LOS TIEMPOS DE CRISIS. Paradigmas en transición, ampliación de la consciencia y transformación...

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LOS TIEMPOS DE CRISIS Paradigmas en transición, ampliación de la consciencia y transformación personal 1 Por Ana María Llamazares Con la colaboración de Laura Nasi y Claudio Opassi (Fundación Columbia) Introducción Los tiempos actuales se caracterizan por una creciente necesidad del ser humano por encontrar nuevas respuestas y alternativas para mejorar su forma de vivir y relacionarse, no sólo con otras personas, sino también consigo mismo y con la naturaleza. Frente a una innegable situación global de crisis, cada vez más individuos están dejando de buscar las soluciones solamente en la realidad externa, para mirar en su interior, reconociendo que un camino posible, de respuestas concretas y positivas, es el camino de la transformación personal y la apertura hacia lo espiritual. Aunque esto pueda sonar en una primera mirada como una salida individualista, en realidad no lo es. Todas las antiguas tradiciones espirituales de sabiduría lo enseñan: lo que sucede en el interior del ser humano repercute en el exterior y en todo lo que nos rodea. Todo está entrelazado: el adentro y el afuera, el arriba y el abajo, lo personal, lo social y lo cósmico. Y este conocimiento, que es la base conceptual de las vivencias unitivas o del despertar espiritual, hoy también nos lo brinda la nueva ciencia con un nuevo lenguaje, al haber comprobado la estrecha interrelación energética de todo lo que existe en el universo. La física, la biología y la nueva cosmología lo han corroborado. Cada acción individual, incluso cada pensamiento, quedan inscriptos en campos de energía y de consciencia, como nuevas memorias e información que van coadyuvando al despliegue y la evolución general. Desde el siglo XX en adelante ha comenzado una gran revolución científica, social y cultural, cuyas consecuencias aún estamos transitando. Diversos autores coinciden al señalar que detrás de la crisis contemporánea subyace una crisis de paradigmas, es decir, del sistema de pensamientos, creencias y valores en los que se rige la vida. Lo que está en crisis entonces, es la visión del mundo que se construyó en Occidente durante la Modernidad, es decir, entre los siglos XV y XIX, y que aún está vigente, tanto en los sistemas sociales, políticos y económicos como en la forma de pensar de las personas. Esta visión del mundo, basada fundamentalmente en el paradigma mecanicista y racionalista de la ciencia clásica y los valores que de ella se desprenden –el materialismo, la fragmentación, la competitividad y el individualismo, entre otros, fue trasladándose con el tiempo a todos los órdenes de la realidad y se estableció como modelo único y excluyente de lo que es la realidad, la verdad y lo 1 Citar como: “Los tiempos de crisis. Paradigmas en transición, ampliación de la consciencia y transformación personal” de Ana María Llamazares (2013) (Edición virtual en www.delrelojalaflordeloto.blogspot.com.ar/search/label/Artículos ) 1

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Artículo de Ana María Llamazares

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LOS TIEMPOS DE CRISIS Paradigmas en transición, ampliación de la consciencia y transformación personal1 Por Ana María Llamazares  Con la colaboración de Laura Nasi y Claudio Opassi (Fundación Columbia)   Introducción    Los  tiempos  actuales  se  caracterizan  por  una  creciente  necesidad  del  ser humano por encontrar nuevas respuestas y alternativas para mejorar su forma de vivir y  relacionarse,  no  sólo  con  otras  personas,  sino  también  consigo mismo  y  con  la naturaleza. Frente a una  innegable situación global de crisis, cada vez más  individuos están dejando de buscar las soluciones solamente en la realidad externa, para mirar en su  interior, reconociendo que un camino posible, de respuestas concretas y positivas, es el camino de la transformación personal y la apertura hacia lo espiritual.     Aunque  esto  pueda  sonar  en  una  primera  mirada  como  una  salida individualista,  en  realidad  no  lo  es.  Todas  las  antiguas  tradiciones  espirituales  de sabiduría  lo  enseñan:  lo  que  sucede  en  el  interior  del  ser  humano  repercute  en  el exterior y en todo  lo que nos rodea. Todo está entrelazado: el adentro y el afuera, el arriba y el abajo, lo personal, lo social y lo cósmico. Y este conocimiento, que es la base conceptual  de  las  vivencias  unitivas  o  del  despertar  espiritual,  hoy  también  nos  lo brinda  la  nueva  ciencia  con  un  nuevo  lenguaje,  al  haber  comprobado  la  estrecha interrelación energética de todo  lo que existe en el universo. La física,  la biología y  la nueva  cosmología  lo  han  corroborado.  Cada  acción  individual,  incluso  cada pensamiento, quedan inscriptos en campos de energía y de consciencia, como nuevas memorias e información que van coadyuvando al despliegue y la evolución general.     Desde  el  siglo  XX  en  adelante  ha  comenzado  una  gran  revolución  científica, social  y  cultural,  cuyas  consecuencias  aún  estamos  transitando.  Diversos  autores coinciden  al  señalar  que  detrás  de  la  crisis  contemporánea  subyace  una  crisis  de paradigmas, es decir, del sistema de pensamientos, creencias y valores en  los que se rige la vida.     Lo  que  está  en  crisis  entonces,  es  la  visión  del mundo  que  se  construyó  en Occidente durante  la Modernidad, es decir, entre  los siglos XV y XIX, y que aún está vigente,  tanto en  los  sistemas  sociales, políticos y económicos  como en  la  forma de pensar  de  las  personas.  Esta  visión  del  mundo,  basada  fundamentalmente  en  el paradigma mecanicista y racionalista de  la ciencia clásica y  los valores que de ella se desprenden –el materialismo, la  fragmentación, la competitividad y el individualismo, entre otros‐, fue trasladándose con el tiempo a todos  los órdenes de  la realidad y se estableció  como modelo único  y excluyente de  lo que es  la  realidad,  la  verdad  y  lo 

1  Citar  como:  “Los  tiempos  de  crisis.  Paradigmas  en  transición,  ampliación  de  la  consciencia  y transformación personal” de Ana María Llamazares (2013)  (Edición virtual en  www.delrelojalaflordeloto.blogspot.com.ar/search/label/Artículos)  

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mejor, mostrando finalmente, que su aplicación desmedida sólo conduce a un estado de grave desequilibrio y pérdida del sentido de la vida misma.     

Ciencia y espiritualidad 

El cambio de los paradigmas científico‐culturales ha llevado al cuestionamiento de  nuestras  formas  de  conocer  el mundo,  lo  cual  ha  implicado  una  profunda  crisis epistemológica.  Pero  más  allá  de  este  plano  que  afecta  la  percepción  y  el conocimiento,  subsiste  una  dimensión más  profunda  de  la  crisis  contemporánea:  la dimensión  espiritual. Al  cortar  los  vínculos  del  ser  humano  con  los  planos  sutiles  y trascendentes,  el  paradigma  de  la  Modernidad  cortó  también  la  conexión  con  lo sagrado  y  espiritual,  instaurando  de  esa  manera  la  vivencia  de  separación  y aislamiento,  y  la  creencia  de  que  la  vida  empieza  y  termina  en  lo material.  Pero actualmente, también es posible tener una perspectiva diferente.  

  La misma ciencia ha ido desarrollando otras maneras de concebir la realidad. A partir de  la Relatividad y de  la Física Cuántica, diversas  teorías en múltiples  campos científicos, están generando una nueva visión del mundo más orgánica,  integradora y sustentable.  A  diferencia  de  paradigma  moderno,  que  puso  todo  al  servicio  del “dominio  del  hombre  sobre  la  naturaleza”  y  resultó  por  tanto,  claramente antropocéntrico; los nuevos paradigmas se basan en una perspectiva biocéntrica, pues revalorizan  la  Vida  como  valor  supremo,  honrando  toda  la  diversidad  de  sus manifestaciones, y buscan  la armonía,  la  felicidad y el equilibrio dinámico de todo  lo existente.   

Nuevas teorías y enfoques en  los campos de  la biología,  la evolución,  la físico‐química, la teoría del caos, entre otras, han revelado que la interconexión energética y la vinculación molecular son en realidad,  la naturaleza última de  la realidad. La visión de  la  nueva  ciencia  muestra  un  mundo  interrelacionado,  en  el  que  observador  y observado  se  afectan  recíprocamente,  y  el  ser  humano  puede  nuevamente  saberse partícipe de  la gran trama de  la vida. La visión de  la unidad y  la  interconectividad se asemeja  así  a  uno  de  los  más  significativos  peldaños  del  desarrollo  espiritual:  el sentimiento de la compasión. Tal como lo describen místicos y teólogos compadecerse es “padecer con el otro”, sentir con el otro, no es tenerle lástima, sino poder ponerse en su lugar. La compasión sería en este sentido, la experiencia subjetiva y espiritual de la interdependencia 

  De esta manera, también estamos asistiendo al acercamiento de la ciencia y la espiritualidad,  ya  que  gran  parte  de  los  nuevos  postulados  científicos  coincide conceptualmente,  con  las  enseñanzas  de  las  antiguas  tradiciones  de  sabiduría  y misticismo, tanto de Oriente como de Occidente, así como de las cosmovisiones de las culturas originarias.     A  través de este nuevo paradigma emergente, Occidente está  comenzando a acceder  a  una  renovada  concepción  espiritual  y  holística  del  universo,  en  la  que  se reconoce  la  interrelación de  todo  lo existente  y el  ser humano puede encontrar un 

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nuevo  sentido  de  ser  y  vivir,  a  través  de  su  participación  activa,  consciente  y respetuosa en el despliegue de la vida y la evolución del cosmos.     La  espiritualidad  aparece  así  como  una  esfera  que  abarca  todas  las  demás dimensiones de  lo  real:  la energía,  la  consciencia,  la mente y  la materia. Y  también, surge como un eje organizador que marca rumbos y otorga nuevos valores y sentido a la existencia, como la confianza, el amor y la solidaridad, en lugar del miedo, el odio y el individualismo.    Se  ha  descubierto  que  la  espiritualidad  está  estrechamente  ligada  a  la capacidad de  simbolizar, por  lo  tanto  se  considera que ha  sido uno  de  los motores evolutivos  de  los  seres  humanos.  La  inteligencia  espiritual  es  una  función  superior, porque engloba y trasciende las demás formas de inteligencia –intelectual, emocional, espacial,  motriz,  etcétera‐.  Como  fuerza  vital  propia  de  los  seres  humanos,  la espiritualidad es lo que nos impulsa a vivenciar lo sagrado en forma directa y personal ‐sin  intermediaciones‐. Por tanto, es también  lo que estimula y guía el despliegue de las más altas potencialidades de nuestro  ser, donde  reside esa porción de divinidad que cada uno tiene, y donde podemos encontrar el propio poder personal. A diferencia de la religiosidad, en tanto que adhesión formal a un sistema de creencias con relación a  lo divino y  lo trascendente,  la espiritualidad es un camino hacia  la  liberación de  los condicionamientos y el encuentro profundo con uno mismo, el que holográficamente, es también la reunión con la totalidad a través de la experiencia de la unidad.     En medio de  la profunda crisis de valores que estamos viviendo, recuperar La vivencia de pertenecer a un Universo inteligente, sentirnos integrantes del misterio de la Vida,  reconocer  nuestra  naturaleza  energético‐espiritual  y  despertar  nuevamente esa conexión sagrada con  los planos  trascendentes –ahora desde un  lugar de mayor libertad y firmeza personal‐, parece ser un buen camino para restablecer el equilibrio perdido y encontrar un nuevo sentido de ser humanos.   Consciencia y transformación personal    Desde  la  perspectiva  de  los  Nuevos  Paradigmas,  la  consciencia  humana, entendida  como  una  facultad  multidimensional  y  autoreflexiva,  adquiere  un  rol fundamental en la transformación de los viejos patrones cognitivos y emocionales, así como en  la  generación de una nueva  realidad. Espiritualidad,  consciencia, energía  y realidad, aparecen como dimensiones profundamente entrelazadas, cuatro  instancias clave en el proceso de creación.     Hemos crecido en la sobreapreciación de lo sólido y lo estable, en la ilusión de seguridad  que  eso  nos  genera,  y  por  contrapartida,  en  el  temor  al  cambio  y  la desconfianza de todo aquello que no se puede tocar, medir y comprobar.  Por eso, no nos  resulta  nada  fácil  revisar  y  transformar  nuestras  formas  de  pensar,  nuestras creencias y valores, y modificar nuestras maneras de actuar. Creemos que somos seres pensantes  que  tenemos  emociones,  pero  las  neurociencias  nos  están  demostrando que somos seres emocionales que aprendimos a pensar. El apego a lo viejo conocido, 

