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io6 M A R I O C A S T R O ARENAS Un orejón representante de la autoridad del inca, posiblemente un recaudador de impuestos, acompañado por un mitmac residente, estaba en Tumbes cumpliendo sus funciones, al tiempo de arribar la nave de Pizarro. Sos- tuvieron una charla amistosa en la nave, con el auxilio de las lenguas que encontraron en la balsa, desde la mañana hasta la hora de vísperas, charla reveladora del interés del burócrata indio de saber quiénes eran los forasteros, de dónde procedían y cuáles eran sus intenciones al llegar al imperio del sol y así comunicar la información a sus supe- riores. Fue éste el primer encuentro entre representantes de ambos imperios. El orejón sin titubeos les explicó que debía informar al inca Huayna Cápac sobre los tripulan- tes de la nave que inesperadamente surgieron de la costa norte, maravillándolos por sus rasgos humanos, su len- gua desconocida, sus armas y aparejos. Pizarro respondió al orejón con una explicación que fue como el resumen del Requerimiento, cuidándose de revelar los propósitos rea- les de dominio, pero exagerando, seguramente, el man- dato del Emperador recibido del Papa como vicario de Cristo de evangelizarlos a través de mensajes religiosos. Pizarro sabía que los caciques del Darién no entendían, ni con traductores indígenas, los postulados del Requeri- miento y cuando llegaban a comprenderlo, lo rechazaban como cosa de locos, aunque los incas tuvieron, también, un discurso sobre sus virtudes militares para amedrentar a los adversarios antes de asaltarlos. El orejón se limitó a escucharlo discretamente, con serenidad quechua, sin transparentar emociones ni expresar interés por conocer más de la extraña doctrina que desde los cielos les garan- tizaba cierta patente de corso para apropiarse de posesio- nes ajenas. Apreciando que la cordialidad era la envoltura de la curiosidad, Pizarro dobló el Cabo Blanco y siguió cos- teando cerca de las ruinas de una antigua ciudadela de adobe —Chan Chan— donde se levantaría más tarde la Anterior Inicio Siguiente

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Un orejón representante de la autoridad del inca, posiblemente un recaudador de impuestos, acompañado por un mitmac residente, estaba en Tumbes cumpliendo sus funciones, al tiempo de arribar la nave de Pizarro. Sos­tuvieron una charla amistosa en la nave, con el auxilio de las lenguas que encontraron en la balsa, desde la mañana hasta la hora de vísperas, charla reveladora del interés del burócrata indio de saber quiénes eran los forasteros, de dónde procedían y cuáles eran sus intenciones al llegar al imperio del sol y así comunicar la información a sus supe­riores. Fue éste el primer encuentro entre representantes de ambos imperios. El orejón sin titubeos les explicó que debía informar al inca Huayna Cápac sobre los tripulan­tes de la nave que inesperadamente surgieron de la costa norte, maravillándolos por sus rasgos humanos, su len­gua desconocida, sus armas y aparejos. Pizarro respondió al orejón con una explicación que fue como el resumen del Requerimiento, cuidándose de revelar los propósitos rea­les de dominio, pero exagerando, seguramente, el man­dato del Emperador recibido del Papa como vicario de Cristo de evangelizarlos a través de mensajes religiosos. Pizarro sabía que los caciques del Darién no entendían, ni con traductores indígenas, los postulados del Requeri­miento y cuando llegaban a comprenderlo, lo rechazaban como cosa de locos, aunque los incas tuvieron, también, un discurso sobre sus virtudes militares para amedrentar a los adversarios antes de asaltarlos. El orejón se limitó a escucharlo discretamente, con serenidad quechua, sin transparentar emociones ni expresar interés por conocer más de la extraña doctrina que desde los cielos les garan­tizaba cierta patente de corso para apropiarse de posesio­nes ajenas.

Apreciando que la cordialidad era la envoltura de la curiosidad, Pizarro dobló el Cabo Blanco y siguió cos­teando cerca de las ruinas de una antigua ciudadela de adobe —Chan Chan— donde se levantaría más tarde la

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ciudad de Trujillo y avanzó hasta la desembocadura del río Santa, que se abría paso para llegar al mar rompiendo una tierra arenosa y cálida como si se hallaran en el nor­te de África. Se detuvieron en diversos parajes costeros; les salieron al paso flotillas de balsas de material flotan­te, como de corcho, pescadores atónitos de ver una tan grande embarcación y gente de un aspecto desconocido. Uno de los puertos donde fondearon estaba regido por un fascinante matriarcado cuyo personaje mayor era una mujer de belleza deslumbrante y genuino don de mando. La reina quería conocer al capitán y sus soldados, admi­rarlos como personas de carne y hueso y descubrir si eran como todos los hombres. Probablemente algunas de las representantes del reino femenino de las Capullanas que­daron prendadas de los barbudos cuando desembarcaron y pudieron establecer que, debajo de las corazas y yelmos, escondían inéditas ternuras.

Después de lo que padecieron antes de llegar al Perú, el capitán imaginó talvez que se podía subordinar a los costeños sin necesidad de arcabuces y cañones, ya que se mostraban amistosos y colaboradores. Sin embargo, notó el ceño severo del orejón natural de lares andinos contras­tado con la llaneza de carácter de los indios costeños. Algo los hacía distintos, pero todavía no estaba preparado para establecer diferencias entre quechuas y yungas. Mientras navegaron pegados a la costa, hasta sobrepasar más de diez grados de lo que jamás habían viajado al sur los es­pañoles, observaron a lo lejos la silueta brumosa de los Andes, donde, según los señores de la costa, moraban los protagonistas de un gran imperio que, desde esas latitudes de nieve y granito, iban desparramándose por doquiera.

Habían recogido numerosas muestras de objetos de oro y plata, llevaban a bordo varios ejemplares de llamas y vicuñas obsequiados por la reina Capullana y de mucha­chos indígenas ávidos de asimilar la lengua de Castilla. Pizarro no tenía ni el número de soldados ni parque de ar-

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mamento como para intentar el inicio de la conquista. Más hombres, más naves y más armas de Panamá,se requerían para un desembarco en regla y empezar la conquista del Perú. Reunidos en cabildo sobre la cubierta del barco, los españoles convinieron con el jefe de la expedición en que debían retornar a Panamá para que Almagro organizara una nueva expedición. Cuando llegaron a Cabo Blanco, Pizarro saltó a tierra para llevar a cabo con sus compañe­ros la ceremonia de toma de posesión del imperio incaico con estas palabras que transcribe Cieza: "Sedme testigos cómo tomo posesión de esta tierra con iodo lo demás que se a descubierto por nosotros, por el Emperador nuestro señor y por la corona real de Castilla*'.

