Kenneth Robeson - Doc Savage 14, Los Monstruos

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Los monstruos Kenneth Robeson http://www.librodot.com

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    Doc Savage/14

    CAPTULO I LOS CABEZA DE ALFILER

    Sobre el da quince de cada mes, Bruno Hen realizaba una operacin que fue, al cabo, su primer paso en falso, causa del desastre que no le afect slo a l sino asimismo a muchas otras personas. Bruno Hen sola vender sus pieles en dicha ocasin. El stock de que dispona, en su mayor parte de pieles de rata almizclera robadas con sin igual frescura a la lnea de trampas colocadas por sus vecinos. De stos el principal perjudicado era Carlos MacBride, hombrn un poco tardo de inteligencia pero honrado a carta cabal. Los hurtos se llevaban a cabo con una astucia sin precedentes, pues Bruno era el zorro ms ladino nacido en los bosques del Michigan septentrional. Sin embargo, el buenazo de Carlos no sospechaba de l. Y no porque le agradase el vecino. En cierta ocasin le haba sorprendido en el acto de ir a matar un pollo para la comida. El mestizo estrangulaba el ave complacindose en su agona con un alborozo bestial. Desde entonces Carlos le tuvo por el ser ms desalmado de la regin. El da en que Bruno las llev al mercado, la demanda de pieles fue persistente, de modo que obtuvo pinges beneficios y decidi celebrarlo. Esta decisin fue su segundo error. Casualmente se exhiba en Trapper Lake el Atlas Congress of Wonders. El Atlas no alcanzaba la categora de circo, pero, de momento, era la nica atraccin de Trapper Lake. As, Bruno Hen pens en entrar para distraerse un poco. Tal fue el tercer paso en falso. El cuarto, impensado como los anteriores, fue su detencin ante un stand determinado. -Seoras y caballeros!-deca a voz en cuello el empresario-. Vean el espectculo tremebundo, fantstico, extraordinario, de unos seres nacidos en el frica tenebrosa. Vedles, buena gente! Verdad que no parecen humanos? Pues lo son! Son salvajes, canbales, oriundos del frica. Pertenecen a la tribu de los cabezas de alfiler. El Atlas Congress of Wonders no estaba muy por encima del nivel de sus congneres en punto a veracidad. Sin duda en ms de una ocasin habra engaado al pblico con la exhibicin de falsos canbales o salvajes. Mas, por casualidad, los cabezas de alfiler, eran, en aquella ocasin, artculos genuinos importados de un lejano continente por un circo de mayor importancia quebrado recientemente. Bruno se acerc a la plataforma con objeto de ver ms de cerca a los canbales. Qu seres ms espantosos! El ms alto de los tres apenas hubiera alcanzado al nivel del primer botn del chaleco de Bruno: Todos eran rechonchos y cuadrados.

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    Hubirase dicho que eran simios pelados teidos de negro y despus embetunados como los zapatos. Pero, sobre todo, el contorno de sus cabezas era impresionante, pues en lugar de afectar la forma redonda que es corriente, se levantaban sobre la frente terminando en aguda punta. Al propio tiempo eran pequesimas, no guardando proporcin con el resto del cuerpo. Lanzaban en torno recelosas miradas furtivas como las de un animal salvaje y, de vez en cuando, saltaban sobre la plataforma o emitan sonidos semejantes a los maullidos de un gato aunque eran palabras, evidentemente. Mientras les observaban, los buenos habitantes de Trapper Lake estaban convencidos de que actuaban de acuerdo con el empresario. Pero, se engaaban.Verdaderamente eran seres faltos de inteligencia. Bruno Hen les contempl y una sonrisa le ensanch la boca de oreja a oreja. La idea de que hubiera seres humanos tan castigados por la naturaleza le hizo mucha gracia y lanz una carcajada. La carcajada llam la atencin de los pobres salvajes, que le miraron. Su sonrisa era insultante, mas, los cabezas de alfiler no se dieron cuenta de ello a causa de su pobre inteligencia. Es ms: la tomaron por un acto de simpata. A su vez sonrieron a Bruno, dando grandes saltos y golpendose los pechos con los ridculos puos, que es el modo de demostrar amistad en las selvas del frica. Bruno solt una segunda carcajada estrepitosa igual a aquella que le oyera MacBride en el momento de ir a matar al ave. La crueldad que implicaba movi al empresario a terminar de modo brusco su arenga al pblico y mir fijamente al mestizo. En Bruno Hen vio a un ser voluminoso de tez color tabaco. Llevaba el traje deshilachado y mugriento, holgado en demasa, altas botas de piel de ciervo hechas por l mismo, a juzgar por las apariencias, y se cubra la cabeza con un sombrero verde, nuevecito, lo mismo que la corbata, de un color amarillo rabioso. El empresario era un alma de Dios. Por ello no le haba agradado la carcajada de Hen, que le hizo estremecerse y decidi encolerizarle para obligarle a que se quitara de en medio. Plantndose de un salto junto a uno de los salvajes, fingi escuchar con atencin las palabras ininteligibles que deca. -Atencin, seoras y caballeros!-grit luego-. Acaba de suceder una cosa sorprendente! Estos canbales del frica tenebrosa, me dicen que acaban de ver, en este momento, a un miembro de la tribu, desaparecido hace muchos aos. Alz un brazo y sealando a Bruno con un ademn, concluy: -Los cabezas de alfiler han descubierto en ese individuo al compaero perdido. La multitud prorrumpi en una unnime, estrepitosa carcajada. Los salvajes saltaban sobre la plataforma riendo y gritando. Eran felices.

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    En apariencia asentan a lo dicho por el empresario aunque en el fondo no hubieran entendido ninguna de sus palabras. A Bruno Hen se le encendi la sangre. Uno de los negros repiti el ademn del empresario. Alz el brazo y le seal, mascullando palabras extraas. El hombre voce: -Vean, seores, cmo el salvaje del frica declara que el sujeto ese del sombrero verde y la corbata amarilla podra pasar por su hermano gemelo! Basta con echarle una ojeada! La frase hizo patear de rabia al mestizo, con gran satisfaccin de su contrario. De un puetazo se hundi el sombrero hasta los ojos y luego se apart de all arreglndose el nudo de la corbata. Pero tena el pescuezo como la grana y murmuraba entre dientes. Prueba de su estupidez era lo convencido que estaba de la verdad de lo dicho por los salvajes, segn el empresario, y de acuerdo con ello estaba muy enojado. Algo ms abajo, a mitad de la calle, hall instalado al Hrcules de la feria. -He aqu al hombre de los msculos ms potentes del mundo entero!-gritaba el hombre que le exhiba-. Venid a verle actuar! La entrada cuesta diez centavos, dcima parte de un dlar solamente. Es el hombre ms fuerte del globo. l solo podra competir con el famoso Doc Savage. Pero, por desgracia, jams se ha celebrado un encuentro entre los dos. Por consiguiente, no se pueden establecer comparaciones. Bruno Hen frunci el ceo. -Como jams llegaris a ver a Doc Savage, entrad y presenciaris las proezas del hombre ms fuerte del mundo... Hen trat de recordar a la persona de Doc Savage. El nombre no le era desconocido, por lo menos. Pronto lleg delante de otro stand donde se exhiba una maravilla mental, un hombre que afirmaba poda responder a cuantas preguntas se le dirigiesen sin consultar antes un libro de referencias. Era un sbelo todo. -nicamente Doc Savage podra competir con l... Hen se rasc la cabeza y trat de hacer memoria. -Conocis a Doc Savage, amigos? Supongo que no. En tanto entrad a ver cmo acta el hombre de inteligencia privilegiada que aqu veis. De pronto se hizo la luz en la mente de Bruno. Recordaba la persona de Doc. Era un ser casi legendario, misterioso, que viva en Nueva York, pero del cual se afirmaba que era capaz de correr del uno al otro confn de la Tierra para castigar a un malvado. Era el protector de los seres dbiles e indefensos. En los almacenes de pieles de Trapper Lake haba odo narrar a los viajantes historias fantsticas relativas a Doc Savage. Ni remotamente poda imaginar que precisamente el ser de quien se contaban cosas tan novelescas iba a jugar un papel importante en el futuro de Trapper Lake. Tras de recorrer el terreno ocupado por el circo se hall, sin querer, entre las tiendas y carros que servan de habitacin a sus componentes. All hizo alto, con los ojillos de cerdo brillantes de satisfaccin. Su rostro asumi una sonrisa franca, de placer.

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    Hacia l vena una mujer joven, de cabellos sorprendentes, tanto que Bruno no recordaba haber visto otros parecidos en el mundo. Tenan el matiz del acero. Su duea los llevaba sujetos a modo de toca estrecha en torno a la cabeza, excepto en la frente, sobre la cual caan en varios bucles sedosos. Calzaba botas altas, con leggis, y vesta una chaqueta de color rojo escarlata. De su cintura penda un pequeo revlver. Bruno era atrevido. Se prepar a abordar a la muchacha. sta, que evidentemente conoca las costumbres de los hombres de su calaa, le evit dando media vuelta. Bruno la sigui sin avergonzarse. Pero se detuvo en seco cuando la vio tomar una silla y penetrar, tranquilamente, en una jaula donde se paseaban varias fieras de larga melena, que acogieron su llegada con sonoros rugidos. La muchacha del cabello color acero era, pues, una domadora de leones. Plantado ante la jaula, se maravillaba Bruno de que no la mataran las fieras y despus asisti al acto de cerrar la jaula para llevarla dentro del Big Top, el circo propiamente dicho, donde ya el empresario gritaba: -Y ahora vamos a presentar a ustedes una muestra admirable, jams igualada, del domino de los nervios que sobre s misma tiene la seorita Jean Morris. !Hela aqu con su troupe de leones salvajes! Bruno Hen dio varias vueltas en torno a la tienda de lona, con objeto de volver a ver a la muchacha del maravilloso pelo gris. Pero no compareca. Sin duda habra salido por otra puerta. Entonces volvi a pensar, sin querer, en los cabezas de alfiler y se le reaviv la rabia. Saliendo del terreno reservado al circo, adquiri varias provisiones en una tienda de Trapper y se dirigi a su casa. No tena an la ms mnima idea de que su actuacin de aquel da iba a constituir el fundamento del desastre que le amenazaba. Su cabaa estaba situada muy cerca de la playa del lago Superior, y consista en una trabazn de troncos, madera y brea. Slo constaba de una habitacin. El rstico hogar hacia las veces de estufa y de cocina. Para la ventilacin de la cabaa se haba abierto en ella una ventana, adems de las rendijas usuales. A excepcin del buen Carlos MacBride, que viva a meda milla de distancia de la playa, no tena ms vecinos. En la cabaa no haba, tampoco, un telfono ni Bruno lea jams el peridico. De aqu que, cuando el Atlas Congress se declar en quiebra despus de haber contado su Director los beneficios de su ltimo da, de representacin, no lo supiera Bruno hasta bastante despus. Al da siguiente de su visita al circo, rob diestramente una red acabada de colocar en el punto preciso por Carlos MacBride. De ella sac solamente los peces que se iba a comer; mas, en lugar de dejar el resto dentro de la red, los revolvi y acab por echarlos a un lado. No vaya a creerse que trat con bondad a los peces, sin embargo, pues antes de desecharlos les asestaba a cada uno un buen golpe en la cabeza. Su cerebro no funcionaba bien y ello motivaba el deleite que senta al cometer esos actos. En los das subsiguientes se ocup en arreglar la canoa, ponindola una o dos cuadernas nuevas y aplicndoles luego una capa de estopa.

