LOS GUERREROS DE LA MAXIA de Piolo Juvera - Primer Capítulo

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El día que cumple trece años, Paolo Munera experimenta por primera vez lo que es la MAXIA, una energía creadora muy antigua y poderosa. Hasta entonces, el chico pensaba que su vida era muy aburrida. Ahora, en compañía de sus dos mejores amigos (quienes también poseen este poder), se convertirá en una amenaza para un malvado ser cuyas acciones han puesto en riesgo la vida de muchas personas, y quien le ha hecho una advertencia a los tres jóvenes: si no se unen a él, morirán. Pero esto no es lo único que le debe preocupar a Paolo. Hay otro tipo de problemas para los cuales se necesita ser un verdadero héroe: el ingreso a la secundaria, los abusadores de la escuela, la misteriosa ausencia de su padre, y sus constantes cuestionamientos sobre la maldad y la bondad, lo correcto y lo incorrecto.

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CaPítulo i

El despertar

Paolo Munera siempre sospechó que la existencia era algo más. Algo más de lo que le decían los maestros, los adultos. Algo más de lo que veía en las calles, los libros, los noticia- rios, la televisión. Algo más de lo que oía y olía. Algo más. Mucho más. Paolo tenía razón. Y estaba por descubrirlo.

Hasta entonces, Paolo Munera había sido un niño más bien normal. Tenía una familia normal, estudiaba en una escuela normal, vivía en una casa normal y llevaba una vida normal. Demasiado normal para su gusto. Aburrida y desoladoramen-te normal.

Aquella mañana Paolo abrió los ojos sin ayuda del desper-tador, justo un minuto antes de las 6:00 a. m. Se sorprendió al comprobar que el método que su madre llamaba “autopro-gramación” funcionaba. Ella decía que si cada noche antes de dormir “te autoprogramas” para despertar a cierta hora, tu reloj interno se hará cargo. A Paolo siempre le había parecido bastante inverosímil esa idea, pero por primera vez lo intentó y resultó que funcionaba, por lo menos esa mañana había fun-cionado. Y aunque todavía pensaba que aquello podría haber sido una casualidad, a Paolo se le ocurrió entonces que la si-guiente vez que se fuera a acostar se “autoprogramaría” para

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ganar la lotería. Quizá, si se esforzaba lo suficiente, al otro día sería millonario. “Claro, supongo que además tendría que comprar un boleto…”, pensó mientras se incorporaba para sentarse en la cama.

Sus fantasías se vieron atropelladas por el desganado y de-safinado cántico de su familia, que entraba a su cuarto ento-nando “Las Mañanitas” con la misma emoción de quien se amarra las agujetas. Su madre, agente de bienes raíces o, según sus propias palabras, Real Estate Broker, una mujer hermosa y siempre muy arreglada y perfumada, iba hasta adelante, sos-teniendo un pastel improvisado con pan tostado y chocolate líquido.

—No me dio tiempo de comprar uno de verdad —se dis-culpaba de prisa mientras Paolo distinguía las 13 velas que iluminaban su recámara aquella oscura mañana, mismas que apenas cabían en la rebanada de pan de caja…

La temblorosa luz de las velitas bailaba sobre la adormilada, hinchada, legañosa y altiva cara de su hermana —Andrea, de 15 años—, que mostraba más hastío que sueño; y sobre el re-luciente traje de su hermano —Andrés, de 18—, quien ya esta-ba más que listo para irse a su nuevo empleo, tan nuevo como su traje azul marino, color que, según él, mostraba “autori-dad, confianza y seguridad en uno mismo; cualidades funda- mentales para alcanzar el éxito en el competitivo mundo de hoy”. Ésta era una de las tantas frases que Andrés citaba a la menor provocación, todas, provenientes de los libros de supe-ración del multimillonario Wenceslao de Oliveira, el empresa-rio más rico de Latinoamérica y uno de los más prósperos del mundo. Por mucho, el mayor ídolo de Andrés.

Apenas terminaron de canturrear el primer párrafo de la canción, Andrea y Andrés salieron de la habitación con la pri-sa y actitud de quien huye de un lugar contaminado por un peligroso virus. Su mamá se quedó unos instantes más.

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—Pide un deseo… ¡Rápido que ya me tengo que ir a tra- bajar!

Paolo sonrió convencido, sopló las velas sin imaginar que esa vez su deseo sí se cumpliría (y muy pronto) y recibió un pseudo abrazo de poco más de dos segundos.

—¿Qué pediste? ¿Convertirte en hombrecito al fin? Ja ja ja —le gritó Andrés burlonamente desde afuera del cuarto, mientras pasaba de prisa anudándose la corbata.

—No le hagas caso, Paolo, ya sabes cómo es —le dijo su ma-dre con más monotonía que intención de consuelo—. Mucha suerte en esta nueva etapa, nos vemos en la noche. ¡Vámonos, Andrés, que se nos hace tarde! —dijo al ritmo de sus rápi- dos tacones.

—¡Sí, ma’, vámonos! Time is money!Andrés y su madre trabajarían muy cerca uno del otro, en

Santa Fe, una de las zonas corporativas más grandes e impor-tantes del país; es por eso que todas las mañanas se irían jun-tos, una hora antes de que el transporte escolar pasara por Andrea y Paolo.

Mientras se bañaba, Paolo se dio cuenta de la curiosidad numérica que encerraba ese viernes, el 08/08/08. Desde que él recordaba, el ocho había sido su número favorito, su núme-ro de la suerte. Y aunque nunca le había hecho ganar una rifa ni nada por el estilo, presentía que dicha fecha era augurio de algo importante.

Se puso su uniforme (que le parecía horrendo: pantalones grises, camisa blanca, chaleco y suéter verde) y fue a la cocina, donde le esperaba una agradable sorpresa.

—¡Feliz cumpleaños, joven Paolo! —gritó entusiasmada Isabel, antes de abalanzársele con un demoledor abrazo que le tronó hasta la última vértebra.

Isabel era una señora robusta, de piel morena y sonri-sa amarilla que se encargaba del quehacer de la casa desde

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que Paolo era un bebé. Más que considerarla parte de su fami-lia, Paolo sentía muchas veces que era su única familia. Era su confidente, su cómplice, su abrazo seguro.

—Te hice su desayuno favorito, joven Paolo —dijo sonrien-te mientras ponía en la mesa un plato de huevos rancheros con salsa roja, no muy picosa, y frijoles refritos—. Y toma, además le tengo un regalo —añadió al darle una bolsa cerrada.

—¡Muchas gracias, Isa!—¡Aish! ¡O sea, ni loca me comería esa porquería! ¿Sabes

la cantidad de grasas trans que tienen esas cosas? —sentenció Andrea con el desdén que la caracterizaba—. Dame algo co-mestible, ¿quieres? —le ordenó a Isabel.

Ordenar, justamente, era lo que mejor sabía hacer Andrea. Por lo menos en la acepción de mandar, exigir o dirigir gen- te, porque ordenar su habitación, su mochila o sus pensamien-tos, eso no se le daba muy bien.

—Sí, señorita, ¿qué quieres que le sirva?—¿Qué quieres que te sirva o qué quiere que le sirva? —es-

petó tratando de corregirle su forma de hablar.—Nada, señorita, gracias, yo ya desayuné…Paolo e Isabel se sonrieron disimuladamente. Andrea, em-

berrinchada, tomó una barra de granola light, se sirvió un vaso de leche descremada, deslactosada, desgrasada, deslecha-da, desdibujada y despanzurrada, y se fue a peinar, fulminán-dolos con una mirada rabiosa antes de encerrarse en el baño durante media hora.

Paolo disfrutó enormemente su desayuno, aunque no pudo evitar sentir un poco de culpa cuando, con un trozo de pan tostado, perforó la yema de uno de los huevos. Sin duda se de-bía a la influencia de Rodragón, su mejor amigo, quien juzgaba fuertemente a quienes comían huevo, diciéndoles que era tan atroz como devorarse un embrión.

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Salvo por la pequeña amargura de imaginar a Rodra re-gañándolo, Paolo subió al transporte escolar con muy buen sabor de boca. Aunque poco le duró el gusto. En cuanto se abrió la puerta de la camioneta blanca se percató de que Loren y Sandra, las mejores amigas de su hermana, seguían utilizan-do el mismo transporte escolar que ellos. Paolo no reconocía bien cuál era cuál. Inclusive le costaba trabajo distinguir a su propia hermana cuando estaban las tres juntas. Le parecía que eran como clones: hablaban, se vestían, perfumaban y peina-ban igual, les gustaba el mismo joven de la escuela y todas eran fanáticas del grupo de moda AuYi2.

—¡Hello, darling! —le gritó Loren a Andrea con emoción desmedida y poco creíble antes de darle un beso en cada mejilla.

—¡Hola, flaca! —le dijo Sandra a Andrea en un tono tan falso como el de su cabello.

—Ay, no, cállate, nada de flaca, creo que subí medio kilo en el verano, voy a tener que dejar de comer un mes —respondió Andrea, buscando que sus amigas le dijeran que no, que esta-ba loca, que se veía guapísima. Y logró su cometido.

Luego de los saludos, besos, comentarios (mitad en inglés, mitad en español) acerca de la gordura de ciertas amigas, lo feo de algunos compañeros, lo emocionante del capítulo de la telenovela de anoche y los nuevos pasos de baile de AuYi2, Loren volteó al asiento de atrás a ver a Paolo por sobre el hom-bro y le dijo:

—¿Y a ti qué te pasó en el verano, Paolito? O sea, ya no estás tan súper horrible como antes. O sea, como que medio te compusiste y así.

—Ah, gracias, lo tomaré como un cumplido.Las tres amigas se rieron con aires burlones. Y entonces

Paolo añadió:—En cambio tú… estás… pues… idéntica.

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Media sonrisa se dibujó en el rostro de la niña que iba sen-tada junto a Paolo. Él nunca la había visto, era nueva en la es-cuela y acababa de entrar a sexto de primaria. Su baja estatura contrastaba con su larguísimo pelo negro. Era sumamente se-ria, casi misteriosa, se llamaba Amalia y tenía 11 años.

En la parte delantera de la camioneta iban el señor Saúl (al volante) y Mateo, un alumno más blanco que la leche, de pelo muy negro, flaco, larguirucho y con orejas grandes, que cursa-ba segundo de secundaria.

Aquélla era una mañana fría y lluviosa. A Paolo le parecía que todos los días de inicio de clases eran igual de grises y tristes, como un reflejo meteorológico de sus sentimientos al respecto. Y a pesar de que volver a la escuela solía parecerle una pesadilla, aquella vez hubo un par de circunstancias que por lo menos le restaban algo de monotonía: la primera era que entraba a secundaria, lo cual significaba que habría nue-vos alumnos en su escuela, una de las más exigentes de la zona: “La mejor para formar a los profesionales del mañana”, diría su hermano; “La mejor para deformar la alegría del presente”, replicaría Paolo. La otra circunstancia que subsanaba un poco la situación, era el hecho de que ese día era su cumpleaños. Pocos lo recordarían y muchos menos harían algo positivo al respecto, pero él se sentía relativamente emocionado.

Paolo abrió la bolsa de regalo que le había dado Isabel. Sonriente, notó que contenía decenas de sus dulces favoritos, entre ellos “Manitas de la suerte”, unas paletas de caramelo en forma de mano, color rojo de un lado y rosa del otro, que lleva-ban escrito lo que supuestamente sería la suerte o el destino de quien las abriera. Solían ser frases del tipo “Serás millonario”, “Te enamorarás de alguien del signo Leo”, “Hoy te irá muy bien” o “Tendrás un nuevo amigo”.

Sin importarle lo que su madre opinaría acerca de comer dulces tan temprano, Paolo sacó una de las paletas, la abrió y

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se la metió a la boca, olvidando leer su suerte. Pero mientras pensaba que era verdaderamente suertudo por haber recibido tan buen regalo de Isabel, recordó hacerlo. Se sacó la ensa-livada manita de la boca y leyó la frase: “Pronto descubrirás la maxia”. “¿maxia? ¿Qué demonios es maxia? Seguro es un error de deletreo… ¿o será una promoción que no conozco?”, se preguntaba Paolo.

La curiosidad comenzó a mordisquearlo como él a la pale-ta. Así que abrió otra y la leyó: “Felices 13, Paolo”. “No, eso no podía ser”, pensaba el joven. “A menos, claro, que Isabel haya contactado a la fábrica, les haya dado las frases y ellos hu-bieran hecho esas paletas especialmente para él”, reflexiona- ba. “No, imposible. Eso costaría millones… Debe de ser una casualidad, una enorme casualidad. Nada más.”