Ceremonia impregnada de engaño y doblez: el ca­pitán Pizarro dio una puñalada por la espalda a quienes le recibieron con hospitalidad y esplendidez. Estas cere­monias de felonía las repitió en el Cuzco, cuya puerta le abrió Manco Inga como amigo y él pagó con traición; y en Jauja, donde llevó a cabo un simulacro de fundación de una ciudad capital hispana. Luego de perpetrar estas falsedades, Pizarro partió de Tumbes en línea recta por un mar ya en calma, tras dieciocho meses de ausencia. En Gorgona recogieron algunos soldados que por mala salud no pudieron embarcarse; y no se detuvieron hasta fondear en las islas de la bahía de Panamá. Los vecinos borraron el escepticismo burlón. Los tres socios exhibieron las prue­bas de la existencia del rico imperio del Levante. Pero el oro y las demás joyas e ídolos religiosos era sólo el botón de muestra de los vastos tesoros, repitieron a una voz Pi­zarro y sus compañeros de viaje.

Cuando Pizarro, Almagro y Luque visitaron al go­bernador de los Ríos éste, en vez de festejarles la perse­verancia y el arrojo de los viajes, les achacó la causa del despoblamiento de Panamá. Arropado en la terquedad de sus argumentos, el burócrata alegó que no quería pasar a la historia como responsable de más víctimas de la fiebre

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de los descubrimientos. Pedrarias por el norte y los tres socios por el mar encandilaban las mentes de los vecinos, prometiéndoles el oro y el moro, argüía de los Ríos. De acuerdo a Herrera, "no entendía de despoblar su gobernación para que se fueses a poblar nuevas tierras, muriendo en tal de­manda más gente, cebando a los hombres con la muestra de las ovejas, oro y plata que habían traído" Historia general, dec. IV, libro III.

Ante la incapacidad del gobernador para valorizar el descubrimiento del imperio precolombino más rico, los socios acordaron viajar a España para mostrar los tes­timonios del imperio del Levante y ganar la licencia del emperador para retornar con una flota bien concertada. Pero ¿quién debía ir a la corte con los frutos del Perú? Lu­que estaba amarrado a sus deberes eclesiásticos. Pizarro y Almagro eran iletrados sin elocuencia. El clérigo propuso al licenciado Corral, funcionario que en esos días prepara­ba viaje a la metrópoli. Pizarro se encerró en un mutismo que expresaba frustración. Almagro rechazó el envío de un abogado sin las vivencias del descubrimiento. Propu­so a Pizarro, puesto que, mejor que ninguna otra perso­na, argumentó Almagro, podía viajar a España a exponer y defender las primicias del descubrimiento del Perú y responder cuantas preguntas le hicieran los letrados del Consejo de Indias. El capitán calló al principio. Sin embar­go aceptó la misión. Conocía como pocos o nadie las pers­pectivas beneficiosas de la gran expedición al Perú y se esforzaría para obtener en España el apoyo real. Sin egoís­mos ni reticencias, Almagro apostó a confiarle esa decisi­va misión a su camarada de armas. Almagro confió en esa ocasión y en otras más en la integridad ética de Pizarro, pensando que actuaría con equidad al momento de capi­tularse las prebendas que les iba a adjudicar el emperador. El compromiso específico antes del viaje a España fue que Pizarro solicitaría la gobernación para él, el nombramien­to de Adelantado para Almagro, el obispado para Luque

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y el alguacilazgo mayor para Bartolomé Ruiz. Cieza da fe del acuerdo:" Y como Almagro ahincase tanto en la y da de Pizarro, se capituló que negociase para el mismo Pizarro la gobernación y para Almagro el adelantamiento y para el padre Luque el obispado y para Bartolomé Ruiz el alguacilazgo mayor; sin lo qual avía de pedir mercedes aventajadas para los que de los treze se hallaran con él en el descubrimiento (e) avían quedado bivos. Francisco Pizarro dio su palabra de lo hazer así, diziendo que todo lo quería para ellos; más después sucedió lo que veréys adelante. Acuerdóme que andando yo por este Perú mirando los arquitos de las ciudades donde están sus fundaciones con otros ynstrumentos antiguos, encontré en la ciudad de los Reyes con una escritura que tenía el sochantre en su poder, lo quai se pu­dieron leer delta algunos renglones, que dezían, hablando con Pizarrro, Almagro y el padre Luque " avéys de negociar lo que emos concertado, lo qual havéys de hazer sin ningund mal ni engaño ni cautela", ob, cit, 73.

Luego que Almagro y Luque consiguieron dinero para que viajara a España en 1528, Pizarro olvidó los de­rechos de equidad concertados con sus socios y obtuvo máximas y exclusivas ventajas personales con la capitu­lación de Toledo suscrita por la Reina Juana en ausencia del emperador. Antes de partir a España, Pizarro presentó al Alcalde de Panamá Francisco Gonzalez un escrito de pedimiento para que, en presencia de escribano público, varios vecinos españoles respondieran preguntas amaña­das sobre Francisco Pizarro y de cómo lo habían conocido en las jornadas de Alonso de Ojeda y lo acreditaban como hombre de bien que había pagado salarios de más de dos mil pesos a los sobrevivientes de la expedición de Ojeda. Las preguntas a los dudosos testigos omitieron el compor­tamiento de Pizarro en el tiempo de Balboa y Pedrarias, circunscribiéndose a la etapa de Ojeda, tampoco muy cris­talina. A todas luces, Pizarro buscó limpiar su imagen de la época tenebrosa de teniente de Ojeda y Balboa, capitán de Pedrarias y presentarse ante el Rey como hombre inta-

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chable. Archivos de Indias. 1528. Recopilación de J. B. Sosa y Enrique Arce. Tomo 1,14, Archivo Nacional de Panamá.

