han paseado por su corazón,entre Bilbao y La Cava, observando esos gestos

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íntimos que pasan desapercibidos a la mayoría ycautivan a unos pocos. Saben de sus vicios, suspesadillas, sus sueños surrealistas y de los detalles deella que se clavan en lo más profundo de quien secruza en sus caminos. Nos presentan Madrid comoalguien demasiado nihilista para tomarse a sí mismaen serio, que no diferencia del todo hechos eimaginación, quizá por los excesos que lleva tiempocometiendo. Han mostrado la belleza desgastada deesta ciudad, convirtiéndola en subyuganteprotagonista de su primer libro, hecho de estampasinsólitas que muestran posibles mitos futuros dondelos demás ven solo la chata realidad. Es un retratodescarnado, pero parece que Madrid lo encontróhalagador. Así es ella, está llena de contrasentidos: tegolpeará tan fuerte como pueda, pero después susuelo te sostendrá si te derrumbas.

No me gustaría ser impertinente. No quieroalimentar esa idea de que hay cierta tirria entre losescritores pero, de hecho, creo que Gema y Miguel,con este libro, se ganaron la confianza de Madrid, lamadre espiritual de Solo, para que así les confiase aellos su porvenir. Todo el mundo dice que lo estánhaciendo muy bien como mentores, que el tal Solotiene una proyección enorme y, con los años, si no le

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dan por perdido, se convertirá en una auténticafigura en su campo. Sin embargo, en mi sinceraopinión, y pese a los esfuerzos de sus tutores, siguesiendo el vivo retrato de Madrid, su madre anímica yespiritual, descrita a lo largo de esta obra: Solo haheredado de ella la guasa desesperada de quien notiene nada que perder.

Ya me conozco el resto: esta recopilación seconvertirá en el nuevo éxito de culto de Saco deHuesos, habrá más gente que descubra a sus autores,seguirán conquistando lectores a cada nuevo escalónde popularidad que suban, probablemente llegará elreconocimiento en forma de premios y menciones,que si buenas críticas, que si esto, que si lo otro...

Es un eslabón más en una carrera que llamó laatención desde las primeras líneas y, visto lo visto,seguirá creciendo exponencialmente. No digo queme parezca mal, pero para Gema y Miguel es fácil,así cualquiera. Tienen imaginación, conocimientos,sensibilidad y equilibrio para ver la ciudadfríamente. Mientras, Madrid va dejando manchas decarmín barato en colillas y restos de migas depanecillos de San Antón o patatas compradas en loschinos, sin hacer distinciones entre unos y otros, alborde de vasos de plástico que aparecen tirados por

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Lavapiés apestando a alcohol, cuando aún resuenanlos ecos de sus tacones adquiridos en El Rastro.

Nos han mostrado esta ciudad, la madre de Solo,como nadie lo había hecho antes. He buscadocompulsivamente defectos de ambientación eimprecisiones geográficas en este libro —conste quepor hacer un servicio a los autores señalándoselos,no porque quisiera regocijarme con ello, porsupuesto—, pero no he encontrado ninguno, aunquesí muchos aciertos creativos. Reconozco lugares ypersonajes, pero el punto de vista es único.

Eso sí, debe quedar claro que no lo digo por tirria,pero, probablemente, hayan conseguido el efectocontrario al deseado con sus advertencias. Despuésde esto, Madrid tendrá aún más incautosenamorados siguiendo sus pasos. Quien esto escribe,por lo menos, tras leer estas páginas siente aún másintensamente por esta maldita ciudad...

Óscar Pérez Varela

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De Miguel:

Para las tres gatas de mi vida: Conchi, Petra,Gema.

Para mi padre, Víctor, Vane y Miguel A.Y para Inés, la nueva gatita de la camada.

De Gema:

A los abuelos por poner los cimientos del ayer.A nuestras madres por darnos las piedras más

sólidas.A todos los que han ayudado y ayudarán a que la

muralla resista, que sois todos los que estáis aunque no estéis

todos los que sois.Gracias por no dejarnos solos, ni de cualquier

manera.

Isabel y Lara, no os va a quedar más remedio queleeros estas páginas también.

Miki, pocos soportarían con tanta entereza esaslargas disertaciones sobre bolsillos.

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Y mis muros de fuego son

Y volveré a ver el cielo,y tú, estarás diez metros bajo el suelo.

Y tocaré de nuevo el viento,y tú, estarás diez metros bajo el suelo.

Boikot

l aire invernal se impregna de cenizas y pavesas.Su cuerpo pequeño se desliza flotando a un

metro del suelo, desafiando la gravedad. Ahorapuede oír las cascadas de agua brotando violentas através de simas ciclópeas, el coro de vocessobreponiéndose a los cantos de las sirenas. «Defuego». Sus manos abrasadas se agarran a los bordesmetálicos de la camilla cuando los asistentes delSAMUR la introducen en la ambulancia. «De fuego».Abre los ojos y su mirada sobresalta al auxiliar que seafana en aplicarle en los brazos un suave vendajecubierto de pomada. El auxiliar resulta ser muyjoven y delicado, y el vendaje, un fugaz alivio: lacarne absorbe el frescor del ungüento de inmediato.«De fuego». Ella es fuego y arde. Sus labios

E

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ampollados esbozan una dolorosa sonrisa. «Puedoquemar esta camilla con mi cuerpo», piensa. «Voy aconsumir el algodón de estas sábanas entre mispiernas ardientes. Voy a fundir este acero hasta quede él no queden más que charcos de metal candente;charcos que atraviesen el suelo del vehículo; charcosque corran por el asfalto y se enfríen ante el glacialroce de los dedos del invierno.» La presión en lasmejillas le advierte acerca de la mascarilla de plásticoque alguien le ha colocado en algún momento.También hay una vía saliendo de la amalgama decarne y gasas que es su brazo izquierdo. «Yo puedo.Puedo hacerlo arder todo», se dice antes de que laneblina que precede al sueño químico enturbie suspensamientos. «Porque mis muros de fuego son».

