León Sin Prisa I

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Preámbulo y primer capítulo de "León Sin Prisa I"

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Al fondo, San Marcos, hoy Parador Nacional y cuya vista nos acompaña a lo largo del recorrido por dicha calle. Al final de la misma, Fran está a punto de ser atropellado por un autobús cuando salta hacia un lado para esquivar

el escupitajo que lanza al suelo, sin previo aviso, un hombre, justo un instante antes de cruzarse con nosotros.

Tras ambos sustos, el del escupitajo y el del autobús, Fran le manda, con toda la dulzura que puede, recuerdos para su familia. Pero el hombre nos deja con la duda

de si los acepta, pues ni siquiera se vuelve.Al llegar al parador, y sin detenernos a causa del calor

(que en el caso de Fran es doble) entramos a la cafetería y tomamos dos cortados.

– Buenos días.– Buenos días – contestan los tres al unísono.– ¿El monasterio?– Ahí, bien cerca – señalan con el bastón hacia el otrolado de la carretera.– ¿Ustedes conocen la historia? ¿Nos la podrían contar?– Nosotros... – se miran, dudan.– Hombre, la historia – dice por fin uno – Pues sabemos lo que todos. Que era un monasterio muy importante, y que en el cuarenta y tantos se llevaron lo que valía, y...– Y al pueblo ni un duro – le interrumpe otro.– Y esa es la historia – remata el tercero.– Pero la historia del monasterio, de los monjes... – insisto.– Eso el que lo sabe bien es el hijo de uno que vive fuera. Si estuviera aquí... Pero no está – dice el primero mirando a los otros.– Quiá, no está – confirma otro mientras los tres niegan con la cabeza.

La Casa, así, con mayúsculas, está siendo rehabilitada, como informa el enorme cartel junto a las obras.

Se hizo famosa porque su dueño, fallecido hace algunos años, encendía el fuego en el centro de la estancia y, al no haber chimenea, el humo de tanto tiempo había ido depositando

las partes sólidas en techo y paredes, que presentaban por ello un aspecto totalmente fuera de lo común.

Por no hablar del olor a humo. Yo había tenido oportunidad de conocer el lugar hace bastantes años, cuando vivía el dueño,

quien siempre estaba dispuesto a recibir a los visitantes y compartir con ellos su humo y tanto tiempo

de conversación como desearan.

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LEÓN sin prisa (I)

Una vuelta por el (viejo) reino la provincia

EPIGMENIO RODRíGUEZ

Ilustrado por Ilia Rodríguez

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© Epigmenio Rodríguez - 2010

Copyright de las ilustraciones: Ilia Rodríguez

Primera Edición: 2010

ISBN: 978-84-613-9223-0

Depósito Legal: LE-530-2010

Portada: E. Rodríguez y foto KIKE

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación, porcualquier medio o procedimiento, sin contar para ello con la autorizaciónprevia, expresa y por escrito del autor.

Impresión:Gráficas ALSEArcipreste de Hita, 3 - 24004 Leó[email protected]

Papel: Offset ahuesado 100 gTipografía: Caslon Pro 11,5

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Mi agradecimiento a Marina, a Pedro, a Ilia, a Julio y a Moncho (La Trastienda) por sus valiosas aportaciones y sugerencias.

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A mi familia.

A mis amigos.

Y a Fran, por supuesto.

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Viajar enseña tolerancia. (Benjamin Disraeli) Viajar sólo sirve para amar más nuestro rincón natal. (Noel Clarasó) Viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras. No es posible adquirir una visión amplia, sana y generosa de los hombres y de las cosas vegetando toda la vida en un pequeño rincón del mundo. (Mark Twain) ¿Existe algo, aparte de una deliciosa tarta de chocolate o de recibir inesperadamente un cheque por una elevada cantidad, comparable a encontrarse en una ciudad desconocida una buena tarde de primavera, deambulando por calles que no se conocen, deteniéndose de vez en cuando a curiosear en los escaparates, o a mirar una iglesia antigua aquí, o una plaza coqueta allá; dudando en cada esquina si ese restaurante maravilloso que uno va a recordar toda su vida estará en esta calle o en esa otra? Me encanta. Podría pasar el resto de mi vida llegando cada tarde a una ciudad nueva.

(Bill Bryson)

Viajar cansa, pero vale la pena.(Fran)

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Preámbulo

Cazurro:

1. Malicioso, reservado y de pocas palabras. 2. Tosco, basto, zafio. 3. Torpe, lento en comprender.

Los leoneses aceptamos con toda naturalidad que nos llamen

cazurros. ¿Cómo es posible? Incluso utilizamos el término habi-tualmente para referirnos a nosotros mismos. No me digan que no es sorprendente. En relación con la primera acepción, y con mucha gracia, un conocido escritor local define al leonés como “un paisano debajo de una boina achusmando detrás de una sebe”.

¿Somos así? Y si lo somos, ¿somos sólo así? ¿Hay alguna otra característica que nos defina?

Los forasteros que nos visitan, o que se establecen aquí, dicen que somos fríos, secos, adustos. Como el clima y como la tierra. Nosotros solemos argumentar que bueno, que quizá somos así al principio, que nos cuesta un poco darnos, pero que cuando lo hacemos, cuando le abrimos a alguien las puertas de nuestra casa y de nuestro corazón, ay amigo, eso es para siempre.