La capitulación de Toledo le nombró gobernador, ca­pitán general, adelantado y alguacil mayor, acaparando los cargos más importantes de la llamada provincia del Perú. A Diego de Almagro se le dio como premio de consuelo el nombramiento irrisorio de capitán de la fortaleza de Tumbes; y a Luque se le confirmó el obispado de Tumbes. El cronista Pedro Cieza de León no pudo reprimir un re­proche ante la injusticia flagrante de la dicha capitulación: "Estos oficios parece que Francisco Pizarro los procuró para sí sin acordar de Almagro ni del piloto que tanto le ayudó y travajó en el descubrimiento". Agustín de Zarate, por su lado, regis­tra el disgusto de Almagro al conocer los términos de la capitulación: " .. .aunque don Diego de Almagro no proveía con tanto calor como solía de lo que era necesario, porque la hacienda principal y el crédito estaba en él; y la causa de su tibieza fue el descontento que tenía de don Francisco Pizarro no le había traído ninguna merced de su majestad; pero, en fin, dándole sus dis­culpas, se redujeron en amistad, aunque nunca los hermanos de don Francisco quedaron en gracia de don Diego, especialmente Fernando Pizarro, de quien él tenía la principal queja" Descu­brimiento y Conquista del Perú, libro segundo, capítulo I. Go­mara corrobora las críticas, escribiendo que "entraron los Pizarro en Panamá con gran fausto y pompa; mas no fueron bien recibidos de Almagro, que estaba muy corrido y quejoso de Fran­cisco Pizarro, porque siendo tan amigos lo habían excluido de los honores y títulos que para sí traía; y porque siendo compañeros en los gastos, quería echarlo fuera de la ganancia como de la hon-va". Historia General de las Indias. No hay cronista de Indias que no censure la codicia infraterna de Pizarro. Antonio de Herrera, cronista mayor, registra la reacción verbal de Al­magro: "Así es, exclamó, como habéis tratado a un amigo que ha partido con vos todos los riesgos todos los gastos de la empresa, y esto á pesar de habernos prometido solemnemente al marchar que miraríais por los intereses de vuestros socios como por los

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vuestros mismo. ¿Cómo habéis podido consentir en que así se me deshonre á los ojos del mundo con tan miserable compensa­ción, que parece apreciar mis servicios como nulos comparados con los vuestros? "ob, cit. Al parecer, Pizarro respondió los reproches, aseverando que el emperador no quiso confiar el mando a distintas personas, a pesar que abogó por los esfuerzos de Almagro. De los cronistas, solamente Pedro Pizarro, sobrino de Francisco repite la insostenible excusa del conquistador. Razón tuvo el clérigo Luque en proponer al licenciado Corral como mediador en la capitulación, co­nociendo la deslealtad latente de Pizarro. William Prescott, desligado de las apasionadas banderías de los historiado­res pizarristas, señala que "una circunstancia que no puede dejar de notarse en estos tratos es que mientras que los empleos elevados y lucrativos se acumulaban en Pizarro, casi excluían a Almagro su compañero que, si no se había visto expuesto a tantos trabajos y riesgos personales a lo menos había llevado a medias con él el peso de la empresa". La conquista del Perú.

Pizarro se presentó al emperador, la reina y al Con­sejo de Indias como el deus ex machina del descubrimiento, minimizando el rol de Almagro y Luque, sin cuyo auxilio en el fletamiento de nuevas naves y avíos habría queda­do varado en los manglares. Se presentó como un héroe cuando no había protagonizado algún acto de heroísmo. Se descalificó en el plano de los valores éticos, y en el pla­no jurídico violó flagrantemente el contrato de Panamá que estableció" somos concertados y conueidos de que todos tres hermanablemente, sin que aya de ayer uentaxa ninguna, más el uno que el otro, ni el otro, de todo lo que se descubriere, ganare y conquistare y poblare en los dichos reynos y provincias del Pirú... que todos por y guales partes ayamos en todo e por todo, ansí de estados perpetuos que Su Majestad nos hiciere merce­des en vasallos e yndios o en otras cualesquier rentas", ob, cit, Pizarro no mencionó a los reyes y al Consejo de Indias el contrato de Panamá que obligaba a distribuir ganancias y honores en tres partes iguales.

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No fue éste el primer contrato que violó Francisco Pi­zarra en la historia de su asociación con Diego de Almagro. Con espíritu de contumacia, incumplió/ también, el com­promiso de amistad y no agresión con Almagro fechado en el Cuzco a 12 de junio de 1535, que buscó poner fin a las antiguas discordias: "Nos don Francisco Pizarro, Adelantado, Capitán general y Gobernador por S.M. en estos reynos de la Nueva Castilla, ê don Diego de Almagro asimismo Gobernador por S.M en la provincia de Nueva Toledo... prometemos é jura­mos, en presencia de Dios nuestro Señor .. .que nuestra amistad ê compañía se mantenga para en adelante con aquel amor é vo­luntad que hasta el día presente entre nosotros ha habido no la alterando ni quebrantando por algunos intereses, cobdicias, ni ambición de cualesquiera honrras é oficios, sino que hermana-blemente entre nosotros se comunique é seamos porcioneros en todo el bien que Dios nuestro Señor nos quiera hacer... ninguno de nosotros calumniará ni procurará cosa alguna que en daño o menoscabo de su honra, vida y hacienda al otro pueda subceder ni venir, ni dello será causa por vía directas ni indirectas". Ar­chivo de Simancas. Transcrito por W. Prescott, ob, cit, 249.

Este singular convenio se firmó bajo solemne jura­mento después de Almagro y Pizarro oyeron misa celebra­da por el padre Bartolomé de Segovia y se formalizó con testimonio público ante escribano y muchos testigos. Tres años más tarde, Almagro fue ejecutado en el Cuzco, según dijo Hernando Pizarro, por instrucciones del gobernador.

Las discordias de los socios se exacerbaron con la in­corporación de Hernando, Gonzalo y Juan Pizarro, her­manos de Francisco, residentes en Trujillo, reclutados a la empresa de la conquista en una decisión teñida de favori­tismo nepótico. Según Fernández de Oviedo, los hermanos Pizarro eran tan pobres como orgullosos "e tan sin hacienda como deseosos de alcanzarla. ..ede todos ellos el Hernando Piza­rro sólo era legítimo, é más legitimado en la soberbia; hombre de alta estatura é grueso, la lengua y los labios gordos, é la punta de la nariz con sobrada carne é encendida, y este fue el desavenidor

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y estorbador del sosiego de todos y en especial de los dos viejos compañeros Francisco Pizarro é Diego de Almagro" ob, cit.

