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9 INTRODUCCIÓN Esta obra trata de presentar de una forma clara y precisa los elementos esenciales que configuran el hecho religioso. La obra tiene tres partes y la lógica de su exposición va del análisis del fenómeno religioso en general a la presentación de la religión cristiana en particular. En la primera parte, en los capítulos primero y segundo, analizamos la religión como un hecho social y humano desde el punto de vista de la sociología y fenomenología de la religión. Ambas disciplinas nos muestran que ella no es una superestructura ajena a la naturaleza del hombre en cuanto tal, sino un dato de conciencia coextensivo con su ser en la historia. El contexto social en el que vivimos, globalmente considerado, nos muestra que antes que una secularización del mundo se ha producido una des-secularización. Todavía queda un largo tre- cho para que la religión encuentre su lugar público en las nuevas sociedades democráticas, pero este camino de búsqueda y reconfiguración de lo religioso que se está produciendo hoy es una muestra más de que la religión no es un elemento del pasado que está llamado a ser superado por medio de la razón y de la técnica. Una vez que es analizado el hecho religioso en cuanto tal, en la segunda parte, en el capítulo tercero, abordamos este hecho religioso en su configu- ración histórica concreta en las religiones del mundo, siendo conscientes de otro dato fundamental que pone de relieve la cultura actual: el pluralismo reli- gioso. Dentro de la pluralidad de religiones exponemos de una forma más de- tallada en los capítulos cuarto y quinto aquellas que pensamos que tienen un mayor interés para el lector español: el Budismo y el Islam. Somos conscientes de la laguna que supone no dedicar una atención especial a dos religiones como el Hinduismo y Judaísmo, especialmente a esta última, por la gran im- plicación que tiene en la cultura occidental y por ser la matriz de la religión cristiana. Pero los límites del curso académico y las razones anteriormente señaladas nos han obligado a optar por esta solución, desde luego discutible. Nuestra intención en esta parte no es ofrecer una información exhaustiva de

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INTRODUCCIÓN

Esta obra trata de presentar de una forma clara y precisa los elementos esenciales que configuran el hecho religioso. La obra tiene tres partes y la lógica de su exposición va del análisis del fenómeno religioso en general a la presentación de la religión cristiana en particular. En la primera parte, en los capítulos primero y segundo, analizamos la religión como un hecho social y humano desde el punto de vista de la sociología y fenomenología de la religión. Ambas disciplinas nos muestran que ella no es una superestructura ajena a la naturaleza del hombre en cuanto tal, sino un dato de conciencia coextensivo con su ser en la historia. El contexto social en el que vivimos, globalmente considerado, nos muestra que antes que una secularización del mundo se ha producido una des-secularización. Todavía queda un largo tre-cho para que la religión encuentre su lugar público en las nuevas sociedades democráticas, pero este camino de búsqueda y reconfiguración de lo religioso que se está produciendo hoy es una muestra más de que la religión no es un elemento del pasado que está llamado a ser superado por medio de la razón y de la técnica.

Una vez que es analizado el hecho religioso en cuanto tal, en la segunda parte, en el capítulo tercero, abordamos este hecho religioso en su configu-ración histórica concreta en las religiones del mundo, siendo conscientes de otro dato fundamental que pone de relieve la cultura actual: el pluralismo reli-gioso. Dentro de la pluralidad de religiones exponemos de una forma más de-tallada en los capítulos cuarto y quinto aquellas que pensamos que tienen un mayor interés para el lector español: el Budismo y el Islam. Somos conscientes de la laguna que supone no dedicar una atención especial a dos religiones como el Hinduismo y Judaísmo, especialmente a esta última, por la gran im-plicación que tiene en la cultura occidental y por ser la matriz de la religión cristiana. Pero los límites del curso académico y las razones anteriormente señaladas nos han obligado a optar por esta solución, desde luego discutible. Nuestra intención en esta parte no es ofrecer una información exhaustiva de

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las religiones, sino mostrar de una forma concreta la diversidad y el pluralismo religioso en el contexto de una cultura configurada por el cristianismo.

Finalmente, en la tercera parte, presentamos los elementos que hemos considerado fundamentales para una introducción al cristianismo: la Escritura, Jesucristo y la Iglesia. La Sagrada Escritura es una obra literaria y religiosa. El capítulo sexto ofrece una exposición sintética del contenido fundamental de los libros que la forman y el sentido que tiene para el cristianismo como testi-monio inspirado de la revelación de Dios y norma permanente para la Iglesia que hay que saber leer e interpretar. La Escritura da testimonio de Cristo; él es el origen y el fundamento del Cristianismo. El siguiente capítulo presenta la persona de Jesucristo en su doble consideración de hombre vinculado a una historia concreta que debemos y podemos conocer e Hijo de Dios a quien los cristianos confesamos como Señor. La memoria viva de Jesucristo y el lugar concreto donde el Señor Jesús ejerce de forma visible su señorío en el mundo es la Iglesia. El último capítulo presenta el misterio de la Iglesia en su origen, historia y significado actual.

Este libro es el fruto del trabajo común de los profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas que explican la asignatura Cris-tianismo y Ética social: Silvia Bara, Luis Fernando Ladeveze, Carmen Márquez y José Ignacio Vitón; y los profesores José Ramón Busto y Ángel Cordovilla. Con él queremos ofrecer, en primer lugar, un manual de estudio y consulta para la primera parte de esta asignatura. No obstante, a pesar de esta orien-tación académica, pensamos que es una obra valiosa para todo aquel que quiera profundizar en el significado del hecho religioso para la vida humana desde el conocimiento del pluralismo religioso y la singularidad de la religión cristiana.

ÁNgEL CORDOVILLA PéREzDirector del Departamento de Teología Dogmática-fundamental

Universidad Pontificia Comillas, Madrid

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caPítUlo 1

EL CONTExTO RELIgIOSO ACTUALUNA APROxIMACIÓN SOCIOLÓgICA

CARMEN MÁRqUEz BEUNzA

a vUeltas con la reliGión: reflexiones introdUctorias

Ha ya algunas décadas, el teólogo Hein zahrnt escribió un libro titulado A vueltas con Dios1. La obra surgía en un contexto en el que la pregunta por Dios se hacía problemática para muchos. Si hoy pretendiésemos escribir una obra orientada a dar cuenta de las problemáticas religiosas del presente, po-siblemente encajaría mejor este otro título: a vueltas con la religión. Porque una de las cuestiones que se plantea hoy con más crudeza es la pregunta por el futuro de la religión. Oímos hablar de crisis religiosa al tiempo que se nos anuncia un nuevo «re-encantamiento» del mundo. Las estadísticas que analizan el fenómeno religioso constatan una persistente disminución en la práctica religiosa y un aumento de la indiferencia. Pero este hecho coexiste con un fenómeno nuevo: la aparición de una nebulosa de creencias difusas, sincréticas, de nuevas formas de religiosidad que florecen al margen de las religiones institucionalizadas.

Este panorama suscita la siguiente pregunta: ¿qué está pasando con la reli-gión?, ¿nos acercamos, como algunos autores predicen, al final de la religión, o más bien estamos ante lo que otros han definido como un «retorno de lo religioso»?, ¿somos más, menos religiosos que antes, o simplemente lo somos de otra manera? Hace ya casi un siglo que el filósofo Nietzsche anunciaba la

1 H. ZaHrnt, A vueltas con Dios (La teología protestante en el siglo xx), zaragoza 1972.

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muerte de Dios. Su sentencia es sintomática de la conciencia de estar viviendo una situación de crisis religiosa que reina en Occidente desde hace más de dos siglos. Pero ¿seguiría el filósofo alemán pregonando hoy la misma sentencia? Porque a comienzos del siglo xxi nada hace prever que vayamos a asistir al entierro de ningún Dios.

Este primer capítulo se enmarca en el ámbito de la sociología religiosa. Nuestro objetivo será realizar un diagnóstico de la religión en la sociedad contemporánea occidental, tomar el pulso a la misma para determinar su es-tado y averiguar si, como dicen algunos, está hoy herida de muerte o si, como sostienen otros, estamos asistiendo a una especie de lifting religioso, que está rejuveneciendo y revitalizando el rostro de la religión. La sociología religiosa ha explicado los avatares de la religión en la Modernidad occidental a través de la denominada tesis de la secularización. Dicha tesis servía como marco explicativo en el que encontraban sentido los diferentes fenómenos relaciona-dos con lo religioso que habían acontecido desde el inicio de la Modernidad en Occidente. En su desarrollo, la teoría de la secularización pronosticaba, como un fenómeno irreversible, el creciente declive y desaparición de la reli-gión. Sin embargo, cuando dicha teoría parecía erigirse como una ortodoxia incontestable, el mundo se ha visto sorprendido ante la aparición de una in-usitada efervescencia religiosa que cuestionaba todo pronóstico. Por ello, hoy son cada vez más los autores que sostienen la necesidad de revisar la tesis o, al menos, reformularla en sus previsiones.

El reencantamiento del mundo al que estamos asistiendo parecería revali-dar la tesis de émile Durkheim que sostiene que no puede haber sociedad sin religión. Y es que todo apunta a una permanencia de lo religioso bajo formas radicalmente nuevas. El hombre, sostienen algunos apoyándose en esta nueva evidencia, no es menos religioso que antes, sino que lo es de otro modo. Por lo tanto, más que hablar de desaparición, deberíamos hablar de pérdida de relevancia social junto a una reconfiguración, distinta y nueva, de la religión, porque la religión no desaparece sino que se transforma, cambia su forma de presencia. De ahí que se haya afirmado que «nuestra crisis es más de meta-morfosis que de abolición de la religión»2.

Si la religión se transforma, ¿qué tipo de religiosidad está naciendo?, ¿cuáles son los principios y valores que articulan esas nuevas creencias?, ¿cómo son las nuevas formas de religión? Las descripciones no son fáciles, porque una de las características de esta ‘vuelta a lo religioso’ es, sin duda, su complejidad. Si en lugar de dirigir la mirada a los nuevos grupos religiosos, orientamos la vista a las religiones tradicionales, surgen otras preguntas: ¿cómo afecta este cambio a la religión institucional?, ¿en qué medida y cómo se está viendo modificada

2 M. fernándeZ del riesGo, La ambigüedad social de la religión, Estella 1997, 294.

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la fe de los cristianos?, ¿cuál es el perfil religioso del creyente de hoy? Y todavía se nos plantea una cuestión más: si la metamorfosis es tan aguda, ¿cabe seguir denominando religión a estos nuevos fenómenos? Este interrogante parece estar en el trasfondo de la aparición de una nueva terminología para definir el fenómeno religioso actual: «nuevos movimientos religiosos» (NMR), nuevos «cultos», o nuevas «espiritualidades», son algunas de las formas más frecuentes de denominar a la nueva religiosidad contemporánea.

Enzarzados en estos debates, los atentados de las Torres gemelas en el verano del 2001 sorprendieron al mundo mostrando el rostro más aciago de ese retorno de lo religioso: el del fundamentalismo en su versión más radical y violenta. El recrudecimiento de este preocupante fenómeno fue una de las causas que motivaron que, en las postrimerías del siglo xx, la religión saltara de nuevo a la primera plana de las agendas públicas. Parecía cumplirse la profecía que el afamado politólogo de Harvard Samuel Huntington había formulado unos años antes en su controvertida tesis sobre el «choque de civilizaciones»3: que los conflictos del futuro estarían, en gran medida, moti-vados por convicciones religiosas. La religión se convertía, para Huntington, en un factor de primer orden en los principales conflictos internacionales del futuro. Su polémica tesis situaba al Islam en el punto de mira. Más allá de las fuertes críticas que ha recibido su teoría, Huntington acertaba al su-brayar la importancia creciente de las civilizaciones y tradiciones religiosas para la política mundial. Sin duda hoy asistimos a una creciente significación política de lo religioso. Una rápida mirada a la realidad internacional basta para comprobar que la religión se ha convertido en un factor frecuente en la política de los modernos países occidentales. El despertar de las religio-nes en la escena política mundial parece quedar confirmado: asistimos a una repolitización de lo religioso que despierta el interés de sociólogos y politólogos.

Pero la publicación de la obra de Huntington coincidió en el tiempo con la aparición de otro libro paradigmático: la del no menos controvertido teólogo alemán Hans Küng titulado Proyecto de una ética mundial4. En ella, formulaba su tesis, repetida por doquier hasta convertirse en uno de los mantra religiosos de nuestra era: que no habrá paz mundial sin paz religiosa; que no habrá paz religiosa sin diálogo entre las religiones; y que es necesario un consenso ético entre las religiones. Si Huntington veía en

3 En 1993 Samuel Huntington publicó un artículo en la revista Foreign Affairs titula-do The Clash of Civilizations? (traducción castellana: ¿Choque de civilizaciones?, Madrid 2002), que desarrollaría más tarde en la obra The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, New York 1996 (trad. castellana: El choque de civilizaciones y la recons-trucción del orden mundial, Barcelona 1997).

4 H. KünG, Proyecto de una ética mundial, Madrid 1990.

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las religiones, especialmente en el mundo islámico, un potencial factor de conflicto, Küng, por el contrario, vislumbraba en ellas un rico potencial ético que tenía mucho que decir y aportar en aras al futuro de una humanidad que aspira a vivir en convivencia pacífica. Su propuesta no tardó en ser escucha-da. El Parlamento Mundial de las Religiones, con sede en Chicago, la asumió como base de su trabajo en el campo del diálogo interreligioso. Estas dos posturas divergentes nos sitúan ante una nueva cuestión: ¿son las religio-nes parte del problema o parte de la solución?, ¿representan una amenaza para la pervivencia de un orden secular moderno?, ¿o su contribución es, por el contrario, decisiva en cuanto potencial ético humanizador? He aquí un nuevo frente de debate que nos sitúa sobre el trasfondo del pluralismo religioso y la globalización.

Hemos dejado ya planteadas algunas de las preguntas a las que trataremos de responder en este capítulo. Pero antes de adentrarnos en él, una última apreciación. Parece innegable que hoy se avista una transformación en el ho-rizonte religioso. Se trata de una mutación que tiene mucho que ver con los rápidos y profundos cambios culturales y sociales que se están produciendo en nuestro mundo. La razón parece evidente: la religión no es indiferente ni ajena a la sociedad y la cultura en las que se inserta. La globalización, los fenómenos migratorios o las nuevas corrientes de pensamiento, son factores que afectan profundamente a la vivencia de lo religioso. Para algunos autores podríamos encontrarnos ante una de las mayores metamorfosis religiosas que el hombre haya conocido, similar a la que a mediados del primer milenio pre-cristiano provocó el nacimiento de las grandes religiones universales5. Pero inmersos como estamos en ese cambio, resulta difícil y hasta aventurado pre-decir las formas futuras que adoptará la religión. Sirva ello como advertencia de la provisionalidad de nuestro análisis.

