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Alexander Pushkin

LA HIJA DEL CAPITAN

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CAPITULO IEL SARGENTO DE LA GUARDIA

-Si mañana pudiera ser capitán de la guardia...-No hay necesidad; que sirva en el ejército.-¡Bien dicho! Que sepa lo que es bueno.............................................................................................-¿Y quién es su padre?

KNIAZHMIN1

Mi padre, Andréi Petróvich Griniov, de jovensirvió con el conde Münnich y se jubiló en el año17... con el grado de teniente coronel. Desde enton-ces vivió en su aldea de la provincia de Simbirsk,donde se casó con la joven Avdotia Vasílevna Yu.,hija de un indigente noble de aquella región. Tuvie-

1 Epígrafe de la comedia El fanfarrón.

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ron nueve hijos. Todos mis hermanos murieron depequeños. Me inscribieron de sargento en el regi-miento Semionovski gracias al teniente de la guar-dia, el príncipe B., pariente cercano nuestro, perodisfruté de permiso hasta el fin de mis estudios. Enaquellos tiempos no nos educaban como ahora. Alos cinco años fui confiado a Savélich, nuestro ca-ballerizo, al que hicieron diadka2 mío porque eraabstemio. Bajo su tutela hacia los doce años aprendía leer y escribir en ruso y a apreciar, muy bien ins-truido sobre ello, las cualidades de un lebrel, Enton-ces mi padre contrató para mí a un francés, monsieurBeaupré, que fue traído de Moscú con. la provisiónanual de vino y de aceite de girasol. Su llegada nogustó nada a Savélich. «Gracias a Dios -gruñía éstepara sus adentros -, parece que el niño está limpio,peinado y bien alimentado. ¿Para qué gastar dineroy traer a un musié, como si los señores no tuvieranbastante gente suya?»

En su patria Beaupré había sido peluquero- lue-go fue soldado en Prusia y después llegó a Rusiapour étre ,«Outchitel»3, pero sin comprender bien elsignificado de esta palabra. Era un buen hombre, 2 Siervo encargado de cuidar a los hijos de una familia noble.

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aunque frívolo y ligero de cascos en extremo. Sudebilidad principal era su pasión por el bello sexo;no pocas veces sus efusiones le valían golpes que lehacían quejarse días enteros. Además, no era (segúnsu propia expresión) «enemigo de la botella», es de-cir (hablando en ruso), le gustaba beber más de lacuenta. Pero, en vista de que en casa el vino se ser-vía sólo en la comida y no más de una copa, y gene-ralmente se olvidaban del preceptor, mi Beaupré notardó en acostumbrarse al licor ruso, y hasta llegó apreferirlo a los vinos de su país, por ser aquél mu-cho más sano para el .estómago. En seguida hicimosbuenas migas y, aunque según el contrato tenía queenseñarme -francés, alemán y todas las ciencias»,prefirió que yo le enseñara a chapurrear el ruso yluego cada uno se dedicó a sus cosas. Vivíamos enamor y compañía. Yo no deseaba otro mentor. Peropronto nos separó el destino , y fue por lo siguiente:

Un día la lavandera Palashka, una moza gorda ypicada de viruelas, y Akulka, la tuerta que cuidabade las vacas, se pusieron de acuerdo y se arrojaron alos pies de mi madre confesando su vergonzosa de-bilidad y quejándose entre sollozos del musié, que

3 Preceptor.

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había abusado de su inocencia. A mi madre no legustaban esas cosas, por lo que se quejó a mi padre.Él hacía justicia rápidamente. En seguida mandóllamar al granuja francés. Le dijeron que musié estabadándome una clase, Entonces mi padre se dirigió amí habitación. A todo esto, Beaupré estaba dur-miendo en la cama con el sueño de la inocencia. Yoestaba muy ocupado. Es de saber que habían adqui-rido para mí, en Moscú, un mapa geográfico. Estabacolgado en la pared sin ninguna utilidad y hacíatiempo que me tentaba con su tamaño y buena cali-dad del papel. Decidí fabricar una cometa y, aprove-chando el sueño de Beaupré, puse manos a la obra.Mi padre entró precisamente en el momento en queyo estaba pegando una cola de estropajo al cabo deBuena Esperanza. Al ver mis ejercicios de geografía,mi padre me tiró de una oreja; luego se acercó co-rriendo a Beaupré, le despertó con bastante pocomiramiento y le reprochó su descuido. Beaupré,confundido, quiso incorporarse, pero no pudo; elpobre francés estaba completamente borracho, Erademasiado. Mi padre le levantó de la cama por lassolapas, le echó de la habitación a empujones yaquel mismo día le despidió, con gran satisfacciónde Savélich. Así terminó mi educación.

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Yo hacia vida de niño, persiguiendo las palomasy jugando al paso con los hijos de nuestros criados.Entre tanto cumplí dieciséis años, y entonces cam-bió mi destino.

Un día de otoño mi madre estaba haciendo dul-ce de miel en el comedor y yo, relamiéndome, mira-ba la espuma que se levantaba. Mi padre, junto a laventana, leía el «Almanaque de la Corte», que recibíatodos los años. Este libro ejercía sobre él una graninfluencia; nunca lo leía sin un interés especial y sulectura le producía un fuerte acceso de bilis. Mi ma-dre, que conocía de memoria sus manías y costum-bres, siempre trataba de meter el desdichado libro lomás lejos posible y, gracias a ello, a veces el «Alma-naque de la Corte. no caía en sus manos durantemeses enteros. Pero, cuando, por casualidad, lo en-contraba, ya no lo soltaba durante horas y horas.

-Como decía, mí padre estaba leyendo el «Al-manaque de la Corte» encogiéndose de hombros devez en cuando y repitiendo a media voz: «¡Tenientegeneral! ¡Era sargento en mi compañía!... ¡Caballerode ambas órdenes rusas!... Parece que fue ayer cuan-do nosotros dos ... » Por fin mi padre tiró el «Alma-naque» al sofá y se quedó absorto en un

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pensamiento profundo que no presagiaba nadabueno.

De pronto se dirigió a mi madre:-Avdotia Vasílevna, ¿cuántos años tiene Pe-

trusha? –-Ya ha cumplido dieciséis- contestó mi madre-

Petrusha nació el mismo año en que la tía NastasiaGuerásimovna se quedó tuerta y, además...

-Bueno -interrumpió mi padre -, ya es hora deque empiece su servicio. Ya está bien de correr porlos cuartos de las criadas y de subirse a los paloma-res.

La idea de una próxima separación sorprendiótanto a mi madre, que dejó caer la cuchara en la ca-cerola y le corrieron lágrimas por la cara. En cam-bio, seria difícil describir mi entusiasmo. La idea de[servicio iba unida para mí a la idea de la libertad yde los placeres de la vida de Petersburgo. Ya meveía oficial de la guardia, lo cual me parecía el má-ximo de la felicidad humana.

A mi padre no le gustaba cambiar de intenciónni aplazar su cumplimiento. Quedó decidido el díade mi partida. La víspera, mí padre anunció quepensaba darme una carta para mi futuro jefe y pidiópapel y pluma.

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-No te olvides, Andréi Petróvich -dijo mi madrede saludar de mi parte al príncipe B., y dile que nodeje a Petrusha sin protección.

-¡Qué tontería! -contestó mí padre frunciendo elentrecejo-. ¿Por qué crees que voy a escribir al prín-cipe B?

-¿No habías dicho que ibas a escribir al jefe dePetrusha?

-¿Y eso que viene que ver?-Que el jefe de Petrusha es el príncipe B: Pe-

trusha está inscrito en el regimiento Semionovski.-Está inscrito! ¿Y qué me importa que esté ins-

crito? Petrusha no irá a Petersburgo. ¿Qué puedeaprender sirviendo en Petersburgo? A gastar dineroy a divertirse. No, que sirva en el ejército, que sepalo que es el trabajo, que huela a pólvora y sea unsoldado y no un tunante. ¡inscrito en la guardia!¿Dónde está su pasaporte? Tráemelo.

Mi madre buscó mi pasaporte, que tenía guar-dado en una caja junto a la camisa con que me habíabautizado, y se lo dio a mi padre con mano temblo-rosa. Mi padre lo leyó detenidamente, lo puso en lamesa y empezó la carta.

La curiosidad me devoraba. ¿Adónde me man-daría, si no era a Petersburgo? No quitaba el ojo de

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la pluma de mi padre, que se movía, para mi deses-peración, con bastante lentitud. Por fin la terminó,metió la carta en un sobre con el pasaporte, cerróéste, quitóse los anteojos, me llamó y me dijo:

-Aquí tienes una carta para Andréi Kárlovich,mi viejo amigo y camarada. Vas a Oremburgo a ser-vir a sus órdenes.

¡Todas mis brillantes esperanzas se derrumba-ban? En lugar de la alegre vida de Petersburgo, meesperaba el aburrimiento en una región remota y os-cura. El servicio, que hacía un minuto había des-pertado mi entusiasmo, ahora me parecía unaverdadera desgracia. ¡Pero no había nada que hacer!A la mañana siguiente trajeron a la puerta de casauna kibitka4 de viaje y colocaron en ella una maleta,un pequeño baúl, en el que se introdujo todo lo quehacía falta para el té, y varios bultos con bollos yempanadillas, últimas muestras de los mimos case-ros. Mis padres me bendijeron. Mi padre me dijo:

-Adiós, Piotr. Sé fiel al que hayas jurado fideli-dad; obedece a tus superiores; no persigas sus favo-res; no busques trabajo, pero no lo rehúyastampoco, y recuerda el proverbio: «Cuida la ropa

4 Carro cubierto.

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cuando está nueva y el honor desde joven. -Mi ma-dre, entre lágrimas, me pedía que cuidara mi salud yordenaba a Savélich que vigilara al niño. Me pusie-ron un tulup5 de conejo y encima un abrigo de pielde zorro. Emprendimos el camino, yo sentado en lakíbítka junto a Savélich y llorando amargamente.

Aquella misma noche llegué a Simbirsk, dondepensaba pasar un día para comprar varias cosas, ta-rea que encargué a Savélich. Me instalé en una hos-tería. Desde por la mañana, Savélich se fue decompras. Aburrido de mirar por la ventana a unacallejuela sucia, me dediqué a recorrer todas las ha-bitaciones. M entrar en la sala de biliar, vi a un se-ñor alto, de unos treinta y cinco años, con un largobigote negro, en bata, con el taco en una mano y unapipa entre los dientes. Estaba jugando con el mozo,que al ganar se tornaba una copa de vodka y al per-der se metía a cuatro patas debajo de la mesa. Mepuse a observar el juego. A medida que proseguía,los paseos a cuatro patas iban siendo más frecuen-tes, hasta que por fin el mozo se quedó debajo de amesa. El señor pronunció varias palabras fuertes amodo de oración fúnebre y me propuso jugar una

5 Abrigo de piel vuelta.

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partida. Rehusé diciendo (que no sabía. Por lo visto,esto le pareció extraño. Me miró con cierta lástima,pero nos pusimos a hablar. Me enteré de que se lla-maba Iván Ivánovich Surin, que era capitán del regi-miento de húsares, que se encontraba en Simbirskreclutando soldados y que vivía en la hostería. Surínme invitó a comer con él lo que hubiera, corno sol-dados. Accedí con gusto. Nos sentarnos a la mesa.Surin bebía mucho y me hacia beber diciendo quehabía que acostumbrarse al servicio, me contabaanécdotas militares que me hacían retorcer de risa, ycuando nos levantarnos de la mesa éramos ya muyamigos. Entonces se ofreció a enseñarme a jugar albillar.

-Es indispensable -me dijo- para los que somosmilitares. Por ejemplo, llegas en una marcha a unpueblecito. ¿Qué vas a hacer? No va a ser todo pe-gar a los judíos. Quieras que no, tienes que ir a unahostería a jugar al billar; y para eso hay que saberhacerlo.

Yo quedé completamente convencido y me de-diqué al aprendizaje con gran aplicación. Surin meanimaba con voz fuerte; se sorprendía de mis rápi-dos progresos y al cabo de varias lecciones me pro-

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puso que jugáramos dinero, no más de un grosh6, nopor ganar, sino sólo por no jugar de balde, lo cual,según él, era una de las peores costumbres. Tambiénaccedí a ello, y Surin pidió ponche y me convencióde que lo probara, repitiendo que había que acos-tumbrarse al servicio y que sin ponche no hay servi-cio. Le hice caso. Entre tanto, nuestro juego seguíaadelante. Cuanto más sorbía de mi vaso, más va-liente me sentía. A cada instante las bolas volabanpor encima del borde de la mesa; yo me acaloraba,reñía al mozo, que contaba según le parecía, cons-tantemente subía la apuesta... ; en una palabra, meportaba como un chiquillo recién liberado de la tu-tela familiar. El tiempo pasó sin que me diera cuen-ta. Surin miró el reloj, dejó el taco y me anunció queyo había perdido cien rubios. Esto me azoró un po-co: mi dinero lo guardaba Savélich. Empecé a dis-culparme, pero Surin me interrumpió:

-¡Por favor! No te preocupes. No me corre nin-guna prisa, y mientras tanto vamos a ver a Arinush-ka.

¿Qué iba a hacer? El final del día fue tan inde-coroso corno el principio. Cenamos en casa de Ari- 6 Antigua moneda equivalente a dos kopeks, es decir, 2 cén-

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nushka. Surin me servía vino constantemente, repi-tiendo que había que acostumbrarse al servicio. Allevantarme de la mesa, apenas podía tenerme en pie.A media noche Surin me llevó a la hostería.

Savélich nos recibió en la puerta y se quedó bo-quiabierto a ver las inequívocas señales de mi celopor el servicio.

-¿Qué te ha pasado, señor? -preguntó con vozacongojada -. ¿Dónde te has puesto así? ¡Dios míode mi vida, nunca te había pasado nada igual!

-¡Cállate, viejo chocho! -pronuncié con dificul-tad -. Estarás borracho; vete a la cama... y acuésta-me.

Al día siguiente me desperté con dolor de cabe-za, recordando vagamente las peripecias del día an-terior. Mis pensamientos fueron interrumpidos porSavélich, quien entró en mi habitación con una tazade té.

-Pronto empiezas, Piotr Andréyevich - dijo mo-viendo la cabeza -, pronto empiezas a divertirte. ¿Aquién habrás salido? Ni tu padre ni tu abuelo hansido unos borrachos; de tu madre no hay ni que ha-

timos de rublo.

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blar: en su vida no ha probado otra cosa que kvas7.¿Y quién tiene la culpa? El maldito musié. No hacíamás que ir a ver a Anripievna: Madame je vous príe,vodka8. ¡Ahí tienes el je vous príe!. Mucho bien te hahecho el hijo de perra! Y todo por hacer outchitel aese descreído, ¡como si el señor no tuviera bastantegente suya!

Me sentía avergonzado. Me volví de espaldas ydijo a Savélich:

-Vete; no quiero té.Pero no era fácil parar a Savélich cuando se po-

nía a sermonear.-Ya vez, Piotr Andréyevich, ya ves lo que es la

bebida. Te pesa la cabeza, no puedes comer. Unhombre que bebe no sirve para nada... Toma sal-muera de pepino con miel, y lo mejor para despe-jarte es una copita de licor. ¿Quieres que te lo sirva?

En aquel momento entró un chico y me dio unacarta de 1.1. Surin. La abrí y leí lo siguiente:

Querido Piotr Andréyevich, ten la amabilidadde mandarme con este chico los cien rubios que medebes desde ayer. Me hace mucha falta ese dinero.

Queda a tu disposición. 7 Bebida alcohólica rusa hecha a base de cebada.

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Iván SURIN

No había nada que hacer. Adopté una actitudindiferente y, dirigiéndome a Savélich, quien era«guardián de mi dinero, mi ropa y todos mis asun-tos», le ordené que diera al chico cien rubios.

-¿Cómo? ¿Para qué? -preguntó sorprendido Sa-vélich.

-Se los debo -contesté con toda la frialdad posi-ble.

-¡Se los debes! -repuso Savélich, cada vez mássorprendido -. ¿Y cuándo has podido dejárselos adeber? Aquí hay algo que no está claro. Digas lo quedigas, no pienso dárselo.

Pensé que si en aquel momento decisivo no lle-gaba a dominar al obstinado viejo, en el futuro mesería muy difícil liberarme de su tutela; por lo que,mirándole con arrogancia, le dije:

-Soy tu señor y tú eres mi criado. El dinero esmío. Lo he perdido porque me ha dado la gana. Hazel favor de no ser impertinente y cumple lo que temandan.

8 Señor, Vodka por favor. (En francés, en el original).

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Savélich quedó tan perplejo al oír mis palabras,que se limitó a sacudir las manos mirándome fija-mente.

-¿A qué esperas? -grité enfadado.Savélich se echó a llorar.-Hijo mío, Piotr Andrévich -pronunció con voz

temblorosa -, no me hagas morir de] disgusto. Hazcaso de] viejo: escribe a ese bandido y dile que todofue una broma, que nunca hemos tenido ese dinero.¡Cien rubios! ¡Dios misericordioso! Dile que tuspadres te han prohibido jugar a todo lo que no sea alas nueces.

- Cállate de una vez -le interrumpí severamente-dame ahora mismo el dinero o te echo a la calle.

Savélich me miró con gran tristeza y fue en bus-ca de mi deuda. Me daba pena el pobre viejo, peroquería liberarme y demostrar que ya no era un niño.Mandamos el dinero a Surin. Savélich se apresuró asacarme de la dichosa hostería. Volvió con la noticiade que los caballos ya estaban preparados. Con laconciencia intranquila y un mudo arrepentimientosalí de Simbirsk sin haberme despedido de mimaestro y seguro de no volver a verle.

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CAPITULO IIEL GUIA

Tierra nueva, tierra desconocida,No he venido aquí por mi propio pie,

Ni he traído mi caballo fiel,Han sido mí valor y bravura,

Más la embriaguez quiénes me han vencido.(Canción antigua).

Durante el viaje mis pensamientos no fueronagradables. El dinero perdido era bastante conside-rable en aquel tiempo. No podía dejar de reconocerque mi comportamiento en la hostería de Simbirskfue estúpido y me sentía culpable ante Savélich. To-do esto me atormentaba. El viejo iba sentado en elpescante volviéndome la espalda, callado, suspiran-do de vez en cuando. Quería hacer las paces con él

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cuanto antes, pero no sabía cómo empezar. Al fin ledije:

-Ya está bien, Savélich; hagamos las paces; ya séque tengo la culpa. Ayer me porté mal y te ofendísin razón. Te prometo que en adelante seré massensato y te obedeceré, No te enfades, hagamos laspaces.

-¡Ay, Piotr Andréyevich! -respondió con unhondo suspiro -. Estoy enfadado conmigo mismo:yo tengo la culpa de todo. ¿Qué iba a hacer? El dia-blo me confundió: se me ocurrió ir a casa de la mu-jer del sacristán a ver a mi comadre. Por algo dicen:«En casa de la comadre, como en la cárcel.» ¡Quédesgracia! ¿Qué dirán los señores? ¿Qué dirán,cuando sepan que el niño se ha dado a la bebida y aljuego?

Para consolar al pobre Savélich le di palabra deno volver a disponer de mi dinero sin su permiso.Poco a poco se fue calmando, aunque de tarde entarde gruñía moviendo la cabeza:

-¡Cien rublos! ¡Se dice pronto!Me acercaba al lugar de mi destino. A mi alre-

dedor se extendían sombríos desiertos surcados pormontes y barrancos. Todo estaba cubierto de nieve.Se ponía al sol. Nuestra kíbítka avanzaba por un

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camino estrecho, o más bien por unas huellas quehabían dejado los trineos de los campesinos. Depronto el cochero se puso se puso a mirar a un ladoy por fin, quitándose el gorro, se volvió hacia mí ydijo:

-Señor, ¿no quiere que volvamos?-¿Y eso por qué?-El tiempo está revuelto, se está levantando

viento; mire qué remolino hace la nieve.-Eso no es nada.-¿No ve lo que hay allí?El cochero señaló con el látigo hacia el este.azul. -No veo nada más que la estepa blanca y el

cielo azul.-Más allá; mire esa nube.Efectivamente en el límite mismo del horizonte

vi un punto blanco que había tornado por un montelejano. El cochero me explicó que la nubecilla pre-sagiaba una gran tormenta.

Ya había oído hablar de las tormentas de aque-llas tierras y sabía que a veces la nieve dejaba sepul-tadas a caravanas enteras. Savélich, de acuerdo conel cochero, insistía en que volviéramos. Pero elviento no me pareció fuerte; esperaba llegar a tiem-

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po a la próxima estación y mandé al cochero queacelera la marcha.

El cochero puso los caballos a galope, pero nodejaba de mirar al este. Los caballos iban a buenamarcha. Entre tanto, el viento iba siendo más fuertepor momentos. La nubecilla se había convertido enuna nube blanca que se levantaba lentamente y cre-cía hasta cubrir poco a poco todo el cielo. Empezóa caer una nieve menuda, y de repente cayerongrandes copos. Aullaba el viento; había empezado latormenta. En un instaste, el cielo se juntó con el marde nieve. Todo desapareció.

-¡Señor! -gritó el cochero ¡Estamos perdidos!¡La tormenta!

Me asomé a la ventanilla de la kibitka todo eraoscuridad y remolinos. El viento aullaba con unaexpresión tan feroz, que parecía un ser vivo; la nievenos cubría a Savélich y a mi; los caballos se pusieronal paso y luego se pararon.

-¿Por qué no sigues? -pregunté impaciente alcochero.

-¿Y para qué quiere que siga? -respondió bajan-do del pescante-. No sé ni dónde estamos; no haycamino, todo está oscuro.

Me puse a reñirle, pero Savélich le defendió:

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-Todo ha sido por no hacernos caso --decíamalhumorado-. Ya estaba en la posada, habrías to-mado té y dormido hasta mañana; la tormenta sehabría calmado y podríamos seguir adelante. ¿Quéprisa tenemos? Ni que fuéramos a una boda.

Savélich tenía razón. No había nada que hacer.La nieve caía sin parar. junto a la kíbítka había ya unmontón. Los caballos estaban con las cabezas ga-chas, estremeciéndose de vez en cuando. El cocherodaba vueltas alrededor de la kíbítka, arreglando losarneses por hacer algo. Savélich gruñía. Y yo mirabaa todas partes tratando de descubrir alguna señal devivienda o de camino, pero no veía más que el tor-bellino turbio de la nevasca...

-¡Oye, cochero! -grité-. ¿Qué es eso negro quese ve por allí?

El cochero escudriñó el horizonte.-Dios lo sabrá, señor --dijo sentándose en su si-

tio-. No parece un carro, pero tampoco es un árbol,y creo que se mueve. Debe de ser un lobo o unhombre.

Mandé que nos acercáramos al extraño objeto,que inmediatamente empezó a avanzar hacia noso-tros. Al cabo de dos minutos nos encontramos conun hombre.

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-¡Eh, buen hombre! -le gritó el cochero-. ¿Sabesdónde está el camino?

-El camino está aquí mismo, estoy pisando algofirme -contestó el viajero-; pero, ¿de qué nos sirve?

-Escúchame -le dije-: ¿conoces bien esta región?¿Serías capaz de llevarnos a algún sitio donde pu-diéramos pasar la noche?

-La región la conozco -contestó el hombre-;gracias a Dios, la he recorrido de arriba abajo mu-chas veces. Pero ya ves el tiempo que hace, justo pa-ra perdernos. Más vale quedarse aquí y esperar; a lomejor se calma la tormenta y se despeja el cielo, yentonces podremos encontrar el camino por las es-trellas.

Su tranquilidad me animó. Ya estaba decidido aencomendarme a Dios, a pasar la noche en mediode la estepa, cuando el hombre subió ágilmente alpescante y dijo al cochero:

-Gracias a Dios, tenemos cerca una vivienda;tuerce a la derecha y sigue adelante.

-¿Por qué tengo que torcer a la derecha?-preguntó malhumorado el cochero-. ¿Donde ves elcamino? Como los caballos no son tuyos, arreas sinmiedo.

Me pareció que el cochero tenía razón:

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-Realmente -dije-, ¿por qué crees que hay unacasa cerca?

-Porque el viento viene de allí -contestó el viaje-ro -y trae olor a humo; esto quiere decir que haycerca una aldea.

Me quedé asombrado de su sagacidad y de laFinura de su olfato. Mandé al cochero que se pusie-ra en marcha. Los caballos avanzaban con dificultadpor la nieve profunda. La kibitka se movía lenta-mente; tan pronto subía a un montículo como des-cendía a una hondonada, balanceándose de un ladoa otro. Parecía el movimiento de un barco sobre unmar revuelto. Savélich suspiraba, empujándome acada instante. Bajé la cortina, me arropé en mi abri-go de pieles y me dormí, arrullado por el canto de latormenta y el vaivén de la kíbítka.

Tuve un sueño que nunca pude olvidar y en elque hasta ahora veo algo profético, cuando compa-ro con él las extrañas circunstancias de mi vida. Ellector me perdonará, porque seguramente sabe porexperiencia que es muy propio del hombre entregar-se a la superstición por mucho desprecio que tengaa los prejuicios.

Me encontraba en aquel estado de ánimo en quela realidad, cediendo el paso al ensueño, se funde

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con él en las vagas imágenes del duermevela. Me pa-recía que la tempestad seguía con la misma furia ynosotros estábamos todavía dando vueltas por eldesierto de nieve... De pronto vi una puerta y entréen el patio grande de nuestra casa. Mi primer pen-samiento fue el temor de que m¡ padre se enfadaraconmigo por mi regreso involuntario al redil fami-liar y lo tomara por una desobediencia intencionada.Salí intranquilo de la kibitka y vi a mi madre, que merecibía en la puerta con una expresión muy afligida.Habla bajo -me dice-; tu padre está moribundo yquiere despedirse de ti.» Sobrecogido por el miedo,la sigo al dormitorio. Veo que la habitación está dé-bilmente iluminada y que junto a la cama hay gentecon expresión triste. Me acerco a la cama sin hacerruido, mi madre levanta la cortina y dice: «AndréiPetróvich, ha llegado Petrusha; ha vuelto al enterar-se de tu enfermedad; dale tu bendición.» Me arrodi-llé y levanté los ojos hacia el enfermo. Entonces, enlugar de mi padre, vi que en la cama estaba unmuzhik con barba negra que me miraba alegremen-te. Me volví desconcertado hacia mi madre dicién-dole: -¿Qué significa esto? Este no es mi padre.¿Por qué voy a pedir la bendición de un muzho?«No importa, Petrusha -respondió mi madre-, es tu

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padrino; bésale la mano y que te bendiga.- Yo meresistía. Entonces el hombre se levantó de la camade un salto, sacó un hacha y se puso a agitarla. Qui-se echar a correr..., pero no pude; la habitación sellenó de muertos; yo tropezaba con los cuerpos yresbalaba en los charcos de sangre... El terriblemuzhik9 me llamaba con voz cariñosa diciendo:«No tengas miedo, acércate para que te dé la bendi-ción ... » El miedo y la sorpresa se apoderaron demi. En ese momento me desperté.

Los caballos estaban parados; Savélich me tira-ba de la mano y me decía:

-Ya puede salir, señor. hemos llegado.-¿adónde? –Pregunté, frotándome los ojos.A una posada- A Dios gracias, hemos tropezado

con la misma valla. Sal de prisa y podrás entrar encalor.

Bajé de la kibitka Seguía la tormenta, pero yacon menos fuerza. Todo estaba completamente os-curo. El dueño de la posada nos recibió en la puer-ta, tapando el farol con el abrigo, y me condujo auna habitación pequeña, pero bastante limpia, ilu-

9 Campesino, aldeano

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minada por un candil. En la pared colgaban un fusily un gorro alto de cosaco.

El dueño, un cosaco del Vaik que parecía tenerunos sesenta años, era todavía un hombre fuerte yvivo. Savélich trajo el baúl y pidió fuego para hacerel té. que nunca me había parecido tan necesariocomo entonces. El dueño salió para preparar algu-nas cosas.

-¿Donde está el guía? -pregunté a Savélich.-Aquí estoy señoría -me contestó una voz que

venía desde arriba.miré a los Polatí y vi una barba negra y dos ojos

brillantes.-¿Qué? Estarás helado, ¿no?-¿Cómo quiere que no pase frío con este ar-

miak10 tan finito? Tenía un tulup, pero, ¿para qué levoy a mentir?, lo empeñé ayer en una hostería; mepareció que no hacía mucho frío.

En ese momento entró el dueño de la posadacon el samovar y yo ofrecí una taza de té a nuestroguía; el hombre bajó de los polati. Su aspecto mepareció singular. Tenía unos cuarenta años y era demediana estatura, más bien delgado y ancho de

10 Abrigo de paño.

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hombros. En su barba negra había ya algunas canas,y sus ojos, vivos y grandes, no paraban ni un ins-tante. Su expresión era agradable pero pícara. Lle-vaba el pelo cortado en redondo; vestía un armiakroto y unos pantalones bombachos tártaros. Leofrecí una taza de té, lo probó e hizo una mueca.