En verdad, la capitulación de Toledo abrió diferencias difíciles de cerrar. La brecha se ensanchó por la incompati­bilidad de carácter de Almagro con los hermanos Pizarro. Antes de emprender la conquista del Perú, a espaldas de sus socios, Francisco organizó una oligarquía familiar con él a la cabeza que monopolizó el mando militar y político y desequilibró la distribución de las riquezas incas, a partir del rescate de Atahuallpa. Especialmente, entre Almagro y Hernando Pizarro, se creo la antipatía a primera vista. Desde que Pizarro regresó a Panamá, los conquistadores advirtieron que Hernando negó la jerarquía de Almagro en la sociedad de la conquista. Los amigos de Almagro protestaron las maniobras del clan Pizarro por el despojo de los derechos por los cuales, por contrato privado y por juramento ante Dios, Francisco había aceptado compartir riquezas y honores de la conquista. Asegura Fernández de Oviedo que Almagro estuvo a un tris de deshacer la socie­dad y emprender la conquista por su cuenta. La versión es confirmada por Cieza: "Vues como Almagro se le diese tan poco por dar calor a su compañero para que con brevedad enten­diese en partir de Panamá, quiso tratar de hazer cierta compañía con unos vezinos de la ciudad, que avían por nombre Alvaro de Guijo y el contador Alonso de Câcerez"', ob.cit.

La intervención de Gaspar de Espinosa y del clérigo Luque intentó apaciguar, tiempo después, la ofuscación de Almagro, apreciando que se habían formado bandos antagónicos de pizarristas y almagristas que allegaban versiones favorables a cada uno de los socios y todos ju­raban que decían verdad. La codicia pizarrista lesionó la hermandad entablada en las jornadas iniciales. Francisco reparó que la separación de Almagro de la empresa podía frustrar el alistamiento de la flota. Accedió, de acuerdo a lo que afirma Cieza, a gestionar una nueva gobernación para Almagro con límites territoriales que empezaran

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donde acababan los de él. Pero luego se comprobó que Pi­zarra, con apoyo de sus hermanos, se negó en redondo en reconocer la frontera de una gobernación que le adjudicó el Cuzco a don Diego de Almagro. Así las cosas, Pizarro seguiría engañando al viejo Almagro hasta su muerte, a pesar del apoyo decisivo que éste le volvió a brindar en circunstancias en que hasta pudo perder el control de la conquista del Perú por la súbita irrupción de Pedro de Al-varado, como veremos más adelante.

Otra coyuntura que puso a prueba a Francisco Pi­zarro es la derrota y captura de Atahualpa, obra maestra de estrategia militar, Pizarro mostró en este episodio lo que aprendió de la astucia de Pedrarias y de la capacidad de mando de Gaspar de Espinosa. En puridad de verdad, las acciones de Caxamarca no fueron expresión real del poderío militar incaico. Pizarro conoció la fuerza y pode­río del imperio inca al recorrer los llanos de la costa y las latitudes andinas, y comprobar la extensión de las tierras conquistadas por fuerzas militares cuzqueñas. Las infor­maciones recopiladas en sus primeros tanteos por la costa le revelaron que el imperio estaba sometido a tensiones aciagas y su poderío militar desgastado por la pugna en­tre los hermanos del norte y del sur. Los relatos rencorosos de los caciques yungas sobre la dominación incaica y lo que pudo extraerle al orejón con el que conversó en su nave en Tumbes le suministraron una visión aproxima­da sobre los desgarramientos de la lucha entablada por un caudillo rebelde de Quito contra el inca reconocido del Cuzco. Pero, sobre todo, estas primeras informaciones le suministraron los rudimentos de la elaboración de una estrategia concebida para aprovechar y ensanchar mucho más la desunión interna, en favor de sus propios planes de conquista. Favoreció mucho sus planes el hecho de que el caudillo triunfante Atahualpa o Atabalipa, estaba en Caxa­marca, no muy lejos de los llanos costeños. Comprendió que requería información española sobre la personalidad

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de Atahualpa y las fuerzas militares que lo acompañaban, para procesar su estrategia. Advirtió, por otro lado, que gente de Atahualpa lo espiaba con los mismos propósitos. Pizarro envío al real de Atahuallpa a dos capitanes de pro­bada experiencia militar, su hermano Hernando, veterano de las campañas españolas en Italia, y Hernando de Soto, jinete brioso y audaz combatiente. Por ellos supo que la psicología de Atahualpa correspondía a la de un hombre vanidoso, muy pagado de sí mismo, que había superado sus derrotas iniciales y que, a base de astucia, capturó a su hermano el inca Huáscar. Supo que Atabalipa había en­viado al Cuzco a los generales Calcuchimac y Quizquiz a practicar una razzia contra la clase gobernante de la que había sido desterrado, a pesar que pertenecía al mismo li­naje. Acreditó Pizarro que Atahualpa era un personaje es­tragado por el odio a su propia casta, que suele ser el odio más cruel, y que era un ajuste de cuentas por los despre­cios de las panacas cuzqueñas. Mientras los generales qui­teños arrasaban el Cuzco exterminando a quienes podían hacerle sombra al insurrecto, este se solazaba en las aguas termales de Caxamarca con séquito de cortesanos y con­cubinas. Lo rodeaban fuerzas militares, que más parecían la garde de corps de un déspota sensualizado y arrogante. Procesando la información de sus capitanes, Pizarro se dio cuenta que el Apóstol Santiago le ponía a tiro de arcabuz al cabecilla de la gran rebelión. El desbalance numérico de fuerzas debía equilibrarlo con una estrategia refinada en la que un golpe de audacia compensara la restricción de su fuerza. Ya los peruanos conocían que los caballos hispanos eran vulnerables como cualquier animal. Ya co­nocían medianamente la fuerza de sus cañones y arcabu­ces. Estaban atemorizados a lo interno por la superstición de las señales del cielo y profecías que auguraban el final apocalíptico del dominio quechua. ¿No serían estos bar­budos los temidos enviados de Viracocha que había anun­ciado Huayna Capac? Bajo estas condiciones, la astucia

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debía imponerse a la fuerza. Con la aparente superioridad de sus fuerzas, Atahualpa los había invitado a Caxamarca para tenderles una celada. Atahualpa se confiaba más en la fuerza que en la inteligencia, al revés de Pizarro. Captu­rando al general que había derrocado al inca, crearía el ca­pitán español una aureola de poderío asaz convincente en los señoríos hastiados de una dominación que, intrínseca­mente, reproducía el mismo sistema de dominación. El re­emplazo de un jefe cuzqueño por uno quiteño no cambia­ba la opresión de los señoríos sometidos al imperio. Así, pues, los españoles se escondieron en los galpones de la plaza de Caxamarca antes que apareciera Atahualpa para emerger por sorpresa, entre el estampido intimidante de cañones. La astucia aconsejó aprisionar desde el primer momento de las acciones, al vanidoso que se jactó que los pájaros suspendían vuelo a una orden suya.

