La Responsabilidad Penal Corporativa*

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801 Año LXXXVII Nueva época Diciembre-2020 Conmemorativa Ubijus Editorial, S.A. de C.V. Criminalia.com.mx La Responsabilidad Penal Corporativa* Rafael Matos Escobedo** I La publicación en la Revista Jurídica Veracruzana (Tomo IV, número 6) de la versión taquigráfica de una conferencia sobre la Conducta Humana sustentada por el distinguido doctor Mariano Jiménez Huerta, como parte de un Curso de Teoría Gene- ral del Delito, remueve, en nuestro medio, el ya viejo problema de la responsabilidad penal de las personas colectivas, sociales o corporativas, a las que también se llama, con alguna impropiedad, morales o jurídicas. El doctor Jiménez Huerta, con la advertencia de coincidir en opinión con su maestro el insigne penalista español don Luis Jiménez de Asúa, rechaza la tesis de la responsabilidad penal de las personas sociales y la considera inadmisible en el Dere- cho penal moderno, en el que, dice, tan inusitada importancia se presta al problema de la culpabilidad. Asegura Jiménez Huerta que “este movimiento científico y legis- lativo en pro de la responsabilidad social cayó estrepitosamente por su base, y hoy es indefendible en el campo del moderno derecho penal, construido, como ya antes dije, sobre el elemento de la culpabilidad. Y así lo reconoce de manera uniforme la interpretación judicial de todos los países”. 1 A su vez, el doctor Jiménez de Asúa, en un Comentario al Proyecto de Código de Defensa Social del Estado de Veracruz, después de reconocer “haber tenido algunas veleidades en favor de la responsabilidad de las asociaciones’’, rectifica su posición original y le parece imposible hacer a éstas responsables en el orden penal. Para ello necesita eludir algunas cuestiones que, por desgracia, no carecen de interés. “Pres- cindo —dice el maestro— de discutir su índole (la de las asociaciones), y no quiero entablar polémica sobre si son ficciones o sobre si poseen una voluntad real, como defendió Gierke. Igualmente renuncio a emplear el fácil argumento de que no pueden ser sometidas a prisión. Mi criterio se apoya en otras bases”. 2 * Reproducción de Miguel Ontiveros Alonso, Director General de Criminalia. ** Academia Mexicana de Ciencias Penales. 1 Jiménez Huerta.—La conducta humana. Rev. Jurídica Veracruzana, t. IV, núm. 6, p. 1096. 2 Jiménez de Asúa.—Breve Estudio Crítico del Ante-Proyecto de Cód. de Defensa Social del Edo. de Veracruz, Criminalia, Sept. de 1943, p. 11.

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La Responsabilidad Penal Corporativa*

Rafael Matos Escobedo**

I

La publicación en la Revista Jurídica Veracruzana (Tomo IV, número 6) de la versión taquigráfica de una conferencia sobre la Conducta Humana sustentada por el distinguido doctor Mariano Jiménez Huerta, como parte de un Curso de Teoría Gene-ral del Delito, remueve, en nuestro medio, el ya viejo problema de la responsabilidad penal de las personas colectivas, sociales o corporativas, a las que también se llama, con alguna impropiedad, morales o jurídicas.

El doctor Jiménez Huerta, con la advertencia de coincidir en opinión con su maestro el insigne penalista español don Luis Jiménez de Asúa, rechaza la tesis de la responsabilidad penal de las personas sociales y la considera inadmisible en el Dere-cho penal moderno, en el que, dice, tan inusitada importancia se presta al problema de la culpabilidad. Asegura Jiménez Huerta que “este movimiento científico y legis-lativo en pro de la responsabilidad social cayó estrepitosamente por su base, y hoy es indefendible en el campo del moderno derecho penal, construido, como ya antes dije, sobre el elemento de la culpabilidad. Y así lo reconoce de manera uniforme la interpretación judicial de todos los países”.1

A su vez, el doctor Jiménez de Asúa, en un Comentario al Proyecto de Código de Defensa Social del Estado de Veracruz, después de reconocer “haber tenido algunas veleidades en favor de la responsabilidad de las asociaciones’’, rectifica su posición original y le parece imposible hacer a éstas responsables en el orden penal. Para ello necesita eludir algunas cuestiones que, por desgracia, no carecen de interés. “Pres-cindo —dice el maestro— de discutir su índole (la de las asociaciones), y no quiero entablar polémica sobre si son ficciones o sobre si poseen una voluntad real, como defendió Gierke. Igualmente renuncio a emplear el fácil argumento de que no pueden ser sometidas a prisión. Mi criterio se apoya en otras bases”.2

* Reproducción de Miguel Ontiveros Alonso, Director General de Criminalia.

** Academia Mexicana de Ciencias Penales.1 Jiménez Huerta.—La conducta humana. Rev. Jurídica Veracruzana, t. IV, núm. 6, p. 1096.2 Jiménez de Asúa.—Breve Estudio Crítico del Ante-Proyecto de Cód. de Defensa Social del Edo. de

Veracruz, Criminalia, Sept. de 1943, p. 11.

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II

La enfática afirmación de que la doctrina sobre la responsabilidad penal social ha caído estrepitosamente por su base y que esto lo reconoce la interpretación judi-cial de todos los países, no está de acuerdo con la marcha de los acontecimientos en el mundo. Aun prescindiendo de las ideas sustentadas en el Congreso Internacional de Derecho Penal celebrado en Bucarest en octubre de 1929 —según la documentada y magistral información que aporta el profesor don Jorge Masaveau, de la Univer-sidad de Madrid— y de las realizaciones legislativas llevadas a cabo en los Estados Unidos de Norteamérica, desde hace tiempo, en México y últimamente en Cuba, cuyo vigente Código de Defensa Social, redactado por el doctor José Agustín Martínez, acepta abiertamente esa responsabilidad, no se puede ignorar que en el proceso más célebre que registra la Historia, y que todavía se está desarrollando en Núremberg (Alemania), la competencia del Tribunal Internacional que juzga a los caudillos su-pervivientes del régimen nacional-socialista y la acusación misma se apoyan, indis-cutiblemente, en la teoría de la responsabilidad colectiva.

