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El molinero caminó sin rumbo o destino, vagó pordonde sus piernas quisieron guiarlo, y la noche deinvierno llegó para acompañarle en su luto, denigrán-dolo, humillándolo, haciendo que fuese consciente delas esperanzas que había perdido. En su interior algose había quebrado y la amarga certeza de que nadapodía hacer para remediarlo lo hundía en un tortuo-so purgatorio en vida. Quiso aliviar su pena acudien-do a los buenos recuerdos, a los más bellos momentosque su memoria almacenaba, pero, no sirvió más quepara entristecerlo aún más, cada llamada al pasadoen busca de la suavidad de una caricia, la bondad deun gesto o el ánimo de una frase halagadora loenfrentaba ante un futuro vacío y yermo que anegabade aguas putrefactas lo más hondo de su alma.

No tenía a donde ir, y de haberlo tenido nisiquiera sabía si hubiese querido dirigirse haciatal sitio. Quizá por eso, aun sin ser plenamenteconsciente de lo que hacía, acabó encontrándose enel puente de piedra aguas abajo de la aceña. El ríobajaba poderoso, rugiendo en los rápidos, el aguatomada un tanto por la nieves. Y, en el rumor de lacorriente quiso el molinero escuchar el llanto delamigo por sus calamidades.

Se sentía como la liebre a la que el lobo acorra-la en el zarzal, sin peligro presente, pero, sinsalida alguna, condenado.

La noche era fría, gélida. El molinero sentado en

der que podía proceder a tapar el agujero, éste trasel tiempo prudencial que necesitó para entender exac-tamente qué le habían querido indicar, se acercófinalmente hasta la tumba y comenzó a palear la tie-rra empapada y oscura del montón adyacente, sin con-siderar en ningún momento si su sencillo trabajopodía molestar o no al hombre que, con el rostro com-pungido, observaba como su vida se escondía entre losterrones sueltos que caían sobre el humilde ataúd.El molinero tardó en reaccionar, pero, tras un momen-to se caló la boina húmeda y echó a andar sin decirnada, sus andares, ese caminar cansino de los vaga-bundos que saben que nada ni nadie los espera.

La nieve seguía cayendo, el atardecer era yapleno, y el mismo cuervo volvió a graznar, frustra-do quizá al comprender que aquel cadáver quedaba yafuera de su alcance bajo las paladas de tierra delenterrador. Camino a la sacristía el padreBernardino se volvió para ver marchar al molinero,los hombros encogidos en el traje oscuro cubierto demanchas de barro, cada paso en un mundo distinto, lacabeza gacha, perdida la mirada en los copos denieve que se fundían en el suelo.

El enterrador continuaba con su trabajo, los res-tos revueltos de su cerebro no le permitían seguircompás alguno. Estaba empapado y aunque le costabacomprender la noción del tiempo sabía, a su manera,que aún le quedaba mucho para poder terminar. Lamejilla le dolía, y las manos aunque callosas comen-zaban a resentirse, sin embargo, sonreía.

Era una sonrisa macabra, como la cicatriz que elácido derramado hubiese dejado sobre el rostro de unniño.

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Carlos
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se culpaba con una seguridad ácida que le ulcerabalas entrañas.

El regreso fue una maldición descarnada, poner unpie delante del otro era una tarea titánica y sóloel estúpido convencimiento de que pasar un rato allado de la tierra recién removida de la tumba deCarmen le haría encontrarse mejor lo animó a conti-nuar. Estaba cansado, todos sus músculos se agarro-taban, su cuerpo quería rendirse a la hipotermia,los labios azules y cianóticos se cuarteaban y acada metro un trozo de su alma se quedaba en elintento. Pero, tenía el convencimiento de que nohabía nada más que pudiese hacer, sonámbulo en lafría oscuridad de la nevada noche de invierno al finllegó hasta el manzanal donde de chiquillo le gus-taba rondar en las tardes plácidas de verano pararobar un par de manzanas a espaldas del predecesorde Bernardino.

Deambulaba por entre los árboles desnudos, per-diendo el rumbo a menudo, como un pesado galeón conel timón mordido en la galerna del ochenta y siete.Un lobo aulló en los altos y sin motivo aparente elmolinero se asustó, se detuvo. El viento hilabagemidos de falsa agonía, las sombras se movían des-pacio con las perezosas nubes que continuabanlibrándose de su carga helada. Como todas las nochesde los bosques era una noche hipócrita, todo pare-cía quietud, pero, si uno prestaba atención losoídos se le llenaban de los infinitos murmullos delbosque. Algo no estaba bien, no supo el qué, pero,fuera lo que fuese, algo andaba mal, la monotoníadel bosque estaba rota, las cosas no sonaban comodebían. Camuflado por entre los arrullos del vientoen las ramas se oían gemidos ahogados.

Los muertos se lamentaban, algo los incomodaba.

La escasa claridad arrancaba largas sombras a las

el puente, con los pies colgando sobre el agua, tem-blaba, no se daba cuenta, pero temblaba. Buscó supetaca, a punto estuvo de que se le cayera. Las tré-mulas manos del molinero rompieron un par antes deacertar a sacar un papel del librillo, lo dejó col-gando de los labios, cogió otro, estaba atontado.Media petaca se vació sobre el río, la otra mediapor sus manos y más por suerte que por acierto sobreel papelillo quedaron suficientes virutas de tabacocomo para liar un cigarrillo. Los dedos, torpes y amedio congelar, quisieron revolverse para enrollarel papel sobre las hojas secas, no salió bien, sólouna parte se quedó en el arrugado cilindro. Lascerillas estaban empapadas por lo que prender aqueladefesio fue imposible, tras dos intentos fallidosse lo arrancó de los labios, con rabia, llevándosede paso el otro papelillo que aún pendía de su boca.La frustración lo condujo a la histeria, lloró denuevo, lloró porque ya nada más podía hacer. Elllanto inútil que llama ansioso a la desesperación,última voluntad del reo.