-Señoría, hágame un favor: dígale que me dé unvaso de vodka; el té no es bebida de cosacos-cumplígustoso su deseo. El dueño sacó de un armario unabotella, se le acercó Y, mirándole a la cara, le dijo:-¡Conque otra vez por aquí, ¿De dónde te traeDios?

El guía le guiñó el ojo de un modo significativoy contestó con un refrán:

-He volado en la huerta, he picado cáñamo, unaviejecita me tiró una piedra y no me dio. ¿y losvuestros?

-¡Los nuestros! -contestó el dueño, siguiendo laconversación alegórica- Empezaron a tocar a misa,pero la mujer del pope no lo permitió: el pope esta-ba de visita y los diablos en el cementerio.

-Cállate, hombre -repuso mi vagabundo - ;cuando haya lluvia, habrá setas, cuando haya setas,habrá cesta. Y ahora -de nuevo guiñó un ojo-. Es-

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conde el hacha en el cinto: está cerca el guardabos-ques. ¡señoría , a su salud!.

Con estas palabras, cogió el vaso, se santiguó yse tomó el vodka de un trago. Luego me hizo unaprofunda reverencia y volvió a los polati.

Entonces no pude entender nada de aquellaconversación de ladrones, pero más tarde com-prendí que se trataba de los asuntos del ejército delYaik, recién apaciguado después del levantamientode 1772. Savélich escuchaba la conversación conaire receloso; miraba con desconfianza al dueño y alguía. La posada, o, como decían allí, el umet, se en-contraba aislada en la estepa, lejos de poblado algu-no y se parecía mucho a una cueva de ladrones.Pero no había nada que hacer. No podíamos nipensar en seguir el viaje. La intranquilidad de Savé-lich me divertía. Entretanto me dispuse a dormir yme acosté en un banco. Savélich decidió subirse a laestufa; el dueño se acomodó en el suelo. Pronto to-da la isba empezó a roncar y yo me dormí profun-damente.

Al despertarme a la mañana siguiente vi que erabastante tarde. y que la tormenta ya se había calma-do. Brillaba el sol. La nieve cubría con un Mantoreluciente la interminable estepa. Estaban ya prepa-

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rados los caballos. Pagué al dueño, que nos pidió unprecio tan moderado, que ni Savélich se puso a dis-cutirlo ni regateó, según tenía por costumbre, y lassospechas de la noche anterior se le borraron com-pletamente de la imaginación. Llamé al guía, le di lasgracias por la ayuda que nos había prestado y dije aSavélich que le diera una propina de cincuenta ko-peks. Savélich frunció el ceño.

-¡Cincuenta kopeks de propina! -dijo-. ¿Y esopor qué? ¿Porque tú tuviste a bien traerle hasta laposada? Tú veras, señor, pero no nos sobran losrublos. Si te pones a dar propinas a cualquiera, notardarás en pasar hambre.

No podía discutir con Savélich. Según mi pro-mesa, el dinero estaba a su completa disposición.No obstante, me molestaba no poder manifestar miagradecimiento a un hombre que me había salvado,sí no de una desgracia, sí de una situación muy mo-lesta.

-Bien -dije fríamente-, si no quieres darle cin-cuenta kopeks, dale algo de mi ropa. Lleva muy po-co abrigo. Sácale mi tulup de conejo.

-¡Pero, Piotr Andréyevich, por favor! -exclamóSavélich-. ¿Para qué quiere tu tulup de conejo? ¡Si locambiaría por vodka en la primera taberna!

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-Eso, viejecito, no es cosa tuya --dijo mi vaga-bundo-, si lo cambio por vodka o no. Su señoría meconcede un tulup de su propiedad: ésa es su volun-tad de señor, y tu deber de siervo es obedecer sinrechistar.

-¡No tienes temor de Dios, bandido! -le con-testó Savélich con voz enfadada-. Ves que el niñono sabe nada y te aprovechas para robarle valiéndo-se de su candidez. ¿Para qué quieres el tulup) delseñor. Ni siquiera podrás ponértelo sobre tus mal-ditos hombros.

-No seas impertinente -dije a mi diadka-; traeahora mismo el tulup.

-¡Dios misericordioso! -gimió Savélich-. ¡Untulup de conejo casi nuevo! ¡Y a quién se lo regala!¡A ese borracho perdido!

A pesar de todo, apareció el tulup de conejo. Elmuzbík empezó a probárselo inmediatamente. Co-mo era de esperar, el tulup, que a mí me quedabajusto, le estaba estrecho. Sin embargo, se las arreglópara ponérselo, haciendo estallar las costuras. Savé-lich casi se puso a aullar cuando oyó el ruido de loshilos que se rompían. El vagabundo parecía felizcon mi regalo. Me acompañó hasta el kibítka y medijo con una profunda reverencia:

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-Gracias, señoríta. Dios le pague su bondad.Nunca olvidaré sus favores.

Se fue por su lado y yo seguí mi camino sin ha-cer caso del enfado de Savélich; pronto olvidé latormenta de la noche anterior y dejé de pensar enmí guía y mi tulup de conejo.

Al llegar a Oreniburgo fui directamente a ver algeneral. Vi a un hombre alto, pero ya encorvado porlos años. Sus largos cabellos eran, completamenteblancos. Su uniforme, viejo y desteñido, recordabaal de un militar de los tiempos de Ana loánovna11. yal hablar se le notaba un fuerte acento alemán. Le dila carta de mi padre. Al leer su nombre, me echóuna rápida mirada:

-¡Dios mio! -dijo-. Parece que fue ayer cuandoAndréi Petróvich era como tú; y ahora ¡qué hijo tie-ne! ¡Ah, el tiempo, el tiempo!

Abrió la carta y se puso a leerla a media voz ha-ciendo observaciones:

-Estimado señor Andréi Kárlovich, espero quevuestra excelencia ¿A qué vienen estas ceremonias?¡Huy? ¿Como no le da vergüenza? Claro está que ladisciplina es lo primero, pero ¿es ésa la manera de

11 Sobrina de Pedro el Grande, reinó de 1730 a 1740.

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escribir a un viejo Kamerad12 ... ¿ «Vuestra excelen-cia no habrá olvidado ... » ¡vaya ... ! «Y... cuando... elfuturo mariscal de campo Min... en la marcha... ytambién... a Carolina.» ¡Ah, Bruder, todavía seacuerda de nuestras calaveradas! «Y ahora hablemosde asuntos... Le mando a mi tunante ... » ¡Vaya ... !«Tenerle bien sujeto...» ¿Qué quiere decir tenerlebien sujeto? Debe de ser un proverbio ruso... ¿Quées tenerle bien sujeto»? -repitió volviéndose haciamil.

Quiere decir -contesté con el aire más inocenteque pude- tratar con cariño, no ser demasiado seve-ro, dar mucha libertad...

-¡Ah!, comprendo... «Y no darle mucha liber-tad...No; ya veo que -tener sujeto» quiere decir otracosa... «Adjunto... su pasaporte ... » Bien, bien; sehará. -Me permitirás que te dé un abrazo sin hacercaso de los grados y... tu viejo amigo y camarada.»¡Ah!, por fin se le ha ocurrido... etcétera, etcétera.Bien, hijo mío -dijo al terminarla carta y poniendomi pasaporte a un lado-, todo se hará: con el gradode oficial pasarás al regimiento; y, para no perdertiempo, ve mañana mismo a la fortaleza Belogór- 12 Camarada,compañero. (En alemán en el original.) Más

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skaya, donde estarás bajo el mando del capitán Mi-rónov, un hombre bueno y honrado. Allí verás enqué consiste el verdadero servicio y la disciplina. Notienes nada que hacer en Oremburgo: la disipaciónes perniciosa para un hombre joven. Y hoy te pidoque me hagas el honor de comer en mi casa.

¡Todo iba de mal en peor, pensé. ¿De qué meservía el que, estando todavía en las entrañas de mímadre, ya fuera sargento de la guardia? ¿Dónde ha-bía ido a parar? ¡Al regimiento y a una fortaleza re-mota en la frontera de las estepas deKirguis-Kaisats! Comí en casa de Andréi Kárlovichcon su viejo ayudante. Una severa economía alema-na reinaba en su mesa, y creo que el temor de en-contrarse de cuando en cuando con un invitado alas horas de comer fue, en parte, lo que determinóque me enviara tan precipitadamente a la guarnición.Al día siguiente me despedí del general y me dirigí allugar de mi destino.

abajo Bruder, (hermano), también en alemán.

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CAPITULO IIILA FORTALEZA

Vivimos en un fuerte,Comiendo pan y agua,

Si viene el enemigoPidiendo nuestro rancho

Un buen cañón cargamosY a él le convidamos

(Canción de soldado.)

Gentes a la antigua, hijo mío

NEDOROSL13

13 El Menor, comedia de Denis Fonvizin (1745-1792).

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La fortaleza Belogórskaya se encontraba a cua-renta verstas de Oremburgo. El camino seguía laorilla acantilada del Yaik. El río todavía no estabahelado, y sus olas plomizas tenían un brillo negro ytriste entre las orillas monótonas, cubiertas de nieve.Detrás se extendían las estepas de Kirguisia.

Estaba absorto en mis pensamientos, melancóli-cos en su mayor parte. La vida de guarnición teniapara mí poco atractivo. Trataba de imaginarme alcapitán Mirónov, mi futuro jefe, y me parecía unviejo severo, malhumorado, que sólo se preocupabadel servicio y que estaba dispuesto a meterme en elcalabozo a pan y agua por cualquier tontería.

Anochecía. Avanzábamos bastante de prisa.-¿Está lejos la fortaleza? -pregunté al cochero.-No, ya se ve desde aquí -contestó.Miré alrededor esperando encontrarme con te-

mibles baluartes, torres y un terraplén, pero no vimás que una aldea rodeada de una valla de madera.En un extremo se veían tres o cuatro almiares deheno medio cubiertos de nieve; en el otro, un moli-no torcido con unas aspas de liber14 que caían lán-guidamente.

14 Tejido conductor de las plantas vasculares

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-¿Dónde está la fortaleza? -pregunté sorprendi-do.

-Esta es -dijo el cochero señalando hacia la al-dea, y con estas palabras entramos en ella. junto a lapuerta vi un viejo cañón de hierro fundido; las calleseran estrechas y tortuosas; las isbas, pequeñas y casitodas cubiertas con paja. Dije al cochero que me lle-vara a casa del comandante, y al cabo de un minutola kibitka se paró delante de una casita de maderasituada en un alto, junto a la iglesia, también de ma-dera.

Nadie salió a recibirme. Entré en la casa y abrí laprimera puerta. Un viejo inválido, sentado encimade la mesa, estaba cosiendo un remiendo azul en elcodo de una guerrera verde. Le dije que anunciarami llegada.

-Pasa, hijo mío; están en casa -contestó el invá-lido.

Entré en una habitación limpia y puesta a lo an-tiguo. En una esquina, un armario con vajilla; en lapared, en un marco con cristal, un título de oficial;junto a él, viejas estampas que representaban la to-ma de Kistrín y Ochakov, la elección de la novia y elentierro del gato. junto a la ventana se sentaba unaanciana con chaqueta guateada y un pañuelo en la

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cabeza. Estaba devanando una madeja que sosteníacon las manos separadas un viejecito tuerto vestidocon uniforme de oficial.

-¿Qué desea? -preguntó ella sin abandonar suocupación.

Contesté que venía a hacer el servicio y, segúnera mi deber, quería presentarme al señor coman-dante, y con estas palabras me volví hacia el vieje-cito tuerto, tomándole por el comandante; pero ladueña de la casa interrumpió mi discurso, aprendidode memoria.

-Iván Kusmich no está en casa -me dijo-; ha idoa ver al padre Guerásim; pero no importa, hijo mío:soy su esposa. Bienvenido seas. Siéntate, hijo. Lla-mó a una chica y le mandó que avisara al suboficial.El viejecito me miraba con su único ojo con muchacuriosidad.

-Permítame una pregunta -me dijo-. ¿En qué re-gimiento ha servido usted?

Satisfice su curiosidad.-¿Y por que, entonces -continuó-, tuvo a bien

pasar de la guardia a la guarnición?Contesté que ésa era la voluntad de mis superio-

res.

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-Seguramente habrá sido por algunos actos im-propios de un oficial de la guardia --continuó el in-cansable inquisidor.

-Anda, no digas más tonterías -intervino la capi-tana-. ¿No ves que el joven está fatigado del viaje?No tendrá ganas de contestarte... (No bajes las ma-nos). Y tú, hijo mío -prosiguió dirigiéndose a mí-,no te pongas triste por haber llegado a parar a estesitio tan perdido. No eres el primero ni el último. Yate irás acostumbrando. Alexéi Ivánich Shvabrin lle-va aquí más de cuatro años por un asesinato. SabeDios qué le habría pasado, pero dice que salió de laciudad con un teniente, los dos llevaban espadas, sepusieron a pelear y Alexéi lváních mató al teniente,¡delante de dos testigos' ¿Qué se le va a hacer? Elpecado es ciego.

En esto entró el suboficial, un cosaco joven ybien parecido.

-Maxímich -le dijo la capitana-, búscale al señoroficial una casa, pero que sea limpia.

-Como usted diga, Vasilia Yegórovna -contestóel suboficial-. ¿No podría quedarse su señoría encasa de Iván Polezháyev?

-Tonterías, Maxímich -dijo la capitana-... Po-lezháyev tiene bastante con los suyos; además, es mi

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compadre, y nunca se olvida de que somos sus jefes.Lleva al señor oficial... ¿Cómo se llama, hijo mío?

-Piotr Andréyevich.-Lleva a Piotr Andréyevich. a casa de Semión

Kuzov.El muy bandido ha soltado a su caballo en mi

huerta. Bueno, Maxímich, ¿cómo van las cosas?-Todo va bien, gracias a Dios -respondió el co-

saco-; sólo que en la casa de baños el cabo Prójorovse ha peleado con Ustinia Negúlina por una palan-gana de agua caliente.

-lván Ignátich -dijo entonces la capitana al vieje-cito tuerto-, ve a ver quién tiene la culpa, si Ustinia oPrójorov, y castígalos a los dos. Y tú, Maxímich,vete con Dios. Piotr Andréyevich, Maxímich leacompañará a su casa.

Me despedí. El suboficial me condujo a una isbasituada en la orilla alta del río, en el extremo mismode la fortaleza. Una mitad de la isba estaba ocupadapor la familia de Semión Kuzov, la otra era para mí.Consistía en una habitación bastante grande dividi-da en dos por un tabique. Savélich se puso a colocarlas cosas y yo me quedé mirando por una ventanaangosta. Delante de mí se extendía la triste estepa.Se veían varias isbas; por una calleja vagaban unas

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gallinas. Una vieja, de pie junto a una puerta, llama-ba a unos cerdos, que le respondían con un gruñidoamistoso. ¡Y en un lugar como éste estaba yo desti-nado a pasar m¡ juventud! La tristeza se apoderó demí; me aparté de la ventana y me acosté sin cenar apesar de las protestas de Savélich, que repetía alar-mado:

-¡Dios todopoderoso! ¡No quiere comer! ¿Quedirá la señora si el niño se pone malo? A la mañanasiguiente, cuando me estaba vistiendo, se abrió lapuerta y apareció un oficial joven, más bien bajo deestatura, de cara morena y muy fea, pero con unaexpresión extraordinariamente viva.

-Espero que me perdone -me dijo en francéspor venir sin haberle sido presentado. Ayer me en-teré de su llegada, y el deseo de ver por fin un rostrohumano ha sido tan fuerte, que no he podido resis-tirlo. Podrá comprenderme cuando lleve aquí mástiempo.

Pensé que seria el oficial destituido de la guardiapor causa del duelo. En seguida nos pusimos a ha-blar. Shvabrin no era nada tonto. Su conversaciónera viva, entretenida. Muy jovialmente me describióla familia del comandante, la gente que se reunía en

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su casa Y el país donde me había llevado mi desti-no.

Me estaba riendo con toda el alma cuando apa-reció el mismo inválido que remendaba en casa delcomandante y me invitó a almorzar de parte de Va-silia Yegórovna. Shvabrin se ofreció a acompañar-me.

Ya cerca de la casa del comandante vimos, enuna plazoleta, a unos veinte viejecitos inválidos conlargas trenzas y sombreros de tres picos. Estabanformados en fila. Frente a ellos estaba el coman-dante, un vicio alto y vivo, vestido, con gorro dedormir y bata de seda china- Al vernos, se acercó,me dijo varias palabras cariñosas y continuó dandoórdenes. Nos pararnos a ver los ejercicios, pero élnos pidió que nos fuéramos a reunir con VasilisaYegórovna, prometiendo no tardar nada.

-Aquí -añadió- no tienen nada que ver.Vasilisa Yegórovna nos recibió con llaneza y

amabilidad y me trató corno si nos conociéramos detoda la vida. El inválido y Palashka estaban ponien-do la mesa.

-¿Qué le pasa hoy a Iván Kusmich, que nopuede dejar los ejercicios? -exclamó la comandanta-.Palashka, llama al señor a comer. ¿Y dónde está

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Masha? Entró una joven de unos dieciocho años, decara redonda y sonrosada, y pelo rubio peinado ha-cia atrás dejando ver sus orejas que parecían arderle.A primera vista no me gustó demasiado. La mirabacon prevención: Shvabrin me había descrito aMasha, la hija del capitán, como muy tontita.

María Ivánovna se sentó en un rincón y se pusoa coser. Entretanto sirvieron la sopa. Vasilisa Ye-górovna, al ver que su marido no llegaba, mandó aPalashka que le llamara por segunda vez.

-Di al señor que los invitados le esperan, que lasopa se está quedando fría-, los ejercicios no se levan a escapar, ya tendrá tiempo de gritar todo lo quequiera.

No tardó en aparecer el capitán acompañadopor el viejecito tuerto.

-¿Qué es esto, hijo mío? -le dijo su mujer- Lacomida está servida hace rato, y no hay manera dehacerte venir.

-Es que estaba ocupado, Vasilisa Yegórovna-contestó Iván Kusmich-. Estuve enseñando a lossoldados.

-¡Vamos hombre! -repuso la comandanta-. To-do eso no es más que un cuento; ni los soldadosaprenden nada ni tú tienes nada que enseñarles. Más

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te valdría estar en casa rezando. Queridos invitados,pueden pasar a la mesa.

Empezamos a comer. Vasilisa Yegórovna nocallaba ni un instante y me acribilló a preguntas:quiénes eran mis padres, si vivían, cuándo dinerotenían... Al oír que mi padre tenía trescientas almasde campesinos, exclamó:

-¡Se dice Pronto! ¡Hay gente rica en este mundo!Y nosotros, hijo mío, no tenernos más que un alma,la de Palashka, y no nos quejamos: vamos tirando, aDios gracias. Lo único malo es Masha: ya está paracasarse, ¿y qué dote puede tener? Un peine, un ce-pillo para ir a la casa de baños y una moneda de treskopecks (y que Dios me perdone). Si tiene Suerte,encontrará a algún hombre bueno; sí no, se pasarátoda la vida de novia.

Miré a María Ivánovna; estaba colorada y unaslágrimas le cayeron en el plato. Me dio lástima deella y me apresuré a cambiar de conversación:

-He oído -dije bastante inoportunamente- quelos bashkiros15 piensan atacar su fortaleza.

-¿Quién se lo ha dicho, hijo? -preguntó IvánKusmich.

15 Tribu turco-mongola que vivía al norte de Oremburgo.

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-Eso me dijeron en Oremburgo -contesté.-Tonterías -replicó el comandante-. Nosotros

hace tiempo que no hemos oído nada de eso. Losbashkiros son gente acobardada, y los kirguises16

están escarmentados. No, con nosotros no se atre-verán; y si se atreven, les daré tal lección, que novolverán a moverse en diez años.

-¿Y usted no tiene miedo -continué dirigiéndo-me a la capitana- de quedarse en la fortaleza, ex-puesta a tales peligros?

-Esta costumbre, hijo mío-respondió ella-. Haceunos veinte años, cuando nos trasladaron del regi-miento aquí, ¡válgame Dios, qué miedo tenía a esosanticristos! En cuando veía sus gorros de lince, encuanto oía sus chillidos, se me paraba el corazón. Yahora estoy tan acostumbrada que, si me dicen quelos bandidos están rondando la fortaleza, ni memuevo.

-Vasilisa Yegórovna es una dama intrépida-indicó con aire importante Shvabrin-. Iván Kus-mich puede atestiguarlo.

-Pues sí -dijo Iván Kusmich-: no es nada miedo-sa.

16 Tribu nómada que habitaba al este del río Ural.

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-¿Y Marta Ivánovna? -preguntó-. ¿Es tan va-liente como usted?

-¿Si es valiente Masha? -contestó su madre. NoMasha es muy miedosa. Hasta ahora no puede oírun disparo: se pone a temblar. Hace dos años a IvánKusmich se le ocurrió, el día de mi santo, dispararcon nuestro cañón, y ella, pobrecíta mía, por pocose nos va al otro mundo del susto. Desde entonceshemos dejado en paz el maldito cañón.

Nos levantamos de la mesa. El capitán y su mu-jer se fueron a dormir la siesta, y yo me encaminé acasa de Shvabrin, donde pasé toda la tarde.

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CAPITULO IVEL DUELO

-Haz el favor, toma posición.Ya verás como te atravieso el cuerpo.

KNIAZHNAIN17

Pasaron semanas y mi vida en la fortaleza Belo-górskaya no sólo resultó soportable, sino que llegó aser grata. En la casa del comandante me recibíancomo si fuera de la familia. El marido y la mujereran gente de lo más respetable. Iván Kusmich, queascendió hasta oficial habiendo sido hijo de solda-do, era un hombre inculto y sencillo, pero bueno yhonrado. Su mujer le manejaba a su antojo, lo que

17 Epígrafe procedente de Los raros, comedia de Kniazhnaín

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iba perfectamente con la despreocupación de mari-do. Vasilisa Yegórovna consideraba los asuntos delservicio como los de su hogar y dirigía la fortalezade la misma manera que su propia casa. María lvá-novna pronto dejó de evitarme. Nos hicimos ami-gos. Sin darme cuenta me encariñé con toda lafamilia, hasta con Iván Ignátich, el teniente tuerto dela guarnición, el cual, según Shvabrin, mantenía re-laciones impropias con Vasilisa Yegórovna, cosaque ni remotamente se acercaba a la realidad; peroello no le preocupaba a Shvabrin.

Me hicieron oficial. El servicio no me pesabademasiado. En aquella pacífica fortaleza no había nirevistas, ni instrucción, ni guardias. A veces el co-mandante enseñaba a los soldados, pero no habíaconseguido que aprendieran a distinguir la derechade la izquierda. Shvabrin tenía varios libros france-ses. Empecé a leerlos y se me despertó el interés porla literatura. Por las mañanas leía, me ejercitaba en latraducción y a veces en la versificación. Solía almor-zar en casa del comandante, donde habitualmentepasaba el resto del día y adonde llegaba por las tar-des el padre Guerásim con su esposa Akulina Pa-mfilovna, correveidile principal de toda la región.Naturalmente, veía todos los días a A. I. Shvabrin,

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pero cada día su conversación me resultaba más de-sagradable. Sus bromas habituales sobre la familiadel comandante no me gustaban nada, especial-mente las mordaces observaciones acerca de Maríalvánovna. Esta era toda la sociedad de la fortaleza yyo no deseaba otra.

A pesar de las predicciones, los bashkiros no sesublevaron. La tranquilidad reinaba en torno anuestra fortaleza. Pero un conflicto repentino per-turbó la paz.

Ya he dicho que me dedicaba a la literatura. Misejercicios, para aquellos tiempos, eran de mérito, yvarios años después los elogió Alexandr PetróvichSumarokov. Un día conseguí escribir una canciónque me gustó. Es sabido que a veces los autores,con el pretexto de pedir consejos, buscan a unoyente benévolo. Así pues, copié la canción y se lallevé a Shvabrin, el único de toda la fortaleza quepodía apreciar la creación de un poeta. Después deun pequeño preámbulo, saqué del bolsillo mi cua-derno y le leí los siguientes versos:

¡Cuán vano el intentoDe olvidar a mi amada!¡Qué triste recuerdo

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De la libertad pasada!Su hermosa miradaMi corazón adormeceAfligiéndose el alma,Perturbando mi paz.Al saber mí desgracia,Masha, ten piedad de mí,Pon fin al cruel tormento,Pues sólo vivo por ti.

-¿Qué te parece? -pregunté a Shvabrin, esperan-do sus elogios como si fuera un tributo que me de-bía.

Pero, con gran despecho mío, Shvabrin, que so-lía ser indulgente, declaró muy resuelto que mi can-ción era mala.

-¿Por qué? -le dije disimulando mi irritación.-Porque estos versos son dignos de mi maestro,

Vasili Kirilich Trediakovski, y me recuerdan muchosus coplas amorosas.

Cogió mi cuaderno y se puso a analizar despia-dadamente cada verso y cada palabra, burlándose demí de la manera más mordaz. No pude resistirlo, learrebaté el cuaderno y le dije que nunca más le vol-vería a enseñar mis obras. Se rió de esta amenaza.

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-Ya veremos si cumples tu palabra -dijo-; elpoeta necesita al oyente como Iván Kusmich su ga-rrafa de vodka antes de comer. ¿Y quien es esaMasha a la que declaras tu tierna pasión y tu tor-mento amoroso? ¿No será María lvánovna?

-A ti no te importa -dije frunciendo el ceño-quién es esta Masha. No necesito tu opinión ni tusconjeturas.

-¡Ah! ¡El orgulloso poeta y modesto amante!-continuó Shvabrin, irritándose cada vez más-. Es-cucha mi consejo amistoso: si quieres tener éxito, terecomiendo que no le vayas con cancioncitas.

¿Qué significa esto? Haz el favor de explicarte.-Con mucho gusto. Esto significa que, si quieres

que Masha Mironova vaya a verte a la hora del cre-púsculo, en lugar de versos enternecedores, regálaleun par de pendientes.

Me hirvió la sangre en las venas:-¿Y por qué tienes esta opinión de ella?-

pregunté conteniendo a duras penas mi indignación.-Es que -contestó con una sonrisa diabólica-

conozco por experiencia su carácter y sus costum-bres.

-¡Mientes, canalla! -grité enfurecido-. ¡Mientesde la manera más desvergonzada!

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Shvabrin cambió de expresión.-Esto no te lo consiento --dijo agarrándome de

la mano-. Tendrás que darme una satisfacción.-Cuando quieras -respondí complacido.En aquel momento estaba dispuesto a hacerle

pedazos.Inmediatamente fui a ver a Iván Ignátich y le

encontré con una aguja en la mano: por orden de lacomandanta, estaba ensartando unas setas para se-carlas para el invierno.

-¡Ah, Piotr Andréyevich! -dijo al verme-. ¡Bien-venido! ¿Qué le trae por aquí? ¿Algún asunto, si sepuede saber?

Le expliqué en pocas palabras que me había pe-leado con Alexéi¡ Ivánich y que le pedía a él, IvánIgnátich, que fuera mi testigo en el duelo. Iván Ig-nátich me escuchó con atención y desorbitando suúnico ojo:

-Si no me equivoco -dijo-, ¿ha dicho usted quequiere matar a Alexéi¡ Ivánich y desea que yo sea eltestigo de ello? ¿No es eso?

-Exactamente.-Pero, ¡por Dios, Piotr Andréyevich! ¡Qué ocu-

rrencias tiene usted! ¿Se ha peleado con Alexéi Ivá-nich? ¡Vaya problema! La pelea no pesa en las

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espaldas. Le ha ofendido a usted, así que usted leinsulta: la da usted en la jeta y le pega en la oreja,después en la otra, después en la tercera; y luego seseparan y nosotros ya les ayudaremos a hacer laspaces. Pero, ¿es que le parece bien matar a su próji-mo? Si por lo menos fuera usted el que le matara...Al fin y al cabo, tampoco me hace mucha graciaAlexéi Ivánich, Pero, ¿y si él le ensarta a usted?¿Qué pasará entonces? ¿Quién habrá hecho el ton-to?

Los razonamientos del juicioso teniente no con-siguieron disuadirme. Seguí con la misma intención.

-Usted verá -dijo Iván Ignátich-; haga lo que leparezca conveniente. Pero, ¿para qué voy a hacer detestigo? ¿A santo de qué? Dos hombres peleándose,ni que fuera una novedad. Gracias a Dios, he pelea-do con el sueco y con el turco: he visto de todo.

Intenté explicarle el papel del testigo, pero IvánIgnátich era incapaz de comprenderme.

-Como usted quiera -dijo-. Ya que tengo queintervenir en este asunto, podría ir a ver a IvánKusmich y darle, por obligación de servicio, el partede que en la fortaleza se está tramando un crimencontrario al interés del Estado, por si el señor co-mandante tiene a bien tomar las medidas oportunas.

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Me asusté y pedí a Iván Ignátich que no dijeranada al comandante; me costó mucho trabajo con-vencerle, pero me dio su palabra y entonces decidídejarle.