A través de los veinte procesados presentes en Núremberg se está juzgando a la nación alemana, al régimen y a todas las corporaciones nazistas. “Estos prisione-ros —declaró en su requisitoria el brillante fiscal norteamericano Robert Jackson— constituyen una influencia siniestra que perdurará en el mundo aun mucho después de que sus cuerpos se hayan convertido en polvo. Son símbolos vivientes de odios raciales, de terrorismo y de violencia y del despotismo y la crueldad del poder mal empleado”.

Dos responsabilidades claramente definidas destaca la justicia impuesta por la victoria de las Naciones Unidas: la colectiva y la individual. Ambas están íntima e indisolublemente vinculadas. La primera no sería exigible, si, a pesar de existir programas políticos totalitarios de patente ilicitud, no hubieran concurrido personas físicas a ejecutarlos por medio de actividades criminales. La segunda tampoco jus-tificaría una competencia internacional, si hubiera obedecido solamente a impulsos personales. Ningún derecho tendría un Tribunal integrado por norteamericanos, ru-sos, franceses e ingleses para juzgar y castigar delitos de homicidio, de torturas y de robo cometidos por alemanes en territorio alemán o aun fuera de éste, pero no en territorio norteamericano o inglés, a menos de que, como en efecto aconteció, los criminales hubieran obedecido a un programa general de agresión a la comunidad internacional.

En la ejecución criminal de ese programa criminal, bien debe decirse que el pecado de todos es el pecado de uno y el pecado de uno es el de todos. “El número de prisioneros —comenta un periódico estadounidense— no es muy grande; pero esta causa es para el mundo una acusación al pueblo alemán en general, por haber tolerado el ascenso de los nazis al poder y por haber apoyado al nazismo, a pesar de la naturaleza malvada que mostraron sus exponentes desde el principio”.

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Habrá de convenir, pues, el doctor Jiménez Huerta en que hechos históricos de universal trascendencia se alzan frente a los opositores de la doctrina de la respon-sabilidad penal corporativa, cuyas argumentaciones formalistas en defensa del viejo proloquio universitas non delinquunt son ineficaces para detener la marcha de una justicia que va a castigar y exterminar lo mismo a las grandes comunidades de dere-cho público o de derecho privado que participaron en los crímenes de guerra, que a los individuos que personalmente actuaron en nombre de aquéllas.

III

Sin pretender alternar en ninguna polémica, tan desigual, con Jiménez de Asúa, es menester, sin embargo, defender un principio que, evidentemente, ha sido adop-tado en diversos Códigos mexicanos: en el Penal del Distrito y Territorios Federales (art. 11) , en el Código de Defensa Social de Yucatán; (arts. 11, 24 frac. IX y 48 a 56) , en el de Puebla (arts. 11, 24 frac. IX y 49 a 57), y finalmente en el del Estado de Veracruz que, aprobado por la Legislatura de esa entidad, falta solamente que sea puesto en vigor.

La configuración de la responsabilidad penal corporativa en estos Códigos, que va desde la enunciación abstracta del Código del Distrito y Territorios Federales has-ta las fórmulas pormenorizadas y pragmáticas de los Códigos de Defensa Social de Yucatán y de Puebla, no fue un simple alarde de novedad, sino un resultado lógico de nuestras propias necesidades sociales y de nuestros antecedentes legislativos, ya que, como veremos un poco más adelante, tiene una raíz y una motivación histórica en el art. 28 de la Constitución Mexicana de 1917, sin que esto quiera decir, claro está, que no tuviera en cuenta las valiosas doctrinas de Otto von Gierke, von Liszt, Aquiles Mestre, Quintiliano Saldaña y tantos otros magníficos expositores, entre los cuales no podemos eludir a Luis Jiménez de Asúa y José Antón Oneca, cuyas son es-tas palabras de viva significación: “La defensa social puede y debe efectuarse frente a los delitos de las personas jurídicas. Estas revelan a veces en sus actos un peligro social contra el cual deben acordarse medidas asegurativas. La importancia creciente de las asociaciones en la vida moderna y la experiencia constante de ser utilizados sus medios para la comisión de delitos, aconsejan poner en manos de los Tribunales sanciones de carácter defensivo, que con mayor o menor largueza han manejado an-teriormente los gobiernos para suspender o disolver las personas sociales”.3

Es imposible, en efecto, desentenderse del auge e importancia que han venido adquiriendo las asociaciones que invaden todos los campos de la vida social. El agrupamiento de ideas, iniciativas, esfuerzos y elementos económicos individuales en entidades colectivas, ha venido creando un poder que adquiere límites insospe-

3 Jiménez de Asúa y Oneca.—Derecho Penal, t. I, p. 172.

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chados. Cuanto de bueno, útil y noble, o de perverso y perjudicial puede ejecutar el individuo, asume proporciones gigantescas en manos de las asociaciones.

No sólo no es dable asegurar que el sistema corporativo habrá de realizar siempre los fines lícitos que autorizan su fundación, sino que la experiencia demuestra, como lo hacen notar Jiménez de Asúa y Oneca, cuán frecuente es su corruptora y nociva influencia en las costumbres y en la economía social. Puede afirmarse que las grandes conspiraciones contra la economía pública no son obra de individuos aislados, sino de vastas y complejas organizaciones corporativas que no se consideran obligadas a someterse a más normas éticas que aquellas que las conducen a acrecentar sus capitales y los dividendos entre sus asociados, quienes, creyéndose libres de re-mordimiento inmediato y del temor a un castigo legal, cobran pingües ganancias, a cambio de prestar sus nombres o su cooperación económica expresa o anónima, en una empresa de expoliación enmascarada de la riqueza pública.

