LOS DESAFOS DE LA COSMPOLIS: NIETZSCHE Y EL NIHILISMO ...

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1 LOS DESAFÍOS DE LA COSMÓPOLIS: NIETZSCHE Y EL NIHILISMO OCCIDENTAL Lo que cuenta es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que no puede sino venir: el ascenso del nihilismo. Esta historia puede ya ser contada: pues aquí actúa la necesidad misma. Este futuro habla ya en cien signos, este destino se anuncia por doquier; para esta música del futuro, todos los oídos están ya aguzados. Toda nuestra cultura europea galopa ya desde hace mucho tiempo, con la tortura de la tensión que crece de decenio en decenio, como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, atropellada: como una corriente que quiere el fin, que ya no vacila, que tiene miedo de vacilar. F. Nietzsche, Fragmentos póstumos ... quien más a fondo quiere matar, ríe. F. Nietzsche, Así habló Zaratustra ENTRE CULTURA Y BARBARIE: SOBRE LA SALUD DE LOS PUEBLOS Las ideas en torno a la decadencia de la cultura occidental que atraviesan todo el siglo pasado se vienen exacerbando hasta los tonos apocalípticos que acompañan las actuales especulaciones posmodernas. Las inflexiones de ambigüedad, vacío y ocaso que conducen la modernidad desde sus mismos inicios contradictorios, marcan profundamente las corrientes feroces que envuelven la realización cultural en general, ya que «jamás se da un documento de la cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie» (W. Benjamin, 1989: 182). Dentro de las abundantes entrañas decadentistas, habría que atribuir a Descartes y su duda metódica el origen de esta ambivalencia que caracteriza a la modernidad occidental; pues ante las pretensiones autónomas de la razón cientificista y la expansión del paradigma metafísico de la subjetividad, se introducen también los presupuestos básicos de la cultura de la sospecha que la arrastra a cuestionar mediante el desgarro sus propios fundamentos constitutivos. Desde entonces, los venenos de la crítica que cuestiona las pretensiones impulsadas por las ideas ilustradas de la cultura occidental, aparecen de manera directa o incidental en pensadores como Rousseau, Kant, Hegel, Feuerbach..., o de forma clara y abierta en las diatribas del pensamiento romántico. Pero dentro de esta compleja formación, sin duda los denominados maestros de la sospecha –Marx, Freud y Nietzsche– (P. Ricoeur, 2003: 95 y 2004: 32–35) 1 ocupan un lugar preponderante y el nombre del último de la lista logra conducir la crítica hasta extremos radicales que –como incendiario de la cultura– lo 1 «El filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tales como aparecen; pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma; en ella, sentido y conciencia del sentido coinciden; desde Marx, Nietzsche y Freud, lo dudamos. Después de la duda sobre la cosa, entramos en la duda sobre la conciencia» (cf. P. Ricoeur, 2004: 33).

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LOS DESAFÍOS DE LA COSMÓPOLIS: NIETZSCHE Y EL NIHILISMO OCCIDENTAL

Lo que cuenta es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que no puede sino venir: el ascenso del nihilismo. Esta historia puede ya ser contada: pues aquí actúa la necesidad misma. Este futuro habla ya en cien signos, este destino se anuncia por doquier; para esta música del futuro, todos los oídos están ya aguzados. Toda nuestra cultura europea galopa ya desde hace mucho tiempo, con la tortura de la tensión que crece de decenio en decenio, como hacia una catástrofe: inquieta, violenta, atropellada: como una corriente que quiere el fin, que ya no vacila, que tiene miedo de vacilar.

F. Nietzsche, Fragmentos póstumos

... quien más a fondo quiere matar, ríe.

F. Nietzsche, Así habló Zaratustra

ENTRE CULTURA Y BARBARIE: SOBRE LA SALUD DE LOS PUEBLOS Las ideas en torno a la decadencia de la cultura occidental que atraviesan todo el siglo pasado se vienen exacerbando hasta los tonos apocalípticos que acompañan las actuales especulaciones posmodernas. Las inflexiones de ambigüedad, vacío y ocaso que conducen la modernidad desde sus mismos inicios contradictorios, marcan profundamente las corrientes feroces que envuelven la realización cultural en general, ya que «jamás se da un documento de la cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie» (W. Benjamin, 1989: 182). Dentro de las abundantes entrañas decadentistas, habría que atribuir a Descartes y su duda metódica el origen de esta ambivalencia que caracteriza a la modernidad occidental; pues ante las pretensiones autónomas de la razón cientificista y la expansión del paradigma metafísico de la subjetividad, se introducen también los presupuestos básicos de la cultura de la sospecha que la arrastra a cuestionar mediante el desgarro sus propios fundamentos constitutivos.

Desde entonces, los venenos de la crítica que cuestiona las pretensiones impulsadas por las ideas ilustradas de la cultura occidental, aparecen de manera directa o incidental en pensadores como Rousseau, Kant, Hegel, Feuerbach..., o de forma clara y abierta en las diatribas del pensamiento romántico. Pero dentro de esta compleja formación, sin duda los denominados maestros de la sospecha –Marx, Freud y Nietzsche– (P. Ricoeur, 2003: 95 y 2004: 32–35)1 ocupan un lugar preponderante y el nombre del último de la lista logra conducir la crítica hasta extremos radicales que –como incendiario de la cultura– lo

1 «El filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tales como aparecen; pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma; en ella, sentido y conciencia del sentido coinciden; desde Marx, Nietzsche y Freud, lo dudamos. Después de la duda sobre la cosa, entramos en la duda sobre la conciencia» (cf. P. Ricoeur, 2004: 33).

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colocan en una situación límite generadora de los más equívocos malentendidos. Por lo cual podemos preguntarnos: ¿los embates nietzscheanos a la metafísica de la subjetividad y su «crítica total a la cultura» –conducidas hasta el paroxismo de su realización– no generan en realidad su propia inmolación?; ¿en qué medida su diagnóstico anticipatorio de la cultura occidental constituye nuestro horizonte irremediable de vivencia?; ¿hasta qué punto la propuesta nietzscheana sirve de antídoto del nihilismo? y ¿qué puede aporta Nietzsche a las ciencias humanas y de la cultura actuales? De manera alguna pretendemos dar respuesta a éstos cuestionamientos, tan sólo queremos contribuir en el avance de ciertos referentes que nos permitan acceder a una mejor vía de comprensión de sus propuestas y su factible utilidad para el presente.

Según el importante estudio en clave nietzscheana de P. Klossowski (2005: 7–11), escrito originalmente en 1969 y que logra imprimir –junto con los análisis de G. Bataille (1945) y G. Deleuze (1965)– una huella profunda en los estudios franceses sobre Nietzsche, habría que resaltar dos importantes aspectos que luego se han mantenido silenciados: primero, muy pronto la especulación se transmuta en un tipo de «complot nietzscheano» en contra de la forma de existencia de la cultura occidental; segundo, por motivo de la atracción del abismo que muestra desde muy pronto Nietzsche, la lucidez y el delirio constituyen una unidad estratégica de su reflexión. Sin duda –como veremos más adelante– pretende reventar los endebles cimientos de la cultura de la culpa occidental desde el «mundo de los afectos» por medio de su filosofía de martillo.

Lo cierto es que Nietzsche en su labor subterránea de viejo topo realiza una de las invectivas más agudas y devastadoras que cuestionan los mismos fundamentos constitutivos de la cultura de nuestra época. Es el primer filósofo que asume plenamente la llamada «muerte de Dios», con todas sus implicaciones y consecuencias en tanto que se trata de un fenómeno plural,2 al punto de evidenciar con descaro la fragilidad y el desamparo que nos caracteriza a los seres humanos. Si resulta que el espíritu de decadencia y la mala conciencia nos viene determinando desde el nacimiento del pensamiento especulativo con Sócrates, el sin sentido y el desprecio por la vida se convierten pronto en signos predominantes del momento actual. Teniendo como criterio estético la voluntad de poder –cuya esencia la constituye el arte de superarse a sí mismo–, conseguirá generar un impulso de transmutación que sin duda estremece y provoca cualquier intento de comprensión sobre lo que nos constituye.

En buena medida, el proyecto que lo ocupará hasta el total agotamiento de sus capacidades intelectuales y espirituales lo enuncia en el prólogo de su estremecida Gaya

2 Véase G. Deleuze (1986: 11): «El pluralismo es un modo de pensar propiamente filosófico, inventado por la filosofía: única garantía de la libertad en el espíritu concreto, único principio de un violento ateísmo». Sin duda Nietzsche busca subvertir el monoteísmo con el desorden del politeísmo –«¡Este es precisamente la divinidad, que existan dioses, pero no Dios?» (Z, III: 281)–, que termine devorándolo desde el interior hasta hacerlo estallar de risa (véase P. Klossowski, 1980: 166 y ss.). Las obras de Nietzsche se citarán mediante las iniciales de las mismas del siguiente modo: El nihilismo europeo. Fragmentos póstumos (otoño, 1887) (2006), referido como NE; Fragmentos póstumos (2004), citado como FP; Fragmentos póstumos sobre política (2004), citado como FPP; Escritos sobre Wagner (2003), referido como EW; Sobre verdad y mentira (1996), referido como SVM; Humano, demasiado humano, Vol. I y II (1996), citado como HDH; La genealogía de la moral (1992), citado como GM; Correspondencia (1989), referido como C; La gaya ciencia, (1985), citado como GC; Así Habló Zaratustra, citado como Z (1984); Ecce homo (1984), citado como EH; El Anticristo (1983), referido como AC; Más allá del bien y del mal (1983), referido como MBM; Crepúsculo de los ídolos (1982), citado como CI; El nacimiento de la tragedia (1981), referido como NT; Aurora (1954), citado como A.

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Ciencia –embriagado con la esperanza de la gran salud–: «Aun espero yo que un médico filósofo, en toda la extensión de la palabra –uno de aquellos que estudian el problema de la salud general del pueblo, de la época, de la raza, de la humanidad–, tenga alguna vez el valor de llevar a sus últimas consecuencias la idea que yo no hago más que sospechar y aventurar. En todos los filósofos no se ha tratado hasta ahora de la verdad, sino de otra cosa diferente, dígase salud, porvenir, acrecentamiento, potencia, vida...» (GC: 26). Sin duda, Nietzsche se constituye en ese médico filósofo que busca diagnósticar la enfermedad que aqueja con violencia la cultura occidental: el nihilismo como agotamiento.

Lo que pretendemos realizar en el presente capítulo es una aproximación crítica a la invectiva nietzscheana sobre el espíritu de la modernidad occidental. Para lo cual, revisaremos en primer lugar la diagnosis nihilista que sobre la cultura europea realiza el incisivo filósofo alemán; en segundo lugar nos enfocaremos en el apasionado desmontaje que de la metafísica moderna (partiendo de elementos como el lenguaje, la moral y la subjetividad) perpetra como factor determinante que imposibilita la superación del espíritu decadente de Occidente; en tercer lugar, recuperaremos algunas propuestas relacionadas con el proyecto de la gran política como impulso irredento para aprovechar y superar el destino nihilista que nos acompaña. Lo que nos impulsa es una intención hermenéutica que permita situarnos en el corazón mismo de las contradicciones que agitan su pensamiento, de manera alguna superarlas.

EL COMBATE CONTRA LA CULTURA: GENEALOGÍA DE LA POTENCIA Y NIHILISMO EUROPEO

Quizá la temática más obsesiva que domina el pensamiento nietzscheano sea la evaluación crítica de la decadencia del espíritu de la modernidad y las propuestas fatuas de la experiencia artística de la «beatitud» (Glückseligkeit)3 como posible salida para la renovación del mundo –que acaece en pura ficción– en tanto expresión máxima de la voluntad de potencia. Como es sabido, el método que emplea Nietzsche para el desmontaje y la sintomatología de todos los fenómenos es el genealógico. Todo el proceso se constituye en un ejercicio de hermenéutica crítica que busca establecer los síntomas del fenómeno, determinando los sentidos del espíritu nihilista de la civilización. Se trata de un arte de interpretar según los referentes del sentido de las fuerzas que se tensan con beligerancia en los diferentes fenómenos para imponer su dominio; así que «— la fuerza se mide entonces en función del grado en que podemos admitir la apariencia, la necesidad de la mentira, sin que nos cueste la vida» (NE, 9 [41]: 66). Si la genealogía es meticulosa y gris, es porque pretende indagar con detenimiento crítico en las posibilidades activas desde las propias características constitutivas de los fenómenos.

Esta toma de conciencia de sí mismo, de todas aquellas fuerzas que nos constituyen como individuos, tiene que extenderse a una reflexión de la humanidad: «Reflexionemos, hagamos memoria: andemos los caminos pequeños y grandes» (NE, 9 [60]: 76–77). De tal

3 Según Clément Rosset, que realiza una interpretación que rompe abiertamente con las lecturas realizadas por la recepción francesa del pensamiento nietzscheano, la cuestión de la «beatitud» (como alegría de vivir, alborozo, júbilo, placer de existir...) es el tema nodal del pensamiento de Nietzsche. «Los temas del superhombre, del eterno retorno, de la voluntad de poder –de los que se sabe desde hace mucho tiempo que, si están en el centro de algo, es en el centro de un libro que no existe porque nunca se ha escrito– sólo tiene sentido en tanto que constituyen expresiones tardías y arriesgadas de la beatitud, tema central y constante del pensamiento de Nietzsche, me atrevería a decir que tema único». (cf. C. Rosset, 2000: 46).

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manera que el sentido de la voluntad de poder está atravesado por el aumento o disminución de las fuerzas constitutivas de la realidad fenoménica. Nietzsche insiste a lo largo de toda su obra –desde los textos cuidadosamente preparados para su publicación hasta los caóticos y bellamente palpitantes fragmentos póstumos– en la diferencia esencial de fuerzas que empobrecen con negación–reacción el sentido constitutivo y la manifestación de las cualidades de los diferentes fenómenos y las fuerzas que enriquecen con afirmación–acción el devenir azaroso en convergencia dinámica. Lo que finalmente quiere toda voluntad es afirmar la diferenciación de su cualidad constitutiva, siempre en oposición transida con otras fuerzas que buscan imponerse, lo que conduce a una distinción energética de forma axiológica que funge para la recuperación de los criterios de valor y sentido en el renuevo de la inocencia del devenir:«”El valor de la vida”: pero la vida es un caso particular, hay que justificar toda la existencia y no sólo la vida, — el principio justificativo ha de explicar la vida... la vida misma no es ningún medio para otra cosa; es la expresión de las formas de crecimiento del poder» (NE, 9 [13]: 56). Visto así, toda la historia de la humanidad se rige mediante «la pugna de dos voluntades de poder» que se establecen mediante el sentido de una voluntad de nada (debilitamiento de las fuerzas) prevaleciente bajo una visión en clave moral y una voluntad de vida (incremento de las fuerzas).4 Lo que sucede es que la debilidad de la fuerza se ha impuesto por su mayor número y por el engaño de asignar un supuesto «mundo verdadero»; el resultado es el triunfo del «espíritu cristiano» que impone una moral de esclavos, sarta de débiles que necesitan de la masa para subsistir (instinto de rebaño) y despreciadores de la vida (envenenadores idealistas). Pero ante la amenaza de la moral rastrera que ha infectado el resentimiento por la vida y la nulidad del sentido del propio existir, Nietzsche propone una desgarradora trasmutación que conduzca a una auténtica metamorfosis de todos los valores hasta ahora conocidos. Llevando el criticismo kantiano hasta sus extremos creadores intenta el restablecimiento de la «naturalización del ser humano» (NE, 10 [53]: 191) que consiga sanear el «virus de la moral» y recupere la cuestión del sentido como arte de vivir con el mayor incremento de las fuerzas activas– creativas. La «voluntad en plenitud de fuerzas» no puede olvidar que «lo terrible es inherente a la grandeza: no nos dejemos engañar» (NE, 9 [94]: 100). Sobre los orígenes del nihilismo Maurizio Ferraris ha señalado, desde una marcada interpretación que rompe sanamente con el influjo de las explicaciones heideggerianas, el itinerario de gestación del concepto de nihilismo y la transformación que Nietzsche imprime en el uso crítico que renueva un concepto de una marcada tradición en la cultura moderna.5 Establece una doble vía teórica

4 A partir de estos criterios Nietzsche propone una reconstrucción diferente de la historia moderna de occidente, dividiéndola básicamente en tres siglos: 1) Aristocratismo (s. XVII): es el siglo de dominio de la razón y la sensibilidad filosófica de Descartes, de la fuerza de voluntad y de la fuerte pasión; 2) Feminismo (s. XVIII): es el siglo del dominio del sentimiento y por la sensibilidad filosófica de Rousseau, del dominio de la mujer (superficial, chispeante...) y socavador de todas las autoridades; y 3) Animalismo (s. XIX): es el siglo de dominio del deseo y de la sensibilidad filosófica de Schopenhauer, soberanía de la animalidad (natural y sin respeto), de lo subterráneo y de la voluntad débil (cf. NE, 9 [178]150–154). 5 No hay que perder de vista que los orígenes del concepto «nihilismo» son más antiguos, si bien aparece como tal con toda claridad en Padres e hijos, de Turgueniev, cuyo protagonista es calificado de nihilista, por lo demás una palabra de uso popular en la época, en tanto que rebelde y desencantado de los valores que

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que influye directamente en su elaboración más rica y compleja: (a) la hendidura reflexiva generada por el pesimismo trágico de A. Schopenhauer y (b) la rica vena del patetismo ruso–francés (Dostoyevski, Mainländer, Turgueniev, Herzen, Maupassant, Bourget...). Sin duda se trata de un largo y complejo proceso de incubación que inicia con una serie de temáticas que aún no son vinculadas directamente con el concepto, por lo mismo difíciles de ubicar con toda certeza, pero que ya muestran desde el otoño de 1865 una potencia que adquirirá toda su fuerza expresiva al aparecer el concepto de «nihilismo» durante el verano de 1880 y que sin duda se perpetuará con todo su barreno en el «memorable» otoño de 1887.

Rompiendo con la influyente interpretación de Heidegger, que quiere ver una tradición ancestral de un espíritu nihilista que se diseminaría desde los orígenes griegos de la metafísica occidental, al ubicar los inicios modernos del concepto derivado en particular de los debates poskantianos de la época de Nietzsche. En efecto, Kant establece los lineamientos básicos del debate que es presentado en términos gnoseológicos al interrogarse por la cuestión del conocimiento; relativo a las posibilidades, lo que se produce y los efectos sobre las facultades cognoscitivas del ser humano.6 Sin duda el debate se mueve en este momento entre los referentes del idealismo y del escepticismo, reavivado por aportaciones empiristas, materialistas y mecanicistas. Pues al señalar Kant la imposibilidad de acceder a la cosa en sí y reduciendo nuestro saber a los datos de la experiencia de los fenómenos, abriendo al debate sobre la diferenciación entre ser y conocer, entre ontología y gnoseología: «El más claro conocimiento del fenómeno de los objetos, que es lo único que de ellos nos es dado, jamás nos harían conocer en qué consisten en sí mismos» (Kant, 2000: 83). Pero en este nivel de la discusión, el nihilismo permanece enmarcado dentro de los parámetros cognoscitivos e incluso ontológicos, al derivarse de las insuficiencias unificadoras en términos del «saber del ser» (véase M. Ferraris, 2000: 29 y ss.).

De manera alguna se pregunta sobre el valor del mundo, mucho menos se interroga sobre su propio estatuto de existencia. Es decir, ante el debate abierto por el kantismo se llega a la irresoluble separación entre ontología y gnoseología, pero para la mayoría de los teóricos –entre ellos los más influyentes en el pensamiento nietzscheano, Lange y Schopenhauer– la realidad del mundo externo no era cuestionada, porque no había la necesidad de probarla. De manera muy notoria, la línea de pensamiento que se desprende del debate abierto dentro del marco de la modernidad por Kant, buscará un tercer elemento que permita vincular sin confundir ser (ontología) y conocer (gnoseología), pero también cuidando de no caer en las reducciones generadas por posturas extremas y miopes a otras posibilidades. Siguiendo la notable reconstrucción de Ferraris, la ontología de Nietzsche abreva en estas aguas heurísticas que sustituye un principio lógico–trascendental por un fundamento fisiológico que establecerá las bases de un tipo de «materio–idealismo»; que de inspiración schopenhaueriana y retomada por Lange, propone una teoría de la potencia, la necesidad de un nuevo mito y un marcado ficcionismo.

representan sus padres. La línea viene del romanticismo, el idealismo, el anarquismo y de forma significativa de la mística revolucionaria rusa (véase F. Volpi, 2007: 41–46). Dentro del pensamiento filosófico, el concepto fue empleado por Jacobi en 1799, para calificar críticamente el efecto de «desubstancialización de la realidad» que venía provocando el idealismo extremo al reducirla a simples interpretaciones subjetivas. Desde entonces se vincula al fenómeno de la negación al acceso a cualquier forma de la cosa en sí substancial y de negación a justificar lo humano mediante cualquier referente trascendental (cf. J. Muños, 2002: 255 y ss.). 6 Los planteamientos básicos de la teoría, pueden verse en Kant (2000: 82–91y 259–275).

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Partiendo de la diferenciación kantiana entre cosa en sí y fenómeno, Schopenhauer establece la distinción entre el mundo físico de las categorías de la representación (mundo material) y el mundo real establecido por la esencia de la voluntad (mundo verdadero). De tal forma que se constituyen en los límites referenciales de todo poder conocer: «Fuera de la voluntad y de la representación, no conocemos nada, ni podemos concebir nada».7 Las condiciones de posibilidad de las apariencias que establecen el principio de que el «mundo es mi representación», se estructuran a partir del tiempo, el espacio y la causalidad como «principium individuationis» en tanto formas del principio de razón suficiente. Se constituyen en principios a priori que establecen las condiciones de nuestro propio conocimiento de los fenómenos como representaciones, de tal forma que al igual que la experiencia inmediata que tenemos con nuestro cuerpo como «materialización» de la voluntad todos los entes fenoménicos son voluntad objetivada, por lo cual podemos decir que el «mundo es mi voluntad» (I, § 1: 14).

Pero si resulta que la «cosa en sí es sólo la voluntad» (II, § 21: 121), como fuerza real o sustancia que fundamenta los fenómenos en tanto que serían sólo su expresión y manifestación («... el mundo, como representación, es el espejo de la voluntad»), los entes físicos individuales son los únicos susceptibles de conocimiento empírico y la voluntad como esencia en sí misma inaccesible permanece fuera de nuestro conocimiento. Por lo cual, según Schopenhauer las formas generales de la voluntad –entendida como volunta de vida–, es inconsciente, sin causa y atemporal; entendido en el sentido de que: «... no debemos indagar lo pasado antes de la vida, ni lo futuro después de la muerte, sino reconocer que lo presente es la única forma bajo la cual la voluntad se aparece a sí misma» (IV, § 54: 278 y 284). En este punto se establecen dos actitudes posibles ante la vida, su negación y su afirmación, en tanto que la afirmación de la vida es el aspecto desinhibido de la voluntad que rompe con cualquier límite posible y más allá de cualquier principio de individuación como ficción.

Conforme se desarrolla el proceso especulativo que teje la compleja maraña que constituye el pensamiento único de Schopenhauer,8 la respuesta posible a la voluntad misma es la negación como forma de un «tipo diferente de conocimiento» y más exacto. Es decir: puesto que la libertad pertenece propiamente a la voluntad como cosa en sí, su tendencia se manifiesta en un «tender a» y no en forma de proyección hacia un determinado bien que le proporcione algún límite en forma de algún tipo de satisfacción final, siendo sólo determinada temporalmente mediante algunas formas de «inhibiciones parciales...». Esta tendencia ciega y absoluta de la voluntad, que hace sacar chispas al vínculo entre libertad infinita y necesidad de los fenómenos singulares, conduce a considerar que ante la insuficiencia de las diferentes necesidades satisfechas únicamente de forma temporal; por lo tanto, se produce tan sólo un descanso de la voluntad que luego es reanimado mediante nuevas motivaciones que generaran pronto su irremediable insatisfacción. Por lo cual, el desarrollo de la autoconciencia de la voluntad que conduce el conocimiento de la voluntad en el ser humano desemboca en la certeza de que «en esencia, vivir es sufrimiento» (IV, § 56: 312–313).

7 Cf. A. Schopenhauer (2001, II; § 19: 116), todas las referencias pertenecen a su obra fundamental El mundo como voluntad y representación (1819), por lo cual sólo se señalan el número de Libro, los parágrafos y las páginas correspondientes. 8 Como lo ha visto con lucidez la interpretación de Philonenko, el quehacer teórico de Schopenhauer «nunca pudo sobrepasar sus primeros pensamientos; no supo sino completarlos» (véase A. Philonenko, 1989: 42).

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Para Schopenhauer lo único que nos proporciona este conocimiento es la seguridad indubitable de que la necesidad o el deseo «es, por naturaleza, dolor: su cumplimiento trae enseguida la saciedad; el fin no es más que un espejismo, y la posesión le arrebata todo su encanto». Resultando que el dolor es el motor de la vida y que cuando proporciona algún tipo de respiro es para descubrir el aburrimiento que mora tras la ilusión de la felicidad o la serenidad, con la latencia inolvidable de su irremediable finitud.

La vida de la mayoría de los hombres no es más que una lucha por la existencia con la certeza de sucumbir al fin. Mas lo que les hace perseverar en tan penoso combate no es tanto el amor a la vida como el temor a la muerte, que, siempre inevitable y a la vista, puede caer sobre nosotros en cualquier momento (IV, § 57: 315).

