Nihilismo Político: la exclusión del otro

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101 MUNDO NUEVO. Caracas, Venezuela Año V. N° 11. 2013, pp. 101-123 Nelly Prigorian EL NIHILISMO POLÍTICO: CUANDO MUERE LA POLÍTICA. NEGACIÓN DEL OTRO EN LA VENEZUELA CONTEMPORÁNEA RESUMEN: Desde hace catorce años Venezuela vive un intenso proceso de transformación que arroja como efecto la política de nihilismo; eso es, el no reconocimiento del otro como un interlocutor válido. Para compren- der esta problemática se intentará conceptualizar y describir la categoría de nihilismo político. El enfoque a través del cual se pretende abordar el tema, la práctica del nihilismo en la política, demanda una revisión y re- flexión sobre el Nihilismo Ruso plasmado en los textos de F. Dostoyevsky y relacionarlos con el documento de S. Nechaev El catecismo del revolu- cionario. Además, se considerarán los conceptos de “enemigo absoluto” de C. Schmitt, “víctima absoluta” y “voluntad colectiva planificada” de J. Rancière dentro del contexto, para, finalmente, plantear la pregunta de si Venezuela está en las vísperas de un nihilismo político. Palabras clave: nihilismo, política, Nechaev, Dostoyevsky, negación del otro. POLITICAL NIHILISM: WHEN POLITICS DIES: DENIAL OF THE OTHER IN CONTEMPORARY VENEZUELA ABSTRACT: Fourteen years ago Venezuela experienced an intense pro- cess of transformation which had the effect of political nihilism, that is, recognition of the other as a valid interlocutor. To understand this problem we will try to conceptualize and describe the category of political nihi- lism. The approach through which we aims to address the issue, the prac- tice of nihilism in politics, demand a review and reflection on the Russian Nihilism embodied in texts of F. Dostoyevsky and related to S. Nechaev´s documents, Revolutionary Catechism. In addition, consider the concepts MN_11.indd 101 07/04/14 17:25

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Artículo, política, nihilismo, conceptualización a través de la narrativa ficcionada.

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Nelly Prigorian

EL NIHILISMO POLÍTICO: CUANDO MUERE LA POLÍTICA. NEGACIÓN DEL OTRO

EN LA VENEZUELA CONTEMPORÁNEA

RESUMEN: Desde hace catorce años Venezuela vive un intenso proceso de transformación que arroja como efecto la política de nihilismo; eso es, el no reconocimiento del otro como un interlocutor válido. Para compren-der esta problemática se intentará conceptualizar y describir la categoría de nihilismo político. El enfoque a través del cual se pretende abordar el tema, la práctica del nihilismo en la política, demanda una revisión y re-flexión sobre el Nihilismo Ruso plasmado en los textos de F. Dostoyevsky y relacionarlos con el documento de S. Nechaev El catecismo del revolu-cionario. Además, se considerarán los conceptos de “enemigo absoluto” de C. Schmitt, “víctima absoluta” y “voluntad colectiva planificada” de J. Rancière dentro del contexto, para, finalmente, plantear la pregunta de si Venezuela está en las vísperas de un nihilismo político.

Palabras clave: nihilismo, política, Nechaev, Dostoyevsky, negación del otro.

POLITICAL NIHILISM: WHEN POLITICS DIES: DENIAL OF THE OTHER IN

CONTEMPORARY VENEZUELA

ABSTRACT: Fourteen years ago Venezuela experienced an intense pro-cess of transformation which had the effect of political nihilism, that is, recognition of the other as a valid interlocutor. To understand this problem we will try to conceptualize and describe the category of political nihi-lism. The approach through which we aims to address the issue, the prac-tice of nihilism in politics, demand a review and reflection on the Russian Nihilism embodied in texts of F. Dostoyevsky and related to S. Nechaev s documents, Revolutionary Catechism. In addition, consider the concepts

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of “absolute enemy” C. Schmitt, “absolute victim” and “planned collecti-ve will” of J. Rancière are considered in context, in order to finally raise the question itself of whether Venezuela is on the eve of political nihilism.

Keywords. nihilism, political, Nechaev, Dostoyevsky, negation of the other.

1. Introducción

Desde hace una década el país se encuentra en una permanente confrontación que desbordó los espacios públicos, para adentrarse en espacios privados, tan privados como las relaciones personales, familiares, laborales, creando conflictos, rupturas, negaciones. La premisa de Carl Schmitt “amigo/enemigo” en la política tiende a apli-carse a las relaciones interpersonales de los venezolanos, bajo prin-cipios que difícilmente podrían ser catalogados como ideológicos, de clase o de alguna otra índole que no sea la de la adhesión a una de las dos parcialidades partidistas actuales, chavismo o antichavismo. Esta lucha en condiciones de no-guerra denota rasgos de nihilismo, donde se apuesta a todo y a la nada a la vez, al no reconocimiento de la realidad, al desarrollo de dos lógicas opuestas, pero entrelazadas, la anulación del otro como interlocutor válido, la destrucción de los espacios públicos de discusión política, la demarcación geográfica de los territorios según la adhesión política, donde el otro no tiene “dere-cho” a entrar. “Con Chávez todo, sin Chávez nada”, “Patria socialista o muerte”, “Ni un paso atrás”, “Al enemigo, ni agua”, “Chávez, vete ya” o “La oposición es la nada” son las consignas claramente nihilís-ticas en donde subyace implícitamente la negación del otro en todas sus dimensiones: políticas, económicas, sociales; lo que conlleva, a la larga, a la deshumanización del otro y, en última instancia, su ani-quilación simbólica. Éstas son consignas que bombardean al venezo-lano desde todas partes, medios de comunicación, concentraciones políticas, encuentros laborales, en las calles y avenidas de las ciuda-des. Estamos en presencia de una situación tan extrema que provoca tensiones en todos los niveles de la sociedad, en todos los espacios públicos y privados durante más de una década, lo que indica que ya

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se podría hablar de una cierta cultura condicionada por la política de nihilismo; eso es, la negación del otro como interlocutor o como actor político-social válido.

Pero antes de comenzar me gustaría exponer algunas consideraciones:

1. Debido a mis orígenes, me resulta imposible pensar Venezuela sin tener como referente constante la historia y la cultura ruso/soviéti-ca. Probablemente, para muchos sería de una extrema extravagan-cia pensar la Venezuela contemporánea a partir de Dostoyevsky o de los nihilistas rusos de los mediados del siglo XIX. Sin embargo, precisamente este autor y los pensadores-ensayistas rusos de la época son referencia obligatoria para una aproximación al tema de nihilismo en relación a la política como práctica humana.