Los grandes trusts, los monopolios, muchas sociedades anónimas, manejadas impunemente desde la sombra por grupos de desconocidos acaparadores de acciones, muchos sindicatos obreros o patronales, muchas sociedades que se denominan cultu-rales o cívicas, muchas instituciones que se dicen consagradas a adquirir terrenos y construir y vender casas baratas para la gente pobre, son otros tantos instrumentos de actividad plural que lo mismo pueden emplear sus elementos para el bien y el servicio de la sociedad que para la ominosa explotación de la buena fe humana.

La Constitución Mexicana, en su art. 28, determina que: “la ley castigará severa-mente, y las autoridades perseguirán con eficacia, toda concentración o acaparamien-to en una o en pocas manos de artículos de consumo necesario, y que tenga por objeto obtener el alza de los precios; todo acto o procedimiento que evite o tienda a evitar la libre concurrencia en la producción, industria o comercio, o servicios al público; todo acuerdo o combinación de cualquiera manera que se haga, de productores, industria-les, comerciantes y empresarios de transportes o de algún otro servicio para evitar la competencia entre sí y obligar a los consumidores a pagar precios exagerados; y, en general, todo lo que constituya una ventaja exclusiva indebida a favor de una o varias personas determinadas y con perjuicio del público en general o de alguna clase social”.

Ahora bien, el acaparamiento en gran escala de los artículos de primera nece-sidad y todas esas combinaciones y esos acuerdos tendientes a obligar al público a pagar mayores precios de los debidos en cualquiera rama del comercio o de los servi-cios públicos, no serían reprimidos eficazmente, si se atendiera sólo a los individuos y se respetara y dejara en pie a las organizaciones. Con estos antecedentes y estas consideraciones, los instrumentos jurídicos mexicanos de defensa social no debían ignorar y no ignoraron la responsabilidad penal de las personas colectivas que, crea-das y autorizadas para fines útiles y lícitos, son capaces, sin embargo, de emplear, y de hecho emplean, los elementos recolectados entre sus asociados para realizar actos que, no por ampararse bajo una razón social, son menos perjudiciales ni delictuosos que los que efectuara un individuo aislado.

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IV

Sin embargo, sucede ahora que la buena fe con que se llevó a la realidad legal una idea largamente elaborada en el campo de la doctrina, recibe una severa repulsa precisamente de quien habíamos estado considerando como uno de los más significa-dos sostenedores de la responsabilidad penal de las asociaciones.

La argumentación central con que Jiménez de Asúa repudia su anterior criterio y regresa a la antigua fórmula de societas delinquere non potest, está concebida en es-tos términos: “El delito para la mayor parte de los autores modernos es una conducta típicamente antijurídica y culpable. Prescindo de otros caracteres sobre los que la polémica se ha entablado en Alemania y fuera de ella. Lo cierto es que las caracterís-ticas de antijuricidad y culpabilidad, nadie las discute. Sin que ambas concurran, no hay delito. Ahora bien, la culpabilidad como género ha de encarnar en una de estas dos especies: dolo o culpa. El dolo exige dos elementos bien estudiados por Max Ernst Mayer y Edmundo Mezger: el elemento intelectual y el elemento emocional. El prime-ro exige que el sujeto capte, aunque sea en valoraciones profanas, las circunstancias de hecho en orden el tipo y el significado injusto de su conducta. Nadie osará decir que esta operación intelectiva puede hacerse por una persona moral, como tampoco podrá afirmarse que las sociedades son capaces de ejecutar actos imperitos o impru-dentes. En suma: las personas sociales no pueden obrar con dolo ni con culpa, y, por ende, no pueden cometer delitos. Añádase, además, que si la pena puede ser tras-cendente, es decir, ha de proponerse un fin útil, tal como la reforma o la enmienda, la sociedad no es susceptible de ser penada, salvo en el aspecto eliminatorio de la disolución que equivale a la muerte”.4

Aunque nadie se permitirá negar la calidad de un juicio supuestamente depurado del eximio penalista español, no es dable, empero, exigir que ante ella mantengan cómodo silencio quienes no sólo aceptaron una posición doctrinaria en el problema, sino que llevaron a la ley misma el postulado de la responsabilidad penal corporativa.

Conviene, seguramente, advertir que, en la defensa de la pragmatización legisla-tiva de ese postulado, no podríamos prescindir tan fácilmente de la índole orgánica de las asociaciones y de la realidad de su conducta volitiva, en una discusión sobre su capacidad delictual, en virtud de que son cuestiones que constituyen la base ideo-lógica de un criterio de responsabilidad. Si las corporaciones fueran seres carentes de voluntad, de libertad de determinación y de sentimientos, sería injusto, sin duda, hablar de su responsabilidad. Pero no las suponen así la doctrina ni la ley, ni ésta podría autorizar que vivieran así, porque sería tanto como aceptar que las actividades humanas de mayor envergadura pudieran ser realizadas mecánicamente, sin discrimi-nación del bien y del mal, fuera del orden moral y jurídico.

4 Jiménez de Asúa.—Breve Estudio y Revista citados, p. 11.

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V

Ahora bien, constriñendo estas especulaciones a los límites reducidos de esos gru-pos funcionales organizados por iniciativa y voluntario concurso de sus agremiados, sin remontarnos a las grandes comunidades nacionales que obedecen a razones históricas y geográficas superiores a la voluntad individual que, por otra parte, no son objeto de la legislación privativa de un determinado país, observamos que el vínculo predomi-nante entre los miembros de las asociaciones es el interés, el estímulo de un provecho, el deseo de mejora o acrecentamiento del patrimonio económico, moral o político. Ninguno otro móvil, que no sea el interés, obliga al individuo a incorporarse a una de las asociaciones de que estamos tratando. Y nadie negará que la expresión de un interés de esa naturaleza requiere la asistencia de la voluntad. El interés no es actitud pasiva, ni indiferente (ya no sería interés), ni inconsciente, sino activa y deliberada.