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aunque hoy ya nos resulte  inadecuado, sigue siendo muy fuerte y a veces, se genera una gran tensión entre las resistencias al cambio y la necesidad de una transformación renovadora, lo cual se hace sentir cada vez más.     Por  otra  parte,  la  oferta  de  caminos  alternativos  que  prometen  múltiples virtudes, es también muy grande y a veces, nos puede confundir. Proliferan maestros y gurúes, cada uno con su verdad, y así como muchas de sus enseñanzas pueden sernos de gran ayuda, el fanatismo o la dependencia que a veces generan, termina siendo un obstáculo  para  una  auténtica  transformación.  La  mejor  brújula  hoy  en  día  es  la consciencia, el despertar de nuestro observador interno, para mantener una actitud de receptiva apertura, pero también reflexiva y alerta.  Por eso, resulta tan imprescindible el trabajo personal, tanto en el nivel físico, emocional, psicológico e intelectual, como en los niveles más sutiles, energéticos y espirituales.     Sigue  teniendo vigencia  la vieja máxima “Conócete a  ti mismo y conocerás al mundo”. Nuestro destino  como humanos es  ser  cada  vez más  conscientes. Estamos llamados  a  despertar  nuestras  consciencias,  a  trascender  la  ilusión  de  nuestros pensamientos,  a  recorrer  el  camino  de  introspección  que  nos  reintegrará  al mundo más  lúcidos y  responsables, al  reconocimiento de  la energía que  recorre a  través de nuestros cuerpos, a descubrir y hacernos cargo de la fuerza que se oculta en el fondo de nuestro corazón y que es invitada a manifestarse en cada hecho de nuestras vidas.    Una necesidad no siempre bien satisfecha de  las personas que ya han  iniciado su  transformación personal, o  sienten  la  inquietud de hacerlo, es encontrar ámbitos serios  y  amigables  donde  poder  compartir  y  acompañar  este  proceso.  No  sólo adquiriendo  conocimientos  teóricos,  o  practicando  determinada  disciplina,  sino abriendo  espacios  de  diálogo  y  orientación,  en  los  que  cada  uno  pueda  seguir atentamente  el  despliegue  del  propio  camino,  nutriéndose  al mismo  tiempo,  de un enriquecedor intercambio de experiencias. Una comprensión que integre la razón y la emoción,  el  aprendizaje  y  la  práctica,  la  información  y  la  vivencia,  es  la  mejor herramienta para desplegar la consciencia al servicio de la transformación.   Qué son los paradigmas y cómo operan    Para  comprender  mejor  de  qué  se  trata  el  “cambio  de  paradigmas”  es necesario  previamente  aclarar  en  qué  consiste  un  paradigma  y  con  qué  alcance usamos este concepto.    El concepto de “paradigma” fue acuñado por el físico e historiador de la ciencia Thomas  Kuhn  (1962)  para  describir  las  revoluciones  teóricas  en  el  ámbito  de  las ciencias.  Pero  con  el  tiempo  se  ha  extendido  la  aplicación  del  término  al  campo sociocultural en general, como sinónimo de una determinada visión del mundo.     Así,  podemos  decir  que  los  paradigmas  son  grandes  sistemas  de  ideas  y valores  en  los  que  una  sociedad  se  basa  a  lo  largo  de  un  determinado  período histórico. Son  redes de orden cognitivo y  sensible que operan de manera  invisible y 

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funcionan como los anteojos a través de los cuales vemos e interpretamos la realidad. Al cambiarlos por otros con cristales de un color diferente, nuestra percepción de  la realidad también cambia.    No  obstante  ser  propios  de  una  época,  tienen  también  la  posibilidad  de perdurar en el  tiempo y mantenerse como una  fuerza  inconsciente en  los siguientes períodos  históricos.  Por  eso  actualmente,  si  bien  estamos  transitando  el  siglo  XXI, nuestra cultura está todavía en muchos aspectos sosteniendo un paradigma elaborado varios siglos atrás.    Los  paradigmas  tienen  una  doble  dimensión,  social  e  individual.  Si  bien  se construyen  socialmente  y  llegan  a  caracterizar  una  época,    impregnan  la  forma  de pensar,  valorar  y  sentir  de  las  personas,  siendo  cada  uno  a  nivel  individual,  un exponente  del  paradigma  de  la  época  que  nos  ha  tocado  vivir.  Una  vez  que  un paradigma  se ha  instalado a nivel  social,  incorporarlo  forma parte de  la pertenencia cultural  y  las  personas  aprenden  a  socializarse  en  tanto  piensan  y  actúan  como  el modelo  imperante  de  su  sociedad  indica.  La  socialización  implica  internalizar  el paradigma cultural hasta el punto de no  reconocerlo como algo aprendido y  llegar a considerarlo como la forma natural de pensar y ver el mundo.    Además,  como  la  fuerza de  las  ideas  es  tan  grande,  los paradigmas  también implican valores, creencias, sentimientos y maneras de actuar. Los paradigmas operan en  múltiples  niveles  simultáneamente  y  con  una  gran  coherencia  interna.  Su incorporación  no  es  sólo mental  o  intelectual,  sino  fundamentalmente,  vivencial  y emocional. Atraviesan y organizan todas nuestras prácticas.      Esta  es  una  de  las  razones  por  las  cuales  resulta  tan  difícil  el  “cambio  de paradigmas”,  porque  aunque  queramos modificar  nuestros  viejos  hábitos mentales, porque estamos convencidos de que eso nos favorecerá, su arraigo está sellado por un fuerte compromiso de orden  cognitivo‐emocional,  tanto en nuestra psique  como en nuestros  cuerpos.  Funcionar  automáticamente,  repitiendo  los  patrones  aprendidos, nos da seguridad en un nivel emocional muy básico. Aunque otra parte nuestra sienta la  necesidad  de  algo  nuevo,  esto  generalmente  es  vivido  desde  el  miedo  a  lo desconocido y  la  inquietud por  la  incertidumbre. A   nivel colectivo sucede otro tanto, pues las estructuras y sistemas tradicionales se sostienen en base a un consenso social de  fuerte  adherencia  emocional  y  las  disidencias  innovadoras  generalmente  son desestimadas o condenadas.    El “cambio” de paradigmas como ampliación de la consciencia    Sin  embargo,  el  cambio  de  paradigmas  está  inscripto  en un  proceso de  otro orden, que es el de la transformación de la consciencia a nivel general. La consciencia, como veremos, es una función más abarcativa e integral que la mente o las emociones, y  también  tiene  una  doble  dimensión,  colectiva  y  personal.  Cuando  la  persona  se empieza  a  abrir  a  la  resonancia de  la  energía evolutiva  global,  siente  el  impulso de encarar  su  propia  transformación.  Es  su  consciencia,  como  función  perceptiva  y sensible  de  un  nivel  más  sutil,  la  que  busca  ponerse  a  tono  con  algo  que  está 

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sucediendo más allá de su psique individual. Así, podemos reconocer que el proceso de la  transformación  personal  está  siempre  guiado  desde  un  plano  profundo  del psiquismo que es transpersonal.      De todos modos, la dinámica del cambio de paradigmas a nivel personal es algo complejo y delicado, un camino no exento de contradicciones, que también requiere valentía, dedicación y  sostén en  la  red de  las otras personas que están atravesando procesos similares.      La  transformación  personal  puede  verse  activada  por  episodios  rápidos, catárticos  o  experiencias  intensas  de  ampliación  de  la  consciencia,  pero  visto  en perspectiva, se trata de un proceso  lento y prolongado, con muchas fases y altibajos. No  es  razonable  pensar  que  de  un  día  para  el  otro  vayamos  a  remover  los condicionamientos cognitivos, valorativos y emocionales en los que hemos crecido, en nuestro caso deudores del “viejo” paradigma de la Modernidad. La transformación de la  consciencia  es  un  viaje  en  el  que  vamos  y  venimos  muchas  veces,  porque  la tendencia  a  repetir  las  huellas  ya  transitadas  es muy  profunda. Debemos  tener  en cuenta –como ya señalamos‐ que los paradigmas afectan a la totalidad de la persona, no  sólo  a  su  dimensión  mental  o  cognitiva,  sino  básicamente  se  instalan  a  nivel emocional, sensible y también, corporal. Y cambiar implica deshacer una vieja huella y grabar nuevas memorias sobre  las anteriores, algo que a veces puede  resultar hasta doloroso, y por eso requiere compasión, tiempo, atención y constancia.    Teniendo en cuenta la organicidad de este proceso, es más adecuado encararlo como  un  tránsito  y  no  tanto  como  un  cambio  de  paradigmas,  una  expresión  que parece sugerir  la posibilidad un tanto mecanicista, de sacar algo y poner otra cosa en su reemplazo. Preferimos pensarnos como seres en transición, caminantes que vamos haciendo camino al andar. Tal vez nunca podamos abandonar completamente ciertos rasgos, pero sí modificar la influencia que ejercen sobre nosotros y nuestra conducta. En todo caso, para que la transformación sea genuina y duradera necesitamos saber de dónde  partimos,  reconocer  los  viejos  hábitos  y  patrones  de  pensamiento,  los sentimientos  adheridos  a  nuestras  formas  de  pensar,  e  ir  despertando  nuestra consciencia  para  estar más  atentos  a  la  repetición  y  al mismo  tiempo,  ensayar  los nuevos  valores  y  formas de  vivir que queremos desplegar. Aceptar  los miedos  y  las tendencias más conservadores es un paso fundamental para poder abrazar  lo nuevo, que es lo menos conocido.     Hablar  de  paradigmas  en  transición  también  incluye  la  aceptación  de  la incertidumbre,  pues  el  rumbo  general  puede  estar  delineado,  pero  los  tramos concretos del camino no están prefijados. Y esto requiere confianza, para escuchar  la voz de nuestro corazón  intuitivo, y disposición creativa, pues ese  ir hacia es en gran medida un  ir hacia  lo desconocido, siguiendo  tan sólo una  tenue  luz en el horizonte, que  sólo  irá  cobrando  forma  con  la manifestación  cada  vez más  clara  de  nuestra intención  consciente  y  el  acopio  constructivo  de  pequeñas  e  infinitas  acciones,  de nuevas formas de ser y hacer que logremos ir poniendo en nuestras prácticas.  

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  La transformación personal se despliega en múltiples niveles. Podemos querer encarar sólo un cambio de hábitos de conducta tendientes a mejorar nuestra calidad de  vida.  Pero  seguramente  necesitaremos  también  explorar  aspectos  psicológicos  y energéticos  que  nos  condicionan.  Y  finalmente,  al  profundizar  el  compromiso  se  va abriendo  la  aspiración  de  una  apertura  hacia  la  dimensión  espiritual.    Todos  estos planos  o  estadios  del  camino  de  la  transformación  implican  estados  de  consciencia cada vez más abarcativos necesarios para alcanzar realidades cada vez más sutiles. Por eso decimos que transitar el cambio de paradigmas es en realidad, una ampliación de la consciencia, un trabajo sinérgico que requiere afinar nuestra sensibilidad, clarificar nuestra  visión  intuitiva,  profundizar  nuestra  comprensión  intelectual,  fortalecer nuestra  voluntad  y  abrir  el  corazón  para  estimular  nuestra  fuerza  vital  y  desplegar nuestro  ser hacia  su plenitud, a  través de  la experiencia de nuevas  formas de  ser  y hacer.    Paradigmas en transición    Actualmente, estamos asistiendo a un momento de grandes transformaciones, tanto  sociales  como personales, y  como  toda época de  cambios,  lo viejo y  lo nuevo conviven,  aunque  no  siempre  pacíficamente.  Los  occidentales  contemporáneos vivimos en la transición entre dos visiones del mundo.     Veamos  entonces  cuales  son  los  dos  grandes  paradigmas  o  sistemas  de pensamiento que hoy están presentes y en debate en nuestra cultura:   a) El Paradigma Occidental Moderno. Es el sistema de  ideas y valores que se elaboró en  Occidente  durante  el  período  histórico  conocido  como  la Modernidad,  es  decir entre  los  siglos XV y XIX. También  llamado Newtoniano‐Cartesiano  ‐por  referencia a sus principales  creadores‐ o paradigma Mecanicista‐Racionalista, por  sus  rasgos más notables, es hoy en día la visión del mundo estándar y tradicional.   b) Los Nuevos Paradigmas. Surgen a comienzos del siglo XX a partir de las dos teorías físicas que  revolucionaron  la visión de universo y  la materia:  la Física Relativista y  la Cuántica. Muchas otras teorías y enfoques, de diversas disciplinas y campos, han  ido nutriendo  paralelamente  esta  nueva  visión  del mundo,  que  aún  está  emergiendo.  También  se  los designa  con mayor propiedad,  como paradigmas  sistémico‐holístico‐ecológicos, en razón de la visión global e integradora que comparten.   Las “visiones” de los Nuevos Paradigmas    A  partir  de  los  revolucionarios  aportes  de  la  Física  Relativista  y  Cuántica  las ideas  sobre  el  cosmos  y  todo  lo  que  hay  en  él,  sufrieron  un  viraje  radical.  Sus descubrimientos sobre la naturaleza del espacio‐tiempo, la materia‐energía y el papel de  la consciencia, abrieron el camino para muchas otras disciplinas renovadoras y en conjunto, han posibilitado empezar a ver el mundo de otra manera, por eso, su aporte trasciende el ámbito científico y ha dado lugar a una nueva visión de la realidad.   