La aspiración infinita del mundo fenoménico en su tendencia de realización de la voluntad y el desconocimiento de la voluntad como cosa en sí, hace que en el pensamiento schopenhaueriano al afirmar la vida como voluntad al conseguir adquirir este conocimiento pleno conduce también a la afirmación de la muerte; generando la participación misma en la destrucción consciente del principio de individualidad, se produce como la aceptación de las concreciones de la voluntad como realización ciega. En tanto que la acción que se emprende redunda en un padecer subsiguiente, resulta que al buscar abandonar cualquier forma del dolor y conseguir un nuevo bienestar ocurre un «nuevo desgarramiento» (IV, § 63: 355), ante este conocimiento patético sólo le queda al ser humano aplacar las inquietudes de la voluntad implacable adquiriendo un estado de renuncia y resignación mediante la «autonegación de la voluntad».

El pensamiento trágico de Schopenhauer desemboca sin remedio en una forma particular de pesimismo, cuyas páginas más brillantes podemos encontrar del parágrafo § 56 en delante de su obra fundamental El mundo como voluntad y representación. Pero no debemos perder de vista que, como lo señala el puntual estudio de Philonenko, luego solemos perdernos en la belleza del estilo sin percatarnos del todo en la originalidad del pensamiento «que consiste en descubrir en la tragedia los cimientos del pesimismo» (cf. A. Philonenko, 1989: 291 y ss.).

El mundo inmenso, lleno por todas partes de dolor, así en un pasado e infinito como en un porvenir infinito también, es para él algo desconocido, una fábula; su imperceptible persona, su presente, que no es más que un punto, su bienestar momentáneo: he aquí su realidad; no hay esfuerzo que no haga por conservarlos, hasta que un conocimiento más exacto de las cosas le abra los ojos (IV, § 63: 354).

Será Nietzsche el que continuará esta problemática al conducir su enunciación en términos netamente axiológicos, pero buscando superar sus planteamientos ya que «la condena pesimista de la vida por parte de Schopenhauer es una trasposición moral de los criterios gregarios a la metafísica» (NE, 9 [84]: 91). Lo que condena abiertamente de la propuesta trágica de la voluntad como principio de la naturaleza que gobierna tiránicamente el mundo fenoménico mediante un deseo insaciable y ciego de vivir sin ningún sentido, sin principio ni fin alguno. Resultando, como se anota más arriba, un sentimiento de pasividad y de renuncia al uno mismo individual ante el peso insoportable de los aspectos negativos y destructivos de la existencia, cuya única posible salida que vislumbra es la compasión ascética en forma de resignación del moralismo cristiano –generando la inquietante fórmula de «la negación de la voluntad de vida»–. La superación tiene que advenir mediante una

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reconstrucción diferente de la historia europea desde una hermenéutica crítica de la cultura, a cuyo desmontaje de su enfermedad nihilista Nietzsche dedicará los últimos años de su vida consciente. Crítica del nihilismo y la décadence de occidente Ya hacia 1884 Nietzsche manifiesta en algunos envíos de su correspondencia el proyecto que viene rumiando hace un tiempo de escribir una gran obra en prosa que se constituya en un corpus completo que consiga presentar lo esencial de su «filosofía para el futuro». Decidido a pasar los siguientes cinco años dedicados a su elaboración y entusiasta ante un programa demoledor que titula La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores,9 que muy pronto se constituirá en un intento fallido que abandona definitivamente antes de 1889. Lo que sigue es una historia de sobra conocida, pues redunda en el producto ilegítimo fraguado por la señora Förster y el señor Gast, que no tiene caso repetir aquí sus detalles.10 Sin duda que el tema del nihilismo se constituye en uno de los núcleo fundamentales de este proyecto, cuya trazos creativos y deslumbrantes quedan plasmados en los fragmentos póstumos conformados sobre todo por los cuadernos 9= W II 1. y 10= W II 2. –redactados en Niza en el otoño de 1887–, a poco más de un año antes de sucumbir en las tinieblas de la locura pero en un momento de plena creatividad intelectual y espiritual.11

Con un espíritu inquebrantable de «buen europeo» –buscando renovar el viejo continente con nuevas fuerzas activas–, consciente de su destino póstumo ante la incomprensión de sus contemporáneos y soportando una soledad que lo aleja de todos los hombres, en particular de los alemanes, Nietzsche confiesa: «en la actual Europa, sólo me siento afín de los franceses y rusos de mayor espíritu»; y ante las dolencias de una enfermedad ruinosa que lleva arrastrando por más de una década, conocedor de los beneficios del frío y las alturas de montaña para su frágil salud física, lejos del ajetreo de las ciudades modernas insiste: «Mi cuerpo –lo mismo que mi filosofía– necesita del frío como su elemento conservador; ello suena paradójico y poco confortable, pero es el hecho más probado de mi vida».12 Con un ánimo de espíritu fortalecido sabe que nos encontramos ante una «época trágica», por lo cual establece que más que la sociedad le interesa el «complejo de la cultura», llegando a afirmar con la pretensión provocativa que lo caracteriza:

Haber recorrido todo el contorno del alma moderna, haberme sentado en cada uno de sus rincones — mi ambición, mi tortura y mi felicidad [...] Superar realmente el pesimismo... Mi obra debe contener una visión de conjunto de nuestro siglo, de toda la modernidad, de la «civilización» alcanzada (NE, 9 [177]: 150).

9 Para darse una mejor idea sobre el contenido tentativo de este libro anunciado, pueden revisarse los esquemas que presenta en los fragmentos 9 [127] [164] y 10 [58] (cf. NE: 122, 142 y 199–200). 10 Para una recuento de éste tortuoso proceso, véase Carlo Gentili (2004, V: 369 y ss.). 11 El ánimo que lo aborda queda plenamente plasmado en una carta enviada al Barón Carl von Gersdorff, fechada el 20 de diciembre de 1887: «Una dicha así no podía haberme sido reservada para un momento más adecuado que el presente. En sentido muy significativo, mi vida se halla justamente ahora como en pleno mediodía: una puerta se cierra y otra se abre. Lo que he hecho en los últimos años ha sido un echar cuentas, hacer balance, una suma de pasado; ahora he concluido con hombres y cosas y he tendido una raya por debajo» (cf. C: 414). 12 Véase carta a Malwida von Meysenbug, fechada el 12 de mayo de 1887 (C: 396–398).

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Este plan demoledor de dimensiones trágicas lo lleva a realizar un diagnóstico crítico de la civilización moderna, cuya característica principal es como ya lo indicábamos la enfermedad congénita del «ascenso del nihilismo». Por lo tanto, señala que «lo que cuenta es la historia de los dos últimos siglos...» cuyos signos están ya dispersos por todas partes, nada más que «faltan los ojos para esos signos»; no se trata de calificar ese advenimiento trágico –pues está ya instalado de forma insidiosa entre nuestras vidas–, sino de asumirlo como uno de los mayores reto que permita «que el hombre se recupere, que se sobreponga a esa crisis, es cuestión de su fuerza: es posible...» (FP, II [119] (362): 195). Ante los retos de la mayor crisis de valores que amenaza con perder el bajel europeo por la falta de rumbo seguro –frente a las tempestades encontradas de la negación del desánimo y la falta de rumbo preciso–, se propone generar una renovada energía que permita trazar nuevos horizontes que abran las posibilidades para un futuro de «voluntad en plenitud de fuerzas».

La semiótica trágica comienza estableciendo los orígenes turbios de la enfermedad moral, que se constituye a partir del ideal de las fuerzas de potencia que dentro de su diferenciación prevalecen las negativas y reactivas. La historia del nihilismo comienza con el establecimiento de la voluntad de verdad y de la desnaturalización de la moral por parte de la metafísica cristiana; en tanto que prevalecerán los ideales de los valores superiores (llámese Dios, verdad, esencia, cosa en sí...), cuyo efecto reactivo redunda en la reducción del mundo de las apariencias en pura quimera. Esta voluntad de negación (Willen zum Verneinung) termina agotándose por el cansancio de sus propias contradicciones y resulta que el Dios proclamado como único y verdadero sucumbe ante los venenos de la piedad exacerbada.13 Esta visión erigiría la historia de occidente plasmada por la institucionalización del monoteísmo cristiano y el predominio de los valores morales como calificadores de todo lo establecido, dando como resultado el desprecio por la vida en clave atributiva: «El denominador común de la historia de Europa desde Sócrates es el intento de hacer que los valores morales dominen sobre el resto de los valores: de manera que sean los directores y jueces no sólo de la vida, también del conocimiento, de las artes, de las aspiraciones públicas y sociales» (NE, 9 [159]: 139).

Pero sucede que ante la sustitución los valores e ideales divinos por nuevos referentes de la subjetividad y la racionalidad moderna, la voluntad de negación es remplazada por una voluntad de nada (Willen zum Nichts) en donde prevalecen las fuerzas reactivas, por el agotamiento de todos los referentes divinos y el desencantamiento del mundo: «— — — porque el nihilismo no es sino la consecuencia de los valores que hemos tenido hasta ahora» (NE, 10 [132]: 237). Entonces el «animal gregario» intenta conducir su vida por medio de los valores y criterios cognoscitivos abstractos; pero en cuanto los principios de la ciencia moderna se postulan como absolutos para la valoración comprensiva de toda la realidad, las ideas políticas democráticas –de las que hablaremos más adelante– tienen asegurado su campo de estipulación: «La ciencia y la democracia van

13 «... — la compasión es la praxis del nihilismo. Dicho una vez más: este instinto depresivo y contagioso obstaculiza aquellos instintos que tienden a la conservación y a la elevación de valor de la vida: tanto como multiplicador de la miseria cuando como conservador de todo lo miserable es un instrumento capital para la intensificación de la décadence — ¡la compasión persuade a entregarse a la nada!... No se dice “nada”: se dice en su lugar, “más allá”; o “Dios”; o “la vida verdadera”; o nirvana, redención, bienaventuranza... Esta inocente retórica, nacida del reino de la idiosincrasia religioso–moral, aparece mucho menos inocente tan pronto como se comprende cuál es la tendencia que aquí se envuelve en el manto de la palabra sublime: la tendencia hostil a la vida» (cf. AC, § 7: 31–32).

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de la mano...» (NE, 9 [20]: 59). La voluntad de conocimiento en sus pretensiones de acceso a un mundo verdadero establecido en el anteriormente considerado mundo como ilusorio, comprende que ya no puede ser interpretado con las antiguas categorías; ante la pluralidad del devenir que niega la unidad se llega muy pronto al «sentimiento del sin valor». Pero si sucede que el hombre reactivo –aquel que en realidad es el verdugo de Dios, del que habla con lucidez el loco del aforismo § 125 de la Gaya Ciencia: «Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos...», que lleva sus fuerzas hasta la extenuación y quiere ocupar el puesto vacío dejado por el cadáver divino, el resentimiento y la mala conciencia se vuelven ateas hasta su radicalización pesimista llegando al hastío del existir y el predominio del vacío de la nada. Lo que se había trasmutado en voluntad de nada se constituye en nada de voluntad, en el crecimiento del desierto de la noche cerrada y en el agotamiento de las fuerzas del nihilismo pasivo: «¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?» (GC, § 125: 109 y cf. G. Deleuze, 1986: 207–219).

De tal forma que al disiparse la importancia que tenían las categorías racionales (fin, unidad, ser, verdad, cosa en sí...) con las que dotábamos de valor y sentido al mundo, éste acontece como pura ficción o fábula. Sin embargo, hay que ver el fenómeno en toda su complejidad y contradicción, pues resulta que este proceso destructivo y devastador tiene sus aristas creativas. Pues si se consigue sobrepasar la fatiga que significa el «nihilismo pasivo», si logramos sobrevivir al veneno devastador que expresa la picadura del bicho ponzoñoso del desencanto moral radical y del debilitamiento de la voluntad de poder como potenciación de todo lo vital, se puede viabilizar la emergencia de un «nihilismo activo» que conlleve a la adquisición de la fuerza vital indispensable para sobrepasar las mediaciones ficticias que señalaban las metas que pierden todo sentido y constituirse en una «potencia violenta de destrucción» que nos lleve a asumirnos en la creatividad productiva de sí mismos para dotarnos de nuevos valores, nuevas creencias y metas más acordes a nuestras propias fuerzas productivas.

Según Nietzsche el agotamiento moral que significa el nihilismo pasivo –el «más inquietante de todos los huéspedes»– que se encuentra ya «ante nuestra puerta», está aquí instalado entre nuestras vidas ante la pérdida de significación por el «rechazo radical del valor, el sentido, el deseo». Resulta el evento de mayor importancia en los últimos siglos, pero también la adquisición de una oportunidad sin igual para la renovación de las fuerzas creativas y vigorosas de la civilización occidental. Sin duda en el núcleo del asunto se encuentra la pérdida del sentido ante la falta de respuestas a la interrogante del «por qué»; anuncia el momento del gran mediodía que marca la hora del ocaso de lo establecido y del amanecer de la nueva época. El diagnóstico anticipatorio y profundamente intuitivo que realiza el pensador de Röcken, tiene que ver sobre todo con las consecuencias que prevé ante la llamada «muerte de Dios» y la decadencia de la moral cristiana, que fungían como «antídotos» maravillosos que impedían la caída en el escepticismo y el nihilismo radical. Pero ante la falta de dichas esclusas lo que adviene es la certeza de la «insostenibilidad de la existencia», ante el agotamiento que significa la comprensión de la nulidad del valor del ámbito en que experimentamos nuestra existencia al esfumarse la referencia de cualquier trascendencia posible y advenir la pérdida de cualquier valor del universo.

«El que ve el abismo, pero con ojos de águila, el que aferra el abismo con garras de águila: ése tiene valor. — —» (Z, IV; 13: 384), el nihilismo es el punto de inflexión de cuyo abismo abierto por la muerte del Dios se produce el momento de demolición de lo establecido pero también el impulso para la creación de un orden diferente. La gran pasión

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creadora que exige Nietzsche tiene que ver con la etapa intermedia en que vivimos al no poder superar el estado de nihilismo radical y que el agotamiento generado termina agudizando el problema; junto con la ubicación de las causas principales que generan el nihilismo en el que nos encontramos entrampados, sea la falta de una especie superior y el dominio de las tendencias de la especie inferior (que terminan inhabilitando a los «hombres de excepción»), el grito de exigencia: «Falta el filósofo, el intérprete del hecho, y no solamente el que lo recompone» (NE, 9 [45]: 70); pero que también sea buen bailarín, pues «la danza es su ideal, su arte particular, y por último, su única piedad, su “culto”...» (GC, § 381: 215). Por supuesto que se trata sólo de una característica de la modernidad, en tanto proceso decadente que termina agotando las fuerzas de los hombres más creativos y de los valores superiores. Sin embargo el momento de autodestrucción en el que parece sumirnos el nihilismo pasivo conduce a una extraña paradoja de deshumanización por medio de impulsar una «cantidad monstruosa de humanitarismo». Pues, «... justo en esto reside la fatalidad de Europa –al perder el miedo al hombre hemos perdido también el amor a él. Actualmente la visión del hombre cansa –¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?... Estamos cansados del el hombre...» (GM, I; 12: 58). Es decir –como lo ha señalado G. Vattimo (1989, 25–26)– la crítica que realiza Nietzsche no se reduce a la Humanität europeo desarrollada durante los siglos XIX y XX, sino que se extiende de manera profunda e insidiosa hacia el pensamiento filosófico en que se sustenta el ideal humanista del occidente moderno racionalista que termina defendiendo lo mediocre y al hombre reactivo. De tal forma que la historia de la cultura occidental está corrompida desde su interior, el nihilismo en sus diversas manifestaciones recorre por sus venas abiertas, Nietzsche no lo considera como un acontecimiento más en esta larga historia; se trata más bien del...

motor de la historia del hombre como historia universal. El nihilismo negativo, reactivo y pasivo: para Nietzsche se trata de una sola y misma historia jaloneada por el judaísmo, el cristianismo, la reforma, el librepensamiento, la ideología democrática y socialista, etc. Hasta el último hombre» (cf. G. Deleuze, 1986: 111–113).

De tal forma que el hombre nihilista que puebla esta desolación que se expande sin restricción alguna: «El desierto crece: ¡ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!» (Z, IV; 16: 407–411), sin duda se implanta en un nuevo «sentido» a partir de los problemas epistemológicos del ego cogito de la modernidad y de su estatuto sustancial; este acontecimiento prepara el pesimismo exacerbado que dará lugar al nihilismo pasivo que no alcanza a superar su etapa de consumación por medio de un nihilismo activo que posibilite la renovación incrementante de las energías vitales de la voluntad de poder que establezcan nuevos sentidos y metas claras en la (re)construcción de lo que denomina «cultura de los afectos» y la generación del hombre superior creativo. En este sentido la hermenéutica crítica de la cultura tiene que pasar con fuerza por el desmontaje de la metafísica occidental sobre la que se ha sustentado hasta la actualidad.14

14 Sin duda habrá que tener en mente –en el momento de abordar éstos temas como si nos introduciéramos en un intrincado laberinto– el reto que articula Heidegger en su importante estudio sobre Nietzsche: «En el supuesto de que la metafísica de Nietzsche sea el acabamiento de la metafísica occidental, la confrontación con ella podrá ser adecuada si afecta a la metafísica occidental en su totalidad» (cf. M. Heidegger, 2000: 84).

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II. CRÍTICA DE LA CULTURA A TRAVÉS DE LA SUPERACIÓN DE LA METAFÍSICA MODERNA (LENGUAJE, MORAL Y SUBJETIVIDAD)

La crítica total de la cultura en Nietzsche toma diversas formas de impacto según su práctica de delirio lúcido, una de sus principales detonaciones se inscribe en un desmontaje demoledor del «tenebroso océano de la metafísica» (FP, 26 [6]: 42). Pese a cobrar importancia fundamental en temáticas que cada vez se van imponiendo más, cobrará toda su fuerza alrededor del otoño de 1880 con cuestionamientos nuevos –o nuevas formas de cuestionar– que se hacen explícitos tanto en los fragmentos póstumos de la época como en los proyectos esenciales de Aurora (1881) y la Gaya Ciencia (1882). En buena medida el cambio de tono entusiasta que experimenta y da vida a este vuelco se relaciona directamente con su precario estado de salud y con la respuesta lúcida que genera. Escribe en una carta fechada el 20 de agosto de 1880 a su amigo P. Gast: «En mi estado de ánimo, que es el de la recolección, más aún el de la fiesta de la recolección [...] he saltado muy por encima de mí mismo».15

El ataque nietzscheano de la metafísica occidental parte de su concepción dualista excluyente, entre el mundo de lo racional puro y el mundo falso de lo empírico múltiple. El engaño surge desde los orígenes mismos del pensamiento filosófico con Sócrates y Platón;16 ya que elaboran un «modelo ideal» que parte de lo racional como característica intrínseca de lo real, estableciendo una idea de cosmos regido por leyes que muestran un comportamiento regulado y por la negación de la idea de caos en tanto desorden bajo el principio del azar suficiente: «la necesidad de un mundo metafísico es consecuencia de no haber sabido sacar ningún sentido, ningún para qué del mundo existente. “Consecuentemente, se concluyó, este mundo no pude ser sino aparente» (NE, 9 [73]: 86). Para dicha construcción la metafísica elabora un arsenal de conceptos entimémicos racionales (esencia, unidad, sustancia, alma, Dios...), que pretenden describir y comprender la totalidad del mundo real. Lo que resulta es la creencia de un cuerpo complejo de ficciones que no consigue sustentarse ni garantizar su estatuto de existencia: «la creencia es una “enfermedad sagrada”, ίερά υόσος: esto ya lo sabía Heráclito: la creencia, un embrutecedor apremio interior a pensar que algo debe ser verdadero...» (NE, 9 [136]: 125). Lo que ha garantizado el triunfo de la creencia son los prejuicios sobre los que se sustenta y el impacto de «canto de sirena» que viene difuminando desde sus orígenes. El artificio falaz queda del todo claro, en la tajante y arbitraria división que realiza entre un mundo verdadero de lo racional y un mundo falso de los sentidos; el mecanismo opera plenamente avalando la existencia inquisidora del primero y el descrédito reprobatorio del

15 Unos meses antes había escrito a su amiga Malwida von Meysenburg –en una carta fechada el 14 de enero de 1880–: «El tormento terrible y casi ininterrumpido de mi vida me hace suspirar por el fin, y, a juzgar por algunos síntomas, el ataque al cerebro se haya suficientemente próximo para abrigar esperanzas. Por lo que a mi martirio y renunciación se refiere, mi vida de los últimos años puede medirse con la de los ascetas de una época cualquiera; a pesar de ello, de esos años he sacado mucho para la purificación y sosiego de mi alma, y no necesito ya aquí ni religión ni arte» (cf. C: 258 y 264–265). 16 Habría que señalar como antecedentes directos de esta visión binaria excluyente –sin olvidar el origen zoroastriano del «evento»– al oscuro movimiento órfico, constituido por el impulso del descontento de campesinos explotados e indigentes. Nace posiblemente en Tracia, patria del poeta Orfeo, donde las clases menesterosas generan la primera manifestación de la «religión de salvación» ante la desesperanza de lograr restablecer el anhelado equilibrio de justicia. Lo que genera es una nostalgia del paraíso perdido, aquellos «alucinados del trasmundo» y despreciadores de la vida, yendo más atrás sin duda se encuentra el influjo del zoroastrismo (véase L. Robin, 1962: 17–23; F. Ferro Gay, 1987: 16–18 y G. Thomson, 1982; XI: 3).

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segundo. Así, se ve disminuido, incluso abiertamente negado, el mundo empírico de los sentidos, lo plural, el desorden, lo natural, lo corporal, lo físico...; manteniendo la supremacía del mundo racional, lo cognitivo, la unidad, el orden, lo sobrenatural, lo espiritual, lo metafísico... En definitiva, generando una desgarradura existencial que ante la clara esquizofrenia pretende exorcizar nuestras «atracciones por los abismos», redundando en una existencia disminuida con el triunfo de las fuerzas empobrecidas de todo impulso reactivo. Se trata de las corrientes inhibidoras y reductoras sobre las que se sustenta el nihilismo occidental, por lo cual habrá que generar nuevas fuerzas creativas que logren romper con la estructura rígida: «Es una cuestión de pureza el que, a lo largo de la vida, se busque cada vez menos refugio en lo metafísico» (FP, 17 [78]: 52). La cuestión estriba en la forma de cómo lograr inyectar renovadas energías vitales a las esclerosadas venas de la cultura despreciadora de la vida: para ello sin duda habrá que mancharse las manos y «jugar metafísicamente». En Nietzsche no basta con localizar la fuente de infección, pues se trata de penetrar hasta sus entrañas mismas –por repugnantes que se nos figuren– y mediante la subversión de las corrientes subterráneas activas conseguir revertir un proceso complejo que viene definiendo a la civilización europea desde sus orígenes. «¿Por qué no habrá que jugar metafísicamente?, ¿y emplear en ello una enorme fuerza creadora? [...] ¿Por qué no considerar a la metafísica y la religión como el juego de los adultos» (FP, 29 [45] y [49]: 58). Habrá que transitar por el juego del lenguaje, la moral y el sujeto moderno, para buscar regenerar la «ruta antigua de los hombres perversos» que permita la superación desde y del nihilismo mediante su propio enredo. Pues sucede como afirma Heidegger: «La metafísica de Nietzsche no es, por tanto, una superación del nihilismo. Es el último enredarse en el nihilismo... Sólo mediante este enredarse consigo mismo el nihilismo llaga a terminar totalmente lo que él mismo es. Este nihilismo así terminado, perfecto, es el acabamiento del nihilismo propio» (cf. M. Heidegger, 2000: 277). Los juegos metafísicos del lenguaje Si bien Nietzsche no deja de reconocer el sustento psicológico del nihilismo europeo,17 puesto que se establece a partir del predominio de fuerzas antivitales, de instintos gregarios y de voluntades decadentes que permitieron que el principio de razón se constituya en suficiente, donde el predominio de la vida consciente se constituye en el criterio máximo de anulación de las energías vitales que escapan a sus limitados criterios reduccionistas. Se trata de un impulso desmesurado que se impone ante el terror por el movimiento y lo mudable; generando un alucinado mundo de las esencias puras que se constituye como inmutable y eternamente verdadero. De tal forma que todo el arsenal lingüístico de las categorías metafísicas se constituye como el intento triunfante por querer detener el movimiento, lo contradictorio y el devenir indómito de la existencia empírica. Son fuente de calma, tranquilidad, reposo y control en una realidad convulsa que parece escapársenos

17 Al respecto véase, por ejemplo: (FP, 7 [64]: 99; 7 [I]: 165–167; NE, 9 [159]: 137–138). En particular, en esta última referencia habla de los seis grandes crímenes de la psicología: 1) arrebato de la inocencia del dolor; 2) estigmatización de los sentimientos fuertes del placer; 3) santificación y deseo de los sentimientos de debilidad; 4) «desimismamiento» de todo lo grande que hay en el ser humano; 5) falseamiento del amor como abnegación y altruismo («Solo las personas más completas pueden amar...»; y 6) desprecio de la vida como castigo y la felicidad de las pasiones vista como tentación y la confianza en uno mismo como el gran peligro.