2. Pedro Trigo en el tercer Encuentro de Constructores de Paz, cele-brado en mayo de 2012, describe la situación en que está sumer-gida Venezuela de esta manera:

Nos referimos a la [polarización] que se ejerce en nuestro país en el área política, aunque sus raíces estén profusamente regadas en otras áreas de la realidad. Entendemos por polarización un ejer-cicio de poder despótico que excluye al que tiene otra opción. Es despótico porque pretende imponerse y excluye la delibera-ción. La polarización es un modo de situarse ante el conflicto que impide procesarlo porque, al descalificar las demás opciones, al negarles legitimidad, se niega a los demás ciudadanos, a los otros, a los que no son de los míos (1).

En nuestra opinión, el intento de dar nombre al fenómeno por el cual atraviesa actualmente el país no ofrece suficiente claridad, ni refleja la complejidad de la situación, básicamente por dos razones. La pa-labra misma “polarización” simplifica lo que vive el país de manera importante, aún si le colocamos distintos adjetivos, como extrema, profunda, radical. Por otro lado, la descripción misma de la noción deja por fuera lo profundamente que está afectando la problemática todos los planos de la vida del venezolano: económico, social, cultu-ral, laboral, personal, emocional, incluso geográfico, y no se queda solo en los niveles político-públicos. Para tomar conciencia de una determinada cuestión, en ocasiones, hace falta que se le ponga un

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nombre exacto, que se conceptualice y que se describan los sínto-mas y el procedimiento de la misma. De esta manera no sólo se hace reconocible y se le da la visibilidad necesaria, sino que éste sería el primer paso para encontrarle respuestas. Según Carl Schmitt en Teoría del partizano (1963), la tarea de un teórico no es únicamente velar por los conceptos sino, también, llamar las cosas por su nom-bre. Este sería el propósito de este trabajo. Lo que expondré aquí son apenas unas líneas-guías, basadas en algunos conceptos ya de-sarrollados y otros solo asomados por algunos autores, que servirán de fundamento para ponerle nombre y conceptualizar dos categorías que ayuden a comprender mejor la realidad nacional.

En 1871, en medio de una Europa convulsionada por las guerras, revoluciones, nacimiento de nuevos imperios, explosiones de na-cionalismos, el nacimiento y la muerte de la Comuna de Paris, F. Dostoyevsky escribe su novela más polémica, Demonios. Y mientras lo hace, en Rusia se configura y toma fuerza el movimiento Narod-niky, un movimiento de la Intelligentsia que se proponía recobrar la conexión con lo más llano del pueblo ruso, buscando la esencia de lo ruso, de su verdad y de su sabiduría. La base ideológica del movi-miento era el socialismo agrario1. En la historiografía soviética fue considerado como el movimiento revolucionario-democrático que desplazó el movimiento de la nobleza (Los Decembristas). Lo inte-graban los Raznochintsi, gente que provenía de distintos estratos so-ciales: los nobles empobrecidos o renegados; los hijos de los siervos que habían logrado su libertad por medio del pago; los universitarios; los cadetes de las escuelas militares, etc. Narodniky no era un mo-vimiento homogéneo, en su interior hubo expresiones tan radicales como las de Narodnaya Volia2, que contaba con células abiertamente terroristas3. Sin embargo, lo que unía a todos estos movimientos polí-

1 La famosa carta de Vera Zasulich a Carl Marx donde la autora refuta la premisa del socialismo científico contraponiendo las realidades del campo ruso con su organización comunal es una de las mejores descripciones del planteamiento de los Narodniky.

2 Narodnaya Volia se suele traducir como La Voluntad Popular; sin embargo, también podría ser entendida como La Libertad Popular.

3 A una de estas células pertenecía Alexander Ulianov, el hermano mayor de

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ticos, sociales, educativos, era la búsqueda de las respuestas a ¿Quién es el culpable? (1847) y ¿Qué hacer? (1863), las preguntas-título de las famosas obras de Herzen y Chernishevsky, respectivamente.

Dostoyevsky también estaba sumado a esa tarea. Y esa búsqueda, que refleja su pensamiento político en niveles más profundos, no se encuentra exactamente en la obra ensayística del autor, aunque allí se pueden encontrar sus opiniones sobre el quehacer político ruso del momento. Es en sus novelas donde plasma con mayor fuerza sus ideas esenciales y sus respuestas, pero sobre todo en la novela Demonios que, por la propia confesión del autor, fue pensada para:

expresar ciertas ideas, aunque se vaya a pique todo lo artístico. Las ideas que se han ido acumulando en mi cabeza y en mi co-razón reclaman salida. Aunque sólo resulte un panfleto, diré allí todo lo que tengo en el alma (Dostoyevsky, 2004: 186).

Y lo dice, entonces, a través de sus personajes, tan controversiales como la obra misma: Stavroguin, Shatov y Kirilov, pero sobre todo, a través de Verjovensky. Y lo dice, o muy sutilmente o con una car-ga emocional de una situación límite, con frases diseminadas por todo el libro, en los momentos más inesperados. De esta manera, Dostoyevsky se permite no solo comunicar sus ideas de forma más categórica y definitiva (Shestov, 1949: 28), sino debatirlas a modo de diálogos entre los personajes, involucrando a los lectores en ese debate a través de unas opiniones tan radicales que parecieran hasta absurdas. En consecuencia, el autor va creando obras de estructura dialéctica, es decir, siempre abiertas a la discusión. Un lector aten-to, acucioso y prevenido logra ensartar esas ideas para, al final, admirar un collar de pensamiento radicalmente distinto al de su época. Y en ello consiste la genialidad de la obra del escritor ruso, permite diálogos y debates sostenidos en el tiempo y que hoy tienen la misma vigencia que en los días en que fue escrita. Pero, ante todo, al parecer Dostoyevsky ofrece respuesta a las dos preguntas rusas esenciales de los últimos dos siglos, ¿quién es el culpable? y ¿qué hacer?:

Vladimir Lenin, ejecutado en 1887 por su participación en el atentado (falli-do) contra el zar Alejandro III.