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    Se aproximaba la estacin de la pesca. Con el arribo del verano usualmente se diriga hacia el Sur, a un distrito ms habitado, y all ofrecase como gua. Fue durante la semana subsiguiente al da de su visita al circo, cuando Bruno Hen dio un paso ms camino del desastre. Era algo tarde y todava estaba preparando la cena, cuando oy un ruidillo particular. Frea pescado. Sobre el chisporroteo del aceite hirviendo crey or un gemido. Con rpido gesto apag la luz. Como era malo por temperamento, siempre pensaba mal de sus semejantes. Sus ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad. Aun cuando no haba luna, el cielo estaba despejado y las estrellas despedan un resplandor ms que suficiente para la visin. Mir por la ventana. El cristal necesitaba un buen fregado, mas aun as, distingui algo en el exterior, a consecuencia de lo cual se le pusieron los pelos de punta. De un salto atraves la cabaa y tom el rifle. Luego se lanz al exterior. Lo que haba visto desde la ventana haba sido una odiosa aparicin y, no obstante, no le era desconocida. Perladas gotas de un sudor fro brotaron de su piel mientras se adentraba en la noche. -Por todos los diantres!-exclam, pues el horrible espectador de la ventana no era otro que un cabeza de alfiler. El canbal no estaba solo. Bruno vio a sus dos compaeros acurrucados, como un grotesco montn de huesos, junto a la ventana de la choza. Los tres temblaban como animales asustados.Como se diera cuenta de que le teman, se sinti ms atrevido. -Qu queris?-les pregunt. La respuesta fue una serie de sonidos inarticulados hilvanados en rpida sucesin. Bruno no pudo comprender ni una palabra. No poda suponer que a causa de la quiebra del circo, los infelices salvajes, extraviados, iban murindose lentamente de hambre. Como desconocan el idioma de la nacin y su inteligencia no les sugera el modo de darse a entender mediante signos, los cabeza de alfiler se hallaban en un verdadero aprieto. Bruno los contempl con el ceo fruncido, pensando en la mortificacin a que le sometieran en el circo. -Largo de aqu!-exclam. Por toda contestacin, los salvajes agitaron frenticamente los brazos y tornaron a su jerga incomprensible. Se moran de hambre. Uno se postr delante de Bruno y trat de asirle por las rodillas. Bruno le asest un puntapi tan violento que le envi rodando a unos pasos de distancia. Aparentemente complacido por el sonido de su pie al entrar en contacto con la carne humana, el mestizo le asest otro puntapi. Luch contra los pobres salvajes, valindose del rifle y de los puos. Debilitados por la falta de alimento, los cabezas de alfiler evadieron tan slo unos cuantos golpes. Lesionados, sangrantes, se retiraron al fin -Como volvis por aqu, ser todava peor la medicina-les grit Bruno. Los salvajes desaparecieron en el bosque, dirigindose al Sur. El mestizo permaneci inmvil, iluminado por la luz de las estrellas, hasta que se apag el rumor de sus pasos. Slo entonces penetr riendo en la cabaa.

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    Posiblemente unos diez minutos despus, llegaron a sus odos apagados alaridos. Aquellos alaridos procedan, al parecer, de la direccin tomada por los cabezas de alfiler. Duraron slo un momento y se apagaron con inquietante prontitud. -Probablemente dos de ellos se habrn comido al tercero-dijo Bruno. Lo ignoraba, y no obstante, acababa de dar el paso final hacia el desastre.

    CAPTULO II TERROR

    Pasaron los meses. Bruno se haba dirigido al Sur durante la estacin de la pesca, como de costumbre, mas aquel ao no le fue tan beneficioso como los aos pasados. Obtuvo, s, dos contratos en calidad de gua, que duraron sobre unas diez semanas o cosa as. Finalmente se le ofreci otro, ventajoso. Sin embargo, como cometiera el error de intentar limpiar a su patrn una gruesa cartera que llevaba en el bolsillo del pantaln, fue descubierto. Con su habilidad de costumbre logr evadir el tiro que se le dirigi a quemarropa; mas, para no ir a la crcel, tuvo que correr a ocultarse en lo profundo del bosque que le serva habitualmente de morada. Si su vuelta repentina sorprendi al noblote MacBride, ste no lo manifest. En el transcurso de las semanas pasadas sus redes habanse llenado mucho ms que de costumbre, pero aun as, no haba cado todava en la cuenta del motivo. Pero si no le haba sorprendido el regreso inesperado del mestizo, s le sorprendi, y no poco, la visita que le hizo su vecino varias noches despus. Qu pasara? Desde luego algo extraordinario. Se lo dijo la actitud del mestizo, cuyos ojos erraban, inquietos, al propio tiempo que, aun cuando la noche era fra, sudaba abundantemente. Tambin repar en el abultado bolsillo de su americana. -Ha odo algo?-le pregunt Bruno sin ms prembulos-. No hace unos minutos que ha sonado. MacBride mene la cabeza. Jams empleaba un monoslabo cuando lograba hacerse entender mediante un gesto. Haba odo, s, los rumores usuales nocturnos. La segunda pregunta de Bruno le sorprendi ms, si cabe, que la primera. -Qu sucede cuando un hombre se vuelve loco? Pero MacBride no se ri. -Qu s yo! Supongo que le asaltarn ideas extravagantes-replic. -Ve cosas raras? -Me lo figuro. El visitante se enjug el sudor de la frente con el revs de la mano y en seguida se sec sta en los pantalones de pana. De pronto se llev la mano al abultado bolsillo y la sac llena de billetes de Banco. -Es usted el hombre ms honrado que conozco-dijo a MacBride-. Quiere hacerme un favor?

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    MacBride semejaba a una montaa enrojecida por los muchos vientos y sus ojos eran tan azules como el lago Superior. Mir plcidamente los billetes y contest: -No tengo inconveniente... siempre que sea sin inters. Bruno deposit los billetes sobre la mesa. -En ese caso, tmelos-le suplic-. Por si me ocurre algo desagradable, deseo que los utilice para alquilar los servicios del mejor detective del mundo. MacBride abri mucho los ojos. -Quiero que se encargue de investigar lo que pueda ocurrirme-sigui diciendo el mestizo-. Quiero que sea el mejor de todos los que andan por ah. Aqu hay dinero en cantidad ms que suficiente para el caso. MacBride dirigi una ojeada a los billetes. Realmente sumaban una cantidad considerable, muchos miles de dlares. Comprendi que deban ser los ahorros hechos por el mestizo en el transcurso de su vida. -Pero, qu le pasa? Sepamos-observ, muy serio-. Todo eso me parece raro. Bruno trag saliva, desasosegado. Una oleada de rubor le oscureci la tez cobriza. -Es posible que sea una tontera ma, despus de todo-repuso, -mas, si desea complacerme, recuerde lo que le encargo. -Lo har-prometi MacBride. Bruno se despidi de l sin responder a las lentas preguntas que le diriga su concienzudo vecino. Llevaba consigo una lmpara de bolsillo que mantuvo constantemente encendida mientras atravesaba el bosque. Durante todo el camino asest sus rayos ora aqu, ora all, como si temiera ser atacado sbitamente por algn habitante de la selva. Desde la puerta de la cabaa MacBride contempl cmo se alejaba, e hizo un movimiento pausado con la cabeza. -Algo le pasa a ese mozo-gru. Pensativo, manose los billetes-. Se conduce lo mismo que si hubiera visto al diablo. No soaba siquiera lo mucho que se acercaba a la verdad, al afirmarlo. Despus de haber entrado en su casa, Bruno cerr la puerta con llave. Arranc trozos al entarimado y, con las toscas tablas, atranc los postigos de la ventana. Una vez realizada la operacin descolg el rifle, dejndolo sobre la mesa, al lado de la caja llena de cartuchos. Carg los dos caones del arma, dispuso un pequeo montculo de balas sobre la, mesa, carg tambin el revlver y se lo puso al cinto. No cerr los ojos en toda la noche, ni siquiera se sent en una silla. Presa de una nerviosidad manifiesta, paseaba por el reducido interior de la cabaa, detenindose con frecuencia para atisbar por las rendijas. La luna brillaba con luz resplandeciente en las alturas. Slo una brisa ligera, agitaba suavemente el arbolado que circundaba la cabaa. Desde muy lejos llegaban hasta l, en ocasiones, aullidos de linces que luchaban entre si y el lamento melanclico del lobo solitario. Con la brisa vena mezclado el olor perfumado de los pinos. Sin embargo, la paz de aquella deliciosa noche no tranquiliz a Bruno. Cosa extraordinaria! Durante el da siguiente no sali de la cabaa. Tantas veces que no se podran contar atisb el exterior, presa de mortal expectacin.

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    Era evidente que la noche anterior al da de su visita a MacBride haba visto algo terrible. Y cuanto ms pensaba en ello, ms miedo tena. A medioda durmi un poco. La noche la pas otra vez en vela. Con el nuevo da arrib MacBride al claro. -Vengo a ver cmo le va-dijo. Bruno le mir desde el otro lado de la ventana, enrejada y no le invit a entrar. Es decir, no dijo nada. El voluminoso MacBride se col de rondn. Con paso tardo recorri el interior de la casita, convertida por Bruno en una pequea fortaleza. -Teme algn ataque?-pregunt. El mestizo frunci el ceo. -Mtase en sus asuntos-dijo. Pero esto no desconcert a MacBride. El honrado trampero sonri con agrado. -Traigo conmigo el dinero. Quiere que se lo devuelva?-le propuso. -No, gurdelo. Si algo me ocurriera, emplelo en procurarse un detective, como ya le he dicho. -En cierta revista se habla de un sujeto extraordinario que, al parecer, se dedica a enderezar entuertos. Quizs le conviniera-explic MacBride. -Cmo se llama? -Doc Savage. Bruno record las lisonjas dedicadas a Savage por los empleados del circo Atlas. Le haban calificado de ser maravilloso, inteligente, de prodigio de fuerza muscular. -S, me conviene-confes. -O. K.-exclam MacBride-. Y ahora, dgame, Bruno: qu es lo que tiene? -Nada. Lrguese. -Usted est chiflado-replic MacBride. Y parti. Bruno recompens la bondad del gigante dejando la cabaa, por la tarde, y devastando una de las redes tendidas por MacBride. Tras escoger entre los pescados unas cuantas lubinas muy hermosas, dej ir el resto al agua. Pensativo, torn en seguida a refugiarse en la choza. -Deb contarle a MacBride lo que he visto rondar por aqu la otra noche -se dijo, pausadamente-. Pero no. Creera que estaba loco. Una vez dentro de su casa, atranc la puerta. El ejercicio haba adormecido un poco sus temores. Se tendi en el lecho y se qued dormido. La noche estaba muy avanzada cuando abri los ojos. No se movi, de momento. Permaneci tendido, con el cuerpo rgido, y aplic el odo. Qu era lo que le haba despertado? Ah, s! Un viento singular que soplaba fuera, por lo visto. Un viento que soplaba a rachas espaciadas.El mestizo temblaba de pies a cabeza. Aquel rumor era muy extrao. Poniendo especial cuidado en no hacer el menor ruido, se levant de la cama, tom el rifle con una mano, empu el revlver con la otra, se acerc a la ventana y atisb por una rendija. Lo que vio le movi a lanzar un grito de horror. De un salto retrocedi y levant el rifle a la altura de los ojos. Era un arma excelente, destinada a la caza del alce. Hizo fuego.