Los hombres, cuando se enfrentan al infortunio sona menudo tan estúpidos como para dejarse hundir porcualquier otro desafortunado hecho. Como la gota quecolma el vaso haciendo que se derrame. Así fue comoel molinero se quebró esa noche sobre el puente depiedra aguas abajo del molino.

De las lágrimas que cayeron no supo el número,pero, cuando él mismo se hartó de su propio llantodecidió volver al cementerio y visitar la reciénestrenada tumba de su esposa. Se sintió incompren-siblemente culpable, ella se pudría y él respiraba.Se preguntó mil veces si acaso no podía haberlo evi-tado y mil veces se maldijo por no haber sabido cui-darla. Se había muerto poco a poco, consumiéndoseante sus ojos, y nada pudo hacer para cambiar eldestino de la mujer que amaba, se culpaba por ello,

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quizá percibía que su amo estaba contento y cuandoel amo estaba contento la carne siempre era de buenacalidad. Graznó de nuevo. El chirriante sonido seperdió en algún lugar del manzanal.

El molinero oyó los estridentes berridos del cuer-vo, definitivamente algo había en la noche que noestaba en su lugar. Fuera lo que fuese, no erabueno, lo presentía, el vello de la nuca se le erizópor culpa de un escalofrío. Escuchó atento y avanzómuy despacio.

El cuervo miraba sin entender, con sus ojos deturmalina fijos en la sonrisa deformada de su amo.Atento.

Un hueco entre las nubes brindó algo de claridada la noche.

Alguna bestia correteó por el bosque, se oyeronsus pisadas en la nieve.

El montón de tierra recién removida comenzaba aabsorber el agua de los copos, convirtiéndose enpastoso y sucio lodo. Como el estandarte olvidadotras la sangre de la batalla una barra de hierrooxidado había sido clavada en el montículo, era unade esas herramientas de carpintero, uno de losextremos servía de palanca, el otro, bifurcado, comola lengua de los reptiles, era de uso para arrancarclavos por la plana cabeza. Al lado, una pala des-gastada y herrumbrosa intentaba decidirse entre des-plomarse o no, a medio enterrar la parte metálica,el poco peso de la tierra sobre ella parecía dudarentre ser o no suficiente como para contrabalancearla masa del pulido mango de madera de roble.

De bruces, el torso en el interior del ataúd, elabdomen apoyado en uno de los fondos, rasgándose lapiel con la áspera madera, las piernas abiertas col-gando, los dedos de los pies golpeteando el barro a

sepulturas, las cruces de piedra, las modestas lápi-das, los recargados jarroncillos para las flores.Entre esas sombras una discontinuidad, una morteci-na luz esparcida con desgana por una pequeña lámpa-ra de carburo que dormitaba apoyada en la tenue capade nieve que cubría levemente la tapia de piedra deuna de las escasas tumbas en las que el dinero habíasido suficiente como para esconder el lugar de des-canso eterno del ser querido. Sobre la cruz, uno delos cuervos que gustaban de frecuentar el cemente-rio ejercía de noctámbulo, sus plumas negras comouna profunda sima, destellaban a la fría luz de lalamparilla. En uno de esos gestos eléctricos tan delos pájaros escondió su pico, que tanta carne pútri-da había desgarrado, bajo la siniestra de sus alas,buscando, sin duda, acabar con uno de los incómodosparásitos zancudos que se alimentaban de la sangreque corría por las venas a flor de piel del inmun-do ave. Debió conseguirlo porque alzando la cabezaorgulloso graznó alborotando la noche.

Era el mismo pájaro que había asistido con desga-na al entierro de la tarde. Era el cuervo de Calero,el enterrador. El año anterior mientras expoliabalos nidos para hincharse con huevos frescos encon-tró al polluelo sólo y se quedó con él. Lo había cui-dado con toda la atención de la que un idiota seme-jante era capaz, en el éxito de la educación de laemplumada bestia también había influido la experien-cia, los tres anteriores se le habían muerto, uno dehambre, el otro de sed y al último se lo llevó pordelante de un pisotón una noche que se emborrachó.

Calero quería a su modo a aquel cuervo, aquelbicho era su amigo, y era su secreto, nadie losabía, y los secretos le gustaban mucho a Calero,tenía tantos… y tan sólo los compartía con su mas-cota carroñera. El cuervo, Moro, para Calero, debíade intuir lo especial de aquella noche de nevada,

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Manteniendo un precario equilibrio, soltó su manoderecha y buscó uno de los pechos del cadáver de lamujer, la recorrió desde la cintura hasta la prime-ra curva del seno, lo cubrió con su mano callosa, loapretó con fuerza, con los dedos índice y pulgarpellizcó salvajemente el pezón clavando las uñasmugrientas en la areola. Los músculos de la muñecay el antebrazo se tensaron, la carne se desgarró conun sonido sordo y desafinado, se lo llevó a loslabios y lo besó como el niño pequeño que besa a sumadre antes de ir a acostarse, entonces, lo arrojóhacia donde el cuervo esperaba impaciente.