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También esa gente tiene generosidad. Las ideas y el hombre (...), he ahí dos cosas que, según parece, son muy distintas. ¡Yo acaso sea muy culpable para con ellos! ¡Todos culpables, todos culpables! ¡Y... si de ello estuviéramos todos convencidos! (Dostoyevsky, 1984: 496).

Esta frase es pronunciada por Shatov, uno de los personajes centrales de Demonios, desesperado que busca ayuda en mitad de la noche; ayuda que encuentra –una partera para su mujer– en quienes, sabe de veras, lo matarán en unas pocas horas. Y lo van a matar supuestamen-te por no compartir sus ideas y representar una amenaza en potencia para el grupo, la tal llamada organización. Entonces, ¿de qué sería culpable Shatov? ¿De qué serían culpables todos? ¿Y cómo el conven-cimiento de la culpa podría cambiarlo todo? Pareciera que hay más preguntas que respuestas; sin embargo, tal vez, la respuesta subyace en el tema central de la obra Demonios: el nihilismo.

Llevamos más de 150 años hablando de este “inquietante huésped”, desde que el otro autor ruso, Ivan Turguenev, lo volvió tan “popular” a través de su personaje de Bazarov en Padres e hijos (1859). Desde aquel entonces sobre el nihilismo y sus interpretaciones se ha escrito tanto y por tantas voces autorizadas que sería un esfuerzo inútil re-señarlo en unas pocas líneas. Sin embargo, dos cosas sería necesario traer a colación y que, sin duda, subyacen en cualquier acercamiento que se haga al nihilismo. Primera: el nihilismo es la actitud que niega todo valor a la existencia o que hace girar la existencia alrededor de algo inexistente. Y segunda, en el nihilismo interactúan modos rela-cionales de negación.

Me valdré de dos personajes de dos novelas de Dostoyevsky: Lizaveta en Crimen y castigo (1982) y Verjovensky en los Demonios (1984), para ilustrar estos dos puntos.

Lizaveta es un personaje muy poco tratado en la crítica literaria y raros ensayos se han detenido a detallarlo. Lizaveta es la hermanastra de la vieja prestamista asesinada por Rodión Raskolnikov, el protago-nista tan singular de la novela Crimen y castigo.

Para hacer memoria: Raskolnikov mata a la prestamista (Aliona Ivanovna), “una viejuca enferma, maligna, ruin, absurda, estúpida,

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que no es buena para nadie sino mala para todos que ni sabe para qué vive”, para hacerse de su dinero, legado a un monasterio, con el cual “podrían iniciarse o mejorarse cien o mil obras buenas. (...) y decenas de familias salvadas de la miseria, de la desesperación, de la ruina, del vicio (...) Matarla, tomar su dinero y consagrarse luego con él al servicio de la humanidad y al bien general” (1982: 68). Porque su vida “no vale más que la vida de un piojo o de una cucaracha. Ni siquiera eso vale, pues la vieja es perniciosa. Carcome la vida de otra persona” (1982: 69). Y esta otra persona es Lizaveta, que lleva una miserable y esclavizada vida bajo la absoluta dominación de su hermanastra. El mismo Raskolnikov la describe de la siguiente manera: “era una solterona de treinta y cinco años, alta, patosa, tímida y pacífica, poco menos que idiota, esclavizada totalmente por su hermana, que la ha-cía trabajar día y noche en su provecho y de la que lo soportaba todo, hasta golpes. Temblaba ante ella” (1982: 64). Y más delante, de boca de un estudiante, nos enteramos de que “a cada toque de campana estuviera encinta”. Además, “la cara y los ojos tienen expresión de bondad, de gran bondad. Es tan calladita, tan sumisa, tan sufrida, tan obediente, tan obediente en todo” (1982: 68).

Esta criatura se convierte en testigo del crimen de Raskolnikov, cuando repentinamente aparece en el apartamento que comparte con la vieja usurera, y lo paga con su vida. Dostoyevsky nos describe la escena de esta manera:

Al verle presuroso, tembló con breve temblor, como hoja de árbol, y contrajo el rostro convulsivamente; levantó una mano, entre-abrió la boca, más no gritó, y empezó a apartarse de él lentamen-te (...) mirándole fijamente, pero sin gritar. Raskolnikov se lanzó contra ella blandiendo el hacha; a Lizaveta se le contrajeron los labios lastimeramente, como a los niños muy pequeños cuando empiezan a tener miedo de algo (...) tenía el miedo tan metido en el alma, estaba tan oprimida y era tan simple, que ni siquiera levantó los brazos para cubrirse la cara (...) No hizo más que le-vantar un poco la mano izquierda, sin llegar ni mucho menos a la altura de la cara y la extendió hacia él como si quisiera apartarle de allí. El golpe cayó directamente sobre el cráneo, de filo, y hen-dió de una vez toda la parte anterior de la frente, casi hasta el oc-cipucio. La víctima se desplomó muerta en el acto (1982: 83-84).

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Tan larga cita fue necesaria para demostrar que la muerte de Lizaveta no era un acto desesperado de Raskolnikov para defender su vida que peligraba en ese instante o un reflejo de pánico. De hecho, el hombre se toma el tiempo para lavarse las manos de sangre, lavar el hacha, limpiarse los zapatos y revisar toda su ropa, por si tenía manchas o salpicaduras de sangre. Lizaveta tampoco puso resistencia, ni siquie-ra gritó, asumió la actitud de una niña extremadamente asustada, que difícilmente en ese momento representaba alguna amenaza para Raskolnikov; sin embargo, la asesinó. Ciertamente, no se sabe cómo habría actuado Lizaveta después. Lo más probable sería que hubie-se delatado al hombre; lo hubiese señalado, pero tampoco podemos decirlo con certeza, dadas las condiciones un tanto especiales del estado mental de la mujer. Es decir, en cierto modo el asesinato de Lizaveta era una medida preventiva porque ella se convirtió en una amenaza en potencia.