Son las nueve menos diez cuando el teléfono verdedel salón, una rara avis del hogar en los últimosmeses, la reclama con su timbre estridente. Loladetiene el movimiento circular del cucharón. Llevaya más de dos horas inmersa en el burbujear de loscaldos y el chisporroteo del aceite, al calor de lasollas, entre sartenes y pucheros. Así que reacciona deforma instintiva ante ese sonido inusual que viene aromper la monotonía de otra tarde en la cocina. «Lo

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más seguro es que alguien se haya confundido, o quese trate de algún trasnochado comercial vendiendomaravillosos contratos telefónicos», se dice. Y sinembargo, sus manos tiemblan de excitación y sucorazón late muy deprisa, y se da cuenta de quequiere contestar a esa llamada. Todavía duda unosinstantes: la cena, la maldita cena en el fuego.Entonces ese antiguo carácter indomable suyo surgede pronto, tan natural, y decide por ella. Que no seva a echar a perder la cena de Antonio por dedicarleunos minutos al aparato. Apenas tarda trestimbrazos en bajar el fuego, correr atropelladamentepor el pasillo y golpearse el brazo con el marco de lapuerta al entrar a trompicones en el salón. Descuelgael auricular al mismo tiempo que examinaapesadumbrada la zona del impacto: mañana sucodo izquierdo lucirá un bonito cardenal.

—¿Hola? ¿Lolilla?Reconoce la voz de su hermana y otra vez el

maldito corazón, que le da un vuelco en el pecho.«Cállate». «No me delates, traidor». Hace casi tresaños que no ve a Ana. No ha vuelto a hablar con elladesde las últimas Navidades, cuando las gélidasfelicitaciones que intercambiaron vía telefónicadejaron patente el distanciamiento de ambas

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hermanas. Y es que Ana no la ha perdonado porcasarse con Antonio, ni lo hará. Peor para ella. Lolatambién tiene su orgullo; ahí está, escondido casitodo el tiempo, pero listo para morder… siempre quepuede.

—¿Lola? ¿Eres tú, Lolilla?Lola contiene la respiración y sujeta el auricular,

sin atreverse a contestar. CLIC. Cuelga antes de quesu hermana pregunte por ella una vez más. Aún sequeda frente al teléfono dos, tres, cinco minutos.Temiendo que suene de nuevo. Deseando que suenede nuevo. Unas cuantas gotas de sudor perlan sufrente. El único movimiento proviene de los dedosde la mujer enredando y desenredando las cintas deldelantal anudado por encima de las redondeces desu vientre. Ha echado algo de tripa y sabe que eso noes bueno. Si continúa engordando a ese ritmo,despertará atenciones no deseadas. Quizá si le pideal médico que le prescriba una buena dieta anti-grasa… Y algo de ejercicio, si encuentra un horarioque le permita cumplir con sus obligaciones en casa.A Sandra la de la portería dos horas semanales deaerobic parecen haberle sentado genial, en todos losaspectos. Lola la ve salir los martes y los jueves a lasocho de la tarde con una sonrisa en los labios y

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siente una punzada de envidia. A esas horas, susmanos están ocupadas pelando patatas, cortandoverduritas para el estofado o removiendo las perolasde caldo. Si pudiera escaparse entre las cinco y lasseis… El teléfono no ha vuelto a sonar, pero lasintonía del Telecupón en el televisor de los vecinosse filtra con estruendo a través de las paredes y Lolaes devuelta a este plano de existencia a golpe defanfarria catódica. Basta de preocuparse antes detiempo; mejor centrarse en el aquí y ahora. ¡Son lasnueve de la noche y Antonio no tardará en llegar!

—Dímelo. ¿Me quieres?Lola apenas puede creer lo que le parece estar

escuchando, las palabras que salen de esa boca queella desea besar a todas horas. ¿Acaso le toma elpelo? Él tiene veintisiete años y ya lo sabe todo de lavida, conduce su propio coche desde los quince y,por si fuera poco, es el dueño absoluto de un fruncirde labios por el que cualquier mujer mojaría lasbragas si tan solo él se lo propusiera. Lo miraembelesada, sin responder aún. Chulo. Es todo unchulazo. Y es suyo. Claro, resuelve al fin. Claro que loquiere.

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Unos ojos grises, casi negros, la examinan,escrutadores. Sus labios se estiran hacia atrás en unasonrisa tan juguetona como depredadora. «Quédientes tan grandes tiene», piensa ella para susadentros. Y Lola se estremece como una niña y sonríea su vez. Ella también sabe sonreír.

—Mentirosa —dice él de repente, y es todo dientes.Su sonrisa congela la de Lola en su rostro. Porque allíhay algo que no encaja. Porque aunque esa bocasublime parece a punto de estallar en la carcajadadefinitiva, sus ojos no ríen—. Mentirooosa.Mentirosilla…

Salen juntos desde hace algo más de cinco mesesy es la primera vez que Lola siente miedo a su lado.¡Valiente tontería! Solo es el mismo chico decididopero amable que abandonó aquella vida disoluta derondar a las muchachas por ella cuando un amigo desu prima los presentó en aquella fiesta en el campus.¿O no…? Esa noche, el coche, su coche, se ha hechodemasiado pequeño para los dos; el mirador al queél la ha llevado a ver las estrellas (ese secreto rincónen El Pardo donde los furtivos amantes se entregan asus juegos hasta la extenuación sin temor a sersorprendidos por inoportunos familiares) parecemás inmenso, más amenazador. Lo siente respirar

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sobre ella. Una de sus robustas manos, callosas,duras, de albañil, se cierra sobre su brazo derechocon la fuerza de unas tenazas mientras la otra cubredistraída uno de sus senos desnudos.

—Eres toda una mentirosilla… ¿eh? —Los dedosaprietan sin piedad y Lola suelta un quejido. Sumente es incapaz de discernir con claridad lo queestá ocurriendo. ¿Qué tiene de malo su respuesta?¿Acaso no era la que esperaba?

—No miento, Antonio. Te juro que no miento. —Eldolor en el brazo y el pecho hace que se le salten laslágrimas—. Te quiero de verdad. No me hagas daño.

Para Lola transcurre una eternidad hasta que porfin sucede algo. Entonces Antonio afloja su presa, lealza el mentón y la besa con ternura. Limpia suslágrimas, le cubre la cara de besos, la acaricia denuevo con manos de amante devoto. Ella lo mira yvuelve a encontrar en él a ese moreno grandote y deaire chulesco, pero encantador, que la enamoró trasabordarla una y otra vez por los pasillos de lafacultad. Lo abraza con fuerza y cierra los ojos. Él yaha comenzado a moverse sobre ella. Te quiero, claroque te quiero.

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—¡Simplemente no puedes impedirlo, mamá! —Lolasale de su habitación, furibunda y arrastrando unagran maleta roja—. ¡Antonio y yo nos vamos a vivirjuntos!

