La Religión y el Mundo Actual de Federico Salvador Ramón – 9 – Los Americanos

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En portada:

Thomas Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América.

Cadena de montaje del Fort T. 1910.

Derechos de autor registrados

2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).

Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña

La Religión y el Mundo Actual. 9.Los Americanos. Federico Salvador Ramón

Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia

Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La

Inmaculada Niña.

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La religión

y el

mundo actual - 9 -

Los Americanos

Federico Salvador Ramón

Publicado en la revista mariana Esclava y Reina Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña

Agosto – Septiembre - Octubre Instinción – Almería – España

1918 zzz

Edición actualizada por

María Dolores Mira Gómez de Mercado

Antonio García Megía

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Esta serie de documentos recopila los artículos que Federico Salvado Ramón, bajo

el seudónimo de «Mirasol», publica en la sección “Apuntes Sociales”, con subtítulo

genérico La Religión y el Mundo Actual, de forma casi ininterrumpida en la revista

Esclava y Reina de la Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña, desde su segundo

número aparecido en febrero de 1917.

Con la intención pedagógica que caracteriza toda su producción escrita, el padre

Federico observa, analiza y comenta desde un punto de vista católico, apostólico, romano

y de esclavo militante, los matices y perspectivas que se suceden en los ámbitos

filosófico, social, cultural, histórico, político, y por supuesto, religioso, durante la

turbulenta transición que supone el cambio de centuria, cuyo impacto se extiende hasta el

segundo cuarto del siglo XX.

Se trata de una época de mentalidades en conflicto que concluyen con el trágico

estallido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores.

Los ejes nucleares del cambio de mentalidad afectan a campos tan diversos como

la relatividad y la operatividad de los conocimientos, el problema de los valores, las

relaciones entre ciencia, filosofía —desde el entendimiento de que la opción que cada

intelectual escoge —ya sea desde el pensamiento conceptualista, ya desde el

irracionalismo y desde la reivindicación de la «experiencia y la intuición de la

inmediatez», que siempre implica elecciones éticas y políticas a veces abiertamente

contrapuestas.

El mundo en los albores del siglo XX se enfrenta a la remoción de los fundamentos

del saber en las ciencias y en la cultura filosófica. En las décadas finales del siglo XIX y

en los inicios del siglo XX, entra en crisis el modelo positivista de cientificidad y la

prevalencia de la razón y la ciencia que habían constituido la base de los grandes sistemas

del siglo XIX. El racionalismo tradicional se ve amenazado por la irrupción imparable de

los sistemas irracionalistas de Nietzsche, Bergson o Freud.

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Desde las últimas décadas del mil ochocientos y hasta la Primera Guerra Mundial,

sobre todo en Francia y en Alemania, la certeza positivista comienza a sufrir un intenso

proceso de erosión por las expansión de las posiciones irracionalista ya citadas y por la

transformación interna del propio positivismo, en el sentido de una mayor conciencia

crítica sobre las posibilidades, los límites y los métodos del saber científico, tal como se

manifiesta en la postulación sobre la fenomenología de Edmund Husserl.

Este decurso acelera el proceso de modernización emprendida por la burguesía

liberal hacia el capitalismo financiero que se aleja del capitalismo industrial alumbrado

en el siglo XVIII.

A ello se suman las transformaciones culturales sobrevenidas por las políticas de

expansión imperialista y colonial de las grandes potencias, exclusivamente europeas hasta

los inicios del siglo XX, a las que habrán de sumarse desde inicios de la centuria, los

Estados Unidos norteamericanos y el Imperio de Japón que sale fortalecido tras derrotar

al coloso Ruso en la guerra por el dominio de los territorios de Manchuria.

Este es el contexto en que se desarrolla la vida del padre Federico Salvador

Ramón, y, como queda dicho, esta su postura al respecto.

María Dolores Mira y Gómez de Mercado Antonio García Megía

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FEDERICO SALVADOR RAMÓN

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La religión y el mundo actual

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Apuntes Sociales Los Americanos

Pasmoso hecho histórico será la guerra actual por sus colosales proporciones,

pero no lo será menos por la trascendencia que ha de alcanzar en todos los órdenes de

la vida y por los gérmenes que, nacidos al calor de su incesante fuego, hará fructificar

en día más o menos lejano.

