John Farrell es un genio de lasmatemáticas decidido a explorar loslímites de esa ciencia que puedeexplicar el mundo. Utilizando lasmatemáticas, consigue emular aChopin con resultados asombrosos,pero quiere ir más allá: ¿hay algoque no pueda explicarse con lasmatemáticas, con la lógica? ¿Hastadónde puede llegar el hombre conellas? Novela sobre la ciencia, lamúsica y la filosofía, este brillanterelato de construcción impecableatrapa al lector desde la primerapágina por su agilidad y su

capacidad de plantear con sencillezgrandes cuestiones, mientras nosimplica en una trama que sorprende.Su autor, para quien la amenidad esaliada imprescindible, narra unahistoria que se permite interrogarnosa la vez sobre el verdadero sentidode la libertad humana, sobre eldestino y los límites del hombre paramanejarlo. Hacia el final, la intrigaalcanza su clímax y lograsobresaltar una vez más al lectorcon un desenlace propio de la mejornovela negra.

Esta novela ha obtenido el Premio

de Novela Corta 2012 de laFundación MonteLeón. El juradoestuvo compuesto, entre otros, porlos novelistas y miembros de la realAcademia española Luis Mateo Díezy José María Merino. En palabrasde este último, se trata de una«excelente obra» que roza la ficcióncientífica realizada con «brillantez yconcisión», además de serentretenida. Por su parte, LuisMateo Díez ha considerado unacierto haber escogido el género denovela corta, que supone un granreto literario. En su opinión, Lavariable humana es un trabajo

«sorprendente, inquietante ycomplejo».

Rodrigo Martín Noriega

La variablehumana

ePub r1.0ifilzm 28.03.14

Título original: La variable humanaRodrigo Martín Noriega, 2012Retoque de portada: ifilzm

Editor digital: ifilzmePub base r1.0

Esta novela ha obtenido elPremio de Novela Corta

de la Fundación MonteLeón 2012que otorgó el jurado compuesto por

Luis Mateo Díez, José María Merino,Margarita Torres, Francisco Flecha,José Luis Corral y Evelia Fernández.

La variable humana

«Las matemáticas poseen no solo laverdad, sino la suprema belleza, unabelleza fría y austera, como unatumba».

Bertrand Russell

«Cuando la música auténtica meposee —la música de las esferas, lamúsica que va más allá de lacomprensión—, esto no tiene nada quever conmigo, porque yo soy solo elcanalizador».

John Lennon

«La lógica llena el mundo; loslímites del mundo son también suslímites».

Ludwig WittgensteinTractatus logico-philosophicus

1Alfred Keitel miró su reloj una vez

más, ajeno a las conversaciones de losestudiantes que llenaban la cafetería dela universidad en ese frío mediodía denoviembre. Supuso que el retraso de suilustre colega Samuel Bates tenía comopropósito ponerle nervioso o mostrarlea las claras su desprecio y la pocailusión que le hacía aquella cita. Sonrió.Tenía que admitir que para un hombre apunto de cumplir los setenta años perderel tiempo era un lujo, pero no podíareprocharle nada a Samuel ni a suspequeñas y mezquinas venganzas. Hace

años Keitel refutó una de las teorías deBates en un acalorado enfrentamientoacadémico que dejó la fama de Samuelhecha añicos en el competitivo mundode los matemáticos profesionales. Lomás cruel de todo es que Samuel habíasido uno de sus mejores alumnos, peropara Alfred Keitel los sentimientos notenían nada que ver con las matemáticas.Tal vez fueran la única cosa en el mundode la que podía afirmarse algo así.

—Alfred…La voz de Samuel le devolvió al

presente.—Lo sé, llego tarde, pero me debo a

mis alumnos —dijo con una sonrisa seca

mientras se sentaba frente a Keitel sin nitan siquiera quitarse la chaqueta.

—¿Quieres tomar algo?—No gracias Alfred, tengo mucha

prisa. De hecho podrías haberme escritoun mail.

—Odio los ordenadores. —El tonode voz de Alfred fue tan sombrío queSamuel se sintió intimidado a su pesar.

—Pues aquí me tienes.Alfred apartó su taza de café y cruzó

las manos sobre la mesa, como hacíacuando se disponía a revisar un examendelante de un alumno. Él también teníasus propios trucos.

—Háblame de John Farrell.

Samuel cruzó los brazos a ladefensiva. No le gustaba que nadie semetiera en sus asuntos.

—¿Por qué?—Sé que tú diriges su investigación

y que aspira a ser profesor asociado detu departamento. Su currículo esexcelente.

—¿Y?—Lleva un mes escribiéndome.

Quiere consultar algunas cosas conmigo.Samuel palideció. Su orgullo se

sintió golpeado ante aquella revelación.Alfred Keitel era un dinosaurio, unareliquia de los viejos tiempos. Puedeque en otra época hubiera sido un genio,

pero después de su misteriosa crisispersonal de hacía unos años habíaabandonado la investigación y ladocencia activa. La universidad lemantenía su despacho más enconsideración a su prestigio que a suactividad real, como si fuera un oráculocuya sabiduría pudiera iluminar a losdemás por su mera presencia. Por esoSamuel recibió como una puñalada elsaber que uno de sus pupilos seacercaba a sus espaldas al viejo Keitel.¿Acaso Samuel no era lo suficientementebueno para el joven y engreído Farrell?

—No sé qué decirte que no puedassuponer. Extraordinariamente inteligente

pero con tendencia a perderse en suspropias abstracciones. Como muchos denosotros a su edad, confía en el poderilimitado de las matemáticas paraordenar el mundo, pero sus aspiracionesson por suerte mucho menos ambiciosas,e incluso de una ingenuidad sonrojante—explicó Samuel sin poder disimularlos sentimientos contradictorios queJohn Farrell provocaba en él.Posiblemente aquel joven fuera el mejorentre todos los becarios de sudepartamento, pero a veces sucondescendencia y la irritante seguridaden sí mismo que mostraba le molestabanprofundamente. Y por encima de todo,

Samuel intuía que John se creía mejorque él, y que recurriera a Keitel no hacíasino aumentar esa sensación.

Keitel por su parte escuchaba sinmover un músculo. Las cartas de JohnFarrell, insistentes pero en absolutosuplicantes, como si estuviera seguro deque le acabaría recibiendo, le teníanintrigado. O tal vez lo correcto seríadecir que le asustaban. El joven Farrellse había presentado con una pala en eljardín donde Keitel enterraba losinquietantes cadáveres de su pasado, yno dejaba de pedir permiso paraempezar a cavar. Por supuesto, erasencillo evitar aquella situación, bastaba

con encargar a su secretaria rompertodas las cartas que le mandara Farrellhasta que se cansara. Y por otra partetampoco tenía motivos para estar tanpreocupado; seguramente John tendríaalgunas dudas que solo tangencialmenteremoverían algunas cosas que era mejorignorar, pero por lo que Samuel acababade decir no parecía posible que susinquietudes fueran más allá.

—¿A qué te refieres con ingenuidad?—Bueno, John Farrell cree que sería

capaz de componer a la altura de Mozarto Bach con un mero programainformático basado en sistemas decombinatoria y estadística.

—Notas musicales seleccionadasarbitrariamente. Nada del otro mundo.Tal vez un programa compusiera algoparecido a Para Elisa tras probarcientos de combinaciones. El mono queescribiría las obras compuestas deShakespeare tecleando en una máquinade escribir —argumentó Keitelintentando sacar más información y sintener muy claro de si aquello letranquilizaba o agudizaba sus temores.

—No exactamente. Lo que Farrellpretende es crear un programa quecomponga las obras que Beethovenhubiera compuesto de haber seguidovivo, no que componga lo mismo, si es

que el verbo componer tiene algúnsentido aquí. Es decir, el mono deFarrell escribiría la secuela de Hamlet,por decirlo de alguna manera. Y noaleatoriamente, a la primera.

Keitel tardó un largo segundo enhablar.

—¿Y cómo pretende conseguir algoasí?

—Con las matemáticas. x alcuadrado igual a La pasión según SanMateo.

Samuel parecía irritado. Comohombre pragmático, creía que la cienciadebía estar al servicio de los interesesreales de la humanidad, y por eso no

soportaba que el talento (algo de lo queJohn Farrell andaba sobrado, no podíanegarlo) se malgastara en fantasías yensoñaciones que podían servir deentretenimiento para congresos dematemáticos pero cuya utilidad prácticaera nula.

Afuera una pareja de estudiantescaminaba de la mano y un poco máslejos un grupo de alumnos parecíaenfrascado en una conversacióninteresante y acalorada. Ladespreocupada alegría de la juventud,pensó Keitel. No tener que soportar elpeso de la clarividencia. Que Dios telibre de ese peso, John Farrell, que Dios

nos libre a todos de que lo tengas.—Dime una cosa, Samuel —dijo

Keitel para interrumpir el curso de suspensamientos—. ¿Crees que loconseguirá?

Bates miró a su antiguo profesor concara de no haber entendido la pregunta.

—¿A qué te refieres?—Muy sencillo. Si lo que Farrell

pretende fuera posible, ¿crees que estejoven tiene la capacidad necesaria parallevarlo a cabo?

—Puedo decirte que él estáconvencido de ello. Pero todo suproyecto parte de una premisa erróneaque él es incapaz de ver.

—¿Cuál?—Olvida la inspiración.—¿La inspiración?—Ningún programa informático,

ningún sistema matemático tendránnunca talento creativo, inspiración, elsoplo divino, si lo prefieres.

Keitel suspiró, como si aquelargumento le resultara demasiadomanido para tomarse la molestia derefutarlo. A un nivel básico(humanamente básico, tal vez) Keitelquería creer en el razonamiento deBates. Esas palabras eranreconfortantes, alimentaban elparadigma humanista que permitía creer

en la existencia de un alma que daba anuestras acciones una trascendencia queiba más allá de la insoportablementeaséptica cadena de causa-efecto oensayo-error. Pero Alfred Keitel llevabaaños dudando de esas ideas. De hecho,si hace años había detenido susinvestigaciones fue por lo cerca queestuvo de disipar todas esas dudas deuna manera irrefutable. Irrefutable yterrible.

—Supongo que tienes razón —concluyó finalmente—. En cualquiercaso será una pena que John Farrellmalgaste sus mejores años en unproyecto condenado al fracaso.

—Yo solo soy su director, me limitoa observar, evaluar o aconsejar. PeroJohn no escucha a nadie. Él dice que suproyecto es solo el primer paso.

Keitel sintió un escalofríorecorriendo su espalda, como si detrásde él alguien hubiera abierto una puerta.

—¿El primer paso de qué?—El primer paso. Es lo único que

dice. Por desgracia para él no habrá unsegundo paso y desperdiciará unos añospreciosos para descubrirlo.

Samuel Bates miró su reloj paraindicar que la conversación habíaterminado.

—Tengo que irme, Keitel.

—Gracias por haber venido.—¿A pesar de no haberte aclarado

para qué quiere verte Farrell?Alfred asintió y en ese momento

pareció un hombre más viejo y cansadoque de costumbre. Samuel salió de lacafetería y se perdió entre losestudiantes que caminaban por elcampus bajo la mirada atenta de Keitel.

Una camarera se acercó a su mesacon una bandeja para retirar la tazavacía de Alfred. Al agacharse, su manovaciló y la bandeja cayó al sueloproduciendo un pequeño estruendo.

—Disculpe, señor —dijo la jovencamarera visiblemente azorada.

—No se preocupe —dijo Alfredamablemente—. Usted no podíaevitarlo. Tenía que pasar.

La camarera no supo qué decir ydudaba de si había entendido bien laúltima frase. Alfred hubiera necesitadodemasiado tiempo para explicárselo, ytenía el presentimiento de que el jovenJohn Farrell lo explicaría mejor que él.Siempre y cuando fuera capaz de llegaral segundo paso, claro.

Se levantó, se anudó una bufandaalgo deshilachada al cuello y se marchó.Tenía que leer de nuevo las cartas deFarrell.

Afuera la temperatura había bajado.

El invierno ya estaba ahí.

2Desde la ventana de la cocina, Mary

Farrell miraba la calle esperando a quesu hijo apareciera en cualquiermomento. La visita de los domingos eraun ritual obligado para John. Por lamañana cogía el tren que le llevabadesde Londres a la pequeña ciudaddonde sus padres se habían mudadohacía cinco años, comía con ellos,tomaban el té y charlaban o escuchabanmúsica en silencio. A veces Johnllevaba a sus padres a ver un musical oal teatro. Lo pasaban bien los tresjuntos, a pesar de que últimamente una

especie de tristeza inexpresable se habíaapoderado del hogar de los Farrell. Conapenas sesenta años la artrosisempezaba a mostrar sus primerossíntomas en las manos de Henry.Todavía podía tocar el piano, perodesde luego sus años como concertistaprofesional eran ya cosa del pasado.Económicamente eso no suponía ningúnproblema, Henry y Mary disfrutaban deuna situación privilegiada y ninguno delos dos necesitaba ya trabajar. Lacuestión es que para Henry Farrell lamúsica era algo más que una profesión;era su lenguaje privado, el espacioíntimo que le enriquecía y le

completaba, de la misma forma en la quesu esposa se aislaba durante horas aescribir o el bueno de John en suadolescencia se abstraía de todohaciendo cálculos incomprensibles en uncuaderno, olvidando que había quedadocon los amigos o con alguna chica parair al cine. Los Farrell eran en ciertomodo una familia de amores nocompartidos, de pasiones individuales yegocéntricas, si bien en el caso de Henryy Mary sus respectivos talentos seproyectaban hacia los demás y en elcaso de John sus cálculos o fórmulasacababan en la papelera o en algún lugarde su cabeza herméticamente cerrado y a

salvo de las indiscreciones de los noiniciados.

Por fin apareció John, con las manosen los bolsillos de su abrigo de tweed,el flequillo moreno cubriéndole la frentey la forma de andar decidida desiempre, la manera de caminar dealguien que siempre da la impresión deestar avanzando desde A hasta B trashaber elegido el camino más corto.

Mary fue a abrir sin dar tiempo a suhijo a llamar al timbre.

—John…—Mamá.Mary le abrazó como si llevaran

meses sin verse, y él recibió ese afecto

con agradecimiento algo irónico.—Hoy llegas un poco más tarde —le

reprochó Mary.—El tren salió con veinte minutos de

retraso.—Las privatizaciones van a hundir

este país.—Es un tema un poco más complejo,

mamá.—Para ti todo es mucho más

complejo…—… en su aplastante sencillez.Se rieron y entraron en el salón

cogidos del brazo como dos novios a losque no les importara la diferencia deedad.

