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La construcción y consolidación del Estado liberal (1833- 1868) Con la muerte de Fernando VII desapareció el absolutismo monárquico y se inició un proceso de cambio político hacia un sistema de carácter liberal en España. Este tránsito hacia el liberalismo que fue discontinuo e incierto y estuvo siempre amenazado por la posibilidad de una victoria militar de los contrarrevolucionarios carlistasse llevó a cabo mediante la aprobación del Estatuto Real en 1834 y, posteriormente, de los textos constitucionales de 1837 y 1845. Durante este periodo (1833-1868), la intervención de los militares en los asuntos políticos y la persistencia del movimiento armado carlista antiliberal fueron los dos factores que más contribuyeron a hacer de España un país diferente y excepcional con respecto a otras naciones de nuestro entorno geográfico y cultural en Europa occidental. Por el contrario, la expansión de las formas de vida burguesas, el aumento de la urbanización, el descenso de la tasa de mortalidad, el desarrollo industrial capitalista, la recepción de todas las modernas teorías intelectuales y científicas, además de la consolidación de un sistema político- institucional que garantizaba las libertades contradecían nuestra supuesta singularidad y hacían de España un país comparable y muy similar en términos generalesa otros países como Italia, Francia, Portugal y Gran Bretaña. 1. La guerra civil carlista (1833-1840) 1.1. El conflicto por la sucesión al trono Durante los últimos años de vida de Fernando VII ya se planteó un problema por la sucesión al trono que, tras la muerte del rey, contribuyó a desencadenar una guerra civil en España. En octubre de 1830 nació la princesa Isabel, primera hija de Fernando VII y fruto de su matrimonio con María Cristina de Nápoles (joven hija del rey napolitano Francisco I de Borbón que, además de ser sobrina y cuñada del monarca español, se había convertido en su cuarta esposa en 1829, cuando sólo contaba 23 años de edad). Según las normas que regulaban entonces la sucesión al trono español contenidas en la ley Sálica aprobada por Felipe V en 1713, la corona sólo podía transmitirse entre varones, de tal forma que las mujeres quedaban excluidas y únicamente podían hacer valer sus derechos al trono en caso de faltar heredero varón en línea directa o colateral. Sin embargo, esta ley fue derogada por Fernando VII al conocer la noticia del embarazo de su esposa. La nueva disposición cambió la situación por completo, ya que la hija mayor del rey podía ahora heredar el trono en caso de faltar hijos varones. Esto significaba la pérdida de todas las opciones al trono para el infante Carlos María Isidro, que estaba respaldado por los absolutistas más intransigentes. Ante el aumento de las protestas de don Carlos, el rey Fernando VII adoptó a finales de 1832 tres importantes decisiones: obligó a don Carlos a marchar a Portugal por negarse a reconocer a su sobrina Isabel como legítima heredera del trono, destituyó de sus cargos al frente del Ejército a destacados partidarios del infante y ordenó una amnistía política para todos los liberales presos o exiliados fuera del país. Inmediatamente después de conocer la noticia del fallecimiento de Fernando VII en septiembre de 1833, su hermano Carlos reclamó los derechos a la corona contra la pequeña princesa Isabel, que sólo tenía 3 años de edad. Posteriormente se produjeron, en distintos lugares de la Península, numerosos levantamientos armados en favor de don Carlos y dio comienzo así una guerra civil que enfrentó a los partidarios carlistas contra los isabelinos.

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La construcción y consolidación del Estado liberal (1833-

1868)

Con la muerte de Fernando VII desapareció el absolutismo monárquico y se inició un

proceso de cambio político hacia un sistema de carácter liberal en España. Este tránsito

hacia el liberalismo –que fue discontinuo e incierto y estuvo siempre amenazado por la

posibilidad de una victoria militar de los contrarrevolucionarios carlistas– se llevó a cabo

mediante la aprobación del Estatuto Real en 1834 y, posteriormente, de los textos

constitucionales de 1837 y 1845.

Durante este periodo (1833-1868), la intervención de los militares en los asuntos políticos y

la persistencia del movimiento armado carlista antiliberal fueron los dos factores que más

contribuyeron a hacer de España un país diferente y excepcional con respecto a otras

naciones de nuestro entorno geográfico y cultural en Europa occidental. Por el contrario, la

expansión de las formas de vida burguesas, el aumento de la urbanización, el descenso de la

tasa de mortalidad, el desarrollo industrial capitalista, la recepción de todas las modernas

teorías intelectuales y científicas, además de la consolidación de un sistema político-

institucional que garantizaba las libertades contradecían nuestra supuesta singularidad y

hacían de España un país comparable y muy similar –en términos generales– a otros países

como Italia, Francia, Portugal y Gran Bretaña.

1. La guerra civil carlista (1833-1840)

1.1. El conflicto por la sucesión al trono

Durante los últimos años de vida de Fernando VII ya se planteó un problema por la

sucesión al trono que, tras la muerte del rey, contribuyó a desencadenar una guerra civil en

España. En octubre de 1830 nació la princesa Isabel, primera hija de Fernando VII y

fruto de su matrimonio con María Cristina de Nápoles (joven hija del rey napolitano

Francisco I de Borbón que, además de ser sobrina y cuñada del monarca español, se había

convertido en su cuarta esposa en 1829, cuando sólo contaba 23 años de edad). Según las

normas que regulaban entonces la sucesión al trono español contenidas en la ley Sálica

aprobada por Felipe V en 1713, la corona sólo podía transmitirse entre varones, de tal

forma que las mujeres quedaban excluidas y únicamente podían hacer valer sus derechos al

trono en caso de faltar heredero varón en línea directa o colateral. Sin embargo, esta ley fue

derogada por Fernando VII al conocer la noticia del embarazo de su esposa. La nueva

disposición cambió la situación por completo, ya que la hija mayor del rey podía ahora

heredar el trono en caso de faltar hijos varones. Esto significaba la pérdida de todas las

opciones al trono para el infante Carlos María Isidro, que estaba respaldado por los

absolutistas más intransigentes.

Ante el aumento de las protestas de don Carlos, el rey Fernando VII adoptó a finales de

1832 tres importantes decisiones: obligó a don Carlos a marchar a Portugal por negarse a

reconocer a su sobrina Isabel como legítima heredera del trono, destituyó de sus cargos al

frente del Ejército a destacados partidarios del infante y ordenó una amnistía política para

todos los liberales presos o exiliados fuera del país. Inmediatamente después de conocer la

noticia del fallecimiento de Fernando VII en septiembre de 1833, su hermano Carlos

reclamó los derechos a la corona contra la pequeña princesa Isabel, que sólo tenía 3 años de

edad. Posteriormente se produjeron, en distintos lugares de la Península, numerosos

levantamientos armados en favor de don Carlos y dio comienzo así una guerra civil que

enfrentó a los partidarios carlistas contra los isabelinos.

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Este conflicto sucesorio ocultaba en realidad un enfrentamiento entre dos sectores de la

sociedad española –carlistas contra isabelinos– con intereses ideológicos, políticos y

económicos completamente opuestos. El bando isabelino recibió el respaldo mayoritario

de las clases medias urbanas y de los empleados públicos, así como de casi todos los

individuos pertenecientes a los grupos dirigentes y más poderosos (alta burocracia estatal,

mandos del Ejército, jerarquías eclesiásticas, alta nobleza y grandes burgueses y hombres de

negocios). También los liberales eligieron la defensa de los derechos dinásticos de la

princesa Isabel confiando en la posibilidad de que una victoria en la guerra pudiera

favorecer su acceso al poder y facilitar el triunfo de sus ideas. Tras la muerte de Fernando

VII y como consecuencia de la minoría de edad de su hija Isabel, la reina viuda María

Cristina de Nápoles pasó temporalmente a asumir la regencia (es decir, la jefatura del

Estado).

1.2. La oposición al liberalismo: los carlistas

El infante don Carlos recibió el respaldo de todos aquellos sectores sociales que

contemplaban con temor la posibilidad de una victoria liberal por estar convencidos de que

las reformas amenazaban directamente sus intereses: los pequeños nobles rurales, una parte

del bajo clero, algunos de los oficiales más reaccionarios dentro del Ejército y numerosos

campesinos con pequeñas propiedades.

Por ejemplo, a la pequeña nobleza terrateniente le inquietaba la desaparición de sus

privilegios fiscales y la supresión de los mayorazgos, pero también temía verse desplazada

de su anterior posición predominante y perder su influencia en el ámbito de poder municipal

en los medios rurales. También se sumaron al bando carlista muchos humildes agricultores

de los territorios forales vasco-navarros, donde se beneficiaban de exenciones fiscales y

militares que podían ser eliminadas en caso de implantarse el principio liberal de igualdad

ante la ley. Lo mismo sucedía con el bajo clero rural, que intentaba evitar nuevas

desamortizaciones sobre sus propiedades y temía la abolición de los diezmos. En cualquier

caso, todos estos grupos sociales preferían la estabilidad y la seguridad que encontraban en

el tradicionalismo carlista, que fue un movimiento contrarrevolucionario de resistencia

al avance del liberalismo eminentemente popular, ya que el ejército de don Carlos estaba

integrado casi exclusivamente por combatientes voluntarios. En el aspecto geográfico, el

carlismo encontró una mayor implantación en Navarra, en las tres provincias vascas, en la

zona situada al norte del río Ebro y en la región castellonense del Maestrazgo. Sin embargo,

las tropas carlistas jamás lograron conquistar las grandes ciudades, ni siquiera Bilbao,

Pamplona o Vitoria.

Los antecedentes ideológicos del carlismo se encontraban en los sectores inmovilistas y

contrarreformistas favorables al absolutismo que, tras permanecer activos durante los años

del reinado de Carlos IV y de las Cortes de Cádiz, tuvieron su continuidad en el movimiento

de los guerrilleros ultrarrealistas antiliberales formado durante el reinado de FernandoVII.

El programa político carlista –que era bastante simple y poco concreto– se resumía en su

lema «Dios, Patria, Fueros y Rey». Sus valores y principios ideológicos más característicos

eran:

■ La defensa del absolutismo regio de origen divino y del mantenimiento, sin

modificaciones, de las jerarquías y privilegios sociales estamentales.