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siempre; sin embargo, el sostén de todo este edificio conceptual es la ilusión y un impulso antropomórfico de dimensiones desafortunadas. Se trata de una realidad duplicada que poco o nada tiene que ver con este mundo de los sentidos y de las contradicciones del único mundo existente que conocemos y percibimos con la riqueza contingente de nuestras vivencias. La invención metafísica se constituye en una clara sintomatología del profundo desprecio y resentimiento hacia este mundo de las vivencias que habitamos y las fuerzas del caos que lo agitan enérgicamente. El punto de inflexión que va a dilatar este mundo doble de la metafísica es la invención de la gramática formalizada. En efecto, para Nietzsche –como filólogo de altos vuelos– es el lenguaje el factor crucial que da lugar a la visión equívoca y metafísica del mundo existente. La interpretación substancialista de la realidad se establece mediante la estructura sujeto–predicado que constituye la estructura básica de nuestro lenguaje.

Por su génesis el lenguaje pertenece a la época de la forma más rudimentaria de la psicología: penetramos en un fetichismo grosero cuando adquirimos conciencia de los presupuestos básicos de la metafísica del lenguaje, dicho con claridad: de la razón. Ese fetichismo ve en todas partes agentes y acciones: cree que la voluntad es la causa en general; cree en el «yo», cree que el yo es un ser, que el yo es una sustancia, y proyecta sobre todas las cosas la creencia en la sustancia–yo — así es como crea el concepto «cosas»... (CI, III; 5: 48–49).

Los postulados lógico–metafísicos conducen a la ordenación de un mundo en donde cada cosa es diferenciada de las demás por su significación conceptual dentro de un sistema racional de exclusión mutua en la conformación del principio de identidad substancial: «Objeto y sujeto: oposición errónea. ¡Ningún punto de partida para el pensamiento! Nos dejamos seducir por el lenguaje» (FP, 10 [D 67]: 79). La seducción por el lenguaje se constituye también por la relevancia dentro de cada construcción lingüística por el verbo ser; se trata de un proceso de abstracción que permite la articulación de entidades dotadas de una existencia fija y permanente, cuyas cualidades substanciales fungen como apoyos para el ordenamiento abstracto de la realidad. De tal forma que la característica esencial de la identidad conceptual permite aglutinar en torno a cada noción una serie de fenómenos diferentes pero que son obligados a reducirse artificialmente: «el lenguaje está hecho para acoger todos los más ingenuos prejuicios» (FP, 5 [22]: 162). De esta forma se pasa al nivel del forjamiento por medio de los conceptos de esencias de naturaleza universal (llámese sustancia, verdad absoluta, cosa en sí...), que adquieren tal relevancia que aquel individuo que no sepa aplicar dicho lenguaje será excluido por su incapacidad o ignorancia. Por eso el proyecto de trasmutación de todos los valores hasta ahora imperantes tiene que pasar por el rasero del lenguaje para constituirse realmente en efectivo. Sin embargo no deja de reconocer la complejidad de la empresa que sabe con toda claridad que no es suficiente con desmontar el oxidado andamiaje en que se sostiene la cultura metafísica de occidente, sino que también requiere de una empresa de transformación renovante de las fuerzas que permitan tanto un vuelco radical en la voluntad de poder como en una visión renovada de la vida misma.

Si nuestra gramática fuese distinta, nuestra forma de entender el mundo sería también distinta. Sólo la superación de la creencia en la gramática puede superar también la concepción típica de la metafísica tradicional [...] La «razón» en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra engañadora! Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática... (CI, III; 5: 49).

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La guía que conduce dicha empresa mayúscula es la búsqueda de un re–anclaje referencial hacia la vida misma mediante el criterio básico del aumento del potencial de las fuerzas constitutivas mediante una voluntad de poder activa. Para lo cual conduce el lenguaje hasta sus límites constitutivos estableciendo dos criterios inevitables que se implican mutuamente: primero, el sostén endeble sobre el que se viene imponiendo es una serie articulada de grandes prejuicios de carácter innegable muy efectivo (FP, 5 [45]: 69); y segundo, partiendo de sus características constitutivas y la manera como se ha ido formando nuestro pensamiento, resulta prácticamente insoslayable: «dejemos de pensar cuando no queremos hacerlo bajo la coacción del lenguaje» (FP, 5 [22]:162). De esta forma resulta imposible salirse del lenguaje, ya que ha fraguado un mundo conceptual verdadero que aunque ideal funge como pantalla de significación representativa de la realidad: «Al final nos desharemos del más antiguo residuo de metafísica, suponiendo que podamos deshacernos de él –aquel residuo que se incorpora al lenguaje y a las categorías gramaticales y que se ha hecho tan imprescindible que parecería que ya no podríamos pensar si renunciamos a esa metafísica–» (FP, 6 [13]: 164). Aceptando dicho principio ineludible de repercusiones inabarcables, cuál sería la vía para romper con la fantasmagoría del mundo ideal, como doble malintencionado que despoja finalmente el lugar del «original» que peca de inocente. Sin duda mediante un tratamiento diferencial del propio lenguaje y del pensamiento, haciéndolos chirriar al llevarlos hasta sus límites expresivos en una relación externa y al mismo tiempo traspasando ágilmente sus entrañas, permitiendo el distanciamiento adecuado para criticar tanto su proceso formativo sustentado en prejuicios y denunciando el carácter reflejo de una realidad anulada. Su instrumento consiste en recuperar el aspecto metafórico y artístico del lenguaje, junto con sus capacidades comunicativas mediante el artificio de la invención polivalente. Sin duda se trata de una lúcida y creativa respuesta ante el imperio del orden lógico único que pretende absorberlo todo: «La filosofía que busca su propia esencia moviéndose en un círculo sólo puede ser expresada a través de la forma poética o bien a través de la fragmentariedad» (C. Gentili, 2004; V: 376). Se trata a todas luces de una respuesta estética (Aesthetica), la única posible ante las desmesuras y profundas repercusiones de la metafísica gramatical generalizada. El proceso formativo de los conceptos, que utiliza el conocimiento racional para establecer las generalizaciones de las verdades que maneja, pasa de los «impulsos nerviosos» que genera la experiencia en el mundo sensible capturadas mediante representaciones de metáforas intuitivas a la conformación de la imagen que logra fijarla mediante la significación del concepto (cf. SVM, 30 y ss.). Desde la perspectiva nietzscheana el concepto –cuyo basamento metafórico se ha «endurecido y petrificado»– no consigue capturar la complejidad de la realidad múltiple y dinámica, expresada mediante el devenir constante que consigue crear y destruir los fenómenos que se viven. Pero si el devenir de la realidad se encuentra en continuo cambio y transformación ningún concepto consigue captarla en toda la abundancia de su complejidad, para Nietzsche no puede existir una correspondencia lógica exacta entre el mundo objetivo de lo empírico y el sujeto de conocimiento ideal: la única relación posible es la experiencia estética. Para ello resulta fundamental la reflexión que lleva a cabo sobre el estilo y la función fundamental del estilo en los procesos de comprensión de la realidad. Propone recuperar el carácter metafórico del lenguaje, como giro profundo para la reactivación de un conocimiento vital que consiga armonizar con el carácter múltiple del devenir mundano. Dentro del carácter metafórico del estilo sardónico que postula, queda abierta la posibilidad

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creativa de las interpretaciones; la actitud metafórica que establece el carácter interpretativo de las significaciones de la realidad, permite una actitud abierta a las múltiples voces del mundo del devenir: la rigidez cerrada del concepto se quiebra mediante el carácter abierto a las interpretaciones de la metáfora viva.

Aquí entra la importancia que adquiere su propuesta del «perspectivismo»: «la perspectiva es la condición básica de la vida», en tanto que se acepta el carácter dinámico y abierto de la realidad, el mundo irredento y vivo tiene que ser interpretado desde una hermenéutica perspectivista que permite diversas comprensiones según el punto de vista y el carácter energético de la voluntad de poder: «se trata, así pues, de la interpretación del acto y no solamente de una recomposición conceptual» (NE, 9 [48]: 72). De esta forma, el conocimiento al igual que el lenguaje mismo es una experiencia creativa de trabajo de forjamiento, pero a la vez es conducido hasta el límite del no conocimiento por medio de su sometimiento a la viveza intensa de los afectos: «Entre dos pensamientos juegan todos los afectos posibles: pero los movimientos son demasiado rápidos, por eso los ignoramos, los negamos...» (FP, II [113] (358): 194). Sin embargo, no hay que perder de vista que se trata de un ejercicio de apropiación del mundo según las posibilidades de las experiencias humanas:18

Conocimiento: la posibilidad de la experiencia, en el sentido de que el acontecer real, tanto por el lado de las fuerzas actuantes como por el lado de las nuestras conformadoras, queda enormemente simplificado: de forma que parece haber cosas semejantes e iguales. Conocimiento es falseamiento de lo variado e inmutable, convertido en lo igual, lo semejante, lo numerable. Pues la vida sólo es posible gracias a este aparato falseador. Pensar es un transformar falseador, sentir es un transformar falseador, querer es un transformar falseador: en todo ello actúa la fuerza de asimilación, que presupone una voluntad de hacer algo igual a nosotros (FP, 34 [252]: 126).

El lenguaje del conocimiento lo que pretende es fijar el mundo reduciéndolo a la intensidad de nuestras experiencias para el ejercicio de su voluntad de dominio. Si resulta que la «ficción del conocimiento» se constituye mediante el ejercicio de dominio sobre los fenómenos que forman el mundo, un mundo de las experiencias que de manera alguna tiene una existencia como «cosa en sí», el devenir múltiple como voluntas de poder lo proyecta hasta un «excederse» mediante un «fuera de sí». Se trata de una visión no esencialista que por su misma complejidad adquiere un manejo ambivalente y, en ocasiones, hasta contradictorio cundo el «tejido de conceptos es desgarrado»; sin embargo consideramos que forma parte del estatuto paradójico que en sí mismo constituye la característica instrumental del conocimiento desde su concepción de la potenciación de la voluntad de poder. De esta manera el estilo fragmentario, aforístico y metafórico pretende conducir el conocimiento lingüístico hasta sus límites expresivos de mayor creatividad como el arte de interpretar; cierto que tal uso e interpretación dependerá de la perspectiva con que se le aplique, sin embargo el pensador que utiliza la metaforización irónica del conocimiento hasta los niveles que posibiliten la intensificación y fortalecimiento de todas las energías vitales. Habría que aceptar que «sus variaciones estilísticas desempeñan un papel filosófico

18 Se trata de un tema constante, presente desde sus primeras reflexiones como lo muestra el fundamental fragmento de juventud titulado «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» de 1873 (quedando como inédito hasta 1903), pero adquiere un carácter más explícito en los fragmentos póstumos desde los años 1883 y 1884, reapareciendo a mediados de 1885. También pueden verse los importantes aforismos § 110 (Orígenes del conocimiento) § 111 (Origen de la lógica) y §112 (Causa y efecto) de la Gaya Ciencia (1985: 100–104).

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(o, visto desde su propia óptica, antifilosófico) crucial en su escritura» (cf. A. Nehamas, 2002: 21). Sobre la cuestión del estilo. Nos parece que el bello estudio de J. Derrida de 1978 sobre los estilos de Nietzsche consigue recuperar mediante una intuición efectiva algunos de los principales recursos y estrategias que utiliza para generar un uso diverso y diferencial del lenguaje en sus textos ágiles, intrincados y frenéticos, pero a la vez elaborados con una nerviosa «inseguridad» delicada de lo siempre abierto que les permite ser incisivos hasta la confrontación delirante. Si leemos con atención, «quizá lleguemos a oír el murmullo, la respiración, los estallidos de cólera y de risa de la prosa más insinuante que haya dado la lengua alemana, y también la más irritante» (P. Klossowski, 2005: 7). Por esta vía creemos que se pueden superar en parte los malentendidos que privan sobre el supuesto irracionalismo y la irritante misoginia del pensamiento nietzscheano; asuntos que no tendrían el menor problema si luego no actuaran como pantallas que imposibilitan acceder a lo más rico de sus propuestas detonantes y lo verdaderamente insidioso de sus textos sutiles. También nos permitirá avanzar en una mejor comprensión de lo que Klossowski señalaba como lo propio de la reflexión nietzscheana, la experiencia de la lucidez delirante en la conducción de su proyecto de conjura demoledora de la cultura moderna. Como vimos más arriba, Nietzsche no se conforma con transitar de un extremo a otro dentro de la estructura de los opuestos funcionales, a la manera de buscar generar un platonismo o un racionalismo invertido, dentro del esquema metafísico de duplicación de la realidad; es decir, no pretende invertir o romper definitivamente con la estructura jerárquica de los valores establecidos, sabe muy bien de las trampas de los sistemas totalizadores que absorben todo lo que se encuentra a su paso, incluso y sobre todo a sus opuestos que lo terminan complementando. Como lo resalta Derrida (1981: 53): «No suprimir toda jerarquía, la an–arquía consolida siempre el orden establecido, la jerarquía metafísica; no cambiar ni invertir los términos de la jerarquía dada; sino transformar la estructura misma de lo jerárquico». Se trata de mutar los criterios mismos de la estructura valorativa desde ella misma para ir más allá de sus posibilidades en forma de una transvaloración de todos los valores: «— Hay que ser superior a la humanidad por fuerza, por altura de alma, — por desprecio...» (AC: 26). Es errónea la lectura que encasilla las propuestas nietzscheanas dentro de la reducción irracionalista, al igual que el supuesto odio encarnizado contra el cristianismo,19 por fortuna es un cerco que en las últimas décadas se viene rompiendo hasta la revaloración que sobre la ciencia y el positivismo recupera la obra de Nietzsche (véase C. Gentili, 2004; III: 171–257; M. Ferraris, 2000: 13–19; G. Deleuze, 1986: 67–73 y 1974: 203; P. Klossowski, 2005: 97–121). Sus textos están poblados de referencias diversas a la «mujer», de tal forma que genera los más variados malentendidos y reacciones de indignación: «No hay una mujer, una verdad en sí de la mujer en sí, eso dice al menos la tipología tan variada, la multitud de

19 Respecto al cristianismo, Nietzsche sabe de la importancia que ha venido cumpliendo en la historia de occidente; por lo cual, no pretende desaparecerlo –lo que sin duda sería pretencioso, además que ilusorio–, en su lugar se propone anular el imperio de la piedad cristiana y de su ascética radical que terminan imponiendo un espíritu reactivo, que debilita las fuerzas creadoras y difunde el desprecio por la vida. «He declarado la guerra al clorótico ideal cristiano (y a todo lo que está emparentado de cerca con él), no con la intención de anularlo sino sólo para acabar con su tiranía y dar cabida a nuevos ideales más robustos... Por ello, nosotros los inmoralistas necesitamos el poder de la moral: nuestro impulso de autoconservación quiere que nuestros enemigos sigan con fuerzas –quiere solamente dominarlos–» (NE, 10 [117]: 228. También véase FP, 2 [200]: 160). Para un puntual análisis de esta compleja relación y algunos de sus efectos, véase K. Jaspers (2008).

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madres, hijas, hermanas, solteronas, esposas, gobernantas, prostitutas, vírgenes, abuelas, niñas pequeñas y grandes de su obra» (cf. J. Derrida, 1981, 67). Se establece una tupida red de referencias cruzadas, complementarias y contradictorias que parten de un vínculo soterrado entre los diversos estilos que se adaptan según las condiciones, la mujer, la verdad y la vida misma. El núcleo descentrado lo establece su concepción metafórica movible que aparenta la mujer, cuya no verdad la establece los velos del engaño, del simulacro que mediante el juego de la distancia aleja y atrae mediante sus estrategias de seducción, como lo establece el pulcro aforismo § 60 («Las mujeres y el efecto que producen a distancia») de la Gaya Ciencia.20 Se trata de una operación femenina que se establece mediante el «estilo espoleante» que desgarra el misterio velado, más superficial en tanto misterioso. Buscando dilucidar el complejo entramado telúrico que en Nietzsche vincula directamente arte con estilo y verdad, a partir del no–concepto de la mujer como estrategia diversificadora de funciones, Derrida ubica tres niveles de vinculación problemática: 1. la matriz castrante de la mujer (despreciada, humillada como potencia de mentira y engaño); 2. la matriz castradora de la femina (doblemente castrada en tanto verdad y no verdad, se desprecia a sí misma en tanto quiere la castración); y 3. la mujer artista que es reconocida en su potencia afirmadora y creadora, que utiliza el engaño de sus encantos para seducir. La crítica al «feminismo» por parte de Nietzsche responde precisamente al desprecio por las dos primeras posturas reactivas que terminan absorbiendo lo femenino dentro del torbellino empobrecedor de lo masculino reactivo, del filósofo dogmático o del artista empobrecido; en realidad, desde estas críticas violentas y sus sarcasmos maledicientes se desprecia al hombre en tanto femenino castrado que asume lo masculino hasta disolverse.

La cuestión del arte del estilo –que en realidad se refiere a los estilos («...hay en mí muchas posibilidades del estilo—»), por lo tanto a la sencillez del estilo como sin estilo– se constituye por ende en arma punzante (daga, estilete o espolón) de la guerra proclamada por Nietzsche en contra de la cultura occidental moderna. En Ecce homo («Por qué escribo tan buenos libros», parágrafos 4 y 5), deja claro la diversa posibilidad de múltiples estilos, negando cualquier tipo de «estilo en sí» –como tampoco hay una esencia o mujer en sí–: «Esto forma parte de mi dote dionisíaca. ¿Quién sabe? Tal vez sea yo el primer psicólogo de lo eterno femenino. Todas ellas me aman — una vieja histeria: descontando todas las mujeres lisiadas (verunlückte Weiblein), las “emancipadas”, a quienes les falta la tela para tener hijos. — Por fortuna, yo no tengo ningún deseo de dejarme desgarrar: la mujer perfecta desgarra cuando ama...» (EH, III; 5: 62–63). Pero si resulta que la mujer simboliza las pasiones en toda su contrariedad –que nos hechiza porque conserva «su garra de tigre bajo el guante»–, cuando se le critica se termina repudiando a la vida misma, pues la mujer es la vida (Vita femina) en toda su acción afirmante.

La estrategia estilística de una ciencia jovial se establece como escritura viva entre intervalos diversos de la experiencia diversificadas de estilos que parecen estallar en los mecanismos desarticulados del juego y la risa, el estilo sin estilo; o la aceptación de estilos 20 Véase también § 59 (Nosotros los artistas), § 64 (Mujeres escépticas), § 65 (Donación de sí mismo) § 69 (La facultad de vengarse), § 71 (De la castidad femenina), § 72 (Las madres), § 75 (El tercer sexo), § 339 (Vita femina), § 363 (De cómo los dos sexos tienen sus preocupaciones acerca del amor), de GC; también apertura («Suponiendo que la verdad sea una mujer... »), § 237 («Siete refranillos sobre las mujeres») y § 239, de MBM; § 377 (La mujer perfecta); § 380; § 411, de HDH; algunos de los principales parágrafos de «Sentencias y flechas», de CI; NE, 10 [40]: 184–185; EH, III; 5: 62–64 y referencias explícitas en El Caso Wagner (2003: 183–242). También véase el análisis que de la mujer–madre realiza J. Derrida (2005: 33 y ss.).

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diversos según las condiciones y los efectos buscados, permiten –mediante el uso de guiones, comillas, paréntesis, neologismos, citas en latín, italiano o francés, o la utilización de palabras alemanas llevadas hasta sus límites expresivos impensables– el uso estratégico del efecto seductor que identifica con la metáfora dislocada de la mujer, que muestra y oculta, que aleja y permite aproximarse, todo a la vez de forma caleidoscópica. Cundo Nietzsche habla del «libro perfecto» (NE, 9 [115]: 112–113): 1) insiste en el pathos de la propia experiencia como la tinta viva con la que se escribe («las cosas más abstractas del modo más corporal y sangrante... la historia entera como vivida y sufrida personalmente –sólo así se vuelve verdadera»); 2) la elección de los términos más expresivos («preferencia por los términos militares») que consigan representar la más alta gama de los estados espirituales de los seres humanos; 3) la catástrofe como subterfugio para construir una obra («Sacar la introducción de la voluntad de pesimismo. Nada de hablar como un sufridor, un desencantado») y 4) epílogo como juego satírico entre las fuerzas creadoras de Teseo, Dioniso y Ariadna... Todo gran texto es labor estratégica forjada en la tensión entre diagnóstico, desenmascaramiento y creación artística delirante –pero manteniendo el rigor indispensable de calibrar cada giro expresivo– mediante el estilete femenino que abre todas las posibilidades ante la afirmación irrestricta de la vida: escritura de guerra, sin duda, como potencia autónoma que prolonga la experiencia artística hasta donde los silencios son también sutiles gemidos de vida. La desnaturalización de la moral En el origen del nihilismo europeo se encuentra el sustrato metafísico que prolonga el espíritu de decadencia que afecta a la humanidad en sus instintos fundamentales y en el agotamiento de las potencias esenciales, pero su expresión más evidente se encuentra en el proceso de desnaturalización moral de los valores. El punto de modulación que acelera el proceso de decadencia y la atracción por el vacío que caracteriza la modernidad, se refiere al cambio de estatuto de los valores considerados hasta entonces como superiores; ante el agotamiento de los valores se desvanece todo sentido de la existencia. Desde sus orígenes culturales lo que caracteriza a la «comédie humaine» es la necesidad ficticia en valores que considera como superiores, con la confianza que los eleven por encima de lo posible, pero en realidad se trata de un declinar –«moral como empequeñecimiento»– que los envuelve en un espíritu de pesadez que resalta lo gregario de la seguridad del rebaño. «Detengámonos un instante en este síntoma de suprema cultura –yo lo llamo el pesimismo de la fuerza» (NE, 10 [21]: 176).

Se trata –como vimos más arriba– de un «uso inmoral» de los conceptos epistemológicos y axiológicos hasta su completa apertura metafórica, con la finalidad de generar una «doctrina perspectivista de los afectos» que permitan la re–naturalización de los valores mediante lo que denomina un «clímax de poder».21 Por lo tanto, su filosofía se propone como lo indica el fragmento 9 [86] del otoño de 1887, como naturalismo moral

21 «Plan. En lugar de valores morales, nada más que valores naturalistas. Naturalización de la moral. En lugar de “sociología”, una doctrina de las formaciones de dominio. En lugar de la “teoría del conocimiento”, una doctrina perspectivista de los afectos (de la que forma parte de una jerarquía de los afectos) los afectos transfigurados: su orden superior, su “espiritualidad”. En lugar de metafísica y la religión, la doctrina del eterno retorno (como medio ésta de cría y de selección) “Dios” como momento culminante: la existencia, una eterna divinización y desdivinización. Pero en ello no hay ningún clímax de valor sino sólo clímax de poder» (NE, 9 [8]: 54–55).

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que asumo como tarea principal el transformar la comprensión de los valores que se promueven como emancipados, pero que en realidad se encuentras desnaturalizados, hacia niveles de «inmoralidad natural», lo que se traduce en una labor de devastación en contra del idealismo que manipula la «hostilidad de la moral contra la vida». El imperio de las fuerzas reactivas de la moral de los débiles (imperativo categórico) requiere ser sustituida por la voluntad de fuerzas activas y valores afirmativos de la vida (imperativo de la naturaleza).

La cuestión del valor tiene que ver con la fijación del grado de poder que el mismo principio posibilita, por lo cual –como suele repetir con variantes sensibles en varios sitios a lo largo de su intrincada obra, «la fuerza se mide entonces en función del grado en que podemos admitir la apariencia, la necesidad de mentira, sin que nos cueste la vida» (NE, 9 [41]: 66). De esta manera, como veremos más adelante, el nihilismo que niega todo «mundo verdadero» puede constituirse en una oportunidad maravillosa para promover una transmutación de todos los valores mediante el acrecentamiento de las fuerzas por medio de una voluntad de poder inmoral que acepte plenamente el «mundo que es». Lo fundamental es no perder de vista que ante esta lectura axiológica sustentada en criterios energéticos de potenciación o disminución de las fuerzas creadoras de la vida, se oculta el bicho ponzoñoso de la metafísica que viene generando una visión disminuida de la existencia y despreciadora de lo propiamente humano.

Si resulta que toda cultura que se encuentre organizada termina adormeciendo las pasiones, se requiere de una chispa creadora que consiga des–anestesiarlas para que recuperen toda su fuerza devastadora que restauren una cultura de los afectos fuertes y sanos, sin despreciar el papel primordial que los «espíritus más fuertes y más malos han sido hasta ahora, los que mayores progresos han reportado a la humanidad» (GC, I; § 4: 36). La genealogía de los valores que reconstruye Nietzsche percibe cambios significativos que parecen afectar directamente las potencias sobre las que se sostiene cada etapa; establece alteraciones desde el ideal ascético de la religión que se ve remplazado por la imposición del ideal de la virtud de la moral, finalmente mutada por la voluntad de verdad de la ciencia. Sin duda de una etapa a otra no se producen cambios significativos y profundos, sólo se tratan de apariencias ante un ideal cristiano que se constituye en más peligroso al conservar sus características definitorias ante sus aparentes metamorfosis que las imbrica en una intrincada telaraña con referencias subterráneas.