Henry estaba sentado en su sillón decuero leyendo la prensa.

—¿Cómo va el mundo, papá?—Creo que mañana seguirá aquí. Es

más de lo que la mayoría podemosdecir.

Henry se levantó a abrazar a su hijo,un abrazo un poco más solemne que elde Mary. John notó que su padre apenasapoyó las manos en su espalda y sintióuna punzada de dolor. Henry se diocuenta de ello al ver la mirada de su hijoy le sonrió.

—No te preocupes. Todavía puedoatarme los zapatos sin pedir ayuda —dijo con tono exageradamente jovial.

—Henry, por favor… —le recriminóMary—. Dejemos el humor negro paraotro día.

Su esposo asintió y la miró con eseamor suave y nada estridente quedespués de tantos años sentía por sumujer.

—¿Quieres tomar algo, hijo?—Una copa de jerez estará bien.John se sentó mientras su padre

preparaba las copas y Mary iba a lacocina a echar un vistazo a su guiso.Para ser una mujer de ideas casiradicalmente progresistas, mantenía unrespeto más propio de la épocavictoriana a esos momentos de

complicidad masculina entre padre ehijo.

Henry llenó hasta la mitad dos copasde cristal y las apoyó en una pequeñamesilla de madera clara entre su sillón yel sofá en el que estaba sentado John.Ambos probaron el licor antes de decirni una sola palabra. En el otro extremodel amplio salón, un majestuoso pianoparecía ejercer como testigo silenciosode aquel encuentro.

—Tu madre y yo estamos planeandoun viaje —dijo finalmente HenryFarrell.

—Estupendo.—No hemos elegido destino

todavía, tal vez Grecia o Italia. Aúntenemos la energía necesaria paraejercer un poco de trotamundos.

—Por supuesto.—Teníamos previsto irnos a

principios del año que viene para pasarlas navidades contigo.

—Por mí no os molestéis, id cuandoqueráis, yo voy a estar muy ocupado.

A Henry a veces le sorprendía elpoco apego de su hijo a lo que podríallamarse exteriorizaciones protocolariasdel afecto. Ni fiestas, ni cumpleaños nireuniones familiares parecían suscitar enél el más mínimo interés. Hacía dosaños había pasado la Nochevieja solo

porque, según él, «tenía cosasimportantes que hacer». Henry habíasido también un jovenextraordinariamente metódico, algoimprescindible en el mundo de lamúsica clásica, pero al menos intentabadisimular o mantener su obsesión bajocontrol. Para John en cambio todoparecía secundario ante el empuje deuna idea brillante por desarrollar o unaintuición a la que dar forma.

—Espero que ese «estar muyocupado» incluya compañía humana.

John sonrió.—Tal vez sí.—¿Una chica?

—Más bien un profesor dematemáticas retirado de setenta años.

—Te envidio, hijo, en ni época noteníamos tantas posibilidades dedivertirnos.

Padre e hijo rieron al unísono ybrindaron con despreocupación. En esemomento, Mary entró en el salón con unabandeja de canapés de paté.

—Para abrir el apetito.Se sentó al lado de su hijo y le puso

la mano en la rodilla.—Bueno John, ¿te van a dar el

Nobel este año o seguiré sin poderponerme mi vestido para las grandesocasiones?

—Este año todavía no, mamá; perono tardará.

El tono de voz de John fue de unaseriedad absoluta y desconcertante. AMary la sonrisa se le quedó a medias;nunca terminaría de acostumbrarse a laspeculiaridades del carácter de su hijo,pero estaba segura de que eso le pasabaa todas las madres.

John se llevó a la boca dos canapésa la vez. Masticó mientras sus padres lemiraban divertidos.

—Anoche no cené —murmuró Johncomo justificación.

—Pues vamos a la mesa. Noqueremos que nuestro hijo parezca un

matemático hambriento, ¿verdad, Mary?Pusieron la mesa entre los tres si

bien Henry se limitó a llevar loscubiertos. Mary y John se esforzaron enaparentar que no se dieron cuenta de quehubo un momento en el que sus manosparecieron a punto de soltar lostenedores y Henry maldijo en silencio.

Mary era una extraordinariacocinera y la comida fue excelente. Unguiso de carne con patatas y guarniciónde verduras, ensalada de tomate ylechuga y pastel de manzana de postre.Dieron buena cuenta de ello mientrasdiscutían superficialmente de política ode literatura, temas que a John no le

apasionaban pero en los que siempreestaba bien informado aunque solo fuerapor tener algo de que hablar con suspadres. De la misma forma seguía la ligade fútbol o los estrenoscinematográficos, con esa curiosidaddistante y pragmática tras la que seescondía algo demasiado parecido a laindiferencia.

—Ya me ha dicho papá que os vaisde viaje estas navidades.

Mary se limpió los labios con unaservilleta antes de hablar.

—Esa no era la idea original —dijomientras miraba a su esposo con dureza.

—Querida, no pongas esa cara, John

va a pasar unas navidades muyatareadas.

—Mi investigación se acerca a unpunto decisivo y voy a tener que vermecon un profesor para que me ayude. Nosé si podré salir mucho de Londres.

—¿Quién es ese profesor? —preguntó Mary.

—Alfred Keitel. Experto en lógicade sistemas.

Tras decir esto se hizo un repentinosilencio en la mesa, como si Johnhubiera pronunciado una oración ycualquier comentario fuera una falta derespeto. Sus padres sabían que ese airede gravedad inmóvil significaba que la

mente de John había vueltomomentáneamente a su rincón secreto.Sus ojos se quedaron absortos en losdibujos geométricos del borde delmantel. Por fin levantó la vista y miró asus padres, consciente de que solía crearsituaciones así de embarazosas confrecuencia.

—Papá —dijo con un tono de vozilusionado y lleno de ternura—.Asegúrate de que tus manos aguantan enforma unos días más. Voy a regalartealgo en poco tiempo.

Los ojos de su padre sehumedecieron ante aquel comentarioinesperado y sorprendente. Mary

acarició una de las manos de su esposo,este hizo amago de apartarla pero ellano se lo permitió. John contempló laescena sin decir nada. Su cabeza y sucorazón estaban conectados en esemomento, y eso no le sucedía a menudo.

Los tres miraron al piano de formainvoluntaria.

Mary estaba llorando.

3Aunque ninguno de los dos podía

recordarlo, Alfred Keitel y John Farrellse habían visto por primera vez hacíaunos veinte años. Fue en un conciertodel padre de John al que Alfred acudiócon su esposa Sara. Henry Farrell estabapor aquel entonces en la cúspide de sufama y Sara Keitel, una refinadamelómana, no paró hasta convencer a suesposo de que dejara sus absorbentesobligaciones y acudiera con ella alrecital.

Alfred estuvo distraído durante casitodo el concierto. Henry Farrell era sin

duda todo un virtuoso, pero la mente deKeitel estaba en otra parte. En uno delos bises se disculpó con su mujer ysalió un momento al hall del teatro. Seapoyó en una de las barandillas doradasy se quedó absorto contemplando elvestíbulo mientras desde dentro de lasala le llegaban las notas delicadas ysensuales de una partitura de Chopin.

Entonces vio al niño. De unos diezaños, moreno y algo despeinado, estabasentado a unos metros de Keitel, sobreel último escalón de la gran escalinatade mármol que descendía hasta elvestíbulo. Alfred lo observó con interés.Iba vestido de una forma demasiado

elegante para su edad, con una pequeñaamericana azul oscuro, camisa blanca ycorbata negra. Al reparar en lapresencia de Keitel, el niño sonrió.

—Hola.Keitel le devolvió el saludo con un

cortés movimiento de cabeza.—¿Dónde están tus padres?—Dentro.—¿Y tú qué haces aquí?—No me gusta mucho la música

clásica.A Keitel le sorprendió la firmeza de

ese comentario.—¿Por qué?—Es muy repetitiva.

Alfred pensó que si alguno de losespectadores que en ese momentodisfrutaban del concierto pudiera oír esecomentario se escandalizarían ymirarían a sus padres con desprecio porpermitir semejante deficiencia en laeducación de su hijo.

—No estoy de acuerdo —dijoKeitel.

—¿Y por qué no está usted dentro?El chico era rápido, de eso no cabía

duda. Allí sentado, con los codosapoyados en las rodillas, parecíadispuesto a rebatir cualquier argumento.A Alfred le cayó bien.

—Demasiadas cosas en la cabeza —

le respondió.—A mí me pasa lo mismo —repuso

el chico.Alfred no supo que contestar, así que

se encogió de hombros y asintió. En esemomento el auditorio estalló enaplausos. Henry Farrell debía estarsaludando.

—Tengo que volver dentro —dijo elchico levantándose de un salto.

—Sí, yo también.Keitel abrió la puerta y permitió que

John Farrell entrara primero. Vio comocorría discretamente por uno de lospasillos laterales y supuso que suspadres estarían en primera fila. Él llegó

hasta su asiento vacío mientras suesposa se ponía ya su abrigo con elrostro emocionado.

—Ha sido maravilloso —comentóen voz baja a su marido.

Los aplausos fueron cesandogradualmente y un telón rojo cayó sobreel escenario.

Alfred y Sara salieron del teatrocogidos del brazo y pararon un taxi. Elrecuerdo de aquella noche sedifuminaría con los años.

Habían pasado muchas cosas en esasdos décadas para que Alfred Keitelpudiera relacionar a aquel niño con elautor de las cartas que en ese momento

descansaban sobre su escritorio y quehabía releído buscando alguna clave queapartara o confirmara sus inquietudes.

Las cartas de Farrell estabanescritas a mano con pluma o bolígrafode punta muy fina, siempre de tintanegra, con la letra apretada y losmárgenes perfectamente alineados.

Alfred tomó una al azar.

«Estimado profesor Keitel:Como verá, su silencio no afecta

demasiado a mi insistencia, si bien he deadmitir que empieza a inquietarme laposibilidad de que mis cartas ni siquieraestén pasando el filtro de su secretaria,

la aguerrida y poco dada a floriturasseñorita Eloise Chant, a la que le ruegoque transmita mis saludos másafectuosos. He pensado en recurrir a mitutor y jefe de departamento, el profesorSamuel Bates, para llegar a usted, perosupongo que eso sería una medidadesesperada. Y yo no estoydesesperado, profesor Keitel,simplemente siento que mi proyecto seestá ramificando por vericuetos casiepistemológicos o metafísicos (odio estaterminología, por sus libros sé que ustedtambién) y necesito hablar con usted. Deentre todas sus obras, hay unaespecialmente que me hace creer que es

usted la única persona con la que podríacompartir mis intuiciones o lo que estoyempezando a vislumbrar. Esa obra es Losubyacente. Una teoría de los sistemascerrados. Puede imaginar lo arduo quefue dar con ella. Si le digo que laencontré en una librería de viejo enDublín entenderá que soy una personapersistente y que su trabajo me fascina.Y disculpe mi inmodestia, tal vez miinvestigación pueda interesarle a ustedtambién. Pero para eso tendremos queconocernos en persona. Puedeencontrarme en el departamento deMatemáticas Aplicadas, escribirme ollamarme. La señorita Chant tiene todos

mis datos, pero por si acaso su excesode celo profesional los hubierandesviado hacia la imponente papeleraplateada que tiene bajo su escritorio, selos escribo nuevamente a usted másabajo.

Un saludo.John Farrell».

Casi todas las cartas eran así,metódicas y respetuosas pero con unpunto de soberbia.

Alfred se quitó las gafas y se sirvióun poco de whisky de una vieja petacaque había pertenecido a su padre durantela Segunda Guerra Mundial. Era una de

las pocas cosas que conservaba deStephen Keitel, quien pese a ser hijo deemigrantes alemanes murió luchandocontra los nazis en la campiña francesacuando Alfred apenas contaba con tresaños. Su madre, como tantas otrasmujeres durante la posguerra, fue capazde sacar adelante a su hijo entre losescombros de los bombardeos y elfantasma de la miseria. Lucy Keitelnunca se volvió a casar. Cuando unoficial le entregó personalmente losobjetos personales de su esposo se pasóun día entero llorando en su habitación,salió con los ojos enrojecidos, abrazó asu pequeño y no lloró nunca más.

Alfred a menudo reflexionaba sobrela suerte de haber tenido cerca de él ados mujeres extraordinarias de formasucesiva en su vida, y este pensamientole hizo mirar el retrato de Sara que teníaenmarcado sobre una estantería repletade libros. La foto, tomada mucho antesde que la diabetes dejara ciega a suesposa, mostraba a una Sara sonriente,con el pelo más largo de lo que eranormal en ella y exhibiendo orgullosauno de los numerosos premiosacadémicos de Alfred.

Alfred había tenido una buena vida.Podía encarar sus últimos años deexistencia con un balance positivo.

Dicha y sufrimiento se habíancombinado en proporciones aceptables,había dado y recibido amor, habíadestacado en su profesión y por ahoramantenía la lucidez, quizá la única cosaa la que no estaba dispuesto a renunciar.Cada mañana ejercitaba su mente,resolvía ecuaciones o leía las últimaspublicaciones matemáticas de launiversidad, y se había prometido a símismo que el día en que empezara anotar los primeros síntomas de senilidadpondría en orden sus cosas y dejaríaeste mundo con la mayor dignidadposible. Para ello guardaba desde hacíatiempo una pistola en su dormitorio. A

veces lo justificaba diciéndose a símismo que era por protección, perosabía bien que si en la vida todoresponde a un plan preconcebido, elpapel de la pistola no era protegerlo denadie. Y por otro lado el problema noera tanto poner fin a su vida con valentíay discreción, sino hacerlo sabiendo loque había dejado pendiente. Si todocientífico tiene la responsabilidad deperseguir el conocimiento hasta susúltimas consecuencias, él había falladoen eso. Había llegado al umbral de algodemasiado grande, algo que esperabacon todas sus fuerzas que fuera un error,pero no se había atrevido a cruzar ese

umbral para comprobarlo. Y ahoraaparecía el joven Farrell a merodear porese territorio del que Alfred se habíaalejado hacía años. Y Farrell eradistinto a él, de eso estaba seguro.Farrell nunca llegaría al umbral paradarse después la vuelta. La cuestión erasi ese muchacho estaba siguiendo elcamino correcto o no. Y para salir dedudas, Alfred necesitaba conocerlo enpersona. Eso supondría salir de la celdaen la que había convertido su despachoy abrir sus puertas a la inquisitorialcuriosidad de aquel joven. Eraarriesgado, le asustaba, pero al mismotiempo tenía que admitir una cosa. De

una forma puramente intelectual AlfredKeitel deseaba encontrar en Farrell aldiscípulo audaz que terminara su obrasin que le temblara la mano, que seadentrara en el sobrecogedor laberintosiguiendo el hilo de Ariadna que Alfredhabía abandonado en el suelo al sentirsedemasiado cerca del Minotauro.