Pasé la tarde, como de costumbre, en casa delcomandante. Trataba de parecer indiferente y alegrepara no infundir sospechas y evitar preguntas fasti-diosas, pero confieso que no tenía esa sangre fría dela que se jactan todos los que se han encontrado enmi situación. Aquella tarde me sentía inclinado a laemoción y la ternura. ¡María Ivánovna me gustabamás que nunca. La idea de que probablemente laveía por última vez la hacía ante mis ojos especial-mente enternecedora. Shvabrin apareció en seguida.Nos apartamos y le puse al corriente de mi conver-sación con Iván Ignátich.

-¿Para qué necesitamos testigos? -dijo seca-mente-. Podemos pasarnos sin ellos.

Convinimos en que el duelo sería detrás de lashacinas que se encontraban junto a la fortaleza y quelos dos estaríamos allí hacia las siete de la mañanadel día siguiente. Al parecer, hablábamos tan amis-tosamente, que Iván Ignátich, de la alegría, se fue dela lengua.

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-Ya era hora -dijo con aire satisfecho-; una malapaz es mejor que una buena pelea; y si no es honra-da, es sana.

-¿Qué dices, Iván Ignátich? -preguntó la mujerdel comandante, que estaba echando las cartas en unrincón-. No te he oído.

Iván Ignátich, al ver las señales de reprobaciónque yo le hacía y acordándose de su promesa, seazoró y no supo qué contestar. Shvabrin se apresuróa ayudarle.

-Iván Ignátich se alegra de nuestra pronta re-conciliación.

-¿Y con quién te habías peleado, hijo mío?-Piotr Andréyevich y yo hemos tenido una riña

bastante seria.-¿Por qué?-Fue una verdadera tontería, Vasilisa Yegóro-

vna: por una canción.-¡Vaya razón para pelearse! ¡Una canción! ¿Y

cómo fue?-Ocurrió lo siguiente: Hace unos días Piotr An-

dréyevich compuso una canción y hoy se ha puestoa cantarla delante de mí; entonces yo he entonadomi canción favorita:

Hija del capitán,

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No salgas a media noche.-Así ha empezado la discordia. Piotr Andréye-

vich se ha enfadado conmigo, pero luego ha decidi-do que cada uno puede cantar lo que quiera. Este esel final de la historia.

La desvergüenza de Shvabrin me indignó; peronadie, excepto yo, comprendía sus groseras alusio-nes; por lo menos, nadie se fijó en ellas. De las can-ciones, la conversación pasó a los poetas, y elcomandante declaró que todos ellos eran unos li-cenciosos y borrachos perdidos, y me aconsejóamistosamente que abandonara la poesía, comoocupación contraria al servicio y que no podía con-ducir a nada bueno.

La presencia de Shvabrin me resultaba inso-portable. No tardé en despedirme del comandante yde toda su familia. Al llegar a casa, examiné mi es-pada, probé la punta y me acosté ordenando a Savé-lich que me despertara pasadas las seis de lamañana.

Al día siguiente, a la hora convenida, estaba de-trás de las hacinas esperando a mi adversario, quienno tardó en aparecer.

-Aquí, nos pueden encontrar -me dijo-; tenemosque darnos prisa.

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Nos quitamos los dormanes, nos quedamoskamzol18 y desenvainamos las espadas. En aquelmomento, de detrás de la hacina aparecieron IvánIgnátich y unos cinco inválidos. Iván Ignátich dijoque el comandante exigía nuestra presencia. Le obe-decimos de mala gana; los soldados nos rodearon ynos dirigimos a la fortaleza siguiendo a Iván Igná-tich, quien nos condujo triunfante, caminando consorprendente aplomo.

Entramos en la casa del comandante. Iván Ig-nátich abrió las puertas y anunció solemnemente:

-¡Aquí los traigo!Nos recibió Vasilisa Yegórovna:¡Dios mío' ¿Qué es esto? ¿Cómo? ¡Tramar un

crimen en nuestra fortaleza! lván Kusmich! ¡Aarrestarlos inmediatamente! ¡Piotr Andréyevich!¡Alexéi¡ Ivánovich! ¡Dadme ahora mismo vuestrasespadas, ahora mismo! Palashka, lleva estas espadasa la despensa. ¡Piotr Andréyevich! No esperaba estode ti. ¿No te da vergüenza? Que sea Alexéi Iváno-vich, se comprende: le echaron de la guardia por in-fame y, además, no cree en Dios; ¡pero tú! ¿Quierestú hacer lo mismo?

18 Especie de chaleco sin mangas.

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Iván Kusmich estaba completamente de acuerdocon su esposa y repetía:

-Escucha, Vasilisa Yegórovna tiene razón. Losduelos están terminantemente prohibidos por el re-glamento militar.

Entretanto Palashka cogió nuestras espadas y selas llevó a la despensa. No pude contener la risa.Shvabrin conservaba su aire solemne.

-con todo el respeto que le tengo, señora -dijotranquilamente, no puedo dejar de decirle que semolesta inútilmente sometiéndonos a su juicio. Dé-jelo para Iván Kusmich, que es de su incumbencia.

-¡Hijo mío! -respondió la comandanta-. ¿Es queel marido y la mujer no son un alma y un cuerpo?lván Kusmich! ¿En qué estás soñando? Sepáralosinmediatamente y déjalos a pan y agua para que seles pase la tontería; y que el padre Guérasim losobligue a hacer una penitencia para que rueguen aDios que los perdone y se arrepientan públicamente.

Iván Kusmich no sabía qué partido tomar. Ma-ría lvánovna estaba extraordinariamente pálida, Po-co a poco la tempestad se calmó; la mujer delcapitán se tranquilizó y nos obligó a que nos diéra-mos un beso. Palashka nos trajo nuestras espadas.

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Salimos de la casa del comandante aparentementereconciliados. Nos acompañaba Iván Ignátich.

-¿No le dio vergüenza -le dije enfadado- denun-ciarnos al comandante después de haberme prome-tido que no lo haría?

_Le juro por Dios que no dije nada a IvánKusmich -contestóme-. Vasilisa Yegórovna me losacó todo. Ella decidió sin que lo supiera el coman-dante. Aunque, gracias a Dios, ya ha terminado to-do.

Con estas palabras torció hacia su casa y Shva-brin y yo nos quedamos solos.

-Lo nuestro no puede terminar de esta manera-le dije.

-Naturalmente- contestó Shvabrin- tendrá queresponderme con su sangre por su insolencia; segu-ramente van a vigilarnos. Tendremos que fingir al-gunos días. ¡Adiós!

Y nos separamos como si nada hubiera pasado.Cuando volví a casa del comandante, me senté

como de costumbre con María lvánovna. IvánKusmich estaba fuera y Vasilisa Yegórovna estabaocupada con los quehaceres de la casa. Hablábamosa media voz. María Ivánovna me reprochaba con

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ternura la preocupación que había causado a todosmi pelea con Shvabrin.

-Pensé que me moría -me dijo-, cuando nos en-teramos de que pensaban batirse con espadas. ¡Quéextraños son los hombres! Por una palabra que ol-vidarían seguramente en una semana, están dis-puestos a pelear y a sacrificar no sólo su vida, sinola conciencia y el bienestar de aquellos que... Peroestoy segura de que no fue usted el que inició la riña.Creo que el culpable es Alexéi Ivánich.

-¿Por que lo cree, María Ivánovna?-Pues es que... ¡es tan burlón! No me gusta Ale-

xéi Ivánich. Me es muy antipático; pero es curioso:por nada del mundo me gustaría serle tan desagra-dable como él a mí. Esto me preocuparía muchísi-mo.

-¿Y qué cree usted, María Ivánovna? ¿Le gustausted a Shvabrin, o no?

María lvánovna se azoró y se puso colorada.-Me parece -dijo- que le gusto.-¿Y por qué se lo parece?-Porque ha querido casarse conmigo.-¡Casarse! ¡Ha querido casarse con usted!

¿Cuándo?

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-El año pasado. Unos dos meses antes de quellegara usted.

-Y usted no aceptó.-Ya lo ve. Alexéi Ivánich es un hombre inteli-

gente y de buena familia, además, tiene fortuna; pe-ro, cuando Pienso que tendría que darle un beso enla iglesia delante de todo el mundo... ¡Nunca! ¡Pornada del mundo!

Las palabras de María Ivánovna me abrieron losojos y me explicaron muchas cosas. Comprendí porqué Shvabrin la perseguía con su maledicencia obs-tinada. Por lo visto, había notado la inclinación queteníamos el uno por el otro y trataba de alejarnos.Las palabras que causaron nuestra pelea me parecie-ron todavía más infames, cuando, en lugar de unaburla grosera y obscena, vi en ellas una deliberadacalumnia. Mi deseo de castigar al insolente calum-niador fue aún más fuerte y me puse a esperar conimpaciencia una ocasión propicia.

La espera no fue larga. Al día siguiente , cuandoestaba sentado a la mesa escribiendo una elegía ymordiendo la pluma en espera de una rima, Shva-brin llamó a mi ventana. Dejé la pluma, cogí la es-pada y salí a la calle.

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-¿Para qué aplazarlo? -me dijo Shvabrin-. Ahorano nos ve nadie. Bajemos hacia el río. Allí no nospodrán molestar.

Echarnos a andar callados. Bajamos por un ca-minillo empinado, nos paramos junto al río mismoy desenvainamos las espadas. Shvabrin era más há-bil que yo, pero yo más fuerte y más valiente; ade-más, monsieur Beaupré, que en sus tiempos fuesoldado, me había dado varias lecciones de esgrimaque aproveché entonces. Shvabrin no esperaba en-contrar en mí a un adversario tan peligroso. Du-rante mucho rato no nos pudimos hacer ningúnmal; al fin, viendo que Shvabrin se estaba quedandosin fuerzas, empecé a atacarle con viveza y le hiceretroceder casi dentro del río. De pronto oí minombre pronunciado en voz alta. Me volví y vi aSavélich, que bajaba corriendo por el sendero de laorilla... En aquel mismo instante sentí en el pechoun fuerte pinchazo, más abajo del hombro derecho;caí y perdí el sentido.

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CAPITULO VEL AMOR

Muchacha, muchacha bonita,No te cases, note cases joven,Pregúntale a tu padre y a tu madre,A tu padre, a tu madre y a tu familia;Atesora juicio y sentido,Inteligencia y buena dote.

(Canción popular.)

Al volver en mí, durante algún tiempo no puderecordar qué había sucedido y no comprendía quéme había pasado. Estaba tumbado en la cama enuna habitación desconocida y sentía una gran debi-lidad. Delante de mí estaba Savélich con una vela enla mano. Alguien desataba cuidadosamente las ven-das que me ceñían el pecho y un hombro. Poco apoco se me aclararon las ideas. Me acordé del dueloy comprendí que estaba herido. En aquel instantechirrió la Puerta.

-¿Qué? ¿Cómo está? -se oyó el susurro de unavoz que me hizo temblar.

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-Sigue igual -respondió Savélich suspirando-,lleva cinco días sin recobrar el conocimiento.

Quise volverme, pero no pude.-¿Dónde estoy? ¿Quién está aquí? -pregunté con

un esfuerzo.María Ivánovna se acercó a la cama y se inclinó:-¿Cómo se siente? -dijo.-¡Gracias a Dios! -contesté con voz débil-. ¿

usted María lvánovna? Dígame... -no tuve fuerzaspara continuar y me callé.

Savélich suspiró aliviado. Su cara expresaba ale-gría. -¡Ha vuelto en sí, ha vuelto en sí! -repetía-.¡Gracias, Señor! Piotr Andréyevich, ¡qué susto mehas dado! ¡Se dice pronto, cinco días!

María lvánovna le interrumpió.-No le hables mucho, Savélich -le dijo-, que to-

davía está débil.Salió y cerró la puerta con cuidado. Yo estaba

profundamente conmovido. Entonces, me encon-traba en casa del comandante; Maña Ivánovna habíaentrado a verme. Quise hacer varias preguntas a Sa-vélich, pero el viejo movió la cabeza y se tapó losoídos. Cerré los ojos despechado y no tardé endormirme. Al despertar, llamé a Savélich, pero enlugar de él apareció ante mí María lvánovna y su voz

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angelical me saludó. No puedo expresar el dulcesentimiento que se apoderó de mí en aquel instante.Le cogí la mano y acerqué mi cara a ella, cubrién-dola de lágrimas enternecidas. María no la apar-taba... y de pronto sus labios tocaron mi mejilla ysentí un beso fresco y apasionado. Una llamaradame recorrió el cuerpo.

-Querida, dulce María Ivánovna -le dije-, sea miesposa, consienta en hacerme feliz.

María Ivánovna volvió en sí.-¡Cálmese, por Dios! -dijo apartando la mano --

Todavía está en peligro, puede abrírsele la herida.Cuídese, aunque sólo sea por mí.

Y con estas palabras se fue, dejándome embria-gado por la dicha. La felicidad me resucitó. «¡Serámía! ¡Me quiere¡ Esta idea llenaba todo mi ser.

Aquel día empecé a mejorar. Me trataba el bar-bero del regimiento, porque en la fortaleza no habíaotro médico, y éste, gracias a Dios, no complicabademasiado las cosas. Mi juventud y la naturalezaaceleraron la convalecencia. Toda la familia del co-mandante me cuidaba. María Ivánovna no se sepa-raba de mí. Naturalmente, a la primera ocasiónpropicia, volví a mi explicación interrumpida, yMarta lvánovna me escuchó con más paciencia. Me

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confesó la inclinación de su corazón sin hacer me-lindres y me dijo que sus padres, sin duda alguna, sealegrarían de su felicidad.

-Pero piénsalo bien -añadió--. ¿No habrá algúnobstáculo por parte de su familia?

Me quedé pensativo. No dudaba del cariño quetenía mi madre, pero, conociendo el carácter y lamanera de pensar de mi padre, sentía que mi amorno le iba a enternecer demasiado y que lo considera-ría una locura juvenil. Le confesé todo esto a MartaIvánovna, pero me decidí a escribir a mi padre unacarta, lo más elocuente posible, pidiéndole la bendi-ción paterna. Enseñé la carta a Marta lvánovna y laencontró tan conveniente y enternecedora, que nodudó de su éxito y se entregó a los sentimientos desu tierno corazón con toda la confianza de la ju-ventud y el amor.

Hice las paces con Shvabrin uno de los prime-ros días de mi mejoría. Iván Kusmich, reprendién-dome por el duelo, me dijo:

-¡Ah, Piotr Andréyevich! Tendría que arrestarte,pero ya has tenido tu castigo. Pero Alexéi Ivánichestá en la panadería bajo vigilancia y su espada latiene encerrada Vasilisa Yegórovna. Que reflexioney se arrepienta.

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Yo era demasiado feliz para guardar en el cora-zón un sentimiento de enemistad. Empecé a inter-ceder por Shvabrin, y el buen comandante, con elconsentimiento de su esposa, accedió a liberarlo.

Shvabrin vino a verme; expresó su profundosentimiento por lo que había pasado entre nosotros,reconoció que él era el culpable de todo y me pidióque olvidara lo ocurrido. Poco rencoroso por natu-raleza, le perdoné sinceramente nuestra pelea y laherida que me había hecho. En su calumnia veía eldespecho del amor propio ofendido y de su senti-miento rechazado, y perdonaba magnánimamente ami infortunado rival.

Pronto mejoré y pude trasladarme a mi casa.Esperaba con impaciencia la respuesta a mi carta,sin atreverme a abrigar una esperanza y tratando deacallar los oscuros presentimientos. Todavía no ha-bía hablado con Vasilisa Yegórovna y su marido,pero mi proposición no los sorprendería. Ni yo niMaría Ivánovna tratábamos de ocultar nuestroamor, y estábamos convencidos de su consenti-miento.

Por fin, una mañana Savélich entró en mi habi-tación con una carta. La cogí temblando. La direc-ción estaba escrita con letra de mi padre. Esto me

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preparó para algo importante, porque generalmenteme escribía mi madre y él ponía al final varias líneas.Tardé mucho en abrir la carta, releyendo la solemneinscripción. «A mi hijo Piotr Andréyevich Griniov,provincia de Oremburgo, fortaleza Belogórskaya.»Trataba de comprender por la letra en qué estado deánimo había sido escrita la carta; por fin me decidí aabrirla y desde las primeras líneas comprendí quetodo se iba al diablo. La carta decía lo siguiente:

¡Mi hijo Piotr! El 15 del presente mes recibirnostu carta en la que pides nuestra bendición y nuestroconsentimiento para tu boda con María lvánovna,hija de Mirónov, y no sólo no pienso darte mi ben-dición y mi consentimiento, sino que tengo el pro-pósito de llegar hasta ti y castigarte como a unchiquillo, sin hacer caso de tu grado de oficial, yaque has demostrado que no eres digno de llevar laespada que te ha sido concedida para la defensa dela patria y no para duelos con calaveras como tú.

Escribo inmediatamente a Andréi Kárlovich pi-diéndole que te traslade de la fortaleza Belogórskayaa algún sitio más remoto para que se te pase la ton-tería. Tu madre, al enterarse de tu duelo y de la heri-da, ha enfermado del disgusto y está en cama. ¿Qué

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será de tí? Ruego a Dios que te corrijas, pero no meatrevo a esperar su gran misericordia.

Tu padreA. G.

La lectura de esta carta despertó en mil senti-mientos diversos. Las expresiones crueles queabundaban en ella me ofendieron profundamente.El desprecio con que se refería a María Ivánovname parecía tan indigno como injusto. La idea de mitraslado de la fortaleza Belógorskaya me horroriza-ba, pero más que nada me disgustó la noticia de laenfermedad de mi madre. Estaba indignado con Sa-vélich, porque tenia la seguridad de que mis padresse habían enterado del duelo a través de él. Reco-rriendo de punta a punta mi angosta habitación, meparé ante él y le dije con una mirada amenazadora:

-Veo que te parece poco que por tu culpa hayaestado herido y un mes entero al borde de la tumba;también quieres matar a mi madre.

Savélich parecía fulminado por un rayo.-¡Por Dios, señor! -me dijo llorando-. ¿Qué es-

tás diciendo? ¿Que yo fui causante de tu herida?Dios es testigo de que iba a protegerte con mi pecho

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de la espada de Alexéi¡ Ivánich. La maldita vejez melo impidió. ¿Y qué he hecho yo a tu madre?

-¿Qué le has hecho? -contesté-. ¿Quién te man-dó que escribieras denuncias? ¿Es que estás paraespiarme?

-¿Que yo he escrito una denuncia? ¡Bendito seaDios! -contestó Savélich con lágrimas en los ojos-Pues haz el favor de leer qué me escribe el señor:verás cómo te he denunciado.

Sacó del bolsillo una carta y leí lo siguiente:

Vergüenza te debería dar, perro viejo, que a pe-sar de mis órdenes no me has dicho nada de las tra-vesuras de mi hijo Piotr Andréyevich y unaspersonas extrañas tengan que comunicármelo. ¿Asíes como cumples tus obligaciones y la voluntad detus señores?

Pero ocultarme la verdad y por connivencia conel joven, te mandaré, a cuidar cerdos, ¡perro viejo!Te ordeno que al recibir la presente me escribas in-mediatamente el estado de su salud, que va mejor,según me dicen, y en qué partes está herido y cómole han curado.

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Era evidente que Savélich tenía razón, que yo lehabía ofendido injustamente con mis reproches ysospechas. Le pedí perdón, pero el vicio estaba des-consolado.

-A lo que he llegado -repetía- ¡Así me pagan misseñores al cabo de los años! Soy un perro viejo, soyun porquero, ¿y encima tengo la culpa de tu herida?¡No, Piotr Andréyevich! No soy yo, es el malditomusié el que tiene la culpa de todo: él te enseñó apinchar con asadores de hierro y a dar patadas, co-mo si pinchando y dando patadas se pudiera unoguardar de una mala persona. ¡Para eso había quecontratar al musié y gastar dinero!

Pero ¿quién se había tomado la molestia de ha-cerle saber a mi padre mi conducta? ¿El general? Alparecer, éste no se ocupaba de mí demasiado, e IvánKusmich no había creído necesario mandarle un in-forme del duelo. Me perdía en conjeturas. Mis sos-pechas recayeron sobre Shvabrin. Era el único quepodía sacar algún beneficio de la denuncia, cuyo re-sultado podía ser mi alejamiento de la fortaleza y miruptura con la familia M comandante. Fui a comuni-carlo todo a Mafia Ivánovna. Me recibió en la en-trada.

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-¿Qué le ha pasado? -dijo al verme-. ¡Está ustedmuy pálido!

-Todo ha terminado -le contesté dándole lacarta de mi padre.

Palideció a su vez. Después de leerla, me la de-volvió con mano temblorosa y dijo con una voztrémula también:

-Veo que éste es mi destino... Sus padres noquieren que yo entre en su familia. ¡Hágase la vo-luntad del Señor! Dios sabe mejor que nosotros quées lo que nos conviene. No hay nada que hacer,Piotr Andréyevich; sea feliz...

-¡Nunca! -exclamé cogiéndola de la mano-. Túme quieres; estoy dispuesto a todo. Vamos a arro-jarnos a los pies de tus padres; son gente sencilla, noson orgullosos con el corazón endurecido... Nosbendecirán, nos casaremos... y, con el tiempo, estoyseguro de que mi padre nos perdonará, mi madreestará de nuestra parte-.

-No, Piotr Andréyevich -respondió Masha-, nome casaré contigo sin la bendición de tus padres.Sin su bendición no podrías ser feliz. Hay que con-formarse con la voluntad de Dios. Si encuentras aotra que te sea destinada, si la quieres, que Dios te

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acompañe, Piotr Andréyevich, por vosotros dos,yo... -rompió a llorar y me dejó.

Quise seguirla, pero incapaz de dominarme mefui a casa.

Estaba sumido en una profunda meditacióncuando de pronto Savélich interrumpió mis pensa-mientos.

-,Mire, señor --dijo alargándome una hoja depapel escrita-, si he querido denunciar a mi señor yenemistar el padre con el hijo.

Cogí el papel de sus manos: la respuesta de Sa-vélich a la carta recibida. Aquí está, de la primerapalabra a la última:

Mi señor, Andréi Petróvich:

He recibido su benévola carta, donde tiene abien enfadarse conmigo, su siervo de usted, porqueno me da vergüenza de no cumplir sus órdenes deseñor; y yo no soy un perro viejo, sino su fiel criado,obedezco a las órdenes del señor y siempre le heservido con celo y así he llegado a tener canas. So-bre la herida de Piotr Andréyevich no le he escritonada a usted para no asustarle inútilmente, y tengo

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entendido que la señora, nuestra Avdotia Vasílevna,se ha enfermado del susto, y rogaré a Dios por susalud. Piotr Andréyevich fue herido bajo el hombroderecho, en el pecho, debajo del mismo hueso, a unvershok19 y medio de profundidad, y estuvo en ca-ma en casa del comandante, y le cuidó el barbero deaquí, Stepán Paramónov; y ahora Piotr Andréyevichestá sano gracias a Dios y no se puede decir de élnada malo. Los comandantes dicen que están con-tentos con él y para Vasilisa Yegórovna es como unhijo.

Y que le haya ocurrido aquel percance, para unjoven, no es una vergüenza: el caballo tiene cuatropatas y a veces también tropieza. Y de lo que diceque me quiere mandar a guardar cerdos, para eso essu voluntad. Con esto le saludo humildemente.

Su fiel siervoArjip Savélich

No pude menos de sonreír varias veces al leer lacarta del pobre viejo. No me sentía capaz de con-testar a mi padre, y para tranquilizar a mi madre lacarta de Savélich me pareció suficiente.

19 Antigua medida de longitud equivalente a 4,4 centímetros.

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Desde entonces mi situación cambió. MaríaIvánovna apenas me hablaba y hacia todo para evi-tarme. La casa del comandante perdió para mí todosu atractivo. Poco a poco me acostumbré a estarsolo. Al principio Vasilisa Yegórovna me lo repro-chaba, pero ante mi insistencia me dejó en paz. AIván Kusmich le veía sólo cuando lo exigía el servi-cio. Con Shvabrin me encontraba muy rara vez y demala gana. Además, sentía en él antipatía oculta ha-cia mí, lo que confirmaba mis sospechas. Mi amorse enardecía en mi aislamiento y cada día se volvíamás doloroso. Perdí el interés por la lectura y pormis ejercicios literarios. Tenía miedo de volvermeloco o de caer en libertinaje. Pero ciertos aconteci-mientos inesperados, que influyeron fuertemente entoda mi vida, ejercieron sobre mi alma una conmo-ción violenta y beneficiosa.

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CAPITULO VITIEMPOS DE PUGACHOV

Y Vosotros, muchachos escuchadLo que nosotros, los viejos, vamos a contar.

(Canción.)

Antes de dar comienzo a la descripción de losextraños acontecimientos de los que fui testigo, ten-go que decir algunas palabras sobre la situación enque se encontraba la provincia de Oremburgo a fi-nales del año 1773.

Esta vasta y rica provincia estaba habitada pornumerosos pueblos medio salvajes que hacía pocotiempo habían reconocido la dominación de los so-beranos de Rusia. Sus continuas sublevaciones, lafalta de costumbre a las leyes y a la vida cívica, la

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inconsciencia y la crueldad exigían una vigilanciaconstante por parte del gobierno para mantenerlosen obediencia. Las fortalezas se construyeron en lu-gares considerados cómodos y fueron pobladas porcosacos en su gran mayoría, antiguos dueños de lasorillas del Yaik. Pero los cosacos del Yaik, que te-nían que guardar la paz y la seguridad de aquella re-gión, al poco tiempo resultaron ser ellos mismosunos súbditos turbulentos y peligrosos para el go-bierno.

En el año 1772 hubo una sublevación en la ciu-dad principal de los cosacos, provocada por las me-didas que tomó el teniente general Traubenberg20

para conseguir del ejército la debida sumisión. Laconsecuencia fue el bárbaro asesinato de Trauben-berg, la implantación de un gobierno por los cosa-cos de la región y, por último, el aplastamiento de larevuelta a sangre y fuego.

Todo esto ocurrió algún tiempo antes de m¡ lle-gada a la fortaleza Belogórskaya. Todo estaba tran-quilo, o lo parecía. El gobierno había creído condemasiada facilidad en el falso arrepentimiento delos astutos rebeldes, los cuales, llenos de rencor, es-

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peraban tina ocasión propicia para reanudar la insu-rrección.

Vuelvo a mi relato.Una tarde (esto ocurrió a primeros de octubre

del año 1773) me encontraba solo en casa escu-chando el aullido del viento de otoño y mirando porla ventana las nubes que corrían delante de la luna.Me avisaron que el comandante quería verme. Medirigí a su casa inmediatamente. Allí encontré aShvabrin, a Iván Ignátich y al suboficial cosaco. Enla habitación no estaban Vasilisa Yegórovna ni Ma-ría lvánovna.

El comandante me saludó con aire preocupado.Cerró las puertas con llave, nos hizo sentar a todosmenos al suboficial, que se quedó junto a la puerta,sacó un papel del bolsillo y nos dijo:

-Señores oficiales, una noticia importante. Pres-ten atención a lo que escribe el general.

Se caló los anteojos y leyó lo siguiente:Al señor comandante de la fortaleza Belogór-

skaya, capitán Mirónov.Secreto.

20 Conocido por su crueldad con los cosacos y asesinado du-rante la rebelión de Pugachov.

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Le comunico por la presente que el cosaco delDon y raskóImik21, Yemelián Pugachov, evadido dela prisión, habiendo cometido el desafuero im-perdonable de usurpar el nombre del difunto em-perador Pedro III22, ha reunido una banda de fora-jidos, ha suscitado la rebelión en los poblados delYaik y ya ha devastado varias fortalezas, Perpetradorobos y asesinatos. En consecuencia, al recibir lapresente, señor capitán, tiene que tornar inmediata-mente las medidas oportunas para repeler a dichomaleante y, si es posible, exterminarlo completa-mente, en el caso de que se dirija a la fortaleza a us-ted encomendada.

-¡Tomar las medidas oportunas! -exclamó elcomandante quitándose los anteojos y doblando elpapel- ¡Qué fácil de decir! Se ve que el maleante esfuertes; y nosotros no tenemos más que cientotreinta personas, sin contar a los cosacos, que noson de fiar, y no lo digo por ti, Maxímich -el subofi-cial sonrió,-. ¡No hay nada que hacer, señores ofi-

21 Miembro de una secta perteneciente al Raskil, cisma reli-gioso en Rusia en el siglo XVII.22 Pedro III, nieto de Pedro el Grande, reinó de enero a juliode 1762, momento en que abdicó del trono; más tarde fueestrangulado por uno de los seguidores de Catalina II

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ciales! Estén dispuestos a todo, organicen la guardiay las patrullas nocturnas; en caso de ataque, cierrenlas puertas de la fortaleza y saquen a los soldados.Tú, Maxímich, vigila bien a tus cosacos. Hay que re-visar el cañón y limpiarlo como es debido. Pero lomás importante es que guarden el secreto, para quenadie de la fortaleza pueda saberlo antes de tiempo.

