Los valores en la Ley de calidad - Instituto E. Mounier · no) las semillas de valores como el...

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ACONTECIMIENTO 67 EDUCACIÓN 14 Los valores en la Ley de calidad José Mª Vinuesa. Doctor en Filosofía. Catedrático 1. Educación, formación y valores Todo proceso educativo, en la medida en que contiene propósitos formati- vos, supone la sugerencia de unos va- lores concretos a los alumnos. Aunque los valores no sean (no puedan ser) impuestos, su sola propuesta implica preferencia, a partir de una selección, en la que otros son pospuestos. Con carácter general, la educación tiende a recobrar, actualizar y salvaguardar los valores radicales de la propia cultura. Dependiendo del tipo de valores de que se trate, el protagonismo en su trasmisión (endoculturación) corres- ponde a la familia o a las instituciones educativas, conforme a una regla no escrita de división del trabajo de difu- sión axiológica. Pese al creciente protagonismo de las instituciones educativas, en una democracia liberal, en sentido amplio, la obligación primaria y la carga ma- yor de la trasmisión de valores corres- ponde a la familia. De forma simplifi- cadora, se puede afirmar que la fami- lia se debería encargar de suscitar e inspirar aquellos valores más profun- dos, los que tienen que ver con los ideales de vida, los meta-proyectos, los principios prácticos, las creencias religiosas y otros valores básicos en la pirámide axiológica del joven. Es en casa donde los alumnos reciben (o no) las semillas de valores como el amor, la libertad y la justicia, la igual- dad y la generosidad, la amistad y el respeto, la honradez y la veracidad, la higiene y el pudor, por poner sólo unos ejemplos. En las sociedades abiertas, se supone que los padres tie- nen el derecho y el deber de velar por la felicidad de sus hijos y, por tanto, han de inculcarles aquellos valores que (obviamente, de manera «pater- nalista») consideran que podrían con- ducirles a la felicidad. Entiéndase, a efectos de interpretar lo que expondré en adelante, que cada cual objetiva su felicidad en un conjunto de bienes, metas o planes de vida particulares, li- bremente elegidos. En cambio, el sistema educativo institucional, en una sociedad demo- crática, debe propagar aquellos valo- res que atañen a la convivencia pacífi- ca, la participación ciudadana, la coo- peración social y el ejercicio de las libertades públicas. Así, son valores institucionales el pluralismo, la tole- rancia, la paz y la no-discriminación, entre otros. A diferencia de la función encauzadora de los padres, la Escuela únicamente puede pretender mostrar el camino hacia la convivencia pacífi- ca y la cooperación. Los valores para alcanzar esos objetivos sociales deben gozar de universalidad, sin la cual se- rían nulos de antemano, a diferencia de aquéllos que conducen a la singula- ridad de la felicidad individual. La in- tervención del sistema educativo en la difusión o generación de valores se re- aliza con la legitimidad que, en un sis- tema democrático, tiene el ejercicio del poder en materia educativa. De lo antedicho puede deducirse que ni el poder legislativo ni la Admi- nistración educativa tienen legitimidad para sugerir valores que, presuntamen- te, sirvan para alcanzar la felicidad. Tal sería, por ejemplo la conclusión a partir de las funciones que J. Habermas atri- buye al sistema democrático, el cual está formado por «las formas institu- cionalmente aseguradas de una comu- nicación general y pública que se ocu- pan de las cuestiones prácticas: de cómo los hombres quieren y pueden convivir bajo las condiciones objetivas de una capacidad de disposición in- mensamente ampliada». Nótese que el objetivo de la democracia —conjunto de reglas de procedimiento para el co- rrecto planteamiento de los conflic- tos— es la convivencia, no la felicidad. En la misma convicción nos encontra- mos con otras muchas posiciones filo- sóficas, entre las que destaca, por su ro- tundidad, la siguiente sentencia de B. Ackerman: «No es tarea del Estado res- ponder a las cuestiones fundamentales de la vida, sino equipar a todos los in- dividuos con las herramientas necesa- rias para responsabilizarse de sus pro- pias respuestas». En su Teoría de la justicia, John Rawls se afana por distinguir entre el bien (o los bienes) y la justicia (o el de- ber). Defiende que la justicia es uni- versal y anterior a cualquier contin- gencia empírica, mientras que el bien (o los bienes) está vinculado a las di- versas estrategias racionales por las que los individuos formulan sus res- pectivos planes de vida particulares, dependientes de sus preferencias, de- seos y gustos. Sus principios de justicia —derivados del contrato inicial, en la posición originaria— se basan en la búsqueda de cohesión social como prioridad de la política y nada tienen que ver con la legítima persecución de bienes particulares. Siguiendo a Rawls, en su distinción entre lo justo universalizable y lo bue- no individual, —y, sobre todo, a Ha- bermas y Apel— distingue Adela Cor- tina entre una ética de mínimos —cu- yos valores corresponderían, según lo entiendo, a la educación instituciona- lizada— y una ética de máximos —cuyos valores serían privativos de la formación familiar, primero, y de la selección propia del individuo, des- pués—. La ética civil «es, en principio, la ética de los ciudadanos, es decir, la moral que los ciudadanos de una so- ciedad pluralista ha de encarnar para que en ella sea posible la convivencia pacífica, dentro del respeto y la tole- rancia por las concepciones del mun- do». Por su parte, las diversas éticas de máximos «son éticas de la felicidad, de lo bueno y pretenden ofrecer idea- les de vida buena. Cuando algo se tie-

