La alteridad en la sociedad de -...

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1 La alteridad en la sociedad de clases 1 Claudia Fonseca Una cuestión de comunicación La Antropología nació en el seno de la modernidad. Los primeros etnólogos fueron lejos en busca de lo exótico, motivados por el deseo de conocerse mejor a sí mismos. Basta leer el diario de Malinowski –escrito entre 1914 y 1918 durante su estadía en las islas del Pacífico- para obtener la prueba. Para cada observación científica registrada en sus notas de campo, encontramos una réplica en el diario íntimo, donde él confiesa sus angustias sexuales, la aversión a los indígenas y su nostalgia de la vida europea. Aquella visita a Oceanía sirvió para producir cuatro de los primeros clásicos de la etnología, pero fui vivida, a nivel 1 Epílogo del libro Família, fofoca e honra. Etnografia de relações de gênero e violência em grupos populares [Familia, chisme y honra. Etnografía de las relaciones de género y violencia en grupos populares]. Editora da Universidade, Universidade Federal Do Rio Grande Do Sul, 2000. Traducción por de traducción: Maria personal, como una odisea de un personaje heroico que parte en busca de sí mismo. Y así, evidentemente, cuando nosotros, etnólogos, hablamos de nuestro “objeto de estudio”, nos damos cuenta de que se trata de una construcción intelectual en la cual nuestra propia subjetividad está implicada. La palabra “alteridad” describe bien el objeto de nuestra ciencia, pues envuelve simultáneamente a mí y al otro. Me gustaría limitar aquí el sentido de esa palabra, situándola en el cuadro de una antropología semiótica, tal como Clifford Geertz (1973) la imaginó; una antropología que tiene por objetivo ampliar el universo del discurso social. Insistamos en eso, recordando la imagen evocada por Todorov en su ópera prima La conquista de América, de la llegada de Colón a una de las primeras islas: Colón desembarca en un bote decorado con una bandera real, y acompañado de sus dos capitanes, y del escribano real armado con su tintero. Frente a los ojos de los indios indubitablemente atónitos, y sin prestarles la mínima atención, Colón manda labrar un acto de posesión. “El los llamó a testimoniar y a dar fe de que él, frente a todos los hombres, estaba tomando posesión de la referida isla –como de hecho tomó- en nombre del Rey y de la Reina, soberanos suyos…” Carolina Ciordia. Revisión Victoria Pita.

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La alteridad en la sociedad de

clases1

Claudia Fonseca

Una cuestión de comunicación

La Antropología nació en el seno de la modernidad. Los primeros etnólogos fueron lejos en busca de lo exótico, motivados por el deseo de conocerse mejor a sí mismos. Basta leer el diario de Malinowski –escrito entre 1914 y 1918 durante su estadía en las islas del Pacífico- para obtener la prueba. Para cada observación científica registrada en sus notas de campo, encontramos una réplica en el diario íntimo, donde él confiesa sus angustias sexuales, la aversión a los indígenas y su nostalgia de la vida europea. Aquella visita a Oceanía sirvió para producir cuatro de los primeros clásicos de la etnología, pero fui vivida, a nivel

1 Epílogo del libro Família, fofoca e honra. Etnografia de relações de gênero e violência em grupos populares [Familia, chisme y honra. Etnografía de las relaciones de género y violencia en grupos populares]. Editora da Universidade, Universidade Federal Do Rio Grande Do Sul, 2000. Traducción por

de traducción: Maria

personal, como una odisea de un personaje heroico que parte en busca de sí mismo. Y así, evidentemente, cuando nosotros, etnólogos, hablamos de nuestro “objeto de estudio”, nos damos cuenta de que se trata de una construcción intelectual en la cual nuestra propia subjetividad está implicada. La palabra “alteridad” describe bien el objeto de nuestra ciencia, pues envuelve simultáneamente a mí y al otro. Me gustaría limitar aquí el sentido de esa palabra, situándola en el cuadro de una antropología semiótica, tal como Clifford Geertz (1973) la imaginó; una antropología que tiene por objetivo ampliar el universo del discurso social. Insistamos en eso, recordando la imagen evocada por Todorov en su ópera prima La conquista de América, de la llegada de Colón a una de las primeras islas:

Colón desembarca en un bote decorado con una bandera real, y acompañado de sus dos capitanes, y del escribano real armado con su tintero. Frente a los ojos de los indios indubitablemente atónitos, y sin prestarles la mínima atención, Colón manda labrar un acto de posesión. “El los llamó a testimoniar y a dar fe de que él, frente a todos los hombres, estaba tomando posesión de la referida isla –como de hecho tomó- en nombre del Rey y de la Reina, soberanos suyos…”

Carolina Ciordia. Revisión Victoria Pita.