También dicen de nosotros que somos un poco arrogantes. In-cluso que tenemos algunos delirios de grandeza. Que parecemos prestar más atención al pasado glorioso que al presente de declive y decadencia y al futuro incierto. Que nos creemos el ombligo del mundo. Que no vemos más allá de nuestras narices, no ya fuera de León, si no fuera de nuestro pueblo o de nuestra comarca. Y que

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ello se debe, al menos en parte, a nuestra escasa afición a viajar, a conocer mundo.

Algunos añaden, además, que tenemos poca conciencia social. Que somos envidiosos, y que deseamos el fracaso del vecino, en lo que sea, en lugar de su éxito, que sería bueno para el conjunto. Que no somos emprendedores. Que esperamos que las cosas nos las den hechas. Que no somos responsables ni autocríticos, y que preferi-mos echar las culpas a los de fuera.

En definitiva, que somos más antiguos que modernos. ¿Hay algo de verdad en todo esto? De todos modos, ¿por qué

somos como somos? ¿Tiene algo que ver con el hecho de que esta tierra fue un reino antiguo e importante, incluso un imperio (y, muchos siglos antes, el lugar en el que se estableció una de las más gloriosas legiones romanas)? ¿Cómo influyó que el declive del reino coincidiera con el surgimiento y el ascenso de Castilla? En todo caso, si es así, ¿qué queda de aquel reino? ¿Tiene todo ello algo que ver con el ser cazurro? ¿Es verdad que el leonés, cerrado y frío al principio, cuando se abre lo hace de forma sincera y para siempre? En una palabra, ¿cómo somos? ¿Y cómo seremos? Éstas y otras preguntas similares me animaron a dar una vuelta por el viejo reino; para ser más precisos por la parte del mismo que es hoy la provincia de León.

¿Que si encontré respuestas? Ya se lo digo desde ahora: no. Pero me lo pasé bien. Y aprendí mucho.

Cuando planeé el viaje, dudé si hacerlo solo o acompañado.

Como leonés, me consideraba en buena situación para adoptar el punto de vista del nativo, incluso de forma bastante completa habiendo sido un niño de pueblo y un joven y adulto de ciudad. Como emigrante durante dieciséis años, parte en España y parte en el extranjero, pensaba que podía adoptar también el punto de vista del observador externo. Pero sentía que fallaba algo. Inevitable-mente, este segundo punto de vista habría de estar contaminado, especialmente por los elementos que uno incorpora y asimila du-rante la infancia, que son los que prenden con más fuerza.

Así que decidí que lo haría acompañado. Enseguida surgió la siguiente pregunta: ¿por quién? Había de ser un observador total-mente externo, alguien que no hubiera estado nunca en León. Tras muchas horas de búsqueda en viejas agendas, intentos fallidos,

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sorpresas por la llamada, saludos forzados, alegrías (unas sinceras y otras fingidas) por el reencuentro telefónico, disculpas corteses, preguntas formales por la familia, y buenos deseos de todo el mun-do, di con Fran. Habíamos trabajado juntos algunos años, hacía más de veinte. Soltero aún, según me dijo, le recordaba buen com-pañero, culto, curioso, alegre, desinhibido. Amante de los viajes, pese a lo cual no había estado nunca en León, respondió con entu-siasmo sin dudarlo un momento, y eso que hacía tantos años que no nos veíamos ni sabíamos nada el uno del otro.

Era perfecto. O eso pensé yo entonces.

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Fran llega en tren a última hora de la tarde. Le reconozco ense-guida, nada más apearse, a pesar de los más de veinte años que han pasado y los más de veinte kilos que ha puesto. A mí siempre me conoció con barba, por lo que no estoy seguro de que me haya re-conocido (pese a lo que diga después) pues sólo reacciona cuando levanto la mano, y eso que me ha visto antes y desde bien cerca.

Cenamos en casa. Como no podía ser de otra manera, durante la cena y la sobremesa nos dedicamos a poner en común nuestras vidas en los más de veinte años que hacía que no nos veíamos ni sabíamos nada el uno del otro. Me comenta que ahora, desde hace diez años, es profesor en la Universidad, y que no tiene contacto con ninguno de los compañeros de los viejos tiempos.

– Hasta hace unos años solía ver a Enrique, que vivía en el mis-mo barrio, pero desde que se mudó no he vuelto a saber nada de él – me dice.

– La verdad es que es una pena haber perdido el contacto – le digo – Éramos una cuadrilla estupenda. Y pasamos muy buenos ra-tos juntos.

– Sí, pero es inevitable. La vida nos lleva a cada uno por un camino.

– Hombre, yo creo que haciendo un esfuerzo podríamos reen-contrarnos. Seguro que valdría la pena.

– Es difícil. La gente tiene su rutina y les cuesta mucho salir de ella.

– Bueno, nunca sabes. Mira ahora tú y yo.

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– Ya. Me alegró mucho tu llamada y tu propuesta. No lo dudé ni un momento, ya viste. Y estoy ilusionadísimo. ¿Cuál es el plan para mañana?

No se podía decir que viniera corto de ganas precisamente. – ¿Qué te parece arrancar con una visita al museo provincial? –

le digo – He pensado que podíamos empezar haciendo un poco de historia.