Los sucesos de Caxamarca demuestran la evaluación imperfecta de Atahualpa del contexto político-militar. Como jefe rebelde de una región conquistada por las úl­timas acciones ofensivas de su padre, hirió el acceso a un poder cimentado en protocolos, ceremonias y tradiciones religiosas y políticas. Creyó que había destruido la hege­monía del Cuzco, fuente secular del poder imperial, des­encadenando el asesinato de los miembros de la panaca de Huáscar. No previo Atahuallpa que la ruptura de las relaciones de poder movilizaría la reacción de los reinos y señoríos dominados por el imperio, a la espera de signos de la debilidad del sistema de dominación cuzqueño y rei­vindicar la autonomía y fueros inherentes a su origen. El patológico encarnizamiento de Atahuallpa contra el Cuz­co había determinado la división de sus fuerzas militares. Los jefes del estado mayor Calcuchimac y Quizquiz esta­ban en el Cuzco, mientras Rumiñahui merodeaba por los alrededores de Caxamarca.

La hipotética inferioridad numérica de españoles condujo a la subestimación de su fuerza militar. Por con-

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siguiente Atahualipa no planificó la rápida movilización a Caxamarca de las fuerzas al mando de los generales quite­ños acantonados en el Cuzco. Creyó Atahualpa que los es­pañoles no representaban riesgo para su empresa usurpa­dora del poder cuzqueño y los dejó avanzar sin atenuantes por la costa, primero, y, después, por la serranía norteña. Fue un caso insólito de un jefe que no se inmuta por la in­trusión de tropa extranjera dentro de su territorio. No repa­ró a tiempo que los extranjeros le abrían un segundo frente militar. Atahualipa, ducho en intrigas cortesanas, parco en experiencia militar, no asumió la responsabilidad de un verdadero jefe ante el asomo de una agresión externa. La captura de Huáscar lo narcotizó, presa de una embriaguez de poder que impidió la admisión que aún estaba en vías de imponerse en el control integral del vasto imperio inca. Fueran éstas u otras las razones, la inexperiencia como es­tratega militar y la arrogancia egolátrica lo llevaron a la derrota. De la jactancia a la ineptitud existe un pasillo res­baloso por el que transitó torpemente Atahualpa.

En la prisión, persistió en el error. Creyó que el oro podía asegurarle la vida, confiando en la palabra de honor de Francisco Pizarro sin conocer la duplicidad del código ético del conquistador que volvió a engañarlo. El odio de su propia gente, por otro lado, se cebó en Atahualpa, víc­tima de pueriles intrigas cortesanas.El intérprete Felinillo deslizó a Pizarro la información falsa de que, por orden secreta de Atahualipa, se puso en marcha un ejército po­deroso para rescatarlo. Lo hizo para que los españoles lo desbarataran sin dilación y él pudiese amancebarse con la concubina que deseaba. Pizarro se alarmó, o fingió que lo motivo la información de Felipillo. Y, así, en el colmo de los colmos, un profesional de la mentira como Francisco Pizarro llevó a la horca por mentiroso al pusilánime Ata­hualipa. Según Francisco de Jerez, lo intranquilizó otra versión de un jefe indio de Caxamarca que aseguró que Atahualpa había llamado a "doscientos mil hombres âe gue-

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rra y treinta mil caribes que comen carne humana". Conquista del Perú. Pero, en realidad, no hubo movimiento de fuer­zas indígenas ni en Quito, Cuzco, o en otro lugar del inca­nato, porque Atahualpa era un impostor, sin autoridad y mando para convocar a la maquinaria militar cuzqueña. Los generales conjurados de la revuelta de Quito queda­ron al garete con la captura de su jefe. Calcuchimac im­pulsó algunas acciones en Xauxa,; a la postre se ofrendó, como un cordero de sacrificio, desmoronado mentalmen­te por la captura del jefe de la insurrección. Rumiñahui, envidioso de Atahuallpa, en vez de apoyarlo en la jornada de Caxamarca, huyó a Quito, pretendiendo aprovecharse de la debacle de Atahuallpa. Quizquiz fue perseguido por fuerzas combinadas de españoles y cuzqueños de Manco Inca, concertadas por la ingenuidad del joven pretendien­te y la malicia de Pizarro. Los conquistaron no dudaron de la división del imperio cuando recibieron a los señores indios, sometidos por los cuzqueños antes de la llegada de los españoles, que viajaron a Caxamarca para rendirle pleitesía y obsequiarle valiosas joyas apara que extermi­nara al detestado seudomonarca quiteño, representante del imperio que los tuvo subyugados. Relación Francesa. Razonaron que debían ser amigos del enemigo de su ene­migo. Deducción falaz desmentida después, alevosamen­te, por los conquistadores.

El fin del imperio incaico debió ser una tragedia de proporciones cósmicas. Pero la caída de Atahualpa en Caxamarca la convirtió en saínete de un solo acto.

Después de la palinodia de fracasos y engaños que acompasó la prisión y ejecución de Atahualpa, llegó el re­parto del oro del rescate entre los españoles. El contrato de Panamá de 1526 estipuló que las ganancias de la con­quista del Perú se distribuirían en tres partes entre los so­cios. Pero este esquema distributivo no fue el eje del re­parto. Aconteció que Diego de Almagro llegó al Perú con ciento cincuenta hombres y cincuenta caballos cuando ya

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había acontecido la jornada de Cajamarca. Los hombres de Almagro reclamaron su parte del botín de Cajamarca, sin invocar el contrato de Panamá, que probablemente desconocían, y no los involucraba en las ganancias. Por otro lado, Hernando Pizarro exteriorizó la ira provocada por la llegada de Almagro, a quien trató como si fuera un advenedizo. Reflejando desinterés que contrastaba con la codicia de Hernando, don Diego no reclamó su parte del botín de Caxamarca. Después reclamaron los herederos de Gaspar de Espinosa, a nombre de un aporte financie­ro que supuestamente representó Luque como embozado testaferro del compañero de Pedrarias. Calculó Prescott que la suma total del oro fundido por orden de Francisco fue de un millón trescientos veinte y seis mil quinientos treinta nueve pesos de oro, lo cual equivalió en el siglo diecinueve a tres millones de libras esterlinas o quince mi­llones y medio de duros españoles.