■ El integrismo religioso y la defensa plena de todos los intereses de la Iglesia: oposición a

la libertad religiosa, rechazo de las desamortizaciones y mantenimiento del diezmo. Este

catolicismo teocrático fue, por encima de cualquier otra idea u objetivo, la seña de identidad

esencial de los carlistas.

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■ El mantenimiento de los fueros vascos y navarros amenazados por las propuestas

liberales de contenido igualitario, uniformizador y centralista.

■ El inmovilismo y la completa oposición a cualquier reforma, por considerar a los

liberales como enemigos de Dios y del rey.

■ La fidelidad a la «patria» entendida como un conjunto de tradiciones, normas,

costumbres y creencias seculares recibidas de los antepasados. Los carlistas rechazaban

todas las novedades del mundo moderno y se resistían al avance de la industrialización y del

capitalismo que, según ellos, ponían en peligro de desaparición los fundamentos de la

sociedad tradicional y agraria del pasado.

El símbolo que adoptaron los partidarios de don Carlos fue la bandera blanca con la Cruz

roja de Borgoña (o de San Andrés), una vieja insignia real que había sido utilizada por las

tropas de los monarcas Habsburgo españoles del siglo XVI.

Desde el punto de vista militar, la guerra civil entre carlistas e isabelinos tuvo tres

etapas:

a) Primera etapa (1833-1835).

El general Tomás Zumalacárregui –al mando de los 35.000 hombres del ejército carlista

del norte– empleó con éxito tácticas guerrilleras y logró controlar grandes espacios rurales

en las provincias vascas y en Navarra, aunque sólo consiguió dominar territorios

discontinuos y no llegó a ocupar ninguna gran ciudad. Precisamente este general (cuyo

hermano, Miguel Zumalacárregui, era liberal y llegó a ser diputado e incluso ministro en

1842) murió mientras intentaba tomar Bilbao. A lo largo de estos dos primeros años de

guerra apenas hubo combates en la mitad sur peninsular y ambos bandos emplearon brutales

métodos represivos contra sus adversarios, fusilando a soldados prisioneros e incluso a

civiles y mujeres. El general Ramón Cabrera se encargó de dirigir a las tropas carlistas,

formadas tan sólo por unos 5.000 hombres, en la región valenciano-aragonesa.

b) Segunda etapa (1836-1837).

Tras su éxito en Bilbao, el general liberal Baldomero Espartero accedió al mando supremo

del ejército isabelino y tuvo que afrontar una nueva ofensiva carlista. Las columnas armadas

carlistas realizaron varias expediciones penetrando en Castilla, Andalucía, Santander,

Asturias y Galicia con el propósito de extender los combates a otros territorios –donde

suponían la existencia de partidarios de don Carlos– y atenuar los devastadores efectos de

una guerra ininterrumpida sobre la población de las regiones vasco-navarras. El general

Miguel Gómez llegó hasta Cádiz, el general Juan Antonio Zaratiegui consiguió hacerse –

durante algunos días– con la ciudad de Segovia y las tropas carlistas llegaron incluso hasta

Arganda y Aravaca, a pocos kilómetros de la capital madrileña. Sin embargo, todas estas

operaciones fracasaron y los carlistas no encontraron nuevos respaldos de importancia entre

las poblaciones del centro y sur peninsular.

c) Tercera etapa (1838-1840).

El bando carlista, desmoralizado y debilitado por los enfrentamientos internos entre sus

jefes, sufrió continuas derrotas. Los fracasos militares provocaron un aumento de las

discrepancias, que terminaron por escindir a los dirigentes carlistas en dos facciones

opuestas: por una parte los ultras más duros, absolutistas extremistas e integristas católicos,

que se negaban a aceptar cualquier intento de solución pacífica del conflicto; por otro lado

se encontraban los carlistas más moderados –como los generales Gómez, Zaratiegui y

Maroto– que eran conscientes de la imposibilidad de una victoria militar y se mostraban

favorables a un pacto con los isabelinos a cambio del respeto a los fueros. El general Rafael

Maroto, que inició las negociaciones sin contar con don Carlos, llegó incluso a detener y

fusilar bajo la acusación de traición a varios generales del sector ultra como Guergué, Uriz y

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Carmona. Aunque algunos cientos de combatientes carlistas continuaron resistiendo en

Aragón y Cataluña hasta julio de 1840, la guerra civil concluyó con la victoria de las

tropas liberales isabelinas, con la huída de don Carlos a Francia y con la firma del

Convenio de Vergara en 1839.

1.3. Aspectos internacionales de la guerra carlista

En Portugal también se produjo una guerra civil con características muy similares a la

española –entre 1831 y 1834– que enfrentó a los absolutistas acaudillados por el infante don

Miguel (los «miguelistas») contra los partidarios liberales (los «mariístas») de los derechos

al trono de su sobrina María da Gloria de Braganza, quien finalmente se hizo con la corona

portuguesa gracias al apoyo militar y económico de los gobiernos inglés y belga.

Las grandes potencias europeas también se implicaron y tomaron posiciones en el conflicto

civil español. Así, los países gobernados por monarcas absolutistas –Rusia, Austria, Prusia y

Nápoles– negaron su reconocimiento a la princesa Isabel, pero sólo apoyaron moral e

ideológicamente al bando de don Carlos.

Por el contrario, los gobiernos liberales de Francia, Gran Bretaña y Portugal ayudaron al

bando isabelino diplomática, financiera y materialmente. Además, facilitaron el suministro

de armamento y enviaron cuerpos armados a combatir en territorio español contra los

carlistas. Por ejemplo, la Legión inglesa –que luchó en el frente vasco hasta 1837– estaba

formada por casi 11.000 mercenarios reclutados en Inglaterra con permiso del gobierno

británico, que tuvo que superar acaloradas discusiones parlamentarias y agrias polémicas

periodísticas sobre la conveniencia de su envío. El coronel George Evans –un diputado

liberal radical inglés, amigo íntimo de Mendizábal– fue seleccionado para dirigir este cuerpo

de voluntarios contratados a condición de tener menos de 40 años de edad, superar los 160

cm de estatura y gozar de buena salud. No obstante, estos voluntarios ingleses –como

sucedió también con los llegados desde Francia– resultaron ser tropas de desecho y casi

inútiles, multiplicándose las deserciones entre sus filas. La legión auxiliar portuguesa, que

estaba formada por tropas del ejército regular bajo el mando del barón Das Antas, sí fue de

mayor ayuda para el bando isabelino. Además, el apoyo diplomático de las naciones

liberales se concretó en 1834 con la firma del Tratado de la Cuádruple Alianza entre

Gran Bretaña, Francia, Portugal y la España isabelina.

Por su parte, el Vaticano se declaró neutral. Otra muestra de la intervención extranjera en la

guerra civil fue la misión de lord Edward Granville Eliot, que llegó a España enviado por el

gobierno británico con el propósito de mantener gestiones con ambos bandos para

humanizar las condiciones de lucha y evitar los frecuentes excesos. En consecuencia,

carlistas e isabelinos firmaron en 1835 el llamado Convenio Eliot que garantizaba el buen

trato para los heridos y detenidos, el fin de las represalias contra la población civil y el

intercambio de prisioneros. Sin embargo, este tratado sólo tuvo aplicación efectiva en

territorio vasco y navarro.

1.4. La cuestión foral

La guerra concluyó con la firma del Convenio de Vergara –suscrito en 1839 por el general

carlista Rafael Maroto y por el general Baldomero Espartero en representación del bando

isabelino– que fue un compromiso donde predominó la búsqueda de la reconciliación entre

ambos bandos y el deseo de reintegrar a los derrotados carlistas en el nuevo sistema político

creado por los liberales vencedores. Así pues, el contenido de este convenio era

abiertamente conciliatorio. Los isabelinos reconocieron los grados de los oficiales y mandos

que habían servido en el bando carlista para facilitar su reinserción en el Ejército regular

español. Así lo hicieron muchos, como por ejemplo, el general Antonio Urbiztondo –que

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consiguió ser ministro durante el reinado isabelino– o como el general Zaratiegui, que llegó

ser nombrado director general de la Guardia Civil.

Al mismo tiempo, el Convenio de Vergara incluía una ambigua promesa de mantenimiento

de los privilegios forales específicos de vascos y navarros. Sin embargo, poco después, en

1841, se aprobaron varias leyes según las cuales Navarra perdía sus aduanas, sus

privilegios fiscales, sus exenciones militares y sus instituciones propias de autogobierno

(como las Cortes). Pero a cambio, los navarros consiguieron un sistema fiscal muy

beneficioso, consistente en el pago de un cupo contributivo único anual –de reducida

cuantía– a la Hacienda estatal.

En 1841, las tres provincias vascas también perdieron algunos de sus viejos y

tradicionales privilegios forales, como las aduanas y las Juntas; asimismo fue derogado el

denominado «pase foral», un antiguo derecho de las instituciones jurídicas y municipales de

Álava, Vizcaya y Guipúzcoa a «obedecer pero no cumplir» y «retrasar pero no suspender»

las disposiciones y órdenes del gobierno estatal. No obstante, la población vasca conservó

su exclusión privilegiada y excepcional del servicio militar obligatorio. Algunos años

después, en 1846, se produjo un nuevo recorte de los fueros vascos con la introducción de

los denominados «conciertos económicos», por medio de los cuales se calculaba la

contribución anual de los ciudadanos vascos a los gastos generales del Estado. La cantidad

total de esta aportación era fijada, de manera pactada, entre los representantes de las

diputaciones forales de las tres provincias vascas y el gobierno estatal (este modelo fiscal

especial resultó bastante ventajoso para la población vasca).

2. El establecimiento del sistema liberal en España

2.1. La regencia de María Cristina de Nápoles (1833-1840)

En un momento en que los liberales ya se habían impuesto en Francia y Portugal, la muerte

de Fernando VII también dejó al absolutismo monárquico casi sin ninguna probabilidad de

supervivencia en nuestro país. Además, el levantamiento armado carlista y la posterior

guerra forzaron a la reina madre María Cristina de Nápoles –que personalmente estaba muy

lejos de simpatizar con las ideas liberales– a confiar en aquellos que habían sido los

máximos adversarios de su difunto esposo y a facilitar la introducción de reformas en el

sistema político. La alianza entre la reina regente y los liberales era indudablemente un

acuerdo de conveniencia, ya que los liberales parecían ser la única fuerza capaz de sostener

–frente a los carlistas– los derechos al trono de la pequeña hija de María Cristina. Así pues,

durante los años de la guerra civil fue reforzándose el vínculo entre el movimiento liberal y

la defensa de la causa de la princesa Isabel.