Uno de estos gérmenes de extraordinarias consecuencias es, sin duda alguna,

el desarrollo del «americanismo mundial», si así nos es permitido llamarlo.

Aquello de «América para los americanos», es ya un grano de anís para los

yanquis. Éstos, connaturalizados con las cosas grandes, suspiraban por un escenario más

amplio que toda América y, por fin, lo compraron a precio de oro haciéndose los

generosos fiadores capitalistas de la guerra actual y hasta los grandes quitadores

responsables en ella.

De aquí, que, sin otros títulos que alegar más que la propia riqueza

comprometida, y para defender ésta, háyanse tenido que lanzar a la guerra europea con

la capa de magnos protectores sin otro fin que protegerse a sí mismos, defendiendo y,

mejor, asegurando sus capitales, y preparándose en cuanto esté de parte de ellos para

hacer frente al Japón, que no verá nunca sin airados celos que los americanos procuren

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predominar en el Pacífico, y, por último, consiguiendo de una manera inequívoca influir

decisivamente en las resoluciones mundiales de las grandes potencias europeas.

Como negociantes habían llegado los yanquis a ser un elemento indispensable

en el mercado mundial. Ahora aspiran a ser fuertes para imponer su dominación en

donde impusieron su comercio. Es la política indefectible de la Cartago de todos los

siglos.

No dudamos que los Estados Unidos de América desean y procuran

inmediatamente la destrucción de Alemania, pues esta nación es la gran émula de todo

adelanto y, por consiguiente, hace sombra a toda nación que, como Inglaterra y

Yanquilandia, desean ser las exclusivas, sin competencia de ningún género, en la

explotación material del mundo.

Y por tenerlo así por muy cierto, suscribimos muy gustosos el siguiente párrafo

que copiamos de un articulista de El Siglo Futuro. Helo aquí:

«Así, pues, las razones alegadas para la intervención son pura hipocresía y los

intereses propios y exclusivos suyos, a costa, no de Alemania sólo, sino de toda

Europa. Son el principal móvil. Y su primera víctima ha sido Francia,

materialmente ocupada ya por los americanos, excepto en las provincias

dominadas por Inglaterra, y cuya soberanía ha desaparecido de tal modo que si

un Gobierno francés quisiera concertar la paz con Alemania, aun la paz total a

que podía obligarle la hidalguía que exige toda la alianza a cualquier nación

que no sea Italia, no puede hacerlo, pues sus dos aliadas anglosajonas la

obligarían a seguir combatiendo, o seguirían combatiendo ellas en territorio

francés sin Francia, a pesar de Francia y contra Francia, si era preciso».

Este malhadado germen, tanto más odioso cuanto de más extensos efectos es la

obra de Inglaterra que, por no perder el cetro que hasta hoy empuñaba en su afán de

arrebatarlo a los alemanes, lo ha puesto gratuitamente en las manos yanquis, pues éstos,

victoriosos o vencidos con los aliados, siempre serán la causa de la victoria, en el

primer caso, o la gran víctima, en el segundo, por lo que, de uno u otro modo, siempre

les habrán de quedar obligadas las naciones de la Entente, haciéndose aquellos, por lo

tanto, elemento indispensable en los asuntos europeos.

Y por este motivo pesará sobre la nación británica el horrible estigma que el

articulista aludido lanza contra ella en estas palabras:

«Esta es la obra de Inglaterra, nación europea que ha hecho traición a Europa

llamando a una contienda de esta parte del mundo, la primera hasta ahora, a

una nación que no pertenece a ella, a una nación extra europea».

Nosotros no nos atreveríamos a decir cuánto tiempo será el que usufructúe

Yanquilandia la hegemonía mundial, pero sí decimos que tenemos ese hecho por

incoado. América es hoy la señora de los destinos del mundo. Y afirmamos también,

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que si los Imperios Centrales fuesen vencidos al final de esta guerra en vez de vae

victis, habrá que exclamar «Ay de los vencedores».

