Independencia de Los EEUU. Apuntes

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Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación Facultad de Historia, Geografía y Letras Departamento de Historia y Geografía LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS Apuntes de clase Prof. Diana Veneros Ruiz-Tagle Página 1 de 82

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Universidad Metropolitana de Ciencias de la EducaciónFacultad de Historia, Geografía y LetrasDepartamento de Historia y Geografía

LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS

Apuntes de clase

Prof. Diana Veneros Ruiz-Tagle

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S U M A R I O

1. Caracteres e historiografía de la revolución norteamericana.

2. Sociedad y economía en las colonias angloamericanas en el siglo XVIII.

3. Vida política colonial.

4. Influencias ideológicas tras el proceso de emancipación.4.1 La Ilustración.4.2 “The Great Awakening”. “El gran despertar” de 1730.4.3 La teología calvinista y sus contenidos democráticos.4.4 John Locke: Two Treatises on Government (1690).

5. Configuración del conflicto.5.1 La Gran Guerra por el Imperio y la Guerra de los Siete Años5.2 El fin de la guerra y la reforma del sistema colonial.

6. Declaración de la Independencia de los EEUU.

7. Los alcances de la libertad. La reorganización política.7.1 El gobierno de los futuros estados7.2 Perfilando la unión federal

7.2.1. La Confederación7.2.2. Los Federalistas y la nueva Constitución

8. Los EEUU hasta 1850. Expansión territorial.

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1. Caracteres e historiografía de la revolución norteamericana

La revolución de las colonias inglesas de Norteamérica constituyó un episodio singular. Aunque la mayor parte de las potencias europeas poseía hacia 1776 vastos territorios en ultramar, en ninguno de los contextos dominados se había producido, hasta entonces, un proceso de emancipación exitosa de la madre patria. En este sentido, las trece colonias sentaron un precedente importante; a tal grado, que un siglo después de la revolución norteamericana, las potencias coloniales de Francia, España y Portugal ya habían perdido parte o la totalidad de sus posesiones extraeuropeas.

Pese a haber establecido tan inédito precedente, la revolución colonial norteamericana no rechazó totalmente el pasado. Lo conservó en muchos aspectos, particularmente en uno que se tornaría en pesado lastre para el futuro de los Estados Unidos de Norteamérica. A este respecto, puede ser postulado que, si bien la emancipación involucró el desarrollo de una revolución política—consolidada a través de un notable proceso de organización estatal en el lapso inmediatamente posterior a su término—adoleció de la falta de desarrollos revolucionarios equivalentes en el ámbito de lo social. Las tareas pendientes asumirían una dramática configuración un siglo más tarde, entre 1861 y 1865, bajo la forma de la sangrienta confrontación que la historiografía reconoce como la Guerra Civil estadounidense; guerra que pondría fin al inicuo sistema esclavista que se había alzado como freno a las aspiraciones de igualdad y democracia de la nación estadounidense.

Uno de los rasgos que la historiografía estadounidense ha enfatizado en relación con el fenómeno de independencia dice relación con la atipicidad del proceso que condujo a la ruptura de los lazos coloniales con Gran Bretaña. Fueron los propios revolucionarios quienes primero describieron el carácter peculiar del proceso en el que habían estado involucrados. A causa de la singularidad de su revolución, las fuentes de su poder y la naturaleza de su desarrollo, las que les aparecían carentes de toda lógica causal visible, los líderes del proceso elucubraban profusamente. “En otras revoluciones”—escribiría John Adams—“la espada ha sido empujada por el brazo de una ofendida libertad, bajo una opresión amenazadora de los poderes vitales de la sociedad ”1. Sin embargo, una opresión de esta índole se percibía, en general, ajena al sistema colonial inglés en Norteamérica. Los colonos sabían que, probablemente, eran más libres y estaban menos oprimidos por inhibiciones monárquicas y feudales que cualquier otro contexto de la humanidad del siglo XVIII. Ello a la vez explica por qué las víctimas del proceso revolucionario, los Tories ingleses del Parlamento, percibieron el desencadenamiento de la Revolución Norteamericana como un efecto totalmente desproporcionado al estímulo. La realidad social objetiva parecía apenas capaz de explicar un fenómeno de esta naturaleza.

1 Citado en Gordon Wood, “The American Revolution”, en Lawrence Kaplan (ed.), Revolutions. A Comparative Study. From Cromwell to Castro (New York, 1973), p. 115.

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Mas, si bien atípica la revolución en cuanto causas detonantes y rasgos, ningún colono norteamericano dudaba o dudaría en el futuro de que el proceso que vivía o había vivido era una revolución. Pero, ¿qué tipo de revolución? Aquéllos que a una década del evento analizaban el proceso, se maravillaban de la racionalidad y moderación con que se había producido su separación de la madre patria, “apoyadas por las energías de una bien pensada elección”; la suya había sido una revolución notable, “sin violencia o convulsión”.2 Parecía haber sido el resultado de un cambio puramente mental, un cambio “en las mentes y corazones de la gente”, al decir de Thomas Paine3. O, como afirmaría William Pierce, en 1788, nunca antes un pueblo en la historia había alcanzado “una revolución sólo por medio de la razón”. Los norteamericanos habían aprendido “cómo definir los derechos naturales—cómo buscar, cómo distinguir y cómo comprender los principios de la libertad física, moral, religiosa y civil”4.

Los colonos norteamericanos, en efecto, se percibían “nacidos herederos de la libertad”—y, según era argumentado—se habían rebelado no para reivindicar este derecho, sino para mantenerlo5. Esta idea y práctica de la libertad habían estado presentes tanto en los orígenes como en la evolución de la sociedad norteamericana cuyos rasgos eran muy diferentes a los de las sociedades del Viejo Mundo. Según Samuel Williams—en sus escritos de 1794—ya desde los primeros asentamientos ingleses del siglo XVII en Norteamérica, “cada cosa” había producido y establecido “el espíritu de la libertad”. Así, mientras los filósofos especulativos buscaban en Europa los principios del derecho a ser libres, los norteamericanos experimentaban desde siempre la libertad en la experiencia cotidiana de sus vidas. La Revolución Americana, concluiría Williams, había unido las ideas ilustradas sobre la libertad con la experiencia práctica de los norteamericanos de este derecho. La revolución habría sido, conforme a estas ideas, de naturaleza esencialmente intelectual y declaratoria y, lejos de manifestarse caótica en su dinámica, a través de asonadas y erupciones desestabilizadoras del orden social, cristalizaría en una sucesión de nuevos pensamientos e ideas que no harían sino reivindicar y reforzar la estructura social existente.

Desde esta perspectiva, como escribirían más tarde algunos historiadores de fines del siglo XIX, la Revolución de los EEUU habría sido fundamentalmente una revolución de ideas6, desarrollada contra una tiranía anticipada y temida más que contra una experiencia real de la misma. Esto es, los norteamericanos se habían rebelado no por el sufrimiento experimentado ante una tiranía real, sino sólo por un principio razonado contra una eventual tiranía.

2 Simeon Baldwin, “An Oration Pronounced Before the Citizens of New Haven, July 4th, 1788”, en ibid., p. 116.3 Citado en ibid.4 Citado en ibid.5 Petition to the King, October 1774, en Worthington . Ford (ed.), Journals of the Continental Congress, 1774-1789 (Washington, 1904-37), I, p. 118. 6 Uno de los historiadores decimonónicos más influyentes en esta interpretación es Moses Coit Tyler. Ver The Literary History of the American Revolution, 1763-1783 (New York, 1897).

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Una de las interpretaciones historiográficas más prominentes sobre la revolución estadounidense, y aquélla de mayores consecuencias en la creación del espíritu nacional norteamericano contemporáneo, fue aquella vertida en el siglo XIX por George Bancroft en su History of the United States from the Discovery of the American Continent, escrita entre 1834 y 1882. Fue ésta una historia épica, escrita en términos patrióticos. La tesis de Bancroft discurre a lo largo de tres principios:

-la idea de progreso, conforme a la cual la historia de los Estados Unidos era vista como la expresión de un desarrollo continuo hacia un mayor perfeccionamiento y grandeza nacionales cristalizados en la consolidación de una férrea institucionalidad democrática,

-la idea de libertad, conforme a la cual la historia estadounidense simbolizaba, en esencia, la tendencia humana universal hacia la conquista de grados crecientes de libertad (tendencia que se podía percibir también en el desarrollo de cualquier otra historia nacional), y

-la idea de misión, según la cual los Estados Unidos tenían un destino especial: el de servir de modelo a los hombres libres del resto de la humanidad en búsqueda de una vida mejor—una suerte de replanteamiento del primer principio ya enunciado.

Conforme a estas ideas, Bancroft vio la revolución como el enfrentamiento entre las fuerzas del progreso y la libertad contra aquéllas otras, representadas por Gran Bretaña, de la tiranía y la reacción. La revolución había sido de naturaleza radical, según Bancroft, porque había apresurado el avance de la humanidad hacia un milenio de “paz duradera” y “hermandad universal”. Y había sido lograda en “benigna tranquilidad” porque el pueblo estadounidense había consolidado su determinación de luchar unidos por la libertad7.

Más tarde, tras la revisión académica de la obra de Bancroft emprendida entre los 1890s y 1940s, y en reacción a su análisis, en exceso patriótico, la interpretación de la revolución estadounidense tendió a caer en dos grandes escuelas historiográficas: la “Escuela Imperial” y la “Escuela Progresista”. La primera escuela sustentaría que los orígenes de la revolución debían buscarse en causas de tipo político y constitucional. La segunda sostendría que las causas primarias habían sido de naturaleza económico-social. Si bien estas dos escuelas diferían del análisis de Bancroft en cuanto a las causas y la naturaleza de la revolución, concordaban con él respecto de la naturaleza efectivamente revolucionaria del movimiento independentista estadounidense8.

Según la Escuela Imperial de historiadores encabezada por George L. Beer, Charles M. Andrews, y Lawrence H. Gipson, para ser bien comprendida, la revolución de las 13 colonias debía ser analizada no sólo en el marco de la historia nacional estadounidense sino en un contexto más

7 George Bancroft, History of the United States of America, 10 vols. (Boston, 1852).8 Ver Bernard Baylin y Rhys Isaac, “The American Revolution. Revolutionary or Non Revolutionary?”, en Gerald N. Grob y George Athan Billias, Interpretations of American History. Patterns and Perspectives (New Yok: The Free Press, 1987), 1 09-131.

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amplio, esto es, como parte integral de la historia del Imperio Británico. De allí que esta escuela diera especial atención a la relación política y constitucional existente entre las colonias y la madre patria. Después de examinar la naturaleza y práctica del sistema imperial, los historiadores de esta escuela concluirían que las políticas coloniales de Gran Bretaña no habían sido tan injustas como Bancroft había sostenido. Al contrario, habían permitido a las colonias prosperar bajo un gobierno, en general, liberal e ilustrado. Los tres exponentes principales de esta corriente sostendrían también que las causas reales de la disputa entre las colonias y la madre patria habían sido de naturaleza constitucional. Andrews, por ejemplo, sostendría que el Imperio Británico en Norteamérica, desde sus inicios hasta el momento de la Revolución, había estado sujeto al juego de dos movimientos divergentes. En tanto las colonias se movían hacia un creciente autogobierno y autonomía, la madre patria se inclinaba hacia un control imperial cada vez mayor. Así, mientras en los años previos a la revolución, los colonos evolucionaban hacia una nueva concepción del imperio—radicada en la existencia de unidades coloniales autogestoras y unidas al sistema por una común lealtad al Rey—los británicos, en contraste, apoyados en ideas imperiales tradicionales y más conservadoras, consideraban esta concepción en extremo radical, y peligrosa, y postulaban una dependencia colonial estrecha. “A un lado estaba el inmutable y estereotipado sistema de la madre patria, basado en los precedentes y la tradición, y diseñado para mantener las cosas cómodas como estaban”, escribió Andrews, “al otro lado [había] un vital y dinámico organismo, conteniendo las semillas de una gran nación, con sus fuerzas aún no puestas a prueba” 9. La disputa, de naturaleza constitucional, constituiría para Andrews la verdadera esencia de la revolución, representando un conflicto arraigado entre dos sociedades que se habían hecho incompatibles en el tiempo en sus haceres y sentires.

La Escuela Progresista de historiadores encabezada por Carl L. Becker, Charles A. Beard, Arthur M. Schlesinger Sr., y J. Franklin Jameson asumiría una posición distinta a la de la Escuela Imperial. Todos sus exponentes adherían a la idea de que las causas principales de la Revolución de 1776 habían sido sociales y económicas. De un lado, estos historiadores destacaron la creciente ruptura causada por la competencia económica entre las colonias y la madre patria. De otro lado, dieron mayor énfasis al conflicto de clase que existía entre las clases bajas y altas de la sociedad colonial.

La emergencia de los historiadores progresistas, en el lapso 1900-1920 marcó, igualmente, el viraje hacia una interpretación económica de la historia. Todos ellos sostendrían que las fuerzas materiales, y no los factores ideológicos, constituían los determinantes del proceso de independencia. Adhiriendo a los principios del determinismo económico, estos historiadores veían a los hombres movidos, primariamente, por intereses económicos, a los que se subordinaban otros, como los intereses políticos o las ideas. Mirado desde esta perspectiva, intereses de bolsillo y no ideas ni patriotismo, habrían movido a la acción a aquellos líderes que George Bancroft había, en su momento, perfilado como héroes.

9 Charles M. Andrews, “The American Revolution: An Interpretation”, American Historical Review 31 (Enero 1926): 231.

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Carl L. Becker, uno de los primeros historiadores progresistas plantearía que la Revolución Norteamericana debía ser considerada en el marco no de una, sino de dos revoluciones. La primera, de naturaleza externa, había sido la rebelión colonial contra Gran Bretaña—causada por un conflicto de intereses económicos entre las colonias y la madre patria. La segunda había sido una revolución interna, un conflicto al interior de las propias clases sociales coloniales, para definir qué clase, la alta o la clase popular, gobernaría tras la partida de los británicos10.

Si bien An Economic Interpretation of the Constitution (1913), de Charles A. Beard, no analiza directamente la Revolución Norteamericana, su obra se convirtió en un hito para los historiadores de este periodo. Ello porque al analizar el caudal de bienes en manos de los artífices de la Constitución, Beard concluiría que los eventos que condujeron a la Convención de 1787 pueden verse como el reflejo de la ruptura existente en la sociedad estadounidense, resultado ésta del conflicto existente entre ricos y pobres, granjeros y comerciantes, deudores y acreedores y depositarios de riqueza real y riqueza en papel. Ello llevó a los historiadores progresistas a mirar el periodo 1760-1780 como uno de conflicto interclases por motivos económicos.

Una interpretación de la Revolución como resultado de una lucha de clases informada por cuestiones económicas aparece en The Colonial Merchants and the American Revolution, de Arthur M.Schlesinger, publicada en 1918. Al analizar la sociedad colonial, en el lapso 1763-1776, Schlesinger advirtió que la clase comercial, de orientación normalmente conservadora, había jugado un rol prominente en la revolución. ¿Por qué? Después de 1763 había habido frecuentes conflictos entre los comerciantes y el Imperio Británico; asociados tales conflictos a los reveses económicos experimentados por la clase comercial en el marco de la estricta política de control imperial establecida por la madre patria tras las guerras contra Francia y las naciones indias. Schlesinger, concluye que tales conflictos habrían disminuido, sin embargo, con posterioridad a 1770, debido al creciente temor de los comerciantes respecto de lo que podría acontecer con su status y sus propiedades si las clases populares, “sus enemigos naturales en la sociedad”, les ganaban la mano Así, el temor movió a estos comerciantes, empujándolos a dirigir el proceso de emancipación antes de verse sobrepasados por el mismo.

Si bien la obra de Schlesinger trata fundamentalmente del periodo anterior a 1776, el autor extiende el análisis hacia el periodo posterior a este año, tomando en consideración la preocupación de los comerciantes frente a las amenazas latentes de conflicto de clase tras la declaración de la independencia. Plantea que en el marco de la crisis independentista la clase mercantil se escindió. Muchos rehusaron participar en las guerras de independencia por temor a que las clases populares tomaran el control del gobierno colonial tras el conflicto. Sin embargo, durante el conflictivo periodo de la Confederación, esta clase comercial habría vuelto a consolidarse en un solo bloque, en los 1780’s tardíos, con el objetivo de fundar un nuevo gobierno que protegiera sus intereses. Una vez unida, tal clase se convertiría, de acuerdo con Schlesinger, “en un potente factor en la contrarrevolución conservadora que condujo al establecimiento de la

10 Ver Carl L. Becker, The History of Political Parties in the Province of New York, 1760-1776 (Madison, Wis., 1909), p. 22.

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Constitución de los Estados Unidos”. Esta Constitución constituiría la antítesis de la Revolución; las mismas clases y los individuos que se habían enfrentado unos contra otros en los 1770’s continuaban disputando el poder en los 1780’s.

J. Franklin Jameson, otro historiador de la tradición Progresista, también vio la revolución como un conflicto de clase, en el marco de un movimiento social encabezado por las clases populares para acrecentar la democracia en la sociedad estadounidense. Su libro, The American Revolution Considered as a Social Movement, publicado en 1926, describe las comprensivas reformas sociales y económicas que tuvieron lugar durante el conflicto—reformas que redujeron el poder de la aristocracia anterior a la guerra y mejoraron la suerte del hombre común. La democracia económica aumentó, conforme al planteamiento de Jameson, debido a la redistribución de la propiedad agraria. Grandes haciendas, de propietarios leales a la causa del Rey, fueron confiscadas y divididas en granjas para ser vendidas a pequeños agricultores; vastos dominios bajo el control de propietarios o de la Corona pasaron a manos de las legislaturas estatales las que abrieron estas tierras al asentamiento; y nuevas leyes aprobadas por los estados pusieron fin a las prácticas aristocráticas de mayorazgo y tierras vinculadas. La democracia social también se incrementó, como consecuencia de la rebaja de requisitos de propiedad para votar o ejercer un cargo público; también operó la abolición de la esclavitud y de la trata esclavista en algunos estados; y se produjo el desmantelamiento de la Iglesia Anglicana en muchos lugares del país.

Tras la II Guerra Mundial, en reacción a la Escuela Progresista, emergió un nuevo grupo de académicos, la Escuela Neoconservadora de historiadores. Difieren ambas escuelas en su percepción del periodo colonial como un todo. Para los historiadores progresistas, la sociedad colonial no era democrática, hecho que había dado lugar a un permanente conflicto de clase. Las clases populares, pobres, sin privilegios, y sin derecho a voto, mantenían una constante lucha para mejorar su condición social. A los ojos de estos historiadores, entonces, la Revolución habría repesentado el climax de un movimiento de masas en busca de un mayor bienestar económico y derechos políticos.

Contrariamente, los historiadores neoconservadores planteaban que la sociedad colonial norteamericana había sido esencialmente igualitaria y democrática. Sin ser pobre, la mayoría de los colonos se situaba, más bien, en el segmento de las clases medias, dada la cantidad de bienes que poseía. A su vez, los bienes registrados permitían, aún a los pequeños granjeros, cumplir con los requisitos de propiedad necesarios para ejercer una ciudadanía efectiva, existiendo, de esta suerte, una amplia democracia. La sociedad colonial era abierta y no excluyente, caracterizándose por una gran movilidad social. El hombre común, conforme a la visión de estos historiadores, estaba, en consecuencia, satisfecho con su suerte y no se sentía compelido a participar en conflicto de clase alguno, ni por razones económicas ni de conquistas democráticas.