Estructuraremos el capítulo del siguiente modo. Comenzaremos exponien-do la tesis de la secularización, el cuestionamiento que la misma ha recibido en las dos últimas décadas y la difícil cuestión de la presencia pública de la religión (apartado I). Trataremos, a continuación, de definir los rasgos más característicos de la nueva religiosidad contemporánea, y presentaremos una de sus manifestaciones más características, la denominada Nueva Era (apar-tado II). Finalmente, abordaremos dos de los fenómenos más preocupantes del contexto religioso contemporáneo: el fenómeno sectario y la religiosidad fundamentalista (apartado III).

5 Cf. F. lenoir, La metamorfosis de Dios (La nueva espiritualidad occidental), Ma-drid 2005, 16.

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1. la sociedad moderna, Una sociedad secUlariZada

1.1. El proceso secularizador de la Modernidad: perspectiva histórica

Comprender los avatares y complejidades de mundo religioso contem-poráneo exige, antes que nada, situarnos en una perspectiva histórica muy concreta: la de la crisis que supuso la Modernidad para la comprensión y vi-vencia de la religión. Y ello por una doble razón: en primer lugar, porque los comportamientos y actitudes que hoy observamos arraigan en los cambios que se gestaron entre los siglos xvi y xix; y, en segundo, porque muchos de los problemas que hoy tenemos planteados en torno a la religión tienen no poco que ver con aquellas cuestiones y problemáticas que la Modernidad ha dejado pendientes o no ha resuelto satisfactoriamente. De ahí la nece-sidad de realizar, siquiera someramente, un breve recorrido histórico que nos proporcione las claves necesarias para entender el complejo universo religioso actual.

El panorama religioso que hoy contemplamos es el resultado final de los profundos cambios que se han venido sucediendo a lo largo de varios siglos. Nos situamos, por tanto, ante un largo proceso histórico cuyo inicio se re-monta a los albores del Renacimiento, cuando se sentaron las bases del de-nominado «cambio de paradigma» o «cambio epocal» que acompañó el paso de la Edad Media a la Modernidad. El nacimiento de la sociedad moderna que alumbró el humanismo renacentista implicó un cambio drástico en la forma de entender y vivir la religión y en el papel de la misma en la sociedad. La comprensión religiosa se transformó al compás de los cambios que se su-cedieron en los ámbitos político y científico, en el pensamiento y las artes, o en la concepción del mundo y del hombre. El nuevo paradigma moderno significó el fin de la sociedad tradicional del Medioevo, caracterizada por una visión religiosa del mundo, articulada alrededor de la Iglesia, de sus símbolos e instituciones, y en la que todo formaba parte de un mundo religioso y todo se inspiraba o remitía a la religión. Aquel universo en el que las diversas reali-dades sociales (la economía, la política, la cultura, el arte o la familia) pasaban necesariamente por el tamiz de la religión, recibiendo de ella su sanción o su rechazo, y en el que la Iglesia se erigía en la instancia legitimadora de los procesos sociales y en estructuradora de los ritmos de vida sociales, tenía los días contados. Porque la nueva cosmovisión que se fragua a partir de la irrupción moderna del sujeto autónomo va a poner fin a aquel edificio que conformaba la Cristiandad, en el que la Iglesia abarcaba todos los ámbitos de la existencia, englobando la vida colectiva y sirviendo de marco explicativo tanto para la búsqueda espiritual como para el conjunto de las diversas acti-vidades sociales.

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1.1.1. Un mundo en transformación: cambio en los escenarios político, filosófico y científico

Las transformaciones que se iniciaron hacia el siglo xvi en Europa rompie-ron con la cosmovisión del mundo antiguo y medieval y modificaron radical-mente la forma de ver y concebir ese mundo. El nuevo espíritu científico y pragmático que caracterizó la nueva sociedad comenzó a socavar lentamente el ethos religioso y a hacer a los seres humanos más receptivos a las nue-vas ideas sobre Dios, la religión, el Estado, el individuo y la sociedad que se iban abriendo paso. La religión perdió entonces el monopolio de la visión del mundo que había ostentado con anterioridad. El cambio no ocurrió brusca-mente, sino en forma gradual y, como precisa Karen Armstrong, a menudo discretamente6. El proceso comenzó en el Renacimiento, con el nacimiento del humanismo, cuando los pueblos de Europa iniciaron su transición hacia la Modernidad. Su marcha se aceleró en el siglo xviii, para alcanzar su máximo apogeo en los siglos xix y xx, en ese segundo gran momento de la Modernidad que inauguró la Ilustración. En el curso de algo más de tres siglos, Europa transformó por completo su fisionomía, orientada bajo la guía de los princi-pios de racionalidad y autonomía del sujeto, que no tardaron en convertir-se en sellos distintivos del Occidente moderno. Repasemos brevemente los factores determinantes de esa revolución intelectual y cultural así como sus consecuencias en el ámbito religioso.

En primer lugar, el paso en el orden científico del método deductivo al inductivo y experimental. El triunfo del talante empirista de la tradición aris-totélica que se inició en la baja Edad Media iba a dar lugar, siglos más tarde, a lo que algún autor ha denominado «ciencia desencantadora», un modelo de pensamiento en el que no hay espacio para la noción de Dios, ni siquiera como hipótesis de trabajo7. El astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543) sentó las bases de la nueva ciencia. Su teoría del universo heliocéntrico inició una profunda revolución, al mostrar a los individuos la imposibilidad de confiar en sus percepciones de la misma forma que antes. La nueva ciencia experimental abría así el camino a un sujeto de conocimiento independiente y autónomo, que rechaza todo aquello no sometido a contrastación empírica. El éxito de la joven ciencia moderna le confería una autoridad que empezaba a ser más poderosa que la verdad religiosa. La ciencia se erigía como fuente principal, si no única, del conocimiento y el saber humano, y hasta de la ver-dad. El juicio al matemático galileo galilei (1564-1642) refleja este dramático

6 Cf. K. armstronG, Los orígenes del fundamentalismo (en el judaísmo, el cristianis-mo y el Islam), Barcelona 2009, 100.

7 Cf. I. sotelo, «La persistencia de la religión en el mundo moderno», en R. Díaz-Salazar – S. giner – F. Velasco (eds.), Formas modernas de religión, Madrid 1994, 44.

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conflicto entre la ciencia y la Iglesia, en una disputa en la que, más allá de la posición de la tierra o del sol, lo que realmente estaba en cuestión era la auto-ridad de la Iglesia o la del método científico como fuente última de verdad. El triunfo del sistema copernicano, además de minar los fundamentos del orden cósmico tradicional, erosionaba la autoridad de la Escritura, provocando un grave conflicto en torno a la interpretación de la Biblia cuyo punto culminante llegaría, siglos más tarde, con la teoría evolucionista formulada por Charles Darwin.

En segundo lugar, el inicio en el orden filosófico de una corriente de pen-samiento que irá trasladando progresivamente la certeza del conocimiento y el criterio de verdad de Dios al hombre. Descartes inaugura un camino en el que la conciencia de la propia existencia se convierte en fundamento de todo el edificio del saber y de la vida humana. De ahí que, en el campo filosófico, ostente el título de iniciador de la Modernidad. Pese a que el filósofo francés no buscó construir su pensamiento en oposición a la religión, su búsqueda de una base racional del conocimiento entrañaba la semilla de una separa-ción radical entre el orden de la razón y el orden de la fe, que condujo a la emancipación definitiva de la filosofía respecto de la teología. El argumento de autoridad, dominante en el período medieval, fue sustituido progresiva-mente por el argumento de la razón clara y evidente. La autoridad de la Iglesia se vio entonces suplantada por la autoridad de una razón que reivindicaba su autonomía.

Entre tanto, en el orden político, el sistema monárquico-feudal de la Cris-tiandad daba paso al nacimiento de los Estados soberanos modernos y, con ellos, aparecía una concepción secularizada de la política y el Estado, que dejaban de recibir una fundamentación religiosa. El proceso de legitimación autónoma de los diversos órdenes sociales alcanzaba también al ámbito po-lítico. Y, al compás del nacimiento del nuevo Estado moderno, se ponían los fundamentos de un nuevo orden jurídico. El camino lo habían iniciado ya los juristas de Bolonia con su redescubrimiento del derecho romano, se-gún el cual el único derecho existente es el positivo cuyo origen y garantía reside en el Estado. Las bases para la progresiva secularización del derecho habían quedado sentadas. El antiguo derecho natural cristiano no iba a tardar en verse reemplazado por un derecho natural secular y filosófico. Al francés Jean Bodin (1530-1596), al alemán Johannes Althaus (1557-1638) y al holan-dés Hugo grocio (1583-1645) debemos sus primeras formulaciones teóricas, expuestas en una nueva doctrina de la soberanía que llevó a cabo, de manera decisiva, la segregación filosófica de la ley de sus bases religiosas, al tiempo que demandaba la neutralidad religiosa del Estado. grocio trasladó al derecho internacional lo que Bodin y Althaus habían aplicado a la estructura interna de los Estados. Formuló una teoría del derecho natural puramente secular, libre de la autoridad eclesiástica, un derecho de la razón en el que ésta servía

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como fundamento para la construcción de un derecho común por encima de las fronteras de la fe, que regulase las relaciones entre los Estados. Otra de las grandes contribuciones en este ámbito procede de la filosofía política de Thomas Hobbes (1588-1679) quien, frente a la teología jurídica eclesiástica, elaboró una filosofía política del Estado que contribuyó de forma decisiva a la secularización de la política. En el convulso siglo xvii europeo, en el que las guerras de religión atizaban el continente, Hobbes construyó su teoría según la cual el Estado es fuente de todos los derechos. Consciente de que la pluralidad de religiones y la pluralidad de cultos e Iglesias constituía uno de los principales problemas de su tiempo, fragua en su obra titulada Leviathan el modelo político del Estado absoluto, propugnando una doctrina de la so-beranía absoluta que se basta a sí misma y que hace del soberano el medio para eliminar las disensiones religiosas y la guerra civil. La Paz de Westfalia (1648), que puso fin a las guerras de religión, vino a sancionar ese cambio y a consolidar un nuevo orden geopolítico de Europa basado en el concepto de soberanía nacional, con el Estado-nación como eje estructurador de la vida política. Y, mientras la filosofía política y jurídica se desvinculaba de la teolo-gía, en el orden moral se proclamaba la autonomía de la moral respecto de la ley divina. La ética se constituía como un sistema autónomo, desvinculado de la metafísica.

1.1.2. El «factor protestante»: la contribución del protestantismo a la Modernidad

Junto a estos factores hay que mencionar la decisiva contribución de la Re-forma protestante al advenimiento de la Modernidad. El Protestantismo con-tribuyó al desarrollo del mundo moderno, aunque lo hizo en una dirección opuesta a la que seguía la tendencia iniciada en el Renacimiento que acabamos de exponer. Mientras ésta última operó por la vía de la eliminación de toda referencia supranatural o religiosa, buscando traducir la visión trascendente a proyectos inmanentes de transformación radical del mundo, tendencia que veremos agudizarse todavía más en la Ilustración, el Protestantismo lo llevó a cabo desde el camino opuesto, no secularizando el mundo, sino imbuyendo la esfera secular de significado trascendente.

Los reformadores del siglo xvi trataron de responder desde la fe a las nue-vas condiciones de ese mundo en transformación, alumbrando una nueva visión religiosa que reflejaba los cambios y afirmaba, entre contradicciones internas, la naciente Modernidad. El nuevo ethos de la Reforma reivindicaba autonomía y libertad en materia religiosa. En ese sentido, el Protestantismo suponía una rebelión de la conciencia individual contra la injerencia de la autoridad eclesiástica en materia de fe. Ahora el cristiano se encontraba ante Dios, libre de la mediación eclesial, contando exclusivamente con el apoyo de

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la Escritura. De ese modo, el individualismo religioso protestante contribuyó al nacimiento del individualismo moderno8. Por otro lado, al cuestionar el monopolio de la lectura e interpretación de la Biblia ejercido por el magisterio romano, y reclamar libertad para leer en interpretar la Biblia sin el control de la Iglesia, los reformadores contribuyeron al socavamiento de la autoridad de la Iglesia. En ese movimiento de autonomía religiosa, los reformadores nega-ron a la Iglesia su papel de mediación sacramental, cuestionando el derecho reivindicado por la Iglesia a afirmar sus poderes en una sociedad cristiana.

El pensamiento del reformador alemán Martín Lutero (1483-1546) impul-só el proceso de autonomía del Estado, contribuyendo de forma decisiva al advenimiento del Estado moderno. No en vano se ha dicho que el Estado necesitó del protestantismo para llegar a su plenitud. Al debilitar a la Iglesia, el luteranismo reforzó al Estado, dejando vía libre al desarrollo de la teoría de la soberanía absoluta del Estado. Favoreció su liberación de toda subordinación jurídica a la jerarquía, contribuyendo a la autonomía del Estado. El reformador de ginebra, Juan Calvino (1509-1564) contribuyó, por su parte, a configurar una nueva actitud del individuo ante el trabajo y la sociedad. Promovió la nueva ética laboral capitalista, al declarar el trabajo una vocación sagrada, sus-tituyendo la espiritualidad medieval de retiro del mundo por una ética civil del trabajo, fraguando una nueva concepción de la tarea del individuo dentro de la sociedad. Es bien conocida en ese sentido la tesis de Max Weber, desarrolla-da en su obra La ética protestante o el espíritu del capitalismo, que atribuye un papel decisivo a la ética calvinista en la configuración del capitalismo mo-derno, en un desarrollo en el que tiene mucho que ver la controvertida teoría calvinista de la doble predestinación9.

A todo ello habría todavía que sumar otros factores como el aumento de la población, la presencia de un horizonte universal motivado por el des-cubrimiento del Nuevo Mundo o el contacto con pueblos no cristianos. Las creencias y valores en que se apoyaba la sociedad antigua habían sufrido una fuerte sacudida. Cambió la visión del mundo y la imagen que tenía el hombre de sí mismo y de su propia mente. Con el advenimiento de la edad de la razón, se dejó de recurrir a la tradición y a la autoridad a favor de la experiencia. El argumento de autoridad que había prevalecido durante la Edad Media fue sus-tituido por el argumento de la razón. Consustancial a ese cambio fue la idea de sujeto moderno: la misma esencia del hombre cambiaba, en la medida en que se hacía «sujeto», constituyéndose en fundamento a todo lo demás. Asistimos, por tanto, en este período a lo que podemos definir como una revolución de la subjetividad humana a partir de un triple proceso de cambio que le aleja

8 Cf. E. vilanova, Historia de la teología cristiana, vol. III, Barcelona 1992, 49-53.9 M. WeBer, La ética protestante o el espíritu del capitalismo, Barcelona 1992. La obra

fue publicada por primera vez en 1901.

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progresivamente del ámbito de lo divino: cambio en el sujeto creyente, ex-presado en la interiorización y personalización de la fe; cambio del sujeto de conocimiento, que pasa de mero receptor a autor del conocimiento; y cambio del sujeto político que convierte al individuo en sujeto de derecho y le otorga capacidad de autodeterminación mediante el contrato social10.