El pájaro alzó el vuelo meciendo con sus alas deazabache el aire frío, la pala silbó, rasgándolo.Calero, embebido en su tarea ni se dio cuenta, lealcanzó el costado rompiéndole dos costillas yabriendo una herida de un palmo. Se revolvió aullan-do como un cerdo mientras el largo cuchillo dematanza le atraviesa el cuello buscando el corazón.El molinero no le dio demasiado tiempo, cargó denuevo, esta vez el brazo alzado para detener elgolpe se quebró como una astilla cuando la palaimpactó. Casi consiguió ponerse en pie, en el gesto,al abrir las piernas, el molinero vareó de abajo aarriba la pala, el saco genital se abrió manandosangre y restos de los testículos aplastados. Eltuerto gritó mostrando su boca podrida, perdidos másde la mitad de los dientes. Cargó contra el moline-ro cuando éste alzaba de nuevo la pala, lo cogió delleno, propinándole un cabezazo en el pecho yhaciendo que cayese de espaldas. En su mente enfer-ma aquello fue suficiente y se volvió de nuevo bus-cando el cuerpo de la mujer, ansioso por continuaraún a pesar de que sus genitales destrozados rega-ban de sangre la nieve cuajada. Arrodillado, susmanos impacientes apartaban de nuevo las piernas dela mujer muerta cuando el molinero le acertó en lacabeza con el canto de la pala, el hueso crujió,

cada envite. Manchado de tierra el vestido arrugadoa la altura de los hombros, dislocada la articula-ción, era zarandeado con cada empujón, como una velarota en viento racheado. Los brazos, aun bajo losefectos del rigor mortis, se mantenían todavía fle-xionados por el codo, con los dedos de las manosentrelazados. Las uñas, púrpura la carne, amenazabancon desprenderse al siguiente golpe. El pelo sucio yrevuelto se alborotaba a cada embate, un mechón pren-dido en la cabeza mal asentada de un clavo que sobre-salía en uno de los laterales del féretro se tensa-ba y destensaba, en cada ocasión abriendo un poco másuna brecha en el cuero cabelludo.

La lengua enferma del enterrador recorrió los sur-cos de la amoratada piel de la espalda del cuerpoque comenzaba a hincharse debido a la putrefacción,a su paso dejaba un reluciente hilo de baba trans-lúcida. Calero irguió la cabeza haciendo fuerza conlos brazos en los laterales del ataúd, donde teníaapoyadas las manos, empujó con la cadera, gemía comolas ratas recién paridas. Su deforme cara, en elademán de una lunática sonrisa brillaba al resplan-dor de la fría luz de la lamparilla de carburo,húmeda por la nieve y su propio sudor ácido y malo-liente. El rubor acentuaba la amorfia de su rostrocuajado de surcos y valles de piel cuarteada. Su ojosano saltaba en la órbita, como los de la comadrejaque encuentra el hueco en la valla del gallinero.Sus piernas desnudas, entre las del cadáver, se ten-saban hincando los pies en la enlodada tierra. Eldesordenado matojo de pelos que cubría los restos desu cabeza que no estaban cosidos por las cicatricesse revolvía con cada empellón. Jadeaba como un perrocansado, su aliento infecto se condensaba en lanoche helada formando pequeñas volutas de una nebli-na enferma.

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Alguna alimaña inmunda se movió en el manzanal,quizá una jineta había encontrado los restos delcuervo y se daba un festín. Ninguno de los dos hom-bres se percató de ello.

Cuando el molinero ya no pudo más su mano se abriótemblorosa y la pala ensangrentada cayó a sus pies,las piernas se flexionaron y cayó él a su vez, derodillas, arañándose la carne de las articulacionescon las piedras sueltas del suelo a través de latela basta del pantalón.

Alzando el rostro a la noche gritó desgarrándoseel pecho mientras levantaba los brazos.

El sacerdote se acercó, sus labios se movían apre-surados, rezaba sin darse cuenta un avemaría trasotra. El molinero no se enteró de la presencia delcura hasta que éste le posó la mano suavemente en elhombro. La cara, los ojos del molinero, por sí mis-mos, prácticamente le contaron toda la historia. Sinmediar palabra el padre Bernardino apoyó la escope-ta en el montón de tierra y cogiendo el cadáver deltuerto por las muñecas lo arrastró hasta la tumbaabierta, el molinero lo miró asombrado. Luego com-prendió, dejó de sollozar y se limpió los mocos conlas sucias palmas. Al ponerse en pie cogió la pala.

Fue el molinero el que introdujo de nuevo el cadá-ver de la mujer en el féretro, le bajó el vestido,le atusó el pelo, colocó con un crujido los brazosen su posición original, clavó de nuevo la tapausando la parte plana de la pata de cabra. Entre losdos hombres, sin decir una palabra devolvieron elataúd a la tierra impaciente y el molinero cubrió elhorror de aquella noche, en cada palada un suspirode reniego e incredulidad.

Al hacer determinadas cosas las personas no sondel todo conscientes de que las están haciendo,

cediendo, y el metal se hundió sin resistencia en elcerebro enfermo del enterrador.