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    La bala atraves las tablas como si hubieran sido de papel. Torn a disparar. Se mantuvo derramando sobre la pared de la cabaa una lluvia de plomo, hasta vaciar la cmara del rifle. Entonces se provey de nuevos cartuchos y continu disparando sin cesar. -Esto es peor todava-balbuce, refirindose a lo que haba visto en el claro. Por encima de los estampidos del rifle y de los gemidos del mestizo, sonaron en la cabaa espeluznantes chasquidos, estallidos inverosmiles. Bruno levant la vista, loco de terror. Estaban arrancando parte del techo de la choza. Gruesas tablas saltaban. por el aire o eran separadas con violencia. Las vigas se estremecan al empuje de una fuerza catastrfica. Sin dejar de hacer fuego, Bruno corri a situarse al otro lado de la pieza. Una parte del techo se desprendi, de pronto, entre chirridos de clavos arrancados y crujidos de madera rota. Algo surgi a travs del boquete abierto. El mestizo lanz toda una serie de alaridos, en rpida sucesin. Corra enloquecido, de un extremo a otro de la cabaa, semejante al conejo cado en la trampa. MacBride, su vecino, tena el sueo ligero, cosa poco comn dada su corpulencia. As, oy los alaridos y el ruido de los disparos hechos por el desgraciado mestizo. Saltando del lecho, tom un rifle del armario y corri al lugar de la catstrofe. Pero mucho antes de que llegara al claro, se extinguieron los gritos de Bruno. La extincin fue acompaada de una especie de balido penetrante. Llegado al claro, le sorprendi un espectculo nunca visto. La casa de troncos se haba convertido en un momento en informe montn de madera y hierros. Encendi un fsforo y describi una vuelta en torno. Casualmente pos la mirada sobre una viga gruesa como el muslo de un hombre y lanz un ligero silbido de asombro, pues algo-poda imaginar lo que poda haber sido- la haba aplastado como si fuera una simple brizna de paja. Se detuvo y aplic el odo. De las ruinas de la choza salan ligeros chasquidos, pero ms lejos, como si procediera del lago, oy leve un chapoteo. Despus ya no oy ms. El estrpito producido por el derrumbamiento de la casa haba sido de tal magnitud que, asustadas, callaban las aves nocturnas, los insectos, los animales todos del bosque. MacBride escarb ahora en el montn de escombros y descubri una sanguinolenta piltrafa. Tuvo que examinarla por espacio de unos segundos antes de convencerse de que tena delante los restos mortales del mestizo. Carlos MacBride describi amplio crculo en torno a la cabaa y registr sus alrededores. -Esta faena es digna de Doc Savage -murmur.

    CAPTULO III COMPAEROS DE VIAJE

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    Los aeroplanos modernos de pasajeros son inventos eficientes. No slo desarrollan gran velocidad, sino que sus cabinas acolchadas permiten conversar en un tono de voz normal. Lindas camareras sirven a los pasajeros caf y sandwiches. El buen Carlos MacBride ocup un asiento a bordo de una de estas naves areas en su viaje a Nueva York. Trataba de aparentar indiferencia, sosteniendo la taza de caf en la palma de la mano y un pedacito de sndwich con dos dedos de la otra. Entre sorbo y sorbo, miraba las nubes que les rodeaban. Era la primera vez que viajaba de aquel modo. De las impresiones de toda su vida en los bosques supona que las nubes eran slidos objetos; en aquellos momentos descubra que eran de una substancia vaporosa, difana, con poca ms densidad que el humo de un cigarrillo. Un pasajero vino a interrumpir el hilo de sus pensamientos. -Observo que le gusta leer los anuncios de las revistas-le dijo. Carlos MacBride volvi el rostro, y vio a un individuo alto, pecoso, de cabellos rojos lo mismo que los bigotes. Estos ltimos eran una creacin. Parecan de cera. El desconocido vesta un sencillo traje oscuro y pareca bien acomodado. Sin duda haba estado leyendo un peridico, pues lo tena doblado al desgaire sobre las rodillas. De l era visible un anuncio particular. Consista simplemente en grandes letras negras que campeaban sobre un fondo blanco: Atencin. Ya llegan los monstruos... Mas, como no estaba colocado a la altura de los ojos de MacBride, ste no lo ley. Como en su fuero interno asociaba a los individuos pecosos con la flor y nata de la simpata, sonri al viajero y le dijo: -Desde luego. Sobre todo cuando son de actualidad. -Veo que lee usted un artculo dedicado a Doc Savage-continu diciendo el otro. -Oh, s!-replic MacBride. -Es un tipo interesante ese Doc Savage, Ah, perdn! An no me he presentado a usted. Me apellido Caldwell. -Le conoce?-interrog MacBride. -Oh, no! Pero me agrada mucho. A usted le ocurre lo propio, verdad? -Ha ledo sus hazaas? -S. Por lo visto es un gran detective. -Detective?-Caldwell lanz una carcajada-. No: no lo es. MacBride abri un palmo de boca. Estaba francamente sorprendido. Lo nico que saba de Doc Savage era lo que acababa de leer en la revista. Segn sta, Doc, ayudado por un grupo de cinco hombres resueltos, sus ayudantes, acababa de reducir a una banda de asesinos. Y, en la creencia de que era, detective, se diriga tambin a Nueva York, para rogarle que investigara la causa de la muerte de Bruno Hen. -Conque, no es detective? - repiti. -No lo es en el estricto sentido del vocablo - corrigi sonriendo Caldwell-. Es ms bien, cmo le llamara yo?, un arrglalo todo. Se dirige hasta el confn de la tierra, hace en l justicia a los malhechores, y socorre a los desamparados.

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    Carlos MacBride respir con mayor desahogo. Quizs, despus de todo, se interesara por la suerte de Bruno. -Qu es lo que sabe de Doc Savage? A ver - suplic a su compaero de viaje-. Porque en esta revista no se explica gran cosa de su historia. -Pues lo que conoce todo el mundo, naturalmente. Se le ha dado una educacin especial para la ocupacin a que hoy se dedica. Su difunto padre fue sobre todo su mentor. Y, como resultado, es casi un superhombre, fsica y mentalmente. -Un superhombre? Qu quiere decir eso? - Inquiri MacBride, a quien confundira el desconocido vocablo. -Pues que es un hombre dotado de una extraordinaria fuerza muscular-le explic Caldwell -, y en materia de inteligencia ha estudiado intensamente casi todas las ramas de la Ciencia. De modo que hay es una maravilla en cuestin de sabidura. El aeroplano se inclin de pronto y descendi. Caldwell asom la cabeza por la borda. -Hola! - exclam-. Ya llegamos. Mas, aun cuando MacBride no haba estado nunca en Nueva York, aquello demostr un inters de buena crianza por la vasta metrpoli. -Hbleme, hbleme de Doc Savage.. - suplic a su compaero con vida curiosidad-. Qu ms sabe usted de l? -Poco ms - replic, amablemente, Caldwell-. S, por ejemplo, que le ayudan cinco caballeros, cada una de los cuales es perito en una materia distinta. Se dice que uno de ellos es abogado famoso, otro qumico, otro ingeniero, y los dos restantes uno electricista y el otro gelogo. -Caramba! - exclam el trampero. Caldwell le mir con atencin. -Veo que le interesa a usted mucho Doc Savage-observ Caldwell. -Muchsimo-confeso el trampero, sonriendo-. Como que voy a verle. La declaracin pareci impresionar a Caldwell, pues frunci expresivo las cejas. -Vaya, vaya-exclam-. Esto s que es interesante! El tono lisonjero de aquella frase envaneci a MacBride, que se pavone con orgullo. Como, en el fondo, deseaba hablar con alguien de la muerte de Bruno Hen, procedi a hacerlo as, sin pensar ms. Cant detalladamente su historia a Caldwell, y, despus, le mostr un recorte de peridico. -Pertenece al peridico Clarion, de Trapper Lake-le explic-.Vea usted este nombre en la parte superior del recorte. Caldwell ley el trozo de papel. -Aqu dice que un tornado muy especial demoli y derrib la cabaa del mestizo, cogindole a l debajo-observ. -Bah! Ese reportero no sabe lo que dice-exclam MacBride; y asumiendo un tono confidencial, agreg:-Mire usted: mi cabaa se encuentra a poca distancia del claro y no me di cuenta de que soplara el huracn. Adems, el cielo estaba tan limpio como el cristal. Caldwell le devolvi el recorte. -As, viene a la ciudad para pedirle a Doc Savage que se encargue de esclarecer el misterio?

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    -Eso es. El propio Hen me dio el dinero necesario. Por ello cumplo con su ltima voluntad y con un deber de conciencia al dirigirme en busca de Doc Savage. -Es muy cierto-convino Caldwell. Luego se puso a mirar a una mujer que bajaba por el pasillo, procedente del tocador. Carlos le imit. Mir, a su vez, a la muchacha que pareca una pintura arrancada de un cuadro. Sus cabellos tenan el color exacto del acero, y llevaba un vestido de viaje, algo usado, pero limpsimo. El contacto de MacBride con las mujeres hermosas se haba limitado casi exclusivamente a la contemplacin de sus rostros en las revistas. Pues bien: aquella joven era tan seductora como cualquiera de las fotografas que recordaba haber visto. Muy seria, pas por delante de ellos-sus pupilas tenan un matiz acerado que armonizaba con el color de sus cabellos,-y fue a sentarse delante. A su lado, sobre el asiento, reposaba un rado maletn. MacBride tena vista de lince, y ley el marbete que penda del maletn: Juana Morris. Premier mundial. Domadora de leones. Atlas Congress of Wonders. Sobre el nombre del circo se haba trazado una lnea prolongada y debajo pona: ciudad de Nueva York. El Atlas Congress of Wonders era el circo declarado en quiebra al llegar a Trapper Lake meses atrs. Y record que, con el circo, iban tres salvajes pertenecientes a la tribu de los cabezas de alfiler, que, despedidos, haban desaparecido misteriosamente. La voz de Caldwell quebr el hilo de sus pensamientos: -Vea, es el aeropuerto de Nueva York. En la excitacin del desembarque se encontr separado de su nuevo amigo. Si hubiera podido seguirle hubiera sentido la sorpresa mayor de su vida. Caldwell se dirigi a un punto desierto del campo de aviacin, anejo a las oficinas, y, una vez a cubierto de miradas indiscretas, abri la maleta de viaje. De ella extrajo dos grandes revlveres automticos que meti en las fundas sobaqueras correspondientes y luego una granada de mano, estriada, como las que se utilizaron durante la gran guerra. A continuacin sali de la maleta un banjo. El largo cuello y la panza redondeada de este instrumento musical consista en dos secciones separadas que encajaban una dentro de la otra y encerraban una silente, ingeniosa escopeta que se disparaba pulsando las cuerdas del banjo. Rpidamente, Caldwell se atus los bigotes, les aplic un tinte y, hecho esto, verti una buena parte del lquido sobre su cabeza. Bigote y cabellos adquirieron al punto un intenso color negro. De la misma maleta sac y se puso una mugrienta chaqueta; despus ech a andar. Convertido en msico ambulante, moreno y un tanto cargado de espaldas, se lleg a un taxi de los que aguardaban a la salida del campo. Nueva York alberga en su seno muchsimos curiosos y el taxista concibi en el acto mala opinin de l al orle decir, con aire gazmoo, que aguardara, para arrancar, a que se hubiera diseminado la multitud congregada con motivo de la llegada del aeroplano de pasajeros.