1.1.3. La Ilustración europea y su impacto en el mundo religioso

El largo proceso que se había iniciado en el siglo xv con el Renacimiento, y había avanzado a través de la Reforma protestante del siglo xvi y el pensamien-to cartesiano del xvii, alcanzó su madurez con el advenimiento de Ilustración en el siglo xviii. La afirmación de la autonomía del hombre y de su razón se asoció en el siglo de las luces con la emancipación de la religión. En la nueva cosmovisión ilustrada la religión comenzó a ser percibida como un obstáculo para el progreso individual y social. Por ello, el hombre ilustrado ansía hacerse autónomo de la tutela de lo religioso, proclamando la mayoría de edad de la condición humana y la autonomía del yo y de la razón frente a la Iglesia y sus pretensiones. Ahora se aboga por un pensamiento crítico, independiente de la fe y, a menudo, opuesto a ella. El proyecto ilustrado se fragua, en ese sentido, a partir de una doble dinámica emancipatoria: emancipación de la razón res-pecto a la fe y del individuo respecto a la tradición11. Y de ese sujeto ilustrado que proclama la autonomía de la razón y afirma la centralidad de la subjetividad humana, se derivará una reordenación del mundo en torno al sujeto, su con-ciencia, dignidad y autonomía. El advenimiento del siglo de las luces trajo con-sigo un nuevo clima cultural, una nueva sensibilidad, marcada por los valores del cosmopolitismo, la libertad, el progreso o el secularismo. Y, junto con ellos, fueron emergiendo los ideales de democracia, tolerancia y derechos humanos universales como parte del complejo proceso modernizador que se estaba operando. El súbdito se convertía en ciudadano, que reivindicaba el acceso universal a la participación política y proclamaba la soberanía del pueblo. Asis-timos a una nueva concepción de la condición humana presidida por la idea de autonomía y el ideal de ciudadanía. En el ámbito político, con la Revolución francesa tiene lugar nacimiento de una nueva instancia: la «sociedad» que, teo-rizada por Rousseau y articulada en torno a la idea de pacto social, emprende la ruta de la autonomía de la sociedad civil respecto del Estado.

La Revolución alumbra igualmente una nueva sensibilidad sobre el tiempo, marcada por las categorías de «futuro» y de «progreso». El hombre ilustrado

10 Cf. J.M. mardones, «Democracia y religión en un mundo laico», en R. Mate – J.A. zamora (eds.), Nuevas teologías políticas (Pablo de Tarso en la construcción de Occiden-te), Madrid 2006, 213-214.

11 Cf. F. lenoir, La metamorfosis de Dios, o. c., 18-19.

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ya no dirige su mirada hacia el pasado, sino que se orienta hacia el futuro, mira hacia delante, reivindicando la autonomía del individuo respecto de la tradición. Se propugna una sociedad de hombres independientes, sin mitos ni religiones, sin pasado ni tradiciones, una sociedad del presente, completa-mente abierta hacia el futuro, al tiempo que se proclama el dogma del progre-so, que garantiza la salvación final de la humanidad por el libre desarrollo del conocimiento. Esta nueva visión caracterizada por un optimismo dinámico se vio fuertemente impulsada por la revolución industrial del siglo xix. Con los nuevos descubrimientos científicos, el progreso parecía tan asegurado que la sociedad se orientó inevitablemente hacia el futuro. La introducción de la racionalización y la tecnificación de la sociedad, generó una seguridad en un progreso incesante que dejó de mirar al pasado en busca de inspiración para orientarse hacia los grandes logros que se prometían en el futuro.

En el siglo xix, la ciencia moderna entró en una nueva fase que agravó todavía más el conflicto entre la ciencia y la fe cristiana. La teoría evolutiva del naturalista Charles Darwin (1809-1882) desató un conflicto similar al que siglos atrás protagonizara galileo. Si éste había puesto en cuestión la cosmo-logía bíblica, ahora eran los relatos de la creación los que se veían afectados, planteando un debate en torno al origen de los seres humanos que todavía hoy sigue vivo en algunos ámbitos del mundo anglosajón, fomentado por aquellos grupos fundamentalistas protestantes defensores del creacionismo bíblico. En el ámbito del pensamiento, la crítica antropológica humanista, abanderada por el filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872), denun-ciaba la idea de Dios como proyección y alienación de la propia naturaleza humana, haciendo del ateísmo condición necesaria de la emancipación hu-mana. El punto máximo de confrontación entre el pensamiento filosófico y la religión llegó con los llamados «maestros de la sospecha». El psicoanalista Sigmund Freud (1856-1939) socavaba los fundamentos psicológicos de la re-ligión judeo-cristiana, considerándola una suerte de neurosis obsesiva deriva-da de la represión de pulsiones instintivas prohibidas. Karl Marx (1818-1883) hacía lo propio con el ámbito socioeconómico, buscando desenmascarar una religión que, a su juicio, no conducía sino a anestesiar las conciencias y que denunció como una ideología evasiva. Friedrich Nietzsche (1844-1900), por su parte, proclamaba la muerte del Dios cristiano, al tiempo que anunciaba el nacimiento del superhombre. En el campo político, esa trayectoria que había recorrido el iusnaturalismo del siglo xvii y el racionalismo ilustrado del xviii, cristalizó en la proclamación de la soberanía de los pueblos recogida en las diversas constituciones y en la reivindicación de la dignidad y autonomía del ciudadano moderno.

El resultado final de este largo proceso de varios siglos ha sido una desacra-lización de la vida social y política, que ha ido acompañada de la consiguiente pérdida de influencia social y política de la religión. Las diferentes parcelas de

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la realidad –la política, la economía, el pensamiento, la cultura o la moral– se han hecho autónomas, independizándose de la tutela religiosa y configurán-dose sin referencia a la religión, dando lugar a un nuevo contexto caracteri-zado por una «autonomía de la intramundaneidad»12. La religión ha dejado de ocupar el centro institucional de la sociedad. Aquel mundo centrado en la religión, asentado en la tradición y la fe, que caracterizó el ethos medieval, ha dado paso a un mundo configurado por la ciencia y por una visión racional de la realidad, que ha desplazado a la religión hacia la periferia del sistema social, y le ha hecho perder sus funciones legitimadoras y estructuradoras de la vida social. El pensador francés Marcel gauchet ha popularizado la expre-sión «religión de la salida de la religión» para referirse a esa pérdida de terreno de la Iglesia en el mundo de la organización social y de la legitimación del entramado institucional y al creciente abandono de las funciones públicas que anteriormente desempeñaba13. Lo religioso parece mostrarse como algo cada vez más irrelevante desde el punto de vista social, siendo empujado a la periferia del sistema social. Este proceso de cambio de la situación de la religión se suele designar con el término secularización. El sociólogo Peter Berger nos ofrece una de sus definiciones más difundidas: «proceso por el que los sectores de la sociedad y de la cultura son sustraídos del dominio de las instituciones y los símbolos religiosos»14.

El impacto erosionador que sobre la religión tuvo la Modernidad europea forzó a las instituciones religiosas a entrar en un proceso de necesario y difícil reajuste, tal y como explica J. M. Mardones:

«Especialmente, la Iglesia Católica vivió este proceso de una manera dolorosa y penosa; se sintió despojada de algo que le pertenecía, y experimentó el desplazamiento hacia la periferia social como una pérdida y una descristia-nización de la sociedad. No es extraño que reaccionara oponiéndose a las corrientes impulsoras de la Modernidad»15.

La Iglesia mostró su rechazo y condenó una secularización que, en la Euro-pa de tradición cristiana, era sinónimo de descristianización. En un ambiente de hostilidad abierta hacia la religión, se opuso tenazmente a una Modernidad cuya génesis fue, paradójicamente, iluminada en gran medida a partir de ideas y conceptos religiosos procedentes de la tradición judeocristiana.

12 Cf. M. fernándeZ del riesGo, La ambigüedad social de la religión, o. c., 281.13 M. GaUcHet, El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión,

Madrid 2005.14 P. BerGer, Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona 1974, 154.15 J.M. mardones, La transformación de la religión, o. c., 23.

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1.1.4. Las raíces cristianas de la Modernidad

El gran pensador francés Jacques Maritain catalogó en una de sus obras a la Revolución francesa de «explosión de idealismo cristiano laicizado» y afirmó que la civilización que surgió de ella era, pese a desconocerlo ampliamente, cristiana en aquellos principios a los que debía su existencia16. En fechas más recientes, la socióloga Danièle Hevieu-Léger se ha referido a lo que ha denominado «la paradoja religiosa de las sociedades seculares», apuntando a que es del propio terreno religioso del que éstas han tomado las representaciones del mundo, del hombre y de la historia y los principios de acción que les han permitido llegar a ser lo que son17. Ambos autores reflejan una visión ampliamente compartida que advierte que la relación que media entre el cristianismo y la Modernidad es más profunda de lo que permiten atisbar los conflictos y desencuentros históricos que se han sucedido entre ambas realidades: la secularización moderna surgió a partir de una tradición marcada por el cristianismo, y en él encontró algunas de las condiciones intelectuales de su desarrollo. El jesuita Paul Valadier lo ha expresado en los siguientes términos: «Podemos afirmar que el cristianismo no es ajeno en modo alguno a una Modernidad a la que aportó algunas de sus bases espirituales e intelectuales y cuya paternidad plena y única, sin embargo, no posee»18. Valadier se refiere a una paternidad compartida con el pensamiento griego, cuya contribución fue esencial, y recuerda que fue la fecundación recí-proca de la fe cristiana con la razón griega lo que dio origen a la racionalidad moderna. Por ello, sin atribuirle al cristianismo la exclusividad de la paternidad de la sociedad moderna, y sin negar la importancia de la tradición ilustrada mo-derna, resulta legítimo hablar de las raíces cristianas del humanismo europeo y reconocer que buena parte del legado cultural y político europeo proviene de su diálogo y convivencia con el cristianismo.

Muchos de los ideales de la Modernidad ilustrada y de los valores éticos que hoy forman parten del patrimonio de la humanidad fueron introducidos por el cristianismo y en ellos puede reconocerse una clara inspiración y raíz cristiana. De esa matriz religiosa provienen la idea moderna de progreso, o valores democráticos como la dignidad humana o ese universalismo igualita-rio que el filósofo alemán Jürgen Habermas reconoce como herencia directa de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor19.La revolución moderna, que operó en gran medida mediante una transposición al orden

16 Cf. J. maritain, Cristianismo y democracia, Buenos Aires 1961, 25-26.17 Cf. D. HevieU-léGer, «La religion des Européens: modernité, religion, sécularisation»

en g. Davie – D. Hervieu-Léger (eds.), Identités religieuses en Europe, París 1996, 15-19.18 P. valadier, La Iglesia en proceso (Catolicismo y sociedad moderna), Madrid 1990,

121-122.19 Cf. J. HaBermas, Israel o Atenas: ensayos sobre religión, teología y racionalidad,

Madrid 2001, 185.

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profano de ideas religiosas tuvo, según expresión del profesor Fernández del Riesgo, mucho de «cristianismo laicizado», en un proceso en el que conceptos teológicos secularizados fueron repensados en un nuevo contexto20.

Algo similar cabe afirmar del ámbito político en el que el propio factor religioso posibilitó, paradójicamente, la secularización. Desde que en su obra Teología Política publicada en 1922, Carl Smith postulara que los conceptos fundamentales de la moderna teoría del Estado son, en realidad, conceptos teológicos secularizados, la afirmación de las raíces religiosas de la seculariza-ción política ha sido una tesis recurrente. Defendida por autores diversos, no le han faltado detractores que, como Hans Blumenberg, argumentan a favor de la novedad y originalidad del discurso político moderno21. En cualquier caso, hay que reconocer que el cristianismo, en cuanto portador de una con-cepción de la política que desacraliza el poder y el Estado y marca la diferencia entre el orden político y el orden religioso, entre lo que corresponde a Dios y lo que corresponde al César, crea un poderoso germen de secularización permitiendo, sin menosprecio de las otras fuentes del espíritu democrático moderno, hablar de raíces cristianas de la democracia22.

De todo lo dicho cabe extraer dos conclusiones: la primera, que la laicidad que caracteriza a la sociedad postsecular es tanto una secularización o eman-cipación respecto a la religión cuanto una forma secularizada de la religión23; la segunda postula la compatibilidad entre la fe cristiana y una autonomía ilus-trada bien entendida y sostiene que el reconocimiento de las raíces culturales y religiosas de la identidad europea no es incompatible con el reconocimiento del carácter laico de los ordenamientos constitucionales modernos24.

1.2. ¿Fin de la religión o retorno de lo sagrado?: la teoría de la seculariza-ción a examen

A mediados del siglo xx, la mayoría de expertos y analistas asumían que la secularización era una tendencia irreversible y que la fe jamás volvería a desempeñar un papel relevante en la historia mundial. Parecía que los tiem-

20 Cf. M. fernándeZ del riesGo, ¿Secularismo o secularidad?, o. c., 98.21 H. BlUmenBerG, The Legitimacy of the Modern Age, Cambridge 1985. Blumenberg de-

fiende que en el paso del mundo cristiano-medieval al mundo moderno no estamos ante una trasposición de verdades teológicas a moldes laicos, sino ante la sustitución de una cultura, con sus preguntas y respuestas, por otra. La cultura moderna no sería heredera de la religión sino de una tradición secular que se reveló ya en el enfrentamiento al mito gnóstico.

22 Cf. R. díaZ-salaZar, Democracia laica y religión pública, o. c. 16.23 Cf. R. mate, «La religión en una sociedad postsecular» en R. Díaz-Salazar et al., Reli-

gión y laicismo hoy, Madrid 2010, 108.24 Cf. M. fernándeZ del riesGo, ¿Secularismo o secularidad?, o. c., 99-100.

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pos de la relevancia social de la religión habían quedado atrás. La religión se privatizaba, abandonando el ámbito público y se hacía invisible, según pos-tulaba el sociólogo T. Luckmann en su conocida obra La religión invisible25. En este diagnóstico coincidían tanto los que se alegraban ante ese debilita-miento del influjo social y político de la religión como los que lamentaban su pérdida. Los sociólogos, con Max Weber a la cabeza, definieron entonces la trayectoria en la cual la religión desaparecía del foro público y pasaba a ser un asunto privado. La mayor parte de autores que estudiaron el proceso de secularización predecían un declive progresivo de las creencias y prácticas religiosas. La religión iría disminuyendo su importancia hasta desaparecer o quedar recluida al ámbito meramente privado. En otras palabras, la mo-dernización marcaría el fin de la religión en cuanto tal. Europa fue entonces considerada como la vanguardia en el decrecimiento y eventual desaparición de la religión, en un imparable proceso que no tardaría en alcanzar a otras regiones del mundo.