¿Cómo negar, pues, la voluntad como punto de partida de toda asociación de intereses? Y en cuanto al proceso de formación de la voluntad colectiva permanente, ya constituida la sociedad, no es fundamentalmente distinto del fenómeno psíquico individual. ¿Cómo y por qué? Nos lo explica lúcidamente otro esclarecido maestro es-pañol. “En un plano objetivo —afirma el profesor don Quintiliano Saldaña— veamos si la persona social es capaz, prácticamente para producir efectos criminales, y cómo los produce. El paralelo psíquico individual va entre paréntesis: La asociación se reúne (conciencia social); inscribe asuntos en el orden del día (la atención y sus objetivos); discuten entre sí, encarnados en individuales inteligencias, los motivos sociales (de-liberación); se toman acuerdos (decisión o resolución); hácense ejecutar los acuerdos (ejecución). Hay un delito. Supongamos que no existe, todavía, la voluntad imputa-ble. ¿Se negará ante los resultados criminales que hay una causa temible?”5

Pero en este punto tenemos que escuchar la siguiente objeción de Jiménez Huer-ta: “Si el acuerdo delictivo hubiere sido adoptado por unanimidad, es evidente que todos los componentes de la empresa, a virtud de la doctrina de la codelincuencia, serán responsables; pero si, por el contrario, hubiere minoría, que se hubiere opuesto al delito o que no hubiere tenido conocimiento ni participación en el mismo, sería inicuo que la responsabilidad recayera sobre la empresa, pues sería tanto como por una vía indirecta hacer responsables a personas en las cuales está ausente todo principio de culpabilidad”.6 Esto mismo, observamos, ya lo había denunciado Eugenio Florián, el ilustre maestro de Turín, quien, con sincera preocupación, preguntaba: “¿Cómo imaginar que alguno pueda ser responsable o, al menos, sufrir las consecuen-cias de delitos que no ha cometido, como acaecería a los socios que no participaron o votaron en contra de la deliberación delictuosa?”7

5 Saldaña.—Capacidad Criminal de las personas Sociales. Edic. 1927, p. 9.6 Jiménez Huerta.—Rev. Jurid., cit., p. 1094.7 Florián.—Parte General del Derecho Penal, traduc. de Dihigo y Giralt, t. 1, 131- parr. 210.

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Si, ciertamente, es factible que haya una minoría inconforme con el acuerdo que lleva a la sociedad por un derrotero criminal. Pero si esto sucediere así, queremos ha-cer constar que hay, por lo menos, dos objeciones muy serias que hacer a la minoría: Primera: ¿Es excusable, lícitamente, que, después de la asamblea, la minoría guarde silencio y permanezca con los brazos cruzados ante la inminencia de la ejecución del delito, consecutiva al acuerdo delictivo de la mayoría? Su actitud, como forma de protección pasiva, es ya una complicidad.

Segunda: Salvo que se trate de una reunión de enajenados mentales, el acuerdo busca, necesariamente, un provecho para la asociación, aunque sea por sendas in-debidas. Siendo esto así, ¿sería aceptable que la minoría, de un lado, se persignara píamente, votando contra el acuerdo, y del otro colmara sus bolsillos con las parti-cipaciones en las utilidades de un negocio criminal? Los miembros de la minoría se comportarían como esos diputados de quienes, en cierta ocasión, uno de sus colegas decía que votaban en el contra y cobraban en el pro.

Ni siquiera quedan libres de culpa aquellos socios que, por no haber concu-rrido a la asamblea, no conocieron, en principio, el acuerdo delictuoso, porque no es perdonable que reciban utilidades sin el convencimiento de su buena y decente procedencia. Estos asociados, indiferentes a la causa de su prosperidad y faltos de sentimiento moral, serían, cuando menos, responsables por imprudencia punible, por omisión espiritual.

De la coincidencia de intereses entre los agremiados surge un querer común, una voluntad colectiva, diríamos una conciencia de la especie, cuya realidad, si es válida para encarnar derechos y obligaciones dotados de juridicidad en el orden patrimonial y privado, también lo es para trastornar el orden social por medio de actos lesivos al interés general.

En suma, las asociaciones son capaces de realizar los tres actos fundamenta-les de los fenómenos psíquicos destacados por Francisco Brentano: Representación (iniciativa), juicio (acuerdo de la asamblea) y emoción (satisfacción de cobrar los dividendos). Cuando una empresa cubre un año de exitosos negocios y reparte grue-sos dividendos, la satisfacción de los socios no es cosa meramente ideal e inasible.

“La representación y la capacidad que el derecho otorga a los órganos de la sociedad o corporación, y la voluntad colectiva que de los mismos surge, es para obrar conforme a derecho, en el cumplimiento de los fines sociales”, escribe Jiménez Huerta.8 Recogemos, desde luego, el reconocimiento de que hay representación, hay capacidad y hay una voluntad colectiva, y no existe ninguna dificultad para pensar que ellas son vigentes cuando son aplicadas, conforme a derecho, en el cumplimiento de los fines sociales. Lo que no se explica fácil y satisfactoriamente es que ellas se desvanezcan, por arte de magia, si en vez de ir por el camino derecho, se desvían por

8 Jiménez Huerta.—Revista juríd., cit., p. 1094.

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derroteros criminales. Porque es necesario, para no salirse del tema, entender que no se está tratando, porque sería ocioso, de que los directivos de una agrupación, fuera de su carácter de tales, sin vinculaciones con la asociación y sin provecho para ésta, realicen aparte actos delictuosos. No se trata, ni lógicamente puede tratarse de otra cosa que no sea de aquellas actividades ejecutadas en nombre, al amparo y en beneficio de la agrupación y, lo que es más, con los propios elementos puestos en manos de los directivos. Está de más y fuera de lugar, por ende, la sutil observación de Jiménez Huerta, y no tiene nada de inicuo, como cree, que una persona singular o plural, soporte las consecuencias, civiles o punitivas, de actividades en las que in-terviene mediata o inmediatamente, ya sea por actuar en su concepción y ejecución o por participar consciente y satisfactoriamente en sus resultados provechosos.