– Me encanta la historia. Lo dicho, eso eran ganas. El museo está situado en el centro de la ciudad, en el edificio

conocido como Pallarés, pues ese era el nombre del establecimiento comercial que hubo en el mismo hasta hace veintitantos años. La primera planta contiene la Prehistoria y la Edad Antigua. La se-gunda, la Edad Media, la Moderna y la Contemporánea. En la última se expone una visión superficial del desarrollo de la ciudad de León. En el sótano está la exposición de lápidas y monedas.

Le sugiero empezar por la Edad Media. A principios del siglo X, el rey astur Alfonso III el Magno

había conseguido extender la frontera hasta más allá del río Duero. La capital del reino, Oviedo, alejada de dicha frontera y separada de la misma por la cordillera Cantábrica, presentaba importantes limi-taciones como centro administrativo y militar de la Reconquista. Por ese motivo, León, mucho mejor situada, había ido adquiriendo una creciente importancia estratégica desde su reconquista, por Or- doño I, en el año 856.

Los éxitos de Alfonso en la lucha contra los árabes se vieron, sin embargo, ensombrecidos por la rebelión de sus hijos mayores, García, Ordoño y Fruela, instigados por el suegro del primero (y conde de Castilla) Nuño Fernández. Ríete tú de las luchas genera- cionales y los problemas de familia.

Agotada su paciencia, y para evitar una guerra civil, el rey aban-donó la corte en el año 910 y se retiró a Zamora. El reino fue di-vidido entonces entre los tres hijos. León (incluyendo Castilla y Álava) para García I, Galicia para Ordoño II y Asturias para Fruela II. La capital del primero de los reinos se estableció en la ciudad de León. La posición predominante de García sobre sus hermanos, que conllevaba la subordinación de los otros dos reinos, hizo que dicha ciudad se convirtiera de hecho en la capital de todos. En el

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año 914 murió García y le sucedió Ordoño, quien unificó Galicia y León. En el 924, a la muerte de Ordoño, Fruela fue nombrado su-cesor y unificó los tres territorios bajo la corona de León.

El reino y la ciudad de León iniciaron así una época de esplen-dor que duraría hasta el final de la Edad Media.

– ¿Por qué has querido empezar por la Edad Media? – me pre-

gunta Fran – ¿Por qué no seguir un orden cronológico? – No hay una razón especial. Quizá por empezar con el origen

del reino. Podemos dar ahora un salto atrás, si quieres, centrándo-nos en el de la ciudad.

Ciertamente, por lo que respecta a la ciudad, todo había empe-zado mucho antes.

En el año 74 d. C. los romanos establecieron en el lugar la

Legio VII Gemina. Pese a que recientes descubrimientos arqueoló- gicos hacen pensar a los historiadores que hubo otra, la Legio VI Victrix, que se estableció en el mismo lugar con anterioridad, entre los años 10 y 15 a. C., es a aquélla, mucho más conocida, a la que se le ha venido atribuyendo el origen de la ciudad.

Por extraño que resulte, parece existir acuerdo entre los exper-tos en que la elección del lugar, entre los ríos Torío y Bernesga y cerca de la confluencia de ambos, se debió tanto a su posición estra-tégica en el noroeste de la península como a la importancia de las explotaciones auríferas de la zona. También existe bastante acuerdo en que esas mismas razones explicarían su pervivencia en el tiempo.

De forma rectangular, el campamento, amurallado en su totali-dad, ocupaba una extensión aproximada de veinte hectáreas. Su es-tructura era la típica de los asentamientos romanos. Existían dos ejes principales; el más largo, con algo menos de seiscientos metros, estaba orientado de norte a sur, entre lo que después serían Puerta Castillo y Puerta del Rey; el segundo, de unos trescientos cincuenta metros, lo estaba de este a oeste, entre lo que sería Puerta Obispo, junto a la catedral, y el actual comienzo de la Calle Ancha.

En el exterior del recinto amurallado fueron emergiendo algu-nos asentamientos de población, cuya vida dependía de las necesi-dades económicas del campamento. Con el tiempo, lentamente, se iría dando una cierta integración de ambas comunidades, especial-mente a partir del siglo III, cuando se permitió a los legionarios

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casarse y residir fuera de las murallas. Parece que ese hecho cons-tituyó un elemento clave en la formación del embrión urbano de la futura ciudad. Poco a poco se fue dando una transformación del ca-rácter predominantemente militar al civil, de forma que, a la desa-parición del imperio, la ciudad pudo pervivir (si bien con escasa vi-talidad y como núcleo más bien rural) hasta que los musulmanes la conquistaron en el año 712, poco antes de que surgiera en Asturias el primer foco de resistencia a los invasores.

Tras reconquistarla, en el siglo IX, Ordoño I reconstruyó las murallas. Se inició entonces el periodo de importancia creciente de la ciudad en la lucha contra los árabes que la terminaría convir-tiendo en la capital del reino.

Durante los siglos siguientes, hasta el final de la Edad Media, León conoció un notable dinamismo. El creciente poder de la Igle-sia hizo posible la construcción de los grandes edificios religiosos del románico (San Isidoro) y el gótico (la catedral). Más tarde, so-bre todo a partir del siglo XII, los artesanos comenzaron a ins-talarse al sur de las murallas. Su actividad, cada vez más especia-lizada y productiva, junto con los mercados que se celebraban en los alrededores (y ambos reforzados por el impulso del Camino de Santiago) dio pie a una primera urbanización de la ciudad. Se cons-truyó la nueva muralla, que bordeaba los barrios de los artesanos (y que pervive en la actualidad) y aparecieron algunos suburbios, como Renueva, San Lorenzo, San Pedro de los Huertos o Santa Ana.