Los soldados de Pizarro se convirtieron en ricos de la noche a la mañana; algunos regresaron inmediatamente a disfrutarla en Panamá y España. Los soldados de Al­magro recibieron cada uno algo más de veinte mil pesos. Almagro pudo exigir una parte igual a la de Pizarro, des­contado el quinto del rey, pero en el acta de la repartición no se le menciona. Fue, por tanto, un acto de rapiña con­tra incas y españoles. Quién arriesgó en el fletamiento de barcos y la compra de vituallas; quién asumió deudas a nombre de la extinguida sociedad, no obtuvo parte en el oro ganado con la mentira y el abuso. Por pudor, Almagro desistió de reclamos, habiendo sido timado a la hora de los nombramientos acaparados por vía de capitulaciones por el compañero al que rescató, hambriento y claudican­te, en su desesperado deambular por los manglares.

Cieza no omite detalle del saqueo y los asaltos sexua­les que siguieron a la captura de Atahualpa:" El despojo que se ovo fue grande de cántaros de oro y plata e vasos de mil hechuras, ropa de mucho precio y otras joyas de oro e piedras

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preciosas. Oviéronse cativas muchas señoras prencipales de li­naje real e de caciques del reyno, algunas muy hermosas e vis­tosas, con cavellos largos, vestidas a su modo, ques uso galano. También se ovieron muchas mamaconas, que son las vírgenes que estavan en los templos. Despojo fue tan grande el que ovie­ron estos ciento sesenta Hombres, que si lo supieran conocer, con no matar a Atabalipa é pedille más oro y plata, aunque lo que dio fue mucho, que no oviera ávido en el mundo ninguno que con él seygualara", ob, cit, 134.

Tal como señalamos antes, a pesar de la ingratitud y el ventajismo del clan Pizarro, Almagro continuó apo­yando la empresa de la conquista, esperando la reivin­dicación. Partió otra vez de Panamá con Bartolomé Ruiz acompañado por capitanes y soldados en un total de cien­to cincuentaitres hombres y cincuenta caballos. Llegaron oficiales leales a su persona, como Rodrigo Ordóñez y Francisco de Godoy, los que, a partir de entonces, estu­vieron a su lado, solidarios, ante la injusticia pizarrista. No tuvo alternativa: debía tener leales a su alrededor. Sin embargo, ayudó a Pizarro ante la eventualidad de una fuerte reacción indígena. Cieza refiere que Almagro se alegró cuando conoció la toma de Caxamarca y la captura de Atahuallpa. No faltaron maliciosos, según el cronista, que susurraron que Almagro tuvo propósito de meterse hacia el norte y ocupar el reino de Quito, solicitándole al rey la gobernación.

Los hechos, por lo contrario, demostraron una vez más que Almagro mantuvo su respaldo a los planes mili­tares de Pizarro. Desvirtuando la desconfianza del bando del gobernador, desempeñó un rol decisivo, oponiéndose a las incursiones de advenedizos peligrosos como Pedro de Alvarado.

El mando militar y político de la conquista estuvo en manos de Francisco y sus hermanos, particularmente Hernando, favorecidos los pizarristas por la capitulación de Toledo. Bajo esas condiciones, no fue posible que Al-

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magro compartiera el liderazgo militar de Pizarro. Com­prendió que para tener mando militar y político propio, la alternativa realista consistía en pedir una gobernación autónoma de Pizarro. Cuando Francisco decidió que Her­nando viajara a España para dar cuenta de la prisión del inca, llevándole una espléndida muestra de los tesoros pe­ruanos, Almagro comprendió que debía aprovechar esta coyuntura para solicitar la gobernación. Un miembro de su hueste escribió una carta a su nombre al emperador, formalizando la solicitud de una capitulación. Hernando se ofreció para llevar la carta. Almagro agradeció el ofreci­miento, pero confió la carta a Cristóbal de Mena para que la entregara al emperador. En la nave de Hernando Piza­rro, dice Francisco de Jerez, llevábase "ciento cincuenta tres mil pesos de oro y cinco mil cuarentaiocho marcos de plata. El emperador también recibió, además del quinto real, treintaiocho vasijas de oro y cuarentaiocho de plata, entre las cuales había un águila de plata que cabían en su cuerpo dos cántaros de agua y dos ollas grandes, una de oro y otra de plata; que en cada una cabrá una vaca despedazada; y dos costales de oro, que cabrá en cada uno dos hanegas de trigo, y un ídolo de oro del tamaño de un niño de cuatro años, y dos atambores pequeños" Descubri­miento y Conquista.

Deslumbrado por los presentes, Carlos V ratificó la capitulación firmada por la reina en su ausencia, y, al mis­mo tiempo, reconoció los servicios de Diego de Almagro, otorgándole una concesión real que creaba la gobernación de Nueva Toledo de una distancia de doscientas leguas situadas al sur del territorio de Francisco, adjudicándole el Cuzco sin presentir que esa concesión sería como una sentencia de muerte contra él.

Pedro Alvarado en el Perú

Examinemos el significado de la aparición de Pedro de Alvarado en Quito, en función de la ética del maltrata-

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do Almagro; episodio muy importante para evaluar, con respaldo histórico, la lealtad de quien fue agredido moral y económicamente por su socio de la conquista, que trans­formó de hecho el contrato de tres socios en recompensa de sólo una persona. Al llegar a San Miguel de Piura y re­cibir información del reino de Quito, Pizarro comisionó a Sebastián de Benalcázar la exploración de la región de las montañas volcánicas. En ese momento, no estuvo del todo claro si Alvarado cumplió directivas de Hernán Cortés o si insurgió por iniciativa propia. En 1529, la Reina le con­cedió a Cortés una capitulación indefinida para descubri­mientos en el Pacífico; cuatro años después, como registra Madariaga, Cortés presentó una nueva solicitud para na­vegar rumbo a las islas de la Especiería. Hernán Cortés. El ciclo hispánico. Editorial Sudamericana, Argentina.

La imprecisión geográfica de las capitulaciones atizó la conflictividad de los conquistadores, desencadenando reclamos por inciertas jurisdicciones territoriales. Por otro lado, Gomara acogió la versión de Alvarado, en el senti­do de que, al conocerse en Guatemala, el descubrimiento del oro de los incas, envió al capitán García Holguín con dos navios a recoger información en el territorio de los sucesos. Garcia Holguín, que fue agente confidencial de Cortes en Panamá, alborotó a Pedro de Alvarado con la información del oro incaico. En Nicaragua Alvarado se apoderó de dos navios y zarpó al Perú con un contingente de capitanes y soldados veteranos de la conquista de Gua­temala, entre ellos el padre del Inca Garcilaso de la Vega. "Sacó de Guatimala e Nicaragua —dice Cieza— la más luzida armada que se a hecho a las Yndias —a dichos muchos que me lo han certificado— en la qual venían quinientos honbres poco más o menos y trescientos y veynte siete caballos, muchas armas y otros pertrechos necesarios para la guerra e conquistas", ob,cit, 202. La irrupción armada de Alvarado en Puerto Viejo y Quito pudo cambiar la conquista del imperio. La fuerza de Alvarado era superior en número y experiencia militar.