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    Pero, aun as, no le permiti que moviera el taxi hasta que Carlos MacBride no hubo tomado otro taxi y salido, dentro de l, hacia la parte comercial de la ciudad. Entonces recibi rdenes precisas del msico, dadas con tal habilidad que no se enter de que iba con el auto en seguimiento del honrado trampero. Cuando hubieron recorrido de este modo el trayecto equivalente a unas veinte o treinta manzanas, se convenci el falso Caldwell de que MacBride se diriga al despacho de Doc Savage. Entonces orden al taxista que detuviera el coche y penetr en un estanco, se meti en la cabina del telfono y pidi un nmero. Lo mismo l que la persona a quien llamaba se reconocieron por la voz . Ni uno ni otro mencionaron nombre alguno. -Est sucediendo exactamente lo que habamos supuesto, patrn-dijo el falso Caldwell-. Ese tunante de trampero se dirige a casa de Doc Savage. -Ests seguro?-respondi la voz, al otro lado de la lnea-. Piensa que slo en ltimo extremo podemos ocuparnos de l. No hay tiempo para ms. -Es que es necesario, patrn. He sondeado al mozo durante el viaje en aeroplano, y s lo que piensa hacer. -Te ha dicho que va en busca de Doc Savage para que ste investigue lo sucedido a Bruno Hen? -Esas han sido sus palabras. -Bueno, pues hay que impedirlo a todo trance. -Aqu llevo una granada de mano, mi gato y el banjo. Creo que con este arsenal lograr pararle los pies en el propio despacho de Savage. -No. Sera una imprudencia-le advirtieron-. No le pierdas de vista y clvale por el camino si te es posible. -Se dirige por carretera a Nueva York. Quiz logre detenerlo. -Eso es. Detenlo por el camino. Caldwell se coloc el banjo debajo del brazo y corri a meterse en el taxi. -De prisa, pimpollo-orden al taxista-. Corre, por tu vida. que aqu tengo para ti un billete de propina. Vyalo preparando-replic el taxista.

    CAPTULO IV EL ASESINO

    Carlos no haba puesto jams los pies en una ciudad de la importancia de Nueva York. As, la contempl, interesado, mientras se diriga al ncleo de los rascacielos, cuya masa impone al espectador y le sobrecoge de un temor respetuoso. Pero, sobre todo, le llam la atencin un edificio semejante a una saeta de metal y ladrillo que se levantaba por encima de los techos de los dems rascacielos. De pronto, se le ocurri que iba a serle difcil localizar a Doc Savage. All, en su selvtico pas, basta dar una vuelta por la poblacin e inquirir por el paradero de uno de sus habitantes, para saberlo en el acto, porque todos se conocen. Pero en la ciudad no es lo mismo.

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    -Cmo se encuentra en esta ciudad a la persona a quien se desea ver?-interrog al taxista. -Busque en la lista de telfonos, ser lo mejor-le indic el interrogado. -Quiz haya odo nombrar a la persona que busco. Se llama Doc Savage. El taxista se volvi a mirarle y la accin desvi cl coche de rumbo, de modo que estuvo en un tris que no se metiese en la acera. Tras de enderezarlo, el taxista, le seal el rascacielos que admirara. -Aqu conoce todo el mundo a ese caballero-replic-. Se aloja en el piso octogsimo sexto de ese edificio. El hecho de que conociera el domicilio de Savage no impresion a MacBride, lo que era de esperar. Ignoraba que en Nueva York cada cual conoce solamente un reducido crculo de personas, a saber: sus amigos y los compaeros de oficina. -Le ha sealado una hora de visita? -le pregunt el taxista. -No. Es indispensable ese requisito? No se le haba ocurrido que lo fuera. En su pas era cosa rara que se fijara una entrevista de antemano. Haba tiempo para todo. -No conozco personalmente a Doc Savage-sigui diciendo el taxista, y slo le he visto una o dos veces. Mas, como es un gran seor, ser bueno que solicite verle de antemano. -Y eso cmo se hace? -Pues por telfono, si gusta. -Eso es. Le llamar por telfono. Pare usted. El taxi se detuvo ante un estanco que tena telfono pblico. De l salt corriendo un vendedor de peridicos y, animado por la esperanza de colocar su mercanca, coloc un diario debajo de las narices del trampero diciendo: -Lea usted el ltimo anuncio misterioso respecto al advenimiento de los monstruos. Con ello excit la curiosidad de MacBride, que le compr un ejemplar. El misterioso anuncio campeaba sobre un inmaculado espacio en cuadro de la primera plana, con gruesos y negros caracteres: CUIDADO! YA LLEGAN LOS MONSTRUOS -Qu quiere decir esto ?-pregunt al vendedor. -Nadie lo sabe-replic el hombre-. Todas las redacciones de la ciudad estn recibiendo en la actualidad estos anuncios, junto con el dinero de su impresin. Quiz sea un ardid, la ingeniosa invencin de un empresario que desea hacerle cartel a una pelcula. MacBride arrug la frente y con el peridico en la mano se meti en la cabina. All hoje el listn, hasta dar con la direccin deseada. Como el aparato era de disco y, por consiguiente, nuevo para l, hall cierta dificultad en sus manejo. Sin embargo, al cabo logr marcar un nmero. Una voz sonora que lleg a sus odos desde el otro extremo de la lnea le impresion de tal suerte que juzg que deba pertenecer al propio Doc Savage. Resonaba con acento profundo, vibraba como una campana. MacBride no haba odo otra igual.

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    -Deseo que me seale hora para una entrevista, mister Savage-le dijo-. Es importante. Me llamo MacBride. -No es necesario que le seale hora ninguna-replic Savage-. Puede pasar por aqu el da y hora que le convenga. MacBride pens que el taxista le haba informado mal. -Perfectamente-contest a Doc. -Si quiere, puede hablarme de eso ahora mismo-le insinu la voz. Tan impresionado estaba que no pudo contestar, de momento. -No. Prefiero hablarle personalmente-repuso al fin. -Muy bien. Y aqu termin la conversacin por telfono. MacBride volvi al coche y ste se dirigi en lnea recta al edificio donde se domiciliaba Doc Savage. No lo saba, naturalmente, pero aquella detencin con objeto de hablar por telfono acababa de salvarle la vida. Caldwell haba pasado por delante del estanco mientras l estaba dentro de la cabina y aun ahora concertaba su muerte entre juramentos y maldiciones. No he podido hacer fuego sobre l-se deca, apretando los dientes.-Bueno, pues le atrapar en el despacho de Savage, suceda lo que quiera Al apearse delante del hermoso edificio en que tena instalado su despacho Doc Savage, MacBride qued todava ms impresionado por l que la primera vez. Ech atrs la cabeza, y, con la boca abierta, contempl su exterior imponente. Luego, al entrar en el grandioso vestbulo que haca las veces de portera, se sinti tan pequeo e insignificante como una hormiga. El asombro que le inspiraba la contemplacin del imponente rascacielos fue, sin duda, el que le impidi reparar en el individuo moreno que, con el banjo debajo del brazo, haba ido a meterse en un rincn del vestbulo. Sin prestarle atencin se instal en uno de los ascensores, diciendo: -Al despacho de mster Savage. Con la rapidez de una centella fue elevado hasta el piso octogsimo sexto, y all, sobre una puerta, descubri en pequeas letras de bronce el nombre y apellido de la persona que buscaba. La puerta tena un timbre, mas como se vean pocos inventos de esta clase en Trapper Lake, MacBride llam a ella con los nudillos. La puerta se abri. La voz poco corriente oda por telfono haba preparado al trampero a afrontar la vista, frente a frente, del hombre que buscaba, pero, aun as, le sorprendi tanto su persona que abri la boca, sorprendido. Evidentemente le haba abierto la puerta valindose de algn ingenioso mecanismo pues no estaba junto a ella, sino de pie en mitad de su despacho. Esta que era muy espaciosa, estaba amueblado con una mesa de tablero lujoso, una enorme caja de caudales y diversos sillones. Que el hombre de bronce posea una fuerza poco comn era evidente, a juzgar por los tendones enormes que sobresalan de su cuello y surcaban sus manos. Era un gigante, pero un gigante de tan armoniosas proporciones que, colocado de pie, como estaba, en mitad de la pieza, pareca poco mayor que un hombre de estatura mediana.

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    Sus ojos llamaron sobre todo la atencin del trampero. Sus cabellos eran de un matiz ligeramente ms oscuros que el color de sus ojos, e iba vestido con un traje sencillo. -Tengo el gusto de hablar con Doc Savage?-Interrog MacBride, a pesar de estar convencido de ello. -Yo soy-replic el notable gigante. MacBride avanz un paso. Simultneamente se abri la puerta del ascensor, en la parte baja del pasillo y, por el hueco, asom la cabeza de un hombre. El desconocido sujeto tena un bigote tan negro como sus cabellos y traa un banjo debajo del brazo. En el momento de asomar la cabeza, situ el instrumento a la altura de sus ojos y puls con fuerza una de sus cuerdas. Son un chang metlico y, al propio tiempo, surgi una lengua de fuego de un agujerito casi imperceptible situado en la parte lateral del banjo. MacBride abri la boca y de ella sali una bocanada de sangre. Se le doblaron las rodillas. Se palp con ambas manos la nuca, donde la escopeta silente de Caldwell acababa de abrir un agujero, y cay de bruces sobre la alfombra del pasillo.

    CAPTULO V EL RECORTE DE PERIDICO

    Caldwell, su asesino, se hallaba situado de tal suerte que vea perfectamente, desde el ascensor, el interior del despacho de Savage. Divis, pues, al gigante, y sorprendi la expresin terrible de sus pupilas. Comprendiendo que, como testigo del crimen, constitua una amenaza, le apunt con el banjo y puls la cuerda. El arma invisible vomit fuego y balas en aquella direccin. Sin embargo, a Caldwell se le desencajaron los ojos, pues acababa de sucederles a las balas algo extraordinario. Al llegar a mitad de camino, cuando slo tenan que recorrer unos pies de distancia para llegar a la meta, se haban disuelto en el aire, transformndose en una nubecilla de humo gris. Continu disparando sin cesar hasta vaciar la cmara del arma y entonces sac los dos automticos y con ellos hizo fuego sobre la puerta del despacho. Los dos tronaron y se estremecieron, escupiendo en torno a Caldwell los cartuchos vacos. Todas las balas corrieron suerte parecida a la de la segunda bala del banjo. Se deshicieron en menudos fragmentos en el aire, o cayeron, desprovistas de fuerza, al suelo del corredor. Caldwell dio media vuelta y huy. Se volvi a meter en el ascensor y, amenazando con el banjo al botones que lo pona en movimiento, le oblig a descender. Mientras la caja descenda, oy el final de una nota singular, fantstica, que penetraba con sorprendente claridad en el ascensor, sin que se supiera de dnde proceda. No logrando identificarla, el asesino la atribuy a una ilusin de sus odos. Se engaaba. La extraa nota haba salido de boca de Doc Savage.