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  Repasaremos  sintéticamente  en  qué  consisten  estos  aportes  de  los  nuevos paradigmas de la ciencia:   a) Apertura  hacia  la  multidimensionalidad  del  universo:  lo  infinitamente  grande 

(curvatura  del  Espacio‐Tiempo,  4ta.  dimensión),  lo  infinitamente  rápido  (la velocidad de la luz) y lo infinitamente pequeño (el interior de la materia). 

 b) Relatividad del tiempo y del espacio.   c) Descubrimiento de la naturaleza energética de la materia, o equivalencia entre masa y  energía  (E=mc2).  La  visión  de  la  realidad  como  un  flujo  constante  de  energía  en diversos niveles de vibración.  d)  Reconocimiento  de  la  naturaleza  dual  del  universo  (materia‐antimateria,  onda‐partícula) y la necesidad de la complementariedad de las descripciones.  e)  Aceptación  del  vacío,  la  incertidumbre  y  la  indeterminación  como  rasgos constitutivos de la trama misma del universo, y condiciones de su carácter creativo.  f)  La  apariencia  de  separatividad  de  la materia  como  una  ilusión  de  nuestros  cinco sentidos.   g) Existencia de un orden unitivo acausal, trans‐espacial y trans‐temporal que subyace a la realidad perceptible, expresado en la interrelación de todo lo existente. Existencia de una red compleja, entretejida por infinitas interrelaciones, que hace que todo esté conectado  entre  sí,  a  través  de  campos  energéticos  sutiles,  más  allá  del  espacio‐tiempo.  Aunque  estas  conexiones  no  sean  físicamente  perceptibles,  las  facultades intuitivas o trans‐racionales de la consciencia pueden captarlas como sincronicidades.  h) Captación  instantánea de  información y  conexión no‐local a distancia a  través de campos mórficos de energía.  i) La dinámica del cambio es no lineal. Aún pequeños cambios pueden generar grandes efectos.   j) Información o inteligencia como una facultad distribuida en todo el universo.   k) Papel decisivo de la observación humana y la subjetividad en la configuración de la realidad. La observación modifica lo observado.    l) Reconocimiento de pautas generales que dan un sentido al devenir de la energía y la materia, y hacen que  cada  cosa esté  integrada en un orden mayor que  lo  contiene. Macrovisión  evolutiva  a  través  de  tres  grandes  niveles  de  existencia:  la materia  o Fisiosfera, la vida o Biosfera y la consciencia o Noosfera.  

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m)  Consciencia  humana  como  una  fuerza  participativa  y  creativa.  El  universo  y  la consciencia co‐evolucionan.  n) Interacción complementaria y sinérgica de dos grandes tendencias evolutivas: a)  la homeostática o adaptativa, que asegura la conservación de la vida y los sistemas; y b) la autotrascendencia, que  lleva a su transformación, a través de un continuo fluir y el surgimiento de formas de complejidad creciente.  ñ) Holomovimiento  como  sentido  evolutivo  global,  que  incluye  la  emergencia  de  la diversidad dentro de un movimiento más amplio hacia la integración con la totalidad.    Principales ejes de la transición de paradigmas      Sobre estas bases  se  configura  la  gran  revolución epistemológica que hoy  se designa como “cambio de paradigmas” o “paradigmas en transición”.   Si bien este es un  tema muy  amplio,  hemos  tratado  de  sintetizar  las  principales  concepciones  que marcan este pasaje, considerándolas como ejes conceptuales o avenidas que permiten incluir otras temáticas relacionadas o implicadas  dentro de ellas.       Los grandes ejes conceptuales que desarrollamos son:     a.  Del Mecanicismo a un nuevo Vitalismo b.  De la Fragmentación a la Integración c.  Del Materialismo a la visión Energética d.  Del Determinismo a la Creatividad e.  Del Racionalismo a la Consciencia integral f.  Del Individualismo competitivo a la Singularización cooperativa    Cada vez que usamos  la expresión “de… a”, o “desde…hacia”, se entiende que el primer término se refiere a los rasgos que definen el paradigma de la Modernidad y el segundo, señala el rumbo que marcan los nuevos modelos de pensamiento.    a. Del Mecanicismo a un nuevo Vitalismo    La  visión mecanicista  es  el  rasgo  que  define  la  gran metáfora  con  la  que  se concibió el Universo durante la Modernidad –la máquina‐, que se aplicó como modelo sobre  todos  los  demás  elementos  del  mundo:  la  naturaleza,  los  seres  vivos,  los sistemas sociales y el ser humano. Sobre ellos se extrapolaron las características de los sistemas mecánicos: el funcionamiento lineal, la articulación en partes reemplazables, la predictibilidad, la eficiencia y la prioridad del resultado, entre otras.    El  universo  se  concibió  como  un  gran mecanismo  de  relojería,  formado  por piezas  que  funcionaban  según  leyes  inmutables  y  eternas,  que  supuestamente permitían  predecir  sus movimientos.  Las  sociedades,  las  economías  y  el  trabajo  se organizaron en base a  los  ideales de  competitividad,  rendimiento  y acumulación.  La naturaleza se convirtió en una fuente de materias primas explotables para alimentar la 

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maquinaria social. El ser humano se redujo a la condición de engranaje. Su vida se hizo previsible.  Su  función  privilegiada  –la  mente  racional‐  se  mide  en  función  de  su eficiencia  para  funcionar  linealmente,  sacando  deducciones  lógicas,  o  resolviendo problemas en forma abstracta. El cuerpo humano se trata como una máquina, cuando se  estudian  y  tratan  sus  partes  y  sistemas  por  separado,  o  cuando  se  le  exige demasiado sin escuchar sus necesidades.  La vida se concibe linealmente, cuando no se respetan los ciclos y  los procesos naturales.      En su lugar los Nuevos Paradigmas se inspiran en las cualidades de los sistemas vivientes: su carácter abierto, dinámico y creativo, su capacidad de autoorganización, de  renovación y  trascendencia. Un gran aporte de  la nueva Biología ha  sido brindar  metáforas  para  pensar  la  realidad  desde  una  concepción  biocéntrica,  es  decir,  que enfoca  su atención en  la vida y  sus  características, y no ya en  lo mecánico e  inerte. Algunos  autores  aceptan  que  esta  perspectiva  puede  implicar  también  una  revisión científica de  la antigua concepción vitalista, que asumía  la existencia de una fuerza o impulso vital, que al actuar sobre la materia es lo que le infunde la vida. La diferencia con  el  vitalismo  tradicional  estriba  en que  actualmente  esta  fuerza no  se  considera esencialmente distinta de la energía física.      El Universo se concibe como un gran organismo vivo, con un origen o fecha de nacimiento –correspondiente al Big Bang   o gran explosión hace unos 15 mil millones de años‐ y sucesivos ciclos de expansión y contracción a lo largo de los cuales han ido formándose la materia, la vida y la consciencia. El planeta Tierra, a través de la teoría Gaia, se comenzó a ver como un sistema ultracomplejo dotado de una alta capacidad  de  autorregulación.  Los  procesos  de  coordinación  y  cooperación  entre  organismos vivos,  se  muestran  más  decisivos  para  la  evolución,  que  la  competencia  y  la supremacía  del  más  apto.  Esto  también  ha  cambiado  la  imagen  de  la  evolución humana  y  de  la  vida  en  sociedad,  corriendo  el  eje  de  la mirada  desde  el  ideal  del individualismo  competitivo  hacia  la  búsqueda  de  la  solidaridad  cooperativa.  En términos socioeconómicos, el productivismo consumista basado en el supuesto de  la posibilidad  de  explotación  ilimitada  de  los  recursos  naturales  y  humanos,  ha  dado lugar  a  las  visiones  ecológicas  y  el  ideal  de  sustentabilidad  humanizada.  A  nivel individual,  la  visión  orgánica  cambia  completamente  el  enfoque  de  la  vida,  dando prioridad a los procesos naturales o ciclos vitales, a la cualidad por sobre la cantidad, y al despliegue del ser en su singularidad, en concordancia holográfica con su entorno y con la totalidad.   Valores implícitos:  En la visión mecanicista: estabilidad, eficiencia, utilitarismo, supremacía del resultado, obediencia, resistencia, rendimiento. En la visión vitalista: dinamismo, creatividad, despliegue de la esencia, apreciación del proceso, originalidad, calidad, sensibilidad.     

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b. De la Fragmentación a la Integración    Uno de  los rasgos fundantes del paradigma moderno fue  la división cartesiana entre dos tipos de sustancias: pensante y extensa. Este dualismo inicial fue la condición filosófica de la oposición entre mente y materia, que fue también, la separación entre el hombre y el mundo, lo humano y lo natural, y muchas otras dicotomías.     El  conocimiento  de  la  realidad  se  basó  en  el  enfrentamiento  entre  sujeto  y objeto.  Luego,  ambos  términos  se  fragmentaron  y  redujeron.  El  objeto  quedó reducido,  como  veremos  más  adelante,  a  la  realidad  material,  dando  lugar  al materialismo. El sujeto por su parte, se debió limitar a la racionalidad, cercenando gran parte de su subjetividad, dando lugar al racionalismo.     Se asumió que el mejor camino para conocer la realidad era la aplicación de la razón deductiva, dividiendo  las cosas en partes cada vez más pequeñas hasta  llegar a sus componentes mínimos. Se  impuso  la  idea de que todo puede descomponerse en pequeñas unidades o átomos (atomismo).     La ciencia clásica también dio por sentado que la mejor explicación de cualquier fenómeno  reside en el nivel de sus componentes más pequeños,  lo cual dio  lugar al reduccionismo  como  pauta  metodológica.  Y  si  bien  esta  estrategia  tuvo  éxitos innegables (pensemos por ejemplo, en los descubrimientos de la microbiología o en los avances del estudio de la genética) su defecto fue que al absolutizarse se extrapolaron los resultados obtenidos en el nivel más reducido, a todos los demás niveles de mayor amplitud  y  complejidad.  Se  valoraron  como  ideales  científicos  la especialización  y el atomismo,  al  tiempo  que  se  relegaron  las  disciplinas  holísticas  y  las  miradas  de conjunto.     De  esta  manera  se  establecen  la  fragmentación  y  el  reduccionismo  como principios rectores del pensamiento moderno, lo cual con el tiempo, llegó a mostrar su faz negativa.     El cambio de paradigmas marcó otra dirección, la de ampliar la mirada hacia los múltiples niveles de realidad, la de vincular, interconectar e integrar. De la lógica de la oposición  excluyente  o  lógica  del  “o”  (o  una  cosa  “o”  la  otra),  se  pasa  a  la  lógica inclusiva del “y”  (puede ser una cosa “y” la otra).    La visión sistémica desplaza el foco de atención de  los elementos como piezas independientes, a las relaciones entre ellos y la formación de conjuntos integrados en sistemas de redes.  El pensamiento complejo, la teoría del caos y la dinámica no lineal  surgen para dar cuenta  justamente de  la diversidad, tanto de elementos y niveles de organización,  como  de  las  interrelaciones  que  los  conectan.  Se  reconocen  la incertidumbre,  la  inestabilidad y  la autoorganización, como características propias de la complejidad, inherente aún en el plano de existencia aparentemente más simple.    Por su parte, la visión holística da un paso más allá, al integrar la perspectiva de la  irreversibilidad  del  tiempo.  Se  pone  el  acento  en  el  devenir  de  los  procesos, 