Sumido en esos pensamientos,Alfred Keitel ni siquiera fue conscientede que había descolgado el teléfonopara hablar con su secretaria.

—Eloise… ¿tienes por ahí todos losdatos de John Farrell?

La mano de Keitel temblaba alcolgar el auricular.

4No muy lejos de donde Alfred Keitel

tenía su despacho y en el mismomomento en el que este colgaba elteléfono, Samuel Bates corregíaexámenes sin poder reprimir un bostezo.

Estaba distraído.Su último encuentro con Keitel le

había irritado más de lo que estabadispuesto a admitir. Bates era porencima de todo un matemáticoprofesional, un trabajador del intelectoque desconfiaba de los frutos de lagenialidad quizá porque él nunca habíasentido la arrebatadora energía de las

verdades reveladas o de las intuicionesiluminadoras. Él trabajaba con laparsimonia disciplinada de un artesano,de forma metódica y nada espectacular.En un mundo tan lleno de mentesbrillantes, Samuel Bates representaba lahumildad del obrero rodeado dealquimistas que le miraban por encimadel hombro. Como Alfred Keitel.

O como John Farrell.Irónicamente, el primero había sido

su profesor en los durísimos años quededicó a labrarse un futuro académico yel segundo había terminado siendo sualumno de doctorado y uno de losbecarios bajo su supervisión. Y ahora

los dos parecían cruzar sus caminosdejando de lado al pobre Samuel Bates.

Hizo una mueca como si acabara demorder un limón y apartó los exámenesde su escritorio. Tras la ventana de sudespacho empezaban a formarsenubarrones negros y densos comoacuarela sobre un lienzo azulado, y elcampus se llenaba de sombras.

No era el momento de hacerintrospección, ni de justificarseinteriormente ante las mentesprivilegiadas de Keitel y Farrell. Éltenía las ideas claras, puede que ademásdel talento innato le faltara laexperiencia que los años le daban a

Alfred y la insolencia que la juventudotorgaba a John, pero había llegadolejos sin las cartas trucadas de unintelecto por encima de lo normal.¿Quién tenía más mérito de los tres? Ysobre todo, ¿quién de los tres erasustancialmente más útil para lasociedad? La matemática teórica en laque Keitel era una autoridad le parecía aBates un mero fuego de artificio cuyoresplandor raramente iluminaba más alláde las mohosas paredes tras las que losmatemáticos se entregaban a sus juegosonanistas de niños superdotados. Eseera el camino que parecía fascinar aFarrell y en el que parecía demostrar

unas aptitudes extraordinarias, perodesde un punto de vista pragmático eranlos hombres como Bates los que con sudedicación a la matemática aplicadaentregaban valiosas aportaciones a loque podía llamarse sin miedo «el mundoreal». Pero Keitel siempre aducía quelas matemáticas no podían limitarse aservir a otras disciplinas y despreciabaa los matemáticos como Bates quededicaban su esfuerzo a resolverproblemas de ingeniería o determodinámica. El mundo real no era dela incumbencia de los genios. Lo útil nopodía competir con lo asombroso. Laparadoja era que muchos de los estudios

de Keitel sobre lógica de sistemashabían sido de incalculable valor parael desarrollo de la informática y, en unterreno algo más prosaico, para losanálisis financieros y elperfeccionamiento del mercado bursátil.Bates tenía que admitirlo por mucho queKeitel rechazara colgarse esas medallas.

El caso de John Farrell era distinto.Su dominio de las matemáticasinstrumentales rozaba lo inverosímil.Ante la ecuación más complicada sumente parecía encontrar el camino debaldosas amarillas, nunca dudaba y susexámenes eran de una pulcritud yperfección casi molestas. Sencillamente

todo era fácil para él, como si lasconexiones neuronales de su cerebrotuvieran un ancho de banda superior a lamedia o se enfrentara a las matemáticascon la calma de un arquero zen que sabeque solo tiene que dejarse llevar porqueen un sentido profundo la flecha tieneque llegar sola a la diana. Sin embargo,de la misma manera en que locomplicado fluía para Farrell, a vecessu razonamiento se encontraba conmuros conceptuales al borde de loirresoluble o del terreno resbaladizo enel que las matemáticas dejan de ser unaciencia exacta para convertirse en unaespecie de mística.

Era como si en el momento exactode comprender o resolver algo Farrellsintiera una frustración no explicable enpalabras. A Bates le fascinaban esosmomentos en los que su alumno parecíaabstraerse en pensamientos insondables,pero sabía que la sed de Farrell nopodría saciarse nunca. Toda soluciónengendra su propio problema, es unadialéctica elemental que para Batessuponía la perfecta cura de humildadpara personas como John. De hechoBates sospechaba que tras el misteriosoretiro de Alfred Keitel se escondía algoasí, la dolorosa conciencia de que no sepuede llegar a la causa última de todo,

que las matemáticas son tambiénlimitadas y que los buscadores dequimeras intelectuales acabannaufragando en las costas inhóspitas delas ambiciones desmedidas.

Y a Samuel Bates aquello le parecíajusto. Cuando John Farrell llegara a esepunto de no retorno, él estaría allí paraverlo y desde luego no le temblaría lamano para frenar en seco susaspiraciones profesionales. Que sualumno se entretuviera con absurdosjuegos musicales no era su problema,pero cuando ese proyecto o lo que fueraque Farrell tuviera en mente fracasara,Samuel Bates sería quien firmara el acta

de defunción del futuro académico de supetulante alumno. Así de sencillo.¿Debía sentirse mezquino por pensar deesa manera? ¿O el destino le estababrindando la oportunidad de resarcirsepor tantos tragos amargos sufridos ensilencio, por tanta condescendencia, portanto velado desprecio?

Samuel Bates tragó saliva.La tarde agonizaba. Encendió un

flexo para iluminar mejor su escritorio.La felicidad, sospechaba, no era

cuantificable, pero su ausencia sí.En un mundo matemáticamente

proporcionado ambos factores deberíanestar más equilibrados, pero por mucho

que Keitel o Farrell se empeñaran, elmundo no obedecía a las leyesmatemáticas.

Ambos olvidaban el factor humano.El maldito factor humano.Bates siguió corrigiendo exámenes.Las risas apresuradas de los

estudiantes marchándose del campus leresultaron ajenas.

Venían de un mundo al que en elfondo él nunca había pertenecido.

5Todo el mundo tiene un secreto. El

de Eloise Chant era que desde hacía másde veinte años amaba a Alfred Keitel.Lo que al principio había sido unapasión furtiva y culpable se habíatransformado tras la enfermedad ymuerte de Sara en algo parecido a unsentimiento protector hacia su jefe, elsentimiento cálido y resignado de unamujer que había canalizado su amor nocorrespondido en una dedicaciónabnegada y una eficiencia sin parangón.Comenzó a trabajar para Keitel cuandoeste era solo un prometedor catedrático

de matemáticas cuyos estudios sobrelógica empezaban a dar que hablar. Fuesu mano derecha en los momentos deéxito y reconocimiento y estuvo tambiéna su lado en lo que ella llamaba «laépoca oscura».

Hacía mucho tiempo que Eloise nopensaba en aquellos meses y Keitelnunca hablaba de ello. Había un pactode silencio al respecto y Eloise era unafiel secretaria. Por otra parte, aunquehubiera querido contar algo, no hubierapodido dar demasiados detalles. Amediados de los noventa Keitel estuvoinmerso en una vorágine de actividadcasi maniática que lo aisló de todo y de

todos. Por algún motivo la universidadle permitió abandonar la docencia ydedicarse en cuerpo y alma a su nuevainvestigación. Keitel se pasaba horas yhoras en la biblioteca y llenabacuadernos y cuadernos que luego dejabatirados por cualquier sitio. Apenascomía y sin darse cuenta empezó adescuidar a su esposa. También en esoEloise estuvo al pie del cañón, cuidandode Sara, una mujer jovial y dulce a laque Eloise jamás hubiera hecho daño demanera intencionada. Formaban unextraño triángulo cuyo vértice eraAlfred. Pero Keitel se estabaconvirtiendo en un vértice invisible, en

un desconocido. Si su investigación deaquellos años avanzaba o no era algoque Eloise no podía decir. Recordabaperfectamente que por alguna razón latoma de contacto de Keitel con losordenadores le cambió el carácterdurante meses. Empezó a colaborar conlos mejores informáticos de launiversidad y a leer sobre el tema. Unamañana Eloise le encontró subrayandopárrafos del Tractatus de Wittgenstein yde una revista sobre los últimos avancesen informática al mismo tiempo. Yparecía lívido, ausente. Levantó la vistay miró a su secretaria con ojosenrojecidos. Eloise no había olvidado

esa mirada. Semanas después, Alfred lepidió que archivara todas sus notas ycuadernos y pidió la excedencia comoinvestigador y docente en activo. De esohabía pasado más de una década. Losdos seguían juntos aunque comosecretaria de un profesor honorarioretirado los servicios de Eloise selimitaban a seleccionar lacorrespondencia y atender las muchaspeticiones que le llegaban a Alfred paraque participara en congresos o ciclos deconferencias gracias a las cuales semantenía en forma y su prestigio seguíaintacto. Además, esa actividad le habíaayudado a superar la muerte de Sara.

Así que en cierto sentido todo estaba enorden. Por todo ello, Eloise no podíaexplicar la inquietud que la dominabadesde hacía unos días. Sabía que elmotivo de esa inquietud era ese joventan insistente, y especialmente el efectoque había producido en Keitel. Lamirada de su jefe volvía a brillar, peroEloise conocía ese brillo. Era el brillofascinado y casi lunático que recordabahaber visto en su jefe en «la épocaoscura».

Por eso recibió las instrucciones deKeitel de ponerle en contacto conFarrell con aprensión. Ese chico teníahielo detrás de los ojos. Chant lo

recordaba de pie frente a su escritoriohacía dos semanas, con las manos en losbolsillos de un abrigo de tweed y elflequillo moreno que le rozaba el cristalde las gafas.

—Solo quería asegurarme de quemis cartas le están llegando al profesorKeitel —le dijo a Eloise con un tono devoz educado y jovial pero demasiadomodulado en su opinión.

—Procuro cumplir con mi trabajoeficazmente, señor Farrell.

—No lo dudo. Pero imagino queKeitel recibe mucha correspondencia yusted debe seleccionar lo que cae en susmanos.

—Correcto.—¿Entonces?—Entonces nada señor Farrell, si el

profesor Keitel tuviera interés en hablarcon usted ya lo habría hecho.

—Esa es la cuestión señorita Chant.Al profesor Keitel le interesa muchohablar conmigo aunque todavía no losepa.

—Es usted un poco engreído.—Impaciente, nada más, señorita

Chant.—Un pecado de juventud. Se le

pasará con el tiempo. Y ahora, si medisculpa, tengo cosas que hacer.

Entonces John Farrell miró a la

puerta que daba acceso al despacho deKeitel.

—¿Está él aquí ahora?—Eso no es de su incumbencia, y

además el profesor Keitel no recibepersonalmente a estudiantes.

—Entiendo. Disculpe Es molestias,señorita Chant.

—Está disculpado.Eloise se puso a teclear en su

ordenador para dar por zanjada laconversación mientras observabadisimuladamente a Farrell marcharse.Pero antes de salir John se dio la vueltay le hizo una pregunta más.

—¿Usted no sabe por qué Keitel

abandonó sus investigaciones, verdad?Eloise Chant sintió un repentino

vacío en el estómago al oír eso. La vozde aquel joven era ahora directa comoun disparo e igualmente impersonal.Eloise movió la cabeza con lentitud y lemiró a los ojos.

—Márchese, por favor.Y John Farrell se marchó. Dos días

después llegaba otra de sus cartas paraAlfred Keitel. Estaba claro que no seiba a rendir.

Y cuando Eloise Chant colgó elteléfono, después de que Keitel lepidiera todos los datos de John Farrell,supo que finalmente ese joven había

ganado.Esta certeza iba acompañada de un

sentimiento que Eloise Chant se resistíaa poner en palabras. Desde el instante enel que Farrell cruzara la puerta deldespacho de Keitel a ella le sería casiimposible seguir protegiendo a su jefe.

Tal vez la segunda época oscuraestaba a punto de empezar.

Intentando alejar esos pensamientos,Eloise metió en una carpeta todos losdatos de John Farrell y entró en eldespacho de Keitel.

—La información que me pidió —dijo dejando la carpeta sobre elescritorio de madera de cedro de

Alfred.—Gracias, Eloise.Keitel parecía distraído, mirando

por la ventana con la barbilla apoyadaen sus manos cruzadas.

—¿Se encuentra bien?Alfred sonrió. La sonrisa más triste

que Eloise había visto en su vida.—Por supuesto.Eloise asintió sin añadir palabra y

se dio la vuelta, pero antes de salir lavoz de su jefe la detuvo.

—Un momento, Eloise.—¿Sí?—¿Qué opinas de John Farrell?—No opino nada.

—Entiendo. No te gusta.Eloise no dijo nada. Se conocían

demasiado bien como para tener queexplicar las cosas.

—Es posible que Farrell empiece avenir por aquí con frecuencia.

—Entiendo.—Si quieres puedes empezar ya tus

vacaciones de Navidad.—Solo estamos a ocho de

diciembre.—Lo sé, Eloise. Pero estos días

preferiría estar solo.—Solo con John Farrell, quiere

decir.Alfred y Eloise se sostuvieron la

mirada durante un rato en el que muchascosas flotaron en el aire con unaelocuencia en la que los roles de jefe ysecretaria desaparecieron. A él lepareció que ella estaba a punto de llorary que ambos compartían los mismostemores.

—No te preocupes por nada, Eloise.—Eso es mucho pedir, Alfred.Y tras decir esto, Eloise Chant salió

del despacho de Alfred Keitel.En ese momento ninguno de los dos

podía sospechar que sería la última vezque ella cruzaría esa puerta.