1.2.1. La «des-secularización» del mundo

Esta hipótesis de la secularización mantuvo su vigencia durante la ma-yor parte del siglo xx. A mediados de siglo, la secularización parecía ma-nifestarse como una tendencia irreversible, evidenciando que la fe jamás volvería a jugar un papel relevante en la historia mundial. Sin embargo, en el último tercio de dicho siglo, un gran número de sociólogos comenza-ron a cuestionar este pronóstico y a revisar sus predicciones. El cambio de perspectiva se debía, en gran medida, a que en la década de los ochenta comenzó a percibirse un resurgimiento del sentimiento religioso en muchas partes del mundo: desde la eclosión de los fundamentalismos religiosos, hasta el florecimiento de nuevos movimientos religiosos y sectas de nuevo cuño, pasando por el atractivo e implantación del budismo en Occidente, el renovado interés por la mística, la proliferación de creencias esotéricas o el espectacular crecimiento del Pentecostalismo protestante, todo parecía hablar de lo que el Peter Berger describió como «un mundo burbujeante de pasiones religiosas»26. Esta pervivencia de lo religioso cuestionaba la pers-pectiva clásica de las relaciones entre Modernidad y religión. Ante lo que consideraban una nueva evidencia sociológica, aquellos que habían defendi-do con ahínco la progresiva secularización de las sociedades, comenzaron a retractarse de sus afirmaciones, llegando a sostener que el mundo se estaba «des-secularizando». El sociólogo norteamericano Daniel Bell fue el primero,

25 T. lUcKmann, La religión invisible, Salamanca 1973.26 P. BerGer, Una gloria lejana (la búsqueda de fe en época de incredulidad), Barce-

lona 1994, 45-47.

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al referirse a lo que denominó un «retorno de lo sagrado»27. Peter Berger proclamó una «des-secularización» del mundo, mientras autores como Mar-tin E. Marty, Scout Appleby o gilles Kepel alertaban de un resurgir global del fundamentalismo religioso que etiquetaban como una «revancha de Dios»28. El español José Casanova, por su parte, constataba una «des-privatización» de la religión y se inclinaba a favor de una creciente significación política de lo religioso que, lejos de extinguirse, recuperaba nuevos bríos29.

La obra de Berger La desecularización del mundo, representativa de este giro, ofrece las claves del actual cuestionamiento a la tradicional tesis de la secu-larización. Este sociólogo de la religión, que antaño mantuvo y difundió la teoría de la secularización, cuestiona hoy fuertemente que la Modernidad y el declive de la religión sean fenómenos inseparables, desterrando la creencia de que la secularización es intrínseca al proceso de modernización. Ante el actual panora-ma de abigarrada religiosidad, rechaza como falsa la clásica ecuación que equi-para Modernidad a secularización. La Modernidad no conduce necesariamente a la decadencia de la religión. A lo que sí lleva, más o menos necesariamente, es al pluralismo religioso. La tesis de la secularización valdría exclusivamente para explicar dos excepciones: una excepción geográfica, la de Europa central y occidental, lugares en los que sí se ha producido el descenso de las creencias y las prácticas religiosas; y otra excepción sociológica, la del denominado «club de la cultura universitaria» de carácter elitista y transnacional, intelectuales que circulan por las facultades de ciencias sociales y humanas, personas con un estilo de vida occidental y un nivel elevado de formación, que viven una suerte de «europeización a distancia». Fuera de estos ámbitos lo que reina es la exube-rancia religiosa, pues nuestro mundo es hoy más religioso que nunca. La secu-larización sería pues una tesis válida sólo para la Europa continental o regiones con una fuerte influencia europea, como quebec, Uruguay o Nueva zelanda. Pero casos como el norteamericano, coreano o japonés, en los que constata-mos cómo algunas de las sociedades más modernas del mundo coinciden en ser fuertemente religiosas, no parecen explicarse adecuadamente desde dicha teoría. Europa debe, por lo tanto, dejar de ser considerada como el paradigma de lo que, tarde o temprano, acabará por suceder en otras regiones del mundo, para pasar a ser considerada como una excepción en materia religiosa. El hecho de que la secularización no constituya un fenómeno universal sino predominan-temente europeo ha llevado a acuñar el término «eurosecularidad»30.

27 D. Bell, «The return of the Sacred? The Argument on the Future of Religion»: British Journal of Sociology 4 (1977) 419-449.

28 g. KePel, La revancha de Dios, Madrid 1991; m. e. marty – r. s. aPPleBy (eds.), The Fundamentalism Project, 5 vols., Chicago 1991-1995.

29 J. casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, Madrid 2000.30 Cf. P. BerGer, «globalización y religión»: Iglesia Viva 218 (2004) 63-72.

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En su obra La religión pública en el mundo moderno, el sociólogo espa-ñol José Casanova explora la naturaleza de la secularización y su aplicación a la realidad europea. Considera que parte de la confusión sobre los análisis y predicciones tiene que ver con el concepto mismo de «secularización»: «El acuerdo era tan unánime –afirma– que la teoría no sólo quedó incontestada, sino que aparentemente no era ni siquiera necesario demostrarla (…). La mis-ma teoría nunca fue examinada con rigor, ni tampoco fue formulada de forma explícita o sistemática»31. Por ello considera necesario partir de una clarifica-ción conceptual que le lleva a distinguir tres componentes de la teoría de la secularización: en primer lugar, una diferenciación de esferas y la consiguiente emancipación de las esferas seculares respecto de las instituciones y normas religiosas; en segundo lugar, un declive general de las creencias y prácticas religiosas; y, por último, una privatización de la religión, entendida en un doble sentido: como subjetivización de la religión en el ámbito individual, y como despolitización de la misma en el ámbito público32. El hecho de que en Europa estos tres procesos se dieron interrelacionados llevó erróneamente a pensar que estaban inherentemente relacionados, como si uno implicara ne-cesariamente los otros dos. Pero la realidad ha mostrado que la emancipación del ámbito de lo secular no va necesariamente acompañada de una despoliti-zación de la religión o de una disminución de creencias y prácticas religiosas. Hay, por tanto, que diferenciar los procesos históricos de secularización, de las consecuencias sobre la religión que se le suponen (privatización y declive de creencias) porque, siendo válida la tesis que afirma la autonomía de esfe-ras, falla en su pronóstico acerca del futuro de la religión.

1.2.2. Europa versus Estados Unidos: la Ilustración en perspectiva comparada

El análisis de Peter Berger nos sumerge de lleno en uno de los desvelos de la sociología contemporánea de la religión: el tratar de comprender y explicar las diferencias entre el ámbito geográfico europeo y el norteameri-cano en lo relativo a la relación entre Modernidad y religión33. En realidad,

31 . J. casanova, Religiones públicas en el mundo moderno, o. c., 33.32 Cf. Ibid., 111. Por su parte, L. gonzález-Carvajal recoge los siguientes significados

asignados al término «secularización»: secularización como sinónimo de eclipse de lo sa-grado; secularización como sinónimo de autonomía de lo profano; secularización como sinónimo de privatización de la religión; secularización como sinónimo de retroceso de las creencias y prácticas religiosas; y secularización como mundanización de las Iglesias mismas. Cf. L. GonZáleZ-carvajal, Cristianismo y secularización, Santander 2003, 11-12.

33 Sirva, a modo de ejemplo, la siguiente obra: P. BerGer – G. davie – e. foKas, Religious America, secular Europe?, Farnham 2008.

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la cuestión no es nueva. Ya una de las cosas que llamó más poderosamente la atención al agudo pensador francés decimonónico Alexis de Tocqueville a su llegada a tierras americanas fue su extraordinaria vitalidad religiosa: «A mi llegada a Estados Unidos –escribía en 1831– fue el aspecto religioso del país lo que me sorprendió en primer lugar. Entre nosotros había visto al espíritu religioso y al espíritu de la libertad marchar casi siempre en sentido contrario. Aquí los encontré íntimamente unidos: reinaban juntos en un mismo terreno». Contrariamente a lo que sucedía en su Francia natal, en Estados Unidos democracia y religión parecían ir de la mano en lugar de enfrentarse. La manifiesta diferencia en la consideración y presencia pública de la religión que hoy constatamos a uno y otro lado del Atlántico no es, por tanto, algo novedoso. Se remonta a los orígenes de la nación americana y al peculiar modo en que ésta incorporó los principios ilustrados. Porque en el Nuevo Mundo, el pensamiento ilustrado discurrió por una senda distinta de la europea34. A diferencia de la Ilustración francesa, marcada por un pro-fundo sesgo anticlerical, los pensadores y políticos americanos no fueron ni anticlericales ni anticristianos. En ellos, la razón no se desarrolló a expensas de las creencias religiosas. Más bien al contrario, pues mientras en Francia la religión fue considerada un obstáculo para la realización de una modernidad política, los ilustrados del Nuevo Mundo vieron en la religión un vehículo para la expansión de sus ideas. La diversidad de organizaciones religiosas se concibió como una expresión de la libertad política. La autonomía religiosa se convirtió en modelo de la ciudadanía política porque, a diferencia de Francia, en el modelo americano un buen gobierno no implicaba un estado unificado sino una pluralidad de intereses, opiniones y poderes en mutuo equilibrio atribuyendo, en ese sentido, una función política a la religión en el mantenimiento de la democracia americana. Estados Unidos alumbró, de ese modo, un modelo alternativo de democracia que, desde una estric-ta separación entre la Iglesia y el Estado, posibilitaba una amplia presen-cia pública de lo religioso, no desde la confesionalidad del Estado sino en esa otra forma que el sociólogo Robert Bellah definió como «religión civil americana»35, configurando un nuevo ethos religioso que, paradójicamente, hizo del nuevo estado laico una nación apasionadamente cristiana. Sydney E. Mead retrató este fenómeno describiendo Estados Unidos como «una

34 Las diferencias entre la Ilustración francesa y la americana han sido estudiadas en profundidad por g. Himmelfarb en su obra The Roads to Modernity: The Brithish, French and American Enlightenments (Nueva York 2004).

35 R. BellaH, «Civil Religion in America», en R. Richey – D. Jones (eds.), American Civil Religion, New York 1974, 21-44. El texto de Bellah apareció publicado por primera vez en 1967 en la revista Daedalus.

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nación con alma de Iglesia»36. De modo que en el modelo americano, la secularización y la modernización no conllevaron aparejado el declive de la religión. Al contrario, en el ámbito estadounidense, procesos de moderniza-ción y cambios sociales han ido frecuentemente acompañados de procesos de crecimiento y revitalización religiosa.

Estamos, por tanto, ante dos procesos socio-culturales de modernización diferentes: el de la Europa continental, marcado por una tradición ilustrada francesa de tono crítico con la religión; y el sajón-americano que se ha desa-rrollado sin esa connotación anti-religiosa. Y mientras el caso europeo ha en-contrado una explicación plausible desde el modelo de la secularización, para el caso americano se postula, como la mejor teoría explicativa, un paradigma alternativo que relaciona vitalidad religiosa con libres mercados religiosos. En él se recurre a teorías de corte económico (suply-side, rational choice) que argumentan que cuanto más libre, desregulado y competitivo sea el mercado, mayor crecimiento religioso, según el principio económico que sostiene que, a mayor oferta, mayor nivel de consumo.

Podemos concluir nuestro análisis afirmando que hoy nos encontramos con la persistencia de una religiosidad que pone en tela de juicio el pronósti-co ilustrado de su pronta desaparición y obliga a revisar las hipótesis clásicas concernientes a una inevitable secularización de las sociedades modernas. Frente a aquellos que apuntaban a la religión como un sarpullido pasajero de la humanidad, lo que hoy constatamos es una persistencia del fenómeno re-ligioso. Ahora bien, una vez afirmada esa pervivencia, ¿cómo debe articularse la presencia religiosa en el marco de las sociedades democráticas contempo-ráneas? Sin duda, una de las cuestiones todavía no resueltas de la Modernidad se refiere a la articulación de la presencia pública y política de la religión y de las instituciones eclesiales en las sociedades seculares contemporáneas.

1.3. La presencia pública y política de la religión: claves del debate actual

El actual contexto de cambio en el que estamos inmersos reclama un aná-lisis de la relación de Occidente con su identidad religiosa y nos sitúa ante la necesidad de repensar la relación entre política y religión. Hoy no son pocas las voces que, desde motivaciones e intenciones muy diversas, ven necesaria una reconfiguración de la relación entre lo político y lo religioso. En realidad, la cuestión no es nueva. Nos encontramos ante una vieja pregunta, que reci-bió una de sus primeras formulaciones de boca de aquel cristiano del siglo iii llamado Tertuliano, con su desafiante interpelación: «¿qué tiene que decir

36 S. mead, «The “Nation with the Soul of a Church”», en R. Richey – D. Jones (eds.), American Civil Religion, o.c., 45-75.

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Jerusalén a Atenas?». La polis griega, el centro de la cultura y de la vida política, ¿debe esperar algo de ese corazón de la fe bíblica que es Jerusalén? A este di-fícil interrogante trataba de responder Tertuliano. Casi veinte siglos después, la pregunta resuena de nuevo bajo otros parámetros: ¿qué tiene que decir y aportar la religión a las sociedades democráticas, seculares y plurales de hoy?37. El debate en torno a esta cuestión se ha visto reactivado recientemente. Las disputas sobre el uso de los símbolos religiosos en espacios e instituciones públicas, enturbiada con la problemática relativa al Islam, la presencia de car-gos públicos en celebraciones religiosas o controversias como las suscitadas en torno a los modelos de integración ante el creciente pluralismo cultural y religioso, son buena muestra de ello y nos sumerge de lleno en un debate que ha interesado igualmente a intelectuales, teólogos y políticos. En él subyacen dos problemáticas que, aunque íntimamente relacionadas, conviene analizar por separado: la primera, relativa a la laicidad del Estado; y, la segunda, refe-rida a la presencia pública de la religión.

1.3.1. La laicidad del Estado

Afrontar la cuestión de la laicidad del Estado implica adentrarnos en la compleja problemática de la relación entre las instituciones religiosas y los Estados que, en el Occidente cristiano, ha recibido diversas formulaciones a lo largo de la historia: desde el denominado «agustinismo político» al cesaro-papismo, pasando por el galicanismo, las monarquías de derecho divino, la teocracia pontificia o los conflictos medievales entre el Imperio y el papado. Religión y política se han interferido y aliado según las épocas. De ello da bue-na cuenta la historia política de Occidente, plagada de episodios en los que la autoridad religiosa se ha inmiscuido en el ámbito de la autoridad política o la autoridad política ha buscado reforzar su legitimación acudiendo a instancias religiosas. Esa tensión clásica que atraviesa la historia de las relaciones entre el orden religioso y el orden político se expresa en nuestros días en la conflictiva relación existente entre la fe cristiana y la democracia. En el trasfondo de la confrontación se encuentran cuestiones como la libertad religiosa, el concep-to que se tiene de ese derecho y su regulación jurídica, o la valoración que se otorga al fenómeno religioso en la sociedad.

Hemos visto cómo con la Modernidad se produce un cambio de situación y perspectiva por parte de lo político en relación a la religión. Los Estados europeos reclamaron su soberanía y, con ello, su laicidad. La diferenciación entre los órdenes religioso, moral y político-jurídico se alza como un principio esencial en la creación del Estado moderno y la separación Iglesia-Estado y el

37 Cf. J. martíneZ, Ciudadanía, migraciones, religión, Madrid 2007, 391-392.

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refuerzo de la autonomía de la política se postulan como elementos centrales de la construcción del orden democrático moderno. El término «laicidad» vino a expresar esa nueva configuración política emancipada del mundo religioso, de estricta separación entre lo político y lo religioso. Francia se convirtió en paradigma de una laicité que encontró su mejor cristalización jurídica en la Ley de 1905, y que las demás naciones europeas fueron incorporando pro-gresivamente.