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ACONTECIMIENTO 67EDUCACIÓN14

Los valores en la Ley de calidad

José Mª Vinuesa.Doctor en Filosofía. Catedrático

1. Educación, formación y valores

Todo proceso educativo, en la medidaen que contiene propósitos formati-vos, supone la sugerencia de unos va-lores concretos a los alumnos. Aunquelos valores no sean (no puedan ser)impuestos, su sola propuesta implicapreferencia, a partir de una selección,en la que otros son pospuestos. Concarácter general, la educación tiende arecobrar, actualizar y salvaguardar losvalores radicales de la propia cultura.Dependiendo del tipo de valores deque se trate, el protagonismo en sutrasmisión (endoculturación) corres-ponde a la familia o a las institucioneseducativas, conforme a una regla noescrita de división del trabajo de difu-sión axiológica.

Pese al creciente protagonismo delas instituciones educativas, en unademocracia liberal, en sentido amplio,la obligación primaria y la carga ma-yor de la trasmisión de valores corres-ponde a la familia. De forma simplifi-cadora, se puede afirmar que la fami-lia se debería encargar de suscitar einspirar aquellos valores más profun-dos, los que tienen que ver con losideales de vida, los meta-proyectos,los principios prácticos, las creenciasreligiosas y otros valores básicos en lapirámide axiológica del joven. Es encasa donde los alumnos reciben (ono) las semillas de valores como elamor, la libertad y la justicia, la igual-dad y la generosidad, la amistad y elrespeto, la honradez y la veracidad, lahigiene y el pudor, por poner sólounos ejemplos. En las sociedadesabiertas, se supone que los padres tie-nen el derecho y el deber de velar porla felicidad de sus hijos y, por tanto,han de inculcarles aquellos valores

que (obviamente, de manera «pater-nalista») consideran que podrían con-ducirles a la felicidad. Entiéndase, aefectos de interpretar lo que expondréen adelante, que cada cual objetiva sufelicidad en un conjunto de bienes,metas o planes de vida particulares, li-bremente elegidos.