6Frédéric Chopin moría el 17 de

octubre de 1849 en el número 12 de laPlace Vendóme. Tenía 39 años, casi lamisma edad que John Lennon cuando fueasesinado.

Pero a diferencia del músico deLiverpool, Chopin sí que fue conscientemientras componía la Mazurca en Famenor (Op. 68 n° 4) de que aquella erasu última obra para la posteridad. Antesde morir pidió a sus allegados quedestruyeran todas las partituras que teníadispersas por ahí, pues a muchas deellas no las consideraba dignas. Por

suerte nadie cumplió con su voluntad.Sin embargo, cuando un genio muere alos 39 años, mueren con él todas lasfuturas obras que hubiera compuesto dehaber seguido vivo.

O al menos esa es una forma de verlas cosas.

La otra forma es que esa música yaexiste. Lo que se pierde con la muerte desu futuro «autor» es su capacidad decomponer, de darle forma a esa música.Un paisaje que nunca sea pintado no esnecesariamente un paisaje que no exista.

—Feliz cumpleaños, hijo. Se mehace raro verte un lunes por aquí.

—Tardarás años en volver a repetir

la experiencia. Concretamente hasta el2014.

—Soy una mujer muy paciente.Tras una breve discusión por

teléfono, Mary y su hijo habíanacordado celebrar el cumpleaños deeste con una tranquila cena familiar, apesar de que Henry había insistido enreservar mesa en algún selectorestaurante londinense. John se habíamostrado tajante; tenía que ser en casade sus padres.

Y allí estaban de nuevo los tres.John se sorprendió al ver que sus

padres se habían vestido elegantemente.Mary estaba muy guapa, con el pelo

suelto y las mechas castañas brillantessobre las canas que no se molestabademasiado en disimular. Henry llevabaun traje oscuro, camisa a rayas ycorbata. Su hijo se sintió conmovido.Hacían una bonita pareja. John pensóque aquella era una combinaciónperfectamente armónica. Un sistemabinario completo y perfecto.

La cena transcurrió en un ambienterelajado. Nada de política nimatemáticas. En lugar de ello, lahabitual (e inconfesablemente molestapara él) sesión de recuerdos sobre lainfancia y adolescencia de John.

—¿Te acuerdas de que en muchos de

los conciertos de tu padre te salías alvestíbulo a esperar que terminara? —lepreguntó su madre.

—Vagamente.—Siempre entrabas al oír los

primeros aplausos —añadió Henryguiñando un ojo a su hijo—. Me dicuenta de que tus intereses iban por otrolado.

—Aprendí a tocar el piano —murmuró John a modo de disculpa.

Su madre le acarició la mejilla conternura mientras añadía otro trozo depescado en el plato de John.

—Bueno querido, que de una poetisay un músico salga un matemático no deja

de tener cierta lógica —dijo Mary.La palabra mágica. A John se le

abrieron los ojos como si alguienacabara de hacer una reflexióntrascendental.

—¿Tú crees, mamá? ¿En quésentido?

—Bueno, yo trabajo con escalas yarmonías y tu madre con la métrica. Túmismo dices siempre que todo esmatemáticas. —Fue Henry el quecontestó.

—Es cierto. Tenéis razón.De nuevo John adoptó su pose de

innecesaria seriedad a la que sus padresno sabían como enfrentarse. Separó

minuciosamente las espinas del pescadoy sin que entendieran muy bien el motivosonrió tras unos segundos deconcentración. Henry y Mary se miraronaliviados. Ella sirvió un poco más devino en las copas.

—Quiero hacer un brindis —dijo entono solemne.

Padre e hijo dejaron de comer yagarraron sus copas.

—Por nuestro hijo John y por lachica que traerá a cenar el año que vieney que todavía ninguno de los tresconocemos.

—Salvo que John tenga una vidasentimental que ignoremos —intervino

Henry a lo que John contestó con unencogimiento de hombros y unaexpresión de exagerada inocencia.

—En cualquier caso, esté donde estéesa chica… brindemos por que se portebien hasta conocer a nuestro John.

—Brindo por ello —dijo Henrylevantando su copa.

—Y por que se porte muy malcuando la conozca, no os olvidéis de eso—dijo John repitiendo el gesto de supadre a la vez que miraba a unasuavemente escandalizada Mary.

Chocaron las copas y bebieron.Podía sentirse una placidez muyespecial. En muy pocas ocasiones John

dejaba de ser consciente de sí mismo yde todo lo que le rodeaba y preocupaba,como si una parte de su mente nuncadesconectara. Una vez leyó una frase deBobby Fisher en la que decía que un 1%de su mente no pensaba en el ajedrez yque no entendía el motivo. A John esafrase le aterrorizó porque la entendíaperfectamente. Pero en esos momentos,compartiendo vino y bromas con suspadres, pudo desconectar y disfrutarsencillamente del momento.

Fueron apenas unos minutos, pero suvalor era incalculable.

Hasta que recordó qué era lo quehabía traído en su mochila.

Henry notó que algo había pasadofugazmente por la mirada de John, perono dijo nada. Terminaron el segundoplato con felicitaciones a Mary, y esta selevantó a por el postre.

—Te ayudo —dijo John.Mary le miró extrañada. Ese solía

ser el momento de intimidad masculina.—Gracias, hijo.Entraron en la cocina. Sobre la

encimera había una tarta de manzana conun montón de velas clavadas.

—Tranquilo, no son veintiocho,tantas velas le darían un aspectolamentable a la tarta —dijo Mary—.Coge tres platos y cubiertos del armario,

por favor.—Quería preguntarte algo.—Tú dirás, hijo.—¿Cómo se encuentra papá?Mary apoyó de nuevo la tarta sobre

la encimera y suspiró.—Es un hombre fuerte. Los dolores

aún son bastante soportables y lamedicación le ayuda. O al menos eso eslo que dice él.

—¿Y tú qué piensas?—Bueno, hay noches en que le oigo

lamentarse cada vez que se mueve unpoco. Imagino que no sabe dónde apoyarlas manos. Él cree que estoy dormida,claro.

—¿Y ya casi no puede tocarte?Mary se sorprendió por la

inesperada franqueza de la pregunta desu hijo, pero no la encontró ofensivasino, llena de una compasión que Johnpocas veces mostraba.

—Tu padre es muy cariñoso, John—dijo con un nudo en la garganta.

—Y tú una mujer muy bella, mamá.Mary abrazó a su hijo. Entre los

brazos de John tuvo la súbita revelaciónde que Henry y ella saldrían adelante,que la vida les había tratado muy bien yque si ahora venía el destino a cobrar sufactura estaban preparados para todo.Juntos. Y con la ayuda de John. No sabía

cómo decirle a su hijo que Henry eracapaz todavía de acariciarla como sipasara los dedos suavemente por unteclado, que después de tantos añosjuntos ambos habían adquirido unaimpagable sabiduría que ningunaenfermedad les arrebataría jamás, queen la oscuridad de su dormitorio elmundo era más sencillo y máscomplicado de lo que Mary se sentíacapaz de explicar a pesar de que laspalabras eran su pasión y su mayordestreza. Pero posiblemente John loentendió todo en ese abrazo silencioso ylargo. Acarició el cabello de su madre yle susurró un «gracias» al oído.

Y supo que había llegado elmomento de dar a su padre loprometido.

—Deja la tarta ahí. Tengo algo paravosotros —le dijo a su madre.

—Se supone que es tu cumpleaños.—También es un regalo para mí.Madre e hijo volvieron al salón.

Sentado en su sillón, Henry mirabapensativo el vino de su copa.

—¿Y ese postre?Mary se encogió de hombros

mientras John iba hacia su mochila.—Tengo algo más importante, papá.Abrió la cremallera y sacó una

carpeta. Henry y Mary empezaron a

percibir una extrema ansiedad en su hijoque este no sabía muy bien comofocalizar. Una arruga de intensaconcentración le cruzaba la frentehaciéndole parecer repentinamente másmayor.

—¿Puedes sentarte? —le preguntó aHenry.

—Estoy sentado, John.—Sentarte al piano, papá.Henry se puso rígido. Todavía

tocaba con fluidez y de hecho estabaperdiendo más la confianza psicológicaen sus manos que su capacidad física,pero la petición de su hijo le sorprendiópor su tono excesivamente firme.

—John… —murmuró Mary que, sinsaber el motivo, empezaba a tenermiedo.

—Todo está bien, mamá.Henry se levantó apoyando

cuidadosamente las manos.—Es tu cumpleaños, hijo. Tú

mandas.Fue hasta la banqueta de madera y

terciopelo, se sentó y levantó la tapa delteclado. Siempre sentía lo mismo alsentarse frente a su viejo piano, con elque por condición expresa daba todossus recitales. Era una sensación derespeto y complicidad. Aquello era cosade dos. Nunca había visto a los

instrumentos como objetos pasivos, y talvez ese era el secreto de su virtuosismo:tocar de una forma más empática quetécnica. Pasó las yemas de los dedos porel teclado, buscando notar lareceptividad casi eléctrica que sentíacuando los dos estaban preparados paraempezar.

—¿Y bien? ¿Alguna petición?John sacó una partitura de su carpeta

y la colocó frente a su padre.—¿Qué es?—Adivínalo. Yo pasaré las hojas,

conozco muy bien la partitura.Mary se colocó detrás de su esposo,

apoyando las manos en sus hombros.

Parecía que los tres estuvieran posandopara una fotografía. Un día en la vida deun músico famoso.

Henry observó la partiturainteresado y confuso al mismo tiempo,como quien ve una cara conocida que noacaba de identificar. Su corazón latíaemocionado.

Mary le besó en la mejilla. La carade John no reflejaba nada especial.

El tiempo pareció suspendido unossegundos, denso e inmóvil.

El instante antes del relámpago;energía a punto de cobrar forma.

Los dedos de Henry Farrell bailaronsobre las teclas de su piano.

Notas melancólicas pero nadaafectadas parecieron llover sobre elsalón, acompañadas de una brisamelódica que lo envolvía todo con lamisteriosa caricia de una nocheperfumada de orquídeas. Así loexpresaría Mary días después. En esemomento no encontraba palabras, no lasbuscaba, no las necesitaba. Henryparecía un hombre más joven, sus manosavanzaban con la seguridad de unamante cuidadoso y experto, y ellaconocía esos movimientos, casi podíasentir la pulsación de cada nota en supiel, como si la música resonara en sucuerpo en un crescendo sensual y

efímero. La música era triste como lascosas bellas que se marchitan, ysuavemente alegre como un inesperadodía soleado en invierno visto desde laventana de una mansión vacía. Henrydiría más tarde que se sintió como unaristócrata del antiguo régimen tocandoel piano mientras los revolucionariosllaman a la puerta y el mundo sederrumba y nace al mismo tiempo.

Fueron seis minutos treintasegundos.

Henry dejó las manos sobre elteclado unos instantes. Su mujer leapretaba los hombros con fuerza. Nadieparecía dispuesto a decir nada.

Fue John el que habló en un tononeutro.

—¿Y bien?—Es una composición magnífica.John se relajó al oír eso y su cara

cambió en el acto.—Me alegro.En ese momento sonó el teléfono

móvil de John, y este dio gracias ensilencio por que no hubiera sonadomientras su padre tocaba. Lo sacó delbolsillo y miró la pantalla. La sincroníale pareció abrumadoramente perfecta.Las palabras DESPACHO KEITELparpadeaban al ritmo del timbre delteléfono.

—Creo que tengo que irme.Abrazó a sus padres con más afecto

de lo que era normal en él. El móvildejó de sonar pero no importaba. Sepuso el abrigo y prometió tenerlesinformados.

—Pero hijo… —dijo Mary sin sabercomo terminar la frase.

—Todo está bien, mamá.Ella asintió.John salió de la casa de sus padres

sin tan siquiera haber recibido susregalos.

Sus padres, a solas, se miraron.Muchas preguntas sin respuesta seagolpaban en sus ojos, unidas a un

repentino deseo y a una maravillosaconciencia de sí mismos.

Entonces Mary dio la vuelta a laspartituras hasta encontrar la primerapágina.

SONATA PARA HENRY Y MARYFARRELL. Por Frédéric Chopin.

7En persona, Alfred Keitel le pareció

un hombre afable y cansado, como simantener una conversación le supusieraun esfuerzo o estuviera pensando entodas las cosas que podía estar haciendoen vez de perder una tarde con JohnFarrell.

Este había llegado hacía más de doshoras y lo primero que llamó su atenciónfue encontrar el escritorio de EloiseChant vacío. Fue el propio Keitel el quele recibió, con una media sonrisa y unapretón de manos.

—Señor Farrell…

—Llámeme John, por favor ¿Laseñorita Chant está bien?

—Me temo que colapsaste supaciencia, tuvo que pedirse unos días dedescanso para visitar un balneario.

Le sorprendió esa muestra desentido del humor en el profesor Keitel.Tras semanas inmerso en sus librosascéticos y despiadados con el lector,John se esperaba a un hombre adusto ydistante, y ahora le costaba reconocer enaquel agradable hombre de setenta añosal autor de La estructura subyacente yde los inolvidables dolores de cabezaque su lectura le había provocado.Pasaron al despacho de Keitel. A John

le impresionó su humildad, como si allítrabajara un profesor adjunto en lugar deuno de los más prestigiosos matemáticosde la segunda mitad del siglo XX. Unamesa repleta de papeles, una pequeñaestantería, muchas fotos de Alfred con laque sin duda era su esposa Sara, y casiningún testimonio de la cegadora carreraacadémica de Keitel. Este siguió lamirada de John por el despacho ypareció adivinar sus pensamientos.

—No suelo coleccionar recuerdos.—Pero hay muchas fotos de su

esposa —comentó John con su habitual ypor algún motivo nunca molesta falta detacto.

—Ella no es un recuerdo, John. Loserá cuando yo haya muerto.

—Lo entiendo.—Tienes 28 años. No puedes

entenderlo.John no tuvo más remedio que

asentir. No había nada de acritud en eltono de Keitel, solo la simpleconstatación de un hecho, de la mismaforma en que podría haber indicado aJohn que tenía una mancha en la camisa.

—Pon tu abrigo por ahí y siéntate.No había perchero, así que apoyó su

abrigo en una de las dos sillas que habíafrente al escritorio de Alfred y se sentóen la otra.

—¿Quieres una copa?—Una cerveza estará bien.—¿Has visto algún frigorífico por

aquí John? O whisky o nada —dijoKeitel sacando una petaca plateada ydos vasos de un cajón de su escritorio.