La cabeza de Paolo daba miles de vueltas buscando expli-caciones razonables, pero fue el corazón el que casi se le salió de un vuelco cuando, al abrir la siguiente paleta, leyó: “Deja de buscar explicaciones, Paolo Munera; éstas llegarán a su debi-do tiempo.” Paolo comenzó a sentir más miedo que curiosidad y se puso a abrir una paleta tras otra. “Ya, Paolo, relájate”. “Estás desperdiciando todas estas paletas que te regaló Isa.” “No es necesario que abras más.” “Detente. Respira. Disfruta tu cumpleaños.” “Por cierto, Munera, ten cuidado con tu dedo índice.” “¿Ya te fijaste que hoy es el 08 del 08 del 08?” Cada mensaje que leía lo desconcertaba más que el anterior.

Por el espejo retrovisor, el señor Saúl alcanzó a notar la angustia con la que Paolo abría una y otra paleta.

—¿Todo bien allá atrás?Mateo, el trío de “niñas clones” y Amalia voltearon de inme-

diato a ver a Paolo, quien sostenía cinco paletas con forma de manita y otras tantas envolturas arrugadas. Sobresaltado, con la frente sudada, las pupilas dilatadas, la respiración acelerada y sintiéndose perforado por la mirada de 12 ojos, respondió,

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aún con dos paletas metidas en la boca, tratando de justificar su extraña conducta y de que no se le escurriera la saliva:

—Ehem… Sí, señor Saúl, sluuuuurp sólo estaba… Mmmh… sluuurp buscando un… premio… entre estas paletas sluuuurp… Uno de los premios de la nueva promoción… sluuuuuurp “Abre, encuentra y gana.” En una de ésas sluuuuuurp hoy es mi día de suerte…

Aunque todos lo veían como bicho raro, quedaron confor-mes con la explicación y le quitaron los ojos de encima. Paolo, mucho más discretamente que antes, abrió una última paleta y descubrió que en su palma decía: “Bien, Paolo, buena justificación.”

Paolo se puso más blanco que Mateo, tanto como la camio-neta. Envolvió como pudo las paletas con los empaques que rescató del asiento y del piso, incluida la que tenía en la boca, y las echó en la bolsa de regalo. La cerró tan asustado como si contuviera un murciélago rabioso. Amalia le lanzó una mirada de reojo que pareció un sutil gesto de solidaridad.

A las 7:20 a. m. llegaron a la puerta de la escuela, un sitio que a Paolo le provocaba más ansiedad que el consultorio del dentista. “Seguro cuando termine de estudiar habrá valido la pena…”, pensó. Y recordó las palabras que su odontólogo le había dicho alguna vez, tratando de defender el honor de su oficio: “A veces, para generar un gran bienestar, primero hay que causar un ‘pequeño malestar’”. Contradiciendo su propio intento de consuelo, añadió como último vagón a su tren de pensamiento: “Tantos años de escuela no entran en la clasifi-cación de ‘pequeño malestar’”.

Sintiendo un hoyo en el estómago (a pesar de haber desa-yunado los deliciosos huevos rancheros que le preparó Isabel), Paolo se bajó de la camioneta después de las “niñas clones”, quienes entraron a la escuela de inmediato, procurando que nadie las viera con sus compañeros de transporte. Mateo y

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Amalia hicieron un pequeño ademán para despedirse del con-ductor. Paolo volteó a la camioneta y dijo:

—Gracias, señor Saúl, nos vemos a la salida.—Nos vemos, Paolo, que tengas un buen día —respondió

a la vez que tomaba el lazo que estaba amarrado a la puerta de atrás para cerrarla desde su asiento.

En ese momento, Paolo se percató de que se había queda-do una envoltura de “Manita de la suerte” en la camioneta. No quería dejar basura, así que metió la mano para recogerla. Muy tarde se dio cuenta de que el señor Saúl estaba cerrando la puerta, misma que se deslizó a toda velocidad. Paolo alcan-zó a sacar casi toda la extremidad antes de que la puerta se cerrara por completo. Sólo quedó dentro la punta de su dedo índice izquierdo. Al momento del machucón, Paolo sintió un contundente y veloz escalofrío en todo el cuerpo, y ahogó un grito con el que casi se atraganta. Pero más le costó respirar cuando recordó que una de las paletas le había advertido que tuviera cuidado con su dedo.

El señor Saúl, sin darse cuenta de lo sucedido y creyendo que simplemente no había tirado con suficiente fuerza, volvió a jalar la cuerda para conseguir cerrar la puerta y marchar- se. Echó una última sonrisa a Paolo, quien, con los ojos hu-medecidos, no pudo devolvérsela y, en cambio, ponía cara de consternación al ver cómo se dibujaba un punto rojo con ne-gro en la base de su uña.

—Es sangre que se queda atrapada entre la carne y la uña. Ahora tendrás que esperar mucho tiempo para que se te quite. De aquí a que esa parte de la uña crezca hasta la punta del dedo y entonces la costra vaya saliendo. Las uñas crecen como tres milímetros cada mes, así que si la mides podrás calcular fácilmente cuánto tiempo tardará en desaparecer la manchita —le dijo Rodragón a Paolo cuando éste le comentó lo ocurri-do—. ¿Ya viste, Ultra? Se te hizo como un eclipse de luna…

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—¿Cómo?—Mira, en la base de esa uña solías tener como una media

luna blanca, pero ahora creció una bola roja y negra encima de ella, justo como se ve un eclipse de luna, uno como el que ha-brá esta noche, casualmente. Iba a ser el 16 de agosto, pero se va a adelantar ocho días y los científicos siguen sin saber por qué —le explicó a Paolo mientras hacía memoria y mostraba poseer uno de esos conocimientos que difícilmente alguien más tendría tan a la mano—. Por cierto, mi mamá te manda esto —le dijo mientras sacaba de su mochila un puerco de cerámica.

—Ah… gracias… es un…—Es un marrano. Es tu signo en el horóscopo chino. Ya ves

que mi mamá cree mucho en esas cosas. Dice que esta figurita te protegerá ahora que entras en una nueva etapa de tu vida. Que sólo tienes que ponerla en tu buró. ¡Muchas felicidades, Ultra! —y se le lanzó en un efusivo abrazo.

—Gracias, Ultra. Y también dale las gracias a tu mamá —dijo Paolo conmovido, pues aunque no le sonaba muy atrac-tivo eso de que su signo fuera un cerdo, el detalle era por demás hermoso.

Rodrigo Mondragón, mejor conocido como “Rodragón” o “Rodra”, y Paolo eran mejores amigos (o mejor dicho, según concluyeron alguna vez, “mucho más que mega, súper, archi-rrequeterrecontra amigos; más bien Ultra mejores amigos”; es por ello que se decían “Ultra” el uno al otro). Esto desde hacía tres años, cuando Paolo entró a la misma escuela en la que Rodra llevaba estudiando toda su vida, el Instituto Blueyard Rippling.

Rodra era un niño bastante corto de estatura, cerca de las comisuras de la boca tenía una especie de bigote, pero no de pelo, sino de piel: tres o cuatro tiritas de pellejo en cada lado, parecido a lo que los peces koi o carpas tienen junto a la boca

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(una peculiaridad que era motivo recurrente de burlas de al-gunos de sus compañeros). Tenía la cabeza grande, la piel mo-rena, los ojos rasgados y el pelo negro, bastante rebelde, casi imposible de peinar, a pesar de los litros de gel que utilizaba. Gel sin glicerina, obviamente, pues ésta se hace con huesos de vaca y Rodra era un incansable defensor de los derechos de los animales: no comía, vestía ni utilizaba nada que implicara, según decía, “un inminente abuso a los animales no huma-nos”. Nada de carne, huevos, lácteos, piel, miel o seda; nada de circos, corridas de toros, peleas de gallos, perros o peces; nada de compras en tiendas de mascotas… y la extensa lista de pro-hibiciones personales en pro de sus creencias seguía y seguía.

El interés del par de amigos por la charla acerca de uñas, sangre, lunas y marranos chinos fue remplazado por el que les provocó la plática entre Alberto y Xavi, que eran de los pocos estudiantes del Blueyard Rippling que de pronto les dirigían la palabra en son de paz, de los escasos que el par de “Ultra mejores amigos” no encontraban insoportablemente odiosos. Y es que, aunque desconocían si así funcionaba en todas las escuelas del mundo, en la suya notaban que había que tener ciertas actitudes, formas de vestir, hablar y actuar, ciertas po-sesiones incluso, para “ser aceptado”; un juego que habían de-cidido no jugar, así que preferían no ser aceptados que serlo bajo tantas condiciones, presión, dedicación y falsedad.

—Así es, Xavi, afortunadamente durante el verano logré convencer a Beto Vantolrá de que, ahora que será estudiante de esta escuela, entrara a jugar a nuestro equipo. Su papá es entrenador de profesionales y le ha enseñado a jugar como los grandes. Nunca había visto a nadie de nuestra edad jugar así futbol —decía Alberto emocionado.

—¡Está buenísimo! Seguro que con su talento de nuestro lado a las Vacas Flacas nos irá mucho mejor este año. ¿Ya es un hecho que no se regresa a vivir a Monterrey?

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—Parece que por lo menos se quedará a vivir acá todo el año escolar. Claro, si es que no vuelven a transferir a su papá.

—Uy, ojalá que no.Aunque a Paolo y Rodra pocas cosas les importaban me-

nos que el futbol, fue la emoción impresa en la plática de sus dos compañeros lo que les llamó tanto la atención. Además, si tuvieran que elegir un equipo de la escuela al cual apoyar, sería definitivamente a las Vacas, pues aunque no eran muy buenos que digamos, en éste jugaban personas mucho más agradables para ellos que en los otros equipos.

Abandonando la conversación en la que sus oídos se habían entrometido, sobre fut y el nuevo elemento, tanto del equipo como de la escuela y la ciudad, Paolo le dijo a Rodra:

—Tengo que contarte algo muy raro que me pasó. Hoy abrí unas “Manitas de la suerte” y me salieron mensajes muy extraños…

—No te preocupes, eso no quiere decir nada —lo interrum-pió abruptamente—. No te puedes fiar de ellas, es sumamente supersticioso de tu parte. A mí una vez me salió que me iba a casar al siguiente día. Y pues, que yo sepa, sigo soltero. Y en otra ocasión apareció: “Pronto tendrás un Phantom”. ¡Con lo que me chocan esos carros! —le decía Rodra, sin prestar gran importancia, mientras caminaba hacia las listas con la distri-bución de los alumnos entre los cinco salones que había por cada curso.

Paolo iba detrás de Rodra sin estar seguro de adónde se dirigían. Iba tan absorto, pensando en las paletas y viendo su dedo, que chocó hombro contra hombro con alguien. Inmediatamente se disculpó. Pero no sirvió de mucho:

—¡Fíjate por dónde caminas, imbécil! —le gritó, al tiem-po que lo empujaba, un tipo alto, fornido, de cabello negro perfectamente relamido hacia atrás, de ojos grandes bajo cejas

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bastante pobladas, con el uniforme impecable, quien casi se quema con el poco café que se salió de su vaso desechable tras el choque.

—Ya te di disculpas, fue sin querer —respondió Paolo tan avergonzado como amedrentado.

—Pues cuidado, no vaya a ser que sin querer te rompa la cara un día de estos —le advirtió y se alejó, dejando una estela de mala vibra y loción costosa a su paso.

Paolo se quedó helado con lo ocurrido. La mayoría de los que estaban alrededor empezaron a mascullar morbosamente y a hacer soniditos burlones con la letra “u”.

—Uy, Paolo, no te conviene meterte con él —le dijo Xavi, amablemente.

—No me metí con él, me tropecé con él sin querer, nada más —se justificó de inmediato.

—Pues tampoco te conviene tropezarte con él sin querer, ni nada más —respondió Xavi sin pensar—. Es nuevo en la escuela, pero muy conocido y hasta temido en toda la ciudad, en todo el país incluso. Es Renato de Oliveira.

—¿Renato de Oliveira?—¿Es algo del multimillonario Wenceslao de Oliveira?

—se sumó Rodragón.—Su hijo, ni más ni menos…—Genial. Qué buena forma de empezar un ciclo escolar,

de iniciar la secundaria y de pasar mi cumpleaños. Era justo lo que me estaba haciendo falta, un nuevo abusador en la es-cuela. Uno verdaderamente poderoso… —se lamentó Paolo con ironía.

Rodragón, cabizbajo, lo rodeó con su brazo derecho y le dio un apretón para consolarlo. Luego intentó colarse entre la muchedumbre que buscaba su nombre en las listas. Se per-dió bajo las otras cabezas como quien es devorado por una ola, pues medía casi la mitad que la mayoría. Paolo, con un

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torbellino de adrenalina en piernas, panza y quijada, se quedó fuera de la bola de gente a esperar a Rodra.

—Te tengo una buena y una mala, ¿cuál quieres primero? —le dijo Rodra al aparecer casi gateando bajo los curiosos estudiantes.

—La buena —contestó Paolo sin pensar.—¡Nos tocó juntos otra vez, mi Ultrita! Estamos en el 104.

¡Buda escuchó mis plegarias!Desde cuarto de primaria habían tenido la suerte de estar

en el mismo salón, era una fortuna para ellos. Cada verano conversaban sobre lo desolador que sería que los separaran e imaginaban las técnicas y pretextos que emplearían para per-suadir al coordinador, al director o a quien fuera necesario para que los pusiera en el mismo grupo.