Un par de estertores lo zarandearon ridículamen-te. Estaba muerto, y el molinero hubo de hacer fuer-za con el pie en el hombro del loco para sacar lapala. El cuerpo se derrumbó sobre el de Carmen, lle-nándolo todo de sangre y restos de masa encefálica.Le dio una patada para apartarlo y se dejó caer alsuelo, agotado, tratando de asimilar cuanto habíasucedido. El cuervo, que se había mantenido expec-tante, se posó en los restos sanguinolentos de lacabeza de su amo y comenzó a picotear en el huecoque el golpe del molinero había abierto, a fin decuentas, ése era el momento que el pajarraco habíaestado aguardando toda la noche. Hasta ese instantelos actos del molinero no habían sido más que cru-dos instintos, una respuesta natural y refleja,pero, la imagen que se regodeaba en convertirse enalgo más macabra a cada segundo fue suficiente paraque una ciega ira se apoderase de él. Se levantócomo la llama que prende en la yesca y golpeó alpájaro con la pala, el cuervo, ocupado como estabano tuvo tiempo de reaccionar. Los restos informes ysangrantes de carne y plumas fueron a parar al man-zanal. Las plumas negras se esparcían en la brisamezclándose con los copos de nieve en una tragicó-mica imagen. Giró sobre sus talones y se ensañó conel cuerpo sin vida del enterrador, un golpe por cadalágrima biliosa que derramó. Una y otra vez, rom-piendo todos los huesos, aplastando todos los órga-nos, una y otra vez hasta perder el resuello.

El padre Bernardino todavía vestía unos ridículoscamisón y gorro de dormir, la cochambrosa escopetaque guardaba en su dormitorio de la sacristía col-gaba de sus manos fláccidas. Una estúpida expresiónde sorpresa, susto, angustia e incredulidad, todo enuno, decoraba su gordo y pálido rostro.

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El sacerdote se despertó sobresaltado, un pelo lefaltó para caerse del taburete. La imagen que ante éltomaba consistencia no ayudó a tranquilizarlo, trajoa su mente desagradables momentos. El molinero leconcedió unos instantes, quizá porque adivinó lasideas que turbaban malsanamente al clérigo. Tras unmomento el cura acertó a mirarle a los ojos, no sinpreguntarse de nuevo qué demonios le había sucedidopara que uno de ellos tuviera semejante aspecto.

- Padre Bernardino… ¿cómo es qué?, ¿qué diabloshago aquí?

- Hijo, modera tu lenguaje, no son maneras… ¿teencuentras mejor?, ¿quieres un poco de aguafresca? – Prefirió dejar las preguntas para másadelante, quería estar seguro de que el estadodel molinero era el apropiado.

Así pues, antes de dejarle contestar el gordinflónya se había levantado para acercarse a por aguahasta la jarra de porcelana astillada que descansa-ba en la cómoda. El molinero se sorprendió de queaquel viejo taburete no hubiese dejado escapar unsuspiro de alivio, no se explicaba cómo podía seguirde una pieza. Lo cual, a su vez, hizo que se perca-tara de que su condición no debía ser muy mala sipensamientos tan banales e irónicos se le ocurríanen una situación tal. Le dolía todo el cuerpo, losraspones picaban, la cabeza parecía querer estallary la noche pasada era un pastoso borrón impreso en

mucho menos lo son de sus consecuencias. Sin embar-go, suele suceder que instantes después, enfrenta-dos al resultado, los engranajes del raciocinio con-siguen colocar cada pieza en su correspondienteescaque, lo cual, lleva a descubrir que uno no siem-pre se siente orgulloso de lo que acaba de hacer,incluso cuando existen motivos justificados. Elmolinero acababa de matar a un hombre, y la culpa lorodeó en un abrazo amargo. Él no era hombre de excu-sas, poco le convencían las que bien podrían haber-se llamado circunstancias atenuantes. Por eso cuan-do el padre Bernardino le ofreció un trago de aguar-diente en la sacristía, manifiesta la clara inten-ción de charlar por unos instantes, el molineroaceptó de buena gana mientras palmeaba la tierra dela superficie de la tumba.

Se llevaron la barra oxidada, la pala desgastada,la lámpara de carburo y la herrumbrosa escopeta, losdos hombres caminaron cabizbajos hacia la iglesia.El molinero se sentó en la cama, el sacerdote en untaburete, ambos tenían un vaso en la mano y unacarga en la conciencia.

- Padre…- dijo el molinero- ,padre, ¿estádormido?…

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menos a atribuirle a la aparición las virtudes pre-monitorias de algún oscuro oráculo. Fue su intencióndesde el justo momento en el que el molinero termi-nó su relato convencerle de que cuanto había padeci-do nada tenía que ver con su muerte futura o presen-te, le concedió incluso que lo visto fuese real,pero, no quiso dar su brazo a torcer en el escamosoasunto de la relación entre las desdichadas almas enpena y posibles visitas a los moribundos.

- Hijo mío, no te das cuenta de que si en verdadfuesen los desdichados espíritus, Dios los tengaen su gloria, de unos cuantos desgraciados demala vida, no serían el mensajero que el Señormisericordioso elegiría para tan desagradablesnuevas. – Le dijo el sacerdote, ya un tantoamoscado, cuando el molinero insistió sobre eltema.

Allende de las cuitas de su amigo al cura le pre-ocupaba cómo reaccionarían sus feligreses si elmolinero contaba semejante versión de los hechos,por lo que le recomendó encarecidamente que no se leocurriera mencionar tan espinoso asunto a ninguno delos lugareños. Ésa era la eterna batalla del padreBernardino, el que sus parroquianos no atribuyesena las meigas o a una oscura intervención demoníacacualquiera de los sucesos que se salían de la vidacotidiana. El cura no era ingenuo y sabía sobrada-mente que tras los últimos acontecimientos una, sinolas dos posibilidades, rondaban las supersticiosasmentes de los lugareños, de ahí que insistiese enca-recidamente.

- Ya baja el río demasiado revuelto, demasiadohijo mío, no te busques más problemas.- Fue elsabio consejo.