Por lo que respecta a la hegemonía yanqui, nos es grato acabar de leer, en

llegando a este punto, lo que dice Armando Guerra en sus insinuantes crónicas de El

Debate: «Hoy, en esta danza macabra de la guerra escribe, quien lleva la batuta

es el tío Sam. Si éste se incomoda, torcerán el gesto todos sus satélites».

El Presidente de la República francesa, hablando a guisa de Caifás, y

perdóneseme la comparación, telegrafió a Wilson cuando éste se decidió a tomar parte

en la guerra del lado de los aliados, diciéndole:

«Esta guerra no habría tenido su plena significación si los Estados Unidos no

hubiesen sido precisados por el enemigo mismo a tomar parte en ella. El

imperialismo alemán que quiso, preparó y declaró la guerra, ha concebido el

loco sueño de establecer su hegemonía sobre el mundo, y únicamente ha logrado

sublevar la conciencia de la humanidad».

En cambio, de un publicista español son las siguientes palabras, escritas también

cuando la República americana se decidía a tomar parte en la guerra europea:

«La actitud de Norteamérica no ha podido sorprender en Alemania; informes

particulares dicen que estaba prevista. No es un secreto para nadie que los

Estados Unidos hace ya mucho tiempo que abandonaron su neutralidad. Con el

gesto de ahora no han hecho más que subrayar la actitud que venían observando

desde el principio de la guerra europea. Norteamérica ha venido aceptando casi

sin protesta el bloqueo británico contra Alemania, sin sacar del cajón de su

mostrador los altisonantes tropos de los derechos del ciudadano americano, el bien

de la Humanidad y otras hipocresías al estilo. Pero la resolución radical de

Alemania ha herido de repente el amor propio de los yanquis. El amor propio,

la conciencia y el orgullo de los norteamericanos ya se sabe en donde

acostumbran a conservarlos: en su portamonedas.

He aquí la más clara explicación de todo. Y en cuanto a nosotros, los españoles,

no hace falta que vayamos a preguntárselo a nadie, porque por bien triste y

dolorosa experiencia lo sabemos, y esto de ahora no pasa de ser una ratificación.

Tiene gracia la declaración de Wilson cuando dice que todos los neutrales

seguirían su ejemplo. Demuestra la locura de grandezas, la autosugestión de

creerse que sus sermones pacíficos eran sinceros, cuando es lo positivo que hacían

el menester de paños para cubrir la mercancía, y demuestra, además, el

desconocimiento del alma de otras naciones que saben rendir culto al ideal y no

ser esclavas de groseros apetitos».

La presencia, pues, de los Estados Unidos americanos en esta guerra es una

nueva GRAN FICCIÓN que ha de liquidar al final de cuentas la Historia de la

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civilización verdadera, cuando, con el rigor de la verdad, se las tome a este pueblo

protestante, avaro siempre de las riquezas materiales y ambicioso hoy de la gloria

mundana por las cuales lanza a sus hijos a la hoguera donde han de ser purificados

los grandes extravíos de la retrógrada Reforma.

Escrito el anterior artículo, ha dicho Mella:

«Francia está hoy colocada en un terrible dilema del que no parece que pueda

salir viva su independencia. Vencida o vencedora, su independencia será

derrotada.

Si es vencida por Alemania, la lucha social, en consecuencia de la derrota,

acabaría de anularla.

Si fuese vencedora con la ayuda yanqui, se encontraría con su propio territorio

cruzado de ferrocarriles norteamericanos y sus valores y su Hacienda

hipotecados a sus auxiliares, que serían sus dominadores».

Por lo que toca a la actuación americana en el inundo, ha dicho:

«Cuando termine la guerra, las Potencias europeas habrán perdido el dominio

del Mediterráneo, y por primera vez en la Historia, se dará el caso de que el

Nuevo Mundo tenga colonias en el Viejo Continente».

Y después:

«En la lucha entre pueblos europeos, Inglaterra ha pedido y solicitado como una

limosna la ayuda de los Estados Unidos. El primer efecto de ella es cambiar la

metrópoli financiera con respecto al grupo que solicitó la cooperación yanqui.