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    El curioso observador que ignore la habilidad singular y los mtodos puestos en juego por el hombre de bronce hubiera supuesto, dada la gravedad del momento, que iba a lanzarse en seguimiento del falso Caldwell. All, en el mismo piso, tena a su disposicin un vertiginoso ascensor capaz de situarle al nivel de la calle antes de que su perseguido hubiera puesto el pie en ella. Sin embargo, no lo hizo. Por el contrario, pas a una habitacin contigua, al despacho. En el suelo de esta habitacin veanse cajas a docenas y adosadas a las paredes estanteras abarrotadas de libros. Era la biblioteca de Doc, que contena la coleccin de obras cientficas ms completas de cuantas existen hoy en el mundo. Doc avanzaba sin prisa aparente, pero adelantaba con prodigiosa rapidez. Detrs de la biblioteca haba una segunda habitacin sumamente vasta. Esta encerraba hileras resplandecientes de tubos de vidrio, probetas, redomas y filtros de toda especie. El suelo estaba ocupado, casi en toda su extensin, por hornos elctricos y costosas herramientas de metal. En el centro de aquel gran laboratorio hizo alto Doc Savage, frente a un aparato muy parecido a un armario. Junto a l penda, de la pared, un micrfono. Encajado en el armario haba un palo cuadrado de una materia semejante al cristal esmerilado. Doc habl por el micrfono, interrogando: -Habis presenciado lo que acaba de suceder frente a la puerta del despacho? -interrog. La rplica surgi de un altavoz cuya enrejada garganta apenas era visible en la pared del armario. Una voz dbil, infantil, le dijo desde all: -S. Hemos presenciado la escena Ham y yo. Ahora salimos. Doc extendi una mano y toc una llave. Instantneamente se ilumin el cuadro de cristal y en l vio retratados paredes de hormign, suelos y toda una hilera de coches parados. En la habitacin haba una puerta y por ella vio salir precipitadamente a dos hombres. Cerrando la llave del aparato de televisin mediante el cual acababa de comunicarse con aquellos dos hombres, regres al despacho. En l haba tambin, hbilmente disimulado, otro aparato televisor. Era ste el que haba transmitido la imagen de lo ocurrido en el despacho a los dos hombres con quienes acababa de hablar. Gracias al ingenioso invento, Doc y sus camaradas mantenan entre s estrecho contacto, siempre que lo consideraban oportuno y, en ocasiones, haban escapado de este modo al peligro que les acechaba. Porque tenan muchos enemigos. Para aproximarse al cuerpo exnime de MacBride, Doc tuvo que dar un rodeo con objeto de evitar el choque con el misterioso agente que haba detenido en el aire las balas del falso Caldwell. En realidad no tena nada de extraordinario. Consista en un cristal irrompible, sumamente difano que actuaba a modo de mampara. Doc tena por costumbre resguardarse detrs de l siempre que reciba en casa a un desconocido, debido precisamente a los odios que le acarreaba el ejercicio de su profesin.

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    Para no ser blanco de miradas indiscretas- a aquella hora comenzaba a pasar gente por el corredor-cerr la puerta del despacho y examin atentamente al infortunado trampero. Lo primero que hall y sac a la luz fue el voluminoso fajo de billetes de Banco que entregara al muerto Bruno Hen. Comenzaba a contar el papel moneda cuando le detuvo en su tarea un olor apenas ya perceptible. Vibraron las aletas de la nariz y se llev a sta los billetes. S, aunque muy atenuado, percibi un tufillo singular. Qu seria? Ah, s! Ola a rata almizclera. Continuando su requisa cay en sus manos el recorte de un peridico de Trapper Lake. Era el mismo recorte que el trampero le haba enseado a su compaero de viaje en el aeroplano. Doc lo ley. Deca lo que sigue: UN HABITANTE DE TRAPPER LAKE ES VCTIMA DE UN TORNADO SINGULAR. Falleci anoche Bruno Hen, conocido trampero y pescador de la localidad, habitante en la playa del lago, a cinco millas al norte de Trapper Lake, a consecuencia de un tornado, segn parece y afirman las autoridades. Su cuerpo ha sido descubierto por su vecino, el trampero Carlos MacBride, debajo de los escombros de su cabaa. MacBride la oy derrumbarse, corri junto a ella y hall a su vecino aplastado. Pero afirma que la noche era estrellada y que en todo el da no dio seales la naturaleza de que se preparase ese espantoso cicln. Sin embargo, el coroner y el sheriff estn de acuerdo en aseverar que nicamente a un cicln puede atribuirse el estado espantoso de la cabaa de Bruno. Se supone que el cicln debi desencadenarse sobre la misma vivienda y, despus de aniquilarla, arranc la maleza y aplast varios rboles pequeos del estrecho sendero que desemboca en las orillas del lago. Sobre sus aguas bram as la tormenta, principalmente, sin ocasionar mayores daos. Bruno Hen es el mismo trampero que hace ya varios meses vendi en el mercado la coleccin de pieles de rata almizclera ms completa que se conoce por aqu. Coincidiendo con el fin de la lectura del recorte, son en el despacho la nota musical de Doc. Tan dbil en sus comienzos que apenas fue perceptible, vibr en el aire por espacio de tres o cuatro segundos y se apag bruscamente. Si Bruno Hen haba vendido pieles de rata, era almizcle a lo que le olan los billetes y los haba impregnado el contacto de los dedos de la persona que haba desollado las ratas. Doc Savage llev el fajo al laboratorio y sac las huellas dactilares dejadas en l. Descubri sobre los billetes las huellas dejadas por los dedos de MacBride, mas, sobre todo abundaban otras huellas desconocidas. Habiendo aspirado el olor a almizcle de unos billetes que MacBride apenas haba tocado, era lgico deducir, y Doc dedujo, que el dinero haba sido de Bruno Hen. El gigante de bronce torn a registrar el cadver. Por la fecha de cierto billete que llevaba an en el bolsillo descubri que MacBride haba arribado a la ciudad por va area.

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    Tras del billete sali a luz el diario examinado someramente por el trampero delante del estanco. Como no dominaba el arte de leer bien, el trampero haba ido sealando con el ndice las lneas concernientes a la llegada de los monstruos. Todava se conocan las rayas sinuosas dejadas por la ua sobre el papel. ESTAD PREVENIDOS. CUIDADO CON LOS MONSTRUOS. Doc examin las dos frases con cierto inters. A continuacin entr en la biblioteca y regres al despacho trayendo sobre una bandeja varios recortes de peridico. En uno, procedente de Detroit, ley: CUIDADO, LOS MONSTRUOS TRAERN CONSIGO LA MUERTE Y LA DESTRUCCIN. En otro, recortado de un diario de Chicago, se declaraba: LOS MONSTRUOS INSPIRAN TERROR... Y todava haba mucho ms por el estilo. Pero en ninguno se deca a qu empresa se deban ni tampoco iban firmados. Los haba de San Luis, Cleveland y, en suma, de todas las capitales importantes de los Estados Unidos. Doc los contempl, pensativo. Sus dedos, de tacto tan sensible, los recorrieron, veloces, no obstante su fuerza, y torn a examinar el recorte donde se haca mencin de la misteriosa muerte de Bruno Hen. El gigante de bronce procuraba estar al corriente de los sucesos acaecidos en la ciudad y fuera de ella. De este modo alejaba, en ocasiones, el peligro que le acechaba. Haba reunido todos aquellos recortes a causa de su siniestro significado y saba, gracias a las relaciones que mantena con los editores de la ciudad, que se desconoca en las redacciones a la persona que enviaba los misteriosos anuncios. Desde luego, estaba convencido de que no se trataba de la propaganda de ninguna pelcula. Aquellos anuncios llegaban por correo a las redacciones y por el matasellos se haba enterado de que todos haban salido de Trapper Lake en el Michigan.

    CAPTULO VI LA CASA MISTERIOSA

    Al cabo de una hora, ms o menos, son el timbre del telfono y Doc atendi. Desde el otro lado de la lnea le habl la misma voz infantil de antes. -Te aguardo en Nueva Jersey, y, ms exactamente, en la bifurcacin de la Hill Road con la Hudsan Turnpike-le dijo, en voz baja.

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    -Voy al instante-respondi Doc. Se meti en el ascensor particular y en l descendi al vestbulo. Al salir del ascensor entr en el garaje instalado en los bajos del rascacielos. El garaje era aquella misma pieza dotada de la hilera de coches que viera Doc en la pantalla del televisor. Escogi un roadster pintado de oscuro y, al salir con l a la calle y arrancar, descubri lo que ocultaba debajo del cap: un motor de una fuerza extraordinaria. Por su color no atrajo la atencin de las gentes al mezclarse al trfico. Mas no podemos decir lo mismo de la persona que lo guiaba. Su aspecto era tan poco comn que atraa la admiracin general de cuantos lo vean. El roadster se desliz con suavidad por el puente de Jorge Washington, que une a Nueva Jersey con la isla de Manhattan y cuando decreci el trfico adquiri una gran velocidad. Avanzaba con la precaucin puramente indispensable. En diversas ocasiones los agentes encargados de mantener la circulacin iniciaron, sobresaltados, la accin de salir tras el coche, pero se detuvieron al reparar en su ocupante. El ms zote entre ellos saba que se haba dado la orden imperiosa de prestar ayuda en todos los instantes al hombre de bronce. La Hill Road se extenda de Este a Oeste; la Hudson Turnpike corra, por el contrario, de Norte a Sur. Y las dos se cruzaban en un punto lleno de estaciones de gasolina y de stands dedicados a la venta de hot-dogs. Doc hizo alto delante de una de aquellas estaciones y pidi gasolina. Delante de l, separados por unos metros de distancia, vio un grupo de chiquillos que, exaltados, rodeaban a un hombre notabilsimo por su aspecto. Ms que hombre tena todo el aire de un orangutn. El fesimo personaje diverta a las criaturas doblando monedas, para lo cual se serva solamente de dos dedos de la mano. Y por cierto que no pareca ocasionarle gran trabajo la tarea. Mir a Doc y en el acto dej de divertir a los nios. Ech a andar y se meti en un hermoso sedn que aguardaba delante de la estacin. Al arrancar el coche, tom la direccin de la Hill Road. Doc Savage haba pagado ya su adquisicin de esencia y as ech a andar tambin en la misma direccin. Ascendi por la primera colina que hall al paso y en el valle distingui al hombre gorila que se haba detenido all con el coche. Doc hizo alto junto a l, y le dijo: -Dnde est Ham, Monk? Monk se sonri y el gesto dej ver una formidable dentadura. Monk le indic con un gesto la Hill Road. -Ah, en una especie de granja, se ha metido el asesino. Ham le vigila. Estimo oportuno que vayamos a pie hasta ella, para no llamar la atencin. Doc par el motor del roadster. Tan silenciosamente haba funcionado que slo la sbita inmovilidad de la aguja les demostr que los cilindros haban cesado de funcionar. En compaa de Monk ech a andar calle arriba, dejando estacionados los dos coches entre la maleza, junto al camino.