En el ámbito eclesial pronto comenzó a distingue entre «laicidad» y «laicis-mo» para expresar las diversas formas de consideración y regulación de lo re-ligioso en este nuevo marco político38. Mientras «laicismo» se empleó para de-signar a la ideología hostil frente al hecho religioso, «laicidad» designó aquella concepción que, considerando irrenunciable la independencia entre el Estado y la Iglesia, valora positivamente el hecho religioso y considera beneficiosa la colaboración entre ambas instancias, según ha descrito L. gonzález-Carvajal:

«Estado “laico” se opone simplemente a Estado “confesional”; es un Estado que no se vincula con-ni protege de manera especial a– ninguna religión particular; lo cual no es incompatible con una valoración positiva del hecho religioso, apoyando –a veces incluso económicamente– la labor que llevan a cabo las distintas confesiones por el servicio que prestan al bien común, igual que hace con el deporte o la cultura»39.

Dado que en el ámbito sociológico y político no rige esta distinción, se le suelen añadir calificativos al término, y así se habla de una laicidad o laicismo «de combate», «excluyente» o «indiferente», o bien de una laici-dad o laicismo «positivo» o «inclusivo». Es, en este sentido, paradigmático el caso francés. Revisando su tradicional postura, aunque sin renunciar a sus presupuestos fundamentales, el entonces presidente Nicolás Sarkozy se pronunció sobre la necesidad de construir una «laicidad positiva»; y el reciente Informe Stasi se ha referido al paso de un «laicismo de combate» a un «laicismo tranquilo»40.

Hoy nos encontramos ante el reto de encontrar un modelo de laicismo y una forma de religión y de presencia pública de lo religioso que sean compati-bles. La cuestión no resulta fácil. No podemos olvidar que la independencia del Estado soberano respecto de la Iglesia se hizo en un clima de fuerte confron-

38 Cf. L. GonZáleZ-carvajal, «Laicismo y laicidad» en E. Estévez – F. Millán (eds.), Soli Deo Gloria, Madrid 2006, 217-232.

39 Ibid., 222.40 Cf. N. sarKoZy, La República, las religiones, la esperanza, Madrid 2006, 24; B. stas-

si, «Informe para el Presidente de la República. Comisión de reflexión sobre la aplicación del Laicismo en la República» en P. de Blas (coord.), Laicidad, educación y democracia, Madrid 2005, 183-240.

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tación. Durante algo más de un siglo las fuerzas directrices de las democracias modernas renegaron del Evangelio y el cristianismo en nombre de la libertad humana, mientras las fuerzas directrices de las capas sociales católicas com-batían las aspiraciones democráticas en nombre de la religión41. El Concilio Vaticano II (1962-1965) realizó, en ese sentido, una importante contribución, sentando las bases que permitían superar los conflictos históricos del pasado y abriendo la vía para un replanteamiento de las relaciones entre la Iglesia y los Estados Modernos. En él la Iglesia proclamó el principio de la libertad religio-sa, defendió una teonomía compatible con la autonomía humana y aceptó una secularidad legitimable en términos cristianos. Sin emplear el término «secula-rización», reconoció la «justa autonomía de las realidades terrenas» (Gaudium et spes 36), no como una forma de hacer concesiones, sino proclamando que el origen de esta autonomía se encuentra en «la creación», en virtud de la cual «todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propia y de un propio orden regulado». Esta nueva comprensión del mundo en clave de «justa autonomía» buscaba superar las afirmaciones presentes en la historia de la Iglesia sobre la potestad del poder espiritual sobre el temporal, ya fuera de forma directa (siglos xii-xiv) o indirecta (hasta comienzos del siglo xx). Se abría con ello una vía de acercamiento y avance en la relación entre política y religión. Sobre esta base se apunta hacia una sana laicidad alejada tanto del confesionalismo como de un laicismo que no reconoce dimensión religiosa en la vida humana y rechaza la organización social de la religión, y se aboga por una auténtica laicidad que, respetando la autonomía de los diversos ór-denes sociales, sea capaz de reconocer la realidad del hecho religioso en las sociedades plurales.

1.3.2. La presencia pública de la religión

Sin duda, una de las cuestiones debatidas hoy, tanto en ámbitos religiosos como en el marco de la filosofía política, es la relativa a la incorporación de la religión al espacio de la democracia moderna. Lejos de resolverse, la pregunta por la compatibilidad entre los valores religiosos y los valores democráticos si-gue todavía abierta para muchos: ¿son compatibles la democracia laica y la reli-gión pública?, ¿puede contribuir la religión al consenso público y enriquecer la vida pública en el marco de una sociedad pluralista?, ¿o acaso la laicidad de la democracia y del Estado reclama la privatización de la religión y su expulsión de la vida pública, tal y como ha venido propugnando el liberalismo político? Estamos ante la difícil problemática de la dimensión pública de la religión, cu-yo análisis suele plantearse a partir de la obra de dos grandes personalidades

41 g. Pietri, El catolicismo desafiado por la democracia, Santander 1999, 25-26.

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del pensamiento político contemporáneo: el filósofo norteamericano John Rawls y el alemán Jürgen Habermas.

El liberalismo político, que alcanzó una de sus formulaciones más acabadas en la obra Liberalismo político publicada en 1993 por John Rawls (1921-2002), se ha venido mostrando partidario de la privatización de lo religioso, consi-derando que el discurso político no debe argumentar a partir de «razones particulares», como son las religiosas, sino a partir de la «razón pública»42. Esta visión resuena como trasfondo de la extendida opinión que sostiene que en los debates públicos de una democracia sólo caben razones y argumentos seculares, y considera la participación de la religión en los debates éticos y del bien común como un desafío a la laicidad de la democracia y del Estado.

Dos presupuestos de esta teoría se muestran especialmente problemáticos. En primer lugar, esa visión privatizadora de la religión postulada por el libera-lismo, que busca hacer de la fe un asunto privado circunscribiendo la religión a la conciencia del individuo. Frente a ella, hay que recordar que lo religioso trasciende el ámbito de lo meramente personal. Porque, aunque enraíce en la vida íntima del ser humano, no es algo puramente intimista, recluido exclusiva-mente al mundo de las emociones y los sentimientos. Las grandes religiones no son doctrinas abstractas para el alma en soledad, sino proyectos de convivencia humana que implican exigencias de transformación social43. En ese sentido, la religión es un hecho social público, con indudables efectos en la vida cotidiana, en las referencias éticas, e incluso en el comportamiento político. Y ello teniendo en cuenta que, como advierte el sociólogo R. Díaz-Salazar, afirmar que la religión es una cuestión pública no equivale a defender la tesis de que la religión debe estructurar el orden político, sociocultural y moral de toda la sociedad, pero sí implica evitar una privacidad extrema que anula la dimensión social de la fe44.

En segundo lugar, se cuestiona la fuerte tendencia del liberalismo político de llevar a cabo un reduccionismo de lo público al Estado, que impide recono-cer a las religiones como una realidad constitutiva de la sociedad civil. La «ra-zón pública» no debe quedar reducida a la «razón política», porque la sociedad es más que el Estado, dado que éste no agota toda la vida y manifestaciones públicas de la comunidad. Frente a la visión liberal en la que la razón política absorbe la razón pública, se aboga por mantener la diferenciación de los tres

42 Un análisis más detenido exigiría mayor atención a la evolución que se observa en el pensamiento de Rawls en este punto entre su obra Teoría de la justicia (1971) y Libe-ralismo político (1993).

43 Cf. J. martíneZ, Ciudadanía, migraciones y religión, o. c., 440. Para una visión crí-tica de este aspecto del liberalismo político, véase: J. martíneZ, «La religión en la vida pú-blica: debate con el liberalismo político contemporáneo»: Estudios Eclesiásticos 70 (1999) 35-72; id., Religión en público. Debate con los liberales, Madrid 2012.

44 Cf. R. díaZ-salaZar, Democracia laica y religión pública, o. c., 19.

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niveles de «lo público»: el Estado, la sociedad política y la sociedad civil45. En ese marco, y sin pretender confesionalizar el Estado ni convertir a la religión en actor político partidista, es legítimo reivindicar un ámbito de participación en ese tercer nivel de la sociedad civil, porque la neutralidad del Estado demo-crático no debe significar la anulación de planteamientos religiosos del debate público46. Ello posibilita, además, la contribución de las religiones a las bases éticas que fundan la convivencia democrática, como ha puesto de relieve el filósofo español Reyes Mate:

«El lugar de la religión es la sociedad o lo pre-político, y en esto el progra-ma de la laicidad tampoco es negociable. Pero la religión o las tradiciones no se agotan en proporcionar identidad al individuo concreto, sino que pueden tener la función de alimentar valores colectivos o virtudes po-líticas que refuercen el papel político del Estado. Hay virtudes privadas de origen religioso que pueden convertirse en futuros valores públicos: compasión, perdón, reconciliación, proximidad; y hay viejos valores re-publicanos, como la fraternidad, la igualdad o la libertad, que necesitan ser cultivados en terrenos pre-políticos para que no se agosten en la cir-culación política»47.

Una de las voces más autorizadas que se han pronunciado en ese sentido ha sido la del filósofo alemán Jürgen Habermas (1929-). Habermas aboga por la pertinencia de que, en el marco de las sociedades postseculares, la democracia preste oído a los discursos religiosos. A su juicio, el intento de privatización de las creencias religiosas por parte del Estado carece de legitimidad en un Estado democrático liberal. Ante la pregunta por el papel que les está permitido desempeñar a las tradiciones religiosas en la socie-dad civil y en la esfera política pública, Habermas se muestra partidario de rescatar las posibilidades éticas de la religión. Insiste en la necesidad actual de un diálogo entre creyentes y no creyentes que ayude a profundizar en los presupuestos de la convivencia democrática y a superar los enfrenta-mientos desestabilizadores entre las imágenes naturalistas del mundo y el protagonismo proclive al fundamentalismo de las ortodoxias religiosas. En ese sentido, Habermas invita a «entender el proceso de secularización cul-

45 Existen tres posibles formas de presencia pública de la religión: puede, en primer lugar, darse una presencia pública en el nivel del Estado, como ocurre en algunos países islámicos; en segundo lugar, puede haber presencia pública en el nivel de la política de los partidos, al modo de los partidos demócrata-cristianos; por último, cabe una presencia pública de la religión en la sociedad civil. Cf. L. GonZáleZ-carvajal, Cristianismo y seculari-zación, o. c., 81-84.

46 Cf. J. martíneZ, Ciudadanía, migraciones y religión, o. c., 451.47 R. mate, «Religión o laicidad» en P. de Blas (coord.), Laicidad, educación y demo-

cracia, o. c., 36.

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tural y social como un doble proceso de aprendizaje, que fuerce tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las enseñanzas religiosas a una reflexión sobre sus respectivos límites»48.

2. el nUevo interés Por lo reliGioso: el re-encantamiento del mUndo

Hemos dejado ya apuntado en el apartado anterior el retorno de lo reli-gioso en las sociedades seculares e industriales. Pero esta vuelta de la que venimos hablando no sigue necesariamente los mismos caminos que siguió antes de la Ilustración ni, como por otra parte era de esperar, responde a los mismos patrones. Los hombres y mujeres del siglo xxi transitan hoy por nuevos caminos espirituales. El reflujo moderno de la religión ha revelado un paisaje de enorme complejidad, en el que pueden vislumbrarse dos cla-ras tendencias: por un lado encontramos una forma de religiosidad difusa, exenta de dogmas, implícita e invisible, que trataremos de analizar en este apartado; en el otro extremo, nos topamos con lo que Scott Appleby ha catalogado como «religión fuerte» (strong religion), que ha mostrado sus expresiones más extremas en el fundamentalismo religioso y en una forma de vivencia religiosa vinculado al sectarismo, y cuyo análisis abordaremos en el apartado siguiente. Nos preguntamos ahora por esa primera forma de religiosidad, tratando de indagar cómo y a partir de qué características y nuevos valores se ha producido esa reconfiguración de lo religioso que apunta hacia una religiosidad «débil».

2.1. ¿Religiosidad fuera de las religiones?: el desplazamiento y los límites de lo religioso

Comencemos evocando una cita de José Luis Aranguren descriptiva del panorama religioso actual:

«Nuestra época es evidentemente de disminución en la pertenencia a las reli-giones establecidas y, a la vez, de surgimiento, por doquier, de nuevas formas de experiencia religiosa, simplemente independientes de la ortodoxia recibida, aunque sin romper con ella, totalmente alejadas otras de la institucionalización, erráticas algunas; «supersticiosas», como antes se decía, no pocas. Y hasta cabe hablar de formas tecnológicas, cosmonáuticas, interespaciales de “religión” (…)

48 J. HaBermas – j. ratZinGer, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Madrid 2006, 26. A este respecto véase el importante discurso de Benedicto xVI: «Discurso en su visita al Parlamento Federal Alemán» en Id., Discursos en Berlín, Erfurt y Friburgo, Madrid 2011, 17-26.

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Parece, indudable, en suma, que asistimos al retroceso de las “iglesias” y al avance de las “religiones”»49.

El diagnóstico de Aranguren nos sitúa ante una nebulosa de creencias difu-sas, de nuevas formas de religiosidad, de atracción por la religiosidad oriental y por todo tipo de esoterismos, y de nuevos movimientos religiosos cada vez más en boga. Parece que encontramos nuevas formas de religiosidad al margen de las religiones ‘institucionalizadas’. Vemos, con frecuencia, brotes de religiosidad fuera de las instituciones religiosas, en lo que el propio Aranguren ha descrito como una «caída de las “iglesias” como locus de lo sagrado»50. Estamos ante lo que algunos expertos han definido como «religiones de sustitución», «religio-nes de reemplazo» o «religiones subrogadas» (surrogate religions). José María Mardones nos ayuda a comprender este nuevo fenómeno:

«Ha sucedido como si el capital simbólico religioso almacenado en los depó-sitos de las Iglesias e instituciones se hubiera resquebrajado, y su contenido, líquido o gaseoso, se hubiera derramado por toda la sociedad. Hoy ya no hay que ir a las Iglesias para encontrar rituales o lugares donde interesarse por la religión. En las ciudades, en los herbolarios y los gimnasios, se habla de religión al mismo tiempo que de cuidado del cuerpo; proliferan los centros de esoterismo; tradiciones y sabidurías orientales o presuntamente olvida-das se presentan como soluciones a los problemas de sentido; se ofrecen cursos de potencial humano o de equilibrio personal, armonización de la interioridad o de meditación trascendental, etc. Asistimos a la extensión de un tipo de religiosidad difusa, escasamente organizada y de sabor ecléctico y experiencial. La religión, lejos de abandonar la Modernidad, circula por todos sus recovecos»51.

