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1 LÁPICES DE COLORES José Ramón Varela Cousillas Hoy el sol se ha despertado perezoso, algo tarde para esta época madura de la primavera. Las nubes, dubitativas, discuten entre ellas si vaciarse y regar los campos de la costa o seguir su viaje hacia el interior para paliar la sequía de la que tanto se quejan los campesinos. Nunca saben cómo acertar. Nunca son del agrado de todos. Y mientras el sol bosteza y se desentumece y las nubes cavilan sobre la conveniencia de llorar aquí o allí, las brumas marinas, calladas y cautelosas, van surgiendo lentamente del fondo del océano y colonizando la ría. Yo, desde mi ventana, observo ese ambiente desteñido y luctuoso que adorna la costa. Me trasmite serenidad. Una especie de paz interior que despierta la olvidada atracción por la pintura que perdí en mi adolescencia, a la par que iba perdiendo mi inocencia. Y evoco aquellos años de mi infancia, aquel estuche metálico lleno de lápices de colores que me regaló mi madrina el día de mi primera comunión. ¿Qué sería de él? No lo recuerdo. Quizá mi madre lo tiró a la basura. Se quejaba continuamente —eso sí que lo recuerdo— de que yo emborronaba con garabatos de colores la pared de la cocina. Creo que a mi padre tampoco le gustaba, no era un juguete que aportara nada a mi futuro. Él deseaba que yo — emulándolo— embruteciera mis emociones y me dedicara a navegar, como navegaba él y como había navegado mi abuelo y su abuelo y todos los antepasados hasta donde alcanzaba su memoria. Ahora que ya estoy retirado, que hace años que no navego, viendo este paisaje fúnebre, se me asemeja a una gran batalla incruenta entre el sol, las nubes y las brumas, una guerra despiadada que sólo durará hasta que, de nuevo, llegue la noche y el sol se rinda o pida una tregua; las brumas se disipen en las aguas para retirarse a descansar mecidas por la marea y la nubes emigren hacia el nordeste. Nos abandonarán dejándonos a oscuras para que descubramos, en la soledad de la negrura, cómo necesitamos refugiarnos en nuestros sueños y pesadillas. Me gustaría tener mis pinturas, aunque no fueran todas, sólo las de colores sombríos para pintar este paisaje tan tétrico: el verde oscuro de los pinos húmedos y del campo lloroso; el ocre tenebroso de la arena de las playas y un gris desafiante y belicoso, el de este cielo que se asemeja al infierno y esta mar muerta que casi no ruge en esta primavera húmeda. Y la reina de las pinturas: el color negro, para pintarrajear algunos trazos chiquitos, imitando a esos hombres que pasean cabizbajos por el muellePero aunque tuve pinturas, reconozco que nunca fui un artista, no dibujé con gracia más allá de garabatos sin sentido. Para tranquilidad de mi padre, nunca tuve afinada mi sensibilidad artística, ni para pintar, ni tocar ningún instrumento, ni tan siquiera para redactar aquellas emociones que, en ocasiones, me hacían llorar. Se irá consumiendo este día etéreo, y con el día se irá, también, esta luz menuda y esta sensación que me embriaga. Y no podré gozar de ella nunca más, porque estos días opacos escasean en primavera y, quizás, mis huesos no tengan fuerzas para enfrentarse a otro invierno.

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LÁPICES DE COLORES José Ramón Varela Cousillas

Hoy el sol se ha despertado perezoso, algo tarde para esta época madura de la primavera. Las nubes, dubitativas, discuten entre ellas si vaciarse y regar los campos de la costa o seguir su viaje hacia el interior para paliar la sequía de la que tanto se quejan los campesinos. Nunca saben cómo acertar. Nunca son del agrado de todos. Y mientras el sol bosteza y se desentumece y las nubes cavilan sobre la conveniencia de llorar aquí o allí, las brumas marinas, calladas y cautelosas, van surgiendo lentamente del fondo del océano y colonizando la ría.