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    -Ham y yo tenamos abierto el aparato televisor mientras limpibamos el coche en el garaje-explic el qumico-. Pensamos que quiz necesitaras nuestra ayuda y que podras llamarnos. Y, por lo visto, hemos hecho bien, ya que, gracias a ello, hemos presenciado el crimen y reparado en el asesino. Le vimos la cara en el momento en que sala del rascacielos. Doc baj la cabeza, aprobando. -Ya me figuraba yo que debais tener abierto el aparato-dijo, complacido. -Sabes t por qu le habr asesinado el desconocido?-inquiri Monk. -Para cerrarle la boca, seguramente-replic Doc-. Quiz el asesino sea un hombre pagado. Le he dejado escapar para que vosotros hicierais lo que habis hecho: seguirle hasta el hombre que le ha alquilado, si es que existe. Monk se manifest satisfecho. Tena las piernas tan arqueadas que andaba de un modo grotesco. -Tienes alguna idea de lo que hay detrs de todo este caso?-torn a preguntar a Doc. -Te acuerdas de los anuncios misteriosos que aparecen en los peridicos de algn tiempo a esta parte? -Te refieres a los que aluden a unos monstruos determinados? -Precisamente. Esos anuncios se envan por correo a todos los peridicos de la nacin y cada uno de ellos lleva en el matasellos del sobre el nombre de Trapper Lake, en el Michigan. Monk abri desmesuradamente los ojillos. Estaba enterado de la existencia de aquellos anuncios, pero ignoraba que se hubieran enviado a la ciudad desde Trapper Lake. Ahora comprenda que, en el curso de su usual requisa de cosas siniestras, Doc haba desenterrado el hecho. -Con qu objeto te hara la vctima una visita, Doc? -Pues posiblemente para hablarme de la muerte misteriosa de un trampero llamado Bruno Hen en los alrededores de Trapper -replic Savage-. En el bolsillo lleva un recorte de diario que habla de esa muerte. -Qu tiene de extraordinario? -Segn el informe oficial, Hen pereci a consecuencia de un tornado habido en una noche de luna. El cicln no ocasion mayor dao que la demolicin de la cabaa de Bruno y la apertura de un sendero cerca del Lago Superior. -Fenmeno singular!-exclam Monk. -Un tal MacBride, vecino de Bruno, afirm que no haba habido tal tornado; es el hombre asesinado en mi despacho. -Hum! Pues si no hubo tornado, qu fue lo que provoc la muerte de Bruno y el derrumbamiento de la cabaa? -Eso es lo que no dice el recorte. Monk desvi la mirada. Sus ojillos en reposo eran casi invisibles, tan hundidos estaban en las rbitas cartilaginosas. La Hill Road era poco frecuentada en aquel punto. El hecho se deba, sin duda, a su suelo de macadam desgastado por la lluvia y el viento. Descuidados arbustos se alzaban a ambos lados del camino, a modo de pared. -Si no recuerdo mal, ese picapleitos de Ham debe andar por aqu-observ en voz baja. En efecto; a poco salt de entre la maleza el abogado.

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    -Ya te dar yo, pillastrn!-susurr, airado, al odo de Monk-. Cualquier da de estos te arrancar el pellejo y me har con l una alfombra para los pies de la cama. El simiesco Monk le dirigi una mirada humilde, dulzona. -Siempre me est amenazando-observ, en tono lastimero, pero sin alzar la voz-. Qu es lo que tienes ahora contra m? Ham agit el bastn y se torn del color de la prpura. Accionaba sin hacer el menor ruido. -Te has dejado atrs al cerdo y el asqueroso animalito no me deja un instante. Monk pareci ofenderse. -Sin duda te est tomando cario el pobrecito-insinu-. Nunca hubiera credo que tuviera la poca vergenza de asociarse a un picapleitos como t. En aquel mismo momento surgi Habeas Corpus de la maleza. Mir a Ham, lanz un gruido carioso y corri a l. Ham le acogi con la punta de la bota. Al esquivar el puntapi, Habeas demostr una agilidad tan sorprendente como su aspecto. La voz de Doc interrumpi el altercado. -Dnde se encuentra ahora el asesino, Ham? -En el interior de una especie de granja que hay en lo alto de la colina. A Doc le choc la respuesta. Monk la haba contestado de igual modo. -Por qu es una especie de granja, Ham?-dese saber. Como muchos oradores, Ham acompaaba de continuos gestos la conversacin. Ahora hizo lo propio, aun cuando sus palabras eran semejantes a un susurro. -Te dir; estamos en el campo, no? Bueno, pues no veo el motivo de rodear de muros una casa, como si se tratara de una fortaleza. El de la granja tiene una elevacin de cuarenta pies por lo menos. -Cuarenta pies? - repiti Doc, admirado. -Eso es-aprob Monk, terciando en el dilogo,-y yo me pregunto con qu objeto puede levantarse una pared tan alta en un punto como ste. -He dado una vuelta en torno a la granja-sigui diciendo Ham, mirando a Habeas Corpus con el ceo fruncido-, y slo tiene una entrada asegurada por una verja de hierro de las ms fuertes que me ha sido dado contemplar. Doc no hizo comentario alguno a aquellos informes sorprendentes y sigui andando. Ham y Monk fueron tras l, cambiando sombras miradas. En el fondo, de presentarse ocasin, cada uno hubiera dado, gustoso, la vida por conservar la de su compaero. Pero no lo pareca. El cerdo acarici los talones de su dueo con las largas orejas y gru, contento. -Punto en boca, Habeas- le orden el qumico. El cerdo guard obediente silencio.

    CAPTULO VII LA RED ELECTRIZADA

    Al llegar a la cima de la colina surgi delante de ellos el mencionado muro.

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    -Es de cuidado, eh?- observ Ham. Verdaderamente, era tan elevado que ocultaba lo que se hallaba detrs. Pareca oponerse a la curiosidad del viandante como sombra barrera gris. -Es de hormign- murmur Ham. Los tres hombres abandonaron el camino. All la maleza estaba muy crecida y era muy espesa. Sin hacer ruido, se abrieron paso entre ella y llegaron frente a la verja de hierro, nica salida, en opinin de Ham y de Monk, que tena la casa. Aquella verja, era de una altura notable y tan ancha como alta. Monk dijo, suspirando: -Reparad en el grosor de los barrotes. l posea unas muecas peludas casi dos veces tan gruesas como la mueca de un hombre corriente. Pues bien: los barrotes de hierro eran casi tan gruesos como sus muecas. Una hilera brillante de goznes macizos la mantena adosada al muro y aparentemente se abra y cerraba mecnicamente. -Diantre!-exclam Ham-. Ni para encerrar a un elefante se emplean barrotes tamaos. Pensativo, recorri con el dedo en toda su extensin la negra caa de su estoque. Doc prest odo atento, pero no oy. Entonces avanz en silencio y, con los ojos clavados en lo alto, rode el muro en toda su extensin. Cuando le hubo dado una vuelta entera, comprob que, en efecto, la casa no tena otra entrada. Pero el muro no abarcaba mucho ms de un rea de terreno. En unin de sus dos acompaantes, Doc se retir a cierta distancia de la verja. y, del interior de la chaqueta, sac un gancho extensible de metal. De su caa penda una larga cuerda de seda. Doc tom el gancho y, una vez extendido, lo lanz al espacio con diestro movimiento. El gancho se clav al otro lado de la pared. Con velocidad y seguridad pasmosas Doc ascendi entonces por el cordn de seda. Antes de llegar a lo alto del muro se detuvo. Otra vez de los bolsillos de la chaqueta extrajo un diminuto periscopio que usaba con bastante frecuencia. Su manga era poco mayor que el extremo de una cerilla, de modo que ni an el ojo de vista ms penetrante lo hubiera distinguido al proyectarse por encima del muro. Sus lentes en miniatura eran modelo de perfeccin y funcionaban lo mismo que las de un periscopio de tamao corriente. Sin mostrarse, Doc elev el periscopio al muro. Lo que vio le movi a lanzar la singular nota musical, impresionante, de que ya se ha hecho mencin. Al propio tiempo se instal a horcajadas sobre el muro. Despus orden por seas a Monk y Ham que subieran all. Monk se apoder del delgado cordn de seda. Ya hemos visto que doblaba, sin esfuerzo, las monedas de cobre. Sin embargo, por grande que fuera su fuerza, le cost trabajo remontarse por el cordn, lo que Doc haba llevado a cabo con natural desembarazo. Pero Monk, por el esfuerzo realizado, lleg arriba sudando copiosamente. Dentro de la chaqueta, abotonada hermticamente, llevaba al cerdo. Ham luch como un valiente para ascender por el sedoso cable.

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    Sin embargo, a pesar de sus mprobos esfuerzos, no logr levantarse ms de diez pies sobre el terreno. Doc le orden, con gestos, que se atara con la cuerda por debajo de los brazos y, una vez lo hizo, tir de l hacia arriba. Los tres hombres contemplaron entonces el terreno cercado por el muro. -Qu barbaridad!-exclam Monk, emocionado-. Qu es esto? Extendida sobre el rea circundada por el muro vieron una red inmensa, de mallas de cobre sumamente gruesas. -No comprendo su utilidad-balbuce Ham. En la mano empuaba el bastn estoque, del que no se haba desprendido durante la ascensin. Tir de la empuadura hacia arriba y extrajo la fina, delgada hoja de acero. -Reparad-dijo Doc-en los aisladores que separan los cables de la red. Eran de una materia de color castao -Sin duda los cables conducen una corriente elctrica de alto voltaje-insinu Monk. -Por s acaso, no los toquis-aconsej Doc. -Lo que me choca es la solidez de su construccin-observ el abogado. De la red gigante la atencin de los tres hombres se concentraba ahora en lo que tenan debajo. Era una casa de piedra caliza, sumamente vasta y antigua a juzgar por su arquitectura, pero bien restaurada. Tena la altura de dos pisos y el tejado casi tocaba a la red de metal. -Por lo menos debe tener de cincuenta a setenta habitaciones-dedujo Monk, asiendo al propio tiempo al cerdo por una oreja para apartarle de los cables. Rodeaba la casa un jardn descuidado y pisoteado en algunos puntos cuya hierba se haba hollado; ni en los alrededores ni en el interior de la casa se vea vida o movimiento alguno. -Desde aqu ofrecemos un buen blanco -dijo Ham, en tono sombro. El gancho de la escala haba mordido en el borde del muro. Doc tir de l y, mantenindolo pendiente del extremo del cordn de seda, mal conductor de la electricidad, lo utiliz para abrir un corto circuito entre dos cables de la red. Son un chisporroteo y salt una azulada chispa de los cables. La red estaba electrificada. -Diantre! Ah hay una corriente ms que suficiente para electrocutar a un hombre!-exclam Monk. -Vigilad!-les orden Doc. Monk y Ham le respondieron con un gesto de asentimiento. De sus bolsillos extrajeron unas armas de fuego semejantes, en el tamao, a unos automticos mayores que los usuales. Eran las ametralladoras inventadas y perfeccionadas por Doc. Doc calcul un momento la distancia y luego salt a la red extendida. Mantena el equilibrio a la perfeccin, avanzando mediante una serie de giles saltos. Su posicin no poda ser ms peligrosa, pues de tocar simultneamente con los pies dos de los cables perecera electrocutado sin remisin. En cambio, estaba seguro mientras colocara un pie sobre un cable, apoyando el otro cuando el primero, al saltar, perdiera contacto con la red. Poco tard en hallarse sobre el tejado de la casa. Las mallas de la red eran suficientemente amplias para permitir el paso de su cuerpo y se dej caer sobre el tejado sin hacer ms ruido que el del murcilago al batir las alas. Las tejas sobre las que se apoyaba eran muy viejas.