Fiel a su carácter, al molinero no le pareció enabsoluto difícil complacer al sacerdote, tuviese o

su retina, no tenía nada claro qué es lo que en ver-dad había sucedido. Sin embargo, en comparación condías anteriores se concedió al menos el beneficio dela duda, probablemente se encontraba algo mejor.

Puede que porque en esa época no había otra cosaque hacer en mitad de la noche si se trataba de doshombres y uno de ellos era un sacerdote, o puede queporque el molinero necesitaba realmente desahogar-se. Los dos amigos hablaron largo y tendido, el unohilaba las palabras con dudas y cierta timidez, elotro escuchaba con sincera consternación. Como elniño que temeroso finalmente le confiesa a un padreindulgente la última de sus trastadas.

El sacerdote coincidió con el molinero en que lasheridas de la mano no podían tener relación con suenfermedad, sin atreverse a pronunciarlo en voz altapor su mente pasó una palabra, tuberculosis, perotan malhadado vocablo no era propio del momento y elcura era perfectamente consciente de ello. Si acasoera ése el problema resultaba evidente que no mere-cía la pena conducir al molinero por aun más amar-gas cavilaciones. Le alegró saber que el lamentableestado del ojo derecho del molinero tenía una expli-cación de lo más razonable, a su modo de entender-lo, si otras partes del cuerpo se amoratan tras ungolpe, no resultaba extraño que la conjuntiva heri-da adquiriese un tono semejante. Sus conocimientosde medicina no eran suficientes como para entenderde los traumatismos de los diminutos capilares delglobo ocular, pero, su sentido común aceptaba sindemasiada dificultad una hipótesis semejante.

De cuanto hablaron aquellas horas, sin duda algu-na, un tema en especial disgustó al sacerdote. Elpadre Bernardino no recibió de buen agrado la men-ción que el molinero hizo Á Santa Compaña, el curano estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a admitirque hubiese sido algo más que un mal sueño y mucho

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padre Bernardino para explicarle cómo había de des-envolverse la línea en el aire, qué insectos esta-ban tomando las pintonas según la época del año oqué clase de avellano era el mejor para templar unabuena caña.

Le costó admitirlo, pero, perdió la batalla, elmolinero continuaba sin ceder terreno en cuanto alasunto de su regreso a la fe, su convencimiento enla verdad sobre la Santísima Trinidad o su creenciaen la bondad de la providencia divina mientras queel cándido cura perdía, salva sea la parte, corrien-do valle abajo y remangándose la sotana cada vez queel molinero se acercaba a la iglesia para rogarleque le acompañase al río.

El molinero no era tan buen maestro como el borra-cho escocés, pero, el cura no era tan bruto como elprimero, por lo que en el segundo año el sacerdoteya se manejaba decentemente por su cuenta, aunque,tuvo que aceptar que sus rechonchos dedos no erancapaces de atar un artificial de manera medio decen-te por lo que siempre dependía de la bondad delmolinero para mantener su caja de moscas adecuada-mente provista de fieles imitaciones.

Así, el amanecer sorprendió a los dos amigos bus-cando en la superficie del agua los delicados sur-cos que indicaban la actividad de los peces.Llevaban una sola caña, ésa era su costumbre, tur-narse en cada captura o simplemente cada ciertonúmero de posturas, de tal modo permanecían mástiempo juntos, había así ocasión para hablar deDios, de las truchas, del mejor lance y sobre todopara compartir el agradable silencio de la expecta-ción cuando la mosca artificial deriva en lacorriente a la espera de la pintona que emerja paratragársela.

Las horas se deslizaron mansas por el flujo del

no tuviese razón el padre Bernardino, por propiavoluntad él no tenía intención alguna de comentar loocurrido. Además, las palabras del abotargado curainspiraron al molinero, quizá no del modo que aquélhubiese deseado, pero, sin duda surtieron efecto.

- Padre Bernardino, ¿le he contado lo del galloacerado que me compré hace un par de semanas?,por cierto, estos días al amanecer se andancebando con caénidos…

Una sonrisa cruzó la cara del sacerdote, sincerademostración de que había comprendido la sutil indi-recta del molinero.

Desde aquellos primeros días tras la muerte deCarmen en los que el sacerdote desistió en su afánde convencer al molinero de que debía confiar más enlos designios del buen Señor, el padre Bernardinohabía aprendido a buscar al molinero en sus momen-tos en el río. Eran esos instantes los que el moli-nero elegía para abrirse al cura y dejarse llevar untanto más por los consejos y advertencias de éste.En las primeras ocasiones el padre Bernardino sehabía limitado a acompañarlo por los caminillos dela ribera y observar fascinado como aquel cordelcortaba el aire como un látigo, asombrado estaba deque el molinero no terminase cada jornada con laespalda como un penitente de Jueves Santo, y es quemás posibilidades había visto el cura de flagelarseque de capturar una trucha con semejante estilo pis-catorio.

Como era de suponer, a medida que las jornadas enel río con el molinero se fueron sucediendo elsacerdote hubo de concederle una suerte de tira yafloja en el que mientras el cura se esforzaba enhacerle entender que en nada se podía culpar por lasdesgraciadas circunstancias de la muerte de su espo-sa, el molinero aprovechaba cualquier respiro del

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o larpeiro, era travieso, de esos niños a los quelos adultos cuando hablan entre sí siempre se refie-ren del mismo modo: “é bon rapaz, mais é moi fede -llo”. Y era cierto, era un niño con un corazón deltamaño de una hogaza de pan, pero era travieso, muytravieso. También era soñador, Miguel deseaba porencima de cualquier otra cosa escaparse de casa parair a la ciudad y ver una pastelería, le habían con-tado que existían comercios en los que sólo se coci-naban dulces que luego se vendían, por eso habíadecidido que quería hacerse repostero, qué mejorprofesión podía haber en el mundo que convertirse enpastelero, siempre rodeado de azúcar.