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reconociendo la emergencia de propiedades cada vez más inclusivas como mecanismo evolutivo. A  su  vez,  el  principio  holográfico  capta  una  cualidad  esencial  que  unifica estructuralmente  todo  lo  existente:  la  condición  especular  entre  la  parte  y  el  todo, trascendiendo así las fronteras entre lo inanimado y lo animado.      El  surgimiento  de  las  visiones  sistémicas  y  holísticas  es  un  movimiento reparador de  la  consciencia, que busca  su propia  integración. Reunir  las partes que fueron  separadas,  jerarquizar  los  aspectos  que  fueron  subordinados  o  negados, devolver el dinamismo y la armonía que se perdió en la fase fragmentadora.        Comprender que estamos  ligados en una  interdependencia recíproca dio  lugar a la perspectiva ecológica, la cual puede tener múltiples niveles de aplicación, desde el ambientalismo estricto (cuidado del medio ambiente en beneficio de la vida humana), hasta  el  despertar  de  una  actitud  ecoespiritual,  que  implica  el  desarrollo  de  una sensibilidad profunda por el otro y la consideración del entorno como habitat, es decir,  como el espacio sagrado, donde  la vida se desarrolla y despliega  junto con  los demás seres vivientes y todo los que nos rodea.   Valores implícitos:  En  la  visión  fragmentadora:  divisibilidad,  diferenciación,  enfrentamiento, confrontación, oposición, jerarquización, exclusión, atomismo, reduccionismo. En  la  visión  Integral:  inclusividad, multiplicidad,  coexistencia,  vincularidad,  carácter sistémico, integración, holismo.   c. Del Materialismo a la visión Energética    La concepción mecanicista y  fragmentadota está basada, como ya señalamos, en  la  idea de que  la realidad está constituida por sustancia sólida  inerte  ‐la materia‐, movida  sólo  por  leyes mecánicas,  eternas  e  inmutables.  Esta  creencia  dio  lugar  al materialismo,  que  es  la  hipervaloración  de  lo material,  como  lo  único  verdadero  y confiable.  El  materialismo  es  una  concepción  unidimensional,  que  reduce  la multiplicidad y diversidad de lo existente a una sola franja intermedia: la materia.     Lo material, perceptible por nuestros  cinco  sentidos,  se asoció  con  lo  real,  lo objetivo y por tanto,  lo verdadero; en desmedro de todas  las demás dimensiones no materiales  de  la  realidad,  que  por  contraposición  se  consideraron  ilusorias  y engañosas. Es decir que  la concepción materialista es el  fundamento del realismo,  la idea  de  que  lo  que  vemos  es  lo  que  es,  y  lo  que  no  podemos  ver  no  es  real.  El objetivismo realista puso así a la subjetividad bajo sospecha.     Como condición de una supuesta objetividad, esta forma de proceder requirió el  desarrollo  de  una  actitud  neutral  por  parte  del  observador,  donde  los  juicios  de valor, la reflexión, las emociones y en general, toda subjetividad no racional, quedaran de lado para no interferir distorsionando la observación del “objeto de estudio”.   

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  La asociación de  lo material con  lo objetivo verdadero es  la base de  la actitud materialista. La producción y  la acumulación de bienes materiales se convirtieron en ideales sociales y económicos, asumidos como sinónimo de riqueza y prosperidad.    Después de  los descubrimientos de  la Nueva Física, se pudo reconocer que  la realidad es algo muy diferente a lo que el ser humano percibe con sus cinco sentidos. Lo  que  vemos  como  materia  sólida  es  energía,  que  por  tener  un  nivel  vibratorio relativamente  bajo,  genera  en  nuestro  sistema  perceptivo  la  apariencia  de materialidad.  Pero  nuestra  percepción  podría  ser  afinada  como  para  poder  captar otros niveles vibratorios más sutiles.     Esto  tuvo muchas  implicancias  revolucionarias,  entre  ellas,  el  darnos  cuenta que el materialismo es una  ilusión de nuestros sentidos  físicos más  inmediatos. Pero también,  que  más  allá  de  ellos,  se  despliega  un  océano  de  fuerzas  en  constante movimiento, una trama de ondas, probabilidades y vacío. Y que nuestra mente, que es la  principal  fuente  generadora  de  energía  psíquica  y  emocional,  juega  un  papel fundamental en la manifestación de la realidad. De esta manera, la visión poscuántica pasó de poner el foco en la dimensión física material, a tratar de captar y operar con la  fuerza de la energía en planos más sutiles o sensibles.    A partir de la concepción energética se abre una visión mucho más amplia de la realidad. La energía, concebida como una fuerza que puede adquirir múltiples formas y consistencias, da pie necesariamente a una perspectiva multidimensional. Así como la nueva física generó una visión holística del universo, al explorar  la  interrelación de  lo infinitamente  grande  (el  espacio‐tiempo)  y  lo  infinitamente pequeño  (el  interior del átomo), la psicología abrió nuevas dimensiones del psiquismo humano, a descorrer el gran velo sobre el inconsciente personal, colectivo y transpersonal.   Valores implícitos: En la visión materialista: solidez, constancia, acumulación, fijeza, objetividad, “ver para creer”,  escepticismo,  descrédito  o  negación  de  lo  no  visible,  tosquedad,  rudeza, unidimensionalidad. En  la  visión  energética:  liviandad,  sutileza,  transformación,  circulación,  movilidad, subjetividad,  “creer  para  ver”,  confianza  en  lo  invisible,  sensibilidad,  delicadeza, multidimensionalidad.    d. Del Determinismo a la Creatividad    El  paradigma mecanicista  está  sustentado  por  un  armazón  teórico  de  gran abstracción, basado en  leyes matemáticas. La aspiración más alta de  la ciencia clásica fue  el  establecimiento  de  estas  leyes  generales  que  describen  las  correlaciones necesarias entre fenómenos (causalidad lineal) y de esta manera, permiten predecir su funcionamiento.  El determinismo en su sentido más fuerte no acepta la existencia del azar ni del  sentido en  la  concatenación de  los hechos. Todo puede  ser explicado en función  de  las  leyes  que  lo  rigen.  Todo  o  casi  todo  podría  ser  anticipado.  No  hay 

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novedad,  no  hay  sorpresa.  En  la  visión  determinista,  la  aspiración  de  certeza  y  la búsqueda de control están íntimamente ligadas.    La proyección de esta perspectiva a nivel social ha dado lugar a un sistema muy rígido, donde  las normas ocupan el  lugar de  las  leyes y no sólo condicionan, sino que en  gran  medida  determinan,  la  vida  de  las  personas.  A  nivel  humano  hemos interiorizado el determinismo con los sucesivos pasajes por instituciones que encarnan ese rol, fundamentalmente a través de  la educación y el trabajo. Hemos aprendido a obedecer normas, a cumplir horarios, a acatar órdenes, a controlar sentimientos, y a vivir vidas trazadas desde afuera, por las aspiraciones familiares y sociales de lo que se supone es lo correcto, pero con poco espacio para la creatividad y el florecimiento de lo personal más íntimo y singular.  El determinismo funciona mejor en lo homogéneo y uniforme, en lo cerrado y conocido.  Como es natural, el sentido de identidad personal es débil en un sistema de corte determinista, y se sostiene en base a  los vínculos de pertenencia a un grupo o colectivo social (ser miembro de).    La gran revolución de  los nuevos paradigmas ha sido subvertir esta visión con un  importante apoyo científico. Al  ir en busca de  lo absoluto, Einstein se topó con  la Relatividad, y  la ecuación matemática que por fin expresaba con toda simplicidad ese principio físico, reconocía que éste equivalía a la naturaleza dinámica y casi inasible de la energía.  Por su parte, la física cuántica al ir en busca del núcleo básico de la materia encontró vacío y ondas de probabilidades. Las partículas  se podían manifestar como ondas  y  como  corpúsculos,  según  las  circunstancias.  Resultó  imposible  prever  su comportamiento,  porque  el  resultado  depende  de  la  presencia  humana  y  su intervención en el acto de la observación.    Así,  la  nueva  física  reemplazó  el  determinismo  por  una  visión  de  la  realidad altamente  dinámica  y  creativa,  en  donde  la  diversidad,  la  probabilidad  y  la incertidumbre, activadas por la participación humana, juegan un rol fundamental.     Nuevamente  la  ciencia  y  la espiritualidad  se encuentran en el  terreno de  las concepciones más  profundas.  El  vacío,  como  un  campo  abierto  de  potencialidades infinitas, resulta el concepto clave. La aceptación de la incertidumbre, como condición  de una vida creativa, se acerca a una actitud no pasiva sino humilde, de reverenciar el misterio de la creación y convocarlo a través de la meditación, la plegaria y la oración.     Valores implícitos: En  la  visión determinista: previsibilidad,  control, uniformidad, obediencia, pasividad, actitud conservadora, pertenencia. En  la  visión  creativa: vacío,  incertidumbre, apertura, diversidad, originalidad, actitud transgresora, participación activa.      e. Del Racionalismo a la Consciencia Integral    El  determinismo  estuvo  motivado  por  un  rasgo  central  de  la  filosofía racionalista: la aspiración de certeza y la búsqueda de lo absoluto. Conjuntamente, es 

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comprensible  que  se  haya  erigido  a  la  razón  como  el  instrumento  privilegiado  para lograr ese propósito.     Pero nuevamente el paradigma moderno se extralimitó. La  razón –una de  las funciones  naturales  de  la  mente  humana‐  se  exacerbó  en  forma  excluyente, desvalorizando  y  hasta  anulando  las  demás  recursos  y  vías  de  conocimiento.  La racionalidad  –como  uno  de  los  recursos  valiosos  para  comprender  e  interpretar  el mundo‐ se sobredimensionó, convirtiéndose en el mayor vicio  intelectual de nuestro tiempo:  la  racionalización.  La  tendencia  a  racionalizar  todo,  encarna  esa  vieja aspiración de absoluto, al pretender englobar  la multiplicidad de  lo real dentro de un sistema de ideas lógico, coherente y único, dando pie a las luchas ideológicas.     Bajo  el  paradigma  moderno  la  mente  humana,  una  facultad  sumamente compleja  y  multidimensional,  fue  reducida  a  una  de  sus  funciones  principales,  la racionalidad intelectiva, convertida en el principal instrumento del racionalismo.      En  la  construcción  del  racionalismo  también  intervino  la  fragmentación,  un rasgo  que  se  reproduce  a  todo  nivel.  Así  como  se  produjo  la  gran  división  entre hombre  y  naturaleza,  y  entre mente  y materia,  al  interior  de  la mente  humana  se volvió a reproducir el mecanismo fragmentador. De todas las funciones que nos ofrece nuestro  sistema psíquico  se privilegió  sólo  la  razón  intelectual,  considerada  como el instrumento más confiable y certero para conocer el mundo.     La  educación  estándar  en  Occidente  es  la  forma  en  que  las  personas aprendemos  a  desarrollar  una  sola  forma  de  inteligencia,  utilizando  parcial  y asimétricamente  nuestro  cerebro.  Al  considerar  al  conocimiento  como  un  proceso eminentemente  lógico‐racional  se  ha  privilegiando  el  uso  del  hemisferio  izquierdo  ‐responsable  de  los  procesos  conscientes,  analíticos,  lineales  y  abstractos‐,  en detrimento de las áreas más ligadas a la creatividad y a la acción, esto es, el hemisferio derecho y el sistema límbico. Las funciones del hemisferio derecho están relacionadas con  los  procesos  inconscientes,  sintéticos,  sensibles,  globalizadores  y  analógicos.  El sistema  límibico, por  su parte, es  la base de  las emociones. Tanto  las  funciones del hemisferio  derecho  como  las  emociones  –ambos  genéricamente  asociados  con  lo femenino‐ fueron tratados como elementos  irracionales que debían ser neutralizados para no perturbar o distorsionar la racionalidad.   La  epistemología  también  ha  revisado  las  ideas  sobre  la  mente  y  el conocimiento, a la luz de la ampliación conceptual de los nuevos paradigmas holísticos y energéticos.  Junto con  la caída del materialismo, el conocimiento ha dejado de ser considerado  como  una  cosa,  como  un  bien  que  se  puede  adquirir  y  acumular otorgando valor social. En cambio se presenta como el resultado dinámico y siempre en proceso, de la interacción de las múltiples facultades de la mente. Una construcción compartida, que pivotea incesantemente en el límite entre lo individual y lo colectivo.     El conocimiento como proceso integral se asocia con la concepción de la mente y  la  consciencia  como  fenómenos  complejos,  creativos  y  multidimensionales.  La consciencia  se  concibe  como  un  espectro  polinivelado,  que  incluye  no  sólo  las 