A todas luces, Raskolnikov de alguna manera se identificaba con Li-zaveta o, por lo menos, se compadecía de ella, le tenía compasión, según todas las descripciones que nos ofrece el autor sobre el per-sonaje y su extrema sensibilidad hacia los más desdichados, opri-midos, explotados. Probablemente, Lizaveta sería una de los cientos o miles de personas a quienes supuestamente el dinero de la vieja usurera podría arreglar la vida. Su agudo sentido de justicia social, que revelan las páginas de la novela, seguramente ampararía también a Lizaveta, así como lo hizo con Sonia Marmeládova y su padre, o Dunia Raskolnikova, su propia hermana. En otras palabras, Lizaveta sería la razón y el objeto de sus inquietudes espirituales y reflexiones sobre el mundo que lo rodea. Entonces, ¿cómo pudo matarla? Y ¿qué representa realmente la muerte de Lizaveta? Raskolnikov justifica la muerte de la vieja prestamista a través de unos razonamientos basa-dos en dos pilares fundamentales: el “bien común” abordado desde la racionalidad y el cálculo, donde el fin justifica los medios; y el otro, “el derecho al crimen” a través de la reflexión filosófico-moral y la idea del “hombre extraordinario” que es capaz de elevarse sobre la moral mundana (1982: 270). Según su teoría:

las personas se dividen en “ordinarias” y “extraordinarias”. Las primeras, precisamente por su condición de personas ordinarias,

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han de ser obedientes y dóciles, y no tienen derecho a infringir las leyes. En cambio, los hombres extraordinarios tienen derecho a realizar cualquier crimen y a infringir leyes como les plazca, por el mero hecho de ser extraordinarios” (1982: 268).

El punto central de estas reflexiones es la existencia de una especie de casta de hombres, que nacen según alguna ley natural aún no descu-bierta en palabras de Raskolnikov, que no solo los habilita a trasgredir leyes, sino también a decidir sobre las vidas de esas criaturas ordina-rias, en aras de servir mejor al “bien común” o “la causa” o “el futuro luminoso”, es decir, a una abstracción, a una teoría, a una idea. Al final, todo se reduce a que algunas muertes, asesinatos, aniquilaciones son necesarias para “eliminar todos los obstáculos” que resisten o impiden mover el mundo hacia su mejor ordenamiento (1982: 269). Pero, ¿y la muerte de Lizaveta? ¿A qué ordenamiento correspondería?

En realidad, sin proponérselo, Lizaveta personificó la posible des-trucción del joven, solo su existencia significaba potencial amenaza para la existencia de Raskolnikov, no en el momento de su asesinato, sino a posteriori. ¿Fue por instinto de preservación? o, tal vez, ¿por la incapacidad de tolerar que un ser “ordinario” fuera la causa de la caída del hombre “extraordinario”, se aniquila a Lizaveta? Días después del suceso, Rodión Raskolnikov, en una conversación con otro personaje, con fervor defiende su tesis sobre el “derecho al cri-men”, incluyendo el asesinato, si tales acciones son perpetradas por los “hombres verdaderamente nuevos” (272; énfasis del autor), los “hombres extraordinarios con voz para pronunciar una nueva pala-bra (...) para facilitar de uno u otro modo el avance de la humanidad” (275; énfasis del autor). La cuestión es que en este puntual evento, la abstracción devino en personas concretas. Y si la vieja usurera podía ser considerada como el “obstáculo para el avance de la huma-nidad”, el asesinato de Lizaveta podría ser asumido como la “guerra preventiva”, tristemente célebre juego de palabras que se elevó a ca-tegoría geopolítica mundial de nuestros días. Sin embargo, la muerte de Lizaveta sobrepasa las dimensiones de la tragedia griega, porque es ella, junto con tantos otros personajes violentados, oprimidos, des-preciados y humillados de la novela, quien personifica y representa a las víctimas del orden social zarista, orden contra cual se rebela Ras-

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kolnikov. Lizaveta es la niña que pone fin a su vida en el lago después de la violación, es la adolecente que está a punto de ser ultrajada, es la familia Marmeladov ahogada en miseria y alcohol, es Dunia Ras-kolnikova obligada a aceptar las nupcias con un tirano, es Sonia Mar-meladova forzada a prostituirse para mantener de alguna manera a su familia. En otras palabras, el joven Raskolnikov, de supuesta estirpe extraordinaria que tiene voz para anunciar la palabra nueva, aniquila a quien estaba dirigida esta palabra y para quien anhelaba un “orden nuevo”. Lamentablemente, la ficción del escritor ruso es solo reflejo de lo que en distintas escalas ha vivido la humanidad en numerosas ocasiones: la destrucción de aquellos a quienes se vino a salvar.

La máxima de la ética kantiana de que todo ser racional debería ser siempre un fin en sí mismo y no un medio para otros fines, no tiene mucha acogida ni antes ni después de la sentencia de Kant. La histo-ria misma es narrada a través de los fines, donde el ser humano es el medio para alcanzarlos y donde la violencia extrema es vista como su “partera”, en palabras de Marx. Sin embargo, aun dentro de este contexto, se han dado situaciones donde el ser humano ni siquiera es tratado como medio; de hecho, su deshumanización, para la posterior aniquilación, es el objetivo.

Raskolnikov deshumanizó a Lizaveta. Ella ni siquiera alcanza el nivel de la vieja usurera, un ser humano vil, detestable, mezquino, cruel, pero un ser humano. Lizaveta se volvió una abstracción, un absoluto, un concepto, es decir, la nada, despojada de cualquier atributo, ni bueno ni malo, de una persona, se volvió no persona, solo una amena-za en potencia, una sospechosa de traición, un enemigo absoluto que había que eliminar a como diera lugar.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando la misma situación sucede entre gru-pos de personas y se hace a conciencia y de manera sistemática por razones sociales o políticas? La historia occidental moderna conoce por lo menos tres eventos grandes de esta naturaleza: la época de Terror de la Revolución Francesa, el estalinismo en la Rusia post-re-volucionaria y el nacional-socialismo en Alemania durante el Tercer Reich; donde fueron eliminados “los enemigos reales, verdaderos, concretos” (Schmitt, 1963: s.p.), sin embargo, aparecieron los otros,

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los conceptuales, los abstractos, los absolutos. Éstos comenzaron a formar parte de categorías políticas como “sospechosos”, “enemigos del pueblo”, “traidores”, “contrarrevolucionarios”, “razas inferiores”; los “ellos”. Es decir, todas aquellas personas concretas, mejor dicho, las no personas, deshumanizadas por la abstracción, catalogadas en una categoría teórica, que en potencia podrían volverse una amenaza para el orden recién establecido por su diferenciación.