—Tomaré ese whisky, gracias.—¿Sabías que el 60% de los

mejores matemáticos de este siglotuvieron problemas con el alcohol?

—No, no lo sabía.—Es que no es verdad. Pero

resultaría estimulante si lo fuera —dijoKeitel llenando el vaso de John ylevantando el suyo para hacer unbrindis.

—¿Por qué brindamos? —preguntóJohn.

Keitel pareció sopesar la preguntade John mientras dejaba que el licor seasentase, moviendo lentamente el vasocon movimientos circulares.

—¿Por la impertinente insistencia delos novatos?

—¿O por la desesperanteindiferencia de los veteranos?

Keitel vio que John se adaptabapronto y que desde luego no era fácil deamedrentar. Tenía sentido del humor, sesentía seguro de sí mismo y de unaforma vaga y despreocupada le caíaendiabladamente bien.

Chocaron suavemente sus vasos ydieron el primer trago de la tarde. Elwhisky era de excelente calidad, añejo ypoderoso, y John sintió que empezaba asaber bailar al ritmo de Keitel. Oviceversa.

—Supongo que ya podemos dejarlos preámbulos, John. ¿Por qué estásaquí?

—Esperaba que usted me diera esarespuesta.

—¿Y eso?—Tengo intuiciones que me

sobrepasan, y en parte usted es elculpable.

Alfred cruzó los dedos y apoyó las

manos sobre la mesa. Se sentía sereno yal mismo tiempo empezaba a notar unapoderosa vibración en el pecho, comoun pájaro que intuye un terremoto.

—Te escucho, John.—Es una larga historia.—Que no te confunda mi edad.

Tengo tiempo de sobra todavía.—De acuerdo.John bebió un trago más de whisky,

no sabía si para aclararse la garganta ola mente. Había repasado cada palabrade lo que quería contarle a Keiteldecenas de veces desde que recibiera sullamada el día de su cumpleaños en casade sus padres y concertaran la cita para

el día siguiente. Por lo tanto dejó que surelato fluyera.

—Tal vez el responsable de esto seaMark Champan…

Le parecía una buena forma deempezar. Luego una cosa llevó a la otra.Por supuesto Keitel ya conocía parte dela investigación de John tras suconversación con Samuel Bates, pero sedaba cuenta de que en los labios deFarrell adquiría otro tono, unaconvicción distinta.

—En realidad no era teóricamentemuy difícil, y sus libros me dieron laclave. Toda estructura reducible alenguaje matemático puede ser vista

como una serie lógica autorrepetida.Entonces la música también. Empecépor Chopin; la opción de John Lennontenía el inconveniente de las letras.Demasiados factores que descomponer.En cambio una partitura para pianopuede ser increíblemente compleja, perono deja de ser una estructura con unnúmero finito de elementos repetidos enuna serie limitada de variables. Así quecon una partitura de Chopin di a cadaelemento un valor numérico, a cada nota,en cada escala, a todo. Y desarrollé unprograma informático que sencillamentecontinuara esa serie lógica, como una deesas pruebas para test de inteligencia

del tipo «Cuál es el número siguiente enesta serie; 2, 4, 16…».

—Parece sencillo.—Pero salió mal. El programa se

limitaba a desarrollar una partitura queera casi la repetición exacta de la queprogramé. Había que ir más allá. Repetíel proceso con al menos cincuentapartituras e hice que el programabuscara patrones estructurales. Es decir,por qué la música de Chopin no separece a la de Mozart ni la de Mozart ala de Paul McCartney. Cada uno semueve en una estructura matemática quees la que da unidad estilística a suscomposiciones. Esa es la idea. Una vez

que el programa memorizó todas lasseries numéricas, el siguiente paso erano solo que desarrollara una serie lógicacon la misma estructura, sino que norepitiera ninguna de las series, quecreara una combinación nueva.

—Los mismos colores, otro cuadro.—Exacto. Más o menos lo que

Chopin hubiera compuesto de haberseguido vivo. Lo que no hubiera tenidootro remedio que componer.

Alfred se estremeció al oír esasúltimas palabras. Aunque lo que le habíaprovocado un súbito sudor frío fue laconstatación de que Farrell habíadesarrollado un programa de ordenador

como ese, con esa capacidad. Porsupuesto no tenía nada de excepcionalen sí mismo, no era más que un juguetecon buena memoria haciendo trucos delógica. El problema era lasposibilidades que otorgaba. Por esoodiaba los malditos ordenadores.

Tras terminar de hablar, John le pasóa Alfred una serie de partituras y unacinta en la que un amigo suyo que dabaclases en el conservatorio le habíagrabado varias de esas composiciones.

—Imagino que te llevó muchísimotrabajo —dijo Alfred para aparentar quenada de lo que había escuchado lellamaba demasiado la atención.

—Sí.—Pero sigo sin entender qué haces

aquí. Tal vez este hallazgo deberíascompartirlo con el departamento demusicología.

—La música no tiene nada que vercon esto, profesor Keitel, y usted losabe.

—¿Entonces con qué?—Con la lógica. Como todo lo

demás.En ese momento ambos se miraron

como dos tahúres ante una mano decartas decisiva. El joven aspirantecargado de arrogancia que tal vez vayade farol, y la vieja leyenda a la que le

empiezan a temblar las manos.—Ya escribí sobre eso en mis

libros.—Pero no lo escribió todo.—¿Qué quieres decir?—Sus ensayos avanzaban por

caminos teóricamente audaces,empezaron a aplicarse sus ideas en elcampo de la economía o en el de controldel tráfico aéreo.

—O en la composición de obrasmusicales de compositores muertos.

John obvió el comentario, parecíaimparable en su argumentación.

—Y sin embargo, cuando parece queesas ideas van a fructificar

necesariamente en algo grande,abandonó. Sin más.

—No pensarás que voy a justificarmi decisión ante un estudiante.

—No, profesor Keitel, lo que quieroque entienda es que yo veo la conclusiónde sus estudios, que lo tengo claro desdeque empecé a ver que mi trabajo con laspartituras tenía sentido.

—Ilumíname, John.—No es fácil de expresar.Keitel pensaba que sí, que era

asombrosamente fácil de explicar, quesolo había que quitarse el velo de losojos para ver la luz.

—Profesor Keitel…

—Te escucho.—¿Y si todo tuviera una estructura

subyacente?—¿Qué quieres decir con todo?—Todo. Toda la realidad que nos

rodea. Como si todo formara un sistemacerrado.

—En cierto sentido es así.—Un sistema cerrado que

inevitablemente se rige por reglaslógicas.

—Wittgenstein escribió que el límitedel mundo son los límites de la lógica.

—Lo sé. Entonces… ¿podríadescomponerse la realidadmatemáticamente y encontrarse esas

leyes lógicas?Alfred supo que ese era el momento

de dar por zanjada la conversación y depedirle a Farrell que se marchara y seolvidara de ideas absurdas. Pero ya eratarde. Ese brillo en los ojos de John nose apagaría tan fácilmente, así que mejorestar cerca cuando su luz lo cambiaratodo. De modo que cuando Alfred Keitelcontestó a la pregunta de John supo queno habría vuelta atrás.

—Por supuesto que se puede,querido John. El problema es si se debe.

John Farrell no pareció escuchar lasegunda parte de la respuesta.

Afuera ya había atardecido.

8En sus siguientes encuentros, Alfred

y John se dedicaron básicamente ahablar.

Paseaban por el campuscompartiendo impresiones, divagando, otomando té en el despacho de Keitel porlas tardes y whisky por las noches.

Farrell empezó a descuidar susobligaciones en el departamento parairritación de Bates, que observaba desdela ventana de su despacho a su viejoprofesor y a su alumno enfrascados enconversaciones de las que John nunca lehacía partícipe.

El domingo, John incluso invitó aAlfred a comer en casa de sus padres, yeste aceptó encantado. Henry todavía nohabía terminado de asimilar lo que suhijo había conseguido, y aunque no loreconociera abiertamente, Johnsospechaba que no le gustabademasiado, que lo consideraba unaespecie de profanación. Henry no volvióa tocar ninguna de las composicioneselaboradas por el programa de John yeste no se lo volvió a pedir. Recibierony trataron a Keitel con gran amabilidad,este compartió recuerdos de su infanciaen Londres tras la Segunda GuerraMundial, e incluso recordó haber

asistido a un concierto de Henry hacíaunos años.

—Mi esposa era una granaficionada.

La comida transcurrió de formaagradable, pero en el aire flotaba algoextraño, un temor sin forma que no sesabía bien de qué o de quién provenía.Mary estaba preocupada. Notaba a suhijo en una especie de maniáticaconcentración, eufórico y encerrado ensí mismo a la vez.

Alfred, por su parte, se debatía entrela culpabilidad, el miedo y el oscuroplacer intelectual de observar cómoJohn seguía los pasos, interpretaba las

señales, veía las relaciones ocultas yllegaba a conclusiones.

Una tarde caminaban en silencio porun lago artificial cercano al campus, conun termo lleno de té caliente, Alfredprotegiéndose del frío con una bufandahasta la nariz y John con las gafasempañadas y el flequillo sobre la frente.

—He estado pensando mucho,profesor.

—Tú dirás.—Creo que todas sus ideas podrían

reducirse a una sola.—Eso no es muy halagador.—Al contrario. Me parece de una

sencillez deslumbrante. Aparece en uno

de sus artículos menos conocidos,publicado poco antes de su abandono.

—Refréscame la memoria.—«El mundo no puede llevar la

contraria a las matemáticas».Alfred se detuvo. Había pequeñas

superficies heladas sobre el lago, yalgunos patos se acurrucaban inmóvilesen la orilla. Dos estudiantes pasaronhaciendo footing cerca de ellos y a lolejos se escuchaba el ruido de tráficopor la carretera que salía de la ciudad.Había una armonía intangible en todoaquello, una armonía que Alfred siemprebuscaba con su mirada, como si eso lereconfortara y convirtiera las ideas de

John (y las suyas propias) en meraretórica sin ninguna conexión con larealidad.

—¿Qué quieres decir, John?—Posiblemente lo mismo que quiso

decir usted cuando escribió esa frase.—No juegas limpio.—Usted tampoco.A Alfred le hubiera encantado poder

enfadarse con Farrell, pero agradecía susinceridad. Había conocido a muchosmatemáticos cuyas capacidades socialeseran nulas, pero el caso de John eradistinto. Su ausencia de rodeos era la deun cirujano que no quiere perder eltiempo hablando del fin de semana con

las enfermeras mientras abre el pecho aun paciente con el bisturí sin dejar deprestar atención a sus constantes vitales.Alfred tenía muy claro a quién lecorrespondía el papel de paciente en esaanalogía. Al menos tenía que admitir queJohn era hábil con el bisturí.

9Días antes de que sus padres se

fueran finalmente de viaje, John Farrellpasó su primera tarde en casa de AlfredKeitel, un edificio de dos plantas estiloTudor demasiado grande para un hombresolo y en el que Keitel seguía viviendocomo tributo a sus recuerdos.Prácticamente hacía toda su vida en laplanta baja, y una vez por semana unaasistenta hacía limpieza y ponía la casaen orden.

—¿Puedes creer que la señoritaChant se ofreció para hacer ese trabajo?

John sonrió. Por supuesto que podía

creerlo.En la cocina se prepararon

sandwiches fríos y té, lo pusieron todoen una bandeja y entraron en labiblioteca. A John le habíanimpresionado las dimensiones de lacasa, pero la biblioteca le intimidó. Unespacio amplio con paredes forradas demadera oscura y estanterías que llegabanhasta el techo, sillones de cuero y unaimponente chimenea al fondo cuyoresplandor iluminaba la estanciamientras el día iba declinando tras losgrandes ventanales.

—No dejes que te abrume. Cuandocompramos la casa estaba casi en

ruinas. Lo que ves es el trabajo de todauna vida, más el de mi esposa que elmío.

—Debió de ser una mujerextraordinaria.

Keitel asintió, mirando la bibliotecay rememorando en silencio a su mujer.

—Siéntate, vamos a charlar un poco.—¿Algún tema en concreto,

profesor?—Algo trivial. La realidad, para ir

entrando en calor.Dejaron la bandeja en una mesilla

entre dos sillones y, antes de sentarse,Alfred fue a un pequeño mueble entredos estanterías y sacó una botella de

whisky y dos vasos de cristal grueso.—Hay que respetar el ceremonial,

querido John…Sentados allí, ante el resplandor

naranja del fuego que hacía emitirdestellos del licor, parecía que estabanen un selecto club para exalumnos deEton o en alguna sociedad geográfica enla que hombres de mundo compartíanexperiencias y fanfarroneabanrecordando la gloria nunca extinta de unimperio que ya solo existía en suscorazones. Ambos se dieron cuenta delaspecto casi estereotipado que tenían enaquel momento y no pudieron evitarintercambiar una sonrisa.

—Querido profesor Keitel… —declamó John levantando su vaso.

—Estimado colega… —contestóAlfred haciendo lo mismo.

Esos brindis se habían convertido enun ritual previo a sus conversaciones, enel punto de inflexión a partir del cualcada palabra podía marcar la diferencia.

—La realidad, John…—Le escucho, profesor.—Piensa en el enunciado de un

problema, no tiene que ser complicado.«Un hombre se despierta a las ocho,tarda media hora en prepararse y veinteminutos en llegar a su trabajo ¿A quéhora llegará?». Soluciónalo y ahí

tendrás tu respuesta a la duda de si larealidad puede reducirse a matemáticas.

John miró a Keitel desconcertado,como si sintiera que le estaba gastandouna broma pesada a la que no conseguíaencontrar la gracia. Pero el tono y laexpresión de Keitel no eran irónicos enabsoluto. Miraba a John con unaconcentración casi agresiva, como si ensu respuesta estuviera todo en juego.Algo en el interior de Farrell se resistíaa contestar, como si descender a esenivel supusiera un insulto para todas lasexpectativas que habían crecido en él enlos últimos días.

—Profesor…

—Contesta, John.—Es ridículo.—Contesta o márchate de mi casa

inmediatamente.Lo decía en serio. De pronto parecía

un hombre distinto. John obedeció.—Llegará a las nueve menos diez.—Ahí lo tienes.—¿Qué tengo?—Tienes una realidad sometida a las

leyes de las matemáticas. Ese hombrellegará a esa hora porque no tiene otroremedio. Porque hay una ley superior aél que tiene que cumplir.