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facultades  intelectivas conscientes y racionales –lo que  tradicionalmente se entiende por mente‐, sino también las dimensiones inconscientes, la intuición supra racional y la potencialidad  de  desplegar  facultades  trans  racionales.  De  la  misma  manera,  el conocimiento  holístico  es  un  hecho  creativo  que  surge  de  la  integración  de  por  lo menos cuatro vías  perceptivas principales: el cuerpo, la mente, el corazón y el espíritu. Así,  el  resultado  del  proceso  cognitivo  integral  es  una  combinación  sinérgica  y complementaria  de  sensaciones,  emociones,  pensamientos,  intuiciones,  vivencias espirituales, visiones y captaciones de otros órdenes. De esta manera, la consciencia es el instrumento de vinculación con los múltiples planos de la realidad, y el conocimiento integral es el resultado, multidimensional y dinámico de ese proceso.    Si bien muchos autores han producido ya este gran viraje epistemológico, sigue siendo imprescindible desarrollar esta forma de racionalidad más integral, así como las maneras  de  llevarla  a  la  práctica.  El  racionalismo  es  aún  uno  de  los  más  firmes bastiones del paradigma moderno, ya que tiene plena vigencia a nivel educativo, social y  cultural  en  general.  Pero  considerando  la  plasticidad  del  cerebro  humano  y  la cualidad  energética  y  abierta  de  la  mente  y  la  consciencia,  este  gran  cambio  es totalmente posible y está en nuestras manos realizarlo.  Valores implícitos: En  la  visión  racionalista:  abstracción,  deductibilidad,  linealidad,  concentración, tendencia activa, carácter resolutivo, desconexión emocional En  la  visión  integral:  complejidad,  multiplicidad,  síntesis,  alineación,  coherencia, tendencia receptiva, vivencialidad, sensibilidad     f. Del Individualismo competitivo a la Singularización cooperativa    La individuación fue una de las conquistas de la humanidad. En épocas remotas, la  mentalidad  tribal  encontraba  su  sentido  de  identidad  en  la  pertenencia  a  una entidad  colectiva  ‐la  tribu,  el  clan,  la  familia‐.  Con  la Modernidad  culmina  un  largo proceso hacia el desarrollo del yo autónomo, tanto a nivel personal como colectivo. La aspiración  del  ser  humano  moderno  expresa  esa  necesidad  de  ser  alguien  por  sí mismo, alguien personal, único y diferente del resto de las personas.    Así como a nivel cosmológico el  foco  se desplazó del Geocentrismo  (la Tierra como  centro  del  universo)  hacia  el Heliocentrismo  (el  Sol  como  centro  del  sistema solar),  a  nivel  del  psiquismo  humano,  el  sentido  de  identidad  se  produjo  por  la separación  de  lo  colectivo  y  el  desarrollo  de  la  individualidad,  lo  que  en  términos psicológicos  equivale  a  destacar  el  yo  o  ego  como  centro  organizador  de  la personalidad. A nivel de  la formación de  la consciencia colectiva también se asocia  la Modernidad occidental con  la etapa egoica de  la humanidad, en  tanto  se constituye una noción de sujeto social, basada en el sentido de independencia de la naturaleza y superioridad a todas las demás especies.      Los  tres procesos  son  correlativos  (la  cosmología heliocéntrica,  la  consciencia colectiva  egoica  y  la personalidad  individualista). Notemos que  todos  se  construyen 

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alrededor de un centro que se ha independizado de su contexto originario, que se rige en  forma autónoma,  irradiante, que  se destaca y brilla. A partir del  Iluminismo pasa otro  tanto  con  la  Razón,  símbolo  solar  por  antonomasia  de  la  era  moderna.  El individualismo  en  conjunción  con  el  racionalismo  ha  dado  como  resultado  el  ego racionalista,  la  ilusión de que  somos  lo que pensamos, el  famoso  “cogito ergo  sum” (pienso luego soy).    Para realizar este proceso constitutivo, una vez más fue imprescindible pagar el precio de la fragmentación. Pero ésta, sumada a la creencia en la infinitud y aplicadas al  ejercicio  de  la  voluntad  personal  dio  como  resultado  un  excesivo  sentido  de individualidad, que fácilmente se convirtió en el individualismo como ideal social, una conducta que solo prioriza  los  intereses personales en detrimento de  los  intereses de los demás.     El  individualismo  es  el  correlato  social  del  egoísmo.  La  persona  egoísta  es aquella  que  antepone  su  propia  conveniencia,  sacrificando  el  bienestar  de  otros  al suyo propio. El capitalismo es el sistema económico que prosperó en base a  la ética individualista.  Y  el  respaldo  científico  lo  dio  la  teoría  darwinista,  que  canonizó  esta conducta  al  convertirla  en  un  mecanismo  evolutivo  natural:  la  competencia  por sobrevivir y la supervivencia del más apto.      Sin embargo,  los nuevos enfoques han puesto de relieve el papel central de  la cooperación  y  la  solidaridad  en  todos  los  niveles  del  proceso  evolutivo,  desde  los microorganismos hasta el ser humano. Los más recientes descubrimientos realizados en Africa,  la  cuna  de  la  humanidad, muestran  que  ya  los  homínidos,  compartían  la comida alrededor de un fogón. Una conducta casi fundadora de la condición humana.      Actualmente,  muchas  corrientes  psicológicas  y  espirituales  contemporáneas coinciden en la necesidad de encarar el desafío evolutivo que significaría trascender el nivel de consciencia egoica, tanto a nivel personal como colectivo, para entrar en una nueva era, donde sea posible que prime la solidaridad sobre la competencia.      Se  han  producido  captaciones  muy  profundas  sobre  la  naturaleza  de  la personalidad  egoica,  que  indican que  lo  opuesto  al  egoísmo  individualista  no  es  un altruismo diluido, que hasta podría  ser  fruto de un ego débil  y  culposo.  La  genuina superación del egoísmo es una personalidad singularizada, a partir del conocimiento y la aceptación de lo más esencial del propio ser, y de una alta autoestima que favorezca su  despliegue.  Sólo  puede  ser  realmente  altruista  quien  se  ama  a  sí  mismo  lo suficiente.  A  partir  de  desarrollar  un  verdadero  amor  hacia  uno mismo,  es  posible luego amar sinceramente a los demás, con entrega y sin subterfugios.     Pero  en  Occidente,  el  sentimiento  del  amor  está  distorsionado  por  el individualismo. Lo que generalmente se asume como amor está basado en el anhelo de completarse a uno mismo a través del otro. Como nace de una personalidad egoísta y  por  tanto  inmadura,  el  amor  romántico  es  posesivo  y  se  expresa  a  través  del mecanismo de los celos.  El amor maduro es empático y tiene en cuenta al otro como tal, no como un mero instrumento de los deseos insatisfechos de nuestro ego. 

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   El ego es una parte  central e  imprescindible de  la persona; pero es  sólo una parte,  la  más  superficial.  Se  constituye  sobre  la  base  de  recibir  la  mirada  y  el reconocimiento de  los otros, pero se sabe fragmentado e  incompleto y aún no confía en su capacidad para producir su propia energía vital, o en  la benevolencia de recibir sin pedir.   Es exigente, compulsivo y autocentrado. Como no ha desarrollado aún  la fuerza interna que nace de la fuente más central del Ser, el ego es inseguro y teme no tener lo suficiente para sobrevivir, por eso compite.     Pero más  allá  del  ego,  yace  el  centro  psíquico  que  Carl  G.  Jung  llamó  el  Sí Mismo, verdadera brújula y norte del proceso de individuación.  Aquello que nos hace seres únicos e indivisos, no fragmentados, sino integrados alrededor de un centro. El Sí mismo podemos asumirlo  también  como el alma o nuestra  inteligencia espiritual,  la chispa de la totalidad que reverbera en el interior de cada uno. Por eso, es a partir de allí, desde  la conexión con nuestra  interioridad más profunda, desde donde podemos  alineados con lo espiritual.    Ir hacia allí, escuchar su voz tantas veces opacada por  los filtros exteriores, es en definitiva, emprender la senda del autoconocimiento y la transformación personal.    Valores implícitos: En  la  visión  individualista:  autocentración,  mezquindad,  orgullo,  competitividad, egoísmo, temerosidad, posesividad, dependencia, baja autoestima En  la visión singular:  integración,  independencia, generosidad, humildad, solidaridad, altruismo, confianza, desapego, alta autoestima       

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Conceptos clave: Consciencia, Energía, Transformación, Equilibrio    De  todo  este  gran marco  conceptual,  nos  detendremos  a  considerar  cuatro conceptos  clave  del  paradigma  emergente:  consciencia,  energía,  transformación  y equilibrio. Trataremos de dar  los  lineamientos generales, sin caer en  la búsqueda de definiciones, sino esbozando una enunciación que explicite qué entendemos por estos conceptos y cómo se vinculan con los procesos de cambio y evolución personal.      Vistos  desde  la  perspectiva  de  la  visión materialista  y  fragmentadora  estos conceptos pueden parecer temas separados. Pero, para hacer honor a la visión integral haremos el esfuerzo de ver más allá, tratando de captar el sentido más profundo de su interrelación.  Los  iremos  abordando  por  separado  sólo  a  los  fines  de  la  claridad expositiva,  pues  en  realidad  los  cuatro  temas  focales  están  estrechamente  ligados, formando un núcleo conceptual. Al comenzar indagando el sentido de alguno de ellos, necesariamente  nos  encontramos  con  los  demás,  lo  cual  pone  en  evidencia  que conforman una red de estrecha coherencia y vincularidad.     También notamos que dentro de  la perspectiva de  los nuevos  enfoques que estamos  siguiendo, estos  conceptos  forman dos díadas  cuyos  significados presentan una mayor  cercanía.  La  primera  es  la  díada  consciencia‐energía,  que  para muchos autores  son  casi  análogos,  y  luego,  la  díada  transformación‐equilibrio,  que  como veremos, corresponden a dos tendencias prácticamente complementarias.      Resulta  esclarecedor  hacer  un  contrapunto  entre  la  visión mecanicista  y  la visión  holística,  pues  de  esa  manera  se  puede  apreciar  mejor  la  ampliación epistemológica que significa una perspectiva respecto de la otra.      Consciencia 

   Comenzaremos  por  ahondar  el  significado  de  conciencia  o  consciencia.  El término recibe dos grafías y más de una acepción, por eso nos importa distinguirlas y explicitarlas.     En español  se  aceptan  como  correctas  las dos  formas de escribir el  término: conciencia y consciencia, con “sc”. Si bien se  las suele utilizar como sinónimos, en  los últimos  años,  y  a  partir  del  trabajo más  profundo  que  el  tema  ha merecido,  tanto desde  las  neurociencias  como  desde  la  psicología  –especialmente  la  psicología transpersonal‐,  se  distinguen  sus  significados.  En  otros  idiomas,  como  en  inglés  por ejemplo,  existen  términos  diferentes  que  aclaran  directamente  el  sentido  al  que  se alude en cada caso.     La  acepción  tradicional  del  término  conciencia  (que  en  inglés  corresponde  a conscience, conscient o conscious) proviene etimológicamente de latín conscientia que significa  conocimiento  compartido.  De  esta manera  se  alude  a  la  conciencia  en  su dimensión moral. Al referirse a la motivación derivada del conocimiento de lo que está 

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bien  y  lo  que  está  mal,  al  juicio  intelectual  para  saber  si  se  está  actuando correctamente o no. Indica la capacidad de la persona para evaluar la correspondencia de  un  acto  individual  con  un  sistema  de  normas,  el  que  por  definición  es  una convención social, un conjunto de principios éticos y morales compartidos, asumidos como  reglas  consensuadas  sobre  valores  y pautas de  conducta. De  aquí proviene  la expresión tan conocida de “la voz de la conciencia”, que designa a esa parte de nuestro psiquismo que ha  internalizado  la moral social como un mandato,  lo que en términos de la visión freudiana sería el ello o superyo.     Pero  la acepción más común de  la palabra conciencia  remite a  las  facultades mentales  humanas  que  permiten  el  reconocimiento  e  interpretación  de  la  realidad, tanto  externa  como  interna.  En  este  sentido  estrictamente  cognitivo  se  liga  con  la etimología  de  la  expresión  latina  cum  scientia  que  significa  literalmente  “con conocimiento” y por tanto, se refiere al conocimiento que un ser tiene de sí mismo y de su entorno.      Para  designar  este  significado  más  amplio  del  concepto  y  diferenciarlo  del anterior de carácter moral, muchos autores han adoptado la palabra consciencia (con “sc”),   siguiendo no sólo  la raíz  latina, sino en parte  la forma en  inglés muy difundida en  la  literatura  especializada,  ya  que  consciousness  (a  diferencia  de  conscience)  se utiliza  como  sinónimo  de  awareness,  que  equivale  a  nuestro  darse  cuenta  o  tomar consciencia.     Por  eso  hacemos  hincapié  en  distinguir  ambos  significados  –el  moral  y  el psíquico‐  con  la  utilización  de  formas  diferentes,  aunque  sea  sólo  por  el matiz  de incluir  la “sc”.   Vale  la pena reflexionar también, en  la pérdida de  la “s”, ya que tanto en  latín  como  en  inglés,  ambas  expresiones  se  forman  con  “sc”,  es  decir  que  en nuestro idioma, algo se ha quedado por el camino.    Utilizar  en  forma  homónima  la  grafía  conciencia  y  sus  derivados  –como conciente,  concientemente,  a  conciencia,  etcétera‐  reviste  algunos  defectos  propios del paradigma mecanicista de los que sería deseable apartarse.     Un  primer  defecto  es  su  reduccionismo  (nombrar  el  todo  por  la  parte),  que proviene de la aplicación directa de la terminología psicológica tradicional. En la visión freudiana  –francamente  inspirada  en  el modelo mecanicista,  ya  que  Freud  buscaba  transferir  los principios de  la  termodinámica para describir el  “aparato” psíquico‐  la conciencia  es  la  parte  más  externa  y  superficial  del  psiquismo,  encargada  de  las funciones perceptivas (recibir e interpretar la información tanto del exterior como del interior),  intelectuales  (pensamiento,  razonamiento  y  rememoración)  y  volitivas (dominio y control sobre el sistema nervioso central).     Esta  capa  superficial  del  psiquismo  también  es  llamada  el  conciente,  por contraposición a las regiones más profundas, designadas por su supuesta “carencia” de conciencia, como  inconsciente y preconsciente. La  identificación de estas regiones del psiquismo  se  realizó por  fragmentación  y oposición:  lo  consciente y  lo  inconsciente, además de diferentes,  terminaron  siendo como dos grandes adversarios, unidos por 