Ese dinamismo se mantendría hasta el siglo XV. Poco antes de la hora del cierre para la comida, terminamos la

visita. Al salir, le cuento a Fran que en León es obligado tomar los vinos antes de comer, así que entramos en un bar, muy cerca del museo. Hay bastante bullicio, con la mayoría de la gente de pie en la barra, que es alargada. Fran quiere probar algún vino de la tierra, así que pido dos rosados de los Oteros. Estoy a punto de explicarle que en León siempre te sirven una tapa con la consumición, y que es gratis. Es algo tan establecido e importante que, con frecuencia, la gente decide a qué bar entrar por la tapa que ponen.

Pero no puedo. En ese momento me doy cuenta de que no me presta atención. Está absorto mirando al suelo.

– ¿Y eso? – dice señalando con la cabeza sin mirarme.

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Entonces me doy cuenta. El suelo está lleno de desperdicios. Hay de todo; huesos de aceituna, cáscaras de mejillón, huesos de pollo, servilletas de papel, trozos de pan, palillos. Un verdadero cuadro. Pero no tengo respuesta. Sólo acierto a hacer un gesto de resignación que Fran ni siquiera ve. Enseguida tengo la oportu-nidad de recordar cuán desinhibido es y lo poco que puede llegar a valorar el lenguaje diplomático.

– Perdone, ¿por qué tiran las cosas al suelo? – pregunta diri-giéndose al camarero, en realidad el dueño del bar, que nos sirve en ese momento los vinos.

El dueño ni se inmuta. – Luego lo barremos. ¿Qué queréis de tapa? – Menudo peso me quita de encima – dice Fran irónico – ¿Y

por qué nos trata de tú? Ahora el dueño, algo afectado por la pregunta, sí levanta la vista

hacia Fran. – Aquí es habitual – respondo yo al tiempo que el dueño asien-

te, primero mirándome a mí, agradecido por el capote, y después a Fran de nuevo.

Mientras tomo el primer sorbo, Fran, quien no parece darse cuenta de que tiene la copa en la mano, vuelve a fijar la mirada en el suelo.

– Y pensar que nosotros usamos papeleras, cubos y cosas de ésas – dice, mitad para mí, mitad para sí mismo, mirando ahora a algunos clientes que tiran las cosas al suelo con toda naturalidad.

– No me habéis dicho qué queréis de tapa – la voz del dueño parece sacar a Fran de su ensimismamiento – Tengo aceitunas, me-jillones, alas de pollo, oreja y pimientos rellenos.

Tras los vinos, comemos en un restaurante cercano, justo detrás del museo. Fran parece haberse olvidado del suelo del bar y disfruta de la comida, unas alubias con costilla de primero y cordero asado de segundo. Ha querido comer algo típico, aunque a mí me resulta un poco fuerte para un día de tanto calor y he preferido una ensala-da y pescado. Pero las alabanzas a la comida le llevan el tiempo justo. Enseguida retoma el tema del viaje.

– Volviendo a la historia de León, te diré que he leído bastante desde que me propusiste hacer el viaje.

– Entonces ya conocerás todo esto que he contado.

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– Bueno, lo principal sí, pero no los detalles, algunos de los cuales me parecen muy interesantes. Lo que me llama la atención es el hecho de que, tras el esplendor de la Edad Media, la ciudad entró en decadencia y, sobre todo, que no se recuperó nunca.

– Sí, es llamativo. Y tiene explicación, claro, aunque ésta no sea la misma para todos. Unos, los más, tienden a achacarlo a causas externas, empezando por la emergencia y el ascenso de Castilla, mientras que otros, yo creo que los menos, prefieren mirar hacia adentro, con una visión más autocrítica.

Lo que es indiscutible es que León no vivió el proceso de in-dustrialización ni, en consecuencia, de urbanización en el sentido más amplio del término. De manera que entre los siglos XVI y XIX la ciudad apenas cambió. La población en 1800 era prácticamente la misma que en 1550. Y también lo era la estructura urbana, donde el único proyecto importante fue la construcción, en el siglo XVII, de la Plaza Mayor y, en ella, la casa Consistorial, justo al sur de la muralla romana. Por lo demás, sólo es destacable la aparición de al-gunos edificios nuevos, como el palacio de los Guzmanes o el con-vento de San Marcos.

Los cambios del siglo XIX, como el ascenso de la burguesía, que tuvieron un impacto tan grande en otros lugares, especialmente en aquéllos donde se estableció algún tipo de industria, fueron me-nores aquí. Pero existieron, y sus efectos se plasmaron, con algún retraso, a finales del siglo y a principios del XX. Desde el punto de vista urbanístico, la llegada del ferrocarril, coincidiendo con el cam-bio de siglo, determinaría, como en tantos otros sitios, el desarrollo de la ciudad.