Como corolario a este segundo punto de vista, los historiadores neoconservadores argüían que la Revolución había sido esencialmente un movimiento conservador. De acuerdo con ellos,

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los estadounidenses habían luchado su guerra de emancipación con el fin de defender un orden que ya era democrático en los días coloniales. Cuando las reformas británicas, posteriores a 1763, amenazaron con poner fin a este orden, los colonos se alzaron en rebelión. En la lucha contra la madre patria los norteamericanos habrían sido “conservadores”, toda vez que sólo intentaban mantener el estado de cosas anterior a 1763. Los británicos habían sido, en cambio, los “radicales”, dado que ellos habían insistido en producir cambios e innovaciones en los espacios coloniales tras las Guerra contra Francia y las Guerras Indias.

Lejos de coincidir con la idea de una ruptura social provocada por un conflicto de clases al interior de la sociedad colonial, los historiadores neoconservadores insistían en la idea de un consenso social general existente al interior de la misma. Según estos historiadores, la mayoría de los colonos adhería, de hecho, a ciertas ideas comunes y ello les había permitido enfrentar a Gran Bretaña de manera concertada. Una de las más importantes decía relación con la creencia en que las libertades de la gente estaban asentadas en ciertos principios fundamentales de autogobierno, los cuales no podían ser cambiados sin su consentimiento. Liderada por historiadores tales como Robert E. Brown11 y Daniel J. Boorstin12, la Escuela Neoconservadora veía consenso y continuidad—no disenso y conflicto de clases como los autores de la Escuela Progresista—como temas principales en la Historia de los EEUU, en este periodo.

En muchos aspectos, esta Escuela Neoconservadora de Historiadores fue el reflejo del clima conservador existente en los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Fría influyó profundamente el pensamiento y clima de opinión estadounidenses. Los norteamericanos se veían luchando contra los avances del comunismo y el totalitarismo en defensa de la democracia, y compelidos a prestar especial atención al problema de su seguridad nacional. Es posible que estos historiadores proyectaran en sus escritos, de manera consciente o inconsciente, la idea de que frente a esa contingencia los estadounidenses eran una nación tan fuerte y unida como lo habían sido durante la Revolución.

En los 1960’s, esta visión conservadora de la Revolución fue desafiada, de un lado, por una corriente de historiadores intelectuales quienes vieron el proceso revolucionario como un movimiento radical más que conservador. De otro lado, esta posición conservadora comenzó a ser cuestionada por un grupo de historiadores neo-progresistas, y aún por otro grupo de analistas, que comenzó a prestar atención al grupo de individuos leales al Rey durante la Revolución, hasta entonces insuficientemente o no considerados.

La tendencia hacia una vertiente de historia intelectual devino, en parte, de la reacción contra los historiadores progresistas, quienes desconfiaban de la fuerza de las ideas como factores determinantes en la historia. Fuertemente influidos por el pensamiento de Marx y Freud, estos historiadores progresistas veían las ideas como meras racionalizaciones diseñadas para enmascarar intereses de clase profundamente arraigados. Para ellos, por ejemplo, el uso del

11 Robert E. Brown, Middle Class Democracy and the Revolution in Massachussets. 12 Daniel J. Boorstin, The Genius of American Politics.

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slogan “No taxation without representation” (No a los impuestos sin representación), por parte de la clase de los comerciantes, reflejaba más el uso de un mecanismo manipulación que servía a sus intereses, que una genuina preocupación con el principio abstracto subyacente a dicho slogan.

Bernard Baylin fue el académico más prominente en la línea de historia intelectual de los 60´s. En The Ideological Origins of the American Revolution, Bailyn, concluyó que las ideas constituyen determinantes esenciales de la historia. Luego de analizar la literatura panfletaria escrita en el periodo anterior a la Revolución, este autor sostiene que las ideas jugaron un papel principal en el proceso revolucionario. Siguiendo este argumento, lo verdaderamente revolucionario de 1776 no fue la total destrucción de los grupos sociales o de las instituciones políticas dado que, comparada con otras revoluciones, esa destrucción fue relativamente poco importante. Para Baylin, lo verdaderamente revolucionario fue, más bien, la alteración fundamental de la estructura de valores y el cambio en las percepciones de los colonos estadounidenses sobre sí mismos y sus instituciones. Antes de la Revolución, los colonos veían sus diferencias respecto de las sociedades europeas como debilidades, y experimentaban hacia aquéllas un sentimiento de inferioridad en la medida que carecían de títulos de nobleza, de una cultura cosmopolita, una sociedad estratificada y una iglesia establecida. Después de la Revolución, en cambio, comenzaron a percibir tales diferencias como positivas y no malas; como virtudes y no vicios; y como ventajas, más que defectos. Éstas les permitirían establecer un gobierno republicano en concordancia con su sociedad republicana.

Con tal cambio, de índole predominantemente ideológica, Bailyn pretende explicar

también la aparente contradicción entre la seriedad con que los revolucionarios asumieron sus ideas y la falta de un cambio social e institucional de naturaleza radical. La revolución—arguye Bailyn—no involucró tanto la transformación como la autorrealización de la sociedad americana13.

2. Economía y sociedad en el siglo XVIII

Un análisis cabal de la independencia pasa por la descripción del siglo XVIII en Norteamérica. A lo largo de aquel siglo, el crecimiento y desarrollo de la población fue rápido y constante. Las colonias inglesas continentales en Norteamérica contaban con alrededor de 250.000 habitantes hacia 1700. En 1776, en los albores de la independencia, la población exhibía ya una multiplicación por diez, alcanzando una cifra superior a 2.500.000 de habitantes. En su mayor parte, este incremento se debió a un crecimiento natural. Muchos de los factores que habían incidido en el rápido crecimiento poblacional del siglo XVII—matrimonio a temprana edad para las mujeres, mayor longevidad y menores tasas de mortalidad—se mantuvieron en el siglo XVIII. En comparación, el crecimiento demográfico de Inglaterra, en ese mismo período, fue

13 Bernard Bailyn, durante largos años profesor de Harvard, ha escrito numerosas obras. Entre ellas, The New England Merchants in the Seventeenth Century (1955), Education in the Forming of American Society (1960), The Origins of American Politics (1968), y The Ordeal of Thomas Hutchinson (1974). Su interpretación sobre la revolución estadounidense aparece en The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge, Mass.: The Belknap Press of Harvard University Press, 1967).

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menor. Mientras los ingleses sobrepasaban a los colonos veinte a uno en 1700, hacia 1776 sólo había tres ingleses por cada colono norteamericano (incluyendo esclavos).

La segunda fuente importante de crecimiento demográfico estuvo vinculada a la inmigración. Según estimaciones, entre 1700 y 1776, alrededor de 450.000-500.000 inmigrantes arribaron a las trece colonias, los que incidieron en alrededor de un 20% en el crecimiento poblacional antes anotado14.

El grupo más importante de inmigrantes estuvo representado por descendientes de protestantes irlandeses y escoceses. Algunos se establecieron en New York y New Jersey, pero la mayoría se asentó en la parte central de la colonia de Pennsylvania avanzando desde allí hacia Maryland, Virginia y las Carolinas. Un estimado de 300.000 inmigrantes, entre escoceses e irlandeses, llegaron a América durante el período colonial15. Alemania fue la segunda fuente productora de nuevos inmigrantes, los que también fueron atraídos hacia Pennsylvania dadas las políticas liberales existentes en esa colonia. Estos grupos fueron complementados con contingentes inmigrantes de otros países, tales como hugonotes franceses, escoceses de las Highlands, irlandeses católicos, judíos, suizos y galeses. Sin importar su origen, a su arribo al nuevo mundo todos traían como bagaje común la terrible experiencia del cruce del Atlántico en navíos a vela lentos, cargados de morbos e infectados de ratas. Los niños difícilmente sobrevivían tales travesías, alcanzando la mortalidad del viaje alrededor del 20% de los pasajeros.

Un componente final y crítico del crecimiento demográfico de las colonias inglesas en el siglo XVIII fue el auge de la esclavitud, base del sistema laboral y productivo en el Sur, e importante también en el Norte. En 1700 los esclavos alcanzaban un número estimado en 25.000 almas, constituyendo alrededor del 10% de la población total. Hacia el período pre-revolucionario, se habían elevado a un 20% del contingente poblacional. Este incremento provino no sólo del crecimiento natural de la población negra sino, fundamentalmente, de las crecientes importaciones de esclavos desde África y las Indias Occidentales, las que alcanzaron su mayor auge hacia la década de 1760. Aunque había esclavos en todas las colonias, aquéllas del Sur los concentraron masivamente. En ellas la población negra alcanzaba alrededor de un 40% de la población en 177616.

Es más fácil explicar el crecimiento de la esclavitud que las causas del fenómeno esclavista. Sin duda, un factor clave para la comprensión de la expansión de la esclavitud en las colonias inglesas alude a la mayor eficiencia del esclavo negro respecto de los sirvientes escriturados (indentured servants); éstos últimos podían ser mantenidos en esa condición sólo por un número determinado de años en tanto los negros se entendían esclavizados a perpetuidad. Más aún, el amo de esclavos no sólo era dueño de un número finito de esclavos. Se entendía también dueño 14 Arthur S. Link, Robert V. Remini, Douglas Geenberg y Robert C. McMath, Jr., A Concise History of the American People (Arlington Heights, Illinois, 1984), pp. 48-49.15 Link y otros, op. cit., pp. 48-49.16 Link y otros, op. cit., pp. 49-51.

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de los hijos, y de los hijos de los hijos, de sus esclavos. Por último, los ingleses americanos miraban con menosprecio a los africanos, a los que consideraban naturalmente inferiores, percepción que hacía más fácil legitimar y perpetuar el sistema al cual estaban sometidos.

A finales del siglo XVII, la esclavitud ya había reemplazado a la servidumbre escriturada como el sistema laboral dominante en las plantaciones del Sur. Ello explica el crecimiento significativo de la trata esclavista en el mundo Atlántico, la que llegó a convertirse en el negocio mayor y más lucrativo del siglo XVII, pese a las pérdidas de esclavos experimentadas a lo largo de la travesía desde África hacia el Nuevo Mundo. Estas pérdidas alcanzaban hasta un 50% de la masa de cautivos, en el marco del hacinamiento, mala alimentación, enfermedades y maltrato en que eran conducidos hacia su destino final en América.

El crecimiento de la población constituyó causa y consecuencia, a la vez, del desarrollo económico colonial habido a lo largo del siglo XVIII. De un lado, el crecimiento de la población indujo el aumento del producto agrícola dada la mayor cantidad de brazos (trabajo) disponible. De otro lado, el mayor producto favoreció el aumento de las familias al haber más alimento disponible, a la par que atrajo nuevos contingentes de inmigrantes seducidos por la posibilidad de trabajo y acceso a tierras. El producto agrícola colonial creció en un 600 % entre 1700 y 1770. Durante el mismo período, las importaciones aumentaron en un 800%, en tanto las exportaciones se cuadruplicaron.

Hay varias causas que explican el crecimiento sostenido de la agricultura. En primer lugar, cabe destacar las innovaciones en las técnicas de producción coloniales, las que hicieron posible un mayor rendimiento. En segundo lugar, hay que hacer notar que hasta 1776 hubo una acentuada demanda inglesa por materias primas coloniales, la que creció más rápido que la demanda colonial de bienes manufacturados metropolitanos. Ello no sólo incentivó el tráfico comercial sino también permitió a los productores y comerciantes conseguir mejores precios por los bienes exportados. Un tercer factor apunta a que muchos comerciantes británicos, ávidos por tener parte en las ganancias del creciente tráfico colonial, sirvieron como fuentes de capital y crédito para los colonos americanos (particularmente los del Sur), lo que permitió a aquéllos expandir su producción con una rapidez sin precedentes.

Lo que distinguió a las colonias inglesas continentales en el siglo XVIII, respecto de los siglos anteriores, no fue tanto el tipo de comercio en que se involucraron sino las cantidades y montos asociados a la actividad comercial, así como los nuevos patrones de complementariedad económica que cristalizaron entre ellas y la madre patria. En efecto, a lo largo del XVIII, todavía los habitantes del dominio de Nueva Inglaterra se dedicaban a la pesca y al comercio de pieles y al beneficio de productos madereros. Los colonos de Virginia y Maryland, en tanto, permanecían fieles a su riesgosa, mas altamente lucrativa, economía basada en la plantación y exportación del tabaco. Los de Carolina del Sur producían arroz e índigo, mientras los colonos de New York y Pennsylvania comerciaban el trigo, harina y maderas. Pocos plantadores y pocos comerciantes, como era ya tradicional, respetaban seriamente las disposiciones que desde la corona inglesa

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gravaban el tráfico comercial, conocidas como las Navigation Acts (Actas de Navegación). Sin embargo, los lazos de complementariedad entre uno y otro contexto se hacían cada vez más férreos. Hacia 1770, el comercio colonial constituía 1/3 del comercio global del Imperio Británico.

El crecimiento de las ciudades fue la lógica consecuencia de la prosperidad económica y el crecimiento poblacional. Cinco ciudades mayores existían en el siglo XVIII: Boston, Newport, New York, Filadelfia y Charleston. Hacia 1700 éstas no eran sino pequeñas ciudades, las que concentraban apenas un 5% de los colonos. Hacia 1770 ya exhibían un crecimiento impresionante alcanzando grados significativos de importancia en el marco del crecimiento económico y comercial, la expansión del transporte, el desarrollo de las comunicaciones y la concentración de la actividad política. Más aún, hacia la segunda mitad del siglo XVIII, las ciudades concentraban ya a los hombres más prominentes de cada colonia. Éstos imponían los patrones culturales y las modas (conforme a aquéllos impuestos por las clases altas inglesas) y se preciaban de una actitud más sofisticada, cosmopolita e ilustrada que la mantenida por los habitantes de las áreas rurales.

Los colonos norteamericanos estaban orgullosos de sus ciudades, a las que veían como la manifestación última de la madurez alcanzada por su sociedad. Pero, el crecimiento también tenía sus costos. Ya en la segunda mitad del siglo XVIII, la insalubridad y epidemias se constituían por primera vez en problemas, en el marco de una expansión urbana desorganizada y a veces caótica. La protección contra los incendios era precaria, lo que acentuaba la vulnerabilidad de las construcciones. La pobreza era visible en toda su crudeza, debiendo las autoridades tomar nuevas providencias para su contención. En tiempos de carestía, asimismo, las ciudades se tornaban en refugio obligado de marineros y de vagabundos provenientes de las áreas rurales en busca de la elusiva subsistencia. La delincuencia, en general, y, en particular los robos, ponían en jaque permanente a fuerzas policiales en exceso rudimentarias. Crimen, prostitución, alcoholismo y otras lacras sociales se hacían visibles en exceso.

Desde un punto de vista social, las colonias experimentaron un importante proceso de diferenciación a lo largo del siglo XVIII, dándose paso a una más estratificada estructura de clases. En el siglo XVII la brecha entre ricos y pobres era relativamente estrecha, experimentando ésta, sin embargo, un proceso de ensanchamiento a lo largo del nuevo siglo. La concentración mayor de la riqueza tuvo lugar en el sur, seguida por el dominio de Nueva Inglaterra y las colonias del centro.

Tan desigual distribución tuvo diferentes efectos en las relaciones entre clases. En el caso de los plantadores del Sur, los fenómenos de concentración de riquezas e inequidad en su distribución fueron tan significativos, que permitieron a la clase dominante endurecer el control ejercido sobre los grupos dependientes. Las presiones enfrentadas por los ricos plantadores de las áreas rurales provenían, tanto de sus esclavos, como de los agricultores más pobres del Oeste, aunque el simple conflicto de clases entre blancos fue la excepción y no la regla. En las ciudades, en cambio, y en contextos de mayor libertad, había considerable conflicto que emanaba, sobre todo, de antagonismos de clase. Desempleados, vagos y marineros resentían la riqueza y el estilo de vida ostentoso que exhibían los comerciantes urbanos—resentimiento que hacían expresivo a través de la prensa, así como de disturbios ocasionales. Sintomáticamente, mientras la mala

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distribución de la riqueza favoreció el endurecimiento de las relaciones de clase (en beneficio de los plantadores) en el Sur, en las ciudades promovió dosis crecientes de inestabilidad social.

La estratificación de la sociedad colonial norteamericana en el siglo XVIII y el número creciente de pobres y arrendatarios fueron el resultado del desarrollo acelerado. Las condiciones relativamente igualitarias de la etapa anterior no pudieron sobrevivir al desarrollo de una economía capitalista en expansión. La erosión de las condiciones igualitarias fue, entonces, una directa consecuencia del cambio económico y demográfico y adicionó lo suyo al proceso de enajenación respecto de la madre patria.

3. Vida política colonialEl crecimiento económico también incidió en una mayor complejidad de la vida política

colonial. Antes de 1689, los asuntos políticos—en casi todas las colonias, así como en Inglaterra—eran dominados por los propietarios, los gobernadores reales, y las elites, reflejando la noción de que “la autoridad debía descender del rey a los padres, de los padres a los hijos, y de los hijos a los siervos”, tal como sustentado por un filósofo político realista.

En la “Revolución Gloriosa” inglesa, de 1688, sin embargo, la facción política de los Whigs desafió este precepto, ganando la batalla por una monarquía constitucional que limitaba los poderes de la Corona. De allí en adelante, el gobierno ideal dividiría el poder entre la monarquía, la aristocracia y los comunes. Si bien los Whigs no abogaban por la democracia, sí consideraban que los propietarios comunes (no nobles) debían tener algún poder político, sobre todo para poder participar en las decisiones sobre la imposición de impuestos. Así, en 1689, los políticos Whigs forzaron a los reyes William y Mary a aceptar una “Declaración de Derechos”, en el marco de la cual se fortaleció el poder de la Cámara de los Comunes (House of Commons) a expensas del poder de la Corona. En el marco del modelo inglés, así diseñado, se inscribió la vida colonial desde fines del siglo XVII.

En la cúspide de la pirámide política colonial se encontraba el gobernador. En la mayoría de las colonias el gobernador tenía la facultad de nombrar a los miembros de su Consejo, a los jueces criminales, los sheriffs y los jueces de paz. El gobernador ejercía también un derecho a veto a la legislación, los derechos a controlar la distribución de la tierra y a convocar y despedir a la Asamblea de Representantes. Bajo su autoridad estaba el Consejo, cuyos miembros se hallaban estrechamente conectados al ejecutivo y eran elegidos entre los miembros más ricos de la colonia. En teoría, el Consejo correspondía a la cámara alta de la legislatura colonial.

Luego venía la Asamblea de Representantes. Aunque los poderes formales de las asambleas coloniales variaban considerablemente, todas ellas eran cuerpos productores de legislación y genuinas instituciones representativas. En comparación con cualquier nación europea, una proporción mucho mayor de personas participaba en estas importantes asambleas coloniales. Hacia fines del siglo XVII, casi todos los adultos blancos, libres, con propiedad, tenían derecho a voto. Las mujeres y los esclavos estaban excluidos de su ejercicio y usualmente se

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dejaba también fuera a los sirvientes escriturados dado que no eran propietarios. Otros miembros de la comunidad excluidos de los registros electorales eran en la mayoría de las colonias, después de 1688, los católicos y los judíos—ambos por motivos religiosos. La mayor parte de los historiadores coincide, sin embargo, en plantear que el 50% de los blancos en el Sur y alrededor del 75% en las colonias del centro y del norte estaban calificados para participar políticamente.