—Salvo que decida detenerse por elcamino.

—En ese caso estaría obedeciendo auna ecuación con un factor más —dijoAlfred.

—O la ecuación tendría quetransformarse, adaptarse a él.

—Estamos ante un problemamatemático. Nuestro hombre no tienevoluntad.

—Pero en la vida real…—Estoy hablando de la vida real,

John.John abrió la boca pero sus dudas se

esfumaron antes de ser expresadas,reducidas a la nada ante una súbitaexplosión de claridad que le pareciócasi un arrebato místico. Era así de

sencillo. Hermoso, irrefutable, enormecomo una estatua gigantesca en un rincóndel jardín de tu casa que has ignoradodurante años hasta que una mañana tedas de bruces con ella.

Alfred se cruzó de brazos y apoyó suespalda en el respaldo del sillón.Durante unos minutos, ninguno dijonada. Tan solo el sonido de la leñaconsumiéndose en el fuego rompía elsilencio sepulcral de la biblioteca.

—No creo haberlo entendido deltodo… —balbuceó John.

—Supongo que esa es la reacciónnormal.

—Necesito profundizar más,

profesor.—Ya has visto el camino. Hasta

donde llegues en él es cosa tuya.—¿Hasta dónde llegó usted?Era el momento de levantar la lápida

bajo la que yacían los recuerdos deAlfred Keitel y John Farrell le parecíaun buen testigo de la exhumación.

En su mayor momento de gloria,Keitel se movía en el confortableterreno de la abstracción. En susmejores ensayos apenas había una solaanalogía con lo que Farrell llamaba «lavida real». Las ecuaciones, teorías ehipótesis de Keitel solo trataban de símismas, en una especie de círculo

hermético en el que nunca se filtraba elaire enrarecido del mundo material. Sesentía bien en ese universo deposibilidades intelectuales, e investigarsobre sistemas lógicos cerrados lepermitía experimentar el poder creadorde un pequeño dios. Hasta que un día,mientras veía la televisión al lado deSara, un periodista que analizaba lasconsecuencias de la recesión económicao algún tema similar, utilizó la palabra«sistema».

El sistema afronta una crisis.El sistema terminará regenerándose.Le llamó la atención. Como en sus

investigaciones, aquel periodista

parecía utilizar ese concepto como algosuperior, dotado de sus reglas y de vidapropia. Pero al fin y al cabo en esesistema estaban incluidos seres humanoscon sus tendencias, caprichos, anhelos,errores y virtudes. Ellos eran el sistema.¿O solo formaban parte de él? En esecaso, ¿quién o qué dictaba sus normas?Estas preguntas se le olvidaron antes determinar el postre. Pero a partir de ahí,cada vez que leía la prensa o veía latelevisión, buscaba inconscientemente ladichosa palabra, como un buscador detesoros que espera encontrar indicios encualquier parte. Y lo cierto es que eseextraño «sistema» estaba por todas

partes. Sistemas económicos, sistemaspolíticos, manifestaciones antisistema,venderse al sistema, oponerse alsistema.

Y si algo sabía Alfred es que lasreglas de un sistema están por encima desus componentes. Y que esas reglas erancuantificables y reducibles a las normasinmutables de la lógica. Y al igual queen las composiciones musicales de JohnFarrell, todo sistema lógico se podíaprever, continuar.

Pero en ese momento no era en notasmusicales en lo que Keitel pensaba. Eraen seres humanos, personas de carne yhueso. Ahora bien, en un sistema no

podía existir la voluntad, el librealbedrío, lo imprevisible. LudwigWittgenstein: «Por eso en la lógicatampoco puede haber nunca sorpresa».

—Volvemos a él —dijo Johnaprovechando una pausa en la historiade Alfred.

—Cierto. «La lógica llena el mundo;los límites del mundo son también suslímites» —recitó Keitel de memoria.

La biblioteca estaba yaprácticamente a oscuras y el fuego se ibaconsumiendo. Alfred se levantó y echóotro trozo de leña en la chimenea. Hacíaun poco de frío, pero por algún motivo aJohn le pareció que encender la luz

eléctrica rompería la trascendencia delmomento. Sentía como si estuviera enuna ceremonia iniciática de transmisióndel conocimiento, y cuanto más hablabaAlfred más podía adelantarse al cursode sus razonamientos. Porque en elfondo eran los mismos que los suyos.

Alfred miró la bandeja, lossandwiches intactos, el té ya demasiadofrío, desprovisto todo de su sentidooriginario en unos minutos. Le pareciótriste y premonitorio, y siguió hablando.Le explicó a John cómo empezó aexperimentar en su pizarra con una ideaal principio insensata o directamenteinfantil. A saber: dio a cada uno de los

valores numéricos de un sistema unaidentidad. El hombre que se levantaba alas ocho para trabajar era un hombrereal. Peter o Frank, para que Johnpudiera entenderlo. Suprimió las x y lasy habituales en el lenguaje matemáticopor nombres de personas. Era un juego.Por supuesto si los sistemas seguíansiendo matemáticamente limitados Petery Frank se comportaban según loprevisto. Lo que hacía irrealizableaplicar esto en el sistema que Alfredllamó VIDA REAL era elemental; laimposibilidad de cuantificar y analizarel número abrumador de factores queinteractúan en ese sistema. Por supuesto

que Peter podía levantarse a las ochopara ir a trabajar, pero podía cortarseafeitándose, perder el metro, seratracado en una esquina o morir decamino a la oficina. Las posibilidadeseran exponencialmente ilimitadas.

—Pero no infinitas, ¿verdad?—Verdad, John. No infinitas pero

demasiado grandes para ser calculadaso valoradas por la mente humana.

—Pero no por otro tipo de mente.—No por una mente capaz de ganar

a un campeón al ajedrez. O de componeruna partitura de Mozart a partir de unaserie de datos.

—Lo suponía.

Por todo ello, Alfred empezó atomarse esa idea más en serio. Comenzóa investigar sobre las posibilidades dela informática, un mundo que hasta esemomento no le había resultadoespecialmente atractivo. Y lo quedescubrió le aterrorizó. Una vez leyó unartículo de Richard Feynman en el queeste sostenía que en un futuro cercanotoda la información contenida en todaslas bibliotecas de la tierra podríaalmacenarse en un microchip del tamañodel punto con el que terminaba su frase.

—Y eso, querido John, es muchamás información de la que cabe en eltrayecto de Peter a su oficina. Luego ese

trozo de vida real podría ser reducida auna serie lógica, con todas susvariables.

—Pero las posibilidades seguiríanrozando el infinito. Peter podría llegar acualquier hora, no llegar nunca, tardardos horas o un año o dos horas y tressegundos —argumentó John.

—No obstante, solo llegará a unahora posible. Mientras no se demuestrelo contrario no vivimos en unmultiuniverso —dijo Alfred—. Lapregunta es: ¿por qué Peter llega a esahora y no a otra?

—Casualidad.—Entonces me estás diciendo que el

que dos más dos sean cuatro escasualidad.

—No es lo mismo —dijo John,sabiendo en el fondo lo que las palabrasde Alfred significaban.

—Lo es. Peter llega a esa horaporque los factores posibles del sistemacerrado que es su vida, o del subsistemaque es su camino de casa a la oficina,han actuado de una forma y no de otra. Yeso está por encima de él.

—Salvo que decida quedarse en lacama.

—Ha llegado al trabajo. No sequedó en la cama —objetó Alfred.

—Pero podía haberlo hecho.

—En un sistema distinto sí.John necesitaba aclarar sus ideas

antes de continuar. Sentía que elrazonamiento de Keitel podía quedarseatascado en un círculo cerrado, pero almismo tiempo vislumbraba la salida, laluz al final de ese túnel de lógica que sejustificaba a sí misma.

—Es solo un ejemplo, John. Yexplicado así es puramente abstracto.Salvo por una posibilidad; hacer con lavida de Peter lo que tú hiciste con lamúsica de Chopin.

—La música tiene menos elementos.—¿Le importaría mucho a tu

ordenador que fueran más?

—No, pero yo no sabría ni pordonde empezar a analizar las variables.¿Tiene Peter novia o no? ¿Se estropea sudespertador a menudo? ¿Padece deinsomnio? ¿Hay esa semana huelga enlos transportes públicos? ¿Peter tienecoche?

—Perfecto, John. Ahora imagina unacosa.

—¿Qué?—Conoces a Peter. Eres Peter.—No cambia demasiado las cosas.Se estaban retando. John provocaba

a Alfred simplemente para estimular susrespuestas, le ponía obstáculos en losque no creía solo para ver como Keitel

escapaba de ellos.—Cambia, John. Puedes introducir

datos más fiables. Pasa un día enterointroduciendo datos en tu prodigiosoordenador como hiciste con laspartituras de Chopin. Convierte a lanovia de Peter en una y, la media dedensidad de tráfico en Londres a esashoras en la variable f y las posibilidadesde ser atracado en el barrio de Peter enla variable z. Así con todos los datosque se te ocurran. Y deja queinteractúen. Te darán la hora exacta a laque Peter llegará al trabajo. Él no losabe, pero matemáticamente es un hecho,una ley que él tiene que cumplir.

—Porque el mundo no puede llevarla contraria a las matemáticas.

—Si Peter llegara a una hora distintados más dos podrían ser cinco. Eluniverso estaría mal escrito, y eso,querido John, está por encima de lavoluntad de Peter. ¿Crees que en laarmonía secreta que rige todo el sistemapodría permitir que nuestro hombre sequedara en la cama? Peter no puedehacer eso. No debe hacerlo. Lasmatemáticas se lo prohíben.

Alfred se detuvo a tomar aire.Parecía agotado y entusiasmado a la vez.No tenía fuerzas para decir nada más,pero fue John el que habló.

—Usted se quedó a las puertas depoder adivinar el futuro, ¿no, profesor?

Keitel miró a John con una levesonrisa en la cara.

—Algo mucho peor, John; por esoparé. No tuve fuerzas de comprobar lavalidez de mi teoría, especialmentecuando vi que el desarrollo de lainformática me ponía esa comprobaciónal alcance de la mano.

—¿Qué quiere decir con algo muchopeor, profesor?

Alfred bebió lo que le quedaba en elvaso de whisky de un solo trago. Mirósu reloj. Eran casi las once de la noche.

—Esa parte del camino no puedo

enseñártela yo, John. Tienes unconocimiento que puede darte un poderque ningún hombre merece. O puede quetodo sea fruto del delirio de dosmatemáticos que han bebido demasiadoalcohol y te toque a ti descubrir quenuestras ideas hacen agua. Ojalá sea así.Es lo único que puedo decirte, JohnFarrell. Es todo lo lejos que estoydispuesto a llegar.

John entendió que no tenía sentidoseguir haciendo preguntas. Pasó unahora más en compañía del viejoprofesor mirando hipnotizado como lasllamas devoraban los últimos trozos deleña, y se marchó.

Pasó los días siguientes sin hablarcon nadie ni aparecer por eldepartamento. Un tarde se sorprendiómarcando el número de teléfono deKeitel y colgando antes de que dieraseñal. Tuvo que salir de su aislamientopara ir a despedir a sus padres alaeropuerto. Finalmente se iban decrucero por las islas griegas.

—Le daremos recuerdos a Pitágorasde tu parte, hijo —dijo Henry antes deentrar al puente de embarque.

—Pasadlo muy bien. Os lo merecéis—dijo John, que en ese momento sesentía libre de preocupaciones, como sitoda la conversación con Keitel hubiera

sido un espejismo.—Me da pena que pases las

navidades solo, hijo —dijo Mary.—Estaré bien, mamá. Tengo mucho

trabajo, pero quedaré con algunosamigos, no te preocupes.

—Come bien, por favor.Esta fue la última frase que Mary

dijo antes de abrazar y besar a su hijo.Henry y Mary subieron al avión.John les dijo adiós con la mano.No volverían a verse nunca más.

10Aislamiento. Días de un silencio

omnipresente. El apartamento de John sehabía convertido en la celda de unmonje, la cueva de un ermitaño, unmausoleo.

El ordenador encendido veinticuatrohoras al día, durmiendo a ráfagas,comiendo casi por inercia a horasabsurdas. Duchas frías para aclarar lamente. El tiempo como algo carente desentido. Un mundo más allá de lasparedes que solo existía como laevidencia de algo obsoleto,incomprendido, una broma pesada que

se había alargado demasiado.El poder que nadie merece, había

dicho Keitel.Pero ningún conquistador eligió ser

dueño de las fronteras descubiertas.Estaba cerca. Tal vez había llegado

ya. Un paso más, apretar un botón,terminarlo todo y empezar de nuevo.

Dos días antes de las vacaciones deNavidad decidió pasar por el Institutopara recoger sus cosas y despedirse deBates por mera cortesía. Habíadescuidado sus obligaciones y Samuel lehabía dejado en paz. Le debía al menosun apretón de manos y una muestra degratitud. Por supuesto, sería su

despedida. No pensaba seguir un díamás como becario de nadie, y suinvestigación en el departamento deBates había terminado. En honor a laverdad, la ayuda de Samuel Bates habíasido intrascendente, pero no le culpabapor ello.

Era una mañana gélida. Surespiración formaba nubes de vaho y loscristales de las gafas se le empañabancada dos por tres. Encontró los pasillosvacíos salvo por algún estudiantedespistado que estaba esperando algunanota o que tenía que devolver algúnlibro antes de volver a casa. Un chicoque no conocía le deseó feliz navidad y

John le devolvió el saludo con unasonrisa. Llegó al despacho de Bates y alir a abrir la puerta vio que estabacerrada con llave. Le extrañó. Samuelera un hombre metódico que cumplía sushorarios a rajatabla, y a esa hora sesuponía que tenía que estar disponiblepara recibir a sus estudiantes oayudantes de departamento. Era ciertoque esa semana ya nadie iba a pasarsepor ahí, pero eso era secundario. Bajó ala oficina de información dondeconstaban todos los horarios yactividades del Instituto y de losprofesores.

Se acercó a la señora Harris, la

eficiente encargada de la oficina queparecía saber donde estaba todo elmundo y qué estaban haciendo en cadainstante.

—Soy John Farrell, ayudante delprofesor Samuel Bates. Vengo de sudespacho y no estaba. Me preguntaba sitodo iba bien.

La señora Harris le miró como siJohn acabara de aterrizar de otroplaneta.

—El profesor Bates tiene unaentrevista esta mañana.

John tuvo un extraño presentimiento.Bates era un hombre gris ¿Quién querríaentrevistarle?