2.1.1. Los cambios jurídico-políticos: el Estatuto Real y la Constitución de 1837

Durante los cinco meses posteriores a la muerte de Fernando VII, el gobierno presidido por

Cea Bermúdez –con un antiguo afrancesado llamado Francisco Javier de Burgos en el

Ministerio de Fomento– ya impulsó algunas mínimas reformas como la reorganización de la

administración territorial mediante la división del país en 49 provincias, la prohibición de

crear nuevos gremios y la introducción de algunas libertades comerciales. Sin embargo, en

enero de 1834 y como consecuencia de la presión de los mandos liberales del Ejército y de

los embajadores de los gobiernos también liberales de Gran Bretaña y Francia, la reina

regente situó al frente del gobierno a Martínez de la Rosa. Este liberal moderado se encargó

de proyectar y aprobar el Estatuto Real con la intención de preparar el tránsito político

desde el absolutismo monárquico hacia un sistema representativo liberal.

2.1.1.1. El Estatuto Real de 1834

La promulgación del Estatuto Real, en 1834, contribuyó a estrechar la adhesión de los

liberales a la causa isabelina y demostró que María Cristina estaba dispuesta a favorecer un

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cambio en la forma de gobierno para satisfacer a los liberales. El Estatuto Real era una ley

fundamental que combinaba la tradición con las novedades, y que fue concedida

graciosamente por la reina regente con la intención de renunciar a algunos de sus regios

poderes y competencias. Por lo tanto, su redacción se llevó a cabo sin ningún tipo de

participación por parte de representantes elegidos por los votantes. En realidad, su

contenido sólo incluía un reglamento de reforma de las Cortes, que pasaban a convertirse

en una asamblea para asesorar a la Corona. Además y por vez primera en nuestra historia

institucional, se organizó un novedoso sistema bicameral por el que, a semejanza del sistema

británico, las Cortes quedaban formadas por una Cámara alta de Próceres y una Cámara

baja de Procuradores.

La Cámara de Próceres estaba compuesta por los grandes de España, los arzobispos y

otros individuos que debían ser designados por el monarca con carácter vitalicio.

Los 118 miembros de la Cámara de Procuradores –que no recibían ningún sueldo por

desempeñar su cargo– eran elegidos por sufragio restringido indirecto, y las condiciones

fijadas para ser candidato exigían superar los 30 años de edad y los 12.000 reales de renta

anual personal. Sólo se concedió el derecho de voto a los 16.000 hombres más ricos del

país.

Con la composición de estas Cortes –cuyas funciones eran muy limitadas y hasta carecían

de iniciativa legislativa– se pretendía que hubiera representación tanto de las viejas elites

dirigentes del Antiguo Régimen (altos miembros de la nobleza y del clero), como de los

nuevos y minoritarios grupos burgueses más influyentes y poderosos. Aunque el monarca

dejó de concentrar todos los poderes de manera absoluta, conservó las atribuciones de

mayor importancia, como por ejemplo la potestad de convocar y suspender las reuniones de

Cortes. Asimismo, el consentimiento del rey era imprescindible para la elaboración y

aprobación de una ley.

En cualquier caso, el contenido del Estatuto Real no logró satisfacer las expectativas de

los liberales más exaltados y radicales, que sólo lo consideraban como un pequeño primer

paso hacia el establecimiento de un sistema parlamentario constitucional pleno. Por este

motivo, la mayoría de los procuradores elegidos –que eran conocidos y veteranos liberales

avanzados como Agustín Argüelles, Antonio Alcalá Galiano y Evaristo Pérez de Castro–

exigieron al gobierno desde el primer momento la realización de reformas más profundas.

En 1834 también se suprimió por decreto el Consejo de Castilla, que fue reemplazado por el

Consejo de Ministros o Gobierno como nuevo órgano central encargado de la dirección de

los asuntos políticos del país.

2.1.1.2. La diversificación del liberalismo: moderados y progresistas

Durante los años de la guerra civil también se produjo la división del liberalismo español en

dos tendencias distintas: los moderados y los progresistas. Aunque ambos grupos

colaboraban juntos en la lucha contra los carlistas, mantenían importantes diferencias

ideológicas y competían electoralmente. Y en ocasiones, los conflictos políticos entre

moderados y progresistas concluyeron también en violentos enfrentamientos por el poder.

a) Los moderados.

Formaban una especie de sector derechista dentro del liberalismo cuyas características y

propuestas ideológicas más destacadas consistían en:

■ La necesidad de hacer compatibles las libertades con el mantenimiento del orden

público y de la seguridad de las personas y de sus propiedades (para Martínez de la Rosa,

«la verdadera libertad consistía en el cumplimiento exacto de la ley»).

■ El rechazo de la subversión revolucionaria, que para Donoso Cortés era equivalente

«al pecado y era el mayor de todos los crímenes». La prioridad consistía en evitar todo

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posible tumulto e insurrección popular, que a los ojos de los moderados eran «abominables

y anárquicas revueltas de las masas».

■ El propósito conservador de conjugar la tradición y el progreso moderno, para

mantener lo mejor del pasado y perfeccionarlo con la introducción de algunas reformas

inevitables, armonizando así lo nuevo con lo viejo. En cualquier caso, era preferible evitar

los excesos reformistas y ralentizar los cambios.

■ La defensa de una autoridad fuerte, que era considerada imprescindible para reprimir y

someter a los extremistas enemigos del liberalismo, es decir, a los carlistas por un lado y a

los radicales izquierdistas revolucionarios por otro. En consecuencia, los moderados

rechazaban la tiranía absolutista del Antiguo Régimen, pero se mostraban partidarios de que

el monarca continuara manteniendo importantes poderes y funciones.

■ La oposición a la democracia y al sufragio universal por temor a que los grupos

sociales más bajos (los obreros manuales asalariados urbanos y los jornaleros agrarios)

pudieran votar y participar en las decisiones políticas. Se consideraba que los individuos

pertenecientes a estos sectores sociales eran brutales, envidiosos, incultos e incapaces de

razonar, de entender las ideas políticas y de intervenir con responsabilidad en los asuntos de

gobierno. Por consiguiente, los moderados eran elitistas y defendían el gobierno de los

mejores, de manera que la minoría formada por los individuos superiores y más inteligentes

debía encargarse de la dirección de los asuntos colectivos. Según los moderados, la riqueza

de una persona era la mejor demostración de su inteligencia, de su ingenio, de su honradez y

de su esfuerzo en el trabajo. Por el contrario, la pobreza era contemplada como un signo de

estupidez. Así, Juan Donoso Cortés sostenía que «los menos inteligentes tenían obligación

de obedecer, mientras que los más inteligentes tenían derecho a mandar porque eran los

únicos que ofrecían una garantía y una posibilidad de acierto en el poder».

■ La limitación y el recorte de los derechos individuales porque, según afirmaba Antonio

Alcalá Galiano, «el hombre tenía como único derecho verdadero el de ser gobernado bien y

con justicia». En consecuencia, preferían una fuerte reducción del número de personas con

derecho de voto.

■ La oposición a cualquier intervención estatal dirigida a reducir las «inevitables

desigualdades» socioeconómicas. Se negaban a la existencia de ningún tipo de ayuda

pública costeada por el Estado para la asistencia de enfermos, indigentes, ancianos o

desempleados.

■ La conveniencia de mejorar las relaciones con la Iglesia católica evitando fricciones

con el clero y compensando a los eclesiásticos por los perjuicios ocasionados por la

supresión del diezmo y por las leyes desamortizadoras. El intelectual catalán Jaime Balmes

afirmaba la posibilidad de avanzar en el desarrollo industrial capitalista moderno

preservando simultáneamente las tradiciones católicas, y además aseguraba que la educación

religiosa cumplía una inestimable función político-ideológica como instrumento

imprescindible para controlar las conciencias de los obreros (conseguir que continuaran

siendo dóciles y resignados cristianos) y contener así el temible avance de los

revolucionarios extremistas.

■ La supresión de la Milicia Nacional por temor a su participación en insurrecciones

revolucionarias.

Los grandes terratenientes y los hombres de negocios más adinerados componían los

soportes sociales fundamentales del partido moderado. Algunos de sus líderes habían sido

exaltados radicales en su juventud –durante los años de la guerra de Independencia y las

Cortes de Cádiz– como Martínez de la Rosa, Toreno y Antonio Alcalá Galiano. Entre los

principales dirigentes también se encontraban muchos militares (como los generales Ramón

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María Narváez, Fernández de Córdova, Juan de la Pezuela, Gutiérrez de la Concha y

Francisco Lersundi), brillantes abogados (Pedro José Pidal, Juan Bravo Murillo, Joaquín

Francisco Pacheco), miembros de la nobleza (marqués de Viluma, duque de Alba, duque de

Medinaceli, duque de Vistahermosa, duque de Sotomayor), destacados burócratas (Javier

de Burgos, Alejandro Mon, Ramón Santillán), prestigiosos intelectuales (Juan Donoso

Cortés, Jaime Balmes). Incluso hubo conocidos poetas como José Zorrilla, el duque de

Rivas, Ramón de Campoamor y Gustavo Adolfo Bécquer que formaron asimismo parte del

sector moderado. Los liberales moderados consiguieron permanecer en el poder casi

ininterrumpidamente desde 1844 hasta 1868.

b) Los progresistas.

También recibían el nombre de «avanzados» y componían el ala izquierda del liberalismo

español a mediados del siglo XIX. Los rasgos básicos de su proyecto ideológico y de su

discurso político eran:

■ La necesidad de ampliar el número de personas con derecho a voto para facilitar a

los individuos de las clases medias la participación en las decisiones políticas y evitar

así posibles insurrecciones revolucionarias populares. Por este motivo se mostraban también

favorables a imponer la elección popular de alcaldes y concejales en los ayuntamientos.

■ La conveniencia de realizar reformas más profundas y rápidas con la intención de

ampliar las libertades (religiosa, de prensa, de enseñanza) y transformar por completo la

sociedad española tomando como base los principios de la igualdad de oportunidades y la

meritocracia.