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Todorov trabaja el mismo tema a lo largo de todo el libro: los problemas de comunicación suscitados por el contacto con el “otro”. Por un lado, Colón tiende a ignorar las diferencias que lo separan de los indios, asimilándolas a su propia cultura Ellos comprenden su lenguaje y creen en su Dios, está claro, ¿acaso no son seres humanos? Por otro lado, cada vez que reconoce elementos distintivos del mundo indígena, la propia diferencia sirve para clasificar los habitantes de América como seres inferiores. Cuando, finalmente, Colón se da cuenta de que los indígenas no entienden su lengua, decide, caritativamente, llevar media docena de ellos a Europa para que aprendan a hablar”. Quiere tornarlos humanos y, para eso, ellos deben ser idénticos a él mismo. Según Todorov, Colón representa el hombre de ciencia medieval que busca sólo confirmar las verdades de su pre- ciencia. En ese mundo, no hay lugar para lo inesperado. Ciego en lo que hace a la existencia de otras lógicas, el hombre es incapaz de comunicarse con los “otros”. El hombre moderno será encarnado por Cortés, el hombre que supo conquistar a los aztecas justamente por haber percibido las profundas diferencias que los separaban de su propia civilización. Él los escuchó (por medio de sus intérpretes) y buscó comprender sus modos de pensar. Todorov no ignora la ironía de la situación. Ese nacimiento de la comunicación entre los pueblos no generó la paz, sino, por el contrario, el genocidio. En fin, los diálogos nunca son tranquilos. Pero ellos representan, en algún sentido, un avance en relación a la total negación de la alteridad. Hoy, la escena de Colón en la playa nos da risa. El conquistador que, queriendo respetar las reglas del juego, establece un contrato con los indígenas para que estos participen de su propio sometimiento. Con la conciencia tranquila, Colón afirma lo que percibe como un acuerdo entre los dos pueblos. La situación parece muy distante de nosotros. Sin embargo, ese episodio puede ser considerado paradigmático de muchas situaciones del mundo contemporáneo donde, como Colón, los detentores del poder, en su relación con los “otros”, ni siquiera desconfían que la comunicación tal vez sea más difícil de lo que ellos imaginan. Al lidiar con personas de grupos sociales diferentes – en términos de generación, clase, etnia, etc.,- es preciso levantar la hipótesis de la alteridad (insisto: la hipótesis, no el hecho) so pena de reproducir el error de Colón. Se trata, por lo tanto, de comunicación, y es en este cuadro que inscribimos esta reflexión sobre la alteridad. Es preciso que tomemos cierta distancia en relación a ese otro, para comunicarnos con él. Sin reconocer y admitir la diferencia, no hay diálogo. Al mismo tiempo, se debe evitar la proyección de ese otro fuera de nuestra esfera; si se queda muy distanciado, la comunicación se torna imposible. La alteridad se construye en la tensión entre esos dos polos –el muy próximo se confunde consigo mismo y el muy distante, que se presenta como una especie enteramente nueva, de una cultura irreductible a aquella de la del investigador. Establecida la noción de alteridad, se torna necesario saber cuáles son los grupos, los pueblos o los individuos considerados dignos de esa categoría. ¿Quién merece ser estudiado, para que se comprenda bien su “lengua”, y quién es excluido de nuestras investigaciones, de nuestra propia curiosidad, justamente por hablar “evidentemente” la misma lengua que nosotros?

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Hace algunos años, intenté ilustrar este problema en el escenario brasileño (Fonseca, 1997). A partir de investigaciones etnográficas llevadas adelante en los barrios populares de Puerto Alegre, describí la angustia de las madres que “perdieron” sus hijos en el orfanato. Sólo en el momento en que venían a buscar a su hijo (a veces, luego de años de ausencia) es que ellas descubrían que él había sido entregado en adopción. Reaccionando con una mezcla entre indignación y perplejidad, mostraban que simplemente no comprendían cómo el Estado podía destituirlas del derecho materno. De regreso al orfanato, para intentar comprender mejor el problema, encontré administradores también indignados, que acusaban a las madres de usar el lugar como una pensión, depositando y retirando niños según su conveniencia. Ellos insistían en que “la política oficial es clara”: o los padres dejan al hijo temporariamente, durante un excepcional período de crisis, o por tiempo indeterminado. Y, en este caso, el niño “abandonado” puede ser adoptado por otra familia. Lo que los administradores ignoran es que dejar niños en el orfanato no es una estrategia ad hoc de sobrevivencia, surgida de un vacío cultural. Pesquisas históricas (Fonseca, 1995; Priore, 1993) sugieren que, hace siglos, madres brasileñas confían sus hijos a madres adoptivas: abuela, madrina, o ama de leche remunerada. Frecuentemente pasan años antes de que la madre tenga noticias de su retoño. No obstante, no consideraban haber renunciado a los derechos maternos y el niño continua siendo visto como parte integral de la familia. Incluso más importante: según la lógica de esa “circulación de niños” (ver Lallemand, 1993; Cadoret, 1995), los niños no pierden la identidad genealógica y, generalmente, luego de años de separación, vuelven en la edad adulta a integrar las redes de consanguinidad. En otros términos, los agentes sociales del orfanato, oriundos de un contexto más confortable y participando de un aparato estatal regido por la filosofía liberal, actúan conforme una lógica; sus clientes, conforme otra. Es bastante evidente que estamos aquí delante de una “problema de idiomas”. Este es sólo un ejemplo, entre otros que pueden ser citados en apoyo de nuestra tesis principal: que hay elementos en el caldero cultural brasileño que no pueden ser explicados según las categorías usuales de la etnología –etnia, sexo, religión, región- y sólo son comprensibles tomando en cuenta la tradición de las clases populares. Más allá de eso, sugerimos que muchas de esas prácticas, lejos de estar desapareciendo, absorbidas por el gran avance de la modernidad, florecen y se transforman conforme una lógica que continúa distante de la de los planificadores, una lógica que permanece opaca o invisible para buena parte de los analistas científicos. Mientras ellos se interrogan cada vez más sobre las identidades étnicas, las diferencias sexuales y la identidad regional, la cuestión de una cultura de clase hace las veces de pariente pobre y poco examinada, cuando no completamente ignorada. Antes de tocar el tema de los límites tolerables de la alteridad en la sociedad contemporánea, quiero comprender los motivos de este silencio en la producción científica de Brasil.