La supremacía de la banca ha pasado de Londres a Nueva York. La segunda

será la supremacía en los mercados y la tercera sería en el mismo territorio

europeo, porque los yanquis no sacrifican sus trust por ideales caballerescos,

pero saben cobrar bien las facturas».

¡Desdichada Europa!

Cuatro siglos ha que vaga errante por el mundo todo y por los senderos de

la inteligencia y de la voluntad, dejando por doquiera, enredados en las zarzas de los

errores y del vicio, gloriosos jirones de la verdad y de la virtud que le legara la Maestra

de las Naciones.

Plegue al cielo que bien pronto note la diferencia que existe entre el manjar

del cielo, de que antes disfrutaba, y las bellotas que le ofrece el mundo. Y al sentirse

domeñada por un amo egoísta y cruel, clame potente: Surgam et ibo ad Patrem.

En las consideraciones que hemos venido haciendo en esta sección de nuestra

revista, dijimos que dábamos por incoado el predominio de América sobre Europa.

Hoy nos atrevemos a decir que ya está consumado.

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Y no se crea que nos mueva a lanzar nuestra protesta en contra de ese hecho

fin alguno mezquino.

Nosotros reconocemos, en primer término, que hay bienes que sólo los puede

usufructuar el que tiene capacidad suficiente para administrarlos debidamente, y para

acrecentarlos, bienes de altísima trascendencia para la humanidad y que, por su propio

peso, se dejan sustentar por las sociedades que los han de enaltecer, huyendo con

desdén de los pueblos en donde sólo encuentran menguado vituperio.

Acaece así, a no dudarlo, con el que podemos llamar el supremo de todos los

bienes: el de dirigir a la humanidad por los caminos del verdadero progreso a su

último fin y perfeccionamiento.

No creemos que Europa tuviera vinculado ese privilegio de la mundial

hegemonía a razón alguna intrínseca, ni a derecho alguno adquirido, si no era a la

indiscutible superioridad material, intelectual y moral que podía ostentar sobre las otras

cuatro partes del mundo. Por consiguiente, perdida esta supremacía, por fuerza natural

verá Europa desprenderse de sus manos el áureo cetro con que hase impuesto durante

tanto siglo a todas las naciones.

Atenas primero y Roma después fueron los titánicos tronos desde donde dictaron

leyes universales la virtud y el saber. Roma, la feliz Roma, ora desde el Quirinal, ora

desde el Vaticano, y siempre sentada como Maestra ecuménica en su cátedra lateranense

y bañadas sus sabias enseñanzas en la suave dulzura de Santa María la Mayor.

Desde que fue regada con la sangre de los apóstoles San Pedro y San Pablo,

hace veinte siglos, no dejó un sólo día de ser el trono augusto de la Verdad y del

Bien, pero si en Roma hallábase la riqueza que dar a los demás, no era siempre la

nación de los romanos la encargada de impartir tales tesoros, y así hubo tiempos en

que España y Francia fueron los brazos fuertes de la verdadera civilización.

Mas, desde que el protestantismo en Alemania y el anglicanismo en Inglaterra

pusieron cátedra contraria a la de Pedro, iniciose una civilización más material que

espiritual, más positivista que idealista, más terrena que divina, apetecedora, por lo

tanto, de esta vida y despreciadora de la futura, ansiosa de goces y fuertemente

repulsora de todo sacrificio.

Y ésta, que dieron los pueblos en llamar verdadera civilización, seduciendo a los

pueblos porque se mostraba ata viada con los oropeles de la humana prosperidad, llegó

a ser como ley en Europa en contra de los grandes clamores y sublimes enseñanzas

que todos los romanos pontífices, como si fuesen uno solo, lanzaban al mundo en

los admirables monumentos de sus encíclicas que señalan una estela imborrable de la

verdadera civilización en el inmenso océano de la vida de los siglos, y que será

eternamente el más justo reproche lanzado por la verdad y la virtud al rostro de los

falsos civilizadores del mundo moderno.

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Europa quiso dar al mundo una civilización material, y no pensó que ella era

soberana por la fuerza de su idealidad. Olvidose el minúsculo continente europeo que,

llevando en su carroza triunfadora un mundo nuevo de vida espiritual y con la

brújula siempre fija en el cielo, habíase señoreado del orbe, haciendo señoras a las

demás naciones.