Resopla agotada, apenas puede levantarsemejante equipaje. La maleta, un extraño animalhenchido, parece a punto de reventar por lascosturas. Ella ha cargado todo lo que le ha sidoposible, no quiere pasar más tiempo que elindispensable en esa casa que ya no considera suya.Su madre la mira con la boca abierta desde el otrolado del pasillo. Ana se ha encerrado en la cocina conla radio a todo volumen. No soporta lasconfrontaciones donde el riesgo de perder es elevadoy ha decidido que esta guerra no vale la penalucharla. Una voz rota se alza entre los rasgueosquejicosos de una guitarra, inundando los espacios.

Dolores se llamaba Lola,hace la calle hasta las seis.

Pues sin dinero en esta tierra¡Ay, Dolores! ¡Al burdel!

—Apenas tienes veintiún años… ¡No sabes lo queestás haciendo!

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—¡Soy mayor de edad, mamá! —farfulla mientrascamina hacia la puerta—. ¡Se supone que ya hacetiempo que soy plenamente consciente yresponsable de mis actos!

—Lola… —La madre corre hacia ella y la agarra delas mangas de la gruesa chaqueta de lana, intentandoretenerla con la fuerza de unos dedos que empiezana mostrar las prematuras huellas de la artrosis—. Séque lo eres, hija.

Su tono ha cambiado, sus ojos la miransuplicantes. «Qué lista eres, mamá», piensa. A lamujer solo le queda ese lícito chantaje tan antiguoentre padres e hijos.

—Sé que eres perfectamente capaz de llevar lasriendas de tu vida, de mantener una casa, de muchascosas. Pero no ahora y con él, Lola. Por favor…

Las vueltas que da la vida.El destino se burla de ti.

¿Dónde vas, bala perdida?¿Dónde vas, triste de ti?

Lola se libera de su madre dando un brusco tirónque, a juzgar por el sonido, rasga en algún punto suchaqueta. Aquello la entristece: se la regalaron sus

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padres cuando le concedieron la plaza en launiversidad. La primera de la familia en cursarestudios superiores; todo un orgullo. El taxi la estáesperando abajo y ella sabe que, si cede ahora, nopodrá marcharse. Así que contiene la respiración y,sin mirar atrás, cruza la entrada del antiguo hogar.Las fuerzas que rigen el destino humano a menudogastan bromas crueles, y para su suerte o sudesgracia, ese ascensor que nunca está disponiblecuando se lo llama abre ahora sus puertas para ella. Ycomo le falta tiempo para entrar y cerrar elhabitáculo, Lola no acierta a ver las dos desoladasfiguras que deja atrás en el umbral. El padre, que seha acercado suavemente sobre su silla de ruedas,sostiene la mano que no ha podido sujetar a la hija yque tiembla con cada nuevo sollozo.

Dentro del ascensor, Lola ríe y llora a la vez. Hadejado atrás a la niña vacilante para convertirse en lamujer que por fin toma las riendas de su vida. Y porDios que le gusta. Es libre para decidir sin pensar ennada más, sin contar con nadie. Libre. Suena bien yse lo repite durante todo el trayecto en taxi. ¡Libre,libre, libre!

…¿Dónde vas triste de ti?

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La nueva casa se levanta tres pisos sobre la acera yesquina con Gómez de Mora, una vía que en pocotiempo se ha erigido en uno de los accesos a LaLatina más populares entre los jóvenes y los no tanjóvenes juerguistas. Acostumbrada a la tranquilidadde la periferia, donde los vastos descampados seextienden entre los núcleos de viviendas, Lola sesiente bullir con la efervescente vida del centromadrileño. Antonio está realmente entusiasmadocon el piso. Una verdadera ganga teniendo en cuentadónde se ubica. Si bien es cierto que, al principio, lespreocupaba un poco vivir relativamente cerca delnúcleo de Carretas y Montera, coto de caza de losproxenetas y las meretrices que campan a sus anchaspor las noches de la capital. Pero esta es una zona enexpansión y un bocado demasiado apetecible pararenunciar a él, y además el nuevo ayuntamientoparece haberle declarado la guerra al oficio más viejodel mundo. Sí, han hecho una buena inversión, sinduda.

Los primeros meses son los mejores. Se pasan eldía reformando y amueblando el piso (no en vano,Antonio de construcción sabe como el que más) y las

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noches son noches de risas, caricias y mucho, muchosexo. A veces a Antonio le llaman para tal o cual obray a veces Lola acude a alguna de sus«momentáneamente aparcadas» clases en launiversidad. Los ahorros de ambos aún son más quesuficientes para cubrir los gastos básicos y como eltrabajo no le falta a su Antonio, se puede decir queviven al día y sin demasiados apuros. Y eso a pesarde la hipoteca, la luz, el agua… «Dios aprieta, pero noahoga», suele repetir Antonio a modo de oracióndiaria para que a ninguno se le olvide lo afortunadosque son de tener un hogar propio.

Lola descubre la pintura un sábado por la noche,y el hallazgo, como la mayoría de los grandesdescubrimientos, resulta fortuito y providencial. Esesábado han salido con unos vecinos de cañas y tapas,de ruta por esos alegres mesoncillos ocultos en losrecovecos de la Cava Baja. Pero ella siempre hatenido poco aguante con los licores y Antonio creeque ya han tenido suficiente fiesta ese día, así quedejan a sus vecinos en la Taberna de losConspiradores para que continúen celebrando porellos. Y aunque se han despedido entre risas etílicas ypromesas de una nueva quedada, como otras tantasveces, acaban de llegar a casa y Antonio conserva

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aún ese gesto terriblemente serio en el rostro. No hapronunciado palabra durante todo el camino deregreso. Lola se aburre y se apoya en el muretemientas Antonio hurga en su cazadora buscando lasllaves del portal, unos minutos de tediosa eternidad.Y es entonces cuando la ve por primera vez, allífrente a ellos, cerniéndose guardiana sobre la plaza.Esa obra, colosal, magnífica. Gloriosa. Achispada porel alcohol, Lola observa con fascinación cómo laimagen en la fachada del edificio adquiereprofundidad ante sus ojos. Las líneas se difuminan yse imbuyen de movimiento, se escurren suaves entreel hormigón y la escayola. Fluyen, como el líquidocuando se escapa entre los dedos. De pronto, unainmensa roca ardiente surge entre las aguas paraabatirse sobre ella. Las terribles llamas refulgen connuevos colores que dañan su retina y las palabrasrevolotean a su alrededor como negros murciélagos.

Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son.El portal se abre ante el embate de Antonio, y así

este nunca llega a ver cómo Lola se arropa en suchaqueta, sobrecogida por la fuerza de una visiónque, pese a tener tan cerca, es incapaz decomprender. ¿Y ella? Lola continúa frotándose losojos mientras Antonio la guía escaleras arriba. La

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risita queda de él, mezcla de condescendencia ysuperioridad, la molesta. ¿Qué se piensa el muyimbécil? No está tan borracha como cree. Tan soloesos vívidos colores en sus ojos, la sensación devértigo, el sentimiento de pequeñez… Ya en casa,Lola cuelga su ropa con toda la pulcritud y elcuidado del mundo mientras Antonio se desnudacasi por completo (todo excepto los malditoscalcetines), sin ningún tipo de pudor oconsideración, y se mete en la cama, como cadanoche. En menos de lo que canta un gallo, el colchónaúlla lleno de vida para detenerse poco después yrespiraciones quedas y resoplidos llenan lahabitación, como cada sábado. Solo que estamadrugada, los ojos de Lola permanecen abiertoshasta bien entrado el día, incapaces de apartar esaimagen, ahora irremediablemente impresa en sualma para siempre.

El domingo se convierte en el último día feliz desu matrimonio. El domingo llega el fin del mundo ya ella la ha cogido desprevenida con unas ojerasterribles y una expresión de pura perplejidad por esabolsa de estraza que su marido agita delante de susnarices. Antonio ha madrugado para traer churrosrecién hechos y a ella le toca preparar el chocolate

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entre las brumas de una resaca demasiado cabezona.Cuando vierte el dulce en las tazas no se siente nadaorgullosa de su hazaña. Mordiéndose los labios,deposita las porcelanas sobre la mesita.

—Vaya. —Antonio aparta el periódico y observa elchocolate—. Creo que te ha quedado pococonsistente.

¡Poco consistente! ¡Por el amor de Dios! Si aquellotiene todo el aspecto del agua sucia de fregar. Y peorsabrá. Lola contiene la respiración. La mueca dedisgusto cruza fugaz el rostro curtido y bronceadode Antonio, se aprecia un ligero fruncimiento de suboca sensual de chulo castizo. Después suspira, selevanta y tira el contenido de las dos tazas por eldesagüe del fregadero.

—En fin… qué se le va a hacer, Lolilla. Anda,prepárate mejor unos cafés, antes de que esto seenfríe.

El café sí que parece café y además sabe comodebe saber un buen café, y ello le pone de buenhumor, y Lola sonríe porque sabe que, a pesar delchocolate, el día irá bien. Y más tarde, acurrucadajunto a su hombre mientras ven juntos la película dela noche (otra vez Señalado por la muerte y eldichoso Steven Seagal; no entiende qué le ve

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Antonio a semejante macarra) sentirá lo fuerte quees el aleteo de esas mariposas que llevanrevoloteando todo el domingo en su pecho, elpresagio de que las cosas están a punto de cambiar.

Hoy brilla fuerte el sol en el cielo a pesar de lainminente amenaza del frío, y la gente en las calles semuestra reacia a deshacerse de sus atuendosveraniegos. En la cola de la panadería, hasta lasjubiladas más conservadoras aprovechan para lucirescotes generosos y dedos de uñas esculpidasasomando entre las tiras de las sandalias. La últimamoda, eso de decorarse las uñas, y cualquier atisbodel astro rey es aprovechado para mostrarle almundo los estilismos de semejantes manicuras ypedicuras. Y si no sale el sol, pues también, qué másda. ¡Pero cuánto más vale la moda comparada conuna pequeña posibilidad de congelamiento! Unchiquillo travieso chupetea un colín mientras supadre se esfuerza en despojarlo de su sudadera. Elnene se ha pasado más de media fila correteando portoda la panadería y ahora suda como un pollito. Elpadre viste un polo de color añil y unos finospantalones de lino; ya venía sudando de atrás. Poreso se vuelve una y otra vez a mirarla con extrañeza,

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y no son pocos los que pronto lo están imitando, aesa joven mujer vestida con vaqueros negros, botasgastadas y un amplio jersey de cuello vuelto ymanga larga que espera, paciente y cargada debolsas, a que el señor Pelayo la atienda.

—Dichosos los ojos, Lola —saluda el panaderosonriendo a través de sus canosos bigotes—. Van a seruna de la casa y otra pequeña sin sal, ¿a qué sí?

Lola sonríe y asiente. Intenta ser amable, pero sugesto es cansado y su sonrisa, demasiado rígidacomo para resultar natural.

—Vaya cara que me traes hoy, chata. A la legua seve que tú no me has dormido muy bien esta noche.¿Y tan tapada tú, en pleno veranillo de San Miguel,cuando todos esos vejestorios andan enseñandotetamen? Si ya lo digo yo, «injusta es la vida que selleva la belleza juvenil para devolvernos pellejos».Pero, oye, qué pálida estás. Mira a ver si vas a estarincubando algo…

—Qué buen ojo el suyo, señor Pelayo. No se leescapa ni una.

Lola siempre ha sido de naturaleza reservada. Yadesde bien pequeñita se le daba bien guardarsecretos, y en el colegio era un valor seguro cuandoalguna compañera necesitaba sincerarse sin hacer

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públicos sus trapos sucios. No fue una sorpresa parasu familia el día que anunció que quería estudiarPsicología. Todos confiaban en ella. Sus padres, suhermana, sus amigos. Todos menos Lola, claro. Esasdudas, las terribles, terribles dudas. ¿Cómo iba aayudar ella a alguien a expresar sus miedos, susemociones, si ella misma era incapaz de contarsenada? Y es que el peor enemigo de Lola siempre hasido Lola. Esa Lola celosa de su auténtico yo que laahoga hasta la parálisis. Así que no acierta acomprender muy bien por qué precisamente hoy,después de tres años de silencio, de evadir laspreguntas que detesta responder, de no compartir niun ápice de ella misma, se siente en la necesidad decontinuar la charla con el panadero. Quizá sea elhechizo del rostro orondo y suave (¿alguien puedeimaginar a un panadero, de los de verdad, que noposea un rostro orondo?), los ojos amigables y lacálida voz del señor Pelayo. «¡Calla, estúpida, calla!»,le dice la voz. Por primera vez en mucho tiempo,Lola se rebela y decide no hacerse caso.