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    Se detuvo a escuchar y sus odos, acostumbrados a percibir los ruidos ms imperceptibles, captaron ligersimos rozamientos. Al propio tiempo, su olfato registr un olor acre, olor a bestia salvaje. Doc descendi pausadamente por la acentuada pendiente de la techumbre. Desde sta al suelo mellaba una respetable distancia. Doc la salv con la facilidad del gato. Sus dos hombres continuaban encaramados sobre el muro, ojo avizor. Monk le hizo una sea con la cabeza para indicarle que no haba peligro en avanzar, pero de pronto aull: -Mira. Desde una ventana de la casa son el disparo de un rifle. A su vista notable, desarrollada y agudizada mediante el ejercicio diario, debi Doc la vida. Aun antes de que sonara el grito de alarma de Monk, haba distinguido el can del arma con que le apuntaban. Y tambin mir el rostro que haba detrs del arma. Era el semblante del asesino de Carlos MacBride. Una fraccin de segundo antes de que se disparase el arma, lade el cuerpo a la izquierda. La bala cay silbando en el punto mismo que acababa de abandonar. Sin apretar al parecer el paso se refugi en un ngulo resguardado de la casa. Al propio tiempo desde lo alto del muro lleg a sus odos un ruido seco, ensordecedor. Monk y Ham se servan de las ametralladoras. El hombre del rifle se ocult con tan inusitada rapidez, que no le tocaron. Apresuradamente, Monk y Ham colocaron en posicin el gancho de hierro y se deslizaron por el cordn de seda abajo, teniendo cuidado de no rozar los cables de la red. Monk llevaba bajo el brazo a su cerdo favorito. Llegaron al suelo. Ham tena desenvainado el estoque. Monk le segua, pisndole los talones. El cerdo iba en pos de Monk, tan excitado como el qumico. -Lo mejor ser que entremos en la casa-les dijo Doc con acento seco-por si acaso a ese hombre se le ocurre tirar desde otra ventana. Extendiendo el brazo en direccin a la ventana ms prxima, asest un golpe al bastidor con la palma abierta de la mano, se desprendi el cristal y Doc se meti por el hueco abierto. Monk y Ham le imitaron. Luego, el qumico agarr a Habeas por una oreja y le meti en la casa. Se hallaban en una gran habitacin- probablemente el fumoir- amueblada de oscuro. La madera de los muebles era maciza, de roble, y las sillas estaban tapizadas de cuero. Pero, sobre todas ellas haba una espesa capa de polvo, y por encima de todos los muebles-lo cual demostraba una evidente despreocupacin con respecto a su buena conservacin,-se vean colillas de cigarro. La habitacin no se limpiaba, ello era evidente. Quin sabe el tiempo que deba haber permanecido en tal estado! Doc abri una puerta. Comunicaba con un recibimiento tan falto de limpieza como la habitacin en que se hallaban. Avanzaron por l procurando no hacer ruido y detenindose de vez en cuando para aguzar el odo. Pero no oyeron nada. Al cabo desembocaron en la pieza desde la cual se saba disparado el rifle. En el suelo, yaca todava un cartucho vaco que ola a plvora quemada.

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    EL tirador haba desaparecido. Un ruido ahogado les llev a la elevada regin del segundo piso. Ascendieron por una escalera alfombrada, levantando a su paso nubes de polvo, y al fin se hallaron en un corredor con muchas puertas alineadas. De l partan diversos pasillos. -Se dira que la casa fue un hotel-observ Monk, sin aliento. A su izquierda se abri una puerta y por ella sali el can de un revlver. Una resuelta voz femenina les orden, al propio tiempo: -No se muevan!

    CAPTULO VIII LA EX DOMADORA DE LEONES

    La mujer era joven y esbelta. Un sencillo vestido de viaje pona de relieve las curvas delicadas de su cuerpo, de manera casi tan real como un vestido de noche. Sus cabellos eran maravillosos. Las mujeres atractivas no escasean. Sin embargo ninguno de los tres hombres haba visto cabellos semejantes hasta aquellos momentos. Tenan el matiz plateado del acero. Y los ojos de la bella armonizaban con sus cabellos. Eran del mismo metlico color. Doc actu, al propio tiempo que sonaba la orden. Con cegadora rapidez tendi el brazo en direccin al estoque de Ham. La sorpresa afloj la presin que sobre l ejerca la mano del abogado. Doc se lo arranc y lo lanz por el aire. Su empuadura choc con la diestra de la muchacha. Ella lanz un grito y dej caer el arma; luego trat de recogerla. Doc se haba levantado ya. Sus dedos rodearon la mueca de la desconocida, no con presin suficiente para ocasionarle dolor, pero s para que no se le escapara. La muchacha ech atrs la cabeza y exhal un alarido. -Ya lo har. Ya lo har-prometi con un gemido. Que estaba realmente aterrada pudo juzgarlo Doc por el temblor de sus miembros. Sus firmes msculos se estremecan al contacto de la mano de Doc. -Dnde est el hombre que acaba de hacer fuego sobre nosotros?- le interrog. La desconocida pareci sorprenderse. Ces de luchar. -Qu...? qu?...Pareca confusa. No son ustedes de la pandilla? -Quin es usted?-interrog Doc. La muchacha le mir con recelo. Pareci sosegarse un poco al soltarla el hombre de bronce. -Me llamo Juana Morris-explic. Ni aquel nombre ni apellido dijeron nada a Doc. Los oa por primera vez. -Soy domadora de fieras-sigui diciendo-. ltimamente trabajaba con el Atlas Congress of Wonders, que se declar en quiebra al llegar a Michigan. -En Trapper Lake, tal vez? -Cmo lo sabe? -Conoca a un tal MacBride?-le pregunt Doc en lugar de responder.

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    La muchacha movi la cabeza, negando. -No. Monk se dirigi entonces a Habeas Corpus, el cerdo. -Busca, Habeas-ordenle -. Bscales. El animal se alej, a un trote corto. La muchacha le contempl sorprendida por su prontitud en obedecer. -Lo estoy adiestrando. Quiero que supere, en olfato, a un perro de caza-explic Monk, riendo. Doc penetr en la habitacin de miss Morris. Era un dormitorio pobremente amueblado. El lecho careca de colchn y las ventanas de cortinas. En todas partes se pona de manifiesto que la casa se hallaba deshabitada desde haca tiempo. Doc se acerc a la ventana, muy sucia, y mir al exterior, descubriendo que desde ella se poda vigilar la verja de entrada a la casa. Monk se haba estacionado a la puerta del dormitorio. Evidentemente, aguardaba el regreso del cerdo. -Cmo ha llegado hasta aqu?-pregunt Doc a miss Morris. -En respuesta a un anuncio insertado en una revista profesional-respondi ella, -por el cual se ofreca colocacin a la persona que supiera el lenguaje hablado por la tribu de los cabezas de alfiler, oriunda de frica. -Y lo habla usted? -S, un poco. El circo llevaba a tres africanos pertenecientes a esa tribu, que me seguan a todas partes, y aprend algo de su lenguaje. Las facciones de Doc permanecieron inescrutables. Torn a preguntar: -Cundo ha llegado a Nueva York? -Hoy mismo, por va area. Vea el telegrama que recib antes de salir de Trapper Lake. Introdujo la mano en un pequeo bolsillo de la chaqueta y de l sac un papel amarillo. -Aqu est. Doc tom el telegrama y ley: A Juana Morris Guide's Hotel. Trapper Lake, Michigan. Asegurado empleo. Tome inmediatamente aeroplano para Nueva York y venga a mi casa de la Hill Road, al norte de la ciudad - Griswold Rock. -Es ese Griswold Rock el propietario de la casa? -Eso me ha dicho el conductor del taxi -replic la muchacha-,que me ha dejado a la puerta. Monk aplicaba el odo por ver si oa regresar a Habeas Corpus. Ahora mir a la seorita. -Griswold Rock...-repiti-. Me suena ese nombre. -Es el Presidente y principal accionista da una compaa ferroviaria del norte de Michigan. Por eso no te es desconocido. -Pues aunque aqu he visto a varios hombres, no creo que ninguno de ellos sea mster Griswold-declar miss Morris. -Ha dicho usted que con el circo iban tres africanos-le record Doc,-sabe lo que ha sido de ellos? -Han desaparecido. -Hace mucho de eso? -Casi un ao.

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    -As, el circo quebr hace tiempo? -Hace ya varios meses. Yo he trabajado hasta ahora en Trapper Lake como camarera de un hotel. Con pausado ademn Doc le indic el muro elevado y la red de cobre. -Sabe lo que significa todo esto? -No-miss Morris se estremeci-, y me causa horror. -Algo debe haberle ocurrido a Habeas -gimi Monk, interrumpiendo el dilogo. -Qudense aqu los tres-dispuso el hombre de bronce. Y desapareci en la escalera. Descendi a los bajos de la casa. Al llegar a la biblioteca mir en torno. Aunque de un estilo pasado de moda, los muebles no eran malos del todo. Pero aqu, lo mismo que en el resto de la finca, su estado indicaba la incuria ms lamentable. Doc se acerc a la pesada mesa escritorio, cubierta materialmente de cartas. Desparramadas por el suelo haba otras misivas con anuncios. Doc les ech un vistazo. Todas iban dirigidas a Griswold Rock. Entonces ley algunas. Pertenecan a la compaa ferroviaria a la que Griswold se haba asociado. De su texto desprendase algo evidente: que Griswold Rock haba dirigido sus asuntos desde lejos. Al parecer haca unos meses que no pona los pies en las oficinas de la compaa y que llevaba la direccin de los negocios por carta, telfono y telgrafo. En las cartas no haba dato alguno que explicara el porqu de aquello. Doc abandon la biblioteca y continu sus pesquisas. El cerdo tena que haber vuelto ya junto a ellos y el hecho de que no lo hiciera le pareca de mal agero. Examin la cocina, un comedor y una gran despensa, sin encontrar alma viviente que le saliera al paso. Sin embargo repar que aqulla encerraba crecida cantidad de provisiones, lo cual indicaba que en la casa se albergaban gentes de buen apetito. Se agach y, a cuatro pies, aplic el odo al suelo. La madera condujo hasta l los vagos rumores que se producan, sin duda, en alguna parte de la finca, pero no consigui localizarlos. Mirando por una ventana, repar en unos surcos abiertos por un coche o camin en el jardn. Dichos surcos comenzaban junto a la maciza verja de hierro y venan a morir al lado de un ala de la casa. Esta ala no tena ventanas y era poco mayor que una gran caja de madera. Lo peculiar de su construccin era interesante por dems. Doc Savage se encamin en aquella direccin. Quera examinar de cerca el ala. Una puerta cerrada y atrancada le obstruy el paso. Trat de forzarla empujndola con su hombro. A juzgar por su solidez deba estar forrada, al otro lado, con una plancha de metal. Tampoco logr ver nada atisbando por el ojo de la llave, pues estaba tapado con un pequeo disco de metal giratorio, disco que no se movi ni aun despus de introducir Doc en la cerradura un finsimo instrumento de metal. Por ms que trabaj en la cerradura con el fino metal, la puerta resisti; slo consigui descorrer el pestillo. Sin duda estaba atrancada por dentro. En vista de sus intiles esfuerzos se aproxim a una ventana, sac la cabeza y mir a su alrededor. No se haca ilusiones. A despecho de la

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    tranquilidad aparente que reinaba en el interior de la casa, saba que la muerte le acechaba. Como no se vea a nadie, se descolg por la ventana al jardn y fue a observar el ala del edificio que tanto le llamaba la atencin. En uno de sus ngulos descubri una puerta pesada, maciza, hermticamente cerrada. No tena ni la ms pequea hendidura por la cual pudiera atisbarse lo que haba al otro lado. Apoy en ella un hombro y la madera rechin. No consigui ms, a pesar de la fuerza de sus msculos gigantes. El sol haba descendido mucho sobre el horizonte. La red de cobre tendida sobre su cabeza proyectada la sombra de sus mallas metlicas sobre el techo y los muros de la casa. De su interior llegaron hasta l los gruidos de Habeas Corpus.