Sin embargo, éste no es un fenómeno del pasado, ya superado por las sociedades contemporáneas. Los eventos serbio/bosnio-croata, la ac-tual situación entre el Estado de Israel y el mundo árabe, el conflicto ruso-checheno, las situaciones del medio oriente y los Estados Unidos, entre tantos otros, en mayor o menor grado, denotan una relación que sobrepasa una guerra convencional. Son guerras totales, desplegadas en todos los escenarios: económicos, políticos, morales; por medio ya no solo de las armas, sino por los medios de la propaganda, el desgaste sicológico y emocional, etc. (Schmitt, 1932: s.p.). El desarrollo de las tecnologías de información y comunicación ofrece cada vez mayores posibilidades y alcances para llevar esta parte de la guerra total a través de los medios electrónicos de las redes sociales, mass-media, televisión satelital, mensajes de la telefonía móvil. Además,

El peligro último, por lo tanto, no está ni siquiera en la existencia de los medios de exterminio y en una premeditada maldad del ser humano. Está en la inevitabilidad de una imposición moral. Las personas que utilizan esos medios contra otras personas se ven obligadas a exterminar también moralmente a esas otras per-sonas, vale decir: a las víctimas y a los objetivos que los medios exterminarán. Tienen que declarar que el bando contrario, en su totalidad, es criminal, inhumano y constituye un disvalor (sic) total. De otro modo se convertirían, ellos mismos, en criminales e inhumanos. La lógica del valor y del disvalor (sic) despliega todas sus exterminadoras consecuencias y obliga a producir siempre nuevas, siempre más profundas, discriminaciones, criminaliza-ciones y devaluaciones hasta el exterminio de cualquier vida que sea tan disvaliosa (sic) que no merezca vivir (Schmitt, 1963: s.p.).

Carl Schmitt nos ofrece las descripciones que tienen como escenario un enfrentamiento bélico, que desemboca en una guerra total; sin

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embargo, las mismas condiciones pueden tener lugar en situaciones de no-guerra como, por ejemplo, en dictaduras de cualquier natura-leza o situaciones post-revolucionarias; y no necesariamente deben llegar a la aniquilación física del otro, con la moral suele ser suficien-te. Incluso, el fenómeno puede palparse no sólo entre las naciones o Estados en situación de guerra, sino hacia adentro de una sociedad dividida, donde la fuerza de poder de una parcialidad pretende la ho-mogeneidad como condición necesaria para su hegemonía política y, en el fondo, su sobrevivencia.

Se trata de “un proceso escenificado por los modernos detentores del poder, orientado al aniquilamiento moral y físico del enemigo político” (Schmitt, 1932: s.p.). El autor de El concepto de lo polí-tico (1932), Carl Schmitt, refiere ese proceso a las guerras revolu-cionarias y señala a los revolucionarios profesionales, Lenin y Mao Tze-tung, como artífices de estos procesos. De hecho, el enemigo en estas circunstancias se convierte en el enemigo absoluto, como lo puntualiza en otra de sus obras, Teoría del partizan (1963), no uno convencional, circunstancial, sino uno a quien está negada la existencia misma, sobre quien los “hombres extraordinarios” poseen, en primera instancia, la superioridad moral. Según Schmitt, Lenin resultó ser el más aventajado de los marxistas porque logró señalar como enemigo a toda una clase, la clase burguesa, y le declaró la gue-rra total, eso es, una guerra sin reglas, sin normas, sin limitaciones, una guerra irregular que admitía cualquier medio disponible para la lucha (1963: s.p.). Curiosamente, Schmitt omite la experiencia de la Revolución Francesa, donde también una clase fue declarada como enemigo absoluto, la aristocracia francesa, y donde se desató lo que entró en la historia universal como el Terror rojo. También omite el autor que en Alemania en los años 30 un grupo racial fue elevado a la categoría de enemigo absoluto, los judíos, contra quienes se desplegó la guerra total, que estaba lejos de ser una revolucionaria. La noción de esta guerra no supone necesariamente enfrentamiento bélico, más bien son acciones de toda índole que de alguna u otra manera facili-tan la destrucción total del enemigo y esta destrucción comienza por el aniquilamiento moral del enemigo absoluto, aun si esto supone los actos fuera de cualquier marco ético o moral. Esta cuestión devela otra novela de Dostoyevsky, Demonios.

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En noviembre del 1869, a la palestra pública europea sale el caso de Serguei Nechaev, acusado junto con otras 6 personas, del asesinato del estudiante universitario Ivanov por la sospecha de presunta trai-ción a Narodnaya Rasprava (La Venganza Popular), sociedad secreta que se había fundado al comienzo del mismo año. Este suceso lo tomó Dostoyevsky como el nudo principal de la trama de Demonios. Sin embargo:

Me apresuro a declarar que no sé de Nechaev ni de Ivánov ni de todo ese sonado suceso, más que lo que publicaron los periódicos. Pero aun suponiendo que estuviese mejor informado, nunca se me hu-biera ocurrido hacer una simple glosa. Mi fantasía puede muy bien apartarse del hecho real, y mi Piotr Verjovenskiy no se parecerá en nada a Nechaev; más bien creo que mi espíritu, sobrecogido por el suceso, ha concebido, mediante la fuerza de la fantasía, una perso-na y un tipo adecuados a esa fechoría. No deja de ser provechoso pintar un tipo así; pero no fue sólo lo que a mí me sedujo. Creo que los ejemplares de esa lamentable variedad humana no son digno objeto del arte. Con gran sorpresa mía, ese personaje se me antoja medio grotesco porque, aunque aparezca en el primer plano de la acción, no es bien mirado, sino algo secundario dentro del radio de acción de otra personalidad que, efectivamente, debe considerarse como el verdadero protagonista de la obra (Dostoyevsky, 2004: 57).

Ciertamente, la descripción de Nechaev que nos ofrece Lurie en su libro Nechaev: el creador de la destrucción (2001) no guarda ningu-na semejanza con el personaje de Piotr Verjovensky dibujado en la novela. En la vida real Nechaev poseía una gran personalidad, que desplegaba un temperamento seductor; su carisma encantó por un tiempo casi a todo el exilio revolucionario ruso en Europa, inclu-yendo a personalidades de las dimensiones de Mijail Bakunin; su entusiasmo contagiaba aun a los más curtidos en las luchas políti-cas; bajo el magnetismo de su voluntad caían hasta sus carceleros del fuerte, donde finalmente fue confinado. En cambio Verjovensky es una especie de sombra gris, que no cuenta ni con un solo rasgo que pudiera ser considerado medianamente aceptable, es una especie de serpiente que lejos de encantar produce grima, es la negatividad, es la nada destructora vuelta hombre. A lo largo de la obra el personaje teje su red de telaraña por medio de manipulaciones, medias verdades,

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francas mentiras, una red de su “organización secreta”, con el Comité Central y sus quinqueviratos. Y esta telaraña es tan fina y extensa que Verjovensky puede “estar escuchando ahora con sus propias orejas o con las ajenas” porque tiene “muchos agentes, hasta de aquellos que ignoran que sirven a la sociedad” (Dostoyevsky, 1984: 207). Envuel-ve a las personas, les tiende trampas, los ata, los amarra y, finalmente, sella con el pacto de sangre su lealtad, o mejor dicho, la obediencia absoluta a su voluntad. Y quieren algunos librarse de esa telaraña, pero ya no pueden, entre otras cosas, porque fueron moralmente que-brados y Verjovensky lo sabe: “No, ninguno denunciará... La masa debe quedarse en masa y obedecer” (1984: 517).