Los analistas del fenómeno religioso en esta Modernidad tardía coinciden en afirmar que, por un parte, la religión ha dejado de ser algo que se localiza únicamente en las iglesias o instituciones religiosas y, por otra, adopta una forma difusa, líquida, flexible. Las Iglesias han perdido el monopolio de la religión, y la religiosidad adopta formas que transitan por las diversas religio-nes y fuera de ellas. La socióloga francesa Daniéle Hervieu-Léger se muestra taxativa: «es indudable que la religión todavía habla (…) simplemente, lo que sucede es que ya no habla en los lugares donde se espera que lo haga. Se la descubre presente de manera difusa, implícita o invisible, en lo económico, lo político, lo estético y lo científico, en la ética, en lo simbólico, etcétera»52.

49 J. L. aranGUren, «La religión hoy», en R. díaZ-salaZar – s. Giner – f. velasco (eds.), Formas modernas de religión, o. c., 21.

50 Ibid., 36.51 J. M. mardones, Para comprender las nuevas formas de la religión, Estella 1994, 56.52 D. HervieU-léGer, La religión, hilo de memoria, Barcelona 2005, 54.

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Este reciente fenómeno de religiosidad marginal o religiosidad alternativa, nos sitúa ante el problema de los límites de lo religioso. Ante este complejo panorama parece que ya no sirve una concepción tradicional que ligaba lo reli-gioso únicamente a la religión institucionalizada. La delimitación del concepto de religión y de lo sagrado se torna problemática. La ausencia de una termi-nología que se ajuste a la descripción de estos recientes fenómenos religiosos (la terminología clásica se basaba en el binomio iglesia/secta), ha llevado a la creación de una terminología nueva que de mejor cuenta de los fenómenos religiosos contemporáneos. Así se habla hoy de «nuevos movimientos religio-sos», nuevos «cultos» o nuevas «espiritualidades». Algunos autores expresan este desplazamiento religioso mediante el binomio religión-espiritualidad. Con el término «espiritualidad» se refieren a formas de vivir que se interesan por los aspectos espirituales pero sin adscribirse a ninguna religión. Subyace en esta posición la convicción de que por encima de la adhesión a una estruc-tura confesional, existe una espiritualidad que une a todos los hombres.

2.2. La reconfiguración de la religión: características definitorias de la re-ligiosidad contemporánea

2.2.1. Individualización de lo religioso: de la religión institucional a la religión personal

La Modernidad, como hemos visto, ha supuesto un fuerte proceso de «sub-jetivización». El individuo ha quedado revalorizado, se ha descubierto dotado de una dignidad que antes no se le reconocía, constituyéndose en el horizonte fundamental de la Modernidad. Y es en ese horizonte humanista en el que hay que situar el desarrollo de las búsquedas espirituales contemporáneas. La vivencia o el redescubrimiento de lo sagrado pasa hoy fuertemente por el sujeto: él constituye el centro de la nueva religiosidad moderna, que ha des-plazado su centro de atención de la institución hacia el individuo. Asistimos a una personalización de la vivencia religiosa que podríamos formular bajo el siguiente postulado: «la religión, cuestión de elección». Porque, como ha dicho D. Hervieu-Léger, «ser religioso en la Modernidad ya no es tanto saberse engendrado cuanto quererse engendrado»53. Si antes la religiosidad era algo teñido de un fuerte componente sociológico, ahora es algo que pertenece al ámbito de la opción personal.

Este desplazamiento hacia el sujeto entraña un profundo cambio en la comprensión de muchos de los elementos nucleares de la religiosidad. Si ana-lizamos, por ejemplo, el concepto de «salvación», observamos rápidamente el cambio. De la búsqueda de una felicidad esperada en el otro mundo hemos

53 Ibid., 256.

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pasado a la búsqueda de una felicidad y una salvación experimentada en este mundo54. Vinculado a esta búsqueda de felicidad y salvación intramundanas hemos visto emerger una nueva atención al cuerpo. Si antaño el cuerpo era considerado como un obstáculo para la salvación del alma, hoy el cuerpo se ha convertido en partícipe de la vida espiritual: «Ya no hay sólo que cultivar el alma –afirma F. Lenoir– sino sentir en el cuerpo los beneficios de la vida espi-ritual. La felicidad en la tierra pasa por el desarrollo corporal, la experiencia, la emoción y el bienestar psicológico y físico»55. Se explica así la proliferación de la utilización de técnicas orientales (yoga, zen, tai-chi, etc.), o el atractivo que suscita en occidente la idea de la reencarnación en cuanto continuación de la vida en un nuevo cuerpo. El desprecio al cuerpo de antaño ha dado paso en nuestra época a un culto al cuerpo que se ha convertido en uno de los signos distintivos de las sociedades occidentales modernas. Estamos ante una nueva forma de búsqueda de salvación que conecta perfectamente con la caracterís-tica de la inmediatez de la sociedad contemporánea. Se busca la realización personal, la felicidad aquí abajo. Para muchos de nuestros contemporáneos, la religión es fundamentalmente una forma de realizarse y sentirse bien.

2.2.2. Religión sincrética a la carta

Se ha dicho que el hombre religioso moderno es más nómada que se-dentario, que practica una suerte de nomadismo espiritual. Sin duda, uno de los rasgos característicos de hoy es la extremada movilidad religiosa de los creyentes. Nos encontramos en un tiempo de adhesiones religiosas flexibles, en el que el sujeto transita por diferentes mundos religiosos buscando en lugares diversos respuesta a sus búsquedas e inquietudes espirituales. Hoy ya no son las religiones las que imponen una norma colectiva para el conjunto de los miembros de la sociedad, sino los individuos que vienen a buscar en las tradiciones lo que necesitan. Y la oferta parece ser innumerable: junto a las religiones institucionalizadas, se abren nuevos espacios hacia los que hoy cabe desplazar la pregunta religiosa. El sujeto religioso practica una suerte de «bricolage» religioso, donde mezcla, según sus propios intereses, prácticas y creencias de aquí y allá. La actitud o sensibilidad consumista penetra en el mundo religioso, en una tendencia caracterizada como elección personal frente a la herencia religiosa.

Una de las características más definitorias de la religión en la Modernidad es el pluralismo cosmovisional. Y eso hace que de una situación en la que la religión institucional ostentaba el monopolio de la cosmovisión imperante ha-

54 Cf. F. lenoir, La metamorfosis de Dios, o. c., 47.55 Ibid., 49.

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yamos pasado a otra de pluralismo cultural y religioso en el que la visión del mundo que ofrece la religión se ve forzada a coexistir con otras cosmovisiones. Este nuevo contexto ha sido descrito por Berger y Luckmann empleando la me-táfora de la economía de mercado: las instituciones religiosas deben «vender» sus productos, en una situación de «competencia comercial» a unos clientes que ya no se sienten obligados a «comprar». Las religiones deben adaptarse a las de-mandas de sus adeptos, convertidos ahora en «consumidores». Se imponen en-tonces los «estudios de mercado» para responder a las necesidades cambiantes de los individuos, tratando de lograr la «fidelización» de una clientela proclive a cambiar de «proveedor». Dicho de otro modo, hemos pasado del «monopolio» religioso por parte del cristianismo a una liberalización del mercado. A la Iglesia le han salido competidores que le disputan la capacidad de proporcionar senti-do y le arrebatan cuota de mercado. Metáforas aparte, las Iglesias constatan con preocupación el éxodo de sus fieles hacia nuevas ofertas religiosas.

2.2.3. Religiosidad «desinstitucionalizada» y desvinculación dogmática: creencia sin pertenencia y pertenencia sin creencia

Una de las característica de la vivencia religiosa hoy es la disociación entre las diferentes dimensiones que entraña la fe: creencia, moral, pertenencia, prác-tica y conformidad56. Ello se traduce en dos fenómenos que, aunque de signo contrario, responden a esa misma dinámica de disociación. El primero de ellos es lo que la británica grace Davies ha definido como «creencia sin pertenencia» (believing without belonging), un tipo de religiosidad que produce creyentes no afiliados57. El teólogo Juan Martín Velasco lo explica del siguiente modo:

“La creencia ya no remite automáticamente a una pertenencia institucional: creencia y pertenencia ya no se corresponden. Estamos asistiendo al Belie-ving without belonging, al creer sin pertenecer institucionalmente. La ins-titución se muestra cada vez más incapaz de prescribir a los individuos un código unificado del sentido o unas normas deducidas de ese código (…) Esto explica que esté produciendo un proceso creciente de “desregulación institucional del creer” o, dicho de otra forma, que esté emergiendo una religiosidad desinstitucionalizada»58.

Junto a la «creencia sin pertenencia» encontramos el fenómeno contrario: la «pertenencia sin creencia» (belonging without believing) de aquellos que, manteniendo un sentimiento de pertenencia mayor o menor a la institución

56 Cf. F. lenoir, La metamorfosis de Dios, o. c., 36.57 g. davie, «Believing without Belonging: is this the Future of Religion in Britain?»:

Social Compass 37 (1990) 456-469.58 J. martín velasco, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1996, 63.

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religiosa, no siguen sin embargo sus dictados morales ni creen sus artículo de fe fundamentales. Ambas realidades, como hemos dicho, remiten a la diso-ciación entre creencia y pertenencia. Así, nos encontramos con el frecuente fenómeno de una vivencia de la fe cristiana que no se ajusta a las normas del magisterio. Permanece el sentimiento de pertenencia, pero no se siguen todos los preceptos morales de la fe cristiana ni se creen todos sus artícu-los de fe. Con independencia del sentimiento de pertenencia, los individuos seleccionan, eligen o rechazan aquello que más les conviene. Y no es infre-cuente encontrar cristianos que afirman creer en la reencarnación, o niegan la divinidad de Jesús, o percibir la creciente preocupación de la Iglesia ante la evolución de una concepción de un Dios personal hacia un Dios impersonal alejado de la tradición cristiana, dando lugar a lo que ha sido definido como un proceso de «desdogmatización» de la fe, que lleva a un cuarteamiento del edificio doctrinal católico. Hoy se valora más la noción de adhesión personal que la de conformidad. Tras este fenómeno se adivina una de las característi-cas fundamentales del individualismo religioso moderno: la sustitución de la lógica de la obediencia por una lógica de la responsabilidad. La autoridad de tipo normativo o dogmático queda descalificada, y la obediencia se remite no a la institución sino a la propia conciencia. Se sostiene una fe más personal que colectiva, en la que queda diluido el sentido de incorporación del indivi-duo a la fe común.

2.2.4. La búsqueda de experiencia y la llamada «revolución expresiva»

En la religiosidad contemporánea la intensidad emocional y el grado de fervor capaz de despertar el culto parecen ser el ‘rasero’ por el que se mide la verdad. Lo emocional ha sustituido a lo reflexivo. Sin duda hoy se busca más la experiencia y el sentimiento que la reflexión o la explicación racional de lo religioso. quizás tras la famosa aseveración del gran teólogo alemán K. Rahner hace ya varias décadas, de que el cristiano del futuro, sería místico o no existiría, latía la intuición de la sed experiencial del sujeto religioso con-temporáneo.

Ese anhelo de experiencia está íntimamente ligado a lo que J.M. Mardo-nes define como «revolución expresiva» de la religiosidad59, refiriéndose a ese clima favorable a los sentimientos y la expresividad del individuo. Se trata de un descubrimiento de la expresividad que pone el acento en los sentimiento: «vale lo que se experimenta interiormente, emocionalmente (…) si no hay un acercamiento emocional, afectivo, a la religión, esta queda intocada. Frente al énfasis en las convicciones, aquí prima la afectividad sentida»60.

59 Cf. J.M. mardones, La transformación de la religión, o. c., 39-40.60 Ibid., 39.

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2.3. Un ejemplo de la nueva religiosidad: el movimiento de la Nueva Era

Uno de los ejemplos más claros de esta nueva religiosidad lo constituye el movimiento de la Nueva Era. Sin abarcar la totalidad de fenómenos que componen la religiosidad alternativa, sí constituye una de sus cristalizaciones más evidentes. Su nacimiento se ubica en el contexto del movimiento contra-cultural norteamericano de los años sesenta del pasado siglo, que estableció su centro en California con la fundación del instituto de Esalen. En el marco de la crisis general de la sociedad occidental, y con la guerra de Vietnam como catalizador de fondo, los jóvenes de la contracultura americana dirigen la mira-da a Oriente buscando allí una alternativa al modelo en crisis de la american way of life. Del mundo oriental adoptaran: frente a la cultura del éxito social, los valores espirituales de experiencia interior y realización personal; frente a la explotación de la naturaleza, un nuevo modelo de relación con el cosmos; y frente a la organización burocrática de las Iglesias, la idea de seguimiento de un gurú o maestro espiritual.

Esta nueva visión religiosa se remonta, como antecedente remoto, a la corriente teosófica de la filósofa rusa Helena Blavatski, con su proyecto de construcción de una fraternidad universal de la humanidad, su interés por Oriente, y su idea utópica de una religión universal, síntesis de todas las re-ligiones particulares precedentes. A partir de ahí, el movimiento recibe in-fluencias muy diversas: desde otras corrientes esotéricas y gnósticas hasta teorías psicológicas como la psicología transpersonal de Jung, pasando por la recuperación de religiones antiguas, corrientes místicas como el sufismo o la cábala, el budismo zen, o grupos cristianos heterodoxos. Se ha dicho que precisamente en esto consiste la novedad de la Nueva Era: en su sincretismo de elementos esotéricos, religiosos y culturales, vinculado a la percepción de que el tiempo está maduro para un cambio fundamental de los individuos, la sociedad y el mundo.

Dicho cambio, propugnan sus seguidores, se intuye ya en una nueva sen-sibilidad presente en la sociedad: en el paso de la exaltación de la razón de la modernidad a una mayor valoración del sentimiento, la emoción y la ex-periencia; en la sustitución del dominio de la masculinidad y el patriarcado por una celebración de la feminidad en los individuos y en la sociedad; y en la nueva comprensión del universo a partir de la física cuántica. Y aunque su advenimiento definitivo tendrá lugar con la llegada de la era de Acuario (fija-da según cálculos astrológicos para el año 2160), el cambio se anticipa ya en todos aquellos que, en diversas partes del mundo, están comenzando a vivir una transformación en sus vidas, con un ensanchamiento insospechado de horizontes espirituales, que forman, en expresión de Marilyn Ferguson en la obra de referencia La conspiración de Acuario, una suerte de «conspiración silenciosa».

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Este movimiento, que constituye la explicitación más típica de la religiosi-dad alternativa holística contemporánea, apunta hacia una espiritualidad que salta por encima de las religiones y sus cristalizaciones dogmáticas e institu-cionales. Rechaza las religiones tradicionales, a las que se acusa de frialdad y dogmatismo, de haber transmitido una fe sin experiencia, y de confundir religión con normas. Oponiendo espiritualidad a religión, propone una nueva espiritualidad universal, que propugna la revalorización del sentimiento, de la experiencia religiosa, de la intuición y la sintonía con el cosmos. Sus caracte-rísticas principales han sido sintetizadas del siguiente modo:

«Experiencia de un cosmos vivo, sentido de lo sagrado, ecología, vínculo en-tre espiritualidades orientales y psicología de las profundidades, religión a la carta y deseo de realización personal –virando hacia el narcisismo espiritual–, pero también retorno a un vínculo interpersonal y en ocasiones a una vida comunitaria abierta»61.

