Las llanuras del desierto

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LAS LLANURAS DEL DESIERTO (1987/1990)

LAS ARENAS ESTRILES

I Era la ciudad del desierto una isla dentro de otra isla rodeada de siglos. Cuando cayeron las nicas lluvias del destino invocado, ya las calles estaban vacas porque todos los muertos haban regresado al interior del silencio. Una nueva isla surga entre las sombras y el miedo.

II Hubo un tiempo donde la leyenda y el mito brotaban de los labios del creador de historias como una misma realidad tan semejante como el amor y el odio. Y fue entonces cuando, a medida que las palabras se unan unas a otras como un rosario de arenas, se engendr un mundo de la nada, un silencio de la razn. Cada cosa fue llamada por su nombre, pero aqullas ms terribles fueron calladas para siempre, aunque todava caminan sigilosas en los abismos del sueo. Pero nada ni nadie es eterno para recordar el primer sonido que inquiet la noche, porque todos olvidaron hace milenios que un primer hombre llor y sus lgrimas, ya resecas sobre la tierra, crearon los volcanes y el aullido de los perros.

III La memoria se encuentra en los oasis enterrados tras las montaas de arena. Pero todo son espejismos en este pas del sol, donde el deseo del aire es slo aire, surcado por la agrura de los dioses, dioses sin hogueras y sin plegarias que rejuvenecen el mundo de los vivos. Porque todos los muertos tienen su propio mundo, su propio desierto aqu mismo. Sin embargo se esconden en los recodos de los senderos, en el agua de las fuentes; y alguna vez apagan las estrellas, el humo de las hogueras perdidas, el beso silencioso de millones de siglos en los barrancos de las miradas. Ciertamente la memoria no existe.

IV En las montaas rojas descansa el alma de los muertos, la memoria es olvido y la palabra es el viento. Las montaas lejanas estn envueltas en el destino de los dioses, hendidas por el desafo de brazos guerreros. All surge la plegaria de la creacin, el nacimiento apedreado del solo pecado de la sangre. En las montaas del horizonte, limitadas por los milenios de un suspiro, por el llanto de las arenas estriles, condenadas a la eternidad y al deseo, la muerte del espejismo ha llegado.

SLO LA MUERTE CUSTODIA LOS CAMINOS

I Slo la muerte custodia los caminos que llevan a la ciudad tras las montaas. Las sombras de los vivos penetran los hilos del destino tras los silencios; y una procesin de vrgenes desfiguradas levanta el polvo de las ltimas noches. Slo una lgrima cae tras otra lgrima; y el sacrificio de las tormentas queda olvidado en el dolor de tantas sangres, en el amor de tantos cuerpos mutilados. Y, cuando se engendra la hora de las hechiceras, las cuchillas del aire del recuerdo desgarran los ojos y las lenguas de los moribundos del final de todos los siglos.

II La muerte llega a las llanuras en forma de nubes. No habr hombre que impida el sacrificio de la ltima virgen de la ciudad tras las montaas. Pero el destino se muestra implacable y la muerte ahoga las arenas bajo la maldicin de mil das y mil noches de lluvias sin piedad. Nada ha de quedar despus del manto traidor de los horizontes. Nadie habr de vagar por los senderos hmedos de la soledad. No hay resurreccin en el desierto.

III Ocultos por los reflejos del sol y las sombras de las almas ardientes, pueblos sin nombre y sin dios se deslizan por senderos sin hollar, evitando el asalto de las sombras que queman todo vestigio de vida. Pero ya han pasado muchos siglos desde que el primer pueblo cruzara las dunas vrgenes. Ahora ya no acarrean mujeres, ni rebaos, ni agua de los oasis, ni pieles, ni ramas, ni frutos del brumoso horizonte. Los sacos estn vacos, el camino es silencioso y los guas slo miran al suelo. Bajo los mantos viajan los sueos ms profundo y temidos del hombre, los espejismos ms agonizantes, las muertes de todos aquellos que se cruzaron en su camino, las muertes de los que descansan bajo las estrellas de los campamentos o en las piedras ms enterradas del recuerdo. Ya nadie asalta a los pueblos sin nombre y sin dios, pues tienen los ojos vacos como el pecado.

IV El da amaneci sin horizonte. Slo el manto espeso de la arena presagiaba el silencio de la partida. Cuando el desierto abri las puertas al vaco, un hombre busc la muerte en la guerra sin final. Ninguna mujer, ningn amigo despidi al alma violenta que se adentraba tan lejos del espejismo de la ciudad. Los guerreros nacen sin amigos, sin mujeres, pues las lgrimas debilitan la sangre de los hombres sin rostro y sin nombre. Nadie oy hablar de las llanuras tras las montaas cubiertas de niebla, ni del grito de odio de los cadveres abandonados al cielo, ni de las caracolas que presagiaban el triunfo, ni del temblor de la tierra, cuando aquel hombre arras el destino y los muros de pueblos eternos y dioses de barro y fuego. Un hombre holl el desierto. Jams regres, pues la ciudad an se hallaba en silencio.