En teoría, la estructura político-institucional existente en las colonias inglesas de Norte América debía servir como garantía a la estabilidad y la armonía. Los gobernadores poseían poderes formales sustanciales y la división tripartita de gobernador, consejo y asamblea remodelaba la estructura de poder existente en Inglaterra. El sello de la vida política inglesa en el siglo XVIII era su estabilidad y todos, en Inglaterra y América, aspiraban a que este mismo carácter se reprodujera en la política colonial norteamericana. Con todo, los paralelos en las estructuras políticas de Inglaterra y Norteamérica ocultaban diferencias importantes, las que hacían la política colonial tan inestable y cacofónica como estable y armónica era la inglesa.

La primera causa de fricción política en el siglo XVIII colonial, en Norte América, estuvo asociada a la permanente lucha por el poder entre gobernadores y asambleas. A pesar de sus considerables poderes formales, los gobernadores no tenían acceso al patronazgo, un elemento clave en la estabilidad política inglesa. Sin patronazgo que ejercer ni privilegios que distribuir, los gobernadores eran virtualmente incapaces de inhibir a sus opositores políticos lo que favoreció la concentración de un creciente poder en las cámaras bajas. El poder mayor de estas asambleas, copiando el modelo de los Whigs ingleses, radicaba en el control de los impuestos y en la decisión del gasto de los mismos, rehusando sistemáticamente el financiamiento de proyectos militares, o de otro tipo, propuestos por los gobernadores. Imitando el ejercicio del poder de la Cámara de los Comunes inglesa, normalmente sometían a su voluntad al gobernador con el expediente de controlar “la bolsa”—un poder que incluso contemplaba la facultad de rehusarse a pagar el salario del gobernador.

Todavía otros factores contribuían a exacerbar la inestabilidad política de las colonias en el siglo XVIII. La heterogeneidad étnica, la diversidad religiosa, los antagonismos entre propietarios de tierras y arrendatarios, las relaciones crediticias entre deudor y acreedor, más algunas diferencias de tipo seccional (norte v/s sur), acrecentaron el proceso de fragmentación al interior de estas rebeldes asambleas. Adicionalmente, las frecuentes elecciones contribuían a mantener el clima político permanentemente febril, con un electorado que participaba activamente en todos los procesos. La política colonial era, usando el término de siglo XVIII, de “naturaleza facciosa.” Su carácter polémico y animado provenía del crecimiento demográfico y de la prosperidad económica—elementos que favorecían el debate. La experiencia política de las elites en las tareas de organización del sistema así como la de la masa al hacer decisiones políticas fueron prácticas vitalmente importantes. Proveyeron a los colonos, de los distintos estratos sociales, de un entrenamiento concreto en las realidades de los modernos grupos de interés, un entrenamiento que los familiarizó con las técnicas de organización y acción que probarían ser útiles en los 1760s y 1770s, las décadas de la independencia.

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4. Influencias Ideológicas de la emancipación4.1 La IlustraciónFue en las ciudades donde a través de los contactos comerciales con extranjeros, la

creación y lectura de periódicos, las variadas actividades urbanas y la vivaz sociabilidad colonial se produjo la difusión de las ideas y modas nuevas.

Mucho del nuevo pensamiento ilustrado, con su aproximación empírica al mundo físico y su visión racionalista de la sociedad humana pudo ser perfectamente conciliado con las ideas tradicionales. Al respecto, valga mencionar, por ejemplo, que la idea de la ley natural ya existía en la teología cristiana, de manera que los verdaderos creyentes sólo debían asumir que la visión del mundo de Copérnico y Newton expresaba simplemente la mayor gloria de Dios. Bajo esta óptica, los líderes puritanos aceptaron la ciencia newtoniana desde el comienzo.

Por otra parte, las premisas de la ciencia newtoniana y de la Ilustración se adaptaron perfectamente a la experiencia de vida norteamericana. En el Nuevo Mundo la gente estaba menos condicionada por los estrechos marcos que en Europa definían los roles del sacerdote, el campesino y el noble. A esta mayor fluidez social se agregaba el hecho de que la propia experiencia colonizadora en Norteamérica había estado asociada, desde sus orígenes, a la observación, experimentación, y a la necesidad de pensar originalmente.

Aunque la mayoría de los colonos norteamericanos estuvo ajena al fenómeno de la Ilustración, hubo muchos involucrados en la transformación intelectual asociada al mismo. Las sociedades y clubes científicos despuntaron en cada ciudad colonial. En 1743, Benjamín Franklin fundó el prototipo y la más importante de estas asociaciones: la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia.

Epítome de la Ilustración y del nuevo espíritu y sociedad norteamericanos, Benjamín Franklin nació en Boston, en 1706. De ascendencia puritana, Franklin era hijo de un candelero y fabricante de jabón. Con escasa escolaridad básica, se hizo a sí mismo a través de un permanente esfuerzo, autodidacta, que le llevó a incursionar por distintos caminos. En Franklin, los ideales de la Ilustración, la oportunidad, y sus talentos excepcionales se unieron para producir una personalidad única. A temprana edad se convirtió en aprendiz de su hermano mayor en una imprenta. Hastiado de la actividad, dejó el hogar paterno a los 17 años. Antes de cumplir los 24 años se hizo dueño de una imprenta en Filadelfia, donde editó y publicó la Gaceta de Pensilvania, dedicándose—además del periodismo y la imprenta—a la actividad comercial. Antes de retirarse de los negocios a los 44 años, y entre otros logros, Franklin había fundado una Biblioteca y una Compañía de Bomberos, ayudado a crear la Academia que luego sería convertida en la Universidad de Pensilvania y organizado, asimismo, el Club de Debate que crecería hasta transformarse en la Sociedad Filosófica Americana.

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Como muchos artesanos urbanos, ricos plantadores de Virginia y comerciantes portuarios adinerados, Franklin abrazó el deismo. Influidos por la ciencia ilustrada, los deistas aseguraban que Dios había creado el mundo permitiéndole operar en el marco de las leyes de la naturaleza. El Dios de los deistas era un ser racional, un “relojero” divino que no intervenía directamente en la historia humana e individual. Rechazando la autoridad de la Biblia, los deistas confiaban en la “razón natural”, en la razón humana como creadora de la moral. La adhesión de los individuos a esta moral natural les aseguraba después de muertos una justa recompensa divina.

Franklin popularizó la visión racionalista y pragmática de la Ilustración en diversas obras. La más popular, Poor Richard’s Almanac, fue leída por miles. Creador de un pensamiento científico original, el curso de los eventos le impidió dedicarse a la ciencia como hubiera deseado. Su obra Experimentos y Observaciones en Electricidad (1751)—una de las grandes contribuciones a la ciencia del período—tuvo varias ediciones y estableció su reputación como pensador y experimentador. Sus especulaciones se extendieron a los campos de la medicina, meteorología, geología, astronomía, física y a otros aspectos de la ciencia. Perfeccionó la cocina, inventó el cordón eléctrico, los lentes bifocales y una armónica de vidrio usada por Mozart y Beethoven al componer. En sus viajes como agente colonial en Londres y, más tarde, como Embajador de los Estados Unidos en Francia, su insaciable curiosidad le llevó a hacer una serie de sugerencias (algunas de ellas adoptadas más tarde) para el perfeccionamiento del diseño naval17.

Para los pensadores coloniales, en general, la Ilustración sentó “el predominio de los hechos, tal cual constatados empíricamente”, una tesis tributaria del pensamiento de John Locke. En su Essay Concerning Human Understanding (Ensayo sobre la Razón Humana), un trabajo tan revolucionario como sus estudios políticos, Locke había sostenido que la razón humana era como una tábula rasa, “un papel blanco, vacío de caracteres, sin idea alguna”. Y dado que la mente no contenía nada que no hubiese estado antes presente en los sentidos, el conocimiento dependía—en último término—de las impresiones recibidas por éstos a partir de experiencias personales individuales. De allí que los practicantes de la Ilustración en las colonias inglesas insistieran en una forma de verdad susceptible de ser verificada a través del método empírico, más que en una verdad originada de la mera aceptación de postulados arbitrarios acerca de la naturaleza de las cosas. La experimentación y no la revelación, según Benjamín Franklin, constituía la vía para acceder a la explicación del universo; explicación que, en último término debía servir de base para la transformación del mundo y el progreso humano. Lo anterior, por cierto, no obstó para que se aceptaran sin vacilaciones algunas verdades a priori, tales como las del derecho natural a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, aún cuando estos teoremas, de naturaleza moral o filosófica, no fueran susceptibles de ser comprobados científicamente.

4.2. El Gran Despertar. “The Great Awakening ”

En tanto algunos pocos colonos norteamericanos abrazaban la Ilustración y el Deismo, otros tornaban al Pietismo, el movimiento devocional europeo llegado a las colonias con los 17 George Brown Tindall, America. A Narrative History (2 vols., New York, 1988), Vol. I, pp. 130-131.

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inmigrantes alemanes en las primeras décadas del siglo XVIII. Más que el argumento teológico, los pietistas realzaban la importancia de un comportamiento devoto o pío, promovían la celebración de servicios religiosos de marcado tinte emocional y aspiraban a una unión personal y mística con Dios.

Desde un origen recluso, asociado a desarrollos locales, el nuevo movimiento religioso pronto ejerció una significativa influencia religiosa en todas las colonias; también incidió, desde un punto de vista ideológico, en el proceso de emancipación de los colonos ingleses de Norteamérica. El fenómeno, conocido como el “Gran Despertar” transformó la experiencia religiosa tradicional. Una gigantesca ola de evangelismo y renacer religioso barrería, desde la década de los 1720s y en unos pocos años, a las colonias generando una intensa emocionalidad religiosa y levantando agudas controversias.

Los orígenes del fenómeno deben buscarse en la generalizada percepción de decadencia de la religión existente en las colonias. De un lado, este “Gran Despertar” constituyó una suerte de reacción contra la Ilustración. Las nuevas corrientes ilustradas, según se creía, estaban alejando a la gente de las expresiones de piedad tradicional y empujando a las clases educadas y a los intelectuales al deismo y al escepticismo. De otro lado, esta decadencia de la fe se entendía en parte asociada a la permanente escasez de ministros en las colonias, particularmente en aquéllas más recientemente pobladas.

Los argumentos y rasgos más importantes del “Gran Despertar” aparecen explícitos en los

sermones de la década de 1720. A través de éstos, un número creciente de ministros comenzó a advertir a la sociedad de los peligros que ellos veían en una religión en exceso institucionalizada y con escaso poder de interpelación personal a los fieles, e incapaz de hacer frente al espíritu secular y el apetito comercial que erosionaban la piedad tradicional. Era necesaria una transformación radical, a través de un verdadero despertar religioso que asumiera como suyas las tareas de remover las consciencias e incentivar la experiencia de una genuina reconversión y renacimiento espiritual. Este nuevo mensaje a los creyentes se inscribió en el marco de una apasionada retórica que buscó configurar una vivencia religiosa de marcado sello emocional, ofreciendo a las masas una religión fácilmente comprensible, plena de entusiasmo y participación democrática.

Con tales características, el “Gran Despertar” se expandió como un reguero de pólvora,

particularmente en las áreas de frontera, donde las tradiciones religiosas se habían debilitado y la presencia de la iglesia establecida era prácticamente nula. Si bien resistido por el clero protestante

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tradicional18, en la medida que involucró crítica a los pastores y revisión del orden establecido, el fenómeno cundió por las colonias inglesas de Norte América.

Puede aludirse a varios “renacimientos” u oleadas del fenómeno, las que comenzaron en Nueva Jersey y Nueva Inglaterra en la década de 1720 y se diseminaron luego a través de Angloamérica. Jonathan Edwards, pastor de la iglesia de Northampton, Massachussetts, y otros “renacentistas” (llamados “las Nuevas Luces” en Nueva Inglaterra) partían del diagnóstico que la vida religiosa de las iglesias se había convertido en algo emocionalmente estéril. El proceso de conversión, en vez de constituir una experiencia conmovedora, se había transformado en un ritual en exceso intelectualizado carente de significado religioso. Para Edwards, los habitantes de Nueva Inglaterra eran “pecadores en las manos de un Dios iracundo19” quien los destruiría fatalmente si persistían en sus prácticas impías.

Un énfasis definido a la causa del renacer religioso fue impreso por George Whitefield, un evangelista inglés llegado a las colonias en 1739. De acuerdo con los testimonios, Whitefield era un orador de magnetismo inusual. Multitudes acudían a sus sermones, en los que el fervor religioso se desplegaba de manera incontenible. Benjamín Franklin rescata el testimonio de que sólo en Filadelfia, Whitefield había sido escuchado por 10.000 personas20.

Sin embargo, el “Great Awakening” constituyó un fenómeno mucho más complejo que la mera reacción contra una iglesia que había dejado de satisfacer a su feligresía, o que la crítica al comportamiento frío de los fieles en la iglesia o a las viejas técnicas utilizadas por el pastor en sus sermones. En realidad, el fenómeno amenazó fehacientemente a la vieja ortodoxia provocando su quiebre. En algunas iglesias se comenzó a enseñar el Armenianismo, el que transformó el discurso religioso. Éste varió, desde un énfasis en el infierno y la predestinación, hacia otro tipo de discurso en que la libre voluntad del individuo y las buenas obras cobraban mayor importancia en el proceso de alcanzar la salvación. La teoría evangélica puso un acento especial sobre la relación personal existente entre el individuo y Dios. Los renacentistas, los “Nuevas Luces”, machacaban sobre este tema insistiendo que ningún hombre debía interferir en la relación entre Dios y el creyente en busca de salvación. Para los clérigos de la corriente tradicional, los “Viejas Luces”, esta doctrina tenía implicaciones desastrosas ya que permitía, explícitamente, que los individuos

18 El “establishment” clerical resintió significativamente la intrusión representada por el Gran Despertar y los “revivalistas”. De acuerdo con sus críticas, había peligros inherentes a este “despertar” de la religión. Los predicadores revivalistas incitaban a gente “subversiva de la paz, de la disciplina y del gobierno” a demoler las estructuras de poder existentes. De hecho, tanto la elite civil como religiosa dominantes tendieron a cerrar filas contra estos potenciales sediciosos, lo que llevó a que el fenómeno se planteara como un movimiento democrático y, desde esta perspectiva, acentuara las tendencias hacia una eventual enajenación de las colonias respecto de Inglaterra. Cfr. Charles Chauncy, “Enthusiasm described and caution´d against. A sermon Preach´d ... the Lord´s Day after the Commencement ... (Boston, 1742), en Howard H. Quint, Dean Albertson y Milton Cantor, Main Problems in American History (Chicago, Ill., 1987), Vol. I, 19 Link y otros, op. it., p. 64.20 Link y otros, p. 64.

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rechazaran la autoridad del ministro y substituyeran el juicio de este último por el propio en materias religiosas.

Con ello, el fenómeno trajo consigo el quiebre del Calvinismo en las colonias. Los Presbiterianos se dividieron en el “Old Side” y el “New Side”. Los Congregacionistas en las “Old Lights” y las “New Lights”. El movimiento debilitó, asimismo, el status del viejo clero, erosionando para siempre la influencia clerical en los EEUU, tanto en los aspectos religiosos como seculares. Muchos de los renacentistas eran pastores itinerantes que desarrollaban sus sermones al aire libre, supervisaban conversiones y criticaban al ministro local por las fallas en el cumplimiento de sus funciones de buen pastor de su rebaño. A la vez, el movimiento incentivó la necesidad de tolerar la disensión religiosa. Nueva Inglaterra nunca sería la misma luego de este cisma en la ortodoxia.

En cuanto a otros efectos, puede ser planteado que este “Gran Despertar” y las controversias teológicas a que dio lugar tendieron a vaciarse a la política, contribuyendo a inflamar una situación ya sobrecalentada. El mensaje del “Gran Despertar”, antiautoritario por excelencia, tendió a promover más que inhibir el desafío a la autoridad establecida. Aledañamente, éste fue el primer fenómeno compartido globalmente por todos los americanos, de todas las condiciones, en las distintas colonias, con particular arraigo en los grupos de menor condición. Al interior de éstos, el mensaje, fuertemente individualista, tendió a reforzar la idea de que todos los hombres dependían de sus propias experiencias y de que la prominencia social y la riqueza no eran relevantes a los ojos de Dios.

La Ilustración y el “Gran Despertar” asumieron en los EEUU ciertos rasgos en común. Ambos favorecieron la libertad religiosa, auspiciaron la separación entre la Iglesia y el Estado, promovieron la reforma humanitaria y cooperaron en la causa del mejoramiento de la educación, en especial de la educación superior. Ambos sustentaban la idea de que existía una suerte de designio providencial para el Nuevo Mundo, del cual los colonos eran depositarios. Ambos fenómenos tendieron también a confiar más en la experiencia que en la tradición o en la autoridad, como fuente de verdadero conocimiento.

El Gran Despertar, así como la Ilustración, pusieron en movimiento corrientes fundamentales para la vida norteamericana. Implantaron en su cultura el principio evangélico y el estilo renacentista. Podría decirse que el contrapunto entre el Gran Despertar y la Ilustración—entre los principios de la piedad y de la razón—llevó, por caminos diferentes, a fines similares. Ambos pusieron acento en el poder y el derecho de los individuos para pensar y juzgar por sí mismos, y ambos, también, levantaron expectativas milenarias en torno a Norte América como la tierra prometida en la que los hombres podían obtener la perfección a través de la fe y de la razón.

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4.3 Contenidos democráticos de la teología calvinista

Puede plantearse que la teología calvinista también favoreció la emergencia de simientes ideológicas proclives a un eventual autogobierno al haber generado, en la duración, una mentalidad afín con ideas democráticas. En la versión puritana de la teología calvinista, Dios había establecido un compromiso o contrato voluntario con los hombres, mediante el cual éstos aseguraban su salvación. De la misma manera, una comunidad o asamblea de creyentes se constituía, vía un compromiso eclesial, en una unión voluntaria de fieles, para rendir colectivamente culto a la divinidad y ordenar el gobierno eclesial. Considerados ambos principios, sólo había un paso hacia la idea de una unión voluntaria de individuos para asumir responsabilidades de gobierno temporal. La historia de Nueva Inglaterra ofrece varios ejemplos de pasos previos hacia el gobierno constitucional: el compacto del Mayflower; el Acuerdo de Cambridge entre John Winthrop y sus seguidores; las Ordenes Fundamentales de Connecticut, así como los arreglos informales con cargo a los cuales los colonizadores cimentaron sus prácticas de autogobierno hasta que aseguraron sus cartas en 1663.

En general, puede decirse que el dominio de Nueva Inglaterra se fundó sobre un “pacto religioso”. Lo religioso se tornó, desde los orígenes de la colonización, en el centro de la vida social tomando la forma de responsabilidad ética del individuo, ante sí mismo, y de responsabilidad cívica ante la comunidad. El hombre se hallaba, al mismo tiempo, solo ante Dios, a la par que empeñado en la actividad que lo hacía útil a la comunidad. El puritanismo ambicionaba así, constituir una verdadera “comunidad de justos”. La ética calvinista era fundamentalmente social y aspiraba, por tanto, a realizarse socialmente. Políticamente, este objetivo se expresó a través de la participación de los individuos en las asambleas de representantes.