Aquí se suele comer tarde. No es raro terminar de tomar los

vinos después de las tres y comer a partir de esa hora. Además, la sobremesa tiende a ser larga, a no ser que haya siesta. Y larga es la nuestra, enfrascados como estamos en el repaso a la historia de León. Tanto, que nos olvidamos del reloj hasta que el camarero (quien, prudente, no nos ha dicho nada) termina de recoger las me-sas y comienza a prepararlas para la cena. Cuando salimos a la calle son más de las cinco y media.

El sol aprieta de lo lindo. La plaza de Regla, donde se encuen-tra la catedral, está casi vacía, al igual que las terrazas cercanas y la

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calle Ancha, que desemboca en la plaza viniendo desde la de Santo Domingo, donde está el museo. Pero los que no pueden librarse del calor son un grupo de operarios que están desmontando una estatua de las muchas existentes en el exterior de la catedral.

– He leído en la prensa que se las llevan para restaurarlas – le digo a Fran.

– ¿Es necesario? ¿No pueden restaurarlas aquí mismo? – Se ve que no. Y no sólo eso. Parece que están considerando la

posibilidad de no volver a colocarlas. Las mantendrían en un museo y las sustituirían por reproducciones.

Apurados por el calor, cruzamos la plaza sin detenernos. Mien-tras lo hacemos, Fran mira con asombro al edificio, justo el tiempo que tardamos en llegar a la puerta. La entrada es gratis, lo que le sorprende mucho aunque no dice nada. El interior está fresco, muy agradable, y hay bastante gente. Muchos son turistas, con sus ma-pas en la mano y sus cámaras fotográficas, pero hay bastantes nati-vos; incluso varias parejas con niños pequeños, en algún caso bebés. Probablemente han entrado buscando aliviarse del calor.

Nada más entrar, Fran se queda extasiado, mirando boquiabier-to al rosetón de la fachada occidental, cuyas vidrieras alcanzan todo su esplendor a esta hora de la tarde en que el sol le da de lleno. No le interrumpo en ningún momento a lo largo de la visita. Única-mente le hablo para explicarle el proceso de restauración de las vi-drieras cuando me pregunta por las dos plataformas situadas a me-dia altura y por los martillazos que se oyen de vez en cuando.

Cuando salimos, una hora después, ya no hace tanto calor; in-cluso se ha levantado una leve brisa que hace la tarde bastante más llevadera. Todo está más animado, algunas personas paseando y otras empezando a ocupar las terrazas de los bares. Los bancos si-tuados en el medio de la plaza, ya en sombra, están llenos de gente mirando a la fachada oeste, la del rosetón, en la que aún sigue dan-do el sol.

Habíamos quedado con un amigo mío, Luis, gran conocedor de la ciudad, para que nos acompañara aprovechando que está de vaca-ciones. Puntual como un clavo, normal en él, nos está esperando en la plaza. Tras las presentaciones, nos propone dar una vuelta alre-dedor de la catedral. A Fran le llama la atención lo despejada que está, que se pueda caminar alrededor, recorrer todo el perímetro sin

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nada que lo impida. Incluso, en bastantes puntos, alejarse lo sufi-ciente como para tener una vista de todo el edificio sin obstáculos.

Frente a la fachada sur, un nivel por debajo de la calle, se en-cuentra la cripta con los restos de las termas romanas, que estaban situadas bajo la catedral, así como de la puerta oriental del campa-mento.

– ¿Por qué están cerradas? ¿No se pueden visitar? – pregunta Fran.

– No lo sé – dice Luis mirando para mí, que tampoco lo sé – Están cerradas prácticamente todo el tiempo. Hace un par de años estuvieron abiertas, yo las visité.

– Yo también – digo. – Habrá alguna razón... – Alguna habrá, suponemos – zanja el asunto Luis. Siguiendo en dirección contraria a las agujas del reloj, bordea-

mos el ábside y nos adentramos en la calle de los Cubos, que corre junto al tramo oriental de la muralla, a cuyos cubos debe su nom-bre. La muralla está, en su mayoría, invadida por edificios que ocu-pan el espacio entre los cubos. Incluso puede verse cómo alguno de éstos ha sido adaptado o transformado en espacio habitable.

– ¿Y esto? – Fran parece no dar crédito a lo que ve. – Ya veis – dice Luis. – ¿A quién pertenece? – A un convento de monjas. – O sea, que se han adueñado de la muralla. – Bueno, no de toda. – Menos mal. Menudo peso me quitas de encima – replica iró-

nico Fran – ¿Y no se puede acceder a ellas? – Ten un poco de paciencia – le digo yo. En la última parte de este tramo se conservan, y han sido res-

taurados, algunos cubos. A partir de la esquina, en el tramo norte y hasta el llamado arco de la cárcel, directamente han desaparecido; fueron derribados para dejar paso a los coches.

Volvemos sobre nuestros pasos. Al final del claustro de la cate-dral, una puerta abierta en la muralla y unas escaleras nos permiten entrar en el recinto amurallado. Al hacerlo, vemos que se trata de un lugar de paso por el que transita bastante gente. Nada más en-trar, a la derecha, nos encontramos frente a la fachada principal del edificio situado entre la catedral y el convento de las monjas. Se

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trata del hospital conocido como “La Regla”, que pertenece al Obis-pado. La fachada es imponente y enseguida captura la atención de Fran.

– La historia de esta fachada es interesante – nos dice Luis – Pero antes dejadme que os hable un poco de alguien.