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una franja o zona de frontera que regula el pasaje de los contenidos entre una y otra.  Algo muy semejante realizó el pensamiento occidental moderno con una serie de otros grandes  conceptos  como:  espíritu‐materia, mente‐cuerpo,  razón‐emoción,  hombre‐naturaleza, ciencia‐arte, masculino‐femenino. Primero los distinguió, luego los dividió y finalmente jerarquizó siempre el primero de los dos términos.    Si bien Freud puso toda su atención sobre los mecanismos del inconsciente y su esquema ha sido de gran utilidad e importancia para descorrer el velo que ocultaba un enorme y desconocido territorio de la consciencia humana, su modelo dejó instalados algunos sesgos conceptuales propios del paradigma racionalista y fragmentador en el que él estaba inscripto.    La  consciencia  como  facultad humana  integral  y multidimensional,  sufrió una reducción  al  identificarse  sólo  con  la  capa  más  superficial  del  psiquismo  y  ser designada como ella, la conciencia.     También  podemos  reconocer  un  defecto  de  sesgo  logocéntrico  que  encubre esta reducción semántica del  término. Para el pensamiento occidental racionalista el logos,  entendido  como  sentido,  inteligencia  o  también  significado  y  verdad,  está asociado con la racionalidad discursiva y por lo tanto, con la conciencia, en su sentido más  restringido.  Ambos  –razón  y  conciencia‐  se  asocian  con  la  claridad,  la  luz,  la posibilidad de discriminación  y  control,  con  las  funciones  intelectivas del hemisferio cerebral  izquierdo  y  por  tanto,  con  lo  masculino.  Como  vemos,  detrás  de  esta asociación  se  fueron  alineando  una  serie  de  otros  simbolismos  por  demás significativos.    Así es como de  todas  las  facultades mentales, sólo a  las  intelectivas se  les ha otorgado  una  especial  supremacía,  considerándolas  más  confiables,  las  que  nos conducen  al  conocimiento  verdadero  (científicamente  probado),  las  que  mejor permiten manejarse en el mundo externo.  De la misma forma, como la mente racional funciona en estado consciente o de vigilia, éste es el único estado de consciencia que ha merecido el calificativo de “normal” u “ordinario”. Por contraposición,  los más de veinte estados diferentes de consciencia que se han identificado, desde el sueño hasta las experiencias místicas, son genéricamente designados como estados “alterados” o formas de conciencia “no ordinarias”. Por esto es que nos parece más adecuado hablar de “estados ampliados de consciencia”.       Por último, otro  factor que  reduce el alcance del concepto surge del carácter materialista del paradigma moderno, que supone que todo fenómeno debe tener una base  física material.  En  el  caso  de  las  facultades  de  la mente,  la  visión  tradicional impuso  un  sesgo  biologicista,  considerando  que  la  consciencia  es  tan  sólo  un subproducto del cerebro, y sus componentes mínimos son  las neuronas, que todo  lo explican. En forma determinista y lineal se dio por sentado que el funcionamiento de la mente  es  sólo  una  resultante  de  la  actividad  cerebral  y  el  cráneo,  la  frontera  que delimita  lo  que  sucede  al  interior,  siendo  el  medio  exterior  sólo  una  fuente  de estímulos. Durante años de  investigación  científica, desde  la antigua  raciología –que pretendía  una  explicación  neurológica  para  el  racismo‐  hasta  muchas  de  las  más 

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modernas neurociencias que  siguen buscando en qué  zona del cerebro  se asienta  la función espiritual‐ son deudoras de esta misma visión.     Veamos ahora, como se ha  ido ampliando  la mirada sobre el  fenómeno de  la consciencia, de  la mano del nuevo paradigma emergente. Varios saltos conceptuales de gran magnitud se han producido:   a) la visión de la consciencia como un fenómeno multidimensional emergente del proceso evolutivo global    Desde  las nuevas teorías evolutivas  la consciencia es el resultado natural de  la organización de  la materia y  la vida a  lo  largo de  la evolución; y está distribuida en diferentes  grados  y  cualidades  en  todo  lo  existente.  En  determinado  punto  de  la evolución  aquí  en  la  Tierra  surgió,  junto  con  la  especie  Homo  sapiens  sapiens,  la consciencia  reflexiva.  El  ser  humano  es  la  única  especie  que  sabe  que  sabe,  su consciencia  tiene  la  facultad  de  desdoblarse  para mirarse  a  sí misma  como  en  un espejo,  por  tanto  es  auto  consciente.  Y  al  mismo  tiempo,  la  facultad  del desdoblamiento  reflexivo  generó  otra  diferencia  específica  de  gran  trascendencia evolutiva:  la capacidad de simbolizar, que ha dado  lugar a  la creación del  lenguaje y otras formas simbólicas complejas, como el mito, el arte,  la religión y el pensamiento abstracto.    b) la consciencia también es un fenómeno en evolución    La  idea evolutiva fue ampliándose progresivamente a  lo  largo de  la historia de la ciencia, alcanzando desde  las rocas y  las formaciones geológicas hasta  los sistemas termodinámicos,  pasando  por  las  especies  animales,  el  ser  humano  y  finalmente  ‐desde  el  descubrimiento  del  Big  Bang‐,  el  universo  como  un  todo.  La  nueva  visión cosmológica que se genera a partir de allí, amplió aún más el alcance de esta idea para incluir  a  la  consciencia  humana  dentro  del  fenómeno  evolutivo.  En  un  universo  en expansión,  la  consciencia  también  se  expande  siguiendo  la  tendencia  hacia  formas cada vez más complejas, sutiles e inclusivas.     c) La consciencia es un fenómeno complejo de naturaleza sutil que trasciende las fronteras físicas     El alcance de este punto depende del nivel de amplitud epistemológica de los autores. Para algunos, sobre todo los neurocientíficos más sistémicos, la consciencia es el resultado de una nueva estructuración de la corteza cerebral, que no tiene ya un carácter puramente biológico, sino que es consecuencia de la interacción de la función neuronal con el resto del sistema físico, con un medio social y con el entorno externo.    Otros en cambio, con una visión más abarcadora, proponen que la consciencia  y todas sus funciones, tienen una naturaleza holográfica, que se extiende más allá de 

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los sistemas  físicos, en campos energéticos extra cerebrales, constituidos por  fuerzas sutiles e inmateriales de alta vibración.     Dos implicancias fundamentales de esta visión han sido:   *  La posibilidad de  concebir  la perduración de  la  consciencia más  allá de  la muerte física,  así  como  su  reintegración  en  otras  formas  corporales  personales  en  otras coordenadas espaciotemporales.  Esta visión abrió la investigación del fenómeno de la reencarnación  y  la  continuidad  entre  vidas,  de  algún  tipo  de  entidad  de  orden individual,  asimilable  al  alma  en  términos  filosófico‐espirituales,  que  también  sería pasible de evolucionar.  * La  idea de que  la consciencia (o el alma) tiene un nivel  individual y otros niveles de orden  grupal  y  colectivo,  que  la  integran  a  sistemas  de  consciencias‐almas emparentadas de alguna manera (familiar, social o por lazos de empatía).    d) La consciencia humana como una facultad holística     El carácter multidimensional de la consciencia se expresa de manera particular en la consciencia humana. Esto significa que se trata de una facultad que se despliega como un continuum, en diversos planos y niveles, cuyas características diferenciales, permiten  acceder  a  múltiples  formas  de  realidad.  Desde  este  punto  de  vista,  la consciencia  se  concibe en  forma muy  similar a  la energía,  como una  fuerza  fluida e inteligente, capaz de adquirir diferentes modalidades vibratorias.     Desde esta visión más comprehensiva la consciencia es un fenómeno holístico, que comprende  tanto  los mecanismos conscientes como  los  inconscientes, así como toda  la enorme  gama de otros estados que  la  consciencia es  capaz de adoptar.  Sus facultades pueden desplegarse ya sea en el nivel horizontal de la consciencia despierta (vigilia  o  conciencia  ordinaria),  como  en  los  estados  de  consciencia  ampliados  que permiten tanto bucear hacia  las profundidades del  inconsciente, personal y colectivo,  como  abrirse  a  la  inmensidad  de  lo  supraconsciente,  por  ejemplo,  estados  de iluminación, y de  conexión  con  fuerzas  supra o extrahumanas, que  la  ciencia  clásica consideró como “paranormales”.     En  este  sentido,  la  visión  de  las  nuevas  ciencias  de  la  consciencia  es  muy coincidente  con  las  filosofías  ancestrales,  especialmente  de  Oriente,  que  se  han dedicado tan profundamente a estudiar este multifacético fenómeno.    e) La consciencia humana como una facultad integradora    Este rasgo se desprende de la visión cosmológica que pudo elaborarse a partir de  la  revolución cuántica. Si para Newton  la  realidad era solo materia y movimiento mecánico, a partir de Einstein y la teoría de la Relatividad será materia y energía.  Pero después de  la  física cuántica  los cosmólogos, como David Bohm o Ervin Laszlo entre 

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otros,  elaboraron  visiones mucho más  complejas,  que  incluyen  la  información  y  el significado como componentes básicos del universo. Nuevamente se puede ver cómo el cambio paradigmático significa una ampliación  inclusiva de consciencia. El universo post cuántico quedó así constituido por tres elementos: materia, energía y significado.    La producción de significado está directamente relacionada con la capacidad de consciencia,  distribuida  holográficamente  en  todo  el  cosmos.  La  consciencia  es  una facultad inteligente cuya función principal es generar significado. La retroalimentación permanente  de  significado  es  la  que  permite  al  universo  como  sistema  global, autorregularse  y  orientarse  hacia  un  creciente  estado  de  coherencia  interna.  Este fenómeno,  conocido  como  dinámica  interactiva  autorreferencial,  es  el  que  permite concebir al universo en su conjunto como un organismo inteligente e in‐formado (que se  auto  informa  y  al  mismo  tiempo,  se  da  forma  y  se  crea  a  sí  mismo permanentemente).    Lo mismo  es  extensivo  para  todos  sus  componentes,  incluidos obviamente,  los seres vivos, y entre ellos  los humanos, quienes disponemos como ya dijimos, de un grado particular de consciencia que es la autoreflexiva.     Ampliando aún más esta perspectiva, el significado es también  lo que permite desplegar otro aspecto de orden más metafísico si se quiere, que es  la presencia de sentido o finalidad. Y aquí reencontramos nuevamente a la consciencia, a través de su facultad  integradora.  Para  algunos  autores  que  han  explorado  el  encuentro  entre ciencia y espiritualidad, como Pierre Teilhard de Chardin y Thomas Berry entre otros, la consciencia es la fuerza que mantiene unidas las cosas, la atracción física y metafísica que evita que el universo se disuelva en sus fases fragmentadoras y expansivas. Casi un sinónimo  de  centro psíquico  (o  alma),  la  consciencia  es  lo  que mantiene  unidos  los elementos  o  partes  del  sistema  alrededor  de  un  centro  virtual  que  funciona  como atractor, concentrando las energías, dándole forma, sentido y dirección.     A nivel de  los seres humanos  la  función  integradora de  la consciencia ha sido ampliamente explorada por autores como Carl G. Jung, a través de la incorporación del concepto de Sí Mismo en el esquema psíquico, como instancia holográfica generadora de  significado.  En  él  se  inspira  la  función  trascendente,  como  fuerza  reguladora  y organizadora de la persona que, al mismo tiempo, orienta el proceso de individuación.    La visión de  la  consciencia  como entidad holística e  integradora es  la que da lugar también a  la ampliación del concepto de  inteligencia.   Diversos autores han  ido extendiendo el alcance de este concepto.      La visión racionalista  clásica ‐que es la que aún está vigente en la mayor parte de  los  sistemas  educativos‐  restringe  la  inteligencia  como  sinónimo  de  coeficiente intelectual  (capacidad  para  resolver  problemas  lógicos  en  forma  abstracta  y expresarlos verbalmente) y descalifica las demás funciones psíquicas, subordinándolas.     Actualmente  se  han  divulgado  otras  teorías  que  admiten  la  existencia  de diversas formas de  inteligencia humana. Daniel Goleman ha explorado especialmente la  inteligencia  emocional  y  Howard  Gardner,  reconoce  varias  ‐lingüística,  lógica, espacial, musical, corporal, interpersonal, intrapersonal y naturalista‐, entre otras. 