Yo, desde mi ventana, observo ese ambiente desteñido y luctuoso que

adorna la costa. Me trasmite serenidad. Una especie de paz interior que despierta la olvidada atracción por la pintura que perdí en mi adolescencia, a la par que iba perdiendo mi inocencia. Y evoco aquellos años de mi infancia, aquel estuche metálico lleno de lápices de colores que me regaló mi madrina el día de mi primera comunión. ¿Qué sería de él? No lo recuerdo. Quizá mi madre lo tiró a la basura. Se quejaba continuamente —eso sí que lo recuerdo— de que yo emborronaba con garabatos de colores la pared de la cocina. Creo que a mi padre tampoco le gustaba, no era un juguete que aportara nada a mi futuro. Él deseaba que yo —emulándolo— embruteciera mis emociones y me dedicara a navegar, como navegaba él y como había navegado mi abuelo y su abuelo y todos los antepasados hasta donde alcanzaba su memoria.

Ahora que ya estoy

retirado, que hace años que no navego, viendo este paisaje fúnebre, se me asemeja a una gran batalla incruenta entre el sol, las nubes y las brumas, una guerra despiadada que sólo durará hasta que, de nuevo, llegue la noche y el sol se rinda o pida una tregua; las brumas se disipen en las aguas para retirarse a descansar mecidas por la marea y la

nubes emigren hacia el nordeste. Nos abandonarán dejándonos a oscuras para que descubramos, en la soledad de la negrura, cómo necesitamos refugiarnos en nuestros sueños y pesadillas.

Me gustaría tener mis pinturas, aunque no fueran todas, sólo las de colores

sombríos para pintar este paisaje tan tétrico: el verde oscuro de los pinos húmedos y del campo lloroso; el ocre tenebroso de la arena de las playas y un gris desafiante y belicoso, el de este cielo que se asemeja al infierno y esta mar muerta que casi no ruge en esta primavera húmeda. Y la reina de las pinturas: el color negro, para pintarrajear algunos trazos chiquitos, imitando a esos hombres que pasean cabizbajos por el muelle… Pero aunque tuve pinturas, reconozco que nunca fui un artista, no dibujé con gracia más allá de garabatos sin sentido. Para tranquilidad de mi padre, nunca tuve afinada mi sensibilidad artística, ni para pintar, ni tocar ningún instrumento, ni tan siquiera para redactar aquellas emociones que, en ocasiones, me hacían llorar.

Se irá consumiendo este día etéreo, y con el día se irá, también, esta luz menuda y esta sensación que me embriaga. Y no podré gozar de ella nunca más, porque estos días opacos escasean en primavera y, quizás, mis huesos no tengan fuerzas para enfrentarse a otro invierno.

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Podría grabar esta imagen en mis remembranzas, pero a mi edad ya me falla la memoria. Hay días que no recuerdo por la noche lo que hice por la mañana, mis evocaciones siempre escapan lejos, a mis años mozos, a mi juventud y mi adolescencia. A mi nieto le hace gracia. A veces creo que no comprende, o no me cree, que yo hace algún tiempo, mucho tiempo ya, fui un niño como él lo es ahora. Ignora que algún día, si la vida le da permiso, él también llegará a ser un anciano. Él en su inocencia piensa que siempre he sido un viejo cascarrabias, no sabe que me enfurruño porque me siento cansado, porque ya no aguanto las tonterías, porque me estoy muriendo.