—¿Perdón?—Creo que se ha citado para

almorzar con un periodista de la revistaScience.

—No entiendo.—¿Pero dónde has estado la última

semana, jovencito? Todo el mundo habladel descubrimiento de Samuel Bates.

—He estado enfermo. Llevo muchosdías sin venir por aquí.

La señora Harris se levantó de susilla y fue hasta una mesa llena depapeles y folletos del Instituto, entreellos el boletín semanal en el que sereseñaban las actividades másimportantes para difundirlo por todas las

universidades y revistas especializadasdel país. Le entregó uno de esosboletines a John, apenas quince páginasen blanco pero en cuya portada aparecíaSamuel Bates bajo un titular queprovocó una conmoción en el pecho deJohn:

EL PROFESOR SAMUEL BATESDESCIFRA EL SECRETO DE LAMÚSICA.

Era un titular bastante mássensacionalista y entusiasta de loacostumbrado en el ambienteacadémico, pero John no necesitaba leermás.

—No se ha hablado de otra cosa en

los últimos días. Dicen que la BBCquiere grabar un documental sobreBates.

John estaba petrificado. Dejó caer elboletín al suelo ante la mirada extrañadade la señora Harris. Como un autómata,se dio media vuelta y empezó a andarhacia la salida.

—¿Quiere que le deje algún mensajeal profesor Bates?

John contestó con un hilo de voz,más para sí mismo que para la señoraHarris.

—No es necesario. Ya me encargaréyo.

Afuera se había levantado ventisca y

el mediodía se volvía hostil ydesapacible como el ánimo de John. Sequedó de pie sin saber muy bien dóndeir. Observó como el viento agitaba lascopas de los árboles y levantaba lashojas amarillas en pequeños remolinos.Nubes negras cubrían el cielo porencima de los tejados y todo parecíaestar poseído por la energía tempestuosade un paisaje romántico.

El joven John Farrell solo ante laencrucijada del destino.

Pensó que ver a Alfred le calmaría;contarle todo, tomar otra taza de téfrente a la chimenea y valorar lasposibilidades. Pero sabía que Alfred no

quería verlo, que quería permanecerajeno a los acontecimientos, como si supapel en el drama hubiera terminado yno quisiera conocer el desenlace.Respetaba su decisión. Estaba solo.Solo con su poder, con ese poder que nomerecía tener.

Tragó saliva. Una rabia desconocidaempezaba a germinar detrás de sus ojos.Una rabia estimulante, esclarecedora.Miró las palmas de sus manos, rojas porel frío, y luego se dio la vuelta hasta verla ventana del despacho de Bates. Dehaber prestado atención, al llegarhubiera visto que las persianas estabanbajadas y tal vez no se hubiera

molestado en entrar, ni hubierapreguntado nada a la señora Harris yahora no estaría de pie dejando que lapizarra de su mente se llenara deecuaciones imposibles y razonamientosinverosímiles. No vio la persiana bajadaporque tenía que entrar al edificio,encontrarse con la puerta cerrada deldespacho, preguntar a la señora Harris.Así es como debía de pasar. Lo queocurriera en las próximas horas formabaparte de la misma cadena de causa-efecto que John no pensaba romper.

Volvió a su apartamento. No habíaencendido la calefacción al marcharsepero apenas fue consciente del frío. No

prestó atención al desorden del pequeñosalón, ni a la luz roja del teléfono queindicaba que tenía un mensaje en elcontestador. O tal vez inconscientementesí que vio esa luz roja parpadeando, ysupuso que eran sus padres los quehabían llamado, pero de haberlesdevuelto la llamada tal vez hubiera vistolas cosas con otra perspectiva, lehubieran consolado y hubiera detenidoesa serie lógica de la que ahora se sentíaparte y creador.

Entró en su habitación. El ordenadorestaba encendido. Se quitó el abrigo y sesentó. Alrededor del ordenador había unmontón de cuadernos llenos de fórmulas

y garabatos ilegibles. Pero John sabíaque su programa informático le daríasentido a todo aquello. Necesitabadatos, muchos datos, variables quenecesitaban a su vez de otras variables,seguir caminos que se bifurcarían una yotra vez, pero el resultado debería sersimple e irrebatible como un axioma.

John Farrell pasó las siguientesquince horas trabajando frente alordenador.

Amanecía un nuevo día cuando suimpresora empezó a escupir papel. Entotal 125 folios.

No tenía sueño ni hambre ni ningúnsentimiento que pudiera expresarse con

palabras conocidas. Su mirada era la delexplorador cuyos ojos miran porprimera vez un paisaje que ningúnhombre ha visto antes.

Guardó las hojas en una carpetaamarilla y después escribió una cartapara Samuel Bates que metió en lamisma carpeta y otra para Alfred Keitel.

Miró su reloj. Todavía tenía tiempode ducharse y comer algo.

Estuvo a punto de llamar a suspadres, pero el contenido de esa carpetaera algo de lo que quería manteneralejados a Henry y a Mary.

Veinte minutos después, John Farrellsalía de su apartamento.

11Cuando los periodistas le daban la

mano y le mostraban su admiración alterminar la entrevista (justo en elmomento en el que John Farrell volvía asu apartamento y no prestaba atención alcontestador), Samuel Bates supo que latraición tenía sabor, que ese sabor eraamargo y ocre como algo encerradomucho tiempo en una habitación sinventanas. Pero cuando uno de aquelloshombres le dijo aquella frase dedespedida, «es usted un genio», Batessupo que podría ignorar esa amarguracon el dulce líquido de la adulación.

Ningún hombre puede culparse de supropia infamia. Para eso hubiera sidomejor no haber nacido. Cobraría sustreinta monedas y borraría las pruebas.Lo sentía por John Farrell, pero erajoven y la vida todavía era un territorioinexplorado para él. En cambio paraBates todo empezaba a ser una sucesiónde oportunidades perdidas y esperanzasdefraudadas. Además, Farrell necesitabaaprender la dura lección de la humildady la frustración, entender que la vida eraun lugar lleno de trampas y que a vecesla brillantez es una herramienta obsoletaen un mundo en el que existen latentación, la ambición, la debilidad y el

orgullo.Samuel sabía que solo estaba

intentando justificar lo que había hechopara poder mirarse al espejo sin apartarla mirada. La idea llevaba mucho tiempoflotando en su mente con lainconsistencia de los planes quesabemos que nunca vamos a realizar.Pero fue la conversación con AlfredKeitel hacía unas semanas la que encierto sentido le dio el último empujón.Aquella frase, «háblame de JohnFarrell» le había envenenado la sangre,había abierto sus heridas y le habíanublado la mente. Y cuando se diocuenta de que el proyecto de John iba

por buen camino, que su trabajoempezaba a dar frutos, sencillamentedecidió robárselo. Sin más. Ahora onunca. La determinación que le habíafaltado en los momentos cruciales de suvida le invadió en ese momento con unafuerza a la que no podía oponerresistencia. Borró todos los archivosque John le iba entregando para corregiro aprobar o sencillamente los pasaba asu carpeta de documentos personales.¿Quién robaría a quién? ¿A quién se ledaría el beneficio de la duda?

Salió de la entrevista. La ventisca sehabía transformado en tormenta. Sucoche estaba aparcado a dos calles de la

cafetería donde se había citado con losperiodistas, así que tuvo que mojarse.No le importó. Todos los inconvenientesque tuviera que sufrir en los próximosdías serían su penitencia. Arrancó elcoche para regresar a su despacho,quería recogerlo todo antes de lasvacaciones de navidad y cumplir conalgunos formulismos. Pero la tormenta lehizo cambiar de opinión. La ciudad eraun hervidero caótico de tráfico ypeatones huyendo de la lluvia. Decidiótomarse el día libre, volver a su casa ypasar las horas digiriendo su culpa yrenovando los acuerdos con suconciencia.

Fue un día normal. Contestóllamadas. Una de la BBC. Otra delTimes. Las noticias volaban. Su nombresalía del anonimato. ¿Podría vivir conello? Podría.

Agotado por tantas emociones notardó en dormirse.

En otra parte de la ciudad, Johnseguía trabajando con su ordenador.

Samuel Bates se despertó en elmomento en el cual el folio 125 salía dela impresora de John.

Se duchó, desayunó viendo lasnoticias y se vistió. Subió a su coche ypuso rumbo al Instituto. Mañanaempezarían sus vacaciones, que suponía

serían las más ajetreadas de su vida. Alentrar, la señora Harris le dio losbuenos días. En ese instante, John metíauna carta bajo la puerta de AlfredKeitel, llamaba al timbre y se marchaba.

—Buenos días, señora Harris.¿Alguna no vedad?

—Ayer vino un estudiantepreguntando por usted.

—¿Quién?—Farris. John Farris.—Farrell —corrigió Bates con un

temblor en la voz.—Sí, en efecto.—¿Dijo qué quería? ¿Dejó algún

mensaje?

—Nada. Le expliqué lo de suentrevista y se marchó. Un joven no muysimpático.

—Entiendo. Gracias, señora Harris.Bates contaba con que Farrell no

aparecería hasta después de lasvacaciones, que fuera lo que fuera quese traía entre manos con Keitel letendría ocupado más tiempo. Al fin y alcabo llevaba días sin dar señales devida. Inoportuno y molesto hasta el final.Mientras recogía sus cosas en sudespacho intentó imaginar cómoreaccionaría Farrell al verle. No lecreía capaz de ejercer la violenciafísica, sería demasiado indigno para los

dos. Amenazas tal vez, pero todo seríapólvora mojada. La inteligencia de Johnya le habría dejado claro que habíaperdido esa batalla. Comprobó una vezmás que no se dejaba nada importante enlos cajones de su escritorio, y entoncessonó el teléfono. Miró en la pequeñapantalla. Reconoció el número. Era elmóvil de Keitel. No le sorprendiódemasiado. Seguro que el viejo le teníapreparado algún discurso sobre la moraly la ética, pero Bates no tenía ganas desermones, y menos de Alfred. Dejó queel teléfono sonara, y cuando cerraba lapuerta, una lucecita roja se encendió allado del teclado. Alfred Keitel había

dejado un mensaje de voz. Un segundodespués el teléfono volvió a sonar peroSamuel Bates ya estaba lejos de sudespacho.

—Feliz navidad, señora Harris.—Feliz navidad, profesor Bates.

Espero que le dejen tranquilo al menosun día.

Bates sonrió y salió del edificio.Había empezado a llover otra vez yestaba bajando la niebla. Fue andandotranquilamente hasta el aparcamientoreservado al personal docente, y antesde llegar distinguió, apoyado en sucoche con aire indolente, a John Farrell.Se estremeció y estuvo a punto de darse

la vuelta. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?Pero sabía que ese momento tenía

que llegar y pensó que cuanto antes loafrontara, mejor. Sin bajar la mirada nidejar traslucir su inquietud, Bates llegóhasta su coche. Farrell estaba apoyadosobre el capó, serio pero en absolutocon aspecto enfadado. Su flequillomojado por la lluvia se le pegaba a lafrente. Sus gafas estaban empapadas.

—Profesor Bates…—John…Samuel sacó las llaves y las metió

en la cerradura.—Imagino que tienes muchas cosas

que decirme, John. Lo entiendo. Pero no

es el mejor momento para arreglar lascosas. No sé qué puedo decirte.

—No hay nada que arreglar,profesor. Mi proyecto está mal. Soloquería advertírselo.

Bates no se esperaba eso. Aquellocambiaba las cosas. Estaba casi segurode que John se estaba marcando un farol,y como estrategia para desconcertarle noestaba mal, pero… ¿y si era verdad? ¿Ysi había algo que John había hecho mal yque un análisis minucioso dejaría a laluz? ¿Le esperaría otra ración devergüenza pública?

—No, John. Tu investigación fue unéxito y lo sabes.

—Crea lo que quiera, profesor. Yohe invertido demasiado como para quetodo salga mal.

—¿Y qué me sugieres?Algo cambió en la mirada de John y

Samuel lo vio perfectamente.—Aquí tiene las correcciones,

profesor. Léalas y haga lo que crea quedebe hacer.

Y tras decir esto le entregó a Samueluna carpeta amarilla. Este dudó unossegundos y finalmente la cogió. Estuvo apunto de decir gracias, pero hubieraresultado grotesco.

—Ya nos veremos, John.—Claro.

—Todavía eres joven —dijo Batescasi a modo de disculpa antes de cerrarla puerta y arrancar el coche. Al salirdel aparcamiento, vio que John Farrellseguía de pie bajo la lluvia y sintió unapunzada en el pecho. Se incorporó alflujo del tráfico, camino a la carreterasecundaria que llevaba a su casa, en unaurbanización a las afueras de Londres.Samuel vio que se había dejado el móvilen el coche al ir a su despacho. Lo cogióy vio que tenía tres mensajes de voz deAlfred Keitel. Por lo visto primerohabía llamado al móvil y luego aldespacho. Metió el móvil en la guantera.Ya había tenido bastante con el

encuentro con John. Suficientepenitencia por un día.

La carretera estaba húmeda, así queBates apenas aumentó la velocidad alsalir de la ciudad. Condujo unos minutossintiendo que su pulso se acelerabademasiado. La maldita carpeta amarillaestaba tirada en el asiento del copiloto ySamuel no podía dejar de verla por elrabillo del ojo, impidiéndoleconcentrarse en la carretera. Al final serindió y frenó en la cuneta. Le parecióabsurdo, un gesto de impacienciaimpropio de él, pero tenía quecomprobar qué estaba tramando John.

Abrió la carpeta. Un montón de

folios blancos cayeron sobre el asiento.Encima de ellos, una carta. La lluviacaía cada vez con más fuerza. Leyó lacarta casi al borde del pánico, sin sercapaz de explicar qué le estaba pasandoy la razón de que no se sintiera dueño desus actos.

«Querido profesor Bates:No le culpo por lo que ha hecho.

Llegado a este punto empiezo a dudar deque usted tuviera alternativa. Lea estocon atención. El contenido de la carpetaque le he dado, y que si todo sale segúnlo previsto tiene usted ahora en sucoche, no es más que una larga ecuación,

o si lo prefiere, una serie lógicaabsolutamente coherente en la quesimplificando se demuestra sin margende error que a las 12h30 de esta mañanala variable f eliminará de la ecuación ala variable x. La variable x es usted. Siocurre de esa forma, entonces habráusted demostrado involuntariamente quemis intuiciones y las del profesor Keiteleran correctas. Paradójico, ¿no? Si mehe equivocado, entonces disfrute deléxito por mi investigación, que porsupuesto es impecable e irrebatible. Locual lleva inevitablemente a que laecuación contenida en la carpetaamarilla también lo es. Un círculo

cerrado, profesor. Abra, bien los ojos.Sea testigo de lo excepcional. Yo sé queva a pasar».