Su idea no era del todo acertada, pues imaginaba laspastelerías como una aberración metamórfica de lataberna de Facundo, donde su padre iba a jugar a labrisca, para Miguel, habían de ser muy parecidas, sóloque en lugar de tomar un trago de aguardiente uno pedíaun trozo de tarta, sin embargo, puede que aún descu-briendo su error no cambiase de parecer, lo importan-te para él no era el aspecto del comercio, sino laposibilidad de comer tanto dulce como desease.

Corría, como corren los galgos tras las liebres.Le habían dicho que buscase al molinero, y todossabían que cuando no estaba en el trabajo o en casa,el molinero andaba por el río.

- Muy bien hijo, es toda tuya, yo me voy asentar un rato en la orilla, este agua fría meestá martirizando, mis rodillas son ya demasiadoviejas.- Dijo el sacerdote.

- Muy bien padre, pero, esté atento, va a ver loque es un buen lance de costado.- Replicó elmolinero sin apartar la vista del apostadero dela trucha.

- Claro hijo, no te preocupes, estaré atento.-

tiempo, los dos amigos hablaron, bromearon, rierony entre tanto hicieron algún lance que otro.

Cuando ya el sol quería arañar su cénit descubrie-ron bajo la sombra de las ramas de un sauce cabru-no que hacía equilibrios de funambulista en la ori-lla una hermosa trucha que subía de tanto en tantopara alimentarse de los restos de la eclosión. Elmolinero fumaba observando, el sacerdote se atusabala calva en el gesto del que ha olvidado que hacetiempo que ya no tiene cabello que mesar. Se habla-ron en voz baja comentando las posibilidades de talo cual manera de presentar la imitación. Ambosabsortos en la intensidad de esos momentos. Pescara pez visto era siempre un desafío que requeríaimplícitamente entretenerse más de lo necesario paraapurar el vaso hasta la última gota.

Mientras, Migueliño, o larpeiro, corría como almaque lleva el diablo. De unos diez años, pelo negro,corto, revuelto y sucio, de tez clara y delgado comoun junco. Corría, sus rodillas raspadas se levanta-ban acompasadamente, sus pies, enfundados en laspesadas botas de cuero, marcaban el compás. Corría,apartando con las manos las ramas que lo queríanatrapar, agachándose raudo para pasar bajo los tron-cos retorcidos de los alisos de la ribera. El zagalcorría porque le habían dicho que así lo hiciese yuno no podía decirle que no a un padre tan serio comoel suyo, aún le dolía el trasero de la última zurra.

Por algo le llamaban larpeiro, se había comido aescondidas, sin permiso y sin compartirlo con sushermanos el último jarro de miel que quedaba en laalacena, y a su padre le gustaba mucho el quesofresco, pero sobre todo le gustaba si lo acompañabacon miel, lo que a su padre, Domingo Corredoira, nole gustaba, eran las sorpresas. Cierto era que aMiguel por gustarle, tampoco le gustaba probar elcinturón de su padre tan a menudo, pero Migueliño,

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- ¡Padre Bernardino!, ¡padre Bernardino!,– gritóMiguel en cuanto lo vio- menos mal que loencuentro, ¿usted ha de saber por dónde anda elmolinero?.

La que más se asustó fue la trucha, sin duda, queen un par de segundos ya había remontado más de lamitad de la tabla donde el molinero, con el agua porla cintura, miraba con cara de idiota como su moscase prendía en las algas que rasgaban la superficieun tanto más abajo del que había sido el apostaderode la que ya había llegado a considerar su captura.

Los gritos del chiquillo a punto estuvieron dehacer perder al cura el equilibrio y que cayese alagua, lo evitó echando la mano al tocón y en cuan-to recobró la compostura viéndose de nuevo seguro ensu asiento recriminó al muchacho.

- Pero, r a p a z, ¿qué no ves que andamos pescando?,¿a qué viene tanto grito?

El chiquillo vio entonces al molinero, que desdeel centro del río lo miraba a su vez con cara depocos amigos, y comprendió que había metido la pata.Se ruborizó compungido, agachando la cabeza, en laque, sus ahora rojas orejas, destacaban como unamosca en un vaso de leche.

- Lo siento padre Bernardino, de verdad que losiento, no me di cuenta.- Dijo Migueliño conapenas un susurro mirándose los pies con aireavergonzado. – Mi padre me mandó a buscarlo a élpara dar recado de que quería verlo.- Continuópara levantar ahora la barbilla y señalar almolinero.

- ¿Y acaso pensabas que con tanto berridohabrías de encontrarlo antes?… Bueno, bueno,vamos a dejarlo… Pues… Vuelve y dile a tu padreque en cuanto nos sequemos y mudemos la ropa los

Le respondió a su vez el padre Bernardino caminan-do ya hacia la ribera.

El sacerdote luchó contra la mansa corriente consus piernas regordetas y asiéndose al tocón de unabedul que tiempo atrás una riada había partido seencaramó a la orilla para sentarse precariamente enel borde de tierra que apoyaba contra las raícesmedio levantadas del árbol. De no haber estado tangordo el sitio hubiese sido perfecto, pero con eltamaño de su trasero media nalga derecha colgabapeligrosamente sobre el río, se lo pensó un instan-te, pero decidió quedarse donde estaba, era el mejorlugar para observar al molinero.