VI

¿Por ser el delito una conducta típicamente antijurídica y culpable, no puede ser cometido por una asociación? Emitir acciones sin garantía, simular la existencia de un capital de que se carece, acaparar grandes cantidades de artículos de primera necesidad, para obtener el alza inmoderada de los precios, concebir, organizar y llevar a cabo ya sea una intensa campaña de publicidad para confundir a la opinión pública, ya sea un plan de agresión, no sólo de palabras, sino también de hecho, incluso el crimen, contra empresas rivales, ya la “acción directa” o el sabotaje, etc., son actividades todas complejas que no se improvisan y que exigen una considerable inversión de operaciones intelectuales. Son asimismo, sin lugar a duda, inmorales y típicamente antijurídicas, amén de que en su desarrollo se registran episodios de vívida emoción. Es claro que los actos que integran la conducta delictuosa de una agrupación son ejecutados por personas físicas, y nadie pretende sugerir, irracional-mente, la existencia y posibilidad material de un personaje fabuloso de cerebro y brazos múltiples, de un homo sociologicus en quien radicaran los atributos físicos y psíquicos de la entidad social, porque, después de todo, en la entraña misma de la responsabilidad colectiva subsiste la teoría de la ficción de Savigny.

Pero todos los individuos que, por acción o por omisión, participan en la con-ducta delictuosa, están vinculados por el común denominador del interés, el cual, independientemente del aspecto de codelincuencia, contamina de responsabilidad a la comunidad entera, en la que el interés de todos es el de uno y el interés de uno es el de todos. La posibilidad de que las sociedades delincan no ha de confundirse con la figura conocida de la asociación delictuosa. Esta nace francamente para delinquir y cuenta en su abono, valga decirlo, con propósito meramente discriminativo, con la lealtad a su programa, en tanto que las asociaciones que, nacidas para fines lícitos, se desvían hacia el delito, resultan más peligrosas por su máscara de honestidad.

Nos vemos precisados, pues, a colocar frente a las nuevas ideas de Jiménez de Asúa y aun a la creencia de Florián de que “la opinión dominante niega que las perso-

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nas colectivas puedan ser sujetos de imputabilidad penal”,9 esta categórica declara-ción del austero von Liszt confirmada por el acaecer mundial de los últimos tiempos: “Los delitos de las corporaciones son posibles jurídicamente, pues las condiciones de su capacidad de obrar en materia penal no son fundamentalmente distintas de las exigidas por el derecho civil o por el derecho público”.10

VII

No vemos la razón por la cual ha de negarse la posibilidad, la eficacia y el fin útil de reforma, de enmienda o de eliminación a que puede llegarse por medio de las sanciones a las personas colectivas. La sola enunciación sustantiva de la responsa-bilidad penal de las asociaciones constituye una saludable conminación abstracta, y no se dirá que la multa o la condena de suspensión de actividades sean incentivos para que las asociaciones reiteren posturas antijurídicas. La pena máxima, o sea la disolución, extinguirá una fuente delictiva.

Todos los problemas de lege ferenda que presenta el acertado señalamiento de sanciones eficaces para las personas morales no son bastantes para desvirtuar la doctrina de la responsabilidad corporativa, ni son insuperables pragmáticamente, debiéndose suponer racionalmente que el legislador que adopte semejante doctrina tendrá en cuenta esta sabia observación de Mittermaier: “El error de la teoría de res-ponsabilidad colectiva radica en su generalización, cuando el principio de aplicación se extiende a ciertos tipos de delito y de pena”. La naturaleza de la responsabilidad corporativa no está determinada por la índole de las sanciones que sean susceptibles de aplicarse, sino por la categoría de los bienes jurídicos lesionados. Si los actos de la comunidad eventualmente delincuente hieren intereses vitales de la sociedad, su conducta es ya delictuosa y exige una represión que rebasa los límites del Derecho privado y del Derecho administrativo.

Por supuesto que no se pensará en sujetar a prisión a una persona colectiva. pero esto no quiere decir imposibilidad de imponerle otra clase de sanciones capaces de reprimir su conducta ilícita.

El doctor don Mariano Ruiz Funes, al comentar la inclusión de la responsabilidad penal de las personas colectivas en el anteproyecto de Código de Defensa Social del Estado de Veracruz, reconoce que: “Evidentemente hay ciertas penas que pueden soportar las personas colectivas; pueden soportar la pena de muerte, con un alcance simbólico, consistente en su disolución; la privación de su patrimonio, y por ello la multa y las penas privativas de derecho”.11

9 Florán.- 10b, cit., párr. 210.10 F. von Liszt.—Tratado` de Derecho Penal. Edic. española, 1916, pp. 287 y 288.11 Ruiz-Funes. —El Ante-Proyecto de Código de Defensa Social del Edo. de Veracruz. Rey. jurid. Veracru-

zana, agosto, 1942, p. 105.

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En realidad, el delito corporativo ofrece tres aspectos bien diferenciados por lo que ve tanto a la responsabilidad cuanto a la sanción. Existe, en primera línea, una responsabilidad individual, inmediata y tangible, que recae sobre aquellos socios que acuerdan o ejecutan los actos ilícitos. Dentro de esta responsabilidad pueden incidir incluso personas que no forman parte de la asociación, pero intervienen en la ejecu-ción de los actos delictuosos.