La teoría de un compromiso con ciertas semillas democráticas se hallaba pues contenida en ambos, la Iglesia y el Estado. Con todo, valga aclarar que la democracia no era, en estricto rigor, parte de la ciencia política puritana. Como en todo lo demás, ésta partía de la creencia en el pecado original del hombre. Dada la depravación natural de éste, el gobierno era necesario para controlarlo y reducirlo. “Si el pueblo fuera el gobernante” -preguntaba el Reverendo John Cotton- “¿Quién será el gobernado?”. Así, el puritano estaba dedicado a buscar la voluntad de Dios y no la voluntad del pueblo. La última fuente de autoridad era la Biblia, la revelación divina. Pero la Biblia tenía que ser conocida por medio de un correcto razonamiento, el cual era mejor aplicado por aquéllos mejor entrenados para el propósito.

4.4 Influencias de John Locke

Two Treatises on Government (1690) tuvo un importante efecto en las colonias. El primer tratado refutaba las teorías sobre el derecho divino de los reyes.

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El más importante, el segundo, alude a la teoría del contrato de gobierno adelantada por Locke21. De acuerdo con esta teoría, el pueblo estaba dotado de ciertos derechos naturales: el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad—éste último un derecho fundamental de los individuos que debía ser respetado y defendido. Sin un gobierno civil, tales derechos no estaban garantizados. De allí que las personas se vieran obligadas a converger y que, a través de un mutuo acuerdo (contrato), establecieran un gobierno. Los reyes eran parte de este acuerdo y estaban obligados al mismo. Cuando los monarcas violaban los derechos del pueblo, la gente tenía eventualmente la facultad, en casos extremos, de derribarlo y cambiar el gobierno.

Este último argumento, que valida la reacción contra el gobierno arbitrario, es el que más atención ha concitado y es fundamental en la comprensión de la polémica levantada en las colonias contra el gobierno británico. Sus fundamentos son los siguientes: los hombres, siendo por naturaleza ambiciosos y contenciosos, no tienen más alternativa (en beneficio de su propia seguridad, felicidad y bienestar, y negación de la miseria) que confiar todos sus poderes y derechos naturales—incluyendo la jurisdicción sobre sus propios bienes—a una sociedad civil soberana. Con todo, contradecía el propósito de esta acción el que ellos aceptaran los designios de gobiernos absolutos o arbitrarios que decidiesen por sí y ante sí materias de interés común para todos los individuos. De allí la insistencia de Locke en que el derecho del gobierno a imponer determinadas decisiones (en particular impuestos y gravámenes) descansara en la gente, o en la mayoría de los representantes elegidos (es decir, en la mayoría de los representantes electos por las clases propietarias). Además del derecho a establecer impuestos, que sólo la mayoría de representantes podía ejercer, ningún gobierno—de acuerdo con el pensamiento de Locke, tenía la facultad para privar a un hombre de lo que le pertenecía, sin su expreso consentimiento. Ni siquiera el poder absoluto, según Locke (como aquél que se concede a los comandantes militares sobre sus subordinados) es arbitrario: otorga poder sobre la vida y la muerte, pero no sobre las propiedades de un soldado.

No sólo aparecían los poderes del gobierno así limitados. A la vez, todo el poder radicado en cualquier asamblea legislativa, en parte, o en el sistema general de gobierno, era revocable. El poder legislativo (que para Locke debía ser supremo dentro de cualquier modelo de gobierno), “siendo sólo un poder fiduciario encaminado a actuar en el marco de ciertos fines”, reconocía en la gente el poder último y supremo para removerlo o alterarlo, cuando el acto legislativo por ese poder producido contradecía la confianza depositada en él. De esta forma, la autoridad de cualquier gobierno era condicional, en tanto desarrollara las funciones para las cuales le había sido confiado el poder.

Así, Locke reconocía el derecho a la revolución, volcando el tablero contra quienes negaban tal derecho afirmando que, cuando un gobierno había actuado contrario a la confianza depositada en él, invadiendo las vidas, libertades o propiedades de sus súbditos, era el gobierno—y no los súbditos que lo resistían—el culpable de rebelión. Al negar los límites de la ley natural

21 John Locke, Second Treatise of Government (Indianapolis, Indiana: Hackett Publishing Company, Inc., 1980). Este segundo ensayo concierne a la extensión y fin del gobierno civil.

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impuestos a su poder, el gobierno “traía de vuelta el estado de guerra”, y podía ser justamente resistido, o expelido por la fuerza.

Como fundamento de una ideología liberal, la teoría de Locke posee todo cuanto puede esperarse. Partía de la existencia de individuos libres e iguales, ninguno de los cuales tenía derechos sobre otros. Éste es un punto de partida característico para los abogados de un estado liberal, opuesto a un estado feudal, patriarcal o absoluto. Reconocía, asimismo, que los individuos actuaban por intereses egoístas, siendo lo suficientemente contenciosos como para requerir de un estado fuerte, capaz de mantenerlos en orden, evitando la conclusión de Hobbes de que este estado debía poseer un poder absoluto e irrevocable. Para Locke, los hombres tenían la capacidad moral para permanecer dentro de los límites de una ley natural que les impedía dañar a otros. Más aún, Locke defendía un derecho muy caro a los liberales: el derecho natural a una propiedad privada ilimitada, el cual ninguna sociedad o gobierno tenía derecho a intervenir. De acuerdo con estos lineamientos, las ideas de Locke constituyen las bases del moderno estado capitalista de sello liberal. Y, como se verá, sus argumentos constituirían la base de la polémica de los líderes coloniales contra el gobierno imperial inglés, gobierno que pasaría a ser percibido por ellos como absolutista, despótico e interventor de los bienes de sus súbditos.

5. Configuración del conflicto

5.1 La Gran Guerra por el Imperio y la Guerra de los Siete Años.

Hacia los albores de la Independencia, el viejo mundo colonial, paternalista y clientelar, se erosionaba paulatinamente. Nuevos grupos de miles de pobladores se descolgaban por los valles de los Apalaches hacia las Carolinas, o remontaban el río Connecticut hacia Vermont, alterando los tradicionales lazos comunales y de parentesco. Asimismo decaían los tradicionales sistemas comerciales, desplazados por un más agresivo sistema de factoría (tal como el implantado por los escoceses en la Bahía de Chesapeake), el que terminaría por romper las viejas relaciones personales en torno al crédito y marketing. Las nuevas dinámicas demográfica, económica y social harían finalmente colapsar las viejas estructuras coloniales.

Con todo, sería en el ámbito político en el que la erosión de la sociedad tradicional se haría más manifiesta; erosión ya expresada, hacia mediados del siglo XVIII, en la cada vez más descarnada competencia por el poder entre facciones rivales. La facción dominante, liderada por los gobernadores, acunaba objetivos que se dirigían crecientemente hacia el control de la sociedad, el ejercicio de un acentuado patronazgo político, la mantención de prebendas y privilegios para sí y sus protegidos y clientes, y la inhibición de cualquier tipo de participación popular en la actividad política. Las facciones opositoras, en cambio, alienadas del poder, se erguían deseosas de depurar la política de todo matiz de interés venal y corrupción, de

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contrarrestar el poder dominante ejercido por los oficiales reales, de distintas jerarquías, y acceder a cargos de representación por vía de méritos y no influencia personal22.

Durante los 1760´s, todos estos desarrollos se confundieron con los intentos reformistas de la política colonial, por parte del gobierno británico, el que, de un lado, buscó transformar un sistema, ya obsoleto e inadecuado, para hacerlo más moderno y eficiente. De otro, buscó imponer nuevos impuestos a los colonos en el marco de un paliativo a los gravosos gastos de guerra en que había incurrido el Imperio. No puede ser entendida, en verdad, la Revolución Norteamericana sin el telón de fondo de la Gran Guerra por el Imperio (1754-1763), que enfrentó a Inglaterra y a Francia en una lucha por la hegemonía en el mundo colonial, y de la cual la Guerra de los Siete Años (1756-1763) fue su expresión europea.

La colisión entre estos dos imperios poderosos había sido, hasta cierto punto, inevitable,

en tanto ambos tenían intereses comunes y altamente conflictivos. Entre éstos, los de asegurar su respectiva supremacía sobre la creciente economía mundo, consolidar el control sobre sus colonias, y alcanzar el comando de los océanos. Ambas naciones, la inglesa y la francesa, poseían territorios en la India, en las Indias Occidentales y en Norteamérica. En la India, franceses e ingleses poseían sólo establecimientos comerciales en la costa. Ambos países comerciaban con la China en Cantón. Ambos ocupaban estaciones de tránsito en la ruta al Asia—los británicos en Santa Helena y la isla de la Ascensión en el Atlántico Sur y los franceses en las islas Mauricio y Reunión en el Océano Indico. Los franceses se veían también activos en las costas de Madagascar. La estación de tránsito mayor, el Cabo de Buena Esperanza, pertenecía a los holandeses. En las Indias Occidentales, las plantaciones británicas estaban principalmente en Jamaica, Barbados, y algunas en las islas Leeward. Los franceses, en tanto, ocupaban Santo Domingo, Guadalupe y Martinica. Todas estas islas eran explotadas con mano de obra esclava del floreciente tráfico africano del siglo XVIII.

El conflicto, por cierto, estaba llamado a abarcar amplios contextos. Sus efectos, por ende, estaban también llamados a cambiar el diseño de las áreas de influencia en el marco de las hegemonías globales. Para la nación últimamente triunfante, Gran Bretaña, este conflicto tendría—desde sus inicios—efectos imprevistos en los sistemas y relaciones coloniales, enfrentando, de un lado, a las colonias y, de otro, al centro metropolitano. Este fenómeno fue particularmente expresivo en las colonias norteamericanas, donde, ya a principios de la confrontación, se hicieron evidentes las discordancias que existían entre los intereses locales y aquéllos de la madre patria.

En 1754 el gobierno británico convocaría a un Congreso Colonial (con representación también de las tribus indias más importantes) en Albany (New York), con el fin de lograr de sus territorios americanos alguna responsabilidad compartida en el conflicto con Francia, que ya se 22 En este peculiar contexto es posible comprender mejor la aspiración independentista de los revolucionarios de 1776. No aspiraban sólo a la independencia de los EEUU, sino a la independencia de las diferentes ramas del gobierno (particularmente la independencia entre la legislatura y el ejecutivo) y, lo más importante, la autonomía individual de todo tipo de influencias personales y “amistades privadas y cálidas”. La ideología republicana que los líderes norteamericanos invocaron en su lucha contra Gran Bretaña se centró fundamentalmente en la independencia y la eliminación de la corrupción.

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vivía en Europa. En el seno de ese Congreso, se debatió el así llamado “Plan de Unión de Albany”, diseñado por Benjamín Franklin. Conforme a este plan, un “gobierno general”—con representantes elegidos por las distintas legislaturas coloniales—se reuniría anualmente para regular los asuntos indios, mantener un ejército colonial, controlar las tierras públicas y establecer impuestos para salvaguardar el bien común. Sin embargo, las legislaturas coloniales y eventualmente la propia Corona declinaron su ratificación. En gran medida, el rechazo de las colonias al plan de unión estuvo afincado en el temor de perder su identidad separada. Los colonos, políticamente inmaduros entonces, preferirían confiar en Gran Bretaña para encabezar la acción militar contra Francia y asumir la defensa del territorio colonial.

Así, en la defensa de las posesiones continentales en Norteamérica fueron las tropas inglesas, más que las coloniales, las que llevaron el peso del conflicto, si bien las milicias coloniales participaron eventualmente en las batallas junto a las tropas regulares inglesas. Para algunos historiadores es posible que tal participación conjunta hiciera ya evidentes las diferencias existentes entre los colonos y los británicos, y otorgado a los primeros un mayor sentido de su propia identidad. Justificados o no, los colonos animaban resentimientos contra los británicos ante el aire de superioridad desplegado por estos últimos. Un miliciano de Massachussetts, molesto por la arrogancia de los oficiales ingleses, escribiría en su diario que los soldados británicos “eran poco más que esclavos para sus oficiales”23. Otros milicianos coloniales, en tanto, perderían el temor a luchar codo a codo con tropas que creían superiores y que demostraban no serlo tanto en el frente de batalla. La hostilidad entre los milicianos y las tropas inglesas se manifestó, a lo largo de todo el conflicto, como un sentimiento mutuo. El general inglés James Wolfe se quejaría de que las tropas coloniales eran extraídas de la escoria de la sociedad y que “no se podía depender de ellos en acción”24.

El historiador Fred Anderson plantea que, al luchar junto a los británicos, los colonos adquirieron también la conciencia de una cierta superioridad moral frente a ellos. El ejército inglés, según lo ya acotado, mantenía una división social rígida entre los oficiales y sus hombres e imponía una dura disciplina, aspectos a los cuales no estaban acostumbradas las milicias coloniales. Los hombres de Massachusetts manifestaban, también, extremo disgusto ante las tropas regulares inglesas que juraban, bebían, maldecían, iban a casas de prostitutas y rompían las regulaciones del Sabbath_.

Como quiera que fuese, las tropas británicas ganarían, en definitiva, la guerra para los colonos: manteniendo intacto su territorio. Los colonos, sólo con gran reticencia y aún comerciando con el enemigo francés, habían accedido a proporcionar hombres y abastecimientos al Imperio Británico. Gran Bretaña, por cierto, emergería eventualmente triunfante del conflicto global, no sólo en el frente norteamericano sino también en el hindú. Erguida como una potencia indiscutida, las victorias de 1759 asegurarían Canadá y la India para Gran Bretaña, conquistas ratificadas en la Paz de París de febrero de 1763. La orgullosa Albión ejercería ahora soberanía

23 James A. Henretta, David Brody y Lynn Dumenil, America. A Concise History (Boston, 1999), 117.24 Ibid.

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sobre la mitad de América del Norte (incluyendo el Canadá francés), sobre todo el territorio francés al este del Mississippi y en la Florida española.

España recibiría el territorio de Louisiana al oeste del Mississippi y le serían devueltas Cuba y las Filipinas tomadas por los ingleses en 1762. Francia decaería, quedando reducido su imperio colonial a un puñado de islas azucareras en las Indias Occidentales y a dos islas rocosas frente a las costas de Terranova. Con todo, a pesar del triunfo inglés, el comercio francés con América y el Oriente creció después de la guerra tan rápidamente como lo había hecho antes del conflicto; en 1785 era el doble de lo que había sido en 1755. Para Inglaterra, por su parte, la guerra abrió también nuevos canales comerciales. El comercio inglés con América y el Oriente se triplicó probablemente entre 1755 y 1785. Pero, las ganancias más importantes para Gran Bretaña serían de índole imperial y estratégica. El balance de poder en Europa, con Gran Bretaña a la cabeza, sería mantenido; los franceses continuarían fuera de Bélgica, los súbditos británicos y norteamericanos asegurarían su autonomía y el Imperio Británico ratificaría una hegemonía indiscutida en los mares.

3.2 Reforma del sistema colonial.

En tanto los colonos americanos experimentaban, por primera vez en el siglo XVIII, la tranquilidad para enfrentar el futuro, aseguradas sus fronteras contra la amenaza de sus rivales franceses en el Nuevo Mundo, Gran Bretaña surgía de la guerra como suprema potencia en asuntos europeos y coloniales. Los burócratas y legisladores ingleses debían abocarse, ahora, tras la victoria de 1763, a diseñar un sistema colonial que les permitiera administrar un imperio mucho más vasto que aquél que poseían antes del conflicto. Dos eran los principales desafíos que el nuevo orden imponía. Uno decía relación con las necesidades defensivas. El otro con las dificultades financieras.

La dificultad más inmediata era la presencia de los más de 200.000 indios que vivían en la región al oeste de los Apalaches25. Tras la derrota de los franceses, los indios del interior (que preferían el gobierno francés al gobierno británico, o al colonial) se unieron a un levantamiento

25 Los aborígenes habían constituido un permanente problema para los europeos y, particularmente, en el siglo XVIII, cuando el frágil equilibrio de poderes entre ingleses y franceses, en el Nuevo Mundo, obligaba a contar con los indios o, en una posición de neutralidad, o como eventuales aliados. En el norte, por ejemplo, los Iroqueses habían adquirido, rápidamente, conciencia de su importante posición estratégica entre franceses e ingleses, explotando esta situación en su propio beneficio. Hacia los franceses, los que, por cierto, no estaban preparados para enfrentar la enemistad de los poderosos Iroqueses, eran neutrales. Si bien ante los ingleses, insistían en su neutralidad, continuaban sirviendo como intermediarios en el rico tráfico de pieles. Ni ingleses ni franceses podían darse el lujo de enfrentarlos. Ello permitió a los Iroqueses mantener su independencia política y territorial por un tiempo mayor que las tribus costeras, las que carecían de las ventajas estratégicas y de las habilidades diplomáticas y comerciales de aquéllos. Cuando, finalizadas las guerras coloniales de mediados del siglo XVIII, los ingleses alcanzaron total hegemonía sobre la costa occidental de Norteamérica, en 1763, los Cherokees, los Creeks y los Iroqueses perdieron una importante ventaja, lo que precipitó eventualmente su ruina.

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general, liderado por el gran jefe de los Ottawa, Pontiac. En efecto, en el verano de 1763, las tribus indias habitantes entre el Lago Superior y el Golfo de México se unieron, en un intento por repeler a los invasores europeos y mantenerlos circunscritos a la vertiente costera oriental. Pontiac logró llevar a sus indios hasta las fronteras de Pensilvania y Virginia. El levantamiento, sin embargo, fue pronto sofocado por los ingleses, quienes vencieron a los Delaware en Fort Pitt. En el tratado de paz que siguió al conflicto, Pontiac reconocería a los ingleses como sus nuevos “padres” políticos. Pese al colapso del movimiento, las tribus del interior podrían mantener una considerable independencia por algún tiempo dado que Gran Bretaña, y más tarde los Estados Unidos, no estaban preparados para invertir los recursos necesarios en la conquista de las poderosas tribus del Oeste.

En cualquier caso, y para conjurar este peligro, el gobierno británico se vio en la necesidad de mantener, tras la Guerra, un ejército estable de 10.000 hombres en Norteamérica. Ello, en el marco de tres objetivos: conjurar la eventual rebelión de los 60.000 residentes franceses de la recientemente conquistada Quebec, así como proteger Florida del intento de recuperación española; inhibir futuras rebeliones indígenas que el movimiento de Pontiac había hecho potencialmente peligrosas; y, por último, de consolidar el dominio inglés en los territorios coloniales (con lo cual el imperio mostraba la intención de defender su autoridad por la fuerza, de ser necesario).

Antes del conflicto, los gastos anuales de las tropas en Norteamérica y las Indias

Occidentales habían ascendido 110.000 libras anuales. Después, fue preciso triplicar esa suma. A lo anterior, cabe agregar que la paz de 1763 sorprendió a Gran Bretaña con una aflictiva situación financiera: una abrumadora deuda de 133 millones de libras, cuyos intereses anuales representaban otros cuatro millones. Antes de la guerra, en 1754, la deuda inglesa alcanzaba a 75 millones de libras.

A lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, la administración y los gastos del Imperio habían sido de principal, aunque no de total, competencia británica. La defensa en alta mar correspondía a la Armada y, aunque se recurría de vez en cuando a las colonias para que aportaran financieramente y con hombres y pertrechos a la causa contra Francia, la mayor parte de los costos de los eventuales conflictos eran absorbidos por las arcas fiscales y las tropas de Su Majestad Británica.