■ La oposición al carlismo y el temor a incontroladas insurrecciones populares. Los

progresistas compartían con los moderados su aversión a la democracia, a las

revoluciones violentas y al radicalismo. Por ello rechazaban la participación de las clases

bajas populares trabajadoras en la vida política y preferían excluir a los obreros asalariados,

a los criados y a los jornaleros rurales del derecho de voto.

■ La desconfianza hacia el clero católico. Los progresistas pretendían someter a la Iglesia

para acabar con su enorme poder económico, con su control sobre la enseñanza de los niños

y con su tradicional influencia sobre la población española.

■ La limitación de los poderes y atribuciones del monarca.

■ El mantenimiento y reforzamiento de la Milicia Nacional como garantía de las libertades.

Los apoyos sociales del sector progresista eran bastante heterogéneos, pero predominaban

los hombres pertenecientes a las clases medias urbanas: humildes artesanos, pequeños

comerciantes, profesores, médicos, tenderos y empleados administrativos. Entre los más

sobresalientes líderes del progresismo tampoco faltaron generales del Ejército (como

Baldomero Espartero, Juan Prim o Evaristo San Miguel), además de hábiles hombres de

negocios (Juan Álvarez Mendizábal, Pascual Madoz) y conocidos periodistas o abogados

como José María Calatrava, Salustiano Olózaga, Joaquín María López y Fermín Caballero.

Los liberales progresistas sólo ocuparon el gobierno durante breves periodos entre 1835-37

y 1841-43, así como durante el bienio de 1854 a 1856.

Dentro de las filas del progresismo se produjo, hacia 1849, una escisión por la izquierda

cuando los demócratas decidieron separarse para crear un partido diferente. Las señas

ideológicas distintivas del nuevo partido demócrata eran la defensa del sufragio universal,

la ampliación de los derechos de asociación y expresión sin limitaciones, el establecimiento

de la enseñanza pública gratuita, la reforma del sistema fiscal para introducir impuestos

proporcionales, la supresión del servicio militar obligatorio, la implantación de los jurados

populares en la administración judicial, la supresión de los fueros vascos y la ampliación de

la asistencia social estatal. Los demócratas justificaban su exigencia del derecho de voto

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para todos los ciudadanos varones (según el principio «un hombre, un voto») recordando

que los trabajadores ya entregaban «contribuciones de sangre y dinero» y que, en

consecuencia, tenían derecho a participar en las decisiones políticas. Rechazaban el sufragio

restringido y descalificaban el «neoabsolutismo» de los moderados que «bajo la máscara del

liberalismo intentaban usurpar la libertad de los demás para que los más ricos gozasen

exclusivamente del privilegio de todos los derechos». Por este motivo, el partido demócrata

siempre alentó la movilización de los grupos sociales más desfavorecidos, sin excluir el

recurso a la violencia insurreccional revolucionaria. Casi todos los demócratas eran

republicanos antimonárquicos y anticlericales. Además, entre ellos había muchos que

simpatizaban con las novedosas teorías del socialismo utópico, como el joven y entusiasta

José Ordax Avecilla o como José María Orense, un excéntrico marqués que combatió en las

barricadas de varias revoluciones. Otros líderes demócratas fueron el incansable agitador y

periodista navarro Sixto Cámara y Fernando Garrido, un pintor y escritor que fue

encarcelado y exiliado varias veces.

Estas agrupaciones políticas creadas por moderados y progresistas eran «partidos de

notables», es decir, organizaciones poco numerosas formadas y dirigidas por personas con

prestigio y dinero para atraer votos y cubrir gastos. Estos partidos, que intentaban difundir

sus ideas en periódicos y folletos, no pretendían conseguir apoyos sociales masivos y

multitudinarios porque sólo unos pocos millares de hombres tenían entonces derecho a

voto. Con frecuencia, los políticos profesionales que estaban al frente de los partidos solían

ser hombres cultos y excelentes oradores, que habían ejercido con éxito la abogacía o que

se dedicaban al periodismo publicando asiduamente libros y artículos en la prensa escrita.

2.1.1.3. La Constitución de 1837

Durante el verano de 1835, el gobierno presidido por el moderado Martínez de la Rosa

parecía incapaz de vencer a los carlistas y se multiplicaron las protestas de los liberales más

extremistas, que se encargaron de organizar y animar continuas revueltas callejeras en

numerosas ciudades. Algunas fábricas fueron asaltadas y destruidas por la multitud, e

incluso el mismo jefe de gobierno sufrió un atentado. Asimismo, en Barcelona, Zaragoza y

Murcia se produjeron violentas revueltas populares anticlericales, fueron quemados varios

conventos y 85 clérigos murieron asesinados. El motivo que contribuyó a desatar esta brutal

matanza colectiva de frailes fue el resentimiento provocado por el respaldo mayoritario del

clero católico al bando absolutista del infante don Carlos. Todos estos acontecimientos

intimidaron a la reina regente quien, con la intención de frenar los desmanes, tomó la

decisión de encargar la formación de gobierno a los liberales progresistas con Juan Álvarez

Mendizábal a la cabeza. Este nuevo gobierno emprendió la desamortización eclesiástica,

suprimió los gremios, introdujo las plenas libertades de producción y comercio, reforzó los

efectivos de la Milicia Nacional (de 30.000 a 400.000 miembros), ordenó el alistamiento de

50.000 hombres para el Ejército (con el propósito de derrotar a los carlistas), amplió el

número de personas con derecho a voto y rebajó en un 40% la cantidad de dinero que el

Estado adeudaba a los compradores de títulos de deuda pública (que perdieron así parte de

su inversión).

Sin embargo, a lo largo de los meses siguientes, los altercados callejeros no disminuyeron,

ni tampoco las agitaciones políticas. Hasta que, en 1836, un grupo de suboficiales del

Ejército se sublevó en la Granja de San Ildefonso e irrumpió en el palacio real forzando

a la reina regente a suspender el Estatuto Real y restablecer la Constitución de 1812. Los

promotores de esta insurrección fueron los liberales progresistas, que habían quedado

insatisfechos con las mínimas reformas introducidas por el Estatuto Real. Este suceso,

además de demostrar la resolución de los progresistas a recurrir a la violencia para hacerse

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con el gobierno, ponía en evidencia los duros enfrentamientos que mantenían moderados y

progresistas por ocupar el poder y definir la forma del sistema político.

Poco después las Cortes emprendieron la elaboración de la Constitución de 1837 que,

aunque fue presentada como una revisión de la Constitución de Cádiz, se diferenciaba de

esta en muchos aspectos. El nuevo texto constitucional configuró un sistema político

monárquico constitucional de clara inspiración progresista, que incorporaba también buena

parte de las ideas propuestas por los moderados. Los aspectos más relevantes de su

contenido eran:

■ La síntesis entre los principios de soberanía nacional y de soberanía compartida, pues se

declaraba que la potestad legislativa pertenecía a «las Cortes con el rey».

■ La introducción del bicameralismo parlamentario, tal y como funcionaba entonces

también en Gran Bretaña, Francia, Bélgica y EE UU Todas las leyes debían ser aprobadas

por las dos cámaras de las Cortes: el Congreso de Diputados y el Senado. No obstante, en

la práctica, el Congreso de Diputados adquirió una mayor relevancia porque allí se

encontraban los principales dirigentes de los partidos y los políticos más valiosos, brillantes

y famosos. Los miembros del Senado debían ser designados por el rey a partir de una lista

de candidatos elegidos por los votantes.

■ El mantenimiento de importantes atribuciones en manos del rey: iniciativa legislativa,

derecho de veto ilimitado y designación de senadores. Además, el monarca se encargaba del

nombramiento de los ministros, aunque según el principio de «doble confianza» para que

las Cortes pudieran controlar la labor del gobierno (en caso de desacuerdo entre la mayoría

de los diputados y el rey, este debía decidir entre cambiar el Consejo de Ministros y

nombrar otro diferente que contara con el respaldo parlamentario, o bien disolver las Cortes

y convocar nuevas elecciones).

■ El reconocimiento de los derechos individuales y de la libertad de imprenta como garantía

de la libertad de expresión.

■ La afirmación de la libertad religiosa y el compromiso del Estado a mantener

económicamente al clero católico, que había perdido la mayor parte de sus rentas como

consecuencia de la desamortización.

La Constitución de 1837 se completó con una nueva ley electoral que establecía el voto

directo y el sufragio restringido masculino para la elección de diputados. Este sistema

electoral fijaba limitaciones o restricciones de carácter económico y educativo para

conceder el derecho de voto, de modo que los derechos políticos plenos (derecho a votar y

a ser elegido) quedaban reservados exclusivamente a una minoría de hombres a quienes se

consideraba capacitados para participar en los asuntos políticos. Esta capacidad debían

demostrarla cumpliendo determinadas condiciones: poseer propiedades agrarias e

industriales, sobrepasar determinada cantidad en pago de impuestos directos o tener un

título universitario. Así, sólo se concedió el derecho de voto al 2% de la población, unos

240.000 hombres mayores de 25 años, a quienes se consideraba cualificados por su riqueza

e inteligencia para intervenir de forma responsable en la toma de decisiones políticas (la

proporción electores / habitantes era de 1/58, teniendo en cuenta que la población total

española no superaba los 13 millones). Este tipo de sufragio fue defendido por la mayoría

de los liberales europeos, durante casi todo el siglo XIX, porque desconfiaban de las masas

(obreros y campesinos indigentes e incultos) y consideraban que los individuos sin medios

económicos y sin estudios carecían de aptitudes suficientes para entender e intervenir en los

asuntos políticos. Además, la posibilidad de una masiva participación del pueblo en la

elección de los gobernantes representaba una grave amenaza para la posición de poder y los

intereses materiales de los terratenientes y de los burgueses propietarios de las empresas. En

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esta época, sólo el 3% de los holandeses y el 2% de los belgas tenían derecho al voto,

mientras que según las leyes electorales de Gran Bretaña, Portugal y Suecia únicamente el

5% de la población podía ejercer el voto.