En cambio, el sistema educativoinstitucional, en una sociedad demo-crática, debe propagar aquellos valo-res que atañen a la convivencia pacífi-ca, la participación ciudadana, la coo-peración social y el ejercicio de laslibertades públicas. Así, son valoresinstitucionales el pluralismo, la tole-rancia, la paz y la no-discriminación,entre otros. A diferencia de la funciónencauzadora de los padres, la Escuelaúnicamente puede pretender mostrarel camino hacia la convivencia pacífi-ca y la cooperación. Los valores paraalcanzar esos objetivos sociales debengozar de universalidad, sin la cual se-rían nulos de antemano, a diferenciade aquéllos que conducen a la singula-ridad de la felicidad individual. La in-tervención del sistema educativo en ladifusión o generación de valores se re-aliza con la legitimidad que, en un sis-tema democrático, tiene el ejerciciodel poder en materia educativa.

De lo antedicho puede deducirseque ni el poder legislativo ni la Admi-nistración educativa tienen legitimidadpara sugerir valores que, presuntamen-te, sirvan para alcanzar la felicidad. Talsería, por ejemplo la conclusión a partirde las funciones que J. Habermas atri-buye al sistema democrático, el cualestá formado por «las formas institu-cionalmente aseguradas de una comu-nicación general y pública que se ocu-pan de las cuestiones prácticas: decómo los hombres quieren y puedenconvivir bajo las condiciones objetivasde una capacidad de disposición in-mensamente ampliada». Nótese que elobjetivo de la democracia —conjuntode reglas de procedimiento para el co-rrecto planteamiento de los conflic-

tos— es la convivencia, no la felicidad.En la misma convicción nos encontra-mos con otras muchas posiciones filo-sóficas, entre las que destaca, por su ro-tundidad, la siguiente sentencia de B.Ackerman: «No es tarea del Estado res-ponder a las cuestiones fundamentalesde la vida, sino equipar a todos los in-dividuos con las herramientas necesa-rias para responsabilizarse de sus pro-pias respuestas».

En su Teoría de la justicia, JohnRawls se afana por distinguir entre elbien (o los bienes) y la justicia (o el de-ber). Defiende que la justicia es uni-versal y anterior a cualquier contin-gencia empírica, mientras que el bien(o los bienes) está vinculado a las di-versas estrategias racionales por lasque los individuos formulan sus res-pectivos planes de vida particulares,dependientes de sus preferencias, de-seos y gustos. Sus principios de justicia—derivados del contrato inicial, en laposición originaria— se basan en labúsqueda de cohesión social comoprioridad de la política y nada tienenque ver con la legítima persecución debienes particulares.

Siguiendo a Rawls, en su distinciónentre lo justo universalizable y lo bue-no individual, —y, sobre todo, a Ha-bermas y Apel— distingue Adela Cor-tina entre una ética de mínimos —cu-yos valores corresponderían, según loentiendo, a la educación instituciona-lizada— y una ética de máximos—cuyos valores serían privativos de laformación familiar, primero, y de laselección propia del individuo, des-pués—. La ética civil «es, en principio,la ética de los ciudadanos, es decir, lamoral que los ciudadanos de una so-ciedad pluralista ha de encarnar paraque en ella sea posible la convivenciapacífica, dentro del respeto y la tole-rancia por las concepciones del mun-do». Por su parte, las diversas éticas demáximos «son éticas de la felicidad,de lo bueno y pretenden ofrecer idea-les de vida buena. Cuando algo se tie-

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ne por bueno, por felicitante, no sepuede exigir que todo ser racionaltambién lo tenga por bueno, porquese trata de una opción completamen-te subjetiva».