LAS RUTAS DEL DESIERTO

I Se erige una montaa en el cruce de todos los caminos que existen y que existirn. Un solo viga cuida de que los vientos soplen segn lo convenido en los ltimos siglos, de que los ladrones roben los rebaos acordados, de que los asesinos despojen las vidas necesarias. Ha visto hombres y sombras, guerras y dioses; y cuenta que una vez sinti la lluvia.

II El peregrino viaj durante mil aos hacia las montaas de la soledad, buscando el alma de sus antepasados. Cuando lleg al pie del sendero de los elegidos para el sueo de la locura, las montaas susurraban entre s historias ms antiguas que el propio desierto, que los propios dioses que crearon los cielos a imagen y semejanza de las arenas sin final. El peregrino ascendi hasta la morada de los vientos y se desnud de su nombre y de su memoria; se sumergi en el fro del terror y, slo cuando su cuerpo tembl y sus ojos quedaron en blanco, durmi junto al silencio, ao tras ao, siglo tras siglo, hasta que descendi. La sombra del que fue hombre no mir atrs. Las montaas an susurraban.

III La hoguera es el abismo donde se deslizan los cuatro vientos, arrastrando a todas las sombras que huyen, a las luces de las noches, a los viajeros sin un destino ms conocido que su propia muerte, a los guerreros que rezan en voz alta y de rodillas, al extrao que duerme sin lgrimas sobre una piedra an tibia. Todos los miedos esperan agazapados bajo los ojos blancos y los labios hinchados. El aire se sumerge en la tierra, cierra los silencios y aguarda el beso de las sangres, el grito de los dioses, el desencanto de los enamorados, el dolor de los grillos, cuando nadie, absolutamente nadie, oye ni sabe ni conoce. Y la hoguera viaja al otro rincn del desierto.

IV El hombre abandonado so. En el desierto no hay hroes ni dioses. Cada cual arrastra su propia condena por los valles de las dunas. Porque yo soy el eterno, el creador de la muerte; y todo hombre conoce mi rostro, pues nadie ha sentido mi presencia. El hombre despert en el centro del sol, lejos de s mismo, desnudo de alma como hombre de las arenas. Y camin por los senderos que slo el sabio conoce; y, tras siglos de peregrinaje, lleg junto a las montaas de la ciudad de todos los tiempos. Y all un primer hombre llor. As regres a los espejismos y cre dioses para maldecir, pues nadie desea despertar de su propio sueo.

V El extranjero se adentra en la boca de las hogueras, con paso decidido pero cubrindose las espaldas; las sombras que se le insinan a cada paso que se acerca al final del da. Todo es oscuridad entre murmullos de rezos en el aire hendido, cantos entremezclados por los hombres y las sangres. La soledad del extranjero no es conocida por nadie, pues nadie hay; y, aunque lo hubiera, l ni siquiera es l mismo. Se sorprende de su parquedad de palabras en su camino, como si conociera estos senderos desde el mismo da de la creacin, de su espritu infranqueable que aleja cualquier maleficio de su pasado. El extranjero de todas las tierras no llora, slo suea que un da abrir la puerta de su propio sueo.

VI El ermitao aparece y desaparece como las dunas. Nadie ha visto su rostro, pero dicen las leyendas que es blanco como las estrellas, ciego como el dolor, silencioso como los hombres del desierto. Camina entre los peregrinos, los vagabundos, los guerreros; y, sin que nadie lo escuche, habla como un profeta y recita, como si estuviera escrito en la palma de sus manos, el destino del mundo, desde el principio hasta el fin de los tiempos. De vez en vez pasan aos sin que sus huellas perturben la tierra; y hay quien cree reconocerlo en una tumba olvidada, en una sombra imaginada sentado a la espera de s mismo. Es tan viejo como el desierto. Naci y morir con l entre las arenas. As nadie recordar sus palabras dentro de mil aos, pero l estar aqu repitiendo los caminos y las muertes.

VII Hubo quien recorra el desierto, buscando la eternidad de los vientos con la insolencia de un dios. Pero la ciudad tras las montaas descansaba lejos, demasiado lejos Y entonces renaca el perro negro del espejismo, marcando la ruta de los sueos. Presenta el olor de los horizontes sin luz, el exilio de las nubes encarceladas en el olvido, cuando los hombres se asomaban a la muerte como si fuera el propio destino de los oasis. Slo as aullaba sin lgrimas en el cubil de los valles estriles y permaneca inmvil, observando a los caminantes sin ruta. Una maana el perro negro del desierto yaci muerto junto a las montaas, mientras la arena olvidaba, duna sobre duna.