Se tratan de «disfraces hábiles» que permiten conservar el ideal ascético de la religión dentro del corazón secular del ideal de verdad de la ciencia, es esta voluntad de verdad que caracteriza al pensamiento moderno que se sustenta en los valores ascéticos que desprecian la vida (cf. G. Deleuze, 1986: 138–141). Sin dada la moral se ha constituido en un dispositivo de seducción maravilloso pero hay que reconocer que empobrece la existencia del ser humano al desactivar sus fuerzas más intensas, en realidad se trata de lo más inmoral como señala a lo largo de su obra Nietzsche. Los dominios morales que imposibilitan el desarrollo productivo de la voluntad de poder, las establece el filósofo de Röcken mediante tres líneas principales de poder que dan impulso al pesimismo del declive que origina la expansión del nihilismo actual:

1) el instinto de rebaño contra los fuertes y los independientes 2) el instinto de los que sufren y de los malogrados contra los felices 3) el instinto de los mediocres contra las excepciones. –Enorme ventaja la de este movimiento por mucha crueldad, falsedad y estrechez de miras que lo hayan acompañado: (porque la historia de la lucha de la moral contra los instintos vitales fundamentales

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constituye ella misma la mayor inmoralidad que haya existido nunca sobre la tierra...) (NE, 9 [159]: 140).

Mediante éstos criterios energéticos toda la historia de la cultura humana se establece por el predominio de un proceso reactivo de moralización de la existencia y desmoralización de las fuerzas naturales de la afirmación de la vida. Se puede hablar de una Historia moral que gravita el engaño de la metafísica mediante la justificación expresa del «instinto de rebaño» del gregarismo preponderante que termina domesticando moralmente la civilización europea; por eso no deja de afirmar que toda la moral del europeo moderno se yergue a partir de la utilidad del rebaño, que termina ensombreciendo a los hombres fuertes y raros. Establece una rígida jerarquía que hace prevalecer al hombre vulgar y resentido sobre el hombre noble y fuerte, pero rompiendo con esta rígida jerarquía para Nietzsche el auténtico crecimiento de la humanidad tiene que pasar por fuerza por la recuperación de carácter contradictorio de la existencia, aquello molesto y terrible que también nos constituye: «Con cada crecimiento del hombre en grandeza y altura, éste crece también en profundidad y terribilidad; no debe querer lo uno sin lo otro –o, más bien: cuanto más acabadamente se quiere lo uno, más acabadamente se llega justo a lo otro» (NE, 9 [154]: 179). Sin duda el perspectivismo de la ambigüedad y los diversos estilos que atraviesa toda su obra pretende ser lo más fiel posible a la realidad plural contradictoria. La disección de la moral de los débiles y serviles la realiza desde una «perspectiva biologicista» de tipo evolucionista particular –como también asume en su propuesta política– rastreando la genealogía de los valores desde hechos fisiológicos específicos (cf. M. Ferraris, 2000: 57 y ss.); la desnaturalización de los valores tiene que ser combatida desde un movimiento de avance a paso de paloma para poder transformar el peso de la virtud que se ha establecido y prolongado por mucho tiempo a lo largo de la historia, la moral de la virtud que ha enjuiciado la existencia hasta avergonzarla y despreciarla se constituye así en el factor clave para revertir el proceso de inercia de las fuerzas para mediarlas en función del grado de abandono que podamos soportar. Para Nietzsche propiamente no se trata de una vuelta de la moral a la naturaleza, pues ésta nuca partió de un estado natural de indiferencia, pus siempre ha sido antinatural; se trata más bien de «atreverse a ser inmoral como la naturaleza» (NE, 10 [53]: 191). Según marca al inicio de una de sus obras definitorias y vibrantes de su producción, La genealogía de la moral (1887, Pról.; 1: 21), el hecho de la ignorancia hacia nosotros mismos; pero además la imposibilidad de encontrarnos pues resulta que ni siquiera hemos comenzado a buscarnos. Estamos tan lejos de nosotros mismos que un factible conocimiento de lo que somos cada uno de nosotros resulta muy lejano, además de la contrariedad de que al parecer la civilización occidental se entretiene en el conocimiento del mundo externo fenoménico que olvida el conocimiento fundamental del sí mismo. Por lo mismo, para aquellos «hombres activos» que decidan dedicarse a la exploración y análisis de las principales categorías que constituyen el campo agreste de las pasiones humanas se topan con cuestiones infinitas difícil de abarcar. La propuesta de la genealogía de los valores pretende incursionar y contribuir en esta ingrata labor, sin duda se tratan de aportaciones generales que comienzan apenas a delimitar y precisar el ámbito de reflexión. Quisiéramos señalar sólo algunos de estos lineamientos según el método de interpretación y valoración de Nietzsche: Primero.— Hay que partir del reconocimiento de que no existen acciones morales como fenómenos en sí o esencias puras, se trata más bien de ficciones funcionales que por

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su propia inexistencia se terminan imponiendo. Segundo.— En este sentido, por tratarse precisamente de equívocos psicológicos inexistentes resultan también indemostrables. La característica inmoral de la moral imperante estriba en el escándalo de la disminución de las fuerzas creativas y anuladoras de la vida. Tercer.— Aceptar que en el fondo no existen intenciones y acciones morales, por lo mismo también inmorales, se trata más bien de simples actos de libre espontaneidad. Lo que sucede es que inmediatamente pretendemos cargarlos de sentidos precisos y únicos.

Cuarto.— Se trata de errores psicológicos que se empecinan en establecer ficciones de opuestos excluyentes que al pretender mantener estas ficciones sostenidas en actos de fe, que parte del núcleo fantasmal de un ego sustancial que se define mediante la relación antitética con un no–yo. Quinto.— Buscando sintetizar su postura genealógica sobre las valoraciones metafísicas que definen la cultura occidental moderna, precisa: «Mi axioma: no hay fenómenos morales, sino solo una interpretación moral de esos fenómenos. Esta interpretación misma es de origen extramoral» (FP, 2 [165]: 159). Ante el terror de lo amoral de la realidad, de nuestras intenciones y acciones, preferimos aferrarnos a la ficción de la sustancia que mediante la oposición de dependencia que se apoya en extenso sobre el instinto gregario de contagio; finalmente el ego coloca su valor en la negación de sí mismo. Se opone directamente a todo desarrollo soberano del individuo y a la expansión de las fuerzas más activas. Se trata de la misma historia de la civilización occidental: al oponer a sus instintos naturales más propios un mundo ideal del puro bien, termina por despreciar a la vida y a sí mismo por la incapacidad de realizar las acciones buenas y virtuosas exigidas. Se traduce en la «santificación» de los valores superiores sobrenaturales que anulan los instintos vitales naturales, se termina imponiendo en la historia el «ideal del sacerdote»; la compasión y el abandono de las fuerzas vitales en detrimento de las energías creadoras que se empequeñecen hasta casi desaparecer. Si bien se vienen oponiendo las incuestionables posturas altruistas a las maldecidas posturas egoístas, negadas y despreciadas por la irrestricta defensa del «calorcillo de establo» del gregarismo de las masas absorbentes, lo que Nietzsche propone es la búsqueda de la interacción del egoísmo con el altruismo mediante la recuperación de las fuerzas vitales y los enfoques naturales. Se trata de un ser humano mucho más integral que asuma toda su ambigüedad, donde juegan las fuerzas de lo mejor y de lo peor, del altruismo con el egoísmo, mediante un principio de salud perspectivista. Pero si resulta que «sólo hay interpretaciones y acciones amorales», para no extraviarse en el extremo opuesto del relativismo inmoral hay que referirlos a una única voluntad de poder que se orienta en función del «principio de vida» y mediante una jerarquía provisional de la interacción de los poderes (véase NE, 10 [57]: 194–199). Para conseguir la inversión de los valores cristianos del gregarismo reactivo, buscando transformar la polaridad a favor de los valores afirmadores de la vida desde la aplicación del procedimiento perspectivista de interpretación y valoración que establecen la sintomatología que definen al tipo de persona que los profesa; lo fundamental de los valores es que permiten leerlos comprensivamente como indicadores de las fuerzas constitutivas que atraviesan personas, hechos, fenómenos o formaciones culturales. Lo que repudia Nietzsche son esas posturas absolutas que se saben poseedoras de la verdad necesaria realizando juicios generales sobre la vida misma, sin dejar posibilidad a otros puntos de vista y formas de valoración, frente a la exuberancia de la riqueza contradictoria de la vida.

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Los juicios, los juicios de valor sobre la vida, en favor o en contra, no pueden, en definitiva, ser verdaderos nunca: únicamente tiene valor como síntomas, únicamente importan como síntomas, — en sí mismos tales juicios son estupideces. Hay que alargar del todo los dedos hacia ella y hacer el intento de agarrar esta sorprendente finesse [finura], que el valor de la vida no puede ser tasado (CI, II; 2: 38).

Puesto que se trata de intensidades y de energías fluctuantes no esenciales, la vida por sí misma no tiene ningún valor preestablecido; no puede estipularse de la vida un valor general y cualquier actitud absoluta sobre el mundo no es más que un ardid ficticio. De esta forma sería un error atribuir al pensamiento nietzscheano algún valor irrestricto, sea a favor del valor de la vida o despreciando los juicios del cristianismo gregario. Pero al carecer la vida de cualquier valoración general posible, por lo mismo es susceptible de cargarse de la valoración que el individuo o la sociedad le puedan atribuir según sus capacidades energéticas. Si resulta que la valía de la vida depende por completo de todo aquello que podamos hacer con ella –desde los niveles más bajos hasta las cimas del desarrollo posible de lo humano–, por lo tanto el valor no se recibe o revela de alguna fuente externa del mundo sino que directamente se crea en la experiencia con el mundo. El perspectivismo moral es una forma heurística de escapar de la trampa de los opuestos del sistema dogmático tradicional, tan voraz como un hoyo negro, pues si se rechaza tajantemente lo establecido hacia la fuga absoluta de la trampa anarquía del arte, se termina confirmando y reforzando el sistema dominante. Habrá que valorar la situación existencial con todo lo implicado que la cruza, de tal forma que Nietzsche evita caer en la exaltación absoluta de los aspectos positivos de la vida (placer, dicha, felicidad...); hay que incluir los aspectos malos y terribles que intrínsecamente la definen, pues el dolor y el infortunio no tienen tampoco un sentido en sí ya que dependerá de lo que hagamos con ellos y del sentido que podamos imprimirles. Aceptando este principio dislocador de integración energética, se pasa al estallido de la temporalidad formalizada mediante el postulado del eterno retorno como criterio valorativo:

Peso formidable.—¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiera un demonio en la más solitaria de las soledades diciéndote: «Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ellas nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de la vida, se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y aquel rayo de luna, también este instante; también yo. El eterno reloj de arena de la existencia será vuelto de nuevo y con él tú, polvo del polvo?». ¿No te arrojaría al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablaba? ¿O habrás vivido el prodigioso instante en que podrás contestarle: «¡Eres un dios! ¡Jamás oí lenguaje más divino!. Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te transformaría, pero acaso de aniquilarla: la pregunta «¿quieres que esto se repita una e innumerables veces?» ¡pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema confirmación! (GC, IV; § 341: 166).

La idea del eterno retorno se constituye en uno de los núcleos indispensables que dotan de soporte la filosofía nietzscheana de la plena afirmación de la vida, pese a permanecer algo velada desde su aparición intuitiva en agosto de 1881 en la vivencia del lago de Silvaplana hasta la proscripción en la locura en 1889; no obstante, por los apuntes sobre todo del último periodo ocupa un lugar preponderante en la planeación de una obra

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futura que también no consiguió realizar. Además pronto se constituye en arma angular para la destrucción de la estructura metafísica en sus aspectos más oculto por estar a simple vista; la idea del devenir como temporalidad lineal implacable que como Saturno termina devorando a sus hijos ante la presunción de un ego sustancial que busca imponerse. Este tipo de temporalidad que transita desde un «ideal de salvación» hasta una «idea del sin sentido» de la realidad, genera un nihilismo enmascarado al que no es posible superar si no es desde el rompimiento del núcleo de partida que constituye el ego sustancial, sustento de todo el edificio de la metafísica. El tipo de devenir al que apela parte de la misma temporalidad pero del ángulo que ha sido negado y rechazado –quizá relegado al pensamiento mítico y poético–, se trata aquí también de asumir la ambigüedad que define al fenómeno como ruta para superar la ontología metafísica de la modernidad. Al pretender defender la «inocencia del devenir», Nietzsche sabe que no basta con negar los valores metafísicos de la visión binaria de la realidad temporalizada hasta el hastío, se requiere de transmutar la concepción misma del devenir; pero de manera alguna se pretende hacer una descripción fenoménica del tiempo real, diferente del mismo devenir del mundo en oposición del cruel transcurrir temporal. Se trata de una sutil revocación que introduce la característica de la decisión que se postula como afirmación positiva ante el querer del querer que apuesta por la totalidad del instante; es la decisión del querer pleno de cada instante con todas sus características definitorias, querer la vida con el «dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de la vida, se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión». Con esto se rompe el cerco metafísico que distorsiona la percepción temporalizada de la realidad hasta su constitución como voluntad de poder, consiguiendo des–teologizar la idea misma del eterno retorno.22

La revuelta que constituye el eterno retorno de lo mismo pretende estar en resonancia con la complejidad de la realidad que es pura voluntad de poder, se trata de la superación del espíritu de pesadez mediante la ligereza de la afirmación del «gran mediodía» por la decisión radical sobre lo que el mundo y el hombre pretenden ser. Pero de manera alguna se trata de una visión ingenua sobre la realidad o un fallido culto sobre el instante empobrecido que pretende romper con toda temporalidad, se trata de introducir por decisión dentro de la temporalidad la idea misma de la eternidad. La adhesión al instante extático que opone a la duplicidad de la realidad por parte de metafísica del «tiempo verdadero» de la finitud, que redunda en el nihilismo de la nulidad del agotamiento moral de los tiempos que padecemos, introduce el principio del fuera de sí y la ruptura con el núcleo aglutinante de la subjetividad de la ontología moderna. La sabiduría del cuerpo como dispositivo de superación de la subjetividad sustancial 22 Lo que Nietzsche considera como el «más grave de los pensamientos» encuentras algunas de sus raíces intuitivas en el pensamiento presocrático de Anaximandro –también en otros autores como Platón y Parménides– pero sobre todo en Heráclito, sin embargo se metamorfosea de manera radical al romper con su referencia teológica para la recuperación de la inocencia del devenir azaroso y del sentido de la tierra como expresión de la voluntad de poder en tanto desintegración de toda substancia en sí y de todo sujeto cognoscente. Pero sin duda, el mana se encuentra en las religiones mistéricas de la Grecia arcaica, en el ciclo dionisiaco y en llamado Gran Año, cuya fuente más próxima se encuentra en su lectura creativa del poeta–filósofo alemán Hölderlin, que escribe en su deslumbrante poema Empédocles: ¡Vete! ¡nada temas! Todo vuelve otra vez y lo que ha de suceder, ya está concluido (véase P. Lanceros, 2004: 391–393).

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La cultura de la metafísica occidental que dobla la realidad en la confrontación de un mundo verdadero de lo permanente frente al mundo de las apariencias de lo corruptible se establece mediante el sustento de un «hombre metafísico» como subjetividad sustancial qua la hace permisible. Queda claro que el proyecto cartesiano del ego cogito como sustento de la evidencia que hace posible el conocimiento y la representación de la realidad, pero como ya señalamos complementándose efectivamente con la maquinaria lingüística que lo hace posible, se constituye en el garante «vacío» que hace posible la fabulación.

Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay alguno que esté en mí. Los primeros son alimentarme y caminar; pero si es verdad que tengo cuerpo, es verdad también que no puedo caminar y alimentarme. Otro es sentir; pero tampoco se puede sentir sin el cuerpo: aparte de que he pensado sentir en otras oportunidades muchas cosas durante el sueño, y al despertarme he reconocido no haberlas sentido efectivamente. Otra es pensar, y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece: únicamente él no puede ser separado de mí. Yo soy, yo existo: esto es cierto; pero ¿cuánto tiempo? A saber, todo el tiempo que yo piense, pues quizá podría suceder que si yo dejara de pensar, dejaría al mismo tiempo de ser o de existir (cf. R. Descartes, 1967: 225–226).

La crítica nietzscheana en contra de la metafísica del conocimiento por el lenguaje y por la moral de esclavos pasa por fuerza por el ajuste de cuentas con el núcleo constitutivo que sostiene y difunde el equívoco imperante. Pues resulta que la idea de la subjetividad sustancial que desde Aristóteles adquiere la categoría de primer principio, pero que obtiene toda su madurez potencial con la metafísica del sujeto de Cartesio como principio agente para la construcción de la identidad moderna y con Kant el estatuto de principio supremo de todo uso a priori del conocimiento; en realidad se establece en el apoyo vacío que estipula todas las posibilidades sobre la que recaen atributos y accidentes de lo existente. Por lo tanto, el sujeto gramatical hace posible cualquier forma de predicación, pero para Nietzsche se trata de una construcción ficticia que remacha la tránsfuga metafísica: «El “sujeto” no es más que una ficción; no hay en absoluto el ego del que se habla cuando se censura el egoísmo» (NE, 9 [108]: 110). El ego cogito cartesiano es el producto refinado de un atentado contra la vida que es posible por un proceso de abstracción que desprecia lo corpóreo y lo simple mundano.23

En este sentido el pretendido sujeto de conocimiento no es más que el producto de una cierta interpretación de lo que constituye las corrientes subterráneas de nuestro mundo interior. La construcción perspectivista que determina nuestras interpretaciones y representaciones de una serie de pulsiones y sensaciones, está determinada por las necesidades que acaban dotándolas de una falsa unidad que pretende darle un sentido definido mediante el sentimiento de un sujeto como autor irrestricto. Este yo como sujeto agente es deducido psicológicamente de nuestra creencia en la razón metafísica, en la moral de rebaño que nos somete a la identificación gregaria y reforzada por la tupida telaraña gramatical que nos sepulta en la reducción de una supuesta identidad sustancial insertada en

23 «La creencia en la certeza inmediata del pensamiento es una creencia más, ¡y ninguna certeza! Nosotros, los modernos, somos todos adversarios de Descartes, y nos defendemos de su ligereza dogmática en la duda. “¡Hay que dudar mejor que Descartes!» (FP, 40 [25]: 139). Para un análisis nietzscheano de las propuestas básicas de Descartes, véase por ejemplo FP (40 [20]; [23] y [25]).

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la temporalidad lineal y avalado por nuestra concepción de ser supremo tanto en su vertiente religioso como secular.24

Así, el desmontaje crítico de la metafísica occidental –que por medio de la imposición de la concepción de un «mundo verdadero», de la moral del resentimiento contra las fuerzas activas y afirmadoras de la vida y de la gramática de la lógica de lo establecido– se extiende por fuerza hasta el núcleo constitutivo de la identidad de la subjetividad substancial. La crítica parte de la ficción que permite establecer el ser como la generalización del sentimiento básico de las fuerzas vitales; sin embargo, se trata de un sustento vacío que permite pensar y extender la creencia de la existencia de una cosa pensante que sostiene todo el pensamiento y algo llamado voluntad que generaliza todos los actos posibles. Resulta que el arsenal de la gramática metafísica se sustenta genéticamente en la ficción del sujeto, que aunque se mantiene con alfileres permite imponerse ante el ejemplo de un yo que permanece pese a las transformaciones que introduce el devenir: «”Sujeto” es la ficción de que muchos estados iguales en nosotros son el efecto de un único substrato: pero somos nosotros quienes hemos creado la “igualdad” de estos estados; el hecho consiste en igualarlos y arreglarlos, no en igualdad (— ésta hay más bien que negarla —») (NE, 10 [19]: 175). La lógica sobre la que se estructura es la de causa y efecto, donde el yo individual adquiere sus características de identidad propia como agente de todos sus actos. El análisis genealógico que sobre el ego realiza Nietzsche, le permite establecer la conexión directa entre éste y el ser idéntico a sí mismo e inmutable con la lógica de la racionalización de la gramática generalizadora y regularizadora de los principios que nos permiten percibir la realidad tal y como los prejuicios de la razón posibilitan representarla. Fiel a su forma de subversión profunda de tratar un asunto que requiere una previa comprensión puntual de sus limitaciones y posibilidades, el solitario de Sils–Maria no se propone destruir la ficción de la subjetividad identitaria como sustento lógico operativo de la razón sustancial. El diagnóstico profundo que realiza del fenómeno lo conduce más bien a establecer la condición de la manifestación de la ficción no en la necesidad de conocer el «mundo de devenir», sino en el profundo requerimiento de ejercer el poder sobre las cosas y como valor en la lucha por la vida.

Ningún sujeto–«átomo». La esfera de un sujeto crece o decrece constantemente — el centro del sistema se desplaza constantemente —; en el caso de que este sistema no pueda organizar la masa de la que se ha apropiado se divide en dos. Por otra parte, puede, sin llegar a anularlo, transformar a un sujeto más débil en su funcionario y hasta cierto punto formar junto con él una nueva unidad. Ninguna «substancia», más bien algo que aspira de por sí a fortalecerse; y que sólo indirectamente quiere «conservarse» (quiere superarse —) (NE, 9 [98]: 103–104).

Sin duda se trata de evidenciar la funcionalidad de un agente que al ejercer sobre sí mismo el principio de unificación y simplificación, facilita la aplicación de categorías que permiten esquematizar dentro de una estrecha lógica de comprensión las extravagancias de un mundo abundante que amenaza con rebasarnos a cada momento. De manera alguna se trata de una estructura fundamental, sino del complemento indispensable para que por 24 «Dios ha muerto no significa que la divinidad cesa en cuanto explicación de la existencia, sino que el garante absoluto de la identidad del yo responsable desaparece en el horizonte de la conciencia de Nietzsche, el cual, a su vez, se confunde con esa desaparición [...] Si la noción de identidad se volatiza, no queda, en primer lugar, más que lo fortuito que adviene a la consciencia» (P. Klossowski, 1980: 166).

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medio del lenguaje se consiga establecer una imagen unificada de lo dinámico y complejo que exige un ejercicio hermenéutico de apropiación ante las presiones determinadas por el instinto de conservación y de la voluntad de dominio. Al reintroducir dentro del esquema rígido el estallido del pluralismo y del azar creativo, permite no sólo disolver la identidad metafísica del sujeto, sino también la recuperación del devenir inocente del mundo plural y abierto. Pretende renovar el ideal humanista de la cultura occidental europea que ante las tensiones antropocéntricas de la modernidad, busca constituir a la conciencia de sí de un sujeto inmutable en criterio de medida de todo lo existente, dándole la espalda por completo a lo natural. Para Nietzsche el sujeto se constituye en la confluencia de una pluralidad de voluntades de poder que sólo por una reducción se establece en unidad imaginaria: «In suma: hay que dudar de que “el sujeto” puede demostrarse a sí mismo: para eso tendría que tener fuera un punto fijo, ¡y ese punto falta!» (FP, 40 [20]: 138). Es claro que ante la decadencia de la falta de unidad como sustancia organizadora, que se expresa mejor como un síntoma de salud de la «ficción regulativa» sobre la que se sustenta la razón occidental; lo que intenta es hacer estallar esta pretendida unidad al introducir la convergencia de fuerzas que al tensarse en momentos de equilibrios pasajeros es una concepción nueva que sin renunciar del todo a la creencia del sujeto como lo ya dado, se constituye en algo por construir constantemente. Buscando explorar con mayor profundidad para establecer las posibilidades de la quimera del ego, Nietzsche establece la formación de nuestra conciencia en la relación que mantenemos con el mundo exterior. Pero de manera alguna se trata de la relación reductora entre sujeto y objeto, sino de ciertas formas de separación ficticias entre maneras momentáneas de permanencia de tipos subjetivos y objetivos en constante mutación: se refiere a construcciones imaginarias que son útiles para poder vivir y para la conservación de las fuerzas. Se busca convertir el sentimiento de vida en una ficción funcional que hace del agente y del pensamiento generado posibilidades para extender formas de potencialización y de vida. Es ante la imposibilidad de negar por mucho tiempo la pluralidad de fuerzas encontrada que constituyen el devenir de la vida del mundo, que se reintroduce en el sujeto ante la existencia social con los otros individuos. En tanto que la fábula de la unidad y de la identidad del sujeto está atravesada por una serie de fuerzas que chocan y se reacomodan constantemente, más valdría hablar de un «nosotros» como pluralidad de sujetos que se establecen en el juego del intercambio de máscaras que constituye nuestra identidad, sin olvidar que «la mejor máscara que llevamos es nuestro propio rostro» (FP, 13 [3]: 103). Según Nietzsche el cuerpo es el que puede proporcionarnos una mejor idea de la unidad e identificación personal, lo que sucede es que la conciencia, como último reducto del desarrollo orgánico complejo, resulta algo muy «joven e imperfecto» como para constituirse ella misma en algún resultado y efecto de consideración. La conciencia subjetiva, al igual que la construcción del conocimiento metafísico mediante la lógica gramatical de la abstracción, se constituye en una necesidad con indudables presiones sociales; aquello que en apariencia parece lo más individual y particular, en realidad constituye lo más gregario y general que puede establecerse como efecto: «— nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas —. L’effet c’est moi» (MBM, I; § 19: 41). Ante el fenómeno que Nietzsche considera como de debilitamiento de la voluntad que desde el ámbito valorativo se expresa mediante la imposición de la virtud sobre los instintos egoístas, imponiéndose una moral de rebaño que repercute en un fenómeno

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cardinal de desimismamiento (Entselbsting); que consiste básicamente en el establecimiento de una identidad substancial en forma de unidad subjetiva como imposición gregaria que acaba determinando lo que debe constituirnos irremediablemente como agente cognoscente. Si bien se constituye en la ficción gramatical que consigue la necesaria fijación ontológica que permite sostener la idea de identidad y el principio de verdad, pero que también moldea y determina nuestra comprensión del mundo.