Sólo Stavroguin, Shatov y Kirilov, los protagonistas de la novela, no sucumben ante las tentaciones extendidas, ni amenazas desplega-das, ni maquinaciones dilatadas, pero los tres pagan con su vida por oponerse a las aberraciones de Verjovensky. Cada uno tiene su razón particular y su manera particular para hacer frente al que se autopro-clama nihilista, y a su “pandilla sarnosa”.

Pero quiénes son exactamente los de la “pandilla sarnosa”, además de los que Dostoyevsky nombra con nombre y apellido. El mismo Verjovensky los enumera:

Los nuestros no son solamente los que degüellan y queman, los que hacen blancos clásicos o muerden. Oiga usted: yo los tengo contados a todos: el maestro que se burla con sus chicos de Dios y de su cuna, es ya nuestro. El abogado que defiende el asesinato de un individuo culto, alegando que el asesino tiene más cultura que sus víctimas, y para procurarse dinero no tenía más que matar, es ya nuestro. El colegial que mata a un campesino para expe-rimentar emoción, es nuestro. El jurado que absuelve de todos los crímenes, nuestro. El fiscal que teme mostrarse en el juicio poco liberal, nuestro, nuestro. Los administradores, los literatos ¡oh, nuestros!; terriblemente nuestros, y ellos mismos lo ignoran. Sabe usted una cosa: ¿a cuántos cogemos con sólo las ideítas ya preparadas? (1984: 357-358).

Y nos muestra y demuestra Verjovensky cómo “todo el mundo piensa con cerebro ajeno” (1984: 355), cómo la vergüenza en su propia opinión de gente “honrada” permite que sea pactada la muerte de Shatov por

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sospecha de una traición, cómo los convierte en “material que tam-bién sirve” y “no se le sublevarán ni le pedirán cuentas” (1984: 329). Y tendrá como apoyo a los individuos como дурачок4 Erkel, “fanático, juvenilmente adicto a la obra común”, que “nunca pueden comprender el servicio a una idea, sino mezclándola con la persona que, según su entendimiento, es la encarnación de esa idea” (1984: 488).

Aquí están los nihilistas de Dostoyevsky, la “pandilla sarnosa”, los demonios, los que desprecian la vida, para quienes el hombre es el material desechable para alcanzar sus ideas, los mediocres refugián-dose en un “nosotros”, los amantes de la uniformidad, los esclavos con sus amos, que también son esclavos, en búsqueda de un ídolo.

Varios escenarios se barajan en las páginas de la novela para llegar a una “sociedad de armonía”, pero existe uno oculto, que alberga una sola persona, Verjovensky, que se describe a sí mismo como un nihilis-ta que ama la belleza, un tunante, un pícaro, ningún socialista, según sus propias palabras, en búsqueda de un ídolo para poner en marcha su trituradora humana con el fin de “organizar la obediencia completa e impersonalidad absoluta” a través de su “pandilla sarnosa”.

¡Y empezará la revuelta! Se armará un jollín como toda-vía no ha visto el mundo... Se cubrirá de tinieblas Rusia, llorará la tierra por los antiguos dioses... Bueno nosotros pondremos en su lugar... ¿a quién?... ¡¡¡A usted [Stavro-guin], a usted!!! (1984: 359).

Éste es el trasfondo, éste es el objetivo, ésta es la meta: hacerse del poder para destronar a unos ídolos e instaurar otros. Aquí no hay ideología, no hay palabras nuevas, no hay nuevo ordenamiento, ni el bien común, ni una sociedad armónica. Lo que hay es idea del poder, que puede ser revestida de cualquier tinte político en procura de esconder su verdadera naturaleza. La mejor manera de lograrlo es determinando a un enemigo absoluto, es decir, una categoría abs-tracta en la cual podría encajar cualquier individuo que se resista a la solicitada homogeneidad y la sumisión de un “nosotros”. Ya no serían sólo los oligarcas franceses, ni los burgueses zaristas, ni los judíos

4 Una expresión despectiva que denota limitaciones de entendimiento.

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alemanes. Ya se operaría con “el sospechoso”, “el enemigo del pue-blo”, “las rasas inferiores” y todas aquellas variaciones que podrían ser suficientemente flexibles para abarcar a los “ellos”, todos aquellos que no son los “nosotros” o distintos a los “nosotros”.

Y Stavroguin se quita la vida por el miedo a sucumbir ante Verjovens-ky, su telaraña de sobornos, su entusiasmo y ceder ante la tentación de ser un ídolo. Kirilov, tragado por la idea, se vuela la tapa de los sesos, pero no cede ante la última aberración de Verjovensky de inculpar-se por la muerte de Shatov. Y Shatov, en una esperanza renacida, es convertido en objeto de cohesión criminal entre los que, por acción u omisión, consintieron su muerte. Esta muerte resultó ser la victoria suprema de Verjovensky, no porque había eliminado a un sospecho-so de traición. Ni siquiera por lograr la cohesión a base de sangre de su “organización secreta” por complicidad para cometer el asesinato. Verjovensky logró quebrar moralmente a cada persona integrante del grupo, incluso a aquellos que en el último momento decidieron no par-ticipar, pero nada hicieron para evitar la muerte de Shatov. Todos esta-ban conscientes de ello al abandonar la escena del crimen. Tampoco se les pasó por alto el enorme poder sobre ellos que adquirió Verjovensky y algunos intentarán poner tierra de por medio con la vaga esperanza de huir de su dominio, o mejor dicho, dominación.