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La alteridad en un mundo globalizado

Hablar de alteridades en el contexto actual significa nadar contra la corriente del pensamiento intelectual hoy centrado en el fenómeno de la globalización. Rechazando la idea de las lógicas espaciales secuestradas que crearían un juego de oposiciones, ese abordaje focaliza en el flujo de objetos, la migración de personas, un número creciente de cadenas de actividades económicas, sociales, culturales y políticas de envergadura mundial. Considerando la ciudad como lugar por excelencia de encuentros culturales, este enfatiza las conexiones entre las diferentes esferas –local, nacional, continental, global- teniendo como consecuencia la producción de culturas híbridas y de identidades policentradas (ver Amin, 1997; Canclini, 1997). La globalización destaca algunas dimensiones de nuestra realidad que los abordajes clásicos, aferrados al estudio etnográfico de campo, ignoraban. Eso es innegable, aunque no se deba, por exceso de entusiasmo por los nuevos abordajes, olvidar la contribución insustituible de los estudios de campo que, privilegiando la “visión del mundo” de personas de carne y hueso, proveen una perspectiva molecular “desde abajo”, por así decir, de los acontecimientos. Por otra parte, la “desterritorialización” tan comentada en los estudios sobre la ciudad moderna (que yuxtapone, en el mismo espacio, redes de naturaleza completamente distintas) no es necesariamente típica de las ciudades latinoamericanas, donde desde hace mucho tiempo los investigadores destacan la importancia de las redes sociales del barrio. Más allá de eso, la hipótesis de las “mixturas” producidas en el contexto metropolitano debe ser revisada a la luz de las formas de segregación propias de las sensibilidades locales. De algún modo, Brasil se presenta como un caso extremo de la sociedad de clases. Aquí, la diferencia entre la elite –de una sofisticación cosmopolita- y el pueblo no cesa de crecer. Primero en términos financieros. Brasil bate todos los récords de mala distribución de la riqueza. Según cálculos actuales, la desigualdad es la más terrible del mundo: más de la mitad de la población brasileña aún vive con menos de US$70 por mes. En el plano cultural, eso creó un sistema que, en muchos aspectos, puede ser comparado al apartheid de África del Sur. Entre ricos y pobres existe poco contacto: ellos no viven en los mismos barrios, ni usan los mismos medios de transporte. Para unos, hay escuelas particulares, taxis, médicos de US$100 la consulta. Para otros, la escuela pública chatarra, las salitas de salud, los ómnibus. En resumen, para muchos brasileños, los únicos momentos de contacto interclase se producen en la conversación con la empleada doméstica o durante un asalto. Las barreras de tres metros de altura erigidas al frente de las casas burguesas son como una metáfora del foso casi intransponible entre dos mundos. La histeria frente al fantasma de la violencia urbana es el efecto colateral.

La construcción de un silencio discursivo

A pesar de este contexto, los intelectuales brasileños no fueron tradicionalmente inspirados por las clases trabajadoras. Hasta mediados del siglo XX, los únicos brasileños que intentaron realizar el estudio sistemático de los estratos “inferiores” de la población eran los folkloristas. Ellos miraban, no obstante, un campo bastante

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restringido: el de los grupos étnicos (indios, alemanes, italianos) o tipos regionales (el gaúcho, el sertanejo), con análisis que evidenciaban una perspectiva evolucionista. Por más bonita que fuera, la diversidad cultural era tenida como fuera de moda, signada a desaparecer frente a las fuerzas de la modernización. La preocupación folklorista estaba ligada a la preservación de vestigios del pasado, a la creación y exhibición de piezas de museo (ver Ortiz, 1985). Una fuerte influencia positivista llevaba a los intelectuales a pensar la diversidad brasileña en términos de “orden y progreso”. Poco importa si la realidad no se correspondía con aquello que ellos describían. El mito de la democracia racial, o “la fábula de las tres razas”, pintaba a la cultura brasileña como una gran mezcla de elementos portugueses, indígenas, africanos y, más tarde, italianos y alemanes.2 La diversidad era admitida para sumar colores al carácter nacional, desde que se insertase armoniosamente en el todo. Aquellos que habían “perdido la pureza de sus orígenes” y no se insertaban en las categorías de ese folklore –los mestizos pobres, o sea, la mayoría de los brasileños- permanecían sin nombre. Fue preciso esperar que los etnólogos dejaran sus indios y penetraran en las aldeas rurales para que viésemos aparecer las primeras monografías sobre poblaciones “cualesquiera”, de grupos mixturados sin identidad étnica particular. Hacia la mitad de este siglo, los estudios de comunidad, realizados por antropólogos americanos, proliferaron. Las fallas de esos análisis, engendradas por la teoría funcionalista entonces en boga, son hoy más que evidentes: la “comunidad” objeto de estudio se presentaba como un lugar esencialmente sin conflictos, fuera del tiempo, y aislado del contexto nacional. No obstante, subrayando la dinámica cultural del campesinado –una población plenamente integrada en la sociedad de clases- esos investigadores abrieron camino a un nuevo tipo de problema. La ruralidad se sumó a la etnicidad como un patrón de diversidad legítima, y la especificidad de los grupos subalternos, sobre todo la de los “migrantes rurales” fue así consagrada como un asunto de reflexión académica. Los latinoamericanos llevaron más tiempo para iniciar los estudios etnográficos de los grupos populares en el medio urbano. Ellos tenían sus motivos. Durante los años 60 y 70, mientras los europeos y los americanos se aventuraban a ese nuevo campo,3 los latinoamericanos se vieron impedidos por las circunstancias particulares de su historia. Uno después de otro, los golpes militares instalaron dictaduras en lugar de las frágiles democracias del continente. En ese clima de represión, la comunidad de investigadores se tornó más polarizada que nunca. La etnología, ligada a la elite provinciana (los folkloristas) y a los investigadores americanos, se debatía contra la acusación de ser “hija del imperialismo” (Gough, 1968). En los estudios de los barrios urbanos, los análisis de Oscar Lewis estaban muy en boga. A pesar de tratarse de una producción etnográfica absolutamente notable sobre las familias pobres en México y en Puerto Rico, sus análisis reflejaban las fallas del culturalismo americano. Por no tomar muy en cuenta el contexto histórico y con una falta casi absoluta de análisis de las estructuras económicas y políticas en juego, el peso 2 Ese concepto fue elaborado por Gilberto Freyre (1978) –uno de los intelectuales que, en los años 30, forjaban una identidad nacional para contraponer al eurocentrismo tradicional. 3 Cf. Colette Pétonnet (1968), Hannerz (1969).