Pero al trocar el cetro sobrenatural por el puramente humano, las riquezas del

cielo por las de la tierra, bien pronto había de sentir, con las más crueles desgarraduras

de su propio corazón, que otros continentes eran más ricos, más extensos, más fuertes,

más numerosos, y siquiera tenga la gloria de ser la madre de las naciones todas, no

dejará por eso de sentir menos que pueblos por ella engendrados y educados, tratan de

imponérsele y se le imponen, porque son más en todos los órdenes del naturalismo

que triunfa.

Sí, Europa hizo descender el nivel de la perfección de tejas abajo y, éstas, donde

más se elevan es en Norte América, muy lógico es que Europa sufra las consecuencias

de esta superioridad.

Washington, la capital de los multimillonarios, contempla, regiamente

recostada, sobre las orillas del Potomac, a las grandes multitudes del mundo acudir

ansiosas de trabajo, de riquezas, de primeras materias. Y desde la capital de los

Estados Unidos Americanos se ven a todos los pueblos que les envían sus hombres,

pequeños, míseros. Y lo mismo juzgan de los chinos que trabajan en la carga y

descarga de los miles de vapores europeos que allá van a rendir parías que de los

italianos que en gran número prestan oficiales a las peluquerías.

Los verdaderos yanquis son unos señores a quienes sirven los hombres de las

demás naciones, ¿qué tiene de extraño que ellos miren a tales naciones con el mismo

señoril desdén con que se habituaron a mirar a muchos de sus habitantes?

En Yanquilandia todo es grande, las casas de comercio de miles dependientes

y las casas de particulares de cuarenta pisos, los hoteles, los teatros, las fábricas, los

paseos, los puentes, las avenidas, la producción, la riqueza…, hasta las hecatombes son

colosales, y, por consecuencia ineludible de la civilización fingida que sufrimos,

impónense los más a los menos, los ricos a los pobres, los fuertes a los débiles…, y

así no es extraño oír en América que Europa es un continente caduco, necesitado a

toda costa de que haya quien le preste generoso el báculo de la ancianidad.

Y ellos, conscientes de su gran virtualidad física, seguros de su poder material,

se disponen a ser el sostén de esta Europa que, de hecho, sucumbe, porque, loca de

soberbia, creyose por sí misma suficiente para encumbrarse hasta los cielos y ahora

se contempla sin alas como Ícaro, y habiendo perdido los caminos que llevan a los

pueblos a renovar su juventud, porque olvidose de las verdades eternas, de la ley del

sacrificio y de los admirables prodigios y heroicas hazañas llevadas a cabo en alas de

la caridad de Dios y de los hombres.

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CONSIDERACIONES FUNDAMENTALES

Sentados los principios sobre los cuales ha de basarse toda una civilización, y

no rectificados, sí que fomentados cada vez más, es innegable que han de sacarse las

legítimas consecuencias de aquellos, mal que pese a los mismos principios, si son

falsos, y a sus asentadores y propagadores.

Y es evidente que si se ponen de fundamento verdades, se edificará sobre

roca, y si principios falsos, se construirá sobre arena. Y el que, alejado de los

indestructibles cimientos de la verdad, se empeña en levantar el ingente alcázar del

progreso sobre el error es semejante al que siembra vientos que no recogerá otros

frutos que tempestades devastadoras que, al soplar furiosas, todo lo edificado en fuerzas

de sacrificios dignos de mejor causa, lo convertirán en informe montón de ruinas. La

Historia, la gran maestra de la vida, así lo atestigua.

No hemos de comprobar estas clarísimas verdades con hechos de la antigua y

moderna historia, pues son harto conocidos de cualquiera persona medianamente

instruida, y a nuestros lectores los consideramos en el número de los que saben y

desean saber siempre más.

Bástanos contemplar el mundo actual y cada día nos ofrece, por desgracia, más

palmaria comprobación de lo anteriormente dicho.

Europa ha perdido el cetro de la hegemonía mundial, porque despreció los

fundamentos sobre los cuales la sustentaba.