El pez subió una vez más rasgando con violencia elmenisco y atrapando uno de los caénidos ya muertosque arrastraba la corriente. El molinero tensó losmúsculos de su mano y palpó con gusto la empuñadurade corcho, elevó el brazo derecho y soltó los lazosde línea que mantenía entre los dedos de la manoizquierda. A la altura de su hombro y en un planoparalelo al río llevó la caña hacia atrás haciendoque la inercia se transmitiera a la liña, que sedesenvolvió en el aire a sus espaldas a tres cuar-tas del agua, adelantó entonces el antebrazo flexio-nando la muñeca y haciendo que la puntera describie-se un preciso arco, cuando su mano se detuvo la ten-sión que la vara de avellano había acumulado setransmitió a su línea y la mosca artificial surcó elaire. La seda se fue posando delicadamente en elagua para entregar la imitación unas pulgadascorriente arriba de donde el pez cazaba.

Los dos amigos contuvieron la respiración sindarse cuenta. El molinero sin quitar los ojos deaquel amasijo de plumas que pretendía ser actor y elsacerdote, cuya vista ya no era la de unos añosantes, intuyendo la deriva del artificial.

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era, conociendo al rapaz, éste habría escuchado sinpermiso la conversación de los mayores y de segurotenía una idea de que iba el asunto. El molinero,paciente, se mantenía al margen con una velada son-risa quebrando las líneas de su rostro, lo cualresultaba una imagen que no tranquilizaba demasiadoal niño, con uno de sus ojos rojos, la corta barbacenicienta y la extraña fama que arrastraba, para elchicuelo, la sonrisa de medio lado del molineroasustaba más que otra cosa. Por lo que bajando denuevo la cabeza el rapaz comenzó a hablar.

- Yo andaba jugando a las tabas con mi hermano ala entrada de la casa y oímos a madre, queandaba en la cocina con sus cosas, gritar jura…poniendo el nombre de Dios en vano y nos dio larisa, ya sabe usted padre que mi hermano andatodo el día riendo. A veces tengo que zoscarlepara que pare, me acuerdo un día…

- Miguel…

- Eh… Bueno… Pues eso, que oímos a madregritando y llamó a padre, cuando quisimos entraren la cocina madre dijo que fuéramos a buscar apadre al establo y que no podíamos entrar en lacocina. Fuimos a buscar a padre y cuando entrócerró la puerta porque madre se lo pidió…

- Y… ¿Qué pasó?.- Inquirió curioso el sacerdote.

- Pues mi hermano y yo nos quedamos pegados a lapuerta a ver si oíamos algo, y madre dijo queaquello no era normal y que tenía que ser cosado demo, o de brujería, y padre le contestó queno andaba el diablo para preocuparse con esascosas y que me iba a mandar a mí a buscar almolinero, y padre salió y me mandó a buscarlo.-Concluyó el niño mirándolo.

- ¿Sabes de qué puede tratarse? - Habló el

dos nos acercaremos hasta la casa.

- Ah no… - Saltó rápidamente el muchacho paracontinuar muy vehemente – padre dijo que no meseparase del molinero cuando lo encontrase, queyo y él fuésemos de inmediato, así que me quedoaquí con ustedes mientras se secan, se cambian olo que quieran.

- Rapaz, ¿y no será?, él y yo…

- Que no padre, que vamos los tres, si marcho yles dejo ir a ustedes mi padre se saca elcinturón y luego no me puedo sentar derecho entres días, que no, ya le dije que les espero.

- Bueno, bueno – dijo el padre Bernardinosonriendo.

Así, mientras Migueliño, o larpeiro, se entrete-nía deshaciendo una tela de araña que pendía entrelas ramas de un roble, los dos amigos recogieron losaparejos y se cambiaron las ropas húmedas por lasmudas que habían traído. Ya de camino, recorriendola ribera río arriba, el sacerdote le preguntó alzagal por qué había tanta urgencia.

- Ay padre, yo no sé nada, se lo prometo. Madreandaba trajinando en la cocina, llamó a padre ydespués padre me dijo que fuera a buscar almolinero, pero, yo no sé nada.- Contestó elchicuelo mirando al río.

- ¿Seguro?, tienes cara de saber más de lo quedices. No me mientas.- Replicó el cura fingiendoponerse serio.

El chiquillo miró a los dos adultos repetidasveces, alternando entre uno y otro, con cara depajarillo asustado. El padre Bernardino se esforza-ba por mantenerse austeramente serio, sabedor como

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los dientes y emitiendo un gutural gruñido que emer-gía de lo más profundo de su garganta.

Los hombres se sentaron en el pobre banco de made-ra que rodeaba el lar, donde unos leños ardían pere-zosamente. Como era de rigor, según la costumbre, pasómás de media hora en la que se habló únicamente debanalidades como el tiempo o la entrada de los salmo-nes, hasta que el sacerdote, incómodo con ese hábitotan gallego de enredar las conversaciones hasta queuno no sabe que leches pinta hablando con la personaque tiene enfrente, se atrevió a preguntar.

- ¿Y bien?, ¿por qué mandaste al crío?, ¿qué hapasado?

- Meigas…- Dijo apresuradamente Sara, la mujerde Domingo que se mantenía apartada en unaesquina de la estancia.

- Paparruchas, déjate de tonterías hija.-Replicó alzando la voz el cura. – A ver, dimehijo, ¿qué ha pasado? - Preguntó al labriego.