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del argumento recaía sobre la psicología individual. Por causa de su “cultura de la pobreza”, los individuos, criados en familias “desorganizadas”, reproducirían comportamientos “disfuncionales” que habrían aprendido de los padres. Para romper el ciclo vicioso de la miseria, bastaría actuar en el ámbito de la socialización familiar, intervenir para imprimir en el espíritu de los individuos las actitudes más adecuadas. El moralismo de ese abordaje era visible principalmente en los análisis sobre la familia negra en los Estados Unidos. Definida como una “maraña de patologías” (Moynihan, 1965), su pobreza fue atribuida a la ignorancia, a la apatía, en fin, a una “mentalidad” pre- moderna. En esa época, el funcionalismo estaba en su apogeo. La tendencia era clasificar todo lo que parecía “marginal” en las categorías de connotación negativa; en un esfuerzo para “encontrar soluciones” capaces de “reestablecer el equilibrio social”, el énfasis fue puesto en los “problemas sociales”: delincuencia, nacimientos ilegítimos, etc. Este abordaje consiguió encantar a ciertos investigadores brasileños. No obstante, la gran mayoría, siguiendo una orientación marxista, los rechazó vehementemente. Por eso, la investigación etnológica en el medio urbano tendía a ser vista como funcionalista y el funcionalismo, a su vez, parecía fatalmente ligado a una perspectiva psicológica y reaccionaria. En el comienzo de los años 80, cuando la violencia de la dictadura en el Brasil se vio atenuada, y la persecución a los intelectuales se morigeró, estos se lanzaron en masa al estudio de los habitantes del medio urbano. Mientras perfeccionaban sus análisis sobre las clases medias (“trabajadores de cuello blanco”, empleados, etc.), todavía para estudiar a los grupos populares, los etnólogos se contentaban con paradigmas tomados prestados de la sociología y de la ciencia política. Como reacción a la miopía funcionalista, enfatizaban la subordinación de los pobres a la cultura dominante. Se preocuparon por denunciar las desigualdades políticas y económicas, escamoteaban la dinámica cultural de los grupos populares, focalizando la atención en el aparato político-económico que los subyugaba.4 Según G. Bank (1994), un etnólogo holandés, hasta hace muy poco los intelectuales brasileños consideraban a la clase trabajadora demasiado oprimida por la pobreza como para pensar en otra cosa más allá de la sobrevivencia. Hacia el fin de la década, se observa entre los etnólogos una reflexión cada vez más fecunda en lo concerniente a los fenómenos urbanos. Surge entonces un período de impresionante producción sobre los sectores populares. Los más brillantes estudiantes5 se dirigen a los barrios de la periferia para estudiar las dinámicas culturales propias de ese medio: la música, los circos, los clubes de fútbol, la organización familiar, las formas de participación política, etc. Ellos se inspiran, en gran parte, en la escuela inglesa: de los historiadores del estilo de E. P. Thompson a los adeptos de la escuela de Birmingham. Los términos marxistas (“fuerzas de producción”, “capitalismo”, “clase

4 Para una crítica a esa línea ver Cardoso (1986). 5 Alba Zaluar (1985), A máquina e a revolta: as organizaçoes populares e o significado da pobreza, São Paulo, Brasiliense; J. Guilherme Cantor Magnani (1984), Festa no pedaço: Cultura popular e lazer na cidade. S. P., Brasiliense; Luz Fernando Duarte (1986), Da vida nervosa nas classes trabalhadoras urbanas, Rio de Janeiro: Zahar; Tereza Caldeira (1984), A política dos outros: o cotidiano dos moradores da periferia e o que pensam do poder e dos poderosos. Rio de Janeiro, Brasiliense.

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obrera”) dan lugar a una discusión sobre “lo popular” (la “cultura popular”, los “grupos populares”, los “barrios populares”…).6 Resultan de ahí innumerables debates sobre la definición y las implicaciones del término (ver Sader y Paoli, 1986). No obstante, justamente cuando una producción nacional sobre los grupos populares parecía levantar vuelo, los vientos intelectuales y políticos cambiaron nuevamente. Hoy, lo “popular” decididamente no está en el orden del día. Los intereses académicos siguieron otros rumbos. En los libros, tesis y proyectos de investigación, el término no aparece más. El clima subyacente a este cambio se manifiesta en las múltiples y pequeñas interacciones de la vida académica. Podemos citar la revelación de una investigadora al auditorio de un coloquio nacional: habiendo largamente estudiado los movimientos populares católicos (las CEBs, Comunidades Eclesiásticas de Base), ella reconoce que su entusiasmo por los movimientos sociales de clase sólo ocultó un “problema aún más profundo de discriminación”, el de la mujer… Esto también podría explicar la actitud de una doctoranda que, al esbozar sus primeros análisis sobre las comunidades negras, confiesa estar tentada de cambiar el objeto de estudio por las sociedades indígenas. Su razonamiento: los negros se asemejan demasiado a los “pobres”, un plomo. Los indígenas, he ahí un tema mas agradable! El examen de la jerga académica, empleada para describir las personas que no participan de la cultura dominante, revela las etapas de esa evolución. De una “masa anónima”, “amorfa” o simplemente “aquellos que van contra las reglas” de los años 60, ellos se volvieron protagonistas de “clases” (trabajadoras o populares) en los años 80, para volver al estatus de “pobres” en los años 90. El riesgo de esta nomenclatura es un retorno a la imagen de vacío cultural, de una población víctima –cuando no ignorante o alienada- esperando pasivamente que las fuerzas de la modernidad la eleven a la condición humana (Arruti, 1997). Algunos investigadores sugieren que es la realidad la que cambió, que los grupos populares no son más lo que eran. Nuevas relaciones de fuerza habrían tomado el lugar de las antiguas redes de solidaridad. El consumismo desenfrenado, la pertenencia a las bandas de traficantes, la adhesión a cultos que prohíben el contacto con los no-creyentes, todo eso crearía obstáculos a la vida asociativa del barrio. Según A. Zaluar, “La familia no va más junta al samba, el funk no reúne generaciones diferentes en el mismo espacio; el tío traficante desearía expulsar de la favela al sobrino que es de otro comando o de la policía o incluso del Ejército; la abuela negra y mãe-de-santo7 no puede visitar la casa de sus hijos y nietos pentecostales” (Zaluar, 1997). Esta “violencia molecular” habría criado, en las actuales favelas, un estado de anomia generalizada. Es claro que no podemos subestimar los cambios ocurridos en estos últimos años. En comparación a la década del 80, es muy probable que los “indígenas urbanos” parezcan más hostiles al investigador. Muchos de ellos pasaron de la iglesia católica a los cultos (principalmente pentecostales) que los investigadores no se dignan a