Después de dar todas estas órdenes, Iván Kus-mich nos dejó marchar. Salí junto con Shvabrin,comentando lo que acabábamos de oír.

-¿Qué te Parece? ¿Cómo va a terminar esto? -lepregunté.

-¡Sabe Dios! -respondió-. Ya veremos. Por aho-ra no me parece ver nada importante. Pero si... -sequedó pensando y, distraído, empezó a silbar unaria francesa.

A pesar de todas nuestras precauciones, la noti-cia de la aparición de Pugachov recorrió la fortaleza.Iván Kusmich, aunque respetaba profundamente asu esposa, por nada del mundo le hubiera descu-bierto el secreto confiado oficialmente. Al recibir lacarta del general, echó a Vasilisa Yegórovna de unmodo bastante hábil, diciéndole que el padre Gue-rásim había tenido unas noticias extrañas de Orem-burgo que guardaba en gran secreto. Vasilisa

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Yegórovna quiso ir inmediatamente a vera la mujerdel pope y, obedeciendo al consejo de Iván Kus-mich, se llevó a Masha para que no se aburriese solaen casa.

Iván Kusmich, al quedarse dueño absoluto de lacasa, mandó llamarnos y encerró a Palashka en elcuarto trasero para que no pudiera escuchar nuestraconversación.

Vasilisa Yegórovna volvió a casa sin haberlesonsacado nada a la mujer del pope y se enteró quedurante su ausencia Iván Kusmich había tenido unareunión y Palashka había estado encerrada con lla-ve. Comprendió que su marido le había mentido einició el hábil interrogatorio.

Pero Iván Kusmich estaba preparado para elataque. No se azoró en absoluto y contestó a su cu-riosa cónyuge:

-Es que nuestras mujeres han decidido encenderlas estufas con. paja; y como esto puede originargrandes desgracias, he ordenado que de ahora enadelante las estufas se enciendan sólo con ramas yleña seca.

-¿Y para qué tuviste que encerrar a Palashka? -lepreguntó la mujer del comandante-. ¿Por qué la po-

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bre chica ha tenido que estar en el cuarto traserohasta que llegáramos nosotras?

Iván Kusmich no estaba preparado para estapregunta; se azoró y balbució algo muy incoherente.Vasilisa Yegórovna se dio cuenta de la perfidia desu marido, pero, sabiendo que no llegaría a conse-guir nada de él, abandonó sus preguntas y se puso ahablar de los pepinillos salados que Akulina Pamfi-lovna preparaba de una manera especialísima. Vasi-lisa Yegórovna no pudo dormir en toda la noche,intentando adivinar qué había en la cabeza de sumarido que ella no debía saber.

Al día siguiente, al volver de misa, vio a IvánIgnátich que sacaba del cañón trapos, piedrecitas,trozos de madera, huesos y toda clase de basurametida allí por los chiquillos. «¿Qué significaránestos preparativos militares? -pensó la comandanta-.¿No será que se espera el ataque de los kirguises?No creo que Iván Kusmich sea capaz de ocultarmeuna tontería semejante.» Llamó a Iván Ignátich conel firme propósito de sonsacarle el secreto que tantoatormentaba su curiosidad femenina.

Vasilisa Yegórovna le hizo varias observacionesacerca de los problemas domésticos, como un juezque empieza la investigación con preguntas que no

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tienen relación directa con el asunto, tratando deadormecer la vigilancia del acusado. Luego, despuésde estar callada unos minutos, suspiró profunda-mente y dijo, moviendo la cabeza:

-¡Dios mío! ¡Qué noticia! ¿Cómo va a terminartodo esto?

-¡Ay, madre mía! -contestó Iván Ignátich-. Dioses misericordioso: tenemos suficientes soldados,mucha pólvora, y he limpiado el cañón. Podremosaguantar el golpe de Pugachov. Si Dios nos ayuda,no nos puede pasar nada malo.

-¿Y quién es ese Pugachov? -preguntó la mujerdel comandante.

Iván Ignátich comprendió que había habladomás de la cuenta y se mordió la lengua. Pero ya eratarde. Vasilisa Yegórovna le obligó a confesárselotodo, prometiéndole que no diría nada a nadie.

Vasilisa Yegórovna cumplió su promesa y nodijo ni una palabra a nadie, sólo a la mujer del pope,y únicamente porque la vaca de ésta pacía en la es-tepa y podía ser robada por los maleantes.

Al poco tiempo todos hablaban de Pugachov.Lo rumores eran muy diversos. El comandantemandó al suboficial a que se enterara bien en lospueblos y en las fortalezas de los alrededores. El

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suboficial volvió a los dos días y comunicó que ha-bía visto en la estepa, a unas seiscientas verstas de lafortaleza, muchas hogueras, y que había oído decir alos bashkiros que se estaba acercando una fuerzanunca vista. Por lo demás, no pudo decir nada deimportancia,, porque tuvo miedo de seguir más le-jos.

En la fortaleza empezó a notarse una gran in-quietud entre los cosacos; formaban grupos en to-das las calles, hablaban entre ellos por lo bajo y seseparaban al ver a un dragón o a un soldado de laguarnición. Les mandaron a varios espías. Yulái, uncalmuco23 bautizado, dio al comandante un impor-tante informe. Según él, las palabras del suboficialeran falsas: al volver, el calmuco cosaco había con-tado a sus camaradas que había estado con los re-beldes, se había presentado al mismo jefe y éste lehabía permitido que le besara la mano y estuvo lar-go rato conversando con él. El comandante arrestóinmediatamente al suboficial, haciendo que Yuláiocupara su puesto. Esta noticia fue recibida por loscosacos con evidente disgusto. Protestaban sin di-simulo, e Iván Ignátich, el ejecutor de la orden del

23 Natural de cierto distrito de Mongolia.

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comandante, oyó cómo decían: «¡Ya verás, rata deguarnición» El comandante pensó interrogar alarrestado aquel mismo día, pero el suboficial esca-pó, seguramente con ayuda de sus correligionarios.

Una nueva circunstancia aumentó la intranquili-dad del comandante. Detuvieron a un bashkiro conpapeles sediciosos. Con este motivo el comandantedecidió reunir de nuevo a sus oficiales y para estoquiso alejar a Vasilisa Yegórovna con un pretextoplausible. Pero como Iván Kusmich era un hombresimple y franco, no encontró otra manera de hacerloque la utilizada anteriormente.

-Oye,Vasilisa Yegórovna -le dijo carraspeando-dicen que el padre Guerásim ha recibido de la ciu-dad.,.

-Déjate de mentiras, Iván Kusmich -le inte-rrumpió su mujer-; veo que quieres hacer una reu-nión para hablar sin mí de Yemelián Pugachov;pues no, a mí no me engañas.

Iván Kusmich desorbitó los ojos:-Bueno hija mía; ya que lo sabes todo, quédate si

quieres; hablaremos delante de ti.-Así me gusta -contestó ella-. Y no intentes ha-

certe el pillo; manda llamar a los oficiales.

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Nos reunimos de nuevo. En presencia de Vasi-lisa Yegórovna, Iván Kusmich nos leyó el llama-miento de Pugachov, escrito por algún cosacoanalfabeto. El maleante comunicaba su propósito deatacar inmediatamente nuestra fortaleza; invitaba alos cosacos y a los soldados a unirse a su banda, y alos comandantes los conminaba a que no se resistie-ran, amenazándolos con la muerte en caso contra-rio. El llamamiento estaba escrito con expresionesgroseras pero enérgicas y tenía que causar una peli-grosa impresión en las mentes de la gente sencilla.

-¡Qué farsante! -exclamó la comandanta-. ¡Có-mo se atreve a proponernos semejante cosa! ¡Quesalgamos a su encuentro y que coloquemos las ban-deras a sus pies! ¡Hijo de perra! ¿Es que no sabeque ya llevamos cuarenta años de servicio y que,gracias a Dios, hemos visto de todo? ¿Acaso algúncomandante se ha dejado atemorizar por un malhe-chor?

-No lo creo -contestó Iván Kusmich-. Aunquedicen que el muy bandido se ha apoderado de mu-chas fortalezas.

-Debe de ser realmente fuerte -intervino Shva-brin.

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-Ahora veremos su fuerza verdadera --dijo elcomandante-. Vasilisa Yegórovna, dame las llavesdel granero. Iván Ignátich, trae al bashkiro y dile aYulái que traiga unos látigos.

-Espera, Iván Kusmich -dijo la comandanta le-vantándose-. Déjame que me lleve a Masha de casa:si oye gritos, se asusta. Y a mí, a decir verdad, tam-poco me gusta la tortura. Que lo pasen bien.

Antaño la tortura estaba tan arraigada en lapráctica judicial, que la ley benefactora24 que la abo-lía quedó durante mucho tiempo sin ninguna aplica-ción. Pensaban que la confesión de culpabilidad deldelincuente era indispensable para su desenmasca-ramiento total, una idea no sólo infundada, sinocompletamente contraria al sentido común jurídico;porque, si la negación de culpabilidad del acusadono se admite como prueba de su inocencia, menosaún puede servir la confesión corno prueba de suculpabilidad. Hoy mismo oigo a veces a viejos jue-ces lamentarse de la abolición de la bárbara cos-tumbre. En nuestros tiempos nadie dudaba de lanecesidad de la tortura, ni los jueces ni los acusados.Por eso mismo la orden del comandante no asustó

24 Ley benefactora-, promulgada por Catalina II.

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ni alarmó a nadie. Iván Ignátich fue a buscar elbashkiro, que estaba encerrado en el granero de lacomandanta, y a los pocos minutos trajeron al dete-nido. El comandante ordenó que se acercara.

El bashkiro atravesó la puerta con dificultad(llevaba un cepo) y, quitándose un gorro alto, sequedó a la entrada. Le miré y me estremecí. Nuncaolvidaré a ese hombre. Tenía más de setenta años.Le faltaban la nariz y las orejas. Llevaba la cabezaafeitada; en lugar de la barba, tenía varios pelosblancos; era bajo, delgado y encorvado; pero suspequeños ojos despedían fuego.

-¡Ajá! -dijo el comandante reconociendo poraquellas espantosas señales a uno de los rebeldescastigados en 1741-25. Veo que eres un lobo viejo-,ya has estado en nuestra trampa. No es la primeravez que te sublevas, ¿eh? Por eso tienes la cabezatan bien cepillada. Acércate más; dime, ¿quién te hamandado?

El vicio bashkiro permanecía callado y miraba alcomandante con un aire completamente ausente.

25 En 1735-40 en el distrito de Bashkiria se produjeronviolentas sublevaciones, que fueron aplastadas con grancrueldad.

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-¿No dices nada? -continuó Iván Kusmich-. ¿Esque no comprendes ruso? Yulái, pregúntale envuestro idioma quién le ha mandado a nuestra for-taleza.

Yulái repitió en tártaro la pregunta del coman-dante. Pero el bashkiro le miraba con el mismogesto y no contestaba ni una palabra.

- Yakshí26 -dijo el comandante-, ya hablarás. Aver, vosotros, quitadle esa estúpida bata de rayas ycalentadle bien el lomo. Y tú, Yulái, Házlo como esdebido.

Dos inválidos empezaron a desnudar al bashki-ro. Ahora el rostro del infeliz expresaba inquietud.Miraba alrededor como una fierecilla atrapada porunos niños. Pero, cuando uno de los inválidos lecogió las manos y colocándolas junto a su cuello,subió al viejo a sus espaldas y Yulái cogió el látigo yllevó la mano hacia atrás, entonces el bashkiro em-pezó a gemir con una voz débil y suplicante, y me-neando la cabeza abrió la boca, en la que en lugar dela lengua se movía una corta porción de músculo.

Cuando me acuerdo de que esto ha sucedido enmis tiempos y de que he llegado a ver el apacible

26 Bueno.. (tártaro).

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reinado del emperador Alejandro, no puedo dejarde asombrarme de los rápidos éxitos de la instruc-ción y de la difusión de leyes humanistas. joven! Siestas líneas caen en tus manos, acuérdate de que loscambios más beneficiosos y profundos son aquellosque ocurren como consecuencia del mejoramientode las costumbres, sin ninguna conmoción violenta.

Todos estaban estupefactos.-Bueno -dijo el comandante-, veo que con éste

no sacaremos nada en limpio. Yulái, lleva al bashki-ro al granero. Y nosotros, señores, todavía tenemosque tratar algo más.

Nos pusimos a discutir nuestra situación, cuan-do de pronto entró Vasilisa Yegórovna, sofocada ycon aire extraordinariamente alarmado.

-¿Qué pasa? -preguntó sorprendido el coman-dante.

-¡Qué desgracia, Dios mío! -respondió VasilisaYegórovna-. La fortaleza Nizhneosernaya ha sidotomada esta mañana. El criado del padre Gerásimacaba de volver de allí. Ha visto como la tomaban.Han ahorcado al comandante y a todos los oficiales.Todos los soldados están presos. En menos de na-da los maleantes estarán aquí.

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La inesperada noticia me sorprendió sobrema-nera. Conocía al comandante de la fortaleza, un jo-ven silencioso y modesto. Hacía dos meses habíaestado en casa de Iván Kusmich con su joven espo-sa, volviendo de Oremburgo. La fortaleza Nizhneo-sernaya estaba a unas veinticinco verstas de lanuestra. De un momento a otro podíamos ser ata-cados por Pugachov. Me figuré el destino de MaríaIvánovna y se me encogió el corazón.

-¡Iván Kusmich, escúchame! -dije al coman-dante-. Nuestro deber es defender la fortaleza hastael último aliento; sobre esto no hay ni que hablar.Pero tenemos que pensar en la seguridad de lasmujeres. Mándalas a Oremburgo, si el camino toda-vía está libre, o a una fortaleza lejana y segura, don-de los bandidos no hayan tenido tiempo de llegar.

Iván Kusmich se volvió hacia su mujer y le dijo:-Pues es verdad; ¿qué te parece si os mandamosbien lejos mientras arreglamos cuentas con los ban-didos?

-Tonterías! -dijo la comandanta-. ¿Dónde está lafortaleza que no alcancen las balas? ¿Qué tiene laBelogórskaya de poco segura? A Dios gracias, lle-vamos aquí veintiún años. Hemos visto a bashkirosy a kirguises; aguantaremos a Pugachov.

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-Bueno, hija mía -repuso I . Iván Kusmich-,quédate si tienes tanta confianza en nuestra fortale-za. Pero, ¿qué hacemos con Masha? Si podemos re-sistir o llega ayuda, muy bien, pero, ¿y si losbandidos toman la fortaleza?

-Entonces... -y Vasilisa Yegórovna se calló muyperturbada.

-No, Vasilisa Yegórovna -continuó el coman-dante, notando que sus palabras habían causadoimpresión, probablemente por primera vez en suvida-, Masha no puede quedarse: allí hay bastantessoldados y cañones y la muralla es de piedra. Teaconsejo que tú también vayas con ellas; aunqueeres vieja, ya verás lo que te pasa si asaltan la forta-leza.

-Bueno -dijo la comandanta-, como quieras;mandaremos a Masha. Pero a mí no me lo pidas: nopienso irme. No tengo por qué separarme de ti a lavejez y buscar una tumba solitaria en tierras extra-ñas. Hemos vivido juntos y juntos moriremos.

-Tienes razón -respondió el comandante-. Nohay tiempo que perder. Vete y prepara a Masha parael viaje. Mañana se pondrá en camino al amanecer,le daremos una escolta, aunque no nos sobre gente.¿Y dónde está Masha?

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-Está en casa de Akulina Pamfilovna -contestóla comandanta-. En cuanto se enteró de la toma dela fortaleza Nizhneosernaya, se desmayó; tengomiedo de que se nos ponga mala. ¡Dios mío, a loque hemos llegado!

Vasilisa Yegórovna se fue a preparar el viaje desu hija. Siguió la conversación, pero yo no interve-nía en ella y no escuchaba lo que decían. María lvá-novna vino a cenar pálida y con los ojos llorosos.Cenamos en silencio y nos levantamos de la mesaantes que de costumbre; después de despedirnos detoda la familia, nos dirigíamos a nuestras casas. Medejé a propósito mi espada y volví a buscarla: teníael presentimiento de que me iba a encontrar a MaríaIvánovna sola. En efecto, me recibió en la puerta yme entregó la espada.

-¡Adiós, Piotr Andréyevich! -dijo con lágrimasen los ojos-. Me mandan a Oremburgo. Sea feliz. Alo mejor, si Dios quiere, nos volveremos a ver algúndía; si no... -y se echó a llorar.

-¡Adiós, ángel mío! -le dije-. ¡Adiós, amor mío!Pase lo que pase, créeme que mi último pensamientoy mi ultima oración serán para ti.

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Masha sollozaba con la cabeza apoyada en mipecho. La besé ardientemente y salí presuroso de lahabitación.

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CAPITULO VIIEL ASALTO

Cabeza, cabeza mía,Cabeza de soldado;Me ha servido mí cabezaTreinta y tres añitos justosY no ha merecido la pobreNi provecho ni alegría,Ni una palabra halagüeña,Ni un grado alto en el servicio ,Sólo ha merecido mí cabezaDos altos postes de arce,Dos postes y un travesaño,Y una cuerda de seda.

(Canción popular.)

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Aquella noche la pasé sin dormir y sin desnu-darme. Tenía la intención de ir al amanecer hacia lapuerta de la fortaleza, de donde iba a salir MaríaIvánovna, para despedirme de ella por última vez.Sentía que se había producido en mí un gran cam-bio: mi emoción era mucho menos triste que el aba-timiento en que estaba sumido hacía poco tiempo.La tristeza de la separación se mezclaba con vagaspero dulces esperanzas, con la espera impaciente delpeligro y con el sentimiento de una noble ambición.La noche se me hizo corta. Me disponía a salir demi casa cuando se abrió la puerta y apareció el cabopara informarme de que por la noche nuestros co-sacos habían salido de la fortaleza llevándose a lafuerza a Yulái, y que junto a la fortaleza había mo-vimiento de gente desconocida. La idea de que aMaría Ivánovna no le daría tiempo para abandonarla fortaleza me horrorizó; apresuradamente di variasórdenes al cabo y corrí a casa del comandante.

Estaba amaneciendo. Iba corriendo por la callecuando oí que alguien me llamaba. Me paré.-¿Adónde va? -me dijo Iván Ignátich alcanzándo-me-. Iván Kusmich está en el baluarte y me ha man-dado a avisarle. Ha llegado Pugachov.

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-¿Se ha marchado María Ivánovna? -preguntéestremeciéndome.

-No le ha dado tiempo -contestó Iván Ignátich.Han cortado el camino de Oremburgo; la fortalezaestá cercada. ¡Qué desastre, Piotr Andréyevich!

Nos dirigimos al baluarte, un alto formado porla naturaleza y reforzado por una empalizada. En elbaluarte ya se habían agrupado todos los habitantesde la fortaleza. La guarnición se hallaba sobre lasarmas. La víspera habían traído el cañón. El co-mandante iba y venía al frente de su exigua forma-ción. La proximidad del peligro había infundido alviejo guerrero una animación extraordinaria. En laestepa, a poca distancia de la fortaleza, se veían unasveinte personas a caballo. Parecían cosacos, peroentre ellos había también bashkiros, que se recono-cían fácilmente por sus gorros de lince y los gol-dres27. El comandante recorrió sus tropas y dijo asus soldados:

-Bueno, hijos míos, ha llegado la hora de defen-der a nuestra madre la emperatriz y de demostrar atodo el mundo que somos gente brava y fiel.

27 Carcaja o aljaba en que se llevan las saetas.

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Los soldados expresaron su entusiasmo con vo-ces fuertes. Shvabrin estaba a mi lado mirando fija-mente al enemigo. Al notar la inquietud que reinabaen la fortaleza, los hombres que se movían por laestepa se reunieron en un grupo y empezaron a dis-cutir. El comandante ordenó a Iván Ignátich queapuntara el cañón al grupo y él mismo encendió lamecha. La bala pasó silbando por encima de loshombres sin causarles daño alguno. Los jinetes sedispersaron inmediatamente y desaparecieron, de-jando desierta la estepa.

En el baluarte apareció Vasilisa Yegórovnaacompañada de Masha, que no quería quedarseatrás.

-¿Qué? -dijo la comandanta-. ¿Cómo va la bata-lla? ¿Y dónde está el enemigo?

-El enemigo no está lejos -contestó Iván Kus-mich- Si Dios quiere, todo saldrá bien. ¿Tienes mie-do, Masha?

-No, papá -respondió María Ivánovna-; tengomás miedo cuando estoy sola en casa.

Me miró y sonrió forzadamente. Sin querer,apreté el puño de mi espada, recordando que la vís-pera la había recibido de sus manos, como si fuerapara la defensa de mi amada. Mi corazón ardía.

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Imaginándome su caballero, estaba ansioso por de-mostrar que era digno de su confianza y esperabacon impaciencia el momento decisivo.

En aquel momento, de detrás de un alto que es-taba a una media versta de la fortaleza, surgieronnuevas multitudes y pronto toda la estepa se cubrióde una masa de hombres armados con lanzas y ar-cos. Entre ellos, en un caballo blanco, avanzaba unhombre vestido de rojo y con el sable desenvainadoen la mano: era el propio Pugachov. Se paró, le ro-dearon y, seguramente obedeciendo a sus órdenes,cuatro hombres se separaron del grupo y a todamarcha se acercaron a la fortaleza. Reconocimos enellos a nuestros traidores. Uno llevaba en alto unpapel, otro, la cabeza de Yulái pinchada en la puntade la lanza, y nos la tiró por encima de la empaliza-da.

La cabeza del pobre calmuco cayó a los pies delcomandante. Los traidores gritaban:

-No disparéis: salid a recibir al soberano. ¡Elsoberano está aquí!

-¡Ahora veréis! -exclamó Iván Kusmich-. ¡Fue-go!

Nuestros soldados dispararon. El cosaco quellevaba la carta se tambaleó y cayó del caballo; los

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otros escaparon al galope. Miré a María Ivánovna.Impresionada por la cabeza ensangrentada de Yulái,aturdida por la descarga, parecía desmayada. El co-mandante llamó al cabo y le ordenó que cogiera lahoja de papel de las manos del cosaco muerto. Elcabo salió al campo y volvió trayendo de las riendasal caballo del cosaco. Entregó la carta al coman-dante. Entre tanto, parecía que los rebeldes se esta-ban preparando para la acción. Pronto las balasempezaron a silbar muy cerca de nuestros oídos yvarias flechas se clavaron en tomo nuestro y en lavalla.

-Vasilisa Yegórovna -dijo el comandante-, estono es cosa de mujeres; llévate a Masha, ¿no ves queestá medio muerta de miedo?

Vasilisa Yegórovna, intimidada por las balas,miró hacia la estepa, donde se percibía un gran mo-vimiento; luego se volvió hacia el marido y le dijo:

-lván Kusmich, la vida y la muerte están en ma-nos de Dios; dale a Masha tu bendición. Masha,acércate a tu padre.

Masha, pálida y temblorosa, dio unos pasos ha-cia Iván Kusmich, se arrodilló y le hizo una profun-da reverencia. El viejo comandante la santiguó tres

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veces; luego la levantó, le dio un beso y pronunciócon voz alterada:

-Masha, sé feliz. Ruega a Dios y no te abando-nará. Si encuentras a un buen hombre, que Dios osdé amor y entendimiento, y que viváis como hemosvivido Vasilisa Yegórovna y yo. ¡Adiós, Masha! Va-silisa Yegórovna, llévatela cuanto antes.

Masha se le echó al cuello y empezó a sollozar.-Dame un abrazo también a mí -dijo llorando la

comandanta-: ¡Adiós, mi Iván Kusmich! Perdónamesi alguna vez te he hecho daño.

-¡Adiós, hija! -dijo el comandante abrazando asu vieja-. Basta ya, id a casa; y, si tienes tiempo, pona Masha un sarafán28.

La comandanta y su hija se alejaron. Seguí conla mirada a María Ivánovna; ella se volvió y me sa-ludó con una inclinación de cabeza.

Iván Kusmich tornó hacia nosotros y toda suatención se concentró en el enemigo. Los rebeldesse agrupaban alrededor de su jefe y de pronto em-pezaron a apearse de los caballos.

-Ahora, a resistir todo lo que se pueda -dijo elcomandante-; empieza el asalto.

28 Traje de campesina.

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En aquel momento se oyeron gritos estridentesy alaridos; los rebeldes echaron a correr hacia lafortaleza. Nuestro cañón estaba cargado con metra-lla. El comandante dejó que se acercaran lo más po-sible y disparó. La metralla dio en el centro mismode la multitud. Los rebeldes se dispersaron hacia loslados y retrocedieron. El jefe quedó solo delante detodos... Agitaba el sable y parecía estar hablándolesacaloradamente... Surgieron de nuevo los gritos yalaridos que habían cesado por un instante.

-Vamos, muchachos -exclamó el comandante-,¡abrid las puertas, tocad los tambores! ¡Adelante,seguidme!

En un momento, el comandante, Iván Ignátich yyo nos encontramos más allá del baluarte; pero lossoldados de la guarnición, asustados, no se movie-ron.

-¿Qué hacéis, hijos míos? -gritó Iván Kusmich-.Si tenemos que morir, moriremos: es nuestro deber.

En ese momento los rebeldes nos alcanzaron ypenetraron en la fortaleza. El tambor calló, los sol-dados arrojaron los fusiles; me tiraron al suelo, perome levanté y entré en la fortaleza junto con los re-beldes. El comandante, herido en la cabeza, estabarodeado por los maleantes, que exigían que les en-

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tregara las llaves Í Me apresuré hacia él para ayu-darle; varios cosacos robustos me agarraron y meataron con sus cinturones, diciéndome:

-¡Ya verás lo que es desobedecer al soberano!Nos arrastraron por las calles; los habitantes sa-

lían de las casas con el pan y la sal29 . Repicaban lascampanas. De repente alguien en gritó en la muche-dumbre que el soberano estaba en la plaza esperan-do a los presos y que iba a tomarles juramento. Lagente se abalanzó a la plaza, adonde nos condujerontambién a nosotros, fuertemente custodiados.

Pugachov estaba sentado en un sillón en la en-trada de la casa del comandante. Llevaba un bonitocaftán30 de cosaco, cubierto de galones, y un gorroalto de cibelina con borlas doradas, calado hasta losojos, muy brillantes. Su cara me pareció familiar. Lerodeaban los jefes cosacos. El padre Guerásim, tré-mulo y pálido, estaba junto al porche con un cruci-fijo en las manos y parecía implorarle en silenciopor las futuras víctimas. En la plaza colocaban a to-da prisa una horca. Cuando nos aproximamos, los

29 Manera tradicional de dar la bienvenida a un invitado dehonor.30 Vestimenta abierta por delante, usada por turcos, moros ycosacos.

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bashkiros nos abrieron paso entre la multitud y nosformaron delante de Pugachov. Cesó el repique delas campanas; reinó un profundo silencio.

-¿Quiénes el comandante? -preguntó el impos-tor.

Nuestro suboficial se separó de la muchedum-bre y señaló a Iván Kusmich. Pugachov echó alviejo una mirada amenazadora y le dijo:

-¿Cómo te has atrevido a oponerme resistenciaa mí, tu soberano?

El comandante, desfallecido por la herida, reu-nió sus últimas fuerzas y respondió con voz firme:

-No eres el soberano, eres un ladrón y un im-postor, ¿me oyes?

Pugachov frunció el entrecejo y agitó un pa-ñuelo blanco. Varios cosacos agarraron al viejo ca-pitán y le arrastraron hacia la horca. Montado en eltravesaño, apareció el bashkiro mutilado, al que ha-bíamos interrogado la víspera. Tenía la soga en lamano y al minuto vi al pobre Iván Kusmich colgadoen el aire. Entonces cogieron a Iván Ignátich y loacercaron a Pugachov.

-Presta juramento al soberano Piotr Fédorovich-le ordenó Pugachov.

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-No eres nuestro soberano -contestó Iván Igná-tich repitiendo las palabras del comandante-, ¡eresun ladrón y un impostor!

Pugachov agitó de nuevo el pañuelo y el buenteniente se alzó en el aire, junto a su viejo capitán.

Me había llegado el turno. Miraba valientementea Pugachov preparándome para repetir la respuestade mis valerosos camaradas. Entonces, con indes-criptible asombro, vi entre los jefes rebeldes aShvabrin, con el pelo cortado en redondo y vestidocon una caftán de cosaco. Se acercó a Pugachov y ledijo al oído unas palabras.

-Que le ahorquen -dijo Pugachov sin mirarme.Me echaron el nudo al cuello, empecé a rezar

ofreciendo a Dios un sincero arrepentimiento detodos mis pecados y rogándole que salvara a todaslas personas queridas. Me arrastraron hacia la horca.

-No tengas miedo -repetían mis verdugos, pro-bablemente queriendo animarme.