VIII Pocos hombres, que recorrieron el desierto y se perdieron en las engaosas siluetas de los horizontes, encontraron las montaas abandonadas, que, como ltimo testimonio de un mundo que se ahoga en sus propios sueos, an dormitan ms all de todos los caminos. Nadie regresa pues nadie conoce el camino de los dolos de barro; y as nadie sabe con certeza si las montaas abandonadas se alzan en algn lugar entre dunas o es el propio espejismo reflejado en las arenas viajeras o las leyendas de los antepasados recreadas en noches tras el fuego de las hogueras. Sin embargo los caminantes que han perdido la fe en el silencio, los creadores de ojos blancos y boca sellada, antiguos buscadores de la verdad, enamorados que meditan sobre la fugacidad de lo eterno, guerreros sin sentimiento de culpa que ya han ocultado la muerte bajo el brazo, encuentran el sendero mgico hacia el paraso de los desterrados. Pero el desierto es desierto, desde el principio hasta el final de todos los tiempos.

LAS PLEGARIAS DE LAS HOGUERAS

I El hombre solitario camina por el sendero trazado por los dioses desde el comienzo del desierto. Al final del da encuentra la tumba desconocida de la mujer fantasma de todos los sueos. El hombre solitario est marcado por el sol y por la vida; conoce la saliva del dolor y del destino; y sin embargo llora, llora por todos los muertos, por todos sus muertos a los que una vez am. Porque el hombre del desierto es uno, es el desierto, es todos los hombres que han vivido y que vivirn por todos los siglos.

II Cuntos hombres nobles murieron intentado alcanzar las montaas del horizonte donde habita el pasado, desde antes de que el hombre del desierto fuera hombre! Muchos cuerpos apenas cuarteados por el sol se hundieron en las arenas para siempre; y ya nadie supo de ellos, y ya nadie los record jams. Pues el pasado es temido entre las dunas y debe ser olvidado, antes de que asole una vez ms como las plagas de los dioses de los muertos. Pero, cuntos nobles hombres murieron en el intento! Porque slo aquel, por cuyas venas no corra la sangre y haya derramado todas las lgrimas en los cauces secos de los senderos abandonados por el sol y por las estrellas, coronar con xito el desafo. Y entonces su cuerpo colgar en despojos de la piedra ms elevada de las montaas del horizonte donde habita slo el pasado, de la piedra ms cercana a los espritus de la verdad y la mentira. Y ser borrada toda huella de su rostro, toda palabra de sus ojos y olvidada por los siglos de los siglos.

III No hubo brazo ms fuerte en los horizontes. Las cabezas se inclinaban para besar la tierra ardiente. Las piedras enmudecan cuando su sombra se recortaba ms all de los valles. Pueblos y dioses temblaban cuando su nombre era susurrado en las hogueras. Su rostro nunca fue aprendido; nunca temblaron las arenas a su paso, pero fue venerado como un dios, invocado en la necesidad, temido en la clera. Cunto sangre corri en su honor! Las mujeres se abran a su deseo...; pero las noches marcaban los das, el amanecer iniciaba su camino, los senderos aparecan a su paso. Nadie lo vio jams partir, ni silenciar las miradas de los cielos. Cuntas lgrimas anegaron su ausencia! Pero un da enloqueci. La pesadilla de las lluvias nubl su alma. Se le cerraron las hogueras, los corazones, los muslos ardientes. Fue apedreado en todos los caminos. Su nombre fue olvidado y encerrado en los vientos. No hubo ms llantos. Las gargantas quedaron secas, mientras desnudo descenda de las dunas, invocando el fantasma de las lluvias. Desconfi de su cuerpo y su silueta despertaba el hambre y la miseria. La muerte surc sus veredas. No ms destruccin. No hay ms creencia que la realidad del desierto. Yo soy aquel que una vez so que era hombre.

HE VENIDO DESDE LA OSCURIDAD

I La batalla de nubes inunda el horizonte. La tradicin del milagro acompaa odos y bocas. La verdad de los antepasados siempre fue cierta. Verde y amarillo es el desierto de arenas escondidas. La eternidad de los dioses cambiantes amanece a un nuevo espejismo. Todo vuelve a la tumba pero otras leyendas transmitirn que una vez el desierto no fue desierto.

II Quin moldeara tu cuerpo en las arenas y olvidara el territorio de montaas que te oprimiera durante tantos siglos! Quin morara en la cima del tiempo y contemplara tu llegada impetuosa atravesando los vientos!

III El viento clido del horizonte atraviesa las montaas que custodian la frontera del desierto. La ciudad de los muertos ha abierto al fin sus puertas, pues ya nadie desea conocer su secreto: los dioses fueron creados por el desierto.

IV Un hombre penetr en la ciudad. Negro es el horizonte de los senderos sinuosos, el olor de los hombres. Las lenguas se entremezclan en mil oraciones, en mil hogueras, en la adoracin de mil dioses. Ahora sabe la verdad, la nica verdad. No hubo nunca dioses en el silencio de las arenas. El hombre las cre para soar las sombras de su alma; y el hombre las destruir cuando abandone los caminos sin senderos, las estrellas sin luz, las fuentes sin agua, los cielos sin nubes. Prisionero eterno de su propio pecado, sin sol que lo ahogue, un hombre desterrado vaga en el laberinto de la ciudad y anhela perdido las llanuras del desierto.