A cambio de ello, y ya desde el siglo XVII, las colonias habían aceptado que se reglamentase su comercio a través de una serie de “Leyes de Navegación” promulgadas por el Parlamento Inglés. Entre éstas se encontraban la “Navigation Act” (1651), la que excluía a casi todos los barcos extranjeros del comercio inglés y colonial; la “Navigation Act” (1660), que reactualizaba la ley de Cromwell de 1651, con algunas modificaciones. Entre éstas, que la tripulación de los barcos no debía ser la mitad, sino las 3/4 partes inglesa. De otro lado, quedaban excluidos del tráfico con otros países un cierto número de artículos listados, los que sólo podían ser comercializados con Inglaterra o con las colonias inglesas en las Antillas. La lista incluía, al

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principio, tabaco, algodón, índigo, jengibre y azúcar, entre los más importantes. Más tarde se agregó arroz, insumos navales, hierro y pieles. Otra disposición importante estaba contenida en la “Staple Act” (1663), que pretendía hacer de Inglaterra la vía de acceso para todos los productos a ser comercializados en las colonias. Así, todos los bienes envíados desde Europa hacia América debían primero detenerse en Inglaterra, ser desembarcados y pagar un impuesto antes de ser reembarcados a los mercados coloniales. Otra “Navigation Act” (1673), también conocida como “Plantation Duty Act”, establecía que cada capitán que cargaba artículos enumerados pagase los gravámenes debidos a Inglaterra. Y, por último, la “Navigation Act” (1696) intentaba prevenir los fraudes y abusos en el tráfico de los productos de las plantaciones. En suma, el objetivo subyacente a la legislación era el de cumplir con el enunciado del mercantilismo inglés: proteger los intereses de la madre patria. A éstas se agregarían, en 1699, el acta que prohibía el comercio de los textiles producidos en las colonias; el acta que extendía la prohibición a la venta de sombreros producidos en las colonias (1732) y otra disposición (1750), que prohibía la venta de artículos de hierro(hachas, arados y sartenes).

De haber sido respetadas estas disposiciones por los colonos americanos, los comerciantes ingleses habrían podido ejercer un consistente monopolio comercial sobre las materias primas del nuevo continente e impedir el tráfico directo de los colonos con Europa en búsqueda de precios más altos. La operación eficiente del sistema, de otro lado, habría inhibido las industrias locales e impedido, efectivamente, que los colonos vendieran productos, tales como textiles y hierro, que hacían la competencia a los bienes ingleses. Sin embargo, la burocracia imperial adolecía de la falta de voluntad política y, hasta cierto punto, de los medios administrativos efectivos para aplicar rigurosamente la legislación, permitiendo que al alero de este “descuido saludable”26 los comerciantes coloniales prosperaran. En estricto rigor, las famosas Leyes de Navegación jamás fueron respetadas. Gran Bretaña sólo percibía los gravámenes por concepto de importación y exportación; el resto de las estipulaciones eran persistentemente ignoradas. El sistema era laxo, sin suficiente control y, por ende, con altas cuotas de evasión27.

Ello incidió en que, tras la gesta triunfante en la Guerra de los Siete Años, Gran Bretaña se viera conminada—ante la presión derivada de sus nuevas responsabilidades y del costo de la guerra—a buscar una teoría y una práctica nuevas para la administración imperial, a la que pudieran adaptarse las colonias como contribuyentes activos. Esta reforma del sistema colonial sería realizada, no sobre la base de una mera regulación mercantilista, sino sobre la base de un

26 El concepto pertenece al filósofo político británico del siglo XVIII Edmund Burke, quien calificó de esta manera la estrategia colonial seguida por los reyes ingleses George I (1714-1727) y George II (1727-1760), al alero de la cual las colonias anglosajonas en América del Norte pudieron disfrutar de un significativo grado de autonomía tanto en asuntos internos como en asuntos comerciales. 27 Una razón adicional por la cual los británicos no aportaron a la aplicación rígida de las regulaciones del sistema mercantil estribó también en su mayor atención al problema que representaban las guerras contra otros poderes imperiales (particularmente Francia), y contra los indios, por el predominio colonial en Norteamérica. Los europeos, tal cual ha sido reseñado en nota previa, no luchaban por el control de tierras vacías. La estructura de las guerras imperiales fue siempre triangular (inglesa/francesa/india).

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efectivo dominio imperial28. Al igual que Francia, España y Portugal en la segunda mitad del siglo XVIII, Gran Bertaña no sólo asumiría la necesidad de implantar reformas vinculadas con una mayor eficiencia administrativa y un ejercicio activo de su soberanía sobre el mundo colonial sino, a la vez, intentaría situar a sus colonias en el característico modelo de “pacto colonial” prevaleciente en la época, acentuando el rol de aquéllas como fuentes de renta para la Corona. Una nueva generación de funcionarios ingleses, imbuidos de un celo reformista, sería la encargada de llevar adelante la nueva estrategia. Entre éstos estaba George Grenville, quien asumió como Primer Ministro en 1763. Pero, si bien Gran Bretaña no tenía otra alternativa que transformar el sistema colonial existente en Norteamérica, lo que ella no percibió fue que cualquier intento reformista debía ser cuidadosamente propuesto; de otra forma, se perturbaría el precario balance—establecido durante los 150 años anteriores—entre la autonomía colonial y la supervisión imperial.

Una de las piezas de la nueva política impositiva estaría asociada no sólo a la estricta aplicación de las Actas de Navegación29, sino también a la imposición de una serie de leyes libradas por el Parlamento inglés, las que impondrían una serie de gravámenes nuevos. Ante una desorbitada deuda nacional, el gobierno imperial consideraba necesario que los colonos en América aportaran para su satisfacción. Más aún, los nuevos gravámenes, en el marco de la nueva lógica imperial, debían ser asumidos y aceptados por las colonias como expresión de sus deberes y de su adhesión al imperio. Sin embargo, las nuevas disposiciones—atendibles a la luz de imperiosas necesidades fiscales en el marco del pago de deudas de guerra—estaban llamadas a concitar no la adhesión sino el rechazo y resistencia de los colonos. En último término, estas nuevas disposiciones les darían la posibilidad de emanciparse del Imperio Británico. ¿Cuáles fueron estas controvertidas leyes? La Currency Act y la Revenue Act (1764); la Ley del Timbre o “Stamp Act” (1765) y los Townshend Duties (1767).

Revenue Act (1764)Conocida en las colonias como el Acta del Azúcar, mediante esta ley el Parlamento inglés

buscó reemplazar el Acta de la Melaza de 1733. La nueva ley tenía dos provisiones especiales. La primera abolía la legislación protectora al azúcar inglés de las Antillas permitiendo, de esta forma, la competencia del azúcar francesa no sólo en el comercio caribeño, sino también en el comercio colonial y británico; a la vez rebajaba el impuesto a la melaza importada de Francia, de seis, a sólo tres peniques por galón, a fin de incentivar la recaudación efectiva del impuesto. Conforme a la segunda provisión, la ley reorganizaba y fortalecía el sistema para juzgar a los contrabandistas, a

28 James A. Henretta, David Brody y Lynn Dumenil, America. A Concise History (Boston, 1999), p. 116.29 Una de las leyes cuya aplicación intentó ser controlada de cerca fue, por ejemplo, aquella relacionada con el Acta de la Melaza (1733). Ésta, si bien se permitía a las colonias inglesas americanas comerciar pescado y productos de granja con las colonias francesas, imponía—en el marco de protección a la melaza inglesa—altas tarifas de importación a la melaza francesa (más barata que la inglesa). Si bien los comerciantes y los burócratas coloniales elevaron sus protestas al Parlamento Inglés, en tanto el acta reduciría la exportación de productos de granja, comprometería el desarrollo de su industria destilera y haría más difícil la compra de bienes ingleses, éste hizo caso omiso de las quejas, llevando a los colonos a eludir la ley en forma fraudulenta, a través de permanentes sobornos a los oficiales aduaneros encargados de aplicar el impuesto.

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través de la creación de cortes del Vicealmirantazgo en las que los ofensores podían ser juzgados sin jurado.

Grenville produjo también otra ley: la Currency Act (1764), el Acta del Papel Moneda, que prohibía la emisión de papel moneda en las colonias. Los colonos habían sufrido siempre de escasez de oro y plata, la cual era paliada con la emisión de circulante de papel. De esta emisión dependían, no sólo los comerciantes locales sino, prácticamente, toda la estructura del crédito comercial. La medida lesionaba también, por cierto, a los propios comerciantes británicos. ¿Cómo iban los colonos a pagar por bienes importados si no poseían dinero para el comercio doméstico?

Ni el Acta del Azúcar ni el Acta de la Moneda fueron bien recibidas. Los colonos no sólo previeron lesiones de tipo económico sino, también, problemas de tipo constitucional. El Acta del Azúcar, los americanos argumentaban, constituía un claro intento del Parlamento inglés por imponer un nuevo tributo a las colonias. Si bien no objetaban las regulaciones de su comercio y reconocían al Parlamento la potestad de legislar para la mejor administración de su imperio, el Acta del Azúcar constituía un impuesto establecido sin el consentimiento de aquéllos que debían pagarlo, y dado que ningún inglés podía ser objeto de gravámenes sin representación, el Acta del Azúcar violaba la constitución inglesa. El vocero de la Casa de Representantes de Massachussetts argumentaba, en este contexto, que las nuevas tarifas constituían un impuesto y que el Acta del Azúcar era “contraria a un principio fundamental de nuestra Constitución: que todos los impuestos debían originarse desde el pueblo”30.

La crisis del Impuesto del Timbre (Stamp Act). Cuando los ecos del nuevo impuesto aún no se acallaban, otra crisis nubló el horizonte. En marzo de 1765, el Parlamento aprobó la Stamp Act. Ésta debía regir a contar del 1 de noviembre de ese año, gravando todo uso público del papel. El nuevo impuesto se traducía en una suerte de estampilla, a aplicar a todos los papeles de la corte, títulos de tierras, naipes, periódicos, almanaques, y otros materiales impresos. Se entendía que, con este impuesto, se cubriría parte del costo de mantención del ejército de 10.000 efectivos ingleses en América. A diferencia del Acta del Azúcar, el efecto de la Ley del Timbre era mucho más directo e inmediato; no sólo afectaba a los comerciantes, sino a todo consumidor de papel—en síntesis, afectaba a todos los colonos.

En un río de panfletos, discursos, levantamientos y resoluciones coloniales comenzó a ser debatida la nueva ley. El debate giró mayormente en torno a un slogan familiar para los americanos: “No taxation without representation” (no a los impuestos sin representación).

En 1764 James Otis, un líder popular en la Asamblea de Massachusetts, perfeccionó este argumento en un panfleto, “The Rights of the British Colonists Asserted and Proved”. El ministro inglés Grenville—por medio de uno de sus delegados—respondió con la ingeniosa teoría de la “representación virtual”. Según ésta, si bien las colonias no tenían un voto en el Parlamento, tampoco lo tenía la mayoría de los ingleses que vivía en distritos constituidos después del último 30 Citado en Henretta, Brody y Dumenil, op. cit., p. 119.

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convenio tributario en virtud del cual se habían definido los últimos porcentajes de representación para el Parlamento. Desde ese último convenio, se habían desarrollado grandes ciudades en Inglaterra, las cuales aún no tenían derecho a elegir representantes. Contrariamente, ciudades pequeñas, con escasa o aún nula población, todavía enviaban delegados por el hecho de ser distritos antiguos. No obstante lo anterior, se entendía que cada miembro del Parlamento representaba los intereses del país entero y, sobre todo, del Imperio.

Para los colonos, sin embargo, eso de la “representación virtual” era un sinsentido, injustificado tanto por la lógica, como por la propia experiencia. En un panfleto, de gran circulación en 1765, Daniel Dulany, un joven abogado de Maryland, sugería que aún si la teoría tenía alguna validez en Inglaterra, donde los intereses de los distritos con representación eran similares a los de los distritos sin representación (de manera que los últimos podían estar representados en los primeros), esa teoría no tenía ninguna validez para las colonias, cuyos intereses diferían de aquéllos de los distritos metropolitanos, y cuya distancia de más de 3000 millas de Westminster, impedía que ellas pudieran presionar, fácilmente, por sus intereses y necesidades.

A lo largo del verano de 1765, el resentimiento popular encontró expresión en reuniones masivas, desfiles, fuegos artificiales y otras demostraciones. Las protestas congregaron a granjeros, artesanos, trabajadores, hombres de negocio, trabajadores portuarios y marineros. Abogados, editores y comerciantes eran los líderes. El gobernador de Carolina del Norte reportaba que las “masas” estaban compuestas por “caballeros y plantadores”, que comenzaban a usar el nombre de “Hijos de la Libertad”31. Los “sediciosos” se reunían en todas las colonias bajo “Liberty Trees”: en Boston, un gran olmo en Hannover Square; en Charleston, una encina. A la vez erigían “Liberty Poles”, coronados por el gorro frigio de la libertad (el antiguo pileus romano presentado para liberar a los esclavos).

El resentimiento popular no sería contenido tan fácilmente. Cuando llegó el 1º de Noviembre, la fecha en que el Acta debía entrar a regir, turbas disciplinadas lideradas por los Hijos de la Libertad, exigieron la renuncia de los recién nombrados recolectores del nuevo impuesto, muchos de los cuales habían nacido en las colonias. En Boston, los Hijos de la Libertad erigieron una efigie del recolector Andrew Oliver—la cual fue decapitada y quemada—y, posteriormente, quemaron el nuevo edificio de ladrillos de propiedad de aquél. Dos semanas más tarde, residentes de Boston atacaron la casa del Teniente de Gobernador Thomas Hutchinson—defensor del privilegio social y de la autoridad real—rompiendo el mobiliario, saqueando la cava de vinos y quemando su biblioteca. En todas las colonias, turbas similares de colonos iracundos intimidaron a los oficiales del Rey. Cerca de Wethersfield, Connecticut, 500 granjeros y artesanos enfrentaron

31 Es interesante constatar, sin embargo, que la composición de los Hijos de la Libertad era bastante más heterogénea. En su mayoría, sus líderes eran comerciantes menores y artesanos especializados quienes se conocían por su trabajo, iglesias o barrios. Las masas que ellos dirigían estaban constituidas por una mezcla diversa de artesanos establecidos, oficiales de artesanos, trabajadores pobres, y marineros. Todos se movilizaban por razones fundamentalmente económicas.

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al prominente recolector de impuestos, Jared Ingersoll, y lo obligaron a renunciar. En New York, cerca de 3.000 tenderos, artesanos, trabajadores y marineros marcharon por las calles rompiendo los faroles y las ventanas, y gritando ¡Libertad!32.

Aunque la fuerza de las “masas por la Libertad” puede ser calificada como sorprendente, lo cierto es que las acciones de masas constituían un hecho corriente, tanto en la vida de los ingleses, como de los colonos norteamericanos. Cada 5 de Noviembre, por ejemplo, las masas celebraban, en ambos lados del Atlántico, el día de Guy Fawkes, durante el cual quemaban la efigie del Papa, en recuerdo de un fracasado levantamiento católico en 1605. En América, las masas coloniales destruían regularmente casas usadas como burdeles y se sublevaban en protesta por el aprisionamiento de marinos mercantes por parte de la Armada Real. Por ende, las masas que protestaban por la Stamp Act o Impuesto del Timbre, no hacían sino actuar conforme a la tradición.

El día 1º de Noviembre, en que entró en vigencia el impuesto del timbre, éste ya era letra muerta. Los negocios comenzaron a funcionar sin éstos. Los periódicos aparecían con una calavera y huesos cruzados en la esquina donde se suponía debía ir el timbre. La revuelta por esta causa dio impulso a la idea de unidad colonial; en su desarrollo los colonos descubrieron que tenían más en común entre sí que con Londres.

El movimiento de resistencia colonial comenzó primero en las ciudades portuarias en tanto los residentes urbanos fueron los primeros afectados por la política británica. De un lado, el Acta del Timbre gravaba bienes utilizados por comerciantes, editores y abogados, tales como periódicos y documentos legales. De otro lado, el Acta del Azúcar elevaba el costo de la melaza para los comerciantes urbanos y destiladores. Por último, el Acta del Papel Moneda complicaba todas las transacciones financieras y comerciales. Para empeorar las cosas, firmas británicas habían comenzado a vender directamente bienes manufacturados a los tenderos coloniales, a más bajo costo, lo que perjudicaba los intereses de los artesanos y comerciantes intermediarios. En este clima, un oficial de Rhode Island reportaba que los intereses de Gran Bretaña y los de las colonias eran crecientemente “considerados por la gente como incompatibles desde un punto de vista comercial”33.

La crisis colonial, iniciada por los nuevos impuestos, fue finalmente solventada con el compromiso informal de 1766. Las protestas y la rebeldía colonial, más el debate al interior de un Parlamento escindido, llevaron en definitiva a Lord Rockingham, el sucesor de Grenville, a dejar sin efecto el Acta del Timbre y a rescindir el uso de las tropas como agentes disuasivos en las protestas coloniales. También se modificó el Acta del Azúcar, reduciendo el impuesto a la melaza francesa de 3 a 1 penique el galón y extendiendo el mismo impuesto a la melaza inglesa importada a las colonias. Finalmente, Rockingham pacificó a los reformadores imperiales, y a los políticos de línea dura, con el Acta Declaratoria de 1766. Ésta reafirmaba, explícitamente, “el pleno poder y la

32 Citado en Henretta, Brody y Dumenil, op. cit., pp. 122-123. 33 Ibid., p. 126.

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autoridad [del Parlamento Británico] para formular leyes y estatutos … a ser aplicados a las colonias y al pueblo de América … en todos los casos”34.

Con todo, el compromiso fue de corta duración. Dentro de un año, una más nueva y prolongada lucha con las provincias americanas se iniciaría. Townshend Duties (1767)

A menudo la historia es torcida por eventos aparentemente insignificantes—la enfermedad de un líder, una animosidad personal, un hecho fortuito… Así fue en 1767, cuando el viejo Ministerio Whig de Rockingham colapsó y George III nombró a William Pitt como cabeza del nuevo ministerio. Pero Pitt, el estratega maestro de la Gran Guerra por el Imperio, padecía de gota crónica, enfermedad que lo alejaba frecuentemente de los debates parlamentarios y de las sesiones del gabinete. En sus ausencias, Charles Townshend, el Ministro de Hacienda (Chancellor of the Exchequer), estaba llamado, en su reemplazo, a asumir el mando de la situación. El problema estribaba en que Pitt estaba bien dispuesto hacia los americanos. Townshend no lo estaba. Un abogado ferviente de la reforma imperial, estaba determinado a hacer de América una fuente de rentas para la Corona y, en ese contexto, diseñó nuevos gravámenes destinados a influir, significativamente, en la crisis final del sistema inglés en América.

Los Townshend Duties de 1767, pretendían, fundamentalmente, la recaudación de un fondo destinado a satisfacer dos objetivos: la liberación de los burócratas reales en servicio en América de su dependencia financiera de las legislaturas coloniales, y la absorción de parte de los gastos de la defensa colonial. Un porcentaje de lo recaudado con los nuevos impuestos debía ir, de esta suerte, al financiamiento de la protección del territorio y al pago y aprovisionamiento de las tropas inglesas en América, y, en gran medida, al financiamiento de los salarios de gobernadores, jueces y otros oficiales imperiales. La construcción de ese fondo pasaba, específicamente, por la aplicación de nuevos gravámenes a las importaciones coloniales de papel, pintura, plomo, vidrio y té. A esta nueva pieza legislativa acompañaría, en ese mismo año, la promulgación de la Revenue Act. Dirigida a acrecentar el poder de la burocracia real en América, la Revenue Act de 1767 creaba un Consejo de Comisionados de Aduanas Americanas en Boston y Cortes del Vice-Almirantazgo en Halifax, Boston, Filadelfia y Charleston. Estas innovaciones administrativas, amén de dar cuenta de la oscilación hacia un régimen imperial más compulsivo y centralizador, amenazarían la autonomía colonial más que las pequeñas sumas asociadas a los impuestos específicos.