6 Esa nueva fase no es del agrado de todos los investigadores. Ver Eunice Durham (1986) que lamenta el derrape teórico que acompaña la sustitución de “proletariado” por “clases populares”. 7 Se mantiene la palabra mãe-de-santo en el portugués original. La mãe-de-santo es una persona ordenada como sacerdote, de la más alta jerarquía entre los oficiantes del culto en las religiones afrobrasileñas (umbanda, candomblé, quimbanda). (N. de la T.)

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frecuentar; otros transfirieron su adhesión de la escuela de samba a la banda de traficantes. Los “pobres” entran, por lo tanto, en categorías que nosotros, investigadores, deploramos y adquieren hábitos que escapan a los límites de nuestra tolerancia. Cabe entonces preguntarse: ¿se trata de una “desorganización” social o de una organización que nos causa rechazo? Olvidamos que las sensibilidades de los investigadores también evolucionan. La filosofía política en vigor parece reproducir la ideología de la modernización de los años 60, transmitiendo el mensaje de que, fuera del mundo “moderno”, la civilización no existe. Cuando abrimos los periódicos de 1998 ¿qué encontramos? Desaparecieron las noticias sobre los CEBs o las asociaciones comunitarias, esos movimientos de protesta de los años 80. Sobre los movimientos sindicales, vemos muy poco. (La última huelga de obreros de la industria petrolífera fue aplastada poco después de la instauración del actual régimen y, desde entonces, con excepción de los profesores, ninguna categoría supo movilizar el interés público). El único movimiento de oposición digno de interés (y esto, en gran parte, gracias al apoyo de entidades internacionales humanitarias) es el MST –Movimiento de los Sin Tierra. Como de casualidad, la imagen de este movimiento, en la prensa, está frecuentemente ligada a escenas de anarquía, crímenes, y a un “proyecto de socialismo elemental” que tendría como objetivo la caída del gobierno… Nosotros sugerimos que la desaparición de lo “popular” refleja, antes que nada, la evolución del momento político y de las ideologías que lo acompañan. Durante los años 80, en la efervescencia de los movimientos sociales surgidos para “resistir” a las presiones de un estado ilegítimo, lo popular era de bien visto, lo popular en cuanto noción, en cuanto campo ético-político producido por las fuerzas unidas de los intelectuales de izquierda, de los agentes de la Iglesia, y por las organizaciones no gubernamentales (Doimo, 1995). Ya fue ampliamente comentado como, en la época, el exceso discursivo llevaba a los investigadores a “ver” la cultura popular incluso allí donde ella no existía. Puede entonces preguntarse si, en el actual clima de euforia neoliberal, los investigadores no hacen exactamente lo contrario, considerando el silencio discursivo como prueba de la ausencia de cualquier realidad distintiva. El “silencio discursivo” en torno al tema de lo “popular” parece recorrer un camino inverso al de los estudios étnicos. En este campo, los investigadores invirtieron en el refinamiento de sus análisis. Hicieron la crítica de las antiguas nociones culturalistas que definían la identidad tribal en función de algunos trazos culturales, vestigios de un pasado supuestamente auténtico. A continuación, demostraron la influencia de la legislación federal en el resurgimiento de la identidad étnica. Recorriendo las diferentes etapas de esta historia –desde las políticas asimilacionistas del siglo XIX, que, con la extinción de las aldeas indígenas y la emancipación de los esclavos, abolieron de los tratados jurídicos cualquier identidad distintiva, creando una categoría homogénea de indigentes, huérfanos, marginales, pobres y trabajadores nacionales, pasando por el decreto Nro. 5484 (1928) que reavivó el interés en la “indignidad” y yendo hasta el artículo Nro. 68 de la nueva Constitución brasileña (1988) que decreta los derechos especiales de los descendientes de quilombolas8 (más 8 Se mantiene la palabra quilombola en el portugués original. La definición del término es controvertida. En líneas generales, refiere a un grupo social cuya identidad mantiene algún vínculo con grupos de