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Se perfiló la variante peruana del enfrentamiento de Cor-tés y Panfilo de Narváez en el imperio aztaca. Dé acuerdo a Zarate, Alvarado ambicionaba tomarse el Cuzco porque "tenia entendido que caía fuera de las doscientas y cincuenta le­guas de los límites de la gobernación de don Francisco Pizarro" ob at, 575.

Pizarro se encontraba en el Cuzco cuando fue noti­ficado por Gabriel de Rojas de la presencia de Alvarado en Quito. Pizarro entonces desconocía que el ambicioso capitán reclamaba la jurisdicción del Cuzco. Una reclama­ción si base legal porque el Cuzco hervía de españoles, por un lado, y por el otro, la posesión del Cuzco iba a ser alegada por Almagro. Pero Alvarado no se detenía ante nada... salvo el dinero. A pesar de los grandes obstácu­los naturales con los que tropezó en su ascenso a las al­turas de Quito; a pesar de las erupciones volcánicas y la resistencia de los indígenas, Alvarado se instaló en Quito, pensando que era la primera etapa de su camino al Cuz­co. Desconociendo las aspiraciones de Alvarado sobre sus futuros dominios, Diego de Almagro acosaba a Quizquiz por las cercanías del Cuzco, cubriéndole la espalda al go­bernador. En Jauja, antes de Pizarro, Almagro supo de la llegada de Alvarado. Ordenó a Gabriel de Rojas que fue­ra al galope a informarle al gobernador. Luego se dirigió a Pachacamac a esperar al gobernador Pizarro y definir cómo enfrentarían la expedición de Alvarado. Cieza de León destaca el esfuerzo del anciano Almagro, desplazán­dose primero de Xaquijahuana a Vilcas para perseguir a Quizquiz; luego viajando a Jauja, cruzando la cordillera andina, y, finalmente, descendiendo a la costa de Pacha­camac. Da cuenta Cieza del fuerte regaño de Almagro a Sebastián de Benalcázar, quien de San Miguel de Piura se trasladó a Quito sin autorización. Benalcázar, capitán de elástica lealtad, fue detenido por orden de Almagro, pero se defendió arguyendo que su desplazamiento no escon­día propósitos subalternos sino que respondía a una ini-

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ciativa individual que, a la postre, representó ciertamente refuerzo para contener la hueste guatemalteca. Almagro comprendió que la lealtad pendía de hilos al saber que el ex-secretario de Pizarro, el avieso Antonio Picado, había llegado con Alvarado y le había estimulado a viajar al im­perio de los incas.

Es cierto que Almagro se jugó entero porque ambi­cionaba quedarse con el Cuzco, posesión confirmada por la capitulación del emperador, y que la irrupción de Al-varado chocaba con sus intereses. Alvarado obró sobre la base de otra capitulación que le autorizaba a conquistar lo que Pizarro no había conquistado hasta entonces. No fue el caso del Cuzco. En cuanto a Quito, existía presencia de hueste hispana anterior a su llegada.

La conquista de América se rigió por situaciones de hechos de armas que el rey legitimó, aunque no mediara una capitulación. Así actuó Cortés yendo más allá de la exploración autorizada por el gobernador de Cuba Die­go Velásquez. Benalcázar tomó a la brava territorios de Nueva Granada que se habían adjudicado formalmente a Pascual de Andagoya.

El Adelantado Pedro de Alvarado pudo crear un cis­ma que, pudo ser un sismo, si recurría a la capitulación que le permitía adentrarse en las regiones no conquista­das del imperio de los incas. Cuando Alvarado partió de Guatemala, Benalcázar no había llegado a Quito. La preci­sión de fechas de zarpes y posesiones pudo ocasionar lar­gos litigios o sangrientos enfrentamientos. Prevaleció, sin embargo, el pragmatismo del adagio "más vale un arreglo rápido que un largo proceso". En el instante en que estu­vieron frente a frente las huestes de Alvarado y Almagro surgieron voces de soldados, demandando que no se de­rramara sangre en una contienda entre españoles. " Y como estuvieron a vista unos de otros —refiere Zarate— hubieron su habla de paz, y por aquél día y noche pusieron treguas, y en tan­to los concertó un licenciado Contreras desta manera: que don

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Diego de Almagro diese a don Pedro de Albarado cien mil pesos de oro por los navios y caballos y otros pertrechos del armada, y que viniesen juntos donde el gobernador Pizarro estaba, para pagárselos allí —El cual concierto se hizo y guardó con mucho secreto, porque sabiéndolo la gente de don Pedro de Albarado (entre la cual había muchos caballeros y personas principales) no se alterasen, viendo que no se trataba remuneración ninguna para ellos", ob, cit, 579.

Almagro, como sabemos, arregló con Alvarado su retiro del imperio y la entrega de las naves de la expedi­ción por cien mil pesos oro, pagados en el real de Pizarro en el santuario de Pachacamac. La mayor parte de la hues­te de Alvarado decidió quedarse en el Perú a la busca de fortuna, ya que el capitán no compartió los cien mil pesos, alegando que iban a reponer los gastos de la expedición.

De esa guisa, gracias a la audacia y a la capacidad de negociación de Almagro, el gobernador Francisco Pizarro se libró de enfrentarse a una fuerza militar curtida en las guazábaras de México y Guatemala. Alvarado pudo dispu­tar la tierra ya conquistada o fraccionarla, tomando el nor-te del imperio con San Francisco de Quito como cabecera o penetrando en el Cuzco. Almagro no titubeó, sin embargo, en esa emergencia, en alinearse con el camarada.