—La verdad es que no dormí muy bien ayer. Y creoque también ando un poco destemplada. Entre pitosy flautas, gracias a este dichoso insomnio, he debidocoger algo del frío de la madrugada; y ese cala hasta

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los huesos. Pero es que cada vez que cerraba los ojosme venía a la cabeza el grafiti ese que hay pintado enla plaza, justo enfrente de mi casa. Serán esos coloresradiactivos que usan ahora, que se quedan grabadosa fuego en la retina.

—¿Qué grafiti? ¿No será la pintura de la granpiedra de Puerta Cerrada, la Plaza de los Secretos?

—Ese, ese mismo. —Lola le entrega doscientaspesetas del interior de un pequeño monedero de pielvuelta—. Es tan… intenso. Tanto, que duele mirarlo.Aunque, la verdad, he de confesarle que me gustaverlo ahí todos los días cuando salgo del portal ycada vez que vuelvo a casa.

El panadero echa una ojeada a su alrededor. Sehan quedado solos en la tienda, si exceptuamos a esaviejecita teñida de rubio platino que llevaexaminando los paquetes de bollería industrialdesde hace algo más de quince minutos. El señorPelayo mira la hora en el reloj de la pared y echa suscálculos: la anciana todavía tardará otros diezminutos antes de decidirse por la misma bolsa depicatostes de siempre. Después se inclina sobre elmostrador y se acerca a Lola hablando quedamente,como si fuera a revelar un secreto milenario del quesolo ellos dos comparten el honor de ser partícipes.

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—Bueno, verás, Lola, es que en realidad esapintura es más de lo que parece. Es un símbolo,¿sabes?

—¿Un símbolo?—susurra Lola.—Un emblema. El primer emblema de la ciudad.

¿Lo sabías?Lola niega con la cabeza. No, es evidente que ella

no lo sabía.—Y yo que me pensaba que siempre había sido el

oso y el madroño…—Bueno, en realidad la ciudad ha tenido muchos

emblemas distintos. Pero este, este es el primero detodos.

—¿Y por qué la piedra en llamas saliendo delagua? Nunca he oído de volcanes submarinos enMadrid.

Lola se da cuenta de lo fuera de lugar que resultasu observación. Si a ello vamos, tampoco ha oídohablar de osos que justifiquen el escudo vigente. Losúnicos osos que conoce son los tristes residentes delzoo y está casi segura que ninguno de ellos sabe loque es un madroño.

Afortunadamente, el señor Pelayo es un sol y pasapor alto la impertinencia. No en vano sus años

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hablan de la experiencia del padre y la paciencia delabuelo.

—Quita, quita, muchacha. ¡Menudas fantasíastienes tú!

Y el señor Pelayo le cuenta que en tiemposantiguos Madrid solo era una pequeña aldea nacidaal amparo de una gran muralla de piedra. Y quesegún las fuentes, lo del fuego se debe a que estamuralla se habría tallado a partir de una granformación rocosa, cuya composición mineralprovocaba auténticas chispas al frotarse concualquier otra piedra o metal.

—¡Mejor que un zippo cualquiera! —El señorPelayo simula encender un mechero. Después sefrota los bigotes, caviloso—. Y el agua representa laimportancia del Tajo y sus afluentes en la vida de laregión. En fin, si quieres saber más de todo eso,mejor que leas cualquier libro de historia. Pero siestás interesada en conocer la otra versión, la verdadque me contó mi abuelo…

Lola se sonríe. Incluso el tejido de la cotidianidadnecesita de los pequeños secretos para sostener elentramado. Avanza dos pasos hacia el mostrador.

—Ven —dice el panadero bajando aún más la voz—.Deja que te cuente.

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El cuento del panaderoExiste una leyenda no escrita que cuenta que hacemucho, mucho tiempo, toda la región se hallabainundada por un gran lago. Sorprendentemente, estelago nunca vio decrecer su caudal a pesar de quenunca fue alimentado por río alguno, y que measpen si el Tajo y sus hijos no fluían salvajes y libres,como los dueños y señores del paisaje que eranentonces. A causa de ello, las gentes de lasinmediaciones y los peregrinos lo evitaban como lapeste. Creían que el gran lago era en realidad unSumidero del Diablo. ¿Qué? ¿No sabes lo que es eso?Pues uno de esos agujeros utilizados por losdemonios para reconducir el agua de lluvia que sefiltra a través del suelo. Imagina por un momentotoda esa agua franqueando el último de los estratos,cayendo sobre el inframundo y apagando las llamasen las que se abrasan los condenados. Menudo caos,¿no crees?

Pues según se dice, un pilluelo que una tardepasaba por allí se sentó a orillas del lago a descansary, como se aburría, comenzó a lanzar piedras al agua.Como pronto se le acabaron los proyectiles y noencontraba ninguno de su agrado alrededor, no se le

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ocurrió más que comenzar a lanzar las cuentas de unrosario que le sisara al cura de un pueblo cercano.Entonces sucedió que estalló un gran trueno, la tierrase agitó con violencia y una inmensa roca emergióde las profundidades del lago hasta cubrir con sumole el agujero que tanto tiempo les había costadoexcavar a los demonios.

Las maravillas no acabaron allí, no obstante.Cuando aquel gigantesco peñasco terminó de salirde las aguas, comenzó a oscilar para instantesdespués estallar en magníficas llamaradas quesecaron el remanente de aquellas aguas corruptas ypurificaron el lugar. El pilluelo, testigo de talprodigio, se arrepintió de todas sus malas acciones ycorrió por los montes dando las buenas noticias portodos los pueblos vecinos. Pronto el lugar se llenó deuna muchedumbre ansiosa por vislumbrar elmilagro. Y todos se asombraron mucho cuando unhombre santo y venerable, armado de gran valor,tocó la piedra con sus manos desnudas y les dijo queera cálida y suave, como lo son todos los hogares, yque esa era una señal que les había sido dada paraque hicieran de aquel lugar purificado su nuevohogar. Algunas versiones cuentan que la piedra aún

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vibraba bajo sus dedos, latiendo como un corazónhumano.