En segundo lugar, aparece la responsabilidad, diríamos mediata y subsidiaria, de aquellos socios que no participan en el acuerdo y ejecución, por no haber votado contra el acuerdo ilícito o por no realizar ninguna actividad objetiva, pero que guar-dan silencio y aprovechan los resultados lucrativos de la conducta delictuosa.

Finalmente, nos encontramos con la responsabilidad propiamente colectiva que obliga a un regreso mental a la teoría de la ficción jurídica de las personas morales de Savigny. Es la responsabilidad de una entidad jurídica que la doctrina reconoce como distinta de la personalidad de los agremiados y que, además, es menester diferenciar por motivos pragmáticos, puesto que las sanciones por los delitos corporativos serían insuficientes, lo hemos dicho antes, si se dirigieran exclusivamente a los individuos asociados y dejaran indemne a la asociación misma, en libertad de continuar, impu-nemente, a través de otras personas, la actividad delictuosa.

No ofrece ningún problema la imposición de sanciones por las responsabilidades individualizadas, y el arbitrio judicial señalará a cada infractor inmediato y objetivo las sanciones que ameriten su grado de participación y sus condiciones peculiares.

En cuanto a las sanciones a la persona moral misma no hay modo de negar que habrán de alcanzar a todos los asociados en sus intereses económicos, los cuales, en cambio, también resultan favorecidos por el lucro que pudiera derivarse de los actos delictuosos.

En suma, de la responsabilidad colectiva se derivan sanciones aplicables a quie-nes individualmente participan de modo inmediato en la concepción, preparación y ejecución de actos ilícitos, y, además, sanciones a la persona moral y cuya realidad y consecuencias resienten, necesariamente, todos los demás miembros de la sociedad, aunque no hayan tomado parte en la concepción, preparación o ejecución. Es claro que la persona moral y los socios citados en último lugar, no podrían, no deberán ser objeto de sanciones corporales.

La sanción a la persona abstracta de la colectividad y a los agremiados no inmis-cuidos directa e inmediatamente en los actos de preparación y ejecución, sino tan sólo responsabilizados por omisión espiritual y aprovechamiento culpable, entende-mos que no puede ni debe ser más que de orden patrimonial.

Gierke sostuvo una idea impunicista en favor de los agremiados cuando es san-cionada la persona moral; pero Aquiles Mestre combatió la tesis del eminente ger-mano, fundándose en la teoría de la doble personalidad: la colectiva y la individual.

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Creemos que Mestre tuvo razón, no tan sólo por su expreso fundamento radicado en la teoría de la doble personalidad, sino también porque es imposible que la sanción al grupo deje de ser resentida por todos los agremiados en sus intereses económicos y porque la pena sería insuficiente e ineficaz si, impuesta sólo a los individuos, deja en libertad a la agrupación de continuar su programa criminal; o si, por el contrario, impuesta a la persona moral, deja impunes actos individuales notoriamente delic-tuosos.

VIII

Sin embargo, una elemental consideración de justicia y de equidad sugiere que es absolutamente posible que haya socios que no participen en forma ni en momento algunos en la conducta ilícita, es decir, ni en su concepción, ni en su preparación, ni en su ejecución, ni en el aprovechamiento de sus resultados económicos.

Los únicos que, a nuestro modo de ver, se encontrarían en estas condiciones se-rían aquellos que no concurrieran a la asamblea, ignoraran el acuerdo delictuoso y su ejecución y que, además, no tuvieran oportunidad todavía de cobrar sus participacio-nes en los productos de la actividad ilícita, para considerarlos, entonces, obligados a examinar la legítima procedencia de las ganancias.

Sin embargo, estos socios quedarían afectados también en sus intereses por las sanciones que se impusieran a la persona social. Pero, ¿su especial situación es bastante para detener el castigo de la agrupación?

He ahí un problema que no cabe resolver sino sobre la consideración de que la necesidad de suspender o extinguir una fuente de peligro social está por encima del interés meramente económico de unos cuantos o muchos individuos particulares. A pesar de ellos, subsiste la exigencia de castigo, debiéndose procurar, sin embargo, proteger aquellos intereses no contaminados de delito, mediante una disposición que dijera más o menos: “Los miembros de la sociedad afectada, ajenos totalmente al hecho o a los hechos delictuosos que dieren motivo a la suspensión o disolución, tendrán derecho de reclamar al socio o socios delincuentes los daños y perjuicios que les acarreare la suspensión o disolución”.12

No vemos otra solución razonable en el conflicto entre el interés social de casti-gar la conducta criminosa de un grupo funcional y el interés de algunos agremiados posiblemente inocentes. La persona que invierte su dinero y su esfuerzo para formar el capital de una asociación, tiene la legítima esperanza de obtener un provecho, y cuando por una culpa que no es suya se suspende o extingue la fuente de utilidad, recibiendo con ello un perjuicio, si bien la protección de su derecho es imposible que

12 Código de Defensa Social del Edo. de Yucatán, art. 54.

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supere ni iguale siquiera el derecho de defensa social, sin embargo, lo menos que se le ha de conceder es que esté en aptitud de lograr una justa indemnización.

IX

Se dice que una persona colectiva es inenjuiciable penalmente. Puede compare-cer en juicio civil, por medio de sus representantes, para deducir acciones o aducir excepciones. Pero ¿cómo se le podría tomar la declaración preparatoria, carearla y decretarle una formal prisión?