2.2. La regencia del general Espartero (1841-1843)

En 1840, María Cristina fue obligada a renunciar a la regencia tras un nuevo

enfrentamiento con los progresistas a causa de una modificación en la ley de

Ayuntamientos. En contra de los deseos de los progresistas, la reina se oponía a que los

alcaldes fuesen elegidos por los vecinos de cada municipio, y por el contrario, propugnaba

su designación regia con el objeto de convertir a los alcaldes en una especie de delegados

bajo el completo control del gobierno central. Además, María Cristina siempre se identificó

con los moderados y era bastante impopular entre los progresistas, a quienes sólo había

facilitado el acceso al gobierno –y siempre ante la amenaza de revueltas populares– durante

unos pocos meses a lo largo de los siete años de duración de la guerra civil. A todo esto se

sumaba la frágil posición institucional de la reina regente, quien dos meses después de

enviudar de Fernando VII contrajo matrimonio en secreto –de manera imprudente y

escandalosa– con un apuesto teniente de la Guardia Real de 25 años de edad llamado

Fernando Muñoz.

Por su parte, los progresistas estaban convencidos de que, tras la derrota carlista, ya no

necesitaban a la reina regente y podían prescindir de ella. De manera que, después de

producirse violentos disturbios en numerosas ciudades, María Cristina fue incapaz de

soportar la presión progresista y marchó al destierro.

En consecuencia, el general Baldomero Espartero, que contaba con el respaldo de los

progresistas, resultó elegido por las Cortes para asumir la regencia. Este militar disfrutaba

de una enorme popularidad tanto por su humilde origen social (era hijo de un modesto

artesano constructor de carruajes), como por su participación en los combates contra los

franceses durante la guerra de la Independencia y contra los independentistas

hispanoamericanos. Pero, sobre todo, sus victorias militares contra los carlistas le habían

convertido en un verdadero mito popular y en un ídolo para los progresistas. Durante los

años de su regencia se recortaron los fueros vasco-navarros y se aceleraron las ventas de

bienes desamortizados con la orden de subastar todas las propiedades del clero secular a

excepción de las iglesias, los edificios escolares y las viviendas de los sacerdotes. En 1843,

ya se habían vendido el 75% de las propiedades que pertenecieron a las comunidades

religiosas de regulares y el 30% de los bienes del clero secular diocesano. En un intento de

someter al clero, los gobernantes progresistas llegaron incluso a elaborar un proyecto –

jamás llevado a cabo a causa de las protestas del Vaticano– que obligaba a los sacerdotes

españoles a obtener un certificado de lealtad al régimen liberal como condición

indispensable para continuar con el ejercicio de su labor pastoral.

Tampoco faltaron varios intentos de sublevación armada contra el regente Espartero por

parte de algunos generales moderados favorables a María Cristina como Antonio de

Urbiztondo, Diego de León y Manuel Montes de Oca (estos dos últimos acabaron fusilados

como castigo). Sin embargo, el acontecimiento que precipitó la caída de Espartero fue el

estallido de una violenta revuelta popular en la ciudad de Barcelona en diciembre de

1842. Esta insurrección –que aunó excepcionalmente a burgueses y obreros catalanes– se

originó por la acumulación de factores tan diversos como la insatisfacción laboral de los

trabajadores (como consecuencia de la disminución de los salarios y las subidas de

impuestos), la intensa actividad propagandística de los republicanos demócratas y la

protesta de comerciantes y fabricantes ante la difusión de la noticia –muy perjudicial para

sus intereses económicos– de un proyecto de acuerdo comercial librecambista con el

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gobierno británico. Espartero mandó bombardear la ciudad para dominar la algarada urbana

y los cañonazos de la artillería dejaron cientos de muertos y más de 500 edificios destruidos.

Este suceso liquidó el prestigio personal del general progresista quien, seis meses después,

perdió la regencia tras una sublevación impulsada por mandos militares pertenecientes al

partido moderado –como los generales Ramón María Narváez y Gutiérrez de la Concha–

con la sorprendente participación de algunos militares progresistas como el general

Francisco Serrano y el coronel Juan Prim. Espartero se marchó a Londres.

3. El reinado de Isabel II (1843-1868)

Isabel II comenzó su reinado, con sólo 13 años de edad, en 1843. Y poco después, en 1846,

contrajo matrimonio con su primo carnal Francisco de Asís de Borbón, un marido impuesto

por los intereses y las presiones contrapuestas de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña.

Como de costumbre, el enlace regio se celebró multitudinariamente en la capital con

representaciones teatrales, misas, corridas de toros, fuegos artificiales, monumentos

efímeros, vistosas cabalgatas callejeras de carruajes y disfraces, titiriteros, músicos, desfiles

y espectaculares bailes, sin olvidar el reparto de limosnas y comida entre los más pobres. Sin

embargo, este matrimonio resultó un fracaso, los esposos se tenían aversión mutua y las

evidentes infidelidades de la reina provocaron continuos conflictos entre los cónyuges. La

reina Isabel era una mujer obesa, muy piadosa y extrovertida, pero carente de la madurez y

de la formación necesarias cuando asumió el trono a una edad tan temprana.

3.1. El predominio de los moderados

Durante la mayor parte del reinado de Isabel II (1843-1868), los liberales moderados

lograron hacerse con el control de los gobiernos dominando así la escena política. La reina

siempre les confió la formación de gobierno y jamás eligió a los progresistas. La respuesta

de estos últimos, al verse excluidos permanentemente del poder, consistió en optar por el

retraimiento del juego político (una forma de protesta consistente en negar su participación

en las elecciones al considerarlas amañadas por los moderados), o bien recurrir a

procedimientos violentos –como el pronunciamiento militar o la insurrección popular

armada– para forzar a Isabel II a entregarles el gobierno.

Así pues, el partido moderado permaneció en el gobierno de manera ininterrumpida entre

1844 y 1854, y la figura más destacada de esta década fue el general Ramón María

Narváez que, con la colaboración de Pedro José Pidal, desempeñó la presidencia del

gobierno en varias ocasiones. Esta época transcurrió en aparente estabilidad, tranquilidad y

orden, sin que se produjeran sobresaltos, disturbios o agitaciones subversivas de

importancia ni gravedad. Las actuaciones políticas más relevantes que llevaron a cabo los

moderados desde el poder fueron:

■ La creación de la Guardia Civil en 1844. Las principales funciones que asumió este

cuerpo de policía rural (compuesto por unos 6.000 agentes y dirigido por el duque de

Ahumada) consistieron en el mantenimiento del orden público, la protección de la seguridad

de las personas, la defensa de las propiedades, la lucha contra el bandolerismo y la represión

de revueltas sociales.

■ La aprobación de una nueva ley de Ayuntamientos, en 1845, para introducir el

nombramiento gubernativo de todos los alcaldes entre aquellos concejales que habían

resultado elegidos previamente por los vecinos de cada municipio según un restrictivo

sistema electoral por sufragio limitado. De este modo, el gobierno –que también podía

sustituir fácilmente a los alcaldes según su conveniencia– consiguió estrechar el control

sobre la vida municipal con la intención de evitar insurrecciones locales y de manipular a su

antojo el desarrollo de las elecciones.

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■ La reforma del sistema fiscal elaborada en 1845 por el ministro Alejandro Mon y por un

experto economista llamado Ramón Santillán. Con esta reorganización se pretendía mejorar

la eficacia del sistema de impuestos para obtener un aumento de los ingresos estatales,

reducir el déficit y costear la realización de modernas infraestructuras y de nuevos servicios

públicos (como la construcción de canales y caminos, de la red telegráfica y de las obras de

canalización de agua para el abastecimiento de las ciudades). Después de esta reforma, los

impuestos quedaron clasificados en:

a) Impuestos directos: la contribución por actividades industriales y comerciales, y la

contribución territorial sobre las propiedades inmobiliarias urbanas y sobre los rendimientos

de las fincas rústicas cultivadas (un impuesto que constituía la base del sistema y que

representaba el 25% de los ingresos fiscales totales).

b) Impuestos indirectos: las tarifas aduaneras, el impuesto sobre transmisión de bienes

(herencia, compraventa) y el impuesto de «consumos» (una importante e impopular tasa

que gravaba el consumo de algunos artículos de primera necesidad como el jabón, las

carnes, las bebidas alcohólicas, el aceite de oliva y la harina).

Durante estos años, el Estado carecía de los medios suficientes para evitar el fraude y

tampoco disponía del personal necesario para efectuar el cobro de los impuestos. Por este

motivo, el procedimiento utilizado para recaudar el impuesto sobre actividades agrícolas

consistía en la distribución y el reparto del pago territorialmente, de forma que el gobierno

asignaba a cada provincia y a cada localidad (teniendo en cuenta su número de habitantes y

la información sobre su riqueza estimada) un cupo o cantidad fija total de dinero a pagar.

Posteriormente, el ayuntamiento de cada localidad se encargaba de decidir con plena

libertad la manera de distribuir la carga fiscal entre todos los vecinos del municipio y de fijar

las cuotas personales (esto último provocó numerosas situaciones de injusticia). Con

respecto al método de recaudación de la contribución por actividades industriales y

comerciales, el gobierno también se encargaba de fijar un cupo para que, posteriormente, las

distintas asociaciones locales de fabricantes y comerciantes se ocupasen de repartir la carga

tributaria entre todos sus miembros. Para percibir el impuesto de consumos fue necesario

establecer en todas las estaciones de ferrocarril y en los caminos de acceso a las ciudades

unos puestos (casetas donde permanecían constantemente los recaudadores con las básculas

y los vigilantes armados) para controlar las entradas y salidas de personas transportando

alimentos, cobrar las tasas e inspeccionar las mercancías (carros con frutas y verduras,

cestas de huevos, cántaras de leche, piezas de carne, cajas con quesos, etc). La recaudación

de este impuesto fue arrendada con frecuencia a empresas privadas, que asumían la gestión

de su cobro a cambio del pago de una renta fija. De cualquier forma, la introducción ilegal

de productos –una práctica que entonces recibía el nombre de «matute»– estaba muy

extendida, ya que resultaba muy complicado para los «guardas consumeros» custodiar

todas las posibles vías de entrada a las ciudades. A mediados del siglo XIX, el Estado

destinaba un 33% de sus gastos totales a costear el mantenimiento del Ejército, un 25% al

pago de los intereses de la deuda, un 15% a la realización de obras públicas, un 8% para la

subvención del clero, un 7% al pago de los salarios de los empleados públicos, un 2% para

la familia real y un 1’5% a la educación. Entonces apenas existían gastos estatales en

asistencia y protección social (por ejemplo, no había pensiones de jubilación para los

ancianos, ni subsidios a desempleados, ni atención médica gratuita para la población).