Desde entonces gentes de lo más variopintocomenzaron a instalarse en los alrededores de lazona, que era otra vez fértil y buena para cultivar.Primero fueron unas cuantas casas rodeando la roca,poco tiempo después las casas formaron unapequeña aldea. Para cuando las noticias llegaron a laIglesia de Roma y esta se decidió a enviar a uno desus ministros a verificar la validez del milagro, ya segestaba el germen de una gran ciudad. Aquelministro italiano observó todo aquello, tomó ladeclaración de cada aldeano y recogió informaciónde todos los símbolos y hechos. Se dice que no tantolas historias como la visión de la piedra loimpresionaron sobremanera, y que a su vuelta aRoma habló maravillas del suceso al Sumo Pontífice.Se dice que incluso el mismísimo Papa llegó a visitarde incógnito la nueva ciudad. Que la Iglesia de Romatuvo miedo de perder la sede de su poder ante lasevidencias de un lugar realmente sacro. Y se cuentaque un maestro artesano fue pagado por una manonegra para construir una catedral y una murallautilizando la parte emergente de esa piedra que latíacomo el corazón y que se levantaba orgullosa sobre

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la ciudad naciente. Muchos se opusieron, algunosfueron acallados y otros simplementedesaparecieron. Fueron tiempos agitados, sin duda.Finalmente, la piedra fue despedazada y catedral ymuralla levantadas.

Y una tarde, el hombre santo que abrazara en sudía la roca y que era ya muy viejo, salió de la ciudadamurallada y no volvió jamás. Uno de los soldadosque vigilaban las puertas lo vio el día de su partida,apostado al atardecer junto a la cara exterior delmuro norte. Pretendiendo averiguar qué hacía elanciano fuera de la ciudad en aquellas horasintempestivas, se dirigió a su encuentro. Pero cuandollegó allí, el anciano se había esfumado. No obstante,había dejado algo pintado en la muralla: la imagende una piedra colosal saliendo de las aguas ycubierta de llamas. Madrerit, la de la piedra Madre,la piedra Corazón. Así obtuvo su nombre la ciudad, yasí fue como la roca llameante se convirtió en suemblema.

—Ni que decir tiene —continúa el señor Pelayo— queeste emblema ha variado con el paso de los siglos.Aunque los musulmanes que ocuparíanposteriormente la ciudad respetaron las viejas

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historias y adaptaron su nombre y su significado almudéjar Mayrit, con la reconquista y los sucesivostraslados de la corte se harían necesarios cambios.Una cara nueva para la ciudad floreciente, nuevaimaginería, nuevas leyendas. Y la verdadera historia,antiquísima, casi ha desaparecido de la memoriacolectiva; en el mejor de los casos se habrádesvirtuado en su transmisión. De hecho, la leyendaque ahora te cuento ha sido modificada por miforma de narrarla, así como mi abuelo la cambióirremediablemente el día que me la contó a mí…

—¡Oiga! —Los diez minutos se han ido volando; laviejita teñida de rubio platino ya ha terminado demanosear los bollos y patea el suelo impaciente—.¿Ha terminado usted de pedir? ¡Que aquí notenemos todo el día!

El encanto se rompe y la panadería se conviertede nuevo en una tienda corriente y el señor Pelayo,en el orondo panadero del barrio. Lola le da lasgracias más por el cuento que por el pan y,disculpándose ante la furibunda mujer, sale al solmentiroso de septiembre. Más le vale olvidarse dehistorias y centrarse en cumplir sus tareas. Caminadespacito porque va muy cargada con todas esasbolsas y no quiere que se le caiga nada, que seguro

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que Antonio se da cuenta. Antonio posee unaespecie de sexto sentido para localizar losdesperfectos en las cosas. Y aunque la panadería noestá lejos de casa, Lola llega a la plaza agotada,sudorosa y bastante dolorida de la espalda.

La pintura sigue donde siempre para regocijo deLola, que hoy la contempla con nuevos ojos. «Vaya»,piensa, «el agua purificada, la roca en llamas y laciudad alrededor. Tengo el corazón de la ciudadfrente a mi ventana. Los muros ardientes son fuertes,y resisten.» Y quisiera hablarles de su nuevodescubrimiento a su madre y a Ana. Solo que ellas yano están allí. Allí solo está Antonio, y él no quieresaber de las piedras más que para usarlas en sutrabajo.

Apoyado en la fachada, justo bajo la pintura, hayun adolescente que le hace señas. Lola intentaignorarlo, pero el muchacho la llama con voz rota.«¡Señora! ¡Señora!», una y otra vez. Sostiene la llavedel portal en la mano y entonces se lo piensa dosveces, se gira y camina hacia él. Como bien le gustarecalcar a Antonio, siempre ha sido de caráctercompasivo y, por tanto, débil. El chico que estásentado en el suelo tiene la ropa sucia, granosabiertos entre las barbas mal afeitadas y el pelo

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alborotado. Lola advierte ese brillo inconfundible ensus pupilas: es un drogadicto, una anónima víctimamás de la heroína.

—La he visto salir de la esquina —le dice elmuchacho— y tenía pensado pedirle algo de dinero,pero entonces me he fijado en esa bolsa de naranjastan apetecibles que lleva… ¿Podría darme una,señora? ¿Solo una? Hace tanto tiempo que no comonaranjas…

Lola se muerde los labios. ¿Y cómo negarse? A finde cuentas el pobre desgraciado está pidiendocomida… Coloca estratégicamente las bolsas en elsuelo y abre el saquito de las naranjas. Escoge unabien grande y se la tiende al muchacho, que la atrapacon avidez entre sus manos de uñas rotas. El chicomuerde la naranja con cáscara y todo, deleitándosecon su sabor.

—Gracias, señora, mil gracias. —El jugo de la frutale resbala por el mentón—. Mejor así, mejor que eldinero ahora… Si me hubiera dado dinero, no habríacomido naranjas…

Lola levanta las bolsas y se dispone a marcharsecuando el chico hace presa en una de ellas,reteniéndola.

—Sé que mira a menudo ese dibujo. Muchas veces.

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—¿Qué…? —Tira de la bolsa—. ¡Te he dado lanaranja! ¡Suéltame!

—Sí… Se queda con los ojos fijos en la piedra quearde. ¿Y sabe una cosa? A veces también ustedparece arder, toda envuelta en llamas, jajajajaa…

El chico suelta la bolsa por fin y comienza aretorcerse en la acera presa de una risa enloquecida.Algunos paseantes contemplan desconcertados laescena y los más curiosos comienzan a acercarse,acechantes, como buitres alrededor de la carroña.Lola corre a toda prisa hacia el portal.

—¡Usted arde, señoraaaa! ¡Como la piedra!