El hombre se tomó unos segundos, le lanzó, sesga-da, una mirada de reproche a su esposa y tras tomaraliento señaló el saco de papel de estraza que des-cansaba apoyado contra la pared a la derecha delhogar. Era uno de los sacos en los que molineroentregaba su trabajo cuando los tenía a mano, eranescasos, pero, muy prácticos, pues pesaban poco y alcontrario que los de tela, que por muy basta que fuerasiempre perdían algo de harina aquéllos no lo hacían.El padre Bernardino se levantó entonces y se acercóhasta el lugar donde ahora la mirada de los cuatropresentes se mantenía trabada. Una tabla vieja habíasido colocada encima de los pliegues de papel queformaban la parte superior, la retiró y los apartó.

- ¡Válgame Dios!, ¡Pero qué carallo!…

sacerdote apartando los ojos del rapaz.

- No, no lo sé.

- Humm… Bien, sigamos adelante y ya se verá. Nome gusta…

Por supuesto que no le gustaba, seguro que fueralo que fuese lo sucedido nada tenía que ver con elángel caído. Pero, cómo luchar contra tantos años desuperstición inmersa en el más oscuro sincretismo.Y, eran ya demasiados extraños en tan pocos días, lamente de sus feligreses era voluble y sugestionable,no, no le gustaba en absoluto.

Ninguno de los tres volvió a abrir la boca en loque restaba de camino, cada uno inmerso en sus pen-samientos. Y, cuando llegaron a la modesta viviendael niño se marchó al huerto a buscar a su hermanodejando a los mayores resolver sus asuntos, por suparte, ya sentía que había tenido más de lo que nece-sitaba de los extraños tejemanejes de los adultos.

Como en la casa del molinero, la puerta estabadividida en dos mitades, la inferior cerrada y lasuperior abierta, por lo que el sacerdote asomó lacabeza al interior y casi le da un infarto cuando elperro pastor que dormitaba en el zaguán comenzó aladrar como un energúmeno enseñando los dientes ylanzando espumarajos. El barullo alertó a Domingo ya su esposa, que por lo que se veía continuaban enla cocina.

- ¡Calla Fusiño! – Gritó el hombre abriendo lapuerta - ¿Padre Bernardino?, vaya, me alegraverle, su consejo ha de ser bien recibido. –Añadió saludando con un gesto de la mano almolinero y abriendo la puerta.- Pasen, pasen.

El perro, un mil leches de raza indefinida, seapartó de en medio, los belfos recogidos, mostrando

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Los dos amigos, meditabundos, caminaban en silencio.

Poco o nada había que decir.

El molinero había dado su palabra, a la mañanasiguiente entregaría dos sacos de harina blanca ypura a los C o r r e d o i r a. Domingo, por su parte, sehabía comprometido, a petición del preocupado padreBernardino, a enterrar aquel aberrante engendro enalgún rincón perdido del bosque amén de mantener laboca cerrada. El cura sabía que de poco serviría puesa Sara le faltaría tiempo para contárselo a todoa q uél que quisiera escucharlo, que por desgracia,estaba seguro, sería casi todo el pueblo. Lo cual, asu vez, condenaría al molinero a un sutil ostracis-mo, sin duda, no abiertamente descarado, pero, recha-zo al fin y al cabo, y el sacerdote sabía que nopodría ayudar a su amigo. La reacción de sus parro-quianos era, por desgracia, fácilmente previsible.

Los engranajes de aquella maquinaria llevabandemasiado tiempo ya funcionando sin aceite y lassuyas eran unas ruedas dentadas sensibles en excesoal rozamiento, era sólo cuestión de días que todo elmecanismo reventase.

Caminaban por tanto, abúlicos, mientras la tardecaía en la trampa de la noche. El padre Bernardinole había ofrecido al molinero acercarse hasta lasacristía, con su modesta vivienda, a conversar unrato, regando la charla con un excelente vino mara-

Sara y su esposo apartaron la mirada, el moline-ro se puso en pie y caminó hasta ponerse al lado delsacerdote, bajó los ojos. Entre los pedazos rotosdel papel marrón, se adivinaba el contenido.Supuestamente harina, simple y humilde harina blanca.

Era negro. El saco estaba lleno de algo que pare-cía harina, que olía como tal, quizá con un deje másagrio de lo habitual, pero, que era de un gris oscu-ro que semejaba la ceniza vieja de una chimenea queno ha sido deshollinada en siglos. Como el polvo queel carbón deja bajo las uñas de los mineros, algo asícomo el tabaco quemado y renegrido que queda en lacazoleta de la pipa. Desde luego, no era harina. Elmolinero echó mano al interior para tocar aquelextraño polvo y la retiró de inmediato al darse cuen-ta de que se movía, o al menos eso parecía, vibra-ba. Estaba plagado de gusanos, moscas de la carne,esas larvas de color marfil que se alojan en loscadáveres que se dejan al aire en el calor del vera-no. Se retorcían revolviendo el oscuro desperdicio,causando ondas en una marea propia e indefinida queno se veía esclavizada por lunáticos designios.

El reventón malhadado de una cresa putrefactaolvidada sobre los despojos del ciervo abatido porlos lobos el plenilunio anterior.

El caos inexpresivo del desorden en lo indetermi-nado de la ignorancia, qué era aquello, qué signi-ficaba. No era podredumbre, no era el corrompersedel fruto del trigo, era algo obscenamente distin-to. No era comunión entre grano y piedra, no era elfruto del sudor de los hombres, no era semilla de latierra que el señor había dispuesto para que el hom-bre con su trabajo obtuviese el pan para sus hijos,no, en todo caso era el aborto incestuoso de esamisma labranza, o quizá, sólo quizá, ni siquiera eranatural.

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Carlos
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