Aquí surge, tras su diagnosis genealógica de la naturaleza psicología constitutiva del yo (Ich) y oponiéndole las posibilidades del sí mismo (Selbst), uno de los principales leitmotiv de su filosofía crítica y una guía de acceso al torbellino de sus ideas: «¿Qué dice tu conciencia? — “Debes volverte lo que eres» (su sollst werden, der du bist)(GC, § 270: 130; también véase § 335: 159–161).25 Ante las inclemencias de éste auténtico principio de lid, resulta fundamental el tratamiento que realiza al respecto Nietzsche en la más importante de sus obras, Así habló Zaratustra (1883–1885), en donde vemos la manera como el enredo paradójico que lo establece se trasmuta en hilo de Ariadna en el laberinto de sus obsesiones. En primer lugar, parte arremetiendo en contra de todos aquellos «despreciadores del cuerpo» y «transmundanos» que en su afán de permanecer en torno a la luz del ego cogito de la voluntad de verdad, terminan despreciando todo lo físico, particular y terrenal. «Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra!» (Z, I; 3: 58). Para lo cual nos recomienda aprender a escuchar mejor las disonancias sonoras de un cuerpo cargado de potencias afirmativas que consigan recuperar un sentido con plenitud terrenal. Se trata de conseguir generar la necesaria salud vital para poder aseverar: «... cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y el alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo [...] El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor», para remachar con precisión: «Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer, — tu cuerpo y su gran razón: ése no dice yo, pero hace yo» (Z, I; 4: 60). Sin duda se trata de una profunda y radical subversión, ya anunciada con anterioridad por Spinoza –ese otro gran solitario que nos enseña a reír para transmutar–: « Nadie, en efecto, conoce tan cabalmente la estructura del cuerpo... ignoran de lo que es capaz un cuerpo...» (B. Spinoza, 1983, III; 2 sc.: 136–137; G. Deleuze, 1975: 208–225).26

El sí mismo constituye esta potencia suprema que logra catalizar los designios de los sentidos y las potencias del espíritu, se consigue establecer como el auténtico dominador del yo al cuidado de un cuerpo vivo que consigue aglutinar los múltiples sujetos 25 Digamos que dicho principio angular y rector se constituye en el subtítulo –Cómo se llega a ser lo que se es– de su obra autobiográfica terminada apenas dos meses antes de su derrumbe en Turín. En dicha obra, en el provocante capítulo «Por qué soy tan inteligente», reconoce que se trata de la «obra maestra en el arte de la autoconservación, — del egoísmo..., ningún peligro sería mayor que el de enfrentarse cara a cara con esa tarea», sin embargo dejando en claro que ello no significa realizar con plenitud lo que se es ni el no tomar rutas equivocadas o rodeos poco recomendados en aras de la tarea suprema y de la cordura más alta, en constituirse en lo que se es (cf. EH, II; 9: 50–52). 26 Según Scott Lash (1997: 98), el debate «pos–darwiniano» de la época de Nietzsche venía transmutando el enfoque del alma por uno más concentrado en el cuerpo, sin embargo pese a que la temática no era nada original sí resulta su manera de enfocarlo: «... 1) rechazaba la noción edulcorada sobre la perfección siempre creciente del cuerpo en favor de su teoría del eterno retorno y por 2) la primacía que ellos otorgaban a los sentimientos de placer y dolor como causas fundamentales; mientras que para Nietzsche, placer y dolor eran, en realidad, efectos de la voluntad de poder».

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que lo constituyen y transitan según las posibilidades de incremento o disminución de las potencias subterráneas. «Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido — llámese sí–mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo [...] Hay más razones en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría?» (Z, I; 4: 61). Sin duda para llegar a ser lo que se es, se tiene que partir de confiar en el cuerpo vivo propio para constituirse en esa individualidad radical creadora que consigue aglutinar las diversas subjetividades y transformaciones que la atraviesen mediante el simulacro de un «nosotros» bajo la máscara de nuestra identificación múltiple propia. El principio rector es la creación vital del simulacro artístico:

Crear — esa es la gran redención del sufrimiento, así es como se vuelve ligera la vida. Mas para que el creador exista son necesarios sufrimientos y muchas transformaciones.

¡Sí, muchas amargas muertes tiene que haber en nuestra vida, creadores! De ese modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero.

Para ser el hijo que vuelve a nacer, para ser eso el creador mismo tiene que querer ser también la parturienta y los dolores de la parturienta.

En verdad, a través de cien almas he recorrido mi camino, y a través de cien cunas y dolores de parto. Muchas son las veces que me he despedido, conozco las horas finales que desgarran el corazón.

Pero así lo quiere mi voluntad creadora, mi destino. O, para decirlo con mayor honestidad: justo tal destino — es el que mi voluntad quiere.

Todo lo sensible en mí sufre y se encuentra en prisiones: pero mi querer viene siempre a mí como mi liberador y portador de alegría.

El querer hace libres: esta es la verdadera doctrina acerca de la voluntad y la libertad — así os lo enseña Zaratustra (Z, II; 2: 133).

Al igual que la verdad tiene que ser creada y no encontrada, el sujeto–múltiple tiene que construirse constantemente «a través de cien almas» que permitan recorrer el camino, mediante la identificación del ego que se es en su reconstrucción constante que se establece como conciencia actual aparente, en tanto que subterráneamente las corrientes encontradas de las potencias de los deseos y los pensamientos permanecen en latencia pero siempre presentes en la máscara. De manera sintética podemos recuperar las siguientes condiciones y efectos de la concepción nietzscheana de la ficción de la subjetividad moderna y su afirmación del cuerpo como estructura biopolítica: 1. No existe algo así como una «naturaleza humana» que funcione como sustrato general, pues sólo existen individuos. 2. Es necesario no perder de vista las corrientes alternativas de potencias contrapuestas que yacen bajo la aparente unidad que establece la identidad consciente del sujeto; el individuo es una unidad plural en tanto voluntad de poder como potencia de vida. 3. Dentro de las corrientes encontradas de las pluralidades de fuerzas contrapuestas que caracterizan al individuo, como unidad subjetiva, el cuerpo se constituye en el hilo conductor ante la paradoja de lo viviente humano. 4. Se trata de una unidad ficticia como resultado de las tensiones de poder establecida mediante una jerarquía de mando, similar al equilibrio que se pretende entre el pastor y su rebaño, el rey y sus súbditos. Se trata de un equilibrio continuo y siempre en la necesidad de renovarse ante la amenaza de ruptura.

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5. La perspectiva de la simplificación generalizante, la tentativa de un equilibrio simulado, se justifica en aras del ejercicio de poder anta las energías vitales. 6. Se trata de una concepción dinámica, construida siempre al borde de la disolución, en donde el cuerpo se constituiría en el mecanismo o caja de resonancia que posibilita la impresión de unidad que busca romper con el «sujeto–átomo» y a favor de un «sujeto–múltiple», cuyas energías permiten desplazar continuamente sin núcleo por todo el sistema, en un ejercicio continuo de aumento y disminución de potencias. 7. Rotas las amarras de la identidad consciente de un sujeto unitario, Nietzsche pretende abrir el cuerpo–sujetos a las corrientes dinámicas y contradictorias del mundo del devenir como perspectiva política. 8. Las características de lo que denomina «espíritu libre» corresponde a su idea que genera de viajero libre –sin olvidar su sombra– sin rumbo ni destino fijo pero siempre por construir, por experimentar nuevos soles y diferentes mares. El viajero tiene la posibilidad de vivir múltiples vidas y de ser muchos a la vez. 9. Se trata de una identidad múltiple libre que continuamente se viene construyendo y reconstruyendo, con todas las posibilidades o limitaciones de lograr experimentar lo otro dentro de un yo plural en la inocencia del devenir de lo afirmativo. 10. De manera alguno se trata de un giro reductor operado hacia un tosco materialismo biologicista: no se intenta sustituir la conciencia subjetiva por las fuerzas irracionales del inconsciente. En realidad, lo que pretende es desustancializar al ser humano restándole cualquier sustrato de naturaleza propia o ser esencial. 11. Por lo cual, el ser humano sin sustrato esencial se constituye a partir de sus fuerzas distintivas en su cabalgadura sobre el devenir histórico, nada subyace permanente, nada se produce como esencia inamovible y eterna. 12. Puesto que la falta de ser o naturaleza esencial, ante la apertura de todas las posibilidades de trasmutación según las características energéticas de cada individuo, el único horizonte fijo que se localiza es el pasado constitutivo; el cúmulo de experiencias pasadas sí se establece en referente que abre o cierra algunas posibilidades, pero todo queda abierto al ficcionar cualquier esencia sustancial como soporte de la voluntad, las acciones y el pensamiento. 13. El cuerpo vivo, insistamos, es el hilo conductor que permite transitar por las seducciones tramposas que buscan establecer el simulacro de la unidad de la identidad subjetiva del yo. Nietzsche no busca, de igual forma que no pretende sustituir la racionalidad por algún impulso irracional, transmutar la identidad de la unidad del sujeto con las potencias plurales del inconsciente. Lo que intenta es evidenciar la creencia en la conciencia como centro aglutinador del ego personal; con ello pretende relativizar e invalidar el núcleo velado del nihilismo de la cultura occidental (el papel central de lo racional, el progreso hacia la conquista de la verdad y la imposición del sujeto consciente sobre el mundo). En el theātrum absurdum que es realmente el mundo del devenir múltiple y abierto, la conformación de una «identidad provisional» estaría marcada por las exigencias de las circunstancias particulares que el momento genera, dejando en retaguardia otras posibilidades de identificación energética personal que también nos constituyen pero que por el momento no resulta relevante utilizar hasta un mejor momento de oportunidad o hasta nuevo aviso. La representación que elegimos jugar en ese momento y bajo ciertas circunstancias se constituye en función de otras pasadas personificaciones y experiencias acumuladas, pero cuando se rompe en serio con la imposición del rol particular que el

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impulso gregario nos designa se llega a la profunda necesidad del juego creativo de generar la máscara adecuada para cada ocasión desde las fuerzas sin fondo que nos constituyen provisionalmente ante el espiral del azar del sentido de la tierra renovado. Se trata en definitiva de ejercer –en el caso de la filosofía de Nietzsche– una forma de onto–cultura hermenéutica que al establecer el carácter interpretativo de todo acontecer del devenir busca desarrollar un «pensamiento de la diferencia» (cf. G. Vattimo, 1986).

EL PROYECTO DE LA GRAN POLÍTICA O CÓMO SE FILOSOFA A MARTILLAZOS: ANTE LA CRISIS DE LA COSMÓPOLIS

La intención que como «médico de la cultura» se propone realizar Nietzsche, sin duda planea utilizar a partir del diagnóstico que realiza las posibilidades anómalas del nihilismo reactivo de la modernidad que nos azota, para equilibrar sus términos tiene que integrarse con las pretensiones creativas de generar un orden diferente por medio de una transvaloración de todos los valores dentro de una perspectiva de filosofía futura. Desde su juventud Nietzsche tiene muy claro que la intención que anima su trabajo reflexivo lo detona en buena medida la renovación de la cultura trágica de la Grecia antigua, muy influenciado en ese momento por los influjos de una «metafísica del arte» de Schopenhauer y por las especulaciones sobre el carácter revolucionario del arte de Wagner. Su primera obra explosiva y cargada de intuiciones geniales por su carácter «algo imposible», El nacimiento de la tragedia (1872), está marcada por un alo exaltado de alturas que sólo tomará otras formas –luego más duras, incisivas y molestas– en su etapa de madurez.27

En este libro –el primer centauro parido por su autor– sin duda aparecen los temas, las preocupaciones, los términos y el estilo provocador que atravesarán toda su vida productiva de intempestivo y de pensador mal comprendido. Sobre todo emerge el antagonismo creativo que contribuirá a estructurar su inquietante visión del mundo: la tensión entre las fuerzas reactivas de lo apolíneo (que simboliza orden y armonía racional) y las fuerzas creativas de lo dionisiaco (que simboliza desorden y rebeldía de lo sensible) (cf. L. Spinks, 2003: 14–13; EH, IV; 1–4: 67–72 y NT, «La visión dionisíaca del mundo»: 230–256). Sin olvidar el otro logro que el mismo autor señala en el momento de su balance y proyección final en su última obra lúcida y provocadora antes de sucumbir a las tinieblas de la locura, Ecce homo (1888): la localización del socratismo como punto de inflexión para la décadence de occidente y continuado por el espíritu del cristianismo resentido, como suprema descomposición nihilista:

En todo el libro, un profundo, hostil silencio contra el cristianismo. Este no es ni apolíneo ni dionisíaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisíaco se alcanza límite extremo de la afirmación (EH, IV; 1: 68).

27 Habría que señalar la característica división que se ha realizado del pensador alemán y su pensamiento, cuyas etapas estéticas le dan propiamente el contenido: 1) el periodo juvenil marcado por un entusiasmo romántico por la metafísica del arte de Schopenhauer y por las ideas de Wagner; 2) el periodo crítico de distanciamiento y aplicación de un enfoque psicológico del fenómeno estético; y 3) el periodo del giro estético, que represente el arte como expresión de la voluntad de poder en tanto manifestación de la intensificación de las fuerzas vitales (cf. L. E. de Santiago Guervós, 2004: 33–38).

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Su estilo se vuelve asistemático, ágil, fragmentario y satírico hasta el desprecio al punto de aproximarse lo más posible a la danza estridente de la vida que es caos, desorden y exaltación soberanos. Sin embargo, bajo la estela de la danza macabra y de la risa sardónica se encuentra el veneno del escepticismo;28 pues se reconoce que la vida es dolor y sufrimiento, carente de sentido y abismo caótico que nos absorbe, pero por fortuna existe el arte como capacidad creadora para aliviar todos los males y sin sabores de la vida, pero también como estrategia suprema para imprimirle algún sentido a nuestra existencia: «¡El arte y nada más que el arte! Él es el gran posibilitador de la vida, el gran inductor de la vida, el gran estimulante de la vida. El arte como la única fuerza superior contrario a toda voluntad de negación de la vida, como lo anticristiano, antibudista, antinihilista por excellence...» (FP, 17 [3]: 232). Lo que genera esta «sabiduría trágica» de vuelos dionisíacos es la utilización del conocimiento para afirmar y potenciar la vida; sin lugar a duda la «época trágica» que promete Nietzsche y que su pensamiento danzante pretende contribuir a generar se sostiene en el principio supremo sintetizado cuando afirma: «el arte supremo de decir sí a la vida» y que posibilite el aumento de la «fuerza ilimitada». Sin embargo, esta pretensión de renovación del arte trágico como contra movimiento que permita paliar el avance desmesurado del nihilismo de la cultura moderna reactiva, estaría incompleto sin considerar la búsqueda de su realización mediante el avance de sus propuestas para la concretización de la política trágica nietzscheana. Pero sucede que con éste tema nos introducimos en el núcleo de un malentendido y rechazo mayúsculo que –incluso para sus seguidores y simpatizantes– prefieren omitir, fundamentalmente por tres razones: (i) su vinculación abusiva con los regímenes políticos más repudiados que han dado muestra de un desprecio abierto por lo humano diferente: llámese nazismo, fascismo y toda forma de racismos virulentos; (ii) por romper abiertamente con los parámetros, criterios, conceptos y valores que la filosofía política moderna establece; y (iii) la poca claridad y precisión «deficiente» –incluso en diversos momentos paradójicos– que el manejo radical de su pensamiento político conlleva.

Lo cierto es que la propuesta radical del pensamiento del solitario de Sils–Maria quedaría mutilada si no se considera como complemento de su propuesta estética trágica su artillería biopolítica como medio de realización de la experiencia artística de la beatitud, en tanto afirmación soberana de la vida: en definitiva, amor fati [amor al destino]. Tendremos que decir –con C. Gentili (2004: 407)– «con lo que se le atribuye un papel que no es ya sólo histórico–filosófico, sino antes que nada político... El Nietzsche philosoph presupone al Nietzsche politiker y ahora en adelante se confunde con él». Por lo cual, buscaremos integrar aquí el simulacro heurístico del complot contra la cultura occidental moderna con la visión estética del mudo y la puja de la gran política: sin olvidar, para la realización del Übermensch se requiere del suelo fértil de una Cosmópolis que lo posibilite.

28 «El anhelo de una fe fuerte no es prueba de una fe fuerte, es, más bien, lo contrario. Si uno tiene esa fe, le es lícito permitirse el hermoso lujo del escepticismo: está bastante seguro, bastante firme, bastante para hacerlo» (CI, IX; 12: 94). Insistiendo en que la idea que del escepticismo maneja Nietzsche, rompe abiertamente con cualquier forma anterior y posterior de especulación sobre el fenómeno; la experimenta más bien en forma de «sobreabundancia de felicidad» que se vive y padece como voluntad de suerte que significa la aceptación plena de todas las vivencias de la vida –sin importar su contenido desgarrante o extático– como agradecimiento de apertura de posibilidades diversas de intensificación de fuerzas, siempre bajo el anti–principio del azar supremo (véase C. Rosset, 2000: 47–53).

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La conjura contra la cultura occidental

Así Nietzsche emprende, a su turno, el combate contra la cultura –en nombre de una cultura de los afectos–, que se establecerá sobre la ruina de las hipótesis que son la conciencia y sus antinomias, desde el momento que nace de una culpabilidad de la conciencia hacia sí misma que la hará llegar a la integridad del Espíritu. Esta cultura de los afectos sólo será posible después de una desarticulación progresiva de las subestructuras que se elaboran a partir del lenguaje (P. Klossowski, 2005: 25).

En tanto que Nietzsche asume su filosofía como trágica,29 quiere llevar el anuncio de la «muerte de Dios» hasta sus últimas consecuencias y asumir con plenitud todos sus retos, y mediante el ejercicio de transvaloración el engendro de algo diferente y un nuevo orden; en este sentido, se refiere a lo qué sería un mundo del devenir histórico que adquiriera con toda plenitud la realización trágica de lo dionisíaco como aceptación saturada de todo lo existente y el incremento máximo de todas las fuerzas activas. Por lo cual muy pronto se verá llevado a emprender –su específica lucha cultural (Kulturkampf)– una conjura contra la cultura occidental moderna como el mayor obstáculo a superar para la realización de su proyecto de creación de nuevos valores y la instauración de un nuevo orden que posibilite la concretización del Übermensch. Pero para poder construir primero hay que demoler, se requiere de una etapa de la negación para acceder a la afirmación luminosa: «Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta hora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Conozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, — en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisíaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista: por ello soy el aniquilador par excellence.—» (EH, IV, 2: 125). Por tanto, para construir primero hay que demoler en tanto transmutación de los cimientos nihilistas de la cultura occidental. La guerra abierta –lo que denomina «el pathos agresivo»– que emprende en contra de la visión religiosa–metafísica del mundo abre los «caminos tortuosos» de la aplicación de los criterios polares de la valoración energética y del sentido activo para la realización de la «crítica total». Para su actuación demoledora que permita situarse en el centro constitutivo para pervertirlo y conseguir su mutación trastocadora parte de dos criterios complementarios entre sí: 1) para la realización de los valores se requiere del uso de una «antítesis de facultades» que no se anulan sino que se complementan de manera heurística mediante la «jerarquía de las facultades; distancia: el arte de separar sin enemistar; no mezcla nada, no “conciliar” nada; una multiplicidad enorme, que es, sin embargo, lo contrario del caos — ésta fue la condición previa, el trabajo y el arte prolongado y el secreto de mi instinto» (EH, II; 9:51); y 2) el criterio soberano del «perspectivismo» como ataque a las valoraciones metafísicas, que permite interpretar los diversos fenómenos para conseguir delimitar, establecer grados y pluralidad de poderes en sus fuerzas de manifestación. «— — — En verdad, la interpretación misma es un medio

29 «Lo trágico se halla únicamente en la multiplicidad, en la diversidad de la afirmación como tal. Lo que define lo trágico es la alegría de lo múltiple, la alegría plural. Esta alegría no es el resultado de una sublimación, de una compensación, de una resignación, de una reconciliación: en todas las teorías de lo trágico, Nietzsche puede denunciar un desconocimiento esencial, el de la tragedia como fenómeno estético. Trágico designa la forma estética de la alegría, no una receta médica, ni una solución moral del dolor, del miedo o de la piedad. Lo trágico es alegría» (véase G. Deleuze, 1986: 28–32).

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para dominar sobre algo. (El proceso orgánico supone un continuo interpretar...)» (FP, 2 [148]: 156).

Lo que significa que el mundo puede ser interpretado de muy distintas formas según la perspectiva de la que se parta en relación a la cantidad de fuerza que se genera y termine imponiendo su cualidad de potencia, provocando la eliminación de una sustancia en sí que soporte lo establecido. Por eso los diferentes estilos de que se vale Nietzsche pretenden expresar precisamente esa tensión insuperable entre su férreo intento por romper con cualquier forma de dogmatismo y la necesidad de resaltar un pensamiento afirmativo de la vida; es su propuesta personal para recuperar los principios detonantes de una «cultura de los afectos», siempre dejando en claro que se trata de su perspectiva interpretativa y de su propuesta comprensiva de la vida del mundo (véase A. Nehamas, 2002: 60–61). Si se propone revivir una edad trágica dionisíaca –incluso llega al punto de prometerla– habrá que partir del «arte supremo de decir sí a la vida» que posibilite el aceptar el apremio de emprender las más duras guerras pero «sin llegar a sufrir por ello...» (cf. EH, IV; 4: 71).

Ahora bien, para emprender dicho proyecto beligerante sin parangón en algún momento histórico anterior, Nietzsche establece su praxis mediante ciertos criterios básicos que provocarán su teoría: (1) es indispensable combatir contra un enemigo que haya triunfado; es decir, la lucha tiene que emprenderse entre enemigos que estén a la altura del combate; (2) el apremio de comprometerse a atacar por sí mismo, sin necesidad de sumar aliados a lo largo de la batalla; (3) no atacar a las personas por lo que significan en sí mismas, sino por aquello que representan y permiten recuperar como síntoma de la cultura; (4) todo ataque evita algún trasfondo personal, la elección del enemigo no está determinada por la experiencia propia sino por el grado de nocividad histórica (cf. EH, I; 7: 32); (5) «De la escuela de guerra de la vida.— Lo que no me mata me hace más fuerte» (CI, I; 8: 30); (6) es indispensable la generación de un fin para los destinos humanos, pues el abandono de toda creencia se constituye en el mecanismo de activación de la voluntad;30 y (7) la aceptación plena e incondicional de todo lo real existente: «Quiero aprender cada día a considerar como belleza lo que tiene de necesario las cosas; así seré de los que embellecen las cosas. Amor fati: sea este en adelante mi amor. No quiero hacer la guerra a la fealdad. No quiero acusar, ni siquiera a los acusadores. Sea mi única negación apartar la mirada. Y sobre todo, para ver lo grande, quiero en cualquier circunstancia no ser por esta vez más que afirmador» (GC, IV; § 276: 133). Pero no se trata sólo del plan de guerra y padecimientos del señor Nietzsche, sino como expresión de aquellas estrategias vitales que señala Klossowski respecto al juego de mutación recíproca entre individuo y cultura.31

El combate que emprende contra la cultura de la racionalidad del nihilismo moderno en nombre de la experiencia de los afectos vitales, va más allá de cualquier estructura 30 «Fijar un fin, dar un sentido –no sólo para orientar a las fuerzas vivas, sino también para suscitar nuevos centros de fuerzas– es el propósito del simulacro: un simulacro de fin, de sentido, inventados. ¿A partir de qué? de los fantasmas de la vida pulsional, siendo la pulsión, como la “voluntad de poder”, la primera intérprete» (véase P. Klossowski, 2005: 133–137). 31 Sin duda el importante trabajo de Klossowski se estructura en buena medida a partir de la compleja vinculación entre pensamiento y sufrimiento, pero además establece la estrecha relación entre la empresa crítica de Nietzsche –cuya tensión entre las amenazas de la «inmanencia del delirio» y la búsqueda del «principio de realidad» no debe perderse de vista– y la determinación de ocuparse por el exterior con la intención de aplazar y equilibrar momentáneamente las tensiones internas de los peligros por la atracción de los abismos (cf. 2005: 125 y ss.). También véase la referencia a la «política de nombre propio» de los análisis que a partir de los textos Ecce Homo y Sobre el porvenir de nuestras escuelas realiza J. Derrida (cf. 2005: 33 y ss.).

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binaria y síntesis dialéctica reductoras; mas bien busca la subversión interna del sistema cerrado al reintroducir la explosión de la multiplicidad caótica de todo lo existente y de la posibilidad de favorecer apropiaciones de forma temporal mediante los referentes vitales del aumento y disminución de las fuerzas: lo que se constituye, como veremos más adelante, en criterio selectivo que transmuta el simulacro introducido por la voluntad de poder en estrategia cuasi de filosofía política (véase G. Deleuze, 1986: 98–104; P. Klossowski, 2005: 125–133 y C. Gentili, 2004: 407 y ss.). La emergencia infecciosa del nihilismo pasivo significa la disminución patológica de las fuerzas vitales, la extensión de un tipo disminuido del hombre gregario–reactivo y el agotamiento de las fuerzas inventivas para interpretar y generar nuevas ficciones que posibiliten el incremento de todas las energías. En este impulso creador que la experiencia artística de la sobreabundancia de la connivencia que como voluntad de poder estimula el acto de autocomprensión desde la percepción amoral del proceso histórico y de la vida del mundo; el gran criterio de ponderación es por tanto el incremento de lo vital,32 todo aquello que resulta útil o prejudicial temporalmente para la funcionalidad de las relaciones entre los individuos y sus formas de realización propias.