    CAPTULO IX EL HOMBRE DE GRASA

    Doc volvi sobre sus pasos y torn a entrar en la finca por la abierta ventana. Los gruidos del cerdo procedan de la parte baja. Doc atraves, a buen paso, varias habitaciones. Buscaba la escalera que deba conducirle a la bodega. Monk y Ham disparaban en ella sus armas de fuego. Estaban descendiendo. Evidentemente haban dejado a miss Morris porque no se oan sus pasos. -Quedaos con la seorita-grit Doc. Monk y Ham hicieron alto. A sus espaldas son un estrpito espantoso. Acababa de saltar una plancha de madera, otras se rompieron, se astillaron. El estrpito apag, de momento, los gruidos de Habeas. Monk y Ham giraron sobre sus talones, ascendieron otra vez la escalera, para lanzarse dentro del hall. De sbito se detuvieron, espantados. El suelo se conmova de manera fantstica. Era levantado como por una fuerza sobrenatural, subterrnea. Sus vigas crujan y sus tablas se rasgaban. Al otro lado de la brecha vieron a miss Morris. Luego la ocult a sus miradas el pronunciado desnivel del pasillo. El hall estaba mal iluminado, De su suelo comenzaba a elevarse e invadir el aire una espesa capa de polvo. Ambos factores se unieron para impedir que Monk y Ham descubrieran la causa de aquella singular destruccin. Lo que fuera, proceda del ala del edificio que el hombre de bronce trataba en vano, de reconocer. Doc se reuni a sus camaradas. -Parece un ser vivo... un monstruo!-balbuce Monk-. Od cmo respira! En efecto; sonaban unos resoplidos semejantes a grandes rfagas de viento. Doc sac su lmpara de bolsillo. Su luz ilumin las espesas nubes de polvo sin lograr penetrar en su seno. Detrs de ellos, en los bajos de la casa,

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    grua, montono, el cerdo. Despus, presa del terror, oyeron gritar a miss Morris. Monk y Ham levantaron las ametralladoras, mas no se atrevieron a usarlas por temor de herir a la muchacha. Sus balas eran inofensivas. Con todo, de penetrar en un ojo, podan hacerle dao La polvareda que giraba iluminada por los rayos de la lmpara, se agit de repente con mayor violencia. Trozos de ladrillos y de yeso, astillas y tablones, volaron en direccin a los tres hombres. -Atrs! Nos ataca!-grit Doc. Monk y Ham se sintieron asidos por un brazo. La presin se deba a la mano nervuda de Doc, y el hombre de bronce los arrastr escaleras abajo. Por fortuna avanzaban velozmente; de otro modo les hubiera atrapado el monstruo que los andaba buscando, sin efecto. Asfixiado por el polvo y contrariado por la resistencia que le oponan los recios tablones del entarimado, lo pens mejor, sin duda, y retrocedi. La muchacha de los cabellos grises, que haba guardado silencio todo el rato, torn a gritar de nuevo. Pero cesaron sus gritos, de pronto. Era como si, todava gritando, la hubieran metido dentro de una botella y hubieran taponado sta con un corcho. -El monstruo se la ha tragado-dijo Doc con acento sombro-. Sin duda, la ha arrastrado consigo a la planta baja... Monk enjug el sudor que inundaba sus simiescas facciones. En los bajos, grua Habeas sin cesar. -Voy a ver qu le pasa-murmur su amo. Y sali. Doc trat de acercarse a la ventana. Antes de que hubiera llegado junto a ella, son una fuerte vibracin que parta del ala misteriosa de la casa. -Es un coche!-exclam Ham. Son ruido de maquinaria y se abri de par en par la maciza puerta. Por ella sali un coche al exterior. Era un camin muy largo, cuya carrocera iba sobre cuatro ruedas vigorosas. Esta carrocera era de acero y tena a la zaga dos puertas que se hallaban, entonces, hermticamente cerradas. Su conductor era el hombre del cabello teido de negro: el asesino de MacBride. Ham alz la ametralladora, y dispar. El arma vomit fuego y en seguida cayeron en torno los cartuchos vacos. Pero sus balas se convirtieron en manchas grisceas al llegar junto a las portezuelas del camin. -Hum!-gru Ham, visiblemente disgustado-. Lleva cristales irrompibles. Doc le arranc el arma de la mano, vaci su cmara con destreza y en lugar de cartuchos ordinarios, insert en ella otros, especiales, que llevaba a prevencin. El camin corra sobre unos rieles invisibles relacionados, evidentemente, con el mecanismo de las puertas, porque antes de que hubiera llegado junto a ella se abri la verja de los gruesos barrotes. Doc levant el arma. Su habilidad como tirador igualaba a la destreza demostrada en otras materias. Dispar el arma. A ambos lados del coche surgieron nubecillas grisceas, semejantes a pequeas bolas de nieve dispersas por el viento. El camin cruz el umbral de la puerta y desapareci.

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    -Maldicin!-exclam Ham. Mucho tiempo despus recordaba todava aquella exclamacin, debido a lo que le sucedi, pues, de pronto el suelo pareci hundirse bajo sus pies y luego salt en direccin vertical. Las paredes oscilaron. Una terrible explosin les hiri los tmpanos. Un diluvio de escombros inund en un santiamn la parte de la escalera que llevaba al segundo piso. La pared se abri como fruto maduro. Los muros laterales de la casa se agrietaron y dejaron escapar bocanadas de humo y rojas llamaradas. El techo del ala por la cual acababa de salir el camin se parti por el medio y se dobl, como la tapa de una caja, hacia afuera. Impulsados por la explosin, humo, llamas y escombros, se elevaron a la altura de la red de cobre. Doc y Ham fueron lanzados, con violencia, al extremo opuesto de la habitacin que ocupaban. Sus tmpanos, tensos por efecto del sonido que acompaara a la explosin, registraron el golpe seco y blando con que tornaban a caer, los escombros, en torno. Doc Savage mir a travs del deteriorado rectngulo de la ventana. La explosin haba aniquilado totalmente el ala misteriosa de la casa. Por encima de sus cabezas oan caer astillas y tablones sobre la red metlica. El polvo originado por la reciente explosin giraba en grandes remolinos sobre la finca. -La seorita!-balbuce Ham-. No es posible que haya sobrevivido a esto! La nube de polvo se pos, comenz a diseminarse y surgieron grandes llamas. El fuego lama el ala destrozada. -La explosin origina un incendio en el patio!- exclam Doc. En unin del currutaco abogado se descolg por la ventana y corri junto al fuego. Un calor de horno sali a su encuentro y les oblig a retroceder con presteza. Extinguir aquel infierno les pareci de todo punto imposible y le rodearon, buscando con la mirada. Varias cosas dignas despertaron su inters. Sobre todo multitud de fragmentos de vidrio, que se mezclaban a los escombros. Innumerables tubos y probetas de vidrio aparecan aplastados por doquier. Aqu y all veanse, diseminadas, las diminutas piezas de complicados aparatos. -Por lo visto, el ala encerraba una especie de laboratorio-coment Ham. Ni l ni Doc mencionaron un hecho trascendental: la desaparicin de miss Morris. Ni siquiera se comunicaron lo que ambos esperaban: que hubiera salido de la casa en el camin. Tampoco Monk apareca. Se hallaba ausente desde poco antes de producirse la explosin, cuando se haba lanzado en busca de Habeas. -Tenemos que encontrarle-gimi Ham. Su acento traicionaba la angustia de que estaba posedo y contrastaba de manera notable con el sarcasmo que empleaba para hablarle a Monk. Regres a la casa en pos de Doc. Los dos hombres descubrieron, ms all de la puerta de la cocina, una escalera por la que descendieron a la regin de la bodega. Un rumor sordo, continuado, les atrajo hacia la derecha. Los bajos estaban llenos de humo que les ceg e irrit los pulmones. Los sonidos del incendio invadieron sus odos con su constante murmullo.

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    Mezclada a ellos sonaba una queja persistente; el sonido de un motor elctrico. Entonces divisaron a Monk. El qumico vulgarote se apoyaba contra una puerta que, por las trazas, no se conmova ante sus esfuerzos. En la puerta vease una mirilla pequea, cuadrada, que, aparentemente, serva para ventilar la habitacin del otro lado. Por all salan el continuo gruido del cerdo y tambin el gemido del motor. -No encuentro nada que me sirva de ariete para echar esta puerta abajo-les dijo Monk con un lamento. Doc introdujo su lmpara por la mirilla. En el interior de una pieza espaciosa, desnuda, de hormign, danzaba el cerdo de aqu para all. En ella, vio el hombre de bronce un motor inmenso que deba servir para suministrar energa elctrica a los cables de la metlica red del patio. Doc dio una vuelta a la bombilla de su linterna y como resultado se dilataron sus rayos, iluminando la pieza en toda su extensin. -Por todos los demonios del infierno! -exclam Monk. Pues en su centro yaca, tendido, un hombre con los vidriosos ojos clavados en el techo. Reposaba junto al gran motor elctrico. El desconocido era bajito y grueso, de carnes fofas. Sus manos, parecidas a pequeas almohadillas mantecosas, descansaban en el suelo. Sus abiertas mandbulas componan grasiento conjunto con las orejas. Tena arrugado el sencillo traje oscuro, manchada la camisa. No llevaba corbata. Ni se mova, ni siquiera cerraba los ojos desmesuradamente abiertos. Doc introdujo la mano por la mirilla y palp la puerta. -Est forrada de acero-explic a sus camaradas. Examin despus la cerradura. Se cercaba con llave, desde luego, pero por dentro. Abrirla iba a costarle mucho trabajo. En sus manos aparecieron, inesperadamente, dos pequeos frasquitos. Valindose del extremo de una cerilla extrajo una pizca de plvora del primer frasquito y lo introdujo en el ojo de la llave. A continuacin le aplic unas gotas del lquido que encerraba la segunda botella. -Atrs!-orden vivamente. Sus hombres le obedecieron. Simultneamente una deslumbrante llamarada ilumin la pieza y son una explosin. De la cerradura de la puerta salieron en forma de surtidor retorcidos trozos de metal y pequeas astillas. Los dos reactivos qumicos usados por el hombre de bronce haban originado la explosin. Doc abri la puerta de un empujn. Por ella sali Habeas, que se ech en brazos de su amo con gruidos de placer. El hombre se agit en el suelo, gimi y cerr los ojos para volverlos a abrir de nuevo. Actuaba como quien despierta de un profundo sueo. Doc le asi por el brazo regordete y tan suave que le produjo la sensacin de que sus dedos opriman un tubo de goma semi-desinflado. Le levant del suelo, se lo ech a la espalda y le sac de la habitacin. -Lo mejor ser que salgamos de aqu cuanto antes-advirti a sus compaeros-. El fuego se extiende muy de prisa. Monk tom en brazos al cerdo. -Me gustara saber-dijo-, cmo se ha podido meter ah dentro el animal.

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    Sin replicar, Doc subi la escalera y sali al exterior con el hombre a cuestas. Monk y Ham le siguieron. Una vez en el jardn, corrieron hacia la puerta que continuaba abierta. Antes de salir al camino, Ham les indic con un movimiento del bastn la red de acero que se extenda sobre sus cabezas; luego los altos muros de piedra de la cerca. -Este edificio no es ms que una jaula gigante-observ. -Qu casualidad! Pensaba yo lo mismo -declar Monk-. De tener aqu a ese Griswold Rock, le cogera por el cuello y no le soltara hasta que me hubiera explicado el motivo de todo ese tinglado. El desconocido echado sobre la espalda de Doc, gema con voz dbil. -Yo soy Griswold Rock-les comunic.

    CAPTULO X EL PRISIONERO

    Lo mismo el hombre de bronce que sus dos ayudantes escucharon tan sorprendente noticia mientras atravesaban, corriendo, el umbral de la puerta. Doc dej al hombre en el suelo y sali, escapado, sin decir a dnde iba. -Bueno. Qu idea se le habr o