—¡De pelos! —respondió Paolo con una alegría que estaba por desaparecer—. ¿Y la mala?

—También De Oliveira está en nuestro salón —repuso.Un nuevo bombazo de adrenalina debilitó las extremida-

des inferiores de Paolo.—¡Vientos Xavi, a los dos nos tocó en el 101! ¡Y también a

Beto Vantolrá! —celebraba Alberto mientras chocaba la pal-ma con la de su amigo—. ¡Vamos a poder planear estrategias de fut en el salón!

A las 7:40 a. m. la estridente chicharra de secundaria les puso los pelos de punta a todos. Había solamente dos ruidos que Paolo odiaba más que el timbre de la escuela: el taladro del dentista y los gritos de su madre.

De entre el barullo, pasos a prisa, mochilas abriéndose y cerrándose, alumnos despidiéndose unos de otros, lamentos por no estar en el mismo salón, celebraciones por sí estarlo y todo el escándalo típico de un primer día de clases, sobresalió la gritona voz de alguien que pronto se convertiría en uno de los tormentos de Paolo.

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—Fórmense ya. En orden. En la fila correspondiente a su salón. Por estaturas. Hombres a la derecha, mujeres a la iz-quierda. ¡¿Qué esperan?! —ordenaba exasperadamente la profesora María del Carmen Cruz, la nueva coordinadora de secundaria.

Contrario a su estridente voz, la profesora María del Car- men no era tan alta. Tenía el pelo corto, café rojizo y siem-pre peinado con el suficiente spray como para que se moviera todo parejo, como si la totalidad de los cabellos formara un solo cuerpo de esponja que brincaba cuando daba sus cortos y acelerados pasos. Su tez era blanca, pero tenía dos o tres manchas aún más blancas en la cara. Sus uñas eran largas, da-ba la impresión de que casi tanto como sus dedos, y siempre estaban muy bien cuidadas y pintadas; aquel día eran tan rojas como su traje sastre, color que la hacía parecer el mismísimo demonio.

—¡Callados! ¡A ver, el niño de allá, fórmese inmediatamen-te! ¡No estoy jugando! ¡A ver a qué hora! ¡Quítese esa cha-marra, no es parte del uniforme! ¡Al que no cierre la boca le mando un reporte ahora mismo! —de esta forma se presen-taba la nueva coordinadora, a quien todos, inmediatamente, comenzaron a respetar (a temer, más bien).

A diferencia de Rodragón, que seguía exactamente del mis-mo tamaño, Paolo había crecido bastante durante el verano, por lo que ahora le tocaba formarse en el último tercio de la fila, mientras que su amigo seguía siendo el de hasta adelante, cosa que le avergonzaba bastante y le hacía cuestionarse, cada vez que se colocaba en la línea, cuál era la necesidad, la verda-dera utilidad de llevar a cabo, dos veces al día, durante todo el año escolar, tan humillante práctica. Para él, era como si se la pasaran exponiendo lo que en esa etapa de su vida podía ser considerado un defecto imperdonable, una cualidad que signi-ficaba pocas probabilidades de supervivencia: la baja estatura.

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A las 7:45 a. m. sonó por segunda vez la estruendosa chi-charra. Y para entonces, debido a los intimidantes alaridos de la profesora María del Carmen, todos los alumnos estaban formados en el lugar que les correspondía, quietos y callados cual soldados de plomo.

La coordinadora comenzó entonces su discurso de “bien-venida”, palabra que no se adecuaba en absoluto a lo que es-taba ocurriendo. Detrás de ella se encontraban, hombro con hombro, todos los profesores de secundaria. “Son demasia-dos”, pensaban algunos alumnos, pues estaban acostum- brados a la primaria, donde tenían únicamente dos maestras, una de Inglés y una de Español. En cambio ahora había más de siete por año escolar, y la misma cantidad de materias, lo cual, en el mejor de los casos, resultaba ligeramente intimidante.

Paolo volteó hacia arriba y notó cómo unos tímidos pero bien definidos rayos de sol surcaban la terrosa oscuridad de las nubes hasta llegar a su cara, acariciándola cálidamente, como pinceles de luz. El cielo comenzó a abrirse, mucho más rápido de lo normal, y Paolo presenció atónito cómo se dibujaba, de un lado al otro de la bóveda celeste, el arco iris más grande, hermoso y colorido que hubiera visto jamás.

Con la boca abierta por tal magnificencia, Paolo vio cómo de éste se desprendían unas luces en forma de asterisco y co-menzaban a descender sin prisa. Parecía una lluvia de estrellas en cámara lenta. La voz de la coordinadora había quedado atrás. Un tibio sonido, como de campanas de cristal, endulza-ba los oídos de Paolo.

En cuanto los brillantes copos de luz comenzaron a caerle encima, haciéndole unas agradables cosquillas, primero en la frente, los pómulos y el resto de la cara, y luego en los hom-bros, la espalda, los brazos y cuanto tocaban de su cuerpo, ya todo lo de alrededor se había esfumado, y lo único que queda-ba era la sensación de una felicidad indescriptible.

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Paolo sentía como si cualquier incomodidad, temor, preocu-pación, ansiedad, tristeza, mal recuerdo, angustia, pendiente y molestia comenzara a desintegrarse y salir de él. Dejó de sentir su propio peso y su cuerpo en general, incluso el dedo recién lastimado. Por unos instantes fue como si se hubiera elevado, convertido en aire y revuelto con el viento; como si se hubiera fusionado con el universo, volviéndose parte de todo, como si por unos segundos hubiera estado presente en cada rincón del espacio y del tiempo.

De no ser porque ya no sentía su cara, a Paolo le habrían dolido las mejillas de tanto sonreír; tal felicidad era insupera-ble. El joven no podría asegurar cuánto tiempo duró aquello, para él fue una finita eternidad, una infinitud efímera.

De pronto, Paolo tuvo la sensación de irse de pique en caída libre. Aunque no podría explicarlo con precisión, diría que fue como si se hubiera caído de golpe dentro de su propio cuerpo. Lo primero que sintió fueron las pompas mojadas y le horro-rizó ver la cara de la profesora María del Carmen como si lo hiciera a través de una ventana de agua.

Pronto se dio cuenta de que se había caído de espaldas, so- bre su mochila, en el patio mojado, y que su cara también es-taba empapada, pero de agua salada de sus ojos.

Tuvo la sensación de que la coordinadora llevaba rato sa-cudiéndole los hombros, tratando de hacerlo volver en sí. En cuanto logró sentarse en el piso, se limpió instintivamente lo que parecían litros de lágrimas y vio con horror que toda la secundaria lo miraba.

—¡Suficiente, Munera! ¡Váyase a mi oficina y espéreme ahí! —le gritó luego de casi cargarlo para ponerlo de pie, se-ñalando la tétrica Coordinación de secundaria con su inmensa uña colorada.

Paolo cruzó el patio, cuyo silencio sólo se rompía con quedos murmullos, remedos y ademanes burlones de bebés llorando.

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Las entumidas piernas le dolían como si no las hubiera usa-do en años. Entró a la oficina de la profesora María del Carmen sin entender lo ocurrido, mientras escuchaba cómo ésta volvía a formar a toda la secundaria. Sin pensarlo dos veces, se sentó en la silla de piel que estaba frente al ordenadísimo escritorio y tomó un pañuelo desechable de una impecable caja de metal que le devolvió el reflejo de sus hinchados ojos rojos.

Se limpió las lágrimas, se sonó y se soltó a llorar otra vez, tan intensamente como pocas veces en su vida. No podía de-tenerse. Pensaba en todo lo extraño de ese día y en nada a la vez, simplemente no podía parar de llorar.

Entre un arranque de llanto y otro, notó que encima de los bien acomodados fólders que había sobre el escritorio se encontraba un archivo con sus iniciales: oPm. No pudo pres-tarle suficiente atención, pues hacía un esfuerzo descomunal por tranquilizarse, por respirar tan profundamente como se lo permitían los mocos que le brotaban a montones. De pronto, escuchó que se abría la puerta, volteó y vio entrar una enarde-cida figura roja con pasos cortos y veloces.

—¿Quién le dijo que podía sentarse, Munera? —Pues… usted me… —intentó responder sin reflexionar.—¡Yo le dije: “Espéreme en mi oficina”, no “Siéntese en la

silla que hay en mi oficina”! ¿Cierto?Antes de que Paolo pudiera contestar algo, antes de que si-

quiera pudiera concebir tanta belicosidad encubierta tras unas imprecisiones semánticas, la profesora María del Carmen vol-vió a recriminarle:

—¿Y alguien le regaló esos pañuelos desechables? —lo cuestionó mientras se sentaba en una enorme silla de piel color vino, que la hacía lucir incluso más pequeña pero aún más po-derosa—. ¿Acostumbra tomar sin permiso lo que no es suyo? Ay, Munera, ¿por dónde empezar con usted? Ha de saber que la suya no es la mejor primera impresión que alguien me haya

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dado. Para comenzar, interrumpe mi discurso de bienvenida con un berrinche digno de un bebé de tres años. Se tira al piso, patalea y todo. ¿Y cuántos años tiene ya? ¿Doce? ¿Trece? Ya está grandecito para esas escenas, ¿no cree? Debería de ser ya todo un hombrecito…

A Paolo se le retorcieron las tripas al escuchar a la coordi-nadora de secundaria expresarse de él tal y como lo haría su hermano Andrés.

—No conforme con eso, entra a mi oficina, se sienta donde se le da la gana y utiliza mis cosas…

Aunque Paolo no tenía la menor idea de lo que le había ocurrido en el patio, le quedaba claro que la coordinadora te-nía una estupenda capacidad para tergiversar las cosas, al gra-do de convertir en criminal a alguien por sentarse en una silla que no es suya y sonarse con pañuelos desechables ajenos. Por ello, Paolo albergaba la esperanza de que lo sucedido afuera no hubiera sido tan grave y notorio como le estaba haciendo creer la profesora María del Carmen, y de que sus compañeros ya lo hubieran olvidado para la hora del recreo.

Iluso. Nada más lejos de la realidad.—No, no, no, Munera. Esa conducta suya es intolerable.

Más que eso, es sumamente perturbadora —sentenciaba mien- tras hacía sonar, una a una, las cinco uñas de la mano izquier-da sobre el reluciente vidrio del escritorio—. Si no quiere que lo expulse de la secundaria el mismo día que entró, tendrá que ir a que lo atienda un psicólogo y traerme un comproban-te. Para que el próximo lunes pueda cruzar las puertas de este distinguido instituto, deberá haber empezado ya una terapia para arreglar su desequilibrado comportamiento.

Los términos “perturbador” y “desequilibrado” y todo el asunto del psicólogo le pareció a Paolo sumamente exagerado, pero no lo alarmó tanto como podría haberle ocurrido a un “novato”. Cuando tenía ocho años, justo en la época en que su

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padre se fue de casa sin decir ni pío, él comenzó a frecuentar a una psicóloga. La experiencia no sólo no le había pareci-do mala, sino que le resultó por demás gratificante. Nunca supo de quién fue la idea de que comenzara a ir ni por qué de pronto dejó de hacerlo, pero sí recordaba que incluso llegó a extrañarlo.

Por fortuna, la coordinadora no le había pedido citar a su mamá para hablar con ella. Eso sí que hubiera metido en aprietos a Paolo, pues pocas cosas le molestaban más a la se-ñora Andrea que tener que ir a la escuela de sus hijos, ya fue-ra a juntas, ceremonias, charlas con los maestros, y llevarlos o recogerlos, lo que fuera. Vaya, Paolo no recordaba haberlavisto siquiera en una sola clase pública, desfile de primave- ra, festival o la graduación de primaria. Cada que le planteaba a su mamá que debía ir a su colegio para algo, se ponía histé-rica, argumentando que todas esas cosas no eran más que una pérdida de tiempo, que ella tenía que trabajar, que no le rega-laban el dinero, que no estaba de holgazana todo el día como otras mamás y un sinfín de cantaletas que sus hijos podían recitar de memoria.

—Ande, fuera de aquí. Váyase a su salón ahora mismo, que ya perdió bastante tiempo. Y espero no tener que volver a ver-lo en esta oficina en un buen rato —dijo la coordinadora con despotismo.

Paolo se levantó y salió a buscar su salón. Sentía el cuerpo tan agotado y dolorido como si hubiera corrido un maratón. Estaba mojado, sucio, despeinado y con la cara hinchada de tanto llorar. Definitivamente no era su mejor momento.

Echó un vistazo a los salones de la planta baja, mismos que daban hacia el patio, y notó que ésos eran los de tercero de secundaria, no sólo porque advirtió los letreros que iban del 301 al 305, sino porque al pasar frente al 302, alcanzó a ver a su hermana.