Sin embargo el anti principio de auto–superación que emprende el combate de la transvaloración de la cultura del nihilismo moderno, tiene la claridad del peligro que guarda la confrontación con el impulso destructivo de aquello que repugna y atrae a la vez, por todo lo que aún nos constituye pero que tenemos que transmutar, de tal forma que Nietzsche recomienda: «Quien con monstruos lucha cuide no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti» (MBM, IV; § 146: 106). Las fortalezas de un nuevo tipo de hombre tienen que transmutar en primera instancia el orden de la moral establecido, pues se trata de la sistematización de la antinaturaleza por excelencia; lo que genera es el desprecio por los más altos instintos vitales y la pérdida de cualquier centro de gravedad que nos permita ser lo que somos ante los embistes de la despersonalización, la piedad y el amor al prójimo, como los más altos valores de la décadence imperante.33 El núcleo del proyecto de transvaloración de todos los valores se refiere precisamente al embate en contra de todos aquellos valores metafísico–cristianos que han envenenado con su hostilidad y venganza la vida, contra todos aquellos principios preocupados por los trasmundos que terminan disminuyendo a su mínima potencia las fuerzas vitales que se manifiestan en una voluntad de poder aniquilada. Cuya indagación arqueológica sobre el triunfo de las fuerzas reactivas la realiza principalmente

32 «No ha habido ningún pensador que haya rendido homenaje a la existencia tanto como Nietzsche, ni haya tendido como él a darle las gracias y hacerle justicia hasta ese punto. No es a Dios a quien Nietzsche le rinde homenaje de la existencia, porque estima, con razón o sin ella, que el pensamiento de Dios es un pensamiento insuficientemente reconocedor, un pensamiento reconocedor a medias que tiene necesidad del cuidado divino para paliar los múltiples inconvenientes o “deficiencias” ligados a la existencia» (véase C. Rosset, 2000: 48–53). 33 En el último periodo de su reflexión se constituye en un tema fundamental en su labor crítica, como él mismo lo indica: «Lo que más a fondo me ha ocupado ha sido de hecho el problema de la décadence — he tenido razones para ello» (cf. EW, IV; Pról.: 186) y «Lo que escribo se dirige contra todos los tipos naturales de décadence: ha examinado detenidamente los fenómenos del nihilismo en toda su extensión... es decir, el aniquilamiento nato — — —» (FP, 15 [13]: 221–222). También habrá que señalar que al inicio de EH (I; 1 y 2: 21–25), habla precisamente del carácter continuo que hay entre décadence y comienza, ante la no toma de partido ante el problema general de la vida; también establece la dialéctica como síntoma de decadencia y se asume abiertamente como décadent, pero también como su antítesis...

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en su obra La genealogía de la moral (1887) y experimenta su radical liquidación en El Anticristo (1895), su «obra más consecuente».

Se requiere recuperar una gran salud que merme los efectos dañinos de la sanguijuela chupa sangre y la idiosincrasia de décadents de la moral de rebaño y la imposición del hombre reactivo; ante dicha óptica de bajos fondos que glorifica al hombre bueno, tendremos que contraponer al que por reducción consideran como el malvado, criminal y maldito que hay que aniquilar (de aquí el fallo bien ganado como el «filósofo del mal», cf. G. Bataille, 1979: 17). Sin embargo se trata en realidad del artista creador, de propiciar el ascenso de las condiciones de lo que Nietzsche denomina el advenimiento del Übermensch. Sin duda en este tema resulta profundamente demarcador de lo diferente de su filosofía, pues rompe con un cerco cuasi sagrado al pretende ir más allá de lo humano y de todo proceso de antopomofización que han imperado en el pensamiento occidental desde sus orígenes:

Los más preocupados preguntan hoy: «¿Cómo se conserva el hombre?» Pero Zaratustra pregunta, siendo el único y el primero en hacerlo: «¿Cómo se supera al hombre?»

El superhombre es lo que yo amo, él es para mí lo primero y lo único, — y no el hombre: no el prójimo, no el más pobre, no el que más sufre, no el mejor. — (Z, IV; 13: 383).

Sin duda se trata del punto nodal de los efectos patéticos de la muerte de Dios y del rompimiento con la subjetividad metafísica de la modernidad, pues se refiere a la instauración de una nueva manera de sentir, de pensar y de valorar en una época del postnihilismo que salda cuentas con el influjo de todo lo divino y humano que han caracterizado la cultura occidental decadente. Esta confrontación toral del pensamiento nietzscheano la conduce mediante la invención afirmativa de su filósofo–artista danzante Zaratustra –el «aniquilador de la moral», como lo designa–, en donde se permite reunir bajo la figura del hombre superior los principales trastornos que aquejan en la época del nihilismo (metafísica, egolatría, socialismo, historicismo, cristianismo...), que en el fondo conducen la deificación del hombre reactivo. Habrá que ver –como lo han señalado algunos de sus principales intérpretes (cf. P. Klossowski, 2005: 103–104 y 126; G. Deleuze, 1986: 228–230 y C. Gentili, 2004; V: 376 y ss.)– la significativa invención del supremo «sí» que representa dentro de su realización reflexiva la lírica zaratustrana, no obstante los enormes obstáculos que pudo sortear con un impulso creador y señalada fuerza expresiva a toda prueba, resulta en un sentido diferente insuficiente para superar ciertos conflictos que obsesionaban a su creador; la prueba de dichos enredos telúricos y juegos de espejos insuperables, es que no continuó por esos rumbos intrincados y dio un paso a tras embistiendo más bien por la vía retomada del «no» cuestionador de la invención aforística en obras que siguieron siempre a la sombra de aquel «agujero negro» que significó ese libro para todos y para nadie. De cualquier forma, el Zaratustra de Nietzsche adquirirá la más alta categoría en forma de tentativo «manual de batalla» para los tiempos venideros y la generación de una auténtica filosofía futura, música fragmentada que nos llega con pies de paloma: sin duda así lo revela su violento itinerario que pretende transitar desde la creación extática hasta su aplicación práctica trastocadora, pasando por la reflexión desgarradora. Sin desdeñar un ápice el enorme esfuerzo que significó el intento de engendrar lo diferente mediante el simulacro doctrinal que terminan transmutando a Zaratustra en bufón antes que en héroe,

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apóstol o santo.34 Para conseguir provocar la transvaloración habrá que aprovechar con todo lo que contamos –incluso y sobretodo con aquello que nos repugna y termina constituyendo– y el impulso creador de la voluntad de suerte (Volonté de Chance); siendo realistas habrá que montar el tigre del nihilismo que sirve de motor dinámico del devenir histórico: para demoler habrá que experimentar con plenitud primero los anti provocadores, ser anticristiano y antinihilista para luego «poder dar a luz una estrella danzarina» (Z, Pról.; 5: 39). La labor de transmutación comienza con el arte de interpretar,35 mediante el trabajo de hermenéutica crítica que se realiza por la aplicación del método genealógico; habrá que contrarrestar las corrientes de fuerzas que han dominado hasta la actualidad el devenir histórico mediante el desgarramiento de otra forma de organizar las fuerzas que permitan su dominio ante un devenir afirmativo que posibilite su incremento potencial para dar origen a otra forma de sentir y pensar. Para Nietzsche la filosofía del futuro tiene que ser por fuerza perspectivista, es decir interpretativa del sentido de los fenómenos en sus relaciones de poder en el devenir plural y azaroso que los constituye. La tipología cualitativa que la genealógica realiza es entre lo bajo y lo noble, la cultura de esclavos y la cultura aristocrática. Es indispensable establecer los criterios referenciales que permitan articular la jerarquía selectiva para metamorfosear en un sentido activo las energías de la voluntad de poder.

En primer lugar, para romper con la visión lineal del devenir histórico en la forma como nos relacionamos con la temporalidad introduce la inspiración trastocadora del eterno retorno, como redentora del la inocencia del vivir: mediante este supremo simulacro logra reconciliar el ser con el devenir, permite colocar en el retornar el ser propio del devenir. Se trata por tanto del instante actual que pasa en un devenir sin principio ni fin determinado, por lo cual logra establecer que no existe un ser distinto y opuesto al devenir. El instante permite la unificación sintética de la simultaneidad temporal al permitir la coexistencia del pasado en el presente que es futuro al mismo tiempo que presente: «Dos caminos convergen aquí: nadie los ha corrido aún hasta el final... Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad: Y esa larga calle hacia adelante — es otra eternidad... Se contraponen esos caminos: chocan derechamente de cabeza: — y aquí, en este portón, es donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’...» (Z, III; 2: 226). Por lo tanto, el eterno retorno que recupera el instante permite establecer el retorno como el ser que se afirma en el devenir de lo múltiple y diverso. El eterno retorno es la expresión de lo diverso en su constante repetición, por lo cual no se trata de una ley esencialista de la historia, como un principio en sí que determine el funcionamiento de lo existente; más bien se refiere a un simulacro sintético –ficción pura creadora– que rompe con el principio de identidad única, al posibilitar la doble afirmación de lo múltiple y de lo diverso.

En segundo lugar, la voluntad de poder como el elemento físico que constituye el motor energético de todo lo viviente. Puesto que la fuerza mantiene relaciones con otras

34 «... yo soy la antítesis de una naturaleza heroica» (EH, II; 9: 52) y «Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo: se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. Ni quiero ser un santo, prefiero ser un bufón... Quizá sea yo un bufón... Y a pesar de ello, o mejor, no a pesar de ello —puesto que nada ha habido hasta ahora más embustero que los santos— la verdad habla en mí» (EH, XIV; 1: 123–124). 35 Para la reconstrucción del complejo tema de la filosofía interpretativa, la doctrina del eterno retorno como síntesis y la voluntad de poder como jerarquía selectiva, seguimos a grandes rasgos las importantes aportaciones de G. Deleuze (1986: 70–104 y 1974: 216–231) y P. Klossowski (2005: 125–167).

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fuerzas, constituye su esencia propia en la diferencia de cantidad con las fuerzas con las que entabla relación; dicha diferencia de cantidad energética establece también una diferencia de cualidad genética. De tal forma que la voluntad de poder es el criterio genealógico que permite establecer la diferencia entre cantidad y calidad de las fuerzas trenzadas en relación diferencial; además, es en esta síntesis diferencial de fuerzas donde se posibilita la continuación de lo diverso y su repetición en el instante del devenir, mediante el punto de encuentro entre el eje del eterno retorno sintético y el eje de la voluntad de poder como principio. Nietzsche pretende romper con el empirismo ingenuo, buscando conectar los principios con lo real inmediato mediante una forma de «física concreta»; de tal forma que permita dotar al principio de la voluntad de poder como criterio plástico y plural.

Plástico, porque al negarse a funcionar como un principio general abstracto que se aplica reduciendo y anulando los fenómenos de la realidad, posibilita un criterio que se adecua a lo que condiciona, adaptándose a lo condicionado y adquiriendo su determinación en la misma relación que determina. Se refiere a la vinculación inseparable con las fuerzas, que funcionan en un sentido u otro, con sus características de cantidad y cualidad particulares. Nunca se constituye como una instancia superior a la relación de fuerzas que determina y que acaban determinando; es inseparable de las fuerzas constitutivas, puesto que en su relación de lucha establecen un orden de dominación. Pero resulta que el «principio de dominación» de una fuerza sobre otra se complementa con un «principio de querer interno» que permite la distinción jerárquica de su diferencia de cantidad y su diferencia de calidad respectivas. De tal forma que la voluntad de poder permite establecerse como criterio genealógico y genético de la producción interna en función que guía la dominación de una sobre la otra dominada.

Plural, porque permite la reproducción de lo diverso que constituye lo propio de la existencia en el complejo de la relación azarosa de la lucha de fuerzas que se entabla desde los criterios diferenciales de contenido, naturaleza y sentido. Lo que pretende Nietzsche es romper con cualquier principio abstracto de sustento metafísico, generando un criterio fisiológico que permitan desarrollar su tipo particular de materio–idealismo que rompa con la lógica de opuestos complementarios de la racionalidad abstracta introduciendo la vinculación diferencial que posibilite la integración de lo plural sin caer en el desorden del caos sin sentido, pero afirmando el azar como núcleo constitutivo del devenir (véase MBM, I; 19: 39–41). De tal manera, que rompe intencionalmente con los criterios básicos de la metafísica moderna y con el principio antropomórfico infeccioso, al constituir como el contenido de vida a la voluntad de poder se posibilita la diferenciación y la cualificación entre las fuerzas trabadas en relación: 1) diferencias de cantidad de las fuerzas (relación entre dominantes y dominadas); 2) diferencia de cualidad de las fuerzas (relación entre activas y reactivas) (véase GM, I, 10: 50–53 ; II; 12: 99–102 y EH, IV: 67–72). Todas ellas como partes expresivas de la voluntad de poder como criterio genético–genealógico.

Esta implicación entre cantidad y cualidad de las fuerzas permite conducir el proceso de interpretación crítica mediante el establecimiento del sentido interno que las constituye, sin embargo se trata de un ejercicio complejo de lectura fina y de percepción intuitiva que parte de lo físico hacia aquello que lo califica como fuerza interpretativa desde su sentido. La voluntad de poder es el principio de las fuerzas y el intérprete de sus cualidades constitutivas; sin embargo, las tendencias energéticas de afirmación y negación corresponden más bien a un proceso de devenir: un devenir activo en la afirmación de las cualidades de las fuerzas y un devenir reactivo en la negación de las cualidades de las fuerzas. La interpretación de la voluntad de poder establece la fuerza que determina el

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sentido de un fenómeno, pero la valoración constituye la voluntad de poder que dota de valor a los fenómenos en el devenir de sus relaciones. Por lo tanto, interpretar es darle su significación al valor y al sentido de los mismos valores.36 El arte de la filosofía interpretativa y valorativa de las relaciones de poder que se establecen entre las fuerzas como determinación de su sentido propio, denota una clara jerarquía genealógica–genética que establece un proceso de selección con bases fisiológicas antidarwiniana.

La confrontación se establece por tanto entre una voluntad afirmativa (fuerzas activas: noble, alto, señores, aristocracia) y una voluntad negativa (fuerzas reactivas: vil, bajo, innobles, esclavos). El genealogista requiere tener la capacidad para discernir las diferencias entre las cualidades de las fuerzas y crítico de los valores que se imponen, ya que es indispensable distinguir lo más propio que las constituye según sus valores internos y el sentido que las define. En buena medida la filosofía de los valores que Nietzsche desarrolla pretende discernir la nobleza y vileza de las fuerzas activas y reactivas que imponen su ritmo al devenir del mundo. Lo que ha posibilitado el triunfo de las fuerzas reactivas en forma de voluntad negativa que impulsa el devenir nihilista imperante, es el instinto gregario que compone su unión; pero para Nietzsche esta unidad de las fuerzas reactivas no significa la conformación de una «fuerza mayor» (force majeure), sino que al vincularse generan el efecto de atrapar las fuerzas activas y mutarlas en reactivas. Es más bien por el proceso de infección que la fuerza menor de la voluntad negativa termina triunfando e imponiéndose. Pero también al fragmentar cualquier forma de acción de las fuerzas activas obstruye su propia realización y conducción hasta todo lo que pueden. Es precisamente la imposibilidad de la propia realización máxima de las fuerzas que las constituye como bajas, ruines e innobles.

La jerarquía que permite introducir el genealogista crítico de los valores de las fuerzas trabadas en un orden de imposición, significa en Nietzsche la diferenciación y superioridad de las fuerzas activas; pero también la extensión del triunfo de las fuerzas reactivas que disgregan y debilita las fuerzas activas. Se trata del triunfo de los débiles y esclavos gregarios sobre los fuertes y aristócratas que has dejado de ser tales ante la obstaculización de su propia realización. Es una jerarquía invertida que establece un origen complejo de dominación que genera un devenir reactivo empobreciendo la voluntad de poder hasta sus más bajos registros. La historia de la cultura occidental está atravesada por una voluntad negativa que impregna todos los niveles de composición de la vida, imponiendo una jerarquía invertida mediante los órganos gregarios de la Iglesia, la moral, el Estado; en esta inversión la debilidad no está determinada tanto por la conformación de las fuerzas, sino por la imposibilidad de llegar a ser lo que son, de obstaculizar su máximo desarrollo de potenciación. Ante dicho orden invertido que se contagia como un virus es indispensable reintroducir el desorden del complot contra la cultura moderna por medio del simulacro de la transvaloración de todos los valores mediante una cultura de los afectos,37

36 «De la multitud y disgregación de los impulsos, de la carencia de sistema entre ellos, resulta una “voluntad débil”; de la coordinación de los mismos bajo la supremacía de uno solo resulta una “voluntad fuerte”; en el primer caso es el oscilar y la ausencia de un centro de gravedad; en el segundo, la precisión y claridad de la dirección» (FP, 14 [219]: 219). 37 Habría que aclarar que cuando Nietzsche se refiere a esta cultura de los afectos hace referencia precisamente a lo que constituye el basamento de la voluntad de poder; pues son los afectos, lo que denomina «sentimiento de poder» la primera forma constitutiva de la voluntad y es de donde derivan todos los demás sentimientos. Lo constitutivo de la voluntad de poder es el pathos, como la manifestación sensible y diferencial de las fuerzas (véase G. Deleuze: 90–91; MBM, I; 19: 39–41).

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como nueva forma de sentir y valorar en un devenir activo, mediante la apertura de la experiencia estética y de la experimentación política trágica de un proyecto cosmopolita. Sobre la reivindicación estética de la vida Lo que constituye lo propio de la voluntad de poder es la creación y la donación gratuita, el derroche energético de afirmar su propia diferencia en la aceptación incondicional de lo múltiple y azaroso de la vida. Por lo cual, desde muy pronto Nietzsche es consciente de la importancia de la experiencia artística –quintaesencia de creatividad pura– como vía de confrontación contra la verdad indubitable que pretende imponer la racionalidad dogmática. Como lo ha mostrado el importante y detenido estudio de L. E. de Santiago Guervós (2004), el arte se constituye en una especie de centro neurálgico de la reflexión nietzscheana al punto de fungir como posible núcleo estabilizador que permite descubrir el orden soterrado que mantiene la exaltación de los fragmentos luego en exceso acrósticos y radicalmente propenso a la ruptura. Si bien esta imagen parece chocar de frente con la idea nietzscheana de esquivar a toda costa cualquier forma de sistematización conceptual,38 parece del todo factible empatar con su estrategia estilística –pero también cognoscitiva– de engendrar una nueva forma de sentir y reflexionar sin caer en la esterilidad de un desorden sin sentido y luego peligrosamente paupérrimo. Así Nietzsche se aleja decididamente de las reflexiones teóricas sistemáticas y rígidas por el peso de sus pretensiones abstractas para pensar desde el arte mismo, a partir de la creación artística turbulenta. De esta forma se invierte la relación entre conocimiento y arte, que en toda teoría previa se subordina a la generación del conocimiento sobre todo a partir del influjo absolutista de la estética hegeliana, para que muy pronto la experiencia artística guíe y transforme la creación reflexiva: incluso puede hablarse de una «racionalidad estética». De esta forma se entra en contacto de manera directa con las fuerzas afectivas –el pathos vital constitutivo– de la voluntad de poder; por tanto, se establece la estrecha relación entre vida y arte como vasos comunicantes en forma de realización de la propia vida como obra de arte. Así que ésta lectura sobre la función nodal del arte es válida del todo por su proximidad con la vida, pero la unión no tiene que despertar el equívoco de lo indeterminado; ya que –como ha señalado con lucidez Clément Rosset– todo la obra y los gestos de Nietzsche son en cada uno de sus momentos testimonio de la vivencia desgarradora de la beatitud. El arte es el nervio ejecutor que no debe confundirse con el impulso de la energía vital de la beatitud, como aprobación afirmativa e incondicional de la existencia consentida como sabiduría trágica ante el dolor y la muerte. La prueba más tangible es la aserción estratégica y sintética ante un devenir trágico que se impone: «— ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida...» (NT, «Ensayo de autocrítica»; 2: 28). Si resulta que la beatitud constituye la «aureola superior», en tanto que la volátil materia áurica atraviesa sin mucho orden y de forma subterránea todo el quehacer nietzscheano cuya experiencia se constituye en la fuente de su reflexión sin necesidad de justificar sus

38 Por lo cual algunos autores como Gentili –retomando algunos planteamientos de Löwith y Jaspers– hablan de una «sistematicidad imperfecta» o de una «asistematicidad que aspira al sistema», pero que sin embargo no consigue completar. Pues como asevera Jaspers (2003: 32): «Nadie verá la unidad de Nietzsche, salvo quienes la hagan por sí mismos» o C. Gentili (2004; V: 407 y ss.): «El significado de la filosofía de Nietzsche se consuma pues en su Wirkungsgeschichte, en la acción de los sujetos que la interpretan».

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propias vivencias, se establece como el soporte imperceptible que mantiene todo el sistema desarticulado, «como un emplazamiento en función del cual el resto de los lugares recibirían su asignación a domicilio mientras que él mismo permanece sin ella» (cf. C. Rosset, 2000: 57–58). De cualquier forma, pese a las múltiples dificultades que encierra para comprender la perspectiva estética nietzscheana que se desplaza y danza con una estridencia sutil,39 resulta una de las caras fundamentales para comprender a uno de los pensamientos más sugerentes en múltiples sentidos para la modernidad no obstante de ser profundamente antimoderno. Si la experiencia artística resulta la fuente primera del conocimiento sobre la vida del mundo, es porque han mutado radicalmente las ideas que se mantienen sobre el artista y el arte en general. Se trata de una concepción práctica e instrumental del arte, alejada por completo de aquellas imágenes románticas que aún lo asechaban en su juventud, pues consiste en llevar la fuerza creadora del arte a su propia vida, pues el acto supremo de saltar por encima de sí mismo se constituye en el arte soberano de mayor creatividad e imaginación:

El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano (NT, «La visión dionisíaca del mundo»; 1: 232).

Se trata de una voluntad de poder afirmativo que para parir la belleza de la

existencia –de un hecho, raza o familia– se requiere del arduo «trabajo acumulado de generaciones», pues según la regla suprema que expone Nietzsche establece que «es preciso no “dejarse ir” ni siquiera delante de sí mismo. — Las cosas buenas son sobremanera costosas: y siempre rige la ley de que quien las tiene es distinto de quien las adquiere» (CI, IX; 47: 124). La cuestión fisiológica de la experiencia estética tendría la posibilidad –como lo muestra el ejemplo de la fiesta dionisíaca de la plétora– de reconciliar al ser humano con la naturaleza y de conseguir construir un pacto diferente entre los constituyentes de una cultura desde el ámbito de los afectos. De esta forma el arte, y en particular la música que constituye una unidad primordial e indisoluble con el mito,40 tiene la capacidad de conectarnos directamente con las energías vitales de la existencia en forma de confrontación abierta en contra de la moralización del mundo a partir de la vertiente cristiana imperante. Se trata de un apego vital renovado que dejando a tras la moral permite establecer al arte como la actividad propiamente «metafísica del hombre», pues si resulta que como Nietzsche comienza afirmando: «sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo» (NT, «Ensayo de autocrítica»; 3: 31 y 24: 187–188), entonces las fuerzas activas de la experiencia artística tienen la capacidad de que en la vivencia de su

39 «”Lo bueno es ligero, todo lo divino corre con pies delicados”: primera tesis de mi estética...» (EW, III; 1: 190). También véase «Del espíritu de la pesadez» (Z, III: 268–272) y «... los pies ligeros, primer atributo de la divinidad» (CI, VI; 2: 63). 40 «Así, pues, para apreciar correctamente la amplitud dionisíaca de un pueblo tendremos que pensar no sólo en la música del pueblo, sino, con igual necesidad, en el mito trágico de ese pueblo como segundo testigo de aquella amplitud. Pues, dado el estrechísimo parentesco existente entre la música y el mito, cabe suponer asimismo que con la degeneración y depravación del uno irá unida la atrofia del otro: si bien, por otro lado, en el debilitamiento del mito se expresa un decaimiento de la facultad dionisíaca» (NT, 24: 188–189).

