IX - A Través de Las Calles de Mi Laberinto- Anais Nin

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    Por las calles de mi laberinto   2007 

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    Mirando Cádiz, vi las mismas delgadas palmeras que había contemplado atentamente cuando

    tenía once años y pasaba por la ciudad en mi camino hacia América. Vi la Catedral que había

    descrito minuciosamente en mi diario, vi la ciudad en la que las mujeres no salen mucho, la ciudad

    en la que afirmaba que no viviría nunca porque me agradaba la independencia. Al llegar a Cádizvolví a encontrar las palmeras, la Catedral, pero no encontré a la niña que era entonces.

    Los últimos vestigios de mi pasado se habían perdido en la antigua ciudad de Fez, que se

     parecía mucho a mi vida, por sus calles tortuosas, sus silencios, sus secretos, sus laberintos y sus

    rostros cubiertos.

    En la ciudad de Fez me di cuenta de que el pequeño demonio que me había devorado durante

    veinte años, el pequeño demonio con el que había luchado durante veinte años, había dejado de

    cebarse en mí.

    Me sentía en paz mientras recorría las calles de Fez, absorta en un mundo exterior a mí, en un

     pasado que ya no era mi pasado, en enfermedades que se podían tocar, ver y nombrar, enfermedadesvisibles: la lepra y la sífilis.

    Caminé con los árabes, canté y recé con ellos a un dios que ordenaba la aceptación. Compartí

    su resignación.

    Con ellos me senté en cuclillas, en silencio, y me perdí en calles sin salida, las calles de mis

    deseos. Olvidé adónde me dirigía para sentarme junto a las paredes color de barro escuchando a los

    caldereros martillear sus bandejas de cobre, mirando cómo los tintoreros bañaban sus sedas en unos

     baldes que tenían todos los colores del arco iris.

    Por las calles de mi laberinto caminé en paz por fin; la fuerza y la debilidad estaban unidas en

    los ojos de los árabes por el sueño. Los errores que había cometido quedaron en el suelo como la

     basura junto a las puertas, y alimentaron a las moscas. Los lugares a los que no podía llegar

    quedaron olvidados, porque el árabe montado en su asno o caminando descalzo se movía para

    siempre entre los muros de Fez, como yo caminaré para siempre entre los muros y fortalezas de mi

    diario. Los fracasos eran inscripciones en las paredes, medio borradas por el tiempo, y con los

    árabes dejé caer las cenizas, dejé morir la carne marchita, dejé desaparecer las inscripciones. Dejé

    que quedaran sólo los cipreses mirando a los muertos en sus tumbas; dejé que las locuras fuesen

    atadas con cadenas como ellos atan a sus locos. Voy con ellos al cementerio, no para llorar sino

    llevando tapices de colores o jaulas con pájaros para una fiesta o una reunión de amigos, tan pocoimporta la muerte, o la enfermedad, o el mañana. Los árabes sueñan, en cuclillas, se quedan dor-

    midos canturreando, mendigan, rezan, sin proferir nunca un grito de rebeldía; los vigilantes

    nocturnos duermen en los umbrales envueltos en sus sucias chilabas; los pequeños asnos

    maltratados sangran. El dolor no es nada, el dolor aquí no es nada; en el cieno y en el hambre, todo

    es soñado. El asnillo —mi diario cargado con mi pasado— camina hacia el mercado con pasitos

    vacilantes...