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Comenzó a subir al primer piso, creyendo que su peculiar agotamiento se lo impediría, y al llegar confirmó que ahí se encontraban los grupos de segundo. Finalmente, unos cuan-tos escalones después (que le parecieron interminables), llegó al segundo piso.

“101, 102, 103 y, ¡uff!, ahí está mi salón”, recitaba en su cabeza mientras desfilaba frente a los enormes ventanales de cada aula, sintiéndose, más que observado, atacado por las miradas de alumnos y profesores.

Con las ganas de quien hace sonar el timbre de la residencia donde habita la muerte, tocó en la puerta de aluminio, cuya ventana dejaba ver a la maestra de Historia, quien para en-tonces ya había llenado el pizarrón con instrucciones, reglas y advertencias para su clase.

—¡Ah, tú debes ser Octavio Paolo Munera!, ¿verdad? —le dijo mientras revisaba su lista.

—Sí —respondió Paolo, sintiéndose aplastado por la aten-ción que los casi 50 alumnos de su salón ponían sobre él.

—Muy bien, pasa, te estábamos esperando —le dijo con una sonrisa poco fiable.

Un tanto aliviado, al ver que Rodra le señalaba una banca vacía junto a él, Paolo se encaminó, pero su marcha fue dete-nida abruptamente por la maestra, quien se interpuso en su camino ofreciéndole el borrador.

—Ayúdanos, ¿quieres?Mientras Paolo borraba la pizarra, en el salón se hizo un

silencio sepulcral. Tardó unos segundos, pero le parecieron horas.

—Muy bien, muchas gracias, Paolo, ahora ya puedes reti-rarte —le dijo la maestra Lucila, con una sonrisa apretada, al tiempo que casi le arrebataba el borrador.

Paolo se quedó quieto sin estar seguro de haber entendido la instrucción. La maestra se fue a su escritorio y azotó en éste

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el borrador, haciendo saltar a más de uno y generando una nube de gis a través de la cual gritó:

—¡Nadie! ¡Escúchenme bien! ¡Nadie y por ninguna razón puede llegar tarde a mi clase! ¡Largo de aquí, jovencito! ¡Y tienes doble falta porque esta clase dura dos horas! ¡Fuera! ¡Y a la tercera falta estás reprobado en el mes!

Los gritos de la maestra Lucila hicieron vibrar las ventanas y dejaron a Paolo más tieso que su regla de metal. Se dirigió a la puerta y, antes de salir, alcanzó a ver el gesto burlón de Renato de Oliveira.

De vuelta en el pasillo que acababa de recorrer, Paolo no sabía qué hacer. Pensó seriamente en escaparse de la escue-la, pero ello implicaría tener que huir también de su casa, de la ciudad y hasta del país, pues su madre o la coordinadora o, peor aún, ambas a la vez se encargarían de matarlo si lo encontraban.

Paolo escuchó, provenientes del piso de abajo, los atemori-zantes pasos cortos de la profesora María del Carmen. Pensó que si lo veía fuera del salón entonces sí lo expulsaría. Sin saber adónde ir, corrió sigilosamente hacia el lado opuesto de las escaleras, hasta el final del pasillo. Pasó frente al 105, sin saber si lo habían visto o no, y llegó a una pequeña puerta verde de lámina que estaba entreabierta. Se asomó. Vio a un hombre alto, delgado, un tanto jorobado, de cabello y barba blancos y bien recortados, que barría unas pequeñas escaleras que supuso que llevaban a la azotea. El hombre se percató de la presencia de Paolo y le dirigió sus grisáceos ojos. Dejó re-cargada la escoba y bajó hasta donde se encontraba.

—¿Cómo sigues, mi pequeño amigo? —le preguntó mien-tras lo sujetaba del hombro, con una cálida sonrisa bajo su pronunciada nariz.

La arrugada mano de ese señor por poco hizo que Paolo volviera a soltarse a llorar. Ese pequeño detalle hizo que no

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se sintiera tan perdido. Es más, que se sintiera casi protegi-do. Se quedó callado, no supo qué contestar. El señor, en-tonces, volteó hacia el otro lado del pasillo y le dijo en tono condescendiente:

—Vaya, mi pequeño amigo, parece que está a punto de ma-nifestarse una presencia que probablemente no te gustaría en-contrarte ahora mismo. Quizá si te escabulleras por aquí (sin que yo lo notara, claro) podrías evitarla…

Paolo entró por la puerta que llevaba al techo del edificio y se escondió detrás de ella. Lo cual no evitó que escucha-ra cómo se acercaba a toda velocidad la profesora María del Carmen.

—Don Refugio, vaya a limpiar y desinfectar el asiento de visitas de mi oficina inmediatamente —dijo cortante y se dio la vuelta para regresar por donde había llegado.

—Buenos días, profesora María del Carmen. Claro que sí, con mucho gusto —replicó el conserje en un tono tan cálido que pareció derretir las heladas palabras de la coordinado-ra—. Cerraré esta puerta sin llave, de cualquier forma no pue-de abrirse por fuera sino sólo desde ahí dentro.

—¿Y a mí qué me importa? No tiene por qué informarme sobre cada movimiento que hace, sólo venga y cumpla con lo que le pedí.

—Claro que sí, profesora, encantado —dijo mientras cerra-ba dicha puerta.

Y se alejaron ambos por el pasillo, haciendo sonar, ella, sus inconfundibles pasos, y don Refugio, el tintineo de las dece-nas de llaves que iba cargando. Paolo comprendió que el aten-to señor dijo lo de la puerta para ayudarlo, para que supiera que podría salir de ahí en cuanto lo creyera conveniente.

Subió las pequeñas escaleras y al final de ellas, del lado iz-quierdo, vio otra puerta de lámina, negra, con dos ventanitas que dejaban ver una austera habitación. “Quizás ahí viva don

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Refugio”, pensó Paolo. De frente estaba la azotea, rodeada de macetas con enormes plantas y flores de varios tipos, lle-na de enredaderas y de un verdor selvático, irradiando tanta vida como era posible. Parecía un invernadero, un jardín en el techo.

Mientras Paolo disfrutaba de ese pequeño oasis que jamás hubiera pensado que podría existir en su escuela, escuchó nuevamente el timbre, el cual indicaba el término de la pri-mera hora del primer día de clases, un día que recordaría toda su vida.

Según le había dicho la maestra Lucila, su clase duraba dos horas, por lo que tendría que esperar una más antes de inten-tar ingresar a su nuevo salón, otra vez. Se quedó disfrutando de la hermosa azotea mientras trataba de poner en orden sus pensamientos, que parecían una tormenta dentro de su cabe-za. Con todo y que “afuera de él” la situación del patio había resultado vergonzosa, las sensaciones que experimentó fueron maravillosas. Trató de calcular el costo-beneficio de lo ocurri-do, intentando determinar si había valido la pena. Sumergido en sus pensamientos lo sorprendió la chicharra, que ahora anunciaba el momento de salir de su escondite.

Bajó las escaleras, abrió cuidadosamente la puerta de lámi-na, primero muy poco, para asegurarse de que nadie lo viera, y la cruzó para después cerrarla lo más rápido posible. Alcanzó a ver cómo la maestra de Historia salía del 104 y se metía en el 102.

—¿Qué pasó, mi Ultra? No entiendo nada. ¿De plano estás tan triste de volver a la escuela? A mí me pasa lo mismo, pero debemos controlarnos. ¿Y dónde te metiste estas dos horas? ¿Qué tienes? ¿Qué pasa? —le cuestionaba Rodragón con au-téntica intriga y preocupación.

—Pues mira… yo tampoco entiendo mucho… Todo ha sido muy raro. Comenzó en la camioneta cuando…

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Su explicación fue cortada de tajo por la carismática pre-sencia de Alfred Bernstein, el profesor de Física que, contrario a la mayoría de los maestros de esa escuela, se veía bastante amable y simpático.

—Famos, señorres, adentrro, que tenemos una cita zon la ciencia —decía con el divertido acento que lo caracteriza- ba, cuya procedencia trataba de dilucidar Paolo sin mucho éxito. “¿Alemán? ¿Suizo? ¿Estadounidense?”, pensaba el jo-ven, mientras el profesor de bata blanca, ojos tiernos y abulta-dos, y bigote oscuro de la misma longitud que la boca, bajo el cual era común ver unos dientes alegres, pasaba junto a él, invi- tando a los alumnos a entrar a la vez que intentaba, sin mucho éxito, aplacar la caótica cabellera negra que lo coronaba.

Antes de esa clase, que también duraba dos horas, la ma-yoría de los alumnos pensaba que la Física no podía ser di-vertida. Pero el profesor Bernstein la impartía con tal pasión y desparpajo que incluso consiguió que Paolo se olvidara casi por completo de tan sacudida mañana.

La estruendosa chicharra sonó nuevamente, en esa ocasión para anunciar la hora del recreo. Ese timbrazo parecía entu-siasmar a todos los alumnos. Pero no a Paolo, y menos bajo sus actuales circunstancias, pues entre menos gente lo volviera a ver aquel día, mucho mejor para él. La ecuación era más sencilla que las que acaba de explicar el profesor Bernstein: mientras más alumnos, mayor cantidad de burlas, lo cual daba como resultado un aumento exponencial de la infelicidad de Paolo, a quien no le restaban ganas más que de multiplicarse por cero y desaparecer.

Paolo abrió su mochila, pues no recordaba si había lleva-do algo para comer, y en vez de lunch encontró un puerquito de cerámica roto en pedazos. “Claro, caí de espaldas sobre él”, recordó. Por un momento pensó comentarle a Rodragón el asunto, pero le daba demasiada vergüenza admitir que había destruido el regalo de doña Yil Da.

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Cubierta de polvo y pedacitos de cerámica, también halló la bolsa de dulces que le había dado Isabel. Y aunque comenzaba a sentir algo de hambre, no era suficiente como para atrever- se a desenvolver otro de esos caramelos. De hecho, no quería volver a saber nada de golosinas en un buen rato.

—¿Y si mejor nos quedamos en el salón, Rodra? —le pre-guntó Paolo a su amigo, quien se acercaba con una lonchera en las manos.

—No, Ultra, aquí no vamos a poder platicar. Mira —le dijo señalando a un grupo de niñas que parecía tener toda la inten-ción de quedarse en el salón para intercambiar sus estampas de AuYi2—. Además, te va a caer bien un poco de aire fresco.

Paolo le hizo caso a su amigo, quien se equivocaba abismal-mente, pues afuera el aire nada tenía de fresco, era uno de los más pesados que había respirado jamás. Aunque agachara la cabeza como para esconderse, cada tres pasos alguien le grita-ba algo con respecto a su ataque de llanto. Le dijeron de todo: “niña”, “bebito”, “Paolagrimitas”, “¡Munera, Munera, chillona cualquiera!”. En fin, una amplia variedad de insultos. “Qué creativa es la gente cuando se trata de molestar al prójimo”, pensó el afectado.

—No les hagas caso, Ultra, ya se les pasará. Además, velo por el lado positivo, esto que estás viviendo es una de las peo-res pesadillas para cualquier alumno de secundaria, a ti te está ocurriendo en la realidad y sigues vivo. Eso te convierte en un ganador —le dijo Rodra, tratando de consolarlo, aunque ni él mismo se creyera tales palabras.

Paolo le contó todo a Rodragón, desde que se subió al transporte escolar hasta lo de la hermosa azotea, tratando de no omitir detalle alguno.

—Vaya. Qué cosas. Lo de las paletas no parece tener ex-plicación lógica… Y eso que te pasó cuando todos estábamos formados es de lo más extraño… Desde luego que tú lo viviste

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diferente que todos los demás. Nosotros comenzamos a es-cuchar el llanto de alguien, cada vez más fuerte, al grado de que terminó sobresaliendo de entre los gritos de la coordi-nadora en el altavoz. Volteé a verte y tenías la mirada per-dida, como buscando algo arriba de ti, pero no parabas de llorar. La profesora María del Carmen empezó a callarte en voz alta, cada vez más cerca de ti, pero tú no reaccionabas. Has- ta que de pronto, ¡paff!, caíste de espaldas. Afortunadamente traías la mochila, de otro modo te hubieras roto la cabeza.

—¿Y cómo sabía mi nombre? —le preguntó mientras, ins-tintivamente, se sobaba la nuca.

—¿Qué?—Sí, ¿cómo es que la coordinadora sabía mi nombre? O

mi apellido, pues. Según recuerdo, me llamaba por mi ape-llido… No sólo soy nuevo en la secundaria, sino que ella es nueva en el colegio. Es la primera vez que nos vemos, ¿cómo es posible…?

—No lo sé… —le dijo Rodra, sin darle demasiada impor-tancia, mientras le acercaba un contenedor de plástico a Paolo para compartirle su comida—. Castañas de agua y bambú en salsa de soya. ¿Lo ves? Para que un platillo sea rico y nutritivo no es necesario que contenga cadáveres —aseguraba con esa cara de orgullo que ponía cada vez que le hacía proselitismo a sus hábitos alimentarios.