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placer trágico de hacer soportable y deseable sin restricción alguna la vida misma ante todo el dolor que le acomete: «— El arte es el gran estimulante para vivir» (CI, IX; 24: 102). En el rizoma de todo el pensamiento nietzscheano se encuentra el amor fati que conduce a la «gran salud», puesto que ante la experiencia de los padecimientos cruentos de la enfermedad y de lo terrible de la existencia permite el incremento de todas las fuerzas creativas (cf. EW, IV; Epílogo 1: 273–274). Aquí reside precisamente el secreto beatífico de la experiencia estética de la existencia, que por sus mismas dimensiones estimulantes termina justificando y validando la vida del mundo, cuya «jovialidad trágica» admite aglutinar las contradicciones insuperables que se presentan sin pretender anularlas. Intentando dejar a tras la lectura moral del mundo que realiza el cristianismo como cultura empobrecedora de la vida en tanto «voluntad de ocaso» y obcecación por la nada, según Nietzsche es indispensable oponer las fuerzas creadoras de las figuras afirmadoras de lo dionisíaco; Dionisos se constituye en la matriz energética que sustenta las expresiones musicales y míticas que dan forma a la experiencia estética que vincula directamente con el exceso de la voluntad de poder incrementada hasta el arrebato. Es mediante la oposición e integración sin disolución de lo dionisíaco con lo apolíneo que las fuerzas creativas del arte permiten romper con el imperio de la moral, la racionalidad abstracta y la lógica de la identidad substancialista. Con la sobreabundancia de vivencias y reflexiones estéticas se rompe con el cerco de la simple especulación que sobre la belleza como esencia en sí –estrechamente vinculada con la idea de una verdad absoluta– viene elaborando la teoría del arte dentro de los principios procesados por la cultura moderna, para reivindicarlas como armas que posibiliten las mutaciones de la existencia y de la vida del mundo. Se trata de generar una nueva cultura artística de múltiples posibilidades que permita trascender la crisis anómala del nihilismo occidental; es por medio del arte que se consigue renovar la filosofía y el conocimiento científico moderno. Si bien Nietzsche habla de la existencia previa de dicha cultura trágica que acepta la existencia aún y sobre todo en sus peores momentos en la Grecia clásica por su óptima salud, esto no significa caer en un romanticismo ciego que exacerba la modernidad en un abierto impulso pesimista y «endiosador del arte». Como él mismo contesta: «¡No, tres veces no!», en su ejercicio de autocrítica de 1886 añadido a su Nacimiento de la tragedia, que aleja toda sospecha de que pese a «lo que nosotros esperamos del futuro, eso ha sido ya una vez realidad — en un pasado de hace más de dos mil años»; se trata de recuperar el júbilo trágico de aquella voluntad afirmativa –como se presentó antaño de manera más irrestricta en Grecia– que permitía vincular creativamente al ser humano con la naturaleza en forma de «afirmación consciente de la vida» (cf. NT: 36, 212 y 238–239). Se refiere a la indagación vivencial sobre la existencia mundana en su examen práctico para la elaboración de su justificación estética y de aquello que hace soportable la vida. La superación de la metafísica es posible realizarla mediante un giro estético que señala la ruta factible para la renovación del pensamiento de acompañamiento con la vida como pathos potenciador de las energías creativas propias del ser humano. El viable proceso de autonomía con que Nietzsche pensaba el arte en ruptura abierta con la tradición filosófica, permite pensar en su liberación de cualquier determinación teórico–moral y vincularlo de otro modo con las fuerzas instintivas de la vida para la renovación de una filosofía estética re–naturalizada. De esta manera, el arte tiene que constituirse en un nuevo arquetipo o paradigma que contribuya a la elaboración de un conocimiento (sea filosófico o científico) práctico que valga para la protección e incremento de la vida. Si resulta como

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afirma Nietzsche: «El gran poeta se nutre únicamente de la realidad — hasta tal punto que luego no soporta ya su obra...» (EH, II; 4: 44), entonces el científico y el filósofo serían como el poeta artista que interpreta vivamente la realidad. Por lo cual ésta indagación práctica sobre el arte vivo rompe tanto con la visión que pretende moralizar el arte como con la reacción limitada de l’art pour l’art –«un gusano que se muerde la cola»–, se pierde cualquier referencia sobre algún sentido y finalidad del arte como reacción ante la moral impositora de un único sentido. Es indispensable no perder de vista que el sentido del arte es la vida misma que hace posible los múltiples sentidos que luego la acompañan, por lo cual «el arte es el gran estimulante para vivir...» (CI, IX; 24: 102). En esto los artistas pueden enseñarnos a apreciar en toda su magnitud las cosas bellas y terribles que constituyen la existencia,41 como voluntad de poder afirmativo que al vincularse con el arte creativo funge también como una especie de «mago que salva y que cura» al transformar todo lo grotesco y absurdo de la existencia como representaciones sublimes (respuesta artística ante lo espantoso) y cómicas (descarga artística ante lo absurdo) con las que se puede vivir y potenciar la existencia. De ésta forma es como la experiencia artística se establece en lo más natural y accesibilidad abierta:

En el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego viviente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser dramaturgo basta con sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas (NT, 8: 83).

Esta «facilidad» del fenómeno estético como la perspectiva de metamorfosearse a sí mismo en diversas formas de ser y sentir –para «llegar a ser lo que se es»–, constituye lo fundamental de la experiencia de realizar nuestra propia vida y el mundo como obras de arte en la conformación hermenéutica de sí mismo como fenómeno fisiológico y psicológico: el perspectivismo nietzscheano cobra aquí todas sus posibilidades creativas en la visión estética del mundo. La sabiduría dionisíaca de la vida saturada, cuya expresión directa está en saber reír con plenitud y en la alegría musical, conduce al contagio febril de la participación a todos aquellos que asisten como espectadores joviales ante la batalla encarnada y procesos de transición complejos; la obra de arte funciona como la «red del arte extendida sobre la existencia» que al abarcar todo el pathos creativo de la vida logrando compartir la experiencia artística al incluir a todos como participantes activos directos: «¡Ay! ¡La magia de esas luchas consiste en que quien las mira tiene también que intervenir en ellas!» (NT, 15: 130). El arte es poder y la música sería el sonido de la voluntad de poder en tanto cítara rascada por el mismo Dionisos que permite la recuperación del espíritu mítico de la estética trágica. Como parte de esta nueva estética son las múltiples formas de comprensión abierta a diversas interpretaciones y al espíritu libre que deja ser al mundo tal como es, que por su

41 Incluso esta expresión está plasmada en el «coro servidor», que cumple una función esencial: «En esta situación de completa servidumbre al dios el coro es, sin embargo, la expresión suprema, es decir, dionisíaca de la naturaleza, y por ello, al igual que ésta, pronunciar en su entusiasmo oráculos y sentencias de sabiduría: por ser el coro que participa del sufrimiento es a la vez el coro sabio, que proclama la verdad desde el corazón del mundo. Así es como surge aquella figura fantasmagórica, que parece tan escandalosa, del sátiro sabio y entusiasmado, que es a la vez el “hombre tonto” en contraposición al dios: reflejo de la naturaleza y de sus instintos más fuertes, más aún, símbolo de la misma, y a la vez pregonero de su sabiduría y de su arte: músico, poeta, bailarín, visionario en una sola persona» (cf. NT, 8: 85–86).

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propio exceso de fortaleza se establece en la fuente de creatividad que justifica sin restricción la vida como obra de arte. Sin duda se trata de una incomparable filosofía–arte que se expresa de amanera clara en los estilos múltiples que utiliza en sus escritos como parte integral de su pensamiento; se trata de un lector crítico de la realidad que asume con plenitud el hecho de que el mundo verdadero se ha convertido en fábula en tanto que la única actitud comprensible es la estética. De esta forma el arte consigue desplazar la lectura moralizante y de lógica abstracta de la vida, pero también la visión subjetivista que pretende fungir como garante de lo establecido, ante un sujeto múltiple estético en constante re–configuración que desde lo corpóreo permite abrir una nueva manera de pensar y sentir con diversas implicaciones. Así la «racionalidad estética» recibe el anclaje volátil en la fisiología de lo corporal y la energía de los instintos que traman la cultura de los afectos que contrapone al imperio de la metafísica nihilista europea. A esto se refiere precisamente el proyecto del «gran estilo» que utiliza la creatividad humana de la experiencia artística como estrategia de transvaloración que pretende provocar una época postnihilista; pero no habrá que perder de vista que al colocar su proyecto estético como amoral que busca superar la moral cristiana de baja potencia se establece como un efecto consecuente de la tan anunciada «muerte de Dios». El arte nietzscheano pese a que en momentos se vale de la misma metafísica pero para luego superarla conduciéndola hasta sus propios límites expresivos, se perfila como un impulso creador y transformador de la realidad por medio de la asunción de la dimensión ficticia como necesidad para el incremento de las fuerzas vitales. Insistamos un poco más en la función determinante que cumple el artista filósofo que partiendo de las fuentes pulsionales de su experiencia estética como principio afectivo de la voluntad de poder, se termina imponiendo sobre su obra; o mejor, hace de él mismo y del mundo su propia obra de realización creativa. Las obras de arte vivas son expresión de la invención creativa en tanto que exceden y contribuyen en la sobreabundancia que caracteriza la existencia. La realización estética como acto creador es el medio estratégico para el incremento excesivo de las fuerzas constitutivas de los diversos fenómenos de la vida del mundo. Por lo cual Nietzsche rompe directamente con el ideal de la estética clásica sobre el objeto de belleza puro, para reintroducir la intencionalidad y el uso práctico agonístico del arte para la vida; pero al quitar todo sustento trascendental e idealista que soporte el cuerpo de la praxis estética nietzscheana el peso balanceador se lo imputa el propio artista, como el hacedor creativo de sí mismo y de la obra de arte que es el mundo. La estética nietzscheana pretende también servir de instrumento de indagación sobre este sí mismo complejo de múltiples sujetos variables que conforma el filósofo artista creador, en tanto que el arte conecta con todos aquellos estados afectivos y pulsionales del ser humano –sobre todo con embriaguez, sobriedad y éxtasis–,42 permitiendo formas diferentes de comprensión y expresión más allá de la lógica restringida del conocimiento conceptual. Pero la intrincada vía artística al constituirse en una nueva fuente de conocimiento creativo de búsqueda existencial de uno mismo y de la vida, la estética se desprende y muta a la vez una especie diferente de ética existenciaria.

42 «Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisiaco es el juego con la embriaguez... Del mismo modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco» (cf. NT, «La visión dionisiaca del mundo»; 1: 232–233).

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Contra el arte de las obras de arte. El arte debe ante todo y en primer lugar embellecer la vida, es decir, hacernos a nosotros mismos soportables, a ser posible agradables, para los demás; con esta tarea a la vista, nos modera y refrena, crea formas de trato, impone a los individuos leyes de decoro, de aliño, de cortesía, de hablar y callar en el momento oportuno. El arte debe además ocultar o reinterpretar todo lo feo, eso penoso, terrible, asqueroso que, pese a todos los esfuerzos vuelve siempre, dado el origen de la naturaleza humana, a irrumpir; debe procede así sobre todo por lo que respecta a las pasiones y los dolores y angustias del alma y dejar trasparecer en lo inevitable o irremediablemente feo lo significativo... (HDH 2, I; § 174: 60).

Si el arte es una «forma de vida» que debe impulsar prácticas y experiencias que

generen metamorfosis creadoras de la vida misma, se requiere de referentes cardinales que permitan distinguir formas bajas y altas de vida, tipos pobres y creativos de existencia; pero el máximo criterio sigue siendo el incremento creativo de todas las fuerzas que disponen y recomponen continuamente la vida. Por eso el arte es el juego estratégico que justifica y estimula la vida, pero también es lo que puede enseñarnos a vivir con la mayor plenitud posible. Es en este nivel que la vida se vive tal como es en el theatrum mundi, se percibe en toda su exuberancia que la caracteriza por medio de los sentidos, que puede hablarse de una ética de la estética –de un arte de curar– como sentimiento trágico de la existencia: «Lo que falta, en primer lugar, son médicos, médicos que transformen lo que hasta ahora se ha llamado moral práctica, en un capítulo del arte de curar, de la ciencia de curar... ningún pensador ha tenido aún el valor de medir la salud de una sociedad y de los individuos que la componen con el arreglo al número de parásitos que sostiene...» (A, III; § 202: 147–148).

Se trata de cantidad y calidad de vida que mediante la aceptación plena de las apariencias por medio del perspectivismo permite embellecer hasta en la fealdad la vida del mundo.43 Pese a que la praxis estética nietzscheana de salud plena se sabe por completo amoral, sin embargo al constituirse en el medio más adecuado para la experiencia con el mundo y al establecer la propia vida del «hombre estético» en obra de arte, asume como criterio máximo de razón práctica a la vida misma: «La vida es un medio para el conocimiento: llevando esta máxima en el corazón se puede vivir no sólo con valor, sino con alegría, y reír alegremente. ¿Cómo acertaría a bien vivir y a reír bien quien antes no acertara en la guerra y en la victoria?» (GC, IV; § 324: 154).

Pero si la gran tarea de la humanidad es el arte creativo como saber curativo, ¿cómo conseguir transmutar la cultura nihilista que nos agobia por una cultura de genuinos artistas? El «genio artista» requiere de un medio óptimo que –pese a los estímulos invaluables de la guerra– propicie toda su realización potencial en una cultura de expansión, lo que sucede es que no contamos aún con aquellos «materiales adecuados para su construcción» e incluso luego nos equivocamos con aquellas «sociedades libre» que mantienen con mayor fuerza al hombre reactivo. Por lo cual la transvaloración de todos los valores que logre la generación de hombres superiores artistas tiene que ir rematada por una 43 No hay que perder de vista su contundente rechazo a establecer valores universales abstractos, como los cristianos o diversas morales laicas: «Lo que no es condición de nuestra vida la daña: una virtud practicada meramente por un sentimiento de respeto al concepto de “virtud”, tal como Kant lo quería, es dañosa. La “virtud”, el “deber”, el “bien en sí”, el bien entendido con un carácter de impersonalidad y de validez universal — ficciones cerebrales en que se expresan la decadencia, el agotamiento último de las fuerzas de la vida, la chinería königsberguense. Lo contrario es ordenado por las leyes más profundas de la conservación y del crecimiento: que cada uno se invente su virtud, su imperativo categórico. Un pueblo perece cuando confunde su deber con el concepto de deber en general. Nada arruina más profunda, más íntimamente que los deberes “impersonales”, que los sacrificios hechos al Moloch de la abstracción —» (cf. AC, §11: 35–36).

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cultura trágica que para concretizarse sin duda requiere del brazo ejecutor de una política trágica que consiga catapultar la voluntad de poder activa hasta niveles paroxísticos. El proyecto político de Nietzsche Llegado el momento de la «gran guerra» que anuncia la etapa de radicalización negativa del proyecto antimoderno que el impulso de transvaloración significa hasta el momento afirmativo de construcción creativa, habrá que incursionar en la compleja y controvertida perspectiva política de Nietzsche. Pese a que en ocasiones había manifestado su intención de llevar a cabo un Tractatus politicus, que ciertamente nunca realizó,44 no cabe duda que el asunto político atraviesa toda su obra dotándola de trazos particulares y efectos perturbadores, aunque siempre provocadores; pero sobre todo, como tentativa de lo aquí anotado, consideramos que El Anticristo (1895) puede ser leído en evidente clave política.45 Entonces tendremos que partir aceptando que en realidad la obra nietzscheana establece un rompimiento radical que pone en evidencia el colapso del pensamiento político moderno y del apremio por generar un orden de sentido diferente (véase R. Esposito, 2006; 3: 125–136). De cualquier forma, aunque rompe con los estatutos de la teoría política como la entendemos (pequeña política) resulta innegable que su lucha a favor de la Kultur tiene una lectura política que la impulsa desde su marcada «inactualidad como atributo del genio que está en lucha contra su tiempo, en el que domina la Mittelmäβigkeit de la cultura burguesa. Los paucinomines que tienen inteligencia para la belleza, son aquellos mismos aristócratas» (cf. C. Gentili, 2004; V: 412 y ss.).

Por lo cual resulta algo estéril el enfrascarse en el denso debate sobre la persistencia de un nivel político dentro del corpus nietzscheano, generalmente establecido desde los referentes clásicos de la disciplina. El complejo tejido de la querella va desde aquellos que señalan su carácter inútil para lo esencial de su pensamiento (M. Heidegger), de los que lo declaran como abiertamente antipolítico (W. Kaufman), como otros que establecen el carácter contradictorio con el resto de su reflexión (M. Warren), aquellos más que señalan su abierta omisión del corpus (G. Deleuze), o los que subrayan los embates nietzscheanos como la anulación de los fundamentos políticos en defensa sobre todo de la guerra (G. Batalle). Pero llegando hasta los que colocan la perspectiva política en el centro de su pensamiento (K. Löwith), o sólo como un simulacro estratégico para la realización de la experiencia del complot del «círculo siniestro» (P. Klossowski), o como instancia que trabaja por el cuidado integral del ser humano sin fundamento sustancial y por su futuro (K. Jaspers), o aquellos otros más actuales que establecen la presuposición comprensiva entre filosofía y política (C. Gentili) o los que indican que sólo resulta comprensible mediante el viraje hacia un nuevo estatuto biopolítico (R. Esposito). Aquí sólo queremos contribuir en lo posible en la indicación de algunos de los principales referentes para la dilucidación del carácter indispensable de su perspectiva política dentro de todo su corpus teórico. Para lo

44 Véase por ejemplo las anotaciones que realiza en sus Fragmentos póstumos del otoño de 1887, donde escribe en forma de título tentativo: «Cómo conseguir que domine la virtud. Un tractatus politicus. Por Friedrich Nietzsche» (10 [14]: 171) y 10 [57]. Pero señalará mayores detalles en el fragmento 11 [54] de noviembre de 1887–marzo de 1888. 45 Sin duda desde Zaratustra hasta los Fragmentos póstumos de sus últimos años de lucidez y El Anticristo, su pensamiento político cobra un giro radical que establece con claridad la expresión estética de su política. Sin duda defensa irrestricta de su proyecto de Kultur se articulará con sus planteamientos de Politik, en la búsqueda de la realización del ideal del Übermensch y su concretización en un contexto global.

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cual consideraremos los dos niveles básicos y complementarios entre sí que pensamos establecen su complejo entramado político: 1. el estatuto de biopoder interno de su proyecto y 2. el nivel ejecutor biopolítico como instrumento para la praxis de su filosofía con martillo desde el impulso creador de la gran política.

1. La alteración de un paradigma biopolítico de la muerte hacia uno de política de la vida. Como venimos viendo, en el núcleo de la especulación nietzscheana se encuentra una defensa irrestricta por la vida. Pero sin duda se trata de una organización de complejidad extrema que rompe directamente con las tendencias biológicas y evolucionistas de su época. Sin embargo, sus propuestas biopolíticas adquieren una peculiar actualidad que paradójicamente vuelven a éste intempestivo antimoderno en un moderno radical que genera repercusiones inquietantes. Recientemente R. Esposito (2006), al que seguimos a grandes rasgos aquí, ha establecido los principales referentes que nos permite comprender mejor las entrañas contradictorias de un pensamiento desgarrador en constante transformación, que si no se accede a él conduce a muchos de los malentendidos y lecturas parciales que han acompañando a los estudios nietzscheanos hasta la actualidad.

Lo que permite establecer el método genealógico que aplica Nietzsche al fenómeno constitutivo de la cultura europea es que ante la aparente unidad y ordenamiento histórico que la caracteriza, en el fondo persiste el desorden y la violencia, el proceso de disolución de lo múltiple. Aquí resulta claro el uso que de la racionalidad ejecuta Nietzsche, pues al aplicar sus propias categorías constitutivas, destaca los elementos poco racionales que en realidad operan para su funcionamiento. Por lo mismo, al cuestionar la idea del pacto político moderno, que considera que las categorías que dan origen al sistema político moderno, dígase igualdad, justicia, libertad, bien común, solidaridad..., son el resultado del juego de voluntades individuales que mediante la conquista logran ponerse de acuerdo en aras de un supuesto bien común: «El bien public es el canto de las sirenas: con él son engatusados los instintos inferiores» (FPP, § 209: 168). Habla de la ficción del contrato que tácitamente da origen al Estado moderno, fenómeno que contribuye también a la extensión del nihilismo actual.

Con frecuencia se insiste en el vitalismo nietzscheano, pero éste fenómeno por su complejidad tiene repercusiones que pasan por fuerza por lo negativo. Señalábamos la vinculación entre el devenir de la vida y el ser, y es en este nivel ontológico que la crítica nietzscheana trabaja el desmantelamiento de la metafísica moderna, de la racionalidad abstracta y de la sustancia subjetiva, pero habrá que destacar el acompañamiento político para la generación posible de un orden diferente. La política tendrá que ver con el carácter constitutivo de la vida misma, en el sentido de que la vida en su devenir profundo se constituye como voluntad de poder; la lucha de fuerzas que pretende imponer su dominio por la calidad de su capacidad de mandar, empezando por el dominio de sí misma. En éste sentido, lo político late desde siempre en lo viviente y la vida es política de superación constante. Es la dimensión política del bíos, que desde sus orígenes funge como poder constitutivo que se impulsa entre las relaciones de fuerzas en lucha constante: la vida en su forma de ser, es potenciación continua.

Lo que Nietzsche denomina «gran política» (Goβe Politik) se refiere al estrecho vínculo entre vida y poder: el biopoder en marcha, en donde el ser vivo está internamente potenciado y el poder se ejerce biológicamente, es decir, desde el cuerpo vivo (cf. R. Esposito, 2006: 129–130). La crítica total a la cultura moderna por las repercusiones que genera el debilitamiento de las fuerzas vitales en este nivel se centra en las instituciones políticas por su abierto carácter anti–vital: la «crítica a la modernidad, no excluye las

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ciencias modernas, las artes modernas, ni siquiera a la política moderna, ofrece a la vez indicaciones de tipo antitético que es lo menos moderno posible, un tipo noble, un tipo que dice sí» (EH, X; 2: 107–108). Habla del agotamiento decadente de las instituciones políticas de la modernidad, desde el parlamento y los partidos hasta el Estado, el vacío que la separación con los impulsos vitales provoca. Toda la experiencia política de la modernidad y la filosofía política que busca sustentarla, está determinada por su alejamiento progresivo del bíos, por su carácter anti–biopolítico; es decir, la separación entre política y bíos.

La gran política establece el anclaje biológico de la potenciación como voluntad de poder, en tanto relaciones de fuerza que busca imponer su poderío. Nietzsche radicaliza el uso metafórico dentro de la disciplina que utiliza el cuerpo biológico para diversas representaciones, para renovar la perspectiva política con un bagaje teórico con fuertes raíces en la biología y en la fisiología. Su concepción de lo vital está dotada de corrientes dinámicas soterradas cuyo choque generan reflejos encontrados, pero cuyo contenido energético como voluntad de poder no debe olvidarse. El impulso vital se muestra como envite en constante superación de reto, se constituye en referente desde el mundo inorgánico y el animal, hasta la divinidad de los dioses. En éste circuito se inscribe la recuperación reivindicativa del cuerpo vivo dentro de las tendencias del biopoder, consiguiendo reconducir su reflexión.

Por una parte, se establece el nivel dialéctico reductor entre la oposición vida y muerte. Toda la constitución de la política occidental estaría justificada y sustentada en la oposición a lo negativo, en tanto desorden o lucha destructora; se establece –al igual que la moral, la religión o el mismo conocimiento– una red de protección en auxiliar paliativo para todas las calamidades negativas de la vida que amenazan con destruirla. Se trata del desarrollo efectivo del «paradigma de inmunización», que si bien constituye un referente fundamental en la reflexión nietzscheana al ser a la vez duramente criticado y un referente importante para su comprensión. Nietzsche lo critica por que desarrolla precisamente aquello que pretende evitar; por un lado se postula como mecanismo antiséptico efectivo para evitar todo aquello negativo que amenaza la vida y el bien general de la comunidad. Pero debajo de estas loables intenciones en realidad se oculta el debilitamiento de las fuerzas vivas que funcionan y desarrollan con el impulso energético del desorden y con la lucha entre las fuerzas componentes: en realidad, buscando defender la vida se termina generando la muerte.46 Se pone en marcha la ficción que institucionaliza lo gregario y mediocre de las fuerzas, verdadero impulsor de una forma de hombre empequeñecido y cultura del resentimiento hacia la vida.

La cuestión que Esposito (2006: 146–148) destaca es el poder engüllente del «paradigma inmunizador de lo negativo», al punto de que la forma como Nietzsche comienza a plantear este problema se inscribe por completo en el marco conceptual que luego, en cientos momentos de su reflexión, parece que no puede escapar del todo del torbellino inmunológico prescriptor. En buena medida también influye la marca imperante del pensamiento evolucionista de su tiempo y la crisis del léxico político tradicional, al punto de que la referencia eugenésica no escapa a su demarcación. Se trata del discurso que

46 «Mi política superior dice: un partido que cometa tales errores está acabado — ya no posee su seguridad instintiva. Todo error, en todo sentido, es consecuencia de una degeneración de los instintos, de una disgregación de la voluntad: con esto queda casi definido lo malo (das Schlechte). Todo lo bueno es instinto — y, por consiguiente, fácil, necesario, libre» (CI, VI, 2: 63).

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establece que para el desarrollo de los mejores requiere luego de la anulación de los peores; esta forma de «racismo vitalista» se encuentra presente en un nivel, el más superficial en efecto, del corpus teórico nietzscheano: «en todas partes en las que existe una cultura existen esclavos... Nosotros destruimos la fraternidad, es decir, la compasión profunda por ellos y por nosotros, por cuanto nos sentimos llamados a vivir a expensas de otros» (FPP, 15: 60). Este ámbito reductor es la causa de los más diversos equívocos y manifiestas antipatías, cuando no de abiertos rechazos anti–nietzscheanos.