De pronto oí un grito:-¡Esperad, malditos! ¡Esperad!Los verdugos se pararon. Me volví y vi a Savé-

lich a los pies de Pugachov.-¡Señor! -decía mi pobre díadka-. ¿De qué te

sirve la muerte del señorito? Suéltalo; te darán por él

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un rescate. Y si quieres ahorcar a alguien para es-carmiento de la gente, di que me ahorquen a mí, quesoy un viejo.

Pugachov hizo una señal y en seguida me desa-taron y me soltaron.

-Nuestro señor te perdona -me dijeron.No puedo decir que en aquel momento me ale-

grara de mi liberación, aunque tampoco diría que lolamentara. Mis sentimientos eran demasiado confu-sos. De nuevo me llevaron hacia el impostor y mepusieron delante de él de rodillas. Pugachov mealargó su mano nudosa.

-Bésale la mano, bésale la mano -decían a mi al-rededor.

-Andréi Petróvich, por favor -susurraba Savé-lich empujándome por detrás-, no seas terco, ¿quétrabajo te cuesta? No te importe, besa la mano a estemaldi..., iuf!, bésale la mano.

Yo seguía sin moverme. Pugachov bajó la manoy dijo con una media sonrisa:

-Su señoría está atontado de felicidad. Que le le-vanten.

Me levantaron y me dejaron en libertad. Me pu-se a observar la continuación de la terrible comedia.

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Los habitantes de la fortaleza empezaron aprestar juramento. Se acercaban uno tras otro, besa-ban el crucifijo y luego hacían una reverencia al im-postor. Los soldados de la guarnición estaban allímismo. El sastre de la compañía armado con sustijeras romas, les cortaba las coletas. Sacudiéndose,se acercaban a besar la mano a Pugachov, que lescomunicaba su perdón y los admitía en su cuadrilla.Todo esto duró unas tres horas. Por fin Pugachovse levantó del sillón y se alejó del porche acompa-ñando por los jefes de su banda. Le acercaron uncaballo blanco enjaezado con lujosos arneses. Doscosacos le cogieron del brazo y le ayudaron a subira la silla. Pugachov anunció al padre Guerásim queiría a comer a su casa.

En aquel momento se oyó un grito de mujer.Varios bandidos sacaron al porche de la casa a Va-silisa Yegórovna, despeinada y completamente des-nuda. Uno de ellos ya se había puesto su blusa.Otros iban sacando colchones, baúles, juegos de té,ropa de casa y otros objetos encontrados en el inte-rior.

-¡Dios mío! -gritaba la pobre vieja-. ¡Dejadmemorir en paz! Hijos míos, llevádme con Iván Kus-mich!

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De pronto miró hacia la horca y reconoció a sumarido.

-¡Malditos! -gritó horrorizada ¿Qué le habéishecho? lván Kusmich, soldado noble y valiente! ¡Note han alcanzado las bayonetas prusianas ni las balasturcas; no has perdido la vida en una lucha honrosa,has tenido que morir por culpa de un forajido!

-¡Que hagan callar a esa bruja! -gritó Pugachov.Entonces un cosaco joven le pegó con el sable

en la cabeza y ella cayó muerta en las escaleras de lacasa. Pugachov se alejó; la gente corrió detrás de él.

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CAPITULO VIIIEL HUÉSPED NO INVITADO

Un huésped no invitadoes peor que un tánaro.

(Proverbio ruso.)

La plaza se quedó desierta. Yo seguía en elmismo sitio, sin poder ordenar mis ideas, alteradaspor tan terribles impresiones. Lo que más me ator-mentaba era la falta de noticias María Ivánovna.¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? ¿Le habríadado tiempo de esconderse? ¿Era seguro su refu-gio? Lleno de inquietud, entré en la casa del co-mandante... Todo estaba vacío; las sillas, las mesas ylos baúles estaban destrozados, la vajilla rota, todorobado. Subí corriendo por una pequeña escalera

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que conducía a un cuarto y por primera vez en m¡vida me encontré en la habitación de María lváno-vna. Vi su cama revuelta por los bandidos; el arma-rio estaba destruido y vaciado; una lamparilla ardíalevemente delante del marco vacío de icono. Tam-bién habia, quedado un espejo colgado en la pared...¿Dónde estada la dueña de aquella celda humilde ysolitaria? Una idea espantosa me pasó por la mente:imaginé que estaba en manos de los bandidos... Seme encogió el corazón... Me eché a llorar amarga-mente pronunciando en alto el nombre de mi ama-da... En aquel instante se oyó un ruido ligero y dedetrás del armario salió Palashka, pálida y tembloro-sa.

-¡Ay, Piotr Andréyevich! -dijo levantando lasmanos- ¡Qué día! ¡Qué horror!

-¿Y María lvánovna? -pregunté impaciente-.¿Qué ha pasado con María Ivánovna?

-La señorita está viva --contestó Palashka-. Seha escondido en casa de Akulina Pamfilovna.

-¡En casa del pope! -exclamé aterrorizado-.¡Dios mío! ¡Si Pugachov está allí!

Salí corriendo de la habitación, en un instanteme encontré en la calle y me precipité a casa del po-pe sin ver ni sentir nada a mi alrededor. De la casa

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llegaban gritos, risotadas y canciones... Pugachov ysus camaradas estaban en plena fiesta. Palashka mesiguió corriendo hasta la casa del pope. La mandé aque hiciera salir disimuladamente a Akulina Pamfi-lovna. Al minuto la mujer del pope apareció en laentrada de la casa con una botella vacía en la mano.

-¡Por Dios! ¿Dónde está María lvánovna?-pregunté con emoción indescriptible?

-Está acostada en mi cama, la pobrecita, detrásdel tabique -contestó la mujer del pope- ¡Ay, PiotrAndréyevich!, por poco ocurre una desgracia; pero,gracias a Dios, todo ha pasado: en cuanto el bandi-do se sentó a la mesa, la pobre volvió en si y se pu-so a quejarse. Me quedé sin habla. El lo oyó: -Oye,vieja, ¿quién está allí gimiendo?» Le hice una reve-rencia y le contesté: -Es mi sobrina, señor; está mala:lleva más de dos semanas en cama.» «¿Y es joven tusobrina?» «Sí, señor» -Pues enséñamela., -Me dio unvuelco el corazón, pero no había nada que hacer.«Como usted quiera, señor -le dije-, pero la chica nopuede levantarse y acercarse a su señoría.» «No im-porta, vieja, yo mismo iré a verla.» Y el muy malditose levantó, fue detrás del tabique y... ¿qué crees? -corrió la cortina, la miró con sus ojos de gavilán y...¡Dios nos ayudó! ¿Querrás creer, hijo mío, que ya

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me estaba preparando para una muerte atroz? Fe-lizmente, la pobre no le reconoció. ¡Dios misericor-dioso! ¡Qué días nos ha tocado vivir! ¡Pobre IvánKusmich! ¡Quién lo hubiera pensado! ¿Y VasilisaYegórovna? ¿Y qué me dice de Iván Ignátich? ¿Quéculpa tenía? ¿Y cómo es que se han apiadado deusted? ¿Y qué me dice de Alexéi Ivánich Shvabrin?¡Se ha cortado el pelo en redondo y ahora está em-borrachándose con ellos! ¡Hay que ver, qué vivo!Cuando dije lo de la sobrina enferma, me miró co-mo atravesándome con un cuchillo, pero no medescubrió; algo es algo.

En aquel instante se oyeron gritos de los hués-pedes borrachos y la voz del padre Guerásim. Loshuéspedes pedían más vino y el dueño de la casallamaba a su mujer. Akulina Pamfilovna se alarmó.

-¡Váyase a casa, Piotr Andréyevich! -me dijo-.No puedo seguir con ustedes, los bandidos no hanparado de beber, y si le pescan a usted borrachos,puede ocurrir una desgracia. ¡Adiós, Piotr Andréye-vich! Pase lo que pase, ¡Dios nos ayudará! La mujerdel pope se fue. Algo más tranquilo, me dirigí a micasa. Al pasar junto a la plaza, vi a varios bashkirosque se agrupaban alrededor de la horcas botas a losahorcados. A duras penas conseguí contener mi in-

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dignación, porque comprendía que intentar interve-nir sería total y absolutamente inútil. Los malhe-chores corrían por toda la fortaleza saqueando lascasas de los oficiales. Por todas partes se oían gritosde los insurrectos borrachos.

Llegué a mi casa. Savélich me recibió en lapuerta.

-¡Gracias a Dios! -exclamó al verme . Ya estabapensando que los bandidos te habían cogido otravez, ¡Ay, Piotr Andréyevich! Todo nos lo han roba-do los canallas: la ropa, las mantas, la vajilla, todo loque había; no han dejado nada. ¡Qué le vamos a ha-cer! No me canso de agradecer al Señor que te ha-yan dejado con vida. ¿Has reconocido al jefe de labanda?

-No; ¿quién es?-Pero, ¿cómo?, ya te has olvidado de aquel bo-

rracho que te hizo regalarle el tulup de conejo? Untulup nuevecito, y el animal lo rompió al ponérselo.

Savélich tenía razón: realmente, el parecido dePugachov con mi guía era sorprendente. Me con-vencía de que Pugachov y el guía eran la misma per-sona y entonces comprendí la causa de lamagnanimidad demostrada por mi verdugo. No po-día dejar de asombrarme del extraño encadena-

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miento de las circunstancias: el tulup infantil regala-do a un vagabundo me salvaba de la horca, y el bo-rracho que andaba de posada en posada asaltabafortalezas y ponía en conmoción el Estado.

-¿No quieres comer? -preguntó Savélich, fiel asus costumbres- No tenemos nada en casa; voy aver si puedo encontrar algo y te lo preparo.

Cuando Savélich me dejó solo, me quedé pen-sando. ¿Qué iba a hacer? Permanecer en la fortalezagobernada por el impostor o unirse a su banda eraindigno de un oficial. El deber exigía que yo me pre-sentara en aquel lugar donde mi servicio podía serútil a la patria, que se encontraba en circunstanciastan difíciles... Pero el amor me decía que tenía quequedarme cerca de María lvánovna y ser su defensory protector. Y aunque presentía un cambio próximoe indudable de las circunstancias, no podía dejar deestremecerme al pensar en el peligro de su situación.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por lallegada de uno de los cosacos, que apareció corrien-do para anunciarme que «el gran soberano exigía mípresencia».

-¿Donde está? -pregunté, dispuesto a obedecer.-En casa del comandante -contestó el cosaco-.

Después de comer, el señor fue a la casa de baños y

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ahora está descansando. En seguida se ve que esuna persona importante: a la hora de comer se tomódos cochinillos fritos, y en la casa de baños mandóque soltaran tanto vapor, que ni siquiera TarásKúrochkin pudo resistirlo; dió el cepillo a FomkaBikbáyev y le tuvieron que echar agua fría para quevolviera en sí. No hay nada que decir: es alguienmuy poderoso... Dicen que en el baño enseñó susmarcas imperiales en los pechos: en uno, un águilade dos cabezas del tamaño de una moneda de cincokopeks; y, en el otro, él mismo en persona.

Me pareció innecesario discutir la opinión delcosaco y fui con él a la casa del comandante, imagi-nándome la entrevista con Pugachov y tratando defigurarme cómo iba a terminar. Fácilmente com-prenderá el lector que no estaba del todo tranquilo.Cuando me acerqué a la casa del comandante, estabaanocheciendo. Se destacaba la terrible silueta de lahorca Y de los ahorcados. El cuerpo del coman-dante seguía junto a la puerta, donde había dos co-sacos haciendo guardia. El cosaco que me habíaacompañado fue a anunciar mi llegada; regresó enseguida y me condujo a la habitación donde la vís-pera me habia despedido tan tiernamente de MañaIvánovna.

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Un extraño cuadro apareció ante mis ojos. Al-rededor de una mesa, cubierta con un mantel y llenade botellas y vasos, estaban Pugachov y unos diezjefes cosacos, vestidos con camisas de colores y go-rros, acalorados por el vino, con las caras conges-tionadas y los ojos brillantes. Faltaban nuestrostraidores recientes: Shvabrin y el suboficial.

-¡Ah, señoría! -dijo Pugachov al verme-. Bien-venido seas; siéntate.

Sin decir una palabra, me senté al extremo de lamesa. Mi vecino, un cosaco joven, esbelto y bienparecido, me sirvió un vaso de vino corriente, queno toqué. Me puse a observar la reunión con muchacuriosidad. Pugachov, sentado a la cabecera, apoya-ba la negra barba en su enorme puño. Sus rasgos,correctos y bastante agradables, no revelaban cruel-dad alguna. A menudo dirigía a un hombre de unoscincuenta años, llamándole conde, Timoféich y, al-gunas veces, tío. Todos se trataban como camaradasy nadie mostraba especial deferencia hacía su jefe.La conversación versaba sobre el asalto de la maña-na, los éxitos de la rebelión y las acciones futurasTodos presumían, expresaban su opinión y discutíalibremente con Pugachov. Precisamente en aquelextraño consejo de guerra se decidió avanzar hacia

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Oremburgo una acción audaz, y poco faltó para quese coronara con un éxito asolador. La marcha estabaprevista para el día siguiente.

-Bueno amigos --dijo Pugachov---, antes deacostarnos vamos a cantar mi canción favorita. Em-pieza Chumakov.

Mi vecino entono con voz aguda una cancióntriste de burlak31, y todos le respondieron a coro.

No hagas ruido, verde robledal,Déjame pensar mi triste pensamiento:Porque mañana me van a interrogarAnte el juez cruel, ante el mismo zar.Me preguntará el zar-emperador:«Dime, dime tú, hijo de labrador,¿Con quién has robado, quién te ha ayudado?»Te diré entonces, zar-emperador,Te diré entonces la verdad de todo:Que mis camaradas fueron sólo cuatro,El primer amigo fue la noche oscura;El segundo amigo, mi puñal de acero;El tercer amigo, mi veloz caballo;El cuarto amigo, un arco muy tenso,

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Y los emisarios, mis flechas templadas.Me dirá entonces el zar-emperador:«¡Gloria a tí, hijo de labrador;Has sabido robar y sabes contestar!Te daré un palacio en medio del campo,Un gran palacio con dos buenos postes,Con dos buenos postes y un travesaño.»

Imposible describirla impresión que me produjoesta sencilla canción sobre la horca, cantada porunos hombres que estaban condenados a teminar enella. Las caras severas, las voces afinadas y el tonolúgubre que daban a las palabras, ya de por sí expre-sivas, me hicieron estremecer con un especie de ho-rror poético.

Los invitados tomaron otro vaso de vino, se le-vantaron de la mesa y se despidieron de Pugachov.Quise seguirlos, pero Pugachov me ordenó:

-Quédate; quiero hablar contigo. Nos quedamoscara a cara.

Nuestro silencio mutuo duró varios minutos.Pugachov me miraba atentamente, entornando devez en 31 Obreros que desde la tierra llevaban las embarcaciones a la

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cuando el ojo izquierdo con un curioso aire deastucia e ironía. Por fin se echó a reír con una ale-gría tan natural, que, al verle, sin saber por qué, mepuse a reír yo también.

-¿Qué, señor? -me dijo-. Confiesa que te asus-taste cuando mis muchachos te echaron la soga alcuello. ¿A que el cielo se te juntó con la tierra? Pues,no fuera por tu criado, estarías meciéndote en lahorca. Conocí en seguida al vejestorio. Y ahora di-me, señoría: ¿pensaste entonces que el hombre quete llevó hasta el umet era el mismo soberano? -al de-cir esto adoptó un aire importante y misterioso-.Eres culpable -continuó-, pero te he perdonado portu bondad, porque me hiciste un favor cuando yoestaba obligado a ocultarme de mis enemigos. Peroesto no es más que el comienzo. ¡Ya verás lo quehago por ti cuando tenga todo el reino en mis ma-nos! ¿Prometes servirme fielmente?

La pregunta del impostor y su audacia me pare-cieron divertidas y no pude evitar una sonrisa.

-¿De qué te ríes? -preguntó frunciendo el entre-cejo- ¿O no crees que soy el gran soberano? Con-téstame la verdad.

sirga.

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La pregunta me desconcertó. No podía recono-cer como soberano a un usurpador: me parecía unacobardía imperdonable. Llamarte en la cara impos-tor era condenarme a muerte; y aquello a lo que es-tuve dispuesto junto a la horca, delante de todo elmundo y en el primer arrebato de indignación, aho-ra me parecía una presunción inútil. Estaba indeci-so, Pugachov esperaba la respuesta con airesombrío. Por fin (todavía recuerdo ese momentocon satisfacción), el sentido del deber triunfó sobrela debilidad humana, Contesté a Pugachov.

-Te voy a decir toda la verdad. Piénsalo tú mis-mo: ¿cómo puedo admitir que seas el emperador?Eres un hombre inteligente: tú mismo comprendesque te estaría mintiendo.

-Entonces, ¿quién crees que soy?¡Sabe Dios! Pero, sea quien fueres, estás jugan-

do un juego peligroso.Pugachov me echó una rápida mirada.-Entonces -me dijo-, ¿no crees que soy el em-

perador Piotr Fédorovich? Bueno, pero ¿es que elvaliente no tiene suerte? ¿Es que en tiempos no rei-

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nó Grishka Otrépiev32? Piensa de mí lo que quieras,pero no te apartes de nosotros. ¿Qué te importa to-do lo demás? Se puede ser alguien sin ser pope.Sírveme con lealtad y fidelidad y te haré mariscal decampo y príncipe. ¿Qué te parece?

-No -contesté firmemente-. Soy noble de estirpey he jurado fidelidad a la emperatriz: no puedo ser-virte. Si realmente quieres ayudarme, déjame mar-char a Oremburgo.

Pugachov se quedó pensativo.-Y, si te dejo marchar, ¿me prometes, por lo

menos, no pelear contra mí?-¿Como quieres que te lo prometa? -le contesté-

Tú mismo sabes que esto no depende de mí: si memandan a pelear contra ti, tendré que hacerlo. Túmismo eres ahora jefe, y tú también exiges obedien-cia a los tuyos. ¿Qué pasaría si me negara a cumplircon mi deber cuando se necesitaran mis servicios?Mi vida está en tus manos: si me dejas marchar, gra-

32 Monje del monasterio Chúdov que se hizo pasar por elpríncipe Dimitri, hijo de Iván el Terrible, asesinado a losnueve años de edad. Aprovechando la muerte de Boris Go-dunov, el Falso Dimitri- tomó el poder en Moscú en 1605.Fue muerto en 1606.

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cias; si me matas, que Dios te juzgue; pero yo te hedicho la verdad.

Mi sinceridad sorprendió a Pugachov.-Bueno -me dijo dándome unas palmadas en el

hombro-. Cuando se perdona, hay que hacerlo deverdad. Tienes camino abierto; puedes hacer lo quequieras. Mañana ven a despedirte de mí, y ahoravete a la cama que ya tengo sueño.

Abandoné a Pugachov y salí a la calle. Era unanoche silenciosa y fría. La luna y las estrellas ilumi-naban la plaza y la horca. En la fortaleza todo esta-ba tranquilo y oscuro. Sólo en la taberna había lucesy se oían fuertes gritos de borrachos trasnochado-res. Miré hacía la casa del pope. La puerta y lascontraventanas estaban cerradas.

Todo parecía estar en silencio.Llegué a mi casa y encontré a Savélich, entriste-

cido por mi ausencia. La noticia de mi libertad lealegró indeciblemente.

-¡Alabado sea Dios! --exclamó santiguándose-.En cuanto amanezca, abandonaremos la fortaleza ynos iremos adonde sea. Te he preparado algo: co-me, hijo mío, y duérmete tranquilo.

Seguí su consejo, cené con mucho apetito y medormí en el suelo, cansados el alma y el cuerpo.

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CAPITULO IXLA SEPARACION

Qué dulce nuestro encuentro,Que dulce, hermosa mía;Es triste la separación,Como sí abandonara mi alma.

JERÁSKOV33

Por la mañana temprano me despertó el redoblede un tambor. Me dirigí al lugar de reunión. Allí yase estaban formando los grupos de Pugachov alre-dedor de la horca, donde todavía colgaban las víc-timas de la víspera. Los cosacos estaban montados acaballo; los soldados, bajo las armas. Ondeaban las

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banderas. Varios cañones, entre los cuales reconocíel nuestro, estaban colocados sobre las cureñas decampo. A la espera del impostor había acudido todala población. En la entrada de la casa del coman-dante, un cosaco sostenía las riendas de un hermosocaballo blanco de raza kirguisa. Busqué con los ojosel cuerpo de la comandanta; estaba apartado y cu-bierto con una estera. Por fin apareció Pugachov.Todos se descubrieron. Pugachov se paró en la en-trada y saludó a la gente. Uno de los jefes le dio unabolsa de dinero de cobre y Pugachov empezó a ti-rarlo a puñados a la multitud. La gente, gritando selanzó a recogerlo, y no faltaron algunos lisiados.Los cómplices principales de Pugachov rodearon asu jefe. Entre ellos se encontraba Shvabrin. Nues-tras miradas se cruzaron: en la mía pudo leer el des-precio, pero volvió la cabeza con una expresión derabia sincera e ironía fingida. Pugachov, al vermeentre la muchedumbre, me llamó con una inclina-ción de cabeza.

-Escucha lo que te digo -me dijo- vete ahoramismo a Oremburgo y comunica de mi parte al go-bernador y a los generales que me esperen la sema- 33 Epígrafe procedente de La separación, poema de M. M.

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na que viene. Aconséjales que me reciban con amory obediencia filial, porque, si no es así, no podránescapar de una muerte sangrienta. ¡Buen viaje, seño-ría!

Luego se volvió hacia la multitud y dijo, seña-lando a Shvabrin:

-Y éste, hijos míos, será vuestro nuevo jefe. Ha-cedle caso en todo, y él tendrá que responder antemí por la fortaleza y por todos vosotros.

Escuché estas palabras con horror: Shvabrin sehacia cargo de la fortaleza, ¡María Ivánovna queda-ba en sus manos! ¡Dios mío, qué sería de ella!

Pugachov bajó las escaleras de la casa. Le acer-caron el caballo. Lo montó con mucha agilidad, sinesperar a los cosacos que querían ayudarle.

En aquel momento vi que de la muchedumbrese separó Savélich, se acercó a Pugachov y le entre-gó una hoja de papel. No se me ocurría qué podíasignificar aquello.

-¿Qué esto? -preguntó Pugachov con aire im-portante.

-Cuando lo leas, lo verás -contestó Savélich.

Jeráskov (1733-1807).

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-¿Qué manera tan complicada tienes de escribir?-dijo por fin-. Nuestros claros ojos no entiendennada. .Dónde está nuestro secretario?

Un joven con uniforme de cabo se acercó a Pu-gachov.

-Lee en voz alta -ordenó el impostor dándole elpapel.

Yo tenía mucha curiosidad por saber qué se lehabía ocurrido a mí díadka El secretario, con vozestentórea, empezó a silabear el escrito:

-Un batín de algodón y otro de seda a rayas,siete rublos.»

-¿Qué quiere decir esto? -preguntó Pugachovcon un gesto de mal humor.

-Dile que siga leyendo -respondió Savélich tran-quilamente.

El secretario continuó la lectura:-Un uniforme verde de paño fino, siete rublos.

Un pantalón de paño blanco, cinco rublos. Docecamisas holandesas con puños, diez rublos. Un baúlcon un juego de té, dos rublos cincuenta ... »-¿Quédisparate es éste? -interrumpió Pugachov. ¿Qué meimportan los baúles y los pantalones con puño?

Savélich suspiró e intentó explicarse:

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-Verás, esto es la lista de los bienes del señorito,robados por los maleantes...

-¿Qué maleantes? -preguntó amenazador Puga-chov.

-Perdona, ha sido una equivocación -contestóSavélich-. Maleantes o no, tus muchachos han he-cho una buena limpieza en nuestra casa. No te enfa-des: el caballo tiene cuatro patas y también tropiezaa veces. Dile que termine de leer.

-Termínalo -dijo Pugachov.El secretario siguió:-Una manta de pecal y otra de tafetán con forro

de algodón, cuatro rublos. Un abrigo de piel de zo-rro cubierto de raúna, cuarenta rublos. Y tambiénun tulup de conejo, regalado a vuestra merced en laposada, quince rublos.»-¡Bandido! -gritó Pugachovcon los ojos brillantes de indignación.

Confieso que tuve miedo por mí pobre díadka,que intentó entrar de nuevo en explicaciones, peroPugachov le interrumpió:

-,Cómo te atreves a molestarme con estas tonte-rías? -exclamó arrancando el papel de las manos delsecretario y tirándoselo a Savélich a la cara-. ¡Viejoimbécil! Os han robado. ¡Vaya desgracia! ¿No com-prendes que tendrás que rezar eternamente por mi

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salud y por la de mis muchachos, porque gracias anosotros no estáis tú y tu señorito colgados entretodos estos desobedientes? ¡Un tulup de conejo!¡Ya te enseñaré yo lo que es un tulup de conejo!¿Sabes que puedo mandar que te desuellen vivo pa-ra hacer un tulup.

-Tú puedes hacer lo que quieras -contestó Savé-lich-, pero yo no soy un hombre libre y tengo queresponder por los bienes de mi señor.

Al parecer, aquel día Pugachov se sentía muymagnánimo. Volvió la espalda a Savélich y se alejósin decir una palabra más. Shvabrin y los jefes le si-guieron. La banda salió de la fortaleza en un ordenperfecto. El pueblo se dirigió a acompañar a Puga-chov. En la plaza nos quedamos solos Savélich y yo.Mi díadka tenía en las manos su lista y la miraba conuna expresión que reflejaba una gran pena.

Al observar mi buen entendimiento con Puga-chov, decidió sacar de éste algún provecho, pero susabia intención no dio resultado positivo. Intentéreñirle por su diligencia inoportuna, pero no pudecontener la risa.

-Ríete, señor -contestó Savélich-, ríete; pero,cuando tengamos que procurarnos de nuevo todasesas cosas, veremos si te ríes.

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Me dirigí a casa del pope para ver a María Ivá-novna. La mujer del pope me recibió con una noti-cia triste: desde la noche, María Ivánovna estabacon mucha fiebre, había perdido el conocimiento ydeliraba. La mujer del pope me llevó a su habita-ción. Tratando de no hacer ruido, me acerqué a sucama. El cambio que había sufrido su rostro meconsternó. La enferma no llegó a conocerme. Per-manecí largo rato a su lado sin oír al padre Guerá-sim ni a su buena mujer, quienes, al parecer,trataban de consolarme. Estaba abrumado de pen-samientos sombríos. Me horrorizaba el estado de lapobre huérfana indefensa, rodeada de peligrososinsurgentes, y mi propia impotencia. El que másatormentaba mi imaginación era Shvabrin.

Investido de poder por el impostor, mandandoen la fortaleza donde se quedaba la pobre mucha-cha, objeto inocente de su odio, Shvabrin era capazde todo. ¿Qué podía hacer yo? ¿Cómo ayudar aMasha? ¿Cómo liberarla del malhechor? Soló habíauna solución: decidí marcha a Oremburgo inme-diatamente para acelerar la liberación de la fortalezaBelogórskaya y participar en el intento en la medidade lo posible. Me despedí del pope y de AkulinaPamfilovna, encomendándoles calurosamente a la

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que ya consideraba mi mujer. Cogí la mano de lapobre muchacha y se la besé, rociándola de lágri-mas.

-¡Adiós -me dijo la mujer del pope acom-pañándome hasta la puerta-, adiós, Piotr- Andréye-vich Quizá nos volvamos a encontrar en otrostiempos mejores. No se olvide de nosotros y escrí-banos a menudo. A la pobre María Ivánovna ya nole queda más consuelo ni protección que usted.

Ya en la plaza, me detuve un instante, miré haciala horca, me incliné ante ella, luego salí de la fortale-za y eché a andar por el camino de Oremburgo,acompañado por Savélich, que me seguía de cerca.

Caminaba absorto en mis pensamientos, cuandode pronto oí detrás el trote de un caballo. Me volví yvi a un cosaco que se acercaba cabalgando desde lafortaleza, llevando de las riendas a un caballo bash-kiro y haciéndome señas. Me paré y reconocí anuestro suboficial. Al alcanzarnos, bajó de su caba-llo y me dijo, dándome las riendas del otro:

-Señoría, nuestro bienhechor le concede un ca-ballo y su propio abrigo de pieles -llevaba un tulupde cordero atado a la silla-. Y, además -balbució-, lemanda a usted... cincuenta kopecks... pero los he

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perdido por el camino; perdóneme, por lo que másquiera.

Savélich le miró de reojo y gruñó:-¿Conque los has perdido por el camino? ¿Y

qué te suena en el bolsillo? ¡Sinvergüenza!-¿Qué me suena en el bolsillo? -repuso el subo-

ficial sin turbarse lo más mínimo-. Por Dios, vieje-cito; es el bridón, no el dinero.

-Bueno -dije interrumpiendo la discusión-, dalelas gracias al que te haya mandado, trata de encon-trar por el camino los cincuenta kopecks perdidos yquédate con ellos para vodka.