Casi sin darse cuenta, Paolo y Rodragón terminaron senta-dos frente a una de las canchas de futbol, detrás de una de las porterías, justo junto a un grupo de niñas que hablaban muy entusiasmadas sobre la galanura y capacidades deportivas de Renato de Oliveira. Los amigos se voltearon a ver con cara de repulsión y, al mismo tiempo, regresaron la mirada hacia la cancha, donde lograron distinguir la corpulenta figura de Renato, quien, por más que les doliera admitirlo, sí era bastan-te bueno jugando futbol.

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Se percataron de que estaba jugando contra Xavi y Alberto, quienes, como cada recreo desde que los conocían, se encon-traban pateando un balón. Pero esa vez la cancha tenía algo distinto, una energía completamente renovada: se debía al nuevo integrante de las Vacas Flacas, quien anotaba gol tras gol, cada uno mejor que el anterior, con jugadas de fantasía que pocas veces se veían en persona.

—Un momento… ¿Es…? ¿Es una…? —intentó cuestionar Rodra, sin terminar de formular la pregunta.

—¡Sí! ¡Es una mujer! —respondió Paolo con entusiasmo.—¡Ahí te va, Beto! —le gritaba Xavi a la maravillosa ju-

gadora.Ella estaba de espaldas a la portería de los contrarios, el ba-

lón se acercaba por lo alto, parecía que lo iba a detener con el pecho, pero en vez de eso se inclinó hacia atrás y, esquivando el esférico, dejándolo pasar, dio un brinco al tiempo que gira-ba en el aire —su falda, puesta encima de los pants verdes del uniforme de deportes, pareció formar una rosa tableada— y una vez que dio media vuelta, todavía sin tocar el piso, le pro-pinó tal patada a la bola con el empeine derecho que pareció que atravesaría la red. Paolo sintió que vio todo ese despliegue de destreza en cámara lenta. Se sintió completamente atraído por la jugadora. Y no fue el único.

—¿Viste eso? El famoso Beto Vantolrá, la famosa, más bien, es una mujer… —decía más lento de lo normal Rodra, para luego quedar boquiabierto.

Luego de la increíble jugada, Beto tomó su lápiz y trató de devolver a su sitio el travieso mechón de pelo que se le había escapado de uno de los dos chongos que llevaba —el de la derecha—, para luego comenzar a correr hacia su propia por-tería con la finalidad de defenderla.

Entonces Paolo la miró más de cerca, lo cual le provocó una descarga de electricidad parecida a aquella de la máquina de

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toques que habían utilizado él y Rodra en el verano. Se le es-capó un suspiro con el que casi se traga media escuela, a la vez que se limpiaba el sudor de las manos en sus pantalones grises y notaba cómo su día dejaba de ser de ese color y comenzaba a endulzarse con el tono miel verdoso de los ojos de Beto.

Aunque ya estaba muy cerca, aún no lo suficiente para que Paolo distinguiera el hoyito que tenía en la barbilla, la pequeña cicatriz de su nariz aplastada, las minúsculas pecas cual cho-colate líquido salpicado en los pómulos, así como las curiosas ranuras de las mejillas que hacían parecer que sonreía entre paréntesis. Todos esos rasgos, junto con otros tantos, Paolo los vería (para conservarlos de por vida en una fotografía mental) poco tiempo después.

A pesar de tener a tan buena jugadora, por cada gol que Beto metía, las Vacas recibían uno o dos en contra. Varios de ellos, cortesía del odioso De Oliveira. Otros tantos, culpa del pésimo portero del equipo de Alberto, Xavi y Beto.

Renato tenía el balón en el área chica luego de haber burlado a dos o tres, estaba a punto de tirar —el portero casi se había volteado por completo para cubrirse la cara y evitar el golpazo en lugar del golazo, desentendiéndose de las exigencias de su posición— cuando de pronto llegó Beto, quien ni un instante dejaba de correr por toda la cancha, y le robó la bola en un movimiento tan astuto que varias personas, además de Paolo y Rodra, soltaron un animado gritito de sorpresa. “Tanta belleza debía ser como justicia divina”, pensó Munera, una especie de grata compensación patrocinada por la existencia.

Paolo estaba tan absorto en la escena de Beto mandándose un autopase por encima de dos contrincantes, para recibirlo luego de esquivarlos, que no vio cómo había logrado llegar hasta ella Renato, quien, evidentemente resentido por haber sido víctima del impecable juego de Beto, se le barrió por atrás, dándole tal patada en ambos pies que la mandó de in-mediato al suelo.

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Beto Vantolrá dio un par de giros durante la caída para aminorar el daño que se haría al tocar el escarpado piso. Se formó un tenso silencio en la cancha y sus alrededores. Beto se incorporó y se quedó sentada unos momentos, intentando recuperarse de la zangoloteada. Renato, quien ya se había le-vantado luego de su sucia barrida, se paró frente a ella, le ofre-ció su mano y le dijo con su sonrisa sarcástica:

—¡Ups! Parece que puede ser peligroso involucrarse en juegos de hombres, ¿verdad?

Paolo Munera, sin pensarlo, como si no tuviera ya suficien-tes problemas, se puso en pie de un salto, como disparado por una explosión de rabia, y le gritó con todas sus fuerzas: “¡No la toques!”

La mano de Renato hizo un movimiento involuntario, como si una cuerda invisible tirara de ella, alejándola de Beto y empujando a su dueño hacia atrás, quien perdió el equilibrio unos instantes. Los demás dirían que estaba loco, pero Paolo pudo haber jurado que vio salir las palabras de su boca, literal-mente, y arrojar a Renato lejos de Beto. Como si letra por letra hubieran adoptado un cuerpo físico, vaporoso y negruzco y, luego de sentirlas pasar por sus labios, hubieran llegado hasta la mano del enemigo y se hubieran desintegrado después de cumplir su cometido: hacer que no tocara a Beto.

Renato de Oliveira primero se descontroló un poco por sentir de forma palpable el grito de Munera, inmediatamen-te después, su sorpresa se transformó en enfado por tal inso- lencia.

—¡Otra vez tú, chilletas! ¡Ahora sí te daré una buena ra-zón para llorar! —lo amenazó mientras tomaba el balón, que se había quedado botando junto a él.

Rodragón, más pálido y tembloroso que el tofu que había cenado la noche anterior, se quedó sentado detrás de Paolo, viendo a De Oliveira acercarse a toda velocidad.

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Paolo no retrocedió ni un centímetro; pero no por valien-te, sino porque estaba paralizado del susto. Él jamás se había peleado a golpes, lo cual lo había hecho quedar varias veces como un cobarde, y aunque por supuesto le daba temor ser golpeado, la idea de pegarle a alguien, de lastimarlo intencio-nalmente, era lo que en verdad lo petrificaba.

No era un chico violento y evitaba el conflicto a toda costa, sólo que la injusticia que había presenciado, sumada al estrés acumulado durante el día, le hicieron reaccionar sin pensar y hacer algo que parecía imposible: no sólo meterse con De Oliveira, sino alejarlo de Beto de un modo muy extraño, repe-liéndolo con una frase que salió de su boca y se hizo tangible por unos instantes.

Renato, por su parte, tenía ganas de matar a Paolo, pero incluso para él sería problemático partirle la cara a alguien en pleno recreo dentro de la escuela. Por lo menos a su padre no le encantaría la idea, y aunque al final ambos solían salirse siempre con la suya, Renato prefería ahorrarse el trago amar-go de una discusión con su progenitor. Así que, mientras se acercaba a Paolo a toda prisa, pensó cómo podía vengarse de su desvergonzado agresor sin que fuera tan notoria y escanda-losa su acción como golpearle el rostro a puños. De modo que cuando estaba a cinco pasos de Paolo, dejó caer el balón hacia sus pies y, antes de que éste tocara el piso, le metió un patadón para que, gracias a su buen tino, se fuera a incrustar en la cara de Munera. Finalmente, así podría decir que se trató de un accidente y evitaría represalias.

Con un sorprendente movimiento de su brazo izquierdo, Paolo consiguió desviar el balonazo que iba directo a su nariz. Renato se enfadó aún más y le arrebató el balón a un niño de segundo que había estado jugando en la cancha de al lado antes de detenerse a mirar toda la escena. Lo pateó más fuerte que el anterior y se quedó boquiabierto al ver cómo Paolo lo

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rechazaba automáticamente, en esa ocasión utilizando los nu-dillos de ambas manos.

—¡Alfonso, pásame esos balones! —le ordenó Renato a uno de sus nuevos compinches, señalando un costal lleno que se utilizaba para la clase de Educación Física.

El pecoso y desagradable secuaz obedeció rápidamente, y en cuanto Renato tuvo los balones a sus pies, tanto como tenía a casi toda la escuela en apenas medio día, les dijo a otros tres de su equipo:

—¡Hey, vengan a jugar tiro al tonto!Ahora eran cinco abusadores con sonrisa maléfica los que

pateaban un balón tras otro para tratar de lastimar a Paolo, quien increíblemente los rechazaba todos antes de que lo golpearan. Incluso estaba quitando del camino los pelotazos que no le darían a él, pero que podrían haber lastimado a Rodragón, quien se esforzaba por mantenerse cubierto detrás de su amigo.

Rodra estaba pasmado por la habilidad con la que su Ultra se defendía de los balonazos (y, de paso, lo protegía a él tam-bién), que ya se asemejaban al ataque de un barco pirata. En un intento por retribuirle, por ayudarlo un poco, comenzó a recoger los balones que le quedaban cerca, a fin de que los enemigos tuvieran menos bombas que disparar.

Beto Vantolrá, que no se había perdido un segundo de lo ocurrido, se puso de pie, se sacudió un poco los pantalones verdes y la falda cuadriculada que llevaba encima y, con una cara de extrañamiento difícil de descifrar, tomó una bola des-viada que ahora rodaba junto a ella.

Los balones rechazados por Paolo caían por todo el patio: uno, sobre las zanahorias con limón de una niña del 203, sal-picándolas a ella y a sus amigas; otro, en la cabeza de Mateo, quien estaba formado para comprar en la tiendita y jamás supo qué lo había golpeado; uno fue a parar hasta el jardín de

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la azotea, aplastando un poco unas petunias color marrón con blanco; uno más entró por el aro de una canasta de basquet-bol, pero eso sólo lo vio Amalia, la niña de sexto de primaria que ahora compartía transporte con Paolo, desde la ventana de su salón; y el más impertinente de todos fue a dar a la ven-tana de la profesora María del Carmen Cruz, quien se levantó de inmediato para averiguar qué ocurría.

Los agresores se quedaron sin municiones. Las pocas que no estaban a varios metros de distancia, las tenía Rodra, quien, tendido sobre éstas, las abrazaba receloso para que nadie se las llevara. Paolo tenía las manos rojas e inflamadas cual jitomates alterados genéticamente, pero su cara seguía intacta, pues ni un solo pelotazo había logrado franquear la muralla creada por el rápido movimiento de sus extremidades.

Beto se acercaba aún con cara de asombro, de intriga. Paolo y Rodragón llegaron a pensar que iba a atacar a Renato por lo que le había hecho. Pero en vez de eso, con el balón que traía en las manos, hizo un tiro fortísimo en contra de Paolo. Por mucho, el de mayor velocidad entre todos los que recibió. Paolo apenas alcanzó a desviarlo, pero el golpazo en las palmas de las manos lo tiró de un sentón hacia atrás, cayendo sobre Rodra y los balones que éste logró recuperar. Todos los malandrines estallaron en risas, aunque no hubiera sido ninguno de sus disparos el que alcanzara a lastimar a Munera.

—¡Muy bien! ¡Ahora eres de las nuestras! —le dijo Renato a Beto al tiempo que le mostraba la palma con intención de festejo.

Pero Beto Vantolrá se limitó a resoplar a modo de desa-probación e hizo una negativa con la cabeza, dejando a De Oliveira con la mano estirada.

—¡Munera, usted y usted también, a mi oficina in-me-dia-ta-men-te! —ordenó la coordinadora a Paolo, Rodra y Beto.

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Los tres se encaminaron hacia la Coordinación de secun-daria, escoltados por la enfurecida profesora, cuyo fuego en la mirada parecía estar a punto de incendiarle las pestañas. Detrás quedaron Renato de Oliveira y sus cuatro cómplices —Alfonso, César, Enrique y José—, celebrando su buena suerte, pues no sólo no los habían atrapado, sino que además consiguieron meter en aprietos a aquel molesto trío.

Xavi y Alberto se voltearon a ver cabizbajos, un poco la-mentando que se hubieran llevado a su mejor jugadora y otro tanto sintiéndose culpables por no haberse inmiscuido para defenderlos a ella y a Munera (que para como iba la situación de Paolo en el primer día de clases hubiera sido como echarse la soga al cuello).

“Ya. Éste sí es mi fin. Ahora sí estoy frito. Más frito que una papa… de las fritas… ¿Cómo me fui a meter en esto? Y todo para que también me atacara a quien quise defender. No, muy mal. Me van a correr de la escuela, luego de mi casa… Quizá pueda vivir un tiempo en el patio de Rodra sin que nadie se dé cuenta…”, asaltaban a Paolo incontrolables pensamientos mientras caminaba como quien avanza hacia la guillotina.