Pronto me llamará mi hija para que baje a comer. Y me gritará para que me

dé prisa. Piensa que estoy sordo. No comprende que para mí la comida ya no tiene aliciente. Para que no se enoje conmigo como todo lo que me pone y así no le doy motivo para que me regañen por esa nimiedad. Lo peor de llegar a viejo, no es la vejez en sí misma, sino que te mortifiquen: la comida sin sal, sin grasas; el tabaco ni verlo. Mi padre —eso sí lo recuerdo— murió con el pitillo entre los labios y con una sonrisa dibujada en su mirada. Yo, con tantos cuidados como —dicen— que me dispensan, quizás moriré sano, pero muy triste y apagado. Extraño mucho el café de la sobremesa con aquel pitillo que me sabía a gloria, extraño los vinos que tomaba con mis amigos en la taberna. Extraño el viento, la lluvia y el sol severo del verano. De qué puede servirme seguir vivo si me han prohibido todo lo que daba goce en mi vida. Ahora soy un mueble más de esta casa, algo que esta ahí porque sería de mala educación tirarlo a la basura. Seguro que si les digo que quiero comprarme un estuche de lápices de colores me dirán que si estoy loco, que para qué los quiero. Y si les contestara que quiero pintar este día gris para recordarlo mañana, mi hija, con ese desparpajo que sacó de su madre, me dirá que haga una foto. ¡Pero si no tengo cámara de fotos! La que tenía, me la quitó ella y se la dio al niño. Y si le digo a mi nieto que me haga una foto de este paisaje de la ría, me dirá que en este momento está muy ocupado, que no lo moleste o que no recuerda dónde tiene guardada la cámara.

Siempre es igual, soy como la escoba de la casa, siempre escondida en un rincón para que nadie la vea. Si al menos me permitieran salir hasta el muelle y subirme al dique de abrigo para ver desde cerca esta imagen que me tiene hechizado y poder sentir como penetra esta humedad hasta mis huesos que hace revivir sensaciones de mi juventud cuando iba a la costa a recoger algas o erizos.

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Los hombres siempre somos un estorbo en casa. Cuando regresaba de mis singladuras y les relataba cómo me había ido, enseguida me callaban. Y si callaba y me mantenía silente para no molestar, me decía que siempre estaba en Babia. Cuando vine jubilado, llegué contento. Deseaba vivir y recuperar el tiempo que la mar me había robado. No había transcurrido una semana y ya añoraba zarpar de nuevo.

Me llama mi hija para que

baje a comer, imagino que hoy también me habrá puesto verduras y, con un poco de suerte, le habrá

añadido alguna patata, pero no muchas, porque sabe que me

gustan. Quizás me haya hecho un pescado hervido. Me habrá servido un vaso de agua. ¿Qué daño me

haría tomar un vasito de vino? Pero…

* * *

—Ahora acuéstate un rato a echar la siesta. ¡Le parecerá poco lo que duermo! En cuanto oscurece me mandan a la

cama y me advierten de que no me levante temprano que los despierto. Me paso más de media vida cobijado bajo las mantas. Ya no hay fantasmas en las casas, como cuando yo era un chiquillo. Aquellos ruidos extraños que oíamos por la noche, siempre se los achacaban a los pequeños duendes que corrían por el desván. Ahora prefieren escuchar como parvos a los personajes de la televisión. Esos sí que hacen daño y no los fantasmas de mi infancia. Si tuviera la caja de pinturas, podría dibujar un fantasma y charlar con él por las noches. Creo que él sí me entendería. De aquí a poco yo también habitaré ese mundo de los espíritus y así me iría acomodando para cuando llegue mi hora.

Ahora subirá a arroparme para que no me enfríe en la cama y yo me haré el dormido, así me dejará tranquilo y podré asomarme de nuevo a la ventana para admirar esa bella batalla entre el sol, las nubes y las brumas hasta el atardecer. Y en silencio, esperaré hasta que todos sucumban, ver como al sol lo engullen las aguas, como las nubes palidecen en un cielo negro y las brumas se acuestan arrulladas por los flujos monótonos del océano.

Y luego para cenar me tomaré mi vaso de leche, sin aguardiente, que me lo tiene prohibido. Y volveré a acostarme intentando grabar en mi mente este día gris que quisiera recordar mañana, antes de caer dormido, pediré a los viejos fantasmas que me ayuden a soñar con aquella caja metálica de lápices de colores que hoy, no sé por qué añoro con tanta desesperanza.