El Obispo Almarcha ha sido, con toda probabilidad, la persona que más ha influido, individualmente, en esta ciudad durante el si-glo XX. Natural de Orihuela, unió a su condición de clérigo la de político. Fue obispo de León durante veintiséis años, hasta 1970. Además, fue procurador en Cortes durante cerca de treinta años, primero en representación de los sindicatos y después por desig-nación directa de Franco. Fue también miembro del Consejo del Reino, y el número de otros cargos, nombramientos y distinciones haría la lista casi interminable.

El palacio de los marqueses de Prado estaba en Renedo de Val-detuéjar, a unos ochenta kilómetros de León. Muy dados, por lo que se ve, a la ostentación y el lujo, los marqueses habían construi-do el que era, probablemente, el palacio más suntuoso de la provin-cia. Con el paso del tiempo, la decadencia del edificio fue paralela a la del señorío, de manera que, tras pasar la propiedad por varias manos, llegó a mediados del siglo XX en estado de abandono y se-miruinoso.

En ese momento entró en acción, por primera vez, el obispo Almarcha. Sugirió al mecenas Pablo Díez, emigrante natural de la comarca del Condado y enriquecido en México, que adquiriera las piedras para utilizarlas en la construcción de la nueva basílica de la Virgen del Camino, al oeste de la ciudad, que don Pablo iba a fi-nanciar, dada su devoción a dicha virgen.

Según el criterio del arquitecto, la fachada era incompatible con el proyecto en su conjunto, de manera que la idea fue abandonada. La Diputación Provincial adquirió las piedras para ser utilizadas en la construcción del Conservatorio de música. También en este caso terminarían siendo desechadas, al no resultar ganador del corres-pondiente concurso el proyecto que las incluía.

Con un gran olfato para los negocios, el obispo, entonces, com-pró las piedras por un precio muy bajo, casi simbólico, aunque en aquel momento no existía ningún proyecto concreto al que desti-narlas. Años más tarde, y financiado básicamente con los fondos

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obtenidos por la cesión de San Marcos al Ministerio de Turismo (que quería convertirlo en Parador nacional) monseñor Almarcha pudo realizar uno de sus sueños: la construcción de la “Obra Hos-pitalaria Nuestra Señora de Regla”, que así se llama el edificio frente al que nos encontramos. El hospital habría de reservar un espacio para ser destinado a albergue del clero.

El obispo había encontrado al fin un lugar para sus piedras.

– Tengo una curiosidad – dice Fran – ¿Qué ocurrió con el res-to del palacio?

– Todo a su tiempo, paciencia – le digo yo. – Reconozco que soy un poco impaciente, sí. – Hablando de paciencia, hace un rato también te la habíamos

pedido, ¿te acuerdas? – le dice Luis. – Sí, cuando os pregunté por la posibilidad de acceder a la mu-

ralla. – Todo llega. Vamos. Entramos en el hospital, Luis en cabeza y nosotros siguiéndole.

En el vestíbulo, giramos a la derecha y subimos a la segunda planta. Caminamos por el pasillo hasta una puerta que da a una pequeña sala de estar. Enfrente de la entrada hay otra puerta que Luis atra-viesa sin dudar. Nosotros le seguimos. Estamos encima de la mura-lla. Así de sencillo.

La muralla es transitable a todo lo largo del edificio, desde el final del claustro de la catedral, donde comienza, hasta el convento de las monjas, donde un cierre impide el paso. La recorremos en silencio, Fran mirando todo con detenimiento. Después nos senta-mos en el murete de uno de los cubos, cara a las torres de la cate-dral, de las que sólo vemos la parte superior.

– Hay cosas que no comprendo – Fran rompe el silencio tras un buen rato – Tú dices que los leoneses piensan que lo suyo es lo mejor – me dice a mí.

– Bueno, quizá también ocurra en otras partes, pero esto es lo que yo conozco más. Y en ningún sitio de los que he vivido me he encontrado lo mismo, al menos en el mismo grado. ¿Qué es lo que no comprendes?

– Si es así – después, con énfasis, señalando con un gesto la muralla – ¿Cómo se consienten estas cosas?

Luis y yo nos miramos. Ninguno de los dos tenemos respuesta.

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De nuevo en la calle, y tras bordear el claustro de la catedral, nos detenemos frente a la fachada norte, donde se puede apreciar el resultado de los trabajos de restauración de las vidrieras que le ex-pliqué a Fran en el interior. Como nos hace notar Luis, las que han sido restauradas están ahora protegidas por un cristal transparente, y éste, a su vez, lo está por una malla.

Cuando volvemos a la plaza de Regla, señalo a Fran el edificio que tenemos frente a nosotros, en cuya fachada hay una placa con una leyenda.

EN ESTA SU CASA SOLARIEGA A DON FRANCISCO FERNÁNDEZ BLANCO DE SIERRA Y PAMBLEY PRÓDIGO SEMBRADOR DE ESCUELAS LA TIERRA DE LEÓN AGRADECIDA El edificio pertenece a la fundación “Sierra Pambley”, una insti-

tución dedicada a la educación y la cultura. – Yo trabajé para la fundación durante un curso, en mi primer

retorno a León, hace veintitantos años – les digo – Se trata de una institución muy interesante; sabremos más de ella cuando vayamos a Laciana, la comarca de la que era originario el fundador.