Este énfasis hacia un régimen imperial más consolidado sería advertido a la vez en otras manifestaciones. En este contexto, podría plantearse, por ejemplo, el incidente que confrontó a Townshend con la Asamblea Legislativa de New York, el que daría al Ministro una nueva oportunidad para desafiar a las asambleas coloniales. Ello se dio en el marco de la negativa de New York a aceptar las estipulaciones del Acta de los Cuarteles de 1765. Temiendo un drenaje 34 Ibid., p. 128.

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ilimitado de su tesoro, la legislatura de New York primero se negó a la solicitud de apoyo económico para barracas y bastimentos formulada por el General Gage, encargado de la defensa del área, y luego puso límites a su asistencia financiera a tales necesidades. A esta actitud, Townshend respondió con el Acta de Restricción (Restraining Act), de 1767, en el marco de la cual suspendía el funcionamiento de la Asamblea de New York hasta que ésta no aceptara cumplir con la legislación vigente. Enfrentados a la pérdida de su autogobierno, no quedó a la Asamblea de New Yok más que producir los fondos requeridos por Gage. Más allá del incidente, el Acta de Restricción daba a las colonias una señal de la más alta importancia. Con ella, las instituciones representativas de gobierno colonial eran declaradas completamente dependientes del favor del Parlamento.

Los nuevos gravámenes contenidos en los Townshend Duties tomaron a los colonos por sorpresa. Una vez más los ciudadanos decidieron resistir. Boicotearon la importación de bienes europeos, comenzaron a usar ropas de algodón para no importar telas inglesas y buscaron incentivar y desarrollar la industria colonial. También, una vez más, la prensa colonial canalizó el descontento. Una de las expresiones del mismo fueron las doce “Cartas de un granjero de Pensilvania”, escritas por el abogado John Dickinson de Filadelfia, que empezaron a aparecer en el Pennsylvania Chronicle. El lenguaje era, con todo, todavía moderado: “las quejas coloniales deberían hablar, al mismo tiempo, el lenguaje de la aflicción y de la veneración”.

Samuel Adams y “los Hijos de la Libertad”. Pese a lo anterior, la aflicción creció y la veneración decayó. Los ministros británicos no podían ya conciliar ni con moderados como Dickinson, ni actuar frente a líderes apasionados como Samuel Adams de Boston, quien emergía ahora como el supremo genio de la agitación revolucionaria. Adams, un graduado de Harvard, hijo de una familia relativamente acomodada, había administrado la cervecería familiar y fallado en todo, excepto en la política. Adams estaba obsesionado con la idea que el Parlamento inglés no tenía derecho alguno para legislar sobre las colonias.

Mientras otros hombres atendían a sus propios negocios, Adams y su organización, “Los Hijos de la Libertad”, lideraban protestas en el Consejo de la ciudad y en la asamblea provincial. A comienzos de 1768, él y James Otis formularon la Carta Circular de Massachusetts, despachada también a otras colonias. En ella se reforzaban los argumentos sobre la ilegitimidad de los impuestos dictados por el Parlamento y se advertía que los nuevos gravámenes serían usados para pagar las remuneraciones de oficiales coloniales. A la vez, la comunicación invitaba el apoyo de otras colonias.

La resistencia y el “boycot” de bienes importados constituyeron fenómenos manifiestos en todas las colonias. Las mujeres norteamericanas, normalmente excluidas de la alta política, fueron instrumentales en el movimiento de no importación de bienes, a través del incremento de una producción textil de tipo doméstico. Durante la crisis provocada por la Ley del Timbre, mujeres jóvenes, ligadas a los patriotas, habían manifestado su poyo a la causa incrementando su producción de yarn (lino) y cloth (tejidos). La rebelión incitada por los Townshend Duties

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comprometería la participación de un grupo mayor de mujeres, incluyendo a devotas mujeres de granjeros, quienes se reunían para hilar yarn (algodón) en las casas de sus ministros. Algunas reuniones eran abiertamente patrióticas, en las que las tejedoras, como verdaderas “Hijas de la Libertad”, celebraban los bienes producidos en América, “bebiendo café de centeno y cenando venado”35. Muchos grupos de mujeres combinaban su apoyo a la no importación con trabajo caritativo, algodón y lana para donar a los necesitados.

Por cierto el boycot, así como las demostraciones de masas, unirían a miles de colonos en una común acción de resistencia política a través de la cual los comerciantes locales, importadores de bienes británicos, serían denunciados públicamente, los vidrios de sus establecimientos quebrados, y sus empleados hostilizados. Muchos comerciantes coloniales terminaron resintiendo los ataques de las multitudes sobre sus propiedades y reputación y, en el marco de tal amenaza, muchos, también, optaron por alinearse detrás de los gobernadores de la Corona. Contrariamente, otros optaron por plegarse al movimiento de no importación. En definitiva, primó—como respuesta a la agresión impositiva británica—la política colonial de no importación, en el marco de una creciente presión social que obliteró cualquier eventual disensión.

¿Por qué se insistía tanto en el Parlamento inglés respecto de los impuestos?En primer lugar, a Londres le parecía justo que las colonias compartieran tanto los gastos

como los beneficios derivados de la derrota infligida a los franceses. Por lo demás, en ningún momento se había pedido a los colonos que contribuyeran con todos, sino sólo con una parte de los gastos ocasionados por la defensa de las fronteras coloniales. La Ley del Timbre, por ejemplo, sólo se consideraba como la devolución de apenas un tercio de la inversión militar realizada en Norteamérica. Más aún, con miras a no extraer el circulante de las colonias (el que, como en todas las áreas de colonización, era escaso), el gobierno británico había accedido a invertir en ellas todos los ingresos obtenidos por aplicación de dicho impuesto. En general, nunca se impuso sobre los norteamericanos altos gravámenes. Las cargas fiscales británicas se caracterizaron por su levedad. Al respecto, en 1775, lord North informaba en la Cámara de los Comunes que los impuestos per cápita de los británicos eran cincuenta veces superiores a los norteamericanos. No sería, pues, la injusticia ni la incidencia económica de los impuestos lo que motivó las protestas de las colonias sino, más bien, la novedad de las exigencias británicas.

Pero más allá del tema económico, estaba el tema político. En la dilatada polémica de esos años se enfrentaron dos interpretaciones totalmente distintas de la naturaleza del Imperio Británico y del carácter del pueblo norteamericano. Mientras que los británicos consideraban Norteamérica como parte de un imperio cuyos elementos les estaban totalmente subordinados, los colonos, inspirados en sus reales circunstancias, sólo veían en el Imperio una confederación dispersa de pueblos en la que habitaban británicos y norteamericanos. Y estos últimos no se sentían subordinados británicos trasladados, sino americanos. Era evidente que los británicos habían demorado mucho tiempo en afirmar su autoridad; así como fue evidente que la mayor

35 Henretta, p. 131.

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parte de los colonos estaban demasiado acostumbrados a una vida política libre de trabas, para que de pronto pudieran someterse a nuevas imposiciones por parte de los británicos.

La respuesta británica a la reacción colonial, en el marco de un también creciente clima de disturbios generalizados en Inglaterra inducidos por la crisis colonial, se dio de la mano de la asunción de Lord North como Primer Ministro (1770). Conforme al compromiso resultante, todos los nuevos impuestos serían abolidos, salvo el del té, que quedó como un símbolo de la supremacía del Parlamento sobre las colonias. Aunque a la sazón la mayoría de los colonos aún permanecía fiel a la Corona, los años de conflicto habían erosionado el sentimiento de lealtad. Así, hacia 1770, los patriotas más prominentes—Benjamin Franklin de Pennsylvania, Patrick Henry de Virginia, y Samuel Adams de Massachussetts—abogaban ya por un claro repudio a la supremacía del Parlamento sobre las colonias. Franklin iría más allá, planteando que era preciso redefinir el Imperio sobre la consideración de que las colonias y Gran Bretaña eran “estados distintos y separados”, unidos bajo “la misma cabeza o soberano, el Rey”, un postulado en claro contraste con el sustentado por los gobernadores del Rey, quienes consideraban—en las palabras del gobernador Hutchinson, de Massachussets, que el Imperio Británico era un todo y su soberanía era, por ende, indivisible36

Los años entre 1770-1773 fueron de una relativa armonía en las relaciones entre el Imperio y las colonias, en el marco de tensiones latentes informadas por la pasión, el temor y la mutua desconfianza.

La calma sería sacudida por la nueva Acta del Té del año 1773, legislación que, en definitiva, abriría las compuertas al proceso revolucionario. El acta, aprobada en el Parlamento, estaba destinada a aliviar la crisis financiera por la que atravesaba la Compañía Británica de las Indias Orientales, profundamente endeudada en el proceso de expansión del comercio inglés hacia la India. En la práctica, el acta se traducía en la aprobación de un préstamo gubernamental a la empresa y, lo más importante, en la eliminación de los derechos aduaneros que debía pagar en Inglaterra el té de la Compañía, lo que abarataba significativamente su costo. Hasta entonces, los colonos consumían té holandés de contrabando, el que ahora quedaba automáticamente desplazado del mercado por el abaratamiento del té comercializado por la compañía británica. El Acta fue pésimamente recibida entre los patriotas, los que acusaron al Ministro North de intentar sobornar a los consumidores coloniales para hacerlos transar sus principios. A lo se agregó, como gota de rebalse, el superavit coyuntural de té chino en manos de la Compañía, lo que la llevó a decidir su venta directa en Norteamérica y a través de sus propios agentes, es decir, sin los intermediarios coloniales usuales. El té era un ítem de gran importancia en el capitalismo comercial de la época. A raíz del Acta y de la coyuntura, el consumidor colonial podía, es cierto, pagar ahora menos. Con todo, y como contrapartida, la venta directa del té por parte de la Compañía estaba llamada, también, a acarrear la quiebra de los agentes intermediarios locales. De allí que las colonias reaccionaran con su tradicional mecanismo de boicot al té de la Compañía, en todos los puertos coloniales en Norteamérica.36 Ibid., p. 134.

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Tal fue el trasfondo del incidente conocido como la “Boston Tea Party” (la Fiesta del Té de Boston) del 16 de diciembre de 1173, en que, para prevenir un desembarco forzoso del té arribado en el navío Dartmouth, hombres blancos (fundamentalmente artesanos y trabajadores), disfrazados con trajes y pinturas de nativos, asaltaron el barco y arrojaron los 342 baúles del producto (avaluados en US $800.000 actuales), por la borda37. A este acto de vandalismo la Corona británica replicó con medidas sin duda desproporcionadas a la ofensa. En marzo de 1774, el primer ministro North presentó al Parlamento cuatro medidas disciplinarias contra el puerto de Boston, para aislarlo y forzarlo a la sumisión, contenidas en las así llamadas “Coercive Acts” (Actas Coercitivas). En el marco de las antecedente, la “Boston Port Act” cerró el puerto de Boston (en tanto no se pagara el valor del té destruido a la Compañía) a partir del 1º de junio de 1774, amenazando a la ciudad con la ruina económica. Un acta complementaria, el “Acta para la administración imparcial de justicia”, permitía al gobernador transferir a Inglaterra los juicios incoados contra oficiales del ejército inglés por ofensas en la línea del deber; a la par que el “Acta de cuarteles”, autorizaba a la autoridades locales para proveer al alojamiento de soldados ingleses, en hogares privados de ser necesario. Finalmente, el “Acta de Gobierno”, anulaba la carta real de Massachusetts e imponía una serie de medidas restrictivas sobre el gobierno local. En mayo, el General Thomas Gage asumió como gobernador y comandante de las fuerzas inglesas. Massachussets tenía ahora un gobermador militar_.

Al mismo tiempo, en 1774, y por coincidencia, el Parlamento inglés promulgó la “Quebec Act”. La pieza de legislación más sabia de esos años, el Acta de Quebec proveía de un gobierno a la recientemente conquistada Canadá francesa, garantizándole el código civil francés y la religión católica sentando, con ello, las bases futuras del Imperio Británico (Commonwealth). Tal Acta incluía, sin embargo, un elemento que fue considerado como una afrenta por los colonos norteamericanos: definía las fronteras de Quebec en la misma forma en que un francés las habría definido, incluyendo en Quebec todo el territorio al norte del río Ohio (el territorio de los actuales estados de Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana y Ohio). Estas fronteras eran perfectamente razonables, dado que los pocos hombres blancos que habitaban el área eran todos franceses y que la única forma de acceder a la región era a través del valle del San Lorenzo y los Grandes Lagos. A los norteamericanos, sin embargo, esto constituyó un ultraje, pro-francés y pro-católico. Por otra parte, el Acta aparecía en un período en que los poderes coloniales eran amenazados, en que el puerto de Boston era cerrado, etc., de manera que pasaba, en síntesis, como una de las disposiciones “intolerables” a ser resistidas.

4. La declaración de la independencia

37 Al respecto John Adams escribió en su diario: “esta destrucción del té es tan atrevida y deberá tener consecuencias tan importantes, que no puedo considerarlo sino como un gran evento en la Historia”. Citado en Henretta, p. 135.

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Condenadas las “Coercive Acts” por los colonos, como “Actas Intolerables”, nuevamente grupos auto-convocados se reunieron en las distintas colonias para enviar delegados a una nueva asamblea intercolonial: el Primer Congreso Continental.

Reunido en 5 de septiembre de 1774, en el Carpenter’s Hall de Filadelfia—con representación de todas las colonias (con excepción de las colonias más nuevas: Quebec, Nueva Escocia, Terranova y Florida; y de la colonia de Georgia: controlada efectivamente por un gobernador real))—el Primer Congreso Continental pasó en el otoño de 1774 diversas resoluciones para forzar a Gran Bretaña a cambiar su política hacia las colonias americanas. Bajo la forma de una “Declaración de Derechos y Agravios”, el Congreso condenaba las “Actas Coercitivas” y exigía su anulación; repudiaba el Acta Declaratoria (1766) del Parlamento inglés que proclamaba la supremacía del supremo cuerpo legislativo inglés sobre las colonias; y exigía se redujera la supervisión inglesa de los asuntos americanos a materias vinculadas con el comercio exterior de las colonias.

Asimismo, el Congreso emitió diversas resoluciones, las que serían conocidas como los Artículos de Asociación. El preámbulo a tales artículos declaraba: “nosotros, los súbditos más leales de su majestad...afectados de la más profunda ansiedad y la más alarmante de las aprehensiones...encontramos que el presente estado de infelicidad de nuestros asuntos es ocasionado por un ruinoso sistema de administración colonial ...evidentemente calculado para esclavizar estas colonias y con ellas al Imperio Británico”_.

Catorce artículos enumeraban las quejas de los colonos y los cursos de acción a asumir, entre los cuales aparecía la no-importación de los bienes británicos (boicot), el no consumo de los productos británicos (té, por ejemplo) y la no-exportación de mercancías a Gran Bretaña. Amén de ello, en el artículo 2º, se discontinuaba la venta de cualquier esclavo importado después del 1º de diciembre de 1774. A la vez, en el artículo 8º se incentivaban la frugalidad, economía e industria y la promoción de la agricultura, artes y manufacturas del país, así como se inhibían, explícitamente, la extravagancia y la disipación. Los artículos también consultaban la creación de comités “a ser elegidos en cada condado y ciudad”, encargados de supervisar el cumplimiento de los acuerdos tomados.

Aún en tan tardío momento, algunos pocos líderes británicos esperaban por una nueva negociación. Entre ellos, el ex Ministro Pitt, quien sugirió al Parlamento renunciar a su exigencia de imponer tributos a las colonias y reconocer el Primer Congreso Continental como un cuerpo legítimo. En respuesta a ésta y otras concesiones, plantearía Pitt, el Congreso americano debía reconocer la supremacía del Parlamento y acceder a pagar un impuesto que ayudaría a disminuir la deuda nacional británica. Pero ya las concesiones habían sido muchas y una nueva (tercera) retirada constituía una afrenta al honor nacional británico. A la par que el Ministerio North rechazaba otra propuesta de enviar a América delegados para buscar una solución al nuevo conflicto y rechazaba el Congreso Continental como ilegal, se hacía firme en su exigencia de que las colonias pagaran por los gastos de su administración y defensa y reconocieran la supremacía

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del Parlamento. Para reforzar estas exigencias, Lord North terminaría imponiendo un bloqueo naval a las colonias, para inhibir su intercambio comercial con otros países.

Un Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia en 10 de mayo de 1775. Boston estaba bajo sitio. La lucha comenzó en este año, cuando el comandante británico en Boston envió un destacamento para requisar un almacén de armas sin autorización. En Lexington, en una escaramuza entre soldados y milicianos, alguien disparó el tiro que se escuchó "alrededor del mundo." La suerte estaba echada.

Este Congreso procedió a armar un ejército americano (George Washington fue nominado general y comandante en jefe del Ejército Continental en junio de 1775), despachó una expedición para incluir a Quebec en la unión revolucionaria y entró en conversaciones con la Francia borbónica.

El Congreso, con todo, dudaba respecto de si repudiar o no los lazos con Inglaterra. Pero las pasiones se habían desatado. Los radicales convencieron a los moderados que la elección era ahora entre la independencia y la esclavitud. Parecía a la vez que los franceses -obviamente no interesados en la reconciliación de los súbditos rebeldes con la madre patria- darían ayuda siempre y cuando en el ánimo de los rebeldes estuviera el desmembrarse del Imperio Británico.

Por otro lado, en enero de 1776, Thomas Paine hacía su debut como revolucionario internacional. Habría de figurar en la Revolución Francesa y luego en la lucha promoviendo la revolución en Inglaterra. Paine había llegado a las colonias norteamericanas apenas dos años atrás y detestaba a la sociedad inglesa por sus injusticias. Elocuente y vitriólico, en Common Sense Paine identificaba la independencia de las colonias norteamericanas con la causa de la libertad para toda la humanidad e incitaba a la liberación contra la tiranía representada en la persona del “real bruto de Gran Bretaña”. Era repugnante pensar -decía Paine- que este continente pudiera permanecer por más tiempo subordinado a cualquier poder externo ... “hay algo absurdo en la suposición de un continente gobernado por una isla”_. Common Sense fue leído en todas las colonias e, indudablemente, sus candentes argumentos generaron un sentido de profundo alejamiento del Viejo Mundo determinando el ambiente propicio para la independencia.

Uno a uno los gobiernos provinciales autorizaron a sus delegados para dar el paso final hacia la emancipación: Massachusetts en enero, Carolina del Sur en abril, Virginia en mayo. El 7 de junio de 1776, Richard Henry Lee de Virginia -actuando bajo instrucciones de la Convención de Virginia- introdujo en el Congreso una proposición dirigida a la independencia de las colonias.

El documento de la así llamada Lee Resolution contiene tres partes:-declaración de la independencia-llamado para formar alianzas extranjeras-plan para una confederación

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En junio 11, el Congreso nombró tres comités de trabajo para analizar la moción de Lee: uno para hacer un borrador de una declaración de independencia, un segundo para diseñar un plan para “formar alianzas extranjeras” y un tercero "para preparar la forma de una confederación"_.