-Se lo agradezco mucho, señoría -contestó vol-viendo su caballo-; rezaré por usted toda mi vida.

Con estas palabras se puso en marcha hacia lafortaleza con la mano metida en el bolsillo, y al mi-nuto le perdimos de vista.

Me puse el tulup y monté a caballo- Savélich secolocó detrás de mí.

-Habrás visto, señor -me dijo el viejo-, que mipetición no ha sido inútil: el ladrón se ha avergon-zado, aunque este rocín escuálido de Bashkiria y eltulup de cordero no valen ni la mitad de lo que esosbandidos nos han robado y de lo que tú mismo leregalaste; pero nos servirá de algo.

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CAPITULO XEL SITIO DE LA CIUDAD

Ocupó las praderas y los montesY desde un alto, como un águila, observaba la ciu-

dad.Detrás del campo mandó hacer una rampaY de noche acercarlos cañones a la ciudad.

JERASKOV34

Cerca de Oremburgo vimos un grupo de presoscon las cabezas afeitadas y las caras desfiguradaspor las tenazas de los verdugos. Estaban trabajandojunto a las fortificaciones, vigilados por los inváli-dos de la guarnición. Unos sacaban en carritos la

34 Epígrafe procedente de La rossiada, poema épico de Jerá-skov

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basura que llenaba el foso y otros levantaban la tie-rra con palas; en el baluarte los albañiles acarreabanladrillos y arreglaban la muralla de la ciudad. En lapuerta nos pararon los centinelas y nos pidieron lospasaportes. En cuanto el sargento se enteró de queyo llegaba de la fortaleza Belogórskaya, me llevó di-rectamente a casa del general.

Le encontré en el jardín. Estaba examinando losmanzanos, despojados por el aliento del otoño, ycon ayuda de un viejo jardinero los envolvía cuida-dosamente en paja. Su cara expresaba tranquilidad,salud y buen humor. Se alegró al verme y empezó apreguntarme por los terribles acontecimientos delos cuales había sido testigo. Se lo conté todo. Elanciano me escuchó con atención mientras cortabalas ramas secas de los manzanos.

-¡Pobre Mirónov! -dijo cuando terminé mi tristerelato-. Es una lástima, era un buen oficial. MadameMirónov también era una buena señora, ¡y con quéarte preparaba setas saladas! ¿Y qué ha sido deMasha, la hija?

Contesté que se había quedado en la fortaleza enmanos de la mujer del pope.

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-¡Ay! -exclamó el general-. Esto está muy mal.No nos podemos fiar de la disciplina de los bandi-dos. ¿Qué le pasara a la pobre muchacha?

Le contesté que la fortaleza Belogórskaya estabacerca y que seguramente su excelencia no tardaría enmandar un ejército para liberar a sus infortunadoshabitantes. El general meneó la cabeza con gesto dedesconfianza.

-Ya veremos -dijo-. Ya tendremos tiempo dehablar de eso. Te espero esta tarde a la hora del té:se va a reunir el consejo de guerra. Tú podrás con-tarnos datos fidedignos sobre el farsante Pugachovy su ejército. Mientras tanto, puedes descansar.

Fui a la casa que me habían asignado, donde Sa-vélich ya había empezado a organizar nuestra vida, yme puse a esperar con impaciencia la hora conveni-da. El lector puede imaginarse fácilmente que nofalté al consejo, que había de tener una gran influen-cia en mi suerte. A la hora prevista, ya estaba en casadel general.

Encontré allí a uno de los funcionarios de laciudad; recuerdo que era el jefe de la aduana, unviejecito gordo y colorado vestido con un caftán de

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glasé35. Empezó a preguntarme sobre la suerte deIván Kusmich, al que llamaba «compadre», y a me-nudo me interrumpía con preguntas suplementariasy observaciones moralizadoras, las cuales, si no re-velaban en él a un conocedor del arte militar, por lomenos descubrían una gran sagacidad e inteligencianatural. Entre tanto fueron llegando los demás in-vitados. Cuando todos estábamos sentados y noshabían servido una taza de té, el general expuso elasunto de una manera bastante clara y prolija.

-Y ahora, señores -continuó-, tenemos que deci-dir qué actitud hay que tomar con respecto a los in-surgentes: ¿ofensiva o defensiva? Cada uno de estosprocedimientos tiene sus ventajas y sus inconve-nientes, La acción ofensiva da más posibilidades deuna rápida exterminación del enemigo; la acción de-fensiva es más segura y supone menos riesgo... Bien,señores, empecemos a recoger votos de acuerdocon el orden jerárquico, es decir, empezando porlos grados inferiores. Señor alférez -añadió diri-giéndose a mí-, tenga la bondad de exponernos suopinión.

35 Tela de seda brillante con ligamento de tafetán

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Me levanté y, después de describir en brevespalabras a Pugachov y a sus secuaces, afirmé que noestaba en condiciones de resistir el ataque de unejército regular.

Mi punto de vista fue recibido por los funciona-rios con abierta desconfianza. Veían en él la impru-dencia y la audacia de un joven. Se levantó unrumor y pude oír la palabra «mocoso» pronunciadapor alguien a media voz. El general se volvió haciamí y dijo con una sonrisa:

-Señor alférez, en los consejos militares los pri-meros votos suelen ser a favor de una ofensiva; es elorden tradicional. Ahora vamos a continuar la vota-ción. Señor consejero colegiado, díganos por favorsu opinión.

El viejecito del caftán de glasé terminó apresu-radamente su tercera taza de té, mezclado -con ronen una proporción considerable, y contestó al gene-ral:

-Yo creo, excelencia, que no nos conviene ni laofensiva ni la defensiva.

-Entonces, ¿qué podemos hacer? -repuso asom-brado el general-. La táctica no nos ofrece más po-sibilidades: o es acción defensiva o es acción ofen-siva...

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-Excelencia, existe también la acción sobornati-va, je, je. Su opinión es muy razonable. Los movi-mientos sobornativos están previstos por la táctica ypodemos aprovechar su sugerencia. Podríamosofrecer por la cabeza del sinvergüenza... unos se-tenta... o hasta cien rublos... de los fondos secretos...

-Y entonces -interrumpió el jefe de la aduana-, oyo soy un carnero de Kirguisia y no un consejerocolegiado, o estos bandidos nos entregan a su cabe-cilla atado de pies y manos.

-Esto ya lo pensaremos y lo hablaremos-contestó el general-. Pero, en cualquier caso, tene-mos que tomar medidas militares. Señores, hagan elfavor de expresar su opinión por el orden estableci-do.

Todas las opiniones resultaron contrarias a lamía. Los funcionarios hablaban de que el ejército noera de fiar, de la incertidumbre de la victoria, deprudencia y de otras cosas por el estilo. Todos opi-naban que era más razonable quedarse al amparo delos cañones, detrás de una sólida muralla de piedra,que probar suerte con las armas en campo abierto.Por fin, una vez oídas las consideraciones de lospresentes, el general sacudió la ceniza de su pipa ypronunció el siguiente discurso:

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-Señores, tengo que comunicarles que, por miparte, estoy completamente de acuerdo con la opi-nión del señor alférez, ya que este punto de vistaestá basado en las reglas de la táctica más razonable,que casi siempre prefiere la acción ofensiva a la de-fensiva.

Aquí se detuvo y se puso a llenar su pipa. Miamor propio estaba plenamente satisfecho. Echéuna mirada orgullosa a los funcionarios, que empe-zaron a hablar entre sí a media voz con aspectodescontento y alarmado.

-Sin embargo, señores míos -continuó el generalhaciendo una profunda inspiración y luego exhalan-do una nube de humo-, no me atrevo a asumir unaresponsabilidad tan grande cuando se trata de la se-guridad de las provincias a mí encomendadas por sualteza, nuestra señora la zarina. Por lo tanto, estoyde acuerdo con la mayoría de los votos, que ha de-cidido que lo más razonable y seguro es esperar elcerco dentro de la ciudad y rechazar los ataques delenemigo por medio de la artillería y, si nos resultaposible, haciendo algunas salidas.

Ahora los funcionarios me miraron con aireburlón. Terminó el consejo. No pude menos de la-mentar la debilidad del respetable guerrero, quien, a

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pesar de su convicción, se dejó llevar por las deci-siones de hombres incompetentes e inexpertos.

Algunos días después de aquel famoso consejonos enteramos de que Pugachov, fiel a su promesa,estaba acercándose a Oremburgo. Vi el ejército delos rebeldes desde lo alto de la muralla de la ciudad.Me pareció que su número había aumentado unasdiez veces desde el último asalto del que fui testigo.Tenían artillería, tomada en las pequeñas fortalezasya sometidas por Pugachov. Al recordar la decisióndel consejo, preví una larga reclusión entre las mu-rallas de Oremburgo y casi lloré de despecho.

No voy a describir el cerco de Oremburgo, quepertenece a la historia y no a unas notas familiares.Diré solamente que este cerco, por culpa de la im-prudencia de las autoridades locales, fue desastrosopara la población, que sufrió hambre y otras muchascalamidades. Es fácil imaginarse que la vida enOremburgo era insoportable. Todos esperabantristemente a que se decidiera su suerte; todos sequejaban de la carestía, que, realmente, era espanto-sa. Los habitantes llegaron a acostumbrarse a lasbalas de cañón que entraban en sus patios; hasta losasaltos de Pugachov dejaron de provocar la curiosi-dad general. Yo me moría de aburrimiento. Pasaba

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el tiempo. No me llegaban cartas de la fortalezaBelogórskaya. Todos los caminos estaban cortados.La separación de María Ivánovna me resultaba insu-frible. Me atormentaba no saber nada de su suerte.Mi única distracción consistía en salir de la ciudad.Gracias a Pugachov, tenía un buen caballo, quecompartía mis escasos alimentos y me sacaba todoslos días fuera de la ciudad para cruzar algunos tiroscon los jinetes del impostor. En estos tiroteos laventaja estaba generalmente por parte de los rebel-des, bien alimentados, borrachos y con buenos ca-ballos. A veces salía al campo nuestra hambrientainfantería, pero la profundidad de la nieve le impe-día maniobrar contra los jinetes dispersados. Nues-tra artillería tronaba en vano desde lo alto delbaluarte, y en el campo se hundía en la nieve y no semovía, porque los caballos estaban agotados. ¡Estaera nuestra acción militar! ¡Y esto es lo que los fun-cionarios de Oremburgo llamaban prudencia y buenjuicio!

Una vez que conseguimos dispersar un grupobastante grande e íbamos persiguiéndolo, me topecon un cosaco que había quedado rezagado, y yaestaba dispuesto a pegarle con mi sable turco, cuan-do de pronto se quitó el gorro y gritó:

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-¡Hola, Piotr Andréyevich! ¿Cómo está usted?Le miré y reconocí en él a nuestro suboficial. Mi

alegría fue indecible.-¡Hola, Maxímich! -le dije---. ¿Hace mucho que

has estado en Belogórskaya?-No, señor, he vuelto anoche. Tengo una carta

para usted.-¿Donde está? -exclamé ansioso.-Aquí la tengo -contestó Maxímich metiéndose

la mano en el pecho-. He prometido a Palashka en-tregársela a usted pasara lo que pasara.

Me dio un papel doblado y desapareció en se-guida. Desplegué la hoja y leí tembloroso las si-guientes líneas:

Dios ha querido dejarme de repente sin padre nimadre; no tengo en el mundo ni parientes ni pro-tectores. Acudo a usted sabiendo que siempre me hadeseado el bien y que está dispuesto a ayudar a cual-quiera que lo necesite. ¡Dios quiera que le llegue estacarta! Maxímich ha prometido llevársela. TambiénMaxímich ha dicho a Palashka que a menudo le ve austed de lejos en las salidas al campo y que usted nose cuida nada y no piensa en aquellos que rezan porusted con lágrimas en los ojos. Estuve enferma mu-

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cho tiempo y, cuando mejoré, Alexéi Ivánovich, quemanda en la fortaleza en lugar de mi difunto padre,obligó al padre Guerásim a que me entregara a él,amenazándole con Pugachov. Vivo en nuestra anti-gua casa, vigilada por centinelas. Alexéi Ivánovichme obliga a que me case con él. Dice que me ha sal-vado la vida al ocultar el engaño de Akulina Pamfi-lovna, que había dicho a los maleantes que yo era susobrina. Prefiero morir a tener que casarme con unhombre como Alexéi Ivánovich. Me trata con mu-cha crueldad y me amenaza con que, si no cambiode parecer y no le obedezco, me llevará al campa-mento del impostor, y que me pasará lo mismo quea Lisaveta Járlova36. He pedido a Alexéi Ivánovichque me dé tiempo para pensar. Me ha concedidotres días, pero si dentro de tres días no me caso conél, ya no tendrá piedad conmigo. ¡Piotr Andréye-vich! Usted es mi única esperanza; le pido, por loque más quiera, que me ayude. Ruegue al general y atodos los comandantes que nos manden ayuda lomás pronto posible, y venga usted mismo, si puede.Su humilde y desdichada amiga. 36 Viuda del comandante Járlov muerto por los rebeldes, quese hizo concubina de Pugachov salvando la vida a su herma-no.

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María Mirónova

Al terminar la carta estuve a punto de enloque-cer. Me apresuré a volver a la ciudad, espoleandosin compasión a mi pobre caballo.

Por el camino estuve intentando hallar manerasde salvar a la pobre muchacha, pero nada se meocurría. Al llegar a la ciudad me dirigí a casa del ge-neral y entré corriendo en su despacho.

El general estaba andando de arriba abajo por lahabitación y fumaba en pipa de espuma. Cuandoentré, se detuvo. Al parecer, mi aspecto le habíasorprendido; me preguntó amablemente la causa demi aparición, tan apresurada.

-Excelencia -le dije al general-, acudo a ustedcomo si fuera mi padre; por el amor de Dios, no meniegue su ayuda; se trata de la felicidad de toda mivida.

-¿Qué pasa, hijo mío? -preguntó sorprendido elanciano---. ¿Qué puedo hacer por ti? Dímelo.

-Excelencia, ordéneme que con una compañíade soldados y medio centenar de cosacos vaya a li-berar a la fortaleza Belogórskaya.

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El general me miraba fijamente creyendo queme había vuelto loco (en lo cual no se equivocabamucho).

-¡Qué dices! ¿Liberar la fortaleza Belogórskaya?-articuló al fin.

-Estoy completamente convencido del éxito--contesté acaloradamente-. Permítame que lo haga.

-No, joven --dijo meneando la cabeza-. A estadistancia tan grande el enemigo podría fácilmentecortaros la comunicación con el principal punto es-tratégico y obtener una fácil victoria. Una comuni-cación cortada...

Me asusté al verle entusiasmado con sus consi-deraciones militares y me apresuré a interrumpirle:

-La hija del capitán Mirónov -dije- me ha escritouna carta: solicita mi ayuda; Shvabrin la obliga a quese case con él.

-¿Qué me dices? ¡Oh, este Shvabrin es un gran-disimo scbelm, y, si algún día cae en mis manos,mandaré que le juzguen en veinticuatro horas y lefusilaremos en el parapeto de la fortaleza! Peromientras tanto hay que tener paciencia.

-¡Tener paciencia! -exclamé fuera de mí-. Y,mientras, ¡él se casará con Marta Ivánovna!

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-¡Oh! -repuso el general- Esto no es ningunatragedia: por ahora, es mejor que sea la mujer deShvabrin: puede servirle de protección. Y cuando lefusilemos, si Dios quiere, ya encontrará algún novio.Las viuditas agraciadas no se quedan mucho tiemposin marido; quiero decir que una viuda encuentranovio antes que una muchacha soltera.

-¡Antes prefiero morirme -dije enfurecido- quedejar que se la lleve Shvabrin!

-Bah, bah, bah, bah-dijo el general-; ahora com-prendo: estás enamorado de María Ivánovna. ¡Oh,esto ya es distinto! ¡Pobre muchacho! A pesar detodo, no puedo darte una compañía de soldados ymedio centenar de cosacos. Esta expedición no se-ría razonable; no puedo asumir tal responsabilidad.

Bajé la cabeza; la desesperación se apoderó demí. Y de pronto se me ocurrió una idea; pero cuálera ésta lo verá el lector en el siguiente capítulo, co-mo dicen los novelistas a la antigua.

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CAPITULO XIEL POBLADO REBELDE

Aunque el león es fiero por naturaleza,aquel día estaba harto y satisfecho-¿A qué has venido a mi guarida.?-,Preguntó afablemente.

A. SUMAROKOV

Dejé al general y me dirigí a mi casa. Savélichme recibió con sus reproches acostumbrados:

-¡Qué ganas tienes, señor, de mezclarte con esosbandidos borrachos! ¿Te parece cosa de un boyar-do?37 Algún día puedes morir por nada. Si por lo

37 Señor ilustre, antiguo feudatario de Rusia o Transilvania.

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menos, fueras a pelear con el turco o con el sueco,¡pero con ésos!

Interrumpí el discurso con una pregunta:¿cuánto dinero tenía en total?

-Tendrás suficiente -contestó él con satisfac-ción-. Por mucho que hurgaron los sinvergüenzas,no pudieron encontrar lo que yo había escondido.

Con estas palabras sacó del bolsillo una largabolsa de punto llena de monedas de plata.

-Bueno, Savélich -le dije---, ahora dame la mitady quédate con el resto. Voy a la fortaleza Belogór-skaya.

-¡Hijo mío, Piotr Andréyevich! -exclamó mi po-bre diadka con voz temblorosa-. No tienes temor deDios: ¿cómo te vas a poner en camino en estostiempos, cuando no se puede dar ni un paso contanto bandido? Ten piedad de tus padres, ya que nopiensas en ti mismo. ¿Adónde vas a ir? ¿Para qué?Espera un poquito: llegará el ejército, pescarán a to-dos los farsantes y entonces podrás ir a donde se teocurra.

Pero mi decisión era firme.-Ya es tarde para discutir -contesté al viejo-.

Tengo que ir. No puedo dejar de hacerlo. No tepongas triste, Savélich- nos volveremos a ver, si

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Dios quiere. Pero hazme caso y no seas tacaño.Cómprate todo lo que necesites, aunque sea muy ca-ro. Este dinero te lo regalo. Si no estoy de vueltadentro de tres días...

-¿Pero qué dices, señor? -me interrumpió Savé-lich- ¿crees que voy a dejar que te marches solo? Nilo sueñes. Si has decidido marcharte, te seguiré aun-que sea a pie, pero no te abandonaré. ¿Qué quieresque haga sin ti, detrás de esta muralla de piedra?¿Crees que estoy loco? Digas lo que digas, no te de-jaré solo.

Sabía que era inútil discutir con Savélich y lepermití que hiciera los preparativos para el viaje.Media hora después monté mi buen caballo, y Savé-lich un penco cojo y escuálido, regalado por un ha-bitante de Oremburgo que no tenía medios paraalimentarlo. Llegamos a la puerta de la ciudad, loscentinelas nos dejaron pasar y salimos de Orembur-go.

Estaba oscureciendo. El camino pasaba por elpoblado de Berda, donde había acampado Puga-chov. La carretera estaba cubierta de nieve, pero entoda la estepa se veían huellas de caballo, renovadascada día. Yo iba a buen trote. Savélich me seguía abastante distancia y gritaba a cada instante:

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-Por Dios, señor, ve más despacio. Mi condena-do penco no puede ir al paso de tu demonio patilar-go. ¿Qué prisa tienes? Ni que fuéramos a una fiesta;a lo mejor lo que nos espera es un hacha... ¡PiotrAndréyevich ... ; hijo mío, Piotr Andréyevich! ¡Nome mates! ¡Dios misericordioso, va a morir el hijode mi señor!

No tardaron en brillar las luces de Berda. Lle-gamos a unos barrancos que eran las fortificacionesnaturales del poblado. Savélich me seguía sin inte-rrumpir las súplicas quejumbrosas. Esperaba atrave-sar tranquilamente el poblado, pero de pronto vi enla oscuridad, delante de mí, a cinco hombres arma-dos con garrotes. Era la guardia avanzada de Puga-chov. Nos estaban llamando. Como no conocía laconsigna, quise pasar de largo sin decir una palabra,pero me rodearon en seguida y uno de ellos agarrómi caballo de las riendas. Saqué el sable y le di en lacabeza; le salvó el gorro, aunque empezó a tamba-learse y soltó las riendas. Los demás se asustaron yecharon a correr. Aproveché el momento para es-polear mi caballo y escapar.

La oscuridad de la noche podía salvarme decualquier peligro, cuando de pronto miré hacia atrásy vi que Savélich no me seguía. El pobre viejo, en su

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caballo cojo, no pudo escapar de los bandidos.¿Qué iba a hacer? Después de esperar varios minu-tos y convencido de que Savélich estaba detenido,volví mi caballo y me dirigí a socorrerle.

Al aproximarme al barranco, oí ruido, gritos y lavoz de mi díadka. Avancé más de prisa y pronto meencontré de nuevo entre los hombres de la guardiaque me habían parado hacía unos minutos. Savélichestaba entre ellos. Habían bajado al viejo de su pen-co y se disponían a atarlo. Mi llegada los animó. Co-rrieron hacia mí gritando y en un abrir y cerrar deojos me bajaron del caballo. Uno de ellos, al parecerel más importante, nos anunció que nos iba a llevarinmediatamente ante el soberano.

-Y nuestro señor -añadió- ya decidirá: si ahor-caros ahora o esperar la luz de Dios.

No opuse resistencia; Savélich siguió mi ejem-plo y los guardianes, con aire triunfante, nos con-dujeron al poblado.

Atravesamos el barranco y entramos en Berda.En todas las isbas había luz. Por todas partes se oí-an ruidos y gritos. Nos cruzamos con mucha gente,pero en la oscuridad nadie se fijó en nosotros ni re-conoció en mí a un oficial de Oremburgo. Nos lle-varon directamente a una casa que estaba en el cruce

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de dos calles. En la puerta había varios barriles devino y dos cañones.

-Aquí está el palacio -dijo uno de los hombres-;ahora avisaremos de que habéis llegado.

Entró en la isba. Miré a Savélich: se santiguabarezando por lo bajo. Tuvimos que esperar muchorato; por fin regresó el muzbík y me dijo:

-Puedes pasar, nuestro señor ha ordenado queentre el oficial.

Penetré en la isba o en el palacio, como decía elmuzbík. La alumbraban dos velas de sebo y las pa-redes estaban cubiertas de papel dorado; sin embar-go, la mesa, el aguamanil colgado de una cuerda, latoalla de un clavo, en un rincón las tenazas de meterlas ollas en el horno y el ancho estante lleno de pu-cheros, todo era como en una isba corriente. Puga-chov estaba sentado debajo de los ¡conos; vestía uncaftán rojo y un gorro alto y tenía una expresiónarrogante. Le rodeaban sus compañeros mas im-portantes, con un gesto de falso servilismo. Se veíaque la noticia de la llegada de un oficial de Orem-burgo había despertado en los rebeldes una grancuriosidad y estaban dispuestos a recibirme comotriunfadores. Pugachov me reconoció a primeravista. Su fingida arrogancia desapareció de repente.

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-¡Ah, señoría! -me dijo vivamente-. ¿Cómo es-tás? ¿Qué te trae por aquí?

Contesté que iba a resolver un asunto particulary que sus hombres me habían detenido.

-¿Y qué asunto era? -preguntó.No sabia qué decirle. Pugachov, suponiendo

que yo no quería hablar ante testigos, se dirigió a suscamaradas y les mandó que salieran. Todos le obe-decieron, excepto dos hombres que no se movieronde su sitio.

-Puedes hablar tranquilamente -me dijo Puga-chov-; no tengo secretos para ellos.

Miré de reojo a los confidentes del impostor.Uno de ellos, un viejecito encorvado y enjuto, conbarba blanca, no tenia nada de extraordinario, salvouna cinta azul pasada por el hombro a través de suarmiak gris. Pero nunca podré olvidar a su camara-da. Era alto, corpulento y ancho de hombros, y mepareció que tenía unos cuarenta y cinco años. La es-pesa barba roja, los ojos grises y brillantes, la narizsin ventanas y unas manchas rojizas en la frente y enlas mejillas daban a su rostro una expresión indes-criptible. Llevaba una camisa roja debajo de la túni-ca de kirguís y unos pantalones cosacos. El primeroera (como supe más tarde) el cabo desertor Belodo-

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rodov; el segundo, Afanasi Sokolov (apodado Jlo-pusha), un delincuente deportado que se había fu-gado tres veces de las minas de Siberia. A pesar delos sentimientos que me perturbaban, la compañía,en la cual me había encontrado tan inopinadamente,impresionaba mi imaginación. Pugachov me hizovolver a la realidad con una pregunta:

-Dime, ¿por qué has venido de Oremburgo?Una extraña idea me pasó por la mente: pensé

que la providencia, que por segunda vez me poníafrente a Pugachov, me daba la oportunidad de llevara la práctica mi propósito. Decidí aprovecharla y,sin pararme a pensar en el peligro que corría, con-testé a su pregunta:

-Me dirigía a la fortaleza Belogórskaya a salvar auna huérfana maltratada.

A Pugachov le brillaron los ojos.-¿Quién de mis hombres se atreve a maltratar a

una huérfana? -gritó-. Sea quien sea, no escapará ami castigo. Dime quién es el culpable.

-Shvabrin -contesté-. Tiene secuestrada a aquellamuchacha que viste enferma en casa del pope yquiere casarse con ella a la fuerza.

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-Castigaré Shvabrin -dijo Pugachov con tonoamenazador-. Verá lo que es obrar a su antojo ymaltratar a la gente. Lo ahorcaré.

-Permíteme una palabra -dijo Jlopusha- con vozronca-. Te apresuraste en nombrar a Shvabrin co-mandante de la fortaleza y ahora te apresuras enahorcarlo. Ya has ofendido a los cosacos ponién-doles de jefe a un noble; ahora no asustes a los no-bles matándolos por una calumnia.

-¡No hay por qué cuidarlos ni mimarlos! -dijo elviejecito de la cinta azul-. No pasa nada si matamosa Shvabrin; y tampoco vendría mal interrogar comoes debido al señor oficial: ¿para qué habrá venido?Si no te reconoce como soberano, no tiene por quépedirte justicia; y, si te reconoce, ¿qué ha estado ha-ciendo hasta hoy en Oremburgo con tus enemigos?¿Qué te parece si le llevamos al cuarto de las tortu-ras y hacemos un poco de fuego? Tengo la impre-sión de que su señoría es un espía de los jefes deOremburgo.

Los razonamientos del malvado viejo me pare-cieron bastante convincentes. Al pensar en qué ma-nos me hallaba, un escalofrío me recorrió por todoel cuerpo. Pugachov notó mi turbación.

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-¿Qué dices, señoría? -me interpeló guiñándomeun ojo-. Creo que mi capitán general tiene razón.

La ironía de Pugachov me devolvió la presenciade ánimo. Le contesté tranquilamente que estaba ensu poder y que él podía hacer conmigo lo que qui-siera.

-Bien -dijo el impostor-. Ahora dime en qué es-tado se encuentra vuestra ciudad.

-Gracias a Dios -contesté-, todo va bien.-Todo va bien? -repitió Pugachov-. ¡Y la gente

muriéndose de hambre!El usurpador tenía razón, pero yo, riel al jura-

mento, insistí en que eso no era más que habladuríasy que en Oremburgo había bastantes provisiones.

-No ves -intervino el viejecito- que te está min-tiendo sin ningún reparo. Todos los que huyen deOremburgo dicen que la gente se muere de hambrey que comen carroña como si fuera un manjar; y suseñoría asegura que hay de todo. Si quieres ahorcara Shvabrin, cuelga en la misma horca a este joven,para que nadie le tenga envidia.

Las palabras del maldito viejo hicieron vacilar aPugachov. Afortunadamente, Jlopusha replicó en-tonces a su camarada.

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-Basta ya, Naúmich -le dijo-. Para ti, todo esahorcar y matar. ¡Ni que fueras un bogatír!38 Al mi-rarte, no se sabe en qué se te sostiene el alma. Estáscon un pie en la tumba y quieres matar al que se teantoja. ¿Todavía tienes poca sangre sobre la con-ciencia?

-¡Miren a este santo! -repuso Beloboródov,-.¿De dónde habrás sacado tanta compasión?

-También yo soy un pecador -contestó Jlopusha,y esta mano -apretó su puño huesudo, se subió lamanga y descubrió un brazo cubierto de vello haderramado sangre de cristianos. Pero yo mataba alenemigo y no al huésped; en una encrucijada libre yen el bosque oscuro, pero no en casa, sentado juntoa la estufa; con el cuchillo y un hacha, y no con ca-lumnias de mujer.

El viejo, mirando a otro lado, gruñó:-¡Narices roídas!-¿Qué estás diciendo, viejo chocho? .-gritó

-Jlopusha- Vas a ver tú, -narices roídas-; ya llegará tuhora; verás lo que son las tenazas del verdugo... ¡Ymientras ten cuidado de que no te vaya a arrancar labarba!