■ La elaboración y aprobación de una Constitución en 1845 para sustituir al anterior

texto constitucional de 1837. En su redacción intervinieron de manera destacada los

políticos extremeños Juan Donoso Cortés y Juan Bravo Murillo. Aunque esta nueva

Constitución fue tachada de «revanchista» por los progresistas, su contenido presentaba

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bastantes elementos de continuidad con el texto constitucional de 1837 (por ejemplo, en el

tema de la soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, así como en el

reconocimiento de la obligación del Estado de mantener económicamente al clero). En

cualquier caso, los aspectos más novedosos de la Constitución de 1845 eran la afirmación

de la confesionalidad del Estado (con la declaración del catolicismo como única religión de

la nación española), el robustecimiento de la autoridad del monarca (que pasó a convertirse,

por encima de las Cortes, en la fuerza política más poderosa y preeminente, ocupando el

centro del poder en el proceso de toma de decisiones) y la introducción de modificaciones

en el Senado, cuyos miembros pasaban a ser designados exclusivamente por el rey entre

individuos que debían superar los treinta años de edad y pertenecer a la nobleza, al

generalato, al alto clero o poseer una elevada fortuna personal (de este modo, la

composición social de los senadores españoles se asemejó a la de la Cámara de los Lores

británica).

■ La disolución de la Milicia Nacional (en 1845), en cuyas filas se contaban numerosos

jornaleros y obreros urbanos desempleados y que siempre fue contemplada por los

moderados como un peligroso cuerpo armado bajo la influencia y el control de los

progresistas más radicales.

■ La modificación de la legislación electoral, en 1846, por medio de la cual se duplicó la

cantidad de dinero exigida en pago de impuestos directos para adquirir el derecho de voto

con la intención de reducir así el número de electores a 97.000 hombres (sólo un 0,8% de la

población total española).

■ La neutralización de un intento de revolución llevado a cabo por los demócratas y

los republicanos más exaltados en marzo de 1848. El general Narváez se encargó de

liquidar con gran rapidez a los insurrectos, que habían conseguido levantar algunas

barricadas en las calles más estrechas del casco viejo de Madrid, Barcelona y Alicante.

Varios amotinados fueron fusilados por su participación en este levantamiento. Ese mismo

año, también se repitieron las insurrecciones revolucionarias y los violentos disturbios en

numerosas ciudades alemanas, belgas, austriacas, polacas, italianas, suizas y danesas. En

París, cerca de 100.000 personas ocuparon las calles y construyeron cientos de barricadas,

consiguiendo en sólo tres días –al contrario de lo que había sucedido en España– destronar

al rey Luis Felipe de Orleáns y proclamar la república democrática francesa.

■ La solución de los problemas pendientes con el Vaticano gracias a la firma del

Concordato de 1851. El gobierno español se comprometió a paralizar las ventas y subastas

de bienes desamortizados, permitió el regreso a la Península de varias órdenes religiosas

suprimidas anteriormente y cedió por completo al clero el control sobre la enseñanza de

niños y jóvenes (en todos los centros educativos públicos, privados y universidades)

conforme a los valores religiosos más puros. Por su parte, la Santa Sede aceptó como un

hecho consumado las ventas de tierras desamortizadas realizadas años antes, perdonó a los

compradores de dichas propiedades suspendiendo su excomunión, y no puso objeciones

para que la Corona recuperase su tradicional y antigua prerrogativa de patronato con

derecho a intervenir en la elección de los obispos. Además, en este tratado con el Vaticano

–suscrito cuando Juan Bravo Murillo ocupaba la presidencia del gobierno– se regulaban con

detalle las cantidades anuales de dinero que el Estado debía entregar al clero en

compensación por las pasadas desamortizaciones (por ejemplo, al arzobispo de Toledo se le

asignaban 160.000 reales y a un simple coadjutor ayudante del párroco 2.000 reales). Como

resultado del Concordato, la Iglesia se distanció del carlismo y logró recuperar buena parte

de su influencia sobre la sociedad española, mientras que los liberales moderados

consiguieron obtener el importante apoyo del clero. Al mismo tiempo, el gobierno prohibió

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y fijó multas para todo libro, artículo periodístico o caricatura que «hicieran mofa de los

dogmas católicos o excitaran a la irreligión».

■ La reducción del déficit estatal mediante la conversión de la deuda efectuada por

Bravo Murillo en 1851. Por medio de esta operación financiera, que fue planteada para

encubrir la insolvencia y la bancarrota económica del Estado, el gobierno rebajó

unilateralmente el pago de los intereses y el valor de los títulos de deuda pública (y por lo

tanto rebajó así la cantidad de dinero a devolver por el Estado en concepto de prestamo).

Esto ocasionó un grave perjuicio a los compradores de títulos de deuda, que perdieron más

de la mitad de su dinero invertido años antes. En aquella época, otros países como Turquía,

México, Grecia, Portugal o Italia también conocieron apuradas situaciones financieras y se

encontraron con frecuencia al borde de la suspensión de pagos.

■ El establecimiento de la enseñanza primaria pública gratuita y obligatoria para

todos los niños de 6 a 9 años de edad. El ministro moderado Claudio Moyano fue el

impulsor en 1857 de esta ley educativa, cuya aplicación quedó frustrada porque el Estado

carecía de recursos y se desentendió de los gastos de su financiación. Por el contrario, la ley

obligaba a cada municipio a costear las escuelas y los resultados fueron muy

decepcionantes: el 60% de la población infantil permanecía sin escolarizar en 1890, la

mayoría de los niños escolarizados estaban en centros privados católicos y los maestros

rurales cobraban siempre con retraso sus escasos salarios. Curiosamente, los planes de

estudio aprobados para el nivel elemental no incluían ninguna asignatura de «Historia de

España», pero el estudio del «Catecismo cristiano e Historia Sagrada» era obligatorio.

■ La actividad exterior española durante esta etapa estuvo marcada por la dependencia

con respecto a los intereses de Francia y Gran Bretaña, y por la prioridad concedida al

mantenimiento de nuestras colonias: Cuba, Puerto Rico, Filipinas, los archipiélagos de las

Marianas, Carolinas y Palaos en el océano Pacífico y otros reducidos enclaves en África (la

costa guineana de Río Muni y las islas Elobeyes, Annobón, Fernando Poo y Corisco).

Todos estos territorios eran de pequeña extensión y resultaban difíciles de defender por su

dispersión y alejamiento de la Península.

3.2. La evolución política entre 1854 y 1868

3.2.1. El bienio progresista

A principios de 1854, la tensión política y el descontento social habían aumentado como

consecuencia del alza de precios, del desempleo y del descubrimiento de ciertos escándalos

de corrupción y enriquecimiento ilegal que implicaban a varios ministros y algún miembro

de la familia real (en concreto, al esposo de la madre de la reina). Estas circunstancias

fueron aprovechadas por los progresistas para desalojar del poder a los moderados.

Además, algunos liberales centristas –encabezados por el general de origen irlandés

Leopoldo O’Donnell– también se decidieron a colaborar con los militares progresistas en la

preparación de una sublevación. Aunque este levantamiento contra el gobierno

moderado se llevó a cabo únicamente con 2.000 soldados, fue secundado por una

insurrección popular organizada por los demócratas radicales, que movilizaron a cientos de

sus partidarios para provocar alborotos, protestas y alzar barricadas en las calles de

diferentes ciudades. En los enfrentamientos murieron casi 100 personas entre ambos

bandos.

El éxito del pronunciamiento militar en combinación con la revuelta urbana obligó a Isabel

II a entregar el gobierno nuevamente al general Espartero, pero los progresistas sólo

retuvieron el poder entre 1854 y 1856. Durante este bienio, su acción más notable fue la

realización de la desamortización municipal, una tarea que fue dirigida por el ministro

Pascual Madoz.

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A lo largo de esta breve etapa de predominio progresista, las dificultades fueron continuas y

los gobernantes tuvieron enormes dificultades para contener la inflación, frenar el

desempleo, evitar las huelgas y mantener la tranquilidad pública a causa del incremento de la

delincuencia y de la repetición de los motines callejeros, de los tumultuosos asaltos a los

depósitos de grano, de la destrucción de varias fábricas de harina y de las ocupaciones de

fincas por los jornaleros en el sur peninsular. La persistencia de esta problemática situación

inclinó al general O’Donnell a romper su colaboración con Espartero, una decisión que

provocó la caída de los progresistas y contribuyó a facilitar el regreso de los moderados al

poder. Así pues, el general Narváez recuperó la presidencia del gobierno en 1856.

3.2.2. Los años del gobierno de la Unión Liberal (1858-1863)

El general Leopoldo O’Donnell presidió el Consejo de Ministros –desde 1858 hasta 1863–

al frente de un nuevo grupo político llamado Unión Liberal, que fue creado con la

pretensión de ocupar el espacio del centro ideológico y recoger lo mejor tanto de

moderados como de progresistas. En las filas de este partido militaron jóvenes como el

escritor Antonio Cánovas del Castillo y el abogado Manuel Alonso Martínez, generales

como Francisco Serrano, Juan Topete y Antonio Ros de Olano, sin que faltaran veteranos

políticos como Antonio Ríos Rosas, Manuel Cortina y Nicomedes Pastor Díaz.

El gobierno unionista potenció la expansión del ferrocarril, impulsó el desarrollo industrial,

favoreció la entrada de empresas e inversores de capital extranjeros y sofocó un nuevo

intento de levantamiento armado carlista encabezado por el hijo del ya fallecido don Carlos

María Isidro. Además, O’Donnell abandonó la inclinación al aislamiento y a la introversión

–que habían caracterizado la política exterior de anteriores gobiernos– para emprender una

serie de insólitas e incoherentes intervenciones militares en puntos dispersos de África,

América y Asia con la indisimulada intención de ampliar la expansión territorial colonial

de nuestro país.

El gobierno intervino en Cochinchina –actualmente Vietnam– enviando una expedición

militar de castigo por el asesinato de varios misioneros españoles. Nuestras tropas, que

participaron en la conquista de Saigón y del delta del río Mekong, recibieron en 1862 la

orden de retirada tras obtener del gobierno de aquel país asiático una indemnización de 2

millones de dólares y garantías para que los evangelizadores españoles pudieran actuar con

plena libertad. El gobierno español prefirió descartar la conquista de territorios, cuya

ocupación sólo parecía reportar inciertos beneficios, pero los franceses sí optaron por

retener algunos enclaves vietnamitas.