Sin líderes ni organización estructurada, la Nueva Era ha sido descrita como un clima, o una nueva sensibilidad espiritual, difusa e informal, que recorre fenómenos tan variados como la música, el cine, seminarios, talleres, retiros, o terapias diversas. Estamos ante un movimiento social de vasto alcance, si-milar a otros movimientos como el de los derechos civiles, el ecológico o el movimiento por la paz. El movimiento, que vio la luz en Estados Unidos, ha tenido un remake a la europea, gestado en las décadas de los años setenta y ochenta, que ha tenido como núcleo de irradiación la comunidad escocesa de Findhorn.

En el año 2003, el Consejo Pontificio para la Cultura y el Consejo Ponti-ficio para el Diálogo Interreligioso de la Iglesia Católica, publican el docu-mento Jesucristo, portador del agua de vida. Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era. El objetivo del texto es transmitir su difícil conciliación con la doctrina y la espiritualidad cristianas y exponer sus incompatibilidades con el mensaje cristiano. En él se afirma que la Nueva Era constituye un desafío al cristianismo por dos motivos fundamentales: porque pone de re-lieve el desconocimiento profundo de los contenidos de la fe cristiana que tienen muchos cristianos; y porque detecta posibles lagunas pastorales de las Iglesias, que hacen que la Nueva Era «resulte atractiva sobre todo porque mucho de lo que ofrece sacia el hambre que con frecuencia las instituciones oficiales dejan insatisfecha»62. Las incompatibilidades fundamentales con la

61 F. lenoir, La metamorfosis de Dios, o. c., 218-219.62 consejo Pontificio Para la cUltUra – consejo Pontifico Para el diáloGo interreliGio-

so, “Jesucristo, portador del agua de la vida (una reflexión cristiana sobre la «Nueva Era»)”: Ecclesia 3163 (2003) 1152-1162 (primera parte del documento) y 3164 (2003) 1189-1199 (segunda parte).

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fe cristiana descritas por el documento son: la ausencia de distinción entre el bien y el mal, considerándolas acciones humanas, en la línea gnóstica, como fruto de la iluminación o de la ignorancia; una visión de lo divino de corte panteísta, en la que Dios deja de ser el Dios personal cristiano, para considerarse una energía impersonal, una extensión del cosmos, la fuerza vital o alma del mundo; la reducción de la divinidad a una prolongación del progreso del individuo; y una comprensión errónea de la persona de Jesu-cristo, que lleva a los seguidores de la Nueva Era postulan la existencia de un «Cristo cósmico» que se habría encarnado a lo largo de la historia en las principales figuras espirituales de la humanidad, no sólo en la persona de Jesús, sino también en la de Buda, gandhi, etcétera. Dicho de otra forma: el Cristo de la Nueva Era no es el Cristo de la fe cristiana.

3. el aUGe de los fUndamentalismos reliGiosos y el ProBlema del fenómeno sectario

El panorama religioso que hemos descrito en los apartados anteriores res-pondía a esa primera tendencia que algunos autores han definido como «re-ligión difusa» o «religiosidad líquida», y que se convierte en caldo de cultivo para la aparición de actitudes reactivas. El relativismo, la «mezcolanza» y el eclecticismo se tornan en nostalgia de verdades fuertes, rotundas, diáfanas y seguras, provocando lo que P. Berger describió como una actitud de «atrin-cheramiento cognitivo»63, que muestra sus expresiones más radicales en el fundamentalismo y el sectarismo.

3.1. Los fundamentalismos religiosos: un reto a las sociedades seculares

Uno de los acontecimientos más alarmantes de finales del siglo xx ha sido constatar que el retorno de lo religioso pasa también por un rebrote de los fundamentalismos religiosos. La escritora británica Karen Armstrong ha deja-do constancia de la sorpresa que provocó en Occidente el reavivamiento de un fenómeno que se creía ya extinguido: «El ataque fundamentalista tomó a muchos laicistas por sorpresa, puesto que suponían que la religión jamás vol-vería a desempeñar un papel significativo en la política; sin embargo, a finales de la década de 1970 se produjo una explosión de fe militante»64. A continua-ción explicaba cómo el mundo se sorprendió viendo a un lado del Atlántico a un oscuro ayatolá iraní derrocar al régimen de uno de los estados más progre-

63 Cf. P. BerGer, Una gloria lejana, o. c., 5864 K. armstronG, Los orígenes del fundamentalismo, o. c., 348.

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sistas y estables de Oriente Próximo al tiempo que contemplaban, en la otra orilla del océano, al pastor protestante Jerry Falwell enarbolar, desde la recién fundada Mayoría Moral, la bandera del fundamentalismo en un combate que buscaba devolver el protagonismo político a la religión. Los fundamentalistas parecían decididos a sacar la religión de la posición marginal a que la había recluido la Modernidad secularizadora y a devolverle su protagonismo. Desde entonces, el fenómeno no ha hecho sino agrandarse. Los atentados de las To-rres gemelas nos han mostrado el rostro más virulento del fundamentalismo aunque, como nos recuerda Armstrong, son sólo una minúscula proporción de los fundamentalistas la que participa en los actos de terror, mientras la mayoría se limita a procurar vivir una vida religiosa en un mundo que, a ellos, les parece enemigo de la fe65.

3.1.1. Las sociedades seculares modernas, ¿un contexto propicia para los fundamentalismos?

El sociólogo José María Mardones constataba no hace mucho que «vivimos en un momento fundamentalista en actitudes e ideologías, en sensibilidad religiosa y en apegos nacionalistas»66. Hoy asistimos a un singular fenómeno de desarrollo de fundamentalismos en el seno de las grandes religiones. Su explicación apunta a una cierta vinculación entre los problemas planteados por la Modernidad y la creciente visibilidad de un fundamentalismo que pone así de relieve las dificultades no resueltas de la relación entre la Modernidad y la religión. Por ello no resulta vano plantear si la orientación fundamentalista no es, como afirma Mardones, «una forma rígida y mal encarada de denuncia de la trivialidad de una sociedad de consumo de sensaciones y de la desorien-tación del relativismo moral»67. Estamos, por tanto, ante formas de religiosidad reactivas, contramodernas, y antiseculares, reacciones ante la incertidumbre, la pérdida de identidad colectiva o la soledad en la búsqueda existencial ca-racterísticas de este mundo moderno que Ulrich Beck ha descrito como «so-ciedad del riesgo»68.

Una de las causas que explican la aparición del fundamentalismo tiene que ver con el fenómeno de una globalización que privilegia la dimensión científico-técnica, instrumental que evalúa la realidad desde criterios de efi-cacia, utilidad, pragmatismo y rentabilidad, olvidando otras dimensiones de sentido. Tras tres siglos de Ilustración y racionalidad instrumental, la sociedad

65 Cf., Ibid., 19.66 J.M. mardones, «Modernidad», en J.M. mardones (dir.), Diez palabras clase sobre

fundamentalismos, Estella 1999, 15.67 J.M. mardones, La transformación de la religión, o. c., 100.68 U. BecK, La sociedad del riesgo, Barcelona 1998.

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se resiente al carecer de respuestas para cuestiones fundamentales que siguen latentes. Y es que, más allá de las conquistas humanizadoras de la Moderni-dad, entre las que se incluyen el reconocimiento de los derechos individuales y sociales o la consolidación de la democracia, ésta ha acumulado también excesos y contradicciones. Y ése es precisamente el caldo de cultivo en el que se forja esa forma distorsionada y, en ocasiones, agresiva de lo religioso que constituye el fundamentalismo.

Otro grupo de causas apunta al fenómeno de la globalización cultural, que produce una homogeneización en modas y estilos de vida, favoreciendo un fuerte sentimiento de relatividad cultural. Las tradiciones, firmes antaño, se convierten repentinamente en un producto humano frágil y cambiante. Lo que creyeron y vivieron las generaciones anteriores, se torna ahora relativo, generando en algunas personas la inseguridad de lo que hasta ahora se consi-deraba objetivo y verdadero. Algunos autores han definido la sociedad actual como una sociedad «destradicionalizada», que ha perdido gran parte de las tradiciones que servían como referente a los individuos y que le proporciona-ban un sentido de estabilidad y seguridad69. El sujeto contemporáneo es un individuo «destradicionalizado» que no tiene ya claras ni las certezas religiosas, que ha perdido las referencias existenciales y de sentido. El paso a la socie-dad industrial ha significado la quiebra del mundo tradicional religioso. Este fenómeno se ha visto agudizado con la globalización. La religión ha dejado de ser un referente externo determinante en la construcción de la identidad. Ante ese proceso de crecimiento de la autonomía personal y de desvincula-ción de los individuos respecto a aquellas instituciones fuertemente ligadas a la tradición (como es el caso de las instituciones religiosas), se produce un fenómeno de contra-reacción. La inseguridad que a muchos genera esta situación, se convierte en caldo de cultivo para el desarrollo de reacciones de carácter fundamentalista. En cuanto movimiento de reafirmación identitaria, el fundamentalismo religioso apunta hacia uno de los riesgos de la religiosidad contemporánea: el del relativismo y la arbitrariedad subjetivista.

El creciente desarrollo del fundamentalismo tiene no poco que ver con el fracaso de muchos de los ideales de la Ilustración, como ha puesto de manifiesto el sociólogo francés gilles Kepel en su obra La revancha de Dios, en la que analiza el desarrollo del fundamentalismo que han experimentado en las últimas décadas las tres religiones monoteístas. Este autor atribuye el auge de movimientos de carácter fundamentalista al derrumbe de las certezas nacidas de los avances que la ciencia y la técnica habían hecho a partir de los años cincuenta. En un mundo en el que parecían retroceder las barreras de la pobreza o la enfermedad irrumpieron la explosión demográfica, la pandemia

69 C. D. HervieU-léGer, La religión, hilo de memoria, o. c., 267-289.

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del Sida o la contaminación del planeta. Al mismo tiempo, el gran mesianis-mo ateo del siglo xx, el comunismo, que había influido en la mayor parte de las utopías sociales, entraba en una agonía cuya muerte se producía en 1989, con la caída del muro de Berlín. El optimismo ilustrado albergó la esperanza de que el cultivo de las ciencias y de las artes no sólo propiciaría el control de la naturaleza en función de las necesidades humanas, sino que también promovería, mediante el tratamiento adecuado de la política y de la moral, una sociedad más humana, unas instituciones más justas, y la felicidad de los hombres. Y todo ello sin necesidad de unos referentes religiosos que ya no parecían necesarios para promover la disciplina social y la moralización. El fracaso de esa idea de progreso indefinido, y de ciertas ideologías que se presentaban como redentoras, o las frustraciones ante tantas expectativas que habían ofrecido las técnicas más sofisticadas, explican en gran medida el auge fundamentalista. Kepel hace una llamada a tomar en serio estos movimientos, y no considerarlos como una mera sinrazón: «el mundo actual ha dejado atrás la era industrial para entrar en una nueva época, en la cual los vínculos sociales y relaciones internacionales viven una transformación que no sabemos definir claramente: la emergencia de los movimientos religiosos podrían ayudarnos a hacerlo»70.

Daba la impresión, explica el sociólogo francés, de que a partir de la II guerra Mundial, el dominio público había conquistado una autonomía defini-tiva respecto a la religión. La religión veía restringirse su influencia a la esfera privada o familiar, y ya no parecía inspirar el orden de la sociedad. Pero esta vi-sión dominante disimulaba procesos de cambio más complejos que aún no se habían manifestado en la escena pública. En los años sesenta, ante el distancia-miento de la sociedad respecto a la religión, la religiones monoteístas realizan un esfuerzo de adaptación a la sociedad: el aggiornamento desarrollado por la Iglesia Católica en el Concilio Vaticano II es paradigmático de este intento. Junto a él se observan fenómenos similares en las Iglesias Protestantes, así como en el mundo judío e islámico, donde se observan claros intentos de modernizar el Islam. Pero, hacia 1975, el conjunto de esos procesos empieza a revertirse, apareciendo un nuevo discurso. Ya no se trata de «modernizar el Islam» sino de «islamizar la modernidad». La resurrección del Islam bajo forma política no es sino la parte más visible de un amplio movimiento de fondo empeñado en reislamizar la vida cotidiana y las costumbres, en reorganizar la existencia individual partiendo de los mandatos sagrados. En el Judaísmo, los movimientos sionistas religiosos vuelven a la actividad, multiplicando las implantaciones judías en los territorios ocupados. Y en el Cristianismo se ob-serva un auge de movimientos de corte Pentecostal y carismático proceden-

70 g. KePel, La revancha de Dios, Madrid 21995, 28.

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tes de Estados Unidos. Los autores de este viraje, procedentes de las capas educadas de la sociedad, creen que la Modernidad producida por una razón sin Dios no ha sabido engendrar valores y exigen el vínculo religioso como fundamento del sistema social.

3.1.2. Los orígenes del fundamentalismo cristiano

Acudir al origen del término «fundamentalismo» puede ayudarnos a enten-der los rasgos que reviste este perfil religioso. El término proviene de un epi-sodio particular de la historia del protestantismo estadounidense. Su origen se ubica en el ámbito del protestantismo norteamericano de finales del siglo xix y comienzos del xx, como reacción a la interpretación de la fe cristiana llevada a cabo por lo que se conoce como «protestantismo liberal». Dicha corriente ha-bía intentado asumir los retos que planteaba la Modernidad, con los principios del criticismo ilustrado, la ciencia y la tecnología modernas y el capitalismo económico. Y lo hizo tratando de acomodar el significado moral, religioso y social del cristianismo a esa nueva cultura secular e individualista, marcada por la economía de mercado, que había traído la Modernidad. Cuando dicha corriente, fraguada en Alemania, llega a Estados Unidos en la segunda mitad del siglo xix, una parte del protestantismo norteamericano acepta el liberalis-mo teológico protestante. Otro sector se opone sin embargo frontalmente, por considerar que dicha corriente estaba socavando los fundamentos del cristianismo. Para combatir su influjo publican, entre 1910 y 1912, una serie de textos en la prensa denominados The Fundamentals, en los que exponen lo que consideran fundamentos irrenunciables de la fe cristiana, entre los que se encuentra su oposición al modernismo, a la secularización de la sociedad o el rechazo de los métodos histórico-críticos de interpretación de la Biblia, abogando por una lectura literal de la misma.

El término «fundamentalismo» hace, por tanto, referencia en primer lugar a la corriente que surge en los Estados Unidos de finales del siglo xix. En un sentido más amplio, fundamentalismo se refiere a «la posición de quienes desean a toda costa interpretar literal y acríticamente las escrituras sagradas de la propia tradición religiosa»71. Posturas como la defensa del creacionismo, actualmente en boga en algunas ramas del protestantismo norteamericano, o la prohibición de realizar transfusiones de sangre por parte de los Testigos de Jehová arraigan en ese literalismo biblicista.