38 Héroe de la epopeya rusa, sinónimo de fuerza y valor.

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-¡Señores generales! -pronunció gravemente Pu-gachov-. Basta de discutir. No hay nada malo en quetodos los perros de Oremburgo estén pataleando enla misma horca; lo que sí es malo es que todos losnuestros se muerdan entre sí. Hagan las paces.

Jlopusha y Beloboródov no dijeron ni una pala-bra y siguieron mírándose con aire sombrío. Vi quehabía que cortar una conversación que podía tenerpara mí consecuencias muy desagradables; así que,volviéndome hacia Pugachov, dije con animación:

-¡Ah!, por poco me olvido de darte las graciaspor el tulup y el caballo. Sin eso no podía haber lle-gado hasta la ciudad y me habría helado por el ca-mino.

Me salió bien la astucia. Pugachov se alegró-Amor con amor se paga -dijo parpadeando y gui-ñando los ojos-. Y ahora cuéntame por qué te im-porta tanto la muchacha que maltrata Shvabrin. ¿Noserá un asunto del corazón? ¿Eh?

-Es mi prometida- contesté, viendo un favorablecambio de atmósfera y no pareciéndome necesarioocultarle la verdad.

-¡Tu prometida! -exclamó Pugachov-. Pe-ro,¿cómo no lo has dicho antes? ¡Te casaremos ycelebraremos tu boda! -luego se dirigió a Beloboró-

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dov-: Oye, capitán general, su señoría y yo somosviejos amigos, cenaremos juntos. Por la mañana to-do se ve mejor; ya veremos qué hacer con él.

Me hubiera gustado rechazar aquel honor, perono había nada que hacer. Dos cosacas jóvenes, hijasdel dueño de la isba, cubrieron la mesa con unmantel blanco, trajeron pan, sopa de pescado y va-rias botellas de vino y de cerveza, y por segunda vezme encontré comiendo con Pugachov y sus temiblescompañeros.

La orgía de la que fui testigo involuntario duróhasta altas horas de la noche. Por fin la embriaguezfue venciendo a los comensales. Pugachov se quedóamodorrado en su sitio, sus compañeros se levanta-ron y me hicieron una señal para que los siguiese.Salí con ellos. Un centinela, cumpliendo la orden deJlopusha me llevó a la casa del escriba, donde en-contré a Savélich, y nos dejaron encerrados. Midiadka estaba tan sorprendido por todo lo que veía,que no me hizo ni una pregunta. Se acostó a oscurasy estuvo suspirando largo rato; por fin empezó aroncar y yo me abandoné a mis pensamientos, queno me dejaron conciliar el sueño en toda la noche.

Por la mañana vinieron a buscarme de parte dePugachov. Fui a verle. junto a su puerta había una

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kíbúka con tres caballos tártaros. La gente se aglo-meraba en las calles. En la puerta me encontré conPugachov; estaba vestido de viaje, llevaba un abrigode pieles y un gorro kirguís. Le rodeaban los inter-locutores de la víspera, de nuevo con aire servil, quecontrastaba con todo lo que yo había observado lanoche anterior. Pugachov me saludó alegremente yme ordenó que me sentara con él en la kibitka.

-A la fortaleza Belogórskaya --dijo al tártaro an-cho de espaldas, que guiaba de pie la troika39 .

El corazón empezó a palpitarme fuertemente.Los caballos echaron a andar, sonaron los cascabe-les, la kibitka avanzó rápidamente...

-¡Espera! ¡Espera! -gritó una voz que yo cono-cía demasiado bien; y vi a Savélich, que corría anuestro encuentro.

Pugachov mandó parar los caballos.-¡Hijo mío, Piotr Andréyevich! -gritaba mi dí-

adka-. No me dejes después de tantos años entreestos sinver...

-¡Ah, viejo chocho! -le dijo Pugachov-. Otra vezha querido Dios que nos encontremos. Anda, subeal pescante.

39 Vehículo o trineo tirado por tres caballos.

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-Gracias, señor, Dios te lo pague --dijo Savélichacomodándose en el pescante-: Dios te dé cien añosde vida por haber socorrido y amparado a un pobreviejo como yo. Rezaré por ti y no volveré a acor-darme del tulup de conejo.

Este tulup podía despertar la ira de Pugachov;afortunadamente, no oyó, o no quiso fijarse en lainoportuna insinuación. Los caballos se pusieron enmarcha. La gente se paraba y hacia profundas reve-rencias. Pugachov respondía a los saludos. Un mi-nuto después salimos del poblado y corríamos porel camino.

Es fácil imaginarse lo que yo sentía en aquelmomento. Unas horas después iba a encontrarmecon María Ivánovna, a la que ya había creído perdi-da para mí. Veía el momento de nuestro encuentro...Pensaba también en el hombre que tenía en sus ma-nos mi destino y que por una serie de extrañas coin-cidencias estaba misteriosamente ligado a mí.Recordaba la crueldad irreflexiva, las sanguinariascostumbres de aquel que se había ofrecido a ser ellibertador de mi amada. Pugachov ignoraba que ellaera la hija del capitán Mirónov: el resentido Shva-brin podía descubrírselo; el impostor podía tambiénconocer la verdad de otra manera... ¿Qué sería en-

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tonces de María lvánovna? Sentí escalofríos y se meerizaron los cabellos...

De pronto Pugachov interrumpió mis pensa-mientos con una pregunta:

-¿Por qué están tan pensativo, señoría?-Tengo razones para estarlo -contesté- Soy ofi-

cial y noble; ayer mismo peleé contra ti y hoy meencuentro contigo en la misma kibítka y la felicidadde mi vida depende de tí.

-¿Y qué? -preguntó Pugachov- ¿Tienes miedo?Respondí que, perdonado por él una vez, tenia

esperanzas de obtener no sólo su clemencia, sino suayuda también.

-¡Y tienes razón' -dijo el impostor-. Habrásvisto que mis muchachos te miraban con malosojos; hoy mismo, el viejo insistía en que eras un es-pía y en que había que torturarte y ahorcarte; peroyo no lo consentí -añadió bajando la voz, para queSavélich y el tártaro no pudieran oírle-, acordándo-me de tu vaso de vino y del tulup de conejo. Comoves, no soy tan despiadado como dicen tus amigos.

Recordé la toma de la fortaleza Belogórskaya,pero no me pareció oportuno discutir con él y nocontesté- ¿Qué dicen de mí en Oremburgo?-preguntó Pugachov después de un silencio.

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-Dicen que es difícil acabar contigo; te has dadoa conocer, no hay duda.

La cara del impostor expresó una gran satisfac-ción.

-¡Pues sí! --dijo alegremente-. Sé pelear. -Cono-cen en Oremburgo la batalla de Yuséyevaya? Cua-renta generales muertos, cuatro ejércitos prisione-ros. ¿Qué te parece: se atrevería conmigo el rey dePrusia?

La jactancia del malhechor me pareció divertida.-Y tú ¿que piensas? -le dije-. ¿Podrías con Fede-

rico?vuestros generales y ellos le han vencido más de

una vez. Hasta ahora mis armas han sido afortuna-das. Ten paciencia, ya verás lo que pasa cuando lle-gue a Moscú.

-¿Piensas llegar hasta Moscú?El impostor se quedó pensativo y luego respon-

dió a media voz:-¡Sabe Dios! El camino me resulta estrecho:

tengo poca libertad. Mis muchachos están haciendomuchas tonterías. Tengo que tener los ojos muyabiertos: al primer revés, salvarán su pellejo a costade mi cabeza.

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-¿Ves? -le dije-. ¿No sería mejor dejarlos antesde que sea tarde y acogerte a la clemencia de la em-peratriz?

Pugachov sonrió amargamente.-No, ya es tarde para arrepentirse. No habrá

perdón para mí. Continuaré lo que he empezado.¡Quién sabe! ¡A lo mejor lo consigo! TambiénGrishka Otrépiev reinó sobre Moscú.

-¿Y sabes cómo acabó? ¡Le tiraron por unaventana, le acuchillaron, quemaron su cuerpo, carga-ron un cañón con sus cenizas y dispararon!

-Escucha -dijo entonces Pugachov, con una es-pecie de inspiración salvaje-: te voy a contar uncuento que en mi infancia le oí a una vieja calmuca.Una vez un águila preguntó a un cuervo «Dimecuervo: ¿por qué tu vives en este mundo trescientosaños y yo sólo treinta y tres?» El cuervo le contestó:«Porque tú bebes sangre viva y yo me alimento decarroña.» El águila pensó«Voy a intentarlo yo tam-bién.- Volaron juntos el águila y el cuervo. Vieronde pronto un caballo muerto, bajaron y se posaronencima de él. El cuervo empezó a dar picotazos y aalabar la comida. El águila dio un picotazo, luegootro, después agitó un ala y dijo al cuervo: «No,amigo mío; mejor que alimentarse de carroña tres-

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cientos años, prefiero saciarme una vez de sangreviva y luego sea lo que Dios quiera.» ¿Qué te pareceel cuento de la calmuca?

-Es ingenioso -contesté-. Pero vivir del crimen ydel robo es para mí alimentarse de carroña.

Pugachov me miró sorprendido y no respondió.Nos callamos los dos, absortos en nuestros pensa-mientos. El tártaro entonó una triste canción; Savé-lich, adormilado, se balanceaba en el pescante. Lakibitka corría por el suave camino de invierno... Depronto vi en la orilla abrupta del Yaik una aldea ro-deada de una valla y un campanario, y un cuarto dehora después entrábamos en la fortaleza Belogór-skaya.

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CAPITULO XIILA HUÉRFANA

Como nuestro manzanoQue no tiene hojas ni brotes,Nuestra princesítaNo tiene padre ni madreNo hay quien la aconseje,No hay quien la bendiga.

(Canción de boda.)

La kíbítka se acercó a la entrada de la casa delcomandante. La gente había reconocido el sonidode la campanilla de Pugachov y nos seguía corrien-do. Shvabrin recibió a Pugachov en la puerta. Vestíacomo un cosaco y se había dejado la barba. El trai-dor ayudó a Pugachov mientras éste bajaba de la ki-

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bitka y manifestó su alegría con las expresiones másviles. Al verme se azoró, pero se dominó en seguiday me alargó la mano diciendo:

-También tú estás con nosotros? Ya era hora.Le volví la espalda sin contestar una palabra.El corazón se me encogió cuando entramos en

la habitación que tanto conocía, donde colgaba to-davía el diploma del difunto comandante, como untriste epitafio del tiempo pasado. Pugachov se sentóen el mismo diván donde antaño se quedaba IvánKusmich, adormecido por los sermones de su espo-sa. Shvabrin le ofreció una copa de vodka. Puga-chov la bebió y dijo a Shvabrin, señalándome a mí:

-Convida también a su señoría.Shvabrin se me acercó con la bandeja, pero yo

le volví la espalda por segunda vez. El traidor pare-cía completamente confundido. Con su sagacidadacostumbrada, comprendió que Pugachov estabadescontento de él. Tenia miedo y me miraba condesconfianza. Pugachov le preguntó por el estadode la fortaleza, por los rumores que había sobre elejército enemigo, y de pronto le preguntó inespera-damente:

-Oye, ¿quién es esa muchacha que tienes se-cuestrada? Enséñamela.

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Shvabrin. se puso pálido como un muerto.-Señor -dijo con voz temblorosa-, señor, no está

secuestrada.... está enferma.... está acostada en otrahabitación.

-Llévame a verla -dijo el usurpador levantándo-se de su asiento.

No había manera de evitarlo. Shvabrin acompa-ñó a Pugachov a la habitación de María Ivánovna.Los seguí, Shvabrin se detuvo en la escalera.

-¡Señor! -dijo a Pugachov-. Usted tiene derechode exigirme todo lo que le plazca, pero no haga queun extraño entre en el dormitorio de mi mujer.

Me puse a temblar.-Entonces, ¡te has casado con ella! -grité a Shva-

brin, dispuesto a hacerle pedazos.-¡Callad! -me interrumpió Pugachov-. Esto es

asunto mío. Y tú -continuó dirigiéndose a Shvabrin-no te pases de listo y no hagas melindres: no meimporta si es tu mujer o no, llevo a su cuarto a quienme apetece. Señoría, sígueme.

junto a la puerta de la habitación, Shvabrin separo de nuevo y dijo con voz entrecortada:

-Señor, le advierto que está con fiebre y llevatres días delirando sin cesar.

-¡Abre! -ordenó Pugachov.

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Shvabrin se puso a revolver en sus bolsillos ydijo que no había cogido la llave. Pugachov dio unapatada a la puerta; el candado saltó, se abrió lapuerta y entramos.

Miré y me quedé horrorizado. Sentada en elsuelo, con un traje de campesina roto, estaba MartaIvánovna, pálida, delgada, con el cabello despeina-do. Delante de ella había una jarra de agua, cubiertacon un trozo de pan. Al verme se estremeció y dioun grito, No recuerdo qué me ocurrió entonces.

Pugachov miró a Shvabrin y le dijo con unaamarga sonrisa:

-¿Este es tu hospital? -luego, acercándose aMarta Ivánovna, continuó-: Dime: hija mía, ¿porqué tu marido te castiga de esta manera? ¿Qué le hashecho?

-¡Mi marido! -repitió ella- No es mi marido. ja-más seré su esposa! Prefiero morir y moriré, si nadieme salva.

Pugachov miró a Shvabrin con aire amenaza-dor.

-¡Te has atrevido a mentirme! ¿Sabes qué te me-reces, sinvergüenza?

Shvabrin cayó d desprecio ahogó en mí el sen-timiento de odio y la ira. Miraba con repugnancia a

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un noble que se arrastraba a los pies de un forajidocosaco.

Pugachov se ablandó.-Esta vez te perdono -dijo a Shvabrin- Pero

acuérdate de que a la primera falta te volveré a re-cordar ésta.

Luego se volvió hacia María lvánovna y le dijocariñosamente a la muchacha:

-Puedes salir, muchacha, te regalo la libertad.Soy el emperador.

María Ivánovna le echó una rápida mirada ycomprendió que tenía ante ella al asesino de sus pa-dres. Se tapó el rostro con las manos y cayó sin sen-tido.

Corrí hacia ella, pero en aquel instante entro enla habitación, con aire muy decidido, mi antigua co-nocida Palashka, quien se puso inmediatamente aatender a su señorita. Pugachov salió del dormitorioy los tres nos dirigimos al comedor.

-¿Qué, señoría? -dijo Pugachov riéndose --¡Hemos salvado a la muchacha! ¿Qué te parece simandamos por el pope y le hacemos que te case consu sobrina? Yo sería el padrino y Shvabrin el testigo;cerramos las puertas de la ciudad y hacemos unabuena fiesta.

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Ocurrió lo que tanto temía. Al oír la propuestade Pugachov, Shvabrin perdió la cabeza y gritó en-loquecido:

-¡Señor! Soy culpable ante usted, le he mentido,¡pero Griniov también le está engañando! Esta mu-chacha no es la sobrina del pope, es la hija de IvánMirónov, ejecutado durante la toma de la fortaleza.

Pugachov clavó en mi sus ardientes ojos.-¿Qué es esto? -preguntó desconcertado.-Shvabrin te ha manifestado la verdad -le con-

testé con firmeza.-Tú no me lo habías dicho -repuso Pugachov, y

su rostro se nubló.-Piénsalo tú mismo -respondí-. ¿Crees que de-

lante de tus hombres podía decir que la hija del ca-pitán Mirónov estaba viva? La habrían destrozado.No habría tenido salvación.

-Pues tienes razón -dijo Pugachov con una son-risa-. Mis borrachos no habrían perdonado a la po-bre muchacha. Hizo bien la mujer del pope enesconderla.

-Escúchame -dije entonces, al verlo en tan bue-na disposición-: no sé cómo llamarte ni quiero sa-berlo..., pero Dios es testigo de que seria. capaz depagarte con mi vida todo lo que has hecho por mí.

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Lo único que te pido es que no me exijas nada quesea contrario a mi honor y a mí conciencia cristiana.Eres mi bienhechor. Termina igual que empezaste;déjame marchar con la pobre huérfana por el cami-no que Dios nos señale. Y nosotros, estés dondeestés, y sea lo que sea de ti, rezaremos por la salva-ción de tu alma pecadora...

Parecía que el alma de Pugachov se había con-movido.

-Sea lo que tú desees -dijo-. Cuando se castiga ose perdona, hay que hacerlo bien. Aquí tienes a tuprometida, llévala a donde quieras y que Dios os déamor y entendimiento.

Luego se volvió hacia Shvabrin y le mandó quenos diera un pase para todos los puestos de vigilan-cia y todas las fortalezas que estaban en sus manos.Shvabrin, abatidisimo, parecía petrificado. Puga-chov se dirigió a ver la fortaleza y Shvabrin loacompañó. Yo me quedé con el pretexto de tenerque prepararme para el viaje.

Volví corriendo a la habitación de María Iváno-vna. La puerta estaba cerrada. Llamé.

-¿Quién es? -preguntó Palashka.Contesté y oí la encantadora voz de Marta Ivá-

novna.

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-Espere un momento, Piotr Andréyevich. Meestoy vistiendo. Vaya a casa de Akulina Pamfilovna;yo iré en seguida.

Obedecí y fui a casa del padre Guerásim. Él y sumujer salieron corriendo a mi encuentro. Savélich yales había advertido.

-Hola, Piotr Andréyevich -dijo la mujer del po-pe. Dios ha querido que nos veamos de nuevo.¿Cómo está? Le hemos recordado todos los días. Yla pobre Marta Ivánovna, ¡cuánto ha pasado sinusted! Dígame, hijo mío, ¿cómo ha logrado enten-derse con Pugachov? ¿Cómo es que no le ha mata-do a usted? Hay que agradecérselo al bandido, apesar de todo.

-Basta, mujer -interrumpió el padre Guerásim-.Cállate de una vez. La locuacidad es enemiga de lavirtud. Piotr Andréyevich, entre, por favor. ¡Cuántotiempo sin verte!

La mujer del pope empezó a ofrecerme lo quehabía en la casa. Hablaba sin parar. Me contó cómoShvabrin les había obligado a entregarle a MaríaIvánovna; cómo lloraba María lvánovna al no que-rer separarse de ellos; cómo tenían contacto con ellaa través de Palashka (moza muy despabilada, quehabía conseguido dominar al suboficial); cómo ha-

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bía aconsejado a María Ivánovna que me escribierala carta, etc.

A mi vez, tuve que contarle brevemente mi his-toria. El pope y su mujer empezaron a santiguarse aloír que Pugachov conocía el engaño.

-¡Dios nos proteja! -decía Akulina Pamfilovna-.¡Dios nos libre de esta nube! Y ¡vaya pájaro, eseAlexéi Ivánovich!

En este momento se abrió la puerta y entró Ma-ría Ivánovna con una sonrisa en su pálida cara. Ha-bía abandonado su traje de campesina y vestía,como antes, de una manera sencilla y graciosa.

Estreché su mano y estuve largo rato sin poderarticular palabra. Los dos permanecimos callados, elcorazón desbordado por los sentimientos. Nuestrosanfitriones comprendieron que estorbaban y nosdejaron solos. Todo estaba olvidado. Empezamos ahablar y ya no podíamos pararnos. María lvánovname contó todo lo que le había pasado desde la tomade la fortaleza; me describió su terrible situación ytodas las humillaciones a las que la había sometidoel infame Shvabrin. Recordamos los felices tiempospasados... Ambos llorábamos... Al fin, le expliquémis proyectos. Era imposible que ella se quedara enla fortaleza tomada por Pugachov, que, además, es-

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taba gobernada por Shvabrin. No se podía ni pensaren Oremburgo, que sufría todos los horrores delcerco. No tenía ni un solo pariente en todo el mun-do. Le propuse que fuera al pueblo de mis padres.María Ivánovna vaciló primero: la mala disposiciónde mi padre, que ella conocía, la asustaba. La tran-quilicé. Estaba seguro de que mi padre consideraríaun honor y una obligación acoger a la hija de unviejo soldado muerto por la patria.

-¡Querida María lvánovna! -dije por fin-. Teconsidero mi mujer. Unas circunstancias milagrosasnos han unido para siempre y nada en el mundopodrá separarnos.

Marta lvánovna me escuchó con naturalidad, sinfalso azoramiento ni rubor fingido. Comprendía quesu destino estaba ligado al mío. Pero volvió a asegu-rar que sólo seria mi mujer con el consentimiento demis padres. No quise contradecirla. Nos besamosapasionadamente, y de este modo todo quedó deci-dido.

Una hora más tarde el suboficial me trajo el pa-se firmado con el garabato de Pugachov y me dijoque éste me estaba esperando. Le encontré prepara-do para partir. No puedo expresar lo que sentía alsepararme de aquel hombre terrible, el monstruo, el

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malvado con todos, menos conmigo. ¿Por qué nodecir la verdad? En aquel momento una fuertecompasión me atraía hacia ese hombre. Deseaba ar-dientemente liberarlo de los miserables que él dirigíay salvarle la vida antes de que fuera demasiado tar-de. Shvabrin y la gente que nos rodeó me impidie-ron expresarle todo lo que tenla en mi corazón.

Nos despedimos como amigos. Pugachov, al verentre la muchedumbre a Akulina Pamfilovna, laamenazó con el dedo y le guiñó el ojo; luego subió ala kibitka y dijo que se dirigían a Berda, y, cuando yalos caballos se habían puesto en marcha, se asomóde nuevo por la ventanilla y me gritó:

-¡Adiós, señoría! A lo mejor nos volveremos aver.

Efectivamente, nos vimos, pero ¡en qué cir-cunstancias!

Pugachov se alejó. Durante largo rato estuve mi-rando la blanca estepa por la que corría su troika. Lagente se fue marchando. Shvabrin desapareció. Re-gresé a casa del pope. Todo estaba dispuesto paranuestro viaje, y no quise perder más tiempo. Habíancargado nuestro equipaje en el viejo carro del co-mandante. Los cocheros engancharon rápidamentelos caballos. María Ivánovna fue a despedirse de las

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tumbas de sus padres, que estaban enterrados detrásde la iglesia. Quise acompañarla, pero me pidió quela dejara sola. Al cabo de unos minutos, volvió conla cara bañada en lágrimas silenciosas. El carro es-taba preparado. El padre Guerásim y su mujer salie-ron a la puerta de su casa. Nos instalamos en lakibitka los tres: María Ivánovna, Palashka y yo. Sa-vélich subió al pescante.

-¡Adiós, María lvánovna! ¡Adiós, hija mía!¡Adiós, Piotr Andréyevich, querido! -decía la buenamujer-. ¡Que tengan buen viaje y sean muy felices!

Nos pusimos en marcha. En la ventana de la ca-sa del comandante vi a Shvabrin. Su cara expresabauna ira lúgubre. No quise humillar al enemigo ven-cido y aparté la mirada. Al fin traspasamos la puertay dejamos para siempre la fortaleza Belogórskaya.

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CAPITULO XIIIEL ARRESTO

-No se enoje, señor; cumpliendo mí deber;Tengo que mandarte ahora mismo a la cárcel.-Muy bien, estoy dispuesto; pero tengo la esperanzaDe que antes me dejen dar una explicación.

KNIAZENIN

Unido tan inesperadamente a mi amada, cuyasuerte me inquietaba aquella misma mañana, no da-ba crédito a mis ojos y me figuraba que todo lo ocu-rrido era un simple sueño. María lvánovna,pensativa, tan pronto me miraba a mí como al ca-mino y parecía no haber vuelto en sí. Estábamoscallados. Nuestros corazones seguían fatigados. Sindarnos cuenta, al cabo de dos horas nos encon-

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tramos en una fortaleza que también estaba domi-nada por Pugachov. Cambiamos los caballos. Por larapidez con que los enjaezaron, por la cortesía ato-londrada de un barbudo cosaco nombrado coman-dante por Pugachov, comprendí que, gracias a lalocuacidad de nuestro cochero, me habían tomadopor un favorito de la Corte.

Seguimos nuestro camino. Empezaba a oscure-cer. Nos acercábamos a un poblado donde, segúnlas palabras del comandante barbudo, se encontrabaun destacamento importante que avanzaba paraunirse con el impostor. Los centinelas nos hicieronparar. A la pregunta «¿Quién es?», el cochero res-pondió con voz estentórea:

-El compadre del soberano con su señora.De pronto nos vimos rodeados de un grupo de

húsares que gritaban con voces enfurecidas:-¡Sal de ahí, compadre del demonio! -me dijo un

sargento bigotudo-. ¡Ahora veréis lo que es bueno,tú y tu señora!

Bajé de la kíbítka y exigí que me llevaran ante eljefe. Al ver a un oficial, los soldados dejaron degritar. El sargento me acompañó a casa del coman-dante. Savélich no se quedaba atrás, repitiendo porlo bajo:

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-¡Bien poco nos ha valido lo del compadre delsoberano! ¡Vamos de mal en peor! Dios mio, ¿quéserá de nosotros?

La kíbítka nos seguía al paso.Cinco minutos después nos acercamos a una ca-

sa iluminada. El sargento me dejó con los centinelasy entró a anunciarme. Regresó inmediatamente y medijo que su excelencia no tenía tiempo para recibir-me y había ordenado que me llevaran al calabozo yque la señora fuera a verle.

-¿Qué significa esto? -grité furioso-. ¿Estás lo-co?

-No puedo saberlo, señoría -contestó el sar-gento-. Sólo sé, señoría, que su excelencia ha orde-nado que lleve a su señoría al calabozo, y a suseñora esposa a su excelencia.

Entré corriendo en la casa. Los centinelas nopensaban detenerme, por lo que penetré directa-mente en la habitación donde seis oficiales húsaresjugaban a la banca. El comandante había puesto unacarta. ¡Cuál no seria mi sorpresa cuando reconocíen él a Iván Ivánovich Surin, que en tiempos mehabía ganado en una hostería de Simbirsk!

-¡No es posible! –exclamé-. ¡Iván Ivánovich!¡Tú aquí!

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-¡Cómo, Piotr- Andréyevich! ¿Qué haces tú porestas tierras? ¿De dónde vienes? ¡Hola, amigo!¿Quieres poner una carta?

-Muchas gracias. Prefiero que me des una casapara pasar la noche.

-¿Para qué quieres una casa? Quédate conmigo.-No puedo, no estoy solo.-Pues trae también a tu amigo.-No es un amigo, es... una dama.-¡Una dama! ¿Dónde la has pescado? ¡Vaya, va-

ya!Al decir estas palabras, Surin lanzó un silbido

tan expresivo, que todos se echaron a reír, y yo meazoré por completo.

-Bueno... -continuó Surín-. Como tú quieras.Tendrás casa. ¡Qué lástima ... ! Nos hubiéramos di-vertido como en otros tiempos. ¡Oye, muchacho!¿Qué pasa con la comadre de Pugachov? ¿Es que seresiste a venir? Dile que no tenga miedo: que el se-ñor es muy bueno, que no hace mal a nadie, y tráelacuanto antes.

-Pero ¿qué dices? -repliqué a Surin-. ¿Qué co-madre de Pugachov? Es la hija del difunto capitánMirónov. La he liberado y ahora la llevo al pueblode mis padres, donde pienso dejarla.

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-¡Cómo! Entonces ¿eres tú el hombre del queme acaban de hablar? ¿Qué quieres decir?

-Ya te lo contaré. Y ahora tranquiliza a la pobremuchacha, que la han asustado tus húsares.

Inmediatamente Surin dio varias órdenes. Elmismo salió a la calle para pedir excusas a MaríaIvánovna por el involuntario error y ordenó al sar-gento que la acompañara a la mejor casa de la ciu-dad. Yo me quedé a dormir en casa de Surin.

Cenamos todos juntos y, cuando nos quedamossolos, conté a Surin todas mis peripecias. Me escu-chó con mucha atención. Cuando terminé mi relato,meneó la cabeza y dijo:

-Todo esto está muy bien; lo que no comprendoes por qué demonios quieres casarte. Soy un hom-bre honrado y no quiero engañarte: el matrimonioes una tontería. ¿Qué necesidad tienes de cargar conuna mujer y unos chiquillos? Déjalo. Hazme caso:despréndete de la hija del capitán. He despejado elcamino hasta Simbirsk y no hay ningún peligro.Mándala mañana mismo a casa de tus padres y qué-date conmigo. No tienes nada que hacer en Orem-burgo. Además, si caes otra vez en manos de losrebeldes, me parece muy difícil que te suelte. Así se

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te irá pasando la locura amorosa y todo se arreglaráperfectamente.

Aunque no estaba de acuerdo con Surin, com-prendí que el honor exigía mi presencia en el ejér-cito de la emperatriz. Decidí seguir su consejo:mandar a María lvánovna al pueblo de mis padres yquedarme en aquel destacamento.

Entró Savélich a desnudarme; le dije que al díasiguiente estuviera preparado para ponerse en cami-no con María Ivánovna. Al principio se resistía:

-Señor, ¿qué dices? ¿Cómo quieres que te aban-done? ¿Quién te va a cuidar? ¿Qué dirán tus pa-dres?