—¡Nombres! —le exigió la profesora al asustado trío den-tro de su oficina.

—Be Be Be Beatriz Va Va… —trató de responder Beto, tartamudeando como metralleta.

—¿Beatriz Baba? —la cuestionó la coordinadora.—N n nnnn no…—¡Entonces hable bien, niña! —le dijo mientras escudri-

ñaba su talante, ya tan desbaratado como sus chongos.—Beeeeaaatriz Vaaaanttttolrá —dijo Beto con un esfuerzo

que parecía más motivado por el enfado que por la obediencia.—¿Y el suyo? —preguntó al más bajo de los tres.—Rodrigo Mondragón, profesora —respondió Rodra rápi-

damente, como un soldado a su general.

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—Tengan por seguro que no voy a olvidar esos nombres en lo que resta del ciclo escolar —amenazó al par, pasando sus ojos de uno a otro—. Y usted… —dijo mientras veía al tercer alumno.

—Paolo Mu…—¡Silencio! ¡Sé perfecto cómo se llama…! Retomo: Y us-

ted… ¡No tiene perdón! Como si no hubiera causado ya sufi-cientes trastornos el día de hoy. Debería de expulsarlo ahora mismo. Pero no, eso sería demasiado fácil para usted… Ya pensaré en un castigo a la altura de sus sandeces.

A Paolo le incomodaban tanto esos regaños, le provocaban tanta ansiedad, miedo y coraje que incluso añoraba regresar al patio, aunque ello significara volver a ser fusilado a pelotazos.

—Mientras tanto —continuó la profesora María del Car-men— los tres estarán en detención dos semanas. ¡Comen- zando hoy mismo! Díganles a sus papás que ni se molesten en venir por ustedes a las 2:00 p. m., pues desde ahora y durante 15 días saldrán de la escuela a las 5:00 p. m. Me encargaré de que le saquen el mayor provecho a esas horas extra, trabajando en lo que haga falta. ¿Entendieron?

—¡Sí, profesora! —volvió a responder Rodragón rápida y sumisamente.

—Pero nosotros no hicimos nada, fueron… —intentó ex-plicarse Beto.

—¡No! Claro, ustedes no hicieron nada. Oigo un golpazo en mi ventana, me asomo a ver qué ocurre y resulta que fue un balonazo, mismo que pudo haber roto el vidrio y matarme con un trozo… —“Eso no hubiera estado mal”, pensó Beto impulsivamente—. Comienzo a cruzar el patio para ver quién es el causante, porque hasta entonces bien podría haber sido un accidente, y me doy cuenta de que no es el primero, sino que hay balones botando por toda la escuela, que ya golpearon a más de uno, que ya causaron estragos, y entonces los veo a

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ustedes tres provocando todo el desorden. A usted, señorita, en una vergonzosa conducta para una dama, la miro pateán-dole la pelota a Munera para que éste se encargue de pegarle con las manos y mandarla lejos, a ver a quién le cae esta vez, a ver a quién molesta más; y por último, a usted lo veo con un montón de balones, que seguramente tomó sin permiso del área de Educación Física, como si fueran suyos, impidiéndole al resto de sus compañeros utilizarlos, con la evidente finali-dad de írselos pasando a Vantolrá o a Munera para hacer sus destrozos… ¡¿Y todavía se atreve a decirme que no hicieron nada?! —le reclamó a Beto, salpicándola con un poco de sa-liva, mientras se inclinaba hacia ella como si se la fuera a co-mer—. ¡Qué descaro! ¡Si yo los vi con mis propios ojos!

Unos ojos que parecían salirse de sus órbitas por tal enfado. Unos ojos ante los cuales se había modificado por completo lo que en realidad ocurrió en el patio. Las intensas reprimen-das de quien ya estaba tan colorada como su traje sastre sólo pudieron ser detenidas por el timbre que marcaba el final del recreo. Por primera vez Rodra entendía cabalmente la frase “salvados por la campana”.

—¡Lárguense a su salón ahora mismo! ¡Y los veo a las 2:15 p. m. en el 301!

Paolo echó un vistazo al escritorio y, extrañado, volvió a ver el expediente con las siglas de su nombre, oPm, hasta arriba. Los tres salieron de la oficina y se mezclaron con la multitud de alumnos que volvían a sus salones. Poco después de cruzar la puerta de la Coordinación, Beto volteó para buscar a Paolo, pero a éste ya se lo había llevado la verde corriente de unifor-mados hasta el primer piso.

El resto de la mañana continuó con la presentación de los nuevos maestros y sus respectivas clases, cada una más aburri-da que la anterior. En todo ese tiempo no pasaban más de 10 minutos sin que De Oliveira arrojara un fastidioso comentario

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contra Paolo y Rodra o a favor de su propia astucia para no haber sido atrapado. Uno que otro era ingenioso, pero fueran tontos o inteligentes los hostigamientos, todos recibían carca-jadas exageradas y abultados vítores por parte de los tantos alumnos que querían mostrar su apoyo a Renato como fuera, con tal de que éste estuviera, si no de su lado, por lo menos no en su contra.

Llegó la hora de la salida y toda la secundaria, salvo tres derrotados alumnos, corrió disparada hacia la puerta para co-menzar a disfrutar de dos días de descanso luego de la prime-ra “semana” de clases, que, para su fortuna, duró solamente un día.

Paolo fue a explicarle a su hermana sobre la detención para que le dijera al señor Saúl que no se regresaría con ellos. Le pidió insistentemente que no le comentara nada a su mamá para que él buscara la mejor forma de hacerlo, petición que fue pasada por alto olímpicamente. “¡Ups! Te entendí mal, pensé que me habías dicho que sí querías que le dijera a mi mamá”, argumentaría falsa y burlonamente cuando Paolo le reclamara.

Rodragón fue a explicarle lo ocurrido a su madre, quien ya lo esperaba en la puerta. Doña Yil Da, luego de una leve reprimenda, le dio un poco de dinero para que se comprara algo de comer; un vaso de frutas y verduras con limón y chile piquín, de esos que vendían afuera de la escuela, fue por lo que optó.

Beto simplemente bajó la frente y las escaleras y se dirigió al salón 301.

Cuando Paolo y Rodra entraron a lo que sería su celda, Beto dejaba el sándwich, al que acababa de darle una mordida, so-bre la paleta del pupitre en el que estaba sentada. Se puso de pie casi de inmediato. La pareja de amigos y Beto se quedaron viendo a los ojos durante unos segundos que parecieron horas,

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inmersos en un silencio que sólo se volvía más incómodo con el viscoso masticar de Beto.

Los amigos le lanzaban una mirada tan llena de recrimina-ción a Beto que ella apenas podía sostenerla. Los tres parecían vaqueros a punto de desenfundar, escena que graciosamen-te se vio completada cuando el viento hizo girar una enorme bola de papel entre ambos bandos.

Beto se acercó directamente a Paolo y le ofreció su mano. Paolo la estrechó sin pensar. Se quedaron sus manos juntas un poco más de lo que normalmente dura un saludo. Paolo se perdió unos segundos en la encantadora mirada de Beto y vol-vió a experimentar esa especial electricidad recorrerle el cuer-po, una más intensa que la que sintió en el recreo poco antes de que brincara en defensa de quien se estaba convirtiendo en su máquina de toques humana.

Rodra reprobó el acto con la mirada. En cuanto separa-ron sus manos, Paolo, instintivamente, se limpió la suya en el pantalón, arrepintiéndose casi de inmediato por lo que podía haber parecido una grosería. Rodra sonrió maliciosamente, creyendo que su amigo lo había hecho como una ofensa, como queriendo expresar que le había dado asco. Beto se avergonzó. Pero no tomó a mal lo que hizo Paolo, pues bien sabía que sus manos sudaban demasiado y que apretarlas era como exprimir una esponja.

—So so so so soy… —trató de presentarse Beto.—Tartamuda. Ya lo notamos —espetaba Rodra, quien se-

guía creyendo que era momento de pelear por lo ocurrido en el recreo.

—¡A ti no te estoy hablando, enano! —le gritó sin esfuerzo a Rodra, al tiempo que, inconscientemente, se colocaba en una amedrentadora posición de kung-fu.

Beto, desde hacía algunos años, tomaba clases de dicho arte marcial todas las tardes de lunes a viernes, tanto en Morelia

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como en Monterrey, o en la ciudad de México, donde fuese que viviera. Le encantaba. De hecho, tener que faltar a sus clases era lo que más le dolía de aquel castigo de detención. La enojaba, más bien. Por eso, hasta la menor provocación le parecía razón suficiente para querer poner en práctica sus conocimientos.

Rodragón, impulsado por su instinto de supervivencia, se colocó detrás de Paolo de un brinco. Entonces Beto trató de presentarse nuevamente:

—Soy…—Una de las secuaces de Renato, ya nos dimos cuenta.

¿Qué, no trajiste otra pelota para golpear a mi amigo? ¿O es- tás esperando a que llegue el resto de tu banda para volver a atacarlo en manada? —le recriminó Rodra, aún escondido tras su mejor amigo.

—¡Déjame hablar! —gritó tan exasperadamente que Rodra sintió como si se le sellaran los labios.

Paolo se sentía afortunado de tener un amigo así, de escu-char cómo Rodra lo defendía a capa y espada (aunque fuera utilizándolo a él como escudo), pues jamás había visto que Rodragón peleara, y menos tan aguerridamente, por otra cau-sa, ni siquiera para defenderse a sí mismo. No obstante, en ese momento Paolo, más que amenazado, se sentía sumamente intrigado por lo que Beto quería decirles. Así que volteó y, en actitud pacificadora, tocó la espalda de su amigo, como dicién-dole “está bien, vamos a escucharla”.

En su tercer y definitivo intento, la niña de hermosura atí-pica dijo con esa grande boca que dejaba entrever sus desor-ganizados dientes:

—Soy Beto Vantolrá. Bueno, me llamo Beatriz, pero me di-cen Beto. Mucho gusto —y volvió a estirar la mano en un acto reflejo, bajándola rápidamente al notar su torpeza.

—Paolo Munera —respondió sin conseguir atrapar la mano de Beto—. Y me dicen… Paolo.

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Beto sonrió y se le formaron esos surcos en las mejillas que evocaban unos paréntesis.

—Rodrigo Mondragón —se animó a decir dos segundos más tarde, atendiendo la petición de las cejas de su amigo, pero con el desgano propio de un recién despertado en lu-nes— y me dicen Rodragón o Rodra… aunque mis enemigos suelen decirme enano…

Sin hacerle ningún comentario a Rodra, Beto devolvió los ojos a Paolo y comenzó a darle las explicaciones que tan- to esperaba.

—Eres un buen portero, Munera.—¿Yo? No. Yo no juego futbol.Y era cierto. Las poquísimas veces que él y Rodra trata-

ron de jugar salieron agotados, heridos y sin haber tocado el balón. Pero como todo les indicaba que los hombres que se precien de serlo debían jugar futbol, hace dos veranos estu-vieron lavando autos para conseguir su propio dinero y com-prarse un balón. Sólo una tarde lo patearon, intentando, sin mucho ímpetu (y aun con menos tino) pasárselo el uno al otro, hasta que el franco aburrimiento les llevó a pintarrajearlo con maquillaje de la hermana de Rodra, como si fuera la cara de una mujer, luego a hacerle un cuerpo con ropa vieja rellena de periódicos, ponerle un sombrero y finalmente colocarlo en la banca de un parque para hacerle una broma a los paseantes, donde lo olvidaron.

Alguna vez a Rodra le pareció ver a unos niños jugando en ese mismo parque con un balón manchado de lápiz labial, pero como no estaba seguro de que fuera el suyo ni tenía el menor interés en recuperarlo, no les dijo nada.

—En el recreo, cuando te atacaron el idiota de Renato y sus compinches, desviaste unos tiros que casi nadie hubiera podido desviar —trató de explicarse Beto.

—¿O sea que De Oliveira no es tu amigo? —preguntó Rodra intrigado.

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—¿Mi amigo? —replicó frunciendo las cejas como si hu-biera escuchado la pregunta más absurda del mundo—. ¿Ese fanfarrón arrogante y sucio jugador egocéntrico del mal? Ni loca. Primero muerta —y sin su característica energía elevada, casi melancólicamente, añadió—: su familia le ha hecho más daño a la mía de lo que puedes imaginar. Y seguramente ni tiene la menor idea de eso… Nada les importa que no sea te-ner más dinero y poder, a costa de lo que sea.

—¿Entonces por qué…? —intentó preguntar Paolo, sacan-do a Beto de su breve y doloroso viaje mental.