Sustancialmente, la aventura de Alvarado le abrió los ojos a Pizarro, que había proclamado a Jauja como ca­pital de la conquista española, en compensación a la cola­boración de los huancas. Comprendiendo que otros capi­tanes españoles podrían llegar por el océano a disputarle la conquista con malas artes, no resultando aconsejable defender su territorio desde un emplazamiento andino determinó prescindir de la capital serrana de Jauja y bus­car una nueva sede en la costa. Antes eligió como capital a Xauxa en agradecimiento al continuo apoyo y auxilio de los huancas en las luchas contra las fuerzas atahualpistas. Cabalgando por los llanos, sus capitanes privilegiaron el valle del Rimac al rico señorío de Chincha. Así Pizarro re-

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tuvo San Miguel, Jauja, Quito. El Cuzco permaneció en la penumbra de una triste disputa. Pizarro pudo consolidar­se, en suma, gracias a la ayuda de Almagro, ayuda que jamás reconoció.

Cuzco, disputa mortal

San Miguel, Jauja y el Cuzco fueron las primeras ciu­dades pobladas de españoles, hasta la fundación de Quito, Lima y Trujillo. Incierta y ambigua fue, desde el principio, la concesión del Cuzco. En primer lugar, ante la ambigüe­dad premeditada de los historiadores pizarristas, hay que enfatizar que Pizarro no conquistó por las armas la ciudad sagrada de los incas. Ingresó a ella, la primera vez, pací­ficamente, tomado de la mano del joven Manco Inca, ilu­sionado de que se le reconociara como soberano, después del ahorcamiento de Atahualpa, Manco Inca, agradecido del apoyo militar hispano a la derrota del quiteño Quiz-quiz, permitió que se organizara el gobierno municipal del Cuzco a la usanza española. No advirtió Manco Inca que los españoles levantaron un acta del Cuzco como si fuera botín que les pertenecía y entre engaños se repar­tieron la ciudad imperial y sus tesoros. El sumo sacerdote de los incas, Villac Umo, puso al tanto al ingenuo inca de la conducta dúplice de los españoles a sus espaldas. En base a la ficticia posesión de Cuzco, la corona española creyó saldar la deuda con Diego de Almagro, entregándo­le la parcela más importante de territorio dentro de la cual se incluía el Cuzco. Pizarro y sus hermanos se revolcaron de rabia cuando cayeron en cuenta de la cesión territorial del Cuzco al Adelantado Almagro, La información sobre el punto controvertido por los historiadores de la adju­dicación del Cuzco la consigna el Sochantre Cristóbal de Molina: "Es de saber que llegado el Marqués Pizarro a Trujillo, atándolo repartiéndolo a los vecinos que él quería que allí re­sidiesen, vino allí de Castilla, entre mucha gente que cada día

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pasaba, un mancebo de hasta diez y ocho años, el cual había resi­dido en las provincias de Nicaragua con un tesorero Juan Téllo, natural de Ciudad Real, el cual a la sazón residía en Corte, y había tomado a cargo de negociar con el Rey los negocios de don Diego de Almagro, y entre otras muchas cosas que despachó, despachó que SM. hizo merced a Almagro de la gobernación del Nuevo Reino de Toledo, que era la tierra que sobrase delante de la gobernación de Pizarro, que eran doscientas y tantas leuas por esta costa, que comenzaban diez o doce leguas más allá de la bahía de San Mateo, en el puerto de Santiago, que dicen es deba­jo del equinoccio, que, según confirmaban los más pilotos por la altura, llegaba aquí o cuando mucho hasta el puerto de Chincha, la gobernación que Pizarro tenía, y desde allí corría la que digo que aquel joven Tello tenía negociada para Almagro, de la cual traía la nueva aquel mancebo que digo se llamaba Cazalla" Con­quista y Población del Perú. Anotaciones y Concordancias por Horacio H. Arteaga. 132.

Cieza recoge las objeciones de los pizarristas, con-trargumentando que Cazalla tenía sólo un traslado sim­ple, sin certificado de escribano, del original de la capitu­lación entregada a Hernando Pizarro. El almagrista Diego de Agüero voló a Abancay a darle la primicia a Almagro, que se alegró de la noticia que le convertía en adelantado y capitán general "de lo mejor y más rico del Peru", ob, cit, 265. A su turno, los pizarristas corrieron a Trujillo a infor­marle al gobernador Pizarro la infausta nueva. Almagro partió al Cuzco a recibir la concesión. Le congratularon engañosamente a la entrada al Cuzco los hermanos Juan y Gonzalo Pizarro y el teniente Hernando de Soto. En­tretanto, los leguleyos que rodeaban a Francisco Pizarro —Picado y Caldera— le recomendaron que pidiera el do­cumento en manos de Cazalla. Al verificar que era simple traslado del original, malignamente, recomendaron no lo reconociera como legítimo. El original estaba en poder de Hernando Pizarro, enemigo redomado de Almagro, que retuvo el documento original de la capitulación como ma-

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niobra para retardar la concesión del Cuzco al rival de su hermano. De esa manera se reeditó un nuevo episodio del conflicto entre almagristas, que inflaban el ego del adelan­tado, y pizarristas que no aceptaban nada que opacase la gloria del gobernador.

La disputa inminente se postergó debido a que Al­magro decidió no hacer uso inmediato de la gobernación del Cuzco y partió a la jornada del Arauco, mientras Fran­cisco escribía a sus hermanos, dándoles la instrucción se­creta que no reconociese la capitulación de la Nueva Tole­do. La altanería de Juan Pizarro colisionó con la rectitud del teniente Hernando de Soto, que le exigió abandonase actitudes destempladas y reconociese la autoridad de don Diego.

En el medio de estas intrigas y bravatas, los dos vie­jos conquistadores se juntaron en el Cuzco para intentar una más de la serie de reconciliaciones, santificando el ar­misticio con hostias y juramentos religiosos. El acta de la juramentación simuló que el jefe del clan Pizarro recono­cía la gobernación de Nueva Toledo, reconocimiento asaz insólito que subordinaba a la aprobación del gobernador la vigencia de las disposiciones del rey. Este juego doble lo aprendió Pizarro de su maestro y mentor Pedrarias Da-vila. El documento presenta a Pizarro como "Adelantado, Capitán general y Gobernador por S.M. en estos reynos de la Nueva Castilla, é don Diego de Almagro asimismo gobernador por S.M. en la provincia de Toledo", Prescott, Anexos, 249, "Así estos dos antiguos compañeros —comenta Prescott—, después de haber roto ¡os lazos de la amistad y el ho­nor, quisieron ligarse mutuamente con los sagrados vínculos de religión, medida de cuya ineficacia debiera haberles convencido el mero hecho de ser necesario recurrir a ella", oh, cit, 137.

Desdichadamente, ni el Supremo Creador pudo lo­grar el fin de estas desavenencias terrenales que acabarían arrastrándolos a la aniquilación.