La idealidad europea levantábase sobre todos los horizontes, su espiritualidad

más que sublime, la coronaba reina de todas las naciones. Pero Europa hace ya cuatro

siglos que se esfuerza, loca, en hacer saber al mundo que todo lo que no es natural es

antinatural, y, así, habiendo fundado el reino del naturalismo, sufre las terribles

consecuencias que para ella se han seguido de ese fatal reinado. Debían imponerse las

fuerzas naturales y se impusieron.

Si leemos una Geografía cualquiera, no digo americana, europea, española,

fácilmente veremos que los Estados Unidos Americanos, como decíamos en nuestro

artículo anterior, son más en todos los órdenes del naturalismo que triunfa.

Toda Europa tiene de extensión diez millones de kilómetros cuadrados,

Yanquilandia más de nueve. Con más de cien millones de habitantes cuentan los Estados

Unidos. Supera, por lo tanto, en población a las naciones más pobladas, salvo Rusia,

que no hay para que incluirla en el número de las naciones que se habían de imponer

por su falta de cultura, aun la puramente natural, en la que América se haya a la altura

de la nación más ilustrada de Europa.

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En la producción de minerales y de carbones, de algodón y de cereales, de

tabaco y de metales preciosos, aventaja mucho a cualquiera otra nación. Son sus hijos

robustos y fuertes, ricos y aventureros, cuentan sus riquezas por billones, y allí se siente

el hervor de la vida, el fuego de las pasiones, los violentos aleteos del entusiasmo.

Ellos se sienten grandes, se juzgan hombres superiores a los demás hombres y por

eso anhelan que todos sean como ellos, y así puede decirse que llevan en su sangre

el panamericanismo mundial.

Ya hace no pocos años que Alemania proponía la liga comercial de las naciones

europeas. Éstas no oyeron el acertado llamamiento, antes al contrario, el fuego de la

avaricia avivado por los vientos de la ambición, alentaba la hoguera que había de

encenderse entre alemanes e ingleses y que daría por resultado que, al llamar éstos

en su auxilio a los yanquis, adueñaríanse los auxiliadores de cuanto creían suyo los

auxiliados y de cuanto pretendían apoderarse éstos.

Este fruto se recoge en Europa como natural consecuencia de los principios

que ésta misma sentara para deducir la verdadera superioridad. Así, pues, no

considerándose otro patrón que la prosperidad para imponer la supremacía a las

naciones, el pueblo más próspero, que es hoy a no dudarlo, el yanqui, se impone a

todos los demás de la tierra declarándose, porque puede, dueño y señor de los destinos

del mundo.

El carbón y los metales, la industria y el comercio, la riqueza y la química, el

naturalismo, en una palabra, se ha impuesto. Wilson es el amo del mundo, ¿habrá ya

quien lo dude?

Ciertamente que todos estamos conformes en esta afirmación, pero no todos la

juzgamos del mismo modo.

Para las naciones materializadas, este triunfo supone un progreso hacia el ideal

de la civilización predicada hace ya cuatro siglos y que es un paso casi decisivo para

llegar a la meta, mas, para nosotros es, no la última, pero sí la mayor ficción que hasta

hoy ha realizado la civilización protestante en medio de la humanidad, y así arrastra a

ésta al último vértigo de la locura que lo representará, o mejor dicho, que ya lo

empieza a realizar el socialismo ateo en el gran escenario del mundo.

Para las naciones modernizadas suenan voces de halagüeño humanitarismo que

les satisface, como si fuera el bien o la felicidad a que los pueblos aspiran, mas es, a

nuestro entender, la última capa de ceniza que se echa sobre las encendidas ascuas de

los odios engendrados por una civilización de falsas interpretaciones cristianas, nacidas

necesariamente del libre examen.

La liga de las naciones surgiendo del seno del protestantismo se nos representa

gráficamente, y permítasenos la comparación, en un amo fuerte que hace reata de las

demás naciones y las conduce a la región de las encinas para alimentarlas con bellotas

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de grado o por fuerza. De esta, para nosotros, falsísima liga no tenemos palabra más

significativa que hablar, sino lo dicho en el salmo segundo:

« ¿Por qué bramaron las gentes y los pueblos meditaron cosas vanas? Asistieron

los reyes de la tierra y se mancomunaron los príncipes contra el Señor y contra

su Cristo».