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   Por  último  Ian  Marshall  y  Danah  Zohar  han  propuesto  la  existencia  de  la Inteligencia  Espiritual,  un  proceso  psíquico  basado  en  ciertas  oscilaciones  neurales sincrónicas que unifican  la  información en todo el cerebro. Esta forma de  inteligencia es la responsable de otorgar significado y sentido a los actos humanos, es la que evalúa entre varios cursos de acción posibles y elige el que está más en concordancia con el ser (centro psíquico o alma), la que permite los saltos cognitivos o insights creativos y la que pone las cosas en contextos más amplios.      En resumen, podemos decir que desde la perspectiva de los nuevos paradigmas  la consciencia es:   • un fenómeno multidimensional que se despliega en múltiples niveles y estados, 

por tanto, incluye holísticamente todas las funciones psíquicas (conscientes, inconscientes y supraconscientes)  

• de naturaleza sutil, por tanto, trasciende las fronteras físicas • un emergente del proceso evolutivo global • está distribuida holográficamente en todo el universo • en proceso continuo de expansión, complejización y evolución  • genera significado y sentido, por tanto autoinforma, regula y orienta el devenir • a nivel humano adquiere capacidad autoreflexiva, que permite el “tomar 

consciencia” o “awareness” • permite el reconocimiento y la interpretación de la realidad, tanto externa como 

interna, incluyendo la dimensión moral. • es integradora y mantiene la unidad, al concentrar el despliegue del ser alrededor 

de un centro virtual   Energía    Al  indagar el significado del concepto de energía, como ya hemos adelantado, reencontraremos muchas  de  las  notas  que  caracterizan  al  concepto  de  consciencia, porque desde la perspectiva de la nueva ciencia holística, coincidente en gran medida con las tradiciones espirituales y esotéricas de conocimiento, consciencia y energía son prácticamente sinónimos.    Sin embargo, el término energía remite en  forma más específica a  la cualidad dinámica, a la idea de fuerza que impulsa, que da vida y movimiento, que inicia, activa y sostiene todo en funcionamiento.     El término proviene del griego ἐνέργεια/energeia y también ἐνεργóς/energos, que  denotan  actividad,  operación,  fuerza  de  acción  o  de  trabajo.  Tiene  diversas acepciones  y  definiciones,  pero  todas  ellas  están  relacionadas  con  la  idea  de  la capacidad para obrar, transformar o poner en movimiento.     Tanto el estudio de  la consciencia como el de  la energía constituyen temas de frontera para la ciencia. Si bien se reconocen e investigan ambos fenómenos, teniendo 

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muchas descripciones sobre su funcionamiento, aún no se ha  llegado a un verdadero esclarecimiento de su naturaleza. Tal vez esto se deba a que la ciencia evita entrar en el terreno de  la espiritualidad, y ésta es  justamente  la dimensión desde donde mejor podemos  comprender  el  fenómeno  de  la  interrelación  consciencia‐energía.  Por  tal razón, es necesario en este punto abrevar en  las tradiciones espirituales orientales –especialmente el hinduismo‐ donde encontramos una más afinada captación de este tema.    En Occidente es mucho más reciente la investigación científica de este binomio. Podríamos decir que el gran descubrimiento de la energía se produce a comienzos del siglo XX, a partir de  las  investigaciones de Albert Einstein sobre  la Relatividad y de  la Cuántica sobre la microfísica de las partículas.  Al descubrir que el espacio y el tiempo son también dimensiones gemelas que forman parte de  la materia misma, y que ésta resulta  ser  sólo  una manifestación  física  de  un  determinado  patrón  vibratorio,  se establece la correlación entre masa y energía (E=mc2).      La  reconsideración  de  la  naturaleza  energética  de  la materia  se  termina  de completar al aplicar radiaciones para explorar el  interior del átomo. La posibilidad de bombardear partículas para  investigar  lo que se esconde en su  interior,  liberó una de las  fuerzas más  destructivas  que  el  ser  humano  haya  conocido  y manipulado  hasta entonces: la energía atómica, un potencial que aún no parecemos ser muy capaces de manejar equilibradamente.  Sincrónicamente, en 1930  se descubre el último planeta del sistema solar –Plutón‐. Además de  las asociaciones de su nombre con el plutonio, uno  de  los  elementos  radioactivos,  este  planeta  acompaña  la  emergencia  en  la consciencia colectiva de una de las fuerzas arquetípicas más poderosas. Plutón remite al  Hades,  el  Inframundo,  la  oscuridad,  el  poder,  a  la  capacidad  destructiva  y regeneradora,  a  la  transformación  profunda,  que  siempre  requiere  atravesar  la dialéctica muerte‐renacimiento.    Paralelamente,  se  produce  el  sorprendente  descubrimiento  del  vacío  como parte  sustancial  y  mayoritaria  de  la  estructura  atómica,  y  de  la  simetría  como estructura básica que ordena los infinitos haces de fuerzas intervinculadas. Se inicia así una  nueva  perspectiva  sobre  lo  que  es  la  realidad.  Según  queda  expresado  por  las últimas teorías físicas de los campos, las cuerdas y el fenómeno bootstrap, aquello que observamos  como  realidad exterior es el  resultado de una  compleja  red de vínculos energéticos, un estado virtual de ondas de probabilidad que se definen en el mismo acto de  la observación, y por  tanto  son  relativas e  indeterminables.  Lo que Einstein planteó como equivalencia entre masa y energía, en realidad sólo indica la cantidad de energía necesaria para crear una apariencia que nosotros vemos como una sustancia sólida. Por tanto, no hay tal discontinuidad entre  lo material y  lo  inmaterial, sólo hay cargas eléctricas que interactúan con un campo electromagnético de fondo.     Lo  que  llamamos  “materia”  es  solo  un  estado  de  la  energía  que  nuestra percepción capta como tal. Son la limitaciones de nuestro sistema senso perceptivo las que  nos  hacen  ver  tan  sólo  el  “revés”  de  la  trama  del  universo,  con  su  apariencia sólida. La cuántica dio vuelta  las cosas y nos mostró el “derecho” del conocimiento; 

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sólo es necesario sortear las barreras de nuestra percepción ordinaria y afinar nuestros sentidos más sutiles.      Varias  implicancias  de  gran  trascendencia  se  desprenden  de  estos descubrimientos:   a)  la  sustancia  del  Universo  es  una  sola:  energía  en  distintos  estados  o  niveles vibratorios  b)  todo  en  el  Universo  está  interconectado  por  una  enorme  red  de  conexiones energéticas  c)  lo  que  mantiene  a  todo  unido  y  en  equilibro  es  el  constante  intercambio  de información a través de esa red de conexiones energéticas    d)  es  posible  para  la  consciencia  humana  conectar  con  ese  campo  energético  e intercambiar información (extraer y también, inscribir nuevas memorias)    Es así como  la nueva física abrió  la puerta al estudio del binomio consciencia‐energía, un campo transdisiciplinario que no ha dejado de ensancharse y profundizarse desde  entonces. Pues  la  consciencia  aparece  como una de  las  formas más  sutiles  y activas de la energía.       A partir de estos dos importantes reconocimientos –la naturaleza energética de la materia y  la participación de  la consciencia en  la manifestación de  la realidad‐  fue posible superar el dualismo cartesiano del paradigma moderno, que enfrentaba mente y materia como una antinomia irreconciliable. Se suturaba de esa forma, el abismo de la fragmentación moderna ofreciendo una visión unificadora de todo el universo. Y el concepto clave para eso resultó ser el de energía.     Al  mismo  tiempo,  los  nuevos  paradigmas  físicos  tendían  los  puentes  para entenderse mejor con  las  filosofías energetistas,  tanto orientales como occidentales, así como con  las cosmovisiones  indígenas y  fenómenos emergentes de ellas como el chamanismo. Diversas  tradiciones  espirituales  y  esotéricas  venían  explorando  desde hacia milenios el sutil y poderoso campo de la energía y la consciencia. Uno de los más antiguos  principios  herméticos  atribuidos  al  sabio  egipcio  Hermes  Trismegisto  dice: “todo es mente”. Y  los  físicos cuánticos parecen haberse concitado por ese profundo conocimiento. Wolfgang Pauli se acercó al psicoanálisis, a la psicología junguiana y a la cábala; Niels Bohr al  taoísmo; Ervin  Schroëdinger al hinduismo, David Bohm a  Jiddu Krishnamurti, Werner Heisenberg al Platonismo. De modo que  la  física cuántica bien puede considerarse como una ciencia de síntesis.     Mencionaremos  sólo  algunos  ejemplos.  En  la  concepción  cosmogónica  del hinduismo  Shakta  Vedanta  los  diversos mundos  tienen  un  origen  energético  en  el punto Bindu, un  átomo primordial de prodigiosa  energía potencial, que  guarda una asombrosa correspondencia con la versión científica occidental de la teoría astrofísica del Big Bang.  Y es esa misma energía en estado puro, ese vacío pleno de posibilidades, 

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el  que  se  asocia  en  definitiva  con  la  consciencia  como  fuerza  energética,  como  el estado más básico de  la realidad potencial. La consciencia‐energía sería así, el motor de toda la existencia.     Según el neohinduísmo en  la versión de Sri Aurobindo el universo entero está formado por esta sola sustancia, la consciencia‐fuerza divina, que recibe el nombre de agni o fuego (hijo de la energía, según el Rig Veda), asociado con el calor, la llama de la vida, la fuerza que pone el universo en movimiento. Esta fuerza toma distintas formas y  densidades.  Según  el  nivel  donde  enfoquemos  nuestra  atención  encontramos:  el calor de la energía mental o agni mental, el calor del corazón y de las emociones o agni vital, el calor sutil del alma o agni psíquico, y la fuerza que se densifica en la materia o agni físico.     Recordemos  que  tanto  las  tradiciones  espirituales  como  la  nueva  ciencia holística comparten una visión estratificada y multidimensional de la realidad. La gran cadena  del  ser  de  la mística  cristiana,  también  recuperada  por  la  psicología  de  Ken Wilber en  su espectro de  la  consciencia,  reconoce a nivel humano básicamente  tres niveles: Nous (Espíritu), Psique (Alma)y Soma (Cuerpo). El primero o noético es el que corresponde a  la consciencia‐energía pura o espiritual, el  segundo  incluye  la energía psíquica  tanto en su aspecto mental  intelectivo como en el afectivo; y por último, el tercero o somático es el que constituye los cuerpos emocional y físico.     Tanto  la  visión  hinduista  como  la  taoísta  conciben  al  ser  humano  como  un microcosmos  integrado  ‐a  semejanza  del  macrocosmos‐,  por  diversos  cuerpos  de diversa  densidad,  enervados  por  diversos  centros  energéticos  interconectados  por múltiples  canales  (chakras, meridianos  y  nadis).    Esta  es  la  visión  que  hoy  en  día comparte la medicina energética y diversas disciplinas terapéuticas alternativas.     Para la mayor parte de las cosmovisiones indígenas la idea de la energía como fuerza  vital  que  anima  el  funcionamiento  del  universo  es  central.  Se  basa  en  la concepción de un principio de dualidad o polaridad  complementaria que  está  en el origen de todo lo existente, y encuentra múltiples manifestaciones a nivel simbólico. El papel  del  ser  humano  es mantener  el  ciclo  energético  siempre  en  acción  y  de  esta manera garantizar el orden o equilibrio cósmico a través de las ceremonias y rituales. El  controvertible  tema de  los  sacrificios  se basa en una  concepción energética de  la realidad. El chamanismo es una forma ancestral de manejo de la energía, que también se  asienta  en  el  concepto  de  iniciación,  como  el  atravesar  trances  de  muerte  y renacimiento para limpiar energías viejas y liberar energías de renovación. A nivel del pensamiento esotérico también el sacrificio y la iniciación es un paso imprescindible de toda auténtica transformación.    Aceptar  la existencia de este mundo  invisible pero  real, así  como  la unicidad sustancial de la consciencia‐energía puede tener otra implicancia trascendental para el futuro  de  la  ciencia.  Desde  esta  perspectiva  se  abren  múltiples  dimensiones  de realidad y el espíritu deja de ser una entidad metafísica, abstracta, desligada de la base biológica, por lo tanto, ajena al campo de la investigación empírica.  Tarde o temprano, la  ciencia  tendrá que aceptar  lo espiritual  como un aspecto  inmanente a  la  realidad 