Bates terminó de leer aquella sartade disparates. Quiso reírse, pero estabatemblando. Cogió algunas de las hojasde Farrell. Números y números.Observó algunas variables anotadas apie de página sin entender nada.«Probabilidad de lluvia por la mañana»y cosas por el estilo. John Farrell sehabía vuelto loco.

Miró su reloj.12h29.Fue lo último que vio. El camión

embistió el coche de Bates con unestruendo brutal que destrozó lacarrocería y los cristales como un jarrónde porcelana cayendo al suelo. Pronto elinterior empezó a arder. Los papeles deFarrell quedaron reducidos a cenizas. Lamadre de Bates, una anciana de casinoventa años, fue llevada a Londresdesde una residencia de ancianos deManchester para identificar el cuerpo desu hijo en los restos calcinados que losbomberos consiguieron extraer delcoche.

Fue algo innecesariamente cruel ymacabro, pero Farrell no había previstoalgo así.

El conductor del camión dijo queperdió el control por culpa de la lluvia.Esa fue su declaración oficial. Tiempodespués, cuando empezó a recordar esedía, todavía sin poder creerse que habíasalido indemne del accidente, confesaríaa su mujer que realmente no perdió elcontrol por la lluvia.

—¿Por qué fue entonces, cariño?—No lo sé. No puedo explicarlo. Yo

no fui. Te juro que yo no tuve nada quever.

El camionero se llamaba Peter. En laecuación de Farrell simplemente lavariable f.

12Muchas cosas ardieron ese día.

También la carta que Alfred Keitelrecibió de John se consumió en el fuegode la chimenea, junto con todos lospapeles que Keitel aún conservaba de suinvestigación. Necesitaba al menosllevar a cabo ese ritual de purificaciónpor los pecados pasados y por el queacababa de cometer.

Cuando llegó al Instituto, SamuelBates ya se había marchado. En su lugarencontró a John, empapado yabsolutamente abstraído, caminando porel campus sin rumbo.

—John…Alfred había llegado en taxi pero al

menos había llevado paraguas. Seacercó a Farrell para protegerle de lalluvia.

—Profesor… Imaginé que vendría.—¿Qué has hecho John?—Aún nada. Nada en realidad.Los dos se miraron. Habían llegado

a un punto en el que las palabrasestorbaban o daban miedo.

—Vayamos a mi casa, John.Sobre el camino que cruzaba el

césped del campus se estaban formandocharcos sobre los que las gotas de lluviacaían con fuerza. Podía ser la primera

mañana del fin del mundo.Una mañana que para Alfred había

empezado con el ruido del timbre de lapuerta. No esperaba visitas. Al igual queJohn, llevaba varios días aislado, sinsaber si pasaría algo o no pasaría nadapero sin sentirse capaz de salir afuera acomprobarlo. No tenía noticias deFarrell desde su última conversación ypor supuesto no sabía lo que estabahaciendo Samuel Bates esos días. Laignorancia mata, solía repetir Keitel ensu época como profesor. Cuando bajó aabrir, allí no había nadie, pero reparó enuna carta que alguien había metidopersonalmente bajo su puerta. Supo que

era una carta de John y todos los malospresentimientos posibles entraron poraquella puerta abierta metidos en aquelsobre cerrado. Fue a la biblioteca, sesentó frente a la chimenea y comenzó aleer:

«Querido profesor Keitel:Yo tampoco he sido inmune al miedo

que sintió usted hace años, quiero queno olvide eso antes de juzgarme.Imagino que no está usted enterado deque Samuel Bates ha empezado adifundir mi investigación sobre lamúsica haciéndola pasar por suya. Nadade eso importa demasiado. Pero suponga

que a partir de ahí alguien más llega anuestras conclusiones, profesor. Usteddijo que nadie merece ese poder. Peroyo no pedí llegar a él, y usted tampoco.Ya puede imaginar que he terminado elcamino yo solo, profesor. Le ahorrarélos detalles, pero déjeme citarle unafrase de Wittgenstein que usted obvió:“En la lógica proceso y resultado sonequivalentes”. Hoy sabremos si eso esverdad o todas nuestras ideas han sidoel delirio de dos mentes que creyeronver luz y armonía allí donde solo existela penumbra y el caos.

Bates ha robado el fuego sagrado,profesor. Si el fuego es real, se quemará;

si no, nuestra vanidad se helará en elfrío del fracaso.

Usted no tiene la culpa de nada».

Eso era todo. Alfred apenas podíarespirar tras leer la carta. Lo habíaconseguido, había entendido y se habíadecidido a comprobar sus teorías. JohnFarrell, audaz e inconsciente, Farrelljugando el juego de los dioses. Keiteltardó demasiado en reaccionar. No sabíalo que estaba a punto de pasar perodeseaba con toda su alma que no pasara.Una parte de él sabía que algoirremediable había comenzado y que niél ni nadie podía pararlo. Pasó unos

minutos aturdido hasta que decidióllamar a Bates a su móvil para avisarle.¿Avisarle de qué? ¿De que en la lógicaproceso y resultado son equivalentes?¿De que la realidad no puedecontradecir a las matemáticas? Bates nocontestó al móvil. Keitel le dejó unmensaje de voz, lo volvió a intentar y adejar otro mensaje en su buzón. Llamóinmediatamente al despacho de Bates,justo en el momento en el que esteterminaba de recoger su escritorio.Bates, lógicamente, no contestó.

Keitel pidió un taxi que le llevararápidamente al Instituto. Bates leacababa de decir a Farrell que todavía

era muy joven.Todo ocurrió demasiado tarde o en

el momento justo.Y ahora estaban allí de nuevo,

Alfred y John, calentándose frente a lachimenea.

—Es hora de que uno de los dostermine la historia, profesor.

Eran las 12h30.—Te corresponde a ti, John. No

quiero robarte ese mérito.John acercó las manos al calor del

fuego. Vio que sobre la mesilla estaba sucarta y sonrió por la extraña elocuenciade las metáforas de aquel día.

—El razonamiento lógico no permite

conocer el futuro, profesor. No fue esoante lo que usted retrocedió.

—Te dije que era algo mucho peor.—Ya lo sé. Lógica y resultado

equivalentes. Dos más dos tienen queser siempre cuatro o el universo caeríaen una espiral de caos absoluta.

—Leyes inmutables y preexistentes,John.

—El lenguaje con el que Diosescribió el universo. Las leyesmatemáticas no explican la realidad, ladefinen.

—La crean —matizó Keitel.—Establecida una ley lógica

irrebatible debe cumplirse o el mundo

dejaría de tener sentido.—Por desgracia así debe ser.—Por eso el hombre del

problema…—Peter.—Peter, no tenía opción a quedarse

en la cama. No en el sistemapreexistente en el que se mueve. De lamisma forma, en el momento queconsiguiéramos crear un axiomacerrado, autosuficiente eirrebatiblemente lógico con cualquiernúmero de variables, ese sistemadebería cumplirse. No importa que lasposibilidades fueran infinitas. Si nuestraecuación tiene lógica en sí misma se

cumplirá. No podrá no cumplirse.—Esa es la idea, John.—No es una idea, profesor. Tiene

que ser así.—¿Por qué estás tan seguro?—Por la misma razón que lo está

usted.Tomaron un té en silencio. Keitel ya

no tenía argumentos con los que rebatir aJohn. Estaba de acuerdo con él. Habíandescubierto la estructura subyacente dela realidad, tan sencilla y cristalina yaterradora como siempre habíasospechado. Tan cerrada e inapelablecomo una profecía que se cumple desdeel momento en que es formulada.

Pasaron los minutos en un silenciofatigado e impaciente, hasta que sonó elteléfono.

Alfred miró a John y este asintió.Keitel se levantó y salió al pasillo a

contestar.—Sí, soy el profesor Keitel.—…—¿Cómo dice? ¿Cuándo?—…—Gracias, señorita Harris. Gracias

por informarme. Adiós.Alfred dejó caer el auricular como

si pesara una tonelada. Miró a través dela puerta entreabierta de la biblioteca.John se había recostado en el sillón con

los ojos cerrados. Alfred estaba segurode que sabía el motivo de la llamada, yal ver la tranquilidad de John, suausencia de reacciones o de curiosidadentendió que aquel joven era un absolutodesconocido. Acababa de matar a unhombre y al mismo tiempo eraabsolutamente inocente. Había llevado acabo un acto al que la moral humana notenía forma de juzgar y se habíacolocado en una posición ajena a losconvencionalismos del bien y del mal.

La luz de las llamas iluminaba elrostro de John. Alfred tenía que admitirque había cogido cariño a ese joven, quedesde la muerte de Sara no se había

sentido tan acompañado como en lashoras que pasaron juntos. Pero al mismotiempo Keitel era consciente de que loque allí estaba en juego iba más allá delos afectos personales, que suresponsabilidad en ese momento teníauna dimensión casi cósmica. Habíasitios a los que no se debía llegar. Jamásimaginó que defendería un planteamientoasí, pero ver a John ebrio de un poderinnombrable y sin embargo tan calmado,como si el fuego no afectara a su fríointerior, sumió a Keitel en un abismo delucidez y determinación.

Antes de volver a la biblioteca entróen su dormitorio. Abrió uno de los

cajones de la cómoda y se pidió perdóna sí mismo por lo que estaba a punto dehacer.

—Samuel ha muerto —le dijo aJohn.

Este levantó la vista. Como Alfredesperaba, su rostro no cambió deexpresión.

—El programa funciona. Teníamosrazón —se limitó a decir.

—¿Cuánta gente conoce eseprograma, John?

—Solo usted y yo. Y nadie puedeacceder sin mi clave personal, nisabrían manejarlo.

—Comprendo.

—He tomado medidas de seguridad,profesor.

—Pero sabes que no puedo permitirque vuelvas a utilizarlo.

—Se considera responsable. Pero nolo es. No tiene que hacer nada.

—Esto es más grande que tú y queyo, John.

Farrell suspiró con una resignaciónpropia de un hombre que ha vivido másde cien años. Miró a Keitel a los ojos.Una tristeza aplastante recorrió lamirada de los dos amigos. John quisomitigarla con una sonrisa, casi como unfavor personal a Alfred en aquelmomento.

—En la cara no, profesor. Se lo pidopor mis padres.

Alfred no pudo decir nada. Laspalabras se empantanaron en algúnrincón de su alma destrozada. Asintió.El disparo retumbó en toda labiblioteca.

El cuerpo de John se sacudióviolentamente contra el respaldo delsillón. La bala había pasado muy cercadel corazón. Una mancha de sangredensa y oscura empezó a formarse bajosu ropa. Alfred dejó la pistola sobre lamesilla, se sentó frente a John y leagarró de las manos mientras la vida sele escapaba a borbotones.

—Lo siento, John…Temblor de manos. Frío. Una mirada

ausente, los párpados que caen, ningúnreproche, solo la serena aceptación delo inevitable. John Farrell murió en paz.

Alfred Keitel quemó todos suspapeles.

No encontró purificación ni perdónen ello, pero le pareció justo que suprincipal legado acabara convertido encenizas.

Después reflexionó sobre lo que sesentía antes de morir.

Nada.Absolutamente nada.Una ecuación que se resuelve.

Una incógnita despejada.Se colocó la pistola en la sien y

disparó.Eloise Chant los encontró cinco

horas después.

EPÍLOGOJohn nunca escuchó el mensaje que

su madre le dejó en el contestador aqueldía. No era nada especial. «Todo esprecioso, estamos bien, te queremosmucho». Cuando les dijeron en el hotelque tenían una llamada desde Londrespensaron que era de su hijo.

Regresaron al día siguiente.Después vino una sucesión de

preguntas, perplejidad, dolor.Un informe policial que se cerró sin

demasiadas explicaciones. Homicidio ysuicidio. Móvil desconocido. El mundouniversitario sufrió una conmoción ante

el trágico final de Alfred Keitel. Nadieentendía nada. En poco tiempo ya nadierecordaba exactamente el nombre deljoven asesinado. ¿James Ferrell? ¿JohnFerris?

Tampoco nadie asoció esas dosmuertes con el accidente mortal deSamuel Bates. Pura casualidad. Lacasualidad lo explicaba todo. A Alfredle hubiera consolado saber que asíconcluiría todo. El azar o su aparienciaseguiría dominando el mundo. El fuegosagrado volvía a estar protegido.

Para Henry y Mary nada podía sertan sencillo.

Registraron las cosas de su hijo en

busca de respuestas. Ni siquierapudieron acceder a sus archivos deordenador. Un experto informático de lapolicía lo consiguió pero no entendiónada de lo que encontró. Dijo que leparecía un programa de juegos delógica. Nada más.

De eso hacía casi dos años.Aquel ocho de diciembre del 2010

en el que John hubiera cumplido treintaaños, Henry y Mary visitaban la tumbade su hijo y dejaban un discreto ramo deflores.

Parecía que habían pasado másaños.

Las manos de Henry estaban

dolorosamente deformadas. Hacíacuatro meses había regalado su piano aun conservatorio. Mary no se opuso.Cuidaban el uno del otro. Los días eransolitarios y silenciosos. Ella escribió unlibro de poemas en honor a su hijo, loguardó en un cajón y nunca más volvió aescribir nada.

Era una mañana invernal.JOHN FARRELL

1980-2008NUESTRO AMADO HIJO

El viento agitó las flores sobre lalápida.

En la pequeña foto, John sonreía.Mary se preguntó cómo podría

sobrevivir con el amor por el hijoperdido y por la hija no nacida. Suesposo la miró. Se cogieron del brazo yvolvieron a casa.

RODRIGO MARTÍN NORIEGA.(Valladolid, 1976) es licenciado enHistoria del Arte y Especialista enTeoría y Estética de la Cinematografía ydesde 2005 es profesor de enseñanzasecundaria de Geografía e Historia.

Como escritor, se define a sí mismocomo «un profesor que escribe» y un«contador de historias».

Ha ganado diversos premios literariosentre los que cabe destacar el I Premiode Novela Corta Fundación MonteLeóncon su obra titulada «La variablehumana», considerada por Luis MateoDíez como «un trabajo sorprendente,inquietante y complejo».