Es liga que nace del odio, cuanto se quiera solapado, mas, por lo mismo, más

temible en sus efectos. Es una nueva manera de fingir fraternidad, ya que la usada

hasta hoy ha sido derrotada vilmente en los campos de batalla, para seguir conculcando

la ley divina y continuar sacudiendo el suave yugo de la perfección enseñada por Cristo.

Es la liga de la división. Con esta liga quedará perfectamente deslindado el

campo de las dos ciudades, de los dos Reinos, el de Cristo y el de Belial.

De un lado quedará Wilson, enemigo del sucesor de Pedro, y de otro Benedicto

XV. Aquél poderoso, éste desprovisto de todo humano poder, aquél rico, éste pobre,

aquel dueño del mundo, éste enemigo de todo lo mundano, con millones de soldados

el primero, con sombra de humanos defensores el segundo, dueño el primero de cuantos

recursos materiales se pueden desear, director el segundo de la fuerza moral,

representante el primero de los hombres apetecedores de la humana felicidad terrena,

gran apóstol el segundo de las almas que aquí buscan la cruz para encontrar la felicidad

después del Calvario.

Wilson terreno, Benedicto XV espiritual. He aquí los dos grandes representantes

de la doble tendencia que siempre ha dominado a la humanidad. Aparentemente aquel

triunfa relegando a éste a un puesto secundario entre los hombres, pero no está lejos el

día en que se manifieste aquello del mismo salmo ya citado: «El que está en los cielos

se burlará de ellos, y el Señor los escarnecerá».

Suenan palabras de justicia y de paz en los labios de Wilson, pero ni la una ni

la otra pueden anidar en su pecho realmente. La Justicia y la paz se besan

fraternalmente en el corazón de los justos, pero en el pecho de los enemigos de Cristo

no se alberga la paz.

¡La justicia! ¡La paz!

¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?

Todos vuestros esfuerzos para llegar a una paz duradera tendrán el mismo

resultado que las Conferencias de la Haya en pro de la paz, y en vuestros preceptos

no habrá más justicia que la contenida en esas mismas conferencias: la justicia que sea

compatible con vuestros intereses.

Y porque tenemos como indestructiblemente verdadero todo lo que antecede,

por eso afirmamos desde el principio de estos artículos que ni Inglaterra, ni Alemania,

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y ahora que, ni los Estados Unidos Americanos, están capacitados para tomar con

verdadero derecho la dirección del mundo.

El humanismo se impone, por un momento, al espiritualismo católico enseñado

por Cristo al mundo. Este triunfo no puede traer otros frutos que destrucciones, ruinas y

exterminios mayores que los hasta hoy habidos en las naciones.

De espalda a la Silla de Pedro no puede edificarse nada estable. Por este motivo

la grandeza humana yanqui caerá también, porque muy de tierra tiene los pies el gran

coloso y no tardará en derrumbarse al lucir en medio del mundo la verdadera luz que

debe iluminar a las naciones, pues el coloso está formado de no pocos grandes despojos

que habrá de restituir vellis nollis.

¿Hay acaso alguna razón exclusivista hasta el extremo de impedir a las estrellas

que lucen en la bandera yanqui a que tiendan, en fuerza de la doctrina wilsoniana, a

dejar de ser satélites de ese centro de pura fuerza para convertirse en estrellas fijas, en

otros tantos soles que resplandezcan con su propia luz?

Reconozco la fortaleza actual del factor yanqui. Como elemento humano no me

espanta que se coloque Yanquilandia a la cabeza de las naciones modernistas, pero de

aquí a creer que el pueblo yanqui sea portador de algo nuevo bueno capaz de rectificar

la verdadera civilización europea hay un inmenso abismo.

Para decir en una sola frase nuestro parecer en este asunto, basta afirmar que no

damos más importancia y transcendencia a la invasión yanqui en Europa, que la dada

a la invasión de los bárbaros del norte en el imperio romano, teniendo siempre en

cuenta las diferencias de tiempo y, por ende, de cultura actual.

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