2. La práctica de la formación envalores, en España

Hasta la LOCE, nuestro ordenamien-to educativo sólo se había fijado en los«valores para la convivencia». Así, sevenía suponiendo que la tolerancia yla solidaridad son los máximos valo-res para la convivencia democrática.Claro está que esa convivencia (y lavida social, que es previa) no son po-sibles sin otros valores sobreentendi-

dos: fiabilidad personal, confianzamutua, veracidad, fidelidad, honra-dez, cumplimiento de los pactos,constancia… Pero, tal como hemosvisto en el esquema teórico, se suponeque esos valores son imbuidos a losalumnos por sus padres. Ahora bien,¿qué ocurre cuando muchos padres«delegan» en la Escuela la formaciónen valores (y la educación sexual y laprevención contra la droga, y el respe-to a los mayores y…)? ; ¿quién va asustituir su función de formación pri-maria para la vida? ; ¿qué autoridad(poder legítimo) tienen los profesorespara inculcar en los alumnos idealesde vida, fines supremos, así como lascreencias y esperanzas a las que los va-

lores están vinculados?. Esa delega-ción (verdadera dimisión) de muchospadres es una auténtica irresponsabi-lidad, porque los profesores jamás po-drán suplirles sino como espurios su-cedáneos.

Tal vez por eso, los ideólogos de laLOGSE procuraron no darse por en-terados de la delegación familiar en elsistema educativo y propusieroncomo valores supremos la libertad, latolerancia y la solidaridad. Espero noincurrir en ningún tipo de provoca-ción si me permito opinar que, a faltade otros valores previos y mucho másbásicos, ésos son valores de (nuevos)ricos. ¿Qué hay de otros valores comola seriedad, el compromiso, la autenti-

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cidad, la laboriosidad, la responsabili-dad, la lealtad, etc., etc.?

La Ley de calidad parecía quererpaliar estas deficiencias, pero —en losustancial— de aquel «parto de losmontes» sólo nació un ratoncillo y laLey ha añadido a los anteriores el va-lor del esfuerzo o la laboriosidad. Esosí, lo ha hecho hábilmente, mezclandodos planos perfectamente distintos; elinterno al sistema educativo y el exter-no. Una cosa es la necesidad del es-fuerzo como condición imprescindi-ble para el aprendizaje y otra bien di-ferente su postulación como valorfundamental para la vida posterior.Un ejemplo puede ayudar a distinguirlos dos planos: la disciplina (de «disci-pulina») es necesaria en la Escuela,pero no es necesariamente un valorque la Escuela deba sugerir para lavida; es más cierto que no es posibleeducar en la libertad cuando se quiereeducar para la libertad.

Curiosamente, tampoco los críticosde la Ley han hecho esta distinciónelemental, por lo que nadie discute yahoy que el esfuerzo deba formar partede los valores que ha de propugnaruna ley de educación, cuando lo cier-to es que ese valor no figuraba en lasanterior

3. El esfuerzo, valor para la vida.

A la obvia necesidad de esforzarse paraaprender me he referido recientemen-te en otros escritos, por lo que ahorame parece necesario y de la mayor ac-tualidad cuestionar la laboriosidadcomo objetivo actitudinal que, susci-tado para la educación secundaria porla Ley de calidad, se pretende que seaun valor permanente para la vida. Co-mienzo por precisar que el fomento dela laboriosidad implica un cambio cul-tural no pequeño que afecta —por lomenos— a la valoración social del tra-bajo, al papel del hombre en el mundoy al entramado de obligaciones recí-procas que implica la vida social.

Para intentar contestar a la cues-tión formulada, vamos a echar manodel bagaje conceptual previamente ex-puesto, el cual nos indica que el ejer-cicio del poder en una sociedad de-mocrática no puede basarse en unanoción compartida de bien común(que no existe), ni puede suponer uncontenido unívoco de la felicidad paratodos y cada uno de los ciudadanos,por lo que tiene que asumir el plura-lismo y aceptar la coexistencia de dife-rentes nociones sobre lo que es la«vida buena». En consecuencia, enuna sociedad pluralista se debe gober-nar conforme a los mínimos de justi-cia incluidos en la ética civil y —comopiensa A. Cortina—: «la ética civil selimita a un conjunto de principiosmorales para una convivencia pacífica—convivencia democrática— ennuestras sociedades pluralistas inde-pendientemente de políticas, de cre-dos religiosos e ideologías «.