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física, y de esa manera, cerrar la brecha que dejaba infinidad de fenómenos confinados del otro lado de la línea divisoria.       En resumen, podemos decir que tanto los nuevos paradigmas como las tradiciones espirituales coinciden en los siguientes puntos:   a)  La  sustancia  del  universo  es  una  sola:  energía  o  fuerzas  sutiles.  Ondas electromagnéticas en vibración o de otros  tipos,  según  la visión  científica, espíritu o fuerza  divina  para  las  visiones  religioso‐espirituales,  élan  vital  o  fuerza  vital  en  las filosofías vitalistas.   b)  La  realidad es  concebida  como un espectro estratificado o multidimensional, que obedece a los diversos grados, intensidades y características que adopta la energía  c) Los seres humanos somos sistemas abiertos de consciencia‐energía que a través de nuestros  pensamientos,  nuestra  palabra  y  nuestros  actos  intercambiamos constantemente información que conforma realidad con el campo cuántico global   d)  Es  posible  utilizar  la  consciencia  para  dirigir  la  energía,  constituyendo  esto  un principio equilibrante y terapéutico básico  e) Para acceder a un correcto manejo de  la energía es  imprescindible contar con un marco ético que garantice su buena utilización, orientación y direccionamiento.       Transformación‐Equilibrio    La concepción holística que asume  la continuidad esencial entre consciencia y energía,  implica  necesariamente  una  visión  dinámica  y  fluida  de  la  realidad.  Según vimos, el concepto de energía está relacionado con la capacidad para obrar, poner en movimiento  o  transformar.  De  modo  que  la  transformación  sería  una  resultante natural del  fluir de  la energía. Así, el primer par de  conceptos –consciencia‐energía‐ nos  conduce  directamente  al  segundo  binomio  que  estamos  indagando:  la interrelación entre transformación y equilibrio.     Dado  que  la  inspiración  más  profunda  de  este  nuevo  paradigma  son  los sistemas vivientes, resultan centrales los temas del cambio, el devenir de los procesos y  la  transformación.  De  la  misma  forma,  aparecen  indisolublemente  ligados  los conceptos de inestabilidad y equilibrio, así como el más delicado tema del sentido o la dirección del cambio.   Todos estos conceptos pueden englobarse en un gran tema:  la evolución.    El paradigma moderno también nos  legó una concepción determinista y  lineal de  la  evolución.  Según  el  pensamiento  darwinista,  incluso  en  sus  versiones  más actualizadas, la evolución es la resultante de una combinación de azar y competencia. 

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La  aparición  de  la  vida  sobre  el  planeta  sería  un  fenómeno  aleatorio  y  carente  de cualquier propósito ulterior. La dinámica evolutiva impone la lógica del matar o morir,  se  basa  en  la  búsqueda  excluyente  de  la  supervivencia,  una  arena  en  donde  sólo quedan los más fuertes, los que logran adaptarse eficazmente a las condiciones que el medio les impone, aunque sea a costa de aplastar a los competidores. La vida aparece como una cadena de fuerzas que despiadadamente se deshace de sus eslabones más débiles. La evolución se representa como una pirámide escalonada,  donde la dirección ascendente de superación parece un recorrido lineal e inevitable para todos por igual; y la ley del más fuerte se impone en forma verticalista y descendente.     Dentro de esta visión el ser humano se reservó el último escalón por encima de todas  las  demás  especies,  lo  cual  le  otorgó  las  prerrogativas  de  su  indiscriminada explotación.  Este  modelo  biologicista  se  trasladó  también  dentro  de  las  ciencias humanas  y  sociales,  imprimiendo  una  de  las  huellas más  profundas  y  dañinas  del paradigma moderno:  el  evolucionismo  unilineal.  En  base  a  esta  idea  se  impuso  la supremacía  de  la  cultura  occidental  y  de  la  “raza”  blanca,  como  sinónimos  de “civilización”  y  superioridad,  con  derechos  y  privilegios  por  sobre  todas  las  demás culturas y tipos humanos.     Naturalmente, esta visión decimonónica del proceso evolutivo ha sido revisada. Los  nuevos  paradigmas  la  han  replanteado,  no  sólo  por  sus  consecuencias  ético‐políticas,  sino porque al inspirarse en un modelo vitalista, la misma idea evolutiva fue sufriendo  una  sucesiva  ampliación  y  complejización.  Se  ha  abandonado  la unidireccionalidad por la multicausalidad, aceptando que los mecanismos que describe la  dinámica  evolutiva  pueden  ser  múltiples  y  también  no  lineales.  Todos  ellos  se agrupan básicamente alrededor de dos tendencias opuestas pero complementarias: la búsqueda del equilibrio y el  impulso por  la autotrascendencia.   La sinergia de ambas tendencias da como resultado un movimiento global que describe pautas recurrentes, entre ellas, el  interjuego entre homeostasis y creatividad constante,  la tendencia a  la complejidad, la emergencia de formas y cualidades en distintos órdenes, la expansión y la inclusividad.     El modelo  lineal  escalonado  fue  reemplazado  por metáforas más  orgánicas, formas  de  crecimiento  envolventes  y  en  espiral,  donde  el  sentido  es  el  despliegue desde un centro o estado más concentrado y retraído, hacia movimientos y territorios cada vez más amplios y expansivos.     Como  ya  señalamos  al  tratar  el  tema  de  la  consciencia,  la  idea  evolutiva también  alcanzó  este  campo,  casi  como  su  última  frontera.  Asumiendo  que  el surgimiento  de  la  consciencia  refleja,  como  atributo  diferencial  del  ser  humano,  ha sido un vástago reciente del gran árbol evolutivo de la materia y la vida, y su presencia, lejos  de  ser  un  resultado  del  azar,  estaría  implicado  desde  su  origen.  Desde  esta perspectiva  se  considera  que  el  ser  humano  ha  venido  a  aportar  un  escalón significativo  en  el  devenir  del  universo,  no  sólo  por  el  despliegue  de  sus  facultades cognitivas más  complejas,  sino  también por  su particular  capacidad de  compasión  y amor, y por su potencial para  transformar energías  instintivas de orden biológico en 

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energías más sutiles de orden espiritual, aspectos que una vez más acercan  la mirada científica a las tradiciones de conocimiento.    Interesa  especialmente  detenernos  sobre  la  idea  evolutiva  aplicada  al  ser humano,  dado  que  este  tema  coincide  con  el  propósito  central  de  la  Fundación Columbia: acompañar la transformación personal y la expansión de la consciencia.      Desde  la  visión  de  los  nuevos  paradigmas  también  se  explica  como  una consecuencia natural de este despliegue global, la creciente necesidad de las personas de iniciar procesos de autoconocimiento e integración de sus partes fragmentadas, ya que  desde  esta  perspectiva  aparece  claramente  que  la  autoconsciencia  es  una necesidad macroevolutiva, que se realiza a nivel individual.     Tanto desde  la psicología  freudiana  como desde  la  visión  junguiana,  la  salud psíquica  se  asocia  con  el  proceso  de  evolución  personal,  signado  por  una  paulatina conscientización de los contenidos más reprimidos o inconscientes de la psiquis.  Para Jung especialmente, la virtud de una plenitud psíquica se encuentra en mantener una fluida  vinculación entre  las diferentes  capas o  círculos de  la  consciencia,  integrando progresivamente  las profundidades del  inconsciente, no sólo personal sino colectivo, en  un movimiento  envolvente  y  holográfico  que  alinea  el  Sí Mismo,  como  centro psíquico más profundo,  con  la  totalidad el universo.  Le debemos  a  Jung  también  la caracterización  del  fenómeno  de  la  transformación  personal  como  un  proceso progresivo hacia  la  individuación,  implicando una creciente  trascendencia del núcleo egoico en un acercamiento hacia la integración de la consciencia.      En  la  visión  wilberiana  se  describe  la  consciencia  como  un  espectro  de sucesivos niveles de  inclusividad. El proceso de despliegue del ser se concibe como el desarrollo  de  la  subjetividad  a  través  de  una  progresiva  diferenciación  de  nuevas estructuras  que  conlleva  el  arduo  trabajo  de  desidentificación  con  las  etapas anteriores y su trascendencia hacia  instancias más holísticas y superadoras.   Más allá de  la  enorme  comprehensividad  de  su  psicología, Wilber  termina  imprimiendo  un cierto sesgo evolucionista a su planteo.     En consonancia con muchas visiones de  las tradicionales espirituales, también otros autores  la psicología transpersonal reconocen el potencial transformador de  las experiencias  de  ampliación  de  la  consciencia,  tanto  por medios  naturales  –como  la meditación,  la danza o  la  respiración‐, así  como a  través del auxilio de  técnicas que activan  la mente  (psicoactivas), como  la  ingesta de plantas sagradas u otros recursos tradicionales, como el sonido percusivo rítmico, el movimiento corporal, o  la emisión de la voz.  Por cualquiera de estos caminos es posible acceder a estados de consciencia expandida  que  pueden  acercarse  o  culminar  en  una  de  las  experiencias  más transformadoras  del  ser  humano:  la  percepción  integral  de  unión  con  el  infinito,  la presencia  plena más  allá  de  las  dimensiones  espacio  temporales,  o  la  vivencia  de identificación del yo  con  los otros, o  lo otro –pudiendo  ser  cualquier  instancia de  la creación, desde otro ser humano hasta un microorganismo, el sol o una roca‐.   Estos estados de  iluminación son autotransformadores y generan en  la persona  la vivencia de renacimiento, de nacer a un nuevo mundo o iniciar un nuevo estadio de vida.  

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   Una  virtud  del  proceso  de  integración  de  la  consciencia  es  que  conduce  en forma natural y no forzada a un estado cada vez más estable de bienestar y equilibrio.     Aquietar  las  fluctuaciones y quitar poder a  los viejos condicionamientos de  la mente, así como estabilizar  las turbulencias emocionales que nos arrastran a estados negativos  de  angustia,  confusión  o  desesperanza,  es  una meta  fundamental  en  el camino de autotransformación.     Al  acceder  a  estados  cada  vez más  confiables  y  permanentes  de  equilibrio interno,  se  produce  por  resonancia  energética,  un  mayor  equilibrio  en  el  medio externo.  Y  sólo  desde  ese  estado  holográfico  de  alineación  se  puede  lograr  la sincronización o sintonización entre el adentro y el afuera, disolviendo  las brechas o cesuras entre lo personal y lo colectivo.     El apego emocional a una situación, a un trauma, a un dolor, a una persona o a un  conflicto,  genera  estancamiento.  Y  por  lo  tanto,  frena  el  fluir  de  las  energías psíquicas,  que  se  obstinan  alrededor  de  ese  punto  ciego.  Se  comprende  así  la importancia evolutiva de mantener una constante circulación de energías mentales y emocionales.   El estado de bienestar no significa ausencia de dolor, pues  la vida está hecha tanto de situaciones placenteras como de hechos desagradables o difíciles. Pero sí  implica  la superación del sufrimiento, como actitud de adherencia emocional a  los aspectos dolorosos, que termina eclipsando el goce saludable de la vida.     El  proceso  de  transformación  personal  está  así  directamente  ligado  a  la ampliación  e  integración  de  la  consciencia.  Es  lo  que  nos  acerca  la  posibilidad  de acceder a un estado de mayor bienestar, entendiendo bienestar como la búsqueda de un equilibrio cada vez más dinámico entre placer y dolor, el acercamiento a nuestro ser  esencial  más  profundo,  la  activación  de  nuestra  fuerza  vital  más  genuina,  el descubrimiento  y  despliegue  de  nuestra  singularidad,  y  el  ejercicio  de  nuestra capacidad  evolutiva,  que  naturalmente  implica  la  sintonización  con  el movimiento global de la consciencia y la energía.  Autoconocerse es transformarse. Transformarse es  evolucionar.  Y  evolucionar  a  nivel  personal  es  también  co‐evolucionar  con  otros niveles  más  amplios  de  la  existencia.  Al  entregar  desinteresadamente  nuestros mejores frutos desplegamos nuestra capacidad de amar en forma no discriminatoria e incondicionada. Y ésta  seguramente, es  la mejor ofrenda que  cada uno de nosotros puede hacerse a sí mismo y al universo.        Por  último,  el  camino  de  autotransformación  y  despertar  espiritual  puede conducirnos  a  un  estado  de  serena  felicidad.  Al  ir  cortado  los  lazos  y condicionamientos que nos encadenan al goce del  sufrimiento, es posible aceptar  la alegría y agradecer este simple pero profundo hecho de estar vivos y poder disfrutar de un cierto bienestar.  

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