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allá de las sociedades indígenas)– los investigadores enfatizaron el poder instituyente de las categorías jurídicas y científicas.9 Reforzada por las nuevas leyes, la identidad étnica vuelve a estar en el candelero. Los descendientes de los grupos indígenas, casados generación tras generación con la población local, descubren de repente que pueden superar su estatuto de miserables reivindicando una identidad indígena. Los campesinos negros, que trabajan hace generaciones como medieros en tierras ajenas, descubren que tienen el derecho de tornarse propietarios de esas tierras, bajo la condición de declararse descendientes de esclavos fugitivos. En fin, la evolución de esas reivindicaciones muestra claramente que la identidad va mucho más allá de la herencia cultural; ella se actualiza a través de relaciones de fuerza que llevan a poner en la mira a la negociación de las fronteras del grupo político. Aún, habiendo aceptado la ruptura epistemológica, y constatado el carácter “manufacturado” de las identidades étnicas, los investigadores no abandonaron el barco. Muy por el contrario. Reaccionaron diciendo: no hay nada de nuevo en todo esto. De hecho, la mayoría de las “tradiciones” no tienen nada de particularmente auténtico. Las identidades no tienen nada de esencial. Ellas son constantemente reinventadas para adaptarse a las circunstancias (ver Hobsbawm & Ranger, 1983). Por lo tanto, en vez de considerar la “cuestión étnica” como muerta y enterrada, los etnólogos crearon nuevas categorías para describir los eventos en términos más adecuados. Hablan de “retribalización” en vez de “remanescentes”10, de la “producción” de las identidades en vez de la “recuperación”, de la “emergencia” de los grupos indígenas en vez del “redescubrimiento”, colocando el énfasis tanto en los procesos de “etnogénesis” como de etnocidio. La pregunta se impone: ¿qué hacemos con aquellos que, remezcladas las clasificaciones, quedan en el lote común de los “pobres”? Seguramente las críticas de la noción de “clase” de los años 70 y de lo “popular” de los años 80 son justificadas. Pero ¿tales críticas significan la desaparición del propio objeto? ¿Donde están los debates capaces de profundizar nuestra comprensión de las alteridades inscriptas en el juego de la estratificación social? ¿Dónde están los nuevos términos que toman en cuenta la negociación de las fronteras simbólicas en la sociedad de clases? No debemos ignorar las dificultades particulares que se presentan a los etnólogos deseosos de estudiar las “culturas de clase”. Si, desde el punto estrictamente formal, puede existir una cierta neutralidad en las clasificaciones étnicas, sexuales o de generación, en la cuestión de clases sociales esta neutralidad es imposible. El hecho de la desigualdad, implícito en todo lo que se refiere al otro, en este caso queda inscripto en los propios términos del lenguaje (“clase alta”, “clase media”, etc.). En esas condiciones, hacer valer la hipótesis de la alteridad puede parecer la consagración de la esclavos. Para más información puede consultarse: Reis Mota, Fábio. 2005. “Conflictos, multiculturalismo y los dilemas de la democracia a la brasileña. Una etnografía de los procesos de reconocimiento de derechos en dos comunidades de Río de Janeiro”. En: Tiscornia, ofía y Pita, María Victoria (Eds.) Derechos humanos, tribunales y policías en Argentina y Brasil. Estudios de antropología jurídica. Buenos Aires, Antropofagia, pp. 185-204. (N. de la T.) 9 Ver, por ejemplo, Arruti, 1997. 10 Remanescente es el término jurídico empleado para designar a las poblaciones que mantienen vestigios de un pasado étnico indígena o negro.

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injusticia social. Ahora bien, nosotros sugerimos que, por el contrario, la injusticia se muestra mucho más violenta exactamente cuando se niega la propia idea de alteridad, imposibilitando la escucha, cerrando definitivamente la puerta al diálogo.

En cada contexto una preocupación

El etnólogo brasileño que busca entender las alteridades producidas por las enormes desigualdades de su país, encontrará poca inspiración en los debates internacionales, pues cada investigador moldea sus análisis a la luz de las preocupaciones intelectuales de su propio contexto. En Europa, por ejemplo, el Estado Providencia redujo la pobreza a una proporción mínima de la población. La escolarización universal, las viviendas sociales, y los servicios públicos de calidad contribuyeron para la uniformidad de los estilos de vida, reduciendo la distancia entre la cultura popular y la cultura de la elite.11 En aquel continente, la noción de lo “popular” alimenta la reflexión principalmente de los historiadores como Thompson (1966, 1998), Elias (1973), Burke (1989), Darnton (1986), Ginsburg (1985) y Scott (1990). Esa literatura parece decir: otrora, los trabajadores tenían ritos, valores, y modos de vida particulares. El hombre común participaba de una cultura plebeya o popular que, conforme la ocasión, se confundía, a veces más, a veces menos, con la cultura de elite. No obstante, cuanto más él se aproxima al investigador, más este “otro” de los grupos populares tiende a evaporarse. No desaparece completamente; es reclasificado en otra categoría. Hoy en día, el pobre es considerado como miembro integral de la cultura “moderna”, la del investigador, pero, al ser asimilado al grupo de los “iguales”, pierde algo de su aura. Es el fin del romanticismo. No se habla más de una cultura rústica, ni de lo popular. Michel de Certeau y Dominique Julia notaron muy bien esto en su artículo sobre “la belleza del muerto” (1989): los folkloristas parecen preferir los sujetos agonizantes -como si una práctica debiese estar en vía de desaparición, y el peligro de lo exótico anulado para así merecer el título de “popular”-. Con pocas excepciones,12 la etnología abandona “esa gente” a otras disciplinas que no tardan en inscribirla exclusivamente en los propios términos de la sociedad dominante. Desde la caída del muro de Berlín, los investigadores en Europa dejaron definitivamente de hablar en términos de clase. Incluso antes, las nociones clásicas de un proletariado definido por su lugar en el seno de las fuerzas de producción, y dotado de autoconciencia, habían caducado. Sumemos a esto los problemas de la inmigración en Europa, las nuevas formas de fundamentalismo que se apropian del “discurso cultural” en busca de una justificación del racismo y de la xenofobia,13 y finalmente el resurgimiento de las identidades parroquiales que llevan a las guerras de odio étnico en la Europa Oriental, los asesinatos terroristas en el país vasco y en Córcega... Considerado ese contexto político, los etnólogos europeos se vieron obligados a reorientar sus análisis hacia nuevos temas. En vez de subrayar y destacar las especificidades de grupos particulares, se dedicaron a deconstruir las barreras culturales,

11 En un artículo anterior, yo destaqué la enorme diferencia, debido a las especificidades del contexto histórico, entre los “sectores populares” en Francia y en Brasil (Fonseca, 1987). 12 Ver, por ejemplo, Colette Pétonnet (1977), G. Althabe et al. (1985), Bourgois (1996), Loïc Wacquant (1997), Lepoutre (1997). 13 Ver Stolcke, Verena (1997) y, por la misma autora, “The 'right to difference' in an unequal world” (manuscript).