—Cuando me defendiste de ese patán, luego de su cochi-na y cobarde patada… Por cierto, gracias… —Paolo se sintió un gallardo caballero escuchando cómo la damisela que había rescatado de las garras del malvado dragón le agradecía tan heroico acto. Sin embargo el pecho hinchado de orgullo se le desinfló tan rápido como globo sobre cama de clavos cuan-do ésta añadió—: pero puedo defenderme sola —concluyó su acotación y continuó con lo que estaba diciendo—. Volteé a ver cómo te librabas de tan buenos balonazos y pensé que eras el portero que le hacía falta a nuestro equipo. Pero para estar segura de ello, me levanté y fui a hacerte el tiro más fuerte que pude. Y, apenas, pero también lo detuviste. Tienes unos reflejos envidiables.

—Debe ser la costumbre… Tanto tiempo tratando de qui-tarme de encima los golpes de mi hermano, que es seis años mayor que yo… —reflexionaba Paolo en voz alta.

—¿Por qué no juegas? —invitaba Beto a Paolo cuando fue interrumpida por la incómoda presencia de la profesora María del Carmen Cruz.

—Porque no es momento de jugar. Son las 2:15 p. m., hora de trabajar. En un momento el conserje les traerá los utensilios necesarios para que se pongan a limpiar estas bancas hasta que queden como nuevas. No aceptaré nada menos que reluciente.

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Beto, Rodra y Paolo echaron un rápido vistazo a los pupi-tres y después a sus respectivos “compañeros de celda”, con unos ojos que expresaban, más que pereza, incredulidad ante sus facultades para poder realizar semejante tarea.

Las bancas de tercero eran, por mucho, las más sucias y pintarrajeadas. Las de primero son usadas por asustadizos jó-venes que apenas van entrando a la secundaria y que no sue-len ocasionar desperfectos al mobiliario. Pero entre más cerca están de dejar la escuela, menos temor tienen de cometer ac-tos prohibidos, como vulnerar las bancas: embarrarles chicles masticados, escribir acordeones, insultos, canciones y hasta cartas de amor en ellas, pegarles calcomanías, convertirlas en lienzos de enormes dibujos o simplemente firmarlas con sus nombres.

Muchas de estas acciones las llevaban a cabo echando mano de plumones con tinta indeleble, calificativo que se volvería un dolor de cabeza para el trío. Tal era el caso del primer pupi-tre, que estaba completamente decorado con unos estilizados garabatos negros, azules y rojos, hechos con esos marcadores que se usan para escribir sobre los discos compactos. Esos tra-zos, de no ser porque acababan de convertirse en un difícil contrincante, Paolo incluso los hubiera encontrado hermosos.

—Aquí está ya don Refugio. Ande, deles las cosas a estos revoltosos. Los estaré vigilando desde mi oficina. ¡A trabajar!

Partieron la coordinadora y el conserje en direcciones opuestas, mientras los tres detenidos miraban estupefactos su escueto paquete de herramientas que consistía en una cubeta con agua, tres cepillos y un trapo. Nada de jabón, ni líquido quitamanchas, ni aguarrás, ni nada por el estilo.

Con resignación, cada quien tomó un cepillo, lo remojó y empezó a tallar un pupitre.

—¡No, por favor no me digan que éstos son mocos! ¡Diiiac! —decía angustiado Rodra, mientras los otros dos se lanzaban

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una miradita risueña—. Si no es tercero de primaria, ¡¿cómo se atreven?!

—Esto no funciona, necesitamos algo más para que se borre la tinta. Es imposible hacerlo así, a menos, claro, que estemos aquí cinco años… cosa que le encantaría a la coordinadora… —se quejaba Paolo.

Los otros dos, absortos en sus propias tareas, no comen-taron nada. Paolo volteó a buscar alguna muestra de empatía y vio algo que le llamó mucho más la atención que Rodra li-diando con sustancias viscosas: Beto parecía estar despegando la tinta del primer pupitre, aquel todo decorado; no limpián- dola o borrándola, sino que era como si se volviera sólida al tocarla y así pudiera despegarla. Arrancaba las grecas como si fueran calcomanías con poquísimo pegamento. Paolo se que-dó estupefacto al ver cómo la banca quedaba totalmente lim-pia mientras Beto hacía bola en su mano lo que parecían tiras de tinta chiclosa, de colores negro, rojo y azul.

Beto volteó y, en cuanto se cruzaron sus miradas, se puso muy nerviosa, como si estuviera haciendo algo indebido. Miró su mano y estaba manchada, como si la tinta que acababa de “arrugar” hubiera adquirido su consistencia líquida original. Abrió la boca como para tratar de explicarse y fue salvada por don Refugio, quien se asomó al salón y dijo:

—Oigan, chicos, lamento la interrupción, pero necesito pe-dirles un favor. Mi vejez me hace olvidar cosas y no recuerdo dónde dejé mi líquido especial. Está en un atomizador blanco con tapa roja —decía mientras colocaba en el piso del salón un bote con dichas características—. ¿De casualidad no lo dejé por aquí? Es importante que lo encuentre porque con él se me facilita mucho el trabajo, basta una rociada para que desaparezca cualquier mancha de inmediato. Si lo ven, aví-senme por favor —y se alejó guiñándoles uno de sus grisá- ceos ojos.

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El trío escuchó a la coordinadora acercarse al salón y to-dos volvieron a su labor, luego de que Beto escondiera rápida-mente el líquido de don Refugio. Paolo seguía intrigado por la forma en que la vio “arrancar” la decoración de aquella banca, pero no comentó nada al respecto.

—Ocurrió un imprevisto y debo marcharme. Pero los de-jaré a cargo del conserje. Más les vale que no se vayan de aquí antes de las 5:00 p. m. y que no dejen de cepillar. Tengan por seguro que me enteraré si no siguen mis instrucciones. Y no olvide su comprobante si quiere entrar a la escuela el lunes, Munera —dijo con prisa, antes de darse la media vuelta y mar-charse a toda velocidad.

—¿Comprobante de qué, Ultra? —preguntó Rodra in- trigado.

—Ah, se me olvidó contarte lo del psicólogo. Tengo que empezar una terapia antes del lunes para poder volver a la es-cuela. Por lo que pasó en el patio… Mi mamá me va a matar… —aseguró con preocupación.

—¡Ay, qué exageración de esa mujer! Como si ella nunca hubiera llorado. Me refiero a la coordinadora, ¿eh?, no a tu mamá… Alguna buena razón debes haber tenido, ¿no? —di- jo Beto de una forma tan comprensiva que sorprendió a Paolo, a la vez que rociaba una banca con el atomizador de don Refugio—. No entiendo por qué esas limitaciones, esas dis-tinciones que algún ocurrente se inventa y ahí vamos todos de babosos a seguirlas: si tienes tal edad o si eres hombre no pue-des llorar, si eres mujer no puedes jugar futbol… ¡Por favor! ¡Ésas son jaladas!

Paolo sonrió y, antes de poder decir algo, Beto agregó con su inconfundible voz ronca y acelerada:

—¡No manches, esto está buenísimo! O… sí mancha, si quieres, porque con este líquido se quita de volada. Je je je.

Los amigos vieron cómo su compañera rociaba una banca

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tras otra y las limpiaba fácilmente con el trapo. Era como quitar con una servilleta una capa de polvo recién formada.

—¡Buenísimo, Betito! —le gritó emocionado Paolo, esti-rando la mano por arriba de su cabeza para invitar a Beto a chocarla con la suya, quizá sólo como pretexto para volver a sentir aquellas agradables descargas eléctricas.

Pero la mano de Paolo se quedaría sin sentir la de Beto y él sin sentir la electricidad anhelada, pues, en vez de festejar con él, la futbolista dijo tajante:

—“Beto”, por favor. ¡No soporto los diminutivos!Paolo, desconcertado, bajó la mano para hacerla útil donde

más se necesitaba: en la limpieza.—Esperen. Hay que detenernos. Si seguimos a este paso

vamos a terminar de limpiar todos los pupitres en menos de media hora —interrumpió la incómoda situación Rodra, por fortuna para los involucrados.

—¿Y eso qué? Mucho mejor, ¿no? ¿O qué, te mueres de ganas de quedarte aquí hasta las 5:00 p. m., soquete? —dijo la aún encendida Vantolrá.

—No, genio, no tengo nada de ganas. Y mucho menos con tu agradabilísima compañía. Pero si terminamos de inmediato y, peor aún, si nos vamos antes de las 5:00 p. m., ten por seguro que la profesora María del Carmen sabrá que hicimos trampa. Y entonces no sólo nos irá peor a nosotros, sino que de paso meteremos en aprietos al conserje.

Beto sabía que Rodra tenía razón, pero con tal de no ad-mitirlo, mejor se quedó callada, mirando hacia todas partes y levantando las cejas y los labios como si estuviera cavilando.

—Tienes razón, Rodragón. Sugiero que limpiemos nada más las primeras tres hileras de bancas y nos quedemos espe-rando a que den las 5:00 p. m. Así no levantaremos sospechas.

En menos de 20 minutos terminaron la labor que se propu-sieron. Entonces se sentaron juntos en el extremo contrario al

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de las ventanas. Beto tomó su sándwich mordido y, antes de darle otro bocado, le ofreció a Rodra, en un intento por subsa-nar los ataques que le había propinado.

—¿Quieres?—No… gracias —respondió Rodra con cara de repulsión y

volteándose hacia otro lado.Paolo, suponiendo lo que se avecinaba, le hacía señas a Beto

por detrás de Rodra, como pidiéndole que se detuviera.—¡Uy, qué malos modos! Yo todavía de buena onda y tú

haciéndome una cara como si te hubiera ofrecido caca —le reclamó Beto.

—¡Peor aún! ¡Más bien es como si me hubieras ofrecido pan relleno del cadáver de un marrano que pasó su corta vida en una granja, siendo maltratado y torturado, tratado peor que un cacharro, en un lugar con tal cantidad de puercos que no podía ni moverse, para después ser hacinado en una jaula tan pequeña que le impedía siquiera ponerse de pie, y transporta-do a su destino final, donde, poco después de alcanzar a ver el cielo por última vez (por vez primera, quizá), sería cruelmente asesinado, sin ninguna compasión, sin anestesia ni piedad y con la única finalidad de que los arrogantes humanos, que se creen superiores al resto de los animales, lo destacen y se lo traguen en un millón de formas posibles, como, no sé, rebana-do en láminas tan delgadas que apenas recuerdes que alguna vez fue un ser vivo, que gritó y chilló y suplicó y clamó por su vida antes de terminar en tu sándwich! ¡Ah! Espera… ¡Eso es justo lo que me estás ofreciendo!

”Pero claro, como ya no tiene ojos y está entre dos panes, no hay bronca, ¿no? Tan ocurrentes los verdugos… Pues no importa qué tanto rebanes su cuerpo, un muerto es un muer-to. ¡Como el que te estás comiendo!”

Beto se quedó congelada un instante. Pero lejos de sentir- se culpable, se sintió ofendida, así que tomó su sándwich

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y lo empezó a manipular como si fuera una boca, acercándo-selo nuevamente a Rodra, ahora con mala intención, y jugan- do a hacer la fantasmagórica voz del sándwich:

—¡Cóoooomeme! ¡Andaaaaa, cómemeeeee! ¡Miraaaa mis labios de pan y mi deliciosa lengua de jamón!

Rodragón le arrojó una temblorosa mirada de odio, se le-vantó y se fue a sentar a la otra orilla del salón, cerca de las ventanas.

Paolo, en un intento conciliador, le dijo a Beto:—Estas cosas le afectan mucho. Le afectan de verdad. Pa-

ra él no hay diferencia entre los animales y las personas. Para Rodra ver un bistec es como ver a una señora atropellada. Es como si no pudiera hacer distinción entre los cadáveres de la gente y los de los animales.

—¿En serio? Entonces no podría vivir en Monterrey. Allá hay restaurantes donde la especialidad es el cabrito, y cuando pasas por afuera ves sus cuerpos expuestos en un aparador, ensartados en una varilla, sin cabeza, dando vueltas sobre su propio eje, como bailando un vals zombi.

Paolo le sonrió y después le pidió que bajara la voz para que Rodra no escuchara eso, que seguro le provocaría pesadillas.

—¿Estás bien, Ultrita? —le preguntó Paolo a su amigo, poniéndole la mano en la espalda—. Ella no lo hizo de mala intención, es sólo que…

—No, Paolo, no la defiendas. No ha hecho más que agre-dirme desde que tuvimos el infortunio, desde que apareció en nuestras vidas.

—¡Ay, no exageres, “bigotes de pellejo”! ¡Yo qué iba a sa-ber que eras un delicado “come-lechugas”!

—¿Lo ves, Paolo? Ella es igual que todos los bravucones del colegio…

Paolo no sabía qué hacer, se sentía sumamente incómodo con la discordia entre ese par, pues Rodragón era su mejor

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amigo, pero se moría de ganas de conocer más a Beto. Lo in-trigaba sobremanera. El trío no volvió a proferir palabra algu-na el resto del tiempo, que parecieron meses.

—Ya son las 5:00 p. m., mis pequeños amigos —les dijo amablemente don Refugio, diluyendo la tensión.