Marruecos fue el escenario de la actuación exterior más importante y popular llevada a

cabo durante los años de gobierno de los unionistas de O’Donnell. En 1859, los ataques

marroquíes contra Ceuta sirvieron de justificación para que el gobierno español decidiera

enviar –con la unanimidad entusiasta de todos– un cuerpo de ejército formado por 40.000

soldados al norte de África. Esta guerra contra los marroquíes desató una inmediata oleada

de patriotismo y de euforia colectiva en todos los sectores de la opinión pública del país.

Así, los periódicos demócratas izquierdistas saludaron la intervención militar porque nos

convertía en «herederos de Lepanto» y porque España «necesitaba reconquistar el puesto

que había perdido en el mundo». En el mismo tono apasionado, el líder republicano Emilio

Castelar afirmó que teníamos la obligación de «imponer la civilización y el progreso»;

mientras que desde una posición ideológica bien distinta, el obispo de Ávila coincidía al

celebrar y justificar esta nueva guerra como una continuación de la Reconquista para

someter a los «infieles y bárbaros africanos enemigos del cristianismo». En 1860, nuestro

ejército derrotó a las tropas marroquíes y ocupó la ciudad de Tetuán (donde se abrió

inmediatamente una iglesia católica). Además, esta fue una de las victorias que facilitaron la

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gestación del mito y de la popularidad del general Juan Prim. Sin embargo, más de 6.000

soldados españoles murieron en esta guerra colonial (en su mayoría víctimas del cólera), y

apenas se obtuvieron ventajas territoriales, pues únicamente se consiguió la ampliación del

perímetro de la ciudad de Ceuta y la cesión a perpetuidad de un diminuto enclave pesquero

en Santa Cruz del Mar Pequeña (Ifni), además de una indemnización de 100 millones de

pesetas (que sirvió para compensar sobradamente los 50 millones gastados por nuestro

gobierno en esta campaña militar). Finalmente, el gobierno británico salió en defensa de sus

intereses en la zona del Estrecho gibraltareño e impuso sus presiones para que España

firmara un armisticio con el Sultán de Marruecos y nuestras tropas abandonaran Tetuán y se

alejaran de Tánger, impidiendo así la ampliación de la influencia española en el norte de

África. En cualquier caso, y como prueba del enorme valor simbólico de esta campaña

africana, se construyeron dos leones de bronce flanqueando la escalinata de acceso al

Congreso de diputados con el metal fundido de los cañones capturados a los enemigos

marroquíes.

En colaboración con franceses e ingleses, también se envió a México en 1861 otra

expedición militar formada por 6.000 hombres bajo el mando del general Prim. El motivo

fue la orden del gobierno revolucionario presidido por Benito Juárez de suspender el pago

de las deudas contraídas por México con varios países europeos. Tras el éxito de las

negociaciones con el gobierno mexicano, nuestras tropas regresaron a España en 1862.

El motivo de la intervención en Santo Domingo fue la inaudita petición del gobierno

presidido por Pedro Santana solicitando la reincorporación a España y renunciando así a la

independencia. El temor a una invasión desde Haití (un país de población negra muy pobre

que había sido colonia francesa) impulsó a los grandes terratenientes dominicanos blancos y

a sus gobernantes a buscar la protección de España. El gobierno de O’Donnell aprovechó

esta inesperada oportunidad en un intento por reforzar la presencia de nuestro país en el

Caribe –una región donde España ya poseía Cuba y Puerto Rico– y decidió llevar a cabo la

anexión, de manera precipitada, en 1861. Además, el gobierno norteamericano no pudo

oponerse, ya que EE UU se encontraba al borde de la guerra civil de secesión entre

nordistas y sudistas. Sin embargo, a los pocos meses comenzaron las insurrecciones

guerrilleras antiespañolas y nuestro gobierno se vio forzado a enviar 30.000 soldados.

Después de cientos de muertos y cuantiosos gastos, las tropas españolas evacuaron

definitivamente la isla de Santo Domingo en 1865.

En conjunto, la mayoría de las expediciones militares efectuadas en el extranjero durante el

gobierno unionista no reportaron ganancias territoriales para España y resultaron inútiles y

costosas. El deseo de impresionar a los gobiernos europeos con una demostración de fuerza

e iniciativa, que contribuyera a la exaltación de la imagen de nuestro país ante el exterior

para recuperar así el prestigio y la posición de la nación española en el escenario

internacional, fue el propósito básico que empujó a O’Donnell a realizar estas

intervenciones extraeuropeas. El general O’Donnell perdió la jefatura del gobierno en 1863,

ya que sus permanentes enfrentamientos personales con Alonso Martínez, Cánovas, Ríos

Rosas y Pastor Díaz terminaron por debilitar su liderazgo dentro de la Unión Liberal.

3.2.3. El funcionamiento del sistema político durante la época isabelina: corona,

partidos, intervencionismo militar y fraude electoral.

Durante la época isabelina, las interferencias de la reina en los asuntos de gobierno, el

predominio político de los mandos militares y el fraude electoral fueron tres factores que

contribuyeron a desvirtuar y deformar la letra y el contenido teórico de las normas

constitucionales del sistema liberal español. Además, la incompatibilidad y el enfrentamiento

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cada vez más áspero entre moderados y progresistas fue otra de las notas esenciales que

caracterizaron la vida política española entre 1840 y 1868.

La intervención personal de Isabel II en las cuestiones de gobierno fue permanente. La

reina utilizó los poderosos recursos que poseía (capacidad de veto absoluto, derecho de

disolución de las Cortes y nombramiento de ministros y senadores) para participar e influir

en las decisiones políticas. En todo caso, los deseos y actuaciones de Isabel II siempre

estuvieron condicionados por las personas que formaban su «camarilla» o círculo íntimo de

amistades, que aprovecharon su estrecha relación con la reina para intrigar y maniobrar en

beneficio de sus intereses particulares, influir en los nombramientos ministeriales o intentar

enriquecerse valiéndose de sus privilegiados contactos. Entre los miembros de esa camarilla

cortesana que rodeaba a Isabel II había aristócratas y parientes de la reina, pero también se

encontraban su confesor -el sacerdote catalán Antonio María Claret- y la extravagante sor

Patrocinio (que tenía fama de milagrera y era conocida como la «monja de las llagas» por

sus estigmas y sus éxtasis místicos).

Isabel II siempre prefirió a los moderados por motivos ideológicos y religiosos, ya que la

reina era una persona muy piadosa y consideraba que los progresistas eran hostiles al clero

católico. Este continuado apoyo regio facilitó al partido moderado el acceso al gobierno y la

monopolización del poder. Por su parte, los progresistas no encontraron otra opción a su

marginación política que recurrir a la fuerza –mediante pronunciamientos militares e

insurrecciones populares– en un intento desesperado por alcanzar así el gobierno.

Fuera cual fuera el signo político del partido que ocupaba el gobierno, el fraude y las

manipulaciones electorales para falsear los resultados de las votaciones se convirtieron

en una práctica constante (como sucedió en otros países europeos a mediados del siglo

XIX). Los métodos utilizados para consumar el falseamiento de las elecciones en nuestro

país fueron muy variados: empleo de intimidaciones y coacciones sobre los electores,

compra de votos, alteración de las actas, manipulación de los listados de electores para

excluir a las personas «non gratas» e incluir a individuos difuntos (luego otros votaban

suplantando su nombre), apertura anticipada de las urnas, clausura del colegio electoral sin

esperar a la hora oficial de cierre y sustitución de unas papeletas por otras durante el

escrutinio de los resultados. En cualquier caso, lo único cierto es que durante los años de

reinado de Isabel II ningún gobierno que convocó unas elecciones las perdió.

La preponderancia y el protagonismo de los altos mandos del Ejército en la vida

política española fue continua. Este hecho, que era novedoso, pues durante el siglo XVIII

los generales jamás mantuvieron ambiciones políticas, fue convirtiéndose en un fenómeno

crónico. Los mandos militares desviaron sus actividades de las funciones concretas que les

reservaban las leyes (la defensa frente a posibles agresiones exteriores) para intervenir en los

asuntos de gobierno y desempeñar un papel predominante en las cuestiones políticas

internas. Los medios que utilizaron para actuar en la vida política iban desde el ejercicio de

presiones y amenazas sobre los gobernantes, hasta el recurso a la violencia saltándose

abiertamente la legalidad por medio de pronunciamientos o golpes de Estado. Entre 1833 y

1874, la intromisión activa de los militares de alta graduación (que entonces recibían el

nombre de «espadones») en las luchas políticas provocó decenas de pronunciamientos

exitosos o fallidos. Asimismo, varios generales (Espartero, Narváez, O’Donnell, Serrano,

Prim) lideraron los principales partidos y ocuparon en diferentes momentos la presidencia

del gobierno; además, muchos otros mandos del Ejército desempeñaron puestos de enorme

relevancia como ministros y senadores (por ejemplo, en 1853 había 93 jefes militares en el

Senado). Algunos de los motivos de esta preeminencia militar fueron:

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■ El prestigio y la popularidad ganadas por unos cuantos generales en los campos de batalla

durante la interminable serie de conflictos bélicos que sostuvo España a lo largo del siglo

XIX (guerra de Independencia antinapoleónica, guerra contra los independentistas

hispanoamericanos, guerras civiles carlistas, guerras coloniales en el norte de África, guerra

de Cuba).

■ La debilidad de los gobernantes y políticos civiles, que carecían de apoyos sociales y

populares amplios y sólidos como consecuencia de las limitaciones para ejercer el derecho

de voto (sufragio restringido) y de la persistencia del fraude electoral. Por ello, los políticos

civiles carecieron de poder efectivo propio y recurrieron al Ejército en busca de figuras

fuertes para encabezar los partidos. Además, la incompatibilidad excluyente entre

moderados y progresistas convirtió a los pronunciamientos militares en el único instrumento

que poseían los diferentes grupos políticos para alcanzar el poder y acceder al gobierno.