Por otra parte, en un ras de mayor complejidad, se produce el momento afirmativo que para Deleuze muestra la absoluta raigambre anti–dialéctica de Nietzsche, que ante el trabajo de lo negativo que establece la dialéctica hegeliana de la superación introduce el desorden de las fuerzas múltiples: «Es con otra clase de vida que la vida entra en lucha. El pluralismo tiene a veces apariencias dialécticas; pero es su enemigo más encarnizado, su único enemigo profundo» (cf. G. Deleuze, 1986: 17–20). Significa que introduce elementos de desorden que rompen con el cerco dialéctico desde su interior; pues resulta que la vida además de ser lucha continua contra fuerzas amenazantes que atentan contra sus posibilidades desde el exterior, también es intrincado combate contra sí misma. Es decir, la vida misma por su sobreabundancia luego llega a límites terribles de autodestrucción. Se trata de aquel imprevisible comportamiento de la lucha de fuerzas que constituyen la voluntad de poder; pues tanto una fuerza activa como una fuerza reactiva, por las tendencias a su superación constantes que la lleva a mutar en un sentido o en otro, pero incluso a lo terrible de su funcionamiento saturador.

Nos engañamos inintencionadamente sobre lo espantoso que subyace en las cosas... El arte es la fuerza excedente y libre de un pueblo que no se desperdicia en la lucha por la existencia. Aquí se muestra la realidad cruel de una cultura, en la medida en que edifica sus arcos triunfantes sobre la subyugación y la aniquilación (FPP, 15 y 19: 60–61).47

Este carácter de terribilidad que caracteriza a la existencia la establece Nietzsche mediante la relación compleja entre enfermedad y salud; en donde sin duda la llamada «gran salud» tiene que por fuerza encarar la enfermedad, el riesgo y lo problemático, para generar su propia superación. De esta forma cuestiona el paradigma inmunológico que ante sus justificaciones a favor de una salud que supuestamente se traduce a favor de la justicia y el bien común, en realidad encierra la infección de la enfermedad debilitadora e impugnadora en contra de la vida. Pero si resulta que «la vida es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación... — no partiendo de una moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y por que la vida es cabalmente voluntad de poder» (MBM, IX, 259: 221–222), habrá que insistir en la sobreabundancia energética de la vida que derrocha y dona sin finalidad alguna al punto que sus cargas reactiva y activa permanecen en un proceso de lucha continua cuya finalidad no está nunca establecida; precisamente es el carácter interminable y abierto –quizás aquello que algunos ilustrados como Kant o Rousseau llamaban perfectibilidad– de lo siempre vivo.

47 Esta intuitiva idea –fundamental en todo el pensamiento biopolítico de Nietzsche– constituye el núcleo impulsor de los fragmentos escrito a principio de 1871, que pronto desistió de integrar a El nacimiento de la tragedia y de navidad de 1872–1873, titulado: El Estado griego (cf. FPP, §§ 48 y 49: 79–104).

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Si se priva de las fuerzas negativas del proceso vivo de transformación continua que caracteriza la vida misma, pero también extensible a los individuos y las sociedades vivas, si no se pasa por la infección que contagia y provoca pero que también satura para promover la superación hacia la salud y el crecimiento de las fuerzas constitutivas: «negar y aniquilar son condiciones de decir sí» (EH, XIV; 4: 126). Con éste complejo quiebre se rompe con la dialéctica imperante, pero también colabora en la deconstrucción del enfoque sanitario imperante en la óptica política, la perspectiva biopolítica nietzscheana se aproxima intrincadamente con el ámbito reverso tanatopolítico. Sin duda forma parte de la confusión que luego no percibe del todo la relación del círculo vicioso que pasa por la zoé hasta el bíos, pero también sin perder de vista el referente divino, como elementos que impulsan a la superación de sí mismo siempre abierta a múltiples posibilidades. Dentro de la búsqueda que permita el arribo del Übermensch, que en realidad no sabemos que perfil tendrá pero que en efecto es aquel que asume el reto de la lucha en su continua transformación para llegar a ser lo que se es, Nietzsche establece los referentes básicos para desarrollar una auténtica política de la vida. 2. Los retos de la cosmópolis y los lineamientos de una política trágica para el porvenir. Visto el nudo problemático que trasmuta la biopolítica nietzscheana en una defensa irrestricta de la vida absoluta, habrá que establecer los esbozos de una política práctica (Übungpolitik) en defensa de la clase aristocrática de los hombres superiores, siempre desde una perspectiva no particularista de la gran política que se abre con tensiones ante un futuro indeterminado. Los valores sostenidos por la filosofía política moderna encubren una voluntad de poder frustrada que anima el resentimiento con la vida e inhiben la creatividad. La crítica nietzscheana no se detiene en las corrientes ideológicas predominantes de su época (liberalismo, democracia, socialismo, anarquismo...), se enfoca también en las instituciones política que sustentan el Estado moderno («la inmoralidad organizada...») como fábrica reproductora del hombre gregario y en abierta oposición del hombre trágico. Para Nietzsche la sociedad es producto de la necesidad del hombre débil, que al no contar con la suficiente fortaleza requiere de unirse con los demás para compensar en algo sus carencias; el Estado representa las aspiraciones de los individuos, pero ante dicho proceso de «sometimiento cultural» opera la represión de los instintos humanos y en detrimento de una voluntad de poder activa. El Estado quiere que los individuos renuncien a sus instintos en favor del bien general, que borre sus contornos definitorios ante el impulso del beneficio de la masa. Por definición el Estado moderno es antinatural al frenar el nivel de realización creativa de la voluntad de poder e intensificar los impulsos de lucro. Sin embargo la existencia y realización del hombre gregario por parte del Estado que empobrece y agota las fuerzas vivas de los mejores instintos humanos, no es la única forma posible de ordenamiento político; el problema con la cultura gregaria –insistiendo que Nietzsche la identifica con el desarrollo contaminante del cristianismo y su moral de resentimiento– es que imposibilita que el ser humano pueda superarse a sí mismo, al aceptar sin restricción el devenir de una existencia que constantemente lo impulsa más allá de los embates placenteros o terribles al incremento de sus potencias. La manera como puede comprenderse mejor éste impulso de generar un orden estatal, es a partir de la diferencia cualitativa entre mandar y obedecer. El que tiene la fortaleza suficiente para mandar, de dominarse a sí mismo para poder dominar lo exterior; y el que por su propia debilidad constitutiva no puede dominar lo exterior por falta de dominio interno, por lo cual requiere que alguien más lo domine y obedezca por su propio bien. El impulso tiende a unir

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con otros iguales mediante un espíritu gregario que origina la comunión en sociedad y el surgimiento del Estado protector. Ahora bien, éste tipo de fenómeno abarca tanto el comportamiento individual como el colectivo, siguiendo la comprensión griega que vincula indisolublemente lo micro con lo macro. La metafísica duplicante fundamenta este ordenamiento protector, pues con la intención de generar un «mundo mejor» que aproxime constantemente al «mundo verdadero» que se constituye en el mecanismo que justifica todos sus valores. Los hombres son libres en la medida que renuncian en parte a su libertad, buscando alcanzar un mundo justo y bueno. La tradición platónica que realiza el doblez del mundo también aproxima la filosofía a la política, al establecer los principios para todo ordenamiento de lo bueno y lo justo. Al excluir la existencia de lo negativo –este ordenamiento platónico–cristiano– del «mundo verdadero», por lo tanto del imperio de la verdad, y circunscribirlo al mundo de las apariencias, generando, según Nietzsche, una visión distorsionada de la realidad. Como vimos más arriba, Nietzsche no excluye la existencia de lo negativo, ni la esconde o disimula, sino que por el contrario la integra plenamente como parte fundamental de lo real.

«Gobernar.— Unos gobiernan por el gusto de gobernar; otros, por no ser gobernados. Entre dos males, éste es el mejor» (A, III; § 181: 130). El arte de gobernar sería el primer impulso que justifica la necesidad de generar un gobierno para evitar ser gobernado. Ante el evidente declinar de la cultura moderna expresado por un nihilismo que es indispensable acelerar para lograr generar un vuelco radical en la historia europea que permita alumbrar un orden diferente. En este punto resulta indispensable saber mandar –en tanto lineamientos de autogobierno– en el sentido pleno como lo entiende el filósofo de Röcken: «Se eleva siempre por encima de la moral. ¿Por qué no ha de hacerlo? En tales casos se encuentra en disposición de hacer algo nuevo, es decir, de mandar, a sí mismo o a los demás... El arte de mandar ha sido olvidado» (A, III; § 207: 157). Nietzsche propone una política trágica como medio adecuado para generar estos cambios radicales, que por principio rompe con los limitados referentes de lo nacional al abrir la necesidad de un ordenamiento cosmopolita, lo que también denomina un «gran mundo cultural», que haga factible el desarrollo del hombre creador. Veamos algunos de sus principales planteamientos constitutivos:

(1) Es imperioso no perder de vista que el Estado no constituye un fin en sí mismo, sino el medio para conseguir otros fines de mayor importancia «en la lucha por la existencia»; en este caso, el Estado sería –junto con las funciones formativas de la educación y el adiestramiento que trabaja Nietzsche a lo largo de toda su obra– un medio fundamental para generar una organización social que potencialice las facultades geniales de los individuos de excepción considerados como la nueva aristocracia, para que los menos se incrementen hasta su máximo y también para lo que denomina la «realización del gran plan artístico».48

48 En un fragmento póstumo fundamental de finales de 1870–abril 1871, Nietzsche establece algunos elementos esenciales del Estado moderno al compararlo con el Estado griego: «El Estado fue un medio necesario de la realidad del arte. Pero si hemos señalado a aquel ser individual como la verdadera meta del Estado, entonces aquellos hombres se inmortalizan en el trabajo filosófico y artístico: de este modo, también la enorme fuerza de lo político, entendida en el estrecho sentido del impulso patrio, tiene que aparecer para nosotros como una garantía de que esta serie de genios individuales tenga continuidad y de que el suelo a partir del cual sólo ellos pueden crecer no sea desplazado por los terremotos y no sea inhibida su fertilidad. Para que el artista pueda formarse, necesitamos aquel estamento ocioso liberado del trabajo de esclavos; para que pueda originarse la gran obra de arte, necesitamos de la voluntad concentrada de aquel estamento: el

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(2) Pese al desarrollo moderno del Estado –que genera la «muerte de los pueblos», se constituye en «enemigo de la cultura» y termina «corrompiendo a los individuos»–, Nietzsche justifica su función cuando realmente opera para la actividad de los pueblos, cuando incrementa las posibilidades de la cultura y abre las condiciones para el potenciamiento del individuo creador; el Estado tiene su pleno valor y sentido estando al servicio de las capacidades creadora del hombre trágico y lanzándolo hasta su sentido último de transformación constante: «Pero, preguntando una vez más: ¿qué se quiere? Si se quiere una meta, se han de querer los medios...» (FPP, § 255: 187).

(3) El Estado tiene que servir al individuo, pero no hay que olvidar que incluso los individuos geniales son el «efecto de una voluntad» que constituye aquella energía vital en constante lucha de autosuperación; es decir, el impulso político que exige el riesgo continuo para el incremento de las fuerzas activas en tanto voluntad artística. El «nuevo partido de la vida» cumple la función formativa para conseguir sacudirnos de todo aquello grotesco y degenerado que el cristianismo ha impuesto en la historia de occidente y posibilitar el «arte supremo de decir sí» como el incremento excesivo de fuerzas: «No qué remplazará a la humanidad... sino qué tipo de hombre se debe criar, se debe querer, como tipo más valioso, más digno de vivir, más seguro de futuro» (AC, § 3: 28).

(4) No hay que olvidar la función social que cumplen los genios creadores, pues colaboran en la formación, educación y adiestramiento de las masas para la generación del hombre trágico; hay que destacar las «huellas dejadas por los leones del espíritu» para superar algunos de los problemas sociales más urgentes. Así que «el individuo como meta del Estado. Ahora hay que añadir al individuo como meta del mundo, una masa fundida de individuos, el hombre como obra de arte, el drama, la música... También en la aniquilación del Estado se encuentra una posibilidad más elevada de la existencia» (FPP, 25: 64) La especie superior en tanto golpe de suerte que les ha permitido existir siempre «incluye también generaciones, pueblos, sociedades, quizá a la humanidad entera (cf. AC, § 4: 29).

(5) Desde el ejercicio comparativo entre la política griega y la política moderna, establece la verdad cruel de «que la esclavitud pertenece a la esencia de una cultura»; en efecto, algo que repugna a un buen pensante demócrata moderno y apremiante compasivo, es la defensa irrestricta que sobre la esclavitud realiza Nietzsche. Se resume en la imperiosa necesidad de que para el desarrollo del estrato aristocrático se requiere del aceleramiento de la miseria de los estratos innobles para permitir el desarrollo de una vida artística: «La pobreza de la masa que vive penosamente se ha de aumentar todavía para hacer posible a un reducido número de hombres olímpicos la producción del mundo del arte... ¡que sólo en los momentos espantosos de la vida del Estado tiene en su cara una expresión sorprendente de grandeza» (FPP, § 49: 97 y 99).

(6) Desde la concepción política de la vida nietzscheana, las fuerzas apolíneas se constituyen en la meta del Estado y las fuerzas dionisíacas como fin de la existencia; se trata de las tensiones energéticas que coexisten en momentos fugitivos de creatividad, abriendo las oportunidades del «tiempo de la obra de arte» (cf. FPP, §§ 28 y 30: 65). En Nietzsche la política se fundamenta mediante las potencias estéticas, inspirado en la sabiduría política premoderna para generar las circunstancias que nos permitan ser lanzados al futuro de todo lo probable como vías ante el «ser del devenir» abierto.

Estado» (FPP, 34: 67–68). También véase el § 224 («Ennoblecimiento por degradación») (HDH, Vol. 1; V: 151–152), que sintetiza de manera sorprendente su postura biopolítica y enfatiza la cuestión de la duración (continuidad de la cultura) como una de las metas del arte político.

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(7) Ante la decadencia de la política democrática de masas, en donde el nihilismo se extiende con dominio infeccioso, recupera la perspectiva del heroísmo aristocrático de la cultura trágica griega. Ya se ha señalado la función determinante que cumplen los llamados hombres superiores, al punto de constituirse en uno de los dispositivos generadores de los cambios significativos para un nuevo orden; pero de modo alguno definitivo y donde las contradicciones introducidas por lo múltiple activo que provoca desconcierto le permite persistir en su empeño de evitar el adoctrinamiento dogmático y la predicción de lo que debe ser. Su política quiere inscribirse en la realidad de lo contingente de lo que es, pero siempre en el empeño superior de generar lo diferente: «Mediante la invención del futuro, la “gran política” llega a ser la conciencia decisiva del instante actual del hombre» (cf. K. Jaspers, 2003: 266–267). (8) Mediante la superación de la perspectiva moral y metafísica que ha caracterizado a la cultura moderna, Nietzsche propone una «nueva moral de señores» que sustituya la virtud imperante por el vigor como criterio fundamental, en realidad se tarta de un auténtico manual de instrucciones desformalizado:

«¿Qué es bueno? — Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre. ¿Qué es malo? — Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es felicidad? — El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada. No apaciguamiento, sino más poder; no paz ante todo, sino guerra; no virtud, sino vigor (virtud al estilo del Renacimiento, virtù, virtud sin moralina). Los débiles y malogrados deben perecer; artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer. ¿Qué es más dañoso que cualquier vicio? — La compasión activa con todos los malogrados y débiles — el cristianismo...» (AC, § 2: 28).

(9) Nietzsche establece sus propuestas de la gran política –no para los casos particulares sino para las tendencias creativas de la humanidad futura como destino impreciso compartido–49 a partir del juego creativo entre las relaciones humanas en sociedades plurales dentro de los referentes articuladores del Estado, enmarcada mediante las tensiones entre la guerra y la paz, dentro de las condiciones de los impulsos políticos actuales. En este sentido es como Nietzsche justifica el impulso creativo de la guerra, pues se constituye en una necesidad del Estado que para no dejar de ser lo impulsa constantemente a su transformación,50 pero siempre acompañada de la paz como su referente complementaria. Así, pese a los dotes innegables que luego tiene el impulso de guerra como capacidad psicológica hacia lo extremo, Nietzsche habla de «un partido de la paz» que por grandeza trasmute para otras guerras, de otro tipo y en otro sentido, siempre en su actitud no determinante de la vida y de las capacidades del ser humano (cf. FPP, §§ 257 y 258: 188–189). (10) Ante el imperio de los valores cristianos y colocada frente a la crisis nihilista que la pone a prueba, la política trágica tiene que pensarse plenamente como secular. Para

49 El futuro incierto y prometedor se puede sintetizar en estas palabras: «Por ello amo yo ya tan sólo el país de mis hijos, el no descubierto, en el mar remoto: que lo busquen incesantemente ordeno yo a mis velas [...] En mis hijos quiero reparar el ser hijo de mis padres: ¡y en todo futuro — este presente!» (Z, II; 14: 180). 50 «Ante todo, la guerra. La guerra ha sido siempre la gran listeza de todos los espíritus que se han vuelto demasiado interiores, demasiado profundos; incluso en la herida continúa habiendo una fuerza curativa.» (CI, Pról.: 27); «Y la guerra educa para la libertad», (CI, IX; 38: 114) y «¡La guerra es madre de todo lo bueno!¡Y por lo mismo es madre de la buena prosa!» (GC, II; § 92: 85).

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Nietzsche el triunfo de la democracia y el socialismo significa la ratificación en la cultura europea de la imposición de los débiles por la extensión de valores gregarios y por debilitamiento o anulación del individuo. Aunque la democracia se perfila como el gobierno de las masas sin religión y protectora del bien común, en realidad se trata de la agudización de la decadencia que ha terminado por interiorizar la moral de esclavos, el desprecio por la vida y la inhibición del creator spiritus (espíritu creador). El socialismo continúa esta visión, pero añade la pérdida de la jerarquía esencial del hombre al querer nivelar la existencia en sus niveles mínimos y explotar la naturaleza vulgar: se trata de la muerte de la cultura de altos vuelos y de las energías creativas. (11) Nietzsche, como señalábamos arriba, discurre que es insuficiente considerar las potenciales vías de transformación desde el nivel limitado del Estado nacional; pues toda política interna se encuentra en interacción con una política externa que influye en su determinación en un sentido o en otro. Por lo tanto, la índole de relaciones que los múltiples estados traben entre ellos determinará el desarrollo potencial del ser humano. Si anuncia con provocación: «habrá guerras como jamás las ha habido en la tierra. Sólo a partir de mí existe en la tierra la gran política (grosse politik). —» (EH, XIV, 1: 124), éstas tendrán que entenderse a escala planetaria, pues solamente desde una perspectiva que busque abarcarlo todo es como se podrán generar las grandes posibilidades hacia el porvenir creativo. La gran política significa en realidad el «dominio de la tierra» mediante un empuje macrocultural que busque abarcar la totalidad hacia los retos cosmopolitas. Pero si la decadente política europea tiene que renovarse al abrirse hacia un nuevo tipo de política internacional que exija su propia transformación como un agente fundamental para la provocación de dichas mutaciones; pero se requiere librar el peligro presente del empequeñecimiento del hombre y del espíritu europeo gregario; es indispensable romper con los límites nacionales y con la centralidad del hombre europeo. Por su perspectiva radical, Nietzsche conduce estas posibilidades hasta sus límites contradictorios que permitan apreciar mejor la complejidad del fenómeno, pero también la articulación de todas las posibilidades que se abren ante el porvenir azaroso. Sin duda el horizonte de renovación de la Kultur se abre a diversas opciones ante el devenir como voluntad de poder, pero sin embargo la tendencia a la construcción de unidades mayores está presente de forma más clara en las especulaciones del Nietzsche maduro, sin embargo también señala los peligros constantes e implícitos ante un Estado monstruoso que lo devora todo. Como siempre, en Nietzsche nunca se trata de una visión única y cerrada de los fenómenos tal como los percibe como buen observar de las situaciones complejas de la cultura de su tiempo, entre ellas la política moderna; ante las inconsistencias del momento no es posible derivar una sola tendencia, más bien se trata de abrir todas las posibilidades fácticas para su realización ante un futuro ríspido y contingente sobre el que por fuerza hay que trabajar. Frente al contraste entre política interna y política externa, el impulso que genere el advenimiento del Übermensch tiene que pasar por el rasero del cosmopolitismo; que se constituye en el punto de confluencia e impulso para el enfrentamiento de todo lo que se perfila para el porvenir dentro de las posibilidades reales dadas por la existencia tal como se presenta. En este ordenamiento de proyecciones globales –pero sin desfigurar y suprimir lo individual en ningún momento– si no que lo hace posible, al realizarse la transvaloración de los valores se rompe con referencias extramundanas para enfocarse en una existencia intramundana en donde el hombre decide sobre su propio destino mediante el combate de los ideales creadores y dentro de la lucha por el poder que conforman las entrañas de toda

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sociedad como obra de arte. Los denominados «legisladores artistas» son los que utilizan las potencias políticas para propiciar y extender la «planta rara de los hombres superiores creadores», los nuevos «señores de la tierra» o el «radicalismo aristocrático», según la fórmula que sintetiza su contemporáneo G. Brandes (2008). Por eso ésta nueva cosmópolis republicana será conducida mediante una «República de genios» o de filósofos creadores –recuperando sólo en esto al legislador filósofo de la utopía platónica, pero separándose de forma radical en la función esencial que le atribuye al arte–, son los nuevos pilotos que conducen la nave hacia la superación de la crisis nihilista y con rumbos que traspasan los vientos huracanados ante la plena aceptación de todo lo venidero: la gran política y el impulso estético creador son las guías para la construcción de todo lo posible por hacer ante los retos de una cultura de la vida. Lo que caracteriza a las implicaciones de la gran política nietzscheana, que no hay que perder de vista que se trata de una parte de la mano ejecutora, nunca representa la totalidad del pensamiento transmutante, es su capacidad de reflexión y apertura de oportunidades ante lo próximo y lo lejano, entre las posibilidades de una perspectiva histórica y un futuro siempre por hacer de forma indefinida. La implicación más obvia de la muerte de Dios es la asunción del destino venidero sobre las manos del ser humano, la gran tarea ante la falta de consistencia del devenir de lo real que caracteriza a su pensamiento, es apertura y generación de las condiciones más óptimas que conduzcan a la recuperación del sentido de la tierra y la instauración de los nuevos señores del mundo. Sería un error, como señala Jaspers (2003, 290–293), tomar al pie de la letra las propuestas de la política creadora de Nietzsche. Su carácter indeterminado e intencionalmente ambiguo conducen a lineamientos que se saben limitados y que tendrán que ser desarrollados por los hombres del futuro que están en proceso constante de construcción, la filosofía de martillo nietzscheana no genera una utopía que busca el ordenamiento perfecto pues su presupuesto es la realidad aunque luego no pueda concretizarse porque no sólo se suscribe a sus limitaciones; más bien es el comienzo en el decantamiento la piedra angular de todo lo superior para un futuro que pugna constantemente por emerger pese a lo desolador y terrorífico que alumbra, pero siempre como voluntad fuerte de incidir afirmativamente en el porvenir. La gran política se presenta como eventual antídoto ante la decadencia nihilista de la cultura moderna, pero lo cierto es que resulta insuficiente si todos los demás no asumimos el reto de constituirnos en agentes activos de transmutación ante nuestra realidad estéril y vacía, que Nietzsche vislumbró anticipatoriamente con intuiciones sorprendentes. En este sentido, el proceso de apropiación de su pensamiento y el buscar filosofar con Nietzsche resulta prácticamente imposible si no conseguimos transformarnos a nosotros mismos como posibilidad de ser abierto y como factibilidad de metamorfosear la realidad como apertura continua: «Nietzsche es, por así decirlo, un pensador que llega ser lo que es en los demás, en la medida a que obliga a sus lectores a una “autodestrucción” (Selbsterzichung). Si su pensamiento se caracteriza por la “ausencia de una exposición sistemática“, será el lector, educado a la manera nietzscheana, precisamente por esa ausencia, el que sabrá acoger, más allá... lo conquistamos» (C. Gentili, 2004: 405). No podemos ser seguidores de Nietzsche sin ser al mismo tiempo los impulsores de nuestra propia destrucción en un sentido, que exige un cambio radical de perspectiva, para llegar a ser lo que se es en tanto realización estética: como todo posible nietzscheano hay que incinerar para engendrar lo nuevo como devenir transmutante de toda cultura superior que

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consiga incrementar hasta el máximo las potencias vitales constitutivas y en la búsqueda de la generación de lo que denominó también «hombre total».51

De aquí el reto mayúsculo de las ciencias humanas y de la cultura, para realizarse tienen que ir siempre más allá de lo que las termina definiendo. Ante la decadencia de nuestras sociedades actuales el reto nietzscheano se presenta como un sorprendente «mecanismo de renovación» por el impulso de su fuerza crítica, que al colocarnos ante nuestra propia miseria posibilita la reactivación de las energías creativas que permanecen en estado como de letargo. Los criterios soberanos del sentido y del valor permiten no sólo diagnosticar el presente nihilista anulador, sino también buscar el camino para la generación de una cultura superior aristocrática mediante una política trágica–estética. Si la gran política pone en marcha un proyecto de orden republicano cosmopolita de los «nuevos señores de la tierra», las implicaciones educativas y formativas del hombre creador resultan ser una vía esencial para las transmutaciones culturales fundamentales, por lo cual las apropiaciones activas sobre el corpus nietzscheano tienen que ser políticas a manera de reescritura política encarnada que nos enfrenta a nosotros mismos en nuestro propio hacer, tanto en lo individual como en lo colectivo. Bibliografía Ansell–Pearson, Keith (1994), An introduction to Nietzsche as political thinker. The perfect nihilist,

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