No es menos interesante cómo Dostoyevsky nos presenta relaciones que establece Verjovensky con los distintos círculos sociales y deter-minados personajes de la novela. Si bien existen matices que estable-cen ciertas diferenciaciones de un grupo al otro, de un personaje al otro, lo que subyace a todas ellas es un absoluto y profundo desprecio hacia todos y cada uno. No se escapan ni los adeptos a su “causa”, a quienes tilda de “pandilla sarnosa”, ni sus propios camaradas de la “organización secreta”. Ni siquiera su ídolo Stavroguin, a quien había elegido como ídolo de todos, es inmune a las descargas de desprecio e insulto (1984: 360). Pero sobre todas las cosas, todas las relaciones que establece, que cultiva, que amarra son relaciones utilitaristas. Al-gunas para fortalecer la “causa”, otras para los chantajes a terceros, otras para inducir crímenes, otras para quebrar voluntades, etc. En cada una de ellas el ser humano es tan solo medio para alcanzar los objetivos. Y no es solo medio, sino medio sacrificable, como Kiri-

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lov, como Shatov, como María Timofeyevna, como Lizaveta Niko-layevna. Es decir, es la otra cara de la moneda de Raskolnikov y su “derecho al crimen”, pero ya no es para eliminar obstáculos para un “mejor ordenamiento” de la sociedad, sino para acelerar la llegada de tal “ordenamiento” y fortalecer la “causa”.

Lo que dibuja Dostoyevsky en el personaje de Verjovensky es un ser despreciable, un monstruo espiritual, un intrigante desbordado de maldad pragmática, fría y calculadora. Sin embargo, estas carac-terísticas son evidentes para el lector, que es capaz de ver la figura de Verjovensky en su totalidad a través de todas las relaciones que mantiene con los demás personajes. Pero, al parecer, solo unos cuan-tos de éstos intuyen qué podría estar detrás del hombre a quien le abren las puertas de sus almas y sus moradas todos los demás. ¿Sería un truco deliberado del autor de la novela para reforzar la idea de lo que posteriormente llamaría nechaevshina5 (Lurie, 2011) y que detrás de un hombre, a primera vista excepcional, puede esconderse algo inconfesable? Así, por ejemplo, veía Berdiaev al prototipo real de Verjovensky:

Nechaev fue un zelota y un fanático, pero de naturaleza heroica. Para realizar la revolución social predicaba el engaño, el robo, el pillaje y el terror despiadado. (...) Estaba poseído por una sola idea y en el nombre de esa idea exigía sacrificio de todo. Su Catecismo del revolucionario es un libro único en cuanto a su ascetismo. Es una especie de instrucción para la vida espiritual del revoluciona-rio y sus exigencias son más severas que las del ascetismo sirio. (...) Todo debe ser absorbido por un solo interés, una sola idea, una sola pasión: la revolución. Lo que sirve a la causa de la revolución es moral; éste es el único criterio del bien y el mal. El resto debe sacrificarse en su nombre (Berdiaev, 1992: 135).

Es importante detenerse sobre el texto que menciona Berdiev, el Ca-tecismo del revolucionario (1869) escrito por Nechaev unos meses antes del asesinato del estudiante Ivanov. Dostoyevsky menciona el Catecismo en Demonios y hace una apreciación sobre el mismo a través de un personaje representante del pensamiento radical repu-

5 Podría ser entendido como el movimiento que sigue o se rige por los princi-pios de Nechaev.

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blicano ruso. El hombre reconocía que en el fondo se trataba de sus ideas, pero al mismo tiempo exclama “Dios mío, cómo lo han defor-mado, estropeado y echado a perder todo!... ¿Quién podría reconocer aquí la idea inicial?” (1984: 259). Ciertamente, todo el exilio político ruso de la época, no solo marcó distancia con Nechaev, sino que han denunciado públicamente sus prácticas y el documento mismo. Las páginas de Demonios se suman a estas denuncias porque de manera ficcionada revelan las consecuencias últimas de los postulados del Catecismo del revolucionario. Los veintiséis puntos de este docu-mento están presentes en el texto de Dostoyevsky. Todos y cada uno son bajados de la abstracción teórica a la realidad y puestos en cosas concretas, personas concretas, situaciones concretas, consecuencias concretas. Al final, demuestra que no se trata de signos ideológicos, ni de adhesiones políticas, ni siquiera de revoluciones; se trata de los mecanismos que se accionan en procura del poder.

Llaman la atención poderosamente varias cuestiones en el texto de Nechaev y que son puestas de relieve en Demonios. Al igual que Ras-kolnikov, Nechaev-Verjovensky divide la sociedad en partes según determinadas categorías. Para el protagonista de Crimen y castigo esta designación se rige bajo la cualidad de los hombres, ordinarios y extraordinarios. Las designaciones de Nechaev-Verjovensky son mucho más perversas y cínicas, están en función de su utilidad o inutilidad, grados de provecho que se podrían obtener de cada grupo, además de “listas de condenados [a muerte], tomando en cuenta el daño potencial que pueden hacer a la revolución” (Nechaev, 1869, punto 15). Los mismos camaradas son considerados como “un capital condenado a ser invertido para el triunfo de la causa revolucionaria” y puesto a disposición de las jerarquías mayores para su máximo pro-vecho (1869, punto 10). Y a la hora de salvar a un revolucionario se pondrá en la balanza para “sopesar cuidadosamente la utilidad del camarada en problemas contra el costo del esfuerzo para salvarlo, y debe decidir qué tiene mayor peso” (1869, punto 11).

También es interesante cómo se traza el juego entre “el deber” y “el derecho” para con los individuos y la sociedad como tal. El deber au-toimpuesto frente a ellos de pronto se torna en el derecho sobre ellos. Así, el deber de asegurar un “nuevo ordenamiento” genera “el dere-

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cho al crimen” en Raskolnikov. Y el deber de barrer con las estructu-ras e instituciones sociales por injustas, funda el derecho de disponer de las vidas humanas como material manipulable y desechable en función de la destrucción de algo, o de la construcción de algo, o de pronto de su propia aniquilación, en Nechaev-Verjovensky.

De allí surge otra particularidad, el manejo de “daño potencial”, ame-naza en potencia, sospechas de posible traición, es decir, todas aque-llas categorías que pueden fundamentar o justificar una acción sin límite, en donde se ponen en juego vidas humanas solo a base de una eventualidad sin certeza.