—Muchas gracias, don Refugio… nuevamente —le di- jo Paolo al que se había convertido en su salvador a lo largo del día.

—No hay nada qué agradecer. Ah, y por cierto, si alguien encontró mi líquido especial, por favor guárdelo en su mo-chila y tráigalo el lunes, porque si me lo dan ahora lo volveré a perder… Me pongo muy distraído los viernes. Más de lo normal. Ja ja ja —dijo en tono dulce y se alejó para abrirles una puertita que se recortaba del portón principal, echan-do mano de una de las tantas llaves que le colgaban de la cintura.

Los tres castigados sonrieron, Beto guardó el atomizador en su mochila y todos salieron del salón. Alcanzaron a don Refugio, se despidieron de él y cruzaron la pequeña puerta. Del otro lado ya se encontraba el auto de doña Yil Da, que había ido a recoger a Rodra.

—¿Cómo les fue, malandrines? Espero que no muy bien. Pero tampoco tan mal… —decía la mamá de Rodra tratando, infructuosamente, de hacerse la enojada—. ¿Quieres un aven-tón, corazón? —le preguntó a Paolo.

—Si no fuera mucha molestia, señora.—¡No, para nada! ¡Qué va a ser molestia!—Por cierto, muchas gracias por mi regalo, está muy bo-

nito —le dijo sin atreverse a confesar que ya no eran más que añicos de cerámica.

—¡Qué bueno que te gustó, corazón! Ya verás que te traerá muy buena suerte. ¿Y tú, preciosa, cómo te vas a ir a tu casa? ¿Vienen por ti? —dijo mirando a Beto por primera vez, pero

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con la amabilidad y camaradería propias de quienes se cono-cen de años.

—Sí, mamá, seguro que tiene cómo irse, no te preocupes por ella —la interrumpía el adusto Rodra, que ya se había su-bido en la parte delantera del auto.

—¡A ti no te pregunté nada! ¡Déjala contestar a ella!—No, señora, no vienen por mí. Me voy en microbús. Pero

está cerca, no se preocupe.—No, no, no, no, no, encanto. No puedo permitir eso.

Súbete, que yo te llevo a donde sea necesario.Doña Yil Da era una mujer comprensiva, amorosa, muy al

pendiente de sus hijos y, aunque era un poco exigente en cier-tas áreas, siempre le ganaba su lado tierno. Era más o menos bajita, de cuerpo tan redondo como su cara y tenía los ojos incluso más rasgados que Rodra, pues tanto su padre como su madre eran de China. En cambio el físico de Rodrigo Mondragón era una mezcla casi a partes iguales: lo oriental de doña Yil Da y lo mexicano de su papá, el señor Rubén, un carismático ingeniero jubilado que todo el tiempo diseñaba y construía extraños artefactos, además de intentar hacer todo tipo de reparaciones, normalmente sin mucho éxito, pero con un entusiasmo y confianza envidiables.

—Servida, corazón. Fue un placer. Qué bueno es conocerle una amiguita tan agradable a este par —le dijo doña Yil Da a Beto mientras detenía el auto frente a su casa, que quedaba no muy lejos de las de Paolo y Rodra.

—No es nuestra amiguita y mucho menos es agradable, mamá.

—¡Cállate, majadero! ¡No seas descortés! —y le jaló sua-vemente esa especie de bigotes que tenía junto a la comisura de los labios.

Mientras Rodra se quejaba del dolor (nada tenía más sen-sible en el cuerpo que sus peculiares bigotes de piel), Paolo y

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Beto rieron por lo bajo y se quedaron mirando a los ojos unos segundos de más. Entonces a ambos les sudaron las manos.

Beto se bajó del auto, cerró la puerta y dijo a través de la ventana:

—Muchas gracias, señora. Nos vemos, Mondragón… y ya, ahí muere ¿no? Ahí te ves, Munera, suerte en el loquero.

Doña Yil Da arrancó, Paolo volteó para ver a Beto una vez más y miró, encantado, cómo se saltaba, con un buen des-pliegue de agilidad, la altísima reja de su casa, al tiempo que Rodra argumentaba que lo que ella acababa de decirle no con-taba como una disculpa.

Pocos minutos después el coche se detuvo a un par de cua-dras de casa de Paolo, donde solía dejarlo la mamá de Rodra cada que le daba aventón (que no eran pocas veces) para no desviarse tanto de su camino. Era mucho más sencillo cruzar a pie ese último tramo que rodearlo con el auto.

—Adiós, encanto, no dudes en llamar si necesitas algo —le dijo doña Yil Da amorosamente.

—Nos vemos, mi Ultra, suerte —se unió Rodra a la des- pedida.

—Ok. Muchas gracias a los dos. Son lo mejor. Se echó a andar, atravesando primero el parque junto a la

estación de policía, desde donde era común que los uniforma-dos lo saludaran. Luego llegó a la parte en la que debía elegir entre dos angostos senderos. Éstos se extendían a los lados de un terreno por el que no era muy recomendable caminar, pues solía estar enlodado y sus enormes pastos, hierbas y ramas es-condían desperdicios y uno que otro repugnante animal. “El pantano”, le decían él y Rodra. Paolo, como siempre, eligió el camino de la izquierda, un pasillo con adoquines que tenían incrustada una llave en el centro, cada una distinta de la otra.

De niño, él siempre se imaginaba que un carcelero iba pa-sando por ahí cuando el cemento estaba fresco y que se le

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fueron cayendo sus llaves una a una en las losas, donde se quedaron atrapadas para siempre. Ya más grande, alguien le explicó que existía la intención de decorar de igual forma el camino de la derecha, pero que en uno de los cambios de ad-ministración el proyecto había quedado abandonado.

Un solo sendero así había sido suficiente para detonar todo tipo de historias y fantasías en la fértil imaginación de Paolo, quien solía contar las llaves una y otra vez sin conseguir nun-ca una cuenta igual a la anterior. Definitivamente, siempre fue más hábil con las palabras que con los números. En más de una ocasión quiso arrancar una llave, creyendo que con ella abriría el cofre de un tesoro que, imaginaba, se encontraba escondi-do en alguna parte del “pantano”. Pero nunca lo logró, pues estaban enclavadas en pleno adoquín, tan firmemente como si fueran parte del mismo. Aquella tarde, el sendero le recordó el enorme llavero de don Refugio, lo cual lo hizo sonreír.

Ambos caminos desembocaban en un par de canchas en estado deplorable, una de futbol y otra de basquetbol, donde Paolo solía jugar de todo salvo dichos deportes. A lo largo de éstas había entradas peatonales a seis calles distintas: la prime-ra a la izquierda era la de Paolo.

Llegó a la “entrada trasera” de su calle y luego a la puerta de la segunda casa a la derecha, una blanca con rejas pequeñas del mismo color. Temió que su madre se encontrara dentro. Cruzó la puerta con más nervios que cansancio y, efectiva-mente, ahí estaba la señora Andrea, tan perfumada como en-fadada, esperándolo en el que Paolo llamaba “el sillón de los regaños”, pues era donde su madre solía acomodarse cada que le gritaba.

—¿Detención en el primer día de clases? ¿En el primer día de secundaria? ¡Qué demonios te pasa! ¿Ahora qué hiciste? —empezó a decir la señora Andrea antes de que Paolo siquie-ra lograra entrar por completo a la casa.

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—Esteeee… Bueno, es que Renato de Oliveira me empezó a lanzar balones y, pues… —intentó argumentar tan rápido como le fue posible.

—¿Renato de Oliveira? ¿El hijo de Wenceslao de Oliveira ahora va en tu escuela? —decía con un enojo que cedía su lu-gar a la sorpresa—. ¿Y estabas jugando futbol con él?… Muy bien, hijito. Ése es el tipo de actividades que debes procurar. Ya ves tu hermano qué bueno es para los deportes. Y justa-mente ésa es la clase de amistades que te conviene cultivar y conservar. Así, cuando seas grande, tendrás los mejores con-tactos para hacer negocios. ¿Y en cambio, crees que te va a de-jar algo bueno seguir juntándote con tu amigo raro, el chinito ése? Boquerón o Rodrigón o qué sé yo cómo le dicen…

A Paolo se le retorció el estómago más de tres veces en esa corta intervención de su madre. No sabía qué le había moles-tado más: que el enojo se le hubiera pasado sólo porque creía que jugaba futbol, que le alegrara pensar que era amigo de Renato o que despreciara nuevamente a quien llevaba más de tres años de ser su mejor amigo y que ni supiera cómo le llamaban. Sin embargo, decidió aprovechar la situación y no reclamarle ni aclararle nada para no reavivarle el enfado. Además, todavía le faltaba confesar algo importante:

—…y, pues, la coordinadora me dijo que tenía que empe-zar a ir con un psicólogo antes del lunes si quería regresar a la escuela…

—¿Qué, quéeee? ¿Y eso por qué? ¿Ahora qué hiciste? ¿Te pusiste a defender otra causa perdida? ¿Volviste a robar los sobrantes de comida de la tiendita para dárselos a un mendi-go? ¿Metiste nuevamente un perro callejero a la escuela para, según tú, rescatarlo del frío? ¿Ahora qué, Paolo? ¿Ahora qué? —preguntó exasperada.

—Pues… estábamos formados en el patio… y de re- pente…

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El timbre de la casa sonó e interrumpió una explicación que Paolo no tenía ganas de darle a su madre, pues si él no entendía lo que había ocurrido esa mañana, mucho menos lo haría ella.

—Ya llegaron por mí. Tengo que irme a mostrar una casa. Ojalá y la venda… porque con algo tengo que pagar tu psicó-logo, ¿nooo? Pero, ¿sabes qué?, pensándolo bien, qué bueno que te hayan mandado porque de plano yo ya no sé qué hacer contigo, no entiendo por qué no puedes ser una persona nor-mal… Pero bueno, veo que por lo menos ahora lo estás inten-tando. Que hoy te conseguiste, finalmente, un amigo decente y que por fin estás jugando futbol como los niños normales. Quizá la psicóloga te ayude a seguir por ese buen camino. Ahora mismo le llamo a Consuelo a ver si puede darte una cita para mañana en la tarde —el timbre volvió a sonar. La señora Andrea gritó: ¡Vooooy!, tomó su bolsa y se alejó rápidamente en su típico andar de tacones altos y sonoros. Paolo se quedó con un sentimiento agridulce, pues aunque no le gustaba que su mamá insistiera en que él debía cambiar y ser diferente a como era, le daba cierto gusto que no lo considerara alguien “normal”.

Pronto cayó la noche y, casi a la par, Paolo, en su cama. Cuando estaba a punto de cerrar los ojos, una molestia le hizo voltear a ver su dedo índice izquierdo, lo cual le recordó el eclipse de luna del que le había hablado Rodra. Se levantó, se puso las pantuflas que estaban junto al buró (ahora adornado con media cabeza de marrano) y subió a la azotea para mirar el espectáculo astral. Ahí se encontró a Isabel:

—¡Hola, joven Paolo! Qué bueno que vienes, lo iba a buscar para decirte del eclipse, pero pensé que ya estaba dor-mido. Oí que tuviste un día muy cansado y no quería mo- lestarlo.

Paolo le sonrió en señal de agradecimiento y ambos se

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quedaron viendo cómo una mancha negra comenzaba a cubrir la luna.

—¿Sabes, joven Paolo? En mi pueblo se dice que cada que estas cosas pasan es porque la Metztli, como se le conoce a la luna, se avergüenza de todo lo malo que ocurre en la Tierra. Entonces se tapa la cara un momento y después se sonroja. Por eso se le mira primero negra, negra y después colorada. Ella todo lo ve desde allá arriba; tiene, como quien dice, una mejor perspeptiva o visibilidá del mundo. Nosotros la miramos a ella desde acá abajo y muchos la admiran y es, cómo decirte, pues como su inspiración de ellos. Entonces les duele que ella no quiera verlos, así que para que ya no se apene de nosotros, ahí en mi pueblo le hacemos una ofrenda durante ocho días luego del eclipse. Se trata de hacer una buena obra cada uno de esos días, por pequeñita que sea, para que ya no se tape la cara y nos siga enseñando su brillo tan precioso de ella.

Paolo se quedó pensativo, mirando la exhibición lunar has-ta que concluyó. Y entonces comprendió a la luna. Entendió perfectamente los motivos de su vergüenza. Ahuyentado por el frío y el cansancio, finalmente se fue a dormir, tras recibir un buen abrazo de Isabel.

A lo largo del día no paró de lamentarse por tantas desven-turas en una sola jornada, no obstante, antes de cerrar los ojos cayó en cuenta de que también había sido sumamente dichoso en varios momentos. Sea cual fuere el balance final, no podía quejarse de haber tenido un cumpleaños común y corriente. Mejor aún, si lo pensaba bien, era como si durante el día por cada gran infortunio hubiera recibido a cambio una fortuna incluso mayor. Entonces agradeció sinceramente haber pasado un 08 del 08 del 08 tan especial. Y en un parpadeo se quedó profundamente dormido.

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