La temperatura ha continuado bajando y ahora es muy agrada-ble, casi perfecta para estar en la calle, de manera que el ambiente en la plaza es extraordinario. Está llena de gente, sobre todo turis-tas, con sus mapas en la mano y su vestimenta informal, muchos tomando fotos. De la calle Ancha desemboca una riada de gente, mezcla de turistas y de nativos paseando. Éstos, en su mayoría pa-rejas mayores, visten más arreglados, especialmente ellas, y pasean cogidos del bracete. Las terrazas están repletas, pero tenemos suer-te; una mesa se queda libre y podemos sentarnos, Fran mirando a la catedral.

Pedimos tres cervezas. – ¿Y esos andamios? – nos pregunta Fran al ver que buena parte

de la fachada sur está cubierta por ellos. – Obras de restauración – dice Luis. – ¿De las vidrieras? – No sólo, también de la piedra. Como podéis ver, se encuen-

tra muy deteriorada en algunas zonas. La piedra original, llamada

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de Boñar por su lugar de procedencia, a unos cincuenta kilómetros al norte, se ha demostrado frágil, poco resistente al paso del tiempo. Además, en el último siglo, el daño se ha agravado a causa de la contaminación.

– ¿Qué contaminación? No hay industria, ni tráfico – se sor-prende Fran.

– Bueno, ahora todo esto está peatonalizado como ves, pero hasta hace poco el tráfico circulaba por aquí sin restricciones. La calle Ancha era una de las arterias principales de la ciudad, y la calle de los Cubos, entonces llamada carretera de los Cubos, era ni más ni menos que la carretera de Asturias.

– ¿También para camiones? – También. De manera que a la contaminación se unía el daño

producido por las vibraciones. – Pobrecita. Parece milagroso que se mantenga en pie. Ya me

imagino lo que la gente lucharía por la peatonalización – dice Fran. – Bueno, no sé cómo decirte... – dice Luis mirándome a mí,

que me adhiero con una media sonrisa – Más bien no. En realidad, hubo muchas resistencias.

– ¿De quién? ¿Y por qué motivo? – El uso del coche. A muchos residentes de los barrios próxi-

mos les parecía un enorme perjuicio y un retroceso no poder llegar al centro de la ciudad en coche por aquí, la vía más recta.

– Pero la distancia... – Diez o quince minutos caminando; veinte como mucho – le

interrumpe Luis – Pero no sólo los residentes se oponían. Los hosteleros del barrio Húmedo, situado a nuestras espaldas y que ocupa buena parte de la ciudad medieval, temían quedarse sin clientes si éstos no podían venir en coche.

– ¿Y ahora? – Fíjate en esta calle – intervengo yo, señalando la calle Ancha

– Tomada por los peatones, es ahora uno de los espacios urbanos más disfrutado por todos. Igual que el Húmedo, al que, siendo ya un barrio muy dinámico, la peatonalización ha permitido dar un impulso extraordinario, como tendrás oportunidad de ver – le digo mientras Luis asiente.

– ¿Y qué dicen los que se oponían? – Comprobarás, también en otros casos, que aquí es normal

aceptar el progreso sólo cuando se ven con los ojos los resultados

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del mismo – dice Luis – Somos muy poco visionarios. De manera que ahora, a la vista de lo que hay, están encantados. Y no sólo eso. Muchos sostienen, sin rubor, que ellos fueron los verdaderos pro-motores del cambio.

– La memoria es frágil – dice Fran con una media sonrisa. Llegan las cervezas. Estamos secos, así que casi las bebemos de

un trago. Fran se queda en silencio mirando a los transeúntes. No por mucho tiempo, pues enseguida vuelve su atención a la catedral.

– ¿Y quien paga la restauración? – Las instituciones, la Junta de Castilla y León, el Ministerio

de Cultura... – dice Luis. – ¿Y hay suficiente dinero? – El dinero nunca es suficiente para estas cosas, ya se sabe. Pero

aquí hay muchas quejas hacia la Junta. En el pasado reciente se han hecho campañas para captar fondos. Recuerdo ahora una, llamada “Salvemos la catedral”, que tuvo bastante éxito.

– De nuevo hay algo que no comprendo. ¿Cómo es posible que necesitando fondos para su restauración y mantenimiento, la entra-da sea gratis?

– Ay, amigo mío, ojalá lo comprendiera yo – dice Luis mirán-dome por si yo tengo respuesta; no la tengo.

– No me cabe en la cabeza. Creo que no ocurre en ningún lu-gar, y desde luego mucho menos en mi tierra, ya sabéis.

– Sí – decimos al unísono. – Es absurdo, la típica actitud de casa grande. No tenemos respuesta. Miro el reloj, ellos también. – Vamos si queréis – dice Fran – Pero me gustaría volver a verla

por dentro si tenemos un rato. Echamos a andar calle Ancha abajo, muy despacio, formando

parte de la riada de gente que baja y sorteando la que sube. Fran quiere ver con un poco más de detenimiento la casa de Botines.

– Comprenderéis que para mí tiene un valor especial. Esta mañana sólo la vimos de pasada, camino del museo. Junto

a ella, una de las tres obras de Gaudí fuera de Cataluña (veremos otra en Astorga) está el palacio de los Guzmanes, y al otro lado de la plaza, la iglesia de San Marcelo y el Ayuntamiento antiguo. Fran tiene oportunidad de añadir una más a su lista de cosas incompren-sibles: cómo ha sido posible la decisión de trasladar la sede munici-pal desde este hermoso edificio neoclásico, situado en la coqueta y

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acogedora plaza de San Marcelo, al vulgar edificio moderno de la calle Ordoño II donde se encuentra en la actualidad.