La cuestión que, por tanto, hay quedilucidar es si la exigencia de laborio-sidad a los ciudadanos (los actualesalumnos, en su futuro extraescolar)está respaldada por principios moralesuniversales, imprescindibles para laconvivencia pacífica, y no por convic-ciones políticas, credos religiosos oideologías. Y es ésta una cuestión queno puede contestarse ni afirmativa ninegativamente, porque —de nuevo—contiene una mezcla de situacionesque procede analizar por separado. Lamatizada respuesta implica discrimi-nar el esfuerzo reclamado según losgrados o ámbitos en los que es exigido.

Ya sé que lo que sigue constituye unplanteamiento teórico y de difícil (im-probable) puesta en práctica, pero su-pongo que puedo avanzar en el plan-teamiento de la pregunta anterior.Creo que éticamente cualquiera estáobligado —en nuestro sistema econó-mico— a aportar el esfuerzo necesa-rio (el estrictamente preciso y nomás) para vivir de su trabajo él y quie-nes de él dependan así como para en-

tregar a la sociedad en la que vive y decuyos beneficios disfruta su contribu-ción debida. Esta contribución, queintenta cumplir con los mínimos dejusticia, será función de la calidad devida, de los servicios sociales disponi-bles, de la precisa redistribución derentas, etc. Aún reconociendo que nopuedo fijar cuantía, ni siquiera apro-ximada, sí considero que esa aproxi-mación permite atisbar que puedeocurrir fácilmente que el esfuerzo quese nos demande exceda con mucho aaquel que, en justicia, estamos obliga-dos a aportar para cumplir con losmínimos derivados de la convivenciasocial.

Aunque no sea éste el momento devalorar críticamente la llamada «cul-tura del trabajo», no me cabe duda deque la «cultura del esfuerzo» está sub-ordinada a aquélla. En ese sentido,está claro que la Administración edu-cativa que promueve el valor del es-fuerzo no hace (en esto) ningunatrampa; es implícita portavoz del sis-tema capitalista. Éste proclama quequien sea laborioso tendrá su recom-pensa: a mayor esfuerzo, mayor rendi-miento. Y, siendo esto así, ¿por quéhay que promover educativamente—más allá de la recompensa inheren-te— el «valor del esfuerzo»? Tal vezporque esas recompensas no conven-cen a todos y hay quienes no se pres-tan a competir teniendo como meta ellucro individual.

La laboriosidad no es un valor in-condicionado ni un fin en sí. El esfuer-zo es un medio ingrato e incómodoque siempre se endereza a algo que essu meta real. Es preciso un notable op-timismo para creer que la máxima clá-sica «labor ipse voluptas» es una nor-ma general y permanente; no quierodecir que no se pueda encontrar algúnplacer en el propio trabajo, pero creoque ése no es el único y constante re-sultado del esfuerzo. Por tanto, el es-fuerzo es valor instrumental, medio,no fin; se puede desear absolutamente

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un mundo justo, pero no una «socie-dad esforzada». Es más, no es precisodefender una concepción lúdica de lavida para sostener que el esfuerzo esun mal necesario; ineludible derivadade la condición carencial del ser hu-mano. Es tan necesario (imprescindi-ble) como indeseable, de suyo.

La posición del sistema económicoen el que vivimos es clara (y, por cier-to, resulta atractiva): el esfuerzo esmedio para ganar dinero que es el fin(último). Pero la Ley de calidad tieneque ideologizar y ornamentar este ca-tegórico enunciado. Para ello, convie-ne recurrir a las metas o proyectospersonales. Como valor, la laboriosi-dad se relaciona inmediatamente conaquellos ideales vitales a cuya conse-cución se orienta. Podríamos decirque el proyecto vital al que tiendequien es laborioso se dirige hacia lamagnanimidad (la vieja virtud griegadenominada megalopsiquía), comoactitud contrapuesta a la mediocri-dad. Debemos, pues, analizar las con-diciones de legitimidad en que un ide-al vital como ése, que subyace en lapromoción del esfuerzo, es promovi-ble por una disposición educativaemanada del poder legítimo, en unasociedad democrática.