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a recordar que los “otros” no son tan “otros”. No es, por lo tanto, sorprendente que los grandes pensadores de la etnología contemporánea14 se hayan puesto a trabajar en asuntos como las culturas híbridas, las mixturas, y los flujos a través de las fronteras. En el contexto europeo, tal deconstrucción de las fronteras tradicionales es perfectamente comprensible. Luego de dos siglos de consolidación, el Estado-nación -hipercentralizado- exige una nueva retórica para adaptarse a los flujos modernos. En Brasil, recordemos, el gobierno central tuvo problemas para establecer una hegemonía cultural en todo el extenso territorio. Si, en la percepción usual, las alteridades fueron habitualmente minimizadas (siendo más destacada la complementariedad que el antagonismo entre ricos y pobres, negros y blancos, etc.), no es debido a la fuerza de un estado centralizador. Muy por el contrario. Bajo el manto de una visión vaga y holística del mundo, las partes, por diferentes que fuesen, debían identificarse con el conjunto.15 En tal clima, el problema que se presenta al investigador no es tanto atravesar las fronteras simbólicas, sino localizarlas. En cuanto a las teorías norteamericanas, sabemos que ellas evolucionaron mucho desde Oscar Lewis. En los análisis de los “grupos marginales”, el problema no se presenta más en términos de ignorancia o de patología de los pobres, pero sí en los mecanismos de discriminación social que los mantienen en la miseria.16 No obstante, en Brasil, esos análisis parecen mantener su cuño programático, o sea, la búsqueda de soluciones de los problemas sociales. Vehiculizada principalmente por las organizaciones no gubernamentales (ONGs) y algunas fundaciones financiadoras, este abordaje analítico ejerció una fuerte influencia sobre los investigadores brasileños. Para recibir becas y otras ayudas financieras, estos últimos tuvieron que estudiar las “minorías”: mujeres, indios, negros, niños -todos aquellos que son considerados víctimas de discriminación-.17 De ahí resultó la emergencia de nuevos personajes en el escenario social -el indígena, el descendiente de quilombolas, el niño de la calle... simulacros de alteridad acuñados en estereotipos creados para y por organizaciones no gubernamentales. Esa mezcla de investigación y de compromiso generó resultados mixtos. Alcida Ramos describe uno de los inconvenientes en su artículo sobre “el indio hiper-real”. Cuando “la alteridad radical” de los indios se muestra poco dócil, refractaria a las benevolentes influencias de las ONGs cuya única razón de ser es la “causa indígena”, estas accionan la imagen del “indio hiper- real”: el indio que desempeña el papel que los blancos le atribuyeron, que demuestra una pureza ideológica, que acepta morir heroicamente defendiendo su territorio, que resiste obstinadamente las influencias corruptoras de la civilización. 14 Ver, por ejemplo, los libros de Marc Augé (1991), Hannerz (1992). 15 Roberto DaMatta abrió camino a ese tipo de análisis aplicando al caso brasileño las teorías de Louis Dumont, desarrolladas a partir de la observación de las relaciones de jerarquía en la India. (Ver, de este autor: DaMatta, 1979 y 1985. Sobre la relación entre la parte y el conjunto, ver también, Ruben Oliven, 1992). 16 S. Ortner (1991) explica, no obstante, que los académicos americanos nunca fueron adeptos a las teorías de “clase”: “class is not a central idiom of cutural discourse in America”. 17 La proliferación de ONG durante los años 90 fue verdaderamente impresionante. Ver Valladares e Impelizieri (1991), Rosemberg (1993), Fernandes (1994).

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Se trata de la simulación del “indio verdadero”, el modelo creado preliminarmente que substituye completamente la experiencia vivida junto a los indios... El modelo delinea el indio de acuerdo con las necesidades de la organización... (produciendo) el indio- modelo, el indio perfecto, aquel que, por sus virtudes y vicisitudes, puede movilizar los esfuerzos defensores de los profesionales de las ONG's. Se trata de un indio que es más real que el real, el indio hiper- real.18

Asistimos así a la entrada en escena de un nuevo tipo de alteridad -una alteridad prefabricada que entra tranquilamente en dispositivos previstos por las ONGs y la Constitución Nacional. Se crean nuevos personajes, un “otro” exótico y (por lo tanto) aceptable, en cuanto se ignora la alteridad de las personas de carne y hueso -personas que frecuentemente se parecen más a los “pobres” que a las imágenes idealizadas de un pasado folklórico.

¿Indígena o simple mendigo?

Brasilia, capital federal. En una noche de sábado, abril de 1997, cuatro jóvenes ricos, circulando en un auto último modelo, para exorcizar el tedio, hacen su horrorosa elección de diversión: interrumpir el sueño de algún mendigo, mojarlo con gasolina y encender un fósforo. ¿Qué espectáculo podría ser más gratificante a sus torpes ojos que una figura en llamas gesticulando y girando desesperadamente, intentando en vano extinguir el fuego? Sucede que, para infelicidad de los jóvenes, el “mendigo” que escogieron era un indio pataxó, recién llegado a la capital para una conmemoración especial: el Día Nacional del Indio. Y, así, la historia de ellos -que nosotros lectores del diario sabremos con posterioridad que no es poco común (en promedio, un mendigo por mes es incendiado en la mayoría de las grandes ciudades brasileñas)- terminó mal. Confrontados por la opinión pública con la gravedad de su “broma”, los jóvenes esbozaron lo que, evidentemente para ellos, era una disculpa plausible:

No sabíamos que era un indio, pensamos que era un mendigo cualquiera.