La plaza de Santo Domingo, donde nos hallamos, es el centro geográfico de la ciudad. Pero hasta finales del siglo XIX estaba en el límite occidental de la misma, límite que prácticamente no había variado desde su fundación, pues la puerta occidental del campa-mento romano estaba unos metros más allá, junto al palacio de los Guzmanes, al comienzo de la calle Ancha.

La estación del ferrocarril se construyó al otro lado del río, y su emplazamiento condicionó el desarrollo urbanístico de la ciudad. Para acceder a ella, se construyeron la calle Ordoño II y un puente al final de la misma, de manera que la estación quedó comunicada directamente con la plaza de Santo Domingo y la calle Ancha. La nueva calle se convertiría en el eje del ensanche, que, con algún re-traso, se ejecutó en su mayoría durante la primera mitad del siglo XX. De forma trapezoidal, ensanchándose a medida que se acerca al río, los límites junto a éste se sitúan en San Marcos por el norte y la plaza de toros por el sur.

Entre 1900 y 1950, la población se multiplicaría por cuatro, pasando de quince mil a sesenta mil habitantes. Este aumento se debió sobre todo a la llegada de emigrantes del campo, en su mayo-ría trabajadores no cualificados. Como los nuevos barrios estaban destinados a las clases pudientes, la única posibilidad de acomodar tanta población fue la ciudad vieja, lo que aumentó sobremanera su saturación. Hacia la mitad del siglo, ésta llegó a ser tan grande que la situación se había hecho insostenible.

– Interesante – dice Fran – Cambiando de tema, ¿cuándo me lleváis al Húmedo?

– Vamos si queréis – dice Luis. – Por fin – dice Fran con un destello en los ojos. De camino, por la calle de la Rúa y dentro ya de la ciudad me-

dieval, Luis nos cuenta que la muralla romana circulaba a nuestra izquierda, en paralelo a esta calle, y que aún existen tramos de la misma, aunque están totalmente ocultos tras las casas. A nuestra derecha, unos cien metros más allá, se conserva la muralla medieval. Hacia la mitad de la calle, giramos a la izquierda y subimos en

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dirección al centro del barrio, muy cerca del tramo sur de la muralla y del límite entre el campamento romano y la ciudad medieval.

Un poco más arriba, nos detenemos un momento para ver el palacio del Conde Luna, cuya restauración acaba de completarse. El palacio, construido a finales del siglo XIV y representante, por ello, del esplendor medieval, es propiedad de la fundación “Álvarez Carballo”, una institución de carácter benéfico-asistencial con un patrimonio formidable, compuesto tanto por fincas urbanas como rústicas en distintos lugares de la provincia. El edificio ha permane-cido abandonado durante mucho tiempo. Tanto, que la Fundación Hispania Nostra lo había incluido en su lista de monumentos en peligro de “desaparición, destrucción o alteración esencial de sus valo-res”, de no intervenirse con urgencia. La lista incluye, a día de hoy, otros catorce en la provincia. Tras la cesión que la fundación pro-pietaria ha hecho al Ayuntamiento de León, este monumento, al menos, acaba de salvarse y va a ser utilizado por una Universidad norteamericana para coordinar todas las actividades y programas que pretende desarrollar en España y Portugal, incluyendo forma-ción bilingüe para alumnos y profesores.

A partir de aquí, las calles, todas estrechas y muchos de cuyos nombres no dejan lugar a dudas respecto a su origen (Azabachería, Zapaterías, Cascalería, Platerías...) están abarrotadas de gente; unos transitando, otros sentados en las terrazas cenando, o tomando algo en grupos a la puerta de los bares, que también se ven llenos al pa-sar. Como lo está la plaza de San Martín, centro del barrio y ocu-pada en buena parte por las terrazas de los bares y restaurantes, que casi no dejan espacio para circular.

Entramos en un bar, que Luis y yo conocemos bien, y pedimos tres vinos de las Tierras de León. Nos ponen una tapa de productos tradicionales, variada: cecina, jamón, chorizo y salchichón, con pan de hogaza casero. Fran la disfruta sin disimulo, aunque no puede evitar que la vista se le vaya al suelo de vez en cuando.

– Creía que era imposible superar lo que vimos esta mañana – me dice a mí – No sé si podré acostumbrarme. Y me gustaría, para poder disfrutar más estas cosas tan ricas que tenéis.

Para que se fuera entrenando, repetimos en algunos bares más. En el cuarto, animado, hace un movimiento con la copa, como brindando, antes de beber el último trago.

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– Bueno, se ve que ya me voy acostumbrando, porque cada vez me gusta más el vino de vuestra tierra.

– ¿Nos vamos a cenar? – les pregunto. – Con las tapas ya casi he cenado – dice Fran. – Nos ocurre a todos, también antes de la comida – dice Luis. – No sé cómo podéis aguantarlo. – Hombre, no se hace todos los días – le digo yo – Pero así son

las cosas, no nos queda más remedio que aprender a vivir con ello. Vamos, te queremos llevar a un sitio que te va a gustar; cenaremos unas raciones.

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