Antes que nada, quiero hacerconstar mi aprecio personal por lagrandeza de ánimo o magnanimidad.No obstante, me cuido mucho de in-culcar ese valor a nadie; intenté ins-pirárselo, en su momento, a mis pro-pios hijos y, en lo que concierne a misalumnos, confío en que sus padresobrarán responsablemente comoconsideren oportuno. La actualidadde la magnanimidad está, para mí, enque muchos problemas de la perso-nalidad adolescente tienen comodiagnóstico una carencia de ella.Creo que lo característico y pertinen-te a un adolescente apropiadamenteeducado es que tenga su cabeza re-pleta (incluso en exceso) de ambicio-

nes y grandes ilusiones; que esté ínti-mamente convencido de que en el te-atro del mundo que apenas comienzaa comprender le esté reservado algúnpapel principal, no de figurante; quecapte su función en la vida como ti-tular del derecho y del deber de in-tentar llegar a ser un gran hombre,digno de alcanzar altas metas. Lamagnanimidad a la que me refiero es,pues, la grandeza de ánimo, el nobledeseo de dedicar la propia vida agrandes ideales. Es virtud de perso-

nas que huyen de la mediocridad, lavulgaridad, el adocenamiento y laramplonería.

Que no ando desencaminado envincular el impulso legislativo a «lacultura del esfuerzo» y la magnanimi-dad lo prueban las múltiples referen-cias que la Ley realiza a la excelencia.Ahora bien, la búsqueda de la excelen-cia y la grandeza de ánimo están, ob-viamente, más allá del mínimo de la-boriosidad precisa para cumplir conlas obligaciones sociales. Son valores

que, para seguir con las concepcionesantes expuestas, pasan de lo justo a loque algunos pueden razonablementetener por bueno, en la terminología deRawls; se sitúan en la ética de máxi-mos, de Adela Cortina; no están entrelas cuestiones prácticas de cómo loshombres quieren y pueden convivir, alas que se refiere Habermas. Es decir,son valores que no figuran en el cam-po de competencias axiológicas de laautoridad educativa.

Ahora se me podría preguntar: ¿esoimporta mucho?. Si lo que se impulsa(magnanimidad, excelencia) son au-ténticos valores ¿qué más da que perte-nezcan a la esfera familiar o a la estatal?Pues si importa, e importa mucho.Porque la vida futura de los actualesalumnos no se desarrolla en el vacío, nien un ambiente neutro, sino en un sis-tema económico y social muy concre-to. Vaya por delante que no pondríaobjeciones —al menos, no las que aho-ra he de poner— si las relaciones detrabajo y cooperación social estuvieranpresididas por aquella vieja fórmulaanarquista: «de cada cual según su ca-pacidad, a cada cual según su necesi-dad». Pero no es ese el mundo en el quevivimos.

Sería tan largo como innecesarioexponer cómo y por qué la introduc-ción de la laboriosidad como valoreducativo básico puede constituir unamanipulación tendente a la genera-ción de productores eficientes, dentrode la concepción economicista del serhumano. Y, en lo que respecta a la ide-ología con la que ese propósito se en-cubre, debo recordar una tesis de Ade-la Cortina. «Una sociedad que se em-peña en hacer felices a sus ciudadanossegún un modelo de lo que es la vidafeliz es una sociedad totalitaria, aun-que el modelo sea el de la mayoría,porque los ideales de felicidad sonbien diversos y nadie tiene derecho—tampoco la sociedad por supues-to— a imponer el suyo a los demás».