Ahora bien, el proceso es, formalmente, la reconstrucción histórica del iter crimi-nis para llegar, obtenida una certeza de responsabilidad, al fin substancial de realiza-ción concreta de una norma punitiva. Y aunque no negamos que podría formarse un pequeño cuadro de incompatibilidades procesales, tratándose del enjuiciamiento de personas colectivas, esto no implica que no se puedan satisfacer las exigencias fun-damentales de un proceso en el que, sin quebrantar garantías individuales, se llegue a una convicción de culpabilidad o de inculpabilidad. Nada impide que las diligencias se entiendan con los legítimos representantes de la Asociación, cuyo procesamiento es indispensable para imponerle una sanción.

No estamos de acuerdo en que la sociedad pueda ser condenada a disolución, suspensión o multa, por virtud de un proceso seguido solamente a los socios delin-cuentes. No vale decir que esas sanciones constituyen auténticas medidas de se-guridad, porque tan pronto imparten privación o suspensión de derechos y tengan afectaciones patrimoniales, no podrán ser aplicadas más que mediante y a través de un procedimiento, en el que el afectado, sea persona natural o social, tiene que ser oído, y sin que sea dable imponer penas o medida alguna de seguridad que trascien-dan a personas distintas de las enjuiciadas.

No es que pretendamos destacar ninguna excelencia de nuestro sistema jurídico; lo que sucede es que si Jiménez Huerta, al referirse a los artículos 44 del Código penal español de 1928 y al 22 del Proyecto de Reformas de 1912, cree que en España se entendió que el artículo 44 no establecía la responsabilidad corporativa, sino sólo una medida accesoria de seguridad, semejante al decomiso del instrumento de un delito, y posible de aplicar sin procesar a la sociedad misma, menester es contestar que tal creencia no cabe en nuestro procedimiento en el que es rígido e inmodificable el principio de nulla pena sine judicio.

Además, no es admisible que un grupo funcional sea equiparado a un objeto material, inanimado e inerte, como mero instrumento de una voluntad ajena. Una asociación es una entidad eminentemente humana y viviente, y su modo de obrar es y tiene que ser una conducta humana. La responsabilidad penal corporativa no rompe de ninguna manera la tesis de que el delito está incluido necesariamente en la conducta humana.

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Tampoco contraría el principio de que la responsabilidad penal es individual, como lo decían los artículos 25 del Proyecto Silvela, 44 del Código español de 1928 y 33 del Código mexicano de 1929. Esta expresión no quiere decir sino que la res-ponsabilidad criminal es personal, y que ni ella ni las penas que acarrea pueden trascender a otras personas; es un pronunciamiento expreso contra la inhumana idea de que las culpas de los padres contaminan a sus descendientes. El empleo de la pa-labra individual no excluye la posibilidad de que el responsable de ciertos delitos sea una corporación, ya que ésta es también un individuo social. En una Organización de Naciones o en una Confederación de Asociaciones, cada nación miembro o cada asociación miembro es un individuo en relación con la masa confederada.

Por lo demás, nos vemos precisados a estimar indocumentada la información que proporciona Jiménez Huerta, en su Conferencia mencionada, sobre los propósitos cercenados que atribuye el art. 44 del Código español de 1928 y al 11 del Código mexicano de 1931. No es cierto que esos preceptos no establezcan la responsabilidad criminal de las asociaciones. No solamente la establecen, sino que ellos mismos no tendrían razón de ser si no aceptaran el supuesto de la responsabilidad corporativa. Ninguna pena —y lo es toda restricción de derechos impuesta en virtud de un acto ilícito penal—, puede eludir el supuesto de la responsabilidad y del previo juicio.

El art. 44 del Código de 1928 es una herencia doctrinal del ilustre don Luis Silvela, cuyo Proyecto de Código Penal de 1884 contenía el art. 25, que decía así: “La responsabilidad criminal por los delitos o faltas es individual. Pero cuando los individuos que constituyen una Entidad o persona jurídica, o forman parte de una Sociedad o Empresa de cualquier clase, cometen algún delito por los medios que las mismas les proporcionen, en términos que resulten cometidos a nombre y bajo el amparo de la representación social, los Tribunales, sin perjuicio de las facultades gubernativas que corresponden a la Administración, decretarán en la sentencia la suspensión de las funciones de la Sociedad, Corporación o Empresa, o su disolución, según proceda”. Nos parece que no es justo atribuir al señor Silvela la ignorancia de que, sin responsabilidad, no hay delincuente; sin delincuente, no hay delito, y sin delito, no hay pena; pero aunque pudiera merecer semejante acusación, no hay que olvidar que la semilla de la responsabilidad corporativa encerrada en el art. 25 del Proyecto, antes de adquirir corporeidad legal en el 44 del Código de la Dictadura, tuvo que pasar por el Proyecto Villaverde de 1891, por el de 1912, por el de 1920 redactado por Saldaña, y por el de 1927, en los que se acoge francamente dicha responsabilidad.

Pero, para disipar toda duda, el mismo Presidente del Consejo de Ministros de España, definió el fin perseguido con el art. 44 en estas palabras: “La complejidad de la vida moderna, el vigoroso desarrollo de las sociedades y empresas, su indudable influencia en la vida social y su actuación con conciencia y voluntad propias, distinta de la individual, han creado la necesidad de definir figuras de delito cuyo autor no es la persona individual, que a veces obra como simple instrumento, sino la misma

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persona jurídica, que ideó, dirigió y procuró con su poderosa ayuda los actos penados por la ley”.