■ La ambición de los militares de alta graduación, que aprovecharon su ventajosa posición

de fuerza al disponer del mando sobre tropas armadas y obligadas a obedecer

disciplinadamente sus órdenes. A esto se añade que, como el número de oficiales era

excesivo, la participación en sublevaciones se podía convertir en una forma de obtener

rápidos ascensos en el escalafón militar. Sin embargo, casi todos los generales españoles del

XIX fueron sinceramente liberales y esta convicción ideológica les apartó de cualquier

tentación de convertirse en dictadores.

En la España isabelina, el servicio militar era obligatorio y por sorteo. Una ley sobre

reclutamiento de tropas aprobada en 1837 introdujo la posibilidad de evitar la realización

del servicio mediante el pago en metálico al Estado de una determinada cantidad de dinero

(esta práctica también existía en Bélgica, Holanda, EE UU y Francia). Como la suma

exigida era bastante elevada, se crearon empresas privadas de seguros –como La Peninsular

fundada por Pascual Madoz o El Seguro Mutuo de Quintas creado por Ramón Mesonero

Romanos– que se especializaron en este asunto. Así, desde el nacimiento de un niño varón,

sus padres iban entregando periódicamente pequeñas cantidades de dinero a la compañía

aseguradora con el propósito de reunir, en el futuro, la suma necesaria para librar del

reclutamiento al hijo.

3.2.4. La crisis del moderantismo

A partir de 1865, los gobiernos moderados presididos por el general Narváez y por Luis

González Bravo desarrollaron una actuación política extremadamente autoritaria y

represiva. Abusaron de su poder, actuaron con demasiada frecuencia al margen de la

Constitución y no dudaron en emplear métodos casi dictatoriales. Por ejemplo, el ministro

Manuel Orovio –responsable de los asuntos educativos– expulsó de la Universidad a varios

profesores demócratas y republicanos como Julián Sanz del Río, Fernando de Castro,

Nicolás Salmerón y Emilio Castelar por impartir en sus clases teorías contrarias al dogma

católico y a la monarquía. Estas medidas provocaron varias protestas estudiantiles, que

concluyeron con una desmesurada carga de la Guardia Civil en las calles de Madrid saldada

con 9 muertos y 200 heridos. Otras demostraciones de la intransigencia y la arbitrariedad de

los gobernantes moderados fueron la detención y destierro a Canarias de algunos generales

opositores (Serrano, Topete, Dulce), la expulsión del país del duque de Montpensier

(cuñado de Isabel II) y el nombramiento como ministro de Carlos Marfori (amante de la

reina y pariente de Narváez).

Esta actitud gubernamental contribuyó a incrementar el aislamiento tanto del partido

moderado como de la misma reina, que no dejó de respaldar a los moderados y fue

perdiendo cada vez más apoyos sociales y políticos. Los progresistas y los demócratas

reaccionaron ante estos acontecimientos preparando nuevos pronunciamientos –como el

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fallido intento de sublevación militar encabezado por el general Prim en Villarejo de

Salvanés el 3 de enero de 1866– y concertando un pacto que fue negociado en la ciudad

belga de Ostende durante el verano de 1866. Por este acuerdo, se comprometieron a sumar

sus fuerzas e iniciar los preparativos de un levantamiento para desalojar por la fuerza a los

moderados del gobierno y derribar a Isabel II. Poco después, los miembros de la Unión

Liberal –que tras la muerte de O’Donnell en 1867 estaban dirigidos por el general Serrano–

también se incorporaron a esta alianza. En consecuencia, la descomposición política del

régimen moderado acabó por arrastrar también a la Corona y a la persona de Isabel II.

ACTIVIDADES

1. Texto histórico. Proclama carlista (7 de octubre de 1833)

«Alaveses: ha llegado por fin aquel día en que la perfidia liberal ha de ser exterminada para

siempre del suelo español. Sí, magnánimos y esforzados alaveses: no ha terminado aún en

nuestra patria la tiranía de los pérfidos españoles, indignos a la verdad de este nombre; no

han desaparecido de nuestro suelo aquellos que han abolido nuestros fueros y libertades

patrias.

Su execración contra el Dios Santo; la libertad de pensar; la inmoralidad; las venganzas; los

robos; los asesinatos; la abolición de nuestros fueros y privilegios; en una palabra, la

destrucción de los altares y la ruina de los tronos que el Sumo Hacedor tiene establecidos

para bien de la humanidad; tales son los verdaderos designios de la facción revolucionaria, y

tal es el estado fatal y el abismo de males en que esta vil canalla pretende precipitar a

nuestra amada patria.

Alaveses todos: vuestro legítimo soberano es quien en este día os habla y llama para

defender la religión y salvar la patria. Elegid, alaveses; españoles, elegid: de vuestra decisión

depende la existencia del trono español: en vuestras manos tenéis la felicidad y la ruina de

vuestra patria. Católicos sois, y la causa de Dios os llama protectores del altar; sois leales y

fieles vasallos, y el mejor y más deseado de los reyes espera vuestro auxilio para exterminar

la canalla liberal y consolidar su trono: nada os detenga. ¡Viva Carlos V, viva nuestro

Augusto Soberano!»

1. Señala las ideas principales del texto.

2. ¿Quién era Carlos V y por qué aspiraba a convertirse en rey de España?

3. ¿Qué grupos sociales apoyaban a los carlistas?

4. ¿Cuáles eran los antecedentes ideológicos del carlismo?

5. ¿Qué valores y principios defendían los carlistas?

6. ¿Cómo concluyó la guerra carlista?

2. Texto histórico. Constitución de 1845.

“Art. 7º No puede ser detenido, ni preso, ni separado de su domicilio ningún español, ni

allanada su casa sino en los casos y en la forma que las leyes prescriban.

Art. 9º Ningún español puede ser procesado ni sentenciado sino por el Juez o Tribunal

competente, en virtud de leyes anteriores al delito y en la forma que éstas prescriban.

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Art. 10º No se impondrá jamás la pena de confiscación de bienes, y ningún español será

privado de su propiedad sino por causa justificada de utilidad común, previa la

correspondiente indemnización.

Art. 22º Para ser diputado se requiere ser español, del estado seglar, haber cumplido veinte

y cinco años, disfrutar la renta procedente de bienes raices, o pagar por contribuciones

directas la cantidad que la ley electoral exija, y tener las demás circunstancias que en la

misma ley se prefijen.

Art. 24º Los diputados serán elegidos por cinco años.

Art. 64º Todo lo que el Rey mandare o dispusiere en el ejercicio de su autoridad, deberá ser

firmado por el ministro a quien corresponda, y ningún funcionario público dará

cumplimiento a lo que carezca de este requisito.

Art. 66º A los tribunales y juzgados pertenece exclusivamente la potestad de aplicar las

leyes en los juicios civiles y criminales; sin que puedan ejercer otras funciones, que las de

juzgar y hacer que se ejecute lo juzgado.

Art. 75º Todos los años presentará el gobierno a las Cortes el presupuesto general de los

gastos del Estado para el año siguiente, y el plan de las contribuciones y medios para

llenarlos; como asimismo las cuentas de la recaudación e inversión de los caudales públicos

para su examen y aprobación.

Art. 76º No podrá imponerse ni cobrarse ninguna contribución que no esté autorizada por la

ley de presupuestos u otra especial.”

1. ¿Qué partido político impulsó la aprobación de este texto constitucional?

2. ¿Cuáles eran los aspectos más innovadores del contenido de esta Constitución?

3. Explica los artículos 64º, 75º y 76º.

3. Texto histórico. Defensa de la igualdad de oportunidades realizada por el político

progresista Joaquín María López

«Se pretende sólo que la inteligencia y la laboriosidad sean títulos para todos, que les abran

camino a su prosperidad y a su fortuna; que la legislación remueva las trabas y estorbos que

impiden a los ciudadanos que no nacieron en una elevada fortuna, llegar a tenerla algún día;

que todo, en una palabra, se cifre y descanse sobre el trabajo, la virtud y los principios,

porque esta es la base del contrato social, o más bien del idealismo social. No es, pues,

absolutamente exacto que el pueblo deba buscar su bienestar en el trabajo y la virtud: con

trabajo y con virtud pudiera ser muy desgraciado si las leyes no protegiesen el primero y

recompensasen la segunda.»

1. ¿Quiénes eran los progresistas y qué principios ideológicos defendían?

2. ¿Cuáles eran sus apoyos sociales?

3. ¿Qué medidas adoptaron los progresistas cuando gobernaron durante el llamado bienio

progresista (1854-56)?

4. Texto histórico. Proclama del general O’Donnell durante la guerra de Marruecos

(1859)

“Soldados: Vamos a cumplir una noble y gloriosa misión. El pabellón español ha sido

ultrajado por los marroquíes, la Reina y la patria confían a vuestro valor el hacer conocer a

su pueblo semi-bárbaro que no se ofende impunemente a la Nación española.

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Soldados: mostraos dignos de la confianza de la Reina y de la patria, haciendo ver a la

Europa, que nos mira, que el soldado español es hoy lo que ha sido siempre cuando ha

tenido que defender el Trono de sus Reyes, la independencia de su patria o vengar las

injurias hechas a la honra nacional.

Nuestra causa es la de la justicia y la civilización contra la barbarie: el Dios de los Ejércitos

bendecirá nuestros esfuerzos y nos dará la victoria.”

1. Explica las causas y el desarrollo de esta campaña militar en Marruecos.

2. ¿Qué otras intervenciones armadas exteriores realizó España durante los años de

gobierno del general Leopoldo O’Donnell (1858-63)? ¿Qué objetivo tenían?

3. ¿Cuáles fueron, en conjunto, los resultados obtenidos en estas intervenciones militares?

4. ¿Cómo justifica O’Donnell la guerra en este texto?

5. Explica quiénes fueron y qué papel histórico desempeñaron los siguientes

personajes:

Tomás Zumalacárregui

María Cristina de Nápoles

Baldomero Espartero

Ramón María Narváez

Claudio Moyano

Juan Álvarez Mendizábal

6. Explica el significado de los siguientes conceptos y hechos históricos:

Fueros vasco-navarros

Estatuto Real de 1834

Convenio de Vergara (1839)

Partido moderado

Reforma fiscal de 1845

Sufragio restringido masculino

Preponderancia militar

Concordato de 1851

Pacto de Ostende (1866)

Unión Liberal

7. Señala las diferencias entre:

- El partido progresista y el partido demócrata.

- El Estatuto Real de 1834 y la Constitución de 1837.