En lo atingente a la comisión para la declaración de la independencia, ésta estuvo conformada por Thomas Jefferson, John Adams, Benjamin Franklin, Robert R. Livingston y Roger Sherman, con la escritura real delegada a Jefferson. Entre el 11 y el 28 de junio, Jefferson remitió borradores a Adams y Franklin quienes hicieron algunos cambios y luego presentaron el borrador al Congreso. El proceso de revisión del documento por parte de éste tuvo lugar en julio 3-4 y, en la tarde del último día, la declaración fue adoptada. Así, la Declaración de la Independencia estadounidense fue adoptada por el II Congreso Continental el 4 de julio de 1776. Las colonias eran ahora autónomas.

La guerra por la independencia americana se tornó desde aquí en otra lucha imperial europea. Por más de dos años, el gobierno francés permaneció ostensiblemente al margen de la guerra entre colonos y madre patria, pero entretanto, vaciaba armas y municiones en las colonias. 9/10 de las armas utilizadas por los americanos en la batalla de Saratoga provinieron de Francia. Luego del triunfo de los norteamericanos en esta batalla, el gobierno francés concluyó, en 1778, que los insurgentes eran un buen riesgo político. Los reconoció, firmó una alianza con ellos y declaró la guerra a Gran Bretaña.

España le siguió pronto, esperanzada de arrojar a los ingleses de Gibraltar y sobre el argumento de que su supremacía marítima se vería más amenazada por una restauración de la supremacía británica en Norteamérica, que por el perturbador ejemplo de una república americana independiente. Los holandeses también fueron empujados al conflicto por vía del comercio que con los norteamericanos sostenía la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Otros poderes como Rusia, Suecia, Dinamarca, Prusia, Portugal y Turquía formaron una "neutralidad armada" para proteger su comercio de la flota inglesa.

Los franceses, en un breve resucitar de su poder marítimo, desembarcaron una fuerza expedicionaria de 6.000 hombres en Rhode Island. Dado que los norteamericanos sufrían de diferencias internas, tanto como de las naturales dificultades para proveerse de tropas y dinero, fue la participación de regimientos franceses, con escuadrones de la flota francesa, lo que hizo posible la derrota británica.

Por el tratado de paz de 1783, aunque los británicos aún estaban en posesión de Nueva York y Savannah, la nueva república obtuvo un territorio que hacia el oeste se extendía hasta el río Mississippi. Canadá permaneció bajo el poder de Gran Bretaña, recibiendo una población de 60,000 refugiados norteamericanos leales a Gran Bretaña.

5. Los alcances de la libertad. La reorganización política.

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5.1 El gobierno de los futuros estados

Tan pronto fue alcanzada la independencia, se impuso a los norteamericanos la tarea de crear una nación. Sin embargo, si bien difícil, ésta descansó sobre bases firmes. Ideas tales como la teoría del contrato de gobierno, la soberanía popular, la separación de poderes y los derechos naturales del individuo encontraron muy rápidamente un cauce propio, sirviendo de marco a las nuevas estructuras gubernamentales que, asimismo, también conservaron mucho de la administración colonial.

Las constituciones estatales. Al finalizar la guerra, cada colonia asistió a la partida de los antiguos gobernadores y otros oficiales de gobierno, así como a la de los miembros leales a la corona. De allí en adelante, el poder fue asumido por las asambleas coloniales, las que comenzaron a actuar como “congresos” o “convenciones coloniales”. En dos de los estados, el cambio de gobierno no presentó mayor dificultad. Connecticut y Rhode Island, que habían sido virtuales pequeñas repúblicas a la par que colonias corporativas, simplemente limpiaron sus cartas de gobierno de cualquier referencia a los antiguos lazos coloniales y continuaron su vida independiente. En otros estados, las ideas prevalecientes en torno a la soberanía popular y al contrato social llevaron a la formulación de constituciones escritas—de acuerdo con las sugerencias del II Congreso Continental en mayo de 1776, en orden a que se establecieran nuevos gobiernos “bajo la autoridad popular”_. De allí es que muy pronto se impuso la práctica de convocar convenciones constitucionales, encargadas de diseñar las cartas de gobierno respectivas. Las primeras constituciones estatales variaron principalmente en detalles. Casi todas formaron gobiernos similares a los gobiernos coloniales, con gobernadores elegidos en vez de nominados y con senados en vez de consejos nombrados a dedo. Generalmente incluyeron el principio de separación de poderes para prevenir abusos y una carta de derechos individuales que garantizaban el derecho de petición, la libertad de expresión, el juicio informado y con jurado, etc.

5.2 Perfilando la Unión Federal5.2.1 La Confederación

Tal como los gobiernos estatales, el gobierno central se desarrolló a partir de un cuerpo revolucionario extralegal. Antes de 1781, los Congresos Continentales estuvieron facultados para ejercer poderes gubernamentales a partir de un común consenso y sin ninguna sanción constitucional. En cierta forma, cada uno de estos congresos tuvo el carácter de un congreso diplomático, compuesto por delegados nombrados anualmente por las legislaturas estatales.

Muy pronto, sin embargo, se iniciaron planes para el establecimiento de un gobierno permanente. Cabe recordar, al respecto, la proposición del delegado de Virginia Richard Henry Lee quien, conjuntamente con la moción asociada a la declaración de la independencia, presentaría un llamado para elaborar el plan para una confederación. De esta forma, hacia julio de 1776, un comité encabezado por John Dickinson elaboró un borrador constitucional conocido

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como los “Artículos de Confederación y Unión Perpetua”. El II Congreso Continental debatiría los artículos por más de un año, entre otras materias urgentes, para adoptarlos finalmente, en noviembre de 1777, sujetos a ratificación por todos los estados.

En general, esta primera constitución nacional, representada en los Artículos de la Confederación, proveía el establecimiento de una confederación lasa, en la cual “cada estado retiene su soberanía, libertad e independencia”, así como sus poderes y derechos “no expresamente delegados” a los Estados Unidos. Los artículos daban a la Confederación la autoridad para declarar la guerra y la paz, para establecer alianzas con las naciones extranjeras, solventar disputas entre los estados, contraer préstamos y acuñar papel moneda; así como recabar fondos de los estados para “para la común defensa o el bienestar general”. Estos poderes eran ejercidos por una legislatura central, el Congreso, en el cual cada estado tenía un voto, independientemente de su riqueza o de su población38.

Con todo, tales Artículos de la Confederación no se hicieron efectivos sino hasta marzo de 1781. Antes de esa fecha, no habían sido aprobados, por disputas incoadas entre los estados por la cuestión de la expansión hacia los territorios occidentales. En efecto, los estados sin posibilidad de formular reclamos por derechos de ocupación sobre los nuevos territorios, tales como Maryland y Pennsylvania, habían rehusado suscribir los Artículos hasta que Virginia y otros estados, que sí estaban avalados para ejercer tales reclamos (en el marco de cartas de donación real en las cuales los límites de los territorios asignados se extendían originalmente hasta el Pacífico), no aceptaran delegar tales derechos al Congreso, para así crear un dominio nacional común sobre las tierras occidentales.

Pero, si bien finalmente aprobados, los Artículos no satisficieron todas las necesidades ni moderaron el tono de las disputas. “Los Estados Unidos reunidos en Congreso”, si bien tenían una multitud de responsabilidades, contaban con poca autoridad para llevarlas a cabo. En efecto, si bien la nueva Confederación tenía poder absoluto sobre las relaciones exteriores y sobre cuestiones de guerra y paz; si bien poseía plenas atribuciones de administración del servicio postal y de los asuntos indígenas, y concentraba la facultad de dominio sobre el territorio occidental, carecía de poder para obligar al cumplimiento de todas sus ordenanzas y resoluciones. Tampoco tenía poder para imponer impuestos.

Sin duda, luego de sus batallas con el Parlamento inglés, los estados no estaban en disposición de aceptar un gobierno centralizado y fuerte. El Congreso de la Confederación tenía, en efecto, menos poder que el que los colonos habían estado dispuestos a aceptar del Parlamento: carecía de autoridad para regular el comercio extranjero e interestatal; más aún, para ciertos actos importantes, se requería de una mayoría especial. Nueve estados debían aprobar aquellas medidas vinculadas, entre otras, con la guerra, con tratados, acuñación de moneda, finanzas, ejército y marina. Cualquier modificación a los artículos de la Confederación requería de la aprobación por parte de todos los estados. La Confederación no tenía tampoco ni una rama 38 Citas en Henertta y otros., op. cit., p. 178.

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ejecutiva ni una judicial. No existía una cabeza administrativa de gobierno (sólo el presidente del Congreso, elegido anualmente) ni cortes federales.

5.2.2. Los federalistas y la nueva constitución

Tales debilidades y dificultades del gobierno de la Confederación derivaron en la expresión de señales peligrosas. Una de éstas fue la conocida “Rebelión de Shay” (1786-1787), Massachusetts, que enfrentó—de un lado—a granjeros empobrecidos, gravados con altos impuestos y onerosas deudas y, de otro lado, a un régimen estatal rígido y conservador en extremo, vinculado a la defensa de los intereses de las clases adineradas. Si bien la rebelión terminó pronto y con una victoria relativa para los rebeldes, sus efectos fueron dramáticos. Terminó de convencer a los líderes republicanos de la necesidad de reformar el gobierno, so pena de caer en una temida anarquía.

En efecto, la rebelión no hizo sino auspiciar un fuerte conservadurismo y nacionalismo, expresados en el llamado a un gobierno fuerte. Aquellos hombres en servicio en la Confederación durante la guerra—oficiales militares, diplomáticos, y burócratas civiles—habían desarrollado una actitud fuertemente nacionalista. George Washington, el Superintendente de Finanzas Robert Morris y los diplomáticos Benjamin Franklin, John Jay, y John Adams pronto se convertirían en los promotores de un gobierno central con poder suficiente para controlar el comercio exterior e imponer tarifas. Ellos sabían que sin la posibilidad de recabar impuestos para fortalecer el erario nacional sería imposible acometer el servicio de la deuda externa, con lo cual el crédito de la nación colapsaría. Además de ellos, acreedores públicos y comerciantes, entre otros grupos de presión, comenzarían, asimismo, a exhibir un manifiesto interés por un gobierno central fuerte, así como muchos otros hombres prominentes que veían en este tipo de gobierno el único freno a una eventual anarquía. Para éstos, un gobierno central debía garantizar, fundamentalmente, el derecho de propiedad, concebida como la piedra fundacional de la libertad. Gradualmente, estos grupos de vencerían la general reticencia y temor hacia un gobierno central que podía resultar “tiránico”.

Ya mucho antes de los problemas de Massachusetts y los “Shaysites”, el movimiento nacionalista había pedido convocar una convención para estudiar las modificaciones a los artículos de la Confederación. Los primeros pasos en este sentido fueron dados por James Madison, quien persuadió al legislativo de Virginia para que convocase a una convención general especial, la que se abocase al análisis de políticas tarifarias e impositivas. Doce hombres, representando sólo a cinco estados, se hicieron presentes en Annapolis, Maryland; después de su discusión, los presenttes concordarían en convocar a otro encuentro, en Filadelfia, para emprender la revisión minuciosa de los Artículos de la Confederación. En 21 de febrero de 1787, el Congreso de la Confederación emitió la convocatoria correspondiente. El trabajo de los delegados se inició el 25 de mayo de ese año. En total, setenta y tres hombres fueron elegidos por las legislaturas estatales para asistir a la convención. Cincuenta y cinco asistieron de facto, en uno y otro momento y,

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después de cuatro meses de trabajo, treinta y nueve firmaron la proposición de una nueva Constitución, la actual Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica.

La duración y flexibilidad de este documento—que hoy cuenta con 213 años—es singular. Fue la obra de hombres notables (con una edad promedio al momento de sólo 42 años), ampliamente versados en historia, leyes y filosofía política y al tanto de los escritos de Locke y Montesquieu y de las confederaciones del mundo antiguo. Al mismo tiempo, eran hombres pragmáticos y experimentados en los fuegos revolucionarios. Washington y Franklin se encontraban entre ellos, así como James Madison, Alexander Hamilton y Roger Sherman, entre otros.

Los delegados partirían confirmando en George Washington los oficios de presidente de la convención. Funcionarían a puertas cerradas, conservando el principio de un estado un voto. Entre los asistentes a la Convención y los redactores de la Constitución, no habría, en general, grandes diferencias. Casi todos ellos eran comerciantes, plantadores dueños de esclavos o recolectores de impuestos. No había entre ellos ningún artesano, pobladores de áreas rurales, arrendatarios o granjeros. En consecuencia, todos ellos favorecían los derechos de propiedad de los más poderosos de la sociedad y favorecían un gobierno central que protegiera a la república de “las imprudencias de la democracia”, en palabras de Alexander Hamilton39.

En este marco, los legisladores coincidían en los aspectos fundamentales: en que el gobierno debía derivar sus justos poderes del consentimiento del pueblo, aunque, a la vez, la sociedad debía protegerse de la tiranía de la mayoría; que el pueblo en su conjunto debía tener voz en el gobierno, pero que debían, a la vez, establecerse frenos y balances a fin de impedir que sólo algunos grupos se arrogasen el poder; que una autoridad central más fuerte era necesaria, pero que todo el poder estaba sujeto a abusos que debían evitarse. Estos legisladores pensaban que aún el mejor de los hombres no era ajeno al egoísmo y, por tanto, abrigaban pocas ilusiones de que un gobierno pudiera ser fundado sólo sobre la base de la buena voluntad y virtud humanas. Ya que los gobiernos existían para frenar a los individuos -decía James Madison- su propia existencia era “una reflexión sobre la naturaleza humana”. Por ello es que a partir de un cuidadoso sistema de frenos y balances del poder, estos “Padres Fundadores” (Founding Fathers) aspiraban a diseñar instituciones que, de alguna forma, pudieran constreñir la naturaleza pecadora de los hombres.

En el análisis de los Artículos, los legisladores aceptarían considerar el “Plan de Virginia” de Madison, un graduado de Princeton versado teoría en política clásica y moderna. Este plan difería de los Artículos de la Confederación en tres aspectos fundamentales. Primero, rechazaba la soberanía de los estados en beneficio de la “supremacía de la autoridad nacional”. El gobierno central tendría, a la vez, la facultad de rechazar las leyes estatales y de legislar en todos los casos en que los estados separados fueran incompetentes. En segundo lugar, el plan llamaba a la constitución de una república nacional que extrajera su poder directamente del pueblo y que 39 Cita en Henretta, op. cit.,p. 185.

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tuviera un poder directo sobre éste. Como Madison explicaba, el nuevo gobierno central podría eludir a los estados, operando directamente sobre los individuos que los componían. En tercer lugar, el plan creaba un gobierno tripartito, con una cámara baja elegida por los electores en forma directa, un Senado elegido por la cámara baja, y un poder ejecutivo y judicial elegido por toda la legislatura.

Sobre la base de este plan fue formulada la nueva constitución. Ésta contemplaría, en definitiva, la separación de poderes como la base del sistema de frenos y balances. Las constituciones estatales existentes, que separaban de hecho los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, servirían también de modelo. El poder legislativo, afincado en el Congreso, se dividió en dos cámaras: la Cámara Baja (House of Representatives), más cercana al pueblo, se elegía cada dos años; la Cámara Alta (Senate), elegida por las legislaturas estatales, se removía cada seis años y se suponía el cuerpo asesor del presidente (a similitud de los consejos coloniales, el cuerpo de dignatarios que asesoraba a los gobernadores).

El presidente era una figura casi real, sujeta a elección cada cuatro años. Entre sus atribuciones, el presidente tenía derecho a veto sobre los actos del Congreso, era el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y el responsable de la ejecución de las leyes. Debía reportar anualmente sobre el estado de la nación y estaba autorizado para recomendar legislación -una provisión que los presidentes tomarían eventualmente como un mandato para diseñar y promover programas extensivos. A diferencia del rey, sin embargo, el presidente podía ser removido. En efecto, la Cámara Baja podía levantar cargos sobre el Presidente u otros altos funcionarios de gobierno por causal de traición, corrupción u otros "altos crímenes". El Senado, a su vez, podía remover al Presidente acusado y convicto por 2/3 de los votos. En cuanto a la elección del mandatario, ésta no se dejó abierta. A diferencia de un sistema de votación presidencial directa, se sugirió que la comunidad de cada estado votara por electores presidenciales, en un número igual a la suma de sus representantes y senadores. En poco tiempo, casi todos los estados elegían a los electores por votación popular y los electores actuaban como agentes de la voluntad de los partidos, emitiendo su voto para presidente en la forma en que habían prometido antes de la elección.

En la tercera rama de gobierno, la judicial, hubo poco debate. Entre otros aspectos, la Constitución acogió la propuesta de establecimiento de una Corte Suprema y un Juez Supremo.

Los Federalistas. En el ácido debate político que siguió a la propuesta de la nueva Constitución –que requería para su promulgación de la ratificación de, por lo menos, nueve estados—dos grupos confrontaron posiciones dispares respecto del poder que debían detentar, respectivamente, el gobierno central y los estados. Los defensores de la recién nacida carta tomaron el nombre de “Federalistas” (también podrían haber sido llamados “nacionalistas”, dada su preferencia clara por un gobierno central fuerte), en tanto sus opositores, que propiciaban un sistema federal descentralizado, fueron conocidos como los “Antifederalistas”. Guiados por

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Alexander Hamilton, los primeros representaban los intereses mercantiles de los puertos; los segundos, guiados por Thomas Jefferson, abogaban por intereses rurales y del Sur.

Hamilton aspiraba a consolidar un gobierno central fuerte en beneficio de los intereses del comercio y de la industria. Abogaba por la incorporación a la vida pública de los principios de eficiencia, orden y organización necesarios para un gobierno efectivo. Sostenía, así mismo, que los Estados Unidos debían tener crédito para el desarrollo industrial, la actividad comercial y las operaciones del gobierno. Este último debía tener también la plena adhesión y confianza del pueblo.

En el debate, los “Federalistas” llevaban las de ganar. La mayoría de ellos había participado en la elaboración de la misma constitución, de manera que no sólo estaban mejor preparados sino, también, mejor organizados.

Entre las herencias más importantes de ese debate está The Federalist (“El Federalista”, una colección de ensayos publicada originalmente en la prensa de New York entre octubre de 1787 y julio de 1788. Iniciados por Alexander Hamilton, los 85 artículos fueron publicados bajo el seudónimo de Publius, e incluyen asimismo alrededor de 30 escritos por James Madison y 5 de John Jay. Escritos en apoyo de la ratificación, los ensayos defendían el principio de una suprema autoridad nacional, pero al mismo tiempo buscaban asegurar a los dudosos que ni el pueblo ni los estados tenían razón para temer usurpaciones ni tiranías por parte del nuevo gobierno federal40. En el ensayo tal vez más famoso, el Nº 10, Madison argumentaba que el mismo tamaño y diversidad del país haría imposible para cualquier facción formar una mayoría que pudiera dominar el gobierno.

En parte para vincular su movimiento con el proceso de recuperación económica que ya se iniciaba, los Federalistas trataron de cultivar la creencia de que la nueva unión contribuiría a la prosperidad. Los Anti-Federalistas hablaban más de los peligros del poder, en los mismos términos que habían sido familiares en el debate con el Parlamento inglés. Los líderes Anti-Federalistas -hombres como Henry y Richard Henry Lee de Virginia, George Clinton de Nueva York, Sam Adams y Elbridge Gerry de Massachusetts, Luther Martin de Maryland eran, en su mayoría, individuos cuya reputación se había consolidado antes de la revolución. Los líderes federalistas, en tanto, eran hombres más jóvenes, cuyas carreras habían comenzado con la revolución.