Lola llorando en el sofá del salón. Son las once ymedia de la mañana de un frío 20 de diciembre.Afuera se escucha la música de los villancicos en loscolmados, el rumor amortiguado del bullicio en lascalles, las risas de los chiquillos que han decidido noir al colegio. En el interior de la casa, todos estossonidos se mezclan con los suaves sollozos de Lola.Sus manos temblorosas sostienen el test deembarazo, teñido de un rosa violento que presagia latragedia. Aún no puede creer que lleve casi cuatromeses preñada. No le supone ningún esfuerzoremontarse al origen del problema. Tuvo que ser

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aquella vez en la que felizmente pensaron quetenían la situación bajo control. Que si Ogino, que silos astros y las mareas, que si... que si puñetas. Claro,luego ella tuvo su regla normal, inmediatamentedespués. Y el que su menstruación sea, por decirlo dealgún modo, irregular tampoco la ha beneficiado.¿Cómo iba a imaginarse que sus habituales retrasosde dos o tres meses obedecían a otro fenómenodistinto, tan inesperado como indeseable? Y lo peorde todo, ¿cómo se lo va a plantear a Antonio?

Hablar con Antonio, eso es lo que más la asusta.Porque hace tiempo que Lola sabe bien de lo que escapaz su marido. «En la riqueza y en la pobreza…hasta que la muerte nos separe», se dice. Por primeravez en mucho tiempo, se sorprende pensando en elinfierno en que se ha convertido su vida desde quelas cosas comenzaron a complicarse. A Antonio loecharon de la constructora. Reducción de plantilla,le dijeron entonces. Se gestaba el germen de la crisisdel ladrillo y la cruda realidad era que mantener aun obrero con un contrato medio digno, con suSeguridad Social y un sueldo aceptable, ya no salíarentable. Antonio tuvo que emplearse por su cuentaen obras ocasionales; mal pagadas, peor reconocidas.Adáptate o desaparece. Antonio respiraba

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frustración desde que el despertador lo ponía en piepor las mañanas. Pese a todo, no le permitió trabajar.¿A dónde iba a ir ella, con algo más que unas cuantasasignaturas pendientes para siquiera poderdiplomarse? Y si en algún momento se plantearaemplearse en algún hogar, o como camarera enalguna cadena de comida rápida, ya se ocupó él deechar por tierra sus iniciativas. El dinero comenzó amenguar, la hipoteca a ahogarlos lentamente. Elcarácter de Antonio se agrió, su humor, si alguna vezlo tuvo, fue a peor. Cada vez más irascible, lairritación se fue tornando furia mal contenida. Lolarecuerda que aun cuando la vida les sonreía, alhombre que ella amaba a veces lo suplantaba unperverso desconocido que disfrutaba haciéndoledaño. Un desconocido que se había asomado a travésde los ojos de Antonio hacía ya mucho tiempo, unavez en un coche bajo las estrellas. Un desconocidocon el que ahora comparte su casa y su cama lamayor parte del tiempo. Ya apenas ve a su Antonioen el cuerpo de su marido salvo en contadasocasiones. A la sazón se pregunta si en algúnmomento llegó a existir o es que realmente se hallaperdido en algún rincón de su ser.

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Lola se levanta y se acerca al espejo que hay en elrecibidor. Es uno de esos artículos de aire rococó, conel marco de bronce tallado con intrincados relieves.El cristal pulido reluce, ella siempre lo limpia conesmero. Una mujer pálida y ojerosa le sostiene lamirada. La mujer se ahueca rápidamente la pecheradel delantal, disimulando así la tripilla incipiente. Yella que pensaba que ese volumen extra era tan soloel flotador post-veraniego. La mujer del espejo ríe yLola, animada por una nueva resolución, se dirige alteléfono.

En su mente se imagina llamando a casa. Sumadre o Ana cogiendo el teléfono, ella contesta ybla, bla, bla. Lágrimas y arrepentimientos, palabrascariñosas y después ella cuenta su noticia y ellas sealegran tanto y van a visitarla. ¡Qué bueno sería queesas Navidades ambas estuviesen a su lado paracelebrar la llegada del bebé! Marca el númerodespacio y espera. Ring, ring, ring. Dos veces. Tresveces más. Alguien coge el teléfono. Y entonces Lolacuelga. No puede. En su fantasía hay algo que noencaja y ese algo se llama Antonio. A veces suimaginación se desboca y va más allá: su madre y suhermana que vienen para llevársela, inflexibles.Nunca le dura el pragmatismo lo suficiente y las

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dudas ocasionales la embargan de culpabilidad.¿Cómo va ella a abandonar a su marido, así comoasí?

Él llega a las tres, tan puntual como siempre.Apenas pronuncia palabra cuando se sienta en lamesa, con suerte emite algún leve gruñido mientrasengulle las lentejas. Los gruñidos siempre son señalde un mal día, así que Lola evita iniciar cualquiertipo de conversación y, prudentemente, decideabordar el tema en otro momento menos delicado.Tras una ligera siesta de un cuarto de hora, Antoniose levanta, se calza y la besa en la mejilla, todo antesde marcharse con un sonoro portazo. Sola otra vez,los pensamientos de Lola oscilan entre el color rosadel test y el tiempo que le queda antes de queAntonio regrese de nuevo.

La azafata pelirroja está cantando las unidades demillar cuando Antonio entra por la puerta. Lola, queha regresado a la cocina tras su breve flirteo con elteléfono, escucha un desafinado silbido en el salón.«Bueno, parece que viene contento», se dice. Yagradece aliviada que la jornada vaya a terminar enpaz.

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—¡Lola! —llama Antonio—. ¡Trae esos cacharros,que esta noche vengo con un hambre canina! Aprisa,muchacha, ya voy poniendo yo el mantel.

Y va a ser verdad, eso del hambre canina. En unsantiamén Antonio está sorbiendo los últimos restosde sopa y Lola coloca pulcramente sobre la mesa elsegundo plato, un estofado de carne con patatasfritas y pimientos de los que no pican (¡Antoniodetesta el picante!). Animada por cómo ha concluidoel día, le cuenta que ya que se acercan fechas tanespeciales, le ha cocinado la carne con ese guiso debrandy y hierbas que tanto le gusta. El alegreparloteo de Lola continúa aún unos segundos más;justo lo que tarda en advertir que Antonio no la estáescuchando, concentrado como está en el plato depatatas.

—¡Ja! ¡Vaya! ¡Qué te parece! —señala la guarnición.A la luz mortecina del salón, Lola adviertehorrorizada que algunas de las patatitas se handorado más de la cuenta, manchas marrones entre eldorado perfecto—. ¡Vamos a cenar patatas morenitas!¡Patatas bronceadas!