Esta breve mirada a la historia de la gestación del término nos lleva a sus-cribir las dos conclusiones formuladas por José María Mardones respecto al fundamentalismo:

71 J. BoscH, «Protestantismo», en J.M. mardones (dir.), Diez palabras clave sobre fun-damentalismos, 152.

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«La primera, que se trata de un fenómeno moderno (…) el fundamentalis-mo, tal como lo estamos viviendo, es un fenómeno religioso que surge con la modernidad y los problemas que se derivan de la situación de la religión con la mentalidad ilustrada, científica, de las costumbres seculares, el criticis-mo histórico y las nuevas ciencias sociales. La segunda conclusión es que el fundamentalismo representa un modo de apropiación de la modernidad: un modo hostil de acercamiento y asimilación de la modernidad. Se manifiesta bajo el modo del rechazo cultural ostensible y de la defensa religiosa de la identidad amenazada»72.

Estamos, por tanto, ante una forma defensiva de espiritualidad que ha surgido como respuesta a una situación de crisis. En ese sentido, no debemos olvidar que la Modernidad ha supuesto un profundo desafío para la religión. De las dos posibles reacciones que todo cambio suscita –la adaptación al mis-mo o su rechazo–, el fundamentalismo opta por la vía del rechazo. Sin ser, ciertamente, la respuesta más adecuada, no debemos perder de vista que en el núcleo de la actitud fundamentalista anida el justo intento de proteger la identidad religiosa, poniéndola a salvo de interpretaciones relativistas o subje-tivas aunque, eso sí, corriendo el riesgo de caer en un fanatismo sectario que provoca una visión distorsionada de la religión.

3.1.3. Características del fundamentalismo religioso

De lo dicho hasta ahora podemos deducir los dos rasgos característicos del fundamentalismo religioso. En primer lugar, la búsqueda de certeza y seguri-dad. Junto a la mayoritaria tendencia de individuos que viven su religiosidad en un marco de aceptación de la incertidumbre, la pluralidad de verdades y de sistemas de sentidos, se alza lo que Scott Appleby ha definido como «re-ligión fuerte» (strong religion), aquella que busca certezas, verdades claras y evidentes, referencias estables y validación comunitaria o institucional de la creencia.

En segundo lugar, el literalismo bíblico. El documento de la Iglesia Católica La interpretación de la Biblia en la Iglesia se ha referido en los siguientes términos al significado y alcance de la lectura fundamentalista de la Biblia:

«La lectura fundamentalista parte del principio de que, siendo la Biblia Pala-bra de Dios inspirada y exenta de error, debe ser leída e interpretada literal-mente en todos sus detalles (…) Aunque el fundamentalismo tenga razón de insistir sobre la inspiración divina de la Biblia, la inerrancia de la Palabra de Dios, y las otras verdades bíblicas incluidas en los cinco puntos funda-mentales, su modo de presentar estas verdades se enraíza en una ideología

72 J.M. mardones, La transformación de la religión, o. c., 93-94.

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que no es bíblica, a pesar de cuanto digan sus representantes. Ella exige una adhesión incondicionada a actitudes doctrinarias rígidas e impone, como fuente única de enseñanza sobre la vida cristiana y la salvación, una lectura de la Biblia que rehúsa todo cuestionamiento y toda investigación crítica (…) El fundamentalismo insiste también, de un modo indebido, sobre la inerrancia de los detalles en los textos bíblicos, especialmente en materia de hechos históricos, o de pretendidas verdades científicas. Frecuentemen-te considera como histórico lo que no tenía pretensión de historicidad, porque incluye en tal categoría cuanto es referido y narrado con verbos en pretérito, sin la atención necesaria a la posibilidad de un sentido simbólico o figurativo (…) El fundamentalismo tiene también una gran estrechez de puntos de vista, porque considera conforme a la realidad una cosmología antigua superada, solamente porque se encuentra superada en la Biblia. Esto impide el diálogo con una concepción más amplia de la relación entre la cultura y la fe. Se apoya sobre una lectura no crítica de algunos textos de la Biblia para confirmar ideas políticas y actitudes sociales marcadas por prejuicios, racistas, por ejemplo, y completamente contrarias al evangelio cristiano»73.

3.2. El problema de la religiosidad marginal y el fenómeno sectario

Aunque pueda parecer un fenómeno de reciente creación, estamos en realidad ante un fenómeno tan antiguo como las grandes religiones, que afecta a todas ellas, si bien es cierto que hoy asistimos a una proliferación del mundo sectario. Al igual que sucede con el fundamentalismo religioso, la causa de su rebrote actual apunta a la crisis de la religión y la crisis de la Mo-dernidad: crisis religiosa, crisis espiritual, y crisis de valores, fruto del fracaso de la idea de progreso indefinido y de ciertas ideologías. Las frustraciones antes tantas expectativas que habían ofrecido las técnicas más sofisticadas, son terreno abonado para el mundo sectario. La postmodernidad, caracte-rizada por el abandono de los grandes ideales y utopías, produce una gran desconfianza hacia las religiones institucionalizadas. Parece así cumplirse la tesis formulada por los expertos que sostiene que el desarrollo de los grupos sectarios se produce, normalmente, cuando concurren dos factores: cambios sociales profundos y pérdida de credibilidad de las instituciones tradicionales.

Un segundo grupo de causas estaría relacionado con la nueva religiosidad actual y a las nuevas «demandas» religiosas de los individuos. El desplaza-miento de la sensibilidad religiosa, que se aleja de la religiosidad clásica vivida

73 Pontificia comisión BíBlica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Madrid 1994, 68-69.

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hasta ahora en occidente, conecta perfectamente con la lógica de la religio-sidad marginal y de muchos grupos sectarios. La actitud religiosa se define primordialmente por el deseo de experiencia y sentimiento, y no tanto por la reflexión o explicación racional de lo religioso. La «búsqueda religiosa», la exploración e indagación de fenómenos espirituales aparece como más importante que la «actitud de adhesión» a unas verdades determinadas. Lo emocional parece haber sustituido a lo reflexivo y, para muchos, es más im-portante estar en actitud de búsqueda de la verdad que creer en la verdad ya alcanzada. Esta sensibilidad propicia, sin duda, un cierto tipo de sectas y Nuevos Movimientos Religiosos (NMR), que gozan a veces de mayor y más amplio atractivo que las grandes iglesias institucionales.

Un dato sobre el que llamar la atención al abordar este tema es la diversi-dad de usos del término «secta», que se emplea para designar realidades muy diversas, desde grupos condenados por actividades delictivas hasta grupos eclesiales a los que se acusa de «sectarios», pasando por grupos heterogéneos que no están afiliados a una religión «oficial». Aplicar a determinados grupos el apelativo «secta» o su derivado «sectario» no siempre es tarea fácil, dada la ambigüedad que acompaña a estos conceptos. Etimológicamente, el vocablo «secta» proviene de dos raíces: secare (cortar, separar, romper con) y sequi (seguir a, optar por). El término hace, por tanto, referencia al paso decisivo que supone la ruptura con el mundo que le rodea, sea la sociedad misma, sean las iglesias u otros grupos, y al seguimiento de un líder carismático. El término «sectario» se emplea además, usualmente, para indicar espíritus pe-queños, radicalizados, intolerantes, fanáticamente dogmáticos.

En la terminología de las grandes religiones, la palabra «secta» se emplea para designar a los grupos escindidos del tronco común, y sirve incluso para señalar a los individuos o grupos sociales que se radicalizan y abandonan sus lugares originales de pertenencia. Así, para el pueblo de Israel, el naciente movimiento de los seguidores de Jesús de Nazaret tenía todas las caracte-rísticas de una secta judía más. En la Edad Media, el término se atribuye a grupos disidentes considerados herejes, como los cátaros. En el tiempo de la Reforma Protestante, con la desintegración del cristianismo occidental en numerosas comunidades, a cada nuevo grupo disidente se le considera una secta: la Iglesia romana rechaza como sectarias las comunidades de Lutero y éstas, a su vez, acusan de sectarismo a los anabaptistas o menonitas. En todos estos casos, la secta implicaba la formación de un nuevo grupo como consecuencia de la ruptura con otro movimiento religioso. El fundador solía ser un disidente de una gran religión. Este breve recorrido histórico nos sitúa ante esa ambigüedad a la que nos referíamos con anterioridad en el uso del término. Y es que grandes Iglesias de hoy fueron en otro tiempo consideradas como «sectas». La facilidad de transformación y cambio de un grupo sectario a partir de su radicalidad y ruptura con la Iglesia grandes en un respetable y

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moderado grupo eclesial está en la base del relativismo que deberá tenerse en cuenta a la hora de la aplicación del término «secta»74.

En uno de los intentos más exitosos de definir el concepto «secta», los sociólogos M. Weber y E. Troeltsch acuñaron, a comienzos del siglo xx, la con-traposición iglesia/secta como modelo de referencia para encuadrar o tipificar a cualquier grupo religioso existente. En su tipología, todo grupo religioso aparecía catalogado como «iglesia» o como «secta» según el modelo de socia-lización religiosa que siguiesen: la socialización tipo secta se caracterizaba por el compromiso voluntario, la autoridad carismática y la ruptura con el mundo; la socialización tipo iglesias se caracterizaba por el hecho de que se nace en ella, la existencia de una autoridad de tipo institucional y el compromiso con el mundo. El panorama religioso actual muestra, sin embargo, la insuficiencia de tal categorización, pues nos encontramos con fenómenos religiosos que difícilmente pueden ser catalogados bajo uno de esos dos apelativos (iglesia o secta). La solución ha llegado, lo hemos dicho ya anteriormente, mediante el empleo de una nueva terminología religiosa (NMR, nuevos «cultos», «espiritua-lidades», religiosidad marginal, etc.). Sin embargo no es infrecuente encontrar formulado junto el binomio «sectas y nuevos movimientos religiosos». Este dato apunta hacia un dato innegable: la dificultad de catalogar a determinados grupos ubicados en ese espacio de intersección en el que las fronteras entre ambos se desdibujan. Las características que acompañan a muchos de estos nuevos grupos las hacen difícilmente asimilables a los grupos tradicionalmen-te considerados como «sectas». Por ejemplo, muchas de las nuevas «sectas» no proceden ya directamente de una religión histórica. Son puro producto de la globalización, de la mezcla de culturas religiosas.

A la hora de realizar una tipología del fenómeno sectario, se siguen distin-tos criterios de clasificación (según la conflictividad, criterio doctrinal, según las actitudes que muestren frente al mundo, atendiendo al tipo de oferta de «salvación», etc.). quizás uno de los más clarificadores es la clasificación según el origen. Siguiendo ese criterio se distinguen tres grupos: sectas de origen cristiano, entre las que se sitúan grupos como los mormones, adventistas o los Testigos de Jehová; sectas de origen oriental y cultos autóctonos, como los Hare Krishna, Ananda Marga, la Misión de la Luz Divina o el Candomblé; y sectas de origen esotérico y del «potencial humano», como la Nueva Acrópo-lis, la Cienciología, la Nueva Era, los gnósticos o el Movimiento Raeliano75.

Uno de los mayores problemas reside en la dificultad para gestar una de-finición de «secta» que sea asumida por todos de manera unánime, obsta-

74 Cf. J. BoscH, «Sectas», en C. floristán y J.J. tamayo (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, 1275.

75 Un exposición detallada de esta tipología puede verse en: J. BoscH, Para compren-der las sectas, Estella 1996, 49-114.

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culizando enormemente su regulación legal. Los criterios tradicionalmente utilizados para decidir si se estaba ante una secta –la excentricidad y novedad de sus doctrinas, y el pequeño número de adeptos– se han vuelto hoy pro-blemáticos por diversos motivos: por el hecho de que, en muchas ocasiones, existe una continuidad entre muchos de esos grupos y antiguas creencias; y por el marco social y jurídico vigente de respeto y protección de los derechos de las minorías, y por el hecho de que grupos como, por ejemplo, los Testigos de Jehová tengan más adeptos que algunas Iglesias protestantes independien-tes que representan la ortodoxia calvinista. El problema, por tanto, no parece ser de cantidad, sino que reside más bien en el espíritu y la actitud sectaria. El sociólogo F. Lenoir nos ayuda a dotar de contenido al término:

«Cuando un grupo se repliega en sus límites y discursos, cuando es intolerante y pretende estar en posesión de la única verdad, cuando llega a afirmar que está formado por los verdaderos elegidos en un mundo de perdición y practica el proselitismo para convertir a los demás, estamos seguramente en presencia de un grupo sectario. Hay que señalar inmediatamente que el espíritu sectario existe fuera de las sectas (…) Si hay grupos religiosos que podemos calificar de sec-tarios, también hay tendencias sectarias en todo grupo religioso»76.

Si las dificultades en el ámbito sociológico para abordar el fenómeno sec-tario son grandes, no son menores en el ámbito jurídico. La regulación de estos grupos no resulta una tarea fácil y ha dado más de un quebradero de cabeza a los legisladores. En nuestro ordenamiento jurídico, han de tomar-se como punto de partida los principios y valores fundamentales consagra-dos en la Constitución Española que, en materia religiosa, propugna como principios básicos la aconfesionalidad del Estado y la igualdad y de libertad de los ciudadanos (art. 14 y 16 CE). El problema radica en la necesidad de encontrar un equilibrio entre el respeto a todo tipo de creencias religiosas, salvaguardando así el principio de libertad religiosa, y la supervisión de la ac-tuación de determinados grupos que pudieran actuar limitando los derechos constitucionales inalienables de sus adeptos, o cometiendo cualquier tipo de actividad delictiva (asociacionismo ilícito, proselitismo ilícito, coacciones, tra-to degradante, lesiones mentales, etc.)77. En el ámbito europeo, destaca la resolución del Parlamento Europeo de 22 de mayo de 1984 (denominada In-

76 F. lenoir, La metamorfosis de Dios, o. c., 123.77 Cf.m. díaZ – m.i. alfonso – G. García, «Los Nuevos Movimientos Religiosos ante la

Ley y la Jurisprudencia. (Comentario a la Sentencia del Tribunal Constitucional 46/2001, de 15 de febrero)»: Anales de Derecho 20 (2002), 221-248. El artículo ofrece una excelente panorámica del tratamiento jurídico de las sectas y NMR.

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forme Cottrell)78. Dicho Informe nació a raíz de la polémica suscitada en varios países europeos a propósito de las actividades llevadas a cabo por la Iglesia de la Unificación del Reverendo Moon. Salvaguardando el principio de liber-tad religiosa y sin poner en cuestión la validez o legitimidad de las creencias religiosas, el Informe presenta al Parlamento Europeo establece una serie de criterios que deben ser tenido en cuenta a la hora de enjuiciar a estos grupos y recomienda un intercambio de información entre los gobiernos sobre los problemas que conlleve la acción de ciertos grupos. Una de las decisiones más relevantes en el marco de nuestro ordenamiento jurídico tiene que ver con la posible inscripción de estos grupos en el Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia. Dicha inscripción concede una serie de ventajas, como la concesión de personalidad jurídica civil, la plenitud de autonomía y la posibilidad de establecer acuerdos con el Estado. La inscripción es un plus de reconocimiento, pues el Estado le concede a la entidad inscrita un estatuto jurídico específico.

BiBliografía

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78 El documento puede consultarse en: J. BoscH, Para comprender las sectas, o.c., 247-253.