Finalmente, este juego entrelazado entre el deber y el derecho funda-menta la superioridad moral de unos sobre los demás. En el caso de Raskolnikov es una elevación sobre el hombre ordinario y su moral mundana. Y en el caso de Nechaev-Verjovensky es la inducción a quiebre moral de la persona para comprometerla con “la causa” o exponerla como un “dis-valor absoluto”, en palabras de Schmitt, para su aniquilación.

Allí está lo sublime de la obra Demonios y la estética de su discur-so político: traducir una idea a la realidad sin tapujos, sin máscaras, sin ambigüedades, como un cuchillo por la carne viva, revelando la relación entre los medios y los fines, donde el hombre es tan solo el medio, el “material” para alcanzar los fines teóricos de una idea, es decir, una abstracción.

El fondo de discusión que pone sobre la mesa Dostoyevsky no son las ideologías en sí, sino sistemas de poder que tejen sus redes en función del poder mismo. Verjovensky, la máxima expresión de eso, no posee ideología alguna; o, mejor dicho, una sola; y es el poder en sí. Des-esperadamente busca un ídolo en la figura de Stavroguin, porque sin ese ídolo no es nada, según sus propias palabras. Pero los ídolos pue-den ser de índole distinta: los hombres, las ideologías, las ideas, las consignas. Nada vale en esos sistemas y todo se vale, no hay límites y el fin justifica los medios, aun si el medio son vidas humanas. Éste es el nihilismo que denuncia Dostoyevsky, nihilismo que ni tan me-tafísico es, porque es sumamente práctico, de practicar. No es mera negación de valores en general, es su negación en relación al hombre,

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su existencia y su humanidad, valor máximo, cuestión última y prin-cipal en el pensamiento de Dostoyevsky.

Pues bien, para concluir las distintas ideas que hasta ahora fueron expresadas voy a valerme de algunas ideas de Rancière expuestas en el capítulo “La política en tiempos del nihilismo” de El desacuerdo: política y filosofía (1996), un texto donde reflexiona sobre la supre-sión de la política en los estados consensuados y hace paralelismo entre estos y los estados de política de hegemonía ideológica con su atributo indispensable de “la voluntad colectiva planificada”.

Rancière, sin proponérselo, continua la idea de enemigo absoluto de Carl Schmitt, en la noción de la víctima absoluta a quien a través del daño absoluto se arrebató la humanidad. En Schmitt vimos dos maneras de deshumanizar al contrario, elevarlo a nivel de concepto o aniquilarlo moralmente, sea por el quiebre moral o sea por el dis-valor asignado. Rancière nos ofrece una tercera manera, donde “la víctima sin rodeos, figura última de quien está excluido del logos, muñido únicamente de la voz que expresa la queja monótona, la que-ja del sufrimiento desnudo, que la saturación ha hecho inaudible” (1996: 156). Se trata de la exclusión, invisibilización, expulsión del orden público de todo aquello que no se ajusta al logos, a la idea, al pensamiento dominante, es decir, a la hegemonía ideológica marcada por la reabsorción estatal de la política. El individuo suspendido es una persona a quien se le arrebata todo el derecho o de la palabra en una sociedad, o, según Rancière, de la voz, que se convierte solo en una expresión de dolor como en los animales. Allí está, el ser deshu-manizado de Jacques Rancière, revelando la inhumanidad del hombre como el rostro sombrío del supuesto “idilio”, de la “armonía”, de la “unión”, sean éstas impuestas a la fuerza o por consenso. Y nadie se escapa de esta deshumanización porque al final “ese hombre a quien pertenece lo único humano se reduce entonces a la par de su víctima, la figura patética de aquel a quien se niega esa humanidad, y el ver-dugo, la figura monstruosa de quien niega la humanidad (1996: 156).

Raskolnikov en su rol de hombre extraordinario es tan monstruoso como Nechaev-Verjovensky, no porque se eleva sobre la moral del hombre ordinario, sino porque lo deshumaniza, porque le arrebata su

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humanidad y en el acto, pierde la suya. Nechaev-Verjovensky es tan perverso como el hombre-dios despojado de todo atributo humano, no ama, no siente, no piensa y el otro está allí solo como “el capital” deshumanizado a su disposición. El mundo convertido en una masa impersonal y deshumanizada con una sola voluntad colectiva planifi-cada. Es el mundo de nihilismo político, donde la política ha muerto.

La política en cualquier interpretación que se le dé, como el interac-tuar entre los distintos en un espacio público de Hannah Arendt, una guerra con su respectiva distinción amigo/enemigo de Carl Schmitt, la inscripción de una parte de los sin partes de Jacques Rancière o, incluso, el consenso de Jünger Habermas, es sólo pensable y posible donde existe el otro. Pero para los sistemas basados en el nihilismo político la existencia del otro solo significa la amenaza de su propia destrucción. Es decir, un estado donde se niega todo valor a la exis-tencia del distinto y que hace girar la existencia del todo alrededor de algo inexistente, como la voluntad colectiva planificada, que es una abstracción ficcionada.

De allí trataré de hacer una primera aproximación a lo que es nihilis-mo político: un sistema de poder que es incapaz de absorber, tolerar o asumir al diferente, sin que esto implique su propia destrucción, optando por la negación simbólica del otro a través de su deshumani-zación, sea por abstracción, por su aniquilación moral o por su sus-pensión. Los ejemplos sobran en la historia de la humanidad, pero los tres ejemplos –el de la Revolución Francesa, el del estalinismo de la post-Revolución Rusa y el de la Alemania del Tercer Reich– serían de mayor percusión e impacto para el mundo moderno y las sociedades contemporáneas. Sin embargo, este sistema de poder no viene dado, se configura en el tiempo y espacio a través de ciertas acciones, actitudes y prácticas, algunas de las cuales se señalaron en este trabajo y otras que están por develarse. Pero sobre todas las cosas urge responder ¿cómo y por qué una sociedad en su gran mayoría no sólo acepta un sistema de poder de esta naturaleza, sino que se vuele colaboradora del mismo? y ¿qué mecanismos se disparan para poder configurar la supuesta “voluntad colectiva planificada”, que es el sus-tento político y moral del nihilismo político?

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También los venezolanos tenemos que responder a la pregunta si el país se encuentra en vísperas de una situación donde se anuncie la muerte de la política, donde el otro, el de la preferencia política dis-tinta, deja de ser un interlocutor válido, en el mejor de los casos, y en el peor, el símbolo del “dis-valor” político y moral.

Referencias

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