40 Uno de los logros más interesantes de las páginas de “The Federalist” fue su certera y despiadada crítica a las debilidades de los “Artículos de la Confederación”. Desde esta crítica, se aborda la discusión de aspectos particulares. Hamilton se refiere a ellos: “la utilidad de la UNION para la prosperidad política [del pueblo] -la ineficacia de la actual Confederación para preservar esa Unión -la necesidad de un gobierno, al menos lo bastante enérgico para garantizar el cumplimiento de este objetivo -la conformidad de la nueva constitución con los verdaderos principios republicanos -su analogía con las constituciones estatales -y últimamente, la seguridad adicional que su adopción dará a la preservación del gobierno, de la libertad y la prosperidad." Ver Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, The Federalist Papers (intro. por Clinton Rossiter), (New York, 1961), p. 36.

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El desacuerdo entre los dos grupos se planteó, sin embargo, más sobre los medios que sobre los fines. Ambos grupos concordaban en que se necesitaba de una autoridad nacional fuerte y que ella requería de un presupuesto adecuado para cumplir sus fines. Y ambos grupos estaban a la vez convencidos de que el pueblo debía establecer barreras contra la tiranía. En fin, pocos de los defensores de la constitución estaban de acuerdo con ella en su totalidad, así como pocos de sus opositores la encontraban inaceptable en su totalidad.

En el fragor del debate entre Federalistas y Anti-Federalistas, la ratificación de la nueva Constitución Federal ganó momento antes que el año 1787 terminara, prolongándose el proceso de adhesión de los estados más recalcitrantes hasta el año 1790. A fines de ese año de 1787, sin embargo, los nueve estados necesarios para su ratificación ya habían adherido a ella. La cuenta regresiva se inició entonces para el Congreso de la Confederación (en actual ejercicio), el que empezó a emitir disposiciones para un traspaso ordenado del poder al nuevo gobierno.

En la fecha prevista, el 4 de marzo de 1789, el nuevo Congreso electo de los Estados Unidos se reunió en New York –ciudad nombrada como sede de gobierno. George Washington, con 69 votos del Colegio Electoral, ganó la presidencia del país, seguido por John Adams quien pasó a ocupar la Vicepresidencia de la nación. El gobierno de la nación se había consolidado en forma definitiva bajo la forma de una Unión Federal.

Sin duda, la ratificación de la Constitución no respondió a todas las preguntas ni resolvió todos los problemas que los EEUU enfrentaban. Lo importante, empero, es que estableció el marco de referencia para los principios y formas de un nuevo gobierno que, de allí en adelante, consolidó su posición y se instituyó en un marco institucional férreo y coherente para el desarrollo de una nación pujante y agresiva. Esta se manifestaría en el tiempo del siglo XIX a través de un proceso inicial de consolidación territorial, paralelo al proceso de cristalización institucional, al que siguió, en la segunda mitad del siglo, un activo proceso de industrialización y desarrollo económico y social. Ello haría de los EEUU, sin discusión, una potencia mundial.

6. Los Estados Unidos hasta 1850. Expansión territorial y poblamiento del Oeste.

La primera mitad del siglo XIX representó para los Estados Unidos no sólo una etapa de crecimiento económico sino, fundamentalmente, de consolidación territorial y expansión de las fronteras del país y, con ambas, de cristalización del espíritu nacional. Éste último, incentivado en la época como estrategia de fortalecimiento del estado, tuvo amplias exhibiciones en el plano doméstico y en la política internacional de la primera mitad de aquel siglo. Fue, también, el más claro reflejo del optimismo de los estadounidenses de entonces, así como de su confianza en el destino que la Providencia les había diseñado. En gran medida, tal confianza y optimismo fueron el resultado de dos preceptos profundamente enraizados. El primero acogió la creencia popular de que cuanto más libres fueran hombres y mujeres (la libertad de la mujer admitía, por cierto, ciertas calificaciones), mejor podrían desarrollar sus potencialidades. El segundo precepto

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descansaba en las realidades sociales y económicas que informaban la vida de Estados Unidos en el siglo XIX. Entre estas realidades, una de las más fuertes era la existencia de amplios espacios de tierra virgen—un espacio prácticamente ilimitado con recursos inextinguibles—que prometía una vida más digna y próspera. El Oeste, la enorme riqueza del gran interior que se extendía desde los Apalaches hasta las Rocosas, ayudaba a mirar el futuro con mayor optimismo y confianza.

Cuando las trece colonias declararon su independencia de Gran Bretaña, en 1776, el territorio de la nueva nación estaba confinado a una estrecha franja de tierra a lo largo de la costa del Atlántico. Más tarde, el tratado de paz con Inglaterra, en 1783, extendió el dominio de los Estados Unidos hasta el río Mississippi, por el Oeste, prácticamente doblando el tamaño de la nueva república y agregándole millones de acres de tierras fértiles y con agua en abundancia. Tomando ventaja de esta situación, granjeros del Este—ávidos de tierra—así como ambiciosos empresarios, se encaramaron por los viejos Apalaches.

Paralelamente a esta expansión, el Presidente Thomas Jefferson doblaba otra vez el territorio con la compra de Louisiana (1803): todo el territorio comprendido (según los términos de la transacción) entre el río Mississippi y las Montañas Rocosas. El territorio, devuelto por los españoles a los franceses en 1801, había sido ofrecido a los negociadores estadounidenses en París por el equivalente a US$ 15 millones. Jefferson apoyaría tal compra ante el Congreso, obteniendo así el país un vasto territorio que aseguraba en forma definitiva para los Estados Unidos una vasta sección de la costa del golfo, así como la navegación por el río Mississippi.

Con extraordinaria confianza, decenas de miles de estadounidenses asumieron el desafío de poblar el interior del continente, recorriendo cientos de miles de millas a pie o en vagones, confrontando a airados aborígenes y tornando densos bosques en granjas productivas. Hacia 1820, dos millones de blancos y negros—un número casi igual al total de la población en 1776—vivían al oeste de los Apalaches, en nueve nuevos estados y tres territorios. Los Estados Unidos estaban así en el camino de constituirse en una verdadera república continental.

La expansión hacia el Oeste transformó la vida de toda la nación. En tanto las comunidades del Este perdían un contingente de hombres y mujeres jóvenes atraídos por la posibilidad de mejorar sus fortunas en las tierras nuevas, cientos de miles de indios del Oeste enfrentaban políticas de remoción forzosa de sus territorios ancestrales.

El acelerado proceso de migración interna estuvo vinculado con una dinámica profundamente individual asociada al “hambre de tierras”. Ni los gobiernos estatales ni las compañías por acciones tuvieron un rol sustantivo en este respecto. Grupos de arrendatarios y granjeros de Chesapeake enfilaron hacia los estados actuales de Kentucky y Tennessee. Alrededor de 225.000 pobladores abandonaron las tierras del Este, lo que concitó quejas de los terratenientes. Un atribulado latifundista se quejaba en el periódico The Maryland Gazzette de que una política de asentamiento ilimitado “abría una puerta para que nuestros ciudadanos nos

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dejaran y depreciaran nuestras propiedades, impidiéndonos pagar los impuestos”41. Otra ola de emigrantes saldría de Nueva Inglaterra hacia el Estado de Nueva York, estableciendo nuevas comunidades agrícolas en la región de los Grandes Lagos. Aunque algunos de los granjeros de Nueva Inglaterra ya se habían movido hacia los estados vecinos de New Hampshire y Vermont y aún Maine, en busca de tierras, todavía las comunidades de Nueva Inglaterra estaban sobrepobladas. Hacia 1820, alrededor de 800.000 nuevos pobladores vivían en la franja territorial comprendida entre Albany y Buffalo. Miles más habían continuado hacia Ohio.

Entre 1800 y 1840, la producción agrícola creció a una tasa promedio anual de 3.1%. Tal crecimiento estuvo asociado al incremento de la productividad, informado éste por la aplicación de innovaciones tecnológicas, métodos de cultivo perfeccionados e introducción de mejores variedades de especies animales (ganado); todo lo anterior, incentivado por más eficientes y baratos sistemas de transporte y por mercados en expansión.

En cuanto a la expansión de la población rural, ésta se triplicó pasando de 5 a 15 millones en igual periodo. Estos millones de granjeros fueron los responsables del cultivo de vastas extensiones de nuevas tierras y de la acumulación de un significativo capital agrícola expresado en ganado, implementos agrícolas y construcciones.

El crecimiento de la producción agrícola estuvo estrechamente ligado al movimiento hacia el Oeste y al desarrollo de nuevas áreas para la cría de ganado y el cultivo de algodón, maíz, trigo y tabaco. Con posterioridad a 1815, sistemas de transporte más perfeccionados permitieron que más y más granjeros del Oeste abandonaran un estilo de vida autosuficiente y se insertaran en una economía de mercado a nivel nacional. Los campesinos que se involucraron en este tipo de agricultura comercial se especializaron en la producción de granos exportables y usaron los retornos para comprar bienes manufacturados en Europa del Norte y en el Este del país.

Esta masa de emigrantes al Oeste alcanzó un “peak” hacia 1830. Mientras en 1810 sólo 1/7 de los americanos estadounidenses vivían al Oeste de los Apalaches, hacia 1840 más de 1/3 vivía allí. Tomando como base de análisis los años 1810 y 1840, una lectura comparada del número de habitantes en los estados nuevos, consolidados después de 1800, arroja las siguientes cifras de crecimiento demográfico:

1810 1840

Ohio (1803) 230.760 habs. 1. 519. 467 habs.Louisiana (1812) 76.556 352.411Indiana (1816) 24.520 658.866Mississipi (1817) 40.352 375.651Illinois (1818) 12.282 476.183Alabama (1819) 590.75641 Citado en Henretta, p. 203.

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Missouri (1821) 20.845 383.702Arkansas (1836) 1.062 97.574Michigan (1837) 4.762 212.267

Algunos de los emigrantes provenían directamente de Europa, en tanto otros venían de estados más antiguos cuya población agrícola también había crecido rápidamente. Así, pobladores de Kentucky y de Tennessee se movieron en la primera mitad del siglo hacia las nuevas tierras algodoneras del suroeste o cruzaron el río Ohio hacia el noroeste. Los emigrantes provenientes de los estados del Norte y de los estados atlánticos del centro se asentaron, preferentemente, en la región de los Grandes Lagos; la gente de los estados sureños, en tanto, invadió no sólo el SO; también invadieron el sur de Ohio, Indiana e Illinois. Socialmente, provenían de la clase media baja y viajaban con todas sus posesiones terrenales en carros cargados pesadamente, o aún a lomo de mula o caballos.

El Oeste dio cuerpo al mito de la “tierra promisoria” incentivando grandemente la migración. De otro lado la carencia de lazos en sociedades fluidas, con la presencia de incentivos fuertes de ascenso social, considerado este último como “deber moral”, favorecieron el desplazamiento permanente. Los viajeros vieron de esta suerte a los estadounidenses como “inquietos, desarraigados y ambiciosos”. En 1830, el francés Alexis de Tocqueville, un penetrante observador de la realidad y sociedad estadounidense, escribía

En los EEUU, un hombre construye una casa en la cual pasar su vejez y la vende antes de que el techo esté colocado … ara y siembra la tierra y deja que otros cosechen el grano ... se asienta en un lugar, para abandonarlo luego llevando sus pertenencias a otro ... el lazo que une a una generación y otra es tenue o está roto ... cada hombre allí pierde todo trazo de las ideas de sus ancestros o no las considera

Las razones para esta extraña intranquilidad eran, a juicio de Tocqueville, el gusto por las gratificaciones físicas; una condición social “en la cual ni la ley ni las costumbres retiene a una persona a su lugar”; una persistente y extensiva creencia en que “todas las profesiones están abiertas a todos y en que las propias energías de un hombre pueden situarlo por sobre los demás”. Tales rasgos sociales darían origen a un hombre nómade y aventurero hombre de frontera, en perpetuo movimiento hacia el Oeste, extendiendo las fronteras en busca de un nuevo hogar, de éxito material, de una vida mejor.

En cuanto a la población originaria, en el Tratado de París de 1783, Gran Bretaña había cedido a los estadounidenses no sólo territorios sino también poblaciones aborígenes. Aunque los nativos americanos rechazaron, entonces, el control político de los EEUU—puntualizando que ellos no habían firmado tratado alguno y que jamás habían sido conquistados—el Congreso de la Confederación proveyó al uso de la fuerza militar para expulsar a los Iroqueses de la mayor parte de sus tierras en New York y Pennsylvania. Pronto los otrora orgullosos Iroqueses serían reducidos

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a pequeñas reservaciones. En 1785, negociadores estadounidenses usaron tácticas similares en su intento de expulsión de los Chipewyan, Delaware, Ottawa, y Wyandot de los territorios del futuro estado de Ohio. Esta vez la táctica no dio resultado. Las tribus, lejos de retirarse, entraron en alianza con los Miami, Shawnee, y Potawami para defender sus territorios. Guiados por “Little Turtle”, “Pequeña Tortuga”, la Confederación Occidental logró derrotar a las fuerzas expedicionarias blancas en 1790 y 1791. La resistencia, sin embargo, sería sofocada en 1794. En el Tratado de paz de Greenville (Ohio), de 1795, el gobierno de los EEUU reconocería la propiedad nativa en el territorio situado al Oeste de los Apalaches, logrando sentar dominio político y territorial sobre el mismo, en tanto los indios aceptaban, finalmente, colocarse bajo la protección de los EEUU. En el futuro, los indios pagarían un alto precio por la expansión estadounidense.

La relación entre caras pálidas y pieles rojas sería objeto de permanente controversia así como fuente de tensiones políticas y sociales. “Junto al caso de la raza negra que habita en nuestro seno” planteó James Madison, al abandonar la presidencia en 1817, “está la raza roja en nuestras fronteras, la cual constituye el problema más difícil para la política de nuestro país”42. Algunos personajes influyentes abogaban por el exterminio de los nativos estadounidenses. Muchos otros favorecían políticas de asimilación, las que prevalecieron hasta 1820. Conforme a éstas, se instruiría a los gobernadores de los territorios comprar enormes extensiones de propiedad india, de manera de favorecer el establecimiento de pobladores blancos y promover equivalentemente el establecimiento de pobladores indios en comunidades agrícolas vecinas. A la vez, se incentivó el trabajo de los misioneros entre los indios, a objeto de acelerar la asimilación. El objetivo—en palabras de un pastor de Kentucky—era el de convertir al indio “en un granjero, un ciudadano de los Estados Unidos, y un cristiano”43. Por cierto muchos aborígenes resistieron el proceso de redefinición de su identidad cultural. “Nacidos libre e independientes”, según notaba un observador, “los indios se aterrorizaban ante el más mínimo atisbo de un poder despótico” 44. Muchas tribus terminaron expulsando a los misioneros blancos y forzaron a los conversos al Cristianismo a participar en rituales indígenas. Para justificar sus valores ancestrales, algunos líderes nativos desarrollaron teorías culturales y religiosas dualistas. Como lo planteaba un profeta de los Munsee “hay dos caminos hacia Dios, uno para los blancos y otro para los indios”45.

Sólo bajo circunstancias especiales los indios aceptaron los estilos europeos. Cuando los blancos intentaron expulsar a los Cherokee de sus tierras ancestrales en Georgia y las Carolinas, en 1806 y de nuevo en 1817, una pequeña fracción de Cherokee mestizos, hijos de mujeres indias y cazadores de pieles, resistieron la expulsión forzosa adoptando algunos elementos de la cultura de los blancos. Organizaron un Consejo Nacional, adoptaron una lengua escrita y, en 1827, promulgaron una carta de gobierno modelada sobre la Constitución estadounidense. Pero la mayoría de los Cherokee puros rechazaron los valores foráneos y denunciaron el proceso de asimilación, forzando así su expulsión.

42 Citado en Henretta, p. 225.43 Ibid.44 Ibid.45 Ibid.

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Vencidos los obstáculos de la expansión inicial y de las relaciones con los indios americanos, los EEUU estarían en posición de extender sus dominios aún a costa de sus vecinos en otras áreas de colonización. En 1845 los Estados Unidos anexaron la República de Texas. Ello fue obra del Presidente James K. Polk, la encarnación del espíritu del “Destino Manifiesto”46 de los EEUU, quien deseaba apoderarse de la región de California-Nuevo México. Es cierto que, inicialmente, el objetivo había sido la compra del territorio pero, ante el fracaso de la misión Slidell47, el Presidente envió tropas norteamericanas a la zona en conflicto, entre el Río Nueces y el Río Grande, reclamándola como propia de los EEUU. Cuando el conflicto estalló, Polk reclamó que México había sido el agresor y el Congreso declaró la guerra en mayo de 1846. Tales fueron los orígenes de la guerra mexicano/americana de1846-1848. En definitiva, la guerra fue ganada por los EEUU. La paz fue firmada en el suburbio de Guadalupe Hidalgo en febrero de 1848. Según el tratado, México reconocería el reclamo de los Estados Unidos sobre el territorio al norte del Río Grande, cediendo California y Nuevo México, a cambio de US$ 15 millones y otras consideraciones.

En 1867, después del término de la Guerra Civil, el Secretario de Estado William Seward compró Alaska, pagando a Rusia US$ 7.2 millones. A su objetivo, netamente expansionista, fue agregada la consideración de que, con la compra de Alaska, se eliminaría la influencia de Rusia en el hemisferio occidental. Asimismo, Seward creía que la compra de Alaska tendría el efecto de pinzas contra Gran Bretaña en Canadá. El público estadounidense, sin embargo, vería la compra de Alaska como una tontería de Seward y en el territorio percibiría sólo un desolado e inservible páramo, al menos hasta que allí fueron descubiertos ricos yacimientos de oro.

Con posterioridad, la doctrina del Destino Manifiesto reaparecería como un argumento en el período neoimperialista de los 1880s y 1890s y en la Guerra Hispanoamericana de 1898, que dejó a los EEUU con un altísimo grado de influencia en Cuba y en el Caribe y América Central.

46 Argumento utilizado por los Estados Unidos en el siglo XIX para justificar las políticas imperialistas de expansión en Norteamérica. Para los creyentes en el “Destino Manifiesto”, la expansión de los Estados Unidos hacia el Oeste y el Sur Oeste del territorio norteamericano era inevitable, justa y destinada por la Providencia. La frase “destino manifiesto” apareció primero en julio de 1845, utilizada por un escritor Demócrata, John L. O’ Sullivan, en el contexto de una advertencia contra aquellos poderes extranjeros que intentaban prevenir la anexión de Texas por parte de los Estados Unidos. Era, dijo “el cumplimiento de nuestro destino manifiesto extender el continente otorgado por la Providencia para el libre desarrollo de millones que se multiplican anualmente". Esta útil idea fue recogida por el New York Morning News en diciembre de 1845 y aplicada a la disputa que sobre el territorio de Oregón tenían los Estados Unidos con Gran Bretaña. Después de su uso en el Congreso en 1846 la frase se hizo popular entre los oradores y escritores nacionalistas, algunos de los cuales hasta pensaron en la anexión de Canadá. En The Encyclopedia of American History, p.183.47 Intento, por parte de los Estados Unidos, de negociar la compra de Nuevo Mexico y California. El comisionado, John Slidell, viajó a México para ofrecer US$5 millones por Nuevo Mexico y US$25 millones por California. El gobierno mexicano rehusó la oferta.

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