Conociendo la terquedad de mi diadka, me pro-puse convencerlo con cariño y sinceridad.

-Amigo mio, Arjip Savélich -le dije-, no te nie-gues a hacerme este favor; no necesito que me cuidenadie; y, en cambio, no estaré tranquilo si Maríalvánovna hace el viaje sin ti. Sirviendo a ella, me sir-ves a mí, porque estoy decidido a casarme con ellaen cuanto me lo permitan las circunstancias.

Savélich alzó los brazos con expresión de granasombro.

-¡Casarte! -repitió- ¡El niño quiere casarse! ¿Yqué dirá tu padre? ¿Qué pensaría tu madre?

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-Estarán de acuerdo; seguro que les parece bien-contesté- en cuanto conozcan a María lvánovna.Tengo esperanza en tu ayuda: mis padres confían enti y tú intercederás por nosotros, ¿no es así?

El viejo estaba emocionado.-¡Ay, hijo mío, Piotr Andréyevich! Es pronto

para que te cases, pero María lvánovna es una seño-rita tan buena, que seria un verdadero pecado des-perdiciar la ocasión. ¡Sea lo que tú quieras!Acompañaré a ese ángel y diré humildemente a tuspadres que una nuera como María lvánovna no ne-cesita dote.

Di las gracias a Savélich y me acosté en la mismahabitación que Surin. Emocionado y exaltado, yo noparaba de hablar. Al principio, Surin me contestabade buena gana, pero poco a poco sus respuestasiban siendo más raras e incoherentes, hasta que porfin, en lugar de respuestas, oí ronquidos. Me callé ypronto seguí su ejemplo.

A la mañana siguiente fui a ver a María Iváno-vna. Le conté todos mis planes. Le parecieron razo-nables y en seguida se mostró de acuerdo conmigo.El destacamento de Surin tenía que salir de la ciu-dad aquel mismo día. No había tiempo que perder.Me separé de María lvánovna encomendándola a

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Savélich y le di una carta para mis padres. Maríalvánovna se echó a llorar.

-¡Adiós, Piotr Andréyevich! -me dijo con vozdébil-. Dios sabe si nos volveremos a ver, peronunca te olvidaré y no habrá nadie más en mi cora-zón hasta la muerte.

No fui capaz de contestarle. Nos rodeó la gente.Delante de ellos no quería abandonarme a unossentimientos que tanta emoción me causaban. Porfin, María lvánovna se marchó. Volví triste y silen-cioso a casa de Surin. Éste quiso animarme, y comoyo también quería distraerme, pasamos el día conmucho ruido y barullo, y hacia la noche emprendi-mos la marcha.

Estábamos a finales de febrero. El invierno, quedificultaba las operaciones militares, llegaba a su fin,y nuestros generales se preparaban para una accióncoordinada. Pugachov seguía cerca de Oremburgo.Entre tanto, varios destacamentos iban reuniéndosealrededor de él, acercándose más y más al nido delos rebeldes. Los pueblos sublevados, al ver nuestroejército, se rendían inmediatamente; las bandas demaleantes escapaban y todo prometía un fin próxi-mo y feliz.

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El príncipe Golitsin no tardó en derrotar a Pu-gachov junto a la fortaleza Tatisheva; dispersó susbandas, libertó Oremburgo y, con esto, pareció darel ultimo y decisivo golpe a la rebelión. En aquellosdías, Surin fue destinado a combatir a un grupo debashkiros rebeldes, que se dispersaron antes de quelos hubiéramos visto. La primavera nos sorprendióen un pueblecito tártaro. Los ríos se habían desbor-dado y los caminos estaban intransitables. Lo únicoque nos consolaba, en medio de nuestro aburri-miento e inactividad, era el próximo final de aquellaguerra mezquina contra maleantes y salvajes.

Pero Pugachov no habría sido capturado. Apa-reció en las fábricas de Siberia, reclutó un nuevoejército y otra vez empezó a devastar fortalezas ypueblos. De nuevo corrió el rumor de sus éxitos.Nos enteramos de que estaba destruyendo las for-talezas de Siberia. La noticia de la toma de Kazán yde la marcha de Pugachov hacia Moscú empezó ainquietar a los altos mandos del ejército, que habíanpermanecido en una despreocupación total, confia-dos en la debilidad del despreciable rebelde. Surinrecibió la orden de cruzar el Volga.

No voy a describir nuestra marcha ni el final dela guerra. Diré solamente que la miseria era espanto-

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sa. El desorden reinaba por doquier; los dueños delas tierras se habían refugiado en los bosques. Losjefes de algunos destacamentos castigaban y perdo-naban a capricho; el estado de aquella rica región,arrasada por los incendios, era sobrecogedor...¡Dios nos libre de ver una insurrección rusa, absur-da y despiadada!

Pugachov huía, perseguido por Iván Mijelson40.Pronto nos llegó la noticia de su derrota definitiva.Por fin, Surin recibió la comunicación de la capturade Pugachov y la orden de no seguir la marcha. Laguerra había terminado. ¡Ya podía reunirme conmis padres! La idea de que pronto podría abrazar-los, y ver a María lvánovna, de la que no había teni-do noticias, me llenaba de alegría. Daba brincoscomo un niño. Surin se reía y se encogía de hom-bros:

-¡De ésta no te escapas! ¡Vas a echarlo a perdertodo por nada!

Sin embargo, un extraño pensamiento envene-naba mi alegría: la imagen del rebelde, manchado desangre de tantas víctimas inocentes, y la de la ejecu-ción que le esperaba, me inquietaba a pesar de todo.

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-¡Yemelián, Yemelián! -pensaba con disgusto-. ¿Porqué no te habrán alcanzado las bayonetas o la me-tralla? No te podría haber ocurrido nada mejor.»¿Qué iba a hacer? El recuerdo de aquel hombre erapara mí inseparable del de la clemencia con que metrató en uno de los momentos más terribles de suvida y de la liberación de mi prometida de las ma-nos del malvado Shvabrin.

Surin me concedió varios días de permiso.Pronto me encontraría entre mi familia, vería a Ma-ría Ivánovna... De pronto, me sorprendió una tor-menta.

El día fijado para mi marcha, en el mismo mo-mento en que me disponía a emprender el viaje, Su-rin entró en mi isba con un papel en la mano. Teníaun aire sumamente preocupado. Me dio un vuelco elcorazón. Me asusté sin saber de qué. Hizo salir a miordenanza y me dijo que quería hablar conmigo.

-¿Qué pasa? -pregunté intranquilo.-Es una pequeña contrariedad -contestó dán-

dome el papel-. Lee esto; acabo de recibirlo.Empecé a leerlo: era una orden secreta, a todos

los jefes de destacamento, de arrestarme estuviera 40 General ruso responsable de la derrota definitiva de

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donde estuviera y mandarme inmediatamente, bajovigilancia, a Kazán, donde se encontraba la Comi-sión de investigación del caso Pugachov.

Me faltó poco para dejar caer el papel.-No hay nada que hacer -dijo Surín-. Mi deber

es obedecer la orden. Seguramente ha llegado de al-guna manera al gobierno el rumor de tus viajesamistosos con Pugachov. Espero que el asunto notenga consecuencias y puedas justificarte ante lacomisión. No te preocupes y ve a Kazán.

Mi conciencia estaba tranquila; no temía el jui-cio, pero la idea de tener que aplazar el dulce en-cuentro, probablemente por varios meses, meaterrorizaba. El carruaje estaba preparado. Surin sedespidió de mí como un buen amigo. Subí al ca-rruaje acompañado por dos húsares con los sablesdesenvainados y nos pusimos en camino.

Pugachov en agosto de 1774.

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CAPITULO XIVEL JUICIO

El decir de la gentees como las olas del mar.

(Refrán.)

Estaba seguro de que mi culpa consistía en ha-berme ausentado de Oremburgo sin permiso. Po-dría justificarme fácilmente: las salidas individualescontra el enemigo no sólo no habían estado prohi-bidas nunca, sino que se fomentaban continuamen-te. Podían acusarme de excesiva temeridad, pero node desobediencia. Por otra parte, mucha gente podíaatestiguar mis relaciones amistosas con Pugachov, ytenían que parecer, por lo menos, bastante sospe-chosas. Durante todo el camino estuve pensando en

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los interrogatorios que me esperaban, imaginabamis respuestas y decidí decir ante el tribunal toda laverdad, considerando que esta forma de justifica-ción era la más sencilla y, al mismo tiempo, la mássegura.

Llegué a Kazán, devastada y quemada. En lascalles, en lugar de casas, había montones de escom-bros y se levantaban muros ennegrecidos sin tejadosni ventanas. ¡Esta era la huella de Pugachov! Me lle-varon a un fuerte que había quedado indemne enmedio de la incendiada ciudad. Los húsares me en-tregaron al oficial que estaba de guardia. Éste man-dó llamar al herrero, y el herrero me puso en lospies una cadena y la remachó. Luego me condujeronal calabozo y me dejaron en una celda estrecha y os-cura, con las paredes desnudas y una ventanilla en-rejada.

Este comienzo no prometía nada bueno. Sinembargo, no perdí el ánimo ni la esperanza. Recurríal consuelo de todos los dolientes y, después de go-zar de la dulzura de la oración, vertida por un cora-zón puro, aunque desgarrado, me dormítranquilamente sin preocuparme de mi futuro.

A la mañana siguiente me despertó el carcelerodiciendo que la comisión me esperaba. dos soldados

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me acompañaron a la casa del comandante, se detu-vieron en la puerta y me dejaron entrar solo.

Entré en una sala bastante espaciosa. Detrás deuna mesa cubierta de papeles había dos hombres:un general de edad, con aire severo y frío, y un jo-ven capitán de la guardia, de unos veintiocho años,de aspecto muy agradable, ágil y desenvuelto. juntoa la ventana se sentaba en otra mesa el secretario,con una pluma detrás de la oreja, inclinado sobre elpapel y dispuesto a apuntar mis declaraciones. Em-pezó el interrogatorio. Me preguntaron mi nombre ymi grado. El general preguntó si era hijo de AndréiPetróvich Griniov. Al oír mi respuesta, dijo severo:

-¡Qué lástima que un hombre tan respetabletenga un hijo tan indigno!

Contesté tranquilamente que, cualesquiera quefueran las acusaciones que pesaban sobre mí, espe-raba disiparlas con una explicación sincera de loocurrido.

Mi seguridad no le gustó.-¡Qué listo eres, amigo! -dijo frunciendo el en-

trecejo-. ¡Hemos visto a otros, no creas!El joven me preguntó en qué circunstancias y

cuándo me había puesto al servicio de Pugachov yqué tareas me habían sido encomendadas.

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Contesté indignado que, como oficial y noble,no podía haber entrado al servicio de Pugachov niaceptado ninguna tarea.

-¿Cómo, entonces -repuso el capitán-, un oficialy noble es perdonado por el impostor, mientras quetodos sus camaradas son ejecutados cruelmente?¿Cómo este mismo oficial y noble asiste a una cenaamistosa con los rebeldes y recibe del cabecilla re-galos, un abrigo de pieles, un caballo y cincuentakopeks? ¿Cómo ha surgido esta extraña amistad yen qué está basada, si no es en la traición o, por lomenos, en una cobardía despreciable y delictiva?

Me sentí profundamente herido por las palabrasdel oficial de guardia y empecé a justificarme acalo-radamente. Conté cómo había comenzado mi tratocon Pugachov en la estepa, durante la tormenta;cómo el día de la toma de la fortaleza Belogórskayame reconoció y perdonó. Confesé haber aceptado eltulup y el caballo, pero dije que había defendido lafortaleza hasta el último instante. Por fin, me referí ami general, que podía atestiguar mi celo durante eldesastroso cerco de Oremburgo.

El severo viejo cogió de la mesa una carta y sepuso a leerla en voz alta:

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«A la pregunta de su excelencia referente al te-niente Griniov, que parece haber estado implicadoen la actual rebelión y tenido contactos con elmalhechor, inadmisibles para un oficial y contrariasal juramente, tengo el honor de comunicarle que di-cho teniente Griniov ha prestado servicio enOremburgo desde principios de octubre del pasadoaño 1773 hasta el 24 de febrero del presente, au-sentándose de la ciudad en esta fecha y no habiendoaparecido desde entonces bajo mis órdenes.

»Según declaraciones de los fugitivos, ha estadoen el poblado de Pugachov y, junto con él, ha ido ala fortaleza Belogórskaya, donde prestó serviciosanteriormente; por lo que se refiere a su comporta-miento, puedo ... »Interrumpió la lectura y me pre-guntó con frialdad: -Y, ahora, ¿qué puedes decir entu defensa?

Quise continuar cómo había empezado y expli-car mi relación con María Ivánovna con la mismasinceridad con que había relatado todo lo anterior.Pero de pronto sentí una repugnancia invencible.Pensé que, si la nombraba, la comisión exigiría sutestimonio, y la idea de mezclar su nombre con lasdespreciables declaraciones de los bandidos y de

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que podían obligarla a un careo con ello me horro-rizó tanto, que me callé confuso.

Mis jueces, que por fin parecían escuchar misrespuestas concierta benevolencia, al observar miturbación, se mostraron de nuevo predispuestoscontra mí. El oficial de la guardia exigió que meconfrontaran con el acusador principal. El generalmandó llamar al «bandido de ayer». Me volví rápi-damente hacia la puerta esperando la aparición demi acusador. A los pocos minutos sonaron las ca-denas, se abrió la puerta y entró Shvabrin. Me sor-prendió ver cómo había cambiado. Estaba terrible-mente delgado y pálido. Tenía el pelo, poco antesnegro como el azabache, completamente blanco; y labarba, larga y enmarañada. Repitió la acusación convoz débil, pero decidida. Según él, Pugachov mehabía mandado a Oremburgo como espía; partici-paba diariamente en los tiroteos para transmitir no-ticias escritas de todo lo que ocurría en la ciudad;estaba vendido al impostor y viajaba con él de unafortaleza a otra, procurando hundir a todos miscompañeros traidores con el fin de ocupar suspuestos y recibir los premios que daba el impostor.

Le escuché en silencio y quedé satisfecho de unacosa: el despreciable malhechor no había pronun-

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ciado el nombre de María Ivánovna, bien porque suamor propio sufría al pensar en aquella que le habíarechazado con desdén, o bien porque en su corazónardía el mismo sentimiento que a mí me hacía callar;sea lo que fuere, el nombre de la hija del coman-dante de Belogorsk no fue pronunciado ante la Co-misión. Esto afianzó todavía más mi propósito; asíque, cuando los jueces preguntaron cómo podía re-futar las declaraciones de Shvabrin, contesté que meatenía a mi primera declaración y no podía decir na-da más para justificarme. El general nos mandó sa-lir. Salimos juntos. Miré a Shvabrin tranquilamente,pero no le dije ni una palabra. Sonrió con una son-risa vengativa, levantó sus cadenas, me adelantó yaceleró sus pasos. De nuevo me llevaron al calabo-zo y desde entonces no volvieron a llamarme paraotro interrogatorio.

No fui testigo de todo lo que me falta por contaral lector, pero he oído relatos sobre ello con tantafrecuencia, que hasta los detalles más insignificantesse me han grabado en la memoria como si yo mis-mo lo hubiera presenciado.

Mis padres acogieron a María Ivánovna con lallana cordialidad que distinguía a la gente del siglopasado. Consideraron una gracia de Dios tener la

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oportunidad de amparar y rodear de cariño a la po-bre huérfana. Pronto se encariñaron con ella since-ramente, porque era imposible conocerla y noprofesarle un verdadero afecto. Mi amor ya no leparecía a mi padre una locura; y mi madre soñabadía y noche con que su Petrusha se casara con la en-cantadora hija del capitán.

La noticia de mi arresto sorprendió a toda mifamilia. María Ivánovna había hablado a mis padrescon tanta sencillez de mis relaciones con Pugachov,que no sólo no se asustaron, sino que se rieron debuena gana. Mi padre no quería creer que yo estu-viera implicado en la vil rebelión, la cual se propo-nía el derrocamiento del trono y la aniquilación dela nobleza. Interrogó severamente a Savélich, queno ocultó que el señor había estado en casa de Pu-gachov y el maleante le trataba bien, pero juró queno había oído nada de una traición. Mis viejos setranquilizaron y se pusieron a esperar impaciente-mente buenas noticias. María Ivánovna estaba alar-mada, pero no dijo nada, porque tenía el don de lamodestia y la discreción.

Pasaron varias semanas. De pronto mi padre re-cibió una carta de Petersburgo de nuestro parienteel príncipe B... La carta trataba de mí. Después de

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las consabidas fórmulas, comunicaba que, desgra-ciadamente, las sospechas de mi participación en laconspiración de los rebeldes se había confirmado;que mi castigo tendría que ser la pena capital, peroque la emperatriz, en consideración a los méritos yla avanzada edad de mi padre, había decidido in-dultar al hijo criminal y, liberándole de una muertevergonzosa, solamente lo desterraba a un lugar re-moto de Siberia por el resto de sus días.

Este golpe inesperado estuvo a punto de costarla vida a mi padre. Perdió la firmeza acostumbrada ysu dolor (mudo de ordinario) se derramó en amar-gos lamentos.

-¿Es posible? -repetía fuera de sí-. ¡Mi hijo haconspirado con Pugachov! ¡Dios mío, a lo que hellegado! ¡La emperatriz le perdona la vida! ¿Acasoes esto un consuelo? Lo terrible no es la muerte: miretatarabuelo murió en el patíbulo defendiendo loque consideraba la santidad de su conciencia, mipadre sufrió junto con Volinski y Jrushov. ¡Pero unnoble que ha traicionado el juramento, que se hajuntado con bandidos, con asesinos, con siervos!¡Qué vergüenza para toda nuestra familia.

Mi madre, asustada por su desesperación, no seatrevía a llorar delante de él y procuraba devolverle

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la presencia de ánimo hablándole de la falsedad delrumor y la inconstancia de la opinión de la gente.Pero mi padre estaba inconsolable.

María lvánovna sufría más que nadie. Estaba se-gura de que yo podía haberme justificado en cual-quier momento, adivinaba la razón de mi silencio yse considerable culpable de mi desgracia. A todosocultaba sus lágrimas, y mientras tanto pensaba enla manera de salvarme.

Una tarde mi padre estaba pasando las hojas del-Almanaque de la Corte-, pero tenía el pensamientolejos y la lectura no le hacia el efecto habitual. Esta-ba silbando una marcha antigua. Mi madre tejía ensilencio una chaqueta de lana rociándola de lágrimasde vez en cuando. De pronto María Ivánovna, quetambién estaba allí con su labor, dijo que tenía nece-sidad de ir a Petersburgo y pidió que le proporcio-naran un medio para llegar hasta la capital. Mimadre se disgusto mucho.

-¿Por qué quieres ir a Petersburgo? -preguntó-.¿Acaso también quieres abandonarnos?

María Ivánovna contestó que todo su porvenirdependía de aquel viaje, que iba en busca de ayuda yprotección de gente importante, como hija de unhombre que había sufrido por su lealtad.

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Mi padre agachó la cabeza; cualquier palabraque le recordara el supuesto crimen de su hijo erapenosa para él y le parecía un reproche.

-Vete, hija mía -dijo suspirando-. No queremosser obstáculos para tu felicidad. Que Dios te dé unbuen marido y no un traidor deshonrado.

Se levantó y salió de la habitación.María lvánovna, ya a solas con mi madre, le ex-

plicó en parte sus propósitos. Mi madre la abrazóllorando y rogó a Dios que sus planes se cumplie-ran. Prepararon el viaje de María Ivánovna y variosdías después se puso en camino con la fiel Palashkay el fiel Savélich, quien, separado de mí a la fuerza,se consolaba con la idea de servir a mi prometida.

María Ivánovna llegó sin ningún contratiempo aSofía y, al enterarse de que la Corte se encontrabaentonces en Tsárskoye Seló, decidió quedarse allí.La instalaron en una pequeña habitación detrás deun tabique. La mujer de¡ maestro de postas, que en-seguida entabló conversación con ella, le dijo queera sobrina de¡ fogonero de la Corte y le confió to-dos los secretos de la vida cortesana.

Contó a qué hora solía despertarse la empera-triz, cuándo tomaba el café y daba un paseo, quécortesanos la acompañaban, qué había dicho el día

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anterior durante la comida, a quién había recibidopor la tarde; en una palabra, la conversación de AnaVlásievna podría constituir varias páginas de unasnotas históricas y seria un tesoro para las futurasgeneraciones, María lvánovna la escuchaba conatención. Fueron al jardín. Ana VIásievna le contóla historia de cada paseo y cada puente, y, despuésde pasear un buen rato, regresaron a la casa de pos-tas muy satisfechas una de la otra.

A la mañana siguiente, María lvánovna se des-pertó muy temprano, se vistió y salió tratando de nohacer ruido. Hacía una mañana espléndida, y el soliluminaba las cimas de los tilos, amarillentos al pri-mer soplo del otoño. El gran lago brillaba comple-tamente inmóvil. Los cisnes, recién salidos de susueño, surgían majestuosos de los arbustos que ro-deaban la orilla. María lvánovna pasó junto a unahermosa pradera, donde acababan de erigir un mo-numento en honor de las recientes victorias de PiotrAlexándrovich Rumiántsev, De pronto, un perritode raza inglesa empezó a ladrar y salió corriendo asu encuentro. María lvánovna se asustó y se detuvo.En aquel momento se oyó una agradable voz demujer.

-No tenga miedo: no muerde.

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Y María Ivánovna vio a una dama sentada en unbanco frente al monumento. Se sentó en el otroborde del banco. La dama la observaba fijamente, yMaría Ivánovna, con varias miradas oblicuas, tuvotiempo de examinarla de pies a cabeza. Vestía trajeblanco de mañana, gorro de dormir y esclavina.Aparentaba unos cuarenta años. Su rostro, lleno ysonrosado, expresaba gravedad y calma, y sus azulesojos y ligera sonrisa tenían un encanto indecible. Ladama fue la primera en interrumpir el silencio.

-Usted no será de aquí, ¿verdad?-No, señora- llegué ayer de provincias.-¿Ha venido sola o con sus padres?-No, señora; he venido sola.-íSola! íPero si es usted todavía muy joven!-No tengo padre ni madre.-¿Seguramente habrá venido a algún asunto?-Sí, señora: he venido para entregar una instan-

cia a la emperatriz.-Es usted huérfana: sin duda se quejará de una

injusticia o de una ofensa._No, señora: vengo a pedir gracia, no justicia.-Permítame que le pregunte: ¿quién es usted?-Soy la hija del capitán Mirónov.

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-¡Del capitán Mirónov! ¿El mismo Mirónov quefue comandante de una de las fortalezas de Orem-burgo?

-Sí, señora.La dama parecía conmovida.-Perdóneme -dijo con voz todavía cariñosa- que

interfiera en sus asuntos, pero voy a menudo a laCorte, y si usted me explicara de qué se trata, a lomejor puedo ayudarla.

María lvánovna se levantó y le dio las graciasrespetuosamente. Todo en la dama desconocida laatraía y le infundía confianza. Sacó de bolsillo unpapel y lo alargó a su desconocida protectora, quienempezó a leerlo.

Al principio leía con aire atento y bien dispues-to, pero de pronto su expresión cambió, y MaríaIvánovna, que seguía con la mirada todos sus mo-vimientos, se asustó del gesto severo de aquel rostroque poco antes era tan agradable y tranquilo.

-¿Intercede usted por Griniov? -preguntó ladama fríamente-. La emperatriz no puede perdo-narle. Se pasó al lado de Pugachov no por ignoran-cia o credulidad, sino porque es un ser inmoral ymiserable.

-¡Eso no es verdad! -exclamó María Ivánovna.

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-¿Cómo que no es verdad? -repuso la dama en-rojeciendo.

-¡No es verdad; le juro por Dios que no es ver-dad! Lo sé todo, se lo contaré todo. Solo por mi seexpuso a cuanto le ha ocurrido. Y si no se ha justifi-cado ante el tribunal es solamente porque no haquerido mezclarme a mí.

Y le contó con gran emoción todo aquello queya conoce el lector.

La dama la escucho atentamente.-¿Dónde se ha hospedado? –preguntó y al ente-

rarse de que era en casa de Ana VIásievna, continuócon una sonrisa-. ¡Ah, sí, ya sé quién es! Adiós, y nohable con nadie de nuestro encuentro. Creo que notendrá que esperar mucho tiempo la respuesta a sucarta.

Con estas palabras se levantó y dirigióse a unpaseo cubierto; María Ivánovna regresó a casa deAna VIásievna con el corazón lleno de esperanza.

La dueña de la casa la reprendió por el paseomatutino, que según ella, era perjudicial en otoñopara la salud de una joven. Trajo el samovar, sirviódos tazas de té y empezó sus interminables relatossobre la Corte, cuando de pronto un coche de pala-cio se paró junto a la puerta y entró un lacayo di-

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ciendo que la emperatriz estaba esperando a la jo-ven Mirónov.

Ana Viásievna se asustó.-¡Dios mío de la vida! -exclamó- La señora la

llama a palacio. ¿Y cómo se ha enterado de su llega-da?

¿Cómo va a poder usted, hija mía, presentarseante la emperatriz? Me figuro que de ceremonias dela Corte no sabe nada... ¿Quiere que la acompañe?Algo podré aconsejarle. ¿Y cómo puede ir con estevestido de viaje? ¿Quiere que vaya a casa de la co-madrona para que le preste su vestido amarillo?

El lacayo dijo que la emperatriz deseaba queMaría Ivánovna fuera sola y con el traje que llevabapuesto. No había nada que hacer: María Ivánovnasubió al coche y se dirigió a palacio acompañadapor los consejos y las bendiciones de Ana VIásie-vna.

La muchacha presentía que se iba a decidir susuerte; le palpitaba el corazón y a veces le parecíaque se le paraba. A los pocos minutos, el coche sedetuvo delante del palacio. María Ivánovna subiótemblando las escaleras. Las puertas se abrieronfrente a ella de par en par. Atravesó una serie desuntuosas salas desiertas guiada por el lacayo. Al fin,

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parándose delante de unas puertas cerradas, le dijoque iba a anunciarla, y la dejó sola.

La idea de encontrarse cara a cara con la empe-ratriz asustaba tanto a María Ivánovna, que apenaspodía tenerse en pie. Al minuto se abrió la puerta yla muchacha se encontró en el gabinete de la empe-ratriz.

Esta estaba sentada frente a su tocador, rodeadade varios cortesanos que respetuosamente dieronpaso a María Ivánovna. La soberana le saludó conuna frase cariñosa y María Ivánovna reconoció enella a la misma dama con la cual había hablado tanclaramente hacía un rato. La emperatriz la invitó aque se acercara y le dijo con una sonrisa:

-Me alegra cumplir mi palabra y poder satisfacersu petición. Tu caso está resuelto. Estoy convencidade la inocencia de tu prometido. Espero que tengasla bondad de llevar tú misma esta carta a tu futurosuegro.

María Ivánovna cogió la carta con mano tem-blorosa y, llorando, cayó a los pies de la emperatriz.La soberana la levantó, le dio un beso y siguió ha-blando con ella.

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-Sé que no eres rica, y yo tengo una deuda con lahija del capitán Mirónov. No te preocupes de tufuturo. Yo me encargaré de tu fortuna.

Después de dar muchas muestras de cariño a lapobre huérfana, la soberana la dejo marchar. MaríaIvánovna se fue en el mismo coche de palacio. AnaVIásievna, que esperaba su regreso, la acosó a pre-guntas, que María Ivánovna contestó de maneramuy poco explícita. Ana Vlásievna, aunque descon-tenta de su falta de memoria, lo atribuyó a su timi-dez de provinciana y la perdonó de todo sucorazón. Aquel mismo día, María Ivánovna, que notuvo curiosidad de ver Petersburgo, regresó al pue-blo.

Aquí se interrumpen las memorias de Piotr An-dréyevich Griniov. Se sabe, por las leyendas familia-res, que fue liberado de la prisión a fines del año1774 por orden de la emperatriz- que presenció laejecución de Pugachov, el cual le reconoció entre lamultitud y le saludó con una inclinación de cabeza,una cabeza que, un minuto después, mostró el ver-dugo muerta y ensangrentada. Al poco tiempo PiotrAndréyevich se casó con María lvánovna. La des-cendencia que tuvieron prospera en la provincia deSimbirsk. En ella se encuentra un pueblo que perte-

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nece a diez propietarios. En la casa de uno de ellossiempre enseñan una carta, con marco y cristal, es-crita por Catalina 11. Está dirigida al padre de PiotrAndréyevich y contiene la rehabilitación de su hijo yelogios al corazón y la inteligencia de la hija del ca-pitán Mirónov. Un nieto de Piotr Andréyevich Gri-niov, al enterarse de que estábamos preparando untrabajo sobre los tiempos descritos por su abuelo,nos entregó el manuscrita. Hemos decidido, con elpermiso de su familia, editarlo aparte, tratando debuscar un epígrafe adecuado para cada título y per-mitiéndonos cambiar algunos nombres propios.

El editor19 de octubre del año 1836.