Más desafortunada es, si cabe, la postura de Jiménez Huerta cuando le niega al art. 11 del Código mexicano de 1931 la adopción de la responsabilidad penal de las asociaciones. “En consecuencia —escribe—, el art. 11 del Código del 31 no es-tablece, ni amplía ni tímidamente, grado alguno de responsabilidad criminal de las personas sociales, pues su texto no tiene otro alcance que el de una definición des-criptiva de una medida de seguridad”.13 No sabemos de dónde saca Jiménez Huerta los elementos que le llevan a negar una realidad de la ley mexicana, pues el artículo 11 a que se refiere no es, con ligeros cambios en la redacción, sino la exacta repro-ducción del 33 del derogado Código Penal de 1929, respecto del cual el licenciado don José Almaraz, en la Exposición de Motivos de este Ordenamiento, declara de modo categórico: “La Comisión cree fundadamente que la innovación que contiene este artículo procede, y viene a satisfacer una necesidad desde hace tiempo sentida: la de reconocer la responsabilidad de las personas morales”.14

El legislador de 1931, según informan los licenciados Luis Garrido y José Ángel Ceniceros, para dejar subsistente el precepto, tuvieron que estimar “las circunstan-cias económicas y sociales de la vida moderna que demandan perseguir a las corpora-ciones o empresas que hayan proporcionado los medios a sus miembros para delinquir, pues resultaba ineficaz para combatir el crimen que sólo respondiesen los miembros de dichas personas morales, sin atender a los medios o a los materiales que les ha-bían servido para su acción delictiva intereses que se continúan administrando lejos de la estera jurídica represiva, y para fines punibles”.15

Está fuera de discusión, pues, que los redactores del Código de 1931, entre quie-nes fueron figuras prominentes Garrido y Ceniceros, tuvieron el claro e inconfundible propósito de considerar a las personas morales como posibles agentes de delito, merecedoras de persecución punitiva.

La Exposición de Motivos del Código de Defensa Social de Yucatán es todavía más precisa en cuanto a sus propósitos. “La responsabilidad corporativa, dice, debe reco-nocerse y sancionarse. Las medidas de defensa social contra las personas morales, en casos de infracciones cometidas para satisfacer indebidos intereses colectivos, o con medios proporcionados por ellas que importen su manifiesta responsabilidad, deben ser prácticas y eficaces, y no limitarse a pretensiones meramente abstractas”. (Las últimas palabras aludían, notoriamente, al Código Penal del Distrito y Territorios Fe-derales que, después de establecer la responsabilidad penal de las personas morales en su art. 11, no cuidó de reglamentar su aplicación objetiva).

13 Jiménez Huerta.—Trab. y Revista citados, p. 1099.14 Almaraz.—Exposición de Motivos del Cód. Penal de 1929, p. 54.15 Ceniceros y Garrido.—La Ley Penal Mexicana, Edic. 1934, p. 42.

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X

La controversia sobre el profundo problema de la responsabilidad penal de las Corporaciones seguirá su curso preñado de interés doctrinario. Mientras von Bieling, Alimena y Florián defienden la tradición de la societas delinquere non potet, creyendo que es una absurda y peligrosa metáfora hablar de una voluntad y de una conciencia social distintas de las individuales de los asociados, Gierke, von Liszt y Mestre man-tienen una rotunda posición responsabilista, y Ernesto Hafter y Jiménez de Asúa, emulado aquél por éste en su apostasía científica, se apartan de sus ideas iniciales para sumarse a los enemigos de tal responsabilidad, tornándose Hafter “en adversario de lo que antes había defendido con brillantez y no escaso acierto”, hasta el grado de haber sugerido la necesidad de un Derecho penal corporativo, según lo hace notar el profesor Masaveau.16

La compilación y cotejo de los materiales dialécticos con que cada bando cuenta es una dura y plausible tarea que no nos atrevemos a acometer por temor de inci-dir en la triste suerte del ilustre autor de los Anales Universales de la Pintura, de la Escultura y de la Arquitectura, el malogrado Fulgencio Tapir, quien —así lo relata Anatole France en el Prólogo de la Isla de los Pingüinos— pereció en un diluvio de erudición —charca de erudición, dice France— enterrado entre millares de papeletas clasificadas y fichas históricas.

No, nuestro propósito, expresado ya es sólo explicar y defender algunas dispo-siciones de las leyes penales mexicanas dirigidas hacia un aspecto de la conducta humana, encarnada en las actividades de las asociaciones, cuando éstas, desviadas de su curso normal y autorizado, invaden terrenos punitivos por medio de hechos que, en su configuración, en su contenido y en sus resultados, encuadran en la tipi-ficación de los delitos que consigna el Código Penal. Eso es todo.

Pero como quiera que entramos en estas disquisiciones siguiendo los pasos de dos destacados penalistas hispanos —los señores doctores Jiménez de Asúa y Jimé-nez Huerta—, a cuyas opiniones, que nos interesan a toda hora, no podíamos dar oídos de mercader, queremos, con todo respeto, especialmente a sus ideas políticas, dedicarles esta breve meditación final: si, para bien de la justicia, de la legalidad y de los principios democráticos, quedara restituida la República en territorio es-pañol, muy interesante será observar cómo procederán los juristas de la República ante la cadena de violencias y actos punibles perpetrados por la asociación llamada Falange Española. En condición de exigir cuentas y responsabilidades por los aten-tados cometidos contra la nación española y la República, ¿enjuiciarán solamente a unas cuantas docenas de falangistas y permitirán la supervivencia de la arrogante asociación, en libertad de continuar desarrollando su programa, a pretexto de que,

16 Jaime Masaveau.-La Responsabilidad penal de las personas corporativas. Rey. La Justicia”, junio, 1946, p. 8279.

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como persona moral, no nudo delinquir, ni puede ser sujeto de imputabilidad penal ni objeto de sanción?

Y no es sólo Falange. Se dice también que grandes empresas, como la que mo-nopoliza el tráfico del tabaco en España, colaboraron práctica y eficientemente en la sedición militar y ministraron elementos económicos e influencias para destruir el orden legal, cobrándose, luego, con privilegios y concesiones que aumentaron sus provechos y capitales. ¿Esas empresas, con nuevos directores, continuarán su vida normal, en espera de nuevas oportunidades, como si nada hubiera pasado, fuera de haber hecho un magnífico negocio con la rebelión y la vida de la República?