Esa historia, banal y espeluznante al mismo tiempo, nos trae a nuestro punto de partida: la subjetividad del investigador y su relación con el objeto de estudio. El contexto político ejerce, es claro, una enorme influencia en la producción académica. En la retórica de los actuales gobiernos -de Menem, Fujimori y Fernando Henrique Cardoso a Blair, Chirac y Clinton-, la “mundialización” se presenta como una fuerza inexorable. Una ideología neo-evolucionista glorifica las fuerzas de la modernidad, dejando entender que fuera de la norma oficial, quedan solo “marginales” o “atrasados” -sujetos destinados a desaparecer, apenas dignos de un interés pasajero-. Ahora bien, los investigadores se mantienen normalmente a una cierta distancia de los modos políticos, para cumplir mejor su función crítica. ¿Por qué, entonces, ellos opusieron tan poca resistencia en lo que hace a la reflexión sobre los “pobres” de su propia sociedad? En el mes de mayo de 1997, con los estragos de la sequía, revueltas e invasiones a supermercados estallaron en Nordeste, pero los diarios clasificaron esos acontecimientos ya sea como una maniobra del partido de la oposición (PT), ya como

18 Ver A. Ramos, 1991 (traducción de mía, del inglés).

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una manifestación “espontánea” de personas hambrientas. Los protagonistas aparecen p bien como peones manipulados, o como elementos de la masa anónima. La curiosidad en cuanto a los comportamientos que escapan a la lógica oficial no parece ir más allá de esas dos hipótesis. Las “soluciones” para los problemas de la miseria, apoyadas en una filosofía filantrópica, siguen el modelo de la Comunidad Solidaria, organizada por la mujer del presidente: la ayuda humanitaria dispensada a necesitados sin rostro. No hay nada particularmente extraordinario en esa sintonía entre la política oficial de Estado y los medios. Lo curioso es que los análisis académicos sigan tan fácilmente el mismo camino. No es por casualidad que los primeros etnólogos partieron tan lejos a descubrir “al otro”. Los “salvajes” del otro lado del mundo eran como una hoja en blanco sobre la cual el investigador podía verter todas sus fantasías. De su “campo” él traía la prueba de la humanidad del otro -lo que es sin duda admirable. Pero frecuentemente esa humanidad llegaba a nosotros de manera destilada. Los malos olores, los piojos, todo lo que podríamos interpretar como vulgaridad de los indígenas quedaba atrás, en las islas, a confortable distancia o, por lo menos, escondido en las páginas del diario del investigador. Lo que nosotros, el público, recibíamos era el artefacto, la odisea del investigador en primer plano, y la realidad indígena -nuestra imagen reflejada- en segundo plano. No es, por lo tanto, sorprendente que los etnólogos hayan dejado las clases trabajadoras para las otras disciplinas. En ese caso, “el desvío del viaje”, ejercicio de exterioridad que lleva al descubrimiento de sí mismo, se revela difícil. Los pobres de nuestra sociedad están demasiado próximos de nosotros. Mirando bien, encontramos elementos interesantes -la música, la religión- algo que aun encaja en nuestros límites de alteridad o suena bastante folklórico para merecer atención. Pero el material en bruto aún es mucho. Las voces agudas, las sonrisas desdentadas, las ropas gastadas nos persiguen -impertinentes- en los corredores de los hospitales, en la fila de los desempleados, en los empujones de los ómnibus. Ellas se imponen en nuestro cotidiano. No tenemos siquiera el consuelo de las imágenes hiper- reales que nos protegerían contra el choque. De los indios modernos que mandan sus niños a mendigar en el mercado podemos decir: “No son indios verdaderos. Ellos perdieron la pureza de las tradiciones”. No hay ninguna frase análoga para los pobres. Por el contrario, decimos “No es un indio verdadero, es solo un mendigo”. Sin nombre, el “pobre” no tiene historia, ni existencia propia. De esa forma, no tenemos que hacernos preguntas acerca de nuestra relación con él. Con este silencio, encubrimos lo que sería el lado sórdido de nuestras existencias. No tenemos que confrontar una alteridad radical que nos haría sentir el lado frágil de nuestras certezas, el carácter cultural y de clase de nuestros valores “universales”. Es una verdad indiscutida que las clases, en el sentido clásico del término, no existen más. Pero la estratificación social no deja de manifestarse cada vez más violentamente. (En 1960, los más ricos del mundo poseían 30 veces más que los más pobres. En 1997, aquellos ya poseían 78 veces más que éstos.) Si, otrora, podíamos creer en el mito de la modernización, consolándonos con la idea de que las diferencias estaban en vías de desaparecer, y que los “excluídos” o “marginales” no eran más que un elemento arcaico de nuestra civilización, el número creciente de los personajes en

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esas categorías nos arrancan cualquier ilusión. Brasil puede ser un caso límite, pero lo que llamamos “efecto Brasil”, la distancia creciente entre ricos y pobres que crea sociedad en dos niveles, elitista y popular… este efecto brasileño parece estar extendiéndose por el mundo entero. Para acompañar los “tiempos modernos”, sería preciso que las ciencias sociales mirasen de cerca justamente los fenómenos que, en el inicio, fueron relegados muy deprisa a los márgenes de nuestras preocupaciones. Lo que parecía ser un vestigio del pasado se manifiesta ahora como una señal del futuro. Para evitar que nociones como “ciudadanía” y “sociedad plural” también se pierdan en el palabrerío de las muletillas políticas, debemos tomar la suficiente distancia para escrutar los diferentes sistemas de simbolización en el seno de la sociedad moderna y reconocer que, entre estos, el aspecto de la clase no es de menor importancia.