La rapidez y la violencia del bofetón la pillan porsorpresa y Lola cae al suelo.

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—Vaya por Dios, Lola. ¿Es que siempre tienes quecabrearme? Y mira que el día había empezado amejorar y resulta que vas tú y decides tostarme lasputas patatas…

Aturdida por el golpe, Lola se apoya sobre lasmanos para incorporarse. Antonio se acerca a ella yla agarra brutalmente del pelo, obligándola alevantar la cabeza. La mira fríamente a los ojosmientras susurra las tan temidas palabras que Lolaha oído en demasiadas ocasiones.

—Ahora voy a tener que castigarte, para que temetas cómo hay que hacer las cosas de una puta vezen la cabeza. Pero puedes estar tranquila: estamoscasi en Navidad, así que hoy no voy a dejarte marcasen la cara…

Lo ve venir a cámara lenta, y su gesto se demudapor el terror. «¡No, Antonio, no!», quiere gritar ella.«¡En el vientre no!» Pero Antonio golpea fuerte loquieras o no, todo un señor chupinazo de cuando deniño jugaba al fútbol con los alevines del Getafe, yella siente cómo se rompe por dentro y algo viscosoy terriblemente cálido humedece sus ingles. Elaullido de Lola colma la noche, y los vecinos tendránque esforzarse de verdad si pretenden acallar lo quesucede tras las paredes con un simple televisor a

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todo volumen. Durante unos breves instantes, elhombre la contempla, perplejo, sin saber muy bienqué está ocurriendo. Unos instantes que Lolaaprovecha para levantarse todo lo rápido de lo quees capaz y correr a encerrarse en el baño. Unabrillante estela carmesí revela, delatora, el camino desu huida.

Lola se arrastra por las blancas baldosas del bañoentre desgarradores dolores y virulentascontracciones. Un cuchillo ardiente la atraviesa departe a parte. ¡No! ¡Su bebé! Su cuerpo pequeño secontrae y sus manos se aprietan contra la pelvis,luchando contra las fuerzas que se empeñan en queaquello, que comienza a ser un niño, salga de ellaahora. La sangre anega sus braguitas de algodón, susmanos, su falda, su delantal. Lola grita cuando elpeso cae a través de su vagina, en un chorro desangre y fluidos, brevemente contenido por la ropainterior. Y vuelve a aullar hasta desgañitarse cuandoaquello resbala entre sus piernas y se le escapa delcuerpo entre las costuras de las bragas. La puerta delbaño se comba pero aguanta firme las embestidas deAntonio, cuyos bramidos se pierden entre loschillidos de Lola.

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Al borde de la inconsciencia, Lola se esfuerza porcontinuar despierta, por mantenerse en pie. Seagarra con fuerza al inodoro, dejando la huella rojade dos manos en la porcelana, y se aúpapenosamente. Su abdomen arde y al incorporarseapenas puede contener la náusea que le provocasentir el golpeteo de ese hilillo de carne que rebotaobscenamente entre sus muslos cuando se mueve.Sabe que está perdiendo mucha sangre y que tieneque deshacerse de aquello cuanto antes, así que semueve hacia el lavabo. Encima hay un armarito decolor blanco y decorado con delicadas flores violetas.Dentro es donde guardan las tijerillas para las uñas,pequeñas y afiladas, pero eficaces. Remueve condescuido cepillos de dientes, colonias y loción deafeitar hasta que por fin encuentra lo que busca. Lolasostiene las tijeras en una mano trémula antes dedirigir la hoja hacia sus ingles.

Sput. El corte es limpio y aquello cae al suelo porfin, con un ruido húmedo y pegajoso a la vez. Lastijeras resbalan hasta el desagüe, los dedos de Lolaaprietan el borde del lavabo palideciendo bajo elrojo que los mancha. Respira con dificultad una vez,dos, tres veces antes de bajar la mirada. A sus piesvislumbra un pequeño pompón rosáceo unido a un

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coágulo púrpura. Hay dos pequeñas cositas negrassobre el pompón y lo que parecen dos pares deextremidades. Y entonces aquello se mueve. Su hijo,que se retuerce desvalido sobre las baldosas blancasdel cuarto de baño.

Esta vez, el grito de Lola surge más allá de sugarganta, más allá de su ser. Los ojos en blanco, laboca abierta en una mueca imposible, mostrandounos dientes feroces, los dedos estrujando laporcelana. Fui sobre agua edificada. Y luego el fuego.El fuego que asciende en oleadas desde su interior.Mis muros de fuego son. Y Lola estalla en llamaradasrojas y blancas, la sangre hirviendo, la pielarrugándose, consumiéndose a cada segundo. Lamujer en llamas abre la puerta del baño, que ardecon premura ante el contacto de sus manos. Y tras lapuerta Antonio, un conejillo asustado que huye porel pasillo cuando la ve emerger del cuarto de aseo,toda furia, todo fuego. Ella lo persigue, girando porel pasillo, incendiándolo todo a su paso.Chocolaaate, moliniiillo, corre, corre… ¡que te piiillo!Alimentado por el odio de Lola, el fuego se propagaveloz y con una virulencia sobrecogedora, y le ganala carrera a Antonio para cuando este logra alcanzarla puerta de entrada. «¡Auuuu!», gime Antonio, y

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retira una mano en carne viva, abrasada por el pomoal rojo.

Antonio siente el infierno a su espalda y sabe quela tiene justo detrás; se gira despacio, con el lentoarrastrar del condenado. Ella se yergue ante él, lavisión de lo que fue una mujer ennegrecida yampollada por el fuego que brota a través de su piel.Y por primera vez en muchos años, el hombre lloracomo un niño. De miedo, de desesperación, de dolor.Lola sonríe, complacida. El aire se está calentandomuy deprisa, las temperaturas asciendenvertiginosamente y parece que a Antonio le cuestarespirar. (¿Le dolerá, le dolerá?). Tras la puerta deentrada, ahora pasto de las llamas, Antonio escuchalos gritos de los vecinos, las carreras por el pasillo, elcrepitar del fuego que se extiende por el antiguoedificio. ¿Eso que suena a lo lejos podría ser la sirenade los bomberos? Y casi al final, cree que hayesperanza. El muy iluso. Lola lo atrapa entre susbrazos de fuego y sus órganos estallan, sus venasestallan, su piel se carboniza en cuestión desegundos: Antonio arde con ella. Y mientras seconsume entre las llamas, Lola le susurra: «Te quiero,claro que te quiero».