Jaime Augusto Shelley...donde no imperen los ladrones. J. A.S. Tengo aquí, frente a mí, junto a...

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12 | casa del tiempo Jaime Augusto Shelley Eduardo Casar Jaime Augusto Shelley. Fotografía: Bernardo Ruiz

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12 | casa del tiempo

Jaime Augusto Shelley Eduardo Casar

Jaime Augusto Shelley. Fotografía: Bernardo Ruiz

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profanos y grafiteros | 13

sólo confianza —respirar un poco—,reír; ser y estar en tiempo y lugar

donde no imperen los ladrones.J. A.S.

Tengo aquí, frente a mí, junto a mí, frente a ti, algunos de los libros de mi amigo Jaime Augusto Shelley, o Shelley el augusto, quien siempre fue para mí un misterio.

Cuando comencé a leer poemas más interesadamente, al entrar a la Facultad de Filosofía y Letras en 1971, ya había leído y recitado algo de poesía, pero muy poco. Uno de los libros que estaba leyendo en esos tiempos fue A la intemperie, de Jaime Labastida. Y resultó que Labastida, el autor, era profesor de la dichosa Facultad.

Comencé a escribir cuando entré a ella, con el simplificado propó-sito de estudiar literatura, pero los sujetos que más me simpatizaron en el bendito salón de clases escribían: Armando Pereira, cuentos; Nelson Oxman también; Ariel Contreras, poemas; y para no quedarme atrás, para que me aceptaran, para no quedarme solo, escribí mi primer poe-ma, “Dónde comienza el gris”.

Una tarde perpetua, Paloma Villegas me leyó en voz alta, sentados ambos en el piso afuera de la sórdida cafetería, el fragmento de “Muerte sin fin” que aparece en la antología Poesía en movimiento. Y quedé des-lumbrado, deslumbrado hasta la fecha, como quien ve por primera vez el mar. Gracias, Paloma.

Y en la antología venían los jóvenes poetas del grupo “La espiga amotinada”.

Comencé a escribir poemas imitando los de Homero Aridjis. Tenía tinta, tenía cuaderno y tenía una musa a la cual recargarle mis palabras. Gracias: tú ya sabes quién eres.

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Y cuando había acumulado como unos 120 poemas que apresaba en una de esas carpetas que nadie sabe por qué se llamaban eléctricas, me le acerqué a Labastida, que daba Teoría del conocimiento, y le dije que ya lo había leído y que qué tal si en reciprocidad él se leía mis poemas.

Como a las dos semanas me dijo que ya los había leído, que estaban bien y que perseverara en mi ser con lo que estaba haciendo. Gracias, Jaime.

Ya acabada la carrera fui conociendo a cada uno de los poetas de La espiga. Y trabajé con ellos: Óscar fue decisivo para lo que ahora soy, si es que soy algo; y Labastida, quien me invitó a la redacción de Plural cuando comenzó a dirigirla; y Eraclio, con quien hice muchas giras, que él llamaba “palenques”, hablando de literatura. Con quien nunca traba-jé fue con Bañuelos.

A Jaime Augusto lo conocí de frente y frecuentemente en la Escue-la de Escritores de la Sogem. Tengo aquí, para ustedes: Victoria (editado por Martín Casillas), Patria amaneciendo (uam), Ávidos rebaños (unam), Concierto para un hombre solo (Plan C Editores), su antología en Material de Lectura # 120 (unam), Patria prometida 1984-1995 (Conaculta), La gran escala (Universidad Veracruzana), Fantasmas (LunArena), Exilio interior (Ítaca), Himno a la impaciencia (Siglo XXI) y Horas ciegas (Paradigma). Todos son libros de poemas. Y también tengo Hierofante. Vida de Percy B. Shelley, su ancestro, publicado en los Cuadernos de lectura popular, que estaba bajo la dirección de Marco Antonio Millán y José Revueltas.

Jaime Augusto Shelley fue un indignado suelto y dueño de una li-bertad casi irresponsable. Fue un amante de la poesía y un constante admirador secreto del ejercicio poético.

Su esposa Lorena escribió dos muy buenas tesis académicas sobre su obra y su vida, en cuya culminación tuve el enorme gusto de participar.

Pero admito que sus poemas se me escapan. Shelley mantuvo des-de su primer libro un estilo que no sé bien a bien cómo es. Quien más ha escrito sobre la poesía de Shelley es Jesús Morales Bermúdez, grande escritor chiapaneco. Pero yo, retomo el hilo, lo leo y lo vuelvo a leer y sus poemas me dicen cosas, aunque yo no sepa cómo me las dicen. Allá, dentro de mí, sus poemas y yo nos entendemos.

Shelley no era fácil.Pero usted, y yo, tampoco.